Juan Ramón Idolopeya

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DICENDA.

Cuadernos de Filología Hispánica ISSN: 0212-2952


Vol. 20 (2002): 213-228

«Yo me moriré, y la noche...»


Enunciación e idolopeya en Arias tristes
ÁNGEL LUIS LUJÁN ATIENZA
Instituto de Lengua Española. CSIC

RESUMEN

Partiendo de un modelo comunicativo para la lírica que sitúa el poema como enun-
ciado de realidad (Käte Hamburger) se analiza cómo Juan Ramón Jiménez, en Arias
Tristes (1903), despliega toda una serie de mecanismos para evadir los procedimientos
de comunicación habitual (incluida la habitual en lírica). Para mantener el estatuto
comunicativo de la poesía, se explican estas aparentes anomalías como la búsqueda de
una comunicación en un nivel superior, rompiendo los límites humanos, lo que supone
que la voz lírica se sitúa imaginativamente en la muerte, obedeciendo a una antigua fi-
gura retórica: la idolopeya.

Palabras clave: Juan Ramón Jiménez, Poesía española del siglo XX. Pragmática de la
poesía, Retórica.

ABSTRACT

This paper deals with the devices put into practice by Juan Ramón Jiménez in
Arias Tristes (1903) in order to avoid conventional communication (included conven-
tional communication in poetry). The author considers poetry as a kind of communi-
cation (Käte Hamburger), and therefore he explains these apparent failures in commu-
nication as an attempt to place the communicative process in a higher level. In order to
do so, the poet speaks imaginatively from death, using a figure of traditional rhetoric: ei-
dolopoeia.

Key words: Juan Ramón Jiménez, Twenty Century Spanish Poetry, Pragmatics of
Poetry, Rhetorics.

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Ángel Luis Luján Atienza «Yo me moriré, y la noche...»

En otro lugar describí el poema como una enunciación auténtica (en el


mismo sentido que lo hace Käte Hamburger) interpretable según los actos co-
municativos llevados a cabo utilizando como medio la escritura. Ejemplifiqué
mi hipótesis con el análisis de la serie de sonetos de Garcilaso de la Vega, que
resultan exponentes perfectos de diferentes actos comunicativos producidos en
el ámbito lírico 1. Al tratar de aplicar el mismo tipo de análisis a los poemas de
los primeros libros de poesía de Juan Ramón Jiménez 2 surgen dificultades
considerables que pueden hacer pensar que el campo al que el análisis postu-
lado resulta aplicable está limitado sólo a un determinado tipo de lírica, y res-
tringido a un concreto periodo histórico. No obstante, ante el hecho ineludible
de que quien escribe está intentando comunicar algo, cabe pensar que mi aná-
lisis debería tener validez para todo tipo de lírica, en su nivel pragmático-co-
municativo. Así pues, trataré en este artículo en primer lugar, de exponer las di-
ficultades que presentan estos poemas (lo cual servirá a su vez como definición
del modelo) para en segundo lugar ofrecer una hipótesis interpretativa que
permita superar estas dificultades y así ampliar la metodología de análisis ha-
ciendo que incluya casos que en principio parecen rechazarla.

EL RECHAZO DE LA COMUNICACIÓN

Los problemas que presentan los poemas de Arias Tristes en su nivel enun-
ciativo se pueden entender como un rasgo de época, una característica estética
del simbolismo, con su negación a la comunicación que empieza en el roman-
ticismo y tiene su más alto exponente en Mallarmé y los poemas impersonali-
zados de Baudelaire, cuya tradición ha estudiado Hugo Friedrich 3. En la me-
dida en que el sujeto desaparece ante el lenguaje, el proceso de comunicación
(que supone la intención consciente de un emisor 4) se hace problemático. Voy
a continuación a medir esta problematicidad con respecto al modelo analítico
mentado.

1
Ángel Luis Luján Atienza: «Elementos para el estudio de la enunciación lírica. Una tipología de
los sonetos de Garcilaso de la Vega», Salina, 16 (2002).
2
Me centraré en Arias tristes, publicado en 1903. El libro está dividido en tres partes y la nu-
meración de los poemas comienza de nuevo en cada una de ellas, así que, en el presente artículo, ci-
taré dando el título de la parte y el número del poema correspondiente. Abrevio los títulos de las par-
tes de la siguiente manera: A.O. = «Arias otoñales»; N = «Nocturnos»; R.S. = «Recuerdos
sentimentales». Lo dicho aquí puede aplicarse, en líneas generales, a los libros contemporáneos Jar-
dines lejanos y Pastorales.
3
Hugo Friedrich: Estructura de la lírica moderna. De Baudelaire hasta nuestros días (Barce-
lona: Seix Barral, 1974). Por su parte, Dominique Combe: Poésie et récit. Une rhétorique des genres
(Paris: Corti, 1989) habla de la «impersonalidad simbolista» y el rechazo a la narratividad y factua-
lidad.
4
Para una recuperación del sujeto en cuanto dueño de su escritura véase Eric Donald Hirsch, Jr.:
Validity in Interpretation (New Haven: Yale University Press, 1967).

