Gadamer, Hans-Georg - Acotaciones Hermenéuticas PDF

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Hans-Georg Gadamcr

Acotaciones hermenéuticas

t a Ito ki \ rb o , í a
Ninguno de los veintidós trabajos reunidos en este vo­
lumen, seleccionados siguiendo el criterio de que apor­
ten puntos de vista adicionales a trabajos anteriores de
Hans-Georg Gadamer, está contenido en sus Obras
com pletas.
En su mayoría son redacción de conferencias no es­
critas previamente y que han sido reelaboradas para su
aparición impresa. Se agrupan en torno a cuatro gran­
des bloques temáticos que resumen sus intereses in­
vestigadores: la hermenéutica, la historia de la filosofía,
la trascendencia del arte, y una serie de reflexiones que,
bajo el título de aléth eia, se ocupan del origen y el fu­
turo de nuestro peculiar modo de conocer y saber. Fi­
nalmente, un quinto bloque, recogido en el epígrafe
«Glosas» y formado por un pequeño grupo de textos
que pertenecen no tanto al ámbito investigador como
al de sus inclinaciones personales.
Acotaciones hermenéuticas
Acotaciones hermenéuticas

Hans-Georg Gadamer

Traducción de Ana Agud y Rafael de Agapito

E D I T O R I A L T R O T T A
La edición de esta obra ha contado con la ayuda de Goethe Institut
Inter Nationes, Bonn

COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOS


S e r i e F ilo s o f ía

Título original: Hermeneutische Entwürfe

© Editorial Trotta, S.A., 2002


Ferraz, 55. 28008 Madrid
Teléfono: 91 543 03 61
Fax: 91 543 14 88
E-mail: [email protected]
http://www.trotta.es

© J. C . B. Mohr (Paul Siebeck) Tübingen, 2000

© Ana Agud y Rafael de Agapito, 2002

ISBN: 84-8164-502-8
Depósito Legal: M -20.439-2002

Impresión
MARFA Impresión, S.L.
CONTENIDO

Prólogo.................................................................................................................. 9

I. HERMENÉUTICA COM O FILOSOFÍA

1. Hermenéutica. Teoría y p ráctica...................................................... 13


2. Ciencia y filosofía................................................................................... 23
3. Humanismo y Revolución industrial............................................... 39
¡4jSobre la incompetencia política de la filosofía.............. ............ 49
^ H e rm e n é u tica y autoridad: un b alan ce.......................................... 59
6. Sobre el o í r ................................................................................................ 67
7. Amistad y solidaridad.............................................................. .............. 77

II. APORTACIONES A LA HISTORIA UNIVERSAL


DEL PENSAMIENTO

^8?¡La filosofía y su historia............................................ ............ .............. 91


9. El significado actual de la filosofía g rie g a......... ............ .............. 125
j,0. El futuro de las ciencias del espíritu europeas............................ 143
[11 J Sobre Kuno Fischer como puente hacia Hegel en Italia......... 163
íf2lN ietzsche y la m etafísica...................................................................... 169

III. SOBRE LA TRASCENDENCIA DEL ARTE

13. Transformaciones en el concepto del a rte .................................... 181


14. El arte y los medios de comunicación ..'.......................................... 199
15. El arte y los círculos artísticos............................................................ 217
16. Arte y cosm ología................................................................................... 223

7
CONTENIDO

IV. ALÉTHEIA

17. Heidegger y el final de la filosofía................................................... 239


18. Agradecer y re c o r d a r............................................................................. 257
19. El saber entre el ayer y el m añ an a................................................... 265

V. GLOSAS

2 0 . Un diálogo «socrático».......................................................................... 279


2 1 . Goethe y H e rá c lito ................................................................................. 287
2 2 . N ausicaa....................................................................................................... 291

Fuentes bibliográficas...................................................................................... 297

8
PRÓLOGO

Este escueto volumen contiene una especie de apéndice a mis Obras


com pletas. Ninguno de estos trabajos está contenido en ellas.
Los escritos de este volumen han sido seleccionados siguiendo el
criterio de que aporten puntos de vista adicionales a trabajos ante­
riores. En su mayoría son redacción de conferencias no escritas pre­
viamente, y que han sido reelaboradas para su impresión. La última
parte está formada por un pequeño grupo de textos que en realidad
no pertenecen tanto al ámbito de mi trabajo como al de mis inclina­
ciones personales. Por eso los he titulado «Glosas».

H.-G. G.

9
H E R M E N É U T IC A C O M O F IL O SO F ÍA
1

HERMENÉUTICA. TEORÍA Y PRÁCTICA

El verdadero fundador de la tradición hermenéutica fue, en los


tiempos del Romanticismo, F. Schleiermacher, como enseña esa
D ialektik suya, que sigue sin editarse suficientemente. De Schleier­
macher se nos ha transmitido una frase muy significativa, que po­
dría haberla dicho yo mismo, y que reza más o menos «Odio toda
teoría que no nace de la práctica». Está claro que, a los ojos del
fundador de la hermenéutica romántica, el popular tema de teoría y
práctica poseía un alto grado de actualidad, igual que en muchas
otras aplicaciones.
Me gustaría, pues, hacer aquí algunas consideraciones a propó­
sito de esa tensión y oposición originaria, verdaderamente funda­
mental, entre teoría y práctica, y que se refleja también en tantas
expresiones y refranes. Estoy convencido de que la tensión entre
teoría y práctica tampoco va a desaparecer en un mundo de regula­
ciones, planificaciones y burocratización progresiva, de modo que
creo que vale la pena reflexionar sobre cómo va buscando la vida
sus propias vías entre la regulación y los espacios de libertad que
escapan a ella. Tal vez logre acercarme a este tema en la forma
relajada con la que lo he acometido.
Se cumplen ahora casi exactamente dos siglos desde que en 1793
Kant publicara un artículo con el título «Eso puede ser correcto en la
teoría pero no funciona en la práctica». Deberíamos recordar que,
con su Crítica de la razón pura, el fundador de la filosofía crítica
puso punto final a la metafísica escolar al uso. ¡Psio tampoco dehe=_
^ríam os olvidar que el trabajo critico de Kant constituye una prope­
d é u tic a ^ de cosas en el cual sí qupjtendría que haber
una metafísica, aunque únicamente como una filosofía moral basada

13
HERM ENÉUTICA COMO FILOSOFÍA

n el concepto de la libertad, esto es. una «metafísica de las costum-


por supuesto, la frase citada tiene también muchas otras
connotaciones. A Kant parece haberle interesado sobre todo como
ocasión para explicar qué quiere decir para él «teoría». No voy a
seguir aquí con el artículo de Kant, que no es mi tema. Esto sólo
quería ser un buen ejemplo de cómo una frase que expresa una ver­
dad general sobre la vida puede ser tomada por un espíritu eminente
y un pensador famoso como Kant para sus propios propósitos.
El artículo en cuestión contiene en pocas palabras — no es muy
extenso— una confrontación con el filósofo contemporáneo Garve,
con Th. Hobbes y con Mendelssohn. En lo fundamental el trabajo
tiene por objeto defender las ideas de Kant frente a Garve. Este era
aristotélico y pretendía defender frente a Kant un cierto eudemonis­
mo, la idea de que es legítimo que participe en la ética la preocupa­
ción por la felicidad en la propia vida. Y es bien cierto que Kant es
el fundador de la filosofía crítica y también, en un cierto sentido, el
filósofo que ha hecho aportaciones más decisivas a la Ilustración y a
sus rasgos predominantes en beneficio del dominio de la naturaleza
con ayuda de la ciencia. Sin embargo, y por otro lado, Kant está
muy próximo a Rousseau, y no deja de advertir la arrogancia moral
y la parcialidad del racionalismo de su tiempo. Por eso le preocupa
cómo defenderse de la sabiduría popular sobre teoría y práctica en
su propio intento de fundamentar la metafísica de las costumbres.
Lo que de hecho no resulta tan fácil de entender.
Nunca se me olvidará la primera vez que, como estudiante jo ­
ven, oí hablar del «imperativo categórico». La expresión me resulta­
ba extraña. ¿Qué puede significar ahí lo de «categórico»? Por su­
puesto que la palabra me era conocida: no hay más que recordar lo
que era entonces la familia, y la autoridad de un padre que rechaza­
ba categóricamente una petición de un hijo. Así eran las cosas. Y,
aun así, yo no lograba representarme claramente qué podía querer
decir esa enigmática expresión del «imperativo categórico». Ahora
ya lo voy entendiendo mejor, sobre todo a propósito de la frase que
citaba sobre teoría y práctica, y pensando en el caso de la hermenéu­
tica en su sentido más amplio. No tiene nada de particular que se
ponga algo tan sencillo como el arte de entender en relación con el
imperativo categórico. Y si Kant da pie para ello, es justamente
porque intentaba resultar comprensible. El suponía que para cual­
quiera estaría claro qué significa rechazar categóricamente una peti­
ción. Así que es claro que habló del imperativo categórico precisa­
mente en ese sentido, como lo hizo también a propósito del deber.
Se trata justamente de esa moral del deber, de ese «deber hacer» que

14
HERMENÉUTICA. TEORIA Y PRÁCTICA

consiste en que se dé una vigencia plena, sin restricción ni condicio­


nes, a aquello que uno ha reconocido como su deber.
En el lenguaje coloquial, «categórico» significa que ahí no valen
objeciones. Tampoco puede haberlas allí donde uno ha reconocido
algo como su deber, por graves que sean las dificultades en las que
uno se vea metido. El propio Kant lo ilustra en cierta ocasión con
un ejemplo. Alguien confía a otro una cierta cantidad de dinero en
depósito. De pronto este último se encuentra en dificultades econó­
micas. Pues bien, ni por un instante sería aceptable que pensara en
utilizar para sí mismo temporalmente ese dinero para salir del ato­
lladero. Tal cosa sería simplemente incorrecta. Y para saber esto no
hacen falta grandes filosofías, ni siquiera saber exactamente qué
quiere decir «categórico». Y, sin duda, desde el punto de vista del
afectado, la valoración de esa posibilidad podría sonar razonable,
sobre todo pensando en la práctica del mundo de los negocios. Son
muchas las posibilidades de utilizar un depósito con ventaja, e inclu­
so de devolverlo con beneficios. Sin embargo, si esto se hace sin la
aprobación del que ha hecho el depósito, será incorrecto e irá en
contra del derecho vigente. Este ejemplo muestra de la mano de la
experiencia práctica cuál es la relación entre teoría y práctica en esa
manera de hablar, y qué quiere decir el imperativo categórico. Esto
no es, con seguridad, aquello en lo que pensaríamos en primer lugar
a propósito de la expresión citada por Kant.
Todo lo contrario, oyendo esa expresión lo primero que se nos
ocurre es que la tensión entre teoría y práctica no se puede cancelar.
Por un lado, están todas las proposiciones teóricas y su validez uni­
versal, pero ihay que ver qué distintas se presentan las cosas en cada
caso concreto! Es claro que Kant opone a esta impresión su propia
aplicación especial de la razón, y no se refiere tan en primer lugar a
la evidente escisión que se experimenta en la práctica de la vida
frente a la mera teoría. En esta historia del dinero usado bajo cuerda
sería la propia razón la que estaría tentada de preguntarse si en este
caso concreto, especial y pasajero, no se justificaría hacer una excep­
ción, pues esto no implicaría necesariamente decidirse por una mala
acción, y de ese modo uno intenta convencerse a sí mismo de que en
el caso concreto sí que se podría hacer uso y negocio, por propia
decisión, del dinero ajeno.
Y no es que quiera conjurar yo aquí ni el Estado de Derecho con
su formalismo, ni la conciencia moral del individuo con sus sutilezas;
sólo quería recordar sencillamente que, al aceptar libremente un de­
pósito, estamos obligados a reconocer que asumir tal obligación está
vinculado a una exigencia categórica, y que en realidad con esto esta­

15
HERMENÉUTICA COMO FILOSOFIA

mos afirmando nuestra propia libertad. Y no es dudoso que con la


libertad de la propia decisión se asumen también todas las responsa­
bilidades que derivan de ella. Nuestra razón se encuentra ella misma
en este juego entre las tentaciones que se presentan una y otra vez,
por una parte, y la obligatoriedad de las normas legales y de los
deberes reconocidos, por la otra. Todos tendemos a inclinarnos ha­
cia lo que en algún sentido desearíamos considerar como demasiado
humano y que, interpretando a Kant, yo he llamado la dialéctica de
la excepción. Kant llama a esto la sofística de la pasión, que entra en
juego cada vez que se les plantean a nuestras inclinaciones y a nues­
tros deseos ocultos exigencias irritantes. Es entonces cuando uno
tiende a preguntarse si el caso no será excepcional.
De hecho me parece que Kant hace aquí una aplicación impor­
tante, aunque ciertamente no en el sentido de la expresión del título
en cuestión. Kant tiene todas las razones para recordarnos las con­
secuencias tanto del movimiento de la Ilustración como del barrido
de autoridades que se han vuelto dudosas bajo la divisa «Ten el
valor de servirte de tu propio entendimiento». Nos recuerda así que
este tipo de leyes categóricas nos son impuestas por nuestra propia
razón, y que siguen disfrutando en nuestro siglo, igual que entonces,
de todo nuestro reconocimiento y aprobación. Esto no se puede
eludir, y sin embargo no resulta cómodo. De modo que con seguri­
dad nuestros intereses siempre nos recomendarán que pongamos en
duda la validez normativa, aplicando la dialéctica de la excepción.
No deberíamos tomarnos la crítica kantiana tan a la ligera como
Scheler, que considera la ética del deber kantiana como unilateral e
introduce en su lugar el derecho del valor, aduciendo frente a Kant,
por ejemplo, el mandamiento cristiano de la caridad, pero en el
sentido de que el amor no puede ser obligado.
En este punto tampoco deberíamos dejarnos inducir a error por
la oposición clásica entre ética de la actitud moral (Gesinnung) y
ética de la responsabilidad. Esta es una distinción que sigue teniendo
validez y que Max Weber fundamenta correctamente. Sigue estando
en boca de todos y representa un correctivo a una restricción equi­
vocada de la razón moral. Es sabido que Max Weber reconoce, en la
interpretación más extendida de Kant, una debilidad del protestan­
tismo en la era de una Ilustración que todavía dura. Tiene razón en
otorgar a la responsabilidad por las consecuencias previsibles de nues­
tra acción la misma validez que a la actitud moral. La responsabili­
dad tiene que ir acompañada de conocimiento, en particular de co­
nocimiento técnico. Y esto no es criticar a Kant. No hay duda de que
también para él el imperativo de «ser inteligente» incluye que en

16
HERMENÉUTICA. TEORIA Y PRÁCTICA

cada caso se elijan, para los objetivos que se tienen, los medios más
apropiados. Esto no es una obligación categórica, pero sí lo es la
responsabilidad por las consecuencias de los propios errores.
Se equivoca también Hans Joñas cuando cree que su enfoque de
la ética de la responsabilidad va contra el de Kant. Lo único que ha
cambiado es el alcance de la responsabilidad que en la situación
cultural actual, tan agudizada, afecta por ejemplo a las decisiones
políticas, pues lo que está en juego ahora es la supervivencia de la
humanidad. Piénsese, por ejemplo, en la crisis ecológica: en cómo
debe influir sobre nuestras decisiones actuales la responsabilidad
cara a las generaciones futuras, y no sólo la apreciación de las ven­
tajas momentáneas. Tanto la manera como nos comportamos ahora
como la cantidad de cosas que ahora dejamos de hacer van a estar
llenas de consecuencias. Así que la ética de la responsabilidad no es
una conquista reciente del conocimiento, pero vale la pena recordar
las dimensiones y haremos en los que nuestro conocimiento actual
nos implica. No tengo, pues, inconveniente en darle la razón a Joñas
con la idea de que la responsabilidad nos vincula hoy día a todos,
pero sigo creyendo que hay que ser suficientemente inteligentes
como para tomar también en consideración los derechos propios de
cada ámbito cultural, y los conceptos y valores vigentes en ellos. Son
tareas saturadas de tensiones, y son las que demanda hoy día una
política a largo plazo.
Pero no voy a demorarme más en la ética. Mi intención es muy
otra. Tomen aliento y escuchen. Lo que me propongo es sacar a la
luz en toda su riqueza de matices los términos griegos de theoría y
praxis que se utilizan en la expresión que mencionaba, con el fin de
enjuiciarla a partir de ellos. ¡Cuánto escepticismo rezuma para no­
sotros hoy en día esa fraseología! Bruno Snell señalaba con toda
razón que la atención que desarrollaron los griegos hacia la teoría
en aquellas primeras ciudades comerciales de la época colonial tuvo
que producir ya entonces muchas tensiones; nos recuerda a este
propósito a Gorgias. Es también lo que resuena en la famosa res­
puesta que dio Anaxágoras cuando le preguntaron por la felicidad:
que consiste en poder contemplar el cielo estrellado. Sin duda toda
una provocación para el que preguntaba. Es también así como se
rechaza conscientemente la mencionada frase de Kant y se defiende
la razón. Sin embargo, ¿no se fundamenta esto, también para Kant y
en última instancia, en el concepto de la libertad, y por lo tanto en
la libertad misma?
Preguntémonos por un momento hasta qué punto puede uno
hablar hoy en día realmente de libertad si quiere que le entiendan.

17
HERM ENÉUTICA COMO FILOSOFIA

Ésta es una pregunta inquietante que parece estrechar en la actuali­


dad el sentimiento de la vida de los jóvenes en un mundo cada vez
más acuciantemente regulado. De hecho los jóvenes de ahora no
pueden contar con la autonomía de un futuro tan abierto y prome­
tedor como deberían tener derecho a representarse, dadas las posi­
bilidades actuales de ocuparse en lo que se quiera. ¿Qué validez
pueden tener en estas circunstancias una teoría y una práctica en las
que uno ya no se siente realmente cómodo?
Pero intentemos reflexionar sobre los conceptos. Tengo lo mío
de filólogo, y estoy persuadido de que el lenguaje, todas las lenguas,
cuantas más mejor, ofrecen una especie de boceto en el que se predi­
seña, por así decirlo, la manera de orientarse en la vida y gobernarla.
En nuestra lengua materna, como en las de otras culturas, está prefi­
gurada una cierta orientación respecto del mundo, y siempre se nos
ofrece la posibilidad de acoplarnos a ella. Así que en este momento
habremos de volver la vista hacia el griego. Y ya siento que tenga que
ser precisamente el griego, esa lengua cuya presencia es cada vez más
débil en el horizonte de nuestra educación y nuestra cultura. Pero así
son las cosas: en nuestra Europa no tenemos ya ningún idioma filo­
sófico que no sea griego recubierto de latín. Lo que en nuestros días
pasa por científico es aquello que se presenta en conceptos desarro­
llados a través del latín y de la prosecución del latín. Preguntémonos,
pues, si en los comienzos de la cultura griega se halla un uso de los
conceptos que podamos aprehender de forma inmediata, desde una
evidencia directa y en una significación aún vigente.
Empecemos por la palabra theoría. Tal vez podamos aún escu­
char en ella el theásthai y la théa, el «mirar» y el «demorarse en la
mirada». ¿Qué tiene eso de especial? En latín recogemos esa idea en
la «contemplación». Eso también tiene su ventaja: nos remite a un
templo, y a todo el ir y venir de los que participan en los cultos
religiosos. En la práctica de la vida contemporánea ese trasiego pue­
de haber quedado más o menos al margen, pero seguimos cerca del
culto y de su recogimiento cuando contemplamos los espacios ar­
quitectónicos de las iglesias o las obras de arte de pintores y esculto­
res. Sin embargo lo que nos importa ahora es más bien el ideal
teórico de vida, que como tal procede de la filosofía clásica de Pla­
tón y Aristóteles, y que ha seguido dominando en mayor o menor
medida la historia posterior. ¿Cuál es el misterio de esa teoría?
Tenemos que guardar conciencia de la distancia con la que utiliza­
mos esos términos ahora. Se dice, por ejemplo: «eso no es más que
teoría», o decimos de un gran físico que fue el primero en desarro­
llar tal o cual teoría. En el mejor de los casos se trata aquí de expre­

18
HERMENÉUTICA. TEORIA Y PRÁCTICA

siones usuales en el ámbito de la ciencia, que señalan las fases de


desarrollo de una investigación en la que está trabajando todo el
mundo. En casos como éstos no es posible una oposición entre
teoría y práctica. La teoría se limita a formular los resultados de los
experimentos, así que teoría y práctica son ahí una y la misma cosa.
Es claro que esto no tiene nada que ver con esa fraseología que
pretende que con la teoría no se hace sino eludir las engorrosas exi­
gencias del día a día. De hecho es verdad que el trabajo teórico posee
una fuerza de atracción especial. Estamos hablando de mirar, obser­
var, contemplar. ¿Cuál es el poder y la fuerza de una experiencia
como ésa? Desde luego es mucho más que la simple visión. El nuevo
experimento y el nuevo resultado arrojado por las mediciones nos
atrapan. De ahí no hay escapatoria ni refugio: mirar es aquí hacerse
uno con la cosa, disolverse en ella. En toda disolución hay un olvi­
darse del tiempo. Bien, esto es claro, en eso consiste el demorarse en
algo, y ésa es la temporalidad del mirar, ese demorarse, un proceso
sobre el que habría mucho que decir. Y que no tiene nada que ver
con esos retrasos que se producen al azar cuando se está de camino,
y que uno no sabe cómo justificar. Nada de eso: es que algo nos ha
capturado y llenado por entero, porque de pronto todo parece tan
simple. Eso es lo que confiere al saber su impronta específica, y que
nos hace hasta cierto punto enorgullecemos de él. Ese mirar y «estar
en la cosa» significa tanto para nosotros, que nos olvidamos de noso­
tros mismos. Es como hacerse uno con la cosa y desaparecer en ella.
Pues bien, como expresa la palabra misma, los griegos ya habían
hablado de esto como de la posibilidad suprema del existir cons­
ciente. Puede que nos entren dudas, teniendo en cuenta lo muy
atrás que tienen que quedar la práctica y la política. Sin embargo,
con esta manera de describir y evaluar las cosas, tal vez estemos en
condiciones de mantenernos a la altura, siempre y cuando hablemos
de lo divino, cuyo gran aliento vital tampoco ofrece a los dioses otra
cosa que la visión de lo que es. Nosotros somos humanos y, como
todo lo que está vivo, nos sentimos atravesados también por la pe­
rentoria necesidad de que las experiencias que tenemos y las certi­
dumbres que nos sobrevienen puedan llegar a ser también para no­
sotros cumbres, momentos supremos en los que desaparecer; ésos
son los que nos dan vida, nos mueven y nos llenan de un sentimien­
to de plenitud beatífica. Pero para nosotros los humanos ésos son
momentos raros. No podemos vivir una vida entera en semejante
plenitud. Estamos siempre constreñidos, entre el día y la noche,
entre la vigilia y el sueño. Y otras cosas más nos siguen constriñen­
do. Todos sabemos lo que cuesta dominar las inclinaciones, tenta­

19
HERM ENÉUTICA COMO FILOSOFIA

ciones y distracciones que acosan a nuestra vigilia. Todo eso nos


impide demorarnos y deshacernos en esa vigilia suprema que es en
verdad la teoría.
Seguro que con esta manera de elevar a la conciencia las crea­
ciones lingüísticas primeras de los griegos nos estamos apartando
mucho del mundo moderno y de nuestra manera de hablar en él. Y
sin embargo quizá tampoco estemos tan lejos que no podamos reco­
nocernos ya. Pues no sólo estamos acostumbrados al agobio del
trabajo diario; también lo estamos a la satisfacción del éxito y sobre
todo a esos momentos de iluminación que puede llegar a regalarnos
el trabajo intelectual. Pero sobre todo es la experiencia del arte lo
que más cerca queda de la mirada libre de la teoría. Aristóteles lo
sabía bien, pues a diferencia de la narración histórica o historia, dice
de la poesía que no describe las cosas tal como han sido, sino tal
como son siempre en su esencia. Y todos nosotros conocemos bien
esas elevadas formas del demorarse no sólo en la lectura, sino tam­
bién al asistir a una representación teatral, al visitar una exposición
de pintura: ese ensimismamiento en la contemplación de una obra
de arte, en la audición de la música. Uno se queda literalmente
embrujado y lo olvida todo. Me acuerdo de lo que me ocurrió una
vez en Leipzig. La ciudad estaba en ruinas a nuestro alrededor, y de
pronto las tropas de ocupación rusas emitieron por altavoces colo­
cados en las calles música clásica. Simplemente me quedé parado en
mitad de la calle. En ocasiones como ésa se percibe también lo que
puede tener de peligrosa la capacidad de atracción del arte. Y así
podemos también imaginar lo que pudo ser la teoría para los griegos
en su para nosotros lejana imagen ideal: ese sentimiento de estar
atrapado al contemplar una obra de teatro o en cualquier otra de las
formas de demorarse que acabo de señalar.
Pero hay que preguntarse también qué es lo que ha ocurrido
para que las teorías hayan acabado por convertirse en una simple
herramienta de la ciencia. Seguro que seríamos injustos con ésta si
no fuésemos capaces de reconocer el entusiasmo que puede desen­
cadenar en el investigador hallar nuevos conocimientos y dar con
una teoría que los enuncie con toda precisión. No obstante, el mis­
mo uso lingüístico nos indica ya en qué consiste el cambio, cuando
hablamos de teorías en plural. En Aristóteles esto es raro, y en rea­
lidad sólo se encuentra en la Política, que es un pensamiento que
parte de la práctica; no aparece, en cambio, en el contexto de la
Ética. En ésta, por el contrario, hallamos el término theoría como
expresión del supremo sentimiento de la propia existencia. Theoría
es así la forma de vida de los seres divinos, para los que el mundo

20
HERMENÉUTICA. TEORIA Y PRÁCTICA

entero no es nunca algo externo, sino que constituye su propio


ámbito. Lo que en tiempos pasados se veneraba como el orden divi­
no del universo, y se lo llamaba «cosmos», se piensa en los tiempos
modernos más bien como una gigantesca fábrica en perpetuo proce­
so de modernización. ¿O tal vez sigue ocurriendo que en ciertos
momentos queremos decir: «¡Aguarda, eres tan hermoso!» (Goethe)?
Bien, hagamos una breve pausa y pasemos a la otra palabra:
praxis, «práctica». Intentemos llevarla a su patria de partida, a ver si
encontramos en ella algún agarradero. Praxis es palabra ya frecuen­
te en Homero. Pero su fuerza enunciativa y conceptual le viene más
bien de su contraste con el concepto de la potesis, del «hacer», de
tan larga resonancia, así como de su oposición al saber que subyace
a la capacidad del artesano, y que Aristóteles denomina téchne. Tam­
poco aquí resulta fácil apreciar con exactitud la significación de la
palabra griega. Expresa un saber que es propio del poder hacer. En
cambio Aristóteles designa el tipo de saber inherente a la práctica
como phrónesis. Si traducimos praxis por «acción o actuación», y
phrónesis por «inteligencia o sagacidad», no reproduciremos más
que una parte de las significaciones griegas. Esta es justamente la
razón de que volvamos sobre las palabras griegas; ellas pueden de­
círnoslo todo sobre su propio lugar en la vida.
En el caso de práxis, práttein lo primero que nos llama la aten­
ción es que la acción, y el saber que le subyace, no tienen nada que
ver con la aplicación del saber teórico. Aristóteles es de hecho el
primero que elabora el sentido práctico del saber, la phrónesis, con
la debida claridad conceptual. No se trata simplemente de acciones
cualesquiera, sino de la manera de conducirse el hombre en conjun­
to, de modo que pueda alcanzar esa felicidad de una vida lograda
que los griegos llamaban eudaim onta. Se trata, pues, del conjunto
de la conducta y de la manera de vivir, como diríamos ahora, y sin
que esto implique fijar ningún límite a lo que debe significar la
conducta. Pues bien, es claro, y debería seguir siéndolo, que «con­
ducta» es siempre «conducirse». Hay en esto un momento de re-
flexividad, si es que uno sabe lo que hace.
Parece que esto se aplica también al término griego praxis. No
sería correcto traducirlo por «acción». Tal vez sería mejor hablar de
«actividad». Pues esto deja totalmente en suspenso en qué ha de
consistir en cada caso tal actividad, que puede consistir también en
palabras. Pero es siempre en todo caso un «estar en ello», en lo que
se hace cada vez. Y ese «estar en ello» no tiene por qué ser un hacer,
y no necesita ser un «actuar». Podríamos hablar de un «poder con
las cosas», por ejemplo si le preguntan a uno si le «va bien». Era la

21
HERMENÉUTICA COMO FILOSOFÍA

fórmula final de las cartas entre los griegos: «que te vaya bien», o
como dicen en Marburgo, «hazlo bien». Tampoco aquí hay ninguna
referencia a nada que haya que hacer en concreto.
Es, pues, seguro que la teoría y la práctica están en alguna clase
de oposición entre sí. Pero de acuerdo con el sentimiento de la
lengua griega, tal como ésta nos permite intuir las cosas, están muy
cerca la una de la otra. Incluso un Aristóteles se siente justificado
para considerar que la theoría, ese deshacerse en lo contemplado, es
una modalidad de presencia suprema y por lo tanto de sublimación
de la práctica. Claro está que es un saber, cuando uno se conduce de
una u otra manera, y que siempre muestra uno cómo es según como
se conduce. Incluso es más bien lo que «uno lleva encima» por ser el
que es. La palabra griega héxis lo dice literalmente: «lo que uno
lleva puesto», un gesto o, como decimos, un hábito, realmente se­
mejante a uno. De este modo el saber y su ejecución están muy cerca
el uno de la otra en el conjunto del «conducirse». Y ya sea teoría, ya
sea práctica, lo que las guía es noús.
Es claro que Aristóteles caracteriza conceptualmente como phró-
nesis esa sagacidad práctica que da su impronta a toda la manera de
llevar la vida de uno. No es un saber que consista en atenerse a unas
ciertas reglas a las que uno ha sido habituado por medio de la «edu­
cación». El adulto es más bien el que ha crecido más allá de esa
educación, y que finalmente intenta comportarse en concreto de la
manera que le parece correcta. Si se encuentra en dificultades, re­
flexiona consigo mismo. O confía en otros y se deja aconsejar, y, al
fin, el conjunto de la manera de conducir la propia vida, llevado por
la experiencia y el conocimiento, resulta estar fundado en la deci­
sión libre.
Esto se pone de manifiesto, por ejemplo, en el momento en que
el médico se pone la bata blanca. Seguro que no renuncia a integrar
en su labor toda la cosecha de su saber, sus estudios y su experien­
cia; seguro que es también aplicación de la ciencia lo que hace el
médico en su consulta; y sin embargo no debería ser sólo aplicación
de reglas o rutina. Nunca podría seguir las reglas tan a ciegas como
se siguen las normas de tráfico más o menos obligatoriamente. Lo
que importa es más bien su propio juicio, que tiene siempre en
cuenta a cada hombre en cada caso, así como todo lo que puede
afectarle. Por eso no hablamos sólo de ciencia médica, sino del arte
de curar. Esto implica que no es simple seguimiento de reglas ni
simple saber, sino algo que no se puede regular sin más, ni gobernar
sin más, por medio de la ciencia. En el arte de curar el médico pone
para el paciente todo lo que él ha llegado a ser y es.

22
2

CIENCIA Y FILOSOFÍA

Está claro que lo que llamamos filosofía no es una ciencia en el


sentido en el que lo son las llamadas ciencias positivas; que no tiene
ante sí algo positivo, dado, que sea su cometido investigar, y que
tenga asignado su lugar entre los demás ámbitos de trabajo de las
otras ciencias. La filosofía tiene que habérselas con el todo. Ahora
bien, ese todo no es, a diferencia de cualquier otro, el todo com­
puesto por la suma de sus partes. Es una idea que va más allá de
cualquier posibilidad de conocimiento finito, y no es nada que pue­
da ser conocido científicamente. Cuando se habla de filosofía, la
gente se refiere en general a cosas tan subjetivas y privadas como la
propia manera de entender el mundo, que, eso así, aspira a ser
considerada por encima de cualquier pretensión científica. Y frente
a eso la filosofía sí que tiene todo el derecho a llamarse a sí misma
ciencia. Pues a despecho de todas sus diferencias respecto de las
ciencias positivas, sigue estando cerca de ellas en lo que tiene de
vinculante, de distinta respecto de los modos de entender el mundo
que se basan únicamente en evidencias subjetivas. Y esto no sólo le
viene dado por su origen. En origen la filosofía y la ciencia estaban
inextricablemente unidas; una y otra son creación de los griegos.
Estos recogían bajo el título genérico de filosofía el conjunto de
todos los saberes teóricos. Cierto es que entretanto hablamos de la
filosofía del Asia oriental o de la India designándolas con la misma
palabra griega, pero en realidad nos referimos básicamente a nues­
tras tradiciones occidentales de filosofía y ciencia, y cuando salimos
de este ámbito manejamos materiales de naturaleza muy diversa,
como Christian W olff cuando calificaba la sapientia sínica de «filo­
sofía práctica».

23
HERMENÉUTICA COMO FILOSOFIA

Ahora bien, cuando hablamos de filosofía nos referimos tam­


bién a lo que podría llamarse «el componente filosófico de las cien­
cias», esto es, esa dimensión conceptual por la que se determina en
cada caso el ámbito objetivo de una ciencia: la naturaleza inorgáni­
ca, la naturaleza orgánica, el reino vegetal, el reino animal, el reino
humano, etc. Esta filosofía, de acuerdo con su propio estilo de pen­
sar y conocer, pretende justamente no quedarse por detrás de las
ciencias en cuanto a su «vinculatividad». Hoy en día gusta de llamar­
se a sí misma «teoría de la ciencia», pero hace suya la aspiración
filosófica de «rendir cuentas». La cuestión que se plantea es, pues,
cómo puede ser tan vinculante como una ciencia sin ser ciencia ella
misma, y sobre todo cómo puede en la actualidad rendir cuentas en
un sentido filosófico, cuando las ciencias mismas han alcanzado en
su investigación tal autoconciencia lógica que reaccionan con dis­
gusto ante cualquier especulación más menos fantasiosa sobre el
todo, y rechazan cuanto no se somete a su propia ley.
Se dice que esa tendencia de las ciencias a invadir todo lo que
las rodea, que en realidad no es sino la puesta en práctica de su
propia manera de entender su método, deja sin embargo insatisfe­
cha una necesidad última de la razón, la de preservar la unidad en
el conjunto del ser. Por lo tanto la aspiración a reunir sistemática­
mente el conjunto de nuestro saber seguiría siendo el cometido
legítimo de la filosofía. Sin embargo esta pretensión, la de que la
filosofía aporte el trabajo de reunir sistemáticamente lo que hay,
tropieza hoy en día con un escepticismo cada vez mayor. Parece
que la humanidad ha aceptado ahora, de una nueva manera, la idea
de su propia limitación y que, pese a ser consciente de que los
saberes que cultiva la ciencia son irremediablemente particulares, se
contenta con sus progresos y con el grado cada vez mayor de
dominio de la naturaleza que ellos hacen posible. Incluso se hace
a la idea de que no por dominar cada vez más a la naturaleza
disminuye el dominio de unos hombres sobre otros,' sino que, en
contra de lo que se esperaba, ese dominio es cada vez más intenso
y amenaza la libertad desde dentro. No deja de ser una consecuen­
cia de la técnica el que ésta haya hecho posible una manipulación
de la sociedad humana, de la opinión pública, de la manera de vivir
y de repartirse el tiempo entre la profesión y la familia, que nos
deja sin aliento. Se diría que la metafísica y la religión proporcio­
naban un soporte para la tarea de organizar la sociedad humana
mejor que el tipo de poder que se acumula ahora por obra y gracia
de la ciencia. Sin embargo las respuestas que una y otra afirmaban
poder dar son, para el hombre de ahora, respuestas a preguntas que

24
CIENCIA Y FILOSOFIA

ni siquiera se pueden ya preguntar, y que a él en realidad no le hace


falta preguntar.
De hecho se ha convertido en una realidad lo que un Hegel,
comprometido hasta el fondo con la causa de la filosofía, enunciaba
como una cabal contradicción cuando decía que un pueblo sin
metafísica sería como un templo sin sanctasanctórum, un templo
vacío en el que ya no habita nada y que por eso él mismo tampoco
es ya nada. «Un pueblo sin metafísica»: no es difícil comprender
que en esta expresión Hegel no piensa en el pueblo como unidad
política, sino como comunidad lingüística. Pero con eso la frase de
Hegel, destinada sin duda a provocar emoción y nostalgia, o inclu­
so la burla de los ilustrados radicales, irrumpe de pronto en nuestra
propia situación en el tiempo y en el mundo y nos obliga a pregun­
tarnos en serio: en la solidaridad que une a todos los que hablan
una misma lengua, ¿queda aún algo al final por cuyo contenido y
estructura se pueda preguntar, pero por los que ninguna ciencia
podría preguntar? ¿Tendrá finalmente algún significado la idea de
que la ciencia no sólo no «piensa» — en el sentido enfático del
término, como lo usa Heidegger en una frase tan mal interpretada
casi siempre— , sino que ni siquiera habla realmente una lengua
propia?
No cabe duda de que en nuestro siglo el problema del lenguaje
ha conquistado una posición central que no coincide ni con la vieja
tradición de la filosofía del lenguaje humboldtiana ni con las preten­
siones totalizadoras de la lingüística general o de la ciencia del len­
guaje. Debemos esta situación hasta cierto punto a una nueva toma
en consideración del mundo de la vida práctica, como consecuencia,
por una parte, de la investigación fenomenológica y, por la otra, de
la tradición filosófica del pragmatismo inglés. Al convertirse el len­
guaje en un tema de la reflexión inextricablemente unido al mundo
de la vida humana, parece nacer un nuevo fundamento para la vieja
pregunta metafísica por el todo. En este contexto el lenguaje ya no
es una mera herramienta o una capacidad especial, propia del hom­
bre, sino el medio en el que vivimos desde el principio como seres
sociales, y que sostiene el todo en el que nos introducimos al vivir.
Orientación según el todo: esto no es algo que esté en el lenguaje, si
por lenguaje entendemos los hábitos lingüísticos monológicos de los
sistemas de designación científicos, determinados íntegramente por
el ámbito de la investigación en el cual operan como designaciones.
Sin embargo el lenguaje como orientación por el todo entra en
juego cada vez que se habla de verdad, esto es, cada vez que dos
interlocutores que empiezan a conversar circunscriben «la cosa» por

25
HERM ENÉUTICA COMO FILOSOFÍA

el hecho mismo de dirigirse el uno al otro. Pues cuando hay comu­


nicación no se hace simplemente uso del lenguaje, sino que se hace
lenguaje.
Por eso la filosofía puede dejarse guiar por el lenguaje cuando
quiere dar prioridad a su cometido de hacer preguntas más allá de
cualquier ámbito objetivado por las ciencias, cuando quiere hacer
preguntas por el «todo». Y es lo que siempre ha estado haciendo,
empezando por las preguntas propedéuticas de un Sócrates y por
esa orientación «dialéctica» según los logoi con los que Platón y
Aristóteles por igual miden sus análisis del pensamiento. Es esa se­
gunda mejor travesía de la que habla Sócrates en el F edón , una vez
que la indagación inmediata de las cosas, tal como se las ofrecía la
ciencia de entonces, le había llevado a la más completa desorienta­
ción. Es el giro hacia la idea, en la cual tiene lugar la filosofía como
diálogo del alma consigo misma, como pensamiento, en un proceso
infinito de entendimiento consigo misma. También en la dialéctica
de Hegel, que se esfuerza por sacar el lenguaje del encorsetamiento
de los conceptos en tesis y antítesis, en dicción y contradicción, y
llevarlo á un plano superior, el lenguaje sigue pensando y volviendo
a hacerse lenguaje, en cuanto que es en él donde el concepto se
eleva a sí mismo a la condición de tal.
El fundamento sobre el que se edificó la filosofía en Grecia fue
ciertamente un incontenible deseo de saber, pero no lo que llama­
mos ciencia. Y si el primer nombre que tuvo la metafísica fue el de
«primera ciencia» (prima philosophia), tal saber sobre Dios, el mun­
do y el hombre, que eran lós contenidos tradicionales de la metafí­
sica, no sólo poseía una primacía indiscutible sobre los saberes repre­
sentados paradigmáticamente por las ciencias matemáticas, la
aritmética, la trigonometría y la música (astronomía). Lo que en cam­
bio llamamos ciencia nosotros seguramente no se habría puesto en
Grecia en ninguna relación con el uso de la palabra philosophia. Y en
cuanto a la expresión «ciencia experimental», a los oídos de un grie­
go eso habría sido como un círculo cuadrado. A eso se le llamaba
historia, lo que en alemán se llama Kunde*. Lo que se corresponde
con el concepto de ciencia usual entre nosotros, para ellos tendría
que ver más bien con el tipo de saber que hace posible producir algo.
Es lo que llamaban p oietiké, epistém e o téchne. El ejemplo clásico y
determinante era la medicina, que también entre nosotros es consi­

* El término no tiene correlato en nuestra tradición. Designa las asignaturas


de una enseñanza más o menos elemental, cuyo contenido no rebasa la experiencia
común. (N. de los T.)

26
CIENCIA Y FILOSOFIA

derada a veces menos ciencia que arte de curar, al menos cuando


deseamos hacer justicia al componente humano de su ejercicio.
El tema que nos ocupa esta noche abarca, pues, a su manera el
conjunto de la marcha histórica de Occidente, el comien2o de la
ciencia y la actual crítica situación de un mundo que se ha transfor­
mado, sobre la base de la ciencia, en una única gigantesca empresa
técnica. Nuestras preguntas van incluso más allá del modo como
nuestro mundo se nos hace presente a nosotros en virtud de su pro­
pia historia, pues aceptan el reto que para el pensamiento represen­
ta la existencia de otras tradiciones de saber y sabiduría, en otras
culturas, que no se formulan ni en el lenguaje de la ciencia ni sobre
la base de ésta. De modo que vale la pena, en el plano del método,
preguntarnos por la relación entre filosofía y ciencia en todo su
alcance, tanto desde los comienzos griegos como desde las conse­
cuencias más tardías que la Edad Moderna ha puesto de manifiesto.
Pues la Edad Moderna, frente a tanta disputa sobre su concepto y
datación, se define inequívocamente por la aparición de un nuevo
concepto de la ciencia y de su método, hecho realidad por primera
vez, al menos en parte, por Galileo, y fundamentado filosóficamen­
te por primera vez por Descartes.
Desde entonces, desde el siglo x v ii , lo que ahora llamamos filo­
sofía se encuentra en una nueva situación. Se le ha vuelto necesario
justificarse frente a las ciencias, lo que nunca antes había ocurrido, y
a lo largo de los dos siglos que transcurren hasta Hegel y Schelling
se construye a sí misma justamente al paso de esa autojustificación
frente a las ciencias. Los diversos sistemas de los dos últimos siglos
son una densa secuencia de intentos de conciliar la herencia de la
metafísica con el espíritu de la ciencia moderna. Luego, con la irrup­
ción de la era positiva, como decía Comte, los únicos que se toma­
ron en serio la cientificidad de la ciencia fueron los universitarios.
Intentaban así protegerse ante los vendavales de las cosmovisiones
en conflicto buscando en ella una tierra firme, lo que sin embargo
no los llevó más que a los pantanos del historicismo o a los abismos
de la epistemología, cuando no se limitó a zarandearlos por el mar
interior de la lógica.
Para acercarnos al tema de la relación entre filosofía y ciencia,
una buena vía puede ser por lo tanto retrotraernos al tiempo en el
que todavía se creía en serio que la filosofía tiene el carácter de
ciencia. Esto ocurrió por última vez a la altura de Hegel y Schelling.
Ambos intentaron volver sobre la idea de la unidad de todo nuestro
saber, de modo que hace siglo y medio diseñaron sistemáticamente
una nueva justificación de «la filosofía», fundamentando, a la inver­

27
HERM ENÉUTICA COMO FILOSOFIA

sa, el idealismo sobre la ciencia. Schelling lo hizo mediante la de­


mostración física del idealismo, Hegel reuniendo la filosofía de la
naturaleza y la filosofía del espíritu en la unidad de una filosofía
real, opuesta a la filosofía ideal de la lógica.
Y no se puede tratar, evidentemente, de renovar los intentos de
hacer una física especulativa, de los que se hizo uso y abuso en el
xix, en la práctica como coartada frente a la filosofía. La necesidad
de una unidad de la razón y de una unidad del saber sigue estando
viva, ciertamente, pero es un hecho que ahora se sabe en conflicto
con la autoconciencia de la ciencia. Cuanto más honrada y severa­
mente se juzga ésta a sí misma, más escéptica se hace frente a esas
promesas de unidad y esas pretensiones de validez definitiva. Darse
cuenta de por qué fracasó el intento de hacer una física especulativa,
y de incardinar las ciencias en el «sistema de la ciencia» ideado por
la filosofía, es, pues, al mismo tiempo comprender con más nitidez
tanto el rango como los límites de la ciencia.
Y por cierto que ni Hegel ni Schelling eran insensibles a la legí­
tima pretensión de autonomía planteada por las ciencias experimen­
tales, embarcadas en hacer su propio camino metodológico, y que
precisamente por hacerlo plantean a la filosofía moderna sus nuevas
tareas. En el momento culminante de su trabajo en Berlín, Hegel
escribe en el prólogo a la segunda edición de la E n ciclopedia sobre
cómo se representa él la relación entre la filosofía y las ciencias
experimentales, y sobre los problemas filosóficos que entraña esa
relación. Simplemente basta con darse cuenta de que el azar de lo
que sale a nuestro encuentro en cada momento no puede ser dedu­
cido del concepto con carácter de necesidad. Incluso el caso extre­
mo de certidumbre en las predicciones que hacen posible los gran­
des espacios de nuestro sistema solar a la hora de calcular la duración
del día y la noche, de los eclipses, etc., no sólo contiene aún un
cierto margen para las desviaciones (que desde luego quedan siem­
pre muy por debajo del umbral de lo que se puede observar sin
medios precisos). Lo realmente esencial es que la aparición de los
fenómenos celestes predecibles no es en sí misma predecible. Pues
para una observación sin instrumentos todo depende del tiempo
que haga en ese momento, y ¿quién basaría certidumbre alguna en
los pronósticos meteorológicos?
Claro está que en un ejemplo tan drástico el problema no es la
relación universal entre el azar y la necesidad, sino que se trata de
un problema intracientífico. Hegel ha mostrado que entre la necesi­
dad de la ley universal y el azar del caso singular hay una identidad
descriptiva. La necesidad de las leyes de la naturaleza, medida según

28
CIENCIA Y FILOSOFIA

la necesidad del concepto, ha de ser considerada como en sí misma


casual. No se trata de una necesidad evidente como lo es la de que
un organismo vivo mantenga su identidad en los procesos metabóli-
cos. En el dominio de la investigación de la naturaleza la formula*
ción de leyes matemáticas precisas no deja de ser un ideal aproxima-
tivo. Esa clase de enunciados nomológicos se rige ampliamente por
ideas normativas bastante difusas sobre la unidad, la sencillez, la
racionalidad, incluso la elegancia. Su único baremo verdadero son
los propios datos de la experiencia.
Y en cuanto al dominio de las cosas humanas, ése sí que cae de
lleno en el reino del azar. La experiencia apoya mucho más resuel­
tamente al escepticismo histórico que a ninguna creencia sobre la
necesidad histórica y la razón en la historia. Sería dejar en la estaca­
da por completo a la razón y sus necesidades si uno quisiese apelar
simplemente a regularidades en la historia, cuya formulación, según
su propio sentido, no hace más que la de las leyes de la naturaleza:
decir lo que realmente pasa.
No, las necesidades de la razón son otra cosa, y la filosofía de la
historia universal de Hegel ilustra esto muy bien. La idea a priori
inserta en la esencia del hombre, y que éste reconoce en la historia, es
la de la libertad. El famoso esquema de Hegel sobre Oriente, Anti­
güedad clásica y mundo cristiano decía: en Oriente sólo es libre uno,
en la Antigüedad clásica lo son algunos, y en el mundo cristiano lo
son todos. Esta es la manera racional de contemplar la historia del
mundo. Pero esto no quiere decir que con ello se puedan reconstruir
todas las cosas que pasan realmente en el curso de la historia. El
campo de los fenómenos que tenemos derecho a llamar casuales si­
gue siendo infinito. Ahora bien, el azar no es una contrapartida sino
más bien justamente la verificación del sentido de la necesidad inhe­
rente al concepto. No es una razón en contra de la visión racional de
la historia del mundo el hecho de que la libertad de todos, que Hegel
presenta como principio del mundo cristiano, no exista en la reali­
dad, que una y otra vez se vivan épocas de falta de libertad, que
incluso lleguen a estabilizarse de un modo definitivo e ineludible
sistemas de servidumbre social, como ha ocurrido en nuestra exaspe­
rada situación mundial contemporánea. Esto es parte del reino del
azar al que pertenecen las cosas humanas, y que sin embargo no se
opone al principio. Pues no existe un principio de la razón que esté
por encima del de la libertad. Es lo que pensaba Hegel y lo que
pensamos nosotros. No es pensable un principio superior al de la
libertad de todos, y entendemos la historia real a partir de este prin­
cipio: como la lucha interminable y siempre renovada por la libertad.

29
HERM ENÉUTICA COMO FILOSOFIA

Sería no entender las cosas — aunque ocurre con frecuencia—


creer que los hechos pueden invalidar o desmentir este aspecto ra­
cional del concepto. El tan denostado «pues peor para los hechos»
contiene una profunda verdad. No es una proposición contra las
ciencias experimentales, sino contra lo que Hegel llamaba en el «Pró­
logo berlinés» el enmascaramiento y escamoteo de las contradiccio­
nes que separan a la filosofía y a las ciencias. Él no está dispuesto a
aceptar la «Ilustración moderada» de una especie de compromiso
formal entre las exigencias de la ciencia y la argumentación por
medio de conceptos racionales. Eso no ha sido para él más que un
«estado de satisfacción aparente», una paz «más que superficial».
«En la filosofía en cambio el espíritu ha celebrado su conciliación
consigo mismo». Con ello, lo que quiere decir Hegel es, evidente­
mente, que la necesidad que tiene la razón de acceder a la unidad es
legítima bajo cualquier circunstancia, y que sólo la filosofía está en
condiciones de satisfacerla. Que la ciencia sólo entra en contradic­
ción irresoluble con la filosofía cuando pretende para sí la validez
absoluta, nada más. Y éste es exactamente el caso de nuestro ejem­
plo de la «libertad de todos». Quien no comprenda que historia es
justamente eso, que la libertad de todos se haya convertido en un
principio irrenunciable, pero que necesita siempre esfuerzos renova­
dos para realizarla, es que no ha entendido la relación dialéctica
entre el azar y la necesidad, ni la pretensión de la filosofía de reco­
nocer la racionalidad concreta.
Hoy día vamos juzgando a Hegel cada vez con más justicia, no
sólo en el campo de la ciencia de la historia, a la que ha contribuido
con aportaciones realmente importantes, sino también en el del co­
nocimiento de la naturaleza. Estaba sin duda a la altura de la ciencia
de su tiempo. Lo que ha expuesto a la burla tanto a su filosofía de la
naturaleza como a la de Schelling no es su falta de información, sino
la falta de comprensión de hasta qué punto son esencialmente diver­
sas la consideración racional de las cosas y el conocimiento empíri­
co. Esta falta de comprensión se les puede sin duda imputar también
en parte a Schelling y a Hegel, pero en medida mucho mayor, desde
luego, a las ciencias experimentales, empeñadas en no ver sus pro­
pios presupuestos. Un conocimiento empírico consciente de sus pro­
pios condicionamientos tiene que aceptar que el curso de su investi­
gación depende de sí misma, y que no puede hacer un uso dogmático
de sí. Una doctrina que no ha perdido validez, pero que sigue sin
aceptarse del todo, es que lo filosófico no se desprende por sí mis­
mo del trabajo de la investigación científica, sino que se pone de
manifiesto más bien en el hecho de que las ciencias se mantengan

30
CIENCIA Y FILOSOFIA

alejadas por sí mismas de toda complementación filosófica y de toda


dogmatización especulativa, lo que protege a la filosofía de inter­
venciones atolondradas. Hegel y Schelling han sido mucho más víc­
timas del dogmatismo de las ciencias que de su propio delirio dog­
mático de perfección.
Es cierto que, cuando más adelante tanto el neokantismo como
la fenomenología volvieron a plantear la pretensión de tomar como
objeto los conceptos fundamentales de las diversas regiones de la
investigación en su estar dados a priori, la investigación ha desacre­
ditado la pretensión dogmática que esto llevaba consigo. La química
se ha resuelto en física, la biología en química, y toda la clasificación
de los reinos animal y vegetal ha retrocedido ante el interés por las
transiciones y su continuidad. La lógica ha sido tomada cada vez
más por la matemática. Mi propio profesor Natorp hizo un último
intento de demostración conceptual a priori de la tridimensionali-
dad del espacio, como lo hizo Hegel con la cifra de los siete plane­
tas. Esto es agua pasada. Pero la tarea permanece. Pues la compren­
sión de nuestro mundo sedimentada en el lenguaje no puede ser
absorbida en su totalidad por las posibilidades de conocimiento es­
pecíficas de la ciencia. Esta podrá tal vez ponernos en situación de
crear vida en la retorta o de alargar indefinidamente la duración de
la vida humana. Pero eso no cambiará nada en las duras discontinui­
dades que sigue habiendo entre materialidad y vida, o incluso entre
la vida realmente vivida y la caída en la muerte. La articulación del
mundo en que vivimos por medio del lenguaje y de la comunicación
no es una mera dimensión convencional, ni es mero reflejo de una
conciencia tal vez falsa; copia lo que hay, y se sabe legitimada preci­
samente porque en todo puede admitir alegaciones, objeciones y
críticas. La analizabilidad y producibilidad de cuanto existe, que es
lo que logra la ciencia, no representa frente a eso más que un campo
particular de aprehensión y dominio, cuyos límites están en la impo­
sibilidad de vencer la resistencia que opone lo que es a su objetiva­
ción.
En este sentido no cabe ignorar que la ciencia se encuentra, y se
encontrará siempre, con una pretensión de comprensión ante la
cual fracasa y tiene que fracasar. Desde que Sócrates fundara en el
Fedón la dialéctica como refugio en los logoi, la filosofía ha retenido
como su propia tarea esa pretensión. Y Hegel es parte de esa heren­
cia. También él acepta como guía al lenguaje. «El lenguaje de la
conciencia hiperactiva» está atravesado por categorías, y el cometi­
do de la filosofía es elevarlas a la condición de concepto. Así es
como ve Hegel las cosas. Nosotros nos encontramos hoy día ante la

31
HERM ENÉUTICA COMO FILOSOFIA

pregunta de si no podremos seguir viendo las cosas de esa manera,


puesto que la ciencia se ha emancipado del lenguaje al desarrollar
sus propios sistemas de designación y de representación simbólica.
¿No estaremos abocados a un futuro en el que una adaptación sin
lenguaje y sin palabras haga innecesaria la afirmación de la razón? Y
del mismo modo que en la actualidad la ciencia se autonomiza de un
modo inédito, desde el momento en que su proyección sobre la vida
ya no tiene lugar mediante el uso de un lenguaje comprensible para
todos, hay una segunda dimensión en la que afloran una reflexión y
una duda semejantes. Es sabido que Hegel dedicó una atención es­
pecial al sistema de las necesidades como fundamento de la sociedad
y del Estado, pero que sometió inequívocamente ese sistema a las
formas espirituales de la vida moral. Ahora en cambio vemos cómo
ese sistema está aherrojado al círculo infernal de producción y con­
sumo que arrastra a la humanidad a una autoenajenación cada vez
más profunda, pues las necesidades naturales son cada vez más «fa­
bricadas», esto es, revelan ser cada vez más producto de intereses
heterogéneos y no del interés por satisfacer las necesidades.
Se pódría preguntar, claro está, si la desdogmatización de la
ciencia que ha tenido lugar en el siglo xx con la exigencia de apar­
tarse de la consideración natural de las cosas no habrá sido en defi­
nitiva otra cosa — y ya sería bastante— que la prohibición de un
acceso demasiado simplista de la capacidad de representación hu­
mana a los campos de la investigación, con lo que de paso se habría
roto para bien la tentación dogmática que facilitaba esa accesibili­
dad y que Hegel denomina enmascaramiento de las contradicciones.
El modelo de la mecánica, que en tiempos de Schelling y Hegel
reposaba sobre la base firme de la física newtoniana, no dejaba de
resultar cercano al hacer y fabricar, cercano a la producción mecáni­
ca, y hacía posible manejar la naturaleza para objetivos determina­
dos artificialmente.
En esta perspectiva técnica universal había una cierta correspon­
dencia con la primacía filosófica de la autoconciencia en el marco de
la nueva época. Y en esto corremos siempre el riesgo de dejarnos
llevar, sin darnos cuenta, por la construcción de la historia que nos
legó el idealismo alemán. Hay que preguntarse, sin embargo, si
ambas cosas no son en realidad visiones demasiado cortas. Pues, si
bien se mira, la autoconciencia sólo consolida una posición tan cen­
tral como la que tiene a partir de la pretensión del idealismo alemán
de construir toda verdad a partir de ella, tomando como principio
supremo la sustancia pensante y la primacía de su certidumbre, tal
como Descartes las señala y glorifica. Pero, justamente en este pun­

32
CIENCIA Y FILOSOFIA

to, el siglo xix sacudió todos los fundamentos. La crítica a las ilusio­
nes de la autoconciencia, inspirada en las anticipaciones de Scho-
penhauer y Nietzsche y que ha calado en la ciencia y ha proporcio­
nado al psicoanálisis su influencia, no es un hecho aislado. El intento
de Hegel de rebasar el concepto idealista de la autoconciencia y
presentar el mundo del espíritu objetivo como una dimensión supe­
rior de la verdad, obtenida de la dialéctica de la conciencia, fue un
nuevo impulso en la misma dirección que luego siguieron Marx y la
doctrina marxista de la ideología.
Más significativa todavía podría ser sin embargo la profunda
transformación que ha experimentado el concepto de la objetivi­
dad, conectado en la física al de la mensurabilidad, como derivado
de la reciente física teórica. El papel que ha empezado a desempeñar
la estadística incluso en este dominio, y que somete en medida cada
vez mayor el conjunto de nuestra vida económica y social, ha con­
frontado a la conciencia con modelos que ya no son los de la mecá­
nica y los de la máquina de fuerza, sino que se caracterizan por la
autorregulación y que recuerdan, por lo tanto, menos el ámbito de
lo que se fabrica que el campo de lo vivo, de la vida organizada en
círculos de pautas.
Sería sin embargo equivocado pasar por alto el tipo de voluntad
de dominio que se expresa en estos nuevos métodos de dominio de
la naturaleza y de la sociedad. La vieja inmediatez de las interven­
ciones humanas, allí donde los mecanismos son totalmente transpa­
rentes, ha cedido su lugar a formas mucho más mediatas de control,
equilibrio y organización. Esa es mi impresión. Pero habría que te­
ner en cuenta lo siguiente: puede que valga la pena considerar el
progreso de la civilización, que debemos a la ciencia, también bajo
el punto de vista de que ha traído consigo una cierta disminución de
la evidencia con la que antes el hombre ejercía su poder tanto sobre
la naturaleza como sobre otros hombres, y que esto lleva consigo
una reforzada tentación a abusar de tal poder. Piénsese en los geno­
cidios organizados, o en la maquinaria bélica que empieza a ejercer
su función devastadora con sólo apretar un botón. Pero piénsese
también en el creciente automatismo de todas las formas de vida
social, por ejemplo en las planificaciones, que se caracterizan justa­
mente por tomar decisiones a largo plazo, con lo que esto implica
de disminución de la libertad en su ámbito; o en el poder creciente
de la Administración, que pone en manos del burócrata un poder
que nadie ha deseado, pero que nadie puede tampoco evitar. De
este modo cada vez son más los ámbitos de nuestra vida que quedan
bajo la coerción de procesos automáticos. El hombre y su espíritu se

33
HERM ENÉUTICA COMO FILOSOFÍA

reconocen cada vez menos a sí mismos en estas objetivaciones del


espíritu.
Y, no obstante, creo que precisamente en esta situación del sub­
jetivismo de una Edad Moderna que se crucifica a sí mismo, empie­
za a ganar importancia un aspecto diferente, que se le ha escapado
por entero a la autoconciencia moderna y a su culminación hasta
llegar al anonimato de la vida, y que incluso contiene una nueva
capacidad para ofrecer esperanzas a viejos motivos, aunque en una
dirección opuesta. También en esto creo que Hegel demuestra una
nueva actualidad. Él no sólo lleva a su culminación la idea de la
subjetividad que subyace a toda la Edad Moderna, y expande esta
estructura de la subjetividad por las formas del espíritu objetivo y
del espíritu absoluto, sino que otorga validez a un nuevo sentido de
la racionalidad que procede de los más remotos tiempos de los grie­
gos. Los conceptos de razón y racionalidad no son sólo determina­
ciones de nuestra autoconciencia. Tuvieron un papel decisivo en la
filosofía griega, cuando aún no se había desarrollado concepto algu­
no sobre el sujeto y la subjetividad, y será siempre una provocación
para nosotros el que Hegel imprima, como párrafo final de su siste­
ma de la ciencia filosófica, un texto griego tomado de la M etafísica
de Aristóteles. Por supuesto, es un texto en el que nosotros no
podemos por menos de proyectar nuestro propio concepto de la
autoconciencia. La autoconciencia suprema tiene que ser atributo
del ser divino supremo. Y sin embargo, para el pensamiento griego,
en la autoconciencia del dios que se piensa a sí mismo culmina todo
el edificio del ser, dentro del cual la autoconciencia humana tiene
un papel más bien modesto.
T im iótata tá ástra, «lo más digno son las estrellas»: éste es el
patrón indiscutido bajo el cual el ser humano tiene su lugar en el
cosmos dentro del pensamiento griego. Para nosotros suena extraño
que lo más venerable de lo que existe no sea el hombre sino las
estrellas. Suena remotísimo, tanto respecto de Hegel como de nues­
tro presente. Y no obstante hay ahí escondida una actualidad dialéc­
tica que hay que sacar a la luz, y que en mi opinión sitúa bajo una
nueva óptica tanto a Hegel como a nuestros antepasados griegos. El
que Hegel diga de la filosofía que es una conciliación de la descom­
posición nos sonará ya menos a verdad válida o a falsedad idealista
que a una cierta anticipación romántica. Para Hegel, del desagarra-
miento entre la autoconciencia y la realidad del mundo tenía que
surgir la forma superior de la verdad por medio de la conciliación y
la reunión de los opuestos, liberándose el sujeto de la rigidez de su
oposición al objeto. Éste era el pathos escatológico de su filosofía.

34
CIENCIA Y FILOSOFIA

Pero lo que nos rodea es evidentemente todo lo contrario: la


mala infinitud de un incesante determinar las cosas, de un no dejar
de apoderarse de ellas y apropiárselas compulsivamente. Hegel po­
nía esta mala infinitud en relación con el aspecto externo del enten­
dimiento que es propio del mundo racional, y con su empecina­
miento en fijar dualidades y oposiciones: con ello lo de fuera queda
puesto ahí como lo opuesto a uno mismo, en su pura objetividad. A
diferencia de esta actitud, Hegel enseña la verdadera infinitud del
ser que se determina a sí mismo en sí mismo, por ejemplo, la de lo
vivo, o la de la autoconciencia, o la de la humanidad que se libera
porque se hace consciente de su libertad, o la del espíritu que se
vuelve transparente para sí mismo en el arte, en la religión y en la
filosofía. A la vista de esta enseñanza uno se siente transportado más
allá de todas las grietas del tiempo y situado sobre un suelo nuevo.
La racionalidad griega, que Hegel intenta reunir con la autocon­
ciencia moderna en una nueva unidad, adquiere una nueva dimen­
sión si se la deja de considerar como una simple prefiguración de la
Edad Moderna. Deja de ser ese enigmático autoolvido que se pierde
en la contemplación del mundo y sólo se refiere a sí mismo en la
persona de un dios supremo del universo. Frente a la mala infinitud
a la que nos sentimos arrastrados, se nos aparece como la imagen de
un futuro factible para nosotros, como una nueva posibilidad de
vivir y sobrevivir. No serán ya ni el edificar sistemas que reúnan en
el mundo de las ideas los elementos que han entrado en contradic­
ción entre sí, ni la pasión desmedida de los arquitectos de edificios
sistemáticos, los que pongan ante nosotros el ideal de la razón. Pues
es un hecho que la necesidad que tiene la razón de acceder hasta la
unidad en el curso de la investigación se ve una y otra vez enigmá­
ticamente defraudada, de tal modo que ha tenido que aprender la
asombrosa experiencia de acabar por acomodarse a la dispersión en
incontables particularidades, cada una de las cuales posee esa uni­
dad estructural particular de todo sistema. Me parece un hecho de
alcance simbólico el que la construcción de sistemas se haya visto
sustituida por la teoría de los sistemas.
¡Pero qué cambio en el significado y en el sentido de la palabra
teoría! ¿Y qué es lo que ha cambiado? La palabra teoría es la griega
theoría. Representa lo que realmente distingue al hombre, ese fenó­
meno roto y subordinado dentro del universo, que pese a la exigüi­
dad y finitud de sus dimensiones es capaz de una aspección pura del
universo. Pero desde el contexto de la lengua griega no tendría
sentido hablar de «proponer o edificar teorías». Sonaría a que uno
las «hace». La palabra, a diferencia de la conducta teórica tal como

35
HERM ENÉUTICA COMO FILOSOFIA

la entiende la autoconciencia, no se refiere a esa distancia respecto


del ser que le permite a uno reconocer imparcialmente lo que hay y
someterlo así a un dominio anónimo. Por el contrario la distancia
propia de la teoría en el sentido griego de la palabra es la de la
cercanía y pertenencia. El sentido primitivo de la palabra era la
participación en una procesión solemne para adorar a los dioses.
Contemplar el proceso divino no tiene nada que ver con la compro­
bación distante de un estado de hecho, ni con la observación de un
espectáculo grandioso; se trata de una participación genuina en el
evento, de un verdadero estar ahí. Por lo mismo la racionalidad del
ser, esa gran hipótesis de la filosofía griega, es una cualificación
menos de la autoconciencia humana que del ser mismo, que es el
todo y se muestra como el todo, de modo que más bien es la razón
humana la que ha de verse a sí misma como una parte de aquélla, en
vez de como una autoconciencia que se opone al todo.
Es, pues, un camino diferente, en el que la reflexión humana
profundiza en sí misma y se encuentra a sí misma; pero no el cami­
no hacia adentro al que nos convocaba san Agustín, sino la vía de la
plena entrega al afuera, en el que sin embargo el que busca se acaba
encontrando a sí mismo. Y la grandeza de Hegel estriba en que no
consideró la vía griega como falsa frente a la forma moderna de la
autorreflexión, ni que por lo tanto haya que abandonar en aras de
ésta, sino como un lado del ser mismo, inherente a él. Y la gran
conquista de su Lógica es haber reconocido este fundamento que
reúne y soporta los contrarios. Ya lo llamase N oms, ya Dios, es sin
duda también esa exterioridad plena que en la fusión mística del
cristiano representa la interioridad extrema.
Llegamos al final de nuestras reflexiones. La relación entre la
ciencia y la filosofía, en el punto al que nos lleva Hegel, y con él
también Schelling, resulta ser dialéctica. Esa relación no puede ser
apropiadamente descrita ni por una filosofía que necesita acotarse
frente a las ciencias, y que puede mantener su sentido limitado, ni
por un rebasar especulativamente todo límite intentando fijar dog­
máticamente una investigación que se halla siempre en movimiento.
Es necesario pensar esa relación en toda su contradictoriedad, y no
obstante positivamente. Ni rebajarse a una Ilustración moderada, ni
enmascarar y escamotear los problemas. Y sería pura ceguera creer
que esta situación de incomodidad se resuelve alineando a la filoso­
fía con el arte y dándole parte en todos sus privilegios y en todas las
audacias conectadas con ellos. Por el contrario, es indispensable
seguir asumiendo el «esfuerzo del concepto». Bien es verdad que
ahora la pretensión de acceder a una unidad sistemática nos parece

36
CIENCIA Y FILOSOFIA

menos viable de lo que se lo parecía al Idealismo. Así que nos senti­


mos llevados por una cierta afinidad con la fascinante diversidad de
las propuestas que despliega ante nosotros el arte con la riqueza de
sus obras. Pues ni el principio de la autoconciencia ni ningún otro
principio de unificación y autofundamentación nos proporcionan
en la actualidad la menor esperanza de que sea posible, pese a todo,
acabar edificando el sistema de la filosofía.
Sin embargo eso no hace ociosa la necesidad de unidad que ca­
racteriza a la razón. Esa necesidad tampoco es reducida al silencio
por los cien ojos de ese Argos que, según la hermosa expresión de
Hegel, representa la obra del arte, en la cual no hay rincón alguno
que no nos esté mirando. En todos los aspectos sigue en pie el deber
del hombre de entenderse consigo mismo, un deber que no puede
ser ignorado en ninguna experiencia, y desde luego tampoco en las
del arte. Ahora bien, en el momento en que los enunciados del arte
se integran en el proceso de nuestro entendernos con nosotros mis­
mos, en el momento en que los percibimos en su verdad, lo que está
manos a la obra ya no es el arte sino la filosofía. La misma necesidad
de la razón que nos obliga en todo momento a recomponer la uni­
dad de nuestro conocimiento es la que hace también que el arte
entre en nosotros. Pero también forma parte de ello, en nuestro
mundo actual, el conjunto de todas las mediciones de los accesos
al mundo, así como todas las puestas a prueba de las intervenciones
en el mundo que nos proporcionan las ciencias. Y, sin duda, tam­
bién forma parte de ello la propia herencia de nuestras tradiciones
de ver de un modo racional y filosófico las cosas, entre las cuales no
hay una sola con la que podamos quedarnos entregándonos del
todo a ella, pero a todas las cuales tenemos que prestar oído. La
necesidad de la razón de llegar a una unidad nos lo exige.
El ejemplo de las ciencias que determinan nuestra época debería
al mismo tiempo mantenernos alejados de la tentación de buscar
satisfacción a nuestra necesidad de unidad por medio de construc­
ciones precipitadas. Del mismo modo que toda nuestra experiencia
del mundo no es sino un interminable proceso de aclimatación a él
— por decirlo con Hegel— , incluso en un mundo que cada vez nos
parece más extraño porque cada vez está más transformado por
nosotros, también la necesidad de rendir cuentas con la filosofía es
un proceso infinito. En él tiene lugar no sólo la conversación de
cada uno consigo mismo en la que consiste el pensar, sino también
esa otra en la que estamos implicados todos y en la que nunca
dejaremos de estarlo, decretemos o no la muerte de la filosofía.

37
3

HUMANISMO Y REVOLUCIÓN INDUSTRIAL

Vivimos en una época en la que las perspectivas parecen estar dán­


dose la vuelta en muchos sentidos. Hay cosas que están desapare­
ciendo del mapa por completo, por ejemplo, el honor del criado.
Otras han perdido su capacidad de fascinar, por ejemplo, la fe en el
progreso. Una de las cosas que a mí me dan hoy más que pensar es
que la juventud crece con poca confianza, sin optimismo, sin un
potencial indeterminado de esperanza. Y creo que reflexionar sobre
este hecho es un mandamiento particularmente perentorio. Todos
sabemos que la sociedad industrial es un destino por el que discurre
nuestra vida y con el que tenemos convivir. Es un proceso en sí
mismo irreversible, dentro del cual nos encontramos, ya que hoy día
sólo es posible satisfacer las necesidades de la vida de los hombres
intentando resolver los problemas materiales de la existencia por
medio del trabajo productivo, de los inventos y del progreso técni­
co. En el fondo todos sabemos que esto es así.
Por eso nos causa preocupación comprobar que no todos tienen
conciencia de esta ineludibilidad, que las generaciones que vienen
no tienen realmente clara y enraizada esta convicción. La forma
económica que ahora se extiende por todo el mundo produce ten­
siones y desequilibrios, y un proceso de aceleración en muchas di­
recciones diferentes. Todo eso lleqp nuestra conciencia de la convic­
ción de que nos encontramos en una crisis que no podemos evitar.
Es una crisis que concierne a la humanidad entera, así que no es
posible apearse. Es, pues, necesario y conveniente ser conscientes de
ello. Pero las crisis no son de suyo nada antinatural, y en consecuen­
cia cabría preguntarse si nuestra tarea es realmente evitar las crisis.
En las ciencias económicas ha dominado durante muchas décadas

39
HERM ENÉUTICA COMO FILOSOFIA

una teoría de las crisis que se centra en la tarea de advertirlas y


prevenirlas.
Sin embargo tampoco sobre esta idea hay unanimidad. Un mé­
dico, por ejemplo, pensará de otra manera, y considerará que una
teoría como ésa describe de un modo demasiado miope las funcio­
nes de las crisis. El médico tiene la experiencia de tantos niños
robustos que han pasado por la tosferina y han salido de ella, y sabe
también hasta qué punto una enfermedad, cuando hace crisis, pro­
mete curación. Una crisis puede siempre poner en marcha un proce­
so de curación que llegue a corregir un desarrollo patológico.
Naturalmente, la pregunta es si la crisis en la que estamos en­
trando ahora con los ojos abiertos es de esa naturaleza. Podemos
esperar que a la larga resulte ser una crisis genuina, una fase de
tensiones y restricciones que superaremos y que nos pondrá en con­
diciones de prever un futuro menos amenazador para las generacio­
nes venideras. Y, por supuesto, no hay ni que pensar en que la crisis
pueda resolverse por medio de una guerra. En el pasado ciertamen­
te las relaciones de poder generaban tensiones que conducían a des­
cargas bélicas para acabar produciendo un nuevo estado de paz.
Pero esta crisis nuestra es de otro tipo. La naturaleza de una guerra
global se ha transformado por completo en virtud de la energía
atómica, de las bombas nucleares y de los gigantescos progresos de
la técnica armamentística. Lo menos que se puede decir es que en
estas condiciones una guerra equivaldría a un masivo suicidio colec­
tivo, al menos si entrara en juego el armamento nuclear. Dicho de
otro modo, esa guerra no llevaría a una paz, sino que lo único que
garantizaría es la destrucción. Es éste un hecho serio, que no pode­
mos ignorar y que por eso mismo debería mantenerse presente en la
conciencia vigilante de todo el mundo.
El segundo aspecto de la crisis es el ecológico. En el fondo es
otra consecuencia de las mismas circunstancias. Por el momento las
necesidades energéticas de la humanidad se están satisfaciendo me­
diante la explotación irracional y ciega de las fuentes de energía, de
lo que en alemán se denomina R aubbau*. Así se llamaban en el
pasado los procedimientos que acarreaban transformaciones irre­
versibles, por ejemplo el agotamiento de los bosques o de los la­
brantíos. Y dado el carácter limitado de las reservas de carbón,
petróleo y gas natural, su agotamiento es a la postre un proceso
irreversible. A largo plazo sólo la energía nuclear, y tal vez a lo

* El término podría tal vez traducirse como «explotación rapaz», simple arran­
car a la tierra lo que tiene sin preocuparse por restituir nada. (N. de los T.)

40
HUMANISMO Y REVOLUCIÓN INDUSTRIAL

sumo la energía solar, constituirán la única solución, por peligrosa


que parezca.
El tercer aspecto de la crisis, sin embargo, es el que mencionaba
al principio: la crisis de la juventud. No podemos atenuar la grave­
dad del hecho de que nuestra juventud se sienta pesimista recurrien­
do al expediente de buscar sus causas en las desgracias del siglo, en
los fracasos de las generaciones anteriores o en cualesquiera otros
condicionamientos escolares o sociales que evidentemente habría
que mejorar. Intuimos más bien que bajo este aspecto de la crisis se
ocultan los efectos de la propia Revolución industrial. Al individuo
que trata de abrirse un camino se le niega una y otra vez esa confir­
mación directa que busca su propia autoconciencia aún no acredita­
da: el derecho a ser joven, a no saber todavía si las fuerzas estarán
a la altura de lo que la vida le va a exigir a uno. Creo que es aquí
donde se encuentra la razón de las grandes dificultades que encuen­
tra actualmente nuestra juventud. Tiene que acreditarse dentro de
un sistema social, económico y de producción cada vez más funcio­
nal y burocratizado. Cada vez le es más difícil lograr por su mera
espontaneidad algún tipo de confirmación, de satisfacción y de ple­
nitud. ¿Cómo se ha llegado a esta crisis? ¿Será posible aprender
mediante la reflexión el modo de encauzar una curación?
Todos nosotros somos hijos de la Ilustración. Somos hijos de un
proceso que se inició en Europa, que ha determinado esa forma
específica de civilización que es la occidental desde sus comienzos
griegos, y que en la actualidad gobierna el mundo entero. Pero tam­
bién el mundo griego, su inicio y su ansia de saber, dieron lugar en
su momento a una crisis. Una crisis que fue el resultado de la prime­
ra gran oleada de capacidad argumentativa, de preguntas y dudas.
Su efecto fue la disolución de las maneras tradicionales de pensar y
de organizar el ordenamiento social. Esa crisis llegó a superarse
entonces. Los grandes pensadores Platón y Aristóteles, así como los
dos milenios de la era cristiana y su elaboración del mensaje reden­
tor en términos del pensamiento conceptual griego, han acuñado
con su impronta la historia espiritual de Occidente. Y fue una sínte­
sis de Cristianismo y Humanismo la que en el límite de la Edad
Moderna legó la herencia cultural de Occidente a los nuevos proce­
sos. El comienzo de la Edad Moderna — por mucho que discutan
entre sí los especialistas sobre cuándo empezó realmente y qué es lo
que aportó— es seguro que imprimió a sus siglos iniciales el senti­
miento de que irrumpía una vida nueva, grande y libre.
Si alguien en aquel momento hubiese podido echar un vistazo al
futuro más lejano, se habría quedado sin duda estupefacto ante las

41
HERM ENÉUTICA COMO FILOSOFIA

maravillas técnicas aportadas por la Modernidad. Pero nadie hubie­


ra creído posible la idea de que semejante apertura de horizontes
pudiese traer consigo una situación mundial tan cargada de tensio­
nes y tan crítica para la humanidad como la que tenemos ahora. No
es que no fuera de esperar una acusada tensión entre la mentalidad
de un mundo acuñado por la investigación científica moderna, como
es el nuestro, y la tradición cristiana.
Pero en conjunto lo asombroso de esta transformación es que
llegaran a emparejarse la mentalidad pionera de la investigación y el
Humanismo cristiano. Incluso una figura tan tensa y dolorida como
la de Pascal celebró siempre, al lado del nuevo espíritu de la ciencia,
ese otro impulso intuitivo del conocimiento humano como contra­
peso suyo. También el que llevó a su culminación la ciencia creada
por Galileo, Isaac Newton, era al mismo tiempo un teólogo que
logró integrar para sí mismo el conjunto de su nuevo conocimiento
de la naturaleza con la imagen cristiana del mundo. E incluso en el
punto álgido de la Ilustración francesa, que acabó con los horrores
de la era de las guerras de religión, los ideales de la humanidad
mantuvieron algo del contenido religioso de los lemas ilustrados y
de sus objetivos humanitarios. En Alemania este efecto se hizo sentir
hasta comienzos del xix, cuando el desarrollo de la era postrevolu­
cionaria trajo el Estado nacional y acabó refutándose a sí mismo con
el nacionalismo autodestructivo del siglo xix.
La incipiente ciencia de la Edad Moderna, animada como estaba
por una ardiente fe en el progreso, tuvo que hacer frente a embates
importantes. Piénsese sin ir más lejos en las voces de crítica cultural
que se hicieron oír, por ejemplo, por medio de Rousseau, y que
hallaron en la juventud revolucionaria alemana un eco tan sensible.
Sin embargo nada de esto es comparable a la generalizada concien­
cia de crisis que empezó a extenderse en el siglo xx. Es cierto que el
apogeo de la ciencia moderna trajo consigo un incremento de las
tensiones que normalmente se producen entre la tradición y el pro­
greso. También es verdad que el ateísmo militante de la élite social
francesa y de las masas revolucionarias fue de corta duración, y que
con el ascenso de una nueva burguesía a la esfera pública se estabi­
lizan nuevas relaciones entre la tradición del Humanismo cristiano y
ese nuevo pathos de progreso que acompañó al surgimiento de la
burguesía. Pero ahora, en cambio, estamos ante una revolución de
nuevo cuño, que prende en el auge de las ciencias y en su aplicación
al dominio de la naturaleza, una revolución que ha estado dominan­
do en oleadas incesantes el conjunto de la vida moderna, y que es la
que llamamos Revolución industrial. Esta ha impuesto nuevas cargas

42
HUMANISMO Y REVOLUCIÓN INDUSTRIAL

al viejo equilibrio entre pasión ilustradora y necesidad de orden tra­


dicional. Es ya una crisis, que nos está quitando el aliento hasta
ahora mismo, cada vez más aguda, y frente a la cual las fuerzas
estabilizadoras se revelan insuficientes para gobernar la dinámica de
ese mundo en transformación, de ese progreso técnico con todas sus
consecuencias espirituales.
Habría que preguntarse, por supuesto, si alguna vez ha existido
una vida social libre de tensiones, si los problemas que acaban en
conflicto entre el progreso científico y la capacidad de permanencia
de las relaciones de dominio persistentes no serán problemas anti­
quísimos. Bien, puede que así sea. Pero esto no hace sino más nece­
sario todavía reflexionar sobre por qué la estabilidad del equilibrio
se ha ido deteriorando cada vez más a lo largo de la última fase de
la Modernidad, por qué esa herencia que aportaba la capacidad de
hacer valer contrapesos parece cada día más cercana al agotamiento.
Es seguro que se pueden aducir muchas causas para esta nueva ines­
tabilidad que se ha adueñado de los hombres y de las transformacio­
nes de sus formas de vida. Y, en particular para el presente, haría
falta barajar una considerable variedad de factores que coadyuvan a
ella. Como mínimo habrá que tomar en consideración el sombrío
pronóstico de Nietzsche sobre la aparición del nihilismo como uno
de los síntomas de la nueva inestabilidad.
¿Y qué es lo que ha cambiado de modo decisivo frente a la
estabilidad de las formas de pensamiento antiguas y medievales?
Quizá se lo pueda resumir en una fórmula: el universo teológico,
que a partir de la superación socrática de la crisis sofística había
logrado producir una física y una metafísica unitarias al modo aris­
totélico, se ha visto desplazado en beneficio de una forma de pensar
que nos considera rodeados por un universo tecnológico. El térmi­
no «técnica» se ve ahora cargado con un nuevo lastre de significado.
La palabra griega de la que procede no significaba en principio otra
cosa que el mayor o menor ingenio con el que el hombre aplica su
capacidad artesanal y sus aptitudes tanto en el marco de la naturale­
za como en el espacio de la libre configuración de su entorno. Y
claro está que también en el sentido moderno del término tiene
sentido llamar técnica a la manera de proceder del artesano que
conoce su oficio. Pues bajo «técnico» entendemos también nosotros,
a diferencia de la imaginación libre, la clase de aplicación de reglas
que se puede aprender. Es como cuando en una partida de ajedrez,
una vez que se han resuelto los problemas propiamente dichos, se
dice que el resto es ya simple técnica. Y en general todo lo que es
artesanía acaba siendo técnica en todas partes.

U niversida C
HERM ENÉUTICA COMO FILOSOFÍA

Ahora bien, la técnica en el sentido específico que le damos


ahora al término es algo que existía ya también en la Antigüedad;
basta con pensar en un Arquímedes. Pero, a pesar de ello, segura­
mente no es casual que la palabra no fuese adoptada por los latinos,
y que su carrera semántica empezase realmente a comienzos de la
Edad Moderna. Bien, lo que nos ocupa en este momento no es el
hecho obvio de que la irrupción de las modernas ciencias experi­
mentales se viera favorecida por el desarrollo de toda clase de in­
ventos técnicos. Basta pensar en el microscopio y en todo lo que se
ha hecho en materia de óptica y técnicas de medición. Lo que se
advierte con claridad, si se toma como ejemplo el siglo xvii, es hasta
qué punto los modos de pensar se someten a esa clase de condicio­
namientos técnicos. Galileo nos transmite un relato que caricaturiza
la mentalidad escolástica: su colega, muy significativamente llamado
Simplicio, se niega a mirar por el microscopio y por el telescopio. Y
es sabido que el propio Goethe mantuvo una cautelosa reserva fren­
te a estas prolongaciones de nuestra capacidad perceptiva natural,
y que desarrolló una polémica contra la teoría de los colores de
Newton que ha dado lugar a mucho malentendido. En relación con
esta actitud, están también algunas de sus sombrías profecías para el
futuro, conectadas con el desarrollo del maqumismo. Incluso en su
vida privada le incomodaba la presencia de gente con gafas.
Puede que todo esto sean ya signos de esa incipiente inestabili­
dad que de hecho ha ido acompañando a lo largo del xix y el xx la
marcha triunfal de la técnica como un poder existencial autónomo.
Este desarrollo reposa ciertamente sobre una nueva mentalidad cien­
tífica. Pero esto no quiere decir que la aplicación técnica de los
conocimientos de las modernas ciencias de la naturaleza implique
por sí misma todo ese fondo motivacional que subyace a la nueva
mentalidad de la investigación. Antes al contrario, como hemos vis­
to ya, es claro que precisamente la moderna Ilustración científica se
aunó con una fundamentación teológica concomitante, que de al­
gún modo entendía que lo suyo era proseguir y ejecutar a su manera
el mandato divino, descrifrando el libro de la Creación escrito por
el dedo de Dios, como se decía en el entusiasmo que caracteriza al
Humanismo cristiano de comienzos de la Edad Moderna.
No cabe duda de que algo de este trasfondo ha pervivido en el
entusiasmo con el que la Edad Moderna se lanza a la investigación
hasta nuestros días. La fascinación con la que un físico actual habla,
por ejemplo, de la gloriosa simplicidad de las ecuaciones de M ax­
well o de las ecuaciones de simetría de la interpretación de la física
cuántica en la escuela de Copenhague, es un ejemplo que nos confir­

44
HUMANISMO Y REVOLUCIÓN INDUSTRIAL

ma que algo de la tradición pitagórica y del ideal griego de la theoría


no se ha perdido por completo. Y eso a pesar de que en las ciencias
de la naturaleza actuales las matemáticas ya no tienen más que una
función instrumental, muy distinta de la de entonces.
Por supuesto, los experimentos y su interpretación teórica obli­
gan a recorrer ingentes caminos y laberintos. La distancia que hay
que salvar es cada día mayor, y se hace indispensable un cierto
ingenio técnico-industrial como condición para que tales infinitudes
acaben por recorrerse y se acceda de ese modo a verdades simples.
Entramos así en un segundo mundo, que posee su propio lenguaje y
sus propios principios, y que se sitúa al lado de la manera de pensar
que se ha ido formando en la tradición anticristiana de nuestras
lenguas y sus transformaciones. El mundo que domina la técnica
moderna es como otro mundo.
La pregunta que uno se podría hacer es si la era científica en la
que vivimos no se caracteriza precisamente porque hemos aprendi­
do a vivir en estos dos mundos, buscando un cierto equilibrio entre
un desarrollo técnico siempre superándose a sí mismo y las fuerzas
estabilizadoras de los diversos ordenamientos sociales, un equilibrio
al que en cada caso se van incorporando las nuevas generaciones. Es
lo que implica una palabra que acuñó e introdujo en nuestro siglo la
fenomenología de Husserl: el «mundo de la vida». Este término
posee un valor enunciativo particular. Y una señal de la posición
central que ocupa Kant en la filosofía de la Edad Moderna es el
hecho de que fuese él quien fundamentó el equilibrio entre una
Ilustración soportada por la ciencia y el mundo moral de la práctica
humana, legitimando así las ideas metafísicas de orden propias de
nuestro legado humanista cristiano.
Kant mismo no consideraba como un rendimiento crítico el se­
ñalar los límites de la razón pura y rescatar así el lugar de la fe,
fundando también el primado de la razón práctica. Tampoco se
puede ignorar que el gran movimiento del Idealismo alemán, sobre
todo de la mano de Fichte y Hegel, apunta en la misma dirección.
Sin embargo la indiscutida autoridad de que gozó Kant a lo largo
del xix y el xx no fue nunca acompañada de una verdadera atención
al mundo de la vida y a su autonomía pragmática. De hecho el
legado de Kant sólo tuvo una recepción genuina bajo la forma de las
ciencias, sobre todo en las ciencias del espíritu que nacieron junto a
las ciencias de la naturaleza, así como en las ciencias de la cultura
basadas en la llamada «filosofía de los valores». Y esto significa que
se lo integró en el marco de una teoría del conocimiento anclada en
el hecho científico.

45
HERM ENÉUTICA COMO FILOSOFÍA

Todavía ahora en los países anglosajones apenas se presta aten­


ción al verdadero núcleo de la filosofía moral de Kant. Y, debido a
esto, la legitimación de la ciencia y de su marcha triunfal en la
cultura burguesa del xix y el xx ha traído consigo un progresivo
retroceso en la tradición cultural de Occidente. Un ejemplo que
pone esto de manifiesto es la pugna entre determinismo e indeter­
minismo que ha marcado la impronta de este siglo. Aquí puede
haber influido también esa especial herencia de Kant representada
por Schopenhauer. Pero en cualquier caso la verdadera herencia de
Kant se ha desdibujado hasta tal punto que se sigue esperando de la
ciencia, de la física o de la biología o de la genética, o de lo que sea,
algún tipo de conocimiento y explicación científicos de la voluntad
libre, y se sigue suponiendo que las nuevos avances de la investiga­
ción científica permiten ya vislumbrar algo de eso.
Es así, por ejemplo, como se entendió la famosa tesis del inde­
terminismo en la física cuántica. ¡Como si la libertad fuese un objeto
de la clase de los que salen a nuestro encuentro en la ciencia bajo la
categoría de la causalidad! Quienes ponen en esto sus esperanzas no
se preguntan en absoluto qué consecuencias tendría para la libertad
humana un conocimiento de ese tipo, qué consecuencias tendría,
por ejemplo, el «dominio neurológico de las decisiones voluntarias
del hombre»: su cancelación. Sería la victoria definitiva de la mani­
pulación frente a las últimas ilusiones de libertad. No tiene, pues,
nada de asombroso que el tipo de mentalidad que se ha ido exten­
diendo al paso de la ciencia moderna, y de la clase de Ilustración
que se basa en ella, haya suscitado una y otra vez, desde el comien­
zo, la aparición de voces críticas. Hay toda una secuencia que parte
de Rousseau, pasa por Kant y por toda la época de la antiilustración
romántica, y que llega tal vez a los espacios de sabiduría de un
Novalis o al despertar del legendario Merlín. La cultura de la cien­
cia moderna ha llamado a la vida a toda una tradición de crítica
cultural. Sus portadores han sido figuras marginales, un Jakob Bur-
khardt, un Friedrich Nietzsche, que en su momento no constituye­
ron una conciencia que lo abarcase todo.
Ahora por el contrario, desde esos años de sombrías premoni­
ciones que empezaron con la era de las guerras mundiales en nues­
tro siglo, se está extendiendo cada vez más una profunda inquietud
y malestar frente a la era de la ciencia y de la técnica. Terminadas las
dos guerras, que juntas forman a su manera una especie de nueva
«guerra de los treinta años», ese siempre paradójico abandono de la
demencial industria de la destrucción dio paso a un nuevo auge
técnico en todos los dominios de la vida. En él se está capturando

46
HUMANISMO Y REVOLUCIÓN INDUSTRIAL

cada vez más la mentalidad de las nuevas generaciones, y sobre todo


se está cambiando la vida social de los hombres a una velocidad que
quita el aliento, volviéndola cada vez más extraña.
Nosotros nos encontramos en mitad de este proceso. La con­
ciencia de estar expuesto de continuo a cambios tan radicales hace
que ésta se habitúe a una situación en la que se ve obligada a rede­
finirse a sí misma de continuo. Por ejemplo: hace algunas décadas se
hablaba con toda naturalidad de la «era atómica», porque lo que se
había puesto en primer plano para toda la humanidad era la libera­
ción de la energía atómica y sobre todo la amenaza de la guerra
nuclear. Pues bien, estamos ya empezando a hablar de la «era de los
ordenadores», porque estamos convencidos, y no sin razón, de que
con estos nuevos medios de comunicación el conjunto del estilo y
de las relaciones de vida de los hombres va a sufrir transformaciones
fundamentales. Si basta un botón para acercarnos al otro, lo que en
verdad pasa es que se nos retira a una inalcanzable lejanía.
Y de nuevo volvemos a intentar que sea el mundo de la vida el
que nos diga cómo acceden los hombres a la conciencia de sus nece­
sidades y problemas. Ocurre porque en nuestro lenguaje toman car­
ta de ciudadanía nuevos conceptos de lo que es valioso y lo que no
lo es. Quisiera observar este proceso más de cerca por medio de dos
ejemplos.
En pleno avance arrollador de la nueva revolución industrial,
tras las destrucciones ocasionadas por la segunda Guerra Mundial,
se ha introducido en nuestro lenguaje el término «calidad de vida».
De entrada la expresión tiene una cierta connotación humanística.
El propio Sócrates advertía a sus paisanos de que importa menos
vivir que vivir bien, eu zen. Sin embargo qué distinta suena la expre­
sión homófona «calidad de vida» cuando la usa, como recuerdo que
lo hizo por primera vez, un ministro federal alemán. Aquí lo que
significa eso es una gradación del bienestar y de la comodidad de
vida que nos promete en medida cada vez mayor la expansión de la
civilización industrial. O mejor: la expresión pone de manifiesto
que, a pesar de todos esos desarrollos y mejoras de nuestra vida, el
tema de la calidad de la vida que se ha de servir de toda esa maqui­
naria técnica se está no obstante poniendo en cuestión. Lejanamente
resuena en nuestros oídos, al asociarlo con la idea socrática de la
vida buena, la intuición de que lo bueno no radica en un progreso
creciente del nivel de vida, sino en otra cosa, y que nuestra concien­
cia debería elevarse a una cierta distancia crítica respecto del camino
que ha tomado nuestra civilización. La deshumanización de las con­
diciones de vida que se está extendiendo a medida que se multipli­

47
HERMENÉUTICA COMO FILOSOFIA

can los aparatos automáticos que cuidan de nuestra existencia le


plantea al progreso el gran interrogante de la atrofia de la herencia
del Humanismo y de las relaciones de humanidad entre los hombres.
He aquí otro ejemplo. Hará unos diez años que coincidí por
primera vez en las calles de Colonia con un reportero que estaba
hablando con la gente, y me acerqué a escuchar. Les preguntaba si
no les agobiaba la «presión de rendimiento»* bajo la que se encon­
traban. El término era completamente nuevo para mí, aunque se
entendía de inmediato. Pero resultaba abrumador ver que la pre­
gunta que se planteaba a gente joven se hacía en la idea de que
convenía hacerlos conscientes de lo que tal vez sentían en esas cir­
cunstancias. Es decir, para mí tenía algo de abrumador la idea de
que el rendimiento se considere como algo ajeno, y de que el pro­
moverlo se represente como una presión y como una opresión. ¿Se
supone que eso es un mensaje redentor?
Seguro que siempre ha habido situaciones de presión. Basta pen­
sar en los exámenes, o en cualquier fase crítica en la que uno está
expuesto a exigencias que no está seguro de poder satisfacer. Pero
en la idea del rendimiento está también lo contrario de eso, la sen­
sación de haber cumplido y la felicidad que proporciona cumplir y
lograr un rendimiento. Todavía ahora nuestra conciencia lingüística
nos hace asociar la idea del rendimiento con algo que merece respe­
to y de lo que se puede estar orgulloso. Esa felicidad del poder hacer
algo bien es lo que en la línea actual de desarrollo de nuestra civili­
zación industrializada y burocratizada se va viendo cada vez más
relegado al anonimato. El recuerdo de cómo hemos llegado a ser lo
que somos en la historia va palideciendo cada vez más en la concien­
cia de los hombres. Despertar ese recuerdo va a ser cada vez más
importante para vivir «bien».

* El término alemán Leistung posee una connotación ausente de su traducción


española, la del logro positivo de algo, incluso la del logro de algo inesperado o
extraordinario. (N. de los T.)

48
4

SOBRE LA INCOMPETENCIA POLÍTICA DE LA FILOSOFÍA

El conflicto que en la actualidad se está planteando sobre esta cues­


tión, y de un modo especial a propósito de Heidegger, es en reali­
dad un conflicto muy antiguo. ¿Qué posición ocupa la filosofía en
relación con la realidad política y social? ¿De qué sirven sus proble­
mas y formas de comprender las cosas a la hora de gobernar esa
realidad? En el marco de una discusión en torno al libro de Farías,
ya en noviembre de 1987 publiqué en París un artículo exponiendo
mi punto de vista. Y el mismo artículo ha sido publicado completo
en alemán bajo el título «Zurück von Syrakus?» (¿De vuelta de Sira-
cusa?). El título hace referencia a la decepción que experimenta
Platón después de viajar dos veces a Siracusa, invitado por el tirano
que ejercía allá el poder autocrático, con el fin de asesorarle — era
joven entonces— y de introducirle en las líneas maestras de su pen­
samiento sobre el Estado y el ordenamiento social ideales. La cosa
salió mal. Volvió a casa a duras penas. Pero también más tarde su­
frió nuevas decepciones. Siracusa fue liberada, y el jefe de la expedi­
ción que lo logró, Dión, que pertenecía al círculo más estrecho de
sus amigos y compañeros de escuela y con el que Platón tenía una
íntima amistad, fue repentinamente asesinado por sus propios ami­
gos (y aún hoy seguimos sin saber lo suficiente sobre el trasfondo de
este atentado).
La aventura política de Platón en Siracusa tiene una cierta fuer­
za simbólica. Da que pensar. Desde luego no se pueden medir por el
mismo rasero el compromiso político de Heidegger en 1933 y la
empresa siciliana de Platón. La Academia platónica, a la que perte­
necían Dión y otros amigos de Platón, tuvo desde el principio un
carácter mucho más marcadamente social y político que cualquier

49
HERMENÉUTICA COMO FILOSOFÍA

academia o universidad de nuestra sociedad contemporánea, y más,


en general, que el de los intelectuales dentro de ésta. Pero eso hace
tanto más urgente preguntarse si la cosa no estará en el modo de
operar de la filosofía. La mirada del filósofo, orientada hacia los
aspectos más universales y más fundamentales de cualquier cues­
tión, no parece la más adecuada para apreciar debidamente las cir­
cunstancias y las posibilidades concretas de la vida social y política.
Y si se considera la cuestión tan desde sus fundamentos, habrá que
plantear a la filosofía la pregunta fundamental: ¿qué valor tiene el
conocimiento filosófico, si no logra dar más que respuestas equívo­
cas y extravagantes a las preguntas más importantes y decisivas para
la vida?
El sociólogo francés Bourdieu, un destacado investigador, ex­
presó hace ya años su actitud crítica en relación con la filosofía de
Heidegger, a la que consideraba una consecuencia de las tradiciones
conservadoras y del pensamiento revolucionario a medias de la de­
recha en la República de Weimar, de esos «partidarios de la revolu­
ción de derechas». ;Es un análisis interesante. Pero se basa en un
supuesto que yo, sin duda, no puedo compartir, y que tampoco
puedo aceptar de un sociólogo. En el fondo está la idea de que la
filosofía no es en el mundo sino >una institución más,; que debe
considerarse críticamente desde él punto dé vista de una teoría de la
sociedad, y cuyas pretensiones de conocimiento en definitiva hay
que desenmascarar de raíz.
Me embarga una sensación muy extraña cuando veo que se le
hacen a la filosofía esta clase de planteamientos. Parece como si se
afirmara que en el mundo existe, y tal vez tiene que existir, un tipo
especial de gente que se dedica a hacer filosofía. Y eso no es verdad.
Todo el mundo hace filosofía, sólo que la mayoría lo hace aún peor
que los que se llaman filósofos. Y en mi opinión esto pone a todas
las preguntas que el sociólogo no hace ni a los demás ni a sí mismo,
sino sólo a los llamados filósofos, bajo una luz bastante desfavora­
ble. Es verdad que la medida en la que, en el marco de la actual
organización del mundo científico, la filosofía constituye una disci­
plina particular — tal vez como una institución compuesta de cate­
dráticos, y que hoy queda algo al margen del cosmos científico— ,
no se le puede negar al sociólogo una cierta competencia sobre ella.
Ahora bien, desde el momento en que la filosofía se encuentra en el
mismo nivel que el arte y la religión, y comparte con ellas, más allá
de la cultura científica contemporánea, la experiencia de una recep­
ción que abarca todo el mundo y de la cual le llegan otras tantas
respuestas, el sociólogo debería sentirse rebasado.

50
SOBRE LA INCOM PETENCIA POLITICA DE LA FILOSOFIA

Los hombres se plantean siempre y en todas partes preguntas


filosóficas para las que nadie tiene respuesta: preguntas por el origen
de todas las cosas, por la nada, por el futuro, por la muerte, por el
sentido de la vida, por la felicidad. Está claro que al hombre como tal
le es inherente una cierta pasión que le mueve a hacerse esa clase de
preguntas, y que esto no sólo les pasa a los filósofos profesionales.
Partir de este supuesto fundamental no es apuntarse a ninguna
filosofía en particular. Un concepto universal de la filosofía como
éste — por decirlo en términos kantianos— designa una disposición
natural del hombre, algo que nos hace receptivos también desde el
principio a la clase de respuestas que ofrecen las religiones. Frente a
ello, ciertamente, el concepto escolar de la filosofía no resulta inte­
resante. En comparación con la pasión dé pensar y la inquietud que
plantean los interrogantes humanos, ese concepto, como todos los
escolares, parece algo secundario.
Pues bien, no cabe duda de que entre las preguntas fundamenta­
les que los hombres se hacen a sí mismos está la del futuro de las
propias condiciones sociales y la de la preocupación por la felicidad
de la vida personal, individual. Preguntarse por la forma correcta de
vivir es algo que ya hizo Sócrates, que no era ningún catedrático de
filosofía. Preguntó y preguntó con tanta tenacidad que con seguri­
dad habría estado de acuerdo con la idea de que, en el fondo, todos
los hombres se preguntan eso mismo, por mucho que intenten elu­
dir secretamente la pregunta y por mucho que eviten quedar ex­
puestos a sus propias preguntas aferrándose a las respuestas que
ellos mismos producen. Reconocer esto es comprender de inmedia­
to que la pasión de preguntar, ya se dirija al tema del futuro de la
humanidad, ya al de la felicidad del individuo, ya al misterio aterra­
dor de la muerte, tropieza por nuestra parte con una ignorancia que
nos pone en cuestión continuamente. Lo mismo se aplica al origen
al que debemos el hecho de estar predeterminados de un modo que
no hemos elegido. O a los pretéritos que ni siquiera Dios alguno
puede hacer que no hayan sido.
Todo esto acompaña a lo que hoy se denomina el proceso de
socialización, en virtud del cual vamos entrando en la sociedad y
adquiriendo nuestra formación en ella, desde los puros instintos de
la infancia más temprana, pasando por la educación y la regulación
del conjunto de nuestra economía vital y finalmente por el aprendi­
zaje y el uso del lenguaje. Y cara a este hecho creo que uno debería
preguntarse por qué el que se ve impelido a plantearse preguntas
filosóficas, esas a las que ninguna ciencia puede dar respuesta, debe­
ría poseer en cuanto catedrático de filosofía alguna aptitud especial

51
HERM ENÉUTICA COMO FILOSOFIA

para comprender o resolver mejor las tareas del día a día. Siempre
me ha sorprendido que el filósofo, en el sentido escolar del término,
suponga que tiene para esto una aptitud que los demás no tienen, lo
que por ejemplo haría recaer en él algún tipo de responsabilidad
especial, algo que la gente gusta de atribuirnos. ¿No debería estar
claro que en este sentido el cura, el médico, el maestro de escuela, el
juez o incluso el periodista tienen mucha más influencia, y que en
consecuencia recae en ellos, ahora y en el futuro, una résponsabili-
dad mucho mayor?
Se cuenta que a Heidegger le preguntaron una vez: «¿Cuándo
piensa usted escribir una ética?». Fue un joven francés,»un tal Beau-
fret, quien le hizo esta pregunta a Heidegger, y éste se esforzó por
responder a fondo. En lo esencial su respuesta es que no cabe pre­
guntar de ese modo. ¡Como si la tarea del filósofo pudiera ser «en­
señarle» a alguien un ethos, esto es, proponerle un orden social, o
justificárselo, o recomendar algún tipo de conformación de las cos­
tumbres o de acuñación de las convicciones públicas! Todo esto son
procesos formativos que se están desarrollando desde hace mucho y
que han dejado su impronta en todos nosotros, antes de que surjan
en los hombres las preguntas radicales que se acostumbra a atribuir
a la filosofía.
El conflicto está en el hombre mismo, en su preguntarse y equi­
vocarse, no entré los saberes especializados de determinados exper­
tos y la realidad social de la vida práctica. Como hombres nos he­
mos salido hasta tal punto de la naturaleza que ya no hay ningún
ethos natural capaz de determinarnos. En griego la palabra ethos
significa el modo de vida, incluida la de los animales, que, ésa sí,
viene determinada por la naturaleza. En los animales las costumbres
están tan inequívocamente controladas por los instintos que éstos
predominan hasta el punto de determinar de forma irresistible su
comportamiento.
Tuve una vez la siguiente experiencia. A lo largo de un verano
con mal tiempo una pareja de golondrinas había anidado en nuestro
balcón. Para la segunda cría se había hecho ya tarde. Pues bien, el
instinto migratorio se impuso sobre el poderoso instinto de cría de
los pájaros. La pareja adulta abandonó a las crías y las dejó morir de
hambre. Encontramos más tarde los huesos en el nido. Tan fuerte es
el poder de la naturaleza y de sus ordenamientos sobre el comporta­
miento de los otros seres vivos.
Entre los hombres no se conoce una fuerza tan extraordinaria
de los instintos. Poseemos «libertad de elección», o al menos nos
parece que la poseemos y que podemos llamarla así. Los griegos
I

52
SOBRE LA INCOM PETENCIA POLITICA DE LA FILOSOFIA

tenían para esto la expresión prohaíresis. Es la libertad de compor­


tarse de un modo u otro. Y forma parte de ella la posibilidad de
hacer preguntas, de advertir posibilidades, incluso las que no son
realizables. Quien no tiene suficiente imaginación como para ver
posibilidades, probablemente se equivocará menos. Quisiera por eso
decir, no sólo de Heidegger o de los llamados filósofos en general,
sino de todos los hombres como tales, que todos estamos expuestos
al error, y que todos sucumbimos a nuestros propios deseos secretos
de felicidad, ocultos incluso para nosotros mismos, o a sueños eva­
nescentes de plenitud de la vida. Es esto lo que determina la evalua­
ción que cada uno hace de sus condiciones de vida y de sus relacio­
nes con los demás hombres. Todos corremos peligro de alentar
ilusiones infundadas y de equivocar el camino. El médico está dema­
siado cerca de sí mismo como para tratarse a sí mismo apropiada­
mente; el acusado difícilmente puede defenderse bien a sí mismo. Y
en el fondo se puede decir que cualquier clase de saber requiere un
don especial para su correcta aplicación, un don que no está implí­
cito en el saber mismo. Una de las formas de parcialidad que carac­
terizan a la cultura científica de la Edad Moderna es que no nos
damos cuenta de la autonomía del conocimiento práctico. El filóso­
fo» al que una mentalidad escolar atribuye una cierta competencia
para plantear preguntas que no tienen respuesta y que tenga la suer­
te de, al menos, ser capaz de encaminar soluciones, será tenido por
sabio» Pero tampoco él está a resguardo de errores, de entender mal
la situación, sobre todo cuando lo que está en juego es su propia
causa.
Ciertamente es posible atribuir al «filósofo» una cierta responsa­
bilidad, en la medida en que, lo quiera o no, en su calidad de profe­
sor, o de paradigma de pensamiento, tiene algún efecto sobre los
demás. Sin embargo, difícilmente se podrá negar que también los
representantes de otras ciencias, y no sólo los filósofos, están en esa
misma situación, sobre todo cuando esas ciencias tienen que ver con
los problemas de la vida real, económica, social y política. Sería
desde luego equivocado creer que lo único que funciona es la com­
petencia científica, en lugar de la propia razón, la del hombre que
piensa, la que enseña a éste a pensar en términos prácticos.
Y, a la inversa, uno puede encontrar abrumadora la capacidad
de pensamiento filosófico de alguien. Es lo que me ocurrió a mí con
Heidegger: me vi enfrentado a una genuina superioridad de pensa­
miento. Esta es la clase de cosas que pueden inducirle a uno a tomar
el camino equivocado, y no voy a negar que la poderosa influencia
espiritual que ejerció Heidegger en su momento llevó a más de uno

53
HERM ENÉUTICA COMO FILOSOFIA

a equivocar su juicio en cuestiones prácticas y políticas. Sin embargo


en el pensamiento es como en la vida: cada uno responde por sí
mismo. Lo que hemos aprendido como filósofos, en el sentido esco­
lar del término, es a formularias preguntas que preocupan a todo el
mundo, pero como hombres que somos, tampoco nosotros pode­
mos hallar para ellas respuestas definitivas. Lo nuestro es pues, como
dice Jaspers, «iluminar la existencia».
Es así como uno puede tener claridad en su conciencia sobre los
límites de la Ilustración científica. Pero la capacidad de advertir co­
rrectamente los objetivos de las acciones, de ver objetivos viables,
susceptibles de traducirse en realidades, eso es otra cosa muy distinta.
Puede así ocurrir lo que pasó con Heidegger: un hombre que ha
hechizado el pensamiento de la gente durante medio siglo, que ha
irradiado una capacidad de sugestión incomparable; el hombre que,
como pensador, ha iluminado como nadie el aspecto de preocupa­
ción de la existencia humana que está por detrás del conjunto del
comportamiento de los hombres, tanto entre sí como respecto del
mundo, y que ha visto como nadie la proclividad a la corrupción
que eso mismo lleva aparejada, no pudo sin embargo evitar, en su
propio comportamiento, caer víctima de ilusiones quiméricas. Hei­
degger experimentó esto en propia carne, y su ulterior silencio no
hace otra cosa que corroborarlo.
Habría sido más fácil para él reconocer su error político, tanto
más cuanto que finalmente se dio cuenta tanto de su propio error
como de lo infundado de sus expectativas en relación con el movi­
miento nacionalsocialista... aunque demasiado tarde. Lo que proba­
blemente le disuadió de hacer público su reconocimiento son las
malas compañías con las que tal acción le habría juntado. Y sin duda
se temió lo que por cierto no dejó de ocurrir bastante pronto: que la
gente se considerase eximida de tomar en consideración su filosofía
a causa de su error político. Puede que la idea de la historia univer­
sal, esto es, el desarrollo que se inició tras la primera Guerra Mun­
dial, esa unidad del destino de los europeos que abarca desde los
griegos hasta la moderna tecnocracia, le pareciese un punto de vista
no precisamente refutado.
Lo que ciertamente no ocurrió fue que, como pensador y profe­
sor, dejase de guiarse por sus propias visiones. Es algo que puede
advertirse en sus lecciones magistrales durante todos esos años, y
que ahora están en parte publicadas. Se aplica también a los años
que siguieron al final del Reino de los Mil Años. Él siguió íntima­
mente ligado a su visión de un camino correcto para la humanidad,
incluso después de comprender que el nacionalsocialismo y su direc­

54
SOBRE LA INCOM PETENCIA POLITICA DE LA FILOSOFIA

ción por Hitler eran cualquier cosa menos un paso por ese camino
a la verdadera conversión, la que él soñaba como auténtica tarea de
la humanidad.
No debería asombrarnos que un hombre de capacidad de pen­
samiento superior a la de los demás se equivoque. El que piensa,
ve posibilidades. El que posee una gran fuerza de pensamiento, ve
esas posibilidades con una claridad tangible. Ve también como real
lo que quisiera ver, incluso allí donde las cosas son completamente
diferentes. Como tantos otros, también el joven Heidegger había
visto en su entorno social y político, sobre todo en la vida universi­
taria de entonces, cosas inaceptables y decadencia. En una Alemania
recién salida de la catástrofe de la primera Guerra Mundial, con una
democracia importada para la que los alemanes estaban poco prepa­
rados, eso no se podía ignorar. Todo el mundo sabe cuántas mistifi­
caciones y errores, cuánta violencia, cuánto asesinato clandestino,
cuántos intentos de golpe de Estado y cuánto estraperlo hubo en los
tiempos de la República de Weimar. Y cuando esa forma de Estado
se consolidó, empezó el progresivo desposeimiento de la llamada
pequeña burguesía, y surgió un proletariado intelectual que en nada
se parecía a lo anterior.
Los alemanes no podían en verdad mirar a un futuro abierto
mientras un tratado de paz no aportase condiciones económicas
estables desde las cuales plantear expectativas de vida y objetivos de
trabajo razonables. Los mismos ingleses acabaron por reconocer que
todo esto contribuyó a que se radicalizase hasta el extremo una
nación que se había quedado sin trabajo. Y Heidegger vio también
todo esto. Pero lo vio desde el patrón sobredimensionado de la
historia de la humanidad, y fue eso lo que le llevó a preconizar una
conversión radical que tendría inexorablemente que llegar — y que
creyó llegada en 1933— . Apenas debería asombrarnos que un gran
pensador errase el camino de este modo. Más me admira a mí que
se ponga al filósofo una y otra vez ante la pregunta por la ética. Me
parece que es una señal de alarma, o incluso una señal de la pobreza
moral de la sociedad actual, el hecho de que se tenga que preguntar
a otro qué es lo honorable, qué es lo decente y qué es lo humano. Y
que se espere la respuesta de otro, del llamado filósofo. Ahí se trai­
ciona la desorientación en la que ha caído la sociedad.
Por supuesto, la culpa no es del que espera algo así como un
consejo del otro. Es comprensible que se hagan esas preguntas. Pero
nunca dejará de haber una relación inextricable, de un lado, entre la
impronta que reciben los hombres desde el principio, el conjunto de
lo que se ofrece a su experiencia en la sociedad, en su propia natu­

55
HERM ENÉUTICA COMO FILOSOFIA

raleza y en la historia, y, del otro lado, la pregunta por el bien que


hay que plantearse siempre y sólo en concreto, cada vez que se
desea cambiar algo para mejor.
¿Y cómo podría preguntarse de otro modo por el bien verdade­
ro? La primera condición es que uno se haga la pregunta a sí mismo;
la segunda, que al hacerla uno no piense sólo en sí mismo. Pero uno
no se puede poner en el lugar de otro, ni se puede pretender que
haga suyas recomendaciones, propuestas, consejos o incluso pres­
cripciones que él no vea y acepte por sí mismo. No existe una ética
consiliar. Por eso, cuando Beaufret preguntaba a Heidegger: «¿Cuán­
do va usted a escribir una ética?», la razón era sencillamente ésta: el
joven francés había visto en Ser y tiem po un potencial espiritual
para plantear interrogantes tan radical y tan fuerte que creyó que
Heidegger podría prestar ayuda en la amenazadora situación en la
que se encontraba la humanidad tras la devastación al final de la
primera Guerra Mundial. Pero, en verdad, al pedir eso a Heidegger
no se le estaba planteando la tarea específica de la filosofía. El impe­
rativo de ser inteligente se le plantea a toda la humanidad. Y esto es
algo que faltaba en Alemania. Era un país que no había conocido
ninguna revolución ni ningún hundimiento de la autoridad. La gen­
te estaba habituada a la subordinación. Nuestra inmadurez política
se convirtió en una desgracia nacional.
Efecto de esta curiosa despolitización fue el que en la Alemania
de entonces un M ax Weber se sintiese obligado a acuñar la expre­
sión «ética de la responsabilidad». ¡Como si la responsabilidad no
fuese el núcleo de toda ética! En cualquier caso la ética no es una
simple cuestión de actitud moral. Se refiere también al comporta­
miento real, y afecta por lo tanto a la responsabilidad por las conse­
cuencias de las propias acciones y omisiones. La «ética de la actitud
moral» que — sin razón alguna, por otra parte— se quiso ver en
Kant era en realidad expresión de debilidad política y de falta de
solidaridad política. Esta fue la debilidad de la que adoleció la socie­
dad burguesa, habituada a la autoridad, de la Alemania del siglo xix.
Era también una debilidad de la Iglesia protestante, que reconocía a
la autoridad social y política una especie de autoridad religiosa tam­
bién, algo que contribuyó a que se descuidase el deber crítico de la
inteligencia. Esto es algo que se sumó a la despolitización de la clase
intelectual. Y, de ese modo, la secularización se apoyó en el pathos
religioso de la fe y se agarrotó en la pregunta por la actitud y la
conciencia morales de cada uno.
A la larga la responsabilidad que nos es inherente a todos la
experimenta cada uno en sí mismo, y es uno el que se la oculta a sí

56
SOBRE LA INCOM PETENCIA POLITICA DE LA FILOSOFIA

mismo. He vuelto a leer entre tanto El proceso de Franz Kafka. Hay


ahí una magnífica y angustiosa descripción de cómo la inocencia le
hace a uno culpable. En situaciones de la vida como esas puede que
el filósofo nos ayude a formular mejor los interrogantes que nos
mueven a todos. Pero sólo podrá ayudar en el sentido de saber, y
mostrar también a los demás, hasta qué punto nos encontramos
ante tareas cuyo cumplimiento no es, desde luego, cosa sólo de los
demás. La culpa nunca es sólo del otro.

57
5

HERMENÉUTICA Y AUTORIDAD: UN BALANCE*

La autoridad en la hermenéutica: éste fue el primer gran desafío que


se produjo con la aparición de mi libro Verdad y m étodo en 1960.
Recuerdo que Habermas, a quien en realidad gustó mucho el libro
porque le ofrecía algunos agarraderos para su propio trabajo sobre
el arte de la reflexión, me dijo un día: «Eso de la autoridad es algo
muy fuerte». Me dejó asombrado. ¿Por qué? No me daba cuenta de
que lo que uno presenta como una descripción, como un análisis de
conceptos, otro puede tomarlo como una opción a favor o en con­
tra de algo. Para mí era algo enteramente natural preguntar: ¿qué es
eso que llaman «autoridad»? Por supuesto, en mi reflexión tenía que
dar por sentado que la autoridad existe. La existencia de la autori­
dad no depende de que uno esté a favor o en contra de ella. Lo que
yo quería poner de relieve en mi exposición es que la «vieja receta»,
la que la doctrina metódica del siglo xvn pone en la base de toda la
cientificidad moderna y que consiste en la exigencia de proceder sin
prejuicios, desconectando los momentos subjetivos que suelen ope.-
rar en esos prejuicios, constituye la verdadera esencia del nuevo
movimiento ilustrado que se asocia con la ciencia moderna. Esta
primera reacción de perplejidad de Habermas, así como la discusión
que se dedicó a este tema algo más tarde, en el «círculo restringido»
de la Sociedad General de Filosofía de Alemania, me obligaron a
empezar por aclarar en qué consiste la relación de uno con los

* Este artículo se basa en una conversación con H.-G. Gadamer que tuvo
lugar el 30 de octubre de 1991 en el Seminario de Filosofía de la Universidad de
Heidelberg. Proporcionó una transcripción Ralf Kaczerowsky, y la versión imprimi­
da, preparada por los editores, fue autorizada por H.-G. Gadamer.

59
HERM ENÉUTICA COMO FILOSOFIA

conceptos, como medio de ilustrar el tema que debía defender en el


contexto de Verdad, y m étodo.
Desde luego es cierto que tanto el movimiento de la Ilustración
en la Edad Moderna como su conciencia científica reposan sobre el
rechazo de los prejuicios, y que esto implica no aceptar tampoco la
mera apelación a la autoridad. Hay un famoso ejemplo, un enigma
cuya respuesta «autoritativa» fue dada por válida hasta comienzos
de la Edad Moderna (y que lamentablemente no puedo citar con
precisión). La pregunta se refería a cuántas patas tiene una mosca.
Aristóteles, que era la autoridad reconocida, dio una respuesta falsa:
dijo que eran ocho patas. En realidad las moscas sólo tienen seis
patas. Pues bien, contra toda evidencia la cifra incorrecta se mantu­
vo a lo largo de la enseñanza escolástica, debido a que la autoridad
de Aristóteles no se ponía en duda. Es un caso tan extremo como
divertido, y que muestra cómo estaba organizada la ciencia enton­
ces. Las doctrinas que habían sido reconocidas se mantenían intac­
tas, y se las defendía en contra de la más elemental observación.
Galileo muestra esto en un famoso diálogo sobre los dos sistemas
del mundo. Inventa un personaje llamado Simplicio, absolutamente
respetuoso con las autoridades (se entiende, las autoridades escri­
tas), que interviene en el diálogo y que, apelando a la autoridad de
Aristóteles que dice «otra cosa», se niega a mirar por el telescopio de
Galileo.
Cuando comencé a ocuparme de los planteamientos hermenéu-
ticos, me encontraba de lleno en el contexto de nuestro mundo
moderno, en el que ya no es posible confiar tan a ciegas en la idea
de la objetividad, ni tenerla por rasgo natural e inconmovible de las
ciencias. Los propios físicos estaban empezando a decir que los pro­
cedimientos de medición no dejan de constituir una intervención en
lo que se mide, y que ya por eso es imposible una objetivación pura
del objeto medido1. Claro está que aquí no tenemos que habérnoslas
con la física, menos aún con la microfísica, en la cual es un hecho
que los procedimientos de medición interfieren en los sistemas bajo
observación. De hecho, cuando hablamos de cosas tan complejas
como los procesos sociales, los nexos económicos, la comprensión
de textos y tradiciones, tenemos que vérnoslas con componentes
muy distintos. Aquí hay que reconocer desde el principio que un
grado cero de participación simplemente no existe. Y es eso lo que

1. Es el caso del famoso «principio de indeterminación» de Heisenberg, una y


otra vez objetada por la interpretación de la física cuántica de la Escuela de Copen­
hague, pero que parece resistir a todas las objeciones hechas hasta ahora.

60
HERMENÉUTICA Y AUTORIDAD: UN BALANCE

ha llevado a algunos a afirmar, para gran asombro mío, que estoy


hablando de prejuicios legítimos o legitimables.
Donde mejor puede advertirse esto es en el papel que desempe­
ña la autoridad en la vida social, no en las discusiones científicas
entre físicos sino en la experiencia práctica de la vida. Y aquí sí que
no cabe duda de que la autoridad es la base de toda educación. Es
del todo imposible socializar a los niños haciendo que se sientan
desde el principio por encima de las prescripciones de sus padres,
haciéndoles creer que eso son prejuicios, que a la hora de aprender
a hablar, por ejemplo, es un prejuicio hablar así y no de otra mane­
ra, que esto está bien y aquello está mal. Siempre he criticado con
plena convicción las regulaciones demasiado rígidas, también en la
educación. Ahora bien, sea bajo la forma que sea, siempre desempe­
ñará su papel una relación de autoridad, para empezar entre padres
e hijos, entre profesores y alumnos, pero en definitiva en cualquier
rama profesional, en cualquier corporación organizada de personas.
Siempre hay alguien que es una autoridad para otros en algo, y esto
no es más que reconocerle al otro razonablemente su superior cono­
cimiento de algo.
Desde luego, soy plenamente consciente de los riesgos que en­
traña la existencia, incluso, de esta clase de autoridad. Por ejemplo,
yo mismo no puedo dejar de envidiar un tanto a los niños de tres
años por la riqueza de su fantasía lingüística y por la capacidad para
crear palabras nuevas que es propia de esa edad. Y como además soy
un gran amante de la lírica moderna, vuelvo a encontrar en ella esa
enorme libertad: frente a la gramática, frente a la sintaxis, frente a
los usos normales del lenguaje. Todo ello constituye un nuevo me­
dio artístico de la lírica moderna. He escrito unJibtQ sobre Paul
Celan, justamente para mostrar el tipo de libertad poética con la
que opera. Eso ya no es trabajar con las reglas de la sintaxis y de la
gramática, sino, como decía Adorno, con la parataxis. Tal como lo
explico, se trata de seguir la fuerza gravitatoria de palabra a palabra,
con lo que éstas acaban entrando a formar parte de unidades de
sentido sin que medios semánticos expresos las relacionen entre sí.
El ejemplo muestra hasta qué punto la fantasía es parte del aprendi­
zaje lingüístico, y cómo un mundo de ordenadores gobernado por
los medios de masas hace difícil la pervivencia de la fantasía. Este es
el punto que siempre me ha interesado en el problema de las llama­
das ciencias del espíritu. Me parece claro que se las interpreta mal
cuando se pretende imponerles una metodología procedente de un
predio completamente distinto, el de los métodos de medición cuan­
titativa de las modernas ciencias naturales.

61
HERM ENÉUTICA COMO FILOSOFIA

Quisiera en este punto traer a colación los excelentes trabajos y


el alto nivel teórico de planteamiento que ha desarrollado Niklas
Luhmann en su teoría de los sistemas. Es muy fácil mostrar que la
teoría de los sistemas, al describir sistemas autorregulados, introduce
irremediablemente una cierta dureza en el nexo de la comunicación.
Y al mismo tiempo uno trata con sistemas, sin que se sea precisamen­
te miembro de ellos. En la escritura tenemos uno de esos sistemas,
regulado por la tinta roja del maestro. El maestro tacha las faltas, y
esto es sin duda razonable y necesario, pero no es, desde luego, edu­
cación de la fuerza lingüística creadora. La fascinación que ejercen
sobre nosotros los niños pequeños con sus creaciones lingüísticas
nos recuerda lo que perdemos al someternos a la coerción escolar de
la gramática. La cosa era aún mucho peor cuando yo era joven — y
tal vez sigue siéndolo ahora— en las clases de dibujo y arte. En las
artes plásticas es bien conocido el problema del academicismo de los
años de formación, en los que el artista en ciernes se deja por así
decirlo manipular, aceptando imitar y dejarse guiar por las instruc­
ciones del maestro. Tampoco aquí creerá nadie que esta primera
aceptación de prescripciones y reglas o de modelos sea el fin del
aprendizaje. Y hablar de estos dos ejemplos no es irse por las ramas.
Pues son dos casos paradigmáticos del modo como nos influyen las
necesidades de nuestra vida social — que se pueden describir muy
bien con ayuda de la teoría de los sistemas de Luhmann— , inhibien­
do o controlando paso a paso nuestras pulsiones espontáneas.
A pesar de todo es claro que — por seguir en este mismo terre­
no— todos nos encontramos en la vida con modelos por los que nos
guiamos sin darnos cuenta. Imitamos, por ejemplo, a los grandes
maestros del estilo, o el lenguaje de un profesor. En mis tiempos de
alumno de Heidegger yo conocía el «heideggereo»: siendo estudian­
te más joven o mayor que otros, veía cómo algunos compañeros
soltaban su recién aprendido alemán heideggeriano a cualquier otro
catedrático en un seminario, y el pobre interpelado no sabía ni de
qué le estaban hablando. En el fondo todo el mundo está expuesto
a este tipo de imitaciones, al seguimiento de jergas que en realidad
son incomunicativas. En un sentido opuesto se encuentra en cambio
la adopción de modelos que dejan su impronta en nosotros, que no
tienen nada de instrucción o de prescripción autoritativa, sino que
son modelos a los que seguimos porque de pronto nos franquean
una nueva libertad en la configuración del propio discurso, pensa­
miento o conceptualidad objetiva.
Me pregunto, pues, en qué consiste la autoridad en este sentido
productivo del término. Siempre estamos inmersos en nexos de los

62
HERMENÉUTICA Y AUTORIDAD: UN BALANCE

que de repente nos hacemos conscientes y a los que prestamos nues­


tro asentimiento expreso. El nexo en el que se está de todos modos
es el siguiente: no se hace una sola observación, no se gana una sola
experiencia, si no se está guiado por un determinado potencial
de expectativas. ¿Pero de dónde salen éstas? Ensayar simples reac­
ciones no es aprender. Este es el gran problema del destino de nues­
tro mundo industrial: que el aprendizaje dentro de él ya no es un
aprendizaje. Hace poco preguntaba alguien qué lenguas se deberían
aprender hoy día en las escuelas, teniendo en cuenta el total deterio­
ro de la educación en los Lander orientales de nuestro país. El ex­
perto interpelado respondió: no necesitamos ni inglés ni latín, lo
que nos hace falta es ante todo el lenguaje de los ordenadores. Y
cara a la tarea de la reconstrucción económica la respuesta puede
parecer del todo correcta. El problema es que, por desgracia, el
lenguaje de los ordenadores no es ningún lenguaje. Es un sistema de
señales, de «apretar teclas», es todo lo posible en el no va más de la
racionalidad de medios y fines. Pero no tiene nada de estimulante ni
para la imaginación científica ni para la imaginación social ni para la
fantasía artística.
Esta experiencia nos permite reconocer cuál es la verdadera ta­
rea de nuestra civilización, en la que una regulación creciente de
todos los aspectos de la vida no hace sino confirmar el viejo pronós­
tico de Max Weber de la burocratización progresiva. Se hace algo
porque siempre se ha hecho eso. Este es el argumento último de
todas las administraciones y el esquema básico de toda burocracia.
Lo que yo creo, frente a todo esto, es que deberíamos poner en juego
y fomentar, pero de verdad, todas las posibilidades productivas de
las que los hombres disponen para tratar entre sí, si no queremos
acabar convirtiéndonos en simples «minimáquinas». Pues en definiti­
va el objetivo de toda educación es mantener despiertas, tanto en el
niño como en el adulto, y desde luego en el que aprende, todas las
fuerzas productivas. Por eso pienso que necesitamos modelos y auto­
ridad, pero en un sentido muy distinto: en el de la adopción de una
influencia formadora, no en el del modelo de la máquina.
Todo universitario ha tenido, me parece a mí, en algún momen­
to de su vida un profesor al que ha admirado y querido, y que ha
elegido como modelo. Puedo al menos decirlo de mí mismo. En la
escuela, durante la primera Guerra Mundial, teníamos la peor clase
de maestros, viejos de tipo sargento. La generación de profesores
jóvenes estaba toda ella en el frente. Esos viejos rutinarios no po­
dían desde luego infundirnos el menor entusiasmo. Pero había uno
que era mejor. Era un lingüista, investigaba nombres propios, y era

63
HERM ENÉUTICA COMO FILOSOFIA

un profesor excelente. Por eso empecé a estudiar germanística, algo


para lo que carezco por completo de talento (veamos, no quisiera
parecer catastrofista: para los contenidos de la literatura sí tenía
talento, pero no para el lado propiamente lingüístico de la discipli­
na), y me hice con una autoridad a la que seguir. Así se pone de
manifiesto ese «errar de un lado a otro», del que al final acaba
saliendo lo que resulta ser lo mejor para cada uno. Y, en último
extremo, uno admira a sus profesores por haberse comportado ejem­
plarmente y por ser un modelo de competencia. Es así como se
forma la autoridad y como se aprende a aprender. Pues en definitiva
aprender es siempre un proceso que promete una nueva libertad y
acaba dándola.
¿Cómo sería posible conciliar la necesidad de una autoridad que
permita más libertad con la regulación de todas las cosas que se
impone en nuestro mundo? Todos conocemos ese dato de la psico­
logía del tráfico: los daños en la chapa de nuestros automóviles se
nos hicieron bien presentes en Atenas y en Roma. Y, sin embargo,
los accidentes graves son allí menos frecuentes que entre nosotros.
Quien quiera arreglárselas por el mundo con la misma destreza con
la que se las arregla en el tráfico, tiene que aprender a estar despier­
to y atento en medio de un vasto sistema de reglas, y a ejercer la
fuerza de juzgar. Pero en la medida en que la sociedad industrial nos
va conformando a todos, en esa medida se van inhibiendo también
el sentido productivo de toda regulación y la libertad de juzgar.
Creo, no obstante, que la articulación sistemática de nuestros siste­
mas de vida actuales admite la posibilidad de integrar sistemas cerra­
dos de otras procedencias en nuevos nexos. De modo que en el
fondo puede que la propia teoría de los sistemas sea la que sirva
para, en un mundo de regulación cada vez más intensa, hallar las
vías para desarrollar las verdaderas fuerzas de la imaginación, la
información y el saber hacer.
En esta alegría del saber y poder hacer me he convencido de que
tenemos que aceptar la validez de la tradición que nos determina y
que no podemos controlar racionalmente. Es lo que hace todo el
que reconoce en su vida alguna autoridad. Y entiendo la resistencia
de algunas personas, políticamente progresistas, que temen que si se
piensa así, todo «quedará como estaba». Pero me parece un comple­
to error pretender asimilar la hermenéutica, en este sentido, a cual­
quier tendencia de política conservadora. Es verdad que es posible
subordinar todo a los propios fines políticos. Eso es lo que se llama
política: poner cosas que sirven a otros fines al servicio del objetivo
de la lucha por el poder en la sociedad. Sin embargo el conocimien-
. •

64
HERMENÉUTICA Y AUTORIDAD: UN BALANCE

to, cuando es un conocimiento de verdad, proporciona libertad.


Para mí acabó por estar claro que los conceptos no son lo mismo en
las ciencias del espíritu que en la construcción conceptual y en el
modo de trabajar de las ciencias de la naturaleza. De algún modo
toda palabra lleva aparejado algo de su historia efectual, y estas
resonancias múltiples de historia y experiencia son lo que distingue
a aquéllas de las precisas convenciones de designación con que la
matemática y su aplicación a la medición en las ciencias naturales se
hacen comunicables.
Por eso es un absurdo malentendido de muchos legos seguir
creyendo que la filosofía sólo es un lugar para ofrecer definiciones.
De ningún modo: las cosas no son tan sencillas para nosotros. No
nos está dado algo con lo que podamos orientarnos, algo que noso­
tros procedamos a definir, como el que pone en algo un signo de
identificación que luego le permite reconocerlo bajo cualquier cir­
cunstancia. Y para nosotros tampoco la autoridad es la instancia que
puede impartir instrucciones. El hablar está siempre incardinado en
un sistema de acción y reacción, de pregunta crítica y respuesta
arriesgada, en el que un relajado reconocimiento de la autoridad
produce nuevos grados de libertad igualmente relajada. Dice Aristó­
teles que Sócrates introdujo la definición. Pues sí, pero para recono­
cer nuestra ignorancia.

65
6

SOBRE EL OÍR

¿Qué va a decir uno sobre ei tema del oír, siendo filósofo? Lo que yo
puedo aportar aquí es esa forma de comprensión teórica que llaman
«el mundo de la vida». Me sirvo para ello de un término de Edmund
Husserl, una preciosa palabra que entre tanto ha hallado su lugar en
todas las lenguas imaginables, aunque apenas se dé pie en ellas para
la incorporación de una palabra nuestra. Para oídos alemanes, «el
mundo de la vida» anuncia ya que no se trata de hablar sólo de
ciencia. Pero, en relación con el tema del oír, no me planteo en
primer término el problema de la metodología de las diversas cien­
cias, ni tampoco el tema del L aocoon te de Lessing. Lo que intento
hacer presente aquí es el día a día entre los hombres, tan presente
como lo es el oído para la música y, en el fondo, tan presente como
tiene que estar todo cuanto constituye nuestra condición de «espíri­
tus despiertos». Así que soy consciente desde el primer momento, y
tengo que reconocerlo así, de que al acercarnos a este tema tenemos
que empezar por defendernos de la posición que mantiene el prima­
do de la vista en la historia del mundo. Es la vista la que ha desempe­
ñado el papel principal en el dominio de la filosofía y en la forma­
ción de sus conceptos. No podemos dejar de recordar las primeras
frases de la M etafísica de Aristóteles, en las que éste señala la prima­
cía de la visión sobre todos los demás sentidos. Refleja la famosa
ocularidad de los griegos, que en cierto modo se ha convertido en un
elemento fundamental del destino de nuestra cultura humanística,
soporte, en buena parte, de sus conceptos. Desde los griegos, pasan­
do por los romanos, hasta la Edad Moderna, y hasta la configuración
de las lenguas nacionales dentro de ella, la primacía de la visión ha
sido la base de todas las formas de la educación.

67
HERM ENÉUTICA COMO FILOSOFIA

Y bien, ¿qué es lo que se opone a esta primacía de la vista? ¿La


palabra, o la voz? ¿Pero no es la voz a su vez algo diferente? Para
Aristóteles la primacía de la vista estriba en que ella es la que nos
hace visibles la mayoría de las diferencias, el conjunto del mundo
visible. En otro lugar, sin embargo, el propio Aristóteles pone de
relieve que el que oye, oye al mismo tiempo algo más, lo invisible y
todo lo que es posible pensar... porque existe el lenguaje. No es sólo
el mundo lo que podemos ver: es el universo lo que intentamos com­
prender. Y es desde este transfondo, desde la contraposición entre la
ocularidad y la voz, desde donde quiero plantear mis consideraciones.
Queda claro desde el principio, supongo, que aquí no vamos a
hablar del oír del mismo modo como hablamos del sentido de la
vista. El oído sólo está por encima de ésta por referencia a una
función determinada. Si se dice que el oído abarca todo el universo
de lo pensable, se está hablando del lenguaje. De modo que el tema
que forma el trasfondo de una filosofía del oír es el universo de las
lenguas. Y que entre éstas y la voz humana hay una relación estre­
cha, por no decir íntima, resulta evidente. Por otra parte sabemos
que en el ámbito de la filosofía los puntos de vista fundamentales
proceden de los conceptos griegos, más tarde latinizados. Ahora
bien, ¿nos referimos realmente a algo lingüístico cuando aludimos a
la voz, tal como resuena, por ejemplo, en el Antiguo Testamento, o
en muchas otras formas del mundo sin sonidos en el que transcu­
rren nuestras experiencias anímicas? ¿Es el hálito del alma? ¿El vi­
brar de las cuerdas? Hablamos de cuerdas vocales, de las voces de
los pájaros, pero qué duda cabe que lo verdaderamente especial es
lo que hace la voz con el lenguaje. Designa con nombres. O nom a es
el término griego. Y esta palabra posee desde el principio un hori­
zonte de significación mucho más vasto de lo que nosotros asocia­
mos con la palabra «nombre», que entre nosotros es apelativo, nom­
bre familiar, apellido. O nom a es más que todo eso. Se refiere a
cualquier sustantivo, justamente porque es invocación. La palabra
invoca en el mismo sentido en que se invoca a alguien por su apela­
tivo. Cuando usamos una palabra, ésta interpela siempre a alguien,
pero dice además siempre otra cosa, aquello a lo que nos referimos.
Junto a este hecho de que el nombre es una interpelación en ambas
direcciones, se da un primer paso que conduce evidentemente a una
presentación de esa clase de vigilia a la que hace referencia el «ahí»*.

* El autor aduce aquí el adverbio alemán da con el que se forma el sustantivo


Daseirt, propio de la designación de la existencia humana en el contexto de esta
filosofía. (N. de los T.)

68
SOBRE EL 0 1R

Aquí la voz dice algo, y no es sólo como la voz de los pájaros, ni


siquiera como el canto de los pájaros, que puede ser incitación o
advertencia. No, la voz dice más bien algo qye„ por ser dicho, está
«ahí». Hay algo ahí, pero el ahí no es a su vez un algo.
En la era de la reproducibilidad ese «ahí» pierde algo de su
fuerza, como ocurre, por ejemplo, cuando le rodean a uno de la
mañana a la noche las voces del televisor y el torbellino de sus
efímeras imágenes. El verdadero hablar es un estar despierto, una
vigilia que suscita vigilia. Estar despierto supone no aceptar some­
terse pasivamente a lo que se le viene a uno encima, sino escuchar.
En eso estriba la verdadera libertad del hombre, en el referirse a
esto o a lo otro, en el escuchar algo o en el no querer oírlo. Y todo
esto está dentro de la capacidad apelativa de la palabra.
Si esto es claro, estamos ya en el núcleo del verdadero tema que
se nos plantea en una filosofía del oír. Se trata de oír, pero también
siempre de entender. /Se trata de lenguaje articulado. Y esto implica
también que lo que el lenguaje nos propone queda, por así decirlo,
ante nosotros. Llamamos a esto la intuitividad del lenguaje, que no
es tanto un ver como aquella relación interna en la que consiste el
oír en el sentido de escuchar y de un entender algo como dicho para
mí. ¿Cómo no vamos a conocer la indisoluble unidad de oír y enten­
der? Pensemos en una situación, por ejemplo, en una actividad lec­
tiva en la universidad, en la que pedimos a un estudiante que lea una
cierta frase en alto. Si la frase es difícil, la dirá o la recitará. Pero si
él no está entendiendo la frase, tampoco nosotros se la entendere­
mos a él. Oír y entender están tan estrechamente vinculados que
toda la articulación del lenguaje se pone a contribución en la situa­
ción. No basta con los sonidos lingüísticos: también la gesticulación
y todo lo demás tienen que confluir en una unidad convincente. Si
falta esa unidad, no se entiende.
Pero evidentemente no sólo es posible oír sin entender: también
se puede entender sin oír. Y el verdadero problema del que se ocupa
la filosofía es precisamente el modo como todo esto funciona en el
lenguaje. Los filósofos griegos vieron ya el problema, como se ad­
vierte en la doble significación que el logos tiene para ellos: por una
parte, está el logos que es, por así decirlo, la palabra interior, quizá
aún no articulada en una forma lingüística, y, por la otra, el logos
como discurso efectivamente proferido. Platón se refiere ya a esta
cuestión cuando dice que pensar es hablar consigo mismo y cuando
entiende este hablar consigo mismo como una especie de escritura o
anotación. En el giro posterior de la filosofía estoica y sus seguido­
res, por ejemplo en san Agustín, se hablará de la diferencia entre la

69
HERM ENÉUTICA COMO FILOSOFIA

voz interior y la voz exteriorizada, entre el verbo interior y el verbo


emitido.
Esto suena muy simple, y es sin embargo el mayor misterio del
cristianismo: la Encarnación. Las cosas no son como se las imagina­
ba Platón, ni tampoco como pensaba la teología posterior, que se
representaba la palabra interior como palabra de Dios. Verdadera­
mente tan misteriosa como la Encarnación es ya la relación interna
entre el verburrt y lo hablado.
El conjunto se complica aún más si pensamos en la relación
entre la idea y lo hablado. También aquí hemos visto que la palabra
interior no está incorporada al lenguaje en el que uno se expresa en
cada caso. Y lo mismo vale para la palabra escrita, a la que de algún
modo le falta la articulación más precisa de la palabra hablada. Es
algo de lo que nos damos cuenta por la significación que puede
adquirir el tono en el que se dice algo. Pero más importante aún: la
palabra hablada ya no es mía, ha quedado entregada al oír de otros.
En esto consiste la gran responsabilidad del hablar: en que la pa­
labra, una vez dicha, ya no puede ser retirada. La palabra hablada
pertenece al que la oye. Todo el problema de la escritura nos es
familiar cuando menos a partir de la reflexión platónica y de su
clara relación con la palabra realmente pronunciada, que aporta
sobre el conjunto una especie de iluminación intemporal. Y en esto
reside la esencia del oír: que toda la articulación del discurso se
reúne como en una nueva unidad, la que forma la palabra que se le
dice a uno. La palabra no son las palabras.
Una sola palabra, pronunciada en un discurso ante un gran au­
ditorio, se convierte en un intento, desmesurado hasta el gigantis­
mo, de alcanzar a los oyentes en una conversación reflexiva y de
mantenerse en conversación con ellos. Y porque las cosas son así es
por lo que el oyente siempre percibirá la diferencia que hay entre
seguir el hilo de una conferencia y acompañar el discurso de otro,
que interpela, que llama a la colaboración en libertad con la mera
selección de las palabras.
Pues bien, de esta modalidad del oír es de la que se trata aquí.
No tiene nada que ver con la recepción de lo que también una
máquina podría grabar. Es la palabra que alcanza al otro en su com­
prender. Una palabra así pide respuesta. De modo que también un
discurso ante un gran auditorio es una conversación con múltiples
respuestas silenciosas. Y como en toda conversación, también aquí
lo que importa es acercarse unos a otros o confrontarse unos con
otros en tanto se está juntos. Esta es una de las experiencias funda­
mentales de nuestra convivencia humana: que el interpelado que

70
SOBRE EL OÍR

oye tiene que entender, y que el que habla es recibido en la silencio­


sa respuesta del que escucha. Igual que en la conversación, también
aquí tiene que estar vigente esa experiencia fundamental de la con­
n iv en cia humana que es el entenderse entre sí. Lo cual no significa
llanamente que se haya dicho u oído algo razonable, sino que unos
y otros han compartido algo razonable. Ni quiere decir, en modo
alguno, que en ese entenderse haya que acabar por ponerse siempre
de acuerdo. Al contrario, este nexo de oír y entender es en realidad
una apertura libre a la dimensión del otro. Intentemos examinar
más de cerca algunas de las formas que adquiere esta apertura.
Es indudable que hoy en día vivimos en un mundo marcadamente
literario, en el que la lectura ocupa un espacio muy vasto. No sabe­
mos cuánto durará esto. Cada vez hay más analfabetos. Sin embargo
la lectura sigue desempeñando un papel decisivo. ¿Pero qué es leer?
Leer no es deletrear. El que aún deletrea es que no sabe leer.
Quien quiere entender la lectura, tiene que entender algo que el
otro puede y debe entender. De ese modo, en su condición de lector
y en su comprender, está ya siempre en el todo de lo dicho. No se
entiende la palabra aislada, no se entiende palabra a palabra. Esto es
algo que se percibe cuando, al oír hablar, no entendemos una pala­
bra, y se desencadena una fractura en la comprensión del todo. Sólo
cuando uno ha reconstruido el sonido mal interpretado se salva esa
fractura de la comprensión, y se vuelve a estar en el todo que es un
intercambio entre personas que se entienden unas a otras.
Y bien, ¿qué es entonces leer?
La respuesta es: dejar hablar. Desde luego, esto no significa que
leer sea oír, por más que al que escucha una conferencia* le llame­
mos oyente. Sólo el que ha comprendido el oír es capaz de hacer
hablar a lo oído. El ejemplo crítico es aquí el del hablar irónico. Uno
oye algo, pero si no entiende la ironía, de hecho ha oído mal. Para
mí un ejemplo típico es el del Estado ideal en la República de Pla­
tón. ¿Va en serio todo eso? Porque al final lo único que parece
decirse en serio es que habría una convivencia ideal entre los hom­
bres si éstos hubiesen aprendido a desconectar por entero sus pre­
juicios e intereses particulares. Y en Platón esto acaba por adoptar la
forma irónica de decir que la ciudad ideal depende de los pequeños.
Lo que habría que hacer es sacar de la ciudad a todos los mayores de
diez años y someter luego a todos los jóvenes al gran camino educa­
tivo en cuyo final los filósofos son los reyes.

* Juego de palabras: «conferencia» es en alemán Vorlesurtg, «lectura pública».


(N. de los T.)

71
HERMENÉUTICA COMO FILOSOFIA

En la vida diana lo que hace más o menos reconocible la ironía


es el tono. Por supuesto, también en la escritura se puede llegar a
hacer audible algo de ese tono. Hacerlo así constituye una tarea
ardua para el escritor, pero también y sobre todo para el lector, que
tiene que aprender a escuchar la palabra que se le dice. Si queremos
encontrarnos cómodos en el mundo del futuro, para las generacio­
nes jóvenes será de la más decisiva importancia que la estrecha-con­
vivencia de las diversas culturas y mundos lingüísticos acabe por
hacer posible una comprensión recíproca. Y esto significa que habrá
que aprender idiomas extranjeros, y aprenderlos lo suficientemente
bien como para no tener ya que traducir o que leer traducciones,
sino que uno se vuelva capaz de pensar en el idioma del otro y de
entender la lengua del otro. Puede que esto suene utópico, pero la
experiencia enseña que la situación en la que uno se encuentra en la
vida es como el aire que se respira: en ambos resuena de forma
inaudible el lenguaje.
En la Europa actual sólo hay dos países en los que se puede
contar qon que todos sean capaces de hacerse entender en tres idio­
mas: Suiza y Holanda. A uno le gustaría a veces añadir a los latinos,
que son el trasfondo de tantas lenguas vivas. Y en cualquier caso es
un hecho de la experiencia que la cuarta lengua siempre es la que se
aprende con más facilidad. Igual que cuando se reúne la gente, cuan­
do se tiene en casa a forasteros, o cuando uno mismo se mueve
como forastero en otro país, será una verdadera tarea del futuro
reconocerse unos a otros a despecho de la diversidad de las culturas.
Es algo que tendremos que aprender si desde Europa queremos dar
el paso hacia un mundo unitario. Y no creo que un lenguaje único
pudiera resolver los problemas, allí donde una larga tradición cultu­
ral ha permitido que se desarrollen costumbres y experiencias vita­
les propias. Aunque también hay grados de cercanía entre los diver­
sos mundos lingüísticos. Las cosas serán como lo que conocemos
por nuestro aprendizaje de la lectura. Si se ha de entender lo escrito,
lo impreso tendrá que echar a hablar.
Lo que no se puede menospreciar es el cúmulo de posibilidades
que abre la técnica actual al sistema comunicativo entre las culturas.
Permítanme que por un momento haga de abogado defensor de las
ciencias del espíritu, en las que el tema siempre ha sido entender los
idiomas extraños. Se suele preguntar a estas ciencias en qué sentido
se consideran precisamente ciencias, si no existe ningún criterio para
la comprensión de textos o palabras. Para las ciencias de la natura­
leza y para las formas del tráfico e intercambio de la técnica es sin
duda cierto que en ellas se garantiza la univocidad de los medios de

72
SOBRE EL OfR

entendimiento recíproco. Pero no cabe duda de que el aparato de


una civilización montada sobre la ciencia y la técnica está lejos de
agotar el conjunto de lo que llamamos convivencia. La profunda
impronta que confiere a cada hombre el idioma en el que ha crecido
convierte en hereditarias diferencias inextinguibles que llegan hasta
los más sutiles matices dialectales. No obstante, el instinto del en­
tendimiento hará que los hombres construyan siempre nuevos puen­
tes entre sí.
Y al final lo único que realmente importará es que el diálogo sea
posible en todas partes, y esto significa intercambio de palabras,
acompañadas sin duda también por momentos de otra clase, pero a
la larga un intercambio incesante en el que siempre se hallarán nue­
vas palabras que permitan el entendimiento recíproco.
Hemos usado el concepto del diálogo, nombrando así una es­
tructura fundamental que abre un gran espacio para las más diversas
formas de desenvolverse. Que el diálogo se basa en parte en una
estructura previa prelingüística es algo que advertimos, por ejemplo,
en los animales y los medios que utilizan para entenderse entre sí.
Sin embargo el lenguaje verbal ha hecho posible una diferenciación
de la humanidad basada en el lenguaje que abarca al mundo entero.
El entendimiento sin palabras entre la madre y el hijo y los años en
los que se aprende a hablar son las primeras acuñaciones de esa
orientación en el mundo que hacen al hombre capaz de vivir su
vida. Del mismo modo que en el niño que aprende a hablar se pro­
duce una verdadera domiciliación en el mundo, conocemos también
otras formas de entendimiento que ponen de manifiesto la estructu­
ra fundamental que mencionábamos. Me refiero al «ir con el otro».
Entender es siempre ir con lo que se dice, aunque no haya asenti­
miento. Y hay muchas formas de «ir con el otro».
Una de las formas que nos es más familiar es la de la experiencia
musical, que en el fondo es siempre un «cantar al mismo tiempo».
Hasta ese punto es necesario que allí donde se hace música se gene­
re una comunidad que una a la gente en el oír.
El ejemplo de la música hace patente sin duda la fuerza elemen­
tal de la unificación que es posible entre los hombres. Pero es que
además la música se pone de manifiesto a sí misma en la medida en
que su cercanía al lenguaje revela el lado genuinamente verbal de
nuestro entendimiento recíproco con todas sus dificultades. Quisie­
ra mostrar con dos ejemplos cómo se da ese entendimiento allí don­
de no se dispone del trasfondo elemental que opera en la música: en
la retórica y en la lógica. Al aludir a ambas nombramos al mismo
tiempo los dos poderes fundamentales que confirieron su carácter a

73
HERM ENÉUTICA COMO FILOSOFÍA

la educación griega. De hecho se planteó una verdadera polémica


sobre la educación de la juventud cuando se discutía sobre si la inte­
gración de la juventud en la sociedad a través de su formación debía
hacerse sobre la base del arte de hablar o sobre la base de la ciencia y
de su lógica. Y, por supuesto, ambas son formas de la experiencia
que salen a nuestro encuentro en la vida humana de cada día: el
discurso convincente de un lado, la demostración vinculante del otro.
En un diálogo platónico, F ed ro, se narra cómo se encuentra Só­
crates con un joven amigo. Ese gran conocedor del alma humana que
era Sócrates advierte de inmediato que el joven está enteramente
poseído por algo, y termina por exhortarle a que le muestre el escri­
to que esconde entre los pliegues de su ropa. Le permite que lo lea.
Se trata de un discurso epidíctico de uno de los más famosos orado­
res de Atenas. En él se intenta demostrar que para un muchacho es
preferible acceder al requerimiento amoroso de alguien aunque no
experimente por él ninguna pasión verdadera. Sócrates replicará lue­
go con una argumentación opuesta, defendiendo la pasión amorosa
de verdad, y enlazará con ello toda la fascinación de la educación del
alma. Sócrates defiende el arte retórica porque permite comunicar a
otros el conocimiento de lo que es verdad y de lo que es correcto. Es
este gran derecho de la retórica a servir al conocimiento verdadero
lo que confiere su magia a este diálogo de tan alto vuelo poético. En
realidad todo él es una especie de consagración de la filosofía, en el
marco de la cual la gran pasión del ánimo juvenil puede elevarse a
una verdadera altura, en vez de perderse en la clase de jugueteos
retóricos a los que se había entregado el joven admirador de Lisias.
Los oradores verdaderamente grandes no son los artistas del artifi­
cio, que celebran sus triunfos en discursos de aparato y lucimiento,
sino los grandes hombres de acción, los que con su oratoria y sabidu­
ría organizan la convivencia de los hombres, como un Pericles, el
gran estadista, o un Solón, el gran legislador de Atenas.
En nuestros tiempos actuales, en los que la ciencia y sus funda­
mentos matemáticos detentan la primacía, la oratoria ha caído, como
quien dice, en descrédito. No cabe duda de que el gran misterio de la
cultura de la Edad Moderna ha sido su manera de acceder a un cono­
cimiento metódico que le ha permitido dominar los poderes de la
naturaleza y organizar también un orden social. Se puede afirmar
con razón que ha sido la lógica la que en definitiva ha hecho posible
la técnica de nuestro mundo. No obstante, sabemos que el mundo de
la vida y la relación de los hombres entre sí tienen también otros
aspectos distintos de la certidumbre científica y de la victoria del que
logra que le den la razón al argumentar. Hay otras maneras de tener

74
SOBRE EL OIR

que ver con la gente y de estar de acuerdo con ella, maneras que van
más allá del triunfante desenmascaramiento de las contradicciones
en las que caen los demás. Existe la posibilidad de decir las cosas en
voz baja. Se puede convencer indirectamente, y no siempre es opor­
tuno decir lo que se piensa. Imaginemos un ejemplo: alguien, por
negligencia, comete una falta de tacto. ¿Qué se le dice? La única
respuesta es: nada en absoluto. Eso es lo único que cabe hacer en ese
momento. Hay que superar la situación a base de tacto. Cualquier
otro comportamiento sólo serviría para empeorar las cosas. Y esto es
lo que pasa siempre que en el trato con la gente hay que mantenerse
abierto al entendimiento, y eso implica consideración y objetividad.
Estos son los problemas que se tienen en la convivencia humana: hay
que escucharse unos a otros, y eso vale tanto para el trato de cada
individuo con los demás como para el de los pueblos entre sí.
Quisiera poner otro ejemplo en el que se puede adquirir con­
ciencia de los límites del querer saber y del tener razón. En otro
famoso diálogo Platón cuenta cómo la elite intelectual de Atenas de
su tiempo honró al dios del amor, Eros, en el curso de un banquete.
Tratando de descubrir lo que realmente busca esta potencia univer­
sal que es la pasión amorosa, Sócrates termina conversando con la
vidente Diótima. Esta sabia mujer lleva al maestro de la dialéctica
mucho más allá de lo que él era capaz de ver por sí mismo. Pues
bien, ese algo supremo y último a lo cual tiende todo, y que en otros
diálogos de Platón se llama «el Bien», aquí, en el contexto del honor
a Eros, se llama «la Belleza misma». Pero del mismo modo que
Sócrates reconoce que, en la búsqueda del verdadero bien, no puede
visualizarlo más que por medio de una parábola, y surge así su
conocido mito de la caverna y el ascenso de los hombres desde su
existencia cavernaria hacia la luminosa libertad del sol, también en
este caso la vidente Diótima presenta el ascenso a «la Belleza misma»
de un modo que sólo estaría al alcance de una vidente divina. Pues
bien, esto no le pasa sólo a Sócrates: todos nosotros tenemos algo
más que aprender en esto del oír. Del mismo modo que hay que
aprender a ver, y eso es algo que por desgracia casi nunca se ejercita
lo suficiente en la escuela, tenemos también que aprender a oír.
Incluso tenemos que aprender a escuchar, para que no nos pasen
inadvertidos los tonos más leves de lo que merece la pena saberse.
¡Quién sabe si el obedecer* no formará también parte de eso! Pero
éste es ya un tema para que cada uno se lo piense por sí mismo.

* Juego de palabras: en alemán «escuchar» es horchen y «obedecer» es gehor-


chert, derivado del anterior. (N. de los T.)

75
7

AMISTAD Y SOLIDARIDAD

Apenas existe un gran filósofo de la Antigüedad que no nos haya


legado alguna doctrina, lección o escrito sobre la «amistad». Aristó­
teles, el maestro de los que saben algo de eso, dedicó en cada uno de
sus tres tratados de Etica pasajes centrales a la amistad. En cambio
Kant, el gran maestro venerable de las ideas filosóficas, no concede
a la amistad en sus lecciones sobre antropología más que una pági­
na. Eso sí, expresa en ella una verdad de las que dan que pensar.
Dice: «Un amigo verdadero es tan raro como un cisne negro».
Esta afirmación de Kant invita a reflexionar sobre el papel de la
amistad en nuestra sociedad, así como sobre la falta de solidaridad
propia de la actual sociedad de masas. Y no será extemporáneo
volver a recordar en este punto a los griegos. La misma tensión que
existe entre los dos conceptos de la amistad y la solidaridad es sufi­
cientemente elocuente como para aguzar nuestro ingenio y hacer­
nos más clara la tarea.
Karl Jaspers, mi antecesor en la cátedra de Heidelberg, calificó
ya en el año 1930 nuestra época de «era de la responsabilidad anó­
nima». Una calificación clarividente donde las haya. Cada día es más
verdad. Es tan terriblemente cierta que incluso existen hoy día clíni­
cas en las que el paciente no conserva su nombre, sino que se lo
sustituyen por un número. Y de hecho no se pmede por menos de
plantearse enteramente en serio la pregunta de cómo es posible
salvaguardar y seguir desarrollando, bajo las formas de vida de la
Revolución industrial y de sus consecuencias, las cosas que realmen­
te soportan la felicidad humana. La verdad es que no creo poder
arrogarme la capacidad de proclamar aquí mayores sabidurías al
respecto. Pero sí quisiera proponer algunas reflexiones sobre estos

77
HERMENÉUTICA COMO FILOSOFIA

cambios y añadir tal vez algunos ejemplos ilustradores que favorez­


can esa reflexión. Que el tema «amistad y solidaridad» contiene una
verdad saturada de tensión, es algo que se aprecia a primera vista.
Amistad: un concepto que recoge todo lo que le es querido a
uno. La palabra philta en griego, igual que la de nuestro idioma,
posee un extenso abanico de aplicaciones. El amigo verdadero, ese
cisne negro de Kant, es en verdad un fenómeno infrecuente. En
cambio la palabra misma se usa en el lenguaje con una amplitud de
espectro y una frecuencia que le restan todo color y todo matiz. El
lenguaje hablado es el verdadero reflejo de la experiencia humana, y
es también por eso mismo el acervo permanente del pensamiento de
la humanidad. Puede que hoy día nos preocupemos poco de exami­
nar nuestros propios usos lingüísticos y de pensar con el lenguaje,
desde luego menos que hace unos siglos, por ejemplo en el x v i i i ,
cuando se practicaba poco menos que un culto a la amistad, como se
refleja, por ejemplo, en la poesía. Pues bien, la misma palabra actual
«solidario» nos enseña que entre los conceptos de la amistad y de la
solidaridad existe una tensión. Y sin embargo también en esto, cuan­
do se trata de la amistad, los ejemplos de la vida en la Grecia clásica
nos muestran hasta qué punto nuestra tradición humanística está
acuñada por ellos, ¿Quién no conoce la amistad entre Aquiles y
Patroclo, centro de la lita d a ? Y todos conocemos a los Dioscuros,
Cástor y Pólux, que desde el cielo nocturno nos recuerdan lo inse­
parable de la amistad.
No obstante sigue teniendo sentido preguntarse qué es la amis­
tad verdadera, y qué representa el amigo en un mundo que lo es
siempre también de instituciones compartidas y de regulaciones es­
tablecidas, y al mismo tiempo de la máxima diversidad de conflictos
y de formas de entendimiento que hacen posible la acción en co­
mún. Claro está que nosotros vivimos en esta era de la responsabi­
lidad anónima, que con su peculiar arte de organizar las cosas nos
ha traído un mundo de extrañeza recíproca. ¿Quién es el vecino con
el que vivimos?
En esta situación hay que preguntarse qué advertencias están
asociadas a la idea de la solidaridad, y qué debería ser lo que se
llama una solidaridad «declarada». «Declarada» es aquí una expre­
sión extrañamente ambigua, sobre la que conviene reflexionar*. Se
trata de explicar algo que en realidad encierra un deber lógico y
natural. Fuerza es reconocer que el escepticismo que revela la ex­

* La ambigüedad es en realidad privativa de la expresión alemana erklart, que


significa tanto «declarado» como «explicado» o «aclarado». (N. de los T.)

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AM IS TAD Y SOLIDARIDAD

presión kantiana del cisne negro seguramente estaba ya en su tiem­


po más que fundado. Rara vez se pone a prueba en nuestra estructu­
ra social al amigo verdadero y a lo que lo convierte en tal: la lealtad
del amigo. Sin embargo conviene tener claro hasta qué punto todos
nosotros tenemos parte en ambas cosas, en la amistad y en la solida­
ridad, y que es obligado defender lo inseparable de una y otra.
Tenemos que hacernos conscientes del tipo de agrupaciones
solidarias a las que conduce la vida en nuestra sociedad, y que gene­
ran obligaciones respecto de otros. Y por otra parte existe un tipo
de amistad que en realidad sólo puede ser vivida, no ya definida.
Los griegos, que pasan por ser los inventores de las definiciones de
conceptos, en particular Sócrates, Platón y Aristóteles, intentaron
conferir al concepto de la amistad perfiles diferenciales claros y una
definición precisa. Platón dedica al tema un diálogo completo, el
Lisis. Se trata de una conversación entre Sócrates y dos muchachos
en el gimnasio. Ambos están rodeados de sus mentores, amigos y
pretendientes amorosos, según las costumbres que imperaban en el
sistema educativo de los griegos. Sócrates les pregunta qué es la
amistad. «Pues vosotros sois buenos amigos». Y sigue preguntando:
«¿Quién de vosotros es el mayor?». «Bueno», le responden, «preci­
samente sobre eso estábamos discutiendo». ¡Felices tiempos aque­
llos en los que no había Registro Civil! «¿Y quién de vosotros es de
mejor familia?». Los dos miran radiantes. «¿Y quién es el más be­
llo?». Sonríen un poco indecisos.
Se adivina que viene un coloquio sobre lo que realmente es la
amistad, sobre por qué se hace alguien buen amigo de otro, y en qué
consiste ser un buen amigo. De lo que se trata es sin duda de que
nos hagamos conscientes de que estos dos jóvenes interlocutores de
Sócrates aún no pueden saber qué es un amigo. Lo único que cono­
cen es la amistad infantil. Lo que sigue es un concurso de faroles en
el que cada uno intenta eclipsar al otro. Y lo que hacen esos dos
chiquillos en edad de madurar será un primer paso hacia la vida
propiamente dicha, en el momento en que la conversación con Só­
crates despierte en ellos la ilusión por pensar. ¿Pero pueden saber
qué es la amistad?
No es extraño que la primera pregunta de Sócrates sea si la amis­
tad estriba en que lo igual se junte con lo igual. Los chicos pueden
entenderlo, y pueden entender también que no es una descripción
consistente. En seguida se dan cuenta de que no funciona. Tal vez
sea verdad entonces lo contrario: que la elección de amigo busque
más bien lo desigual, y que se base en que uno descubre en el otro
algo digno de admiración y cariño. O quizá es en general la búsqueda

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HERM ENÉUTICA COMO FILOSOFÍA

de un modelo en un mundo en el que los niños se ven tantas veces


llevados y traídos entre lo bueno y lo malo, lo bello y lo feo. Encon­
trar un modelo, tal vez sea eso lo que se ve en el amigo, y todo lo que
le resulta grato a uno y hace que las personas se hagan amigas.
Pero se verá que con estos dos muchachos no se llega de este
modo a una buena respuesta. Al final se dan cuenta de que sus
intentos no tienen éxito. Lo que buscan es algo oculto, no algo
tangible. Finalmente la palabra que sugiere Sócrates, y que no se
puede traducir, es la de o ikeío n , lo «casero», lo «propio y acostum­
brado». El oíko s constituía la estructura fundamental de la econo­
mía antigua. Economía era sinónimo de administración casera. Y no
carece de sentido que también la incipiente industrialización, en la
medida en que se puede hablar en ese momento de algo así, sea
denominada «economía». Este término sigue llevando consigo, como
una connotación familiar a todos, aquello que constituye el sentirse
«en casa», donde todo le es familiar a uno. Y esto no implica ni que
a uno le sea todo igual de grato, ni que en la admiración por otro
uno se haga necesariamente consciente de la desigualdad, la venera­
ción y el amor. Nada de todo eso. ¿Pero entonces qué? Parece que
Platón piensa que para esto habría que hablar con personas mayo­
res. Los chiquillos son llamados por sus mentores sus pedotribas. Y
Sócrates tendría que dirigirse ahora a los adultos para oír, quizá, lo
que es la verdadera amistad.
Quizá Platón acabe por hacerles dialogar al respecto con Alci-
bíades. Alcibíades era famoso tanto por su belleza como por su
ingenio y, en las confrontaciones bélicas entre Atenas y Esparta,
desempeñó un papel turbio y ominoso. Tenemos un diálogo escrito
por Platón que, aunque no fuese de Platón, es sin duda de un admi­
rador contemporáneo y merece más atención que la cuestión de su
«autenticidad».
En nuestro caso es también un poco así: este Alcibíades, llamado
a un papel tan destacado en la guerra del Peloponeso, aparece aquí
también como un jovencillo. En su diálogo con Sócrates éste sale al
encuentro de un muchacho que se encuentra en la edad de paso a la
madurez, ya atrapado por la misma ambición a la que acabará su­
cumbiendo. Al comienzo del diálogo escuchamos la voz de un joven
y ambicioso realista. A este primer Alcibíades todos esos coloquios
sobre la justicia, el valor, la valentía y demás le parecen cháchara
vacía. Lo único que tiene verdadera importancia para él es el acceso
al poder.
Con esto enlaza una larga conversación educativa por parte de
Sócrates, que sin duda no es ajeno a la gran capacidad de atracción

80
AMISTAD Y SOLIDARIDAD

ejercida por este muchacho tan hermoso, tan dotado y tan promete­
dor. Sólo que él intuye los riesgos que acechan por detrás de estos
arrebatos de ambición y voluntad de poder. A lo largo de la conver­
sación, poco a poco, paso a paso, Sócrates consigue hacerle ver que
la amistad, y más aún la verdadera amistad, no sólo resiste la compa­
ración con las meras rivalidades por el poder, la influencia y la
riqueza, con todas esas cosas con las que sueña el joven, sino que
todas ellas juntas distan de igualar el peso del verdadero amigo y de
la verdadera amistad.
Los filósofos griegos aprestaron todo su ingenio para mostrar
cuántos tipos distintos de amistad existen realmente. Está, por una
parte, la amistad infantil, que ya hemos mencionado, tan bellamente
descrita tanto en lo que tiene de alardes y rivalidades como en su
tierna timidez. Está luego la amistad del muchacho que crece, las
primeras amistades amorosas que trae la vida. Esto existe en todas
las sociedades, también en las que no están organizadas como la de
los griegos. Y finalmente el proceso por el que, a partir de estas
amistades amorosas, y de las más tardías del hombre autónomo, ya
más maduro, acaba por nacer la verdadera amistad, la amistad de
por vida.
Desde el comienzo de todas estas reflexiones sobre la amistad se
advierte que no estamos ante un concepto abstracto que se subdivi­
de en clases. En Aristóteles al principio suena un poco así. En él se
distingue, para empezar, la amistad que reposa en el placer de los
sentidos y su felicidad, en aquello que de grato encuentran los ami­
gos el uno en el otro. Está luego la amistad basada en la ventaja, en
la ganancia, en lo que nosotros llamamos amistades de negocios
o de partido, o como quiera que nos expresemos en este extenso
ámbito del concepto de amigo. También esto es, evidentemente, un
tipo de amistad. Y luego está la amistad de verdad, la amistad per­
fecta. La verdadera amistad. ¿En qué consiste? ¿Qué significa que
esta amistad sea lo oiketon ? Es ese estar en casa del que no se puede
decir en qué consiste. Resuena desde un concepto aún más alto y
enigmático, el del hogar y la patria*. ¿Y qué es eso?
Pues bien, eso tampoco es nada que yo tenga que describir. Para
ustedes, los que están aquí en Pforzheim**, su ciudad es la más

* Juego de palabras intraducibie. El término alemán Heim, que traducimos


por «hogar», genera la expresión abstracta Heimat, que se refiere a lo mismo que
Vaterland y se traduce por «patria», pero que contiene una connotación muy fuerte
del tipo de patria más cercana que es el hogar. (N. de los T.)
* * Bella pequeña ciudad llamada «La puerta de la Selva Negra» (N. de los T.)

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HERM ENÉUTICA COMO FILOSOFIA

hermosa, y sus alrededores los más magníficos. Todos sabemos que


la patria chica* es algo sobre lo que no se piensa en ideas. Es algo de
lo que no podemos explicar por qué nos toca tanto al alma, por qué
une tanto a las personas. Simplemente la patria chica, la proceden­
cia, funda una vinculación, una especie de comunidad o solidaridad
genuina, sin necesidad de andar declarándose solidarios. Uno lo es y
no necesita ni quiere saber qué es lo que realmente está en juego.
A pesar de que la historia de los griegos en todas sus facetas nos
ofrece abundantes ejemplos de formas de vida pública, formación
de grupos, luchas, guerras civiles, confrontaciones hostiles y reins­
tauraciones del orden democrático, no cabe duda de que las re­
flexiones que todo ello suscitó nos conducen a la pregunta por el
misterio de ese algo hogareño y patrio, ese tipo de vinculación de la
que no se puede decir: es la unión de lo igual con lo igual, o de lo
desigual con lo desigual, o la búsqueda de un modelo. ¿Qué es
entonces? Es una gran idea, expuesta por primera vez por Platón y
recogida más tarde por Aristóteles, y que quiero presentar aquí por­
que da que pensar.
Hay en griego una palabra que ahora podrá parecer chocante,
y que se lo parecía sin duda a los griegos, aunque no formulasen
mayores interrogantes al respecto: la philautía, el «amor a sí mis­
mo». Pues bien, de eso se trata, de hallar en el amor a sí mismo el
verdadero fundamento y condición de cualquier tipo de vinculación
con otros y de vinculatividad para uno mismo.
Tendré, pues, que decir algunas cosas más sobre la solidaridad,
una noción para la que los griegos no tenían ningún término propio,
ni representaba entre ellos algo que requiriese explicación. Pues ¿qué
es realmente esaphilau tía} Entonces como ahora, la idea de un amor
a sí mismo tenía connotaciones poco halagüeñas. Lo sabemos por la
comedia griega, y también por muchos otros testimonios. Se piensa,
de entrada, en ese vicio algo cómico, pero también horrible, de que
la gente piense siempre y sólo en sí misma, de que ni piense en los
demás ni piense en lo que ella es para los demás. Pues bien, Platón
arriesga a este respecto una expresión que pertenece a un lenguaje
que no sólo lo abarca a él, sino a nosotros y a todo el mundo. Dice:
no, el verdadero amor a sí mismo es otra cosa. Quiere decir que uno
tiene que poder ponerse siempre de acuerdo consigo mismo. Que
uno tiene que estar primero de acuerdo consigo mismo, si quiere
además ser también un amigo para el otro, o un simple amante, o un

* Es la expresión castellana que más podría aproximarse a la de Heimat, pero


que insiste excesivamente en la pequeñez. (N. de los T.)

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AM IS TAD Y SOLIDARIDAD

simple amigo de negocios o colega profesional. El que no es capaz


de estar de acuerdo consigo mismo será sentido siempre como un
obstáculo y como algo ajeno en la convivencia entre la gente. Una
cosa al menos es clara: el hogar y la casa son el lugar de la conviven­
cia. Esto no implica que se compartan todas las convicciones ni que
haya coincidencia en las inclinaciones o intereses. No es justamente
ninguna de las cosas que se le ocurren a uno de entrada cuando
surge la pregunta: ¿por qué me cae alguien tan bien? ¿Porque com­
parte conmigo muchas cosas que me resultan gratas? Pues no, no se
trata de unanimidad. Ahí están también esos grandes paradigmas de
la amistad entre los griegos, por ejemplo los dos tiranicidas, cuyo
monumento revestía tan alto valor simbólico en la vida pública de
Atenas, como ejemplo y como advertencia. O eso otro que decimos
en alemán a propósito de las amistades juveniles: que ambos son «un
corazón y un alma». Los griegos decían m ía psyché.
¿Es, pues, eso la verdadera amistad? No, tampoco es eso aún. La
tesis más audaz es la que reza: la primera amistad que se necesita es
la de uno consigo mismo. Si no la hay, ni se está para el otro ni se
llega a estar realmente vinculado con él. ¡Pero qué lejos queda eso
de lo que llamamos «vinculante»*! Quisiera, pues, dar yo también
ese paso inmenso que asumieron los griegos con la idea de la philau-
tía. Es un pensamiento que, por un lado, se entrega por entero al
mundo que le rodea y, por el otro, y al mismo tiempo, es capaz de
luchar apasionadamente por su libertad y su propia forma de vida,
algo que el destino puso en efecto en manos de los griegos con
aquellas Guerras Médicas en las que combatieron, por así decirlo,
por todos nosotros. Europa es lo que es porque esta forma de soli­
daridad auténticamente vivida de los griegos tenía algo que oponer
a los embates de Oriente, algo único en su género. Basta recordar
esas escenas de despedida de padre e hijo que guardan los museos
arqueológicos, procedentes de fechas tan tardías como el siglo rv.
Estamos en condiciones de atisbar ya adonde nos llevan todas
estas ideas si las pensamos hasta el final. Nos preguntábamos qué es
un o íko s, que es ese auténtico «en casa» y qué la verdadera amistad.
No se puede decir que alguien es mi amigo porque hay en él algo en
particular que me gusta. Y en nuestra sociedad no se puede olvidar,
cuando se habla de amistad, la que existe entre hombre y mujer, o

* Esta expresión, verbindlich, desempeña en la cultura actual alemana un pa­


pel importante, pues designa aquello que obliga por su propia fuerza inherente, por
ejemplo por ser un argumento convincente, o por ser un ejemplo incuestionable. Con
esta exclamación el autor parece querer aquí distanciarse de cualquier coerción lógi­
ca o moral. (N. de los T.)

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HERMENÉUTICA COMO FILOSOFIA

entre padre e hijo. Sin duda se debe considerar aquí también el ma­
trimonio amistoso, la amistad en el matrimonio, como una de las
grandes pruebas de la vida, en la cual lo distinto, lo otro, el otro, lo
otro del otro se vuelven compañía y también comprensión recíproca.
Pues bien, esto es lo que cosecha Platón como derrota en el
diálogo con Alcibíades. La conversación con Alcibíades no conduce
a un éxito duradero en la vida. El perspicaz Sócrates lo intuye cuan­
do, al final, sigue sintiendo extrañeza ante la intensidad con la que
ese joven se deja poseer por el poder y la ambición. En cualquier
caso Sócrates ha intentado llevarle por el camino que él mismo,
como sabía todo lector griego, no siguió realmente. ¿Y cuál era ese
camino? Es la vieja historia: Sócrates dice: «Tenemos que aprender
a conocernos a nosotros mismos». Es famoso el «conócete a ti mis­
mo», ese lema del santuario de Delfos que se le impone al hombre
una y otra vez. Conoce que eres sólo un hombre, no el producto de
una providencia divina, ni el ungido por algún carisma especial, ni
nadie a quien se le garanticen, más acá y más allá de todas las vincu­
laciones humanas, privilegios, victoria y éxito. Nada de todo eso.
Evidentemente es amistad lo que añade Aristóteles: reconocer­
se en el otro y que el otro se reconozca en uno. Pero no sólo en el
sentido de «así es ese», sino también en el de concedernos recíproca­
mente el ser diferentes, más aún, por decirlo en palabras de Droy-
sen: «Así tienes que ser, pues es así como te quiero». Esto es la
verdadera amistad. Aristóteles la llama amistad de la areté. ¿Pero
qué es areté? La virtud es «optimidad», como nos propone traducir­
lo el filólogo Wolfgang Schadewald. ¿Y qué es «optimidad»? Bien,
quizá la forma de acercarse a esa idea sea retener su condición de
superlativo, es decir, de aquello que ya no puede incrementarse
más. Y eso es algo que ningún hombre posee, desde luego. De modo
que, tal vez, el sentido más genuino y profundo de ese conocerse a
sí mismo no sea otro que la certidumbre de que uno nunca percibe
del todo hasta qué punto está involucrado en su amor a sí mismo,
incluso allí donde piensa que es un auténtico amigo de otro. Pero si
un auténtico acuerdo consigo mismo es condición previa para la
amistad con otro, ¿qué es realmente esa amistad? ¿En qué reposa el
oikeíon }
El oikeíon es algo diferente en cada uno de esos casos: amistad
infantil, amistad amorosa y adolescente, amistad profesional y todas
esas cosas que siguen a aquello sobre lo que al final se basa la forma­
ción de una comunidad familiar: renuncia y ganancia. ¿Son todo
esto variantes de un concepto general del amor? En modo alguno.
En este punto los griegos han aportado una idea totalmente decisi­

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a m ist a d y s o l id a r id a d

va: la de la analogía, la de la comunidad analógica. Esta idea se


impone primero en la Academia y en Aristóteles, pero nosotros la
conocemos sobre todo por la dogmática cristiana, ya que dentro de
ella es la que nos hace imaginable la relación entre criatura y crea­
dor. Es la analogía la que pese a todo permite reconducir lo incom­
parable a algún tipo de comparabilidad. Siempre la analogía. Es ella
la que nos advierte de que la amistad entre muchachos no se agota
en ese rivalizar por imponerse; que también ahí hay ya algo de ese
«ser con y para el otro» que está implicado en cualquier forma de
concurso. Así que esta temprana forma de competir es ya también
amistad, pero no será verdadera amistad hasta que no empiece a
formarse en ella la convivencia de toda una vida, una forma de estar
con el otro que en la amistad infantil no se da todavía. Aquí estamos
aún en el dominio de los enfados y reconciliaciones súbitos, aún
cuando haya ciertas formas comunes compartidas.
Distinto es ya el caso de la amistad juvenil, de la que puede
surgir finalmente una amistad para toda la vida. Y toda amistad de
este tipo tiene siempre algo de ese momento inasequible que sería lo
auténtico, lo verdadero, lo último y perfecto: el bien. Es una estruc­
tura que conocemos también en otros dominios. Por ejemplo, en el
de la salud, como ha sido señalado por Aristóteles. Decimos que un
alimento no es sano, o que una coloración del rostro no es sana, o
incluso que un hombre entero no está sano. ¿Por qué nos expresa­
mos así? No deja de ser algo misterioso que todas estas expresiones
tengan como referente la salud. Porque no es fácil decir a qué nos
referimos exactamente cuando calificamos algo o a alguien de «sa­
no»: nadie puede precisar en qué se basa la salud. Aquí los valores
standard no dejan de ser auxilios convencionales de la industria. La
salud se sustrae a la observación. Y lo mismo ocurre con otras mu­
chas cosas.
Son sobre todo los griegos lo que han comprendido que el ser,
ese concepto metafísico fundamental, no puede ser entendido como
un género supremo que se diferencia hacia abajo. El ser es algo que,
por así decirlo, puede revelarse luminosamente en un momento de
claridad, del mismo modo que lo que se ofrece a una mirada soña­
dora a la mayor distancia, a la mayor duración o a la eternidad.
No cabe pues duda de que a la verdadera amistad le es inherente
eso de que cada uno, al estar ahí para el otro, le recuerda de un
modo peculiar hasta qué punto sigue lejos de un modelo perfecto,
desde el cual sin embargo tal vez toma la medida con la que interna­
mente se mide a sí mismo. Pensemos por un momento en nuestras
propias angustias. ¿Qué pueden significar en una sociedad que se ha

85
HERM ENÉUTICA COMO FILOSOFIA

vuelto anónima? ¿Qué puede significar la necesidad de una existen­


cia masiva y racionalizada, gobernada por ese elemento inquietante
que es la estadística, sin la cual no sería posible una economía glo­
bal? ¿No se nos priva de demasiadas cosas, de demasiados conoci­
mientos, como para que podamos reconocernos realmente a noso­
tros mismos en todo esto?
Decimos que nos declaramos solidarios respecto de algo* o~que
nos sentimos solidarios. Esto me hace recordar momentáneamente
cosas que han irrumpido luminosamente en mi propia experiencia
vital, y estoy seguro de que los mayores de entre ustedes tendrán
experiencias semejantes. Me refiero a la clase de solidaridad entre la
gente que suscitaron en su día los bombardeos. De pronto unos
vecinos que le eran a uno totalmente extraños dentro de su vida
urbana despertaban a la vida. Esto es lo que resulta de la necesidad
angustiosa, sobre todo de la que afecta a todos por igual; se hacen
realidad posibilidades de sentimientos y actuaciones solidarias que
en otras circunstancias nadie habría intuido.
Pero, en estos casos las cosas tampoco son como la palabra «so­
lidario» tiende a sugerirnos. Pues ¿qué queremos decir realmente
cuando hablamos aquí de solidaridad? Sin duda, por detrás de esta
expresión está el término latino de solidu m , que desempeña tam­
bién su papel en la expresión «sueldo». Significa que lo que importa
es que como remuneración no le den a uno, por ejemplo, moneda
falsa. Tiene que ser dinero contante y sonante, y la palabra pretende
expresar precisamente eso, una inseparabilidad sólida y fiable, y eso
justamente en situaciones en las que en realidad la diversidad de
intereses y de situaciones vitales podría dar pie a la tentación de
buscarse cada uno la vida y olvidar el bienestar ajeno. El concepto
de la solidaridad tiene, pues, que ver con un mundo de significados
ambiguos. En la solidaridad que uno declara, ya sea libremente o a
la fuerza, hay siempre, en cualquier caso, una renuncia a los intere­
ses y preferencias más propios. La solidaridad nos hace renunciar a
ciertas cosas en una cierta dirección, en un cierto momento, al ser­
vicio de algún objetivo. No es difícil darse cuenta de cómo ocurre
esto en nuestra sociedad, unas veces como ventaja, otras como de­
fecto. Y tengo mis razones para mencionar la ambigüedad en este
momento.
Hoy día nos sentimos preocupados por nuestra democracia re­
presentativa, porque nos parece que nuestro electorado es poco
solidario. Tenemos motivos para reconocer que, aunque es verdad
que las organizaciones políticas como tales deben producir una con­
ciencia solidaria, no lo es menos que con cierta frecuencia resultan

86
a m ist a d y s o l id a r id a d

simplemente provocadoras. Piénsese, por ejemplo, en la disciplina


de partido, tan difícil de mantener en algunos momentos de la vida
política, cuando uno mismo se siente en oposición a la mayoría de
su propio partido. Y sin embargo ése es precisamente el principio de
la democracia: que dentro de unos ciertos límites, que intento suge­
rir aquí, es posible, pese a todo, una actuación conjunta. O piénsese
si no en el sentido que tiene atenerse a regulaciones que muchas
veces nos resultan evidentemente absurdas, por ejemplo en el tráfi­
co. En fin, lo que quiero poner de relieve aquí expresamente, para
que volquemos nuestra atención en ello, es que la verdadera solida­
ridad tiene que ser plenamente consciente; de otro modo no tendrá
éxito.
Otro buen ejemplo nos lo proporciona la administración de la
justicia. Con frecuencia se elevan muchas voces contra ella, y no
siempre sin razón. Pero a pesar de todo mantiene en conjunto un
valor que consiste en que nos vincula por su vigencia. Es algo que en
los últimos tiempos se nos ha puesto de manifiesto en Italia. Es
necesario tener claro que la verdadera solidaridad depende de los
individuos que se comprometen y dan la cara. Aislar a una classis
política es a su vez una actitud aislada. Y si pensamos hasta el final
en los significados de las palabras, no podremos olvidar ese caso
especial que es la lealtad del soldado en el ámbito militar, que en
caso de guerra puede implicar una solidaridad a vida o muerte. No
es casual que el concepto del sueldo, aquí como «soldada», se haya
preservado justamente en este ámbito. Desde luego la convivencia
entre las personas sería imposible si no hubiese entre ellas algo así
como una cierta camaradería. Es un hecho que la evolución biológi­
ca a la que debemos nuestra existencia no nos ha dotado de instin­
tos seguros para toda clase de decisiones, a diferencia, por ejemplo,
de los pájaros, que vuelan incesantemente de un lado a otro para
traer alimento a sus crías. Los hombres nos vemos obligados una .y
otra vez a elegir entre opciones diversas, y estamos siempre expues­
tos a hacer la elección equivocada.
Confiaba en poder aportar, como elemento aclarador para el
concepto de la solidaridad, la sabiduría del propio lenguaje; por eso
me he acogido al término griego de la philía, que es el que he
seleccionado como equivalente al de la «solidaridad». Creía que esta
expresión posee una larga prehistoria que no es ajena a la de la
sociedad de masas. Pero en realidad se trata de una palabra comple­
tamente nueva, apenas de más de cien años. Y sin embargo eso
mismo la hace tanto más significativa. Pues la solidaridad significa
ahora un asentimiento aconsejado por la amistad, limitado, como lo

87
HERM ENÉUTICA COMO FILOSOFÍA

es todo en esta vida, pero que ciertamente exige de nosotros toda la


buena voluntad que estemos en condiciones de aportar.
Esto nos sitúa ante la tarea tanto de estar de acuerdo con noso­
tros mismos como de mantenernos de acuerdo con otros. No existe
ninguna fuerza de la naturaleza que pueda lograr eso en nuestro
lugar. La solidaridad exige que nos conozcamos a nosotros mismos
y que seamos capaces de aprender de quienes son nuestros modelos,
y de agradecerles ese aprendizaje.

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A P O R T A C IO N E S A LA H IS T O R IA U N IV ERSA L
D E L PE N SA M IE N T O
8

LA FILOSOFÍA Y SU HISTORIA

Éste es el título de un manual que ha alcanzado fama mundial, que


ha sido reeditado ya muchas veces y que prácticamente se ha con­
vertido él mismo en un concepto. Igual que el Überweg, su reedición
cincuenta años después de la de 1926, su prosecución y renovación,
aparecen en una situación mundial muy transformada. Pero también
la posición de la filosofía en el conjunto de la cultura humana ha
cambiado mucho. Ya no es posible ver ni describir la tarea de la
filosofía y de su historia como entonces, cuando en la práctica bas­
taba con acotar la filosofía frente a la ciencia, y la historia de la
filosofía parecía simplemente una parte del trabajo de la investiga­
ción histórica.
Claro está que al menos una cosa no ha cambiado. La filosofía
sigue teniendo con su propia historia una relación que no tiene nada
que ver con la que mantienen las ciencias con la suya. Por supuesto,
ya no se puede pensar en construcciones a prioñ de la historia,
mientras que, por ejemplo, un Hegel podía contemplar en la histo­
ria de la filosofía lo más íntimo de la historia del mundo. Pero hay
una idea de Hegel que sigue vigente: que lo propio de la esencia del
espíritu es que se desarrolle en el tiempo. De modo que cuando el
pensamiento quiere pensar en el espíritu, apenas hallará un terreno
en el que se encuentre más intensamente consigo mismo que el del
estudio de su propia historia.
Sin embargo el peso específico de este hecho ha disminuido
mucho desde el siglo xix, en buena parte debido a la moderna cultu­
ra científica. La mentalidad que caracteriza a ésta ha contribuido a
que, cada vez más, la historia de la filosofía sea tratada como una
ciencia experimental más. Es lo que ocurría ya en las ediciones más

91
a p o r t a c io n e s a la h is t o r ia u n iv e r s a l d el p e n s a m ie n t o

tardías del Überweg. Todo esto es fruto de una completa falta de


reflexión histórica a la hora de entender tanto el concepto de la
filosofía como los conceptos en los que ésta se expresa. Cuando se
define la filosofía como «ciencia de los principios», como hace Karl
Praechter en las últimas ediciones del Überweg*, el propio excelente
estudio del mismo sobre la historia del término «filosofía» y de su
desarrollo conceptual12 no puede evitar que hoy día, cara a la filoso­
fía kantiana a la que el propio Praechter se remite, nos veamos
literalmente abrumados a preguntas. ¿No presupone esa definición
demasiadas cosas? «Ciencia de los principios»: ¿qué quiere decir ahí
«ciencia», y qué quiere decir «principios»?
Cuando se habla de principios, en general se hace en el contexto
de un procedimiento de inferencia y de demostración que fue desa­
rrollado paradigmáticamente por los griegos en el dominio de la
argumentación matemática. El término «principio» traduce al griego
arch é, que significa tanto «comienzo» como «gobierno». La palabra
sólo se convierte en un término operativo crucial en Aristóteles.
Ciertamente ya en Platón la encontramos en un contexto que se
acerca al del sentido de nuestro término «principio», pues designa
aquello que trasciende al uso del concepto en la mera hipótesis
matemática3. Pero en ese pasaje aún es posible entenderla como no
terminológica, como mera designación del punto de partida o del
inicio de algo. En cambio en Aristóteles el término significa ya in­
equívocamente lo que nosotros llamamos un «principio», ya sea que
lo tomase del lenguaje didáctico de Platón, ya de los usos de la
Academia, que conocemos mal. Aquí un principio es lo que queda
más allá de todo procedimiento de demostración. Así que si aplica­
mos esto a la filosofía, la pregunta es hasta qué punto cabe pensar
en una «ciencia» de principios. Los principios no son demostrables,
pues el sentido lógico de la demostración presupone siempre un
conocimiento previo, como señala Aristóteles con toda razón: «pása
didaskalía kai pása máthesis dianoetikée ekprouparchoúses gínetai
gnóseos» (Toda enseñanza y todo aprendizaje inteligente proceden
de un saber previo)4.
Pero es que además tampoco se puede entender realmente la
filosofía si uno se limita a acotarla frente a la ciencia. El propio uso
de arché, incluso el de apódeixis, es al principio enteramente inde­

1. Por ejemplo en la duodécima de 1926, en vol. 1, p. 1.


2. Ibid., pp. 1-6.
3. República 511b.
4. Anal. Post. I 171 a 1.

92
LA FILOSOFIA Y SU HISTORIA

pendiente del contexto de las demostraciones y de la ciencia5. La


palabra designa inequívocamente un punto de partida compartido,
en este caso el comienzo del que parte el recíproco entendimiento.
Por su parte apódeixis tampoco significa al comienzo el concepto de
la demostración introducido por la matemática y la lógica, sino sim­
plemente el hecho de mostrar algo como evidente, y tiene que ver
con el centrar la atención sobre algo a lo que es posible señalar, a
diferencia del discurso místico, en el que tal cosa no es posible. Exis­
ten ciertamente otras clases de experiencia humana, que crean su
propio lenguaje en los dominios del mito, la religión y el arte. Sólo
cuando se está inmerso en el horizonte de la concepción moderna de
la ciencia se le impone a uno la definición kantiana de la «ciencia de
los principios». A comienzos de nuestro siglo se utilizaba esta expre­
sión sin problema alguno, y así es como se la encuentra también en
Praechter. La ciencia domina por entero nuestra civilización actual.
Se ha extendido por todo el mundo. Sin embargo el concepto de
ciencia que nació en Grecia, el de la epistém e (scientia, sciertce), esta­
ba orientado, en el pensamiento de Platón, hacia la matemática. Esta
era la única ciencia racional pura, y se hallaba en una oposición total
y excluyente respecto de la experiencia. Así que la moderna expre­
sión «ciencias experimentales» habría sido para un platónico algo así
como un círculo cuadrado. En la tradición escolar occidental la filo­
sofía que tiene que ver con principios tenía otras denominaciones; se
la llamaba «dialéctica» o «metafísica», de modo que se situaba bajo el
signo de Platón y Aristóteles. La regina scientiarum no era, pues,
ninguna prima scientia, sino una prim a philosophia.
De hecho es el concepto moderno de ciencia el que ha acabado
por tener que asumir el cometido de legitimar la filosofía en la Edad
Moderna. ¿Significa esto que hoy en día la filosofía ya no puede ser
más que teoría del conocimiento o teoría de la ciencia? La ciencia
moderna se apresura a seguir su propio camino, cada vez más al
margen de su posible vecindad con la filosofía. La expresión «filoso­
fía científica» (como se la llamaba en el xix) apenas podría aplicarse
ahora a otra cosa que a la lógica, que ha hecho unos progresos
inmensos en nuestro siglo, y a la filosofía de las ciencias. Ahora bien,
cuando se trata de las llamadas «ciencias del espíritu», si se las inten­
ta medir con ese baremo, su condición de tales «ciencias» queda en
precario. No deja de ser un hecho significativo para la especial po­
sición de la historia espiritual de Alemania el que se use en ella la
palabra «ciencia» para las ciencias histórico-filosóficas. En el xviii

5. Cf. Platón, Fedro 2 4 5 cl s.

93
APORTACIONES A LA HISTORIA UNIVERSAL DEL PENSAMIENTO

esta expresión podría haber alternado fácilmente con la de ¡tunde*.


En muchas otras lenguas de cultura la palabra latina scientia se limi­
taba a las ciencias naturales. Por supuesto que esto no excluye que
las ciencias del espíritu, que en otros países se llaman lettres o hu~
m anities, estén por su significación general especialmente cerca de
la filosofía.
Esta es, pues, la perspectiva bajo la que tiene lugar en la actuali­
dad la revisión del concepto de la ciencia a la luz de la conciencia
histórica. A la filosofía, que se orienta según el mundo histórico, hay
que atribuirle un tipo de conocimiento y un tipo de pretensión de
verdad diferentes. Y esto tiene que ver con el hecho de que, a partir
del Romanticismo, la hermenéutica ha pasado a ocupar una posi­
ción central en toda consideración filosófica. Esto no supone en
modo alguno que la dimensión hermenéutica de la filosofía intro­
duzca en ésta el relativismo o el escepticismo, y que la exigencia de
objetividad no constituya para ella más que una barrera. Al contra­
rio, toda ciencia lleva en sí un momento de pensamiento filosófico,
previo a todo procedimiento metodológico. No existe una metodo­
logía general del indagar, y toda especialización está asociada a una
restricción del horizonte de partida.
Entretanto lo que sí ha ocurrido es que las ciencias sociales han
irrumpido en este panorama con una nueva autoconciencia. Aquello
de lo que no había sido capaz la «filosofía científica», denominación
bajo la cual se administraba desde la muerte de Hegel su herencia
académica, ahora lo pretenden para sí las ciencias sociales. Ellas son,
aseguran, el camino para reconvertir a la ciencia una metafísica que
ha sucumbido a la crítica. Esto se llama sociología, y también crítica
ideológica, donde «ideología» hace referencia tanto a la religión y al
derecho como al arte y a la ciencia. De este modo la sociología
gobierna los vastos espacios que antaño se sometían a la filosofía.
Incluso se permite poner en cuestión a la propia filosofía, poniendo
en duda sus pretensiones de conocimiento so capa de sociología del
conocimiento. Le parece que así, con su nueva cientificidad, está en
condiciones de superar el presunto relativismo del pensamiento his­
tórico. De modo que la tendencia es a hacer retroceder cada vez
más todo lo que tenga que ver con la historia. Esto se corresponde

* Término alemán etimológicamente emparentado con el verbo «conocer»


(kennen), y que designa en la tradición alemana las disciplinas escolares, desempe­
ñando en este ámbito el mismo papel que nuestros «-grafía» o «-logia»; así por
ejemplo la geografía se llama tradicionalmente en Alemania Erd-kunde, «conocimien­
to de la tierra». (N. de los T.)

94
LA FILOSOFIA Y SU HISTORIA

exactamente con el perfeccionismo técnico de una era que busca su


aval en planificaciones y logros.
Y sin embargo la conciencia histórica representa un incremento
de conocimiento humano que no es posible ignorar. Y no nos refe­
rimos ahora a la metodología crítica de las ciencias históricas, a la
investigación archivística, a la crítica textual y de fuentes. Todo eso
cabe perfectamente dentro de lo que en la actualidad se considera a
sí mismo ciencia a secas. Pero es que un historiador antiguo como
Tucídides era otra clase de cosa. Su imponente maestría en la crítica
y en la búsqueda de la objetividad no tiene todavía nada que ver con
lo que ahora llamamos «ciencia». Y si pareció posible conectar la
ciencia histórica de la Edad Moderna con este viejo modelo, es
porque se creyó poder reconocer en éste el mismo tipo de concien­
cia crítica del método de la nueva era.
Por eso mismo un escritor moralista antes tan famoso como
Plutarco perdió de pronto en el siglo xix toda su preeminencia. Sin
duda, todos los historiadores griegos aportaron a su propia historia
un gran interés. Pero no era el interés de la ciencia ilustrada. Por
ejemplo: los historiadores griegos gustaban de establecer una conti­
nuidad sin solución entre las viejas narraciones míticas y el presente.
Y lo que nosotros llamamos ciencia histórica es otra cosa. Aquí lo
científico es la conciencia de la diversidad tanto entre los tiempos
como entre las culturas. Y esto no se convirtió en un problema
expreso hasta que fracasó el grandioso intento de Hegel de explici-
tar una concepción racional de la historia universal. La escuela his­
tórica, en la secuencia de Herder y de los románticos, se liberó
entonces de las construcciones hegelianas y abrió así el camino para
las grandes conquistas históricas del xix. Esto implicó una resuelta
renuncia a la manipulación moralista de la historia, y en realidad a
cualquier concepción racional de ésta. Claro está que, por mucha
crítica metódica y mucha objetividad científica que se ejerciesen, las
ciencias históricas siempre han mostrado en su trabajo la huella de
las tendencias políticas, sociales, religiosas e ideológicas desde las
cuales se hacía uso del método crítico. Y esto vale para todas las
ciencias históricas.
Esto se aplica particularmente a la historia de la filosofía. Sus
«hechos» no son sino las opiniones (dóxai) que se nos han transmi­
tido directa o indirectamente. Y se aplica incluso a la pretensión
kantiana de mostrar en su Crítica de la razón pura que, si la razón
no se mantiene apoyada en la experiencia, se pierde en contradic­
ciones insolubles. Kant compara críticamente el caos de la historia
contemporánea de la metafísica con esa especie de imagen inversa

95
APORTACIONES A LA HISTORIA UNIVERSAL DEL PENSAMIENTO

que representa la lógica aristotélica. No obstante, el efecto que tuvo


su propia filosofía se parece bastante poco a su propia idea de lo que
debe ser un conocimiento que progresa con seguridad. Pues lo que
él desencadenó fue ese huracán que llamamos el idealismo alemán.
El idealismo alemán, nacido esencialmente de las perspectivas
contenidas en la Crítica d e la fuerza de juzgar* de Kant, aunque
desde luego sobre la base de su doctrina de la libertad, representa.el
último intento histórico de proporcionar una cobertura metafísica a
las modernas ciencias experimentales, un intento conectado aún sin
problemas con la propia investigación científica. Sin embargo fue
esta misma circunstancia la que convirtió a la «filosofía de la natura­
leza» en el chivo expiatorio de la mentalidad cientificista del siglo
xix. Y esto le pasó también sin duda a la construcción hegeliana de
la historia universal, al menos en la medida en la que una concep­
ción racional de la historia se opone a esa experiencia básica y fun­
damental de que las cosas ocurren sin que se reconozca en ellas
sentido alguno.
Por qtra parte la conciencia de continuidad entre el origen deci­
monónico de las ciencias históricas y su fundamentanción idealista
se ha conservado en la escuela histórica, desde Herder hasta Hegel
y desde Ranke hasta Dilthey, mucho mejor en la conciencia científi­
ca de las ciencias de la naturaleza en el mismo periodo, como se
puede comprobar. De hecho la influencia de Schleiermacher, un
importante filólogo él mismo, no se interrumpió, dentro de la Es­
cuela de Berlín, hasta Dilthey.
Sin embargo lo que sucedió entonces fue un tardío retorno a
Kant, configurándose en el siglo xix el fenómeno del neokantismo,
que prende ampliamente en las necesidades y en la mentalidad in­
vestigadora de la moderna ciencia de la naturaleza. Los grandes
temas de la metafísica, que habían sucumbido a la labor crítica de
Kant, quedaron arrumbados y cedieron su lugar a la fundamenta-
ción epistemológica de las ciencias experimentales. La Escuela de
Marburgo erigió el método infinitesimal en el testigo de cargo de la
hazaña crítica de Kant. Y por lo que toca a las ciencias del espíritu,
los de Marburgo tomaron las ciencias jurídicas como ejemplo del
hecho básico de la ciencia. El neokantismo alemán del Suroeste
define la referencia al hecho científico por medio de la filosofía de
los valores, que se suponía debía proporcionar su fundamento a las

* La traducción usual es obviamente Crítica del juicio ; optamos por esta otra,
más literal, porque creemos que la expresión kantiana está profundamente motivada
por su propia filosofía del tema. (N. de los T.)

96
LA FILOSOFIA Y SU HISTORIA

ciencias del espíritu. Por su parte, la historia de la filosofía no podía


adaptarse a esta fuerza normativa de la idea científica del siglo xix si
no procedía a rehacer desde sus fundamentos la dimensión histórica
de la propia filosofía. Así que lo que había sido un vaivén incesante
de sistemas académicos y cosmovisiones populares se vio sustituido,
en la filosofía científica del neokantismo, por la llamada «historia de
los problemas». Ésta cumplía el doble requisito de satisfacer las pre­
tensiones de verdad filosóficas de una genuina investigación y de
incorporar además la variedad de aspectos que aporta el cambio
histórico.
Esta autoconciencia metodológica se refleja clara y convincente­
mente en las últimas ediciones del Ueberweg. En cambio hoy día
nosotros ya no podemos darnos por satisfechos con esta forma de
fijar los objetivos. Cara al desarrollo que ha experimentado el pen­
samiento histórico, y al modo como se ha ido afinando el sentido de
la historia, ni la pretensión de la filosofía de ser la ciencia de los
principios, ni el sistema de ideas que soporta el planteamiento de la
«historia de los problemas», nos pueden parecer suficientes.
Especialmente representativa es en este sentido la obra de Wil-
helm Dilthey, el filósofo que mejor puso de relieve la multiplicidad
de aspectos de la vida y la manera como la vida misma crea las ideas.
Basta con comparar el catón filosófico de un Georg Misch D er Weg
in die P hilosophie, de 1926, con las viejas introducciones a la filoso­
fía. La categoría de la vida estaba también en condiciones de hacer
posible una recepción del pensamiento de China e India, algo que
también se lo permitía a Hegel su concepto del espíritu. De este
modo Dilthey se distancia tanto de la platitud del empirismo como
de los apriorismos neokantianos. Pero, claro está, no se podía evitar
que desde las posiciones kantianas la de Dilthey pareciese tanto de
un escepticismo paralizante como de un historicismo que todo lo
relativiza. La famosa crítica que le dedica Husserl en su artículo
j<Philosophie ais strenge Wissenschaft» (La filosofía como ciencia
estricta) en la revista Logos de 1910 proyectó, como es sabido, una
espesa sombra sobre los últimos años de vida de Dilthey.
De todo esto ha pasado ya casi un siglo. El desarrollo de la filo­
sofía en estas décadas se ha modificado profundamente, sobre todo
su posición entre el conjunto de las ciencias. La ruptura histórica
que representó la primera Guerra Mundial hizo que en muchas
ciencias se abriese camino una nueva problemática, como se refleja
en las crisis de fundamentación de las matemáticas, la física, la bio­
logía y otras ciencias, y también de la teología, que vio cómo se
ponía en cuestión su autocomprensión científica con la irrupción de

97
a p o r t a c i o n e s a la h is t o r ia u n i v e r s a l d el p e n s a m i e n t o

la llamada teología dialéctica. En la filosofía esto se tradujo en un


relegamiento del neokantismo. La conciencia más común se satisfa­
cía entonces con lo que unas veces se llamaba filosofía de la vida y
otras filosofía de la existencia, y con ello se volvió la espalda a la
tendencia neokantiana a orientar eb pensamiento según la ciencia.
Tal cosa se hizo definitiva cuando, en la propia casa de Husserl, la
fenomenología se hizo hermenéutica.
Cuando Heidegger critica los conceptos del neokantismo y la
idea de un ego trascendental, lo hace profundizando en el origen
histórico de los conceptos que en ese momento desempeñan el papel
de guías: método, autoconciencia, subjetividad, objetividad, etc. Es
una labor que se prolonga hasta la época de la segunda Guerra Mun­
dial, y su fruto fue una autorreflexión radical, que modificó desde
sus mismos fundamentos el sentido de la idea del conocimiento en la
filosofía. Había que hacer frente a la radicalidad de Nietzsche. Ya no
bastaba con seguir tomando la historia de la filosofía como una disci­
plina histórica más. Eso habría significado minusvalorar el tipo de
necesidades que en ese momento estaban buscando su respuesta en
la filosofía, y que son las que mueven los interrogantes y el pensar de
los hombres, aunque sea al precio de renunciar ata legitimación cien­
tífica. Y finalmente la omnipresencia del progreso técnico, el flujo de
las informaciones, la densidad del tráfico aéreo, la imbricación del
mercado mundial, y por supuesto también el grado creciente de in­
tercambio científico entre países y continentes: nada de todo esto
deja de interactuar con, y de influir sobre, las ideas filosóficas. Lo
que ha sido en Occidente la filosofía va a tener que revisar su deter­
minación en el nuevo contexto de un horizonte realmente mundial.
Y algo parecido sucede con la teología cristiana, obligada final­
mente a pensar en clave ecuménica. Ciertamente fue un proceso
único el quq llevó desde la Antigüedad griega, pasando por la Edad
Media cristiana, hasta la Edad Moderna y a todas las oleadas sucesi­
vas de movimientos ilustradores. ¿Pero puede afirmarse que este
camino del pensamiento europeo ha alcanzado su meta con la con­
ciencia científica del presente? ¿Vivimos realmente en una era de
ilustración total? Hoy día se plantea más bien la cuestión de cómo
conservan la demás culturas, arrastradas cada vez más irresistible­
mente al remolino de la Ilustración científica, su propia herencia, y
qué podrán aportar a un futuro común del pensamiento humano.
¿Cómo se sentirán a sus anchas las religiones no cristianas, y hasta el
propio cristianismo, en medio de estructuras sociales y tradiciones
tan diversas, en un momento en el que la Ilustración científica lo
impregna y lo condiciona todo?

98
LA FILOSOFIA Y SU HISTORIA

Sea ello como fuere, lo que la filosofía no puede seguir ignoran­


do es que, si bien la ciencia y la revolución técnica que ahora nos
arrastra a todos tienen su raíz en el pensamiento griego, es un hecho
que ese fenómeno se ha extendido entretanto al conjunto del mun­
do. Y eso es algo que ha ocurrido sobre la base del Occidente cristia­
no. De ahí se ha nutrido también la Ilustración., ¿Y no habrá de ser ,
para nosotros igualmente significativo que el pensamiento occiden­
tal sea en la actualidad el tema de una discusión a nivel global? Y no
me refiero con esto a la idea de una nueva manera de hacer historia •
universal de la filosofía, que podría consistir en extender el concep­
to de ésta al desarrollo de otros ámbitos culturales, Japón, China,
India, América latina o Africa, en todos los cuales se han introduci­
do tanto la ciencia europea como su filosofía, motivo por el cual
todos se confrontan con ellas. Hacerlo así sería caer en los errores y
delirios de un colonialismo espiritual con el que se pretendería re­
emplazar al ya fracasado colonialismo económico y político. No se
puede hacer historia universal de la filosofía a base de reunir y
poner en fila cosas de todo tipo de procedencias, e intentar gober­
narlas por medio del método de la investigación histórica crítica. Ni
festo sería «historia universal de la filosofía», ni limitarse a reunir
volúmenes sobre todos y cada uno de los ámbitos culturales y con­
tinentes sería «historia universal» propiamente dicha. Y, sin embar­
go, esto es algo que efectivamente se intentó a comienzos del siglo
xx. Contrasta con ello el gran estilo con el que ya Hegel amplió el
horizonte mundial de la historia de la filosofía y puso el conjunto
bajo su propia perspectiva.
De lo que se trata hoy día es en cambio de algo muy distinto. No
tenemos ni idea de lo que va a ser la religión del mundo o la ilustra­
ción mundial del futuro. Lo único que sabemos seguro es que es cosa
del destino el que nosotros estemos acuñados por nuestro propio
mundo y su historia, y que eso nos hace distintos de otros mundos y
otros caminos, cuyo destino no puso en sus manos desde el principio
la ciencia y su origen metafísico, como nos ocurrió a nosotros.
Es importante evitar los efectos distorsionantes que se producen
con frecuencia cuando se habla de la filosofía india o china, si al
mismo tiempo no se toma en consideración el conjunto del legado
religioso y cultural de esas culturas. Y ciertamente debe mover a re­
flexión la comparación entre los profundos diálogos que se nos han
transmitido de los sabios chinos con sus alumnos, por un lado, y lo
que frente a ellos puede significar la ciencia moderna y su legado
europeo. El que también ellos hayan hecho suyas nuestra ciencia y
nuestra técnica deja sin embargo abierto el interrogante de hasta qué

99
a p o r t a c i o n e s a la h is t o r ia u n i v e r s a l d el p e n s a m i e n t o

punto una y otra no habrán entrado así en todo un conjunto nuevo


de la cultura humana, del cual también nosotros podríamos tener
algo que aprender. Eso puede hacer que aparezca bajo una nueva
luz, para nuestra propia historia occidental, el posible significado del
hecho de que nosotros hayamos producido ciencia y filosofía. Nues­
tra propia manera de filosofar debería ganar con ello una conciencia
más agudizada de lo que tiene de especial su propia historia.
Esto se pone particularmente de manifiesto cuando se habla de
los comienzos de la filosofía. Hasta ahora esa pregunta nos la hacía­
mos a partir de la configuración final de la ciencia alcanzada ahora, y
de la filosofía entendida como ciencia. De este modo la pregunta
llevaba ya implicada una neta delimitación de la clase de tarea inves­
tigadora con la que se podía llegar a una respuesta, una investigación
histórica como todas las que indagan el pasado. Lo que se buscaba
es, pues, la prehistoria y el nacimiento de la propia filosofía en cuan­
to punto de partida de la ciencia. Ahora en cambio la pregunta por
los comienzos de la filosofía se ha convertido por sí misma en un
problema filosófico de significación inédita. ¿De qué final es exacta­
mente un principio el comienzo de la filosofía occidental? En los
tiempos del neokantismo podía parecer todavía evidente que lo que
se preguntaba con esa cuestión era cómo y dónde había empezado la
ciencia, y cuál era el comienzo de la filosofía científica. Ahora en
cambio ya no está tan claro en qué sentido es la filosofía una ciencia:
la drástica expansión de nuestro horizonte ha forzado a nuestro pen­
samiento a percatarse de la existencia de otras culturas. Y de ellas
obtenemos una imagen de profundidad religiosa y de pasión teórica,
así como de magníficas formas de expresión para una y otra, en ám­
bitos en los que no se ha producido ciencia en el moderno sentido de
la palabra. Así que tenemos que contar con respuestas de naturaleza
muy diferente. Claro está que tal vez no querríamos calificarlas de
filosóficas, y que preferiríamos hablar aquí de mito, religión y arte,
lo que sin embargo no impide a esas otras formas de vida, indudable­
mente bien equilibradas a su vez, participar del progreso de la cien­
cia y de la técnica modernas, haciendo de ambas un uso seguramente
muy distinto, tal vez más reflexivo que el nuestro.
Mirar a otras culturas basadas en religiones distintas de la nues­
tra, pero con las cuales estamos en relación de intercambio, está
aportándonos hoy día una nueva acuidad visual. Aprendemos a pen­
sar con ellas, y eso nos permite entenderlas y entendernos mejor.
Todos nos movemos ahora en un horizonte del preguntar que cada
vez comparte más elementos, y al que podemos calificar, en nues­
tros términos, de «metafísico».

100
LA FILOSOFIA Y SU HISTORIA

A esto se añade la gran expansión también del horizonte de la


propia Antigüedad. Ahora enfocamos nuestros orígenes griegos de
otra manera, desde que Babilonia, Egipto y otras grandes culturas
del Cercano Oriente han empezado a enriquecer nuestro horizonte
del pasado con contenidos cada vez más diversos. Por eso ya no nos
sentimos a gusto diciendo que la filosofía empieza con Thales, por­
que él fue el primero en dejar atrás el pensamiento mítico de los
primeros griegos, el que un Aristóteles veía encarnado en Homero y
Hesíodo. Para Aristóteles esto tenía todo el sentido del mundo, ya
que lo que él veía en ese inicio era el concepto de la naturaleza:
physis. Su doctrina de las cuatro causas indicaba la medida del sen­
tido de la pregunta por la naturaleza, y esto es lo que significó en la
Edad Moderna el famoso hilozoísmo, la materia animada. ¿Pero es
eso para nosotros realmente el comienzo de la filosofía griega? ¿Es
posible entender esos comienzos como una posibilidad real del pen­
samiento desde nuestra perspectiva? ¿No estaremos falseando esos
comienzos al tomarlos meramente por la prehistoria de la metafísica
aristotélica?
En cualquier caso a nosotros ha empezado a darnos que pensar
el hecho de que los grandes poetas épicos Homero y Hesíodo, que
situamos en el inicio de nuestra tradición literaria de la mitología
griega, fuesen considerados por Herodoto directamente como los
creadores del panteón griego en la época de la Ilustración griega.
Esto significa sin duda que fueron ellos los que reunieron la diversi­
dad de formas y objetos de culto sacral de Grecia y dieron forma
unitaria a la religión olímpica. Más allá de esto, especialmente en el
caso de Hesíodo, transmiten ciertas intuiciones sobre la prehistoria
terrible de este Olimpo de los dioses de Grecia, lo que arroja una
nueva luz incluso sobre el propio Homero. Cada vez nos damos más
cuenta de que en la misma poesía épica hay ya un gran caudal de
trabajo del pensamiento, de «elaboración del mito». Hago así mío el
título del libro publicado por Hans Blumenberg sobre el tema en
1979. El mundo de los mitos griegos, junto con sus poetas, es parte
de un proceso religioso que empieza con Zeus y termina con la
transición a la era cristiana.
[Pero esto quiere decir que, para cuando echa a andar la filoso­
fía, lo que hace ésta es en realidad proseguir un trabajo del pensa­
miento que había empezado mucho antes. Y lo mismo vale para los
comienzos de la ciencia griega. Las nuevas investigaciones han saca­
do a la luz influencias tanto babilonias como egipcias sobre las ma­
temáticas y la astronomía, recibidas desde esas zonas por los pensa­
dores griegos más antiguos. Así que la imagen que dibuja Aristóteles

101
APORTACIONES A LA HISTORIA UNIVERSAL DEL PENSAMIENTO

de sus predecesores no pretende ser histórica. Él crea el tipo básico


de la doxografía, es decir, se limita a registrar las doctrinas de los
pensadores griegos anteriores a él. Este tipo de textos dominaron la
imagen de la filosofía griega tanto en la Antigüedad tardía como en
el conjunto de la tradición medieval- y moderna. Pero no sería co­
rrecto querer ver en ellos ni una historia de la filosofía ni un plan­
teamiento histórico. Y lo mismo vale para un Platón que ciertamen­
te no se guía por intereses historiográficos cuando construye su
imagen más bien irónica de los heracliteos y les opone la digna
figura de Parménides. Tampoco tendría sentido tomar como infor­
me histórico su gigantomaquia entre materialistas e idealistas en el
Sofista. Y aunque Aristóteles se sitúe muy lejos de la distancia iróni­
ca de Platón en el tratamiento de sus predecesores, la idea se le
aplica igualmente.''
En el caso del cristotélico de la Edad Moderna, de Hegel, que
ha demostrado ser capaz de acuñar la tradición posterior con fuer­
za no inferior a la de Aristóteles, las cosas son un poco distintas.
Para cuando él inicia su labor se ha despertado ya en nuestro
mundo ía conciencia del sentido históriccy de modo que desde
Herder y los románticos no cabe ya un pensamiento histórico
montado desde una ilusión de superioridad respecto del pasado.
Así como Aristóteles intentaba simplemente cerciorarse de que el
marco conceptual desde el que él acometía las cuestiones filosóficas
era lo suficientemente amplio como para dar cabida a todo, el in­
terés tanto de Hegel como de los románticos por los comienzos de
la filosofía occidental revestía una significación especulativa más
profunda. Hegel lo expresa con su famosa idea de que lo apropiado
a la esencia del espíritu es desplegarse en el tiempo. Pues bien,
objetivamente nos hallamos ante una pretensión inédita y de la
máxima importancia. Se trata de formular como com etido de
la filosofía uná conciliación de los comienzos de ésta, de la meta­
física, con la ciencia moderna e incluso con la religión cristiana, con
toda su elaboración teológica que culmina en la doctrina del Es­
píritu Santo. Nada más y nada menos se proponía la dialéctica de
Hegel.
-No se podía evitar que se repitiese de nuevo, aunque esta vez
con la explicitud de una construcción histórica, lo que ya había
sucedido con Aristóteles a la hora de ocuparse de sus predecesores.
Una vez alcanzado en la historia lo que para Hegel es una culmina­
ción, es obligado reinterpretar también el contenido y el sentido del
«comienzo». Es así como se llegó al primer redescubrimiento real de
los presocráticos. En su principal obra sistemática, la L ógica, esto es,

102
LA FILOSOFIA Y SU HISTORIA

en su tratamiento de la doctrina de Tas categorías tanto en la tradi­


ción aristotélica como en la sistematización kantiana, que aporta
tanto la deducción como el desarrollo de las mismas, Hegel sitúa el
punto de arranque en una prehistoria en la cual nos presenta las
ideas más simples del ser, la nada y el devenir, esto es, el comienzo
de la historia de la filosofía con Parménides y Heráclito. El final del
que esto es el comienzo se habría alcanzado con el concepto del
espíritu, y éste representaría la conciliación del mensaje cristiano
con el concepto de un espíritu consciente de sí mismo. De este
modo la verdad del final sería la verdad de la historia misma. Hegel
podía así contemplar en la historia de la filosofía el núcleo más
íntimo y esencial de la historia universal.
Está claro que una construcción apriorística como ésta no iba a
poder resistir a los embates del punto de vista experimental que
caracteriza a la incipiente era de das ciencias positivas. De manera
que quien puso en marcha la investigación histórica propia de la
llamada «escuela histórica» de la filosofía no fue tanto Hegel como
el idealismo menos radical de un Schleiermacher, procedente más
bien de Fichte. Es entonces cuando aparecen los conceptos que
mejor expresan el espíritu del pensamiento histórico, y qu^ ahora
nos resultan enteramente familiares: el de los «presocráticos» o el de
los «neoplatónicos». Este último viene a reemplazar al de los «plató­
nicos», y es testimonio de la búsqueda del Platón original emprendi­
da por Schleiermacher en sus trabajos. Y con el concepto de los
«presocráticos» se formula también de hecho una tarea que desde
entonces no ha dejado de inspirar a la investigación. Pues se trata de
no limitarse a dar por buenas la vieja doxografía y las tradiciones de
la Antigüedad tardía, sino de someterlas a un examen crítico, para
poder así reconstruir la verdadera situación y fraseología de los pri­
meros pensadores griegos. Algo que no tiene nada que ver con la
actitud de los tiempos tardíos de la Antigüedad, acuñada por un
sentido escolar de signo aristotélico.
El caso de los presocráticos nos ilustra muy bien hasta qué pun­
to es fuerte el vínculo que une la historia de la filosofía con la propia
filosofía, incluso en plena era científica. Piénsese, por ejemplo, en la
misma escuela neokantiana, convencida de hallar no sólo en Platón,
sino precisamente también en los presocráticos, los conceptos fun­
damentales efe su propia sistemática, en lo que no hacía sino seguir
a Hegel. Y todavía es mayor el énfasis con el que se ha acometido el
estudio de los comienzos griegos del pensamiento una vez que la
posición extrema de un Friedrich Nietzsche ha puesto en vigor la
más radical confrontación con el final de la metafísica, o una vez

103
APORTACIONES A LA HISTORIA UNIVERSAL DEL PENSAMIENTO

que Heidegger, en su búsqueda de la experiencia originaria del ser,


ha intentado volver a hacer hablar en su propio lenguaje a los pen­
sadores griegos más tempranos.
La nueva investigación filológica e histórica se ha sumado a esta
tarea. Justamente en nuestro siglo es cuando, con la ayuda de la
arqueología y de la lingüística, el horizonte de nuestra mirada se ha
ampliado en milenios, lo que ha acabado por demostrarse impor­
tante y significativo también para el mundo griego. Sabemos ahora
que la pregunta por los comienzos de la filosofía, en el sentido en el
que ésta surge con Aristóteles, no puede tratarse al margen de ese
giro general hacia el conocimiento teórico que caracteriza precisa­
mente nuestros comienzos griegos. Cuando las ciudades costeras de
Jonia florecieron como enclaves comerciales, y tanto comerciantes
como exploradores empezaron a traer con sus naves información
sobre países y pueblos extraños, aquello era genuino testimonio ocu­
lar (historie). Lo que entonces se llamaba saber era tener informa­
ción sobre países extraños.
En aquellos tiempos, siglos vil y vi a.C., los varones residentes
en Mileto se estaban haciendo preguntas ajenas a cualquier repre­
sentación mítica: se preguntaban qué son el cielo y la tierra, cómo
empezó todo, cómo está construido el universo; se preguntaban por
el misterio de la vida y por todas las cosas maravillosas de dentro y
fuera de las que recibían noticia. A esto se añadía que el vivo tráfico
comercial de los griegos les ponía en contacto con las grandes cultu­
ras del Cercano Oriente y sus conocimientos, en particular matemá­
ticos y astronómicos. Y por supuesto, recibieron también informa­
ción sobre las condiciones religiosas y sociales de esa zona, que no
dejaron de hacerse sentir en el seno mismo de su propia floreciente
cultura urbana.
Con tanta más nitidez se puso también de manifiesto que fue en
Grecia donde todos esos saberes e informaciones nuevos sobre ma­
temática y astronomía se elevaron a lo que calificamos de científico.
Esto significa que de lo que se trataba era de aportar demostracio­
nes. Se dieron entonces los primeros pasos que fundaron lo que
luego sería la geometría de Euclides. Las investigaciones de Neuge-
bauer, Van der Waerden, Burkert, Mittelstrass y muchos otros han
ido incrementando nuestro conocimiento sobre las condiciones bajo
las cuales surge la cultura griega, y nos han permitido comprender
hasta qué punto es especial y único el nuevo camino de la ciencia
que ellos emprendieron.
Claro está que sería precipitado entender en el sentido de la
cientificidad moderna aquel primer concepto de la ciencia, tan es-

104
LA F I L OS OF I A * Y SU HISTORIA

trechamente vinculado al comienzo de la filosofía. La propia pala­


bra «filosofía» nos alerta a este respecto. Si no estamos equivocados
en este punto, ese término no era en absoluto una designación usual
de esa curiosidad universal y de esa insaciable sed de preguntas que
caracteriza a los pensadores tempranos de Jonia. Tal como nos los 9
encontramos, por ejemplo, en M ileto'se los tenía desde luego por.
sabios (sop h ot), y se los admiraba sin reservas como asombrosos
maestros de saberes y conocimientos. Desde el importante trabajo
de Werner Jaeger Uber Ursprung und K reislauf des philosophischen
Lebensideals (Sobre el origen y ciclo del ideal filosófico de la vida)
de 1928 sabemos que el concepto de la theoría, en el sentido que
ahora le atribuimos, no se impuso en realidad hasta la escuela peri­
patética, lo que nc^ quiere decir que la actitud fundamental que se
desarrolló en aquellos tiempos en Jonia no fuese genuinamente teó­
rica. Cierto que no era ajena en ningún sentido a las necesidades
e intereses prácticos de la humanidad de ese momento. Junto a la
fascinación por las matemáticas y la astronomía asistimos también a
una nueva atención hacia la experiencia médica, que sólo con la
mayor dificultad logramos ir elucidando a partir de la tradición
hipocrática más tardía. Y también en este terreno se produjo la
ampliación de la perspectiva hacia lo teórico.
Parece que la palabra philosophta empezó a aplicarse para este
temprano giro hacia lo teórico. Los materiales de historia de la
lengua que ha aportado Karl Praechter en relación con esta palabra6
permiten extraer algunas conclusiones en esta dirección. Es sabido
que el término aparece por primera vez en Heráclito7. En ese texto
I se aprecia claramente que lo que se está dibujando ahí es una nueva
etapa reflexiva, frente a la mera curiosidad jonia por lo que nos
rodea. Por lo que se advierte en la tradición, el comienzo jonio es
más bien el de un conocimiento basado en los testimonios oculares.
En Heráclito tenemos ya una toma de posición crítica frente a ese
tipo de amontonamiento de informaciones. Se pone así de manifies­
to la audacia con la que Heráclito se desmarca respecto de esos
comienzos jonios. Su objetivo es «lo sabio único» (hén tó sophón).
Es ésta una actitud de abierta crítica a una curiosidad meramente
cumulativa, y con ella Heráclito marca distancias frente a la llamada
ilustración jonia. Parece, pues, que la formación de la palabra p h ilo­
sophta tiene lugar en el sentido de una actitud crítica frente a los
pensadores milesios.

6. En Überweg, 121926, vol. 1, pp. 1-6.


7. Fragm. 35 Diels.

105
APORTACIONES A LA HISTORIA UNIVERSAL DEL PENSAMIENTO

Resulta significativo que el término derive de la forma neutra de


un adjetivo que, como ese otro gran neutro griego, tó theíon, remite
a una experiencia humana fundamental análoga. Ambas expresiones
se refieren a un algo de presencia inaprehensible, y da la impresión
de que ése es también el misterio del neutro, señalar a esa presencia
que todo lo penetra. Se puede, pues, suponer con seguridad que los
varones que se revelaron pensadores tan tempranos eran tenidos
por sabios. Sin embargo la tradición de los siete sabios sugiere que la
estupenda superioridad de estos hombres se ponía en juego también
por referencia a la sabiduría de la vida. Las máximas que la tradición
atribuye a estos siete sabios quedan muy cerca de la profundidad
gnómica de las proposiciones de un Heráclito, tanto por su forma
literaria como por su forma lingüística. De modo que el enigmático
uso de «lo sabio» probablemente no sólo daba expresión a un dis-
tanciamiento respecto de la acumulación de saberes de los demás,
sino que evocaba también ese otro neutrb enigmático, lo theíon. Sea
ello como fuere, parece que en la palabra philosophía se expresa un
sentido muy general y abarcante de la pasión teórica.
Que más tarde se produjeran tensiones entre la vocación teórica
y práctica del hombre «sabio», de las que es claro que en esa época
aún no se habla con tanta naturalidad, tiene sin duda que ver con el
desenvolvimiento de la cultura urbana tanto en Jonia como en Sici­
lia y la Magna Grecia. Las cosas evolucionaron hasta el punto de
que la pasión política y la lucha por el poder acabaron por dominar­
lo todo. El giro hacia lo teórico se vio relegado al ámbito de la
educación de los jóvenes, la pardgía. Es algo que se transparenta en
las funestas connotaciones que en tiempos de Platón ha adquirido el
término «sofista» entre los ciudadanos de Atenas, connotaciones que
reflejan la resistencia de la sociedad dominante frente a las nuevas
modas. Conocemos esto por la manera como Platón lo describe en
la A pología, cuando Sócrates explica la acusación de impiedad verti­
da contra él por referencia a esa resistencia. Pero también en otros
pasajes le gusta a Platón hablar de esto, por ejemplo en la escena de
la recepción en el Protágoras (314 c-d), cuando los porteros reciben
a Sócrates y sus acompañantes con un desairado «¡Sofistas otra vez!».
El giro restrictivo que imprime Platón a su propio concepto de
la «filosofía» debe entenderse en el contexto del empeño platónico
por distinguir entre Sócrates y sus seguidores, por un lado, y las
tendencias didácticas dominantes de la sofística y de la retórica, por
el otro. Por aquella época la filosofía y la retórica se disputaban la
educación de los jóvenes. Es esa lucha la que enmarca el propósito
platónico de distinguir entre su dialéctica de inspiración socrática y

106
LA FILOSOFIA Y SU HISTORIA

las técnicas de dialéctica retórica con las que los demás pretendían
educar a la juventud. Es esto lo que conviene tener en cuenta a la
hora de entender el nuevo uso que hace Platón del término philoso-
phta, que consiste en no designar con él lo teórico en general, sino
sólo la búsqueda de la perspectiva y el conocimiento verdaderos, el
arte socrático de la conversación y su dialéctica, en oposición a las
artes argumentativas de los sofistas. Eso era lo que Platón considera­
ba su tarea, y es para esto para lo que se sirve de la matemática
como de un modelo. No se trata de optar por una vida puramente
teórica. En definitiva, también él era un socrático. Y como buen
socrático, lo que le interesaba era garantizar que la dialéctica se
pone al servicio de valores de conocimiento y verdad genuinos, a
diferencia de las artes dialécticas de los sofistas. Las suyas eran las
preguntas de Sócrates.
Para Platón esto implica que el bien es trascendente y no ense­
ñable. El lo llama mégiston m áthem a, lo que lleva implícito todo un
desafío, y acabó por imprimir al término «filosofía» un sentido prác­
ticamente inverso al anterior: el no saber como sabiduría, pues lo
que le es dado al hombre es perseguir la sabiduría incesantemente,
amenazado siempre por el riesgo de las palabras vacías, esto es, del
abuso sofístico de las artes de la argumentación.
Esta novedosa manera de acuñar la significación del concepto de
«filosofía» por parte de Platón no tuvo al principio demasiado eco,
ni en su propio tiempo ni en tiempos posteriores. Sin duda alguna, el
concepto helenístico del ideal del sabio, del sophós que se mantiene
a distancia del ajetreo mundano, o que incluso estando inmerso en él
es capaz de guardar distancia respecto de cuanto le rodea, constituye
un desarrollo del modelo socrático y platónico, que no sólo domina­
ba en la Academia sino también en la Stoa. Sin embargo en su uso
habitual el término «filosofía» siguió designando simplemente el sa­
ber teórico, como muestra el ejemplo de Aristóteles.
El giro platónico de ver en la filosofía únicamente la búsqueda
de la verdad no podía ser objeto de una verdadera recepción hasta
que se produjese la especial constelación que caracteriza el comien­
zo de la Edad Moderna. Y esto ocurrió bajo la forma del moralismo,
nacido de la crítica escolar humanista y como resistencia a la nueva
ciencia. Sólo cuando acabó la época en la que la metafísica escolar lo
dominaba todo, y con la renovación idealista de la propia metafísi­
ca, pudo volver a imponerse el giro platónico en la concepción de la
filosofía. Al final fue la palabra «cosmovisión» la que recabó para sí
la pretensión de trascender el dominio de vigencia de la ciencia, y la
que llamó a la vida a la expresión «filosofía científica». En cambio

107
a p o r t a c i o n e s a la h is t o r ia u n i v e r s a l d el p e n s a m i e n t o

en la vida escolar, tanto de la Antigüedad como de la Edad Media y


de la Edad Moderna, el término «filosofía» siguió designando el
conocimiento teórico en sentido amplio, de manera que una obra
fundamental de la física moderna como son los Principia m ath em a-
tica de Newton (1678) podía calificarse a sí misma de philosophia
naturalis.
El balance de este análisis de la historia conceptual de la filoso­
fía es finalmente éste: que en la Antigüedad no había la menor
necesidad de acotar la filosofía frente a la ciencia, y que esto sólo
ocurrió al irrumpir un nuevo concepto de ciencia en la Edad M o­
derna, un concepto que diseña la moderna ciencia experimental. Es
un resultado de significación fundamental. Vemos que, gracias a él,
ni siquiera dentro de la tradición occidental se puede definir la
filosofía simplemente como ciencia de los principios. Los siete sa­
bios, Sócrates, la contención estoica, la unió m ystica de Plotino, el
platonismo cristiano, desde san Agustín hasta el Maestro Eckart y el
Id iota de Cusano (1450), pero también la moralística francesa del
xviii , o la O ratio de Sinarum philosophia practica de Christian W olff
(1726), hasta Kierkegaard y sus seguidores en nuestro siglo: toda
esta serie, con la figura de Sócrates dentro de ella, no deja de recor­
darnos que no se puede estrechar el concepto de la filosofía por
medio del de la ciencia. Y esto vale tanto para el concepto de ciencia
de la tradición escolar aristotélica como para el de la Edad Moder­
na. A la investigación sobre la historia de la filosofía en nuestro siglo
le ha costado mucho ir comprendiendo que tiene que hacerse cons­
ciente del grado en que ella misma se ha visto condicionada por el
concepto de ciencia, y que no debe dejarse estrechar el campo por
los hábitos lingüísticos de las escuelas filosóficas. Ejemplos como
éste ponen de manifiesto lo fuerte que es la presencia y permanencia
del pasado. El concepto de la filosofía científica se ve así rebasado
por su propia historia, y ésta no puede limitarse a ser una historia de
la ciencia.
A la hora de hacer uso de aquel manual, al que tantas cosas de­
cisivas debe la investigación histórica de la filosofía, conviene man­
tener vivo este recuerdo. No se trata de negar la historia de la cultu­
ra occidental, que es la que condujo al tipo de indagación histórica
propia de la historia de la filosofía decimonónica. Pero tampoco se
debe perder de vista que los comienzos griegos de la filosofía sólo
alcanzaron su forma escolar con el tiempo, y que a su vez ésta dio
lugar a una casi imperceptible modificación del pensamiento griego
en virtud de su recepción por la «posición de la voluntad» romana
(por servirnos de una expresión de Dilthey), por mucho que los

108
LA FILOSOFIA Y SU HISTORIA

romanos se considerasen alumnos de los griegos. Y también hubo


una renovación de los moldes cuando la doctrina de la Iglesia cris­
tiana hizo suyo el legado griego a través del latín de las tradiciones
romana y cristiana, y se lo transmitió a la Edad Moderna. Este nue­
vo giro se nos ha introducido imperceptiblemente en todas nuestras
formas de filosofar. Así que hay algo de herencia humanística en el
hecho de que las modernas ciencias experimentales recogiesen el
testigo e introdujesen ese legado en un nuevo campo de fuerzas, al
ofrecer a la matemática y al concepto del método un nuevo concep­
to de la propia ciencia. A1 final, con el neokantismo, la filosofía se
fue haciendo cada vez más dependiente del hecho científico. En la
historia de la filosofía esto se pone de manifiesto en el hecho de que
ésta se sometió al patrón de las ciencias experimentales y a su ideal
metodológico.
Si la matemática se convierte en la base del ideal metodológico
de la ciencia, el resultado será que todas las proyecciones de la
anterior philosophia naturalis y de su doctrina sobre las causas fina­
les sucumbirán al reproche del antropomorfismo. Por eso la investi­
gación histórica se lanzó a la crítica tanto de la tradición histórica
como de la propia formación de tal tradición, pues le interesaba
elaborar una noción de objetividad apropiada para la nueva cienti-
ficidad, y eso tenía que hacerse o con la pala de excavar o con la
investigación de archivos, manuscritos y monumentos. Y por su­
puesto que tampoco la escuela histórica ha podido, a despecho del
nuevo ideal científico de la crítica, liberarse realmente de toda su
carga filosófica, metafísica y conceptual. Esto es algo que ha puesto
de manifiesto sobre todo Erich Rothacker en su Einleitung in die
Geisteswissenschaften (Introducción a las ciencias del espíritu) de
1920 y en trabajos posteriores.
Tal cosa se aplica doblemente a la historia de la filosofía. Pues lo
fundamental de su objeto no es nada que se pueda controlar por
medio de los métodos científicos modernos. Cuando el historiador
se ocupa de la historia del pensamiento filosófico, su relación con su
objeto no puede ser otra que la del intérprete filosófico. Cada vez
que lee lo que pone en los textos, no puede evitar leer en ellos más
o menos sus propias ideas, las cuales están a su vez condicionadas
por la tradición. Un Schleiermacher, por ejemplo, podía sin duda
oponerse a las tendencias constructivas de la sistemática hegeliana, y
no cabe duda de que imprimió al conjunto de su escuela esta acti­
tud. No obstante, a la larga quedó claro que la voluntad constructi­
va de un Hegel logró mantenerse viva en el seno de la propia inda­
gación histórico-filosófica, y que acabó por imponerse en ella como

109
a p o r t a c i o n e s a la h is t o r ia u n i v e r s a l del p e n s a m i e n t o

hilo conductor, como advertimos, por ejemplo, en la monumental


obra de Eduard Zeller D ie P hilosophie der Griechen (La filosofía de
los griegos) (1844-1852).
Ejemplos como éste ayudan a sacar a la luz lo que tiene de es­
pecial la historia de la filosofía en el conjunto de las ciencias histó­
ricas. Esa historia no puede evitar implicarse en la filosofía más que
las demás. El hecho de que se la requiera permanentemente le impi­
de conformarse con una mera enumeración renovada de hechos y
conocimientos. Bajo el título de «doxografía» la cultura escolar de la
Antigüedad sí podía permitírselo. De hecho su objetivo a la hora de
reunir opiniones o escribir biografías no era hacer ningún plantea­
miento histórico. Sus procedimientos ni siquiera sugerían la apa­
riencia de un interés histórico. Cuando Teofrasto reunió por prime­
ra vez las opiniones de los «físicos», y fundó así el género literario
de la doxografía, su empresa estaba por entero al servicio de las
cuestiones de hecho y de la selección crítica de las doctrinas que
había desarrollado Aristóteles en sus lecciones sobre física, metafísi­
ca y D e anim a.
Qué lo que preocupaba a Aristóteles no era la comprensión his­
tórica es algo que se advierte muy bien en su manera de caracterizar
en la M etafísica la aportación de Sócrates (M 1078 b 17-31); ya
también en la Etica a N icóm aco (Z 1144 b 17-21 et passim ) en­
cuentra palabras para hacer justicia a su legado. Lo que aparece en
la M etafísica es sin embargo una peculiar apreciación de tipo lógico:
afirma que Sócrates inventó la definición porque buscaba la «cien­
cia».
También es significativa la forma de argumentar de Aristóteles a
propósito de la teoría de las ideas de Platón, lo que por cierto
constituye un enigma no resuelto hasta la fecha. No se puede negar
que uno de los argumentos más fuertes que esgrime en contra del
horism ós de las ideas platónicas había sido ya presentado por el
propio Platón, que lo había puesto en boca de Parménides, en el
diálogo que lleva su nombre (130 b 1 ss.). Justamente en la relación
de Aristóteles tanto con Platón como con Sócrates se nos pone de
manifiesto el verdadero origen de una diferenciación básica que se
produjo dentro del concepto de la propia filosofía. La vehemente
crítica a la que Aristóteles somete a Platón se dirige en realidad
contra la tradición pitagórica, en la que el propio Platón había alo­
jado el concepto universal del bien y los aspectos numerológicos de
la teoría de las ideas. En cambio Sócrates es para uno y otro en el
fondo una verdadera figura fundacional. El es quien preside la obra
de Platón: el diálogo. Y es también por referencia a Sócrates como

110
LA FILOSOFIA Y SU HISTORIA

Aristóteles desarrolla la idea de la independencia de la filosofía prác­


tica. En esto él también era esencialmente un socrático.
La filosofía práctica de Aristóteles constituye un legado que ha
estado vivo hasta el siglo xix y que, bajo el rótulo «política», ha
representado a la filosofía política clásica. Sería un largo relato em­
pezar a narrar ahora la pervivencia de esa idea a lo largo del conjun­
to de la historia de la filosofía. Pero sí quisiera señalar un hecho
importante, y es que con su aparición se produce el comienzo de
una diferenciación de la filosofía en disciplinas diversas. De todos
modos siempre se puede uno preguntar si esta tardía distinción aris­
totélica entre física y ética no estaba ya también presente, como
trasfondo, en pensadores griegos tempranos, por ejemplo en Herá-
clito; si no será lo fragmentario de la tradición lo que ha hecho que
esa distinción se nos haya conservado como indicio en la diferencia
entre cosmología y antropología. En tiempos del propio Aristóteles
todavía no había una cultura escolar con un programa sistemático y
fijo que lo abarcase todo. Todo lo contrario: en su distinción entre
filosofía teórica y práctica se expresan en realidad sus propias ten­
dencias y motivaciones tanto críticas como positivas. Las clasifica­
ciones le sirven para hacer productiva su confrontación con la dia­
léctica platónica y con el sistema educativo diseñado en la
República.
Pero sería equivocado limitar el alcance de esta relación entre
teoría y praxis en el sentido en el que esto se convierte en un pro­
blema en la izquierda hegeliana. A Platón se lo puede mirar des­
de ángulos muy distintos. En la investigación actual la imagen de
Platón sigue vacilando entre la del ciudadano que intenta sanear el
proceso político, porque le parece que es su obligación intentarlo, y
que encara esa tarea por la vía de la educación filosófica, y el hom­
bre teórico que se mantiene a distancia de lo público. Es claro que
en Platón se reúnen en una unidad indisoluble dos posibilidades
extremas del pensamiento. De modo que a la hora de emprender la
interpretación filosófica no se puede dar por sentado que nuestros
conceptos usuales de cosmología y antropología, o de lógica, meta­
física, física y ética, y de lo que se pueda querer añadir a la serie, son
cosas que están dadas en la investigación de la historia de la filosofía
como algo lógico y natural.
Parece claro que las clasificaciones escolares no aparecen hasta
la época en la que empieza a declinar la productividad de la filosofía
griega. Proyectar esos esquemas escolares hacia atrás no hace sino
desfigurar la historia anterior. Ni la propia Academia de Platón era
una escuela a secas: al igual que la sociedad de los pitagóricos, tenía

111
a p o r t a c i o n e s a la h is t o r ia u n i v e r s a l del p e n s a m i e n t o

también una vertiente política. Y en cuanto al testimonio que se


tiene por más antiguo, según el cual Jenócrates8 habría sido el pri­
mero en dividir la filosofía en disciplinas, antes de la Escuela Estoi­
ca, lo cierto es que no suena auténtico. No es seguramente más que
un caso más de esa costumbre tan arraigada entre los griegos, con­
sistente en encontrar siempre el fundador de las cosas, aplicada esta
vez a la filosofía. Esta referencia a Jenócrates dista mucho de probar
la existencia de una tradición fija, y corrobora esta impresión la
flexibilidad de las clasificaciones que se encuentran en Aristóteles.
Sólo en los tiempos posteriores a él se inicia una cultura escolar. Es
algo que hoy día sabemos gracias a las nuevas investigaciones de
Manfred Fuhrmann sobre Das system atische Lehrbuch (El tratado
sistemático) de 1960, así como por las obras standard de Henri-
Irénée Marrou H istoire de l’éducation dans Vantiquité (1948) y de
Rudolf Pfeiffer H istory o f Classical Scholarship (1968), y también
por el libro, editado por Josef Koch, sobre las Artes liberales (1959).
En la historia de la filosofía el concepto de la «escuela» tiene un
papel muy importante, y conviene tratarlo con la mayor cautela.
Expresiones como la de «Escuela jonia» o «Escuela eleática» son más
que nada proyecciones a partir de la Atenas de la era clásica. Es ahí
donde por primera vez se organiza institucionalmente, en la Acade­
mia de Platón y en el Perípato, una comunidad de estudio y doctrina
filosóficos. Es, pues, abusivo hablar de una «escuela socrática». Y en
cuanto a los sofistas, eran profesores itinerantes. No tenían una sede
fija en Atenas. Por supuesto que desde el principio de la aparición
de estos sabios se produjo en torno a ellos una cierta sociedad de
maestros y discípulos, y esto no sólo ocurrió en relación con la
filosofía, sino seguramente también entre médicos, matemáticos,
rapsodas, escultores, pintores de vasijas y toda clase de artesanos.
El único precedente que tiene sentido llamar «escuela» es el de
los pitagóricos, que en origen era una especie de orden religioso-
política, y que sólo con el tiempo acabó por convertirse en una
comunidad escolar de carácter científico. El uso del término «escue­
la» y «escuelas», si se lo toma en el sentido amplio de la formación
de discípulos, tiene sin duda un cierto sentido en la historia de la
filosofía, pero no deja de contener también un cierto absurdo ha­
blar, por ejemplo, de las escuelas de Schopenhauer, Kierkegaard o
Nietzsche, gente que siempre se tuvo a sí misma por marginal.
Lo que también es dudoso es hablar lisa y llanamente de «siste­
mas», por mucho que tal cosa se convierta en habitual desde el

8. Fragm. 83 Isnardi Párente.

112
LA FILOSOFIA Y SU HISTORIA

momento en que se forma un programa doctrinal de escuela. Siste­


mas filosóficos en sentido genuino no los hay en la filosofía escolar
hasta el x v ii o x v ii i , incluso el xix. No es, pues, correcto hablar del
sistema de un Parménides o de un Anaxágoras, y no sólo porque
desconozcamos sus escritos doctrinales. En cambio en el caso de
Demócrito, coetáneo de Sócrates y del que sabemos que escribió
una obra ingente, el término tiene probablemente sentido, aunque
lo que ha llegado a nosotros no sea más que fragmentos y referen­
cias de segunda mano.
En cualquier caso, aplicar la idea de sistema a Platón o a Aristó­
teles, o a las doctrinas epicúrea o estoica, es algo que se debe hacer
con cautela. Conviene, por ejemplo, tener en cuenta que a ningún
pensador griego se le habría pasado jamás por la cabeza la idea de
calificar su doctrina de «sistema». La palabra es sin duda griego del
bueno, pero ellos no la usaron nunca para la filosofía; sí en cambio
para la música y la astronomía. Porque lleva consigo una connota­
ción de estructura cohesionada de cosas diferentes, por ejemplo de
tonos que forman una armonía, o de estrellas fijas y planetas que
forman el sistema solar. Y no tiene nada de particular que el término
se aplicase también al organismo, en el que la interacción de partes
y miembros (mére te kai m éle) hace el alma (psyché) del conjunto,
su salud, que es una especie de armonía también. No sorprenderá,
pues, que el concepto de una estructura cohesionada (llamada sysie­
nta, pero también systasis9) se aplicase tanto para la estructura del
universo como para la imagen que se tenía de la misma. Galileo,
autor del D ialogo sopra i due massimi sistem i del m on do (1632), se
atiene en él al lenguaje científico de la cosmología, con sus raíces
antiguas. Su compromiso con el «sistema» heliocéntrico constituye
una respuesta nueva y representativa al viejo postulado platónico
sobre la tarea de la astronomía: ¿cómo se pueden integrar las estre­
llas errantes, los planetas, pese a su curso aparentemente errático,
en el sistema de los movimientos circulares de los cuerpos celestes?
Aquí aparece con dramática claridad la unión y cohesión de lo in­
conciliable como contenido de la palabra «sistema».
A comienzos de la Edad Moderna se pone de manifiesto una
incompatiblidad aún mucho más dramática, y sucede con motivo de
la aparición de las ciencias naturales fundadas en la matemática. La
crítica tanto a la cosmología como a la física antropocéntricas, que se
inicia con Galileo, pone en cuestión a la prim a philosophia en su
conjunto. La filosofía hubo de defenderse, y es así como entró en ella

9. Por ejemplo Platón, Epinomts 991.

113
APORTACIONES A LA HISTORIA UNIVERSAL DEL PENSAMIENTO

el concepto de sistema. El ascenso de la expresión «sistema» a la


condición de rótulo y aun de título de honor en la filosofía, allá por
los siglos x v ii y x v ii i , es muestra de las tensiones que desde entonces
han caracterizado la posición de la filosofía. Propuestas como la de
Descartes de clasificar las sustancias en extensa y pensante no hicie­
ron sino alentar los intentos de justificar como «sistema» la cohesión
de cosas tan dispares. Y así es como en el siglo x v iii se instala final­
mente en la filosofía el concepto de sistema, también en el dominio
de la metafísica escolar del racionalismo de Leibniz y Wolff.
El propio Kant, el crítico del racionalismo imperante, dedica al
final de su Crítica de la razón pura una serie de consideraciones al
concepto de sistema, bajo el título «Arquitectónica de la razón pura».
El título mismo señala que de lo que trata ese apartado es del senti­
do más amplio posible de un «arte de los sistemas» o, en palabras de
Kant, de la «unidad de los conocimientos diversos bajo una idea» (B
860). Tal unidad no es mera agregación, sino un todo articulado.
Por todas partes se hace presente la necesidad de unidad que tiene la
razón, y esto está en relación con la unidad «sistemática» en general.
En el fondo es la idea antigua de la ciencia, con la matemática como
modelo ancestral, lo que se acaba imponiendo como forma doctri­
nal de los sistemas filosóficos (Spinoza, Christian Wolff). No obs­
tante, tampoco ese m os geom étricas es todavía lo mismo que el
concepto filosófico de sistema, asociado a una pluralidad de tales
sistemas y a su conocimiento histórico. Kant distingue expresamen­
te entre el «conocimiento histórico» (B 864), por ejemplo, en el
sistema de Wolff, esa «mascarilla en yeso del hombre vivo» (ibid.)> y
el conocimiento que se nutre de principios. Para él es desde luego
claro que la fórmula del comprender por medio de la razón pura
sitúa a la filosofía en una peligrosa cercanía de la matemática, que
reposa íntegramente en una construcción de conceptos. Precisamen­
te el sentido de la crítica kantiana es retener la diferencia decisiva
que hace que la filosofía no sea un conocimiento a partir de los
conceptos puros, sino que tiene que ser crítica. Así que en el propio
concepto escolar de la filosofía está el que no se la pueda aprender
como las matemáticas, sino que lo único que se puede aprender es a
filosofar (B 865). Pero esto significa que, en este sentido escolar, la
filosofía no es más que la idea de una ciencia posible, que no se da
en concreto en ninguna parte (ibid.).
Kant advierte, pues, por sí mismo, que a una idea como ésta
sólo es posible aproximarse. Pero claro está que todo esto tiene que
ver con el concepto escolar de la filosofía, que sigue guiándose por
el patrón de la perfección lógica. La metafísica de la naturaleza y la

114
LA FILOSOFIA Y SU HISTORIA

metafísica de las costumbres, por el contrario, van más allá de ese


ideal de la perfección lógica que cultiva la idea escolar de la filoso­
fía. Es así como entra en la filosofía el concepto universal de la
misma, que tiene que interesar a cualquiera. Pues de lo que trata ese
concepto es del fin supremo de la humanidad, de la «felicidad uni­
versal» (B 878). Y a este concepto universal de la filosofía, que es
ante todo filosofía moral, pero que como tal abarca también al co­
nocimiento teórico, se le aplica con tanto más motivo la afirmación
kantiana de que, dado que su objetivo es el fin último de la sabidu­
ría, «sería sobremanera pretencioso darse a sí mismo título de filóso­
fo, y arrogarse el mérito de haberse hecho igual a un modelo que
está sólo en la idea» (B 867).
Fijarse en Kant nos enseña dos cosas. La primera: que la necesi­
dad de unidad que tiene la razón legitima la idea del sistema. Pero la
segunda: que el propio Kant no pretende haber satisfecho tal necesi­
dad, ni con su Crítica de la razón pura ni con la aspiración de su
propia empresa de proporcionarle a la metafísica, de una vez por
todas, un soporte y uo progreso seguros. Por eso Kant se limita a los
principios metafísicos iniciales de la naturaleza y de las costumbres.
Lo que ocurre es que sus seguidores vieron en esto algo así como una
invitación a completar por sí mismos el sistema, con lo cual el movi­
miento idealista que le siguió consistió en toda una serie de diseños
de sistemas, empezando por la Teoría de la ciencia de Fichte (1794)
y por la Enciclopedia de las ciencias filosóficas de Hegel (1817).
Con el curso predilecto de Hegel, el de la H istoria de la filo so­
fía , se da un paso más: bajo la categoría de la evolución se da una
cabal correspondencia entre el sistema de la filosofía hegeliana y su
propia construcción de la historia de la filosofía. Es así como se
pueden conciliar la idea de la historicidad del pensamiento y la de la
pretensión de verdad de la noción de sistema. El problema es que
por este camino se construye la historia de un modo tan esquemáti­
co y sistemático, que a la larga la filosofía no iba a poder resistir los
embates del positivismo histórico. El resultado fue que el concepto
de sistema quedó rebajado a la condición de una simple categoría
histórica descriptiva. Cada vez que alguien se aferra al concepto de
sistema, da expresión a la aspiración de totalidad de la filosofía,
pero de hecho sirve tan sólo al conocimiento histórico.
Si desde esta perspectiva volvemos la mirada a los orígenes grie­
gos, advertiremos que esta progresiva penetración del concepto de
sistema en la filosofía implica que, objetivamente hablando, el con­
cepto aristotélico de la ciencia (epistém e), orientado según la mate­
mática y su método de la demostración, apenas es ya aplicable. Se

115
a p o r t a c i o n e s a la h is t o r ia u n i v e r s a l del p e n s a m i e n t o

reproduce así la conocida problemática que afloró cuando se empe­


zó a aplicar en las ciencias naturales la lógica aristotélica de juicio y
conclusión, y que se refleja, por ejemplo, en la famosa polémica de
Justus von Liebig contra Francis Bacon. El resultado fue el triunfo
de la lógica inductiva. En la Lógica aristotélica ésta es sólo una
modalidad marginal. Y la pregunta es si conceptos como el de «prin­
cipio» pertenecen en realidad a una lógica de la demostración; pues
ellos desde luego no son demostrables a su vez. En realidad la apli­
cación de la silogística de Aristóteles a su propia indagación de prin­
cipios, tal como la emprendieron los comentaristas posteriores, que­
da fuera de la cuestión. La necesidad de unidad que caracteriza a la
razón, y que finalmente triunfa en la matemática, nunca podrá so­
meterse a una deducción a partir de un principio supremo en la
filosofía. Esto es algo que queda claro ya en la reconstrucción de la
doctrina platónica, por cuanto en Platón el límite y lo ilimitado, lo
uno y la dualidad indeterminada, se mantienen como puntos de
vista últimos, y «el bien» no es «lo uno».
Que el modelo euclidiano de la lógica de la demostración acaba­
se arrojando algo así como un sistema, al final de la Antigüedad
clásica, es resultado de una evolución tardía; lo vemos en Proclo,
pero no todavía en Plotino. Lo que ocurre es que la época que
siguió, prácticamente hasta el siglo xv, estuvo sobre todo bajo la
influencia de Proclo, lo que no deja de ser significativo. Se nos
confirma así que la idea de que la filosofía se da cumplimiento a sí
misma cuando logra ser un sistema completo, a pesar de la diversi­
dad de sus entronques, es cosa tardía.
En las escuelas la filosofía mantuvo su predominio bajo la forma
de la dialéctica, así como en general la discusión oral tuvo siempre
una significación mayor que los desarrollos sistemáticos. Sólo en la
Escolástica tardía — ni siquiera en su época grande, sino sólo en la
época de la Contrarreforma— la nueva cultura escolar de la ratio
studiorum se vio abocada al desarrollo de sistemas. Sólo entonces
crearon escuela los grandes sistematizadores de la Escolástica, por
ejemplo Suárez y Cayetano. Finalmente, el propio Descartes era
alumno de la escuela jesuítica de La Fleche, y encontró en el con­
cepto de método la idea directriz que le permitiría conciliar la meta­
física y la nueva ciencia, y demostrar con ayuda de los conceptos
puros que los resultados alcanzados en cada caso por las ciencias
experimentales eran también verdades definitivas. De modo que los
grandes diseños de sistemas que se producen en la Edad Moderna
acaban experimentando en su propia carne la ley de la investigación
moderna: la prohibición de aceptar síntesis dogmáticas, por mucho

116
LA FILOSOFIA Y SU HISTORIA

que se empeñen en utilizar la apariencia de una derivación a partir


de principios para volcar la investigación empírica y sus resultados,
siempre provisionales, en rígidas formas escolásticas.
Es difícil que un manual de historia de la filosofía se sustraiga
por entero a esa tentación. Si quiere facilitar una panorámica am­
plia, no tiene más remedio que transmitir formas fijas de doctrina y
recurrir a sistematizaciones y simplificaciones. Claro está que esto
sólo sirve de algo si no se lo toma como resultados definitivos, sino
que cada uno reproduce de nuevo en cada momento los pensamien­
tos filosóficos, realizándolos como originales. El lector que consulta
un manual de historia de la filosofía tiene que ser tan consciente de
sus propias limitaciones como de las implicadas en la tarea que se
propone resolver un manual de esa clase. Por una parte, tendrá que
tener en cuenta que, por la naturaleza de la investigación histórica,
los conocimientos que arroja son siempre lógicamente provisiona­
les; por la otra, no podrá nunca dejar de confrontar las doctrinas
que se le transmiten con las preguntas filosóficas que son las suyas
propias, por muy objetivo que pretenda ser. Pero en cualquier caso
conviene recordar que el concepto amplio de sistema, que desempe­
ña un papel hasta cierto punto incontrolado en la historia de la
filosofía, no puede equipararse sin más con el concepto metodológi­
co de la deducción a partir de un principio unitario.
Pero incluso en las tareas más superficiales del pensamiento his­
tórico, en lo que es la pura secuenciación de tiempos y aconteci­
mientos, la cosa se plantea, en el caso de la historia de la filosofía, en
un sentido muy especialmente anticipador. Es verdad que ni Eduard
Zeller ni sus coetáneos pretendieron ya forzar construcciones aprio-
rísticas en un sentido hegeliano, pero lo cierto es que la secuencia de
épocas en este terrreno sigue siendo una tarea pendiente. Pues no
estamos hablando de un simple instrumento de ordenación en ma­
nos del historiador. El que distingue épocas está apoyándose en un
cierto fundam entum in re\ sólo así podrá satisfacer la clase de aspi­
ración que contiene el concepto mismo de época. Claro está que
parece arbitrario querer fijar una fecha para el comienzo de la Edad
Moderna. ¿Con qué criterio histórico podría hacerse eso? En reali­
dad, casi siempre que se pregunta por el comienzo de algo en la
historia, se está haciendo una pregunta sin respuesta. ¿Dónde se
hallaría un comienzo que no esté ya de algún modo introducido,
más o menos ocultamente preparado ya por factores que actúan
imperceptible pero eficazmente? Por otra parte las épocas no son
sólo medios auxiliares para la ordenación en el trabajo historiográ-
fico. Son también experiencias de la vida histórica. La conciencia de

117
APORTACIONES A LA HISTORIA UNIVERSAL DEL PENSAMIENTO

los hombres se siente de algún modo cumplida cuando se acaba una


época y empieza otra. Y esto es muchas veces una impresión sólo
aparente y precipitada, de modo que este tipo de experiencias pue­
de perder pronto su vigencia. A la larga se acaba formando siempre
una especie de círculo de presencia entre lo viejo y lo nuevo, lo
obsoleto y lo actual, una especie de detención del tiempo que es lo
que llamamos época. Las épocas son eso, paradas en el curso ince­
sante del cambiar.
Pero es evidente que una consideración tan distante de la histo­
ria del pensamiento no puede satisfacer las necesidades de la filoso­
fía. Y tampoco se acepta ya una construcción a priori al modo de
Hegel. Al contrario, es el cambiante horizonte de los planteamientos
del intérprete el que se impone siempre en relación con las maneras
de configurarse el pensamiento en la historia. El conjunto de la his­
toria del pensamiento se organiza de un modo totalmente distinto
según que, por ejemplo, se consideren la aparición y el triunfo del
nominalismo desde el punto de vista del neotomismo, o que se con­
sidere todo, desde la idea básica del marxismo, como una historia de
las condiciones materiales de vida junto con sus reflejos ideológicos,
o que se adopte el empirismo moderno de la tradición anglosajona y
se dé por liquidado todo lo que tenga que ver con la metafísica.
En la propia Alemania, la cuna del historicismo, el neokantismo
se aventuró por una salida particular, y es importante cobrar con­
ciencia de su sentido y de hasta qué punto es una vía dudosa. Se trata
de lo que se ha dado en llamar «historia de los problemas». El cono­
cido libro de Wilhelm Windelband Lehrbuch der G eschichte derP hi-
losop h ie (Tratado de historia de la filosofía) de 1892 estaba organi­
zado de acuerdo con ese enfoque. En su reelaboración de esa misma
obra en 1948 Heinz Heimsoeth tiene en cuenta puntos de vista his­
tóricos bien diferenciados, y también Ernst Cassirer y algunos otros
introdujeron en la «historia de los problemas» maneras de pensar
históricas sutiles. Ejemplos clásicos de ese planteamiento son Bruno
Bauch, Richard Hónigswald, Nicolai Hartmann. Lo que pretende la
«historia de los problemas» está claro: buscar dentro de la vida histó­
rica, por entre fenómenos diversos y aparentemente únicos en su
género, aquello que permanece idéntico y en lo cual la conciencia
filosófica logra reconocerse a sí misma. Es su manera de superar los
peligros del relativismo histórico y de evitar que la pretensión de
verdad de la filosofía sucumba al escepticismo y se quede en nada.
Sin embargo la propia historia de los problemas no puede evitar
enredarse también en las aporías del historicismo que pretende elu­
dir. Se pretende capaz de identificar problemas que atraviesan inal-

118
LA FILOSOFIA Y SU HISTORIA

terados el conjunto de la historia de la filosofía, pero esa identidad


sólo puede ser detectada por un pensamiento que la reconoce como
tal en virtud de sus propios planteamientos. La historia de los pro­
blemas cultivada por el neokantismo, por ejemplo, no es sino la
explotación hasta el agotamiento de la cantera que representa la
gran síntesis hegeliana de la historia de la filosofía. El sistema de los
problemas, como también se lo ha llamado, no deja de ser dogmáti­
co y ahistórico, como tantos otros conceptos de sistema en la filo­
sofía, a los que la Edad Moderna o los historiadores han dado ese
nombre.
Parejamente desafortunada resulta la designación de puntos de
vista, que se ha vuelto usual tanto en la filosofía como en la descrip­
ción de su historia. Se trataba de que se los entendiese como puntos
de vista fijos, que no cambian con la historia; y, sin embargo, su
sentido se crea en una determinada situación y sólo vale desde ella.
Como han puesto de relieve sobre todo los importantes estudios de
Rudolf Eucken, son en su mayoría tomas de partido más o menos
polémicas, cuyo sentido provenía justamente de la polémica misma.
Y algo parecido hay que decir de las tipologías, en las que tanta
gente se refugió a partir de Wilhelm Dilthey para escapar del pro­
blema del historicismo. Por lo menos a sus manifestaciones tardías
se les aplica el reproche que en su momento le hiciera Dilthey a
John Stuart Mili: que resultaba dogmático por su falta de cultura
histórica. Desde luego es un reproche que se les puede hacer a
muchos historiadores de la filosofía. Falta reflexión histórica y, por
cierto, no sólo en Alemania, sino aún más acusadamente en la tradi­
ción anglosajona.
Fue mérito de Dilthey y de su fina sensibilidad histórica el haber
introducido aquí nuevos patrones. Dentro de la tradición alemana
su eficacia se ha sentido sobre todo a partir del giro histórico que
introdujo Heidegger en la fenomenología. Eso ha hecho que, en la
prosecución del lema fenomenológico «a las cosas mismas», se haya
tenido que introducir un nuevo sentido de la conceptualidad y al
mismo tiempo de la historicidad de los conceptos. En fin, esas no­
menclaturas ideológicas que parecieron inevitables cuando se em­
pezó a ordenar y clasificar la historia de la filosofía: monismo y
dualismo, positivismo y apriorismo, naturalismo y mentalismo, y
todo lo que se quiera, significan, allí donde todavía están en uso,
que la reflexión histórica se deja paralizar por prejuicios dogmáti­
cos. Y esto vale sobre todo para la tradición anglosajona, por lo
menos en la medida en que no se ha visto forzada a afinar un poco
más por causa de la nueva crítica lingüística.

119
APORTACIONES A LA HISTORIA UNIVERSAL DEL PENSAMIENTO

En cualquier caso la tarea actual de la historia de los conceptos


es clara: se trata de dar marcha atrás al proceso de neutralización
que trajeron consigo esos conceptos tan esquemáticos, con el fin de
reavivar el sentido originario, crítico y polémico, de los conceptos, y
de hacer posible su verificación histórica. Es lo que Heidegger le ha
enseñado a la fenomenología de segunda generación bajo el lema
revolucionario de la D estruktion, que no tiene que ver con destruir
nada, sino sólo con una deconstrucción que permita retornar a los
orígenes de las palabras que expresan los conceptos, que son por las
que éstos hablan realmente. El Historisches W órterbuch der Philoso-
p h ie (Tratado histórico de filosofía) (desde 1971), al que ha dado
vida Joachim Ritter, está proporcionando a esta manera de adquirir
conciencia de las cosas un material abundante y bien diferenciado.
Lo que hay que retener como esencial es que los conceptos son
palabras, y que su sentido como tales conceptos no les viene más
que de su condición de palabras de la lengua viva. Las palabras
entran en los contextos filosóficos procedentes de su uso lingüístico
concreto; es así como adquieren su sentido conceptual, en el que no
deja de funcionar como connotación su sentido literal en el habla.
Es algo que se percibe muy bien en la manera como procede Aristó­
teles al analizar los conceptos fundamentales de la filosofía, en el
libro Delta de la M etafísica. No sólo nos introduce en un uso lin­
güístico con diversas facetas, sino que nos damos cuenta de que los
conceptos de los que se sirve el propio Aristóteles sólo adquieren su
pleno sentido asertórico a partir de las diferencias y distinciones que
siguen vivas en la lengua. De modo que a la larga demuestra ser
profundamente cierto lo que demuestra Platón en sus diálogos dia­
lécticos encaminados a hallar definiciones, en particular en el Sofis­
ta y en el Político. Al final se nos muestra, como en una enumera­
ción, todo el curso de la indagación conceptual. Así y sólo así se
llega a comprender el verdadero contenido de una definición. Pero
esto quiere decir, claro está, que para el pensamiento filosófico nin­
guna definición, ni por lo tanto ningún término introducido, puede
ser un resultado preciso y definitivo. Siempre habrá que volver a
referirlo al camino por el que el pensamiento ha llegado a él.
A la aparición de la conciencia histórica y de la nueva sensibili­
dad del sentido histórico le debemos que se pueda liberar de nuevo
de la presión de unos conceptos convertidos en escolares a aquellas
épocas que, como la Antigüedad griega, son anteriores a la cultura
escolar. Ni siquiera creeremos poder utilizar ya sin más las termino­
logías procedentes del x v ii y del x v ii i . La historia de la filosofía,
porque es filosofía a su vez, nos obliga a ir más allá de las figuras y

120
LA FILOSOFIA Y SU HISTORIA

conceptos de la tradición en las que ha llegado hasta nosotros la


cultura escolar de Occidente.
Esto vale sobre todo para los volúmenes de la presente obra*
dedicados a la filosofía antigua. Aquí la filología clásica ha puesto
acentos nuevos. El análisis crítico de la historia de la transmisión se
ha ido afinando de decenio en decenio, y van quedando arrumba­
dos conceptos tradicionales que funcionaban como moldes, o se ha
despertado nuevamente a la vida su verdadera semántica. Una de las
cosas de las que estamos haciéndonos cada vez más conscientes es
de la conexión entre el lenguaje de la filosofía incipiente y el de los
poetas. Hay aquí trabajos muy fundamentales, como el de Bruno
Snell en Ausdrücke für den B egriff des Wissens in der vorplatoni-
schen P hilosophie (Expresiones para el concepto del saber en la
filosofía anterior a Platón) de 1924, o el interés aportado por la
historia de los conceptos a partir de las investigaciones de Werner
Jaeger que reavivaron el estudio de Aristóteles, por ejemplo en su
Theology o f t h e Early G reek Philosophers (Teología de los primeros
filósofos griegos) de 1948, que arrojan una abundante cosecha. La
historia de los conceptos se ha convertido en un aspecto de la ma­
yor importancia; su cooperación con los estudios sobre historia de
las palabras ha permitido aflojar la rigidez de muchas fijaciones ter­
minológicas y ha permitido una comprensión más reflexiva. Esto no
dejará de advertirse en el estilo de los tratamientos que presenta esta
obra. No se trata de impartir doctrina, desde una aproximación
distanciada, sobre el conjunto de la investigación precedente, sino
que los resultados de la investigación de los autores nos permiten
encontrar aspectos sobresalientes de la filosofía antigua que nos in­
troducen en la nueva investigación.
Superar los residuos de la vieja cultura escolar es en el caso de la
filosofía antigua una tarea necesaria, sobre todo por lo fragmentario
de su transmisión. Tenemos que vérnoslas con las llamadas coleccio­
nes de fragmentos, y éstos no se pueden utilizar sin una adecuada
preparación tanto histórica como filológica; en caso contrario no se
podrá evitar caer en los tópicos de esas colecciones. Pues todas ellas
prejuzgan en una cierta medida sus contenidos, de modo que son
hermenéuticamente dudosas. Baste recordar las experiencias recien­
tes en el campo de la recuperación del legado postumo manuscrito
de ciertos autores, por ejemplo el caso de Nietzsche, que sólo desde
hace poco está disponible en su estado original desordenado, y que

* Véase el apéndice de fuentes bibliográficas. (N. de los T.)

121
a p o r t a c i o n e s a la h is t o r ia u n i v e r s a l d el p e n s a m i e n t o

con ello pone a sus intérpretes ante una tarea nueva y extraña. O
piénsese en ese otro caso único en la historia de la filosofía moder­
na, el de las reflexiones postumas de Kant, que llenan muchos volú­
menes y permiten reconstruir el proceso por el que él llegó a su obra
mayor.
Ambos casos ilustran bien el tipo de problemas de interpreta­
ción que arroja un material de notas personales más o menos desor­
denado. Pero los problemas se complican extraordinariamente cuan­
do ni siquiera se trata de notas postumas, sino de citas en autores
posteriores. Los antiguos tenían la costumbre de introducir en sus
argumentaciones citas de otros autores; eso hace que sobre tales
citas caiga siempre inevitablemente la sospecha de falta de autentici­
dad. Además el nuevo contexto dentro del cual se nos transmite la
cita condiciona enormemente la transmisión del conjunto. Es algo
que conviene recordar a cualquiera que, no siendo especialista, quie­
ra hacer uso de esos medios auxiliares que son las colecciones de
fragmentos.
Entretanto se nos ha impuesto una nueva exigencia, la de la in­
terpretación «genérica», esto es, la consideración atenta de los géne­
ros literarios con los que uno tiene que vérselas en cada caso. Es
indispensable desarrollar una fina sensibilidad hermenéutica a este
respecto, sobre todo cuando se trabaja con géneros no literarios, por
ejemplo con notas de trabajo para uso propio del autor, o con re­
dacciones destinadas al uso escolar. Y en el caso de la transmisión de
los textos filosóficos antiguos hay que considerar además que, a di­
ferencia de la Edad Moderna, aquéllos no siempre estaban destina­
dos a la lectura privada y silenciosa. Son textos que obtenían su ple­
na presencia sonora en la declamación, o bien en la lectura personal,
que no se hacía en silencio. Por eso en los textos antiguos se conser­
va una estrecha cercanía con el discurso hablado y con la conversa­
ción a base de preguntas y respuestas, o argumentos y contraargu­
mentos. Una cultura oral de ese tipo confiere a su transmisión un
status muy distinto del que tendrá la posterior cultura escolar.
Todo esto se aplica de lleno a cuanto pertenece a la era Guten-
berg. Con ella se abre paso una nueva cultura de la lectura, que se
conecta desde el principio con el concepto de método que caracte­
riza a la cientificidad moderna. Y a la hora de comprender la tradi­
ción antigua esto produce los más graves malentendidos. Lo que un
pensador moderno llamaría refutación es en Aristóteles algo muy
distinto. En una cultura científica como la nuestra, íntegramente
apoyada en el lenguaje escrito, ¿quién daría por bueno un amonto­
namiento de argumentos tanto generales como especiales al estilo

122
LA FILOSOFIA Y SU HISTORIA

de Aristóteles? Pero es que Aristóteles no era sólo un profesor para


los que ya saben: enseñaba a cuantos iban a él a aprender de la
palabra viva del profesor.
Y donde hay actitud docente, la forma estilística es la de la
retórica. En las formas de argumentación que se nos han transmiti­
do desde la Antigüedad esto se percibe con mucha claridad. La for­
ma didáctica de la disputa conserva una importante función que se
advierte incluso en la redacción de escritos doctrinales como los de
las Summas medievales. Sólo con el Renacimiento y la renovada
atención que prestan los humanistas a los manuscritos antiguos, y
aún más con la aparición del libro impreso, se inicia un nuevo tipo
de literatura. A partir de ese momento el lector tiene a su disposi­
ción el conjunto de un texto. Y eso suscita nuevas cuestiones de
estilo que no dejan de influir en la comprensión de los textos. En
comparación con los manuales científicos modernos es necesario
cultivar una acendrada sensibilidad histórica si se quiere integrar en
el propio pensamiento la tradición filosófica, y si la historia de la
filosofía ha de formar parte de la propia filosofía.

123
9

EL SIGNIFICADO ACTUAL DE LA FILOSOFÍA GRIEGA

Hablar del significado actual de la filosofía griega requiere hacer uso


de formas de pensamiento hermenéuticas. Ni siquiera es posible
encauzar razonablemente la pregunta de qué significado tiene la
filosofía griega para el mundo actual si primero no nos cercioramos
de cuáles son los presupuestos que traemos puestos en el momento
de plantear la pregunta. Y esos presupuestos son de una peculiar
doble naturaleza. Desde hace unos 150 años hemos dejado de con­
siderarnos puros y simples portadores y administradores de la tradi­
ción greco-cristiana y humanística de nuestra cultura: ahora tene­
mos con esa tradición una relación más consciente. Es sabido que lo
que nos aparta de una integración directa de nuestra vida en esa
tradición es la llamada conciencia histórica. Desde el Romanticismo
esa forma de conciencia nos hace contemplar el conjunto del pasado
y sus tradiciones como si fuésemos extraños a él. Somos conscientes
de que estamos intentando entender algo extraño, tan extraño que
sólo desconectando nuestro yo actual, y desplazándonos por entero
a otros tiempos y lugares, tendremos alguna oportunidad de ente­
rarnos de algo.
Pero, por otra parte, a esa clase de autoconciencia que soporta
tanto las ciencias históricas como el historicismo en las ciencias ha­
bría que preguntarle a su vez si en realidad es correcto presuponer
que, para poder descifrar el sentido oculto de lo extraño, hay que
acercarse a ello como si nosotros no fuésemos nadie. Hay que pre­
guntarse si después de 1800, por poner una fecha, eso no será tan
poco correcto como sin duda lo era antes de 1800, cuando todavía
se vivía sin solución de continuidad con el Cristianismo y la Edad
Antigua.

125
a p o r t a c i o n e s a la h is t o r ia u n iv e r s a l del p e n s a m i e n t o

¿Hasta qué punto no nos está sosteniendo la filosofía antigua


como una especie de tradición subterránea? ¿Hasta qué punto nues­
tras preguntas y nuestra capacidad de entender no están condiciona­
das por nuestra pertenencia a esa tradición? ¿Podemos realmente
permitirnos una posición libre o neutral respecto de ella, como si
fuese para nosotros algo ajeno?
Plantear las cosas así implica ya reconocer que no es lo mismo
preguntarse por Platón o Aristóteles desde Europa, y desde la cultu­
ra humana europeizada de nuestros tiempos, que salir al encuentro
de textos procedentes de otras culturas distintas. Entre nosotros y
los griegos hay una cierta continuidad de cuya naturaleza nosotros
mismos no somos plenamente conscientes; la Ilustración de la Edad
Moderna, con su nueva atención hacia la historia, nos remite a la
Reforma protestante, ésta nos remite a la tradición cristiana de la
Edad Media, y ésta, a su vez, a través de san Agustín, nos conecta
con la Antigüedad tardía. Nadie puede imaginar en serio que es
capaz de leer a Platón sin oír al mismo tiempo una lejana voz oculta
de san Agustín, aunque en su vida haya leído una sola línea de éste.
Pero por detrás de san Agustín están los autores griegos tardíos, la
llamada filosofía neoplatónica, Plotino, ese extraño genio que reno­
vó de arriba abajo el platonismo en la Antigüedad tardía. En él todo
lo que es de Platón suena ya extrañamente distinto de lo platónico.
Así que nos enfrentamos con la exigencia hemenéutica de activar en
nosotros la historia efectual de Platón cada vez que intentamos acer­
carnos a él.
Y esto es tanto más cierto cuando intentamos comprender qué
significa para nosotros la filosofía griega en su conjunto. No sólo
tenemos que vérnoslas en ese caso con la tradición platónica, que ha
sobrevivido en la mística y el espiritualismo, y con la aristotélica,
que a través del mundo latino llega hasta el neotomismo de nuestros
tiempos. Hay otras dos formas más o menos olvidadas del pensa­
miento griego que sin embargo conservan una masiva presencia en­
tre nosotros. Está, por una parte, la Stoa con su filosofía moral, que
predica la entrega al curso de la naturaleza y a lo inquebrantable de
sus leyes en una disposición de digna contención, y que es lo que en
realidad ha acuñado en su conjunto la actitud de fe en la investiga­
ción moderna de la naturaleza. Y está finalmente el ateísmo epicú­
reo, al que no sin motivo dedicó Karl Marx su tesis doctoral. Claro
está que no sabemos hasta qué punto sigue viva esta tradición. En
general un investigador de ciencias naturales no sabrá qué es un
estoico, y muy pocos de entre los ateos actuales pueden saber que su
ateísmo procede en último extremo del epicureismo; y no digamos

126
EL SIGNIFICADO ACTUAL DE LA FILOSOFIA GRIEGA

nada de las tradiciones platónica y aristotélica, que soportan y do­


minan en la práctica el conjunto de nuestro idioma conceptual. No
tendría sentido plantearnos todo esto como una tarea de investiga­
ción histórica. Pero sí lo tiene ser conscientes de que todo esto sigue
siendo de algún modo operativo en nosotros cada vez que intenta­
mos descifrar la primera línea de cualquier pensador griego.
Sólo desde fines del siglo x v iii hemos empezado a proponernos
reencontrar directamente las ideas originales de los pensadores grie­
gos. Fue sobre todo la renovación del movimiento flosófico desen­
cadenada por Kant la que produjo, en Hegel y en Schleiermacher, a
los primeros grandes lectores de la filosofía griega. No es ninguna
casualidad que la traducción de Platón al alemán, la primera com­
pleta a una lengua europea moderna, fuese obra de Schleiermacher.
Y podemos afirmar sin temor que Hegel es el verdadero descubridor
de los diálogos tardíos de Platón. Suyo es el mérito de habernos
convencido a todos, en el marco de su propio pensamiento, de que
en diálogos como el Parménides no estamos ante juegos dialécticos
ni ante místicas filosóficas más allá de la filosofía en sentido estricto,
sino que se trata de una parte nuclear de todo pensamiento filosófi­
co, que ningún pensador podría considerar que le es ajena. Suya es
también una frase famosa: «No hay una sola proposición de Herá-
clito que yo no haya acogido en mi lógica». Hegel tomó sistemática­
mente a Platón y a Aristóteles como interlocutores en su propio
diálogo dialéctico. Lo suyo es, pues, un redescubrimiento filosófico,
cuyo primer paso es justamente la vuelta a los textos griegos. Así
que por mucho que transformemos la anónima influencia de la tra­
dición filosófica antigua entre nosotros en pura conciencia histórica
de la misma, o mejor: por muy atentamente que la conciencia histó­
rica se fije en esa tradición, lo que nunca aportará es una verdadera
conciencia de la extrañeza.
La gran expansión de la investigación histórica fue, pues, el
fruto de este doble encuentro, hecho tanto de tradición como de
reconstrucción histórica. Sin embargo, en el terreno de la filosofía,
la investigación no fue nunca sólo historiográfica. Recuerdo, por
ejemplo, a Kierkegaard, que abjuró de la dialéctica de Hegel apelan­
do justamente a la filosofía griega, a Sócrates y al principio de la
ironía. Como escritor cristiano, lo que Kierkegaard consideraba más
genuino entre los griegos era la dialéctica existencial; es desde ella
desde donde ataca a la dialéctica hegeliana, acusándole de evitar las
disyunciones y de corromper la ética.
Pero ni la propia investigación histórica fue tampoco meramen­
te cosa de «anticuarios»: mencionemos simplemente nombres como

127
a p o r t a c i o n e s a la h is t o r ia u n i v e r s a l d el p e n s a m i e n t o

el de Trendelenburg, Zeller o Dilthey. Incluso los grandes logros de


la historiografía católica de la filosofía, sobre todo de Baeumker y su
escuela, persiguen en el fondo un interés temático. Y no digamos
nada de la Escuela de Marburgo. Mi propio profesor Natorp era
uno de los mejores conocedores de la filosofía griega. Para todos
ellos Platón era el precursor de Kant. Y finalmente con Heidegger el
diálogo con los filósofos griegos entra en una nueva fase. Todos los
citados confirman que volver a salir al encuentro de la filosofía
griega es reencontrarse consigo mismo, y no sólo con algo que ha
sido, sino con algo en lo que hay un contenido de verdad. Quisiera
mostrar con un par de ejemplos la actualidad de lo que sale a nues­
tro encuentro en los textos de la filosofía griega.
Voy a empezar por un punto que para muchos tal vez sea el más
difícil, pero que resultará de una evidencia cegadora para cualquiera
que esté familiarizado con los textos griegos originales. M e refiero a
la relación entre palabra y concepto, una relación que es la clave de
la incomparable actualidad que se le impone a cualquiera que lea los
textos griegos. Nos hallamos todavía lejos de ese idioma conceptual
firmemente estructurado en el seno del cual hacemos uso ahora de
los conceptos filosóficos, y que ha adquirido su cristalina organiza­
ción interna en virtud de la superposición de los más diversos estra­
tos a lo largo de la tradición histórica. En particular no ha tenido
lugar todavía la traducción latina, que significará para los conceptos
griegos una radical transformación de su aura. ¡Qué cosa tan distinta
decir essentia en vez de ousíal Y lo mismo se aplica a la traducción a
las lenguas modernas, cuyos conceptos filosóficos están ya conside­
rablemente condicionados por la mediación del latín. De modo que
en Grecia no existía aún el tipo de relación con los conceptos que
desencadenó en la Edad Media la discusión sobre los universales,
hasta llegar al triunfo definitivo de la tesis de que los conceptos son
creaciones de nuestro espíritu, con cuya ayuda comprendemos el
mundo que sale a nuestro encuentro en la experiencia.
¿Es el concepto* un con ceptas! Ya el denominado conceptualis­
mo enseñaba que el lenguaje de la filosofía (como todo lenguaje en
realidad) es un sistema de signos, y que su funcionamiento consiste
en usar los signos para designar. Esta manera de ver las cosas se basa
en el prejuicio de que lo que se trata de comunicar por ese procedi­
miento es algo que se percibe, y que está determinado en sí mismo
al margen del modo como se lo designa. Pues la esencia de todo

* El autor se sirve aquí del término alemán Begriff, con lo que la frase suena
menos tautológica. (N. de los T.)

128
EL SIGNIFICADO ACTUAL DE LA FILOSOFIA GRIEGA

verdadero lenguaje de signos es que lo que se conoce y comunica a


otros queda fijado, y se hace comunicable, gracias al uso de los
signos. ¿Pero existe tal cosa en la filosofía? ¿Hay algo en la filosofía
que se conozca de esa manera, y que pueda ser comunicado hacien­
do uso de signos cualesquiera? ¿Y qué cosa comunicable de este
modo sería la filosofía?
Es un ingenuo malentendido, enraizado ciertamente en el uso
habitual del lenguaje, decir «elijo este concepto». Nadie elige los
conceptos que usa. Son los conceptos los que nos han elegido a
nosotros hace mucho. En esto estriba la verdadera esencia del len­
guaje. Decimos: «Elijo una palabra, pero todo el mundo sabe ya lo
que significa». Si uso, por ejemplo, la expresión «Quisiera elegir la
palabra apropiada para esto», es que quizá tengo la cosa muy en
concreto ante mí, pero soy consciente de que la palabra que elijo no
es más que un tanteo impreciso; y si quiero que me entiendan real­
mente — y si yo me entiendo a mí mismo realmente— , entonces
tengo que procurar hacer hablar a la cosa para la que he «elegido» la
palabra por medio de intentos de explicarla que no he elegido toda­
vía, y que parecen querer imponerse por sí mismos. Mientras siga­
mos creyendo que elegimos la palabra, es que no hemos encontrado
todavía la que necesitamos: la palabra apropiada no se nos ha ocu­
rrido aún, no ha venido a nosotros.
Pues bien, lo que distingue a la filosofía griega es que en ella las
palabras mantienen todavía un camino abierto y no constreñido
entre la lengua viva y su uso filosófico. Todo es en ella todavía
lenguaje con un potencial expresivo inconsciente aún, y que se abre
de golpe en una u otra dirección, ofreciendo a la reflexión oportu­
nidades nuevas de significación. El mejor ejemplo de este hecho,
que es común a todos los textos de la filosofía griega, se encuentra
sin duda en Aristóteles, que dedica un libro entero de su M etafísica,
el famoso catálogo de conceptos del libro Delta, a la pregunta ¿p o -
sachos légetai?, y que investiga el pos légom en, «¿cómo hablamos?».
Aristóteles no se limita aquí a detectar equívocos, sino que explora
todo el espacio significativo de un concepto a base de distinciones.
Por ejemplo: ¿de cuántas maneras se usa, o se habla de, la palabra
ou sía? La enorme diferencia frente al uso escolástico de essentia es
que en griego ousía es una palabra del vocabulario vivo de la lengua,
que significa más o menos el patrimonio, todo cuanto forma parte
de la unidad doméstica: casa, graneros, vacas, aperos y las personas
que trabajan para la familia. Todo eso es ou sía, y sólo cuando se
tiene la experiencia viva de todo ello — lo que para un griego era lo
natural— se puede entender también la clase de expresión filosófica

129
APORTACIONES A LA HISTORIA UNIVERSAL DEL PENSAMIENTO

que es ousía en relación con la pregunta por el ser: es algo que está
ahí tan segura y naturalmente como el propio patrimonio. Es Hei-
degger quien nos ha enseñado a ver las cosas así.
Así son las cosas entre los griegos siempre que hacen filosofía, y
es eso lo que presta su inconfundible sello a todas y a cada una de
las frases de un texto filosófico de los griegos. Se puede explicar o
hacer comprender cada frase partiendo simplemente de las palabras.
Basta con hacer explícito el horizonte que viene dado con cada pa­
labra para dar con el íopos, con lo que en alemán llamamos «el giro
particular» (.Die besondere Wendung), que es lo que importa para la
idea filosófica, o sea, para el autor de la frase, dentro de su horizon­
te de significaciones. El concepto sigue estando así vinculado retro­
activamente a las posibilidades semánticas abiertas de palabras del
lenguaje que irradian más allá de cualquier determinación; no es un
signo suelto, basado en convenciones. Es como seguir pensando
desde una intuición, desde una perspectiva sobre las cosas, que han
hallado para nosotros gentes más sabias que nosotros, las generacio­
nes que en definitiva han ido conformando el lenguaje humano.
Hay, pues, una diferencia que no se puede ignorar entre el in­
tento de interpretar una frase de Platón o de Aristóteles y el de
hacerlo con una de Kant o Leibniz. En el caso de estos últimos no
tengo más remedio que remitirme a todo un sistema conceptual e
introducirlo en la interpretación. Pues ahí cada frase con sus con­
ceptos está entretejida en un todo que no tenemos como tal ante
nuestros ojos. En griego en cambio el todo está presente en todo
momento gracias al idioma. El significado de cada palabra se deter­
mina en cada momento por el conjunto de la lengua natural habla­
da, y ésta, como todas, nos permite ver el todo. Ya el latín de un
Cicerón o de un Séneca, más aún el de Tomás de Aquino o el de
Leibniz, o el préstamo lingüístico usado terminológicamente por
Kant, no son lenguaje en este mismo sentido. Aquí las palabras que
significan los conceptos se introducen en un idioma desde un nexo
propio. Devolverles la potencia evocadora propia del lenguaje como
tal constituye una tarea especial y compleja que el pensamiento
moderno no puede por menos de hacer suya.
La cercanía al idioma vivo que posee la filosofía griega no impli­
ca sólo una ventaja pedagógica. La ventaja es también filosófica, ya
que la filosofía griega resulta estar haciendo desde el principio lo
que en nuestra civilización constituye una tarea cada vez más difícil:
devolver a los sistemas de símbolos, creados por las ciencias moder­
nas para gobernar el mundo y la naturaleza, una comprensión viva.
La ciencia se las ha arreglado para someter el mundo a sus cálculos,

130
EL SIGNIFICADO ACTUAL DE LA FILOSOFÍA GRIEGA

para disponer cuantitativamente de él gracias al método de la desig­


nación inequívoca y para subordinarlo a nuevos objetivos. Lo pro­
pio y característico de esta ciencia moderna es construir objetos
físicos como en la matemática, es decir, fijar objetos inequívocos
mediante cálculos, de manera que éstos permitan a su vez la inter­
vención humana y la transformación del mundo conforme a los
fines de los hombres. A eso lo llamamos «técnica». El mundo así
transformado se va elevando a nuestro alrededor e incrementa la
tensión entre la naturaleza sometida y su utilización artística para
esos fines humanos. Pues lo que es humano procede de hechos y
experiencias de nuestra vida que la ciencia no puede calcular ni
dominar por completo, pero que nosotros tenemos que tener cons­
tantemente en cuenta en nuestra convivencia social y familiar, en el
ordenamiento estatal y en el mundo de las experiencias religiosas.
Se ha instalado así entre nosotros una tensión entre un mundo que
dominamos, pero que cada vez nos resulta más ajeno, y una expe­
riencia del mundo que nos rodea como nuestro entorno más natu­
ral, y que nuestro lenguaje nos hace explícita. Esa tensión, que a
nosotros nos desgarra, para el pensamiento griego estaba como
quien dice neutralizada por la continua mediación que representaba
la cercanía del concepto y la palabra.
El segundo punto tiene que ver con la actualidad del pensamien­
to griego. La primacía de la res cogitans de Descartes, de la autocon-
ciencia como fundam entum inconcussum de toda certeza del cono­
cimiento, es un supuesto común a toda la filosofía moderna que se
extiende a todas sus escuelas, empiristas e idealistas, realistas, mate­
rialistas o positivistas. Cada vez somos más conscientes de este pro­
blema del subjetivismo moderno. Por ejemplo: ya no tenemos nin­
gún concepto del cuerpo*, porque todo aquello a lo que accedemos
a través de la ciencia fundada en el cartesianismo es corpus, es decir,
un objeto que está dado para nosotros de un modo que podemos
manejar con medios científicos. Pero está claro que cuerpo (Leib)
no es lo mismo que corpus. Y no es propio de la corporalidad huma­
na ese estar dado de esa manera objetiva que hace que los métodos
de medición cuantitativa expresen directamente algo sobre el cuer­

* La frase resulta incomprensible en la traducción porque para esta primera


designación el autor se sirve del término alemán Leib, distinto de Kórper. Leib desig­
na al cuerpo en su aspecto de experiencia viva de la propia corporalidad; un cadáver
no es un Leib muerto, sino un Kórper muerto. Así que lo que echa en falta el autor
es un concepto de la corporalidad viva, integrada en la idea misma de la personali­
dad; eso es lo que para él ha quedado enterrado al referir todos los aspectos de la
corporalidad a su condición material de objeto científico. (N. de los T.)

131
a p o r t a c i o n e s a la h is t o r ia u n i v e r s a l d el p e n s a m i e n t o

po y sus estados. El camino que media entre las obras standard de la


medicina y sus desviaciones, por un lado, y la salud y la enfermedad,
por el otro, es largo.
Otro ejemplo de problema central para la Ilustración moderna:
el de sociedad y Estado. ¿Cómo fundamentar ambos a partir del
supuesto de la autoconciencia como único fundam entum inconcus-
su m : como un gran mecanismo de muchas autoconciencias indivi­
duales, que se reúne para producir efectos de conjunto, de los que
cada uno ya no puede ser consciente? No, no puede ser una aprecia­
ción correcta de la esencia de sociedad y Estado entenderlos como si
todo ocurriese sin que nosotros lo sepamos, sin que nosotros poda­
mos concebirnos como parte de ellos. Y sin embargo es ésa precisa­
mente la esencia de la idea del mecanismo, al menos en la forma
clásica que alcanza en el siglo xvii: que cada factor individual pierde
toda su consistencia individual para perderse en el conjunto de to­
dos ellos.
En el campo del pensamiento sobre la sociedad y la comunidad,
este problema ha sido abordado por dos grandes pensadores moder­
nos, que sin embargo han contribuido más a plantear preguntas que
a ofrecer soluciones propias. Son, por una parte, Rousseau y, por la
otra, Hegel. Ambos tienen mucho que ver tanto el uno con el otro,
como los dos con el legado de los griegos. Rousseau, mirando en
parte a la cité antique y en parte a esa cité m od em e que se llamaba
Ginebra, proclama su idea de la volon té gén érale, un concepto de
voluntad común que no equivale a la suma de las voluntades auto-
conscientes de los individuos, y que no obstante sigue siendo volun­
tad. En el fondo el principio de la democracia moderna se basa en
eso: esa voluntad general es, también para el que no comparte el
parecer de la mayoría, su propia voluntad. Este es el sentido de la
aceptación de una derrota en las votaciones: no el de rechinar los
dientes mientras se discurre cómo triunfar la próxima vez desde la
oposición, sino el de preguntarse por qué la mayoría ha votado algo
distinto de lo que uno quería, y luego el de aceptar como parte de la
propia voluntad esa decisión, hasta tanto no ofrezca uno mejores
razones, capaces de convencer a la mayoría de lo atinado del propio
parecer.
El segundo pensador que ha afrontado este tema con nuevos
medios es Hegel con su teoría del espíritu objetivo. Su manera de
formular ese concepto es en sí misma un retorno a los griegos. Si
hay algo que ha caracterizado el pensamiento de la Edad Moderna
es que sólo cabe pensar el «espíritu» a partir de la subjetividad,
como una coincidencia de los sujetos individuales dentro de la di­

132
EL SIGNIFICADO ACTUAL DE LA FILOSOFIA GRIEGA

versidad. Pues bien, lo que Hegel propone con su doctrina del espí­
ritu objetivo es que existen formas- del espíritu que reconocemos
«como» tales, aunque nuestra conciencia subjetiva no las piense cons­
ciente y apropiadamente. Son, por ejemplo, las grandes institucio­
nes de la familia, la sociedad, el Estado, el derecho, el lenguaje, etc.
Y este giro de Hegel hacia el «espíritu objetivo», que está de hecho
en la base de todo el pensamiento político de los siguientes ciento
cincuenta años, es en el fondo una traducción del griego. No es que
contenga palabras griegas: «objetivo» es aquí un concepto latino, al
que se suma una idea del espíritu alemán, que ha incorporado con­
tenidos procedentes de la mística, pero que es en principio estoica y
luego neotestamentaria: pneúm a. Sin embargo la cosa misma es grie­
ga por entero, y eso significa que aquí la autoconciencia no goza de
ninguna primacía a la hora de determinar lo que es verdad y lo que
nos es común a todos.
Esto se pone de manifiesto ya en el hecho de que entre los
griegos la experiencia del mundo partía de algo distinto de la auto-
conciencia, cuando querían pensar en la unidad de lo unificado, del
pneúm a, lógos, noús. Todos estos conceptos apuntan finalmente al
de psycbé, el alma, la vuelta de uno sobre sí mismo: el alma tiene su
ser más propio en el volverse sobre sí misma. El pleno desarrollo de
esta reflexividad, que es lo que representa la autoconciencia, se pre­
para ciertamente entre los griegos, y en la Antigüedad tardía, por
ejemplo en san Agustín, se convierte en algo decisivo. Sin embargo
en el origen de la noción de psyché esto no está dado todavía; no
está en la experiencia griega de la vida y del ser hombre. Psyché es
más bien lo que caracteriza a todo lo que está vivo, y no el ser
pensante que es consciente de sí mismo. En cambio la distinción
cartesiana entre res cogitans y res extensa, que es la verdadera raíz
tanto de la filosofía como de la manera de orientarse en el mundo
propias de la Modernidad, es una idea que parte del otro extremo.
Psyché es el principio de la vida. Por eso es también el «espíritu
del crecimiento», la anim a vegetativa latina, pues cuando el organis­
mo vivo crece no se limita a incorporar una cosa a la otra, como se
acopla un cristal a otro o como los copos de nieve forman juntos
la masa de nieve. Crecimiento quiere decir más bien que un todo se
sigue construyendo e incrementando a sí mismo como tal todo.
Siempre que algo crece, hay una relación de algo consigo mismo.
Esto es lo que justifica que hablemos de psyché: en ella hay re­
flexión, retroproyección. Pero la reflexión no está limitada a la au­
toconciencia, y ni siquiera se da especialmente en ella. La autocon­
ciencia no es el punto de referencia con el que se caracteriza la vida

133
a p o r t a c i o n e s a la h is t o r ia u n i v e r s a l del p e n s a m i e n t o

orgánica mediante una referencia restrictiva a sí misma. Es más bien


al contrario: la autorreflexión se caracteriza como forma suprema
de manifestarse la autorreferencia de lo vivo a partir de su «unidad».
Por eso el Dios aristotélico es zo é y noús en uno. La forma suprema
del ser uno es el hacerse consciente de uno mismo, y por eso no hay
ahí dynam is alguna: no puede ser que ahí esté algo aún pendiente.
N oús es la forma superlativa del ser como unidad consigo mismo,
más que la planta, el animal y el hombre.
En esto estriba la actualidad de esta manera de ver las cosas, que
marca por cierto la dirección correcta para la crítica del concepto
del alma en la psicología moderna. La palabra inglesa behaviou r
señala hasta qué punto es equivocado hacer psicología a partir de la
conciencia; eso no ha sido sino una forma de dogmatismo introdu­
cida en la investigación sobre el ser humano por la autoconciencia y
su prepotencia. Ahora vemos claro que había una posibilidad mejor,
más comprensiva, de concebir y de pensar la unidad o el hecho de
que ésta se produzca, que la que podía ofrecer la noción de la uni­
dad de la autoconciencia. Lo que Hegel denominó «espíritu objeti­
vo», esta laboriosa y difícil paradoja a la que él llegó a través de la
dialéctica de la vida y de la autoconciencia, se aprehende en cambio
sin el menor esfuerzo si se parte de la unidad de lo vivo que se re­
fiere a sí mismo.
Pero también Aristóteles, pese a pertenecer a la escuela platónica
basada en la oposición entre noetrt y aisthánesthai, no tenía el menor
problema a la hora de describir los hechos, en lo cual seguía también
la pauta platónica. Podía afirmar que cuando vemos algo, sabemos
que estamos viendo, pero no porque al ver yo me refiera reflexiva­
mente al hecho de estar viendo. En esto no sólo era más libre la
lengua griega: también pensaba mejor. Veo que veo mientras veo, en
griego aísthesis aisthéseos. Que la reflexión acompaña al movimien­
to de la vida es algo que los griegos reconocen sin ambages. ¿Y no es
esto plenamente actual para nuestro propio pensamiento también?
Creo que éste es el único camino para aprehender apropiadamente
el fenómeno de la lingüisticidad, que hoy en día está tan en el centro
de la filosofía. El que habla se «sabe» hablando. Pero no aplica, como
un tema del que fuera consciente, las reglas de gramática y sintaxis
para producir discurso, sino que «sabe» lo que está bien y lo que no,
y no al modo del kn ow -how con el que el artesano bien instruido
realiza su obra, sino en virtud de la comunicación constante de su
experiencia del mundo, que no es un hacer sino una praxis.
El tercer punto al que me gustaría referirme tiene que ver con
la «pregunta por el ser», con el tema de la ontología. O quizá

134
EL SIGNIFICADO ACTUAL DE LA FILOSOFIA GRIEGA

debiéramos decir con Heidegger: con el tema fallido de la onto-


logía. Sea ello como fuere, podemos dar por sentado que a todo
comportamiento en relación con el mundo le subyace una cierta
manera de entender el ser, y que lo que hace la filosofía, mejor o
peor, es elevar ese entendimiento del ser a la condición de concien­
cia expresa. La ciencia moderna, que tan profundamente acuña
nuestro actual comportamiento en relación con el mundo, se basa
en un concepto del «ser» que implica que lo que hay queda some­
tido a un diseño calculador — en el sentido de las ciencias naturales
matematizadas— : el cálculo de los factores que determinan el curso
natural de las cosas, logrado mediante aislamiento y medición, fue
el camino por el que Galileo desarrolló la mecánica clásica. La
renuncia al conocimiento de cualquier «sustancia» demostró ser
una vía nueva de conocimiento del mundo, que permite llegar a
resultados precisos. Los «fenómenos» se vieron así rescatados en un
sentido completamente distinto del que en su momento exigía Pla­
tón a la astronomía de su tiempo, cuando presuponía axiomática­
mente la circularidad como forma del movimiento de los cuerpos
celestes: esto los hacía dominables gracias a una «construcción» a
partir de condiciones nuevas, sentadas autónoma y voluntariamen­
te. Con ello la esfera de lo «artificial» empezó a expandirse por el
ámbito de lo dado por la naturaleza, y así hemos llegado a la civi­
lización técnica mundial de ahora, que se extiende por encima de
todo lo natural. El orgullo de este acceso científico al mundo es su
objetividad: lo que se impone por cálculo tiene que estar «garan­
tizado», esto es, tiene que ser convalidable por la experiencia de
cualquiera. De este modo la objetividad de la ciencia, lo «sabedero»
(W issbarkeit), se convierte en el contenido básico de la compren­
sión predominante del ser, y arrastra consigo lo que es hacedero
gracias a que se saben las condiciones. Es verdad el objeto calcula­
do, esto es, la resistencia vencida.
Nadie dirá que esto esté pensado en griego, por mucho que re­
sulte inimaginable si no es sobre la base de la crítica aristotélica a la
doctrina platónica de las ideas, en especial sobre la base de su insis­
tencia en que lo que hay no es lo universal sino lo singular, tó tóde
ti. Tampoco sería imaginable este desarrollo sin el despertar del
saber en la ciencia griega, pero dentro del espíritu del arte griego.
Está claro que no es una idea griega la de que sólo conocemos lo
que somos capaces de producir. Al contrario: es la «naturaleza», el
orden de las cosas, lo que estamos en condiciones de conocer. Y
esto nos permite también comprender qué es téchne, como imple-
mentación de espacios dejados sin forma, como el saber de un etdos

135
a p o r t a c i o n e s a la h is t o r ia u n i v e r s a l del p e n s a m i e n t o

en té psyché que puede ser producido a partir del orden de las


configuraciones del mundo, o para introducirlo en él. Esto supone
vencer una resistencia; el etdos no puede manifestarse «en su pure­
za», pues es cosa de su manifestación el que eso no sea posible, tanto
en la naturaleza como en el arte. De este modo el diseño* produc­
tivo no se opone al ser, sino que lo acompaña y complementa:
ambas cosas son lógos, son ser que se expone y es expuesto, puesto
en el aquí. Y aunque le aceptemos a Artistóteles que «real» no es lo
universal, sino algo singular y determinado en cada caso, este algo se
verá siempre a la luz de su universalidad inteligible.
Con su nuevo camino filosófico Platón prepara en realidad el
camino para toda filosofía. Los pensadores e investigadores griegos
anteriores a él observaban el mundo en su conjunto de forma direc­
ta, y trataban de hacer proposiciones sobre él basándose en la de­
ducción o en la inferencia. Platón en cambio observa el conjunto de
nuestro discurso sobre el mundo: es su famosa fuga a los lógoi. Éste
es el gran quiebro de Platón. Todos nosotros nacemos y crecemos
dentro de un mundo ya interpretado lingüísticamente. Es cosa del
filósofo reflexionar sobre esa interpretación y proseguir el pensa­
miento en la dirección ya iniciada por el lenguaje, para la interpre­
tación de nuestra manera de ver el mundo. El filósofo no empieza
por lo primero, por un estado primigenio del todo del que no sabe­
mos nada, sino por lo último, por el ser de todo lo que sabemos, y
que tiene para nosotros la figura del mundo. De ése sabemos tanto
que estamos tan seguros de él como de cuantos saberes respaldamos
en nuestro discurso legitimador, porque los consideramos buenos y
por eso los hemos elegido, y los usamos como buenos y dignos de
ser usados cuando hablamos unos con otros.
¿Es esto posible? ¿Podemos abrirnos a todos nuestros conoci­
mientos a partir de un lenguaje limitado, finito, articulado contin­
gentemente en nuestra lengua materna, orientado según fines y sig­
nificaciones humanos; a partir, en suma, de nuestra manera de
entender el bien como ser? ¿Es esto posible? ¿Podemos permitirnos
fallar en esto? El presente, ese fugaz «ahora» entre el «ya no» y el
«pronto ya no», «posee un inaudito derecho» (Hegel) que pone lími­
tes a todo proyecto.
En su saber sobre el mundo los griegos no abandonaron nunca
la patria de su idioma; experimentaron así el mundo siempre como

* Gadamer se sirve aquí del término heideggeriano Entwurf, traducido por


Gaos como «proyecto», para poder oponerlo así al «estado de yecto» o Geworfenheit.
(N. de los T.)

13 6
EL SIGNIFICADO ACTUAL DE LA FILOSOFIA GRIEGA

algo familiar. Y pagaron su precio por ello: no fueron capaces de


crear por sí mismos la modernidad que ellos mismos prepararon.
Pues, con todo su querer saber, no dejaron de pensar el mundo
como algo familiar, y de pensarlo así hasta el final. Del mismo modo
que nosotros actuamos guiándonos por objetivos, esto es, con la
mirada puesta en lo que ha de ser, el mundo en su conjunto era para
Aristóteles así. La piedra cae hacia abajo porque quiere llegar abajo,
o sea, porque su lugar está abajo. Si está arriba, es que algo le está
impidiendo por la fuerza que esté donde tiene que estar. Por raro
que esto suene a unos oídos modernos: un conocimiento de la natu­
raleza de esta clase encaja sin fisuras con el conjunto de nuestra
orientación práctica en el mundo, o mejor dicho : lo que estamos en
condiciones de hacer, todo el dominio de lo artificial, de lo que
sabemos hacer, se integra en el conjunto de un mundo nuestro orga­
nizado por sí mismo, de acuerdo con su naturaleza. La «imitación»
de la naturaleza guía aquí también las creaciones más humanas, como
es la organización de la polis.
Por irrepetible e insatisfactorio que nos parezca un conocimien­
to de la naturaleza, o una investigación de la misma, de carácter
teleológico, es un hecho que siempre se nos plantea una tarea de esa
clase. La ontología griega pensaba el ser no como un «eso de ahí»
ajeno, como un objeto que opone resistencia, sino que contemplaba
todo cuanto es a la luz de su universalidad esencial y familiar. De ese
modo el pensamiento griego se coloca no sólo a sí mismo, sino
también a una humanidad fundada en el progreso de la ciencia, y
que se ha abierto en dirección a un poder y a un hacer indefinida­
mente progresivos, ante los patrones que el orden previo de la natu­
raleza impone para el ser y el permanecer de todo. En la era en la
que empieza a dominarse la tierra entera esa conciencia de los lími­
tes que se le imponen al hombre como tal, la que enseñaban los
griegos, apenas puede considerarse como una reacción romántica:
más bien parece una nueva Ilustración.
Y finalmente un último tema en el que el pensamiento griego
puede todavía señalar el camino adecuado al pensamiento moder­
no: la relación entre ética y política. En la historia de la ética distin­
guimos entre ética social e individual. Sin embargo la moderna ética
social, que intentamos fundamentar por medio de la ética indivi­
dual, no es en general más que una extrapolación a partir de los
planteamientos de esta última. El gran problema de la ética moder­
na es sin duda éste: la dificultad, por no decir la imposibilidad, de
pasar de la moralidad, por la que el individuo se vincula a obligacio­
nes y a su conciencia, a una verdadera ética social.

137
APORTACIONES A LA HISTORIA UNIVERSAL DEL PENSAMIENTO

Kant desarrolló con cabal clarividencia el principio de la mora­


lidad como una especie de obligación incondicional que no se da en
ninguna otra parte. Todas las demás posibilidades de actuar son
relativas y condicionadas. Si quiero alcanzar un objetivo, tengo que
elegir los medios. Si elijo los medios equivocados, marraré el objeti­
vo. Así que decimos: si quiero conseguir tal o cual cosa, tengo que
hacer absolutamente esto o lo otro. Pero esto no es realmente absoi-
luto, pues no me es absolutamente necesario querer conseguir tal o
cual cosa. A esto Kant lo llama imperativos técnicos o hipotéticos.
Pues bien, Kant critica bajo este punto de vista toda la ética antigua,
a la que, a semejanza de la del racionalismo del siglo xviii, califica de
eudemonista, ya que para ella el objetivo último de la vida y el
comportamiento humanos reside en la felicidad. Al margen de cómo
se lo haya desarrollado en concreto en cada caso, para él la funda-
mentación del ser honrado, del ser una buena persona, se había
basado siempre en definitiva en una especie de filosofía de la felici­
dad. La idea sería que es feliz quien se somete a las normas vigentes,
ya sean las de la «naturaleza», ya las de la sociedad, y las reconoce.
Y ésta sería también la fundamentación última del «deber ser»: el
actuar correctamente se fundaría en la esperanza de alcanzar así la
felicidad. Esto es lo que Kant llama eudemonismo.
Para él es una desnaturalización del verdadero principio de la
moralidad, consistente en la obligación incondicional de hacer lo
correcto, procure o no la felicidad. Kant agudiza este concepto de la
moralidad hasta el límite del conflicto entre el deber y la apetencia.
Incluso llega al extremo de aventurar la inaudita frase de que sólo
una acción contraria a las propias apetencias puede ser éticamente
buena. Lo absurdo de semejante frase es uno de los problemas que
siguen abiertos en la interpretación de Kant. Schiller se permitió
versificar un dístico burlesco sobre ella, aunque hay interpretaciones
con más sentido que ésa. Lo que en cualquier caso es claro es que el
principio de la filosofía moral es que yo tengo que querer ser y ser
de hecho consciente de mí mismo y de mi certeza al actuar. Si se
parte de aquí, no hay problema en afirmar que cuando actúo en
contra de mis apetencias, mi acción posee una cierta prioridad me­
todológica para la reflexión. Si en una determinada situación me
resulta condenadamente difícil hacer lo que considero correcto, ni
los demás ni yo mismo podremos sospechar que en realidad lo hago
simplemente por gusto. La reflexión moral* esto es, la autoconcien-
cia en su forma práctica, la conciencia moral o como se la quiera
llamar, es, pues, la base de la ética kantiana.
Si dirigimos ahora nuestra atención hacia la filosofía griega, creo

138
EL SIGNIFICADO ACTUAL DE LA FILOSOFIA GRIEGA

que el reproche de eudemonismo que le hace Kant, tanto a ella


como en realidad a toda la filosofía moral anterior a él, no está
justificado. Como alumno de Platón, y por lo tanto indirectamente
de Sócrates también, Aristóteles está ya muy por encima de una
tradición moral que se limitaba a justificar su esquema de valores
por la simple fuerza normativa de lo social y por las expectativas de
felicidad que se asociaban a ella con toda naturalidad. Ésta había
sido en efecto la base de la ética aristocrática de los griegos, que
pasó luego a los patricios de la polis y finalmente a la democracia
urbana. Los valores tradicionales que presidían la vida práctica en­
tre los griegos, lo que se conoce como las virtudes de los griegos, y
que todo el mundo tenía presentes, ejemplificados con el valor de
un Aquiles o la astucia de un Ulises, para Aristóteles, que en esto al
menos sigue siendo socrático, no son ya paradigmas coercitivos del
comportamiento socialmente correcto. Se hace preciso añadirles ló-
gos, comprensión, conocimiento de sí, conocimiento del derecho
por lo menos.
Menciono adrede lo del «conocimiento de sí», que es algo que
no siempre está al alcance del hombre en cualquier situación. Y la
única situación en la que es posible no puede ser producida a su vez
en virtud del conocimiento de sí. Es lo que enseña el famoso ejem­
plo de Aristóteles: si alguien mata a otro estando ebrio, ¿es o no es
culpable? Se trata del conocido problema de la atribución de res­
ponsabilidad. La respuesta de Aristóteles será: ¿Qué necesidad tenía
de emborracharse? Es decir: en el momento del ataque él no está en
sus cabales, pero nunca deja de ser responsable de su ser y estar en
su conjunto. No debería haberse colocado en una situación en la
que su juicio sobre lo que está bien y lo que está mal iba a quedar
enturbiado, de modo que corriese el riesgo de ser dominado por sus
afectos y cometer un crimen.
El ejemplo ilustra bien la manera como Aristóteles busca un
equilibrio entre la moral tradicional, basada en simples convencio­
nes, y el lógos socrático: está claro que para él es obligado rendir
cuentas. Se actúa sobre la base de opciones conscientes, de decidirse
por hacerlo así y no de otro modo. Es así como se opta por lo que
se juzga correcto. Pero para que mi acción se deba a un conocimien­
to realmente correcto, de modo que esté en condiciones de justifi­
carla, tienen que estar dadas previamente ciertas condiciones éticas.
Que es como decir: la moral es «ética». Este término, elevado por
Aristóteles a la condición de concepto, contiene en realidad toda la
verdad aristotélica. Ética no es sólo el comportamiento correcto, ni
tampoco el conocimiento de lo correcto, sino que al ethos le es

139
a p o r t a c i o n e s a la h is t o r ia u n iv e r s a l d el p e n s a m i e n t o

inherente el momento de la habituación, del llegar a ser como se es


por comportarse repetidamente de una cierta manera. Si uno es un
alcohólico, no puede decir de repente: ya no bebo una gota más. No
hay más que recordar hasta qué punto las adicciones se han conver­
tido en la actualidad, por obra de las drogas químicas, en una atroz
realidad. Lo terrible de la adicción es justamente que el adicto se
encuentra en un estado que no le permite responsabilizarse de lo
que hace. Hemos visto sin embargo que todos somos responsables,
pese a todo, de los supuestos y condiciones previos bajo los cuales es
posible actuar y decidir responsablemente. En esto se es responsable
sobre todo ante uno mismo. No se tiene derecho a responsabilizar a
los demás de las consecuencias.
Pero al mismo tiempo todos somos portadores solidariamente
de esa clase de responsabilidad de los unos para con los otros. Acti­
varla es lo que llamamos «política». La política se basa en que nadie
vive según su conciencia en aislado y sólo para sí, de manera que
nadie puede crear por sí solo sus propias condiciones para una ac­
tuación responsable. Tal cosa sólo es posible en el marco de la
convivencia bajo un ordenamiento compartido. Nadie se construye
su propia vida siguiendo un plan libremente elegido. Empezamos
careciendo de entendimiento, y se nos educa. Ahora sabemos que en
el curso del primer año de vida tiene lugar la mayor parte de las
decisiones que forman el carácter desde fuera, como influencia del
entorno sobre los factores genéticos del organismo humano. Los grie­
gos también sabían algo de esto. Toda nuestra manera de ser confor­
mados por el ethos, por la habituación y la práctica, por la vida en la
familia (y en la calle, lo que en Atenas no se puede ignorar, pues
la familia no consistía en una intimidad tan cerrada), el conjunto de
nuestras instituciones políticas, jurídicas y económicas, todo eso crea
las condiciones bajo las cuales yo llego a encontrarme en situación de
tomar mis decisiones, mis prohaíresis, como dice Aristóteles.
El análisis del fenómeno moral, como vieron los griegos con
toda claridad, arroja como resultado que la «política» no es la ex­
pansión de la ética individual a lo social, sino un factor esencial de
toda ética. En su E tica a N icóm aco Aristóteles da por sentado que el
horizonte lógico y natural de toda filosofía práctica es el hecho de
que la «ética» sólo alcanza su cabal cumplimiento en la política.
Tampoco es posible enfocar adecuadamente la teoría de la vida
práctica del hombre si no es comprendiendo cuál es la esencia co­
rrecta del Estado y del ordenamiento estatal.
Un ejemplo del enorme significado de este marco «político» de
la ética aristotélica nos lo proporciona el papel que desempeña la

140
EL SIGNIFICADO ACTUAL DE LA FILOSOFÍA GRIEGA

amistad dentro de ésta. Tres de los doce libros de su Ética están


dedicados ai tema de la amistad. Ningún tema de filosofía práctica
ha sido abordado por él de modo tan por extenso como éste — y, a
juzgar por las noticias indirectas que tenemos,, no es el único— .
¿Qué es amistad? Seguramente no una cuestión de comportamiento
individual. No sería un pensamiento verdadero decirse: ¿en qué le
afecta al otro el hecho de que yo lo ame? La esencia de la amistad es
otra cosa. Como advierte Aristóteles con toda razón, no es posible
ser amigos si no se da una cierta comunidad de vida. La amistad,
con todos sus matices y grados, es una forma de convivencia, sea
cual sea el terreno en el que se mueva, de tal modo que la amistad va
mucho más allá de lo que se refiere a mi propio carácter y de aque­
llo respecto de lo que yo debo rendir cuentas; cómo he llegado a ser
el que soy, por educación, aprendizaje e influencias de todo tipo
procedentes del entorno, de manera que en una situación concreta
sea capaz de decidir, a la hora de actuar, lo que está bien y lo que
está mal sin que se me enturbie la visión, como al borracho que en
el momento se deja dominar por sus afectos: todo esto está, en
definitiva, en mí. La amistad sin embargo va más allá. Pues es evi­
dente que la amistad depende también de otros, así como de todo lo
que denominamos kairós, o, con un término latino, «constelacio­
nes». La amistad forma parte de aquello sin lo cual la vida no es
soportable: nadie puede ser feliz sin amigos.
Basta con que retengamos una noción suficientemente amplia
de la amistad para que el tema nos concierna también a nosotros.
¿Estaríamos en condiciones de hacer lo correcto si estuviésemos
totalmente solos? Más aún: ¿habría felicidad en ello? Claro está que
no se puede reprochar a nadie que no tenga amigos si, por ejemplo,
los ha perdido porque han muerto. Todas las personas mayores se
van quedando solas, y a nadie se le puede imponer la amistad como
un deber. Pero esto es lo que Aristóteles comprendió bien: que la
vida humana depende de condiciones que no están bajo nuestro
control. Por eso tiene también razón cuando afirma: una vida com­
pleta, una vida de la que se pueda decir que está bien, es una vida
con amistad, felicidad familiar y lo que él llamaba ektós choregta,
esto es, los medios materiales de subsistencia. Bajo cualquier condi­
ción es verdadera la frase de que la felicidad en el pleno sentido de
la forma griega de concebir la vida correcta, aquel al que tiene sen­
tido decir «sí», implica la satisfacción de las necesidades externas de
la vida. Pues no hay felicidad sin lo que llamamos kalórt, lo bello,
ciertamente innecesario para la subsistencia pero indispensable para
vivir en el pleno sentido de la palabra.

141
a p o r t a c i o n e s a la h is t o r ia u n i v e r s a l d el p e n s a m i e n t o

Quisiera, pues, defender frente a la crítica kantiana el horizonte


de la eudaim onta, tal como lo desarrolla Aristóteles, y señalar que la
ética griega no colocaba la actuación correcta bajo la condición de
las expectativas de felicidad, sino bajo las condiciones de una co­
rrecta configuración de la realidad. Por poco ideal que sea la reali­
dad de nuestra vida, tiene que ser al menos tal que haga posible
decir «sí» a esta vida: eudaim onta. ¿No es verdad esto? ¿Y no lo es,
incluso desde los patrones más severos de la filosofía moral, y for­
mando por lo tanto para todos nosotros una obligación política? Si
secundamos a los griegos en esta manera de pensar, ¿no habremos
llegado justamente a nosotros mismos, esto es, al futuro humano de
todos nosotros?

142
10

EL FUTURO DE LAS CIENCIAS DEL ESPÍRITU EUROPEAS

Lo que llamamos en Alemania «ciencias del espíritu» no tiene un


equivalente exacto en otras lenguas europeas. En Francia se habla
de las lettres, en los países angloparlantes de m oral Sciences o huma-
nitiesy etc. Pero, aunque falten los correlatos léxicos exactos, se
puede afirmar sin duda alguna que las ciencias del espíritu, en su
conjunto, desempeñan un papel especial y muy intensamente com­
partido en todos los puntos de la variada geografía europea. Esta
comunidad no radica en el hecho de que Europa sea un conjunto
multilingüístico, compuesto por las más variadas culturas idiomáti-
cas nacionales. Siempre que se mire al futuro del mundo y al papel
que puede desempeñar en él la cultura europea a través de sus cien­
cias del espíritu, habrá que empezar por recordar que esta cultura
europea es un tejido multilingüístico. Para las ciencias naturales se
puede vaticinar un futuro con un idioma unitario. En el caso de las
ciencias del espíritu las cosas parecen diferentes. Es algo que se
empieza a advertir ya en la actualidad. Para comunicar los resulta­
dos más importantes de su trabajo, la investigación en ciencias natu­
rales se sirve del inglés, como idioma más o menos unitario. Puede
que en los países del Este esto no se haya generalizado todavía. Sin
embargo hay motivos ya ineludibles que a la larga impondrán esa
lengua de intercambio científico, entre ellos la interdependencia y la
plena comunidad de intereses entre los pueblos en materia de inves­
tigación científica de la naturaleza.
En las ciencias del espíritu en cambio las cosas tienen otro as­
pecto. Se podría afirmar incluso que la multiplicidad de lenguas
nacionales de Europa está íntimamente entretejida en la historia con

143
a p o r t a c i o n e s a la h is t o r ia u n i v e r s a l d el p e n s a m i e n t o

la existencia de las ciencias del espíritu y su función en la vida


cultural de la humanidad. No es imaginable que, por práctico que
resultase, este mundo cultural pudiese llegar a ponerse de acuerdo
en una sola lengua de intercambio internacional para las ciencias del
espíritu, como la que hace ya tiempo se ha abierto camino en las
ciencias de la naturaleza. ¿Por qué? Responder a esta pregunta es
hablar de lo que son hoy en día las ciencias del espíritu y lo que
pueden significar para el futuro de Europa.
Deberíamos empezar por preguntar cómo se han llegado a cons­
tituir estas ciencias del espíritu. Al hombre no le es dado asomarse al
futuro. Cada vez que creemos poder hacerlo en alguna medida,
tenemos que contar con el misterio de la libertad humana, cuyo
potencial irrumpe una y otra vez con sorpresas. En la medida en que
las predicciones y la previsión son cosas sensatas y bien fundadas,
y no un puro sueño acrítico de la exploración científica del futuro
— y esos sueños no se vuelven más originales porque se autodenomi-
nen «futurología»— , las ideas sobre el futuro nunca podrán basarse
en otra cosa que en las ideas sobre el pasado. Esto es de una necesi­
dad científica evidente. De modo que sólo podremos preguntarnos
qué será de Europa en el futuro, o mejor, qué es Europa en el
presente, si empezamos por preguntarnos cómo ha llegado Europa
a ser lo que es.
Si se habla del papel de la ciencia en el futuro de Europa creo
que hay que partir de un principio totalmente evidente, y es que lo
que define prácticamente a Europa es la figura de la ciencia. La cien­
cia ha determinado la esencia y el curso de Europa en la historia, e
incluso los límites de lo que llamamos lo europeo. Esto no quiere
decir que otros ámbitos culturales no hayan hecho aportaciones im­
portantes a determinados dominios del conocimiento científico del
mundo, o que no hayan desarrollado tradiciones que aún siguen vi­
vas. Baste recordar todo lo que la incipiente ciencia griega heredó
del Próximo Oriente o de Egipto. Pero lo que se puede afirmar sin
restricciones es que en Europa la ciencia adoptó la forma de un edifi­
cio cultural autónomo y dominante. De un modo especial la llamada
Edad Moderna de la historia universal está determinada de la mane­
ra más evidente en su cultura y en su civilización por la ciencia. Y el
papel predominante de la ciencia en nuestra cultura ya tampoco se
limita a Europa: la revolución técnica e industrial recubre ya con
intensidad creciente el mundo entero. La ciencia y la investigación
modernas, el sistema educativo y el sistema universitario se atienen
en todas partes al modelo europeo o a su forma americana: todo
esto es consecuencia de la ciencia europea. Y ésta es una constata­

144
EL FUTURO DE LAS CIENCIAS DEL ESPIRITU EUROPEAS

ción enteramente independiente de cómo se juzguen las perspectivas


de futuro de una humanidad dominada así por la ciencia y su aplica­
ción técnica. Nuestra actitud es, pues, la del principio de que es el
nacimiento de la ciencia lo que ha dado su forma a Europa.
Vale la pena considerar con un poco de detenimiento la singu­
laridad de este proceso. Es seguro que nunca ha existido una cul­
tura en la que no se haya administrado y transmitido algún tipo de
«ciencia» nacida de la experiencia. Pero no lo es menos que no hay
ninguna otra cultura en la que, dentro de la variedad de las creacio­
nes culturales del hombre, la ciencia haya tenido un predominio
semejante. Tiene así un enorme significado el que sólo en Europa se
haya producido una diferenciación y una articulación de modalida­
des del saber y del querer saber como la que se refleja en los concep­
tos de religión, filosofía, arte y ciencia. En otras culturas, incluso en
algunas que han alcanzado un alto grado de desarrollo, no existe un
correlato originario de este hecho. Esas cuatro designaciones dan
expresión a una manera de pensar que es europea hasta la médula.
En vano buscaríamos estas categorías, que para nosotros son tan
naturales, en tradiciones diferentes; de nada serviría imponer tales
distinciones a la sabiduría epigramática de los grandes sabios chinos
o a la tradición épica de la India. Y lo mismo vale para las grandes
culturas de Oriente Próximo y Egipto que no han sobrevivido.
Sin duda alguna podemos acercarnos a todas esas culturas con
nuestros actuales conceptos, distinciones y clasificaciones. Podemos
incluso hacer justicia a las aportaciones de todas esas culturas a
nuestra propia ciencia. Lo haremos así también en el caso del diálo­
go entre las religiones, o si estamos interesados en una panorámica
comprensiva del arte de la humanidad. Sin embargo al hacerlo así
habremos tomado sin querer toda una serie de decisiones previas
que nos impedirán percibir el modo como esas culturas se entienden
a sí mismas.
La comprensión de este hecho se va abriendo camino poco a
poco no sólo en nuestra conciencia histórica, sino también en nues­
tra experiencia a la hora de acceder en la práctica, con nuestros
intereses investigadores, a pueblos y culturas extraños. En ciencias
como la etnología, la antropología o la etología, la encuesta inge­
nua de los trabajos de campo empieza a suscitar recelos. Un primer
resultado, pues, que podemos consignar es el de que uno de los
rasgos fundamentales de Europa reside en su distinción entre filo­
sofía, religión, arte y ciencia. Esta distinción se originó en Grecia
y ha conferido su forma a la unidad cultural greco-cristiana de
Occidente.

145
APORTACIONES A LA HISTORIA UNIVERSAL DEL PENSAMIENTO

Es cierto también que ésta no es la única distinción que caracte­


riza a Europa. Hay otras más que han contribuido a una diferencia­
ción ulterior de la cultura europea. Si dirigimos la mirada a la tradi­
ción cultural greco-cristiana, nos haremos conscientes en seguida de
una diferencia interna fundamental dentro de esa tradición: la del
Este y el Oeste, una diferencia que se remonta claramente a la des­
composición del Imperio romano. Y en estrecha relación con la
fractura del imperio oriental y el imperio occidental se encuentra la
escisión de la Iglesia, que hace nacer dentro del cristianismo dos
Iglesias cristianas distintas, la llamada griega ortodoxa y la católico-
romana. Creo que, a la larga, esta escisión llega a ser definitoria de
la unidad cultural europea. En el campo de la política eclesiástica el
dolor por la fractura y el intento de reunificación constituyen al
menos un hecho bien conocido desde hace siglos, y que se ha dado
expresión a sí mismo en el movimiento ecuménico.
Esto ha tenido también sus efectos en el terreno de las ciencias
del espíritu. Pero aquí, tal vez, lo que separa sea más fuerte que lo
que une. No sería exagerado afirmar que la Europa oriental, al me­
nos la parte que se integra en la Iglesia oriental — pues las actuales
demarcaciones políticas entre el Este y el Oeste no son eclesiásti­
cas— , no ha alcanzado en nuestras ciencias del espíritu el mismo
grado de presencia científica que poseen las diversas culturas de la
Europa occidental; no están tan vivas como éstas en nuestra con­
ciencia histórica. Y no hace falta ser ningún profeta para predecir
que el futuro de Europa tendrá que trabajar con toda seguridad
sobre este desequilibrio, y que son sobre todo las ciencias del espíri­
tu las que más pueden hacer por compensar las cosas. El mero he­
cho del poder político y militar de la Europa oriental contribuirá sin
duda a que también en la ciencia occidental se promueva la investi­
gación histórico-filológica de las culturas orientales. La razón de tan
largo desequilibrio se encuentra sin duda en la historia del mundo
cultural de la Europa occidental, pero también, como es lógico, en
la creciente importancia del comercio mundial por sobre todos los
mares. Si se mira el globo terráqueo, frente a la enorme masa conti­
nental de la Europa oriental Occidente no parece mucho más que
una larga serie de puertos marítimos, abiertos formalmente a las
expediciones exploradoras de los nuevos mundos.
Dentro de este panorama la unidad cultural del mundo occiden­
tal se ha ido configurando como una serie de intentos de reavivar el
legado de la Antigüedad. Pasados los huracanes más salvajes de las
migraciones centroeuropeas, y una vez que la Iglesia romana se hubo
impuesto como un poder firme y una instancia de ordenación, en

146
EL FUTURO DE LAS CIENCIAS DEL ESPIRITU EUROPEAS

los pueblos romano-germánicos, más o menos constituidos en here­


deros del Imperio romano, la historia del mundo occidental se vio
acompañada de toda una serie de renacimientos, empezando por el
carolingio. Sólo poco a poco se va abriendo paso en nuestra con­
ciencia histórica que la mitad oriental de Europa tuvo en Bizancio
un centro semejante de creación de tradiciones, y que su apropia­
ción en profundidad discurrió a través de fases análogas de reflexión
retrospectiva. De lo que en cualquier caso no cabe duda es de que
una historia particularmente cargada de tensiones ha acuñado su
impronta sobre la tradición del mundo cultural occidental, al que
pertenecen también las dos Américas. Y ello es visible, en particular,
en que las lenguas de la Europa occidental han alcanzado un grado
de diversificación muy superior al que parece poder postularse para
las lenguas eslavas de la Europa del Este*.
Tampoco el antagonismo entre Iglesia e Imperio, que dominó
la historia medieval de la Europa occidental, tiene un correlato
claro en el espacio bizantino: ni el poder eclesiástico era allí tan
rígidamente centralista, ni se daba una idea tan unitaria del Imperio
y de su poder como entre nosotros. A todo esto se añade el cisma
religioso que representa la Reforma en el cristianismo occidental.
Las disputas y rivalidades entre el cristianismo católico romano y el
protestante contribuyeron intensamente a ahondar el proceso de
diferenciación de la Europa occidental. Y esto se hace particular­
mente conspicuo cuando se observa lo que constituye el final de
toda esa historia de tradiciones de la cultura europea, esa secuencia
grandiosa de estilos artísticos que ha desembocado en la fase expe­
rimental, histórica y reduccionista, de los siglos xix y xx. Ante no­
sotros se abre una fractura tangible de la tradición, que se inicia sin
duda con la Revolución francesa y su rechazo consciente del pasa­
do. Pero, sin duda, la emancipación del Tercer Estado que trajo
consigo la Revolución francesa no fue sólo una ruptura de la tra­
dición. Hasta cierto punto fue más bien el fruto maduro de un
largo proceso recorrido por el ordenamiento urbano y estamental
de la vida económica. Incluso la ruptura consciente con la tradi­
ción, que llevó a la sangrienta confrontación entre un absolutismo
dinástico trasnochado y las nuevas fuerzas motrices de la sociedad,
no fue sólo eso, ruptura; fue también, en la reacción a la misma,
la fundación de una nueva conciencia de continuidad.

* Este hecho se debe a que las lenguas eslavas forman una sola rama de la
familia indoeuropea, como las germánicas o las célticas; la mayor diversidad lingüís­
tica de la Europea occidental se debe a que en ella perviven varias ramas de aquella
familia. (N. de los T.)

147
APORTACIONES A LA HISTORIA UNIVERSAL DEL PENSAMIENTO

Con esto nos acercamos al desarrollo más importante para nues­


tro tema, la tensión entre las ciencias de la naturaleza y las del
espíritu en nuestra cultura europea. A la quiebra de la tradición que
representa la Revolución francesa le sucedió el retroceso romántico.
El Romanticismo idealizó el Medievo cristiano y la protohistoria
épica de los pueblos europeos. Conjuró así de nuevo por última vez
la unidad de cultura y credo del cristianismo en Europa, algo que se
aprecia bien en las encendidas expectativas escatológicas de un No-
valis: «Cuando ya no más números ni figuras...». El desarrollo del
Idealismo especulativo de Fichte y Hegel constituye la contrarrépli­
ca filosófica a ese movimiento. Es el intento, tan grandioso como
desmesurado, de resumir en una última síntesis tradición y revolu­
ción, antiguos y modernos, vieja metafísica y nueva ciencia. Algo así
no podía durar mucho tiempo. El efecto duradero de esta reacción
romántica que tan profundamente ha determinado la conciencia de
la vida europea fue algo muy distinto: la irrupción de la conciencia
histórica.
A la luz del pensamiento histórico no sólo se ponen de manifies­
to las líneas que unen la historia universal por encima de tantos
quiebros y vuelcos. De hecho la conciencia histórica tampoco em­
pieza con la reacción romántica a la Revolución francesa. Es más
bien el elemento que sustenta toda forma de cultivar la tradición. La
reflexión retrospectiva sobre los orígenes, tanto de la patria como
del país, de las Iglesias o de las dinastías, siempre ha desempeñado
un papel importante en la vida histórica de la humanidad. Ninguna
tradición es un simple acontecer orgánico: todas reposan sobre el
esfuerzo consciente por preservar el pasado.
La conciencia histórica que triunfó en el siglo xix es sin embargo
otra cosa. Fruto del aguzamiento del sentido histórico, es una con­
vicción fundamental de que no está al alcance del hombre un cono­
cimiento válido y vinculante de la realidad en su conjunto, y que
ninguna primera filosofía o metafísica tiene un fundamento sólido
fuera de las ciencias naturales basadas en la matemática.
Quisiera, pues, formular un segundo principio de mis reflexio­
nes: que el papel de las ciencias del espíritu en el futuro de Europa
reposa sobre la conciencia histórica. No puedo aceptar ya que exis­
tan verdades dotadas de validez universal en el sentido de la metafí­
sica; no puedo aceptar que sea posible reconocer algo así como una
p h ilosophia perennis por detrás de todos los cambios del pensa­
miento. Habrá, pues, que preguntarse si este fruto de la reacción
romántica a las abstracciones constructivas de la ilustración política
radical y a la desmesura especulativa del Idealismo es realmente un

148
EL FUTURO DE LAS CIENCIAS DEL ESPÍRITU EUROPEAS

nuevo comienzo o no es a su vez sino otra consecuencia más, como


ocurre en todo acontecer histórico, donde lo nuevo revela ser siem­
pre algo largamente preparado.
De hecho nos vemos obligados a dar un paso más hacia atrás, al
siglo x v ii . El hecho trascendental de unas ciencias naturales basadas
en la matemática constituye una genuina revolución en la ciencia, a
la larga quizá la única que realmente merezca ese nombre. El desa­
rrollo que se inicia con la nueva mecánica de Galileo y la generaliza­
ción de la fundamentación matemática de toda ciencia experimental
es lo que en verdad representa el comienzo de la Edad Moderna.
Esta no empieza, pues, con una fecha — los historiadores ya han
jugado ese juego hasta la saciedad— , sino con el ideal metodológico
de la ciencia moderna. La unidad de la ciencia total de la tradición,
que llevaba el nombre genérico de philosophia, se dividió en la
dualidad irreparable de dos mundos, el cosmos de las ciencias expe­
rimentales y el de la orientación en el mundo basada en la tradición
del lenguaje. La expresión filosófica más famosa de esta distinción
es la dicotomía de Descartes entre res cogitans y res extensa. Con
ella se introduce en la ciencia total de la tradición una cuña que
provocaría la escisión de aquélla en las ciencias de la naturaleza y en
las ciencias del espíritu.
Al principio esto no dejó de ser una mera prosecución de la
metafísica tradicional. Lo que caracteriza a la continuidad del pen­
samiento europeo es la capacidad de la metafísica de afirmarse in­
cluso en la era de la Ilustración y del nacimiento de las modernas
ciencias experimentales, más aún, su pervivencia hasta bien entrada
ya la época romántica. Esto es lo que se pone de manifiesto en la
dudosa síntesis emprendida por el Idealismo alemán en la secuencia
de Kant.
Ernst Troeltsch pudo desde luego tener razón al calificar este
tardío vástago de la metafísica de mero episodio dentro del vasto
proceso de la Ilustración moderna. Pero no la tiene, sin embargo,
con toda probabilidad al dar por definitivamente liquidada la meta­
física en el siglo xix. La disposición natural de los hombres a la
metafísica no se deja reprimir tan fácilmente, por mucho que su
configuración como «primera ciencia» sea incapaz de renovarse de
modo duradero. En realidad son justamente las ciencias del espíritu
las que han asumido más o menos conscientemente este gran legado
del inquirir humano por las cuestiones últimas, al mismo tiempo
que conferían a la filosofía desde entonces su orientación histórica.
De nuestras reflexiones resulta que el curso de la investigación
en las ciencias del espíritu en Alemania ha estado condicionado por

149
APORTACIONES A LA HISTORIA UNIVERSAL DEL PENSAMIENTO

el espíritu del Romanticismo, y que por eso halló su expresión cien­


tífica sobre todo en la llamada «escuela histórica». Esta nueva men­
talidad científica de la investigación histórico-crítica se ha extendido
sin duda por todo el mundo de la cultura europea, pero en grado
variable. El desarrollo de las ciencias del espíritu y su función cul­
tural en los otros países europeos, entre los que por entonces se
contaba evidentemente Rusia, no fue enteramente el mismo que en
Alemania, cuna del Romanticismo. Aquí se volvió importante otra
poderosa fuerza: la tradición protestante con su atrevida afirmación
crítica de la libertad de todo hombre cristiano. Y esto prestó alas al
triunfo de las ciencias del espíritu, sobre todo de las ciencias histó­
ricas, en la Alemania del xix. En otros países, bajo condiciones so­
ciales diferentes y con una menor incidencia de la división confesio­
nal, las cosas fueron algo distintas. Es, por ejemplo, el casa de la
temprana tradición democrática de Inglaterra, que hereda parte del
espíritu de la República romana, de su voluntad de dominio y de su
ideal de humanidad, reflejado incluso en la denominación de m oral
Sciences. O el de Francia, donde una gran tradición moral y literaria
dominó y sigue dominando la vida pública, y que reúne bajo la
denominación genérica de las lettres el conjunto de lo que nosotros
llamamos ciencias del espíritu.
Cuando observamos la relación entre las ciencias del espíritu y
la diversidad de las bases de la tradición sobre la que se asientan en
los distintos pueblos europeos, asistimos a un espectáculo de natura­
leza peculiar. La diversidad que reflejan las denominaciones verná­
culas de las «ciencias del espíritu» nos remite a la conexión profun­
da que existe entre la nueva conciencia histórica y la formación
histórico-social de los modernos Estados territoriales y nacionales.
Esto se torna particularmente claro con la consolidación de los nue­
vos Estados soberanos en la historia moderna. Las ciencias históricas
ganan sobre todo una gran importancia para las nuevas unidades
políticas, que intentan fundar con su ayuda su propia identidad a
partir del pasado. La idea de Herder del «espíritu del pueblo»
(Volksgeist) tuvo entre los eslavos del Este un efecto enorme. Igual­
mente después de la segunda Guerra Mundial casos como el de la
reconstitución de Polonia, o la nueva constitución de la Alemania
oriental, recibieron importantes impulsos sociales de la historiogra­
fía y de la investigación histórica, esto es, de las ciencias del espíritu.
Pero todo esto son sólo los ejemplos europeos más cercanos a
nosotros. En realidad de lo que estamos hablando es de un proceso
global que se inicia con el final del colonialismo y la emancipación
de los países miembros del Imperio británico. En todas partes y a

150
EL FUTURO DE LAS CIENCIAS DEL ESPIRITU EUROPEAS

partir de ese momento se plantea la misma tarea: fundamentar en


profundidad la propia identidad y un desarrollo autónomo para
constituir un Estado nacional, lo que incluye, además de los aspec­
tos económicos y políticos, también aquellos otros para los que las
ciencias del espíritu son relevantes. Las ciencias del espíritu euro­
peas no pueden, pues, sustraerse a una tarea que en realidad tienen
asumida por el mero hecho de existir.
Y con esto hemos llegado al aspecto central de nuestro tema. De
lo que se trata es del futuro de Europa y del papel de las ciencias del
espíritu en ese futuro, en relación con el resto del mundo. Hoy ya
no podemos hablar sólo de Europa, sino de toda una nueva unidad
de civilización, la que ha sido llamada a la vida por el comercio y la
economía mundiales, así como por una nueva diversidad de civiliza­
ciones que la cultura humana está desplegando sobre la superficie de
nuestro planeta. Es una historia repleta de interrogantes. Ya no es
sólo el problema de la ayuda al desarrollo con todas sus necesida­
des; tampoco el problema de que la política de inversiones en países
subdesarrollados no esté contribuyendo a que se desarrollen por
igual los supuestos más profundos, y también más espirituales, del
famoso know -how . Hablamos de una problemática mucho más pro­
funda aún, algo que añade interés planetario a las experiencias que
ha hecho el pensamiento europeo en la Edad Moderna. Desde los
patrones del progreso económico y técnico, el concepto del desa­
rrollo puede haber adquirido un sentido inequívocamente econó­
mico y de política social. Pero que esto no lo es todo, es algo que
empieza a comprenderse en el mundo actual, y precisamente de un
modo especial en los países más desarrollados.
Las consecuencias de la Ilustración científica moderna no sólo
se advierten en el auge económico de los países más desarrollados,
sino también en el creciente desequilibrio entre el progreso econó­
mico y el progreso social y humano. El concepto del desarrollo y la
pregunta por su objetivo han perdido su vieja evidencia inequívoca.
No hay duda de que el bienestar económico llevará siempre consigo
su propia teleología y podrá justificarse por sí mismo. Pero empeza­
mos ahora a descubrir lo difícil que resulta ser creíble cuando se
habla, como parte de los países más adelantados, de los problemas
de nuestro progreso con políticos e intelectuales que trabajan en el
desarrollo técnico de los países subdesarrollados.
Pero justamente en este punto me parece que los puntos de vista
de las ciencias del espíritu adquieren una nueva actualidad. Muchos
países de la tierra están en busca de una forma de civilización capaz
de ese logro infinito que sería armonizar sus propias tradiciones,

151
APORTACIONES A LA HISTORIA UNIVERSAL DEL PENSAMIENTO

con sus valores de vida más profundamente enraizados, y el progre­


so económico de corte europeo. Grandes porciones de la huma­
nidad se enfrentan a este problema, que también a nosotros nos
plantea sus interrogantes. ¿Están nuestras formas de educación y
escolarización correctamente planteadas para exportarlas a otros
países? ¿O no se las está injertando violentamente, de modo que
acabarán enfrentando a sus propias élites con las tradiciones de sus
pueblos, en vez de favorecer un futuro propio en tales países? Es
conocida la tragedia del O rfeo negro. Todos admiramos los dones
que las musas han repartido por Africa y Asia. Nuestros escultores,
nuestros pintores, nuestros músicos y nuestros poetas admiran y
aprenden.
¿Pero es nuestra oferta, esa perfección científico-técnica de la
que disponemos, siempre realmente un bien? Incluso cuando com­
pensamos la ayuda económica con la exportación de b to w -h o w , la
duda sigue teniendo fundamento.
Tarde o temprano la incomprensión entre el modo de ser pro­
pio y el europeo acabará haciéndoseles consciente a los hombres del
Tercer Mundo. Todos los esfuerzos que estamos haciendo ahora en
relación con ellos podrán aparecer entonces sólo como una forma
más refinada de colonización, y estarán destinados al fracaso. Es
algo que empieza a anunciarse ya. A veces ya no es, ni siquiera, la
adopción de la Ilustración europea y de la forma de civilización que
emana de ella lo que tiene preocupados a los espíritus más perspica­
ces de otros países, sino más bien la pregunta de cómo pueden llegar
a vivir una verdadera evolución el hombre y la sociedad sobre la
base de su propia tradición. Herder volverá a tener su hora estelar,
y no sólo como intérprete de «la voz de los pueblos en sus cancio­
nes», no sólo como crítico de una Ilustración unilateral, ni como el
visionario capaz de despertar los «espíritus de los pueblos». Lo que
vive en toda ciencia del espíritu como su impronta más indeleble,
ese elemento de la tradición, del cómo el ser ha llegado a lo que es
y que constituye el núcleo de lo que tales ciencias representan, la
«cultura» como naturaleza cultivada, cobrará de pronto elocuencia.
Claro está que las ciencias del espíritu también se han visto
arrastradas por el ideal metodológico moderno hacia una severa
disciplina, con lo que han acabado por regirse según el modelo
científico de las ciencias de la naturaleza. Quien no esté ciego reco­
nocerá incluso que la progresión técnica de nuestra época está ejer­
ciendo sobre las ciencias del espíritu una influencia cada vez más
fuerte. No hay más que ver los métodos y la fraseología de esas
ciencias. Habría ya que preguntarse si en la segunda mitad del siglo

152
EL FUTURO DE LAS CIENCIAS DEL ESPIRITU EUROPEAS

xx no se ha producido en ellas un corrimiento que, como siga así,


acabará por hacer obsoleta la propia denominación de «ciencias del
espíritu». Me refiero a la cantidad cada vez mayor de matemáticas y
estadística que se encuentra en ellas, y que está dando un nuevo
aspecto a algunas, sobre todo a las ciencias sociales. En algunos
casos, por ejemplo, a la hora de organizar las academias científicas,
se empieza ya a llamar a las ciencias del espíritu «ciencias histórico-
filológicas». Esto, en otro tiempo, podría fácilmente haberse toma­
do como equivalente genérico del conjunto de ellas. Ahora en cam­
bio, con las nuevas tendencias, esto ya no es tan seguro.
Parece que la moderna sociedad de masas, con sus problemas
sociológicos, organizativos y económicos, está preparándoles a nues­
tras ciencias una manera de entenderse a sí mismas en la que su
conciencia metodológica se distinguirá cada vez menos de la de las
ciencias de la naturaleza. Se puede ciertamente objetar a esas cien­
cias sociales, partiendo justamente de sus estrictas pretensiones de
indagación natural-científica, que ni el campo de juego de su expe­
riencia ni su base empírica constituyen un fundamento suficiente
para ellas. Pero ésta es sólo una crítica relativa. Y las cosas podrían
cambiar. También los pronósticos meteorológicos a largo plazo em­
piezan a ser más fiables. La nueva era de los ordenadores que empie­
za ahora promete a las encuestas cuantitativo-estadísticas y al alma­
cenamiento de información un incremento tan gigantesco que podría
uno preguntarse si la vida de la sociedad no se hará cada vez más
calculable y predecible por medio del arte organizatorio de un mun­
do administrado, con lo que ella misma acabaría acercándose a las
pretensiones de una investigación natural genuina. Si ésta lograra
investigar la naturaleza de la sociedad con el fin de dominarla, ¿no
se habría convertido en una interlocutora de pleno derecho de las
ciencias naturales?
Una cuestión enteramente diferente es la de si hay o no límites
a un desarrollo de este tipo, y si tal desarrollo es deseable o no. Pero
esta pregunta podría ser idéntica a la de si es simplemente posible.
No es difícil imaginar al hombre-masa del futuro como un genio de
la adaptación y de la prosecución exacta de reglas. Pero sigue estan­
do en el aire si un entrenamiento social de ese tipo tendría alguna
oportunidad de futuro si al mismo tiempo no se despiertan y culti­
van también las potencias de libertad del hombre. El contenido cul­
tural de las ciencias del espíritu podría nuevamente convertirse en
un factor vital indispensable para el futuro.
Vale la pena preguntarse, por ejemplo, hasta qué punto las nue­
vas formas de almacenar información abren verdaderas perspectivas

153
a p o r t a c i o n e s a la h is t o r ia u n i v e r s a l d el p e n s a m i e n t o

de futuro dentro de las ciencias clásicas mismas, en las ciencias del


espíritu históricas y filológicas. Piénsese en la cantidad de conse­
cuencias que están apareciendo a la vista de todos en esta era de la
reproducibilidad. ¿Quién podría dar marcha atrás a todo eso? Y sin
embargo: ¿es pura ganancia? Nuevas mediaciones mecánicas del tipo
más diverso han acabado por apartar por completo la imagen del
investigador moderno del viejo modelo del h om o litteratus, so lo
ante la hoja en blanco, con su pluma y su tintero, laboriosamente
ocupado con viejos folios escritos o impresos. Para quien hoy no
sabe ya escribir sin máquina de escribir, no sabe calcular sin calcula­
dora, o no sabe vivir sin el plan exacto del flujo de información que
le inunda, para él la oportunidad de hallar su propia identidad, que
es como la de expresarse a sí mismo, se aleja a fronteras cada vez
más remotas. ¿Dónde queda su escritura, la de sus manos y la de su
espíritu? El banco de datos del futuro volverá a desplazar aún mu­
cho más esas fronteras. Masas ingentes de información podrán ser
invocadas a placer. Pero su consulta y la obtención de la compren­
sión que pueda estar latente en ellas ¿podrán invocarse también?
¿Tendremos que concluir que el papel especial de las ciencias
del espíritu para la vida social de la humanidad estará agotado en un
plazo previsible? ¿O tenemos motivo para suponer que los progre­
sos técnicos, de los que sin duda tampoco ellas tardarán en servirse,
no tienen otro significado que el puramente técnico? ¿O habría
incluso que tomar en consideración la posibilidad de valorar negati­
vamente ese desarrollo? La pregunta podría también formularse de
otro modo, con lo que se abriría también una perspectiva más uni­
versal: ¿la prosecución de la revolución industrial llevará a un es-
trangulamiento de la articulación cultural de Europa y a una genera­
lización de una civilización mundial estandarizada, en la que la
historia del planeta quede suspendida en el estadio ideal de una
administración mundial? ¿O, por el contrario, la historia seguirá
siendo lo que es, con todas sus tensiones y catástrofes y con toda la
diversidad de sus diferenciaciones, tal como la conocemos en su
esencia desde la Torre de Babel?
Pero antes de considerar esta pregunta será indispensable revi­
sar de nuevo la cuestión de la contraposición entre ciencias del
espíritu y ciencias de la naturaleza. Desde el frente de las segundas
nos llegan en los últimos tiempos mensajes que proclaman que el
viejo dualismo entre ambas ha quedado atrás. Y este resultado se
retrotrae a la imagen de lo que la filosofía actual entiende que deben
ser las ciencias naturales. Es un hecho que la problemática epistemo­
lógica del siglo xix y sus consecuencias para la teoría de la ciencia

154
EL FUTURO DE LAS CIENCIAS DEL ESPIRITU EUROPEAS

tenían que desembocar en la distinción entre los conceptos de la


naturaleza y de la libertad. Por detrás de ellos está la distinción
kantiana fundamental entre el fenómeno y la cosa en sí, que termina
recortando las pretensiones de vigencia de las categorías de nuestro
entendimiento al dominio del fenómeno. Lo que la teoría del cono­
cimiento del xix estaba organizando por medio de estas distinciones
y limitaciones eran las ciencias naturales matemáticas y su culmina­
ción en el edificio físico de Newton, el descubridor de la mecánica y
la dinámica del universo.
Del otro lado se encuentran los conceptos de la libertad, que es
como se llama desde Fichte a la aplicación, en la teoría de la ciencia,
de la distinción introducida por Kant entre el hecho racional de
la libertad y el dominio de los fenómenos. El discurso kantiano de la
doble causalidad, la de la naturaleza y la de la libertad, indujo a
error a más de uno, pues se prestaba a que se lo entendiese como
una comprensible cooperación entre dos factores igualmente deter­
minantes de lo que sucede en el mundo. Pero es seguro que Kant no
lo entendía así. Para Kant era totalmente esencial distinguir entre la
determinación inteligible del hombre y su manifestación empírica, y
las manifestaciones empíricas en general, o sea, los fenómenos. Este
entronque kantiano ha sido objeto de innumerables variaciones y
discusiones bajo el rótulo de la dicotomía entre determinismo e
indeterminismo, que no hizo sino intensificarse a lo largo del xix.
Pero en el fondo queda por saber de qué modo se puede pensar en
una intervención de factores inteligibles sobre el acontecer empíri­
co. Con los medios kantianos no se puede responder a esa pregunta.
Pues la Ilustración kantiana consistía precisamente en asumir, como
postulado de la razón, el primado de la razón práctica y de la deter­
minación del hombre como libertad, sustrayéndolos así a toda obli­
gación de explicarlos.
Cuando en nuestro siglo apareció el problema de la indetermi­
nación en el seno mismo del micromundo de la física atómica, den­
tro de las ciencias naturales, algunos teóricos se precipitaron a pos­
tular que ahí estaba el lazo de unión perdido entre el mundo de los
fenómenos y el de la libertad. No tardó en quedar claro que se había
ido demasiado deprisa. Resulta raro querer definir la conciencia
humana de la libertad como la capacidad de iniciar por propia vo­
luntad una cadena de causas, siendo así que la libertad tiene menos
que ver con la arbitrariedad que con la responsabilidad sobre nues­
tras acciones y por lo tanto con la autonomía de la razón moral. No
tiene sentido pensar en la libertad como en una causalidad más
dentro del mundo de los fenómenos.

155
APORTACIONES A LA HISTORIA UNIVERSAL DEL PENSAMIENTO

Entretanto nos hemos ido haciendo conscientes de que la raíz


misma del planteamiento kantiano sobre la tarea de la filosofía con­
tiene cierta sombra de sospecha. Kant quería demostrar la validez de
las categorías para el mundo de los fenómenos, con el fin de elimi­
nar del mapa el famoso escándalo de la filosofía ya denunciado por
él mismo: la idea de que la realidad del mundo exterior siga siendo
una afirmación por demostrar. ¿Existe realmente algo así como una
conciencia que se preocupa por sus representaciones y quiere cer­
ciorarse de si éstas valen o no para la realidad? ¿Es que el hombre
no es desde el comienzo parte de la gran evolución del universo, de
modo que su estar en el mundo es el dato absolutamente primario,
también para la ciencia natural? El sistema de los conceptos que
ponemos en juego cuando queremos pensar sobre nuestra experien­
cia no necesita justificación alguna, porque es en sí mismo producto
de la evolución natural, es parte de la adaptación del ser vivo a su
entorno, de modo que constituye una condición existencial prima­
ria que se justifica como tal.
Puede que la historia de la tierra y la del universo tengan que ser
pensadas a una escala que sobrepasa toda nuestra capacidad de ima­
ginar; puede que, por su parte, la historia del hombre sobre la tie­
rra, así como la tradición histórica que ha conservado la humanidad
sobre su propia «historia», resulte por comparación una verdadera
insignificancia; puede, en fin, que la nueva perspectiva permita de­
volver metodológicamente el orden de la naturaleza a un acontecer
procesual, a una historia, dentro de la cual la de los hombres acaba­
ría por encontrar un lugar fácilmente explicable. Y que con esto se
pueda dar por liquidado, al menos en principio, el viejo dualismo de
naturaleza y libertad.
A una argumentación como ésta se le opone, desde el lado opues­
to, lo que advertíamos más arriba sobre las transformaciones que ha
experimentado el estilo de las ciencias del espíritu y la preponderan­
cia de las ciencias sociales. También en otras ciencias de la cultura,
por ejemplo bajo el lema del estructuralismo, se ha afianzado un
modelo explicativo que prometía poner en claro dominios tan inase­
quibles como las tradiciones míticas de los pueblos, el misterio del
lenguaje o los mecanismos del inconsciente. ¿Estamos realmente a
punto de entrar en una era posthistórica hecha de estructuras fijas,
aunque sea sobre una base evolucionista? Se podría imaginar esto,
por ejemplo, pensando que en todos los logros culturales de la hu­
manidad el gigantesco proceso de adaptación de los seres vivos al
mundo alcanza, por así decirlo, su culminación. Permítaseme un
ejemplo: Chomsky ha intentado comprobar la existencia de auténti-

156
EL FUTURO DE LAS CIENCIAS DEL ESPIRITU EUROPEAS

eos universales lingüísticos por detrás de la diversidad de las lenguas


existentes, unos universales que estarían en la base de las leyes gra­
maticales específicas de cada lengua real. Se le objeta hoy día que en
esta empresa se dejó llevar en exceso por su propio idioma, el inglés.
Sus resultados no lograron el reconocimiento de una vigencia «uni­
versal».
Nos quedamos, pues, con la diversidad de lenguas, y dentro de
ella con parentescos y diferencias. La estructura predicativa de la
sintaxis indoeuropea resulta ser, pues, una peculiaridad histórica;
otros mundos lingüísticos en los que intentamos pensar nos prome­
ten otro tipo de claves. Ahora bien, aunque el lenguaje no sea uni­
versal en el sentido de un principio gramatical unitario para todo
idioma posible, sí se lo debe considerar como una de las dotaciones
más importantes del hombre en la etapa evolutiva relativamente
tardía que es la nuestra. Y no es nada lógico o natural que el pensa­
miento de la ciencia moderna, con sus métodos de medición y obje­
tivación, sea capaz de comprender esto así, cuando en otros lugares
todo se experimenta como simultáneamente presente, por ejemplo,
en culturas cuya conciencia tiene más presente lo ambiental, incluso
los olores, es seguro también que lo lingüístico se articula de otra
manera.
O tomemos otro ejemplo. Poco a poco nuestro conocimiento de
la historia de la tierra y de cuanto ha sucedido en su superficie se va
acercando a los espacios temporales en los que empieza a haber más
huellas humanas y en los que se reconstruyen primeros nexos histó­
ricos. No es irracional suponer que con el tiempo la investigación
nos irá proporcionando una densidad cada vez mayor de datos y una
imagen cada vez más compacta del pasado del hombre. Ya ahora
ocurre a veces que podemos afirmar con certeza una conexión entre
prehistoria y tradición histórica. ¿Significa todo esto que nos acerca­
mos a una época en la que existirá una verdadera ciencia unitaria?
Quizá logre esa ciencia evitar la parcialidad del llamado fisicalismo y
hacer pensables conexiones entre datos pertenecientes a escalas te­
rriblemente diferentes, relacionando la evolución del universo con el
breve tiempo de la historia de la humanidad sobre el que se ha conse­
guido hacer luz. Pero mi pregunta es: ¿implicará esto que las peculia­
ridades de las ciencias del espíritu que conocemos acaben desvane­
ciéndose en un nuevo edificio metodológico uniforme?
¿Nos permite la experiencia de nuestro siglo sacar alguna conclu­
sión en relación con esta pregunta que concierne a nuestro propio
futuro? Yo creo que sí. Por un lado, está la tendencia a unificar nues­
tra imagen del mundo y nuestro comportamiento dentro de él, que es

157
APORTACIONES A LA HISTORIA UNIVERSAL DEL PENSAMIENTO

el correlato de la tendencia más general a la homogeneización asocia­


da a la creciente movilidad de los hombres en la sociedad actual; por
el otro, está la tendencia a la diferenciación, así como a una nueva
articulación de diferencias que habían permanecido ocultas hasta aho­
ra. Del mismo modo que el Romanticismo despertó los espíritus de
los pueblos a una nueva vida, asestando así un fuerte contragolpe al
ideal constructivo del Racionalismo, también en la vida política ac­
tual estamos asistiendo a movimientos que contrarrestan la centrali­
zación creciente y la formación de territorios de poder demasiado
grandes. Los Estados nacionales soberanos del pasado, que reposa­
ban en el poder efectivo y en la soberanía de la autodefensa, están
desapareciendo cada vez más bajo la presión de las grandes poten­
cias. Y sin embargo en todas partes vemos surgir al mismo tiempo
aspiraciones de autonomía cultural que contrastan curiosamente con
la realidad de las relaciones de poder. Incluso en Europa vemos algo
de esto, por ejemplo con la emancipación de Irlanda respecto del
Estado británico, o con la pugna lingüística entre flamencos y valo­
nes, o con las aspiraciones secesionistas que en la actualidad crean
tensiones entre Cataluña y Castilla. Lo más probable es que todo
esto vaya a más, en dirección hacia un autonomismo cultural regio­
nal, semejante al que inteligentemente se ha venido cultivando en la
Unión Soviética desde hace mucho, y donde este fenómeno ha repre­
sentado una especie de válvula de escape para la presión ejercida por
la economía rusa planificada y el sistema monopartidista.
Sin embargo es a nivel global donde estas tendencias del futuro
se anuncian con más nitidez y acuñan su impronta sobre el final de
la era colonial con todos sus desconciertos. Muchos países viejos
echan a andar por nuevos caminos, nuevos países buscan los viejos
caminos. Europa parece ganar así una nueva actualidad. Es la que
tiene una experiencia histórica más rica. Pues dentro del espacio
más reducido posee la mayor multiplicidad en todos los terrenos, el
mayor pluralismo de lenguas, políticas, religiones y razas, con otras
tantas tradiciones que ha tenido que aprender a gobernar desde
hace muchos siglos. La actual tendencia a igualarlo todo, a desdibu­
jar las diferencias, no debe inducirnos al error de creer que el enrai­
zado pluralismo de culturas, lenguas y destinos históricos pueda o
incluso deba ser reprimido. La tarea podría ser más bien la opuesta:
desarrollar cada vez más la vida propia de las regiones y de los
grupos humanos, con sus formas y estilos de vida, en el marco de
una civilización cada vez más niveladora. En un mundo industrial
que amenaza con volvernos a todos apátridas se produce espontá­
neamente la necesidad de una patria. ¿Y cuál es el resultado?

158
EL FUTURO DE LAS CIENCIAS DEL ESPIRITU EUROPEAS

Hay que guardarse de introducir en estas ideas de coexistencia


de lo diverso falsas pretensiones de tolerancia o, mejor dicho, un
falso concepto de la tolerancia. Es un error muy extendido creer
que la tolerancia es la virtud de prescindir de lo propio y de dar a
los demás el mismo tratamiento. En esto tenemos que preguntar a
nuestra propia historia europea. Contemplamos en ella guerras con­
fesionales sangrientas y devastadoras, que destrozaron Europa como
consecuencia de la Reforma a comienzos de la Edad Moderna; o
vemos cómo en el siglo xvn la presión islámica tropieza a las puertas
de Viena con una resistencia que no puede vencer. Hasta el día de
hoy advertimos cómo la intolerancia y la represión violenta del otro
determinan la lucha por la hegemonía mundial. Y se pregunta uno si
los ideales de una humanidad ilustrada y de la tolerancia están en
vigor en alguna parte. Y sin embargo sí podremos afirmar una cosa:
sólo donde hay fuerza hay tolerancia. Tolerar al otro no significa en
modo alguno que uno no sea plenamente consciente de su propio
ser irrenunciable. Es más bien la propia fuerza, sobre todo la de la
certeza de la propia existencia, lo que nos hace capaces de tolerar.
Creo que la práctica de semejante tolerancia, tal como se la ha
experimentado sobre todo en la Europa cristiana con tanto sufri­
miento, es una buena preparación para las grandes tareas que espe­
ran al mundo.
Y del mismo modo que la tolerancia tiene que basarse en la
fortaleza interior, algo semejante ocurre con la objetividad científica
que se presupone en las ciencias del espíritu. Tampoco en este caso
hay que pensar en renunciar a uno mismo, en apagarse a sí mismo
en beneficio de la vigencia de lo ajeno, sino más bien en poner en
juego lo propio para conocer lo diferente y poder reconocerlo. La
verdadera tarea de la humanidad en el futuro va a ser la tarea, en un
campo auténticamente globalizado, de la coexistencia de los hom­
bres sobre el planeta. No me atrevo a afirmar que las ciencias del
espíritu tengan aquí su cometido. Creo que sería preferible invertir
los términos: las tareas que van a ir surgiendo en medida cada vez
mayor con este entrelazamiento pluralista de la humanidad son las
que van a plantearles a las ciencias del espíritu sus nuevos objetivos.
Serán objetivos de indagación histórica de las lenguas, las literatu­
ras, el arte, el derecho, la economía, las religiones, una indagación
que influirá directamente en las relaciones actuales.
Me gustaría mostrar lo que, en mi opinión, es la conclusión
general de todo esto de la mano de un ejemplo particular: el papel
que puede desempeñar la historia de las religiones en una era de
ateísmo, y que tendrá que desempeñar por necesidad. Las huellas

159
a p o r t a c i o n e s a la h is t o r ia u n i v e r s a l d el p e n s a m i e n t o

más antiguas del fenómeno religioso que conocemos son las prácti­
cas de culto funerario. Es donde por primera vez se reconoce el
sello del ser humano como tal, y creo que no deja de ser profunda­
mente significativo que hasta en los sistemas ateos del presente, y
también en un futuro cercano, este tipo de prácticas vayan a seguir
teniendo una fuerza determinante. Ritos de enterramiento, monu­
mentos fúnebres, cementerios, ritos de luto y planto: todo esto se
articula de las formas más variadas entre los hombres y apunta más
allá de los límites de las costumbres religiosas administradas por las
iglesias. Y no por eso va a dejar cada iglesia de poder afirmar, según
su propia convicción, que ella constituye el camino verdadero para
la salvación. Esto no puede cambiar en nada la universalidad con la
que formas de vida y muerte religiosas o ya profanas acompañan a
la humanidad. Aquí están vivas realidades de la experiencia de la
existencia humana que nadie puede dejar de lado, y que ningún
poder del mundo puede reprimir.
Se me podrá preguntar, obviamente, si en la era de la igualación
y de una creciente civilización mundial va a poder seguir subsistien­
do la fuerza de las costumbres de la vida, de las actitudes de la fe y
de las formas de los valores. Pues bien, creo que es justamente la
consideración de esas fuerzas, de su permanencia en la vida cultural
de los hombres, lo que en definitiva avalará o no internamente la
expansión de la actual civilización mundial. Y afirmo también que
un elemento de la productividad de las llamadas ciencias del espíritu
es que aguzan la mirada para reconocer la fuerza de la permanencia
de la vida vivida, y que contribuyen de este modo a que las tareas
del futuro se encaren desde una mejor experiencia de la realidad.
Y, por supuesto, no sólo va a haber diferenciaciones cada vez
mayores, sino también creación de grandes espacios dentro de los
cuales tendrán que despertarse nuevas solidaridades que acabarán
por entrar en los sentimientos vitales de todo el mundo. Esta es una
tarea que se le plantea también a Europa para su propio futuro.
Pero a la larga esta reflexión actual que estamos intentando conjun­
tamente es ya una ilustración de esa pregunta. ¿Qué puede ser toda­
vía Europa en el seno de un mundo transformado, dentro del cual
su cuota de participación en la configuración del mundo, no sólo en
la política de poder, sino también en muchos otros aspectos, va a
quedar reducida a proporciones más modestas? Por delante de toda
posible configuración política de una Europa unitaria, creo que lo
que es una realidad es su unidad espiritual, y creo también que ésta
constituye además una tarea, que tiene su fundamento más hondo
en la conciencia de la multiplicidad y variedad de esta Europa nues­

160
EL FUTURO DE LAS CIENCIAS DEL ESPÍRITU EUROPEAS

tra. Me parece que su signo vital más visible, y su aliento espiritual


más profundo, aquel en el que Europa se hace más consciente de sí
misma, es el hecho de que, en el concurso e intercambio de las
culturas, ella sea capaz de retener en todo momento la conciencia
de la peculiaridad de sus tradiciones vivas. Cooperar en esto me
parece la contribución más duradera que tienen por delante las cien­
cias del espíritu, no sólo para el futuro de Europa, sino para el de
toda la humanidad.

161
11

SOBRE KUNO FISCHER COMO PUENTE HACIA HEGEL


EN ITALIA

La fama de Kuno Fischer fue grande, su prestigio en el mundo culto


de fines del xix y comienzos del xx fue prácticamente intocable. Se
cuentan historias sobre él, verdaderas unas, inventadas aunque acor­
des con la realidad otras, que muestran que como profesor de Hei-
delberg (desde 1872) se le consideraba allí como un tesoro, y se le
llenó de distinciones y honores. Fue ciudadano de honor de la ciu­
dad, obtuvo la medalla del «Záhringer Hausorden», «Geheimer Rat
1. Klasse»* y tenía trato de «Excelencia». Su 80 cumpleaños se cele­
bró en verano de 1904 con un volumen de homenaje1, celebracio­
nes académicas, procesiones de antorchas de los estudiantes, todo a
lo grande. Y cuando unos años más tarde, el 3 de julio de 1907,
falleció, llegaron a Heidelberg condolencias de toda Europa. Wil-
helm Windelband, el que le sucedió en la cátedra de filosofía «Ru-
perto-Carola», hizo un discurso conmemorativo2 en el que se refleja
la imagen de este hombre, este verdadero «estandarte de Heidel­
berg» (p. 6), en todo su esplendor y, por el mismo motivo, algo
distante. Parece una reliquia de una época en realidad ya concluida.

* Título honorífico de «consejero áulico secreto de primera clase». (N. de


los T.)
1. Con el título Die Philosophie im Beginn des 20. Jahrhunderts. Festschrift für
Kuno Fischer, y en el que colaboraron O. Liebmann, W. Wundt, Th. Lipps, B. Bauch,
E. Lask, H. Rickert, E. Troeltsch, K. Groos; ed. por W. Windelband, Heidelberg,
invierno de 1904.
2. Kuno Fischer. Gedáchtnisrede bei der Trauerfeier der Universitát in der
Stadthalle zu Heidelberg am 23. Juli 1907 gehalten von W. Windelband, Heidelberg,
invierno de 1907. (Incluimos entre paréntesis los números de página de las citas
correspondientes a este opúsculo.)

163
APORTACIONES A LA HISTORIA UNIVERSAL DEL PENSAMIENTO

Por supuesto, lo primero que destacó Windelband fue su dedicación


principal a la cátedra:

Así com o en Francia Víctor Cousin y los suyos crearon la figura del
professeur orateur, también nosotros en Alemania hemos conocido
formas semejantes de actuación académica en grandes historiado­
res com o Treitschke, o historiadores de la literatura como Haym y
Scherer. Sin embargo nadie llevó esta figura al grado de perfección
estética com o lo hizo Kuno Fischer, y de ahí la gran impresión que
produjo a lo largo de medio siglo sobre toda la juventud académi­
ca, y con la que se perpetuará entre nosotros (pp. 12 s.).

De hecho el centro de gravedad del trabajo filosófico de Fischer


fueron desde el principio sus cursos. También su gran producción
como autor está en estrecha relación con su actividad lectiva. «Todo
lo que enviaba a la imprenta», afirma Windelband, «tenía que haber
pasado primero la prueba de fuego de la cátedra» (p. 18).
Hoy en día, noventa años después de su muerte, es seguro que
sólo una pequeña porción de sus muchos escritos ha quedado en la
conciencia de nuestra educación superior. Aun así, los historiadores
de la literatura no dejarán de recordar sus estudios sobre Goethe,
sus interpretaciones de la Ifigenia, del Tasso y sobre todo del Faus­
to , en las que se advierte y promueve intensamente la presencia de
Goethe en el mundo de fines del xix. Pero, claro está, lo primero
que asociamos con el nombre de Kuno Fischer son los diez tomos
de su G eschichte der neuem Philosophie (Historia de la filosofía
moderna). El autor inició esta obra en 1852 con un volumen sobre
Descartes, y la terminó exactamente cincuenta años más tarde con
otro sobre Hegel. Esta es en verdad la obra de su vida. Con su
precisa reconstrucción de los grandes sistemas de la filosofía moder­
na hasta Schopenhauer, la Geschichte der neuem P hilosophie de
Fischer es, dentro del siglo xix, el complemento más importante de
la H istoria de la filo sofía de Hegel, cuyo centro de gravedad era en
realidad la filosofía griega, y que lamentablemente es una muestra
de trabajo editorial superficial sobre el legado postumo de Hegel.
Por supuesto que a la muerte de Fischer no se pensaba en su obra
como un complemento de esa otra. El neokantianismo presidía la
filosofía universitaria, y a Fischer se le consideraba ante todo como
a un precursor suyo. En este contexto se dio especial importancia a
un trabajo suyo sobre Kant, cuya primera edición fue publicada en
1860. Este trabajo dio un impulso tan potente al renacimiento kan­
tiano que la universidad de Kónigsberg concedió a su autor nada
menos que el título de «redescubridor de Kant». El tema aparece

164
SOBRE KUNO FISCHER COMO PUENTE HACIA HEGEL EN ITALIA

también en el discurso de Windelband cuando comenta este libro


sobre Kant:

Esta obra, que en el marco de la literatura kantiana, inabarcable a


estas alturas, parece ahora y siempre ocupar la posición más desta­
cada, ha sido sin duda una de las que más éxito han tenido en el
desencadenamiento del movimiento neokantiano, determinando la
filosofía de los últimos decenios del siglo xix en Alemania y tam­
bién más allá de nuestras fronteras (pp. 24 s.).

Desde la perspectiva de ese momento las cosas no podían verse


de otro modo. Y sería aberrante querer apartar de los logros de su
vida éste de haber reintroducido a Kant en la conciencia crítica de la
discusión científica.
Y sin embargo ésta es sólo la mitad de la verdad sobre Kuno
Fischer. A escala europea, su manera de hacer historia de la filosofía
fue menos la de ser el revitalizador de Kant que la de un alumno de
Hegel bien entrenado críticamente. Esto ocurrió por obra y gracia
de un pequeño libro que ahora se ha reeditado. La Logik und M eta-
physik oder W issenschaftslehre (Lógica y metafísica o teoría de la
ciencia) de Kuno Fischer (U 852) se publicó inicialmente como un
«libro de texto para los cursos universitarios». Por entonces el autor
aún no firmaba como catedrático, sino como «docente de filosofía
en la Universidad de Heidelberg». Esta Lógica se encuadra, pues, en
la primera época heidelbergiana de Fischer, que se inicia en 1850
con su tesis de habilitación, y que al cabo de unos pocos gloriosos
semestres terminó para el joven genio de los cursos universitarios
con una acusación de panteísmo procedente de círculos eclesiásticos.
En un sentido estricto Kuno Fischer no era exactamente un
hegeliano. No pertenecía al círculo de los discípulos de Hegel, ni
siquiera tras su muerte en 1831. Sin embargo, siendo estudiante en
Halle, Fischer fue ganado para el hegelianismo por los partidarias
de Hegel en esa universidad, sobre todo por Johann Eduard Erd-
mann, con quien presentó en 1847 su tesis doctoral. Y así es como
a mediados del siglo xix este joven «docente privado»* de Heidel­
berg representaba, más que casi ningún otro, la presencia de Hegel
en el pensamiento filosófico.
La versión que se publica ahora de esta Lógica y m etafísica o
teoría de la ciencia de Fischer, la primitiva, despojada de los añadi­
dos y modificaciones que atrajo sobre ella el triunfo del neokantis-

* Situación del profesor que ya se ha «habilitado», pero no tiene aún una


cátedra propia. (N. de los T.)

165
APORTACIONES A LA HISTORIA UNIVERSAL DEL PENSAMIENTO

mo, constituye el testimonio más importante y de más impacto in­


ternacional de esa representación del pensamiento de Hegel, que el
autor defiende sobre todo contra el materialismo de Feuerbach en
un prólogo del mismo libro:

En Feuerbach se ha impuesto, frente a la lógica y sus conceptos, un


acalorado movimiento del ánimo que nos explicamos mediante
motivos psicológicos, y que por su carácter patológico no podía
tratar el objeto que combatía de modo crítico, sino sólo dogmática­
mente (pp. 6 s.).

Contra semejante «alogismo» el joven Fischer defiende la lógica


como una «ciencia de los conceptos» no sólo formal, sino llena de
contenido ontológico (ibid.):

La lógica es la ciencia de los conceptos. La ciencia de los conceptos


es el conocim iento de la realidad en su conjunto. Así que la lógi­
ca es el conocimiento de la realidad en su conjunto, o metafísica.
La ciencia de los conceptos es el conocimiento de la realidad
consciente, esto es, de la ciencia. De modo que la lógica es la fun-
damentadora científica de las ciencias, o teoría de la ciencia (p. 2 1 ).

Con esta forma de determinar el tema queda diseñado al mismo


tiempo el marco de referencia filosófico trascendental dentro del
cual se mueve la apropiación de la Ciencia de la lógica de Hegel por
Fischer.
El propósito del propio Hegel con su Lógica es llevar a su culmi­
nación la filosofía trascendental fundamentada por Kant3. Y, en su
secuencia, Fischer es el primero que comprende el alcance universal
y sistemático de la manera kantiana de entender la filosofía trascen­
dental. Al mismo tiempo Hegel opina que la «teoría de la ciencia»
de Fichte no logra realmente cumplir y llevar a término su gran
objetivo de desplegar, a partir de la autoconciencia, la totalidad del
saber humano. La teoría de la ciencia de Fichte se proponía precisa­
mente eso. Y tal cosa se hacía tangible en una sola palabra, cuando
Fichte declaró que entendía la palabra Tatsache (lit., cosa de hecho)
como Tathandlung (acción de hecho), con lo que declaraba explíci­
tamente a la autoconciepcia como la instancia que forma el horizon­
te que rodea y sujeta todo lo que nosotros tenemos por «ente», o
sea, todo lo que es. Fichte veía en la espontaneidad de la autocon-

3. Vid. a este respecto mi trabajo «Die Idee der hegelschen Logik», en H.-G.
Gadamer, Gesammelte Werke ID. Neuere Philosophie: Hegel-Husserl-Heidegger, Sie-
beck-Mohr, Tübingen, 1987, pp. 56-86.

166
SOBRE KUNO FISCHER COMO PUENTE HACIA IHEGEL EN ITALIA

ciencia la verdadera «acción de hecho». La acción autónoma de la


autoconciencia de determinarse a sí misma, que Kant había formula­
do como esencia de la razón práctica por medio del concepto de la
autonomía, sería en lo sucesivo la fuente de la que manaría toda
verdad del saber humano.
Fischer se atiene por entero a este contexto cuando caracteriza
la lógica de Hegel como el intento de «fundamentar la filosofía de la
identidad en un sentido fichteano, o de elevarla a la condición de
teoría de la ciencia» (p. 16). Bajo la idea de la «lógica como metafí­
sica o teoría de la ciencia» resume el curso de la filosofía de Kant a
Hegel según el siguiente esquema:

No hay conocimiento sin las categorías o conceptos que los forman


(Kant). No hay categorías sin una autoconciencia que las produzca.
N o hay autoconciencia (productiva) si no es absoluta (Fichte). La
autoconciencia no es absoluta más que si espíritu y naturaleza son
idénticos (Schelling). Esta identidad (la razón) no puede ser sabida
si la razón autoconsciente, esto es, el espíritu, no constituye el prin­
cipio unánime del mundo (Hegel) (p. 9).

En un pasaje más tardío la posición clave de Fichte se expresa de


una manera aun más clara:

La filosofía de la identidad alcanza su forma lógica por medio de


Hegel. La lógica de Hegel libera el principio de la identidad del
dogmatismo de la filosofía de la naturaleza y está por lo tanto con
Schelling en la misma relación que Fichte con el dogmatismo kan­
tiano.
El principio de la teoría de la ciencia es la autoconciencia abso­
luta bajo la forma del yo subjetivo. De ahí sale el principio de la
identidad. Schelling reconoce la identidad como naturaleza, esto
es, dogmáticamente. Hegel concibe la identidad com o espíritu, es­
to es, críticamente (pp. 4 5 s.).

Esta diferencia entre Schelling y Hegel, mediada por Fichte, se


afirma en el siguiente principio metódico:

Para poder concebir las categorías, éstas tienen que ser producidas,
pues son actos originarios de la inteligencia [...]. De modo que la
lógica tiene que fundarse sobre el punto de vista trascendental de la
autoconciencia (pp. 5 6 s.).

Una significación especial adquiere la interpretación que hace


Fischer del comienzo de la Ciencia de la lógica de Hegel, con el
muy discutido desarrollo de sus tres primeras categorías. Como es

167
APORTACIONES A LA HISTORIA UNIVERSAL DEL PENSAMIENTO

sabido, para desarrollar su lógica, Hegel se remonta, más allá de


Platón y Aristóteles, a los presocráticos y empieza su lógica con
Parménides, esto es, con el ser y la nada, y llega finalmente al «deve­
nir» de Heráclito como unidad de ser y nada. El modo como ha de
conducir este movimiento, este progreso dialéctico del ser al deve­
nir, es la discutida audacia idealista con la que Hegel había introdu­
cido el edificio de su sistema. Pues bien, éste es también el punto en
el que se hace productiva hermenéuticamente la idea de Fischer de
interpretar este pasaje desde el trasfondo fichteano de Hegel. Lee­
mos ahí que el ser es un acto del pensar:

La presentación habitual no ve en el ser un acto del pensar, esto es,


no ve el ser lógico; no se piensa el ser, sino que meramente se lo
representa; no se trabaja dialéctica sino dogmáticamente, con lo
que se com ete deslealtad para con el espíritu de la dialéctica, to­
mando los conceptos com o si fuesen dialécticos y capaces de mo­
verse al margen del pensar (p. 6 6 ).

Esta era la interpretación de Hegel que preparaba Kuno Fischer,


sin apartarse de la intención básica de Hegel.
La Tathandlung (acción de hecho) de Fichte fue traducida al
italiano por attualism o. Como he podido comprobar tanto en mi
estudio de la historia efectual de Hegel como en numerosas visitas a
Italia, es en este país donde sin duda el tratado de lógica de Kuno
Fischer ha tenido un efecto de más largo alcance. Allí fue, especial­
mente, la Escuela de Nápoles la que, a través de Bertrando Spaventa
(1817-1883), enlazó directamente con Kuno Fischer4 y alcanzó con
Benedetto Croce (1866-1952) y Giovanni Gentile (1875-1944) en
nuestro siglo una magnífica autonomía. Yo mismo me he encontra­
do con alumnos de Gentile que me han hablado en los tonos más
elogiosos de la labor de mediación realizada por Fischer. En Alema­
nia no conocíamos tan bien esta rama de la pervivencia del idealis­
mo alemán. Sólo con la secuela de Wilhelm Dilthey y su influencia
sobre el movimiento fenomenológico se le ha abierto en nuestro
siglo a la presencia de Hegel un nuevo campo del pensamiento, que
ha seguido siendo fecundo en las ciencias del espíritu históricas y en
su reflexión filosófica hasta el día de hoy. Todo ello contribuye a
revalorizar el opúsculo de Fischer de 1852, que vale hoy la pena
releer como contribución de Kuno Fischer a la expansión del idea­
lismo alemán en lo que fue su primera versión.

4. Cf. por ejemplo Spaventa, «Le prime categorie della lógica di Hegel» (1864),
en Id., Scritti filosofici, ed. por Giovanni Gentile, Napoli, 1900.

168
12

NIETZSCHE Y LA METAFÍSICA

No es tarea fácil para mí abordar el tema que ustedes han decidido


volver a considerar y revitalizar reuniéndose aquí. Y tampoco me
parece una tarea menor implicar en el tratamiento del tema «filolo­
gía y filosofía en el pensamiento de Nietzsche» el diálogo intelectual
con Martin Heidegger. Pues en las últimas décadas Heidegger cen­
tró el diálogo de su vida en una conversación a dos con un Nietz­
sche sobre el que quería volver a pensar.
Espero obtener su comprensión si hago uso un poco aquí de la
prerrogativa de la edad. La manera más fácil de empezar para un
anciano es retrotraerse a su juventud. Entre 1900, año en que cerró
los ojos Nietzsche y abrí yo los míos, y el momento actual, se extien­
de el tiempo de cuatro generaciones, junto con todos los vuelcos y
catástrofes de nuestro siglo. A pesar todo, es la misma tarea la que
todos estos tiempos y épocas arrojan sobre nosotros, sobre los filó­
logos clásicos, que vienen aquí en busca de una renovada solidari;
dad, y sobre los filósofos que intentan proseguir su trabajo bajo el
impulso espiritual de Heidegger. Creo que todos nosotros tenemos
motivos para ver con claridad lo que exige de nosotros el mundo
actual en lo que se refiere a apertura personal a los encuentros, en
Alemania, en Europa y más allá de Europa. Me refiero al encuentro
de todos los que se preguntan, porque quieren saberlo: ¿de dónde
venimos?, ¿a dónde vamos? Y es tarea de todos nosotros hacer po­
sible que nos encontremos por encima de las generaciones y de toda
clase de diferencias y contraposiciones. Un mismo destino universal
nos concierne a todos. Sin duda uno de los grandes pensadores que
comprendieron esto más pronto fue Nietzsche. Otro es Heidegger,

169
APORTACIONES A LA HISTORIA UNIVERSAL DEL PENSAMIENTO

quien trabajó con tenacidad por volver a los comienzos para poder
reconocer el curso del destino del mundo y prepararnos para él.
¿Cómo estaban las cosas en 1900 en Alemania en cuanto a la
recepción de Nietzsche? Creo que una anécdota ayudará a verlo. El
padre del gran filólogo Karl Reinhardt, que había sido director de
un Instituto de Bachillerato en Fráncfort del Meno y se había gana­
do un merecido prestigio en la búsqueda de nuevas formas educati­
vas, recibió un día la visita de un viejo amigo de juventud de Nietz­
sche, Paul Deussen, un nombre bien conocido por sus traducciones
del sánscrito y en general por la resuelta inmediatez con la que leía
las Upanishad (como si los antiguos sabios de la India se refiriesen a
Kant). La anécdota misma es fiable y muy reveladora. Se hallaba,
pues, Deussen de visita en casa del padre de Reinhardt, y bajando
las escaleras comentó: ¿Te has enterado? Resulta que han descubier­
to que Nietzsche era un gran hombre. ¿No es para morirse de risa?
Esta fue una primera recepción, y nada menos que por parte de
un compañero y amigo de estudios de Nietzsche. Y Deussen no era
un cualquiera: era un indólogo y filosofo de renombre mundial. De
modo que así empezaron las cosas: apenas se dio cuenta nadie de
que algo estaba empezando. La tragedia de la vida de Nietzsche es
suficientemente conocida como para que valga la pena que yo la
recuerde ahora. Pero ciertamente tiene sentido preguntarse cómo es
que, desde su muerte hasta ahora, su figura y su energía de pensador
han logrado imponerse con tanta fuerza.
Más o menos por la época en la que yo empecé mis estudios,
durante la primera Guerra Mundial y tocando ésta ya a su final, la
obra de Nietzsche empezaba a ser recibida en los medios académi­
cos. Antes de 1918 no recuerdo un solo caso de que un catedrático
de filosofía se hubiese arriesgado a dar un curso sobre Nietzsche,
con la única excepción de Georg Simmel. Habría sido desacreditar­
se ante los colegas. Pero entonces empezó a cambiar la cosa. Y re­
cuerdo el papel que tuvo en ello Max Scheler, uno de los pensado­
res que con más sensibilidad detectaron el espíritu de la primera
mitad del siglo xx. Valdría la pena volver sobre Scheler y, tomando
pie en su trabajo, replantearse algunas cosas para arrojar una luz
distinta sobre nuestro futuro. Scheler desarrolló la fenomenología
de los valores. Y éste es ya un aspecto que podemos reconducir a
Nietzsche. A él se le conocía como el transformador de todos los
valores. En la secuencia de Max Scheler uno de mis primeros profe­
sores de filosofía, Nicolai Hartmann, que se sintió estimulado por
Nietzsche y animado por Scheler, desplegó en su Etica esta filosofía
de los valores hasta hacer de ella un sistema de valores universal.

170
NIETZSCHE Y LA METAFISICA

Entre los valores de los que habla está el de «pasar de largo». Es ésta
una fina observación de Hartmann sobre la que hoy mismo tendre­
mos ocasión de volver, con motivo de una prueba poética que me
propongo hacerles al final de esta conferencia.
En fin, no necesito volver a recordar los abusos que cometió
más tarde el fascismo con este Nietzsche academizado y domestica­
do. La época en la que Nietzsche pasó a primer plano es la Italia de
Mussolini y su ambiente acuñado en parte por la predilección que
por Nietzsche sentía D’Annunzio. Un verdadero prefascista, Alfred
Baeumler, seguiría más tarde dirigiendo en Berlín la política cultural
del Reich de Hitler. Ya en 1933 Baeumler había presentado en un
pequeño volumen de la editorial Reclam una nueva interpretación
de Nietzsche centrada en la idea de que éste había predicado el
superhombre, lo que equivale a decir la nueva sabiduría, la voluntad
de poder. En cambio Baeumler tenía curiosas reticencias en relación
con la doctrina del eterno retorno de lo igual, que no era capaz de
tomar filosóficamente en serio.
Se advierte, pues, cómo en estos ambientes prefascistas, y bajo la
influencia de alguien como Bauemler, se dio una relevancia absoluta
a una de las posibles perspectivas sobre Nietzsche por razones políti­
cas. No es difícil imaginar hasta qué punto, y por lo mismo, se acaba­
ría más tarde demonizando a Nietzsche. Al final del tercer R eich, y
siendo yo rector de la universidad de Leipzig, los rusos — como se
menciona en el prólogo— pretendieron de mí que tachase el nombre
de Nietzsche de la lista honorífica de los antiguos alumnos de esa
universidad, una lista que se iniciaba con nombres como Altdorfer y
Durero. Yo les contesté: «Imposible. Eso sería ponerse en ridículo».
Les propuse entonces, como alternativa, suprimir la lista completa. Y
es lo que se hizo. Así el oficial ruso había cumplido sus órdenes y yo
no me había sometido. Allí donde no se tiene capacidad de decisión,
la única forma de poner de manifiesto el sinsentido es obrar así.
Hasta el fin del régimen la lista de honor de la universidad de Leipzig
no volvió a imprimirse en las guías académicas.
Cuando los americanos liberaron Leipzig en 1945, unas semanas
más tarde fui en bicicleta a la zona de Naumburg, pues estaba inten­
tando que los americanos nos devolviesen a mi alumno Volkmann-
Schluck, al que tenían prisionero. Lo menciono porque tuve que
pasar junto al pueblo en el que nació Nietzsche, Rócken, y visité de
paso su tumba: unas simples planchas de hierro al borde de la iglesia,
rodeado de las tumbas de sus familiares. A la vuelta pensaba: ¡Qué
curioso! Un hombre que decía: yo soy dinamita. ¡Y que verdadera­
mente lo era! ¿Cómo será eso: que alguien diga de sí mismo: yo soy

171
APORTACIONES A LA HISTORIA UNIVERSAL DEL PENSAMIENTO

dinamita? Lo único que uno pensaría es que alguien así está loco. Y
así era. ¡Y sin embargo era realmente dinamita! Más tarde empezó a
entenderse todo esto, y sólo por el lado fascista. Manfred Riedel ha
recordado recientemente una conversación que tuvo lugar en la ra­
dio de Fráncfort entre Adorno, Horkheimer y yo a propósito del
cincuentenario de la muerte de Nietzsche. Yo acababa de hacer de
mediador para facilitar el regreso de ambos de América a Fráncfort.
La conversación acaba de publicarse. Hay un punto en el que parece
que algo se ha perdido por razones técnicas. Es cuando Horkheimer
intentaba explicar que Nietzsche había perdido la confianza en la
fuerza solidaria, moral y espiritual de la burguesía, y que por eso no
había hecho suyos los grandes ideales progresistas de reforma de la
sociedad. A eso yo respondí: «Pero señor Horkheimer, ¡no preten­
derá usted hacer de Nietzsche un reformador social progresista!».
No se hace justicia a Adorno y a Horkheimer descalificándolos
por marxistas. Las cosas no son tan simples. Lo suyo era también una
crítica a los efectos del pensamiento marxista con su orientación eco-
nomicista. He mencionado aquella tertulia de 1950 con el fin de
mostrar cómo el pensador que realmente era Nietzsche tenía que ir
siendo incorporado poco a poco a la discusión. El propio Heidegger,
una vez que empezó a comprender su equivocación con Hitler, estu­
vo a lo largo de los años treinta ofreciendo cursos sobre Nietzsche en
la Universidad de Friburgo, que más tarde se hicieron asequibles al
público cuando se publicaron a comienzos de los años sesenta.
¿Y cuál es realmente el tema? En la actualidad hay una discusión
muy viva en toda Europa, pero sobre todo en Francia. Allí, tras el
descubrimiento de Hegel y la fase heideggeriana, son cada vez más
los que se ocupan de Nietzsche. No voy a entrar aquí en esas con­
troversias. Ya lo he hecho en mis últimos trabajos, y para eso hace
falta gente más joven y con nuevas energías que le permitan ver
mejor las cosas. Yo sólo voy a recordar de qué va el asunto: va de la
«superación de la metafísica». Este es de hecho el planteamiento por
el que Heidegger ha llamado, por así decirlo, a Nietzsche a la discu­
sión. Y allí donde el propio Nietzsche ya no tiene respuestas, el reto
se desplaza a todos los que intentamos pensar con Nietzsche si­
guiendo a Heidegger.
¿Qué es eso de la «superación de la metafísica»? Le debemos a
Heidegger haber entendido la unidad interna y la estrecha conexión
entre los conceptos básicos de la «voluntad de poder» y el «eterno
retorno de lo igual». Son dos sentencias que se hacen oír en Zara-
thustra, el profeta del superhombre. No se pueden separar ambas
doctrinas: el llamado superhombre y el eterno retorno de lo igual.

172
NIETZSCHE Y LA METAFISICA

Pues es un «superhombre» aquel que puede vivir en las condiciones


extremas de falta de salida sin salvarse de la desesperación pensando
«ya pasará». No pasará, volverá siempre, una y otra vez: ésta es la
doctrina del eterno retorno de lo igual. Una doctrina que, en lo que
a mí se me alcanza, posee una inaudita fuerza apelativa. La idea es
que no tiene sentido afirmar los valores reales del hombre, la vera­
cidad, la sinceridad, el tacto, la vergüenza, la consideración, por el
hecho de que en el más allá vaya a haber algún tipo de recompensa,
ni evitar los correspondientes contravalores por miedo a un castigo.
Aunque todo vuelva a ser igual, incluso aunque todo se venga abajo,
seguirá habiendo ese único auténtico imperativo categórico, algo sin
cuya razón práctica nosotros no seríamos. En esto Kant sigue te­
niendo razón.
Pues bien, uno de los grandes éxitos de Heidegger fue mostrar
esto también en Nietzsche. La voluntad de poder vive en nosotros y
se acrecienta al margen de cualquier objetivo particular sobre el cual
deseamos tal poder. Esta es la esencia de la voluntad de poder que
Nietzsche muestra en todo lo que hacen los hombres. ¿Pero qué
significa «poder»?
Si con lo que sigue demuestro estar queriendo convencerles,
será un caso más de voluntad de poder. Eso es algo que siempre se
puede decir. Y sin embargo también esta afirmación se encuentra
bajo la importante reserva de que la vida no discurre sólo de esta
forma ciega de acontecimientos que se repiten, sino que quiere y
dice una cosa y no otra. O lo que es lo mismo: el problema no es
sólo la verdad en el sentido extramoral del término. Mi reserva
tiene que ver con lo que Heidegger ha denominado siempre la ver­
dad del ser. Todo esto son cuestiones muy difíciles, relacionadas
con la renovación o reasunción de la pregunta antigua por el ser y
de la respuesta que ha proporcionado la metafísica. Todo el conjun­
to del destino europeo se reúne de pronto ante nosotros a los ojos
de Heidegger, confrontándose con nuevas conexiones del ser y con
los haremos de una humanidad global. De repente Europa se nos
muestra bajo una nueva luz. Es el Occidente más allá del cual inten­
tamos llegar con nuestro pensamiento.
Recuerdo que cuando vi el primer anuncio de un curso de Hei­
degger, la palabra «Occidente» formaba parte del título. Heidegger
era plenamente consciente de que, por ejemplo, en China y en Ja ­
pón se piensa en otras categorías diferentes de las de la tradición
occidental. Y que no obstante el retorno a nuestros propios comien­
zos es indispensable para que Europa se mueva hacia su propio
destino, sobre todo una vez que la ciencia y la técnica modernas han

173
APORTACIONES A LA HISTORIA UNIVERSAL DEL PENSAMIENTO

acabado por transformar el conjunto del planeta en un gigantesco


taller. No voy a entrar ahora en detalles. Sólo quisiera recordar que
cuando Heidegger hizo su crítica al concepto del ser entre los grie­
gos, colocándolo bajo el no muy afortunado término de Vorhanden-
seitt (estar dado), y oponiéndole los de Zuhandensein (estar a mano)
y Daseirt (estar ahí), lo que le importaba era comprobar si no segui­
remos teniendo algo que aprender de los griegos.
Entronques de pensamiento que intentan ir más allá de estos
conceptos, y que quizá estuviesen en condiciones de rebasar el sen­
tido del «estar dado» — por ejemplo experiencias religiosas como el
mensaje cristiano, o experiencias del budismo y del confucianis-
mo— tal vez tampoco nos lleven suficientemente lejos, si seguimos
pensando con nuestros conceptos. Tenemos que recordar que, en el
nacimiento occidental de nuestra filosofía, la matemática tuvo un
papel predominante. ¿Pero no habrá pese a todo en los comienzos,
o tal vez en Aristóteles, algo que no se agote en la idea del estar
dado? Yo al menos creo descubrir algo de eso en las ideas aristoté­
licas de dynam is y enérgeia. D ynamis es fuerza, conocemos la pala­
bra «dinámica» por la física moderna. Enérgeia es una expresión que
apenas se reconoce ya por detrás de la de «energía», tan profunda es
la transformación que ha experimentado ese significado, entre otras
cosas en virtud de las teoría de la voluntad. Si quisiésemos reflejar el
sentido de ese término con un vocablo alemán — algo que Heideg­
ger parece haberse propuesto también— , cabría traducir enérgeia
por Vollzug (realización). Pero esto significa que ciertas cosas sólo
están «ahí» si se las realiza; no basta con hacerlas objetos. En el
momento en que mi reflexión se centra en ellas, dejan de ser lo que
yo había visto en ellas. Y algo parecido sucede con alétheia, el térmi­
no griego para la «verdad».
Si todo esto es correcto, nos hallamos ante un límite que no han
podido mantener ni la metafísica ni su sustitución por las ciencias
del siglo xvii, en particular por las pretensiones de verdad de la
física cuyos resultados mantienen en vida la civilización técnica. Si el
«estar dado» (Vorhandenheit) ha de ser lo mismo que la «verdad
científica», y si ha de seguir siendo verdad que es un «hecho» lo que
podemos «medir», entonces tal vez sea realmente verdad que con el
inicio del siglo xvii empezó una fase que ha terminado llevándonos
al nihilismo denunciado por Nietzsche: al eterno retorno de lo igual,
o sea, a un estar activo que sólo reconoce lo que puede hacer. En
Heidegger entran luego en juego conceptos muy distintos, sobre
todo el del «juego» o el del «acontecimiento». Esto ya casi suena a
cita de Nietzsche: No hay «hechos», sólo «interpretaciones».

174
NIETZSCHE Y LA METAFISICA

Pero si todo esto es correcto, ¿qué es la verdad? ¿Es alétheia


únicamente el desvelamiento que hace que algo esté presente? ¿O
incluye un saber de la léthe, la gran corriente del olvido que los
muertos sólo detienen un instante al atravesarla en el Hades, cuan­
do les alcanza la sangre del sacrificio de Ulises? Aquiles se entera por
Ulises de que su hijo Neoptólemo ha sido el verdadero vencedor de
Troya. En versos incomparables nos narra Homero cómo la sombra
de Aquiles retrocede alegremente para volver a hundirse en la léthe,
en el olvido.
Es, pues, posible que ya entre los primeros griegos la palabra
alétheia no se agotase en el poner de manifiesto y enunciar, sino que
tuviese algo que ver con el ocultar y proteger. Y es posible también
imaginar que Heidegger se vio llevado por este camino, porque
siempre estuvo buscando a Dios. La pregunta es entonces si eso que
lleva más allá de nosotros y de nuestra capacidad de saber no debe­
ríamos pensarlo como una cosa que al mismo tiempo nos familiariza
también con nuestras propias capacidades de pensar y entender.
Sería un tipo de ilustración que no se vería confirmada por un ateís­
mo dogmático, porque muchas cosas siguen guardadas en nuestra
memoria sin que lo sepamos, pero necesitamos «conservarlas» para
que sigan contribuyendo a determinar nuestra experiencia vital.
Todos sabemos que tras su error político de 1933 Heidegger soñó
tal vez, o tal vez anheló, un mensaje de redención en Hólderlin.
Podría ser que cuando, después de esto, Heidegger se volvió a
los griegos, pretendiese con Nietzsche, si no ver la «obra de arte del
futuro», sí al menos ganar nuevas perspectivas a partir del espíritu
que vive en las lenguas. Algo tiene que querer decir el que fuese en
la lengua de la épica de Homero donde Parménides, con su poema
doctrinal, intentó sus primeras audaces formaciones de conceptos
como la de tó ón t el ser, y que fuese en esa misma lengua donde
Empédocles proclamó su doctrina de las cuatro raíces del ser que
más tarde se canonizarían como «los cuatro elementos». Es el enig­
ma de la palabra y de la lengua lo que se oculta aquí.
Valdría la pena que nos demorásemos un poco más en la rela­
ción entre palabra y concepto. Cuando yo concibo ambas cosas en
una es porque intento mostrar que uno de los grandes logros de
nuestros días ha sido el modo como Heidegger ha vuelto a hacer
hablar a ciertos conceptos; tal como lo ha hecho, no será fácil ir más
allá de él. Quizá vuelva a haber un gran pensador como él, capaz de
transformar también esto en nuevas figuras de la verdad. Pero es
seguro que aún no hemos llegado tan lejos. Por el momento, y al
contrario, tenemos que seguir sabiendo con Heidegger que nuestro

175
APORTACIONES A LA HISTORIA UNIVERSAL DEL PENSAMIENTO

objetivo sigue siendo no sólo ver la verdad en el sentido de estar


manifiesto, estar desvelado, sino al mismo tiempo la verdad de la
realización de la existencia: el «ahí» del ser*, en el que se refleja
tanto lo uno como lo otro, y en el que evidentemente la oposición
de palabra y concepto se aguza de un modo muy especial.
«Concepto»: no hay en la antigüedad griega un término adecua­
do para ello. En la Edad Moderna «concepto» es el modo de apre­
hensión por el cual ganamos poder sobre algo. Esto es correcto.
Pero hay otro sentido más de «concepto» que también conocemos
todos. Me refiero a lo que en alemán llamamos Inbegriff (el conteni­
do de un concepto), cuando decimos, por ejemplo, que el In begriff
del descaro es una cierta actitud propicia a la inoportunidad o a una
insistencia que uno no creería posible, o que algo es el In begriff de
la capacidad de entrega. Otros usan este término de un modo que,
como muestra Hegel, revela un alto sentido del ser: se refieren a la
realización más pura de lo esencial, en la que no hay nada de inesen­
cial, nada débil o a medias. También a esto se le puede aplicar el
término de In begriff a la hegeliana. (Por supuesto, el uso predomi­
nante de «concepto» es hoy día el instrumental, que llega hasta la
matemática, por más que ésta ejerza su propia fascinación como
campo de investigación específica y no se limite a proporcionar a las
ciencias de la naturaleza sus instrumentos de trabajo.)
Y bien, ¿qué decir de Nietzsche y la metafísica? De acuerdo con
la investigación de los franceses, el punto débil de Heidegger fue
quedarse por detrás de Nietzsche y recaer en la metafísica, empeña­
da en seguir preguntando únicamente por el ser, como si ésa fuese la
pregunta filosófica fundamental. En Nietzsche sería totalmente dis­
tinto: una ciencia «alegre», un buen humor en el que una nueva
salud vive y juega, porque ha superado sobre todo sus penas deriva­
das de las preguntas metafísicas, de todas esas formas de torturarse
a sí mismo. Es claro, y las palabras introductorias de Manfred Riedel
lo dejan bien patente para cualquier oído, incluso para el mío, que
es en esto en lo que reposa la posición excepcional del arte. En él se
realiza la unidad de creación y destrucción, de iluminación y oscure­
cimiento. Ya no más oposición entre el buen humor apolíneo y la
ebriedad dionisíaca, como en el joven Nietzsche. La verdad sería la
unión dionisíaca de la luz con la oscuridad, del crear con el destruir.
Esta unidad es, pues, la verdadera verdad.

* Traducimos aquí Dasein por «existencia», con lo que se pierde la conexión


etimológica de la oración siguiente, que juega con el «ahí» (da) del «estar ahí» (Da­
sein). (N. de los T.)

176
NIETZSCHE Y LA METAFISICA

En este punto habría que hablar de la relación entre el ser y la


apariencia, o al menos hablar sobre la forma como ambos, con esta
vuelta al arte después de Nietzsche, se han mezclado en el juego del
mundo. Es una verdad de realización que no puede ser objeto de
ciencia. La ciencia sólo puede someterse a la realización o pasar
de largo ante la obra de arte. A esto se le llama entonces iconogra­
fía, o investigación de fuentes: lo que se puede conocer científica­
mente en las artes plásticas o en la poesía. ¿Qué representan, o qué
tradición histórica reflejan? O bien: ¿qué sabía el artista sobre su
«materia», o qué había leído el poeta, qué fuentes utilizó? ¿Conoció
o no tal o cual modelo? ¡Esto sí que es ciencia! Ahora bien, si el
resultado es que ya no sabemos si algo es o no es poesía, eso signi­
fica en mi opinión que hemos hecho un mal uso de la ciencia. El
resultado podrá interesar al historiador o al sociólogo, y con toda
razón, aunque se trate de objetos industriales o de kitsch. Todo eso
puede ser útil, como cualquier saber. Pero cuando se trata del arte,
lo que importa es otra cosa, lo único, ese famoso je ne sais quoi que
admiramos y que no sustituye ningún saber útil ni ninguna destreza.
Pero en tal caso hemos perdido lo que la ciencia tenía que ser capaz
de proporcionar: ayudarnos a superar lo incomprensible.
Reconozco que esto es hermenéutica: eso de intentar ayudarnos
a superar lo incomprensible, pero no para decir «ya lo sé», sino para
rebasar el obstáculo y seguir, como el que sigue a una música bien
ejecutada. No hace falta saber cómo ha preparado el compositor la
pieza, ni qué estímulos ha tenido, ni qué de todo eso va a poder
adivinar el público. Nada de eso es parte del «seguir la música». Y lo
mismo pasa con la poesía. No hace falta que nos engañemos a estas
alturas. Si con ayuda de la ciencia logramos oír una palabra como
dirigida o dicha para nosotros, entonces y sólo entonces «entende­
remos» la poesía: en la «correspondencia».
Para terminar quisiera ofrecer una interpretación de un poema
de Nietzsche, y mostrar con algunas palabras cómo puede ayudar la
hermenéutica a qu$ al final la poesía nos sea más «elocuente». Es
una pieza bien conocida, en la que resuena inconfundiblemente el
sentido poético de Nietzsche. El título es «Sils Maria». Es en reali­
dad uno de sus poemas más famosos. Stefan George dijo en cierta
ocasión que esa alma tendría que haber cantado, no hablado. He
aquí el texto:

Sentábame aquí y esperaba y esperaba, mas no esperaba nada,


allende el bien y el mal, ora la luz ora la sombra disfrutando,
juego tan sólo, lago tan sólo, mediodía tan sólo, tan sólo tiempo sin
fin.

177
APORTACIONES A LA HISTORIA UNIVERSAL DEL PENSAMIENTO

Y entonces de pronto, amiga, uno se hizo dos


y Zarathustra pasó a mi lado.

¿Un genuino enigma? He pensado mucho sobre ello, y final­


mente creo saber lo que quiere decir. Esta es una de esas típicas
dificultades de las que hablaba antes: una vez que se ha entendido el
poema, este tiene que parecemos más elocuente, más hermoso. ¿Qué
es eso de uno y dos? Bien, ¿de qué se ha hablado antes? De total
armonía. De una armonía del ánimo en la Engadina, ese magnífico
paisaje en el que puede hallarse algo así como la completa armonía
del alma. Es sin duda lo que expresa el verso central: «lago tan sólo,
mediodía tan sólo, tan sólo tiempo sin fin». ¿Pero qué significa la
repentina alocución «Y entonces de pronto, amiga, uno se hizo dos
y Zarathustra pasó a mi lado»? Estoy seguro de que no se debe
pensar en otra cosa que en esa armonía que se experimenta «de
pronto», pero «no» como destruida por algo hostil, sino sentida
como amiga: como la felicidad de esta cabal armonía. En ese instan­
te el pensador Nietzsche sabe que es como Zarathustra, pero que no
es Zarathustra. Nietzsche sabía esto, y su noble humanidad es testi­
go de ello: Zarathustra pasa a su lado. En otro lugar he señalado
que la doctrina del eterno retorno de lo igual en Así h abló Zarathus-
tra es cantada por los animales, no por el hombre que se ha aparta­
do de ellos.
«Uno se hace dos»: esa unidad de la armonía con todo y consigo
mismo es algo que no podemos retener, que se desdobla. Este es,
por así decirlo, el verdadero mensaje de Zarathustra al pasar. Por
eso Así h abló Zarathustra empieza diciendo «Así empezó la caída de
Zarathustra»: es el intento, dentro de este radicalismo apabullante
de la voluntad de poder que sabemos en acción en todas partes, de
ser capaces finalmente de prescindir de la redención en algún tiem­
po remoto, más allá del ser. Aceptar ambas cosas y decir «sí»: ése es
el mensaje. El que sabe, pasa de largo, «me» deja atrás. Justo aquí
creemos sentir algo de lo que el propio Heideger tenía in m ente, y
que habría podido mostrar mejor en un Platón que en los recovecos
conceptuales de la distinción aristotélica entre dynam is y enérgeia.

178
S O B R E LA T R A SC E N D E N C IA D E L A R T E
13

TRANSFORMACIONES EN EL CONCEPTO DEL ARTE

Es tarea irrenunciable de la filosofía dar cuenta de las transforma­


ciones que ha experimentado el concepto del arte. Pues sin duda
para cualquiera que tenga alguna relación con el arte, o que aspire a
tenerla, es importante reflexionar sobre los cambios que ha sufrido
el arte mismo, así como sobre los que ha experimentado su concep­
ción. En el fondo nadie puede sustraerse a esta tarea, y el tema no
puede dejarse meramente en manos de los expertos o investigado­
res, ni de los historiadores del arte, sino que es cosa del filósofo, que
es quien desde siempre ha tenido el cometido de hacer que lo que
parece lógico y natural se vuelva autoconsciente. El es el que tiene
que dar con los conceptos adecuados, aquellos en los que los demás
puedan verse reflejados.
Ahora bien, lo que está pasando con nuestra relación con el arte
en la actualidad no tiene nada de lógico ni de natural. Es más bien
algo profundamente inquietante. ¿Cómo reconocer el concepto del
arte, tal como se ha desplegado en la historia de nuestra cultura, en
lo que ahora pasa por ser arte y se valora como tal?
El análisis de esta cuestión tropieza con los límites de todo aquel
que se enfrenta a ella. Son límites derivados de su propia experien­
cia del arte, así como de la relación que las diversas generaciones
todavía vivas han ido teniendo en cada caso con lo que ha sido su
arte contemporáneo. Y, si yo me atrevo a hablar teóricamente de
estas cosas, lo hago apoyándome en grandes modelos. Y entre ellos
destaca sobre todo Immanuel Kant (1724-1804), quien, con su Crí­
tica de la fuerza de juzgar, se convirtió en el fundador de la estética
clásica en Alemania. Un hombre que nunca abandonó los límites de

181
SOBRE LA TRASCENDENCIA DEL ARTE

su ciudad natal Kónigsberg y de su patria, que nunca pudo contem­


plar ningún original realmente importante, y cuyo gusto artístico
dista de poder ser considerado modélico. Así pues, entender lo que
es el arte está al alcance también de quienes tienen con él experien­
cias muy escasas. Pero, especialmente, la cuestión candente ahora en
relación con el arte es si nuestra familiaridad con la rica tradición
histórica del arte, en la que vivimos y que nos ha sido legada^sirve
todavía para algo.
Poco a poco se ha ido generalizando la duda sobre cómo deter­
minar lo que es el arte, así como sobre el papel que éste ha desem­
peñado cuando fue la expresión suprema de la cultura humana, esto
es, en la época burguesa que hemos dejado atrás. Entre los más
jóvenes se extiende una actitud ajena a la tradición, incluso hostil a
ella, como es propio de una civilización cada vez más acuñada por la
técnica. Para ella, o bien la prosa de las naves industriales y de las
oficinas constituye el modelo de las posibilidades de organización
de la vida humana, o bien intenta inútilmente defenderse de lo que
le impone la escueta lógica de las cosas. ¿Cómo podría ponerse de
acuerdo este sentimiento de la vida con el concepto de una cultura
artística y una educación estética como las que han soportado nues­
tra cultura hasta ahora, y que sólo han podido vivir del proceso de
sus propios cambios y enriquecimientos?
Transformaciones en el concepto del arte: una expresión que
tampoco satisface del todo. ¿Cambian los conceptos? Lo que cambia
es nuestra manera de concebir el arte, así que en realidad lo que
cambia son nuestros esfuerzos por concebir más profunda o adecua­
damente lo que es el arte. Hemos aprendido a hacernos esas pre­
guntas a nosotros mismos por la vía de la dimensión del lenguaje. ¿A
qué se refiere la palabra «arte»? Hacer esta pregunta significa plan­
tearse cómo se ha llegado a usar el término «arte» sin calificativo
alguno. El uso absoluto de la palabra «el arte» es ya el problema.
¿Desde cuándo se habla así, y qué quiere decir eso? Cuando en las
hablas alamánicas* se llama «el arte» al banco que rodea a la estufa
de la cocina en las casas de los labradores, es también un uso abso­
luto del término; tal vez porque la cerámica artística llegó a impo­
nerse en esa pieza hasta el punto de que todos la consideraban algo
increíblemente artístico.
Pero qué duda cabe de que éste no es el sentido de «el arte» con
el que estamos familiarizados por el uso y el sentimiento del lengua­

* Los clanes «alamánicos» son grosso modo los germanos que se asentaron en
la zona sudoccidental de la actual Alemania. (N. de los T.)

182
TRANSFORMACIONES EN EL CONCEPTO DEL ARTE

je actual. Hasta entrado el siglo xix había que hablar de las «bellas
artes» para evitar malentendidos. Por aquel entonces el concepto
del arte comprendía aún todo lo que tiene que ver con la técnica, el
oficio y la destreza en general. De hecho en nuestro lenguaje habi­
tual la cosa sigue siendo igual. Relacionamos la palabra «arte» con
cierta destreza manual, motivo por el cual, cuando se habla ahora de
arte «moderno» o incluso «postmoderno», se piensa menos en la
literatura y en la música que en las llamadas artes plásticas, en las
que la mano del artista hace nacer una obra visual. Es un punto
interesante y que conviene recordar a la hora de aclararse sobre el
concepto del arte. Por otra parte para la reflexión filosófica convie­
ne no olvidar tampoco que «el arte» se refiere a un campo de conte­
nido mucho más vasto, que además de todas las artes literarias com­
prende también, por ejemplo, la arquitectura, a pesar de su conexión
con lo utilitario y con la técnica moderna.
Cuando hablamos de «el arte» nos situamos en un uso lingüís­
tico que procede del Romanticismo alemán y que obtuvo en él su
impronta propia. Lo que las generaciones anteriores habían produ­
cido y entendido como arte en relación con la religión y el mito se
elevó entonces a una autoconciencia autónoma. Esto dejó en segun­
do plano la oposición entre las artes mecánicas y las bellas artes. El
arte se liberó, se hizo «absoluto» en un sentido literal. Y esto implicó
al mismo tiempo que tomaba sobre sí, internamente, la carga de un
enorme legado del pasado. Desde el Romanticismo todo esto forma
ya parte del concepto del arte, e incluye también algo así como un
«pathos religioso», que desde entonces forma parte de la esfera del
arte. Un poema de Novalis (1772-1801) podría ilustrar bien el áni­
mo religioso que por entonces se apoderó del concepto del arte:

Cuando ya números y figuras


no sean las claves de todas las criaturas,
cuando ellas canten o besen
más de lo que saben los eruditos profundos,
cuando el mundo retorne a la vida libre
y al mundo,
cuando de nuevo luz y sombra
se apareen y engendren claridad real,
y que en cuentos y poemas
sepamos de las historias eternas del mundo,
entonces huirá ante un vocablo secreto
toda la esencia trastocada.

Estos versos salen a nuestro encuentro dentro de una novela,


algo que en las narraciones románticas no es nada raro. En este caso

183
SOBRE LA TRASCENDENCIA DEL ARTE

se trata del H einrich von Ofterdingen. Son, pues, parte de un con­


texto narrativo y, pese a su factura lírica, conservan algo de la desin­
hibición formal propia de la narración. Con tanta más claridad se
expresa en estos versos nuestra pregunta: ¿cómo acabó por adquirir
el concepto del arte esa connotación cuasirreligiosa? Quisiera resu­
mir en tres breves pasos la historia de ese concepto, con el fin de
observar cómo el «arte bello» se convirtió en arte absoluto y final­
mente en «arte ya no bello».
Las expresiones griega y latina téchne y ars no incluyen todavía
nada de esa excelencia especial que caracteriza a lo que llamamos
arte. En primer lugar, designan más bien algo que es común a las
artes mecánicas y a las bellas artes, por más que unas y otras no
tardasen en diferenciarse. La especial destreza que subyace a unas y
otras puede aprehenderse en un concepto común, y así es como lo
hizo Platón (429/27-348/47 a.C.). Unas y otras «imitan» un modelo.
Esto se aplica tanto al artesano que, por ejemplo, imita el zapato
ideal, como aun más al pintor que pinta bien un zapato. Ambas
cosas son mimesis, im itatio, imitación, siguiendo a Platón. Ahora
bien, el arte del pintor pertenece también para Platón a las artes
imitativas en un sentido restringido: sus productos no son verdade­
ros objetos de uso en el mundo (1-1.1).
En segundo lugar el concepto amplio de téchne y ars entre grie­
gos y romanos está en conexión directa con el concepto de la natu­
raleza. «Arte» es lo que es capaz de rellenar, gracias al espíritu in­
ventor de los hombres, los espacios vacíos que deja la naturaleza en
sus formaciones, lo que eventualmente puede llevar a formaciones
de mimesis más elevadas.
Y en tercer lugar se nos sugiere aquí un hecho que mueve a
reflexión. Como parte de la téchne, que se caracteriza como una
destreza acompañada de conocimiento, y en la cual llega a su per­
fección la capacidad de producir o fabricar, aparece también la poe­
sía, a la que se atribuye una cierta primacía. La propia palabra
«poesía» contiene ese matiz. Pues literalmente significa «hacer, pro­
ducir». Y está claro que aquí el «producir» está pensado bajo una
forma particularmente eminente. Esta producción no sólo es inde­
pendiente de los diversos dominios en los que la artesanía fabrica
sus productos, sino también de los diversos «materiales» con los que
trabajan las «artes plásticas». La poesía se llama poesía porque es un
producir en general, como explica Platón en un famoso pasaje del
S ofista; eso sí, inmediatamente a continuación se ocupa de la imita­
ción «plástica» (y ya no de la poesía). La poesía es el hacer «puro»,
que no requiere ni materiales ni mano de obra. De este modo la

184
t r a n s f o r m a c io n e s en el c o n c e p t o d el a rte

poesía es la única forma de arte que se encuentra, por así decirlo,


desde el principio en el camino hacia una nueva «libertad». En su
«producir» no tiene que vencer resistencia material alguna, a dife­
rencia de lo que les ocurre tanto al artesano como al artista plástico.
Suya es la enigmática característica de hacer surgir de todo a partir
de nada, a partir de sonidos evanescentes y de signos gráficos conge­
lados. Es esta espiritualidad de la poesía lo que confiere al poeta en
la cultura antigua una posición tan especial frente a los demás artis­
tas. Estos no dejan de ser aficionados, pues trabajan con las manos
como cualquier artesano.
Esta peculiaridad de la poesía apunta hacia una libertad mayor y
de más alcance en el espíritu inventor del hombre y en su capacidad
de crear formas. En seguida percibimos que estamos ante una nueva
forma de soberanía, la de una configuración productiva que sitúa
todo, desde el principio y desde todas partes, en una especie de nue­
va simultaneidad. Este es el misterio de la literatura y lo que la distin­
gue de lo demás: no es una cosa que se nos presente en su materiali­
dad ni en relaciones fijas con su entorno, sino algo que ha de ser
reactivado cada vez a partir de signos y símbolos, y que por eso no
parece vinculado a espacio y tiempo. Si uno es capaz de comprender
este nexo, empieza también a entender cómo se pudo formar, a par­
tir de esa tradición primero oral y luego escrita de la potesis, un
concepto universal del artista creador y del arte creativo, y por qué
ese concepto alcanzó en la era del racionalismo su primera autonomía
y claridad conceptual, en lo que denominamos la estética filosófica.
La estética, que como disciplina filosófica es una creación del
siglo xviii, representa sin duda una compensación a la desmedida
pretensión de la era de la Ilustración de aprehender de forma vincu­
lante toda verdad sólo a base de aclarar conceptos. Volvemos a
confirmar la conexión, mencionada más arriba, con la omnipotencia
de la palabra que subyace al concepto de potesis, poesía. Es el caso
del primer creador de una estética filosófica, Alexander Baumgarten
(1714-1762). Para él es clara la primacía de la poesía — algo que no
se suele tener en cuenta— , casi como una simple modificación de la
retórica; por eso, cuando él llama cognitio sensitiva al tipo de cono­
cimiento propio de las artes, la poesía representa para él un tipo de
conocimiento que no pasa por el concepto sino por los sentidos. Y
esto no significa, evidentemente, que los sentidos le ofrezcan a uno
una mera copia de la generalidad del concepto, como sería el caso
de la alegoría, sino todo lo contrario: que en lo particular, en lo
singular, en el cuadro pintado o en la palabra poética, lo universal
está ahí por sí mismo, de modo sensible.

185
SOBRE LA TRASCENDENCIA DEL ARTE

En el fondo esto supone algo que tenemos que concebir como


un cambio fundamental en nuestros conceptos sobre el mundo. Hay
una palabra en la que la transición resulta totalmente transparente:
la palabra kóstnos. Significa en origen «adorno», o también «orden
bello». Y sólo porque el universo muestra una regularidad y armonía
tan apabullantes, con la inaudible música de las esferas; sólo porque
el todo de las realidades es un orden tan preciso, pudo la palabra
kóstnos acabar designando, en el curso de la historia del pensamien­
to griego, el universo. La imagen primigenia del buen orden y de la
belleza sale a nuestro encuentro en el curso de las estrellas, y prefi­
gura en el fondo (hasta en su aplicación a la cosmética) todo cuanto
estamos dispuestos a considerar hermoso.
Desde luego es necesario tomar aquí el concepto de lo «bello» en
un sentido filosófico muy amplio, como muestran las reflexiones an­
teriores, si es que uno quiere entender algo. ¿Qué quiere decir «be­
llo»? Es bello aquello respecto de lo cual nadie que esté en sus caba­
les preguntaría para qué sirve. Lo propio de lo bello es que reprime
categóricamente cualquier pregunta por su utilidad, su objetivo, su
sentido o su uso. El concepto de lo bello implica libertad respecto de
objetivos. Es así como surge la conocida expresión «artes liberales»,
que caracteriza las artes del sistema escolar en la Antigüedad tardía, y
que carecen de utilidad práctica. Se las llama libres porque no están
al servicio directo de ningún objetivo aplicable. El concepto de lo
bello lleva consigo algo así como su autojustificación.
Pero hay algo más en él, una cierta impresión de que el pensa­
miento que se guía por objetivos no constituye un marco suficiente­
mente amplio para él. Cuando se rechaza la pregunta de «para qué
sirve», se está rebasando sin duda el marco del objetivo vital de la
supervivencia, que abarca todo aquello que está al servicio de este
objetivo natural y que determina también al hombre como ser natu­
ral. También fuera de la naturaleza humana se encuentran cosas que
rebasan el comportamiento orientado hacia fines e invaden el domi­
nio de lo lúdico; que no se rigen por el principio de la superviven­
cia. Sin embargo el hombre ha desarrollado, desde el comienzo mis­
mo de su civilización y con el paso del tiempo, tal riqueza inventiva
y una destreza tan inaudita, que ha acabado por llenar de «belleza»
no sólo sus espacios vitales sino también sus espacios mortales, sus
tumbas y enterramientos.
Si se toma el concepto de la belleza con esta amplitud, se com­
prenderá también la posición sistemática que ocupa la estética filo­
sófica en el siglo xviii. Representa casi una última posición defensi­
va a la que se retira la experiencia del orden universal del cosmos.

186
TRANSFORMACIONES EN EL CONCEPTO DEL ARTE

Aquello que lo gobernaba todo en el orden cerrado de la astrono­


mía antigua y medieval y en ese modelo de orden universal que se
ofrecía como tal para los asuntos humanos, ha perdido su sustento
cósmico. La nueva infinitud del universo despierta otro tipo de sen­
timiento: el de lo sublime. Sin embargo, también en el seno de un
sistema postcopernicano el arte, y la belleza natural que se manifies­
ta bajo la luz que él arroja, defienden el derecho de lo bello. La
nueva estética vincula estrechamente lo sublime y lo bello en la
naturaleza y en el arte. Este adquiere así un nuevo rapgo, desde el
momento en que ya no se limita a ser la decoración esplendorosa de
un todo real bien ordenado. Sólo ahora el arte se presenta como tal,
y no sólo como acompañamiento de un gran nexo ordenado de la
vida y de la cultura: el arte depende ahora sólo de sí mismo.
En estrecha relación con esto está la nueva carga religiosa que
asume el concepto del arte. Ahora éste ya no se limita a los conteni­
dos familiares a las tradiciones griega, judía y cristiana, que propor­
cionaron en el pasado el marco del arte. El arte busca ahora activa­
mente a su alrededor el mito, pues siente nostalgia de los tiempos
míticos. Y justamente esta búsqueda de una nueva mitología deja
libre curso a la imaginación, la cual va creando en condensaciones
siempre nuevas un orden enigmático que es más que lo meramente
útil. De la veneración romántica por el arte surge «el arte» como
forma propia, frente a los dogmas de las iglesias y de la Ilustración.
La pregunta que ha adquirido perfiles tan agudos en nuestro
siglo, con su revolución artística y su nueva manera de pensar sobre
el arte, es si ese concepto universal de lo bello, procedente de la
cosmología antigua y que ha seguido siendo dominante hasta la
moderna estética filosófica, puede seguir determinando nuestro pen­
samiento sobre el arte; si el desarrollo interno de la producción
artística en los últimos tiempos no nos estará obligando a poner en
cuestión incluso el propio concepto del arte y de la obra de arte, y
a presentar nuevas posibilidades de pensar sobre ello.
Si queremos afrontar esta cuestión, tendremos que empezar por
evitar un malentendido que se sugiere por sí mismo. Si queremos
aclararnos a propósito de los cambios en el arte y su eventual in­
fluencia sobre el concepto de éste, deberemos procurar no confundir
esos cambios con los del gusto. Los cambios de gusto constituyen un
fenómeno primariamente social, por mucho que intervengan en ellos
también momentos estéticos y psicológicos del individuo, del artista,
de la generación que él contribuye a caracterizar. Los formalistas
rusos tienen el mérito de haber puesto de manifiesto las leyes que
rigen tanto la producción de estímulos como el embotamiento frente

187
SOBRE LA TRASCENDENCIA DEL ARTE

a ellos. El ritmo de embotamiento de las sensibilidades es evidente­


mente independiente de la capacidad expresiva de la producción ar­
tística. Es perfectamente posible separar el arte de la perspectiva del
gusto, esa epidermis sensible de nuestra experiencia de lo bello. De
modo que podemos decir de un cuadro o de un poema de máxima
calidad que no responde a nuestro gusto; y tal vez algún día acabe­
mos reconociendo que hemos terminado por cogerle gusto. __ .
El concepto del arte y de sus cambios no pueden regirse por esta
dimensión del gusto. Nos atenemos así al paso decisivo que se dio
en el desarrollo de la estética filosófica entre Kant y Hegel (1770-
1831), y que culmina en la obra de éste. Así como Kant, en su crítica
de la fuerza de juzgar estética, se guiaba por el punto de vista del
gusto, Hegel asigna a éste una posición subordinada, y pone en
primer plano la soberanía del punto de vista del arte, con toda la
pluralidad y variabilidad de sus formas de manifestarse. Los cursos
de Hegel sobre estética fundan una nueva perspectiva sobre el mun­
do, que parte de la posición del arte. Esta perspectiva libera toda
una dimensión histórica, o más bien la dimensión de lo histórico. La
estética de Hegel, como historia de las maneras de ver el mundo, es
decir, de la secuencia de maneras de ver el mundo, constituye el
primer esbozo de una historia del arte.
Sin embargo lo esencial no es esto, sino el hecho de que con ello
el punto de vista del arte obtiene una fundamentación que le confie­
re validez universal más allá de toda dimensión histórica. Como lo
expresa Hegel, el concepto del arte aparece, junto a la religión y la
filosofía, como una figura del espíritu absoluto. Esto significa que lo
que sale a nuestro encuentro en el curso de la evolución histórica del
arte, y bajo las formas de la aspección*, no son ya verdades condicio­
nadas y que puedan ser superadas. El arte como multiplicidad de
maneras de ver el mundo es de una soberana simultaneidad. Lo que
yo contemplo es sin duda algo condicionado por la historia; pero
este condicionamiento no lo convierte sin embargo en un saber relati­
vo: nos dice lo que es verdad, aunque el suyo no sea un saber científi­
co o conceptual ni se deje comunicar científica o conceptualmente.
Por supuesto, Hegel restringe luego esta pretensión de soberanía
del arte con su doctrina del carácter pretérito de éste. Esta doctrina
se refiere a que ya han pasado los tiempos en los que las grandes
creaciones del arte, en particular la gran escultura griega, eran obje­
to directo de veneración cultual. Y aunque no pudo caracterizar
análogamente el arte del Medievo, sí que recuerda frente a todos los

* Traducción de la Artschauung kantiana. (N. de los T.)

188
t r a n s f o r m a c io n e s en el c o n c e p t o d el a r t e

intentos neorrománticos de renovar estas formas del arte religioso


que es un hecho que ya no doblamos la rodilla ante estas creaciones
artísticas. Éste es el hecho que percibe Hegel. Y no es que por él
proclame o prediga el fin del arte, sino que ésta es la referencia por
la que él localiza la posición del arte en relación con las representa­
ciones de la religión y las ideas de la filosofía. Lo que ha finalizado
según él es la fusión de las aportaciones del arte con el mundo de las
representaciones religiosas y de las ideas de la filosofía.
En este nexo de ideas, si seguimos a Hegel, o también a Schel-
ling (1775-1854), que veía en el arte el órganon de la filosofía, o si
nos atenemos a nuestra propia época y tomamos la pretensión del
arte como baremo de lo que la filosofía puede llegar a ser en tiem­
pos de la ciencia y frente a un universo gobernado por las ciencias
experimentales, no podremos por menos de aceptar que la preten­
sión de verdad del arte nos coloca frente a una aporía interna. Toda
la extensa historia del arte es la historia de un arte que no se sabe tal
arte. Implicado en nexos de la vida religiosa o profana, sociales y
políticos en cualquier caso, el arte proporciona a éstos ornato y
belleza, y les confiere así un modo de existencia más elevado. Allí
donde demuestra su virtuosismo como arte, como mero saber inde­
pendiente del sentido, se muestra decadente. Ars latet arte sua: «por
su propio arte se oculta el arte». Y allí donde se impone, se degrada
a mero virtuosismo.
¡Qué paradoja! Donde encontramos el arte como arte, y nada
más que como arte, la capacidad expresiva que le es inherente pier­
de su seriedad. Casi dos siglos pervive entre nosotros el eco de la
Ilustración europea, a lo largo de la era de la emancipación de la
burguesía, como arte dotado de un mensaje cuasirreligioso, y ello
justamente porque ni la religión ni la metafísica ni todos los conte­
nidos tradicionales, religiosos o profanos, del arte poseen ya para
nosotros fuerza vinculante directa. El arte y las artes emprenden
intentos incansables, bien de adoptar formas de estilo pretéritas bajo
la forma del historicismo, bien de realizar experimentos con una
audacia que no reconoce límite alguno, y viven así al margen de la
sociedad. Y en el espacio que deja libre un mundo determinado por
un trabajo íntegramente planificado, alcanza más resonancia el dis­
frute cultural de las obras de arte del pasado que las aportaciones
artísticas del presente. Esto era y sigue siendo indiscutiblemente un
síntoma de la descomposición del significado y contenido de la obra
de arte y de su cualidad formal. Es la represión del encuentro con el
arte por causa del disfrute del arte. Esta represión ha hecho cada vez
más patente la problemática del propio concepto del arte.

189
SOBRE LA TRASCENDENCIA DEL ARTE

Es importante recordar este trasfondo del cambio del arte en


nuestro siglo si se quiere entender la radical ruptura con la objeti­
vidad que se ha producido en el quehacer artístico de las últimas
décadas y su efecto sobre la teoría del arte. Mientras el estilo del
arte era dominado por tradiciones compartidas de contenidos tanto
religiosos como ideológicos, no hubo solución de continuidad entre
el reconocimiento ingenuo de verdades profundamente familiares y
la comprensón más refinada de la calidad estética de las obras de
arte. Rota esta continuidad, el reconocimiento ingenuo impide en la
práctica la verdadera experiencia del arte. Y en este punto creo que
nuestra cultura acusa un extraño subdesarrollo. Claro está que no
somos una población analfabeta. Todos hemos aprendido a leer y
escribir. ¿Pero hemos aprendido a ver y a oír como hace falta ver pa­
ra poder experimentar las artes plásticas, o como hace falta oír para
entender la música? La decadencia de los contenidos compartidos
nos pone ante una tarea que, por ejemplo en las culturas de Asia
oriental, está cumplida en virtud de una larga tradición. Tenemos
que aprender a reconocer la significación de la forma artística al ver
y al oír, también con independencia de los contenidos comunicados.
Para ello tenemos un modelo que ha alcanzado en Occidente
una rara perfección, el modelo de un arte sin objeto representado:
la música absoluta. En ella se anticipa lo que la experiencia del arte
contemporáneo exige de nosotros por la falta de cualquier significa­
do compartido y tangible. El gran momento de la música absoluta
fue el clasicismo vienés, pero en parte también la música de órgano
protestante del Barroco. En la historia de la música occidental se
produce una progresiva emancipación de la música instrumental
respecto de su trasfondo vocal, que llega hasta la plena autonomía
de la primera. La música deja de ser un acompañamiento solemne,
un ornato o una parte de la forma de un coral. La obra se cierra en
la unidad de un cosmos, como muestra sobre todo la técnica de
composición vienesa, cuya unidad interna admiramos, y que es la
que más claramente pone ante nuestros ojos la autonomía de la
música clásica. Esto es la música absoluta. Su interpretación en pala­
bras queda al arbitrio del intérprete y se pierde en una desesperante
inasibilidad. Hace muy poco un ingenioso libro de Wolfgang Hil-
desheimer sobre Mozart ha ilustrado esto; el autor se burla, no sin
razón, de la cantidad de interpretaciones diferentes que han ofreci­
do los expertos sobre una misma pieza de Mozart.
El paso a la música absoluta anticipó en una cierta medida el
cambio en la experiencia del arte que hoy nos reúne en esta re­
flexión común. De un modo análogo, también en el terreno de las

190
TRANSFORMACIONES en EL CONCEPTO DEL ARTE

artes lingüísticas la lírica simbolista se acerca a este ideal con su


concepto de la poesía pura, que rompe las fronteras y las reglas de la
gramática y de la retórica, y toma algo así como la música absoluta
por modelo de polisemia en las relaciones entre palabras y sonidos.
Y con ello se hace tan significativa como ininterpretable. Sin embar­
go donde más claro resulta este nexo es en la gran revolución de las
artes plásticas que tuvo lugar a comienzos de nuestro siglo. El espec­
tador, con su bagaje cultural, se encuentra ante el desconcertante
desafío de tener que aceptar la abstracción respecto de cualquier
cosa reconocible, o la deformación de todo lo conocido; tiene que
renunciar a reconocer objeto alguno, y al mismo tiempo se apela a
su cooperación, la del espectador, oyente o lector, para elucidar las
líneas maestras de la forma de la obra y aprender a percibirlas. En la
«obra de arte tradicional» en cambio tenía que ser capaz de percibir
en lo acostumbrado lo insólito, en lo reconocible lo absolutamente
singular.
Pero todo esto arroja la pregunta de si en definitiva no estare­
mos ante un cambio del arte que liquida todo el mundo de los
contenidos familiares, míticos e históricos, y queda reducido a su
esencia pura. A un cambio del arte concebido en estos términos le
correspondería una poética universal, ya no romántica, en la que la
audacia experimental de la creación de formas rechaza toda limita­
ción y se pretende absoluta. La posición radicalmente contraria a
ésta sería la de que el concepto del arte y de la obra de arte terminan
por anularse, o por retirarse a formas de producción que dejan sin
objeto cualquier discurso sobre la obra y su singularidad, su aura.
Pero así son las cosas desde el momento en que producción quiere
decir reproducción, algo que en la artesanía siempre ha sido el caso
y que en la producción industrial se da por sentado. La pregunta es,
pues, genuina. ¿Lo que está pasando en nuestra época pone en peli­
gro el concepto del arte y de la obra de arte?
Al hacerse esta pregunta hay que plantearse si uno mismo no
estará eludiendo el cambio de su propio gusto, del gusto aprendido
y cultivado, si no se estará cerrando a los desafíos de la nueva mane­
ra de hacer arte, o bien, al revés, si no se estará sublevando contra
toda forma tradicional del hacer arte como si fuese alguien comple­
tamente nuevo, lo que nunca se es. Esto no pasa sólo ahora: en la
historia del arte es un hecho bien conocido. Una forma nueva de
arte puede parecer tan contraria al gusto como lo fue sin duda el
Shakespeare que se redescubrió en mitad del clasicismo francés, y
parecer más nueva de lo que realmente es.
Pero antes de discutir la cuestión más general me parece oportu­

191
SOBRE LA TRASCENDENCIA DEL ARTE

no reconocer mi limitada experiencia con el arte moderno. Supon­


go que se comprende fácilmente que alguien de mi generación pro­
curase en su juventud mantenerse al paso de lo que entonces era lo
moderno: la descomposición cubista de las formas, la renuncia a
representar objetos en la pintura, la resuelta deformación vinculada
al expresionismo. Creo que se me puede tener en cuenta esto como
disculpa cuando mencione el tipo de experiencias del arte con el
que me encontré tras la segunda Guerra Mundial, y que comparto
con gente más joven.
Lo primero fueron los dibujos de Henry Moore (1898-1986),
casi aterradores, sobre el submundo del metro de Londres, a partir
de los cuales luego progresó hacia las poderosas masas y formas de
su escultura monumental. También me resultó muy significativo el
repentino giro de Nicolás de Stael (1914-1955), en sus últimos años,
hacia una objetividad monumental y ya no abstracta, una vez que se
distanció del admirado modelo de su amigo Braque (1882-1963).
Pero también en tiempos más recientes me convence el escultor Se­
gal (1924), que hace sus figuras con papel maché y no sólo logra una
nueva interpretación de la realidad, por la aterradora lividez cada­
vérica del material, sino que la fuerza plástica y el realismo abstracto
de sus temas causan una fuerte impresión.
En literatura no podía dejar de ocurrir que el rtouveau rom án
acompañase mi existencia, desde el gran empuje inicial de Rilke
(1875-1926) con sus Cuadernos de M alte Laurids Brigge, pasando
por Proust (1871-1922) y Joyce (1882-1941), hasta Musil (1880-
1942) y Beckett (1906-1989). Pero en esta enumeración falta la
música. Y da igual que sea preclásica, clásica o ultramoderna: la
música siempre ha sido para mí un «enigma que me tortura»: me
atrae, me dice mucho, y sin embargo no colma mi ansia de com­
prender. En cuanto al teatro, me reconozco un nostálgico a la busca
de un teatro literario subordinado a la poesía, por mucho que yo
mismo me dé cuenta de que tal vez me aferró a una tradición pasa­
jera, que empieza en el siglo xvii y que en nuestro siglo se está
extinguiendo.
Por lo que pueden advertir, mis experiencias con el arte de
nuestro siglo no me han dado especial motivo para poner en cues­
tión el concepto de la obra de arte. Y sin embargo ésa es sin duda la
idea principal de las reflexiones actuales sobre la esencia del arte: la
crítica al concepto de obra en general. Y da igual que se envíe un
poema al dominio de las artes ya no bellas, porque su extinguirse en
lo ininterpretable deja insatisfecho el requisito básico de la inteligi­
bilidad inequívoca; o que se niegue de plano la identidad de la obra

192
TRANSFORMACIONES EN EL CONCEPTO DEL ARTE

de arte, dejando enteramente en manos del receptor o del artista


reproductor lo que hace con su modelo y lo que saca de él. Piénsese,
por ejemplo, en la música serial, que proporciona al músico más
posibilidades que reglas, o en el happening. La presunta ininterpre-
tabilidad de las artes modernas, ya no bellas, podría acercarse a esto
en la medida en que se pretende que todas las interpretaciones y
todas las maneras de entender un texto poseen el mismo derecho,
que son interpretaciones igualmente legítimas. Bajo estas condicio­
nes, ¿se mantiene la identidad de la «obra»?, ¿o pensar así es sentar
plaza de un platonismo trasnochado?
Tal vez valga la pena detenerse un momento en el concepto de
la obra. La vieja idea del érgon parece llevar implícita la connotación
de una cierta autonomía respecto del proceso de producirlo, de un
cierto ser-en-sí. Es cosa terminada: téleion. Y en el dominio de la
técnica productiva esto tiene un doble significado. Por una parte, la
obra queda confiada a su utilización, con lo que se la expone tam­
bién al abuso y al desgaste; por la otra, ha sido producida para el
uso, lo que significa que la palabra decisiva la tiene el usuario, no el
productor. Este podrá lisonjearse de haber hecho algo útil, pero ya
con eso está reconociendo la prioridad del usuario.
La obra de arte en cambio no está concebida para el uso, o al
menos no se agota en él, sino que su verdadero significado se mani­
fiesta en la simple adquisición de su forma. Más que producirse,
esto es, quedar lista para el uso, la obra de arte se pone o se expone,
es decir, no está ahí para otra cosa que para estar ahí, para mostrar­
se o ser presentada o ejecutada o lo que sea. La obra de arte es por
así decirlo la obra absoluta, comparable en esto a lo que decíamos
antes de la poesía como un «hacer absoluto». En alemán la preten­
sión implícita en ella resuena especialmente en el extranjerismo
oeuvre, que entretanto se ha instalado también en el dominio de las
artes plásticas. Aquello que a los ojos de su autor carece de entidad,
es lo que el artista no cuenta como parte de su oeuxrre. ¿Habrá
perdido su sentido la idea de oeu w e desde que, con la actual ten­
dencia antimuseal, nuestra experiencia histórica del arte exige que
la creación artística se funda con el mundo de la acción? Para las
artes lingüísticas, y quizá no sólo para ellas, lo análogo a esto sería el
retorno a la retórica, y si se exige que toda creación artística se
vuelva a integrar en el mundo del uso, habría que subordinarlo
todo, en la configuración de los nexos vitales, a la decoración y al
primado de la arquitectura.
La pregunta es, pues, si sigue siendo «válida» la clase de distin­
ción en virtud de la cual la obra de arte se nos muestra como dife-

193
SOBRE LA TRASCENDENCIA DEL ARTE

rente de otros productos de la habilidad humana; o bien si presupo­


ne un concepto del arte que en realidad no ha llegado a su plena
vigencia más que en el curso de la evolución del arte y de su concep­
to hacia el final de su gran historia occidental, con la llegada del xix,
lo que haría de él algo en sí mismo cuestionable. Un punto impor­
tante es, por ejemplo, el hecho de que hablar de la persona del
artista que ha creado una obra no es algo que se pueda hacer en o
para todas las épocas. Y no sólo porque no sepamos su nombre. Es
que hay que preguntarse si verdaderamente tiene sentido hablar del
creador o creadores de las pinturas rupestres, o de las esculturas
olmecas. La pregunta es si esas pinturas rupestres son o no son
distintas de otros ritos de magia para la caza, si las esculturas preco­
lombinas, como artefactos del culto, son algo distinto de los demás
productos artesanales de uso cotidiano. Incluso aunque distingamos
entre la «calidad artística» de los primeros y la banalidad de los
segundos, o aunque el que ha producido esos objetos se reconozca a
sí mismo como tal productor y ponga su nombre o el de su taller en
«su obra», ¿sigue teniendo sentido hablar aquí de arte y de artistas?
Basta con que miremos cómo son las cosas en nuestro propio
mundo industrial de ahora. Tenemos, por una parte, al artista que
crea «obras», por encargo o sin él, y, por la otra, al diseñador que
proyecta las formas de nuestros productos industriales. Están el
poeta y el fabricante de textos, el prosista y el periodista, que a
veces incluso son una y la misma persona, y no sabrían decir de sí
mismos si son creadores de arte y artistas o trabajadores de la viña
del señor de la industria.
Son éstas preguntas radicales, frente a las cuales el tratamiento
de las «artes ya no bellas» tal vez no toque más que la superficie de
los verdaderos problemas. Incluso tal vez la crítica al concepto de
obra que va de la mano del accionismo y del antiarte no sea suficien­
temente profunda.
Es algo de lo que uno podría hacerse consciente examinando,
por ejemplo, el camino del pensamiento de un Heidegger. Tom e­
mos su ensayo sobre la obra de arte, en el que asoma todo un
mundo, y el ensayo sobre la cosa que puede ser una simple jarra y
que, sin embargo, sólo se convierte en cosa cuando aus Welt ge-
ring*. Ambas cosas, obra de arte y cosa, acaban siendo indistingui­
bles justamente porque el resultado es lo uno y lo otro en su extin­

* Expresión heideggeriana de difícil comprensión, que convierte funcional­


mente en forma verbal del pretérito al adjetivo gering (pequeño, escaso), de modo
que el equivalente español podría ser «pequeño desde el mundo». (N. de los T.)

194
t r a n s f o r m a c i o n e s en el c o n c e p t o del a rte

ción. Es claro lo que significa esa extinción en la época técnica e


industrial de las cosas de usar y tirar. ¿Pero no ocurre algo parecido
con la cancelación de la singularidad de la obra de arte en la era de
la industria artística? Por un lado tenemos técnicas cada vez más
perfectas de reproducción. El aura de la obra desaparece. Especial­
mente, las creaciones arquitectónicas o las obras plásticas situadas
en iglesias oscuras o en salas mal iluminadas, apenas visibles, son
colocadas por las modernas técnicas de reproducción cerca y a ma­
no. También la música original se ve hoy día muchas veces mejorada
por las grabaciones, al menos en cuanto a calidad de la interpreta­
ción, y el cine y la televisión van relegando cada vez más al teatro
como imitación de la realidad. ¿Sigue entonces teniendo sentido
partir del carácter singular y único de la obra de arte, y del aura que
la rodea? ¿No está deshaciéndose en nuestro mundo el concepto de
la obra de arte en la misma medida que la función efectiva de la
obra original?
Y sin embargo no hay que dejarse inducir a error por el tema de
la reproducibilidad. En la Edad Moderna ha habido siempre formas
de creación artística hechas con vista a su reproducción, y sin que
con ello se perdiera ni la naturaleza ni el valor de la obra. Las artes
gráficas son un ejemplo, pero también las copias de pinturas y sobre
todo los vaciados de las esculturas de bronce. ¿Y no es ésta la mane­
ra de existir de todo lo que llamamos «literatura», la manera de ser
de la poesía? La idea de la singularidad de la obra de arte hay que
tomarla en un sentido cualitativo más preciso. No es algo literal,
sino que la pregunta es si la obra creada posee una identidad en sí
misma que eleva su condición de obra a la categoría de cosa única.
Lo que se opone aquí al original no es la reproducción en el sentido
de algo externamente más asequible, sino la imitación. Y, en esta
oposición de conceptos, el original se caracteriza inequívocamente
por una identidad que yo quisiera calificar de hermenéutica. No
hace falta definir la originalidad u originariedad de la obra por el
hecho de que posea una entidad autónoma. Una improvisación al
órgano que resulte buena adquirirá por sí misma una identidad in­
discutible, aunque no se repita nunca más; esa identidad se reflejará
en el juicio del oyente. Es éste el que dice si ha sido buena o no, y si
lo ha sido, la calificará de creación original.
Y, sin duda, es difícil caracterizar lo que se califica de «bueno»
en su propio sentido. Aunque se tomen en consideración todas las
condiciones de la recepción, por ejemplo los prejuicios en materia
de gusto que influyen en ese tipo de calificaciones, son enunciados
que tienen un sentido propio, y que no se refiere sólo a la calidad en

195
SOBRE LA TRASCENDENCIA DEL ARTE

general, cosa que, por ejemplo, en el mercado del arte es condición


para hacer buenos negocios. Es algo más. Es la cuestión de por qué
lo singular e irrepetible de una obra se pone tan en primer plano
que destaca por encima de todas las demás condiciones de presenta­
ción y recepción y mantiene una capacidad expresiva y enunciativa
propia, por muy diversos que sean sus efectos con el paso del tiem­
po y los cambios del gusto.
En un contexto mítico Platón habla en cierta ocasión de la belle­
za en este sentido. En su espléndida descripción del viaje del alma al
cielo y de la caída a la tierra, en el Fedro, Platón celebra la excelen­
cia de lo bello y afirma que la belleza es lo que más destaca en todo,
lo que más despierta el anhelo amoroso, pues recuerda el ser verda­
dero. Lo que se afirma aquí a propósito de la belleza en general se
aplica sin duda especialmente a la obra de arte. Pues en verdad lo
que hace destacar a ésta no es la artificialidad del arte, sino lo que se
dice con ella, aquello que nos recuerda. Para caracterizar esa inefa­
bilidad se usa hoy día frecuentemente el concepto de la Aussage*, y
con razón. Lo que llamamos una Aussage es, de entre todo lo que se
dice, aquello que tiene entidad propia, por ejemplo lo que se decla­
ra en un interrogatorio ante un púbÜco responsable. Del mismo
modo, la experiencia de la obra de arte se destaca de todas las
formas usuales de experimentar el mundo y la vida. Cuando lo que
capta así nuestra atención es una edificación, nos sentimos como
atrapados, y no podemos limitarnos a seguir nuestro camino para
atender nuestros asuntos, sino que tenemos que detenernos para ab­
sorber esa impresión. Y algo semejante ocurre cuando lo que nos
atrapa es un cuadro, un texto literario, una pieza de música.
Está claro que lo que nos atrae no es lo singular como tal, en la
forma como se presenta, sino el hecho de que es algo único, algo
que nos recuerda por sí mismo algo universal. Pues llamamos único
(en su especie) a aquello que, según está ahí como algo singular,
presenta o expresa una especie entera, algo totalmente general. Aris­
tóteles (384-322 a.C.) dice en cierta ocasión muy certeramente que
el historiador no es tan filosófico — o sea, tan rico en conocimiento
de la verdad— como el poeta. El historiador sólo cuenta cómo fue
algo realmente, en tanto que el poeta dice cómo es algo siempre,
cómo es en general. Y algo así se puede decir de toda experiencia

* Expresión que no posee ningún correlato exacto en español; en lógica es la


«proposición», en lo judicial es la «declaración», en lingüística podría ser la «enuncia­
ción» o «expresión». Para el terreno del arte en español se habla más bien de «expre­
sión», pero aquí no sería una traducción aceptable. (N. de ¡os T.)

196
t r a n s f o r m a c i o n e s en el c o n c e p t o del a rte

del arte. En la sociedad moderna, en la que todo está como integra­


do en un aparato que funciona bien, donde expectativas correcta­
mente prefijadas lo determinan todo de antemano, se forma un
trasfondo cada vez más denso que funciona imperceptiblemente;
frente a él cobra relieve propio cualquier cosa que se presente como
una declaración. Incluso objetos que se «exponen» sacándolos fuera
del contexto de sus funciones triviales reciben algo así como un
significado más general, tal como han puesto de relieve las provoca­
ciones de Duchamp. Lo que en un museo se expone como una
simple jarra ya no es esa «jarra».
Todo conocer es un reconocer. Lo que es innegable, cuando
conocemos algo en la obra de arte — la llamemos o no arte u obra
de arte, actualicemos o no el sentido romántico o postromántico
que tiene la palabra «arte» entre nosotros— , es la experiencia de
que con ello nos salimos del nexo pragmático de la vida. Y esto ya
era así cuando los griegos admiraban la estatua de Atenea de Fidias
o el Zeus olímpico, o cuando grandes creaciones como las pirámides
u otros santuarios de la prehistoria rodeaban a los hombres que
vivían entonces, como una parte de su vida y su muerte. Reconoce­
mos que son obras del arte. Y reconocemos también que en mundos
transformados como el nuestro, en los que estamos rodeados de
cosas formadas y deformadas por los hombres, lo que otros hom­
bres han creado como representación va a tener un aspecto diferen­
te, y no obstante seguirá atrayendo, recogiéndose sobre sí y convir­
tiéndose en una declaración. Sigue siendo legítimo reconocer ahí la
misma fuerza ordenadora, la creación de un cosmos consistente,
y darle la calificación que designamos con los conceptos de arte y
obra de arte. Con eso está de acuerdo cualquiera que cree arte
y cualquiera que experimente algo como arte.
El arte del propio tiempo no se puede separar del conjunto de la
historia y de la tradición del propio arte, cuyos productos reunimos
y admiramos con tanta veneración. Va a ser verdad que el acceso al
arte más antiguo les va a resultar a las generaciones jóvenes, con tan
poco conocimiento histórico y erudito como tienen, más difícil, al
menos al principio, que la producción que nace de nuestro propio
mundo industrial. Y, a la inversa, los más mayores van a tener más
dificultad para dejar a un lado la gran riqueza y significación que
salen a nuestro encuentro desde las obras del arte de tiempos pasa­
dos, y abrirse a las creaciones contemporáneas. Todos tenemos nues­
tros límites, y no podemos salimos de ellos. Nos puede ocurrir que
alguien intente hacernos ver algo que sin embargo no vemos. Nos lo
impedirán nuestros prejuicios en materia de gusto, nuestra educa­

197
SOBRE LA TRASCENDENCIA DEL ARTE

ción o falta de ella, los efectos de la costumbre y de las expectativas


— pero luego, volveremos a experimentar la realidad de lo que es el
arte, cuando algo se nos aparezca envuelto por el aura de lo único e
irrepetible que nos cautiva y nos limita, y que admiramos.

198
14

EL ARTE Y LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN*

Habría sido difícil encontrar a alguien menos apropiado que yo para


hablar del tema del arte y los medios de comunicación: un anciano
que apenas tiene experiencia propia de lo que le afecta y le preocu­
pa a la gente más joven en relación con ese tema. Quisiera contar
una anécdota de América, donde hace bastante tiempo solía pasar
con frecuencia un par de meses. En la casa en la que vivía era cos­
tumbre que la gente se reuniese sobre las diez de la noche a ver la
televisión. Había debates políticos muy interesantes, sobre todo en
relación con la campaña presidencial. Más de una vez seguí estas
campañas en otoño. Pues bien, en cierta ocasión estaba yo ya muy
cansado, serían las once de la noche, y me había quedado solo de­
lante del televisor. Pasaron entonces no sé qué tremenda historia de
un avión que volaba sobre un barco, y luego saltaron los dos por los
aires, y finalmente el avión logró no sé cómo aterrizar sobre el barco
a pesar de todo, o algo parecido. El caso es que ocurrió cuando
estaba solo, y no sabía cómo resolver mi problema: ¿cómo se apaga
un aparato así, cómo se lo hace callar? Apreté todos los botones que
encontré, pero nada. Me tuve que ir de esa nada que era la habita­
ción vacía como último oyente. Pues bien, ése es el aspecto que
ofrece el experto que hoy tienen ante ustedes.

* Para la lectura de este artículo conviene que el lector recuerde que en


alemán se usa el extranjerismo Medien, sin más calificativos, con el significado de
«medios de comunicación». En español la palabra «medios» no está tan contextua-
lizada, y no siempre es inequívoca. De ahí la necesidad de añadir el determinante
«de comunicación» en algunos contextos, y sobre todo cuando no hay contexto
claro. (N. de los T.)

199
SOBRE LA TRASCENDENCIA DEL ARTE

Está claro que todas las transformaciones realmente esenciales


que ha experimentado nuestra civilización son motivo de reflexión
para el filósofo. Es tarea nuestra tomar las ideas que todos piensan,
las preguntas que mueven a todos, y elevarlas a una conceptualidad
consciente y más precisa. Y si queremos cumplir con ésta nuestra
tarea, no podemos dejar de lado los temas que preocupan a mucha
gente, por más que nuestra experiencia con ellos no nos haga espe­
cialmente competentes. Es lo que me ocurre en este momento: que
me veo obligado a satisfacer una necesidad muy extendida. Para
hacer frente al problema he releído la tesis de habilitación que pre­
sentó en su día Jürgen Habermas, y que fue una de las razones por
las que la universidad de Heidelberg le ofreció una cátedra. Espero
que la publicación de esta conferencia en Hamburgo sea un testimo­
nio en honor suyo, el de que he intentado aprender algo de él.
Para empezar buscaré mi acceso al tema por un camino que
todos compartimos y que es consustancial con la filosofía. Se trata
de partir del lenguaje y de las palabras, de mostrar, de la mano de
los cambios lingüísticos, lo que nos mueve a todos desde el fondo.
En una medida no pequeña la filosofía consiste en recoger lo que se
nos sugiere, porque está dado como disposición previa en el hori­
zonte de un determinado lenguaje, el que hablamos en cada caso, y
elevarlo a una mayor conciencia conceptual. Hagamos, pues, la prue­
ba. He reunido algunas de las palabras que suelen utilizarse en rela­
ción con nuestro tema.
Empecemos con lo de «medios de comunicación de masas», que
es lo que disparó mis reflexiones. ¿Desde cuándo hablamos así? Un
oyente dio la respuesta: desde 1933. Pero no me parece correcto: es
un poco tarde. 1933 no habría sido posible si antes no hubiesen
estado ya ahí tanto las masas como los medios de comunicación.
Entre otras cosas porque lo que se malempleó entonces con tan
funestos resultados fueron medios para excitar a las masas. Y había
una larga prehistoria, que empieza con la lectura de periódicos,
sigue con la de revistas, con la fotografía y el cine, y culmina en la
perfección de la radio y de la televisión, que dan origen a una retó­
rica propia. Hay una magnífica expresión para caracterizar la situa­
ción en la que vivimos: la del «paisaje mediático». Casi suena ro­
mántico. Casi me parece oír ya los canjilones de un molino, el cuerno
del pregonero, y me pregunto qué demonios tiene que ver la técnica
moderna con el paisaje. La respuesta es fácil, incluso para mí. Vivo
en un pueblecito cerca de Heidelberg. Algunos reciben allí ciertas
emisoras, pero yo no porque hay un monte en medio. Hasta para las
técnicas televisivas el paisaje sigue estando ahí, y contribuyendo a

200
EL ARTE Y LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN

articularlas. Por supuesto que las cosas eran algo diferentes en tiem­
pos de las diligencias de correos y de los caminantes. Acaso lo del
«paisaje de los medios» contenga una pizca de nostalgia por esa
naturaleza que se nos va yendo tan lejos.
También la palabra «medio» es interesante, y no tan fácil de
entender como pudiera parecer a primera vista. «Medio» es lo que
está en medio, lo que media, el mediador. Ésta es la significación
principal de la palabra. Cuando hablamos hoy día de «medios de
masas» queremos decir que un número no articulado de personas es
alcanzado por medios como la fotografía, la imprenta, los periódi­
cos y los libros, pero sobre todo mediante la radio y la televisión.
Vemos, pues, en el concepto de los «medios» ante todo un algo que
actúa de mediador, pero con la particularidad de que el destinatario
permanece anónimo.
Pero en el significado de esta expresión detectamos otro ele­
mento más, y lo de «elemento» me ha salido sin pensar. Es algo que
está entre nosotros, que nos une a unos con otros y nos lleva tam­
bién, como el agua a los peces. Por entre los conocimientos científi­
cos y las demás creaciones de la cultura hay muchas cosas que están
ahí para la multitud de gentes ávidas de espectáculo y de saber que
encienden un aparato por la noche. El medio se vuelve así algo que
nos rodea a todos, y que arrastra una marea de información en la
que nadamos todos como en el agua. Así que el medio es también al
mismo tiempo un elemento. Y de hecho la palabra, además de la
idea de la mediación, posee otra connotación más, la de ser ese algo
que está entre nosotros, que nos rodea y nos lleva. En la expresión
«medios de masas» resuena también este otro matiz. Y es importante
escuchar la resonancia de las palabras. Siempre se lo he dicho a mis
estudiantes, que tienen que desarrollar el oído para las implicacio­
nes de las palabras que usan.
Para el que quiere hacer filosofía esto es tan importante como 1q
es la percepción de la pureza de un tono para el músico. Pues en el
fondo la filosofía tiene que contar con el lenguaje no como con un
sistema arbitrario de señales, o como con un sistema de signos arti­
ficial que trae y lleva tal o cual información, como ocurre, con todo
fundamento, en las ciencias de la naturaleza. En ellas los datos to­
mados de las mediciones, y procesados a partir de ellas, se elaboran
y se hacen comunicables con la ayuda de símbolos matemáticos.
Gracias a eso se pueden luego verificar las informaciones y comuni­
caciones mediante experimentos, mediciones y observaciones. Entre
nosotros en cambio las cosas no son tan «precisas». En las ciencias
del espíritu, como veremos, se conserva mucha herencia de lo que

201
SOBRE LA TRASCENDENCIA DEL ARTE

ha representado la filosofía en nuestra cultura. Los «signos» que


utilizamos son palabras, no sólo designaciones de algo que conoce­
mos y etiquetamos. Nos cuentan cosas que sólo el lenguaje sabe. Por
ejemplo: la expresión «masa» empezó a usarse en el siglo xviii para
designar a masas de personas, probablemente por influencia de la
expresión levée en tnasse que designa a la Revolución francesa. La
pasión del optimismo cultural de los poetas de Weimar contribuyó
a que la expresión hiciese fortuna también en Alemania. A Schiller
le encantaba usarla; toda su retórica tiene un cierto tono de «ordeno
y mando». Y así es como ha acabado por hacérsenos familiar la
expresión de «las masas».
Ahora bien, el que tenga el oído más fino percibirá en la palabra
alguna cosa más. La «masa» es eso que se amasa y a lo que se le da
una cierta forma. Seguro que no pensamos en esta connotación
cuando hablamos, por ejemplo, del tráfico masivo que atasca nues­
tras carreteras los domingos por la tarde. Pero la expresión sigue
estando ahí con todas sus implicaciones. Una masa es algo poco o
nada articulado y diferenciado, y eso implica anonimato, un anoni­
mato que hace más difícil la humanidad.
No es que quiera yo ahora sumarme a los trenos usuales de la
crítica cultural. Si menciono todo esto es porque estoy intentando
encontrar alguna vía que nos permita salir adelante a quienes, como
a mí, el destino nos hace vivir en una sociedad de esas caracterís­
ticas, y que tenemos que servirnos continuamente de esos medios.
Tenemos que aprender a desarrollar, también en el seno de estas
formas de vida, alguna clase de solidaridad real en nuestra cultura.
La humanidad tiene en nuestros días trabajo de sobra con esto. Pero
estoy seguro de que podemos tener éxito. Y ciertamente no estamos
hablando ya de nuestra pequeña Europa y sus apéndices. Estamos
hablando de una tarea común a toda la humanidad, estamos pre­
guntándonos cuáles son las condiciones de vida y, más importante
aún, cuáles son las perspectivas de vida que nos deparan un desarro­
llo técnico y unas transformaciones vertiginosas tanto del entorno
como del mundo de los hombres. Es todo eso lo que designamos
con el término de «cultura». La expresión más habitual es ahora la
de las «formas de comunicación» de nuestro tiempo. Y yo vuelvo a
preguntarme qué nos dicen esas palabras.
«Comunicación» es una de las expresiones favoritas de mi pre­
decesor en la cátedra de Heidelberg, Karl Jaspers, quien, por cierto,
no era por naturaleza nada parecido a un modelo de capacidad de
comunicación. Era más bien un reservado alemán del Norte, i Pero,
aquí, todos ustedes lo son! En cualquier caso la palabra «comunica­

202
EL ARTE Y LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN

ción» tiene un regusto muy particular, tal como la usamos ahora. La


mayoría pensará a propósito de ella en la física, en los vasos comu­
nicantes, que son expresión de un movimiento de intercambio de
tipo físico. Pocos se imaginarán que la palabra es una vieja expre­
sión de los romanos para designar la comunidad urbana y el inter­
cambio que se producía en ella, tanto en conversaciones vivas como
en los discursos ante la multitud reunida. Para nosotros la expresión
«comunicación» representa más bien la forma abstracta de comuni­
dad, como lo que refleja el flujo entre los vasos comunicantes. Mirar
al interior de las expresiones nos permite así percibir los matices de
nuestra manera de pensar en su conjunto, y de sus transformaciones
en la era de la técnica.
Quizá sirva también para aguzar nuestros oídos fijarnos en la
palabra «cultura». ¿Qué quiere decir «cultura»? Aunque es palabra
de procedencia latina, se ha integrado por completo en nuestros
hábitos lingüísticos. Y la palabra nos cuenta nuevamente una histo­
ria. «Cultura» en latín nos hace pensar en la agricultura. Orienta
nuestra mirada a la Roma agrícola. Su equivalente griego es sin
embargo paid eía, un término que nos habla de algo completamente
distinto, de la educación de los jóvenes griegos y de sus normas y
valores. Sin embargo también en Roma la burguesía formada por los
padres de la república romana desarrolló un sentido espiritual de la
cultura. Y así, la adopción de la filosofía griega como parte de la
educación y de la retórica en la vida de la República romana acabó
por integrarse indisolublemente en el concepto de la cultura. De ahí
que ya apenas recordemos que «cultura» tiene algo que ver con
«cultivar, cuidar», con un cultivo tanto del campo como del espíritu.
Nuevamente nuestra historia y la de nuestras palabras apuntan a
muchas cosas que forman parte de nuestra situación.
Esta es la tarea que nuestra cultura y nuestra civilización tienen
que realizar a lo largo de la vida. Y lo primero de lo que nos damos
cuenta es de la tensión entre lo que nosotros podemos hacer y lo
que tiene que crecer por sí mismo, y que tal vez podamos favorecer
en su propio desarrollo si cuidamos de ello. La sabiduría contenida
en la propia palabra nos habla de la estrecha unión de cultura y
naturaleza. Ambas cosas crecen por sí mismas. Resulta que la cultura
es algo que no se puede simplemente hacer. Decimos que la cultu­
ra hay que tenerla, y eso implica que se la va formando poco a poco;
en realidad la cultura tampoco se tiene: se es o no se es culto. Todo
el mundo hace esta experiencia a medida que va creciendo, y se da
cuenta por sí mismo de que tampoco es posible decir en este terreno
lo que hay que hacer, o cómo se llega a eso.

203
SOBRE LA TRASCENDENCIA DEL ARTE

En general contraponemos cultura y naturaleza, y eso es ya


empezar por el lado que no es. Es como si dijéramos que lo que se
puede hacer está limitado por lo que ya no se puede hacer. ¿Pero
por qué no probar en la dirección contraria? Veremos entonces que
naturaleza y cultura son las que abren los espacios dentro de los
cuales algo se puede hacer, y las que excluyen lo que quizá no se
debería hacer. El imponente potencial del hacer que la ciencia y la
técnica modernas ponen en nuestras manos nos plantea la tarea de
implementar correctamente el espacio libre de lo que podemos ha­
cer, y los modernos medios de masas son parte de los medios técni­
cos por los que aprendemos a cumplir nuestro deber de implemen­
tar esos espacios, con el fin de que siga siendo posible reconocer
todo lo que nos une, en mitad de una sociedad regulada tan por
completo por la técnica.
Esta primera introducción a las estructuras humanas que he
ofrecido tenía por objeto ir perfilando lo que me parece que es la
forma correcta de hacer las preguntas en el campo de la relación
entre la cultura y unos medios de comunicación de masas llamados
a servirlá. Y está claro que tenemos aquí que asumir algunas pérdi­
das. Cuando nuestro mundo de los medios técnicos y de comunica­
ción ha llegado a desarrollos tan fantásticos como los que conoce­
mos, eso tiene que traer consigo cambios en la vida de una cultura.
Ahora recibimos a lo largo de nuestra vida una cantidad antes
inimaginable de información, y de lo que se trata ahora es de guiar
esa marea de información de manera que no destruya sino que
promueva nuestra cultura, la cultura an im iy la cultura del alma
humana y del espíritu. ¿Pero no estamos expuestos a una cantidad
excesiva de mediaciones?
Esta es una forma de preguntar en la que resuenan ciertos con­
ceptos filosóficos, en particular los de inmediatez y mediación. Pero
incluso sin necesidad de echar mano de ninguna filosofía en particu­
lar, todos tenemos la experiencia de hasta qué punto la mediación
y lo inmediato están encadenados entre sí, y al mismo tiempo en
tensión constante. Cuantas más instancias mediadoras intervienen,
más crece una tensión que acaba por convertir lo inmediato en
objeto de nostalgia, de una de la mayores nostalgias que se están
apoderando de las almas en este mundo de medios técnicos y de
comunicación. A la vista de la infinita cantidad de mediaciones que
gobiernan nuestras vidas nos entra el ansia de proteger en lo posible
la inmediatez, esa espontaneidad del acceso a la realidad que es
sobre todo acceso a la realidad del otro, del prójimo. A todos noso­
tros nos parece que, a estas alturas, nuestra suprema tarea humana

204
EL ARTE Y LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN

es justamente humanizar la creciente distancia respecto de la natura­


leza que arrastra consigo esa mediación constante, y con ella el
anonimato en todas las condiciones de vida de la sociedad humana.
¿Y cómo hemos llegado a semejante desequilibrio y a tanta ten­
sión? Tal vez sea posible extraer de estos conocimientos y experien­
cias las enseñanzas necesarias para encarar esa tarea. Está claro que
no se trata de perderse en vacías retóricas condenatorias, ni en de­
clamar listas de pérdidas, ni siquiera en abrir una cuenta de posibles
ganancias. Hay que empezar por reconocer lo que hay y preguntar­
nos cómo organizar con ello una vida que valga la pena.
También está claro que nadie tiene en sus manos una perspec­
tiva de futuro mínimamente extensa. En el fondo nadie sabe real­
mente qué cambios se están iniciando en nuestra civilización con el
desarrollo reciente de los medios de masas, ni qué va a significar
todo eso para la humanidad en general, ni para la humanidad de los
hombres. Quisiera ilustrar esto con una analogía que es algo más
que una comparación casual. Estoy pensando en la era de los orde­
nadores. Quizá la formulación que abarca de una manera más gene­
ral las peculiaridades del nuevo mundo en el que estamos entrando
sea decir que estamos aprendiendo a gobernar por medio de máqui­
nas cada vez más cosas que en el pasado exigían de nosotros toda
una vida dedicada a crecer y enriquecernos, a olvidar y a recordar,
todo un largo camino de cultivo de sí mismo.
La analogía que me gustaría presentar es la de los ordenadores y
el alfabeto. Apenas es posible imaginar hasta qué punto el desarrollo
de la escritura alfabética representó un giro total y un rendimiento
inaudito en la civilización occidental. Bien es verdad que éste no es
un invento griego sino semítico. Pero no deja de ser milagrosa la
velocidad a la que la cultura griega fue capaz de hacer suyo ese
alfabeto. Se puede decir que entre Homero y la adopción del alfabe­
to para el griego no pasan más de cincuenta años. Es como una
señal. Pero para hacernos conscientes de lo que somos, nada mejor
que comparar nuestra civilización occidental con las maravillas de la
caligrafía china. Los chinos no poseen unas letras reducidas a la
máxima simplicidad. Los elementos de la escritura china son ideo­
gramas, son en sí mismos portadores de un significado. El alfabeto
requirió sin duda un formidable ejercicio de abstracción. Integró en
nuestras formas de comunicación una lejanía casi inhumana respec­
to de toda representación.
Y sin embargo es mucho lo que le debemos a ese proceso. Tene­
mos para empezar a Homero, esa primera gran obra literaria de la
civilización occidental, que ha llegado a nosotros gracias a la escritu­

205
SOBRE LA TRASCENDENCIA DEL ARTE

ra alfabética. Y lo que estoy entretejiendo aquí con nuestra historia


no es sólo un elemento de consuelo. Es algo más. Es una verdadera
enseñanza lo que se nos ofrece cuando contemplamos la magnitud
del reto asumido entonces por Occidente. ¡Y qué comienzo! Home­
ro. Todo el mundo conoce la frase de Herodoto de que fueron Ho­
mero y Hesíodo los que les dieron a los griegos sus dioses. Si se la
toma literalmente, la frase es, por supuesto, absurda. Estos poetas
no fueron fundadores religiosos. Lo que quiere decir es más bien
que fueron esos dos hombres los que elevaron una inaudita riqueza
de mitos salvajes y oscuros, de leyendas de dioses y héroes, a la clara
luz de la comprensión y de la humanización.
La moderna investigación histórica ha puesto aquí en nuestras
manos nuevos conocimientos. De acuerdo con la imagen de la histo­
ria que tenemos ahora, Homero ya no se nos funde con todas sus
historias sobre la guerra de Troya y los dioses del Olimpo. En el
siglo xix se publicó todavía un conocido libro con el título T eología
hom érica. Tanto por su título como por su contenido advertimos
que ese libro se apoya en lo que en nuestra tradición cristiana se
llama «teología». Y ésta es una perspectiva que lo falsea todo. Hoy
día vemos en la tradición épica de Homero y Hesíodo el comienzo
de la cultura occidental y de su orientación hacia la iluminación
racional de la experiencia del mundo y de nuestra existencia. Y esto
se aplica también precisamente a las representaciones sobre las po­
tencias sobrehumanas que gobiernan nuestros destinos. En la con­
ciencia de todos, eso es el Olimpo en el que los dioses asisten a la
sangrienta y brutal guerra de Troya, y se ríen. Todo ese mundo de
dioses entre humanos e inhumanos es la obra de unos poetas que
transformaron esas historias que llamamos mitos, que les dieron
tantas vueltas que acabaron por enseñarnos una experiencia más
profunda de lo divino. Incluso Platón acabó por verse abocado a
una dolorosa condena del mundo de la poesía homérica. Creo que
es bueno recordar ahora que la invención del alfabeto está en el
origen de la tradición homérica y olímpica. Hay un cierto contraste
entre la rapidez de la invención del alfabeto y lo paulatino de la
transición de la vieja tradición oral a la fijación por escrito, y con
ella al desarrollo de la prestigiosa profesión del rapsoda. Tal vez
haya también aquí una enseñanza.
Cuando fui a América por primera vez, a comienzos de los se­
tenta, estaba de moda McLuhan, el apóstol del final de la era Gu-
tenberg. Aunque ya no nos tomemos muy en serio sus conclusiones,
es un hecho que*en las últimas décadas se ha puesto en primer plano
de la atención la comprensión de la simultaneidad y de la inter­

206
EL ARTE Y LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN

acción entre tradición escrita y memoria oral, la formación de las


tradiciones por la transmisión oral de una generación a otra, y las
transformaciones y su fijación por el arte poético basado en la es­
critura. También nuestra civilización está cambiando radicalmente.
Baste pensar en el sistema educativo y en la creciente influencia de
los medios de masas sobre él. Al final, el uso de los medios técnicos
que culmina en los ordenadores se nos aparece como un paso de
gigante en el curso de nuestro destino, un curso que empezó con la
adopción del alfabeto en los tiempos más remotos de la historia
europea. Sólo con decirlo se siente uno ya sobrecogido. Pues ya no
estamos ante un problema del destino de Europa, sino ante el desti­
no del mundo entero.
La cuestión no es ya que entre los griegos un poderoso movi­
miento ilustrador trajera consigo la invención de la ciencia y sobre
todo de las matemáticas. Nuestra mentalidad está acuñada por ese
proceso, que ha arrojado un elevado arte de la argumentación con­
secuente como forma de la ciencia occidental. Ahora nos damos
cuenta de que esta historia temprana de nuestra civilización es la
que, a través de muchas otras fases, ha acabado por llevarnos a las
formas extremas del nuevo arte de abstraer mediante máquinas, que
abarca ya a toda la humanidad y sus formas de vida con los ordena­
dores.
Ese me parece que es el trasfondo actual del tema «cultura y
medios de comunicación». De algún modo estamos ante una nueva
forma de oralidad en la civilización, la de la radio y la televisión,
pero acompañada de una marea creciente de producciones impre­
sas, tanto de libros como de periódicos. Y si nos preguntamos qué es
lo que va a mantener cohesionada una civilización nacida en la era
del tráfico mundial y de los medios de información, haremos bien
en recordar nuestra propia historia. ¿Cómo pudo esa gigantesca
empresa de abstracción que fue el alfabeto llevar a una densidad tal
de elementos comunes, y cómo lograron la vida griega primero, y el
Imperio romano después, desarrollarse creando un círculo propio
de cultura, que acabaría abarcando en nuestros días el mundo ente­
ro? ¿Qué, en todo ese proceso, nos conmueve por cercano y por
instructivo?
No fue sólo cosa de la ciencia. Fue, y sigue siendo, cosa de la
retórica, de esa auténtica escultora de las culturas y ese factor de su
crecimiento. Como nosotros mismos estamos en la cultura científica
de la Edad Moderna, convendrá añadir que la retórica es algo dife­
rente de la pura creación artificiosa de estados de ánimo y efectos,
pues soporta en verdad el hecho primordial de la socialización hu­

207
SOBRE LA TRASCENDENCIA DEL ARTE

mana, y es la que en realidad hace posible la unidad del comporta­


miento, de las reacciones y de la actuación. Por las descripciones
homéricas conocemos las figuras de esos reyes, conductores del ejér­
cito, jefes de clan, líderes electos y designados, de los que se dice
siempre que las palabras fluyen como miel de su boca y que son
grandes oradores. Nos basta con decirlo y reconocerlo: la historia
de la retórica ha durado en la civilización occidental hasta que la
nueva figura de la ciencia, como ciencia de la naturaleza fundada en
la matemática, ha entrado en nuestra civilización y en nuestra mane­
ra de entendernos a nosotros mismos. La mala fama de la retórica,
que hace de ella una simple técnica de ornamentación del discurso,
es una consecuencia unilateral, y en realidad una ignorancia, de
nuestra cultura científica, y está pidiendo que se la revise.
La fuerza de convicción por medio de la palabra no sólo les hace
falta a esos personajes señeros que son los conductores de ejércitos
en una sociedad de estructura feudal. Más cercano a nuestro propio
contexto nos resulta, por ejemplo, un Telémaco discutiendo en la
O disea con los pretendientes. Asistimos ahí al inicio de una transi­
ción desde la vieja sociedad feudal, que refleja poéticamente el rela­
to de la guerra de Troya, al nuevo mundo de la polis, de la ciudad y
de la convivencia entre ciudadanos. Y ésta es justamente la caracte­
rística fundamental de la civilización occidental: haber creado y ex­
tendido la cultura de la ciudad. El concepto del ciudadano, tal como
se lo define en el derecho del Estado, contiene aún las huellas de ese
proceso. Está claro que la ciudadanía se mantiene cohesionada en
virtud de ciertos elementos comunes, que nos permiten cooperar
para satisfacer las necesidades compartidas y administrar las institu­
ciones públicas. La imagen ideal de tales instituciones fue finalmente
la democracia, como hoy día seguimos diciendo con ios griegos
cuando defendemos la forma ideal de Estado.
Su contraimagen es la del tirano. En la tensión entre democracia
y tiranía se desenvuelve la vida política de los griegos, y hay una
famosa descripción platónica de cómo la secuencia de formas de
gobierno lleva de un extremo al otro. Es en la vida de la democracia
donde alcanza su pleno desarrollo la retórica. Y fue esta forma de
civilización, propia de la lengua griega y del arte oratoria de los
griegos, lo que conquistó la ciudad de Roma, hasta que la historia
republicana de ésta se terminó, llevándose consigo la dignidad de la
retórica y su fuerza nutricia de la política. -
Esto es algo que Tácito puso de manifiesto en su famoso diálogo
D e oratoribus: el final de la verdadera función de la retórica, cuan­
do en la época que sigue a Augusto el imperio mundial de los roma­

208
EL ARTE Y LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN

nos empezó a ser gobernado por dinastías imperiales. El recuerdo


de estos hechos debería servir para poner ante nosotros la verdade­
ra tarea que se le plantea en nuestro mundo técnico a una retórica
dotada ya también a su vez de nuevos medios técnicos, y que cons­
tituye la responsabilidad de todo responsable. Es importante no dejar
de ser conscientes de este nuestro origen, cuando la retórica era la
forma de tradición cultural que soportaba a la sociedad. Abarcaba
tanto las artes liberales de la Antigüedad tardía como, ya en manos
de la Iglesia, la cultura escolar cristiana, y fue en la era de la recupe­
ración del legado humanístico cuando se inició la Ilustración cientí­
fica de la Edad Moderna.
Si retomamos nuestras consideraciones en el siglo x v ii , estare­
mos saltando al centro mismo de la continuidad interna de nuestro
desarrollo europeo. Es ahí cuando se inicia la integración de la hu­
manidad sobre el planeta, y ese comienzo tiene una función tan
ejemplar que todavía ahora domina todos los parámetros cada vez
que surge la ocasión. Alguien podría echarme en cara, todo lo amis­
tosamente que se quiera, que para garantizar la objetividad y los
fundamentos epistemológicos del conocimiento científico no hace
ninguna falta romper lanza alguna en el campo de las ciencias del
espíritu. Pero eso es confundir todos los acentos, iComo si hubiese
hecho falta luchar en ese campo por el triunfo de la ciencia moder­
na y de la investigación de la naturaleza! La gran obra de los siglos
x v ii y x v iii fue el triunfo de una experiencia del mundo basada en la
matemática y el método. Pero es una confusión bien extraña eso de
creer que no hay otras formas de conocimiento que la verdad basa­
da en el concepto del método; supone eliminar toda experiencia del
mundo de la vida. Es esta mentalidad científica, que sólo reconoce
una forma válida de objetividad, la que marca el camino de la Ilus­
tración en la Edad Moderna. Aplicando el tipo de conocimiento que
es capaz de producir esta manera de investigar la naturaleza, se ganó
un poder inédito sobre muchos fenómenos y fuerzas de la naturale­
za. En la forma actual de pensar esto ha arrojado un predominio y
primado de lo hacedero frente a lo no hacedero, y ésta es la forma
de pensar conforme a la cual se está organizando la sociedad en
medida cada vez mayor.
Y, por supuesto, no es ahora la primera vez que nos hacemos
conscientes de la parcialidad de esta manera de comportarse, aun­
que sí sea la primera vez que se alcanza un estado tan extremado de
la sociedad industrial y de la cultura científica que le subyace. En
realidad siempre que una perspectiva parcial logra consolidarse, las
necesidades de la sociedad y de los pueblos generan fuerzas com­

209
SOBRE LA TRASCENDENCIA DEL ARTE

pensatorias. Mientras se desarrollaba la ciencia moderna, un mora-


lismo francés enlazaba con la tradición del Humanismo, que iba
asociado a una cierta crítica de la sociedad y que logró arrojar luz
sobre los misterios más profundos del alma humana justamente por
medio de la crítica escéptica a la idea del hombre como ser social. El
resultado fue que se rescató como parte de la nueva cultura científi­
ca una parte no trivial del viejo legado de la tradición filosófica y
metafísica de Occidente. Vista en su conjunto, la historia reciente se
nos muestra como un lento retroceso de ese legado. Esto se advier­
te, por ejemplo, observando la disminución de la capacidad integra-
dora de las iglesias cristianas entre nosotros. Pero se lo reconoce
sobre todo en las tensiones vitales que se producen cada vez que
otras culturas humanas entran en contacto con la ciencia y con la
técnica europeas. Ahí es donde mejor se comprueba cómo la histo­
ria de la formación de la humanidad occidental, con su desarrollo
desde el alfabeto hasta el ordenador, ha imprimido su forma a la
cultura científica de Europa.
Pero al mismo tiempo nos vemos obligados a reconocer que ése
no puede ser el horizonte desde el que nos planteemos nuestra pre­
ocupación por el futuro de la humanidad y por el papel de las posibi­
lidades técnicas que se han puesto a su disposición. Ahora hay más
cosas en cuestión. Esto ya no puede ser la clase de crítica cultural a la
que estábamos habituados desde el siglo xix. Ahora nos enfrentamos
a la desproporción en la que ha caído la convivencia humana, con el
inimaginable potencial del saber y de las capacidades que ahora tene­
mos en nuestras manos, y que es un factor de poder que pone en
peligro todas las libertades de la vida en la sociedad humana.
Estamos ante un montón de tareas nuevas. Basta pensar en el
papel de la energía atómica en nuestro tiempo. Ya no es sólo la
escalada de las técnicas armamentísticas: en todas partes se pone de
manifiesto que, cuando la técnica del armamento se sustrae al con­
trol humano y político, aparecen los abusos de poder y se cancelan
las libertades políticas. Así que no estamos hablando de contrailus­
tración. Nos encontramos dentro de un proceso científico irreversi­
ble, que genera toda una técnica basada en él. Y no es que no nos
demos cuenta de hasta qué punto todo esto ha contribuido a aliviar
tantas necesidades en la vida de los hombres; pero es justamente en
la era de la técnica cuando se ha acuñado la expresión «calidad de
vida». Es una nueva palabra que no deja de significar algo.
Volvamos, pues, de nuevo nuestra atención a la manera como el
lenguaje anticipa el pensamiento, como hicimos ya a propósito de
los términos de «masa», «medios de comunicación» y «cultura». Aho­

210
EL ARTE Y LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN

ra tenemos que vérnoslas con esa expresión de la «calidad de vida»


que nos ha llegado de América, y que un ministro federal introdujo
en el vocabulario alemán en los años cincuenta. La preocupación
por la calidad de la vida revela que el incremento de las posibilida­
des científicas, técnicas y económicas puestas en nuestras manos no
nos garantiza inequívocamente que vaya a mejorar la calidad de
nuestra vida. Por supuesto, todo avance técnico permite ganar un
plus de libertad. Piénsese sólo en la emoción que representa para los
jóvenes de ahora su primer coche propio. Hoy día el carnet de
conducir ha venido a sustituir a todos los ritos de paso que antes
marcaban la llegada a la edad adulta. No hace falta acompañar esta
afirmación con sirenas de alarma. Pero conviene tener en cuenta
hasta qué punto ese vértigo de libertad que genera el coche se asocia
con un vértigo de soledad o de pareja. Desde luego viajar ya no es
como antes, cuando por el hecho de ponerse en camino la gente
tenía que asociarse con otros. Es verdad que con el coche la técnica
ha incrementado el sentimiento de libertad hasta el paroxismo. Pero
también lo es que el coche implica una clara renuncia a la libertad
en otros sentidos. Para empezar dependemos obviamente de que la
máquina y su nueva técnica funcionen. El que va a pie, va más des­
pacio. Pero cuanto mayores son las mediaciones en el transporte,
como ocurre con el tráfico rodado, con el coche, el avión y demás,
más dependemos del funcionamiento de sus técnicas.
El primer profesor de filosofía realmente notable que yo tuve,
Paul Natorp, el jefe de la Escuela de Marburgo, se fue una vez a
América para seis meses, a visitar a unos parientes. Yo era entonces
estudiante. Desde el barco me escribió una carta entusiasta contán­
dome cómo eran las puestas de sol en el océano. Fue para él una
verdadera experiencia mística. Yo mismo he aprendido entretanto a
apreciar en lo que valen las posibilidades de abarcar el mundo que
pone en nuestras manos la actual democracia del tráfico, sobre todo
el avión. Se da uno cuenta de que las fronteras del estado nacional
moderno y su significación política se enfrentan a una especie de
nueva reválida con la religión de la economía mundial.
Pero también se da uno cuenta al mismo tiempo del aterrador
anonimato que se ha apoderado de nuestras vidas. El gran sociólo­
go, tal vez el mayor científico que yo he conocido en vida y cuya fi­
gura, como la de un gigante, sigue para mí presente precisamente
porque intentamos ir más allá de él, es Max Weber. El advirtió que
la consecuencia de la civilización moderna es que el mundo pierde
toda magia, y que el destino que le está deparado es el dominio de
la burocracia.

211
SOBRE LA TRASCENDENCIA DEL ARTE

Y realmente yo también creo que estamos ante un proceso terri­


ble, que en el tiempo de nuestras vidas no hace sino intensificarse.
Hasta las innovaciones más productivas, los logros más progresistas
de nuestra civilización, corren peligro de caer en la rigidez de la bu­
rocracia, algo que tampoco se detiene ante los medios de comunica­
ción de masas. Su influencia, como la de cualquier factor que actúa
sobre la formación de la opinión pública, es indispensable para la
convivencia democrática de las personas. Eso es algo que hemos
aprendido bien: que el poder no puede nunca dejarse en unas solas
manos sin control, como ocurre inevitablemente en los regímenes
totalitarios. Por eso, en la llamada democracia representativa la divi­
sión de poderes sigue siendo un principio intangible. Ella es la que
garantiza un cierto mínimo de libertad humana en la vida social.
Pero no podemos ignorar que todas las instituciones y todos los es­
fuerzos que se dirigen a la formación de una opinión pública, y en
los cuales los medios de masas reconocen su tarea específica, contie­
nen un aparato de mediaciones y complicaciones virtualmente infi­
nitas, lo que pone en peligro una y otra vez la inmediatez de cual­
quier juicio y de cualquier interpelación espontáneos.
Entre nosotros no se ha producido todavía nada parecido a lo
que ocurrió en los Estados Unidos cuando se destapó el asunto del
Watergate. Los Estados Unidos son sin duda en muchos sentidos
una versión progresista de la sociedad industrial moderna. No es
que entre nosotros falten escándalos que destapar, sino que los me­
dios de comunicación no tienen tanto poder ante la opinión pública
como para que sus revelaciones se impongan. Somos una democra­
cia muy joven, que ha entrado de pronto en los patrones y magnitu­
des de la moderna sociedad industrial. Así que tenemos que asumir
muchas cosas a las que aún no estamos en condiciones de responder
con nuestros propios medios: el progresivo anonimato de la vida
social, la falta creciente de inmediatez, la falta de defensas frente a
las alteraciones del comportamiento que intentamos evitar, o tam­
bién la crítica que degenera en instrumento de poder para la lucha
política. Y lo cierto es que no son sólo carencias institucionales. Son
problemas de la formación de las personas, que afectan al conjunto
del sistema social. Lo que se premia en éste es la capacidad de adap­
tación. En todas las civilizaciones técnicas ocurre esto. El individuo
se ve atrapado en un gigantesco aparato de economía y sociedad. Y
sabemos sin duda que para poder vivir con un aparato hace falta
algo más que la adecuación de sus funciones. Tanto en la economía
como en la política habrá siempre constructores geniales, organiza­
dores de gran visión y colaboradores incómodos pero productivos.

212
EL ARTE Y LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN

Y como no surjan de continuo nuevas posibilidades, no tendremos


la menor esperanza de sobrevivir a este sistema.
Pero la esperanza existe, y como ya no podemos parar el engra­
naje que pone en marcha a toda la civilización, nuestra tarea está
cada vez más clara: hay que desarrollar todas las fuerzas del pensa­
miento autónomo y del juicio propio, unas fuerzas de las que no
carecemos, pero que las estructuras de una sociedad hiperracionali-
zada ponen continuamente en peligro. Y esto tiene que traducirse
en no dar tanta importancia a la pura y simple adaptación. Porque
ciertamente uno de los motores de la organización y de la burocra-
tización es que, para poder abrirse paso en esta sociedad de masas,
hay que integrarse en los ritos administrativos de todos los procesos
vitales, tanto los sociales como los económicos, y adaptarse perso­
nalmente a ellos.
Pero si esto fuese todo lo que nos promete la vía de la civiliza­
ción moderna, sería bien poco. Hay algo más, algo que no se fabrica
y que hemos llamado cultura; ni siquiera la fabrican los medios de
masas. Pues a la postre éstos no son más que instituciones técnicas
que buscan adaptarse a su vez a las necesidades sociales. Ellos ofre­
cen a la gente bajo formas nuevas lo más creativo de la ciencia, del
arte o de la economía o de lo que sea, y se ven obligados, qué duda
cabe, a eliminar muchas de las cosas que eran importantes para esa
misma creatividad originaria. En nuestra propia cultura científica
ocurre que todas las formas de la cultura están expuestas al actual
decurso interno de esa misma cultura científica y a sus leyes.
Ya sabemos que las ciencias no poseen competencia para deter­
minar la vida de la poesía, de la religión, del arte y demás. Hay, eso
sí, ciencias que se ocupan de ese tipo de creaciones culturales, y que
satisfacen nuestros deseos y posibilidades de conocerlas mejor, de
modo que reconocemos su valor y hacemos uso de ellas. Pero nues­
tra tarea empieza allí donde se trata de hacer posible una experien­
cia viva de esas cosas del arte, la poesía, la religión o la música, una
experiencia de las creaciones culturales que la ciencia no está en
condiciones ni de administrar, ni de seleccionar, ni de presentar. Y
es aquí donde tiene su raíz el significado de lo que llamamos cultura.
En una civilización tan regulada como la nuestra lo más difícil es
tener experiencias propias. Y esto es algo que se proyecta sobre toda
nuestra vida social.
En toda ordenación social regulada rige el principio ineludible
de que los hombres necesitan cada vez más seguridad. Es algo que
nosotros comprobamos en su día, después de que nuestras ciudades
fuesen destruidas por las bombas, cuando empezamos a reconstruir.

213
SOBRE LA TRASCENDENCIA DEL ARTE

La reconstrucción se inició con las entidades de seguros, los bancos


y las cajas de ahorro, por razones económicas bien evidentes para
cualquiera. Pero es todo un síntoma de la masiva expansión del
miedo a correr riesgos. Yo lo sé por mi propia ciencia, si es que se la
puede llamar así: la filosofía. Cada vez que se trata de la hermenéu­
tica, que es el arte de entender, puedo estar seguro al cien por cien
de que alguien me va a preguntar cuál es para usted el verdadero
criterio. Me dirá que tiene que haber un criterio que permita decidir
si una interpretación está bien o está mal. Lo que la gente se imagina
es una especie de instancia de control capaz de poner las cosas en
claro mediante algún tipo de medición, ponderación o cálculo, y
capaz de garantizarle a uno que las cosas están en orden. Pues bien,
hay que reconocer que incluso en este terreno es un error pensar
así. Y son justamente los contenidos de las llamadas ciencias del
espíritu, los contenidos culturales del arte y de la religión, del de­
recho y la historia, los que en plena civilización de la comodidad
tienen que hacerse cargo de las nuevas tareas asociadas a la necesi­
dad de enriquecer con nuevos estímulos una vida laboral cada vez
más monocorde.
Más aún: es la propia productividad laboral la que necesita que
se entrenen y se formen la capacidad de juzgar y el coraje para hacer­
lo por sí mismo. Ésta es la otra cara de los medios de comunicación
de masas: ni siquiera para ellos es fácil reforzar esas capacidades.
Durante un tiempo fui miembro de un Consejo de Radiodifusión.
Allí tuve ocasión de convencerme de lo poco que yo podía hacer
desde esa función, y no porque gente con mala intención quisiese
bloquearme, sino porque las cosas tienen sus propias reglas. Le pre­
sentan a uno las cuotas de audiencia y demás como si fuesen cosas
que se calculan con precisión. Y ahora hay que tratar de imaginar el
futuro bajo el dominio de los ordenadores. No sólo se van a poder
controlar las cifras de conexión mucho mejor, sino que muchos otros
ámbitos de la vida social van a ser sometidos a mediciones, cálculos y
ponderaciones, en una palabra, a la ley del número. Y, desde luego,
nunca faltará el empeño por ofrecer informaciones opuestas, como
hacen ahora los medios de masas. Ésta es la tarea obvia de cualquiera
que tenga que ver con la formación de la opinión pública. Pero igual
de claros están los factores de resistencia. Y nadie va a pretender a
estas alturas que una regulación de las cuotas de conexión vaya a
favorecer la capacidad de juzgar de la gente.
Si al final de mis consideraciones he vuelto a tomar pie en mi
propio trabajo filosófico y he hablado de la hermenéutica, del plan­
teamiento filosófico de los fenómenos que se relacionan con el he­

214
EL ARTE Y LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN

cho de entender, es porque hay una estrecha conexión con nuestro


tema. Del mismo modo que la gente se entiende en el trato entre sí,
aunque nadie tenga seguridad ni garantía de que entiende bien, lo
mismo ocurre con la experiencia de las épocas pretéritas, a partir de
la cual se va enriqeciendo una y otra vez nuestra manera de enten­
dernos a nosotros mismos como personas. Lo que enriquece la ex­
periencia en la vida es siempre el punto en el que nos vemos obliga­
dos a entender lo inesperado, lo no calculado ni calculable, en una
palabra, lo otro. Sólo así se aprende de la experiencia. Pero se ha
vuelto difícil hacer experiencias, porque cada vez es más fuerte la
necesidad de seguridad en todos los terrenos, incluido el de los
seguros, y porque cada vez se exige con más intensidad y naturali­
dad al aparato de la vida pública que nos evite los riesgos de la
existencia.
También la pura y simple cantidad de información que llega ma­
sivamente a nosotros nos hace cada vez más difícil seleccionar racio­
nalmente la información que nos interesa. Quizá se vaya abriendo
paso poco a poco una cierta liberalización en los medios de masas,
especialmente en la televisión. Pero nunca se podrá ignorar la exis­
tencia de un cierto grado de automatismo económico que actuará
de freno, y sobre todo de adaptación por comodidad, que siempre
hará difícil que los ánimos más libres expresen objetivamente crite­
rios que se apartan del discurso público. Pero precisamente ahí está
el campo en el que tenemos que intentar progresar. La tarea de
nuestra reflexión sobre la cultura y los medios de masas debería ser
no olvidar que la cultura no es una simple institución, sino que es
algo que necesita cultivo. Y lo que hay que cultivar y cuidar es la
libertad de juzgar por sí mismo. Sólo esto justifica que apliquemos
nuestras fuerzas, nuestro dinero y nuestro empeño en perfeccionar
cada vez más los aparatos que rigen nuestra civilización. Tenemos
que encontrar un equilibrio mejor entre libertad y regulación en la
vida. De lo contrario nuestra vida se congelará. La cultura científica
que nació en Europa, con su vertiginosa aplicación de las ciencias
tanto al entorno natural como al mundo social, se enfrenta ahora al
cometido de salir al encuentro de otras culturas. ¿Qué saldrá de este
nuevo desafío? ¿Qué desencadenará esto en el interior de cada uno
de nosotros? ¿Cultivaremos las fuerzas humanas, mientras seguimos
enorgulleciéndonos de lo que hacemos?

215
15

EL ARTE Y LOS CÍRCULOS ARTÍSTICOS

Vivimos en una era de organización refinada que abarca el mundo


entero. Las técnicas del tráfico y de la información han reducido
casi a la insignificancia cosas que en otras fases y otros círculos de la
cultura habían sido de importancia esencial. Lo ajeno está masiva­
mente presente en todas partes: es la esencia misma del sistema de
tráfico e intercambio actual. La religión de la economía invade cada
vez más la diversidad de religiones, costumbres y ordenamientos
sociales de todos los pueblos de la tierra, y es un factor cada vez más
determinante tanto en la política como en la cultura. Protegemos el
paisaje, es cierto, y hasta las zonas urbanizadas y entregadas al mo­
derno sistema de la propiedad conservan algo de su origen campes­
tre, de su colorido campesino y hasta de sus viejas tradiciones fami­
liares o del sentido burgués de las viejas ciudades, que no deja de
reproducirse y reanimarse en el curso de las generaciones.
Es, pues, sin duda una expresión artificial hablar de círculos
culturales o artísticos, pero en su artificio la palabra sigue expresan­
do un hecho natural. No estamos ya, por ejemplo, ante el gran
paisaje flamenco en los asombrosos decenios, y aun siglos, en los
que la pintura holandesa alcanzó una densidad de fuerza creadora
hoy apenas imaginable y estuvo bien acompañada por la burguesía
que la admiraba. Lo que conocemos como esa espléndida cosecha
de la pintura holandesa, especialmente el paisaje, la pintura de géne­
ro, los bodegones, celebra los frutos del país y del mundo. Y todo
ello se debió al inédito florecimiento del comercio y a la audacia
marinera de los Países Bajos liberados. Pese a que de todo lo que
fueron sus creaciones artísticas y pictóricas sólo ha llegado a noso-

217
SOBRE LA TRASCENDENCIA DEL ARTE

tros una pequeña parte, sin embargo nos sentimos abrumados por la
riqueza que representa.
Ciertamente también estaba en marcha allí una incipiente eco­
nomía mundial, y fue ella la que estableció las condiciones económi­
cas que hicieron posible aquel florecimiento. Pero también hoy esas
condiciones, como tantos otros elementos que están dados en la
naturaleza, han sido transformadas y cambiadas por nuestras capaci­
dades técnicas, y en el campo de la creación cultural sigue dándose
una dependencia universal respecto de las condiciones económicas
de los países y de sus centros financieros.
Esto se aplica también ampliamente a las artes plásticas, de suyo
mucho menos móviles que las artes literarias o la música. Las ciuda­
des universitarias están invadidas por masas de estudiantes a las que
se superponen otras tantas de turistas. Queda así casi irreconocible el
color local, absorbido como en un remolino. Por todas partes expe­
rimentamos la realidad de la trama de la economía mundial moder­
na. Ya no existe aquel tipo de mecenas al que su éxito profesional y
económico le permitía promover el arte de su tierra. Su papel ha
pasado cada vez más a las manos del comercio internacional del arte.
Y del mismo modo que nuestro sistema económico y financiero ha
hecho que todo el planeta viva en una rara y abstracta especie de
simultaneidad y omnipresencia, también el poder económico del co­
mercio artístico está ejerciendo sobre la creación artística, sobre la
vida de los artistas y sobre su séquito, una influencia creciente y con
frecuencia paralizadora. Lo que antes daba vida al círculo en el que
se movían los creadores y quienes participaban de sus obras en todos
los ámbitos de la vida social, ahora está dominado por movimientos
abstractos como son las corrientes financieras o la expansión indus­
trial, que están transformando el planeta entero.
En esa misma medida, la relación natural entre los creadores y
sus receptores ha perdido densidad e inmediatez vital. Es ésta una
época en la que también los artistas creativos reciben sus estímulos,
forman su gusto y ponen a prueba sus creaciones en el seno de una
comunidad de creadores de arte que se ha vuelto casi innominada. Y
ya tampoco es como en los viejos tiempos, en los que los grandes
contenidos de la sociedad y de las religiones, las solidaridades na­
cionales y las normas vigentes, tanto en las costumbres como en los
estilos, proporcionaban orientaciones básicas a la creación de los
artistas, tuvieran o no tuvieran éstos conciencia expresa de esa in­
fluencia. En la creación de las artes plásticas el trabajo por encargo
se ha convertido en la excepción. Y más excepcional aún resulta que
la esfera de lo público llegue a formar algún tipo de comunidad es­

218
EL ARTE Y LOS CIRCULOS ARTISTICOS

piritual con el creador. Si sigue habiendo algo de esto, en general se


mantiene de forma anónima, y esto es tanto más cierto para la
sociedad en su conjunto. Dominada como está por los mecanismos
públicos de la información, en el campo del arte lo que más importa
es el papel de los críticos asociados con los expertos y el de las
instituciones para la promoción del arte.
Y, como es lógico, esto no pasa por el arte mismo sin dejar su
huella. En la creación artística contemporánea se echa en falta el
suelo nutricio de un estilo de vida y un gusto estético compartidos y
cultivados en la esfera de lo público. Cuanto menos orientan y obli­
gan las tradiciones, más intensamente se ve empujado el artista a la
experimentación. Ahora ya no depende más que de sí mismo. Los
miembros de los círculos culturales se quedan solos, ya estén forma­
dos por los artistas de una región que todavía se cree cohesionada,
ya, aún más, por quienes siguen a un artista u otro, a una u otra
modalidad de creación.
A todo esto se añade un aspecto más, que ha entrado en acción
en la era de la reproducibilidad. Cito a Walter Benjamin porque
admiro su perspicacia, aunque no puedo compartir sus conclusio­
nes. Veamos los hechos: la movilidad de nuestro tiempo se extien­
de sobre todas las tradiciones culturales dispuestas a durar y que
han conseguido mantener su duración. Esto ha producido un es­
pectro caótico y una distancia insuperable entre quienes participan
de la vida del arte. Se puede aceptar, sin duda, que los cambios en
la forma de vida generen un extrañamiento cada vez mayor en las
creaciones de los artistas contemporáneos. Rodeados como estamos
por edificios gigantescos, naves industriales enormes y genuinas
fortalezas de una burocracia que lo domina todo, aturdidos por el
bramido incesante de un tráfico arrollador, no es fácil que surja
entre nosotros un espíritu común o un gusto convergente capaces
de guiar tanto la creación artística como su recepción.
Lo que no ha desaparecido es la figura del amante del arte, ni
los círculos de amantes del arte que se forman en torno a los creado­
res y a sus creaciones culturales. Frente a los grandes centros de la
actividad cultural, siempre más determinados por los medios de in­
formación públicos, existe lo que llamamos círculos culturales, que
se forman y se mantienen de una forma natural como auténticos
ámbitos vitales. Pues en ellos sigue habiendo, y se sigue satisfacien­
do, la necesidad de reciprocidad, de intercambio entre creadores y
receptores. Y no deja de ser curioso que desde hace tiempo ese tipo
de círculos se den menos en los grandes centros de la economía que
en sus periferias.

219
SOBRE LA TRASCENDENCIA DEL ARTE

En el curso de los dos últimos siglos los artistas han tendido a


formar colonias propias, con las que han reconocido su posición
marginal a la sociedad. Al emigrar a esas zonas, periféricas respecto
de los centros de convivencia masificada, las han convertido en ver­
daderos paisajes culturales.
Las artes plásticas de las que hablamos aquí tienen una relación
particularmente estrecha con los cambios que se han producido en
la forma de vida. Hoy en día se esparce por una publicidad cada vez
más anónima lo que en el pasado se reunía y organizaba en las
cortes palaciegas tanto mundanas como eclesiásticas. En nuestros
lugares públicos está conquistando un nuevo respeto la escultura, y
tal vez está adquiriendo más valor expresivo que nunca; sin duda, el
extrañamiento y el habituamiento que produce está poniendo nue­
vos acentos en la vida actual.
En cambio la pintura y las artes gráficas, las formas más móviles
de las artes plásticas, piden espacios interiores. Por una parte, exi­
gen un marco decorativo, por la otra, aportan con su creación artís­
tica un efecto a su vez decorativo. Pero la memoria humana sigue en
su mayor parte dominada por la multiplicidad de sus recuerdos y
encuentros, cada vez más abundantes, y cultiva intereses más objeti­
vos. Basta recordar esa imagen de representación pública que es el
retrato, o el conjunto de los elementos de la vida que siguen preocu­
pándose por la tradición en la sociedad, los recuerdos históricos,
políticos, familiares, juveniles, en una palabra, el reino entero de la
M nem osyney que no deja de oponer a nuestra literatura y a nuestro
arte puntos de vista de suyo ajenos a éste. Parte de esto son las
condiciones de espacio y habitabilidad de nuestro estilo de vida
burgués, la presión de las necesidades económicas y de representa­
ción, que tantas veces exige, por ejemplo, en los edificios públicos,
el sacrificio de las ideas artísticas. Dadas las circunstancias, aún re­
sulta admirable que los artistas creativos sigan generando comunida­
des en torno a sí, sobre todo en los casos en los que ni la opinión
pública ni los intereses de organizaciones sociales exigen una deter­
minada representación cultural.
De hecho es muchas veces en el círculo íntimo de la vivienda,
incluso en viviendas relativamente modestas, donde mejor se expre­
sa la fuerza de las preferencias y del juicio propio. Allí no sólo se
encuentran reproducciones, ese medio inaudito de expansión de la
memoria y de adaptación de todos a lo que está de moda y se lleva
más en el campo de las reproducciones. Hay fuerzas encontradas
que actúan a la contra de los efectos homologadores de las actuales
condiciones de vida, dominadas por la técnica. De hecho empeza­

220
EL ARTE Y LOS CIRCULOS ARTÍSTICOS

mos a experimentar con una nueva intensidad lo que tiene de pro­


pio el original frente a su reproducción.
Y lo que hace que el artista se mantenga fiel a sus propias ideas
artísticas no sólo frente a las creaciones de los demás, sino también
frente a la oleada de reproducciones que nos invade de continuo, es
el nuevo lenguaje en el que, de década en década, la vida cambiante
y el gusto de la sociedad se dan nueva expresión a sí mismos. Esto
confiere a las sociedades que han crecido en un entorno campestre,
o bien en uno ciudadano e industrial, una solidaridad peculiar. No
se debería sobreestimar la significación que tiene el ansia de origina­
lidad y que apabulla a los ánimos en nuestro tiempo, por obra de la
crítica y la política artísticas con ayuda de los medios de masas. En
realidad está en marcha, como siempre, un proceso formativo quizá
incluso más consciente que nunca, que no deja de recibir nuevos
impulsos procedentes de la colecciones públicas, de las influencias
educativas y de escuela de todo tipo, y de los medios de informa­
ción. Pero se diría que en la vida humana siempre acaba imponién­
dose la espontaneidad de la elección propia. Esto se advierte no sólo
en el trasiego social, en la elección de amigos y allegados, sino tam­
bién en la selección de preferencias que, por ejemplo, refleja una
biblioteca privada, y que quizá ya no tenga mayor efecto en las
galerías y grandes colecciones, pero que sí lo tiene en la propia
habitación o cuarto de estudio, por el par de obras de creadores
contemporáneos que uno tiene allí colgadas.
Incluso cuando la vida se ve más sometida a regulaciones y a la
necesidad de adaptarse al curso general de las cosas en la sociedad,
nunca se deja de experimentar la tensión entre lo habitual y lo in­
habitual. Piénsese sólo en el número cada vez mayor de personas
que visitan museos y exposiciones, o en el hecho tal vez aún más
asombroso (pese a los aspectos económicos del proceso) del ansia de
viajar y de su organización en el turismo de masas. Estas son institu­
ciones para la búsqueda de lo inusual y desacostumbrado, que se
están volviendo a su vez habituales. También aquí se dan sus efectos
contradictorios, sus contrastes entre el habitar y el hábito, por un
lado, y lo ajeno y lo otro, por el otro.
En el fondo, la experiencia del arte es para todo el mundo jus­
tamente algo no habitual, sino una apertura a lo insólito, que le
tienta a uno no sólo a entrar en ello sino a vivirlo realmente. Del
mismo modo que el instinto configurador obliga al artista a probar
siempre cosas nuevas, a buscar nuevas cotas de perfección, también
el amante del arte, y más si es un buen conocedor, se siente abierto
una y otra vez a lo nuevo, a lo desacostumbrado, porque le sale al

221
SOBRE LA TRASCENDENCIA DEL ARTE

encuentro estimulándole y pidiéndole respuesta. Se forma así una


interacción entre creación y recepción en todos los parámetros de
nuestros círculos vitales. Y tal vez sea verdad que en definitiva todo
lo que se ha hecho y se ha podido hacer, toda perfección alcanzada
en la organización, en el cultivo del arte y en la crítica, nacen tanto
del creador como del receptor. Éstas son las verdaderas fuerzas a
partir de las cuales se forman los círculos culturales, que viven del
dar y el tomar.

222
16

ARTE Y COSMOLOGÍA

No se puede afirmar que el arte sea, de entre los demás contenidos


culturales, una forma especial y sobresaliente de encontrarse el hom­
bre consigo mismo, sino que es sólo una entre ellas. Distinto ha sido
el caso de la fenomenología. Este término sigue teniendo pleno sen­
tido como cobertura conceptual, internacionalmente reconocida, del
conjunto de una serie de movimientos de la filosofía que se produ­
jeron en la primera mitad de nuestro siglo. La fenomenología fue
fundada por Edmund Husserl, y tanto Max Scheler como otros
pensadores fueron también representantes de esta orientación filo­
sófica; a todos ellos se añadió finalmente Heidegger como el discí­
pulo o alumno genial de Husserl. ¿Y qué tuvo de especial esta escue­
la? Para empezar, y según declaraciones propias, es una toma de
distancia respecto del hecho de la ciencia. No quiere esto decir que
se le nieguen a la ciencia ni su rango ni su autonomía. Pero lo que la
filosofía tiene que hacer, de acuerdo con la perspectiva fenomenoló-
gica, es extraer de la práctica de la vida las estructuras a priori y las
regularidades nomológicas de carácter filosófico que gobiernan nues­
tro estar en el mundo, y elevarlas a la condición de concepto.
A estos efectos Husserl acuñó una palabra que hizo fortuna en
medida no menor que algunas otras expresiones alemanas que tie­
nen su origen en la filosofía. Un primer ejemplo es el de la Weltart-
schauung, la «cosmovisión». La palabra emerge a mediados del xix,
en una época en la que una filosofía ya epigonal no parecía estar en
condiciones de satisfacer las necesidades de respuestas de los hom­
bres ni su aspiración a ser orientados en relación con las cuestiones
últimas. Es entonces cuando se empieza a hablar de «cosmovisión».

223
SOBRE LA TRASCENDENCIA DEL ARTE

Pues bien, Husserl también dio hábil y perspicazmente con una ex­
presión que ha acabado formando parte del acervo común: la L e -
bensw elt, el «mundo de la vida». Recuerdo el entusiasmo que mos­
traba por esta expresión Jean Hippolite, un pensador francés de
después de la guerra. Y de hecho se puede afirmar que, tanto en la
creación de esta expresión como en la de la «cosmovisión», lo que se
puso en acción es el propio espíritu de la lengua. El mundo de la
vida es el mundo tal como se nos muestra en el día a día. Si el co­
metido es sacar a la luz estructuras fundamentales y rasgos esencia­
les, se trata de hacerlo desde la manera como éstos salen a nuestro
encuentro en nuestra experiencia de cada momento, y no, en cam­
bio, a partir de una fisiología de la percepción sensorial, o de una
física o mecánica de las sensaciones, o de una construcción enciclo­
pédica de las bases psicológicas o antropológicas de cualquier tipo
en las que se apoya la ciencia.
En el caso de Husserl estaba ausente desde luego casi cualquier
referencia al arte. Me acuerdo de una conversación que tuvimos
una vez en el seminario de Friburgo, siendo yo un joven doctor y
a propósito de alguna pregunta que le hice. Me contestó: «Hom­
bre, sí, doctor, a mí también me gustan el teatro y la música, pero
primero tengo que terminar la fenomenología». Heidegger repre­
senta sin duda un quiebro dentro de esta escuela. Pues uno de los
aspectos que cambiaron con él fue justamente la relación con el
arte, a partir de su famoso artículo sobre la obra de arte. En él se
detectan todavía algunas huellas de su compromiso político, pero
lo que más llama la atención es la poderosa energía de su pensa­
miento, que le llevaba mucho más allá de lo que lo hizo su lamen­
table implicación política. Mi propio entronque toma su inspira­
ción de ese artículo.
Lo que llamamos hermenéutica aparece ya en Ser y tiem po de
Heidegger, y procede de Schleiermacher y Dilthey. Yo lo conocí a
través de Heidegger, y acabó siendo para mí lo principal: por medio
del giro hermenéutico recogí el replanteamiento heideggeriano del
pensar y lo concentré sobre el problema del lenguaje. Pues entiendo
que el pensamiento tiene que escuchar al lenguaje. Nuestra lengua
pone a nuestra disposición un acervo de ideas acumulado a lo largo
de siglos e incluso milenios. Si miramos al lenguaje como lo hacen,
por ejemplo, los poetas, que son capaces de resucitar palabras des­
gastadas dándoles simplemente un nuevo valor por su posición en
un determinado entramado de sonidos y significados, la filosofía
habrá aprendido también en la vida a despertar la capacidad de
aspección y la plenitud de la idea por medio del lenguaje.

224
ARTE Y COSMOLOGIA

Voy a poner un ejemplo de lo que hace el poeta. Se trata de un


verso de Stefan George, que me parece especialmente apropiado
aquí junto a la W aterkant: «das Geráusch der ungeheuren See»*.
¿Quién, antes de escuchar este verso, habría puesto el sustantivo
Geráusch en relación con el verbo rauschen**? Y sin embargo, en
cuanto se lee el verso, uno se da cuenta de que Geráusch es el
rauschen que nos rodea con su estruendo. Pues bien, Heidegger
persigue el lenguaje de esta manera y cada vez con más empeño,
muchas veces incluso en contra del sentido de los textos y haciéndo­
les violencia. Y en eso yo no he podido seguirle. Me hice más bien
filólogo clásico, con el fin de dominar el griego hasta el punto de
poder introducir el verdadero espíritu de esa lengua, que es la que
nos llevó por primera vez a un idioma filosófico y conceptual, en
nuestro propio uso del lenguaje y en nuestro propio mundo de
conceptos, y renovar así uno y otro desde ella. También en esto
Heidegger me había tomado la delantera, pero espero haber con­
tribuido a mi vez con alguna que otra aportación duradera.
La cuestión es la palabra. A la larga no podremos eludir en
nuestro tema la cuestión de cuál es el secreto de la palabra. Y digo la
palabra, no el vocablo, no el elemento gramatical de lo que nos
decimos unos a otros. La palabra es el verbum en el sentido del
concepto clásico neotestamentario, del logos que vino al mundo,
como se dice en el Evangelio de san Juan, en el Nuevo Testamento.
Pero con esto la palabra es ya para nosotros otra cosa más, algo que
va más allá del uso habitual de logos y verbum. Tendremos que
preguntarnos por qué la palabra adquiere tanta importancia para
nuestro tema.
Empecemos por la palabra «cosmología». Está claro, es un tér­
mino que todos usamos. Es una vieja palabra, bien conocida de los
humanistas, y por supuesto de raíz griega. K ósm os significa de suyo
«adorno, decoración, cosa bien ordenada» que decora precisamente
por eso. De ahí pasó a significar el buen orden del cielo estrellado y
de la tierra abarcada por él, la que marca nuestra posición. Así que
«cosmología» tiene que ver literalmente con un orden que abarca al

* Más o menos, «el ruido del mar tremendo». Pero ni Geráusch, que podría
ser también «sonido», ni ungeheuer tienen un buen correlato en castellano, ni es
posible reflejar en nuestro idioma la peculiaridad de la designación See frente a la de
Meer para el mar. (N. de los T.)
** El verbo es de sentido y connotaciones complejas y sutiles, pues designa el
hecho de hacer un ruido como el de las olas, o el de una corriente o viento fuerte
(pero también por ejemplo del tráfico), y connota el sentido de «ebriedad» del sustan­
tivo simple Rausch del que deriva. (N . de los T.)

225
SOBRE LA TRASCENDENCIA DEL ARTE

mundo entero. Éste es sin duda el orden que han contemplado to­
das las culturas al mirar hacia arriba. Hoy vamos sabiendo mucho de
aquellos observadores de las estrellas que se descubren en suelo
irlandés, escocés o de otros sitios, que están ahí desde milenios in­
contables, sin que ninguna otra tradición nos hable de ellos. Sabe­
mos que desde siempre los hombres han observado el cielo estrella­
do y han hallado en él orientaciones fundamentales para muchas
situaciones de la vida. La cosmología tiene que ver con ese orden
maravilloso cuya ejemplar precisión hacía posible un saber. Aquello
eran matemáticas visibles, música visible, no audible. Para los co­
mienzos griegos del conocimiento astronómico el sistema de los
planetas y de las distancias entre ellos representó todo esto. Hasta
entrada la alta Edad Media estos conocimientos siguieron llamándo­
se música, no astronomía, como decimos ahora.
La primera parte de la palabra «cosmología» tiene, pues, que ver
con el orden. La segunda mienta el «saber» de ese orden. Usamos la
palabra cosmología como tantas otras del mismo tipo: filosofía, teo­
logía, efe. Y no obstante no es sólo esto lo que resuena para noso­
tros en el concepto de la cosmología. Se puede afirmar que desde el
principio esta nomología abarcante ha sido experimentada como
aquello «de lo cual» tomamos orientación e incluso nuestro propio
orden. Es como la secuencia de las estaciones del año; acabamos de
dejar atrás el solsticio de verano, salimos al encuentro del de invier­
no. El curso de las estaciones y de las horas del día está dado para
nosotros por el curso del sol, y nos parece lo más natural que esta
cosmología nos proporcione una cierta experiencia de orden que
nos permite a los hombres orientarnos. Pues bien, si partimos de
esta base, podremos hacemos una idea de lo que pudo llegar a
significar, a comienzos de las Edad Moderna, el giro que dio Copér-
nico a la explicación del mundo. Creo que fue Nietzsche el que lo
dijo, o quizá fuera Pascal, aunque el caso es que ambos lo dijeron de
forma parecida: en ese momento el hombre cayó al universo. Es
como si le hubiesen quitado el suelo de debajo de los pies. Pues el
orden que conocía era la imagen geocéntrica del mundo, y por lo
tanto la experiencia antropocéntrica del orden.
Estas consideraciones preliminares permiten ir adivinando ya
que para nosotros la obra de arte tiene algo de rememoración de la
orientación pretérita por el paradigmático orden universal. Pues no
cabe duda de que en toda obra de arte se representa el mundo, al
menos en toda obra cuya pura manifestación atrae nuestra atención
hasta el punto de sentir que en ella nos encontramos a nosotros
mismos. Ya he citado en otras ocasiones a Jaspers, que decía que

226
ARTE Y COSMOLOGIA

éste es el sentido de la lectura de lo cifrado. Cuando «desciframos»


una obra de arte usamos otros conceptos, los nuestros, para descri­
bir cómo en ella algo se está expresando o presentando a sí mismo,
o, como dice Goethe, es «tan de verdad, tan siendo». Hay que ser
muy paleto para preguntar si un paisaje es efectivamente como lo
pintó Cézanne, y todavía sería más de paletos ir a hacer fotos al
paisaje en el que ha vivido un gran poeta para así poder entender
mejor su poesía. Nada sería ahí «de verdad» ni «siendo».
Ante un cuadro o un poema sentimos de pronto que estamos
ante un todo diferente, un cosmos que andábamos buscando; nada
nos parece ya tan ejemplar como lo que nos habla desde la obra de
arte. Aristóteles decía que lo propio de lo bello es que sea tal que no
se le pueda añadir ni quitar nada sin destruir el conjunto. Bueno,
esto es verdad cum grano salís. Y es todo un problema interesante
en sí mismo, el de hasta qué punto esto es verdad. Por una parte,
hay muchas lecturas distintas de un mismo texto; por la otra, esta­
tuas dañadas o mutiladas nos remiten no obstante al todo, y todavía
hay artistas hoy en día que crean adrede estatuas fragmentarias, por
ejemplo una cabeza sin cuerpo. Pero esto no hace sino corroborar
que, para que el fragmento se experimente como un todo, puede y
debe haber en su interior unas ciertas fuerzas de cohesión.
En el pensamiento de los griegos la cosmología era una parte
obvia de la metafísica. Y si queremos ponderar el significado de los
conceptos que tienen que ver con el orden en nuestro propio pensa­
miento, no podremos por menos de recordar cómo Platón montó
ante nosotros, con la obra de sus ideas, un verdadero kósm os de
kósm oi, un orden de órdenes. Está, por una parte, el ordenamiento
de la polis, de la comunidad urbana, dentro de la cual se desarrolla­
ba la vida política de los griegos. Pienso en la correspondencia exis­
tente entre esta comunidad ciudadana; ordenada e integrada en una
unidad, y el orden del alma humana. Esta es la gran idea que Platón
desarrolla en su famoso libro sobre el Estado ideal, la de que, en el
alma humana, ésta y el Estado, las grandes magnitudes de la comu­
nidad política y las misteriosas fuerzas del orden y el desorden, se
iluminan recíprocamente.
Para cualquiera que piense responsablemente, la guerra civil es
la forma más aterradora de lucha de la humanidad. Pues la guerra
civil pasa por en medio de las familias y destruye atrozmente, al
menos por un tiempo, una unidad de vida que ha crecido junta.
¿Pero quién no ha experimentado la guerra civil en el interior de su
alma? ¿Quién no conoce las tensiones entre el impulso imperioso y
el espíritu, entre la pasión ciega y la voluntad firme y consciente?

227
SOBRE LA TRASCENDENCIA DEL ARTE

¿Quién no conoce este conjunto de la estructura del alma, que sólo


cuando permitimos que viva realmente libre de guerras civiles, orde­
nadamente, en un juego interno equilibrado, nos permite a su vez
ver lo que hay y pensar lo que se puede conocer y admirar mediante
el pensamiento? En el hombre existen también pasiones que no son
sólo la del miedo ante el final. Y en verdad la pasión clara del
hombre depende también de este orden interno. Todos sabemos,
demasiado bien incluso, hasta qué punto las cosas del alma se refle­
jan en las del cuerpo, y también lo fácil que es que un simple dolor
ñsico nos impida concentrarnos en una idea. A mí en este momento
mis viejas rodillas me están causando algunas dificultades mientras
intento realizar aquí esta meditación.
La gran visión platónica del Estado ideal y del alma ideal se
explica mejor si se tiene en cuenta su visión del cosmos. Y es un
hecho que la pasión admirativa del hombre apenas hallaría una ex­
periencia del orden más fuerte que la que le proporciona el cielo
estrellado. La imagen astronómica antigua del universo — en reali­
dad la de la Antigüedad tardía, que llamamos ptolemaica— conser­
vó su vigencia a lo largo del Medievo. Esta idea del orden centrada
en el hombre es en la Edad Media cristiana la de un «mundo» enten­
dido como el orden de la creación, una representación que pode­
mos llamar ingenua y que desde luego no tiene pretensión científica
alguna, pero que refleja tanto mejor lo que el hombre es capaz de
concebir con sus propios medios. Piénsese en el primer capítulo del
Antiguo Testamento, en cómo ál final de cada jornada creadora se
repiten las mismas palabras: el creador contempló su creación, y he
aquí que la encontró buena. Ésta es la experiencia del orden que se
nos ha transmitido desde el Antiguo Testamento y las Escrituras de
la Revelación.
¿Pero qué es la cosmología ahora? Sabemos que Galileo tuvo
que protagonizar un duro enfrentamiento con un aristotélico, al que
no logró hacer mirar por su telescopio. De hecho para el pensa­
miento antiguo esto era ya un trastorno de la convivencia entre el
hombre y el mundo: era alterar la naturaleza, acercar artificialmente
lo lejano y burlar así las distancias establecidas por el orden natural.
Sabemos también que a Goethe le ponía enfermo que alguien llevase
gafas en su presencia. Le parecía que eso era como una barricada
que impedía interpelar al otro de una manera natural. Y qué duda
cabe que la imagen geocéntrica del universo es lo que la secuencia
de los días solares pone en nuestro «mundo de la vida». El sistema
antiguo de la astronomía se correspondía en su conjunto con nues­
tra orientación en el mundo. La propia palabra «sistema» es en ori­

228
ARTE Y COSMOLOGIA

gen un concepto astronómico, que tenía su principal aplicación en


la música de cuerda tañida y en el curso de las estrellas. A lo sumo se
lo aplicaba también al mundo orgánico, a las plantas y los animales.
El hecho de que finalmente haya acabado habiendo sistemas filosó­
ficos es una muestra más de la profunda escisión que caracteriza a la
Edad Moderna.
Pues éste es el paso decisivo que nos separa de la vieja armonía
de los mundos. El mundo de la ciencia, que contribuyó a que triun­
fase la astronomía copernicana con Galileo y sus sucesores, trastor­
nó esta experiencia natural del orden que para la Antigüedad era en
sí misma ciencia. Este es un acontecimiento de la máxima importan­
cia y un paso trascendental: bajo el signo del rigor metodológico,
los objetos del saber se convierten en objetos de dominio, y la trans­
formación de la naturaleza se convierte en material para la técnica.
Al mismo tiempo el paradigma de orden representado por el curso
de las estrellas se reúne con el acontecer de la naturaleza sublunar
para formar un nuevo tipo de unidad. Este proceso culmina en la
física de Newton y en su proyección sobre el concepto de la fuerza.
En Alemania podemos observar este proceso muy bien leyendo
a Herder. Newton fue el que por primera vez, y para siempre, re­
unió en su física gravitatoria la física celeste y la física terrestre.
Galileo había dado los primeros pasos en esa dirección, pero sólo
con la teoría de la gravitación resultó posible reconocer lo que tie­
nen en común la física del cielo y la de la tierra. Este concepto de la
gravitación se expresa en el de la fuerza. Herder fue el primero que
introdujo estos conceptos en la demostración filosófica. Y en las
visiones metafísicas del Nietzsche de los últimos años percibimos
aún los ecos de esta nueva unidad en el todo de las fuerzas.
Nos llevaría demasiado lejos intentar mostrar aquí el camino
por el que, partiendo de esta situación de la ciencia moderna y de su
aplicación también a la sociedad, y en rigor a todos los ámbitos de la
experiencia, Kant logró dar una expresión filosófica legítima a su
división entre libertad y necesidad natural.
Lo que debemos preguntarnos ahora es qué supone en nuestro
contexto la experiencia del orden para el arte, y qué nos dice a
nosotros esa experiencia. ¿Qué significa «arte»? Es desde luego una
palabra añeja: téchne, ars. Pero tendrán que permitirme que presen­
te ante ustedes nuevamente un hecho del mundo de las palabras: si
uno quiere referirse al arte, sólo puede utilizar ese término más o
menos desde 1800. Con anterioridad a ese momento, para mentar
lo que nosotros llamamos el arte se hablaba siempre de «bellas ar­
tes». Pues también las habilidades mecánicas, la ingeniería, la hi­

229
SOBRE LA TRASCENDENCIA DEL ARTE

dráulica y todo eso eran «artes». Y si examinamos bien nuestra ma­


nera de usar las palabras, veremos que en realidad seguimos usando
el término de ese modo. De lo que no cabe duda, sin embargo, es de
que cuando decimos ahora «el arte», estamos diciendo algo nuevo.
¿Pero qué?
Obviamente lo opuesto al arte era lo que llamamos la naturale­
za. Lo hecho es arte, es la poíesis en el sentido de poesía, y esta
potesis, ese hacer, que es siempre un hacer de tal o cual manera, es
aún una parte de lo que llamamos el arte. Y más allá de la poesía,
más allá de esta expresión griega, cuando hablamos de las bellas
artes en general tenemos la necesidad de determinar qué es lo que las
hace distintas de todo lo demás, lo que las convierte en lo que son:
una forma única de encontrarse el hombre consigo mismo. Porque
está claro que en cualquier ocupación artesana el hombre se encuen­
tra también consigo mismo, tanto en la herramienta como en el
producto. Pero en la obra de arte el encuentro es diferente. Ya sea
por la forma y el color, ya por el sonido y el significado, hacemos
aquí una experiencia del orden que se encuentra consigo mismo en
el fenómeno, de manera que nos decimos a nosotros mismos las
palabras de Goethe: «tan de verdad, tan siendo», porque no echa-'
mos en falta nada más. Lo que Goethe les decía a las conchas mari­
nas en la playa siciliana lo decimos nosotros ante un cuadro, o ante
una obra de teatro, un drama de Shakespeare, por ejemplo, sin
querer saber ya nada más de cuantas cosas reales pueda haber ade­
más en lo uno o lo otro. El orden mismo se hace duradero en el
arte: a esto lo llamamos «ser bello».
Los griegos tenían para la belleza otra expresión: sym m etría,
usada no en el sentido matemático preciso de nuestro concepto de
la simetría, sino en el más amplio de la correspondencia entre sí de
las partes que forman un todo. Esta clase de simetría es para ellos
condición básica de la belleza. Esto no tiene por qué implicar nin­
gún clasicismo estilístico. Se aplica a cualquier creación de la que
podamos decir que se expresa a sí misma y nos expresa a nosotros.
Y esto es algo que no cambia porque la obra muestre tal o cual cosa,
porque en ella se reconozca tal o cual contenido del mundo. Esto se
debe a que lo que sale a nuestro encuentro en la obra de arte es la
súbita adquisición de una nueva manera de ser por parte de todo lo
que hay en la obra. Nos parecería aberrante preguntar entonces si la
representación es o no es parecida al original, si se corresponde o
no con él. Una vez me trajeron un libro de fotografías de los lugares
de los que procedía Giono, un poeta que me gusta mucho. Esta clase
de estupideces no dejan de producirse una y otra vez.

230
ARTE y COSMOLOGIA

Partiendo del concepto griego de la simetría podemos dar el que


quizá sea el paso más importante: recordar algo que en nuestra cul­
tura científica ya casi hemos olvidado. Para la ciencia, el fundamento
último de todo son los «hechos». ¿Pero qué son los hechos? Déjenme
citar a Max Planck: «Un hecho es lo que podemos medir». Este gran
físico, que era además un hombre notable en todos los sentidos, dio
expresión con esa frase a algo que ha quedado como sedimento en el
código de honor metodológico de la moderna investigación empíri­
ca. ¡Cuántas veces tiene uno que oír lo de we have facts cuando
habla con gente que se inspira en las ciencias naturales, y a la que las
demás cosas que asumimos nosotros le parecen demasiado vagas!
¡Que esas cosas no se controlan! ¡Que cuál es el criterio de la inte-
pretación correcta! A mí me lo preguntan cientos de veces, y la gente
se muestra totalmente asombrada cuando, al interpretar un poema,
digo que el criterio de una interpretación «correcta» es que desapa­
rezca cuando se lo vuelve a leer, porque entonces ya todo parece
obvio. La interpretación se agota en el señalar, que es como una
corroboración: así es. Eso es lo «adecuado» a la cosa.
Pero en fin, volvamos al concepto de la medida, que es el que
nos interesaba. Platón, en su diálogo sobre el estadista, explica que
hay dos clases de medida, pero lo hace en un contexto que aquí no
nos interesa particularmente. Por una parte, está la medida o patrón
de medición con el que nos acercamos a algo. Es lo que se corres­
ponde con la mentalidad medidora de la ciencia moderna: el metro
de París — ¡no tocar, no tocar!— , el patrón con el que se calibran
todos los demás sistemas de medición. En alemán la expresión téc­
nica es eichen , del latín aequ are, «igualar», y se refiere a la compro­
bación de la autenticidad. Es lo que connota la palabra eichen, y
conviene escuchar a las palabras. Porque si uno es capaz de sentir lo
que hay dentro de ellas, no tendrá necesidad de apoyarse en cual­
quiera de las etimologías populares que surgen por asociación. No
tendrá, por ejemplo, que repetir esa vieja doctrina de que un Ge-
dicht (poema) es algo dichtgem acht (hecho denso, hermético). La
palabra procede de dictare. Y esto es lo más importante: que un
poema es un dictado contra el que no caben objeciones. Y si pasa­
mos a la medida de peso*, ya iremos mejor orientados respecto de
lo que vamos a encontrar cuando queramos saber qué es la simetría
en relación con la belleza. Platón afirma que es m étrion, la medida

* En alemán Gewicht, formación sustantiva formalmente idéntica a la de Ge-


dicht. Lo que sigue sólo tiene sentido por esta analogía formal entre ambas palabras
en alemán. (N. de los T.)

231
SOBRE LA TRASCENDENCIA DEL ARTE

que lleva en sí todo cuanto es. Como todos los griegos, Platón está
pensando en primer término en lo vivo. El «ente» es siempre para
empezar el «ser vivo». Hasta el mundo es un gran animal que alien­
ta, cuya piel es la superficie terrestre, con las pequeñas arrugas que
son nuestras grandes cordilleras o nuestras creaciones humanas. Así
de sensorial era la manera de ver el mundo de los griegos.
Pero lo que nos importa ahora es el concepto de lo m étrion *, de
la medida que algo porta en sí, y que bajo la forma de la harmonía
encontramos también en la teoría de la música; también en la termi­
nología médica sobre la salud, hygieta, se encuentra la palabra «har­
monía». Se trata de la consonancia de lo diverso que forma una uni­
dad y que constituye el milagro de lo vivo. Aquí las partes ya no son
tales partes, sino miembros en el sentido más amplio de la palabra.
Platón hace esta hermosa distinción entre «partes y miembros»; casi
adelantándose a sí mismo usa la palabra «parte» para decir: no, nada
es sólo parte, todo es miembro de un todo. Y algo parecido ocurre
con el concepto de lo m étrion. En él advertimos de qué va el tema: se
trata de llevar en sí mismo una medida a la que todo se ajusta.
Nuestro idioma también refleja esto. De Jaspers, por ejemplo, oí
decir que siempre se comportaba de una forma muy medida. Bueno,
vale, al fin y al cabo era de Oldenburg, que no es precisamente el
Sur. Y es verdad que se conducía siempre de un modo njuy comedi­
do, algo rígido, diría yo, y que hablaba con un poco de ceceo. In­
cluso separaba normalmente la s y la £**, algo que hacía pensar a
quien se encontraba con él que decididamente aquí todo está muy
medido. Yo mismo, que en alguna ocasión he tachado de Plaude-
rei*** su manera de dar sus por cierto excelentes cursos teóricos, no
lo hacía por desprestigiarle, en absoluto. Es eso: que era comedido,
que guardaba las distancias y se retraía, todo lo contrario de un
Martin Heidegger, que se abalanzaba como un Zeus tonante que
lanzara sus rayos desde el Olimpo. En fin, todos nosotros pasamos
nuestros años de aprendizaje orientándonos por unos u otros mo­
delos, y eso no es tan malo si uno aprende a procurar no cometer
errores y a buscar su propio camino.

* Probablemente el autor se ha visto llevado por alguna otra analogía lingüís­


tica al aducir métrion , forma neutra de un adjetivo que significa «mesurado, media­
no, promedio, mediocre», en lugar de métron, sustantivo que sí significa «la medida».
Esto causa un problema de traducción: el adjetivo requiere en español un artículo
neutro que excluye la acepción sustantiva de «medida». (N. de los T.)
’ * La ortografía alemana no permite separar estos sonidos, que se perciben
como formando una especie de «diptongo de consonantes». (N. de los T.)
* * * La traducción más aproximada por el sentido sería la de «palabrería», pero
en español es demasiado despectivo. (N. de los T.)

232
ARTE Y COSMOLOGIA

Pero volvamos a nuestro tema: ¿qué es el arte, puestos a carac­


terizarlo por esa mesura o comedimiento, por su adecuación y por
su consonancia interna? Recordamos que en general se considera
que lo opuesto al arte es la naturaleza. De acuerdo, pero ¿qué es la
naturaleza desde Rousseau? Desde luego algo completamente dis­
tinto de lo que era para los griegos. Basta con representarse los
cambios en el arte de la jardinería, que es un ejemplo de lo más
conspicuo. Pensemos en el parque inglés de Múnich, o en cualquier
jardín inglés. El jardín inglés no es ya una prolongación de la geo­
metría de la casa, lo que sí ocurría con la jardinería del siglo xviii;
pero tampoco sigue los modelos anteriores. Asistimos de pronto al
nacimiento de un arte de jardinería que imita los paisajes, y donde
ya no se ve una casa sino a lo sumo un templete o un pabellón, cuyo
sentido es, como advertimos en la pintura de la época, que el jardín,
a semejanza de la naturaleza, conjure la fuerza anímica de la sole­
dad. En Heidelberg existe un «camino de los filósofos». Muchos lo
conocerán. Creen los más ingenuos que es un camino denominado
así en honor de la filosofía, pero no hay nada de eso. Es pura evoca­
ción rousseauniana. Es el hecho de que de pronto empieza a haber
gente rara que se va a la naturaleza para poder estar sola. Se va de
paseo como Fausto con su Wagner el día de Pascua, para disfrutar
con toda esa gente que sale de excursión fuera de los muros de la
ciudad: «del hielo libres quedan ya los arroyos y torrentes, pues
dulcemente los mira la primavera y les da vida».
Pues bien, todo esto nos permite identificar en nuestro plantea­
miento hasta en los detalles la manera como la naturaleza va cam­
biando a medida que se convierte en el polo opuesto al «arte». ¿Y en
qué se ha convertido finalmente? En mi opinión Hegel dio con una
expresión que dice más de lo que él probablemente quería decir.
Habla de una «religión del arte». Claro está que su idea inicial era
simplemente reflejar el hecho de que los griegos adoraban a sus
dioses en forma visible, como obras de arte en las que los considera­
ban presentes. Pero lo cierto es que acuñó un término que remite a
mucho más que a ese sentido clasicista de las estatuas de los dioses y
de la manifestación plástica de éstos. Desde que el arte es «el arte»,
el resplandor de su orden y de su belleza transporta a la gente más
allá del mundo de su vida. Resulta algo pueril tomar como polo
opuesto a él las artes que ya no son bellas. Las artes feas, o las que
ya no son bellas, no dejan de ser arte, aunque para el gusto del
espectador ingenuo sean feas. Kant ya comprendía que la «represen­
tación» de algo feo, si es honroso, puede ser hermosa (Crítica de la
fuerza de juzgar). Pero volvemos a encontrarnos con el punto deci­

233
SOBRE LA TRASCENDENCIA DEL ARTE

sivo: ¿quién es el que decide qué es lo adecuado?, ¿quién reconoce


la armonía?
Esto es lo que tenemos que aprender. Tenemos, como quien
dice, que sentir en propia carne que en todo esto actúan unas fuer­
zas de cohesión que se sostienen a sí mismas, del mismo modo que,
en los grandiosos comienzos del pensamiento griego, el cosmos se
sostenía a sí mismo y hacía innecesario un Atlas que sujetara el
mundo. Ya Thales enseñaba que un madero en el agua querrá siem­
pre flotar y se sostendrá a sí mismo, por mucho que lo presionemos
hacia abajo. Quiero decir: en este contexto hay que contar también
con vectores de equilibrio de todo tipo.
Creo que en el fondo estamos ya preparados para dar juntos
los primeros pasos conceptuales, los que fundaron esa disciplina
que llamamos la estética. En siglos anteriores, en particular en el
xvii y xviii, se creó para el concepto de lo bello una expresión que
es casi un concepto a su vez, la del je ne sais qu oi, «no sé qué hace
bello a lo que es bello». Lo estamos intentando y tenemos que
seguir intentándolo, porque la pasión del pensamiento nos empuja
a legitimarnos una y otra vez frente a la clase de exactitud y pre­
cisión que es propia de la mentalidad medidora de nuestra ciencia
moderna. De modo que tenemos que poder mostrarles que, cuando
se trata de la belleza, en el fondo somos aún más precisos que ellos
con todas sus mediciones: el músico que afina su instrumento oye
con más finura que la física. Y eso sin hablar de los armónicos su­
periores. Platón fue el primero que intuyó este concepto superior
de la precisión. En griego la exactitud se denomina akrtbeia, de
donde deriva la expresión alemana A kribie, que tendemos a usar
sobre todo para esos eruditos pedantes que quieren que todo se
haga con una penosa exactitud, y que discuten hasta la última co­
ma. Pero esto es una degeneración del concepto de la exactitud y
un uso forzado del mismo.
Lo realmente akribés es la sensibilidad para lo concordante, con­
sonante y correspondiente. Es la unidad de la que es capaz la natu­
raleza y que la soporta a ella misma, la clase de cosa que hace que se
mantenga constante la temperatura corporal, que se regule la circu­
lación sanguínea y demás, y todo lo que en los seres vivos ocurre
por y para la reproducción. ¿Qué valor podría tener aquí la obje­
ción de que todo esto no es suficientemente exacto? Es al contrario:
esto es más preciso y adecuado que cualquier precisión medida, y no
sólo cuando hablamos de arte. En cualquier palabra de amor hay
más precisión que en cualquier objeto mensurable. Pero estamos
hablando de exactitud y de precisión en un sentido superior, en el

234
ARTE Y COSMOLOGIA

que se expresa una cierta manera de estar en consonancia, de sentir­


se afecto a alguien o vinculado a él.
En fin, lleguemos al final anunciado. Estamos ya muy cerca de
saber qué es la palabra. La palabra, sea cual sea, es siempre respues­
ta*. Todo lo que nos dice algo nos responde a preguntas de siempre,
o nos plantea una pregunta. Y todo lo que nos plantea una pregunta
nos pide una respuesta. Si pensamos detenidamente en ello, vere­
mos que esto no significa limitarse a unas determinadas formas de
arte. Muchas cosas nos dicen algo, incluso un silencio lo hace. «Si­
lencios elocuentes», decimos. Cada vez que sentimos que se nos dice
algo, se nos está dando una respuesta y se nos está exigiendo una
respuesta, y nuestra vida humana, el mundo de la vida y el mundo
social, no podrían existir si entre los hombres no hubiese palabras
que llegan del uno al otro. Es lo que hoy en día se llama «comunica­
ción». A Jaspers le gustaba esa palabra, que entretanto se ha conver­
tido en un triste símbolo de la penetración del mundo de la técnica
en nuestro sentimiento del lenguaje. Y por supuesto que en otros
tiempos «comunicación» era una buena palabra latina que expresaba
lo común de las comunidades y el hecho de que algo se volviese
común. Pero nos ha pasado lo mismo que con la informática: que lo
primero que se nos viene a la cabeza son cables, emisiones, ondas y
demás, en vez de esa simultánea lejanía y cercanía de hombre a
hombre, que nos ha sido dada, o de hombre y mundo. Creo que es
evidente que estas cosas se perciben más sabiamente cuando se toma
la palabra como respuesta y cuando se educa el oído, igual que los
demás sentidos, para la escucha. Hermenéutica es la teoría de que
hay que aprender a oír.

* Juego de palabras intraducibie, en el original Wort y Antwort, lit., «palabra»


y «contrapalabra». (N. de los T.)

235
IV

ALÉTHEIA
17

HEIDEGGER Y EL FINAL DE LA FILOSOFÍA

Siempre es para mí un placer volver a Leiden. Hace ya mucho que


entre esta prestigiosa universidad y la de Heidelberg existe un fe­
cundo intercambio. En mi casa paso todos los días por delante de un
grabado polícromo que muestra la vieja universidad de Leiden, y
que me regalaron mis colegas y estudiantes de aquí con motivo de
una visita a Heidelberg en los años sesenta. Y sin embargo no subo
a esta cátedra sin vacilaciones. Soy consciente de que, viniendo como
vengo del pensamiento continental, llego aquí a una zona fronteri­
za, que linda con ese otro frente en el que se afirma que «lo que no
se puede decir con precisión, es mejor no decirlo». Tengo que reco­
nocer que lo que los alemanes arrastramos con nosotros tiene algo
de oscuridad tribal. Y no nos resulta fácil desprendernos de ello, y
en definitiva ni siquiera queremos, y encima: ¿cómo voy yo a satis­
facer el requisito de decirlo todo con precisión, si lo que se me pide
es que cuente mis experiencias filosóficas con Martin Heidegger? A
pesar de todo me gustaría decirles en seguida lo agradecido que
estoy al hecho de que aquí podamos hablar en alemán. Ya sé que a
más de uno entre ustedes esto le causará alguna incomodidad. Pero
por mi parte ya he dado suficientes tumbos por todo el mundo
como para no saber lo difícil que resulta hablar de filosofía alemana
en una lengua distinta del alemán.
La presencia de Heidegger empieza a notarse ahora poco a poco
en Holanda, pero sigue siendo inferior a otros países. En todas
partes esa presencia se enfrenta con resistencias tan fundadas como
comprensibles. Más vale tenerlo en cuenta desde el principio, sobre
todo si de lo que queremos hablar es del discurso heideggeriano
sobre el final de la filosofía y el comienzo del pensamiento.

239
ALÉTHEIA

El primer gran reproche que se la ha hecho siempre a Heidegger


es, naturalmente, su relación con la lógica. Y no es sólo el hecho de
que en las últimas décadas la lógica haya hecho enormes progresos,
mientras que Heidegger, como toda mi generación en realidad, sólo
había estudiado una anticuada lógica aristotélica. Se trata de un con­
flicto más profundo, que no afecta sólo a Heidegger sino al conjunto
de la filosofía continental. Cualquier frase de Heidegger puede ser
disecada siguiendo el método que conocemos por Carnap, que en un
famoso artículo sobre la lección inaugural de Heidegger Q ué es la
m etafísica le aplicó todas las reglas de su arte con el resultado de un
evidente maltrato. Heidegger habla en su lección de que «la nada
nadea». Si intentásemos hacer como Carnap y escribir esta frase en la
pizarra utilizando los medios del simbolismo matemático, nos en­
contraríamos con que no se puede hacer. Ese lenguaje de fórmulas,
en el que se trata de fijar inequívocamente cualquier referencia, no
contiene ningún símbolo para «la nada». Lo único que puede hacer
es negar una proposición. Conclusión: el discurso de Heidegger no
es más que una mistificación inaceptable. Y yo no digo que desde el
punto de vista de la lógica de proposiciones la objeción no sea co­
rrecta, pero ¿qué pasa entonces con la filosofía?
A los ojos de la lógica moderna Hegel no lo tiene más fácil. ¿Y
qué decir de Heráclito, el oscuro? Tendremos que preguntarnos en
qué consiste realmente el discurso filosófico y en qué puede basar su
aspiración a sustraerse a la lógica de proposiciones. Y esto no afecta
sólo a la filosofía, sino a cualquier forma de discurso interpersonal
que caiga bajo el concepto de la retórica. Sin embargo sigue siendo
para la filosofía una tarea de la máxima importancia entender por
qué no es cosa de pasarles a los sentimientos o al puro juego poético
todo lo que nos permite el lenguaje pero nos prohíbe la lógica sim­
bólica, como pretendía Carnap.
La segunda objeción que se le ha hecho a Heidegger, y que tiene
que ver con el tema especial del comienzo de la filosofía, procede
del frente filológico. No se puede despachar sin más como ilegítimo
el punto de vista del filólogo clásico (que yo también soy hasta
cierto punto), al que ciertas interpretaciones heideggerianas de los
textos griegos le parecen forzadas, cuando no simplemente inco­
rrectas. La pregunta es si esto es motivo suficiente para despreciar a
un pensador tan grande; si no será más bien que, cuando nos cerra­
mos a la recepción de Heidegger alegando este motivo, es que he­
mos perdido de vista algo que tal vez sea más importante.
Y finalmente la tercera objeción proviene de las ciencias, que
forman el tema general de este encuentro. De un lado las ciencias

240
HEIDEGGER. Y EL FINAL DE LA FILOSOFIA

sociales encuentran que Heidegger descuidó su campo, o que lo


desfiguró por completo. Que la «sociedad» sea el «se» les parece una
provocación. Del otro, las ciencias naturales no logran entender
cómo pudo decir Heidegger que «la ciencia no piensa». Pero a lo
mejor en esta frase se está pidiendo un tipo de pensamiento obvia­
mente diferente del de las ciencias experimentales.
En fin, todo esto parece resumirse en una cierta corriente de opi­
nión hoy predominante, según la cual lo que dice Heidegger en Ser y
tiem po no es demostrable, de modo que es más bien poesía, o mejor
aún: pseudomitología. ¡Y qué no habrá dicho Heidegger del ser! Que
si «lo hay», que si «se destina»*, que si «alcanza» (reicht)... todo cabe
con ese algo misterioso que es al parecer el ser. Comparado con el
«nadear de la nada» de la conferencia de Friburgo, que tanto soli­
viantara a Carnap, esto es una vuelta de tuerca más. ¡Si hasta esa
«nada» acaba pareciendo inofensiva! Es un hecho que estamos ante
una cuestión de la que tendremos que ocuparnos, y que tiene que ver
sobre todo con el papel del arte, en especial con el papel de la poesía
de Hólderlin, en el pensamiento del último Heidegger.
Si he traído a colación todas estas reticencias ante Heidegger
desde el principio, es porque deseo situar el tema en su contexto
actual más general. Hay una cuestión que nuestra civilización como
tal tiene que plantearse, que ha nacido en Occidente, pero que en­
tretanto se ha extendido por toda la superficie de la tierra, forman­
do sobre ella una red más o menos apretada. Me refiero a esa acti­
tud básica en relación con la ciencia y la cientificidad que caracteriza
a nuestra época. Parece que finalmente lo inevitable de ese «progre­
so» que reposa sobre ella empieza a suscitar en la conciencia de la
gente algunas reservas, por muy sugestivo que resulte. Hace ya cua­
renta años que Heidegger escribió su artículo sobre el final de la
filosofía, pero leído ahora suena como si estuviese expresando los
motivos más generales de nuestro pensamiento y de nuestras pre­
ocupaciones actuales. Así que también el tema que guía esta confe­
rencia, «el comienzo y el final de la filosofía», se apoya en el trabajo
de Heidegger. ¿Qué quiere decir eso de que la filosofía está llegando
a su final y que, en el mejor de los casos, se está deshaciendo en una
serie de disciplinas, cosa que, siendo considerados, podemos tran­
quilamente tolerar y dejar que sigan existiendo dentro del conjunto
de nuestra cultura científica? ¿De qué tendencias del mundo con­
temporáneo habla la fórmula del «final de la filosofía»?

* es schickt, retroformación heideggeriana para etimologizar Schicksal, el des­


tino. (N. de los T.)

241
ALÉTHEIA

Evidentemente no significa que entre nosotros ya no quede con


vida otra cosa que el vértigo tecnológico. Para empezar está claro, y
todos lo entendemos así, que si Heidegger habla del final de la
filosofía, lo hace desde y para Occidente. En otros lugares no ha
habido nunca una filosofía que se haya distinguido tan drásticamen­
te de la poesía y de la religión como entre nosotros: no la hay en
Asia oriental, ni en India, ni en zonas más ignotas de la tierra. La
«filosofía» es una acuñación del destino* histórico de Occidente. O
por decirlo con Heidegger: es un designio del ser que ha acabado
siendo nuestro destino.
Parece que nuestra civilización actual culmina en este designio,
al que finalmente se somete la humanidad entera bajo el dictado de
la revolución industrial. Que se lo asocie a uno u otro sistema eco­
nómico da en el fondo igual. Una economía centralista como la de
los planes quinquenales rusos se parece endemoniadamente a las
inexorabilidades de la sociedad capitalista. De modo que cuando se
nos habla del final de la filosofía, lo entendemos desde este contex­
to. Somos conscientes de que la separación de religión, arte y filoso­
fía, incluso la de ciencia y filosofía, no es algo que todas las culturas
compartan de por casa, sino que es lo que tiene de especial la histo­
ria del mundo occidental. Podrá uno preguntarse: ¿qué clase de
designio es éste? ¿De dónde ha salido? ¿Cómo es que aquí entre
nosotros la técnica se ha convertido en un poder de hecho tan lógi­
co y natural que ha acabado por ser la marca de la cultura humana
de nuestro tiempo? Pero si hacemos preguntas como éstas, de pron­
to se vuelve abrumadoramente plausible aquella tesis de Heidegger
que sonaba tan paradójica: la de que son la ciencia y la metafísica
griegas las que están desembocando en la actual civilización mun­
dial, y que éste es el hecho que domina nuestro presente.
Por supuesto, la civilización técnica actual muestra un perfil
nuevo si se la compara con las épocas anteriores de nuestra historia.
En un artículo famoso sobre la técnica el propio Heidegger precisa­
ba que ésta no es una mera prolongación de las habilidades artesa-
nales de siempre, ni un simple perfeccionamiento de la razón instru­
mental de la humanidad, sino que ha llegado a convertirse en un
sistema en sí misma.
A este nuevo sistema Heidgger le da un nombre provocativo y

* Aquí y en lo que sigue el autor hace suyos los juegos etimológicos de


Heidegger con los términos schicken, «enviar» (originalmente «hacer cumplir», segu­
ramente intensivo de geschehen, «suceder»), Geschick, «destino» (pero sin connota­
ciones paganas; lo traducimos por «destino» o «designio») y Schicksal, «destino». (N.
de los T.)

242
HEIDEGGER Y EL FINAL DE LA FILOSOFIA

muy de su estilo: lo llama das G estell, el «armazón o tinglado»*. Ya


tendremos ocasión de ocuparnos de esa costumbre heideggeriana de
darles la vuelta a las palabras. Para acercarnos a este concepto del
G estell lo mejor será examinar algunos de sus usos en el lenguaje.
Podemos asociarlo con Stellwerk, «puesto de enclavamiento», el dis­
positivo de las estaciones de ferrocarril para guiar a los trenes por
los diversos raíles. El G estell sería, pues, la idea general de ese tin­
glado de colocar y conectar, de disponer y asegurar. Heidegger ha
mostrado convincentemente que estamos ante una forma de pensa­
miento que lo determina todo, y que no se limita al mundo de la
empresa industrial en sentido estricto. Su tesis es que la filosofía se
acaba porque nuestro pensamiento está cayendo bajo el dominio
cabal del Gestell, del tinglado.
Heidegger se pregunta: ¿De dónde ha salido esto? ¿Cuál es el
comienzo de esta historia? Está claro que las cosas no empiezan en el
momento en el que la ciencia moderna empieza a depender cada vez
más de la técnica. Pues lo cierto es más bien que la ciencia moderna
es ella misma ya una técnica. Y esto quiere decir que su relación con
el ser de la naturaleza es la de la agresión que intenta vencer una
resistencia. La ciencia es «agresiva» en este sentido: le impone al ser
sus propias condiciones del conocimiento «objetivo», con indepen­
dencia de que ese ser sea el de la naturaleza o el de la sociedad. Voy a
poner un ejemplo que todos conocemos, porque pertenecemos a la
sociedad: el de los cuestionarios para hacer encuestas. Un cuestiona­
rio es un documento visible del hecho de que a uno le imponen
preguntas que está obligado a contestar. Uno podrá no querer con­
testar, o suponer que no puede hacerlo responsablemente, pero se
nos obliga en nombre de la ciencia. Las ciencias sociales necesitan
hacer estadísticas, igual que las ciencias naturales aplican a la natura­
leza sus métodos cuantitativos. En ambos casos es el dominio del
método el que define lo que se puede conocer y lo que vale la pena
conocer, esto es, qué es lo que ofrece un acceso controlable al saber.
Por mucho que la teoría de la ciencia matice sus conceptos sobre
los procedimientos de la ciencia, lo cierto es que todavía ahora

* Como en tantas otras ocasiones, Heidegger se basa para su terminología en


palabras de la vida práctica con multitud de acepciones diversas según el contexto, de
modo que tiene poco sentido ofrecer equivalencias en abstracto. El propio Gadamer
aduce en lo que sigue un cierto contexto interpretativo que da prioridad a la acep­
ción de «sistema de barras que soporta algo», «estructura sustentante», aunque a su
vez introduce en esa acepción una matización procedente del. derivado Stellwerk que
difícilmente se le podría atribuir al sustantivo primario, que en alemán es una forma­
ción abstracta, de nomen rei factae, sobre stellen, «colocar». (N. de los T.)

243
ALÉTHEIA

vivimos bajo la influencia de la gran eclosión del siglo xvii. Los


primeros pasos los dan la física de Galileo y de Huygens, y la formu­
lación de principio se alcanza con Descartes. Todo el mundo sabe
que en Occidente esta irrupción de la ciencia moderna trajo consigo
un «desencantamiento del mundo». Finalmente la aplicación indus­
trial de la investigación científica ha convertido a Occidente en la
potencia que domina todo el mundo, con su sistema de economía e
intercambio que todo lo gobierna. Sin embargo tampoco fue ése el
verdadero comienzo.
Hay lo que podríamos llamar una primera oleada de Ilustración,
en cuyo seno se desarrolla la ciencia y su exploración del mundo. Es
el comienzo del que habla Heidegger y al que se refiere cuando
habla del final de la filosofía. Se trata del acceso de los griegos a la
theoría. Pues bien, la provocativa tesis de Heidegger es que este
comienzo de la Ilustración científica es también el inicio de la meta­
física. Bien es verdad que la ciencia moderna nace en la lucha contra
la «metafísica». Sin embargo, ¿no es esa ciencia una consecuencia de
la física y de la metafísica griegas? Heidegger se plantea así una
cuestión de la que hace tiempo que se está ocupando el pensamiento
moderno. Se la puede ilustrar con un ejemplo particular y bien
conocido. A la altura de los comienzos de la ciencia moderna, en el
xvii, se recupera a uno de los grandes pensadores griegos menos
conocidos hasta entonces: a Demócrito. Y de hecho es su doctrina
de los átomos la que arroja el modelo que acabaría triunfando en la
investigación de la naturaleza. Sin embargo lo que sabemos de De­
mócrito es apenas nada. Esta es la razón de que en el siglo xix,
cuando el triunfo de la ciencia moderna estaba ya en la conciencia
de todos, se medio inventase la figura de Demócrito como el gran
precursor, reprimido por el oscurantismo de Platón y Aristóteles.
Por su parte Heidegger plantea el tema de nuestros comienzos
griegos de un modo mucho más radical. Pone de manifiesto la pro­
funda continuidad de toda la historia occidental, que empieza antes
de lo que creemos y se mantiene hasta nuestros días. De ahí procede
la separación de religión, arte y ciencia, y nuestra orientación inicial
ha sobrevivido incluso a la radicalidad de la Ilustración europea.
¿Pero cómo llegó Europa a eso? ¿Cuál ha sido su camino? ¿Cómo
empieza éste y cómo sigue, hasta alcanzar en aquellas heideggeria-
nas «sendas perdidas»”' su dramático final?
No cabe duda de que este desarrollo tiene que ver con lo que en
alemán llamamos B egriff (concepto). Decir qué es un concepto nos*

* Nos parece la traducción más razonable de Holzwege. (N. de los T.)

244
HEIDEGGER Y EL FINAL DE LA FILOSOFÍA

parece tan difícil como a san Agustín decir qué es el tiempo. Todos
lo sabemos, y sin embargo no podemos decir qué es realmente.
También aquí la palabra dice algo por sí misma. En un concepto
algo está aprehendido en su conjunto, reunido y resumido*. La pa­
labra misma sugiere que el concepto agarra, echa mano de algo, lo
coge y lo recoge, y que es así como lo «concibe». Pensar en concep­
tos es, pues, pensar activamente, interviniendo en las cosas. Heideg-
ger interpreta la historia de la metafísica como expresión de una
forma de experimentar el ser cuyo origen está en Grecia, y que él
caracteriza como la clase de movimiento de la experiencia pensante
que concibe a los entes en su ser, reteniéndolos como aprehendidos;
de este modo los tiene en sus manos. Formula la tarea de la metafí­
sica como la de aprehender el ente como tal, en su condición de
algo que es. Esta es la definición, es el horism ós, por medio de la
cual el ente es llevado a su concepto***. Esta sería para Heidegger la
grandiosa conquista de la metafísica, en vez de ser una desviación
respecto del camino correcto en el que al parecer se habría encon­
trado ya la atomística antigua.
Es finalmente la llegada del pensamiento metafísico de los grie­
gos a Roma y al Medievo cristiano lo que, al hilo de la renovación
humanística de la tradición griega, produce la irrupción de la Edad
Moderna. Es una larga historia. Y como se me pide que haga de
testigo ocular de ciertos hechos, me permitirán que les informe de
que ya en 1923 Heidegger caracterizaba la esencia de la Edad M o­
derna como «preocupación por el conocimiento conocido» (Sorge
uní die erkannte Erkenntnis). Esta formulación, todavía literaria­
mente desconocida, significa que la verdad {ventas) está siendo re­
primida por la certidumbre (certitudo). La moral del método que se
impone es que es preferible dar pasos pequeños, por modestos que
sean, con tal de que lo que se haga sea absolutamente controlable y
seguro. Resulta evidente que la analítica anglosajona ha permaneci­
do más fiel a esta moral científica que un Hegel, o que el propio
Heidegger. La aspiración de éste, a la que sirvió con todo el ímpetu
de su rico e imaginativo pensamiento, era poner de manifiesto la
unidad del destino de la historia occidental, desde ese comienzo en

* Estas explicaciones son juegos de palabras etimológicos (intraducibies) en


torno a los componentes del término alemán, calco del latino, y sobre todo a su raíz
verbal greifett, «agarrar, aprehender, coger». (N. de los T.)
** La expresión alemana «llevar o elevar algo a su concepto» es una frase
hecha, propia de la lengua culta, cuyo sentido coloquial es algo así como «dar con la
esencia de algo, adnar respecto de algo». (N. de los T.)

245
ALÉTHEIA

la metafísica griega hasta su desembocadura en el dominio total de


la técnica y de la industria.
Una aspiración como ésta obliga a retroceder por detrás de la
lógica de la proposición. Pero esto es algo a lo que difícilmente
podría sustraerse nadie que se ocupe de la filosofía, estando ésta
como está en competencia con la religión y el arte, y planteándo­
se como se plantea preguntas que no se pueden eludir, y para las
que sin embargo no hay respuestas demostrables. Me refiero a pre­
guntas como la de qué había al principio. Un físico no se puede
hacer una pregunta como ésta. Si les preguntamos a ellos qué había
antes del big-bangy se sonreirán. Su manera de entenderse a sí mis­
mos como científicos les impide hacer esa clase de preguntas.
Todos nosotros en cambio las hacemos. Todos somos filósofos,
así que np podemos por menos de preguntar y preguntar, incluso
donde no hay respuesta, incluso donde ni siquiera se ve por dónde
se la podría buscar. A esto me refería cuando hablaba de retroceder
por detrás de la lógica de la proposición. Lo nuestro es ir por detrás
de lo que puede ser formulado en proposiciones correctas. Es un
retroceso que no tiene nada que ver con la propia lógica, ni con su
validez ni con su irrefutabilidad. Sí tiene que ver en cambio con el
hecho de que el monólogo en el que consiste la argumentación
coherente no puede acallar las preguntas de nuestro pensamiento
imaginativo. El paso atrás que representan estas preguntas no sólo
nos sitúa por detrás de la proposición, en el terreno de las preguntas
que no dejamos de hacernos en el lenguaje de la vida cotidiana. Va
también más allá de cualquier cosa que pueda ser preguntada o
dicha en nuestro lenguaje. Todos nos encontramos de continuo en
una tensión entre lo que intentamos decir y lo que no logramos
decir como quisiéramos. Es ésta una especie de angustia lingüística
constitutiva, que es parte del ser hombre y en la que el pensador
genuino, el que no puede dejar de esforzarse por los conceptos, va
siempre por delante de los demás.
El lenguaje no ha sido creado para la filosofía. Ésta no tiene más
remedio que tomar sus palabras del lenguaje en el que vivimos, y eso
sí, recargarlas con un sentido conceptual propio. Son esas palabras
artificiales que, a medida que se expande la cultura escolar, se van
convirtiendo cada vez más en meros símbolos esquemáticos, en los
que ya no está viva ninguna aspección lingüística. Esto se debe a que
la existencia humana es proclive a la decadencia, como decía Hei-
degger en Ser y tiem po. La gente se sirve de formas y de normas, de
escuelas y de instituciones, en vez de pensar por sí misma.
En nuestra era, la de la ciencia moderna, se nos plantea así una

246
HEIDEGGER. Y EL FINAL DE LA FILOSOFÍA

nueva tarea que el idealismo alemán identificó bien, pero que sólo
resolvió en parte. Fue Heidegger quien me enseñó a mí a entender­
la. Se trata de hacerse consciente de la conceptualidad en el marco
de la cual piensa cada uno. ¿De dónde viene? ¿Qué hay en ella?
¿Qué parte de mi pensamiento es inconsciente, y no expresamente
deseada, cuando digo, por ejemplo, «sujeto»? Sujeto es lo mismo
que sustancia. Ambos términos traducen al hypokeím enon aristoté­
lico, que significa «fundamento». De suyo el original griego no tiene
nada que ver con el yo pensante. No obstante, es de lo más corrien­
te que digamos de alguien, en tono despectivo: «¡Vaya sujeto!». Y
como filósofos hablamos (no sin reverencia) del sujeto trascenden­
tal, en el cual se constituye toda objetividad del conocimiento. ¡Hay
que ver lo lejos del lenguaje original que queda ya la conceptualidad
de la filosofía!
Pues bien, el cometido que hizo resueltamente suyo el joven
Heidegger fue el de destruir esta tradición de conceptos metafísi-
cos. Y en los límites que nos permite nuestro talento nosotros
también hemos aprendido de él a recuperar el camino del concepto
a la palabra, pero no para renunciar al pensamiento conceptual,
sino para devolverle su fuerza aspectiva. En esto somos sucesores
de los griegos, que nos precedieron en esta tarea, y sobre todo de
Aristóteles, que en el libro Delta de su M etafísica analiza unos
cuantos conceptos fundamentales y construye su abanico de sig­
nificados a partir del uso lingüístico coloquial. Se trata, pues, de
volver a hacer transitable el camino que va del concepto a la pa­
labra, de manera que el pensamiento pueda volver a hablar. Y
teniendo en cuenta el lastre que representa una tradición de pen­
samiento de dos milenios, no es precisamente una tarea menguada.
Apenas es posible trazar una línea de demarcación nítida entre el
concepto, desarrollado en función de la precisión, y la palabra que
sigue viva en el lenguaje. Todos nosotros hacemos uso de palabras
conceptuales que proceden de la metafísica y siguen viviendo en el
pensamiento, aunque no se las entienda. Y Heidegger estuvo en
condiciones de aportar una fuerza lingüística inusual a este intento
de volver a hacer hablar a la filosofía. Son muchas cosas las que de
pronto despiertan. Y hay un gran legado a la espera de que alguien
quiera recibirlo, sobre todo la mística cristiana de un Maestro Eck-
hart, la Biblia de Lutero, y toda la capacidad expresiva de nuestros
dialectos, que ha permanecido intacta al margen de los discursos de
la cultura.
Lo nuevo en el caso de Heidegger es que no sólo poseía una
fuerza lingüística capaz de competir con la del zapatero silesio Jakob

247
ALÉTHEIA

Bóhme, sino que dominaba además el conjunto de la tradición esco­


lar latina de nuestro lenguaje conceptual, y era también capaz de
atravesarla y de llegar hasta sus orígenes griegos. Esto le permitía
recuperar en el concepto la palabra que le proporciona su capacidad
aspectiva. Este era su don, desde el principio. Y nadie discute que
para formar un concepto nuevo sea necesario dejar en segundo pla­
no las implicaciones históricas de la palabra, en aras de una defini­
ción inequívoca. También Aristóteles lo hacía. Y sin embargo, cuan­
do Heidegger retrocede por detrás del lenguaje filosófico neotomista
y su interpretación de Aristóteles, es un nuevo Aristóteles, o quizá
un Aristóteles que habla un nuevo idioma, el que sale a nuestro
encuentro en sus escritos sobre retórica y ética, arrojando nueva luz
sobre la metafísica. Al cabo se entiende que abrir potenciales lin­
güísticos cuyo sentido no es fácil de formular en una pizarra no es
exactamente poesía, ni ensoñaciones del ánimo.
El potencial del lenguaje debe estar al servicio del pensamiento.
Y esto quiere decir que analizando los significados de una palabra lo
que se hace es delimitar un concepto. El análisis del concepto distin­
gue, pues, las diversas significaciones que están vivas en la lengua,
pero que obtienen una determinación más restringida en cada con­
texto del discurso, de modo que al final una de esas significaciones
se impone en la proposición y deja a las demás a lo sumo el papel de
connotaciones. Así es como el pensamiento se sirve de las palabras.
En la poesía es distinto, pero no muy distinto. También en ella se
trata de fijar una cierta dirección semántica de la palabra por el uso
que se hace de ella, de modo que el sentido del discurso obtenga así
su unidad. Sin embargo es el volumen del lenguaje el que se enrique­
ce con la multiplicidad de sentidos y valores posicionales que po­
seen las palabras y que siempre les acompañan.
También en la filosofía se fija un significado inequívoco median­
te una convención, pero no por eso las otras significaciones que
siguen vivas en la palabra dejan de hacerse oír. En ocasiones esto
proyecta al pensamiento fuera de sus cauces habituales. Heidegger
practicó esto con frecuencia y conscientemente. El lo llamaba «el
salto»: hay que hacer, como quien dice, que el pensamiento salte,
elevando el sentido colateral de palabras y frases a «contrasentido».
En ciertos contextos del discurso filosófico esto puede tener la ma­
yor importancia, por ejemplo, cuando una acuñación conceptual de
toda la vida adquiere un sentido completamente nuevo en virtud de
la polisemia de una palabra. Heidegger pregunta, por ejemplo: Was
heisst Denken? (qué quiere decir pensar). Pero no usa heisst en su
sentido usual de «significar, querer decir», sino que activa, en un

248
HEIDEGGER Y EL FINAL DE LA FILOSOFIA

quiebro inesperado, el viejo sentido adicional de «mandar, decre­


tar». No es que se deba imitar esto, pero en el caso de Heidegger
vale la pena ver a dónde lleva. Otro ejemplo: en su artículo sobre la
técnica habla de causa y causalidad. Y dice: en realidad es Veranlas-
sung* . Y en este contexto a uno de pronto se le hace claro lo que
puede significar esa Veranlassung. Descubrimos la presencia del ver­
bo lassen (dejar) en su interior. Hacer que algo empiece implica
siempre también dejar que lo haga**. Así es como Heidegger toma
una palabra cualquiera y la «recarga», de modo que nos diga algo
más, como en el caso anterior: algo es «dejado que sea» por el hecho
de empezar.
Bien, no cabe duda de que esta manera de operar con el lengua­
je, cuando se refiere a textos, es en conjunto más bien un actuar
contra el texto. Cada texto tiene su propia unidad de intención, que
no es siempre ni necesariamente la intención consciente del que lo
escribe. Pero sea ello como fuere, el receptor, el descifrador, tiene
que atenerse a lo que pone en él. Y Heidegger pone a veces literal­
mente patas arriba la intención de las frases. Envía de pronto a una
palabra más allá de sus posibilidades de uso acostumbradas, y algo
que ya no se pensaba se vuelve de pronto visible., En muchas ocasio­
nes Heidegger moviliza incluso la etimología. Claro está que si uno
se remite a la investigación científica de las palabras, entra en un
terreno en el que la validez de las cosas dentro de la ciencia cambia
muy deprisa. En esos casos la etimología pierde su capacidad de
convencer. En otros casos en cambio es posible volver consciente la
etimología de las palabras, que sigue latente en el sentimiento lin­
güístico y que confirma y refuerza a éste. Heidegger logra en tales
casos reconducir las palabras a la experiencia originaria de la que
proceden.
En cualquier caso no se trata en general, evidentemente, de fra­
ses sino de palabras, de reconocer su poder significativo y de hacer­
lo hablar. El procedimiento tiene ilustres modelos, particularmente
Aristóteles. La palabra más conocida es la griega ousía, que en la
metafísica latinizada recibió el sentido conceptual de essentia. Es la
traducción que da Cicerón para la primera. Ahora bien, ¿qué signi­
ficaba ousía en el habla coloquial griega de aquella época? Aquí el
alemán se encuentra en una posición de ventaja a la hora de repro­

* Hecho de crear la ocasión oportuna para que algo se produzca. (N. de los T.)
** En alemán, como en su correlato inglés to let, este verbo funciona también
como auxiliar causativo: dejar o hacer que algo pase; en español hay que poner
verbos distintos, lo que rompe la polisemia de la que parte esta explicación. (N. de
los T.)

249
ALÉTHEIA

ducir las connotaciones de sentido, pues tenemos el término


A nw esen*, que designa un asentamiento agrícola, una casa de cam­
po o una granja. Un labrador puede decir de su propiedad: «es un
hermoso Anwesen*. También un griego podía decirlo, y puede que
incluso ahora. Quien conozca Atenas podrá confirmarlo. Desde el
éxodo de los griegos de Asia Menor a comienzos de los años veinte
de nuestro siglo, la vieja Atenas se ha visto incrementada con un
millón de refugiados y se ha ido extendiendo hacia el campo. Pero
todos y cada uno tienen una casita pequeña. Cada uno tiene aún su
«Anwesen»**. De este modo la ou sía, que es el ser del ente, conser­
va también su contenido intuitivo. El Anwesen es el Anwesende (pre­
sente), el Anwesen es la esencia de la habitación campesina. Ahí el
labrador está en su propio otkos, en su propio negocio, como quien
dice consciente de su propio ser, y lo tiene presente. De este modo
la palabra ousía hace que el auténtico sentido conceptual se haga
patente en el sentido originario de la palabra.
Si uno cobra conciencia de todo el campo semántico*** de ou ­
sía, parousía, apou sía, se acaba sin embargo sintiendo incomodidad
ante la manera como Heidegger usa el concepto de Vorhanden-
h e it* * * * . No es que yo tenga una propuesta mejor, pero lo cierto
es que una de dos: o en la expresión Vorhandenheit resuena pura
y simplemente el viejo concepto escolar de la existentia, del mero
existir, en el sentido de la filosofía del siglo xviii, y con él el
conjunto del campo conceptual de las ciencias experimentales de la
Edad Moderna, con su metodología de medir y pesar, o bien se
pone demasiado en primer plano la referencia a la mano del hom­

* Palabra que, además del significado que se explícita a continuación, es un


abstracto compuesto, cuyo segundo miembro es Wesen, que en la filosofía traduce
justamente a «esencia». Sin embargo conviene tener en cuenta que la palabra Anwesen
no está formada realmente sobre Wesen, sino sobre el participio anwesend, «presente,
que se encuentra presente», de modo que el concepto originario en alemán no es la
«esencia» sino la «presencia» (cf. Kluge, Etymologisches Wórterbuch der Deutschen
Sprache). (N. de los T.)
* * La palabra está entrecomillada en el original porque sólo se la puede enten­
der en sentido figurado, ya que Anwesen tiene la connotación de una propiedad
agrícola grande, lo que entre nosotros se llamaría una hacienda o una quinta. (N. de
los T.)
*** El autor de sirve de este término de la lingüística estructural en un sentido
peculiar, pues denota una «familia de palabras», no, como es usual, el conjunto
estructurado de designaciones para un cierto dominio objetivo. (N. de los T.)
**** Neologismo de Heidegger para designar la cualidad de estar vorhanden,
«disponible», «a mano», variando la sustantivación ya existente, Vorhandensein, «dis­
ponibilidad», y que Heidegger aplica a ciertas determinaciones ontológicas. (N. de
los T.)

250
HEIDEGGER Y EL FINAL DE LA FILOSOFIA

bre*, con lo cual se causa una dificultad insuperable a los traduc­


tores a otros idiomas, que no tienen medio de distinguir en ellos
entre vorhanden y zuhanden**. Nada de esto está en el concepto
del Anwesett, que no tiene nada que ver ni con la comprobación de
la existencia del objeto midiéndolo y pesándolo, ni con la referen­
cia a la acción del prókheiron. En cualquier caso, desde el momento
en que Heidegger se decidió por la expresión Vorhandensein* * *,
dejó de lado la diferencia entre la manera como entienden el ser la
moderna ciencia natural y la meta-«física» griega, y esto le impidió
percibir el eco de la presencia de lo divino que resuena en el «ser».
Es lo que pasa cuando se quiere que hablen las palabras: que a ve­
ces se va por una dirección diferente de la del propio concepto.
Heidegger es una buena muestra tanto de la posibilidades como de
los riesgos de esta manera de repensar el lenguaje.
Particularmente ilustradora es la traducción que hace Heidegger
de alétheia como Unverborgenheit (desocultamiento). Más cercano
al sentido de la palabra griega habría sido Unverhohlenheit, que es
como lo traduce H umboldt****. Que Heidegger optase por lo pri­
mero es una manera de conjurar su visión más propia y genuina, que
intentaba sustraerse a su reflexión sobre la prehistoria más oscura
de los testimonios escritos del griego. Qué duda cabe que en Unver­
borgenheit oímos el elemento verborgen, «oculto». Eso activa para
nosotros una connotación que Heidegger deseaba liberar, y cuyo
contenido vamos comprendiendo poco a poco. En Unverborgenheit
hay también algo de cancelación de la G eborg en h eit*****. Aquello
que sale a la luz y se expone cuando el pensamiento se dirige a ello,
y el lenguaje lo enuncia, es al mismo tiempo algo que queda resguar­
dado en las palabras, y que tal vez permanece así en ellas, incluso
cuando una parte suya ha salido ya a la luz y ha quedado «desprote­
gida». Esto coincide con la intención conceptual de Heidegger, que

* Al elemento -band- de vor-hand-en. (N. de los T.)


** Distinción personal de Heidegger, que juega con el sentido diferenciador de
los preverbios vor y zu para crear un término nuevo (calco del griego prókheiron ) y
desnaturalizar el que ya existía; es un procedimiento de extrañamiento lingüístico
que, en efecto, deja sin armas al traductor, que no puede traducir ni «por el sentido»,
ya que éste es creado a partir de la forma idiomática y no existiría sin ella, ni li­
teralmente, si su idioma carece de correlatos exactos, como ocurre en español. (N. de
los T.)
* * * Vid. la primera nota (*) de esta misma página.
* * * * Ambas formaciones son neologismos a partir de adjetivos existentes; el se­
gundo queda, por su etimología, más cerca del español «desvelamiento», pero éste no
es el sentido coloquial que derivaría del adjetivo. (N. de los T.)
***** «Sensación de estar protegido o resguardado». (N. de los T.)

251
A LÉ. T H E l A

gusta de representarse la experiencia del ser como un juego de ocul-


tamientos y desocultamientos.
¿Qué consecuencias tiene todo esto para el lenguaje del pensa­
miento filosófico? ¿No hay que contar en él también con el misterio
de la palabra, esto es, de la palabra que porta el concepto, que no se
limita a remitir a algo distinto de sí, como cualquier signo, sino que
oculta siempre en su interior algo más? Es cosa de los signos dirigir
la atención fuera de ellos mismos. Y es algo grande poder entender
los signos como tales signos. Un perro no puede. No es capaz de
mirar a donde le señalamos con el dedo, sino que pega su nariz al
dedo mismo. Nosotros, por el solo hecho de entender signos, somos
ya pensadores. ¡Y no digamos nada si además lo que entendemos
son palabras! Que no es simplemente entender cada palabra por sí
misma, sino entenderlas tal como se las dice, en el conjunto de su
fluir melódico en el discurso, porque éste sólo se hace capaz de
convencer por su manera de articularse todo entero. Las palabras
están siempre en el nexo de un discurso, y hablar es algo más que
recorrer una estructura de palabras portadoras de significado. Basta
pensar eh el vacío de sentido* de las frases que aparecen como
ejemplos en cualquier buena gramática de un idioma extranjero.
Están construidas deliberadamente sin sentido alguno, para que la
atención no se desvíe a su contenido sino que se centre en las pala­
bras mismas. No son discurso real. El habla es lo que uno dice a
otro, y se expresa por el tono en que se habla. Hay tonos verdade­
ros y falsos, hay maneras de hablar que convencen y otras que no,
digan o no digan la verdad. ¡Cuántas cosas salen del ocultamiento y
se muestran a la luz cuando se habla!
Heidegger hace también su propia etimología del lógos. Para él
es die legende L ese**. La primera vez que leí esto me negué a acep­

* Suponemos que la palabra Sinnlebre que aparece en el texto alemán es aquí


un lapsus del editor por Sinnleere, y traducimos ésta. (N. de los T.)
** Expresión intraducibie, basada en un inexacto juego etimológico: legend es
«el que pone», y pese a su similitud fonética con el griego lego, lógos, que es la que
motiva su aparición en esta fórmula, no tiene nada que ver con ellos; el único
pariente indoeuropeo claro de esa raíz es la familia de palabras eslava lozh-, del
mismo significado (yacer, hacer yacer). Lese es un sustantivo culto a partir del verbo
lesen en su acepción de «recoger, seleccionar, escoger» y significa normalmente «se­
lección». Como en griego se da una duplicidad de sentidos casi idéntica con el verbo
légeitt, que significa tanto «escoger» como «hablar» (y que es de donde procede el
sustantivo lógos con el doble sentido de «habla» y «pensamiento, sentido, razón»),
Heidegger usa el mencionado verbo alemán para traducir a su correlato griego,
aunque la relación etimológica entre ambos sea oscura y más bien poco probable.
Una traducción aproximada, pero de sentido poco plausible por la falta de estas asocia­
ciones semánticas y etimológicas, sería, pues, «la selección ponedora». (N . de los T.)

252
HEIDEGGER Y EL FINAL DE LA FILOSOFIA

tarlo. Me parecía que explicar así lo que la palabra oculta es forzar


las cosas. Y sin embargo hay que reconocer que suscita muchas aso­
ciaciones. Si uno acepta participar en esta especie de excavación del
campo semántico, y regresa luego al archiconocido /ógos, se encuen­
tra con que de pronto el trasfondo del lógos se le ha metido a uno
en su propio sentimiento del lenguaje y del pensamiento. Voy a
reconocer, como testigo de lo que digo, que lógos es die lesende
Lége*. Légeirt es leer, recoger cosas juntándolas y poner cosas jun­
tas, reunir. Así que, en calidad de Lese, como cuando se cogen uvas
de las cepas**, es algo reunido y protegido. Todo esto que queda así
reunido en la unidad de la Lese no son sólo las palabras que forman
la frase. Es ya la palabra misma en la que tantas cosas se han puesto
juntas, formando la unidad del eídos, como dirá Platón.
La cuestión se plantea de una forma particularmente convincen­
te a propósito de Heráclito, que para Heidegger era sin duda el más
fascinante de los pensadores griegos tempranos. Sus frases son como
enigmas, sus palabras parecen ademanes. A la puerta de su cabaña en
Todtnauberg Heidegger tenía una corteza de árbol con la inscrip­
ción «El rayo lo guía todo»; en griego, por supuesto. De hecho creo
que en esta frase se resume la visión fundamental de Heidegger, la de
que lo presente (das Anwesende) se hace presente {Anwesenheit) en
el rayo. En un instante todo se vuelve claro como la luz del día, para
en el instante siguiente volver a la tiniebla total. Esta instantaneidad
en la que el Anwesen «está ahí» es lo que Heidegger intuye que era la
experiencia griega del ser. El rayo, que de golpe lo presencializa***
todo, confiere por un instante presencia {Anwesenheit). Se compren­
de que a Heidegger le gustase tanto esa frase. En este caso es una
frase entera la que hace visible la interdependencia de ocultamiento
y desvelamiento como experiencia básica del ser.

* Si no es un error de edición, es un juego de palabras intraducibie. El autor


da la vuelta a la fórmula de Heidegger y pone en participio con función adjetiva el
verbo lesen (leer, escoger), y sustantiva luego algo que no es la raíz griega leg-,
porque una formación como lége no existe en griego, pero que tampoco es la raíz
alemana leg-, porque en alemán no se ponen acentos. Si el acento es un error de
edición, la palabra sería una sustantivación alemana, morfológicamente posible pero
inexistente (un neologismo), sobre legert (poner, colocar), y significaría «la puesta, la
colocación», y el conjunto sería algo así como «la puesta lectora/seleccionadora»). (N.
de los T.)
** Lese es en alemán el término técnico en enología para «cosecha», en parti­
cular en expresiones como «cosecha temprana» o «cosecha tardía» de la uva. (N. de
los T.)
*** El. autor usa aquí el verbo heideggeriano anwesen, simple verbalización
morfológica del mismo sustantivo. (N. de los T.)

253
ALÉTHEIA

En verdad, lo que se expresa aquí es una experiencia humana


muy fundamental. Vivimos bajo el signo de que también lo ausente
está presente, n óo (en el espíritu). Todo pensamiento es un rebasar
las fronteras de los sueños y los planes de nuestra corta existencia.
De algún modo no podemos nunca retener — pero tampoco real­
mente olvidar— que las cosas son como son sólo por un instante, en
la medida en que la infinitud del espíritu está limitada por la finitud:
por la muerte. Heidegger pone esta experiencia nuevamente en una
breve expresión: e s g ib t* . ¿Qué es ese es [ello] que g ib t [da]? ¿Y qué
da? Todo esto se desdibuja y pierde su perfil, y sin embargo cual­
quiera lo entiende de inmediato: «Ahí está. Está ahí». La expresión
alemana coloquial obtiene a través de Heidegger una nueva capaci­
dad enunciativa.
Está claro que la ingente tarea del pensamiento consiste en ha­
cer que esa iluminación instantánea del rayo, que en un momento
genera claridad, pase a ser algo permanente, refugiándose en la pa­
labra y deviniendo discurso que alcanza a todos. Un día estaba yo
con Heidegger, arriba en la cabaña de la que hablaba. El me leía un
trabajo ¿obre Nietzsche que estaba escribiendo en ese momento. Al
cabo de pocos minutos se interrumpió, dio un manotazo sobre la
mesa, que hizo saltar las tazas de té, y gritó con desesperación:
«¡Pero si todo esto es chino!». Y no era el gesto de alguien que desea
resultar oscuro y difícil. Creo que Heidegger sufría de verdad cuan­
do intentaba encontrar las palabras que le permitiesen hablar más
allá de la metafísica. ¿Cómo lograr que la cegadora claridad con la
que irrumpe el rayo en la noche se convierta en una visión cabal?
¿Cómo articularla en una serie de ideas que permita a las palabras
volver a hablar?
Otro ejemplo: ¿qué pasa con la «diferencia ontológica»? La ma­
yoría de la gente sigue creyendo que unos, nosotros, hacemos esa
diferencia. Y no puede ser. La diferencia ontológica es la resolución
que se produce en el ser mismo y que nos hace pensar. Así es como
lo dirá Heidegger más adelante, sin duda desde la perspectiva de la
«conversión». Pero si tengo que volver a presentarme con la legiti­
mación que me da haber sido testigo ocular, tendré que contar que
ya en 1924 Heidegger rechazaba resueltamente que seamos noso­
tros los que hacemos esa diferencia. Fue en una ocasión en que
Gerhard Krüger y yo le acompañábamos, a la salida de clase, a la

* Equivalente alemán del impersonal español hay, pero cuyos componentes


son literalmente «ello da», lo cual da motivo para el tipo de preguntas que siguen. (N.
de los T.)

254
HEIDEGGER Y EL FINAL DE LA FILOSOFIA

que fue su primera vivienda en Marburgo. Se nos ocurrió entonces


preguntarle por la diferencia ontológica. Así que ya ven: la conver­
sión fue antes de la conversión. Bueno, ni siquiera fue en 1924.
Siendo yo estudiante, a comienzos de los años veinte, llegó hasta
nosotros en Marburgo una frase suya, pronunciada en una clase
cuando era aún muy joven: Es w eltet*. Esto sí que es la conversión
antes de la conversión.
Quisiera plantear, para terminar, la actitud del Heidegger tardío
en relación con la experiencia de la muerte, tan plásticamente desa­
rrollada en Ser y tiem po en el apartado sobre el análisis de la angus­
tia. ¿Cómo hay que pensar aquí la duplicidad de ocultamiento y
refugio**? ¿Como la cordillera en la que se oculta la muerte? ¿No
es ésta una manera de hablar que en todas las culturas producidas
por hombres reproduce la forma de experimentar la muerte? ¿In­
cluso allí donde una religión de los antepasados lo preside todo? No
cabe duda de que la descripción de Ser y tiem po se nutre de la
experiencia del cristianismo. Sin embargo nuestra manera de pensar
como occidentales no es con seguridad la única posible a la hora de
encarar el tema de la muerte. Las religiones de los antepasados pien­
san de otro modo, y, por ejemplo, el Islam también. ¿Logró el viejo
Heidegger ir con sus ideas más allá de la experiencia cristiana? Tal
vez. En cualquier caso su pensamiento buscó la dirección de los
comienzos griegos. El que no tenga en cuenta la importancia de és­
tos para Heidegger no entenderá realmente su producción tardía. Y
el problema no está en Heidegger: está en lo que entre nosotros se
llama filosofía, y en lo que ha llevado a nuestra cultura a caminar
por la senda del saber. Seguimos viviendo bajo la determinación de
ese nuestro origen, y tenemos que conseguir que él mismo nos con­
fiera la capacidad de alcanzar nuevas posibilidades de pensar.
Sea ello como fuere, se puede afirmar al menos una cosa: lo que
nos conmueve tanto en el pensamiento griego es que se atuvo a su
propio camino, el de la palabra dicha y respondida, sin pararse a
pensar sobre qué o quién es el hablante. Los griegos carecían de un
término para el «sujeto». El lógos es lo dicho, lo denominado, lo
recogido, juntado y depositado. Y todo esto no se contempla desde
la perspectiva del hablante, sino más bien de aquello en lo que ya
todos han convenido. Es una expresión clásica de Sócrates: «No es

* Nueva verbalización directa del sustantivo Welt, convertido en expresión


impersonal, y que en español se podría calcar como «mundea». (N. de los T.)
** Juego de palabras, respectivamente Verbergung, Bergung, que a continuación
se ponen en relación etimológica (inexacta) con Gebirg, «cordillera», de modo qué
esta palabra parezca significar originariamente «refugio». (N. de los T.)

255
ALÉTHEIA

mi lógos». Y esto es algo que vale por igual para Heráclito y para
Sócrates: el lógos es común, compartido. Por eso Aristóteles recha­
zaba cualquier teoría que atribuyese a las palabras una capacidad
natural de referirse a las cosas. Los signos de las palabras son katá
synthéken, son «por convención». Pero esto no quiere decir que se
hayan tomado acuerdos en algún momento a propósito de ellas: son
unidades previas a toda diferenciación en tal o cual palabra. Son el
comienzo que no ha comenzado nunca, sino que está siempre ahí.
El es el que funda la indisoluble cercanía entre pensar y hablar, y
queda por encima de cualquier pregunta por el comienzo o por el
fin de la filosofía.

256
18

AGRADECER Y RECORDAR*

Este título esconde toda una multiplicidad de conceptos, una multi­


plicidad que atrae mi atención desde hace mucho, pues creo que no
es casual. Con el parentesco etimológico de las palabras denken y
danken (pensar y agradecer), de Gedanke, G edenken y Dank (pen­
samiento, recuerdo postumo, gratitud), la lengua nos proporciona
en su sabiduría una indicación sobre un fenómeno muy difícil de
aprehender, que es el modo como el dar las gracias, el agradeci­
miento y la gratitud despliegan su importancia para nuestra vida y
nuestro pensamiento. Esta forma de orientarme por el modo como
las cosas salen a mi encuentro en el lenguaje tiene que ver en cierto
modo con la tradición clásica de la fenomenología, que es una ma­
nera de ir a buscar las cosas en su propia vida, lo que implica al
mismo tiempo buscarlas en su manera de presentarse en la comuni­
cación por el lenguaje. Es siguiendo este hilo etimológico como me
propongo preguntar por lo que tienen en común el pensamiento y
la gratitud, el agradecimiento y la idea.
También en la actual filosofía alemana el tema me ha convenci­
do de su actualidad, sobre todo si nos fijamos en lo que acerca y
separa a Hólderlin y a Heidegger, el primero con su discurso sobre
la «gratitud única», el segundo con su apropiación de la poesía del
primero para sus propias ideas. Se entiende que haya en esto agra­
decimiento, y quisiera recordar en este contexto el artículo de

* El artículo se basa, ya desde el título, en un juego de palabras etimológico


entre los verbos alemanes danken (agradecer) y denken (pensar) con sus derivados,
aquí gedenken (recordar). (N. de los T.)

257
ALÉ. THEI A

Henrich sobre O ikeiosis. Y desde el momento en que yo reúno aquí


agradecimiento y recuerdo, es porque quiero anticipar desde el
comienzo algo de lo que constituye la esencia de la gratitud. No
cabe duda de que en ésta hay un mirar atrás, y un recoger y reunir
lo pasado, que a uno le parece que sigue vinculándole. Intento
mostrar que también en la esencia del pensamiento se da una vincu­
lación pareja con el pasado. Esto nos llevará, espero, a poder mos­
trar también que el dar las gracias, la gratitud, tan importante para
el teólogo, lo es también para el pensamiento filosófico.
Empezaremos recordando que para nosotros «ser» significa «ser
en el tiempo». Todo lo que somos, tanto cuando pensamos como
cuando agradecemos, navega sobre la corriente del tiempo. Hei-
degger empleaba una expresión dramática: decía que estamos
«arrojados», lo que quiere decir que intentamos comprender algo
incomprensible, a saber, que existimos en el tiempo en el que
experimentamos el mundo y a nosotros mismos. Y en esto no nos
será de gran ayuda preguntarle a la psicología cómo adquirimos esa
experiencia del tiempo y de la temporalidad en la primera infancia,
y más tarde, aprendiendo a orientarnos por el mundo mediante la
adquisición del lenguaje. Pues es y sigue siendo cosa del filósofo
sacar a la luz los perfiles de la abstracción sobre la que reposa el
gris sobre gris que es toda teoría*.
Una de las primeras cosas que quisiera dejar en claro es que,
cuando hablamos de agradecer, no nos referimos en primera línea
al dar las gracias**. Agradecer es más que decir. Agradecer es más
que dar las gracias en el mismo sentido en que pensar es algo más
que decir frases. Sin embargo, si atendemos a ambas cosas, lo uno
ayudará a comprender lo otro, así como su relación con el hecho de
que tanto el pensar como el agradecer implican la dimensión de la
temporalidad.
Pero conviene hacerse consciente de que la experiencia cotidia­
na del agradecimiento no se agota en la reciprocidad que domina
tan ampliamente el comportamiento entre los hombres. Acaso sea la
esencia de la gratitud, y finalmente incluso la del pensamiento, el
hecho de que ambos van más allá de cualquier reciprocidad. Estre­
charíamos innecesariamente nuestro planteamiento si al pensar en
la gratitud nos limitásemos al hecho de dar las gracias. El que apren­
de a decir «gracias», aprende también a contestar «de nada» cuando

* «Gris, caro amigo, es toda teoría», conocido verso del Fausto aludido en
esta expresión. (N. de los T.)
** En alemán, «decir las gracias» (Danksagen). (N. de los T.)

258
AGRADECER Y RECORDAR

se lo dicen a él. El niño se da cuenta de que con esta respuesta se


indica que no hay motivo para agradecer nada. Nos encontramos,
pues, desde el principio en el contexto de una dialéctica social cuyas
raíces se hunden en la reciprocidad. Agradecer algo a alguien es en
cierto modo reconocer al otro. Es también lo que pasa con nuestros
saludos habituales, y todos conocemos las fatales consecuencias de
esta clase de reciprocidad y de la falta de ella, por ejemplo si saluda­
mos a alguien con gran respeto y el otro ni reacciona. A lo mejor es
que le hemos tomado por otro, pero también puede ser que sí sea él,
y que ha querido «cortarme». Es un ejemplo de los momentos des­
agradables de la vida social, pues se lo puede tomar como un recha­
zo del reconocimiento.
Problemas semejantes encontramos en las deudas de gratitud
que se contraen con otros. ¿Queda esto ya más cerca de la grati­
tud propiamente dicha? ¿O no será ya una forma degradada de lo
que son realmente la gratitud y el estar agradecido? Porque cuando
se habla de deudas de gratitud, al menos a mí lo primero que me
viene a la mente es lo contrario, la ingratitud. ¿Qué quiere decir
esto? ¿Significa que se espera agradecimiento? ¿Y sigue siendo agra­
decimiento si se lo espera?
Todo lo cual me lleva a una primera tesis: la gratitud es un fe­
nómeno excedente. No se lo cancela mediante contraprestaciones.
Es verdad que las relaciones entre las personas se regulan mediante
convenciones, pero éstas no proporcionan a las relaciones una cua­
lidad verdaderamente humana. Con la gratitud pasa más o menos lo
mismo que con los regalos. En latín se dice gratia, lo cual nos mete
de cabeza en los más complejos problemas teológicos. Pero el hecho
nos resulta también familiar en el mundo de la vida cotidiana. No es
tan fácil hacer un regalo, y tampoco lo es aceptarlo, y en cuanto se
instala la reciprocidad, es que algo de la humanidad propiamente
dicha ha quedado atrás. El intercambio de regalos, una de las formas
más antiguas de negociar la paz, nos remite directamente a la hosti­
lidad y a los peligros que conllevan las relaciones entre los seres
humanos.
Se puede uno acercar más a la cosa siguiendo el rastro de algu­
nas otras formaciones verbales. Hablamos, por ejemplo, de agrade­
cer algo sin palabras. En esto hay ya una forma de reconocimiento
que no depende del decir, sino del saber y del ser. Muy curiosa es
también nuestra expresión abdanken (abdicar, licenciarse o retirar­
se), que usamos cuando alguien se aparta de una posición preemi­
nente. En Suiza este verbo es una de las formas de designar el entie­
rro según el rito cristiano; hay ahí un agradecimiento de los vivos,

259
ALÉTHEIA

o tal vez más bien una participación en la gratitud del que nos ha
dejado. En todas estas maneras de expresarse reconocemos el eco de
experiencias humanas que van más allá de la mera reciprocidad
social, y que por eso acercan a nuestra comprensión la relación con
la trascendencia o con la divinidad a partir del mundo de nuestra
vida. Es una buena vieja costumbre teológica. San Agustín escribió
quince libros D e Trinitate aduciendo fenómenos mundanos como
parábolas del inconcebible misterio de la Iglesia cristiana. Nos mo­
vemos, pues, por huellas legitimadas cuando nos hacemos guiar por
las experiencias humanas.
Podemos, pues, afirmar, para empezar, que ni el dar las gracias
y sus respuestas, ni las demás formas de expresión del agradecimien­
to, alcanzan la verdadera dimensión del fenómeno. Ser o estar agra­
decido es algo que discurre un peldaño por debajo del de las expre­
siones por las que uno da a conocer su gratitud al otro. Y ésa es la
dimensión en la que queremos movernos nosotros. La gratitud es
siempre una experiencia de la trascendencia. Quiero decir con esto
que es algo que rebasa siempre el horizonte de expectativas dentro
del cual la gente plantea sus relaciones recíprocas como sistema de
compensaciones. Y no es que tenga nada contra el significado de las
convenciones sociales ni contra las compensaciones recíprocas. Pero,
la verdad, algo no va bien cuando considero que «tengo que» invitar
a otro a mi vez por el hecho de que él me ha invitado primero. Por
eso tenía interés en mostrar el «excedente» que lleva siempre en sí la
gratitud y que lleva también siempre en sí el pensamiento.
En nuestra cultura filosófica, tan influida por la ciencia, hay po­
co sobre la fenomenología de la gratitud. Pero podemos recordar la
E n ferm edad m ortal de Kierkegaard. Y la misma vecindad lingüística
de gratitud y pensamiento en alemán {Danken, D enken) nos puede
permitir traer también a colación a un pensador, Aristóteles. En el
segundo libro de los Analytica posteriora hay un último capítulo, el
19, que parece un apéndice al análisis de las figuras de la demostra­
ción y de la deducción, por el cual Aristóteles ha pasado a la historia
como fundador de la lógica occidental. La deducción parte de algo
que es conocido, y esto suscita la pregunta de cómo se adquiere el
primer conocimiento, el de las arkhaí, los principios. Lo habitual en
la lógica es que bajo este título se trate sobre todo de la inducción.
Se dice, por ejemplo, que cada uno tiene percepciones singulares
que acaban formando todo un acervo a partir del cual se forma la
memoria, m ném e, la retención por la memoria. Es así como se llega
a producir algo: retenemos algo de entre la corriente incesante de
las percepciones. Y a la larga termina por haber algo así como expe-

260
AGRADECER Y RECORDAR

rienda, una experiencia en la que también ha tenido lugar lo general


o universal.
Queríamos saber qué es la gratitud y estamos encontrando que
es una idea. ¿Cómo se forma ese punto de generalidad en el flujo
temporal de la vida de nuestras representaciones? Lo hemos llama­
do experiencia, y queremos decir que son muchas experiencias a
partir de las cuales se forma «la» experiencia. En ella está el giro al
saber, que es el que nos permite guiar nuestras experiencias a partir
de algo que es general. Y ese algo general, que apunta más allá de
cualquier condición y circunstancia empírica, está en nosotros al
modo de una idea. ¿Pero cómo se forma? Aristóteles es el maestro
de las metáforas magníficas. ¿Cómo sale de todas esas experiencias
ese algo general y superior, que domina siempre y que gobierna la
vida de la experiencia? ¿Cómo nace ese dominio? Aristóteles lo
compara con un ejército en fuga. Todos corren para salvar la vida.
Finalmente alguien mira atrás para comprobar si el enemigo sigue
tras sus talones. Sigue corriendo. Entonces advierte que el enemigo
queda lejos. Corre más despacio. El que le sigue hace lo mismo. Al
fin uno se para, y a lo mejor se paran algunos otros también. Pero
eso no quiere que se pare todo el ejército. Sin embargo al final todos
acaban volviendo a ponerse a las órdenes del mando. En griego se
dice arché, que es tanto orden como principio. Toda una magnífica
imagen de la manera como algo adquiere firmeza en medio de la
fuga de los fenómenos.
Este mismo proceso lo observamos también en nuestro lenguaje.
Decimos, por ejemplo: «Me viene una idea». Con eso no queremos
decir que se me ocurra cualquier cosa: queremos decir que se nos
ocurre algo referente a la cuestión que tenemos planteada. Y eso
que me viene a las mientes, la idea, es algo que se hace firme, con­
sistente, sobre lo cual es posible volver, y a partir de lo cual es
posible aprender o aclarar muchas otras cosas. Cuando se aprende a
hablar es parecido. De hecho el comentarista Themistio ilustra esa
imagen de Aristóteles poniendo el ejemplo del aprendizaje lingüísti­
co. El niño usa su voz a empujones, tanteando, hasta que finalmente
algo de todo eso adquiere un significado fijo. Hay en ello algo de
rememoración. Pero no es que se recuerde algo, que se saque a la
superficie algo que requiere un proceso de búsqueda, como cuando
buscamos una palabra que no logramos recordar. ¿Y cómo es esa
búsqueda? ¿Cómo se busca algo que no se sabe lo que es? Esta es la
famosa aporía platónica. Ahí se ve realmente lo que es una idea. Un
pensamiento es siempre un potencial múltiple de frases verdaderas,
que no sólo aparece en una en particular. Desde el momento en que

261
ALÉTHEIA

un balbuceo empieza a significar algo, es ya algo general, que apunta


a un dominio indeterminado de lo que uno puede querer decir,
mostrar y comunicar.
E, igual que ocurre con el pensamiento, ocurre también con el
agradecimiento. Un buen ejemplo de ello es la palabra griega cháris.
Utilizada como fórmula de saludo quiere decir «alégrate». Pero ch á­
ris puede ser también un regalo con el que se proporciona a alguien
«una alegría». Lo que importa no es el regalo mismo, sino esa alegría
que se le quiere proporcionar al otro. Otro ejemplo es el de la
plegaria en la que pido algo, pero no dando a entender que yo sé
más o mejor que el Dios al que rezo. En este sentido la gratitud no
es una relación de reciprocidad, del tipo de las que se cumplen a
base de regalos o invitaciones.
Y así vemos qué es realmente la gratitud. Del mismo modo que
el agradecimiento no es un negocio de trueque, tampoco la gratitud
es cosa que se calcule. Es casi como aprender palabras que «se tie­
nen». La gratitud no es algo determinado, que se pueda consignar o
calcular entre personas. Lo demuestra la expresión «gratitud infini­
ta». Se puede muy bien afirmar que ser agradecido es una cualidad e
incluso una virtud. Uno guarda en sí el recuerdo de que le debe
gratitud a alguien por algo. Pero al mismo tiempo es algo que crece
dentro de uno, bien porque uno se sienta agradecido hacia alguien,
bien porque tenga algo que agradecer. Es como el ejército en fuga,
que crece con cada fugitivo que se detiene. Los soldados se van
reuniendo. Tenemos que entender el proceso como algo que no
somos capaces de articular, y en esto precisamente estriba la grati­
tud, en que en cada situación concreta lo único que podemos hacer
es lograr que el otro sienta nuestro agradecimiento.
Innumerables fenómenos forman también parte de este ámbi­
to. Recordemos el caso del perdón, de la disculpa, así como del
ruego de que se nos perdone o disculpe algo. Todo esto son los
verdaderos procesos de la vida humana: esas veces en las que uno
no tiene que decir nada, pero desearía disculparse, y el perdón o la
reconciliación sin palabras son más que las palabras. En esos casos se
renueva la confianza entre las personas, que es siempre mucho más
que una palabra o un obsequio. Y en este sentido amplio existe
también algo así como una gratitud por estar vivo, por existir, y sólo
de ahí sale la referencia a lo que en las culturas acuñadas por la
religión se expresa por medio del culto.
Si intento dar un paso más en la dirección de las reflexiones
precedentes, de los argumentos racionales saldrá y se anunciará algo
que está implicado en toda experiencia religiosa. Es la doctrina del

262
AGRADECER Y RECORDAR

Dios escondido, que adquiere aquí un alcance universal. No pode­


mos por menos de ver en ello una tarea para la humanidad. La
experiencia de lo divino no sólo sale a nuestro encuentro en deter­
minadas iglesias, confesiones o tradiciones que piden de nosotros la
fe del adepto, o en ciertos círculos culturales, pero tampoco se satis­
face en una religión mundial deslavada. Aunque quizá todo nos
remite a un mismo fundamento, el de que cada uno quisiera regoci­
jarse por su propia vida, ya la agradezca como un regalo divino, ya
la piense como el modo natural en que se siente arrojado. La fami­
lia, por ejemplo, posee en todas las culturas una función de soporte
de la que no se puede prescindir. Es algo que en la actualidad se
advierte, por ejemplo, en la civilización japonesa, en la que la fami­
lia sigue siendo la depositarla de los conceptos racionales de la asis­
tencia a los ancianos o del bienestar público. Y qué duda cabe que el
misterio de la muerte halla en la secuencia de las generaciones o en
otras formas de solidaridad vital algo más que una serie de costum­
bres santificadas que unen a todos. A la larga, ningún sistema de
dominio social puede reemplazar a estas formas maduras de la gra­
titud y del recuerdo.

263
19

EL SABER ENTRE EL AYER Y EL MAÑANA

El tema del tiempo ha pasado al primer plano de nuestra atención


filosófica sobre todo a causa de la obra de Heidegger Ser y tiem po.
Como trasfondo nos fijamos sobre todo en la conciencia del proble­
ma del tiempo entre los griegos. Fue sin embargo san Agustín el que
dio en el clavo con su famosa frase de que uno cree saber lo que es
el tiempo, pero si le preguntan, ya no es capaz de decir qué es1. Se
entiende esta dificultad a la hora de determinar qué «es» el tiempo,
pues en realidad el tiempo no «es» sino que «pasa». La tensión entre
el ayer y el mañana parece ir a la contra de la pretensión de cual­
quier saber, ya que si por algo se caracteriza el saber es justamente
por su independencia respecto de los cambios en lo que pasa.
El problema del tiempo aparece relativamente pronto como
objeto de la reflexión filosófica; en la obra de Platón, como en la de
Aristóteles, nos lo encontramos en contextos importantes. Aristóte­
les partía del concepto del «ahora», y desde ahí intentaba elucidar la
verdadera estructura del tiempo como la cadena incesante de «aho-
ras» que pasan. Platón en cambio pone más énfasis en lo misterioso
del tiempo, y se plantea como tema la manera como la experien­
cia del tiempo se descuelga de su propia efemeridad. Solemos tradu­
cir el término griego exatphnes por «de pronto, ‘de repente», como
aquello que se sustrae a cualquier cálculo y dominio de la tempora­
lidad. La definición aristotélica del tiempo como cadena de «aho-
ras» puntuales representa un desafío para nuestro pensamiento, so­
bre todo si concebimos el ahora como un límite entre el «hace un

1. Cf. San Agustín, Confesiones XI, 14 (17).

265
ALÉTHEIA

momento» y el «enseguida». El «ahora» es aquí a su vez una mera


determinación fronteriza y participa así del enigma ontológico del
punto que carece de extensión.
Se podría decir que el tiempo es una figura del pensamiento en
la que no hay nada de lo que uno esté dispuesto a afirmar que tiene
«ser». Por eso he elegido la fórmula «entre el ayer y el mañana»;
es al mismo tiempo indeterminada y sin embargo omnipresente.
Cuando se habla de la cuestión del tiempo se hace referencia sin
duda a algo más que a la dificultad lógico-conceptual inherente al
problema del ser del tiempo, que en realidad es un pasar. Ayer y
mañana son algo más que un ahora puntual que ya ha sido y otro
que está por llegar. La misma palabra «mañana» apunta al hecho de
que en la fórmula «entre el hoy y el mañana» no se hace un corte
arbitrario en el tiempo, sino que se parte de una articulación de la
experiencia del tiempo que es la propia de todo ser vivo: el ritmo
de día y noche, de vigilia y sueño. Este ritmo preocupó desde el
principio a los pensadores. Un Heráclito, por ejemplo, percibía ya
la inquietante vecindad entre esta experiencia cotidiana del ayer y
el mañána, que percibimos como tiempo, y la experiencia de la
muerte2. El enigma del sueño que se parece a la muerte, y la sor­
presa siempre nueva del despertar, rozan con la muerte como final
de toda experiencia.
Y sin embargo no somos capaces de renunciar a la pretensión
de un saber cuya validez esté por encima del tiempo. Por eso no es
casual que la filosofía, y la ciencia que la acompaña, hayan encarado
este tema en consonancia y vecindad con la matemática. El origen
griego de este término, m áthem a, indica que su objeto sólo puede
ser aprendido por medio del pensamiento racional, de modo que no
está expuesto al fluir incesante de los fenómenos y de sus cambios.
Distantes de toda experiencia, tanto la geometría como la aritmética
están orientadas hacia algo que está más allá del espacio y del tiem­
po. Lo que caracteriza a lo auténticamente cognoscible es la razón
pura, que no se refiere sólo a lo que tenemos delante ahora mismo,
a lo presente y actual, sino que es un saber de lo intemporal. Este
sentido de la «intemporalidad» de los contenidos del saber se cruza
de un modo peculiar con lo que articulamos en la experiencia del
paso del tiempo cuando hablamos del «ayer» y el «mañana». ¿Qué
podría ser lo que queda en medio de la experiencia del ayer y del
mañana? Pues que es innegable que entre ambos hay una oposición
o contradicción.

2. Cf. Heráclito, Fragmentos B 26.

266
EL SABER ENTRE EL A Y E R Y EL MAÑANA

Tanto a la pregunta por el ser del ayer como a la pregunta por


el ser del mañana les es inherente una cierta oscuridad, pero no de
la misma manera. Si partimos de dos oscuridades entre las que hay
un instante de claridad, lo pasado tendrá para nosotros una cualidad
distinta de lo porvenir. Frente a la claridad del día, el «ayer» palide­
ce y se oscurece. Lo pretérito es inalterable, se sustrae a nuestra dis­
posición. Los griegos decían que ni los dioses pueden hacer que no
haya sucedido lo que ha sucedido. Al final se puede hablar del olvi­
do del pasado: se «puede» olvidar lo que ya ha «pasado». Por su
parte, y a la inversa, el «mañana», desde el momento en que despier­
ta nuestra atención, a la clara luz de nuestra presencia intelectual, es
aquello que todavía «tiene tiempo» y que lo tenemos «por delante»,
pero que al mismo tiempo se oculta en la incertidumbre de la plani­
ficación, de la expectativa y de la esperanza. Sólo con la mayor
cautela, y a tientas, puede la ciencia querer apropiarse el futuro. Y
sin embargo, por muy incalculable que sea el tiempo, nuestra vida
está llena de conjeturas, intentos de prevenir, planes, orientaciones
y esperanzas sobre el futuro.
Y no podemos por menos de preguntarnos si en realidad el ayer
no se sustrae igualmente, en medida mayor o menor, a nuestro co­
nocimiento. Desde siempre la ciencia ha intentado determinar el
tiempo que nos ha precedido con medios completamente distintos y
de un modo enteramente diferente del del futuro. De especial im­
portancia son aquí las formas del mito, de las leyendas y del retorno
poético. La presencia del pretérito parece especialmente predispues­
ta para ser convocada de nuevo al presente. Lo que en cambio es
discutible es que se pueda hablar aquí de ciencia. Las ciencias histó­
ricas ni siquiera han logrado imponerse del todo como denomina­
ción, por mucho que la cultura griega aportase, sobre todo con sus
historiadores, logros realmente magistrales en la tarea de volver el
pretérito presente y comprensible. El término historie, que los ale­
manes acentuamos a la latina, es en el fondo en sí mismo una nega­
ción del pasado, pues significa «testimonio ocular», el del que estaba
ahí, con lo que se borra la frontera entre lo pasado y lo presente.
Ahora bien, el espacio en el que originalmente tenía lugar la ilumi­
nación del pasado era el espacio público, el de las fiestas y rituales,
dentro del cual hacer presente es tanto como retornar realmente.
Sin embargo ni el futuro ni el pasado están ahí en el mismo senti­
do en el que se presenta el saber que escudriña lo «presente». En la
historia de las culturas humanas y de su relación con su propio pasa­
do representa un acontecimiento de primer orden la aparición, junto
a la memoria, de la escritura, y cabe preguntarse si la propia ciencia

267
ALÉTHEIA

matemática y su concepto inherente de la demostración no traicio­


nan y preparan un progreso de la abstracción que es el que realiza­
mos en el paso de la era de los rapsodas a la de la escritura y la
cultura de la lectura. Entre los grandes acontecimientos de la cultura
occidental en particular está sin duda el hecho de que este paso se
produjo de la mano del alfabeto, y fue una decisiva contribución de
los griegos incorporar a los signos gráficos los de las vocales.
Una pregunta interesante es la de cuándo se emancipó la cultura
de la lectura respecto de la vocalización en el sentido de la pronun­
ciación en voz alta, quedando así del todo a merced de la fuerza
abstractiva de la interpretación de signos. Con el paso a la «escritu­
ra» se produce un cambio lleno de significado. La traducción del
discurso oral a la escritura es un paso a un género nuevo, dentro del
cual el lenguaje se ve obligado a hacer algo diferente de lo que hace
en el discurso hablado, acompañado entre otras cosas por gestos,
modulaciones de la voz, concentración en el acto de hablar, etc. Se
supone que en el mundo antiguo, y hasta el siglo xn, se leía en voz
alta3. El hecho de que la escritura se impusiese está en relación con la
cancelación de toda una dimensión del intercambio de signos. Noso­
tros estamos tan acostumbrados a leer sin acompañarnos de la voz,
que incluso lo que en la cultura literal se denomina «estilo» ha acaba­
do por desarrollar una significación especial. Es algo que se contra­
pone al tipo de discurso confiado antaño a rapsodas recitadores.
Desde el comienzo de la era de Gutenberg se desarrolla de un
modo novedoso la posibilidad de extraer el sentido directamente a
partir de los símbolos gráficos, lo que tiene como consecuencia una
nueva modalidad de cultura de la lectura. Ahora se tiene más en
cuenta el aspecto utilitario de la pura transmisión de información. Y
con los adelantos técnicos de la era de los ordenadores y de la
tecnología de la comunicación estamos actualmente a las puertas de
un nuevo cambio. Observamos, por ejemplo, que con estos progre­
sos la poesía lírica pierde cada vez más de su fuerza vital. La lírica
reclama el sonido de la voz lectora, tiene que ser «audible», y esto
determina la autonomía y también la dimensión artística del uso del
lenguaje de un modo que se aparta de los hábitos de lectura actuales
y de lo que se exige hoy en día de un lector.
Un efecto semejante tiene también la expansión de las formas de

3. San Agustín menciona el hecho excepcional de que el obispo Ambrosio


tenía la capacidad de leer sin hablar al mismo tiempo: cf. Confesiones VI, 3 (3), así
como los ilustrativos comentarios de J. O ’Donnell en Augustine, Confessions II.
Commentary on Books 1-7, Oxford, 1992, p. 345.

268
EL SABER ENTRE EL AYER Y EL MAÑANA

comunicación basadas en la reproducción, y que hoy día dominan el


lenguaje a través de los medios técnicos de transmisión de la infor­
mación. Parte de este desarrollo es el hecho de que el nuevo uso del
lenguaje excluye mucho de lo que en otros tiempos compartían los
hombres como posibilidad de comunicación entre sí. La mediación
técnica está empobreciendo irreversiblemente la reciprocidad de la
convivencia. Y las consecuencias se van a advertir también en la
ciencia, en la medida en que el verdadero arte del relato, la produc­
ción de expectativas y de tensión, de sorpresas y de un contacto
inmediato y efectivo, se van paralizando, y el lenguaje se hace cada
vez más abstracto. Ya conocemos estos efectos por el papel que
desempeñan la información y su transmisión en el trato público. No
sólo el uso de la palabra en sí mismo, sino también el modo de
manejar la transmisión de la información, va a influir, entre otros
factores, sobre nuestras ciencias históricas.
Dirijamos ahora nuestra atención al saber del futuro. Es claro
que nuestro nivel de conocimiento influye en las expectativas que
formamos respecto del futuro. El propio concepto de la informa­
ción contiene ya en sí mismo una referencia al futuro, ya que se
trata de que la acción futura la tome en consideración. La informa­
ción es una restricción que no sugiere ni aconseja una decisión de­
terminada al que actúa, sino que le ofrece simplemente una ayuda a
la hora de decidir. (Y esto es lo que empobrece tanto la convivencia
en estas formas de comunicación.) Al mismo tiempo toda acción se
realiza por referencia a sus consecuencias, y posee por lo tanto una
dimensión de futuro. Esta es la condición de proyecto que es inhe­
rente a toda acción, del mismo modo que, a la inversa, los arrepen­
timientos y lamentos por los errores cometidos son de una efecti­
vidad práctica muy limitada. Por poca importancia que podamos
darle a una ciencia del futuro, no dejamos de depender del uso de la
ciencia en general, aunque las consecuencias de nuestra actuación
sigan siendo inciertas. Es éste un nexo que podemos estudiar parti­
cularmente bien en lo que llamamos esperanza.
La esperanza constituye una estructura fundamental de nuestra
conciencia vital, sin la cual apenas podríamos soportar las cargas de
la vida. No obstante lo cual sigue siendo una verdad incontestable
que, dado lo impredecible del futuro, nuestra libertad de acción tro­
pieza de continuo con límites. Y claro está que hoy día no se puede
menospreciar la clase de fuerza reguladora en la que se han converti­
do la ciencia y la técnica, que estrechan «a su vez» el espacio de la
acción. Es, por ejemplo, llamativo el escaso valor de la esperanza en
sociedades agrarias primitivas, en las que la propia acción es el vec­

269
ALÉTHEIA

tor más potente del éxito. En cualquier caso la esperanza se revela


debilidad del saber cuando es «vana». Se entrega uno a esperanzas
vacías en lugar de preocuparse de preparar el sembrado a tiempo o,
en general, de hacer lo que la previsión aconseja. Por este motivo
Hesíodo y la mitología griega en su conjunto advierten de los peli­
gros de las esperanzas vanas, frente a las cuales es cometido del hom­
bre prevenir y vigilar por la fuerza de su propia voluntad. En la cuna
de la cultura occidental está sin duda un cierto sentido de la esperan­
za, vinculado con la propia previsión y precaución, y dirigida hacia
una actuación nacida de la planificación y de la propia orientación.
Y en este punto habría que preguntarse por la diferencia entre
«esperanza» y «proyecto», aunque también es evidente que con esto
el hombre se plantea preguntas filosóficas para las que nadie tiene
respuesta: preguntas por el futuro, la muerte, el sentido de la vida,
la felicidad. Si partimos de los supuestos básicos de esta manera de
preguntar, podremos decir con Kant que designan una disposición
natural del hombre que nos hace entre otras cosas receptivos al tipo
de respuestas que ofrecen las religiones. