Moriviví
Moriviví
Moriviví
¡Nina se nos fue! Ella era una de esas ancianitas de la iglesia que todo el mundo
amaba por su dulzura, su simpatía y su forma de ser. Era una mujer menudita, delgada
y de aspecto frágil, pero siempre tuvo un espíritu fuerte y luchador. Ella me adoptó
como un hijo más de la casa, y todos los martes, antes de ir al templo para el culto de
oración, yo tenía el deber de pasar por la casa de "Abuela Nina", como le decía mi hija
Ana Cristina, para cenar con ella.
Todo surgió cuando una tarde que pasé a visitarla, me preguntó si había comido algo, a
lo que yo le contesté que no. Ella, entonces, me dijo que cuando fuera al templo los
martes para el culto de oración no comiera nada en el camino, porque ella se
encargaría de prepararme algo para comer. Así, y durante más de 8 años esa fue mi
rutina de los martes. De ese modo Juanita, la tesorera de nuestra iglesia, y su
hermano Gaspar se convirtieron en mis "hermanos menores".
Dos días antes de que ella muriera, llevamos un culto a su casa. Ella estaba muy débil,
aunque consciente. Algunas hermanas coincidieron en que Nina se veía muy mal.
Luego de los cánticos y la reflexión de la Palabra de Dios, tuvimos un momento especial
de oración por su hija Juanita. Dos hermanas sostuvieron sus brazos en alto, haciendo
referencia al pasaje de Éxodo 17:8-13, donde Aarón y Hur sostuvieron en alto los
brazos de Moisés durante la batalla de Israel contra Amalec. Fue una hermosa
experiencia, y la presencia del Señor se dejó sentir de forma muy especial.
Al cabo de esos dos días, Nina fue llevada de emergencia al hospital. La oxigenación de
su sangre era extremadamente baja, por lo que fue recluida de inmediato. Esa noche
teníamos culto, por lo que aproveché para pasar por el hospital a ver a Nina antes de
llegar al templo. Al llegar, encontré a una mujer orando por Nina, y al terminar, la
alegría de Juanita y Nina al verme fue muy conmovedora para mí. Me acerqué a Nina,
y aunque estaba muy débil, abrió sus ojos para verme. Yo le pasé la mano por la
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cabeza, le di un beso en la frente y le dije: "Mamá, no te preocupes. Todo va a estar
bien".
Una hora más tarde, ya estando en el templo, recibí la llamada de una angustiada
Juanita, y entre sollozos me informó que Nina había muerto.
Esa noche salí soñando que veía a Juanita acostada en el suelo. De momento, un auto
pasó por encima de ella sin detenerse, por lo que salí corriendo hacia ella. Sin
embargo, y luego de que el auto la hubiera arrollado, ella se levantó del suelo como si
nada, y hablaba de varias cosas que no entendía. En ese momento, desperté del
sueño.
Al despertar, entendí que Dios me había hablado por medio de ese sueño, por lo que de
inmediato me puse a preparar esta reflexión que hoy le comparto. La impresión que
tuve de Juanita en el sueño fue la de la plantita silvestre que todos conocemos como
"moriviví". Me di entonces a la tarea de buscar características del moriviví que de
alguna manera yo pudiera aplicar a la reflexión que compartiría con la familia de Nina y
Juanita en el servicio funeral que se había organizado. Debo confesarles que la
similitud en características del moriviví y nuestra experiencia de vida cristiana me
parecieron impactantes. A continuación les compartiré lo que encontré.
1. Nos encogemos cuando la vida nos golpea, nos pisotea, nos lastima y
hasta nos asusta.
Las hojas del moriviví se encogen como medida de defensa ante las amenazas del
medio ambiente, el frío extremo y hasta del humo. Las hojas del moriviví también se
encogen durante la noche, ante la ausencia de luz solar. La planta busca defenderse
ante depredadores replegando sus hojas, pues así da la impresión de que se trata de
una planta marchita, y de esa forma ningún animal procuraría comérsela. Encoger sus
hojas también es un mecanismo de protección que le permite retener agua durante las
horas de calor, además de protegerse del fuerte viento y las temperaturas bajas de la
noche.
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De igual manera, nosotros también procuramos defendernos y cubrirnos ante las
amenazas de la vida. Muchas veces nuestros mecanismos de defensa se llaman
depresión, tristeza, amargura, coraje, cinismo, mal carácter y hasta temeridad.
La experiencia del salmista en el pasaje de Salmos 55:4-8 es una muy similar a la que
cualquiera de nosotros puede vivir en un momento determinado. Sobre todo, en
ocasiones donde la muerte de un ser querido nos hace sentir impotentes ante lo que
ocurre. Note cómo David parece encogerse en sí mismo ante la situación intensa que
experimenta en esos momentos.
"Mi corazón está dolorido dentro de mí, y terrores de muerte sobre mí han caído.
Temor y temblor vinieron sobre mí, y terror me ha cubierto. Y dije: ¡Quién me diese
alas como de paloma! Volaría yo, y descansaría. Ciertamente huiría lejos; Moraría en
el desierto. Me apresuraría a escapar del viento borrascoso, de la tempestad".
De lo que no debemos tener duda alguna es que Dios conoce nuestro dolor, nuestro
pesar y nuestra angustia. Jesús fue el varón de dolores, fue experimentado en
quebrantos, llevó nuestras enfermedades, sufrió nuestros dolores, fue herido por
nuestras rebeliones y llevó sobre Él el castigo de nuestra paz. (Isaías 53:4-5). En ese
sentido, manifestar nuestra angustia y nuestro dolor ante el Señor, encogernos
intensamente ante las circunstancias adversas de la vida, habrá de llamar la atención
de Nuestro Padre, porque nadie mejor que Él conoce lo que atravesamos cuando
enfrentamos tristeza y dolor. El mismo Salmista nos recuerda en Salmos 34:15 que
"Los ojos de Jehová están sobre los justos, y atentos sus oídos al clamor de ellos". Por
tanto, aun cuando nuestra tendencia natural ante las tormentas de la vida es
encogernos, querer ocultarnos y desaparecer, hay un Dios Consolador que nos ve, que
conoce nuestra tribulación, que está atento a nuestra angustia, y que siempre está
presto a socorrernos.
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Hay un ángulo positivo en esta verdad. El moriviví siempre tendrá la tendencia a
abrirse nuevamente, a pesar de lo que haya sufrido. Esta tendencia ejemplifica el
espíritu humano de levantarse ante la adversidad, de no amilanarse ante el peligro, de
no rendirse en la batalla. Así como el moriviví, nosotros no debemos perder la
esperanza de volver a luchar, de recuperar lo perdido y de continuar adelante a pesar
de todo.
No obstante, la verdad práctica que hemos establecido considera la indiscutible realidad
de que la experiencia de dolor que hayamos vivido nos cambia de alguna manera.
Ciertamente el moriviví procurará desplegar sus hojas nuevamente, aunque no pueda
desplegarlas todas debido al daño recibido. La vida lo ha marcado. La experiencia ha
traído nuevas enseñanzas. Ahora lleva en sí mismo las marcas de la guerra, los golpes
de la vida, y un saldo de ganancias y pérdidas que estarán siempre presentes en el
balance de su estado de cuentas de experiencias.
Ahora bien, hay un refrán que dice que "los golpes enseñan", y esta verdad trae a
nuestra consideración una enseñanza poderosa: La vida es una maestra que enseña
duras lecciones para que al final nosotros seamos los duros. Los golpes y adversidades
de la vida nos enseñan a afrontar la vida misma, nos ayudan a aprender de nuestros
errores, y nos enseñan a ser previsores de circunstancias similares más adelante en el
camino.
Desde esa perspectiva, podemos observar aspectos positivos que surgen de situaciones
negativas. "No hay mal que por bien no venga", dice otro refrán. Así también lo
entiende el Apóstol Pablo, cuando nos dice en Romanos 8:28 que "todas las cosas nos
ayudan a bien". Ahora, ¿qué de bueno puede tener el que un ser amado, como nuestra
madre, parta de este mundo? La verdad es que la primera impresión no parece ser la
más deseable. Sin embargo, la realidad de una escena como la que enfrentamos en un
funeral implica la invitación a la reflexión profunda sobre lo que realmente debemos
considerar como lo más importante. En ese sentido, conviene preguntarnos:
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Contestar estas preguntas debe llevarnos a considerar una última verdad práctica.
Si usted observa la hoja del moriviví después de haberla tocado, notará que, después
de replegarse, tardará un poco de tiempo en desplegar sus hojas nuevamente. Lo
cierto es que el moriviví no abre inmediatamente, una vez que se haya contraído. La
razón es que el tiempo que toma para abrir sus hojas nuevamente es también un
mecanismo de defensa. El moriviví espera un tiempo para desalentar el ataque del
enemigo, procurando así también protegerse a sí mismo.
¡Cuánta falta nos hace darnos tiempo para recuperarnos cuando hemos sido batidos
por la adversidad! ¡Qué mucho nos cuesta darnos tiempo a nosotros mismos para
convalecer de nuestras heridas! ¡Cuán impacientes somos con nosotros mismos cuando
no procuramos separar un tiempo de duelo y recuperación de la crisis! Una gran
verdad práctica que nos enseña el moriviví es la importancia de darnos tiempo para
sanar. Para aprender del dolor vivido. Para cobrar fuerzas nuevamente para seguir
adelante.
- ¿No será nuestra actitud pesimista ante la vida el efecto directo de no haber tenido
un tiempo de convalecencia ante los golpes de la vida?
- ¿Será que por no permitir que Dios nos sobrecogiera en medio de nuestro dolor la
razón de nuestra falta de fe, y hasta de nuestra persistencia a permanecer alejados
de Dios?
- ¿Será nuestra impaciencia la culpable de que lleguemos a culpar a Dios por la
enseñanza de la vida que no nos dimos tiempo a internalizar y aprender?
- ¿Cuál de las características del moriviví hemos olvidado que tenemos, o
simplemente no hemos llegado a conocer, porque no hemos permitido que Dios
sea nuestro sustento, nuestro auxilio y nuestro protector?
El mensaje del sueño ha sido muy claro para mí. Somos plantas de moriviví, que
tenemos en Dios los mecanismos necesarios para vencer las adversidades de la vida y
para aprender de ellas. Hoy Dios nos invita a desplegar nuestras hojas luego de la
tormenta, del dolor y hasta de la misma muerte.
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Nina se ha convertido en un moriviví que no morirá jamás, pues ya no hay enemigo que
la contraiga, no hay enfermedad que la atormente, y no hay duda de su relación con
Dios, pues ahora esa relación es real, gloriosa y constante en Su presencia.