La Senorita Julia - August Strindberg
La Senorita Julia - August Strindberg
La Senorita Julia - August Strindberg
LA SEÑ
SEÑORITA JULIA
1888
JUAN. Deberías usar otros términos... ¿Por qué has de estar en una
noche de fiesta guisoteando para los animales? ¿Es que está enferma
la perra?
1
N. del A.—Esta escena muda ha de representarse como si la actriz estuviese
realmente sola; no se ha de apresurar como temiendo la impaciencia de los
espectadores. Se volverá de espaldas al público cuando sea preciso, y no mirará a
las plateas.
JUAN. (Rodeándole el talle con el brazo). Eres una muchacha formal y
llegarás a ser una excelente ama de casa.
JULIA. Oye, Cristina: ¿es que Juan es tu amor, para que tengas tanta
confianza con él?
JULIA. ¿Llamar?...
JUAN. Mi padre era arrendatario del procurador del Rey en este mismo
distrito. Conocí a la señorita siendo muy niña, aunque la señorita no
se fijara entonces en mí.
JUAN. Sobre todo, recuerdo que una vez... Sí; pero no debo hablar de
esto ahora...
JULIA. Decir otra vez es como decir nunca... ¿Tan peligroso es ahora?
JUAN. Peligroso, no; pero mejor será dejarlo. ¡Fíjese usted en ésa!...
(Señala a Cristina, que se ha dormido).
JULIA. ¿Y si se lo mando?
JUAN. (Saca una botella del cajón del hielo y la descorcha. Trae un
vaso y un plato). ¿Puedo servirla?
JULIA. ¿Y qué?
JUAN. Y lo soy.
JUAN. No, señorita, no. Yo suelo soñar que estoy tendido bajo un
árbol recio y frondoso en lo más intrincado de la selva. Deseo subir,
subir a las últimas ramas para poder admirar el claro paisaje a mi
alrededor, donde el sol brilla, y robar en lo alto el nido de los pájaros
de huevos de oro. Y trepo, trepo; pero el tronco es tan grueso y tan
escurridizo y está tan lejos la primera rama... Pero estoy cierto de
que si llegase a asirme de esa primera rama, podría llegar a lo alto
como si subiese por una escalera. No la he alcanzado aún, pero la
alcanzaré, aunque sea sólo en sueños.
JUAN. Sí, sí, señorita, sí; no por lo que soy, sino únicamente por ser
joven...
JULIA. ...de buena presencia... ¡Qué increíble vanidad! ¡Un Don Juan
tal vez! ¡O un casto José! ¡En realidad, creo que es usted un casto
José! (Se sonríe).
JULIA. En serio.
JUAN. Usted.
JULIA. (Elegíaca). ¿Cree usted que todos los niños pobres hubieran
tenido en el mismo caso la misma idea?
JULIA. ¿Sabe usted que refiere las cosas con mucha gracia? ¿Fue
usted a la escuela?
JUAN. No es cosa para decirla así como así; pero estaba realmente
admirado y no acababa de explicarme dónde habría usted podido
aprender todas aquellas palabras... ¡Tal vez no haya en realidad tanta
diferencia como se cree entre hombres y hombres!
JULIA. ¿Siempre?
JUAN. Por esta vez, sí y para su bien. ¡Se lo ruego! Es ya muy tarde:
el sueño emborracha también y calienta la cabeza. Váyase usted a
descansar. Además, que, si no veo mal, por allí viene gente en mi
busca. Si nos encuentran aquí a estas horas, está usted perdida. (A lo
lejos se percibe el canto de un coro que va acercándose poco a poco).
JUAN. A Suiza, a los lagos de Italia. ¿No ha estado usted nunca por
allí?
JUAN. (Con dureza). Antes, sí; pero ahora tenemos que pensar en
otras cosas.
JUAN. Con dureza, no; pero sí con prudencia. Hemos cometido una
verdadera locura; no hagamos otras. El señor conde puede volver
dentro de unos instantes, y hemos de resolver nuestro porvenir antes
de su vuelta. ¿Qué piensa usted de mis proyectos? ¿Le convienen?
Los creo aceptables. Pero dígame usted: para llevar a cabo esa
JULIA.
empresa será preciso disponer de algún capital. ¿Lo tiene usted?
JULIA. Sí, pero con él no podemos comprar ni los billetes para el tren.
JULIA. ¿Qué?
JULIA. ¿Pero imagina usted que voy a vivir en esta casa como amante
suya? ¿Que voy a consentir que me señalen las gentes con el dedo?
