Juan Ramón Idolopeya
Juan Ramón Idolopeya
Juan Ramón Idolopeya
RESUMEN
Partiendo de un modelo comunicativo para la lírica que sitúa el poema como enun-
ciado de realidad (Käte Hamburger) se analiza cómo Juan Ramón Jiménez, en Arias
Tristes (1903), despliega toda una serie de mecanismos para evadir los procedimientos
de comunicación habitual (incluida la habitual en lírica). Para mantener el estatuto
comunicativo de la poesía, se explican estas aparentes anomalías como la búsqueda de
una comunicación en un nivel superior, rompiendo los límites humanos, lo que supone
que la voz lírica se sitúa imaginativamente en la muerte, obedeciendo a una antigua fi-
gura retórica: la idolopeya.
Palabras clave: Juan Ramón Jiménez, Poesía española del siglo XX. Pragmática de la
poesía, Retórica.
ABSTRACT
This paper deals with the devices put into practice by Juan Ramón Jiménez in
Arias Tristes (1903) in order to avoid conventional communication (included conven-
tional communication in poetry). The author considers poetry as a kind of communi-
cation (Käte Hamburger), and therefore he explains these apparent failures in commu-
nication as an attempt to place the communicative process in a higher level. In order to
do so, the poet speaks imaginatively from death, using a figure of traditional rhetoric: ei-
dolopoeia.
Key words: Juan Ramón Jiménez, Twenty Century Spanish Poetry, Pragmatics of
Poetry, Rhetorics.
213
Ángel Luis Luján Atienza «Yo me moriré, y la noche...»
EL RECHAZO DE LA COMUNICACIÓN
Los problemas que presentan los poemas de Arias Tristes en su nivel enun-
ciativo se pueden entender como un rasgo de época, una característica estética
del simbolismo, con su negación a la comunicación que empieza en el roman-
ticismo y tiene su más alto exponente en Mallarmé y los poemas impersonali-
zados de Baudelaire, cuya tradición ha estudiado Hugo Friedrich 3. En la me-
dida en que el sujeto desaparece ante el lenguaje, el proceso de comunicación
(que supone la intención consciente de un emisor 4) se hace problemático. Voy
a continuación a medir esta problematicidad con respecto al modelo analítico
mentado.
1
Ángel Luis Luján Atienza: «Elementos para el estudio de la enunciación lírica. Una tipología de
los sonetos de Garcilaso de la Vega», Salina, 16 (2002).
2
Me centraré en Arias tristes, publicado en 1903. El libro está dividido en tres partes y la nu-
meración de los poemas comienza de nuevo en cada una de ellas, así que, en el presente artículo, ci-
taré dando el título de la parte y el número del poema correspondiente. Abrevio los títulos de las par-
tes de la siguiente manera: A.O. = «Arias otoñales»; N = «Nocturnos»; R.S. = «Recuerdos
sentimentales». Lo dicho aquí puede aplicarse, en líneas generales, a los libros contemporáneos Jar-
dines lejanos y Pastorales.
3
Hugo Friedrich: Estructura de la lírica moderna. De Baudelaire hasta nuestros días (Barce-
lona: Seix Barral, 1974). Por su parte, Dominique Combe: Poésie et récit. Une rhétorique des genres
(Paris: Corti, 1989) habla de la «impersonalidad simbolista» y el rechazo a la narratividad y factua-
lidad.
4
Para una recuperación del sujeto en cuanto dueño de su escritura véase Eric Donald Hirsch, Jr.:
Validity in Interpretation (New Haven: Yale University Press, 1967).
5
«Un auteur, ce n’est pas une personne. C’est une personne qui écrit et qui publie. A cheval sur
le hors-texte et le texte, c’est la ligne de contact des deux. L’auteur se définit comme étant simulta-
nément une personne réelle socialement responsable, et le producteur d’un discours. Pour le lecteur,
qui ne connaît pas la personne réelle, tout en croyant à son existence, l’auteur se définit comme la
personne capable de produire ce discours, et il l’imagine donc à partir de ce qu’elle produit», Philippe
Lejeune: Le pacte autobiographique (Paris: Seuil, 1975), p. 23.
ra (lectura o escritura): en R.S. XV el alma del poeta «ama más bien una rima
/ perfumada que una flor». Situaciones similares vemos en R.S. I y R.S. IX.
