Revolucion Industrial
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Blog Historia1imagen: www.historia1imagen.cl
FACULTAD DE EDUCACIÓN Programas HIS504
Nombre HISTORIA UNIVERSAL
Pedagogía en Historia, Geografía y Educación Cívica Versión: 2014
Ningún historiador niega que la Revolución Industrial elevara a la larga los niveles de vida de los
trabajadores. La población obrera y campesina de los países que se industrializaron consumía más a fines
del siglo XIX que en el siglo XVIII. Tenía una mayor esperanza de vida y también había logrado una mejor
educación y sanidad. Sin embargo, un tema muy debatido por los historiadores es si esa elevación del
bienestar se dio o no durante las primeras décadas de la Revolución Industrial. Dos tendencias han surgido
en relación con este tema: la «pesimista» y la «optimista». Los historiadores pesimistas sostienen que los
trabajadores disminuyeron su nivel de vida durante los primeros tiempos de la Revolución Industrial. Afirman
que los salarios bajaron. Que las condiciones de trabajo en las fábricas eran más penosas que en los talleres
artesanales o en el campo. Que en las fábricas trabajaban 14 o 15 horas diarias mujeres y niños de corta
edad. Que las ciudades eran insalubres y la población de los barrios obreros vivía hacinada en sus hogares.
La escuela pesimista sostiene, pues, que el aumento de la renta nacional durante las primeras décadas de la
industrialización benefició exclusivamente a los capitalistas y a las clases medias. La mayor riqueza se había
concentrado de este modo en manos de una minoría de la población.
La tendencia optimista mantiene puntos de vista contrarios. Admitiendo que el nivel de vida de los
trabajadores era muy bajo, algunos historiadores piensan que los salarios subieron. Que las condiciones de
trabajo en las fábricas eran similares a las que antes existían en los talleres y hogares campesinos, donde
también hombres, mujeres y niños trabajaban muchas horas. Que la mortalidad disminuyó en las ciudades
pese a su insalubridad, lo que demostraría que la vida en el campo antes de la Revolución Industrial no era
precisamente bucólica. La escuela optimista sostiene, pues que el aumento de la renta nacional durante las
primeras décadas de la industrialización benefició a capitalistas y clases medias más que a trabajadores, pero
que éstos también elevaron algo su nivel de vida.
El debate entre pesimistas y optimistas no ha concluido, porque es muy difícil medir el nivel de vida
durante los inicios de la Revolución Industrial. La primera dificultad procede de la escasa información todavía
disponible sobre la evolución de los salarios reales (...) Otras dificultades provienen de la escasa información
existente sobre los precios o sobre los niveles de desempleo. Tampoco se sabe lo suficiente sobre las
condiciones de trabajo en talleres artesanales y en hogares campesinos anteriores a la Revolución Industrial.
No se puede, por tanto, emitir un juicio definitivo sobre si esas condiciones fueron peores o
similares en las fábricas. Aumentara o disminuyera el nivel de vida, lo cierto es que los trabajadores que
vivieron la primera fase de la Revolución Industrial participaron muy escasamente del aumento del aumento
de la riqueza. Sobre ellos recayó la peor parte de la industrialización: salarios de subsistencia, condiciones de
trabajo a menudo inhumanas, mayor que otras clases sociales y ruptura de sus modos de vida tradicionales.
Nada de esto puede negarse. Pero también es cierto que las clases trabajadoras de los países que se
industrializaron lograron a la larga un nivel de vida muy superior al de las sociedades preindustriales. Este
acceso a un mayor bienestar no fue sólo resultado del aumento de la productividad y de la riqueza, sino de
una mejor distribución de la renta gracias a las conquistas sociales de los trabajadores.
Antonio Escudero, La Revolución Industrial, Editorial Anaya, Madrid 1988, páginas 102 a
105
2. Fragmento del relato de un obrero hecho ante una comisión de trabajo en las industrias,
que se realizó en Inglaterra en el año 1832:
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Tenía yo 7 años cundo empecé a hilar lana en una fábrica. La jornada de trabajo duraba desde las
cinco de la mañana hasta las 8 de la noche, con un único descanso de treinta minutos a medio día para
comer.
Teníamos que tomar la comida como pudiéramos, de pie o apoyados de cualquier manera. Así
pues, a los siete años yo realizaba catorce horas y media de trabajo efectivo.
