Poemas Urbanos Mario Rivero

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Poemas urbanos

Vuelvo a las calles


MARIO RIVERO
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Digitalización
eLibros Editorial, Iván Correa
Diseño y producción eBook

Agradecimientos especiales a todos los autores e intelectuales que aportaron ideas y obras a este
proyecto por su confianza y generosidad.

© 1963 y 1965, herederos de Mario Rivero


© 2014, SCRD-Idartes y Ministerio de Cultura

Edición digital: Bogotá, febrero de 2014


ISBN: 978-958-8321-85-1 (epub)

Licencia Creative Commons: Reconocimiento-No Comercial- Compartir Igual, 2.5 Colombia. Se


puede consultar en http://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/2.5/co/###

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Contenido

Cubierta
Portada
Créditos

Poemas urbanos
Sábado
Un habitante
Los amigos
El domador de pájaros
Muchachos
Una pequeña historia
La calle
Amanecer
La luna y Nueva York
Palabras a un amigo que se llama Dios
Saludo al astronauta
El padre
8 p.m.
Nadie estaba triste
Collage rubirosa
Motivos del día
Secuencia urbana
John
Réquiem por una tarde
Versos

Vuelvo a las calles


Poemas urbanos
Sábado

Sábado en la alcoba y en las vitrinas


bostezo largo como camino de piedras.
Los pantalones están arrugados
sobre el ropero
que cansado de ser celestino
protesta en un silencio de caoba.
Ella tiene una mariposa en la cara
y hay semen desde las sábanas hasta la voz.
Después un hasta luego
mirando el reloj.
¿Te vas a la oficina?
Sí. Hoy es sábado. Habrá sifón en el bar
frente al cinematógrafo.
Hay banquitos rojos
y trae la cerveza una muchacha.
Después, el problema del amigo
que no pudo comprar el perfume que le gusta a su novia.
Llama “Canción para dos”
y viene envuelto en un papel
oro y estrellas
En el fondo del bar está Zarkof
el polaco que llegó un día sin equipaje
hace muecas y toma un vaso de whisky
dice entre dientes que odia a los Alemanes
y su mirada se pierde en las botellas.

La noche muestra media cara…


los vendedores de periódicos parecen ángeles mojados.
En esta mesa se ha detenido el tiempo
Siento el ruido de un traganíquel.
Todo lo que fui y lo que soy
lo tengo tras de esta vidriera.
Afuera el mundo. Un frío puro. Charcas.
Carros que arrastran carga humana
papeles arrugados
y el neón que se deslíe en mi cara.
Esta noche no quiere morir simplemente…
no sé qué hacer tal vez me vaya al cine
quiero atrapar el gato malo de Walt Disney
y ver cómo un bandido se roba una reina.
Tal vez me vaya al cine…
Un habitante

Este hombre no tiene nada que hacer


sabe decir pocas palabras
lleva en sus ojos colinas
y siestas en la hierba.
Va hacia algún lugar
con un paquete bajo el brazo
en busca de alguien que le diga
“Entre Usted”
después de haber bebido el polvo
y el pito largo de los trenes
después de haber mirado en los periódicos
la lista de empleos.
No desea más que donde descansar
uno por uno sus poros.
Hay tanta soledad a bordo de un hombre
cuando palpa sus bolsillos
o cuenta los pollos asados en los escaparates
o en la calle los caballitos
que fabrica la lluvia feliz.
Y dentro, en la tibieza
las bocas sonríen a la medianoche
algunos se besan y atesoran deseos
otros mastican chicles
y juegan con sus llaves
crecen los bosques de ídolos
y el cazador cobra su mejor pieza.
Los amigos

A veces me pregunto qué fue de los amigos


después de que los días
han dejado caer su ceniza.
Los que vivían en la barracas
sobre el río, un río sucio que parte la ciudad
en dos tajadas de hierba
donde mujeres lentas de grandes pies
llevan fardos de trapos sobre la cabeza.
El de la cachucha azul y raída
que limpiaba telares.
Su padre era mecánico
y él también quería ser mecánico.
Estoy seguro de que ambos
continúan comiendo su emparedado cotidiano
y su único amor son los tornillos.
El flaco de la bicicleta
que todos envidiaban
porque tenía muchas revistas de Charles Atlas
y decía que era capaz de levantar cien kilos.
Tenía novia y no le gustaban las nubes.
Después, muchas ciudades
torres de acero, bulevares
mujeres pintarrajeadas en las esquinas
restaurantes, etc., donde todos están
un poco solos
no se conocen pero se miran
apuestan a las carreras frente al televisor
los fines de semana
y desean ir al mar.
Yo sigo buscando desde mis papeles
a la muchacha que se paraba
contra el poste de la luz.
El domador de pájaros

Estamos aquí. Con charcas en el rostro.


Un aviso dice: “Exposición internacional
de muñecos de cera”.
Todos corren como si buscaran algo afanosamente.
En los escaños hay sombras y hojas quemadas.
Esperamos seres y cosas que hace años
caminan por entre la niebla.
Son tan ciertas como los niños de cabeza dorada
que corren tras su perro.
Nos miramos los pies que conservan todavía
una gota de lluvia brillante.
Vamos caminando…
Las primeras señales del otoño
se dejan ver en el domador de pájaros
que lleva su mundo y vive su vida
pegado a una jaula de alambre.
Siempre se sitúa frente a un edificio
viejo como un gigante.
Si quieren saber su porvenir, ¡acérquense!
¡La felicidad por diez centavos!
Soy el profesor Fortuna.
¡Eh, tú! Sube al trapecio.
Este es el principio del otoño
el domador de pájaros lo sabe
y se aleja con su país de alambre.
Muchachos

Entonces
era verano sobre el tiempo
y las frutas…
Los muchachos jugábamos
al foot-ball
al bueno y al malo
en las tardes
con color de azafrán
frente a la fábrica
donde yo iba a ser hombre.
No había tantos papeles
ascensores, antesalas
y pájaros asesinados
entre los edificios.
La llamaba mi pequeña de arroz
y la esperaba
cerca a donde dormían los trenes
mientras el humo
como una culebra de plata
enamoraba el aire
y se metía en mi nariz
de animal triste.
Era un amor de trenzas y overol
y con pobres palabras…
Una pequeña historia

A las seis de la tarde


cuando la calle se deja lamer por las basuras
y bostezan los edificios por sus ventanas
las aceras y los árboles
la mecanógrafa espera…
Una vez tuvo quince años.
Se pintaba los labios y las uñas furiosamente de rojo
usaba zapatico ilusión
y tenía un novio
que la llevaba a las heladerías
a tomar café con tostadas
mientras el gringo del acordeón
tocaba una canción
que todavía recuerda.
Ahora son las seis de la tarde.
El tiempo es un caballo leproso
que pisotea las cosas.
¿Qué haces mecanógrafa
con esa cara de otoño
y esos senos de naranja enferma?
Mañana volverás a la oficina
donde un jefe
de uno con cincuenta de estatura
acaricia su pequeño vientre
en el que guarda recibos
huevos de tortuga
y una muerte grande.
No esperes más.
Escucha otra vez la música del gringo
y deja que un hombre te tome de la mano…
La calle