Estos poemas insisten en la imagen del hablante como poeta por encima de
todo.
Pero además dichos poemas presentan un serio problema para ser interpre-
tados como actos comunicativos plenos. Me refiero, en concreto, al grado de
crueldad con que aparece caracterizado el propio hablante. La amada es re-
chazada sin contemplaciones (R.S. XXIV), e incluso se hace patente una nota
de condescendencia por parte del hablante («la pobre») que produce en nosotros
lectores una repulsión, incluso moral, a la participación en ese acto comunica-
tivo (R.S. XV; R.S. III). En un poema más convencionalmente amoroso como
es R.S. XII, donde incluso el poeta se define como enamorado, encontramos esa
nota de condescendencia: «la pobrecita / novia». Y la misma actitud está en
R.S. XIII cuando la amada viene a rogar al poeta y él se muestra complacido
por su humillación. Estos poemas se sitúan fuera del ámbito habitual de la co-
municación, ya que una de las normas pragmáticas impone la autojustificación
del hablante, el «salvar la cara» y presentarse bajo una luz favorable, norma que
se viola aquí abiertamente. Tampoco podemos pensar en un acto de cinismo. Se
trata más bien de un desprecio absoluto por el receptor: es como si el emisor no
estuviera hablando a nadie.
El amor se presenta, por otra parte, como una pura atracción física, una
sensualidad exacerbada (A.O. V, R.S. XI); y, en último extremo, el poeta da a
la amada el papel de ser un eco, o una caja de resonancia de sus penas. Así en
N. XIX el «sitio vacío» junto al poeta se concreta en «que debiera leerme mis
rimas / una novia vestida de blanco». Igualmente en R.S. V el poeta envía unas
rimas a la amada «para que sus ojos negros / lloraran sobre mis penas». Y el
reproche que el poeta hace a la mujer de R.S. XVIII es «no has derramado una
lágrima». Incluso en un poema más convencionalmente amoroso como es
R.S. VIII el poeta acude al jardín no a recordar a la amada sino a «añorar mis
pesares».
En general, se detecta una falta de comunicación entre los amantes. El po-
ema N. XXIII relata la visita fantasmal de la amada, pero al poeta lo único que
se le ocurre preguntar varias veces ante el apasionamiento de ella es: «¿Cómo
vienes de tan lejos?». Lo mismo ocurre en el poema totalmente becqueriano
R.S. XX. Pero lo más común es que la percepción del paisaje acabe devorando
al sentimiento amoroso y poemas que se presentan como amorosos resulten ser
meras descripciones. Ejemplo emblemático es A.O. V. El poema relata una es-
cena galante, pero si nos fijamos más detenidamente no nos damos cuenta de
que el poeta está acompañado hasta la quinta estrofa, y hasta la sexta no sabe-
mos que la acompañante es una mujer. Así, pues, en una lectura lineal pensa-
mos que, de nuevo, es un poema de soledad y la aparición de una compañía nos
impresiona como una sorpresa o una intrusión. Lingüísticamente esta intrusión
se refleja en que la aparición del «nosotros» ocurre como paréntesis, dete-
niendo el fluir del poema que tiene que repetir con torpeza el principio de es-
trofa: «y entre la tristeza que / la tarde daba a la estancia». Algo parecido ocu-
rre en A.O. XXIII, en que el paseo con la amada es mera excusa para desplegar
ante nosotros el paisaje del atardecer. Aquí el poeta no se contenta con la pre-
sencia real de ella, tiene que «soñarla» mirando a la luna.
En definitiva, el poeta, al rechazar el papel de amante, además de contra-
decirse (pues presenta como amorosos poemas que no lo son), está rechazan-
do a la vez una determinación existencial y la identificación con un tipo de po-
esía y de hablante poético: el del amante becqueriano, que constituye, en ese
momento, el modelo más evidente y reconocido por el propio autor. Es decir,
hace una lectura de las Rimas de Bécquer que borra lo más anecdóticamente
amoroso y se queda con lo más vago como esencia lírica. De esta manera el
autor busca romper también sus vínculos con respecto a la tradición, desi-
tuarse.
