La Dignidad Del Miedo
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La Dignidad Del Miedo
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LA DIGNIDAD DEL MIEDO POR CECILIA IMBASTARI
Una vez que le comunicó a su aspecto temeroso lo que sentía hacia él, se le dio al
aspecto temeroso la oportunidad de responder, para lo cual lo invité a que ocupara el
lugar donde había imaginado a su aspecto temeroso; le propuse que adoptara su
postura corporal, su actitud tensa, contraída, asustada... y una vez que asumió ese
papel, que ingresó en la piel del aspecto temeroso, le pregunté qué sentía al es- cuchar
lo que se le acababa de decir. Respondió: «Me siento muy mal. Tengo mucho más
miedo que antes. Ahora tengo dos problemas: el miedo que me despierta la gente, y el
miedo que me produces tú cuando quieres obligarme a hacer algo que no puedo
hacer...»
Como podemos observar, aquí se desplegaron las tres fases de la secuencia: a) la
amenaza (el público), b) la respuesta de miedo (el aspecto temeroso) y c) la reacción
interior hacia ese miedo, que en este caso actuaba claramente agravando el miedo
original.
Quizá resulte extraño describir un diálogo interior en el que los protagonistas se hablan
como si fueran dos personas. En el ejemplo de Miguel, en lugar de hablar acerca de
cómo percibe a cada una de esas dos partes, vive una experiencia en la que cada parte
se expresa a sí misma y le habla a la otra de un modo directo y sin intermediarios.
Este recurso se está utilizando cada vez más en psicología porque la experiencia clínica
muestra que lo que una persona puede descubrir de cualquier aspecto de sí misma, si
lo encarna, si se convierte en él por unos instantes y desde ahí se expresa, es mucho
más profundo y esencial que lo que puede registrar si meramente habla acerca de él.
Es por ello que empleo esta técnica desde hace más de veinticinco años. Tanto en el
miedo como en el resto de las emociones que se incluyen en el presente libro, esta
forma psicodramática de abordaje se halla presente como un componente muy valioso
de todo el proceso de descubrimiento, aprendizaje y transformación.
De hecho, si Miguel pudo percibir con claridad lo que su aspecto temeroso sentía fue
porque se convirtió en él y asumió temporariamente esa identidad. Si no hubiera
realizado esa experiencia, lo más probable es que no registrara el malestar y el
agravamiento del aspecto temeroso, que siguiera creyendo que la reacción que tenía
hacia él era la adecuada y que el aspecto temeroso no cambiaba sencillamente porque
era así y va no tenía arreglo.
Una vez formulada esta aclaración, volvamos al tema específico del miedo.
Cuando se explora esta emoción es necesario conocer la secuencia completa de
reacciones, porque para el aspecto temeroso es tan importante el trato o maltrato que
reciba de las personas de su mundo externo como el que recibe de los otros aspectos
interiores. En Miguel, el miedo crónico estaba producido por esta actitud interior,
ignorante y desesperada, que intentaba curar al aspecto temeroso de su miedo
obligándolo a hacer algo que el aspecto temeroso no podía hacer.
Creencias equivocadas en relación con el miedo
El miedo es, sin duda, una emoción universal. Todos hemos vivido esa experiencia, y,
sin embargo, nos vinculamos con él con un alto grado de desconocimiento e ineficacia.
Ese desconocimiento se pone de manifiesto en la actitud de descalificación que las
creencias culturales han generado, las cuales han convertido al miedo en una emoción
indigna.
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Cuando se dice de alguien que no hizo tal cosa «porque tuvo miedo», suele hacerse
con un tono—más o menos velado—de descalificación y desprecio hacia esa persona.
Si resumiéramos en pocas palabras la creencia social predominante, sería: «El
problema es el miedo. Si usted logra no sentir miedo hacia aquello que teme, verá que
lo puede encarar y realizar sin las dificultades que su miedo le pronosticaba. El miedo
es, por lo tanto, una emoción negativa. pura perturbación, y el recurso que le permita no
sentir-lo será de gran utilidad para que funcione mejor.»
Como consecuencia, un recurso al cual se apela frecuentemente para no sentir miedo
es la autosugestión: «Yo no siento miedo, yo no tengo por qué sentir miedo, no permitiré
que esa emoción negativa me perturbe a la hora de hacer lo que deseo...»