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En primer lugar, entiendo que el sujeto hablante en el poema, ante la au-


sencia de marcas textuales explícitas en contra, se debe entender como el suje-
to cuyo nombre aparece en la portada del libro en su específica función de po-
eta, frente a las demás funciones que pueda cumplir en su vida 5. Este sujeto,
aparte del evidente hecho de ser poeta, tiene a su disposición toda una serie de
mecanismos para identificarse, desde la automención y la asunción de deter-
minados roles hasta la referencia a circunstancias que centran su identidad
como hablante. Esto es, dispone de todo un conjunto de señales para indicar al
lector su posición de proximidad o lejanía con respecto al hablante que se re-
presenta en el poema. Pero vamos a ver que en el caso de Juan Ramón Jiménez
se eluden estas señales y se pone en marcha toda una serie de estrategias para
borrar cualquier identidad del sujeto hablante en el poema.
Ante la ausencia de la automención en estos poemas, el modo más eviden-
te de establecer la identidad propia en la escritura, contando con la falta de con-
tacto directo y conocimiento mutuo de los participantes, es presentarse explí-
citamente adoptando un rol determinado socialmente. Garcilaso (como
exponente de toda la tradición poética que responde al tipo de análisis que in-
troduje) lo hace señalándose como amante y guerrero, principalmente. Sin
embargo en Juan Ramón no hay adopción clara de un tipo de papel social re-
conocible. La única evidencia que tenemos en este sentido es que quien se di-
rige a nosotros es un poeta, lo cual constituye una tautología.
Pero ni siquiera esta evidente caracterización está exenta de problemas,
como muestra A.O. VIII. Ahí el hablante se presenta como poeta, y como poeta
en el momento de escribir: hay una sincronización perfecta entre la situación de
escritura y la enunciación. Además, aparece como un poeta amoroso, según su-
giere el principio, papel que inmediata y explícitamente rechaza («quiero /
dar mis besos al paisaje», o la alusión al «alma muerta para sus amores»). Es
más, el mismo proceso de escritura se va desdibujando conforme avanzamos en
la lectura del poema para convertirse en «bruma» y «sueño». Como la bruma
borra el paisaje, así el poeta va borrando su misma escritura en el acto de es-
cribirla. Finalmente, el único resto de identificación de la voz que se dirige a
nosotros es la forma poética externa, la métrica, rastro que el autor quiere vol-
ver también borroso: «mi pluma / deja una rima de sueño».
Del mismo modo, cuando el hablante, en otros poemas, adopta el papel de
amante es para rechazarlo de inmediato. A veces este rechazo se produce ex-
plícitamente (A.O. XXV): «Y como nunca he querido». O más violentamente
en los poemas en los que la amada aparece postergada en favor de la literatu-

5
«Un auteur, ce n’est pas une personne. C’est une personne qui écrit et qui publie. A cheval sur
le hors-texte et le texte, c’est la ligne de contact des deux. L’auteur se définit comme étant simulta-
nément une personne réelle socialement responsable, et le producteur d’un discours. Pour le lecteur,
qui ne connaît pas la personne réelle, tout en croyant à son existence, l’auteur se définit comme la
personne capable de produire ce discours, et il l’imagine donc à partir de ce qu’elle produit», Philippe
Lejeune: Le pacte autobiographique (Paris: Seuil, 1975), p. 23.

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ra (lectura o escritura): en R.S. XV el alma del poeta «ama más bien una rima
/ perfumada que una flor». Situaciones similares vemos en R.S. I y R.S. IX.
Estos poemas insisten en la imagen del hablante como poeta por encima de
todo.
Pero además dichos poemas presentan un serio problema para ser interpre-
tados como actos comunicativos plenos. Me refiero, en concreto, al grado de
crueldad con que aparece caracterizado el propio hablante. La amada es re-
chazada sin contemplaciones (R.S. XXIV), e incluso se hace patente una nota
de condescendencia por parte del hablante («la pobre») que produce en nosotros
lectores una repulsión, incluso moral, a la participación en ese acto comunica-
tivo (R.S. XV; R.S. III). En un poema más convencionalmente amoroso como
es R.S. XII, donde incluso el poeta se define como enamorado, encontramos esa
nota de condescendencia: «la pobrecita / novia». Y la misma actitud está en
R.S. XIII cuando la amada viene a rogar al poeta y él se muestra complacido
por su humillación. Estos poemas se sitúan fuera del ámbito habitual de la co-
municación, ya que una de las normas pragmáticas impone la autojustificación
del hablante, el «salvar la cara» y presentarse bajo una luz favorable, norma que
se viola aquí abiertamente. Tampoco podemos pensar en un acto de cinismo. Se
trata más bien de un desprecio absoluto por el receptor: es como si el emisor no
estuviera hablando a nadie.
El amor se presenta, por otra parte, como una pura atracción física, una
sensualidad exacerbada (A.O. V, R.S. XI); y, en último extremo, el poeta da a
la amada el papel de ser un eco, o una caja de resonancia de sus penas. Así en
N. XIX el «sitio vacío» junto al poeta se concreta en «que debiera leerme mis
rimas / una novia vestida de blanco». Igualmente en R.S. V el poeta envía unas
rimas a la amada «para que sus ojos negros / lloraran sobre mis penas». Y el
reproche que el poeta hace a la mujer de R.S. XVIII es «no has derramado una
lágrima». Incluso en un poema más convencionalmente amoroso como es
R.S. VIII el poeta acude al jardín no a recordar a la amada sino a «añorar mis
pesares».
En general, se detecta una falta de comunicación entre los amantes. El po-
ema N. XXIII relata la visita fantasmal de la amada, pero al poeta lo único que
se le ocurre preguntar varias veces ante el apasionamiento de ella es: «¿Cómo
vienes de tan lejos?». Lo mismo ocurre en el poema totalmente becqueriano
R.S. XX. Pero lo más común es que la percepción del paisaje acabe devorando
al sentimiento amoroso y poemas que se presentan como amorosos resulten ser
meras descripciones. Ejemplo emblemático es A.O. V. El poema relata una es-
cena galante, pero si nos fijamos más detenidamente no nos damos cuenta de
que el poeta está acompañado hasta la quinta estrofa, y hasta la sexta no sabe-
mos que la acompañante es una mujer. Así, pues, en una lectura lineal pensa-
mos que, de nuevo, es un poema de soledad y la aparición de una compañía nos
impresiona como una sorpresa o una intrusión. Lingüísticamente esta intrusión
se refleja en que la aparición del «nosotros» ocurre como paréntesis, dete-