Así, pues, fuera del rol de poeta, reafirmado precisamente por oposición al
rol de amante, no queda rastro de ninguna determinación identificativa, y ya he
dicho que la afirmación del papel de poeta es superflua por evidente.
Otra estrategia de identificación del hablante en el poema es el apóstrofe a
personas determinadas que por reflejo señala a la instancia emisora. Pero aquí
no hay ni un solo poema apostrófico en este sentido, lo cual nos habla a su vez
de una tendencia al monólogo, un cierre hacia el exterior o la participación.
Aparece un llamamiento suelto a los lectores en forma de frase hecha: «Y
aquí me tenéis, buscando... caminos hondos» (A.O. XX). Resulta revelador,
además, que el único apóstrofe a un grupo humano identificado sea a los poetas
(N. XI). Igualmente, en los poemas en que aparece diálogo, éste se presenta de
una manera fantasmal, sin identificación de los interlocutores (A.O, III; A.O.
VII; A.O. XIII).
Sí hay apóstrofes y diálogos con seres no humanos. En Juan Ramón do-
mina una variante que la tradición ha privilegiado: el diálogo con el corazón,
pero aquí volvemos a ver un intento de desvincularse de dicha tradición.
Normalmente el corazón venía sirviendo a los poetas para objetivar una in-
trospección y presentar algún tipo de tensión interna, sobre todo entre la razón
y los sentimientos. Sin embargo en Juan Ramón el diálogo con el corazón no
plantea nada; al contrario, está envuelto en la misma indeterminación que, se-
gún vamos a ver, tiene el soliloquio del poeta (N. VIII); o sirve para poner de
manifiesto la atracción puramente física a la que aludía antes, pues a él se di-
rigen las preguntas sobre los deseos de las monjas (R.S. XI); o el corazón es
visto como algo puramente externo, que va a ser sometido al proceso de
descomposición de la muerte, sin identificación alguna con el poeta (N.
XXIV).
Otra de las estrategias para individualizar la comunicación es la referencia
a las circunstancias. Éstas sirven no sólo como índices de relación con la rea-
lidad, y por tanto, permiten medir la ficcionalidad o no del poema en cuestión,
6
Georges Mounin: «La notion de situation en linguistique et la poésie», en La communication
poétique (Paris: Gallimard, 1969), pp. 255-285. Eugenio Coseriu: «Determinación y entorno», en
Teoría del lenguaje y lingüística general (Madrid: Gredos, 1962), pp. 282-323.
El primer poema del libro pone bien a las claras la fascinación por el paisaje
como tal. Después de describir un atardecer de lluvia el poeta decide cerrar su
ventana para no abismarse. El paisaje aparece descrito no para centrar un sen-
timiento o una sensación (la idea de muerte aparece difuminada con un «qui-
zá») del poeta sino para poner en primer término su atracción por él. Así pues,
identificación con el paisaje, no determinación por él. Igualmente en A.O. II el
organillo del ciego afecta al paisaje, no al poeta, y además ni siquiera el poeta
sabe de qué manera: «Y no sé cómo ha dejado / mi jardín el soñoliento / orga-
nillo...». A.O. IV es otro buen ejemplo: aquí no pasa absolutamente nada, en
medio de la descripción del paisaje, tenemos el paso, perfectamente prescindi-
ble, del poeta.
Los sentimientos y las sensaciones aparecen desligados del paisaje que, en
teoría, debería hacerlos surgir. En A.O. X, en medio de la descripción de un
paisaje invernal, se introduce bruscamente una estrofa que habla del poeta:
¿Cómo soñar con miradas,
con sonrisas y con besos,
teniendo además helado
el corazón en el pecho?
7
Citado en Francisco Javier Blasco Pascual: La poética de Juan Ramón Jiménez. Desarrollo,
contexto y sistema (Salamanca: Ediciones de la Universidad de Salamanca, 1982), p. 255.
8
Introducción a J. R. Jiménez: Arias tristes (Madrid: Taurus, 1981), p. 20.
9
Heinrich Lausberg: Manual de retórica literaria (Madrid: Gredos, 1966), parr. 820-829.
Quintiliano: Institutio oratoria, 9,2,29-37.
téticas del repertorio. En el caso presente el muerto que habla sería el propio
poeta que ha traspasado los límites de la vida, esto es, de la comunicación or-
dinaria, según pienso mostrar.
La obsesión de Juan Ramón por su propia muerte en el tiempo en que es-
cribía Arias tristes está bien documentada biográficamente 10. Esta obsesión
trasparece en los poemas que me ocupan. Dos, en concreto, hacen de ello su
tema. Se trata de A.O. IX y N. I. En ambos el poeta se imagina cómo será el
mundo tras su fallecimiento. Tenemos, pues, un primer desplazamiento de la
voz (ambos están escritos en futuro). Estos poemas nos sorprenden, además,
por lo extraordinario (en un sentido etimológico) de la representación de la pro-
pia muerte, lo que los aparta del cauce de la comunicación considerada normal.
Sin embargo, Juan Ramón, y esta es la segunda sorpresa, reviste estos poemas
de un tono sereno, porque en el fondo no son poemas de muerte sino de per-
manencia en la vida. El hecho de que el poeta lleve su voz al futuro y describa,
con toda seguridad, cómo serán las cosas hace que de alguna manera se sitúe
allí, es decir, sobreviva a su propia muerte. Y en esa misma seguridad incide la
retórica del contenido: como las cosas necesitan del poeta para existir, como él
ha creado su propio mundo y este mundo seguirá existiendo tras su muerte,
concluye que él mismo no puede morir. Así, pues, en estos poemas programá-
ticos tenemos ya un esquema completo de superación de la muerte, ese límite
humano.
El hecho es que la muerte no es negativa en Juan Ramón. Distingue el po-
eta claramente entre los mundos del cuerpo y del espíritu. Véase a este respec-
to N. XXI, con su antítesis entre negrura-luz, realidad-sueño, y la descripción
del alma como bruma o vaguedad ideal. La muerte supone el paso de un mun-
do al otro, y es, en realidad, una liberación de las ataduras y límites que impo-
ne el cuerpo o la carne: «Yo he aprendido a maldecir / de esta carne que no
vuela» (N. XI); «Y esta noche que sufro y que pienso / libertar de esta carne a
mi alma» (N. VI). De aquí el rechazo que veíamos a la amada real en cuanto
amor de la carne. Todo lo negativo que tiene la muerte es sólo lo que se refiere
a la descomposición del cuerpo, como aparece en el principio de N. XXIV.
Así, pues, el ansia de muerte no es más que el anhelo de alcanzar una re-
gión más alta de la existencia, una existencia sin límites, cuyo órgano de per-
cepción, o cuya sede en el poeta, es el alma. Pero este mundo que el poeta sien-
te, tiene o contempla en su alma, contrapuesto al cuerpo en su ilimitación, es un
mundo indefinido, una bruma, una «vaga tristeza» (R.S. X), es el mundo del si-
lencio, de lo que no se puede decir, de la indefinición absoluta. Es claro a este
respecto el poema N. X. donde se nos dice que el alma no se comunica con pa-
labras, sino por medio de emociones:
10
Graciela Palau de Nemes: Vida y obra de Juan Ramón Jiménez. La poesía desnuda (Madrid:
Gredos, 1974); Ignacio Prat: El muchacho despatriado. Juan Ramón Jiménez en Francia (1901) (Ma-
drid: Taurus, 1986).
Igual ocurre en R.S. XXII y en N. X. En A.O. XVI aparece como «una al-
dea lejana ... al lado de una montaña». En cualquier caso, es un valle de pureza
donde el corazón no necesita del amor terreno que veíamos antes rechazado:
«porque mi amor se va a un valle / floreciente, donde vive / un corazón sin
amante» (A.O. XXV). Esto explica el fenómeno de la opacidad de los símbolos
en Juan Ramón. El valle no es un lugar real sino la proyección del poeta del
mundo del espíritu, que no tiene forma, es decir remite a una pura indetermi-
nación a la que se intenta dar una forma concreta. Como el mismo autor afirma:
11
Juan Ramón Jiménez: Primeras prosas (ed. de Francisco Garfias) (Madrid: Aguilar, 1962),
p. 39.