Otras formas del desconocimiento y la descalificación se expresan en las populares
frases: «¡Hay que vencer el miedo!; ¡No seas cobarde, no tengas miedo!; ¡El miedo es
signo de debilidad!; ¡Los hombres no tienen miedo!», etc.
De todas ellas, la más descalificadora es el «¡No seas cobarde!». Equiparar miedo con
cobardía es una de las confusiones que más daño producen, como demostraremos más
adelante.
Tal como se puede comprobar, el núcleo de la creencia que hemos presentado es: el
problema es el miedo. Todo comienza allí. El miedo es pura perturbación. Hay que tratar,
por todos los medios, de no sentirlo.
Una nueva mirada
Si uno observa con detenimiento y sin prejuicios esta reacción, encontrará que el miedo
es una señal que indica que existe una desproporción entre la magnitud de la amenaza
a la que nos enfrentamos v los recursos que tenemos para resolverla.
La amenaza puede ser física o emocional. Podemos temer ser golpeados, no contar con
el dinero suficiente para mantenernos, ser humillados y excluidos del afecto de quienes
nos rodean, etc. Si bien estos niveles se entremezclan, siempre alguno predomina, y los
recursos requeridos son aquellos que están relacionados con todos los componentes
de la amenaza.
Sea cual fuere la índole del peligro, si la amenaza a la que nos enfrentamos tiene un
valor diez y los recursos con los que contamos para hacerle frente también tienen un
valor diez, no va a producirse miedo. Si los recursos que tenemos son de un valor tres,
el miedo surgirá y será, precisamente, el indicador de esa desproporción. Por ejemplo,
si voy a dar una clase —y todos sabemos que se trata de un de- safío que debe ser
resuelto por quien la da— es necesario que disponga de los recursos psicológicos y la
información suficiente para enfrentarme a esa clase con eficacia. Si no conozco
adecuadamente el tema del cual voy a hablar y, además, soy hipercrítico, entonces,
puedo imaginar que el público va a reprobar cualquier error o vacilación que yo tenga.
Ante esa perspectiva, inevitablemente surgirá el mie- do. Pero es importante aclarar que
el miedo no es el problema. El miedo está indicando que existe un problema, lo cual es
completamente distinto.
Por lo tanto, el error que cometemos es convertir en el problema mismo lo que en
realidad es una señal que indica la existencia de un problema —y que nos daría la
posibilidad de resolverlo.
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¿Existe la cobardía?
La idea de la cobardía nace de un supuesto equivocado: que todos disponemos de los
mismos recursos para enfrentar los peligros, y que algunos, a pesar de contar con ellos,
no los enfrentan. A ésos se los llama cobardes.
Esta denominación, además de ofensiva, es falsa. Como también lo es su opuesta: la
idea de valentía. En este caso no es ofensiva sino elogiosa, pero igualmente
equivocada.
Todos los seres humanos disponemos de diferentes instrumentos para enfrentarnos a
amenazas y estamos sometidos a la misma ley psicológica: si la amenaza supera a los
recursos, surgirá el miedo.
Tarzán —arquetipo clásico del hombre valeroso— puede hacer frente a un león sin
vacilar, sencillamente porque dispone de los instrumentos para hacerlo. El mismo
Tarzán, ante dos o diez leones enfurecidos, inevitablemente sentirá miedo.
Puedo disponer de recursos de un valor mil, y si estoy rodeado continuamente por
peligros de valor cinco mil, viviré continuamente con miedo. Por el contrario, puedo
contar con recursos de un valor diez, y si estoy expuesto regular- mente a peligros de
un valor cinco, prácticamente no conoceré el miedo.
¿Dónde quedan la cobardía o la valentía ante lo anterior?: se disuelven como conceptos
pues cesan en su validez.
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Lo que uno comienza a ver en cambio es, simplemente, personas que disponen, o no,
de recursos para enfrentarse a la amenaza que se les presenta. También comprende
que si quien se retiró desarrolla los recursos necesarios, inevitablemente se enfrentará
a la amenaza de la cual se alejó.
Y su opuesto: si quien se enfrentó a ella no hubiera tenido los recursos de que dispuso,
habría sentido miedo y se habría retirado.
Es importante alcanzar esta comprensión porque quien es tachado de cobarde, sobre
todo si se trata de un niño, queda injustamente estigmatizado, la valoración de sí mismo
se ve seriamente dañada y se perturba en gran medida su forma de relacionarse consigo
mismo y con los demás.
¡Yo no tengo miedo!
Puede ocurrir que uno, efectivamente, no sienta miedo porque no experimenta
situaciones en las que existe una desproporción entre la amenaza y los recursos. Es
una posibilidad absolutamente plausible. Pero también puede ocurrir que si por sentir
miedo uno ha sido rechazado, descalificado, tildado de cobarde, etc., poco a poco vaya
anestesiando la percepción de su miedo. Ya no lo registra y frecuentemente desemboca
ennel: «¡No tengo miedo!» Al no contar con esa señal, arremete contra el desafío que
tiene delante sin reconocer qué recursos son necesarios para hacerlo. Quien así actúa
es quien mejor conoce el resultado final más frecuente: acabar estrellado contra los
desafíos, con más heridas que logros.
Anestesiar el miedo es como cubrir la luz roja del tablero de mandos, para que no se
vea...
¡Yo podía... y creía que no podía!
«Durante mucho tiempo tenía miedo de cantar en público porque pensaba que no podía,
hasta que lo hice y me di cuenta que tenía los recursos para hacerlo.»
Este ejemplo muestra que no basta con tener los recursos, sino que además es
necesario saber que uno los tiene.
Debajo de mi casa puede existir un enorme pozo de petróleo, pero si no sé que está, es
como si no estuviera.
El reconocer que uno cuenta con los recursos forma parte de los recursos necesarios.
¿Hay miedos injustificados?
A menudo oímos decir: «Este miedo es injustificado.»
Y lo primero que es necesario afirmar es que no hay miedo injustificado. Puede ocurrir
que sea un miedo cuyas razones desconozcamos, pero no por eso es injustificado. Es
como si alguien le tuviera miedo a las cucarachas y le dijéramos: «Tu miedo es
injustificado porque a mí una cucaracha no me asusta», o «Una cucaracha no puede
hacerte nada...». Si a nosotros no nos asustan es porque contamos con los recursos
adecuados para enfrentar esa experiencia, pero eso no significa que el otro
necesariamente deba tenerlos. Puede parecer absurdo sentir miedo a una cucaracha,
pero cuando se explora con mayor detenimiento ese miedo, se observa que la persona
que lo padece, lo que frecuentemente registra al ver una cucaracha es la manera que
ésta tiene de huir y esconderse... con ese ritmo y esa velocidad que su misma
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Cuando este círculo vicioso se instala quedan sentadas las bases para que el miedo se
haga crónico y se agrave progresivamente.
Mientras nos hallamos en ese contexto funcionamos en lucha con nosotros mismos,
cargando sobre los hombros nuestro propio aspecto temeroso, declarándolo un inútil,
un fardo pesado y tratando de mantenerlo «dormido» para que moleste lo menos
posible. En las pequeñas tareas de la vida cotidiana se puede, con algunas limitaciones,
funcionar así, pero cuando nos enfrentamos a situaciones de mayor envergadura que
requieren nuestra completa participación para encararlas, es cuando se nota más
nuestra división y nuestra lucha interior. La voz no escuchada del aspecto temeroso
adquiere más peso, sentimos el miedo con mayor intensidad y ya no podemos
anestesiarlo. Es entonces cuando se pro- duce la retracción. Esto confirma nuestra
creencia de que cuando escuchamos la voz del aspecto temeroso no hacemos nada y
el círculo vicioso crece.
Actualmente se producen, cada vez con mayor frecuencia, ataques de pánico, de modo
que vale la pena recordar que ese cuadro intenso y dramático es el resultado de este
tipo de círculo vicioso que amplifica y agrava el miedo hasta la vivencia de catástrofe y
desorganización.
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Como dice el refrán: «El miedo no es tonto.» Está detectando una desproporción entre
la magnitud de la amenaza y los recursos con que contamos.
El aspecto miedoso se calma cuando es escuchado con respeto, y cuando siente que
lo que dice es genuinamente tenido en cuenta. No es cierto que el aspecto miedoso sea
así por naturaleza. Puede estar funcionando así desde hace mucho tiempo y creer que
no hay otras posibilidades, lo cual es muy posible y también muy frecuente. Es entonces
cuando parece que ya se ha instalado en esa modalidad temerosa como su forma
habitual de ser, como su identidad misma. Pero todo eso es superficial. Cuando se
ingresa más hondo en él se comprueba inequívocamente que el aspecto miedoso no
quiere vivir con miedo. Profundamente, lo que más quiere es que se lo ayude a
desarrollar sus capacidades potenciales, y cuánto más lo logra y más puede, más
expande los desafíos que desea.