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niendo el fluir del poema que tiene que repetir con torpeza el principio de es-
trofa: «y entre la tristeza que / la tarde daba a la estancia». Algo parecido ocu-
rre en A.O. XXIII, en que el paseo con la amada es mera excusa para desplegar
ante nosotros el paisaje del atardecer. Aquí el poeta no se contenta con la pre-
sencia real de ella, tiene que «soñarla» mirando a la luna.
En definitiva, el poeta, al rechazar el papel de amante, además de contra-
decirse (pues presenta como amorosos poemas que no lo son), está rechazan-
do a la vez una determinación existencial y la identificación con un tipo de po-
esía y de hablante poético: el del amante becqueriano, que constituye, en ese
momento, el modelo más evidente y reconocido por el propio autor. Es decir,
hace una lectura de las Rimas de Bécquer que borra lo más anecdóticamente
amoroso y se queda con lo más vago como esencia lírica. De esta manera el
autor busca romper también sus vínculos con respecto a la tradición, desi-
tuarse.
Así, pues, fuera del rol de poeta, reafirmado precisamente por oposición al
rol de amante, no queda rastro de ninguna determinación identificativa, y ya he
dicho que la afirmación del papel de poeta es superflua por evidente.
Otra estrategia de identificación del hablante en el poema es el apóstrofe a
personas determinadas que por reflejo señala a la instancia emisora. Pero aquí
no hay ni un solo poema apostrófico en este sentido, lo cual nos habla a su vez
de una tendencia al monólogo, un cierre hacia el exterior o la participación.
Aparece un llamamiento suelto a los lectores en forma de frase hecha: «Y
aquí me tenéis, buscando... caminos hondos» (A.O. XX). Resulta revelador,
además, que el único apóstrofe a un grupo humano identificado sea a los poetas
(N. XI). Igualmente, en los poemas en que aparece diálogo, éste se presenta de
una manera fantasmal, sin identificación de los interlocutores (A.O, III; A.O.
VII; A.O. XIII).
Sí hay apóstrofes y diálogos con seres no humanos. En Juan Ramón do-
mina una variante que la tradición ha privilegiado: el diálogo con el corazón,
pero aquí volvemos a ver un intento de desvincularse de dicha tradición.
Normalmente el corazón venía sirviendo a los poetas para objetivar una in-
trospección y presentar algún tipo de tensión interna, sobre todo entre la razón
y los sentimientos. Sin embargo en Juan Ramón el diálogo con el corazón no
plantea nada; al contrario, está envuelto en la misma indeterminación que, se-
gún vamos a ver, tiene el soliloquio del poeta (N. VIII); o sirve para poner de
manifiesto la atracción puramente física a la que aludía antes, pues a él se di-
rigen las preguntas sobre los deseos de las monjas (R.S. XI); o el corazón es
visto como algo puramente externo, que va a ser sometido al proceso de
descomposición de la muerte, sin identificación alguna con el poeta (N.
XXIV).
Otra de las estrategias para individualizar la comunicación es la referencia
a las circunstancias. Éstas sirven no sólo como índices de relación con la rea-
lidad, y por tanto, permiten medir la ficcionalidad o no del poema en cuestión,

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sino que también funcionan como fuerzas unificadoras de la comunicación al


establecer una relación con el fin del acto comunicativo 6.
Respecto a lo primero, vemos que en Juan Ramón las circunstancias, fun-
damentalmente paisajísticas, presentan la duda al lector de si se trata de con-
textos reales o no. La repetición obsesiva de los mismos elementos (atardecer,
campiña, valle, aldea, parque, jardín...) nos hace sospechar de la falta de reali-
dad efectiva de tales referencias. Abunda en esta sensación de irrealidad la can-
tidad de ocasiones que el poeta dice haber soñado el paisaje (A.O. VI), y la ten-
dencia general a velar o alejar el paisaje al tiempo que lo hace presente.
En muchos casos ni siquiera sabemos desde dónde habla el poeta. En A.O.
VI en principio parece que la voz surge de alguien que está junto a un río, pero
se nos dice después que es el corazón el que ha llegado al río. En A.O. X, ¿el
poeta está en la campiña, junto al río, son los dos lugares el mismo, lo ve
todo desde arriba? Esta indeterminación aumenta en los poemas en que el
enunciador no aparece explícitamente (A.O. XII). Otras veces tenemos la sen-
sación de una dislocación de la perspectiva, como en el poema A.O. IV, que su-
giere una vista panorámica del campo: «Paisaje dulce; está el campo / todo cu-
bierto de niebla», pero descubrimos después que el poeta está dentro del paisaje
y no puede tener esa visión global: «Voy por el camino antiguo / lleno de ra-
maje y yerba».
Por otra parte, he dicho que la situación sirve para dar unidad y determinar
el acto comunicativo. Toda comunicación surge en el seno de una situación que
determina el sentido de lo comunicado. En el ámbito de la escritura, al no haber
co-presencia, la situación relevante para la comprensión del mensaje debe po-
nerse más a menudo de manifiesto, pero el mecanismo que hace que aparezca
es el mismo que en el caso de la comunicación oral: su importancia para de-
terminar el fin de la comunicación. Este fin se mide, como norma, por su rele-
vancia para el emisor, el receptor o ambos y en el caso de la comunicación hu-
mana convencional se concreta como relevancia antropocéntrica: los actos
ilocutivos se establecen en torno a intereses humanos (desde la expresión gra-
tuita de un sentimiento hasta la extorsión más egoísta). En los poemas de
Arias tristes, sin embargo, los índices situacionales (espacio-temporales) exis-
ten por sí mismos ocupando por completo el poema y sustituyendo a una rea-
lidad humana o en paralelo con ella, pero sin encuadrarla. Asistimos entonces a
una subversión de la comunicación: lo que debía constituir el marco se con-
vierte en centro, con lo cual la comunicación ha perdido su carácter antropo-
céntrico, deja de ser comunicación humana convencional. Los ejemplos apa-
recen en todos los poemas, y ya he señalado algunos al hablar de los poemas
supuestamente amorosos.