Así, la vaguedad del paisaje, que es la que lo hermana con el mundo vago
del alma y conduce al poeta a través de él hasta allí, es una elección y cons-
trucción del poeta, como aparece en A.O. XI:
12
J. R. Jiménez: Primeras prosas, p. 438.
Esta misma idea se puede encontrar en A.O. XX, donde el poeta se propo-
ne buscar el sol por las umbrías, o traducido: visitar voluntariamente la sombra
para recibir con más plenitud el rayo de sol. Queda claro con esto que el poeta
tiene que crear en sus poemas las condiciones que conduzcan al mundo del
alma. Cuando el paisaje no es borroso el poeta lo difumina, haciendo que apa-
rezca como un sueño (no se olvide que para Juan Ramón por encima del poeta-
artista o artesano está el soñador) (A.O. VI; R.S. X, etc.), o simplemente cre-
ando un velo para él (en A.O. I es el velo de la lluvia, pero en general es
bruma o niebla: A.O. IV; A.O. VIII, etc.). Esta indefinición hace que se desdi-
bujen las fronteras entre el «yo» y el paisaje, lo que permite la fusión poética,
que toma la forma de atribución de cualidades humanas al paisaje. Así la cam-
piña se duerme (A.O. X), el alma del poeta es hermana del cielo y de las hojas
(A.O. XV). Los ejemplos se pueden rastrear prácticamente en cada poema.
La vaguedad se atribuye también a otros elementos no paisajísticos. A ve-
ces es una mujer lejana o no conseguida la que crea la indefinición que habla
del alma:
y mis ojos la seguían
con una mirada eterna,
donde ponía mi alma
toda su vaga tristeza (R.S. X).
(...). Canta,
canta un aire melancólico,
de esos aires que tú cantas;
uno de esos aires llenos
de humo blanco, de cabañas
de pastores, de campitos
y de noches estrelladas...
15
F. J. Blasco Pascual, p. 224.
Creo que en Arias tristes Juan Ramón no ha llegado a ser consciente de am-
bas tendencias, aunque algunas de las vacilaciones que observamos en su voz
se deben a la aparición, en ese momento incómoda para él, de un deseo de in-
dividualizarse.
Acabaré con dos poemas que constituyen dos ejemplos prácticos del intento
de situar el origen de la enunciación en los márgenes de la determinabilidad. El
primero es A.O. XII y representa al tipo de composiciones en que se intenta so-
lucionar el problema borrando toda presencia del emisor en su enunciado, y por
lo tanto, toda determinación de la enunciación. Los detalles descriptivos nos lle-
van de un lugar a otro del escenario sin poder concretar la situación efectiva de
quien habla. La presencia enunciadora se disuelve en estos detalles y lo comu-
nicado es un latido humano desindividualizado y escondido dando forma al pai-
saje desde su fondo. Al lado de estos poemas sin presencia explícita del enun-
ciador podemos poner otros en que la presencia de éste en el paisaje, aunque
explícitamente marcada, es puramente testimonial y enteramente prescindi-
ble, como A.O. IV. Éste me sirve a la vez de segundo ejemplo como exponen-
te del tipo de poemas en que la enunciación se ha desplazado. Me refiero a
aquellos casos en que la situación de enunciación claramente no corresponde a
la situación de escritura 16, pero esta escisión tampoco llega a introducir un ha-
blante ficticio, ya que se supone una continuidad entre los dos «yo» implicados:
el que escribe y el que habla. En el poema al que me refiero en concreto tene-
mos que la persona que habla está paseando por el campo («Voy por el camino
antiguo») lo cual no puede ser contemporáneo del momento de escritura. Como
lo que estamos leyendo es evidentemente un poema escrito y no la reproduc-
ción de una emisión oral de alguien describiendo sus propios actos, tenemos
que pensar en un desplazamiento de la voz o de la emisión, en un tropo de la
enunciación, en definitiva, que permite fundir dos situaciones enunciativas di-
versas, liberando toda una serie de efectos emocionales e imaginativos. Así,
pues, si en el primer caso la voz se hurta, se niega a ser aprehendida, se autoe-
limina y niega su determinación, en el segundo caso se desdobla y se funde su-
perponiendo dos actos comunicativos. Ambos casos paradójicos pueden con-
siderarse efectos de esa figura que sitúa la enunciación más allá de las
posibilidades de la enunciación de un individuo mortal: la idolopeya.
16
Susana Reisz de Rivarola: Teoría y Análisis del Texto Literario (Buenos Aires: Hachette,
1989), pp. 201-223.