¿Cree usted que tendré el valor de mirar a la cara a mi padre? No,
no; lléveme usted de aquí: lejos de la deshonra y de la vergüenza.
¡Qué hice, Dios mío! ¡Dios mío! ¡Dios mío! (Llora).
JUAN.¡Uy! ¡Uy! Ahora sí que empezamos. ¿Que qué ha hecho? Lo
mismo que hicieron otras mil antes que usted.
JULIA. ¿Qué fuerza prodigiosa me atrae hacia usted? ¿La que empuja
al débil hacia el fuerte, al caído hacia el que sube? ¿Era amor? ¿Amor
esto? ¿Usted sabe lo que es amor?
JUAN. Los que aprendí y así son. No se ponga nerviosa. ¡No se haga la
madamita! Nos hemos repartido una sopa que debemos comerla
juntos. Mira, mira, muchacha: ven; voy a darte un vasito de un vino
especial. (Abre el cajón de la mesa, saca la botella de vino y llena dos
vasos de los ya usados que hay sobre la mesa).
JUAN. El de la cueva.
JUAN. Eso demuestra que tiene usted peor gusto que yo.
JULIA. ¡Ladrón!
JULIA. ¡Sinvergüenza!
JUAN. ¡Perdón!
JUAN. ¿Es que podría ocurrir? Sin duda, podría quererla, sí: es usted
hermosa, distinguida (Se le acerca y le coge una mano), culta,
apasionada si se lo propone; y si ha despertado el deseo en un
hombre, es posible que ya no pueda extinguirlo. (Abrazándola). Es
usted como un vino generoso con droga, y un beso suyo... (Intenta
llevársela hacia la izquierda, pero ella se aparta resueltamente).
JULIA. Lo dice usted por decir, sin contar con que mis secretos son
harto conocidos. Mi madre no procedía de familia ilustre: su origen
era, por el contrario, muy humilde. Fue educada en las ideas de su
tiempo sobre igualdad y emancipación de la mujer y sentía una
verdadera repugnancia hacia el matrimonio. Cuando mi padre se
enamoró de ella le manifestó que nunca sería su esposa, aunque
luego cambió de parecer y consintió en ello. Yo nací contra el deseo
de mi madre, por lo que luego he podido entender. Decidieron
educarme como a un muchacho medio salvaje, y por ello hube de
instruirme en todo aquello que se suele enseñar a los jóvenes, para
que más adelante pudiera demostrar que la mujer posee iguales
cualidades e igual resistencia que el hombre. Podía vestirme como un
muchacho, ocuparme de los caballos, pero me impedían, en cambio,
penetrar en la granja. Tenía que lavar y aparejar los caballos, tomar
parte en las cacerías...; tenía también que adiestrarme en las faenas
del campo. Al distribuir los trabajos, había costumbre de asignar a los
hombres los quehaceres de las mujeres, y a las mujeres las
ocupaciones de los hombres. Resultado de todo esto fue que el
patrimonio comenzó a resentirse y que la vecindad de las fincas
cercanas se reía de nosotros. Al fin mi padre debió despertar de su
letargo y rebelarse ante aquel estado de cosas, porque todo se
trastocó según su deseo. Enfermó mi madre, y aún ignoro cuál fue su
enfermedad; pero tenía frecuentes calambres, se ocultaba en la
granja y pasaba las noches a la intemperie. Entonces fue cuando
sobrevino el terrible incendio del que usted habrá oído hablar. La
casa, la granja, los establos ardieron por completo, y en
circunstancias que hicieron suponer intencionado el incendio, pues
ocurrió el hecho al día siguiente de vencer el trimestre del seguro, y
la prima que mi padre envió a su tiempo quedóse retrasada por
negligencia del consignatario. (Vuelve a llenar el vaso y bebe).
JULIA. A mi madre.
JUAN. Y él no lo consintió...
JUAN. Porque han reñido, claro está. Pero el alquiler está pagado de
todas maneras, y el inmueble se vuelve a alquilar, y así
sucesivamente una y otra vez: porque el amor subsiste hasta la
eternidad, aunque no dure tanto.
JULIA.¿Y cree usted que yo voy a dejar las cosas así? ¿Sabe usted lo
que debe un hombre a la mujer a quien ha deshonrado?
JULIA. «¿Mesalliance?».
JUAN.Sí, por mi parte. Yo cuento con antepasados más nobles que los
suyos, ya que no figura entre ellos ningún incendiario.
JUAN. Por última vez: ¿qué es lo que usted desea? ¿He de llorar, he
de saltar por encima del látigo, he de besarla, he de distraerla
durante tres semanas en el lago de Como? ¿Y después? ¿Qué debo
hacer? ¿Qué es lo que usted desea? Ya empieza esto a resultar algo
pesado. Consecuencias de querer intervenir en los asuntos de las
mujeres. Señorita Julia, bien veo que es usted desgraciada, que
sufre, pero no puedo entenderla. Entre nosotros no existen esos
detalles; no nos odiamos. Tomamos el amor como un juego, cuando
nuestro trabajo nos lo consiente, pues no disponemos para ello más
que de algunas horas del día y de la noche. Lo estoy viendo: usted
está enferma, realmente enferma.
JULIA. Debería usted ser bueno para mí, y habla, en cambio, como un
hombre cualquiera. ¡Ayúdeme, ayúdeme usted! Indíqueme qué debo
hacer, qué camino he de seguir.
JUAN. Quédese usted aquí, con calma y serenidad: nadie sabe nada.
JUAN. Es cierto.
JUAN. Divaga usted, señorita. ¿Es que puede usted fugarse con su
criado? A los tres días la noticia aparecería en todos los periódicos, y
el señor conde no podría sobrevivir a tal afrenta.
JUAN.La señorita Julia llamó aquí a los colonos. ¿Tanto has dormido
que no te has enterado de nada?
JUAN. Es cierto. ¿Me has traído mi ropa también? Muy bien; ven aquí.
(Se sienta a la derecha. Cristina le va dando la pechera, el pañuelo y
le ayuda a ponérselos. Pausa. Juan habla como adormilado). ¿Qué
Evangelio nos toca hoy?
CRISTINA.(Se fija en los vasos medio vacíos que hay sobre la mesa).
¿Es que habéis bebido juntos?
JUAN. Sí.
JUAN. Sí.
JUAN. (Tras unos instantes de reflexión). Sí, lo es. ¡Puf! Nunca, nunca
lo hubiese creído. ¿No tienes celos de ella?
CRISTINA. ¿Y me lo preguntas tú, que eres tan listo? ¿Es que vas a
servir a señores que se conducen en esa forma? Yo creo que nos
deshonraríamos.
JUAN. ¿Y luego?
JUAN. (Con una mueca). ¡Muy bonito! Pero imaginarás que no voy a
sacrificarme por las señoras y los niños... He de confesarte que tengo
aspiraciones bastante más altas.
JUAN. Nada sabe. Pero ¡Dios mío! ¡Qué cara tiene usted!
JUAN. Está más blanca que el papel y... discúlpeme, pero tiene toda la
cara manchada.
JULIA. Lo único que me llevaba de casa, ¡el único ser que me quiere
desde que Diana me fue infiel! ¡No seas exigente! Deja que me lo
lleve.
JUAN. No, no. Déjelo usted ahí; y no hable tan alto, que Cristina
puede oírnos.
JULIA. (Con una idea repentina). Mira: ahora se me ocurre una cosa.
¿Si nos marchásemos los tres al extranjero, a Suiza, por ejemplo, e
instalásemos allí un hotel? Yo tengo dinero. (Se lo enseña). ¿Ves?
Juan y yo nos ocuparemos de todo, y tú tomarás la dirección de la
cocina. ¿No está bien? Di que sí y vente con nosotros; así todo se
arregla. Vamos, dime que sí. (La abraza dándole afectuosas
palmaditas en la espalda).
CRISTINA. Óigame usted, señorita: ¿es que usted misma cree todo
eso que dice?
CRISTINA. Sí.
JUAN. Sí.
JUAN. Mejor será que además oigas esto también: puede serte útil y
hacerte charlar algo menos. La señorita Julia sigue siendo tu señora,
y, por la misma razón, si la despreciaras ahora, tendrías que
despreciarte a ti misma.
Es cierto; tú no has tenido nunca nada que ver más que con un
JUAN.
muchacho decente: esa fue tu suerte.
CRISTINA. Sí, sí; tan decente, que roba la avena al conde para
después venderla por su cuenta.
CRISTINA. ¿Cómo?
CRISTINA. Ésta es mi fe, tan cierta como que ahora estoy viva; ésta es
la fe de mi infancia, en la que luego he perseverado siempre, señorita
Julia. Y allí donde los pecados se desbordan, allí desciende la Gracia.
JUAN. ¿Los primeros? No, eso no puedo decirlo. Pero oiga usted,
señorita Julia: usted ya no pertenece a los primeros, porque se halla
más bajo que los últimos.
JULIA. Es cierto. Estoy más bajo que los últimos de los últimos: ¡la
última! ¡Ay! Pero ahora no puedo moverme. Vuélvame a ordenar que
vaya.