Esta calle, mi calle,


se parece a todas las calles del mundo.
Uno no se explica por qué
suceden tantas cosas en un minuto,
en una hora, en doce horas,
desde que el sol preña la tierra.
Tiene puertas como bocas sin dientes.
Las mujeres se asoman a las ventanas
y miran tan lejanamente...
sobre un alambre, en el que los días
hacen equilibrio, cuelgan a secar
medias, camisas y pantalones rotos.
Tres mujeres con caras de pocos amigos
esperan el bus. Son modistillas
que van a los talleres de la ciudad
a coser su miseria con una aguja de oro.
La beata de enfrente
acaricia con uvas a un gato lustroso
y le dice “my darling”
mientras un estudiante regresa
a su cuarto de hotel
donde la cama en actitud de mujer pariendo
espera su saco de huesos
y colgado en la pared con una cinta
el retrato de la novia
que se ahorcó en sus trenzas
y ya tiene dos hijos parecidos
a su marido el boticario.
Al final de la calle está la casa
del farolito rojo
a donde van prostitutas niñas
con pelo color de miel
y senos como dos monedas de centavo frías.
Esta calle, mi calle,
se parece a todas la calles del mundo.
Se ven estas cosas y otras cosas…
Amanecer

El primer carro lechero


pita frente a una tienda de comestibles,
las palomas despiertan sobre los tejados
y se confunden con el humo de las chimeneas.
Otra vez los empleados bancarios
se abotonan la camisa
y el último billete que contaron
se les pega a los dedos al tomar la tostada.
Todo está húmedo.
Las hojas nadan en las alcantarillas
y los hombres que recogen la basura
están untados de niebla.
Este día será igual a todos…
los diarios dirán que el mundo
se acabará dentro de quinientos años
o que los rusos ya llegaron a Marte
y en la página social
una mujer bella que se casa.
Rodarán los besos… se harán grandes negocios
y la tierra orinará petróleo.
Los hombres jugarán peligrosamente con los niños
sin más testigos que los zapatos
como dos vientres de buque.
La señora X tomará el té con el amigo
y dirá mientras se arregla el liguero:
“Mi marido trabaja hoy hasta tarde”.
Y en el cielo, allá arriba,
las estrellas guiñarán el ojo a los enamorados
que caminan cogidos de la mano
sobre los ríos de cemento…
Y volverá a amanecer sobre las chimeneas y las palomas.
La luna y Nueva York

Nos encontrábamos todos los días


en el mismo sitio
compartíamos versos, cigarrillos
y a veces una novela de aventuras.
Lanzábamos piedrecillas
desde el puente donde almorzaban
los obreros de la fábrica de vidrio.
Le decía que la tierra es redonda
mi tía bruja y la luna un pedazo de cobre.
Que un día iría a Nueva York
la ciudad abundante de cosas estrambóticas
donde los gatos vagabundos
duermen bajo los automóviles
donde hay un millón de mendigos
un millón de luces
un millón de diamantes…
Nueva York donde las hormigas
demoran siglos trepando el Empire State
y los negros se pasean por Harlem
vestidos con colores chillones
que destilan betún en el verano.
Iría por los restaurantes
hasta encontrar un cartelito:
“Se necesita muchacho para lavar los platos.
No se requiere título universitario”.
A veces comería un sándwich
recogería manzanas en California
pensaría en ella cuando montara en el elevado
y le compraría un traje parecido al neón…
me iba a besar
cuando sonó el pito de la fábrica.
Palabras a un amigo que se llama Dios

1962
un día cualquiera
los hombres han puesto en órbita
otra cápsula
el astronauta dijo que la tierra
es una bolita azul con tempestades
y que Tú no estabas ni dentro ni fuera.
Crece el día
el estroncio 90 está en la respiración
está en la luz
cae sobre los burros y su carga de flores.
Crece el día
el sol se estira en lenguas dulces
sobre el campo
quema la piel del agua y de los amantes
y un vaho de fornicación asciende.
Crece el día.
Uno no se cansa de estar vivo
aunque se siga anudando la corbata
aunque se sienta el tableteo
de las ametralladoras
aunque la muerte caiga engordando la tierra.
En fin amigo Dios
es 1962
en todos los almanaques
y pueblos oscuros siguen envueltos en su fiebre
construimos casas y bombarderos
que tienen extendidas bajo las alas
las ciudades que no conocemos
No tengo más que contarte.
Estoy solo como un recién llegado.
Tal vez me compre un elefantico
para regalarle a alguien
y aunque Tú no estés ni dentro ni fuera
te pido desde mis dientes de maíz
que nadie se vaya en el verano.

Amigo Dios
Tú que hiciste el mundo en siete días
que de tu mano salieron
mansos valles y delgadas colinas
yo te pido por todos
los que no dicen nada.
Te cuento desde este bosque
de cemento y cristal
que nadie parece malo
cuando atraviesa una avenida
o piensa que fue niño.
Yo los he visto amigo Dios corroerse
y descender como una avalancha
cuando el crepúsculo toma posesión de la ciudad
persiguiendo los días
que se les fueron uno tras otro
hacer el amor y luego sonreír
al secarse los órganos con una toallita de papel
inocentes y hostiles a la humedad de sus cuerpos.
Limosnear constelaciones y veranos
sin saber que el mundo ya está viejo
bajo su apaciguamiento de eternidad
y que la bomba caerá
¿Caerá la bomba sobre la bolita azul?
Saludo al astronauta

El astronauta es un hombre con máscara


ha vuelto mojado de radiaciones
en su cápsula ardiente
ha traído las mañanas más bellas
de la tierra
y ahora sabe que la palabra mejor es
regresar
Es un héroe y escucha los aplausos
en los vastos estadios
fuma, fornica,
se huele las axilas
sigue paso a paso las peripecias
del jinete del oeste
pisa la brea de las ciudades
respira simplemente los melodiosos árboles
y hace los ademanes que ordenan la vida
diariamente
A veces
recuerda las montañas
enormes superficies agrietadas
que vio a través de su escotilla
como ballenas dormidas en la noche
o los planetas girando en sus itinerarios
exactos
Después de todo
se pregunta en su gran inocencia
por qué habrá tanta hambre milenaria
por qué las cárceles serán los ojos de los otros
por qué tendrá que irse
definitivamente
El astronauta es un hombre con máscara
que va al béisbol
El padre

La casa era tan sola


el barrio tan callado
que no sabíamos cómo apretar
nuestro silencio
Por las noches
la fragua rojamente nos miraba
mientras mi padre con su mano grande
corría el sudor de su pecho de arcilla.
A las ocho
todos nos recogíamos en el camastro
a soñar bisontes y astros
y a escuchar los relinchos de la noche.
En el fondo de la casa
había olor a café, a cueros y agua.
Una vez vino el circo
en un tren con sueño…
traía hombres de cara enharinada
y largas piernas de madera.
Muchachas vestidas extrañamente
con escamas de peces
y enanos como niños monstruosos
caminando bajo la lluvia.
El domingo siguió azul
pero el circo se llevó
la sonrisa de los muchachos
enredada en el trapecio.
La fragua no calentó más el hierro
y mi padre ya no trajo pan los viernes
se lo llevó un caballo preñado de sombra
y un árbol fue más verde.
Mi madre siguió lavando la ropa
y jugando al no-me-olvides.
El pueblo quedó como siempre
con sus techos pardos
barridos por el viento.
El domingo siguió apenas azul…
ya éramos hombres de quince años…
8 p.m.

El ojo de Dios
ronda
por todas partes
pega sobre las antenas de TV
se detiene
frente
a los neones oscilantes
que anuncian
brasieres Peter Pan
o Lo que el viento se llevó
luego
se esconde en su casa de nubes

Uno
por qué piensa en Dios
precisamente a esta hora
cuando descubre que le gusta
una muchacha
que huele bien
huele a animal
y camina
como sobre aceite

Pero
dejando la muchacha
ellas y ellos
también salen
grises
apretados
sudorosos
de sus jaulas
con la cinta de máquina de escribir
al cuello
cuando el sol está viejo
sobre las fábricas

Y los mariquitas
sueñan
y se sientan
como pequeñas flores
a la hora violeta
y hablan
hablan
como conejos
mordisqueando una col

Las estrellas
empiezan
a cernir su polvo sobre el mundo
son las 8 p. m.
Dios sigue solo
Nadie estaba triste

Nadie estaba triste al cruzar el semáforo.


Marlene acababa de estrenar un abrigo.
Todos lo discutimos:
su amiga dijo que le quedaba bien
yo dije que parecía una jirafita
galopando por el desierto.
Nadie estaba triste al cruzar el semáforo…
ni el hombre que se arrastraba en una pequeña tabla
ni el tragafuego que frente a nosotros
se acostaba sobre vidrios de botella.
Seguimos hacia el almacén de discos
queríamos oír música.
Marlene dijo que le gustaban los hombres
que no tenían nada de qué hablar.
Su amiga dijo que le gustaban
los que tenían mucho que decir.
Habían pasado seis horas… nadie quería nada.
Hablamos de un viaje
y en la cara de Marlene empezó a oscurecer…
Collage rubirosa

París. Julio 5. UPI.


“Porfirio Rubirosa ha muerto.
Gran campeón del volante pereció
en un trivial accidente de tránsito.

Entre los restos de su automóvil


no quedó más que el paraguas
su paraguas de playboy
que no le abandonó nunca”.

Conducir un Ferrari 250


jugar al póker
arruinar una mujer
o silbar
puede ser la vida. Eso o un poco más.
Ser un héroe o un gigoló
es lo mismo
si reventaron Farouk y Ali Khan
y si a los paraísos de Deauville
de Saint-Tropez
de Cannes
les falta un poco de eternidad.

Millonarias made in USA


artistas de cine
mujeres aburridas y solas
cayeron en la trampa de la leyenda
hecha con sables
sangre
y un césar de bolsillo al fondo.
Flor de Oro
–la Benefactora–
Danielle Darrieux
–glamour– ¿nada más?

Doris Duke
–chesterfield y millones–

Bárbara Hutton
–millones más millones histeria–

Odile Rodin
–lolita–
la primera vez que tuviste miedo
47 años son bastante
y la vida
no es una película en tecnicolor
en donde el héroe nunca envejece.

La voz de cual de todas


escuchaste
aquella madrugada
cuando el árbol que te esperaba desde siempre
te dijo
Stop Rubirosa.
Motivos del día

Mario me llamo
soy mordisco al aire
soy un husmea-cosas
soy un cuenta-cosas

Todas las mañanas


siento la hoja de barba
y la caricia del agua
cuando en el piso de arriba
posiblemente
un hombre y una mujer
yacen abrazados

Él la tiene en sus brazos


medio adormilada
mientras oriento mis pasos
hacia el día

Digo mentiras inútiles


y verdades inútiles
Converso con los ancianos
que descansan en la hierba
o sobre los pedestales
de los héroes
Con el buhonero
que vende transistores
o lentes para que alguien se esconda

Con las nucas


que en los colectivos
se apoyan sobre el hombro
del vecino

Con los huéspedes de las buhardillas


y las de los cuartos
de las casas coloradas
con rendijas
que miran a los árboles

Llego hasta el apartado


esa ventanita al mundo
abro una carta
que tiene una estampilla
de los mares del sur
donde los pescadores
tiran varios días sus arpones
hasta dar caza al tiburón
entre espumas de sangre

Voy al parque
y violo una naranja
para no mirar a una colegiala
que hace su colección
de hojas de otoño

Soy bachiller en lentos


amaneceres en los puentes
Todos mis recuerdos
tienen el leve brillo
de una joya perdida
aunque hay momentos
que merecen repetirse
Soy un husmea-cosas
soy un cuenta-cosas
un cero grita bajo mis zapatos
Secuencia urbana

Un día miramos
con más hambre
la corteza de un árbol
y el olor de la gasolina
es un buen olor
Y no nos molesta
la economía de las monedas
vivimos un momento
infinito
cuando descubrimos
inapelablemente
que nos vamos a morir

Entramos al cine
con el plan de arañarle
los muslos a la amiga
y sucede
que lo que vemos en el lienzo
nos hace llorar a los dos

Se encienden las primeras luces


Banco de Londres Chicles Clark
National City Bank
detrás de la cortina
el hombre y la mujer se miran
y se ponen la última prenda
Hay cara de fin en cada cosa
cuando se encienden las primeras luces

El gamín irrumpe de pronto


por la puerta del bus
acosado como un ladrón
Ofrece un rápido espectáculo
recoge unas monedas
y escondiendo el botín
en su chaqueta
escapa como un perro apaleado
cuando la lava del día
nos cubre
nos queda algo de su voz amigdalina
y un pedazo de su canción

El tren avanza fatigado


como una tortuga
respirando humo y carbón
el tren será chatarra
todo será polvo y chatarra

No me digan que vivir está mal


aunque algo nos venga desde el fondo
No todos saben
lo que pasa en el día
estar vivo es una cita
frente a un mantel a cuadros
o decir vamos a la esquina
de los cacahuetes
Es bueno sentarse a la sombra
en verano
a oír el martilleo de los latoneros
que trabajan sobre las barracas
a lo lejos
Vivir está muy bien
pues no hay nada más bello
que un obrero mezclando cemento
una grúa en la tarde
o una puta joven
elástica
lavándose la boca
y soñando en su pueblo
perdido entre valles azules
y balsámicos
O el viejo que va despacio
calle abajo
deteniéndose a menudo
y que lleva unidos por una cuerda
un sartal de peces rojo-dorados
y la tarde
la tarde hinchada de pitos y de pájaros
y un recuerdo
con olor a tabaco y madera
John

John
usted está muerto
fue en Dallas de un tiro en la cabeza
y con un fusil viejo
–Oswald también murió–
Usted que ganó muchas regatas
en el colegio
que fue marino y naufragó
salvándose para llegar a ser presidente
por fin está solo
conoce ahora las lluvias subterráneas
y sabe para lo que sirve una colina
Usted viajó por muchos países
en un avión veloz
–quería conocerlos a todos–
y todos lo recuerdan
como el mejor deportista
capaz de patear el balón atómico
sonriendo como un gerente
Usted fue un hombre de su tiempo
no usó chistera
bailó el jazz
Joe el trompetista negro lo recuerda
cuando sube la escalera sin fin de su raza
y Blackie el lavaplatos
que no ha podido desteñir sus manos –tralará tralará–
y Tom el portero –señor siga señor–
montañas de señor
Usted está muerto John
pero su sonrisa destella
como azúcar quebrado
a través del Mississipi
entre la noche de los algodonales
donde aún se vive un maltrecho esplendor
y aquí al sur del río Grande
gentes sin futuro
gentes de taller
o de canoa
también lo recuerdan como a un camino.
Réquiem por una tarde

La lluvia moja los automóviles


los vendedores de frutas
y los pies de los semáforos.
Los mendigos con las bocas abiertas
reciben sobras en sus escudillas de lata
y se acurrucan en los portones de hierro
por donde solo pasa el día.
Una mujer gorda abre el paraguas.
Llueve sobre la ciudad.
No se detendrá la tarde
sigue el sudor en las construcciones
y las grúas alzan ladrillos.
Los maestros de escuela
y las mecanógrafas
van a perder su soledad en los cinematógrafos
Cae hollín.
Huele a colillas, a rouge.
Sigue lloviendo.
Versos

Habíamos caminado
muchas veces
cogidos de la mano por las colinas
Tú alcanzabas la mejor edad
y yo no lo sabía
Me preguntabas como era el olvido
que después aprendimos
Eras algo así
como un olor espeso
que yo olfateaba
cuando la noche y los árboles
estaban más desnudos

Has cambiado de edad


la de los días de oro bajo los árboles
o entre los matorrales
plagados de mosquitos
El tiempo va dejando estrías en tus ojos
y un viento fuerte
golpea contra ti

Ya ves
Te lo decía
todo es un regreso
En medio de la multitud acezante
las palabras caían
sobre el asfalto
Yo amaba tu piel de cáscara de arroz
y eras parte
de mis cotidianos asuntos
de mis cuadernos
de mis borradores
mis tildes y mis comas
aunque nadie se da a nadie enteramente
El té y la mesita seguirían esperando
porque somos eso
apenas un poco de candela rodante

Ahora te amo más


cuando el otoño ha empezado
a hacerle malas jugadas a tu pelo
Todo sigue lo mismo
la silla
los libros
el cuadro de la mujer del vientre grande
tus gastados zapatos
mi soledad entre las cosas
y este no decir nada tan nuestro
mientras la bestia azul de la noche
crece sobre el patio
Toda mujer es bella
frente al espejo
o en los brazos de un hombre
Pero
no digamos más palabras nocturnas
y cansadas
la ola del día empujará la muerte
Vuelvo a las calles
Vuelvo a las calles…
La paralítica, vendiendo crisantemos y margaritas
es un buen tema para mí.
Hoy más lejos que nunca del ruiseñor del alba,
y de otras gratuidades.
El asfalto de las calles es cruel.
Veo al sol ampollar el asfalto.
El tiempo está en la cara de la mujer paralítica, colándose
por entre sus arrugas, que recuerdan sonrientes,
cansadas, sudorosas, yendo diario al trabajo,
todas aquellas cosas que ha hecho,
o dejado de hacer:
el recipiente del agua seco,
las mustias y tristes filas de los gladiolos,
y al hijo que se emborracha, duerme y procrea,
despreocupado de la tierra, que le repugna,
de la que huye, desde que fue soldado,
mientras que va encontrando,
al regreso del cuartel, sus amigos de siempre.
El gamín llega a la esquina, bajo la lluvia.
Con el agua en la boca, riendo con blancos dientes.
Medio desnudo, fanfarroneando y riendo.
Viviendo, luchando, buceando en la suerte,
con cantos de amor, con cantos de celos, con cantos de ausencia,
que van cortando el aire de la ciudad,
con cantos que por hambre de alegría nacen muertos.

Amparado por un buen muro,


reunidos los dos en un mismo aburrimiento,
su frente sucia de muchacho,
de donde el agua rueda como un rocío
y donde centellea su propia estrella de vida,
destaca en la penumbra de la hora,
con una tierna curva, esculpida por el dolor,
y azulada hasta el hueso.
Como cualquier muchacho escapado de casa,
“hago las calles” de la ciudad, y me familiarizo con su tacto…
las hago hasta el final,
por la luz, por la sombra,
¡hasta extenuar el corazón con su asfalto!

Me gusta su fragor,
¡el fragor de la calle dura y maloliente, el baño de la vida!
hasta el fin, hasta el alba,
este viajar entre hombres extraños,
gente distinta, a quien no necesito,
gente encontrada sobre la ribera,
a lo largo de la creciente del día

O, gente planeando sola en la noche,


existiendo en carne y hueso,
pero que va apagándose, desapareciendo, hacia sus cosas,
hacia el destino, hacia el trabajo, o la vida…
Este día es igual a otros mil.
Con la mañana recomienza la esperanza, el coraje,
que la noche nos había derrumbado
porque cada mañana hay que aprender la vida
como se aprende la tarea en una oficina burocrática,
y recomponer la carne con pobres rituales.
Cada mañana hay que poner en orden los relojes
que cuentan las horas: las del amor, de la locura, del cansancio,
las de este sueño imposible de algún mar,
o de una ciudad para estrenar.
Otra ciudad bajo los pies,
para pisar vagando por los bares como algún hombre nuevo,
con la posibilidad de una emoción, de algo que esperar.
Una ciudad distinta a ésta por cuyas calles
uno ha rodado como un perro aturdido,
¡sin conocer la suerte, durante años y años!
Camino ahora. Siempre he estado en camino.
Voy por la Séptima con una mujer pequeña,
colgada del brazo, y que es mi amor.
Muy pequeña, muy sola, y ya tan marchita,
que es una hazaña el ir colgada de mi brazo.
La plaza está vacía. Don Simón continúa inmóvil,
rodeado por un arrullo de palomas.
Palomas blancas… Palomas grises…
Un cielo azul-de-seda. Tibios rayos de sol, el campanario,
pulido y tocado de luz en su piedra amarillenta…
Hacia él doscientas, quinientas palomas vuelan…
Se alumbran los viejos peldaños de la catedral
de color de almendra.
Distraídamente persiguiendo una palabra perdida
me entrego a la eterna manía de los versos.
No obstante hay un camino que va a donde ella está.
Una fuerza secreta.
Algo que emana de nuestro viaje,
que comenzara aquella mañana, incierto,
de nuestro fraterno tú-a-tú.
¡De todo aquello que está en su abrigo, tan pobre,
en las aletas de su nariz, en su tristeza!...
Hubo un día en que nos fuimos de casa, sin recuerdos.
Nada nos retuvo.
Nadie lo intentó, tampoco.
Aún estábamos nosotros todos juntos,
aún estaba la madre, como una sonrisa,
y el padre indiferente.

Las casas estaban todas trepadas sobre la barranca


de un volcán muerto…
Amarradas a la tierra, como en un nudo de tristeza.

Los muchachos hicimos el camino


y encontramos el tren
como un trofeo de libertad.
¡El trac-trac del tren, y el aum-aum del viento!

Toda la noche el traquetear del tren


y el aullido del viento…
Pero más en lo hondo,
batiendo sus alas, ampliamente,
sueños de un niño que se vuelve hombre,
¡sueños que perfumaron aquellos años verdes!
Su juventud es igual. Son iguales en el amor.
Aquí hay un hombre, y otro, y otro más, en cadena.
Son muchos hombres, y siempre habrá otro más junto a ellos.
En el instante en que el cigarrillo encendido
y el deseo de huir, expulsa el humo de los sueños…

La carne les huele igual. A campo, a jardín secreto.


Y la mirada les cae bajo las pestañas de muñeca,
pero su corazón es invulnerable.
Han desviado el romance a un propósito frío como el hielo.
Con pueblerino vestido de crespón brillante
y anillo de rubí de vidrio en el dedo corazón de la mano izquierda,
sentadas en la sala del Paraíso de “madame”
–donde he venido a ver el ambiente–
en los abismos de su soledad,
y con el rímel que se destiñe en sucios fangos negros,
ellas sonríen con paciencia…
Un frío azul-cuchillo perdura en la mañana,
al hablar vuela de la boca una nube de humo;
físicamente me penetran, la ciudad y su atmósfera,
algo en mí se despierta,
algo que tiene que ver con el hombre entero, con su anchura;

Con la barahúnda de hombres alegres, simples, no recortados.


Y vivos; ¡tan solamente vivos!
Y me dirijo entonces a ese otro, que hacia mí viene a veces,
y que es mi ser íntegro…
No esta mitad, que inerte, va y viene por las avenidas,
hasta llevarme a suponer lo que en cada quién es el mundo…
Tras el pegajoso cieno de cada día
terminamos mi amigo y yo, encerrados
en el rincón de un bar.
aislados en el humo, bebiendo…

En el tufo, en la estrechez,
dentro de algunas cuatro paredes,
contempla el vaso, se lo lleva a la boca,
me dice que está “haciendo la cosa”
con alguna muchacha,
y piensa en sus motores…

Cada día es el mismo, y la voz es la misma…


Como en un ciego olvido, de cualquier cosa externa.

A la hora de ceniza de la madrugada,


con los pobres vasos de cerveza sobre la mesa,
cuando la brasa extenuada de la conversación se apaga,
dentro de la oscura fonda, arden, en brasa viva,
los rostros luminosos de los fiesteros…
¿Ves esos fuegos que se abren paso,
entre los lánguidos barridos del limpia-brisas?
Son los neones de una Bogotá, burguesa,
donde hay confort, limpieza, calor…
Espesas cortinas velan los vidrios
que la separan –más allá de lo indigno–
de la otra ciudad que viste un frío invierno…

Es un mundo seguro y tibio,


en donde mamá viene a besar a su cariñito,
a apretar contra el pecho a su tesoro,
que rutila en su alcoba,
todavía absolutamente intacto.

Pero yo, no poseo nada. Yo no soy nadie.


A mi manera, diverso,
se podría decir que soy de una clase aparte,
no soy de la clase de nadie. Sólo la mía.
Hay tanta negrura arremolinada dentro de mí,
que no me importa lo que como, ni con quién duermo.

Por eso, ¡vete! ¡Sal como sea!


Porque el lobo, hoy de fiesta,
ha lamido tiernamente a Caperucita,
que se ha acercado por sí sola, gentilmente,
y podría engañarte con ilusiones,
o aullando desesperado, odioso, inesperado, casi,
¡Saltar hacia ti, y cercarte!...
Se puso un pañuelo a cuadros
mi amiga anónima,
una chica que es atractiva sin pretenderlo.
Con sus ojos de azabache vivo, sobre las cosas,
curiosa de todo,
con su cuello delgado saliéndole desde la blusa dominguera,
con las joyas baratas, con los trapos sin precio,
cuando irrumpe, con su carrito de pescado
sobre la calzada,
en su simple presencia –dicha del día–,
¡es como una bandera!
Todavía en calzoncillos,
el hombre deja la máquina de afeitar
y se asoma a la ventana;
contempla el reino de la luz,
¡tan delgada, tan brillante, tan pura!

Y piensa cuando lleguen sus vacaciones,


si a un mejor salario, a él lo promovieran,
amplio de tiempo, en el lecho de algún lujoso hotel,
con el bienestar que da a un cuerpo,
el estar en otro, anidado,
o simplemente enterrado en la arena;

Con anteojos negros, para que la luz no hiera,


con lentes de distanciamiento, de exilio,
distinto, de alguna manera,
a este del traje de paño, que el trabajo exige,
el que viste como un impostor,
que contiene su vacío de hombre vacío,
el que no se unió nunca con sus pensamientos…
Las campanas de San Francisco, se desparraman,
cuando los hombres quisieran volver a estirar sus colchas y dormirse,
con los ojos todavía pesados de mal-sueño,
rojos, y abiertos al fondo de un aburrido cuarto.

Los tarros de basura siguen hediendo…

Alguien se estará lustrando los zapatos con las cortinas,


–como dicen que hacen los viajeros en los hoteles–.
Alguien se puede estar poniendo un overol de obrero,
Alguien que tuvo su pequeña guerra civil en esta noche
puede estar lidiando su última escaramuza sobre una colina blanca,
alguien orinará desnudo, una última burbuja de cerveza,
o alguien a quien nunca conoceré, hastiado,
puede estar haciendo lo que la gente llama “una locura”…
Al norte está el barrio más rico,
con sus casas esbeltas y blancas…
Aquí está el barrio más pobre, con sus casitas uniformes,
este conglomerado gris, concentracionario, de bloques de cemento,
construidos a toda prisa para la venida de un Papa…

En frente de esta casa hay un jardín con tres flores,


y una mujer vestida de verde
está fregando las gradas…
El viento agita su pelo, largo y negro,
contra su mejilla de color de tierra,
y ésta es su casa, pintada de varios tonos de rosado y de verde,
pero cuando tuerzo hacia la izquierda, esperando enfrentarla,
y llego hasta la escalera de piedra,
levanta el balde y echa a correr delante de mí
sin un nombre que darle,
porque es modesta y no quiere que un hombre la mire a la cara demasiado.
Mordiendo una ciruela,
la muchacha gorda, con delantal,
se detiene junto al edificio de los treinta y cinco pisos.
Sonriendo levanta su adolescente frente,
arrugándose ahora, blanca de sol,
a lo alto, hasta que los ojos se le lloran…

No es como las muchachas suaves, desnudas en las piscinas.


Es apenas una muchacha sana, contenta en el sol…
Una muchacha que no tiene nada ya que perder…
Pero aquellos que pasan a su lado, llenos de actividad,
con ojos inclinados, caen, mudos y prontos,
sobre sus senos, como dos mundos…
Conozco la insobornable tristeza del tiempo
desgastando las asentaderas de mis calzones
desparramados, cayendo de cabeza en el ropero,
una pierna lejos de la otra…

Ellos buscan tal vez también como yo, el reposo,


danzando sin garbo, como ahorcados, en la noche…
En el día, por las calles, elegantes acróbatas,
realizando proezas, con nosotros…
Liso, bien lavado, como un hombre honesto
bebes el mismo aperitivo que has bebido siempre,
decoroso y distante,
en el aburrimiento de las comidas ceremoniosas.

Miras las mismas caras duplicadas y estándar,


que chocan unas con otras en los días de la semana,
siempre ajustando sus pequeñas máscaras,
mientras te zumba en el oído una vocecita lejana,
que te habla de ir al mar conduciendo tu auto.

Compras los periódicos de la tarde, para ahogar en sangre,


mientras aún estás despierto, los sucesos del día.
O esperas a que se produzca una vez más
el destello fascinante de la pantalla del televisor,
sellado en tu alcoba como en un féretro.

O quizás, y como huyendo de un hierro de marcar,


o de los cabellos de ceniza,
de las sábanas y el aire tristemente usados,
querrás ir al bar. Y después tal vez también a un burdel,
y de allí otra vez a tu mujer y a tu número de teléfono.

Silban las palabras cubiertas de polvo,


cuando abres la puerta con ademán digno,
y reclamas tu vieja identidad de padre, de marido, de hijo.
Dejas la cartera de ejecutivo
y otra vez subes la escalera, y otra vez tomas el antiácido,
y otra vez haces cada uno de tus gestos,
y otra vez te acuestas…
Éramos nuevos en el vecindario.
Habíamos venido de uno de esos barrios burgueses del norte,
que separan a ricos de pobres,
como una cintura de hierro,
y cuando miré a los vecinos no me sentí animado.

Muchachos amontonados a la entrada


de los inquilinatos,
para robar relojes, parabrisas, o libros,
al río de estudiantes que desborda la calle.

Gente harapienta que pasa arreando sus burros,


destinada a ilustrar el viaje
de los turistas gringos,
siempre al acecho de las grandes
pornografías del mundo;
afanosos por fijarlos en sus álbumes
de Illinois, de California, de Michigan,
con un sentimiento de espantosa admiración,
¡como si nunca hubiesen visto harapos!

El barrio cobijado bajo el hombro del cerro,


nos pone en camino de recobrar
la borroneada imagen de la ciudad antigua.
Pero uno tiende a verlo como una cita con el submundo
–todo un mundo propio, un mundo dentro de otro–
como un vasto corral de chatarra,
con sus techos agujereados,
espaldas doblegadas, piernas rotas, lisiados,
y casas abandonadas, como si gentes
se hubiesen encerrado dentro de ellas,
para defenderse de alguna peste, ¡y muerto todos!
En la placita empedrada, un músico que se entrena,
para una función benéfica,
sopla una trompeta pedorra,
ante la indiferencia de unos gamines que fuman,
envueltos todos en una capa de sueño…
Como quien sabe que no hay motivo para
levantar la mirada,
que no tiene parte alguna en la buena suerte,
que de algún modo, todo allí forma parte
del canon de perder…

Y es que, aún los adolescentes,


que viven aquí son distintos.
Para mantener la hombría dura y caliente
caminan con paso balanceado.
Se tratan entre sí, de vecino y hermano,
una mujer es una hembrita,
un vientre una alcancía,
una cabeza es una porra,
Satisfacer el hambre física significa tanquear
y hacer el amor con una mujer es comérsela.

Por encima de los faroles,


que alumbran con una luz ambarina,
y hacen que el barrio aparezca como inundado
por una puesta de sol,
se ve el cielo de la noche…

La noche que cae sobre los tejados,


con su profunda respiración azul,
más suave que la pluma de los gorriones,
que se desprenden de los aleros como una flecha,
con un ruido afelpado.
Un aroma caliente,
a pan recién salido del horno,
–el olor que trae implícito en él, una dicha sencilla–
aparece desde la calle;
con sus casitas juntas frente a frente,
respirando las unas sobre las otras.

Estas calles, casi siempre vestidas


de azul-llovizna o de frío-lluvia,
con sus aceras llenas de cagadas de perro
de colores brillantes
siena, rosa, negro, amarillo, marfil pálido…
Todavía vienen muchachos a jugar a estas calles,
a donde ya asoman las avenidas.
El empedrado les da un aire tranquilo,
y se siente al pasar el olor de “la yerba”,
el aroma áspero, caliente, de la marihuana nos asalta en la sombra,
los tres muchachos fuman petulantes,
sobre nosotros se detiene el humo…
Monótonamente pintadas de blanco,
como casas de grandes ciudades,
las casitas se miran de frente,
reciben la lluvia, o se secan al sol.
Recubrirlas de color, sería una alegría,
tendría un sentido.
Una mujer en enaguas se ha asomado a la puerta,
con el oído en busca de alguna llamada lejana,
por la desierta calzada no pasa ninguno,
no obstante ella permanece inmóvil, otro medio minuto…

Aquí cada simple esquina de casa,


cada balcón, cada pared encalada
nos habla de “entonces”…
La luz amarilla de los farolitos,
cae pálida y tierna sobre los ladrillos…
Cualquier cosa puede ocurrir en estas calles muertas,
en donde los burros aún pueden circular tranquilamente,
en un letárgico desprecio –como entonces–.
Este hombre y esa mujer, se conocieron cierto día,
sin duda el hombre sonrió a la mujer,
sin duda le trajo flores,
sin duda llegó a conocer su olor, entre mil,
y hasta a olfatear su ropa interior,
su corsé, sus pantalones, tendidos sobre la cama.

Ahora ella pasa con un gordo contoneo


envuelta en pieles emplumadas,
su perfume es el mismo, barato y dulce,
lo mismo ondula su grupa de sanguijuela encantadora,
tiene en cambio los ojos turbios
como dos cuentas desteñidas, de porcelana.

Él parece un hombre serio y sobrio,


con su cuentica en el Banco, y su currículum vitae
no hay duda de que ha sabido ubicarse bien, en el proceso.
La mira, la examina, de una manera
abstracta, como si examinara
una cosa vieja, oxidada, a la brillante luz del sol.
Parpadeando estúpidamente, desde un
lapso de olvido, y sombra, y grasa…

Tiresias, ciego adivino de mamas arrugadas,


todos somos él,
–O algo parecido al menos–
A la hora en que la noche abre su puerta negra,
la entraña de la ciudad entrega una parte
de una humanidad cautiva, diversa en su infinidad,
que fluye al aire libre, desde la oficina o la fábrica…

En ruta cada uno, hacia quién sabe dónde,


pero seguramente hacia algún lugar…
De a uno, de a dos, en grupos, cada transeúnte está solo,
secreto, en su sonrisa hacia los demás.
Confundidos, anulan en precarios encuentros
al azar, su próxima soledad…

Minúsculos islotes de hielo, en la


corriente de un mar en marcha.
como témpanos a la deriva, se unen, y se van…

Se orientan ávidamente hacia las cosas acostumbradas


hacia su ración cotidiana, de dulzura, o de horror.
O hacia camas desconocidas y alcohol…
Y una añoranza de hogar, alcanza de pronto
al hombre solitario, que murmura cosas
calladas,
en su corazón desperdiciado, donde no
fue el amor…
Todo este lado de la calle está iluminado,
rutila en centelleos.
Hay un desborde de gente, apurándose todos,
hacia dos porteros vestidos de generales.

Bajo la carpa,
hombres enmallados, vuelan, se aferran, se sueltan,
y se balancean a vertiginosa altura;
el público los sigue, conteniendo el aliento…
Está tan callado, que parece que no hay
nadie, aquí, abajo,
hasta que despacito, despacito, van
encendiéndose los cigarrillos.

También hay cuatro leones despeinados,


de amarilla melena,
a los que una muchacha con un látigo,
y manos delicadas, que saca por la bocamanga
de una casaca de seda azul que parece china,
hace pasar a través de un aro en llamas,
y sentarse después con mucha compostura,
sobre banquitas de colores.

La amazona, relampagueante de lentejuelas,


da milagrosas volteretas, sobre la grupa
de un caballito enano
y adopta luego la postura adecuada,
como para un estudio titulado “gracia y equilibrio”.
Mientras que los payasos, con unos grandes
zapatones de caucho,
con un paraguas, sombrero de bombín,
voces chillonas y gestos exagerados,
piruetean sus archisabidas tontadas,
al compás de una deliciosa marchita…

En el momento en que redoblan los tambores,


irrumpe en puntas de pies, una criatura,
especie de cisne o de sirena,
removiéndose sobre un imponente trasero blanco…

Los reflectores convergen sobre ella,


que se contonea en el centro de la pista.
De repente se sacude, como un cisne herido,
se tambalea, ala tras ala, separadamente,
agoniza… muere… y… resucita…

Todo parece espléndidamente irreal…

Desde lejos, viene la voz de alguien


que profiere mi nombre, es decir el de un niño,
para quien el circo escondía,
¡el gran palacio de oro de los sueños!
Y sólo un poema explica por qué, hecho hombre,
al ver sus luces, que inundan la vía,
ha entrado a ver el circo…
Hoy es navidad.
Como todos los años, la señorita Betty se ha acordado,
esta mañana me llega, escrita a mano,
su tarjeta de siempre.

La señorita Betty, lleva casi ochenta años,


en el mismo balcón,
inclinada sobre su tejido de agujas.

Es una mujercita vestida con una bata de


terciopelo, enlutado,
y un sombrero de fieltro negro
decorado con cerezas de celuloide.

Su casa es vieja aún para este viejo barrio


de La Candelaria,
un barrio pobre, al que su misma pobreza
le presta su encanto,
con casas de vecindad semidestruidas a cuyas puertas,
los labios maquillados de las puticas palidecen.

La señorita Betty vive aquí,


en once habitaciones encaladas,
de techos altos, con artesonados barrocos.
En su patio, engalanado con mirtos y
jaulas de pájaros,
hay dos ángeles de piedra negra,
inmovilizados en una pose “noble”.
Sobre la cara se les deslizan las babosas,
dejando una huella de plata…
Si existen buenas condiciones de tiempo,
la señorita Betty recorre este patio,
con ojos vidriosos y amables,
encomendándose a la Divina Providencia.

Con una vocecita de campanilla, casi cantándolo,


ella habla muy triste de las cosas, a las
que aspirara alguna vez,
y uno piensa que es una lástima, que no
las hubiese realizado.

Habla así del “bel canto”, de la


educación de la voz,
de los buenos tiempos del Teatro Colón,
con la Compañía de Díaz de Mendoza y de María Guerrero.

La señorita Betty es un ser importante,


aunque su valía debe ser apreciada
de acuerdo a una escala de valores, en
inminente decadencia.
A lado y lado de su abstraída mirada
hoy como ayer se alinean las mismas fotografías,
de novias extravagantemente floridas
y pájaros emperchados sobre manzanos…
La señorita Betty permanecerá allí,
contemplándolos solitaria,
como alguien que ha perdido para
siempre aquello que buscaba…

En tanto que, afuera de su puerta,


intentando salvarla,
gentes listas y rudas, gentes despabiladas,
y enseñadas a subir sin la ayuda de nadie,
atronarán por la escalera, y en la habitación
que la señorita Betty llama aún “el despacho”…
Un poco más abajo por esta calle
que ostenta un nombre lleno de engolamiento,
¡Calle del Palomar de San Miguel del Príncipe!,
está la tienda del anticuario.

Es una especie de pequeño museo


de piezas amarillentas, muertas,
honrado por la presencia de gentes,
a quienes la existencia de este comercio,
les reveló una forma personal de la melancolía,
la de las cosas que no están más:
las ortofónicas de corneta,
los deslomados libros con el dorso fechado,
las desvaídas fotografías
tan impregnadas de “la decencia”,
o de las formas de la decencia…

Aquí es frecuente descubrir, alguna


imagen de la Virgen,
de trenzas rígidas, o con un corazón de
seda, arrugado,
o el Cristo archisabido,
rodándole como lágrimas, una para cada ojo,
pedacitos de espejo…

En el lugar de honor de la habitación


hay un “San José”, de Figueroa,
el cielo de un azul-de-seda, ha sido hecho
como especialmente para él,
el anticuario dice que es la imagen
más valiosa de su colección,
la “más hermosa”, añade.
La cara del anticuario es breve y
arrugada, y su piel morena,
pero la mano que por afinidad o por
vocación retoca los objetos,
parece que pudiera, en algún momento,
hacerse enteramente blanca, y desaparecer…
La avenida a la media noche suele estar desierta.
Este hombre que veo desaparecer, entre su abrigo,
con el cuello de la solapa alzado,
ya no mira las vitrinas,
sino que mira al frente, asustado, en un silencio tenso,
y pasa rápido.
Tranquilo durante el día, no se
acostumbra a la noche,
entre la neblina,
platea el Cristo de Monserrate, como un faro.

La lluvia escurre sus lenguas, por la


plazoleta, custodiada.
Afilado hacia lo alto, plantado sobre sus pies de mármol,
humea aún el edificio de la Avianca.

