Por Todos Los Dioses

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CAPÍTULO IV.

ZEUS Y SU GRAN Y ENREVESADA


FAMILIA

Finalmente, y ya sin derecho a morar en el Olimpo a


no ser que el Consejo de los doce grandes lo
permitiese, estaban los semi-dioses o héroes, como lo
fue el desdichado Tántalo. Se denominan así a aquellos
hombres nacidos de la unión de un dios con una mujer
mortal o bien un mortal con una diosa. A lo largo de
esta historia irán saliendo nuevas aventuras de
famosos héroes mitológicos. ¡Que son tantos o más que
la pléyade de los dioses, figúrate!

-Pero siempre Zeus o Júpiter rigiendo toda esta larga


y complicada familia, ¿No es eso?
-Exactamente. Y, sin embargo, fíjate qué detalle más
curioso. No es él el primero de los dioses,
cronológicamente hablando.
-Ah, ¿No?
-No. Te contaré brevemente su origen y cómo consiguió
implantar su señorío único e incuestionable en la cima
del Olimpo.

Creo haberte dicho que al principio de los tiempos


sólo existía el caos. De él surgieron Urano, dios de
Cielo, y Gea, diosa de la Tierra, divinidades ambas
las más primitivas de toda la mitología.
Gea y Urano forman, pues, la primera pareja divina y
engendran a los titanes, extraños e indomables
monstruos de cincuenta cabezas y cien manos cada uno.
Urano, al verlos tan horribles, monta en cólera y los
encierra a todos en las entrañas del Tártaro, o sea,
en el infierno. Pero Gea es una madre y las madres
idolatran y protegen a sus hijos, sean feos o bellos.
Así que se pone de parte de ellos e incluso incita al
primogénito, Cronos - denominado luego Saturno por los
romanos -, a que destrone a su padre y se deshaga de
él como único medio de que todos sus hermanos puedan
quedar libres.
Cronos ocupa el trono divino de su padre y se casa con
Rea. Pero hete aquí que pronto empieza a sufrir negras
pesadillas y presagios, vaticinándole que quizá sus
hijos puedan hacer con él lo mismo que él hizo con su
padre, Urano. Ni corto ni perezoso -está visto que en
esta familia el amor paternofilial no era la virtud
más cultiva -decide deshacerse, uno a uno, de cuantos
vástagos vaya dándole su esposa Rea.
Y de nuevo es la madre la que pone orden en esta
trágica historia. Profundamente desolada por la suerte
de sus hijos, decide un día no entregarle ni un recién
nacido más a Cronos-Saturno. Nace Zeus y Rea lo
esconde en la isla de Creta, donde es amamantado por
una cabra y alimentado con la miel de las doradas
abejas de la joven y hermosa Ida.
Pasa el tiempo. Zeus (Júpiter para los romanos, no lo
olvides) es ya un mancebo apuesto y aguerrido que se
siente predispuesto a ocupar el trono de su padre
Cronos o Saturno, tanto más cuanto que éste sigue
atentando contra la vida de sus propios hijos, es
decir, hermanos de Zeus. Comienza por resucitar a
todos aquéllos que su padre había ido matando al
nacer, y con ellos declara la guerra a Cronos y a
todos los hermanos de éste, a los terribles y
monstruosos titanes. Ayudan, también, a Zeus los
cíclopes, que otorgan al joven dios el trueno y el
rayo, símbolos ya para siempre de su autoridad y de
su omnipotencia.
La batalla es formidable, mucho más que las que yo
luego contaría en mi Illíada entre griegos y troyanos.
¡Versos labrados en oro serían precisos para narrar
aquella divina epopeya!
Finalmente vence Zeus, arroja a Cronos-Saturno y a los
titanes a las profundidades del Tártaro, y se proclama
rey y señor del Olimpo para siempre, repartiéndose el
dominio del mundo con sus hermanos Poseidón y Hades
(Neptuno y Plutón para los romanos). Al primero le
otorga el mar y al segundo el tenebroso mundo
subterráneo o también llamado infierno.

-Una extraordinaria historia. Pero muy violenta,


maestro, no me diga que eso de que los dioses anden
liquidándose los unos a los otros o monten guerras
entre ellos como si fueran...
-...como si fueran simples mortales quieres decir, ¿No
es eso?