En aquella fábrica había alrededor de cincuenta niños, más o menos de mi edad, que con mucha
frecuencia caían enfermos. Cada día había al menos media docena de ellos que estaban indispuestos por
culpa del excesivo trabajo.
3. El aumento de la población.
Un tejedor manual muy bueno, de 25 a 30 años de edad, podría tejer por semana dos piezas de 9
octavos de tela de camisa, de 24 yardas de longitud cada una, y de una trama de 100 hilos por pulgada.
En 1823 un tejedor de 15 años que atendiera dos telares mecánicos, podría tejer 7 piezas
semejantes en solo una semana.
En 1826, un tejedor de 15 años, al frente de dos telares mecánicos podría hilar por semana 12
piezas semejantes; y algunos podrían hacer hasta 15.
En 1833, un tejedor de 15 a 20 años, ayudado por una niña de 12 años, al frente de 4 telares
mecánicos, podría hilar en una semana 18 piezas de este tipo; y algunos increíblemente pueden llegar hasta
20.
Fuente: Baines, Historia de la Manufactura de Gran Bretaña, 1835. Página 240.
4. La pasarela de la miseria
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resultará claro que, después de al favor de la providencia, deberá ser atribuido sobre todo al espíritu de
empresa y a la industriosa actividad difundidos en un pueblo libre e instruido, al cual se le ha permitido
ejercitar sin restricciones sus talentos en el empleo de un vasto capital; impulsando al máximo el principio de
la división del trabajo; poniendo en contribución todos los recursos de la investigación científica y de la
ingeniosidad mecánica; y, en fin, valiéndose de todos los beneficios a extraer de las visitas a países
extranjeros, no sólo para estrechar nuevas relaciones comerciales y consolidar las antiguas, sino también
para obtener conocimiento personal de las necesidades, del gusto, de las costumbres, de los descubrimientos
y de las mejoras técnicas, mediante hechos y sugerencias traídos del extranjero, perfeccionar las industrias
existentes, añadiendo otras nuevas a nuestra producción de nuestra actividad industrial y comercial y
adquiriendo fama de proveedores especializados. Solamente así, hay que repetirlo, y sobre todo porque las
máquinas han mejorado la calidad y reducido el coste de fabricación de diversos artículos a exportar,
solamente así nuestras industrias y nuestro comercio han progresado. Se ha producido también un continuo
crecimiento del peso de los impuestos y un progresivo aumento de los precios de las mercancías y de los
géneros de mantenimiento, con repercusiones sin duda notables sobre los salarios. Pero con todo ello, el
incremento industrial y comercial ha superado los cálculos y las previsiones más de color de rosa de los
mejores publicistas...
VALERIO CASTRONOVO: La revolución industrial. Nova Terra, Barcelona, 1975. Págs. 121-122:
(En: Antonio Fernández, Historia del Mundo Contemporáneo, Vicens Vives, 1994. página 18)
"En 1832, Elizabeth Bentley, que por entonces tenía 23 años, testificó ante un comité parlamentario
inglés sobre su niñez en una fábrica de lino. Había comenzado a la edad de 6 años, trabajando desde las seis
de la mañana hasta las siete de la tarde en temporada baja y de cinco de la mañana a nueve de la noche
durante los seis meses de mayor actividad en la fábrica. Tenía un descanso de 40 minutos a mediodía, y ese
era el único de la jornada. Trabajaba retirando de la máquina las bobinas llenas y reemplazándolas por otras
vacías. Si se quedaba atrás, "era golpeada con una correa" y aseguró que siempre le pegaban a la que
terminaba en último lugar. A los diez años la trasladaron al taller de cardado, donde el encargado usaba
correas y cadenas para pegar a las niñas con el fin de que estuvieran atentas a su trabajo. Le preguntaron
¿se llegaba a pegar a las niñas tanto para dejarles marcas en la piel?, Y ella contestó "Sí, muchas veces se
les hacían marcas negras, pero sus padres no se atrevían a ir a al encargado, por miedo a perder su trabajo".
El trabajo en el taller de cardado le descoyuntó los huesos de los brazos y se quedó "considerablemente
deformada... a consecuencias de este trabajo".
Fuente: Bonnni Anderson, Historia de las mujeres: una historia propia, volumen 2, Editorial Crítica,
Barcelona, 1991, Pág. 287- 288
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