Alphonse Daudet - El Abanderado

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El Abanderado

Alphonse Daudet

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Biblioteca digital abierta

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Texto núm. 1368

Título: El Abanderado
Autor: Alphonse Daudet
Etiquetas: Cuento

Editor: Edu Robsy


Fecha de creación: 14 de septiembre de 2016

Edita textos.info

Maison Carrée
c/ Ramal, 48
07730 Alayor - Menorca
Islas Baleares
España

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I
El regimiento estaba en batalla sobre un repecho de la vía férrea, sirviendo
de blanco a todo el ejército prusiano amontonado en frente, bajo el
bosque. Se fusilaban a ochenta metros. Los oficiales no cesaban de gritar:
“¡acuéstense!” Pero ningún soldado quería obedecer y el fiero regimiento
seguía de pie, agrupado alrededor de una bandera. En ese gran horizonte
de sol poniente, de trigos en espiga y de pastos de ganado, aquella masa
de hombres, atormentados y envueltos en el manto inmenso de la
humareda confusa, tenía el aspecto de un rebaño sorprendido a campo
raso en el primer torbellino de un huracán formidable.

El hierro caía como una lluvia sobre el repecho en donde no se oía sino la
crepitación de la fusilería, el ruido sordo de las gábatas rodando entre la
fosa y las balas que vibraban eternamente de un extremo a otro del campo
de batalla, como las cuerdas tendidas de un instrumento siniestro y
retumbante. De cuando en cuando la bandera que se alzaba sobre las
cabezas, agitándose al viento de la metralla, se perdía entre el humo; y
una voz grave y fiera hacía oír, dominando el estrépito de las armas y las
quejas y juramentos de los heridos, estas breves palabras: “A la bandera,
hijos míos, a la bandera”… Entonces un oficial, vago como una sombra,
ágil como una flecha, desaparecía un instante entre la niebla roja; y la
heroica enseña volvía a desenvolver sus pliegues por encima de la batalla.

Veintidós veces había caído… Veintidós veces su asta, tibia aún, fue
heredada de la mano de un moribundo por un valiente que volvía a
levantarla. Y cuando, ya por la noche, lo que quedaba del regimiento —un
puñado de hombres apenas— se batió lentamente en retirada, aquel
pabellón ya no era sino un andrajo glorioso en manos del sargento
Hormus, vigésimo tercio abanderado de la jornada.

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II
El tal sargento Hormus era un viejo tonto que casi no sabía ni escribir su
nombre y que había empleado veinte años en ganar los galones que
adornaban la manga de su casaca. Todas las miserias del expósito y todos
los atontamientos del cuartel se reflejaban en su frente baja, en su espalda
abovedada por el saco, en su rostro inconsciente de soldado humilde.
Además tenía el defecto de ser algo tartamudo; mas para ser abanderado
no se necesita gran elocuencia y la misma tarde de la batalla su coronel le
dijo:

—Tú tienes la bandera, mi bravo sargento; guárdala.

Y sobre su viejo uniforme de campaña, bien pasado ya a causa de la lluvia


y el fuego, la cantinera sobrecosió al instante un cordoncillo dorado de
subteniente.

Ese orgullo, único en su vida de humildad, irguió el cuerpo del viejo militar;
y la costumbre de caminar encorvado, con los ojos bajos, se cambió desde
entonces en el hábito de marchar orgullosamente, con la mirada en alto
para ver flotar el fragmento de tela que se mantenía en sus manos,
siempre derecho, siempre fiero, por encima de la muerte, por encima de la
traición y por encima de la derrota.

Nadie ha visto, en época alguna, un hombre tan dichoso como Hormus,


cuando en los días de batalla tenía el asta entre las manos afirmándola en
su estuche de cuero negro. Ni hablaba ni se movía; y serio como un
sacerdote, tenía el aspecto de guardar una cosa sagrada. Toda su vida y
toda su fuerza estaban concentradas en esos dedos que se crispaban
alrededor de un harapo glorioso sobre el cual rodaban las balas. Sus ojos
llenos de fiereza miraban de frente a los prusianos y parecían decir:
“Atrévanse, pues; traten siquiera de venir a robármela!…”

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Pero nadie, ni aun la misma muerte, lo intentaba. Después de Borny,
después de Gravelotte, después de las batallas más terribles, la bandera
continuaba su camino, deshecha, agujereada, transparente, llena de
heridas; mas era siempre el viejo Hormus quien la llevaba.

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III
Después… llegó septiembre, el ejército en Metz, el bloqueo y esa larga
parada en el fango donde rodaban los cañones sin dirección y donde las
primeras tropas del mundo se desmoralizaban por el ocio y por la falta de
víveres y de noticias, muriendo de fiebre y de fastidio al pie de sus fusiles.

