Alphonse Daudet - El Abanderado
Alphonse Daudet - El Abanderado
Alphonse Daudet - El Abanderado
Alphonse Daudet
textos.info
Biblioteca digital abierta
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Texto núm. 1368
Título: El Abanderado
Autor: Alphonse Daudet
Etiquetas: Cuento
Edita textos.info
Maison Carrée
c/ Ramal, 48
07730 Alayor - Menorca
Islas Baleares
España
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I
El regimiento estaba en batalla sobre un repecho de la vía férrea, sirviendo
de blanco a todo el ejército prusiano amontonado en frente, bajo el
bosque. Se fusilaban a ochenta metros. Los oficiales no cesaban de gritar:
“¡acuéstense!” Pero ningún soldado quería obedecer y el fiero regimiento
seguía de pie, agrupado alrededor de una bandera. En ese gran horizonte
de sol poniente, de trigos en espiga y de pastos de ganado, aquella masa
de hombres, atormentados y envueltos en el manto inmenso de la
humareda confusa, tenía el aspecto de un rebaño sorprendido a campo
raso en el primer torbellino de un huracán formidable.
El hierro caía como una lluvia sobre el repecho en donde no se oía sino la
crepitación de la fusilería, el ruido sordo de las gábatas rodando entre la
fosa y las balas que vibraban eternamente de un extremo a otro del campo
de batalla, como las cuerdas tendidas de un instrumento siniestro y
retumbante. De cuando en cuando la bandera que se alzaba sobre las
cabezas, agitándose al viento de la metralla, se perdía entre el humo; y
una voz grave y fiera hacía oír, dominando el estrépito de las armas y las
quejas y juramentos de los heridos, estas breves palabras: “A la bandera,
hijos míos, a la bandera”… Entonces un oficial, vago como una sombra,
ágil como una flecha, desaparecía un instante entre la niebla roja; y la
heroica enseña volvía a desenvolver sus pliegues por encima de la batalla.
Veintidós veces había caído… Veintidós veces su asta, tibia aún, fue
heredada de la mano de un moribundo por un valiente que volvía a
levantarla. Y cuando, ya por la noche, lo que quedaba del regimiento —un
puñado de hombres apenas— se batió lentamente en retirada, aquel
pabellón ya no era sino un andrajo glorioso en manos del sargento
Hormus, vigésimo tercio abanderado de la jornada.
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II
El tal sargento Hormus era un viejo tonto que casi no sabía ni escribir su
nombre y que había empleado veinte años en ganar los galones que
adornaban la manga de su casaca. Todas las miserias del expósito y todos
los atontamientos del cuartel se reflejaban en su frente baja, en su espalda
abovedada por el saco, en su rostro inconsciente de soldado humilde.
Además tenía el defecto de ser algo tartamudo; mas para ser abanderado
no se necesita gran elocuencia y la misma tarde de la batalla su coronel le
dijo:
Ese orgullo, único en su vida de humildad, irguió el cuerpo del viejo militar;
y la costumbre de caminar encorvado, con los ojos bajos, se cambió desde
entonces en el hábito de marchar orgullosamente, con la mirada en alto
para ver flotar el fragmento de tela que se mantenía en sus manos,
siempre derecho, siempre fiero, por encima de la muerte, por encima de la
traición y por encima de la derrota.
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Pero nadie, ni aun la misma muerte, lo intentaba. Después de Borny,
después de Gravelotte, después de las batallas más terribles, la bandera
continuaba su camino, deshecha, agujereada, transparente, llena de
heridas; mas era siempre el viejo Hormus quien la llevaba.
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III
Después… llegó septiembre, el ejército en Metz, el bloqueo y esa larga
parada en el fango donde rodaban los cañones sin dirección y donde las
primeras tropas del mundo se desmoralizaban por el ocio y por la falta de
víveres y de noticias, muriendo de fiebre y de fastidio al pie de sus fusiles.
La orden del día del mariscal Bazaine hizo rodar por tierra las bellas
ilusiones. Una mañana Hormus vio, al despertarse, mucha agitación en el
campamento. Los soldados, reuniéndose en grupos, murmuraban,
animándose y excitándose con gritos de rabia; levantando los puños hacia
un punto de la ciudad como si sus cóleras designasen a un culpable…
“Atrápenlo!… Fusilémoslo…” Y los oficiales guardaban silencio,
apartándose del bullicio, avergonzados… avergonzados de haber leído a
cincuenta mil valientes, bien armados aún, aún vigorosos, la orden del
mariscal que los entregaba sin combate al enemigo…
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caso aún no tendrán la mía…
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IV
También en Metz la animación era inmensa. Los guardias nacionales, los
guardias móviles y los burgueses se agitaban gritando; las diputaciones
recorrían las calles vibrantes y precisadas, dirigiéndose a la casa del
mariscal. Hormus no veía nada, no oía una palabra; hablando consigo
mismo, subía a grandes pasos la calle del Faubourg.
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—Es la orden del mariscal…
—Pero… coronel…
—¡Déjame en paz!…
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V
Las puertas del Arsenal estaban completamente abiertas para dejar el
paso libre a los carros prusianos que esperaban su cargamento en el patio
inmenso. Hormus sintió, al entrar, que un escalofrío agitaba sus nervios.
Todos los demás abanderados, cincuenta o sesenta oficiales silenciosos e
indignados, estaban allí… Y todos aquellos hombres tristes, con las
cabezas desnudas, agrupándose detrás de los enormes carros sombríos,
daban a la escena un aspecto de entierro. La lluvia aumentaba la emoción
de tristeza…
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—A la bandera, hijos míos, a la bandera…
—A la ban…
Pero su grito fue cortado entre su garganta… y sintió temblar el asta, que
se escapaba de sus manos… En ese aire malsano, en ese aire de muerte
que pesa terriblemente sobre las ciudades rendidas, la bandera no podía
flotar… Nada de orgulloso, nada de fiero podía vivir ahí… Y el viejo
Hormus cayó fulminado…
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Alphonse Daudet
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ejercerá como cronista del periódico Le Figaro, sino que se dedicará
también a la novela y la narración. Más tarde y tras un viaje a Provenza
Alphonse empezará a escribir los primeros textos que formarán parte de
los relatos: Cartas desde mi molino (Lettres de mon moulin, 1866),
evocaciones de su Provenza natal.
La primera novela que como tal escribió Alphonse Daudet fue una
semiautobriografía: Poquita cosa (Le petit chose, 1868), en ella evocaba
su pasado como maestro de estudios en el colegio d’Alès. En 1874 Daudet
se inclina por las novelas de costumbres contemporáneas y escribe
Fromont hijo y Risler padre (Fromont jeune et Risler aîné, 1874), Mujeres
de artistas (Les femmes d'artistes, 1874), Jack, (1876), El nabab (Le
nabab, 1877), Los reyes en el exilio (Les rois en exil, 1879), Numa
Roumestan (1881), El evangelista (L’Évangéliste, 1883), Sapho (1884), El
inmortal (L’inmortel, 1883). Como dramaturgo escribió varias obras de
teatro: El último ídolo (La dernière idole, 1862), Los ausentes (Les absents,
1863), etc. No olvida, sin embargo, su vocación de narrador y en 1872
escribe Tartarín de Tarascón, que fue su personaje mítico. Le siguieron
Tartarín en los Alpes (Tartarin sur les Alpes, 1885) y Port-Tarascon, 1890.
Cuentos del lunes (Les contes du lundi, 1873) una colección de relatos
inspirados por la guerra franco-prusiana dan testimonio de su inclinación
por este género literario y por los cuentos fantásticos. Asimismo escribió
dos libros de memorias: Recuerdos de un hombre de letras (Souvenirs
d’un homme de lettres) y Treinta años de París (Trente ans de Paris).
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