Reaparece por un instante, el rumor de


una multitud, ignorada.
Porque las calles son como las mujeres,
traen implícito un murmullo, un recuerdo,
un sabor pasado;
uno siente en ellas el camino que han
hecho otros hombres.

En estas mismas calles, a pleno día, se


derrama la luz,
con su gran poder estridente.
Las impresiones nocturnas se apagan,
y en su lugar hay gente que vive amor,
odio, ambiciones,
a veces crímenes…
Las mujeres resplandecen como arbolitos de navidad,
emperifolladas con pacotilla “Made in U.S.A.”,
con su nariz alta en el aire,
en el cosmopolitismo total, perfecto, de no querer mirar a nadie…
Pero sé que ahora mismo abren sus pestañas,
mujeres solas, que muerden su almohada,
y hombres que piensan qué vidas podrían dejar
vacías y truncas con su ausencia…
En el interior del bus van los hombres,
apretados, con un desconfiado mirar
o con soledad de perro abandonado.
Si los observas, verás cómo se recogen
dentro de sus pobres vestidos
y con los ojos en el vacío, o en la nuca del vecino
esconden su pobreza como una lepra.
El ruido del cafetín sórdido, el ladrido de una palabrota
aguzada por la rabia, el barro de la acera,
cierto olor a retrete y a sueño
se confunden en el aire espeso,
un agrio relente humano, que se entreteje,
al vaivén de este huracán de chatarra,
mal asentado en sus cuatro ruedas.

Entre los bocinazos chillones de un tránsito,


destructor como la guerra,
mientras el pánico de la hora-pico abre a codazos
los resignados rebaños de gente,
un niño duerme con la boca abierta,
una mujer mira por la ventana
con aquella ausente mirada mecánica…

Ante su frente cubierta de vidrio para no dejar colar el viento,


el suelo de la calle pasará una y otra vez,
aunque el mundo no tiene suelo.

Cosas e ideas espejean juntas,


en la plateada luz del neón aprestándose
para la caída de la noche.

Al ritmo del bus, el ojo viaja casual sobre los titulares


del periódico de un hombre con el cercano rostro oscuro,
que está a mi lado como un enemigo.
No ve al vecino, no ve nada, con el
cuello del saco levantado,
como los convalecientes o como los presos.
En el paradero un grupo se baja y se pierde,
en otra historia que ya no es la nuestra…
La puerta se abre y se cierra con un
chirrido, en el que se mezclan,
los nuevos gritos, los nuevos olores, de
los nuevos pasajeros.
Se pensaría en un naufragio, los vuelcos de un navío,
que nos escoran y que nos acercan.

Sombríos, en plena marea,


con los pies magullados, la cabeza sonámbula,
rodamos hacia adelante,
mientras una barra de metal nos excava la espalda.
Pringosos, húmedos, a causa del frío,
como los vencidos de una oscura batalla.
He dirigido a la calle mis versos…
Esta es la nueva Oda que presento a la calle,
dura, hormigueante, color de zozobra,
en donde con la ropa del verano,
o con la ropa del invierno,
vive la vida, sueña la vida, sufre la vida…

Con los ojos y con los oídos, y con el olfato,


amo la calle…
Donde se precipitan y se cristalizan,
los gestos de lo cotidiano, del progreso, de lo útil,
bochornosas, apresuradas calles –las del combate–,
lugar distinto, separado, en el que sufrí
la prueba de estar solo,
entre las multitudes,
anodinas,
ni alegres ni tristes,
de hombres que poseen un nombre y que
sin embargo, no son persona alguna.

Calle que presenta los colores de los ojos del hombre,


según el cristal con que se miren…
Para cantarlas, es necesario conocer el significado
de algunas palabras esenciales como
lluvia, sol, sudor, tierra,
porque el hombre que ha caminado sobre
las callejuelas,
y sentido el ruido de sus pasos, tap-tap,
resonando sobre las piedras húmedas,
deja de pensar y comienza a sentir
y a contar lo que ha visto…

Calles de hierro y hormigón,


prolongación de las fábricas, y de los escritorios,
prolongación de los negocios –tanto
como las guerras–
por donde anduve, en suicidio permanente,
en lechos de hotel de un solo día.
Brillantes avenidas, ensanchadas, espaciosas
donde entona sus himnos la civilización.
Calles angostas, desfiladeros entre dos
moles oscuras…
Callejuelas de la noche…
Calles desembocando en callejones
donde andan a tientas los juerguistas y las putas,
gente vocinglera, que lleva en los ojos la
llama del vino o el deseo,
Calle aulladora…
Callecitas recubiertas de adoquines o de piedras…

Calle que soporta los latigazos de la lluvia chorreante,


que lava la arena de lo sucio, de lo vivo,
Viejas calles gastadas que no tienen nada nuevo que ofrecer, sino un
recuerdo,
un recuerdo muy antiguo,
la luz fosforescente, luz-de-droga de una luna
que vivió en un tiempo de poetas…
Sí, sólo nosotros, los poetas,
hemos fabulado y cantado como cisnes
de la época,
el arder y el fluir lívido de la vieja camarada,
pálida y ojerosa,
que no había perdido aún su virginidad.
Aquella luna,
vuelta hoy muchacha pública, especie de muerta,
cuando al regreso de “El Automático”
engullidos por una neblina lechosa
(hablo de otra hora, otras costumbres),
íbamos por calles húmedas de luna, y blancas estrellas…

¡Calle veloz y ardiente!


En el verano llena de agujas de oro,
alegremente hueles a sudor,
a hamburguesa, a café.
¡A actividad, a fiebre de humanidad hacedora!
Calle lodosa, vapuleada por el viento…
Calles de Bogotá, con eterno invierno,
con frío y con esmog…
¡Calles que se rindieron hace tiempo!
El progreso borró los nombres: Calle del Embudo,
Calle de los Chorritos, Calle del Molino del Cubo,
de La Cajita de Agua, Calle de Venera,
Calles que se extienden… se extienden…
Con casitas de paredes de adobe o de tierra cruda…

Calles recorridas paso a paso,


contadas y medidas en la rigurosidad de la experiencia,
deambulando solitario, contento de estar solo,
sin nada más que fumar y callar, y caminar…
bajo el sol opalino, entre fachadas de ceniza.
Avenida Jiménez, carrera Séptima…
Calles por las que pasan corriendo
mojados paraguas,
calles con letreros como Restaurante y Bar,
calles bochornosas, de apresuradas multitudes,
que se dividen en dos zonas de
emociones distintas,
los que se apresuran y los que se quedan…
¡Calles de desesperanza y desaliento!
Calles solitarias, sosegadas, canales de
los que ha desaparecido
el agua que les dio la vida,
que te catapultan al hogar, para la espera
de otro día.
Un hormiguero que se rompe y hierve,
en mil instantes de vidas distintas…

Calles que he recorrido como mi calvario,


pero apuntando la sonrisa,
para dispararla en el encuentro…
Prisionero entre tantos,
a lo largo de días y noches, a lo largo de los años,
en tu vientre,
en tu jadeo,
en tu soledad,
yo me pierdo…

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