Ni los jefes ni los soldados creían ya en cosa alguna; sólo Hormus


guardaba aún la confianza. Su harapo tricolor le hacía creer en todo; y
mientras él lo sentía a su lado, estaba seguro de que nada se había
perdido. Desgraciadamente, como ya nadie se batía, el coronel guardaba
las banderas en su casa misma, en un barrio de Metz; y el bravo
subteniente vivía como una madre que tuviese a su hijo en nodriza,
pensando en él sin cesar. Cuando el fastidio lo atormentaba hacía un viaje
a Metz, de donde regresaba contento después de mirar su bandera
siempre en el mismo sitio, siempre tranquila, siempre recostada
majestuosamente contra el muro. Esos viajes que él verificaba en una sola
jornada, hacían nacer en su alma el valor y la paciencia; le hacían sonar
con campos de batalla, con marchas gloriosas y con las grandes enseñas
tricolores flotando a lo lejos sobre las trincheras prusianas…

La orden del día del mariscal Bazaine hizo rodar por tierra las bellas
ilusiones. Una mañana Hormus vio, al despertarse, mucha agitación en el
campamento. Los soldados, reuniéndose en grupos, murmuraban,
animándose y excitándose con gritos de rabia; levantando los puños hacia
un punto de la ciudad como si sus cóleras designasen a un culpable…
“Atrápenlo!… Fusilémoslo…” Y los oficiales guardaban silencio,
apartándose del bullicio, avergonzados… avergonzados de haber leído a
cincuenta mil valientes, bien armados aún, aún vigorosos, la orden del
mariscal que los entregaba sin combate al enemigo…

—¿Y las banderas? —preguntó Hormus palideciendo… Las banderas


también habían sido entregadas con los fusiles, con el resto de los
equipajes, con todo…

—¡Ra… Ra… Rayo de Dios!… —balbuceó el pobre hombre— …En todo

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caso aún no tendrán la mía…

Y, ligero como una bala, se echó a correr hacia la ciudad.

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IV
También en Metz la animación era inmensa. Los guardias nacionales, los
guardias móviles y los burgueses se agitaban gritando; las diputaciones
recorrían las calles vibrantes y precisadas, dirigiéndose a la casa del
mariscal. Hormus no veía nada, no oía una palabra; hablando consigo
mismo, subía a grandes pasos la calle del Faubourg.

—¡Robarme mi bandera!… Pues no faltaba más!… ¡Acaso es posible


robar una bandera!… ¡Acaso tienen derecho!… Si les quiere dar algo a los
prusianos que les dé lo suyo… sus carrozas doradas, su vajilla magnífica
traída de México… Pero mi pabellón… El pabellón es mío… El pabellón es
mi dicha, mi fortuna… ¡Y yo prohíbo terminantemente que lo toquen!

Todas estas frases incompletas estaban cortadas por la marcha y por la


tartamudez. Pero en el fondo él tenía su idea: una idea bien firme, bien
precisa: tomar la bandera, llevarla flotante al seno del regimiento y pasar
luego sobre el vientre de los prusianos con todos los que quisieran
seguirle.

Cuando llegó al fin de su camino, ni siquiera lo dejaron entrar. El coronel,


furioso también, no quería recibir a nadie… Pero el viejo Hormus no
entendía así el asunto y jurando, gritando y empujando al plantón:

—Mi bandera —decía—, denme mi bandera…!

Al fin se abrió una ventana:

—¿Eres tú, Hormus?

—Sí, mi coronel, yo…

—Todos los pabellones están en el Arsenal…, no tienes necesidad sino de


presentarte ahí para que te den un recibo…

—¿Un recibo?… ¿Para qué?…

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—Es la orden del mariscal…

—Pero… coronel…

—¡Déjame en paz!…

Y la ventana se cerró… El viejo Hormus vaciló como si estuviese borracho


y repitió entre dientes:

—¡Un recibo!… ¡Un recibo!…

Al fin se puso en marcha por segunda vez, no pensando sino en que su


bandera estaba en el Arsenal y que era necesario volverla a ver, costara lo
que costara.

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V
Las puertas del Arsenal estaban completamente abiertas para dejar el
paso libre a los carros prusianos que esperaban su cargamento en el patio
inmenso. Hormus sintió, al entrar, que un escalofrío agitaba sus nervios.
Todos los demás abanderados, cincuenta o sesenta oficiales silenciosos e
indignados, estaban allí… Y todos aquellos hombres tristes, con las
cabezas desnudas, agrupándose detrás de los enormes carros sombríos,
daban a la escena un aspecto de entierro. La lluvia aumentaba la emoción
de tristeza…

Los pabellones del ejército de Bazaine estaban amontonados en un rincón,


confundiéndose sobre el suelo fangoso. Nada más terrible que el
espectáculo de esos fragmentos de rica seda, pedazos de franjas de oro y
de astas trabajados, arreos gloriosos echados por tierra y manchados de
lluvia y de lodo. Un oficial de administración los iba cogiendo, uno por uno;
y al nombre de su regimiento, pronunciado en alta voz, cada abanderado
se acercaba para recoger un recibo. Derechos e impasibles, dos oficiales
prusianos vigilaban el cargamento.

¡Y ustedes se iban así, ¡oh santos jirones gloriosos!, desplegando sus


agujeros y barriendo tristemente la tierra, como banda de pájaros que
tuviesen las alas rotas!… ¡Ustedes se iban con la vergüenza de las
grandes cosas humilladas… y cada uno de ustedes se llevaba un pedazo
de la Francia!… El sol de las largas jornadas dejó su sello entre sus
arrugas marchitas… Ustedes guardan, en las marcas de las balas, el
recuerdo de muchos héroes desconocidos que cayeron muertos, al azar,
bajo sus franjas tricolores!…

—Ya llegó tu turno, Hormus… Ahí te llaman… Ve a buscar tu recibo…

¿Se trataba de un recibo cuando una bandera francesa, la más bella, la


más mutilada, la suya, estaba delante de sus ojos?… El viejo sargento se
figuraba estar aún allá arriba, de pie sobre el repecho de la vía férrea… Su
ilusión le hacía oír de nuevo el canto de las balas, el ruido de las gábatas
que rodaban y la voz robusta del coronel:

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—A la bandera, hijos míos, a la bandera…

Luego, sus veintidós camaradas muertos y él, vigésimo tercio abanderado,


precipitándose a su vez para levantar y sostener el pobre pabellón que
vacilaba falto de brazo… ¡Ah! Ese día había jurado defenderlo, guardarlo
hasta la muerte… Y ahora…

Sólo de pensarlo, toda la sangre del corazón le subía a la cabeza… Ebrio,


sin sentido, se lanzó sobre el oficial prusiano arrancándole su enseña
idolatrada, para agitarla de nuevo entre sus manos, para levantarla aún,
bien alta, bien recta y para gritar:

—A la ban…

Pero su grito fue cortado entre su garganta… y sintió temblar el asta, que
se escapaba de sus manos… En ese aire malsano, en ese aire de muerte
que pesa terriblemente sobre las ciudades rendidas, la bandera no podía
flotar… Nada de orgulloso, nada de fiero podía vivir ahí… Y el viejo
Hormus cayó fulminado…

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Alphonse Daudet

Alphonse Daudet (Nimes, 13 de mayo de 1840 - París, 16 de diciembre de


1897) fue un escritor francés.

Nacido en Nimes el 13 de mayo de 1840. Cursó sus estudios secundarios


en Lyon. Fue secretario del Duque de Morny, personaje influyente del
segundo Imperio. La súbita muerte del Duque de Morny (1865), fue el
detonante que influyó, de manera decisiva, en la vida de Alphonse. Desde
ese momento Daudet se consagrará por entero a la escritura: no sólo

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ejercerá como cronista del periódico Le Figaro, sino que se dedicará
también a la novela y la narración. Más tarde y tras un viaje a Provenza
Alphonse empezará a escribir los primeros textos que formarán parte de
los relatos: Cartas desde mi molino (Lettres de mon moulin, 1866),
evocaciones de su Provenza natal.

Obtuvo la autorización del director de L’Événement para publicar dichos


relatos en forma de folletín durante el verano de 1866 con el título de
Crónicas provinciales. Algunos de los relatos de esta colección forman
parte de los cuentos más populares de la literatura francesa como: La
cabra de M. Seguin (La chèvre de M. Seguin), Las tres misas menores
(Les trois messes basses) o El elixir del reverendo padre Gaucher (L’élixir
du révérend père Gaucher).

La primera novela que como tal escribió Alphonse Daudet fue una
semiautobriografía: Poquita cosa (Le petit chose, 1868), en ella evocaba
su pasado como maestro de estudios en el colegio d’Alès. En 1874 Daudet
se inclina por las novelas de costumbres contemporáneas y escribe
Fromont hijo y Risler padre (Fromont jeune et Risler aîné, 1874), Mujeres
de artistas (Les femmes d'artistes, 1874), Jack, (1876), El nabab (Le
nabab, 1877), Los reyes en el exilio (Les rois en exil, 1879), Numa
Roumestan (1881), El evangelista (L’Évangéliste, 1883), Sapho (1884), El
inmortal (L’inmortel, 1883). Como dramaturgo escribió varias obras de
teatro: El último ídolo (La dernière idole, 1862), Los ausentes (Les absents,
1863), etc. No olvida, sin embargo, su vocación de narrador y en 1872
escribe Tartarín de Tarascón, que fue su personaje mítico. Le siguieron
Tartarín en los Alpes (Tartarin sur les Alpes, 1885) y Port-Tarascon, 1890.
Cuentos del lunes (Les contes du lundi, 1873) una colección de relatos
inspirados por la guerra franco-prusiana dan testimonio de su inclinación
por este género literario y por los cuentos fantásticos. Asimismo escribió
dos libros de memorias: Recuerdos de un hombre de letras (Souvenirs
d’un homme de lettres) y Treinta años de París (Trente ans de Paris).

Fue miembro de la Academia Goncourt (1874-1880) y murió en París el 16


de diciembre de 1897.

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