6
Georges Mounin: «La notion de situation en linguistique et la poésie», en La communication
poétique (Paris: Gallimard, 1969), pp. 255-285. Eugenio Coseriu: «Determinación y entorno», en
Teoría del lenguaje y lingüística general (Madrid: Gredos, 1962), pp. 282-323.

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El primer poema del libro pone bien a las claras la fascinación por el paisaje
como tal. Después de describir un atardecer de lluvia el poeta decide cerrar su
ventana para no abismarse. El paisaje aparece descrito no para centrar un sen-
timiento o una sensación (la idea de muerte aparece difuminada con un «qui-
zá») del poeta sino para poner en primer término su atracción por él. Así pues,
identificación con el paisaje, no determinación por él. Igualmente en A.O. II el
organillo del ciego afecta al paisaje, no al poeta, y además ni siquiera el poeta
sabe de qué manera: «Y no sé cómo ha dejado / mi jardín el soñoliento / orga-
nillo...». A.O. IV es otro buen ejemplo: aquí no pasa absolutamente nada, en
medio de la descripción del paisaje, tenemos el paso, perfectamente prescindi-
ble, del poeta.
Los sentimientos y las sensaciones aparecen desligados del paisaje que, en
teoría, debería hacerlos surgir. En A.O. X, en medio de la descripción de un
paisaje invernal, se introduce bruscamente una estrofa que habla del poeta:
¿Cómo soñar con miradas,
con sonrisas y con besos,
teniendo además helado
el corazón en el pecho?

Estamos ante una técnica de superposición que se repetirá a lo largo de todo


el libro y que hace que muchos poemas parezcan un collage. Este tipo de co-
nexión defectuosa está presente en el entimema que hace el poeta en A.O.
XIV: «¿Para qué he de soñar en amores / si está oscura y lluviosa la tarde...?».
En fin, todo parece ocurrir al revés: el sentimiento es el que crea el paisaje y le
precede: «Siento pena de este día / antes de que nazca» (A.O. XI).
En otros poemas, a la técnica de collage se añade una estructura cíclica: el
poema acaba como empieza. N. VI es representativo de este fenómeno. El
poeta arranca explicando que mira a la luna para aliviar sus penas, dando a en-
tender que la luna tiene un efecto sedante, cosa que viene desmentida en el pri-
mer verso de la segunda estrofa (en la luna «hay un algo que sufre»). En la si-
guiente estrofa la luna se convierte efectivamente en algo sedante, pero en la
última estrofa nos encontramos de nuevo confundidos: parece que se repite la
misma idea de alivio pero se añade un factor más que antes no aparecía, la li-
beración de la carne, cuya relación con la luna no está en absoluto clara. La re-
petición de los versos iniciales se presenta, pues, como una fracaso de la co-
municación, como la imposibilidad de desarrollar un discurso.
Así, pues, tenemos un paisaje que no es completamente real, pero tam-
poco completamente fantástico, y que, además, no se correlaciona con el
autor ni encuadra ninguna intención comunicativa. Esto redunda, no en un
hermetismo de los símbolos, sino en su opacidad. Se nos indica que los ele-
mentos naturales (el valle, la barca...) pueden tener una interpretación sim-
bólica, pero este nivel simbólico no se nos asegura, más bien se niega y se
afirma al mismo tiempo.
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En cuanto a lo que considero circunstancias subjetivas o psicológicas, que


no son verificables y, por tanto, no contribuyen a delimitar la ficcionalidad del
poema, pero sí a individualizar al hablante en su sentimiento, aparte de no estar
ligadas a las circunstancias referenciales en que aparecen, lo que las hace ab-
solutas e indefinidas, no sirven tampoco en sí mismas para caracterizar al sujeto
hablante: su tristeza no es tristeza por nada, es pura tristeza; su abandono no es
concreto, es un abandono absoluto, etc... Una de las expresiones más repetidas
en la obra es «no sé»: A.O. II: «Y no sé cómo ha dejado / mi jardín...»; A.O.
XI: «algo que mi corazón / marchitó no sabe cuándo...»; A.O. XV: «no sé qué
vagas tristezas». La figura que ofrece el poeta es la del abandono universal, no
se individualiza ni en su dolor.
Siguiendo con el repertorio de estrategias de evasión de la comunicación, la
repetición de temas, de escenarios, de expresiones incluso, indican la actitud de
alguien que no quiere decir nada, que simplemente pretende seguir hablando, y
del cual sólo oímos ya el sonido de sus palabras pero no su significado. Esta
monotonía se ve no sólo en el léxico sino también en la igualdad métrica de to-
dos los poemas, con predominio del romance en cuartetas. Esto acerca su len-
guaje a la música, por su naturaleza puramente formal. No se olvide que el tí-
tulo y los epígrafes que preceden a cada parte son musicales.
La última de las técnicas que usa el autor para evadirse ya no está en el ni-
vel de la enunciación sino del enunciado, e indica cómo ambos niveles se
complementan, y de una manera ineludible en la escritura, en que la única tra-
za de enunciación es su presencia en el enunciado. En cuanto que la intención
comunicativa y la imagen del sujeto vienen delimitadas por el contenido se-
mántico de su enunciado, éste es un índice caracterizador de su posición como
hablante. Ahora bien, la creación de enunciados contradictorios apuntan a la au-
sencia de alguien que detrás de las palabras domine su significado: eso es lo
que ocurre aquí. En A.O. IV el poeta va por el camino «sin pisadas», que es una
imposibilidad, como la luna nueva que refleja «los cristales / en la alfombra de
la estancia» (A.O. V). En A.O. VII se pregunta «¿De dónde sale ese humo?»
justamente después de describir su origen: «Sube un dulce humito azul / de la
vecina majada». El principio de A.O. XX es pura contradicción: «El sol triste
de noviembre / dora la verde campiña; / los árboles que ya están / canos de ho-
jas amarillas». A.O. XXIV: «la luna camina muerta, / sin luz...». N. III: «la no-
che llena de azul / todo lo gris de la tarde» y «Las estrellas se han dormido / en
el fondo de los árboles». En R.S. XIX la afirmación «no sé por qué me da
pena» ante la muerte de la niña resulta paradójica. El lector puede encontrar
ejemplos casi en cada poema.
Pero hay que tener en cuenta que estas contradicciones o paradojas sólo son
apreciables en una lectura atenta. El poeta, al respetar la sintaxis, valerse fun-
damentalmente de la parataxis, y usar la retórica de la musicalidad consigue que
todo esto pase desapercibido y el mensaje llegue a nosotros como algo normal,
sensato y unificado, algo mágico, pero no anómalo. Es decir, logra dar la apa-