Si escuchamos lo que dice, tomamos en cuenta en qué estado se encuentra y de qué
modo podemos ayudarlo a equilibrar la relación recursos-amenaza, transformamos un
lastre desahuciado en un colaborador activo y vital. Nos integramos, nos unificamos.
Restablecemos la sociedad interior en la que existe colaboración. Pasamos del «para
hacer necesito no escuchar» al «porque escuché todas las voces y asistí a quien lo
necesitaba es que mi acción fue diseñada a la medida de mis posibilidades reales y, por
lo tanto, actué cada vez con más tranquilidad y confianza».
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Ésta es la razón por la cual se le atribuye tanta importancia al papel de evaluador interno,
que es quien lleva a cabo la fase c) de la secuencia que antes describimos.
Anteriormente mencionamos también, con el ejemplo de Miguel, que es un tipo de
respuesta inadecuado. Veamos ahora con más detalle en qué consiste una reacción
adecua- da: en general es aquella que escucha y respeta al aspecto temeroso, que
reconoce que en su reacción está poniendo de manifiesto un desequilibrio entre la
amenaza que enfrenta y los recursos con que cuenta y que sabe que si brinda al aspecto
temeroso un trato propicio crecerá y se fortalecerá hasta alcanzar la plenitud de sus
posibilidades.
En varias partes de este capítulo hemos hablado de escuchar y respetar al aspecto
temeroso. Vale la pena destinar unos párrafos para aclarar en qué consiste esa actitud
cuando está dirigida a algo que se rechaza, como en este caso es el aspecto temeroso.
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para poder lograrlo necesitaba un trato adecuado y específico, que a su vez él podía
brindarle. Ese conjunto de factores contribuyó a que se activara una nueva actitud de
confianza y respeto y la disposición a brindarle efectiva-mente lo que él necesitaba y le
pedía.
La evidencia clínica fue, además, contundente: ese temor torturador y crónico disminuyó
hasta su cesación.
Cuando se describen los diálogos interiores que una persona realiza en una sesión
resulta necesario aclarar que una cosa son las palabras escritas (generalmente simples
y casi obvias) y otra, abismalmente distinta, el estado emocional profundo desde donde
tales palabras se pronuncian. En última instancia, lo que produce un cambio interior y
cura un padecimiento es acceder a dichos estados, vivirlos y realizar el aprendizaje que
los transforma. Lo que aquí se incluye es un lejano eco de lo que ocurrió, que intenta
dar una idea de lo sucedido, pero que de ninguna manera lo describe en su totalidad.
Hecha esta salvedad, y volviendo al trabajo de
Miguel, es necesario destacar que no siempre el evaluador interno produce una
transformación tan rápida, intensa y profunda. Para el lector interesado, en mi libro El
asistente interior(1) presento una descripción de todas las alternativas de ese
aprendizaje. Aquí sólo lo incluyo a título de ejemplo para ilustrar cómo es el proceso de
resolución del círculo vicioso que subyace al miedo disfuncional crónico.
INDAGACIÓN PERSONAL
Si usted siente un miedo disfuncional, que lo angustia y paraliza, le sugiero lo siguiente:
a) Identifique con claridad y precisión qué lo asusta (la soledad, la exclusión, el
rechazo, el abandono, la burla, etc.).
b) Observe cómo es el aspecto suyo que siente ese miedo, es decir, cómo es su
aspecto temeroso. Si puede dibujar, sobre un papel o mentalmente, la figura humana
que mejor lo refleje, eso lo ayudará a percibir mejor las características de su aspecto
miedoso.
c) Imagine que ese aspecto está delante de usted y observe qué reacción
emocional tiene al verlo y qué opina de él. Y dígaselo como si iniciara un diálogo. Al
hacerlo estará encarnando el papel del evaluador interno del aspecto miedoso.
d) Una vez que se ha expresado desde ese papel, imagine que puede ponerse, por
un instante, en la piel del aspecto temeroso y vea cómo se siente al escuchar lo que el
evaluador interno le ha dicho.
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