Es que como tales se comportan no pocas veces,


muchacho, creo habértelo dicho ya antes. Y la razón
es muy sencilla: a pesar de ser dioses, a pesar de
dirigir e intervenir en la fortuna o infortunio de los
hombres, nada pueden hacer contra su propio e
irrevocable destino. El mismo Zeus Olímpico, padre y
señor de todas las divinidades, se halla sometido a
los hados caprichosos que pueden zarandearlo a su
antojo. Hados que fueron, sin duda, quienes empujaron
a Cronos, como acabamos de ver, a rebelarse contra su
padre, Urano, a matar luego a sus propios hijos y a
ser, finalmente, derrotado por uno de ellos: Zeus.
Tan sólo el amor materno, como habrás podido
comprobar, puede más y vence a los hados y al destino.
Tanto Gea como Rea, abuela y madre de Zeus, imponen
su voluntad en esta trágica historia. El amor, en la
mitología griega y romana, y yo diría que, en todas
las mitologías y religiones del mundo, siempre es más
poderoso que el ciego destino, que el mal y que la
misma muerte. Lo podrás comprobar en otras historias
de dioses y héroes, amigo mío.
Ahora, habíamos dejado al gran Zeus o Júpiter recién
instalado en su trono del Olimpo, ¿No es así? Todos
los dioses y todos los hombres, todos los estados y
ciudades lo reconocieron de inmediato como el ser
supremo. Él es quien mantiene el orden y la justicia
en el mundo. A la puerta de su palacio del Olimpo,
como cuento yo en mi Illíada, tiene dos jarrones de
oro bruñido: uno contiene el bien y el otro el mal.
Zeus distribuye a cada hombre el contenido de ambos
recipientes por partes más o menos iguales. Aunque
algunas veces hace uso únicamente de una de las
ánforas, y entonces, ¡Ay!, el destino de ese mortal
es del todo venturoso o completamente trágico.
CAPÍTULO V.
HERA, VENUS, PARIS Y LA
MANZANA

-Tan trágico como el destino de Icaro, ¿No? Seguro que


para él Zeus sólo hizo uso del jarrón de los males

-Puede que sí. Como, sin duda, ocurrió también con el


pobre Paris, uno de los héroes de la guerra de Troya.
Pero en su caso fue más bien la diosa Hera quien marcó
su trágico destino.

- ¿La diosa Hera?

-Eso, he dicho, la diosa Hera, llamada luego Juno por


los romanos. Hera fue una de las esposas de Zeus, la
más importante de todas ellas, la que el propio dios
coronó, junto a él, como reina y señora del Olimpo.
Zeus y Hera -Júpiter y Juno en versión romana -son las
dos grandes divinidades de la mitología.
Las bodas de ambos fueron esplendorosas, propias de
dioses, como podrás suponer. Tuvieron lugar en el
paradisíaco Jardín de las Hespérides, donde
fructifican las manzanas de oro y donde las fuentes
manan ambrosía de inmortalidad. Las siete hespérides
o ninfas del ocaso prepararon el escenario para la
boda de ensueño. Ellas mismas danzaron día y noche en
torno a las mágicas fuentes, y al final de la danza,
una a una, fueron entregando sendas manzanas de oro a
la recién desposada Hera.
-Una boda de película, vaya. ¿Pero qué tiene que ver
Paris en todo esto?
-No, Paris aparece en escena mucho más tarde, cuando
ya Hera reinaba con Zeus en el palacio del Olimpo.
Resulta que un día, el padre de los dioses organizó
un soberbio banquete con motivo de las bodas de Tetis
y Peleo e invitó a casi todos sus compañeros
olímpicos, pero excluyó a Eride, diosa de la discordia
y madre de Lete (el olvido), Limos (el hambre), Algos
(el dolor) y Ponos (la pena).
La siniestra diosa, como venganza, se presentó
inesperadamente a los postres y lanzó sobre la meza
una lustrosa manzana con un rotulito que decía:
«Otórguese a la más hermosa de las diosas aquí
presentes»
¿Y sabes quiénes eran las tres diosas presentes? Pues
ni más ni menos que Hera, reina del Olimpo y esposa
de Zeus; Atenea (llamada después Minerva por ya sabes
quiénes), diosa del poder y la sabiduría, y Venus
(denominada Afrodita por los griegos), diosa de la
belleza y del amor.

- ¿Cómo, ¿cómo, ¿cómo...? Querrás decir Venus,


denominada Afrodita por los ro-ma-nos.

-No, no, he dicho bien, muchacho. Afrodita fue el


nombre griego, el auténtico nombre de la diosa. Pero
es que en este caso el apelativo romano se ha impuesto
de tal modo, se ha hecho, además, tan famoso, que
hasta yo mismo voy a emplear el nombre de Venus en
esta historia.
Te decía, pues, que eran las tres diosas en litigio.
¡Y vaya diosas! Tan altivas las tres, que ninguna
aceptó, por principio, que cualquiera de las otras dos
pudiese ser la más hermosa. Cada una arrogaba para sí
el privilegio de llevarse la manzana de la discordia.

Los propios dioses comenzaron a dividirse en bandos y


a ponerse del lado de una u otra de las candidatas.
¡La más hermosa es Hera! ¡Ni hablar, Atenea es mucho
más bella! ¿Pero es que no tenéis ojos en la cara?
¡Nadie en el Olimpo gana en hermosura a la divina
Venus!
- ¡Oye, por lo que me cuentas, aquello fue como un
concurso de belleza de los que se celebran ahora! ¡La
elección de Miss Olimpo!
-Algo parecido. Y fue tal el desconcierto a la hora
de la elección, que Zeus se vio obligado a poner orden
y a nombrar un juez que dirimiese el asunto. Un juez
o árbitro que no tuviese nada que ver con el Olimpo
ni con la familia divina, ya que así no habría
intereses o preferencias de ningún orden que
determinasen la elección.
Y Zeus pensó en Paris, un joven, valeroso y apuesto
príncipe troyano. ¡Menudo susto se llevó cuando
Hermes, el heraldo del Olimpo, le comunicó la decisión
del padre de los dioses!

Pero cuando de veras empezó a temblar de los pies a


la cabeza fue cuando se presentó ante él la primera
candidata. Hera apareció en su máximo esplendor y le
prometió a Paris que lo haría reinar sobre toda Asia.
Llegó luego Atenea, diosa de la sabiduría y de la
fuerza, y prometió a Paris dotarlo de ambos carismas,
además de no ser derrotado jamás por sus enemigos, si
era ella a quien le otorgaba la manzana.
¡Paris estaba hecho un mar de dudas! Hasta ahora la
elección no podía ser más complicada: las dos
aspirantes eran hermosas y las dos le ofrecían regalos
a cuál más tentador.

Pero faltaba Venus (Afrodita). Reflexionaba Paris


mirando al mar, cuando de pronto, surgiendo de una
ola, brillante de espumas, apareció de diosa del amor
y de la belleza.

El joven se quedó absorto, embelesado. Diosa de la


belleza la llamaban y a fe que respondía con creces a
tal nombre. Jamás Paris había visto tanta hermosura
ni tanta armonía en un cuerpo de mujer. Venus se acercó
al príncipe y le solicitó para ella la manzana.
"- ¿Y qué me darás a cambio? - contestó Paris -. Las
otras diosas me han prometido...

-Sé que amas la belleza por encima de todo, oh gentil


príncipe de Troya - lo atajó Venus -. Por ello yo no
te prometo ni poder ni riquezas; si me eliges a mí,
te otorgaré el amor de la mujer más bella entre los
mortales: Helena de Esparta."
Paris no dudó ya ni un momento. Se presentó ante el
padre de los dioses, se inclinó profundamente ante él
y se expresó así:
"-Ya tengo la decisión tomada, oh gran Zeus.

-Que comparezcan, entonces, ante mi presencia las tres


diosas candidatas."
Así lo hicieron y nuevamente Paris, al verlas
reunidas, sintió un sudor frío que le corría por la
espalda. Pero la decisión era bien firme. Tomó la
manzana, irguió el pecho y caminó con paso decidido.
Todos los dioses del olímpicos contuvieron el aliento.
El joven príncipe se acercó al trío de diosas, se
detuvo un instante frente a ellas y con un gesto
enérgico, pero al mismo tiempo lleno de galantería,
entregó el fruto a Venus. ¡Ella era la elegida, ella
era la más bella de las divinidades del Olimpo!
-Vuelvo a opinar -con todos mis respetos a la
mitología -que parece un concurso de belleza de esos
que abundan en las llamadas «revistas del corazón».

-Lo que ocurre es que en este caso el final no fue


color de rosa.

-Ah, ¿No?

-Trágico como pocos en la historia del mundo. La


decisión del joven Paris, aparentemente inocente,
trajo como consecuencia una de las guerras más
encarnizadas de la antigüedad.

- ¿Una guerra por una manzana?

-Justamente, muchacho. Al entregársela a la diosa


Venus, Paris estaba desencadenando la famosa guerra
de Troya, la cantada por mí en los versos de La
Illíada, la guerra entre griegos y troyanos a causa
de la belleza de Helena de Esparta.
CAPÍTULO VI.
EL TALÓN DE AQUILES Y LA
GUERRA DE TROYA

-Por una manzana y por una mujer... Me parece que no


es la primera vez que acontecen grandes males en la
historia del mundo por causas semejantes.
-Veo que no se te escapa nada, muchacho. Ya te dije
al comienzo que tú mismo debes sacar tus propias
conclusiones de cuanto vayas oyendo.
-Pero dime una cosa, Homero: ¿Es que también la
manzana de la diosa Discordia era maldita, como la del
paraíso terrenal?
-No. Fue la elección de Paris, al entregar la fruta a
Venus, la que desencadenó el conflicto, la guerra.
Verás cómo ocurrió. La diosa había prometido al
príncipe troyano entregarle a Helena de Esparta como
premio, ¿Recuerdas?
Pero Helena estaba casada con el rey Menelao y Venus
tuvo que urdir una estratagema para raptar a la bella
reina. Aprovechando una ausencia del esposo, Venus
prestó a Paris la figura y porte de Menelao y lo plantó
en el palacio como si fuese el propio rey, que
regresaba de viaje para llevarla consigo. Y se la
llevó, en efecto, pero a Troya.

Pronto los griegos enviaron embajadores reclamando a


la raptada, pero todos fracasaron en su empeño. Los
reyes troyanos Príamo y Hécuba, padrea de Paris, que
habían quedado también prendados de la belleza de
Helena, se negaron a devolver a la que ya consideraban
como auténtica esposa de su hijo.
Fue entonces cuando estalló la guerra. Agotados todos
lo recursos diplomáticos, Menelao acude a pedir ayuda
a su hermano Agamenón, rey de reyes entre los griegos,
y éste convoca a los príncipes y ejércitos de los
distintos reinos, que se concentran en Aulida
dispuestos a atacar a Troya.

También los troyanos se aprestan al combate,


capitaneados por Héctor, primogénito del rey Príamo y
hermano mayor de Paris.

Los dos bandos, pues, están ya formados y en pie de


guerra. Qué digo los dos, ¡Los tres!

- ¿Cómo que los tres?

-Eso he dicho, los tres: el bando de los griegos, el


de los troyanos y el de los dioses, que se dividen a
favor de los unos o los otros. La diosa Venus o
Afrodita encabeza a los que van a favor de su protegido
Paris y de los troyanos; y Hera y Atenea se ponen del
lado de los enemigos de quien las había menospreciado
en el concurso de la manzana, es decir, a favor de
Agamenón y los griegos.

-Y ya todo dispuesto, empieza la guerra que tú cuentas


en La Illíada, ¿No es eso?

-Así es. Aunque he de aclararte una cosa: yo en


mi Illíada, no narro toda la guerra de Troya, sino
solamente un episodio ocurrido en el décimo y último
año.

- ¿Diez años duraron los combates?


-Ni uno más ni uno menos; los ejércitos de Agamenón
cercaron y sitiaron la ciudad de Troya, exigiendo la
devolución de Helena, y el asedio duró diez años.
Pero, como te decía, yo en mi poema épico sólo cuento
un episodio acaecido poco antes del asalto final de
la ciudad. Una reyerta entre Agamenón, jefe máximo,
como sabes, de las tropas griegas, y Aquiles, uno de
los principales caudillos.

- ¿Una pelea entre los propios griegos?

-Bueno, más bien una disputa. Algunos comunistas de


mi epopeya han dicho que el tema fundamental de La
Illíada es la cólera de Aquiles, y en cierto modo
tienen razón. En el poema se cuentan multitud de
acontecimientos, pero todos en torno a la cólera de
Aquiles, el héroe de los alados pies.

- ¿Pero por qué se enfadó Aquiles, si puede saberse?

-Porque Agamenón, en un capricho de mandamás, le había


quitado a su esclava Criseida. Entonces el héroe monta
en cólera y se niega a seguir peleando. Una terrible
decisión para las tropas griegas. Tan terrible, que
la victoria empieza a ponerse del lado de los troyanos
y algunos capitanes del ejército invasor piensan ya
en reembarcar sus tropas y levanta el cerco.

- ¿Tanto era el valor de Aquiles?