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riencia de que hay comunicación donde en realidad se está substrayendo. En


palabras del propio Juan Ramón:

la poesía debe tener apariencia comprensible, como los fenómenos naturales;


pero, como en ellos, su hierro interior debe poder resistir, en una gradación in-
terminable de relativas concesiones, al inquisidor más vocativo 7.

En última instancia, este «yo» en fuga, escondiéndose gracias a las técnicas


enumeradas, tematiza el problema de la identidad. Sin el grado de acierto y ex-
plicitud que aparece en Jardines lejanos (Jardines Místicos XII), como re-
cuerda Aurora de Albornoz 8, en el libro que comento la figura de un persona-
je enigmático hace acto de presencia como doble del poeta, como un yo oscuro
que le atrae y le asusta a la vez: «un hombre enlutado / que no deja de mirar-
me» (N. XVII). Lo mismo ocurre en N IX: «ese siniestro fantasma / que me
hace ronda en silencio».
Así pues, una vez sustraída toda señal de individualidad de la comunica-
ción, el único hilo de intención comunicativa que nos queda es la pura forma
poética, la suposición de un sujeto responsable de la ordenación poética del ma-
terial lingüístico. Ni siquiera podemos considerar que estamos ante una «más-
cara» o «persona», como acostumbra a hacer la crítica, ya que precisamente la
estrategia aquí seguida es la de rechazar toda máscara, toda presentación como
«alguien»; lo que busca en realidad el poeta es «desenmascararse», es decir, no
ser nadie. El poeta quiere borrar su imagen del poema: no desligarse del yo que
habla (tal escisión es imposible cuando no se nos dan las señales de su exis-
tencia), sino esconderse al mismo tiempo que habla.

UNA FIGURA ENUNCIATIVA: LA IDOLOPEYA.

Está claro, de cualquier forma, que en el momento en que alguien escribe


algo con el fin de hacerlo público está intentando comunicar. De qué tipo es esa
comunicación que en el caso de Juan Ramón Jiménez escapa a las característi-
cas de la comunicación habitual (incluso la habitual, hasta ese momento, en po-
esía) es lo que voy a intentar desentrañar ahora.
Hay una figura en el repertorio de la antigua retórica que creo que puede
arrojar luz sobre el tipo de enunciación que realiza Juan Ramón en estos poe-
mas. Se trata de la idolopeya, una variante de la prosopopeya que consiste en
que el orador o el poeta cede su voz a un muerto 9. Es una de las figuras más pa-

7
Citado en Francisco Javier Blasco Pascual: La poética de Juan Ramón Jiménez. Desarrollo,
contexto y sistema (Salamanca: Ediciones de la Universidad de Salamanca, 1982), p. 255.
8
Introducción a J. R. Jiménez: Arias tristes (Madrid: Taurus, 1981), p. 20.
9
Heinrich Lausberg: Manual de retórica literaria (Madrid: Gredos, 1966), parr. 820-829.
Quintiliano: Institutio oratoria, 9,2,29-37.

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téticas del repertorio. En el caso presente el muerto que habla sería el propio
poeta que ha traspasado los límites de la vida, esto es, de la comunicación or-
dinaria, según pienso mostrar.
La obsesión de Juan Ramón por su propia muerte en el tiempo en que es-
cribía Arias tristes está bien documentada biográficamente 10. Esta obsesión
trasparece en los poemas que me ocupan. Dos, en concreto, hacen de ello su
tema. Se trata de A.O. IX y N. I. En ambos el poeta se imagina cómo será el
mundo tras su fallecimiento. Tenemos, pues, un primer desplazamiento de la
voz (ambos están escritos en futuro). Estos poemas nos sorprenden, además,
por lo extraordinario (en un sentido etimológico) de la representación de la pro-
pia muerte, lo que los aparta del cauce de la comunicación considerada normal.
Sin embargo, Juan Ramón, y esta es la segunda sorpresa, reviste estos poemas
de un tono sereno, porque en el fondo no son poemas de muerte sino de per-
manencia en la vida. El hecho de que el poeta lleve su voz al futuro y describa,
con toda seguridad, cómo serán las cosas hace que de alguna manera se sitúe
allí, es decir, sobreviva a su propia muerte. Y en esa misma seguridad incide la
retórica del contenido: como las cosas necesitan del poeta para existir, como él
ha creado su propio mundo y este mundo seguirá existiendo tras su muerte,
concluye que él mismo no puede morir. Así, pues, en estos poemas programá-
ticos tenemos ya un esquema completo de superación de la muerte, ese límite
humano.
El hecho es que la muerte no es negativa en Juan Ramón. Distingue el po-
eta claramente entre los mundos del cuerpo y del espíritu. Véase a este respec-
to N. XXI, con su antítesis entre negrura-luz, realidad-sueño, y la descripción
del alma como bruma o vaguedad ideal. La muerte supone el paso de un mun-
do al otro, y es, en realidad, una liberación de las ataduras y límites que impo-
ne el cuerpo o la carne: «Yo he aprendido a maldecir / de esta carne que no
vuela» (N. XI); «Y esta noche que sufro y que pienso / libertar de esta carne a
mi alma» (N. VI). De aquí el rechazo que veíamos a la amada real en cuanto
amor de la carne. Todo lo negativo que tiene la muerte es sólo lo que se refiere
a la descomposición del cuerpo, como aparece en el principio de N. XXIV.
Así, pues, el ansia de muerte no es más que el anhelo de alcanzar una re-
gión más alta de la existencia, una existencia sin límites, cuyo órgano de per-
cepción, o cuya sede en el poeta, es el alma. Pero este mundo que el poeta sien-
te, tiene o contempla en su alma, contrapuesto al cuerpo en su ilimitación, es un
mundo indefinido, una bruma, una «vaga tristeza» (R.S. X), es el mundo del si-
lencio, de lo que no se puede decir, de la indefinición absoluta. Es claro a este
respecto el poema N. X. donde se nos dice que el alma no se comunica con pa-
labras, sino por medio de emociones:

10
Graciela Palau de Nemes: Vida y obra de Juan Ramón Jiménez. La poesía desnuda (Madrid:
Gredos, 1974); Ignacio Prat: El muchacho despatriado. Juan Ramón Jiménez en Francia (1901) (Ma-
drid: Taurus, 1986).

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Porque el alma llora y ríe


y mira cosas lejanas
y consuela la tristeza,
pero nunca dice nada.

Lo mismo aparece en N. XVIII. De ahí que, en última instancia, el mundo


del alma sea algo constantemente en fuga, algo inaprensible, como se ve en este
mismo poema:

Quiso mi alma el secreto


de la arboleda fantástica;
llega... el secreto se ha ido
a otra arboleda lejana.

Como más claramente dice una prosa de esa época:

En el fondo tranquilo de mi corazón, tengo un remanso de sombra y de


cristal (...) Es el refujio de mi vida, la sombra dulce y amiga de esta inefable nos-
taljia de mi alma 11.

La presencia en el poeta de ese mundo ocurre en forma de nostalgia, según


apunta la cita, y según se ve en estos versos: «Si me esperan con nostalgia / en
el mundo de los muertos» (N. XVII); «son tan grandes mis nostalgias / que qui-
siera que mi vida / esta noche se apagara» (N. X).
Este lugar ideal sin palabras y sin definición aparece objetivado o imagi-
nado, para ser transmitido, como un paisaje que recibe normalmente la forma
de valle:

me hundo en un valle lejano


en donde muere la vida
entre un blando roce de alas
y una fragancia infinita... (N.V).

Igual ocurre en R.S. XXII y en N. X. En A.O. XVI aparece como «una al-
dea lejana ... al lado de una montaña». En cualquier caso, es un valle de pureza
donde el corazón no necesita del amor terreno que veíamos antes rechazado:
«porque mi amor se va a un valle / floreciente, donde vive / un corazón sin
amante» (A.O. XXV). Esto explica el fenómeno de la opacidad de los símbolos
en Juan Ramón. El valle no es un lugar real sino la proyección del poeta del
mundo del espíritu, que no tiene forma, es decir remite a una pura indetermi-
nación a la que se intenta dar una forma concreta. Como el mismo autor afirma:

11
Juan Ramón Jiménez: Primeras prosas (ed. de Francisco Garfias) (Madrid: Aguilar, 1962),
p. 39.

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El artista -poeta, músico, pintor, escultor superficial y realista- interpreta la


materia. El éxito es inmediato. El verdadero soñador interpreta el espíritu. Tar-
dará en ser comprendido, porque da forma a una cosa que no la tiene12.

Y si el paisaje creado imaginariamente por el poeta es el lugar del ideal, el


paisaje real se presenta como un reflejo y un índice del mundo del espíritu. De
ahí que la muerte aparezca generalmente como un fundirse con el paisaje
como medio para entrar en contacto con esa otra realidad superior, rompiendo
los límites mortales. Es elocuente en este sentido el poema que abre el libro: «si
pierdo en el valle / mi corazón, quizás quiera / morirse con el paisaje». Los
ejemplos son innumerables; sirvan de muestra estos dos: «Siento esta noche en
mi frente / un cielo lleno de estrellas» (N. XV); y N. XVIII en que el alma del
poeta se funde con el jardín, tras el tránsito de la muerte: «Mi alma ha dejado su
cuerpo / con las rosas...». Así se explica el fenómeno antes señalado de la de-
saparición de la identidad personal ante el paisaje. Es un intento poético de ac-
ceder a un mundo ideal no limitado por la existencia corporal.
Pero hay que tener en cuenta cuánto de artificio hay en este movimiento.
Hemos visto que el paisaje del valle es claramente imaginado, construcción vo-
luntaria del poeta. Igualmente, el paisaje real, como vehículo que lleva a la es-
piritualidad, debe ser creado por el poeta, según se nos dice en R.S. XXV, don-
de el poeta manda que planten acacias y lilas en el jardín para espiritualizar su
cuerpo:

Soñaba con un camino


misterioso, donde el alma
pudiera llevar al cuerpo
mientras la vida durara.

Así, la vaguedad del paisaje, que es la que lo hermana con el mundo vago
del alma y conduce al poeta a través de él hasta allí, es una elección y cons-
trucción del poeta, como aparece en A.O. XI:

La bruma es dulce en la tierra,


lo aleja todo, es soñado
bajo su velo el jardín...
¿no es bruma lo que lloramos?

Cuando no hay bruma en la tierra,


buena es la bruma del llanto;
si no se alejan las cosas
nosotros las alejamos.

12
J. R. Jiménez: Primeras prosas, p. 438.

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Esta misma idea se puede encontrar en A.O. XX, donde el poeta se propo-
ne buscar el sol por las umbrías, o traducido: visitar voluntariamente la sombra
para recibir con más plenitud el rayo de sol. Queda claro con esto que el poeta
tiene que crear en sus poemas las condiciones que conduzcan al mundo del
alma. Cuando el paisaje no es borroso el poeta lo difumina, haciendo que apa-
rezca como un sueño (no se olvide que para Juan Ramón por encima del poeta-
artista o artesano está el soñador) (A.O. VI; R.S. X, etc.), o simplemente cre-
ando un velo para él (en A.O. I es el velo de la lluvia, pero en general es
bruma o niebla: A.O. IV; A.O. VIII, etc.). Esta indefinición hace que se desdi-
bujen las fronteras entre el «yo» y el paisaje, lo que permite la fusión poética,
que toma la forma de atribución de cualidades humanas al paisaje. Así la cam-
piña se duerme (A.O. X), el alma del poeta es hermana del cielo y de las hojas
(A.O. XV). Los ejemplos se pueden rastrear prácticamente en cada poema.
La vaguedad se atribuye también a otros elementos no paisajísticos. A ve-
ces es una mujer lejana o no conseguida la que crea la indefinición que habla
del alma:
y mis ojos la seguían
con una mirada eterna,
donde ponía mi alma
toda su vaga tristeza (R.S. X).

Así, de las amadas se valora precisamente lo que no se puede tener, su des-


nudez escondida, su blancura. Y en este contexto se entienden los poemas de
despedida, que hacen hincapié en el reino del alma, al tratarse de mujeres au-
sentes, lejanas o imposibles que comparten así lo vago y perdido que es propio
del alma (R.S. XXVII, R.S. XII, R.S. VIII). La vaguedad, por ende, es a la vez
reclamo de lo absolutamente indefinido, del misterio, espacio donde es posible
la disolución de los límites, y construcción consciente del poeta para alcanzar
su mundo ideal.
A la vaguedad va unido un sentimiento de pena que puede identificarse con
la nostalgia que produce el recuerdo del ideal inalcanzable. Se trata de esa pena
indefinida que detectábamos antes y que se niega a ser comunicada porque no
tiene contenido. Pero la pena es, a fin de cuentas, positiva porque indica la exis-
tencia del alma, y porque el alma, según hemos visto, se comunica a través de
sentimientos y no de palabras. La pena es consuelo de sí misma, como la luna,
según aparece descrita en la introducción a «Nocturnos»: «de tal modo entra el
rayo de luna en el alma triste, que, aunque la apena más, la inunda de consue-
lo». La pena, a la vez que supone la fuga indefinida del alma, es un signo mun-
dano de su existencia efectiva.
De ahí también la importancia de las lágrimas y el empeño del poeta en llo-
rar él y en que las amadas compartan su llanto: las lágrimas son la señal visible
de la pena que siente el alma, y a la vez indican ese tipo de comunicación que
no es de conceptos sino de sentimientos. Recordemos ahora el reproche a la
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amada en R.S. XVIII y su sentido: no llorar es símbolo de no compartir el alma.


El poema R.S. V, donde el poeta envía a la amada sus rimas para que llore, deja
claro el efecto que Juan Ramón quiere que produzcan en el lector (aquí repre-
sentado por la amada) sus poemas: el llanto. A través del llanto, que está por
encima de las palabras como pura efusión emocional, el poeta se propone llevar
al lector al mundo del espíritu. Esta actitud explica el poema A.O. XIV: «Estoy
triste, y mis ojos no lloran». El poeta siente una tristeza que no es perfecta to-
davía, y por tanto no puede llorar. Partiendo de esta insólita situación el poema
debe entenderse como narración de cómo el poeta llega al llanto. Es la apari-
ción del paisaje, lo que hace, al fin, llorar al poeta y lo coloca en un estado de
entusiasmo: «Que mis lágrimas corran!, ya hay flores, / ya hay fragancias y
cantos...» Porque el paisaje, en tanto que reflejo del espíritu y acicate hacia lo
espiritual, está recorrido de tristeza de parte a parte. Y el llanto, al igual que el
paisaje, se presenta finalmente como un ejercicio voluntario, un acceso al
mundo espiritual conscientemente forjado: el alma «mató al cuerpo para siem-
pre / con ensueños y con lágrimas» (R.S. XXV). La pena, así vista, no es sólo
un estado pasivo de espera sino una fase conscientemente cultivada para su-
primir el cuerpo.
Comprobamos, entonces, que los poemas, en conjunto, son un esfuerzo
consciente y sostenido del poeta para lograr el advenimiento del mundo del es-
píritu 13. Advenimiento no sólo para él sino también para el lector, lo cual im-
plica que ambos deben ponerse en un estado en que sea posible la recepción de
lo que no puede decirse con palabras. Como pide Juan Ramón en su crítica a la
Copa del rey de Thule de Villaespesa: «habría que compenetrarse con el poeta
en una fusión de almas» 14. El poema debe crear las condiciones para esta fusión
de almas, y lo hace abandonando el cauce habitual de la comunicación (con sus
límites) para entregarse a la pura comunicación sentimental, lenguaje del espí-
ritu que no opera con conceptos. Con ello se pretende establecer una comuni-
cación en un nivel más elevado del habitual. Ahora parece claro que todos los
mecanismos y estrategias enumerados en la primera parte del artículo están di-
rigidos a este fin: liberar a la comunicación de sus límites conceptuales habi-
tuales para instaurarse como mera fusión emocional por encima de la com-
prensión racional.
En consecuencia, el poeta tiene también que hacer el esfuerzo de encontrar
el lugar para la voz que habla en los poemas, una vez que hemos visto que ésta
13
El tipo de ascesis que propone Juan Ramón, aunque similar a la cristiana, tiene una relación
más directa con la filosofía idealista krausista y su órgano en España: la Institución Libre de Ense-
ñanza. Véase en relación a esto el libro de Gilbert Azam: La obra de Juan Ramón Jiménez. Conti-
nuación y renovación de la poesía lírica española (Madrid: Editora Nacional, 1983). Sobre la Insti-
tución Libre de Enseñanza puede consultarse la extensa obra de Antonio Jiménez-Landi: La
Institución Libre de Enseñanza y su ambiente (Madrid: Ministerio de Educación y Cultura, 1996,
4 vols.).
14
Juan Ramón Jiménez: Prosas críticas (ed. de Pilar Gómez Bedate) (Madrid: Taurus, 1981),
p. 42.

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no puede ocupar su lugar habitual en la comunicación. Pero esto le plantea el


problema de que la presencia de una voz individual (aunque inidentificable) y
el uso del lenguaje traicionan el ámbito inefable y absolutamente indefinido y
silencioso del mundo del espíritu. Señal de este problema es la vacilación a la
que asistimos cuando el poeta intenta hacer del corazón ese espacio desde el
que hablar. Al fin y al cabo, el corazón ha sido el tradicional asiento de las
emociones, y al corazón se le atribuye, en Arias tristes, la capacidad del cantar.
El corazón es en N. XXIV «cáliz de amor y de arpegios», y en R.S. XVI al co-
razón se debe el canto, cuyo contenido es similar al de los poemas que leemos:

(...). Canta,
canta un aire melancólico,
de esos aires que tú cantas;
uno de esos aires llenos
de humo blanco, de cabañas
de pastores, de campitos
y de noches estrelladas...

No obstante, el corazón parece estar, otras veces, más cerca de la carne y de


la sensualidad, e irá a un bosque «sin luna y sin ruiseñor» (N. VIII), y por tan-
to no puede ser el origen de la voz del alma.
Lo único que sabemos seguro, entonces, es que el poeta necesita situar la
voz que habla en los poemas fuera de las limitaciones del mundo material y del
tipo de comunicación que se da en él, es decir, situarla más allá de la vida, en la
muerte. Pero como quien habla en estos poemas es siempre un «yo», indeter-
minado, sin identidad si se quiere, pero indicador de una existencia concreta en
el lenguaje, el poeta tiene que adelantar y crear su propia muerte para acceder a
la voz que ansía. Muerte no sólo literal, como la representada en A.O. IX y N.
I que espera inexorablemente al poeta en el futuro, sino también muerte de su
presencia en el poema como emisor a través de las estrategias de evasión que
hemos ido viendo. En esta primera etapa el espiritualismo de Juan Ramón es
extremo y todavía no ha llegado a ese momento posterior en su evolución po-
ética que consistirá, no en la supresión de toda identidad, sino en conseguir en
la absoluta espiritualidad indefinida la absoluta determinación. En palabras
de Francisco Javier Blasco:

Lo que he llamado, aceptando una expresión muy de fin de siglo, enfermedad


del infinito, recorre toda la obra de Juan Ramón y adopta en ella dos formas si-
multáneas de manifestarse. Aparece, por un lado, como explosión gozosa de un
espíritu que, en el vencimiento de la muerte, aspira a expandirse hacia el infinito,
hacia lo eterno; y, por otro, como deseo de este mismo espíritu de realizarse y
concretarse dentro de dicha infinitud 15.

15
F. J. Blasco Pascual, p. 224.

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Creo que en Arias tristes Juan Ramón no ha llegado a ser consciente de am-
bas tendencias, aunque algunas de las vacilaciones que observamos en su voz
se deben a la aparición, en ese momento incómoda para él, de un deseo de in-
dividualizarse.
Acabaré con dos poemas que constituyen dos ejemplos prácticos del intento
de situar el origen de la enunciación en los márgenes de la determinabilidad. El
primero es A.O. XII y representa al tipo de composiciones en que se intenta so-
lucionar el problema borrando toda presencia del emisor en su enunciado, y por
lo tanto, toda determinación de la enunciación. Los detalles descriptivos nos lle-
van de un lugar a otro del escenario sin poder concretar la situación efectiva de
quien habla. La presencia enunciadora se disuelve en estos detalles y lo comu-
nicado es un latido humano desindividualizado y escondido dando forma al pai-
saje desde su fondo. Al lado de estos poemas sin presencia explícita del enun-
ciador podemos poner otros en que la presencia de éste en el paisaje, aunque
explícitamente marcada, es puramente testimonial y enteramente prescindi-
ble, como A.O. IV. Éste me sirve a la vez de segundo ejemplo como exponen-
te del tipo de poemas en que la enunciación se ha desplazado. Me refiero a
aquellos casos en que la situación de enunciación claramente no corresponde a
la situación de escritura 16, pero esta escisión tampoco llega a introducir un ha-
blante ficticio, ya que se supone una continuidad entre los dos «yo» implicados:
el que escribe y el que habla. En el poema al que me refiero en concreto tene-
mos que la persona que habla está paseando por el campo («Voy por el camino
antiguo») lo cual no puede ser contemporáneo del momento de escritura. Como
lo que estamos leyendo es evidentemente un poema escrito y no la reproduc-
ción de una emisión oral de alguien describiendo sus propios actos, tenemos
que pensar en un desplazamiento de la voz o de la emisión, en un tropo de la
enunciación, en definitiva, que permite fundir dos situaciones enunciativas di-
versas, liberando toda una serie de efectos emocionales e imaginativos. Así,
pues, si en el primer caso la voz se hurta, se niega a ser aprehendida, se autoe-
limina y niega su determinación, en el segundo caso se desdobla y se funde su-
perponiendo dos actos comunicativos. Ambos casos paradójicos pueden con-
siderarse efectos de esa figura que sitúa la enunciación más allá de las
posibilidades de la enunciación de un individuo mortal: la idolopeya.

16
Susana Reisz de Rivarola: Teoría y Análisis del Texto Literario (Buenos Aires: Hachette,
1989), pp. 201-223.

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