-Aquiles, muchacho, es uno de los más grandes héroes


de la mitología. Hijo del rey Peleo y la diosa Tetis,
ésta usó todos sus poderes divinos para hacer que su
hijo perdiese su parte humana y se convirtiese en
inmortal como ella. Para conseguirlo lo untaba con
ambrosía durante el día y lo purificaba con fuego por
la noche. Pero el padre, considerando que con tal
proceder podía abrazar a Aquiles, lo arrebató de las
manos de Tetis cuando aún no estaba consumado el
experimento, y el niño quedó con los huesos del pie
derecho quemados e inutilizados. Fue entonces cuando
el centauro Quirón, experto en medicina y a quien se
había encomendado la educación guerrera de Aquiles,
lo curó injertándole los huesos del pie del gigante
Damiso, veloz, en vida, como el propio viento
huracanado. Nuestro héroe heredó esta misma ligereza
de movimientos y de ahí que yo en La Illíada lo nombré
siempre como «El de los pies ligeros» o «El de los
alados pies»

-Pues volvamos a La Illíada, si te parece. Me contabas


que sin Aquiles las tropas griegas habían comenzado a
perder terreno...

-Así es. Ten en cuenta que Aquiles, además de veloz


como el rayo, era un intrépido capitán y un aguerrido
luchador. Su fuerza era proverbial. Y se atribuía
también a la educación y adiestramiento del centauro
Quirón, quien lo había acostumbrado a comer solamente
carne de animales salvajes.
Por eso su ausencia del campo de batalla era decisiva.
Y por eso también el resto de los capitanes griegos
le suplican que vuelva a la lucha si no quiere que la
guerra se pierda. Patroclo, su más íntimo amigo, le
pide que, al menos, lo deje usar a él sus armas para
pelear contra los troyanos. Accede el héroe y Patroclo
se presenta en el campo de batalla disfrazado de
Aquiles de pies a cabeza. La noticia corre entre los
troyanos y con la noticia el pánico:
"- ¡Aquiles ha vuelto, Aquiles, el de los pies
ligeros, empuña de nuevo su pica veloz y su espada
poderosa!"
Los ejércitos griegos avanzan de nuevo invencibles.
Pero hete aquí que otra vez intervienen los dioses:
Apolo -el más grande después de Zeus -está de parte
de Troya y revela a Héctor la identidad del camuflado
Patroclo, ayudándole, incluso, a derrotarlo y darle
muerte.

Cuando Aquiles recibe la noticia de que su amigo ha


muerto a manos del caudillo troyano, su corazón se
llena de amargura y lanza un grito de dolor tan
terrible que los ejércitos enemigos comienzan a
temblar. «En los hombres se turbó le ánimo», cantan
mis versos en la Illíada, «Y hasta los potros de crines
espléndidas se encabritaron sobresaltados. Tes veces
gritó el divino Aquiles y doce de los más bravos
guerreros de Troya murieron bajo los carros y heridos
por sus propias lanzas»

Ahora sí que Aquiles vuelve al campo de batalla. Se


lo ha pedido su jefe Agamenón, devolviéndole antes a
su esclava Criseida, pero a él lo empuja, sobre todo,
el deseo de vengar a su amigo Patroclo.

El dios Hefesto le forja nuevas y más poderosas armas


y la diosa Atenea -que está a favor de los griegos,
recuérdalo -pone en su frente un fulgor que deslumbra
y atemoriza a los enemigos. Aquiles se lanza con un
ímpetu arrollador al combate.

Y entre las apretadas filas de los troyanos, busca


ansiosamente a Héctor, culpable de la muerte de su
amigo.
Se encuentran frente a frente. Los dos ejércitos
detienen la guerra para contemplar la singular pelea.
Hasta los dioses del Olimpo contienen el aliento.
Jamás dos contrincantes libraron duelo tan encarnizado
como el del troyano Héctor, de brillante casco, y el
griego Aquiles, de alados pies.
Uno y otro pelean con furia irrefrenable. A la espada
poderosa de Héctor responde la lanza veloz de Aquiles.
Y es ésta, al final, la que va a clavarse mortalmente
en la garganta del joven capitán troyano, que cae en
tierra entre alaridos de victoria y los ayes
lastimeros de uno y otro ejército.
Pero Aquiles no está aún satisfecho. Ata el cadáver
de Héctor a un tiro de caballos y lo hace arrastrar
en torno a las murallas de la ciudad de Troya durante
doce largos días. Un escarnio impropio de un héroe
mitológico, creo habértelo comentado casi al comienzo
de nuestra charla. La sed de venganza por la muerte
de su amigo Patroclo ciega a Aquiles y lo empuja a
cebarse en el enemigo vencido.

Solo las súplicas de un padre logran ablandar su


corazón. Príamo, padre de Héctor y de Paris, implora
con lágrimas a Aquiles que le devuelva el cadáver de
su hijo y el héroe griego accede al fin.

Y con los solemnes funerales de uno y otro ejército


en honor a dos grandes guerreros muertos, Héctor y
Patroclo, cierro yo el canto de mi Illíada.
- ¿Y no cuentas el final de Aquiles?

-No, no lo cuento. Pero lo narran otros poetas


posteriores a mí y yo voy ahora a contártelo para que
conozcas en su totalidad la vida y andanzas del más
afamado de los héroes de la mitología, como antes te
dije.
Aquiles murió del mismo modo como él había matado a
Héctor: de un flechazo. Pero no en la garganta, sino
en el talón.
- ¿En un talón? ¿Bromeas, maestro?

-No, no bromeo, muchacho. Murió de un flechazo en el


talón derecho en un nuevo combate ante las murallas
de Troya y antes de que ésta fuera asaltada
definitivamente. Pero volvamos a retomar la historia
casi desde el principio para que la entiendas mejor.
¿Recuerdas a Tetis, la diosa madre de nuestro héroe?
¿Y recuerdas sus experimentos para hacerlo inmortal?
Pues aún sometió a su hijo a otro que no te he contado.
Las aguas del río Estigia transmitían el don de la
invulnerabilidad a quienes en ellas se bañaban, y allí
sumergió la diosa al pequeño Aquiles. Pero para ello
agarró y sostuvo al niño por el talón derecho, de modo
que fue esta minúscula parte de su cuerpo la única que
no tocaron las aguas y por ende la única vulnerable.
Y mira por dónde había de ir a clavarse la flecha que
le quitó la vida junto a las murallas de Troya.

Bien es verdad que los hados ya habían vaticinado la


temprana muerte de nuestro héroe. Y fue por eso por
lo que su madre Tetis, cuando Agamenón comenzó a
organizar la expedición griega para atacar Troya,
escondió a su hijo en la corte de Licomedes, rey de
Esciros, disfrazándolo de muchacha para que conviviera
con las hijas del monarca.

La guerra comienza y los ejércitos griegos van de


derrota en derrota. Un oráculo les revela que mientras
Aquiles no participe seguirán perdiendo, y es entonces
cuando Ulises - el protagonista de La Odisea, mi otro
gran poema - se encamina a Esciros para convencer a
Aquiles de que se incorpore a la lucha. Entra en
palacio vestido de mercader y enseña a todas las
doncellas preciosas joyas entre las que mezcla
disimuladamente algunas armas. Todas se lanzan sobre
los collares y brazaletes y sólo Aquiles se inclina
por los puñales y dardos... Al astuto Ulises le ha
salido bien la artimaña.
"-Aquiles, - le dice, - Los griegos te necesitan. En
nombre de Agamenón y todos sus ejércitos te suplico
que intervengas en la guerra."
La diosa Tetis intenta aún retener a su hijo:
"-Si vas a Troya, - le dice con lágrimas en los ojos
- Tu fama será grande pero breve tu vida. Si te quedas,
por el contrario, vivirás largos y gozosos años
- ¡Pero sin gloria! - respondió resueltamente Aquiles"
Nuestro héroe no lo duda: escoge la vida corta pero
gloriosa y parte a Troya.
-Y allí muere, de un flechazo en el talón.

-Exacto. Muchos héroes y valerosos soldados perecieron


en aquella famosa y triste guerra.

- ¿Triste dices, maestro?

- ¿Acaso no lo son las guerras? En el canto XVIII de


la propia La Illíada lo proclamo yo con estos versos:
«¡Ojalá la discordia perezca entre dioses y hombres y
con ella la ira que al hombre cuerdo enloquece...!»
-La diosa Discordia que provocó la guerra con la
manzana y la ira de Aquiles que causó tantas
desdichas, ¿No es así, maestro?

-Así es en efecto, muchacho, así es.


-Oye, pero dime una cosa: ¿Quién fue el que abatió al
valeroso Aquiles, clavándole un flechazo en su famoso
talón?

- ¿No te lo he dicho? Fue Paris, el raptor de Helena,


en venganza por la muerte de su hermano Héctor. Aunque
según otros, quien disparó la flecha mortal contra el
héroe de los alados pies fue el dios Apolo, protector
de los ejércitos troyanos.

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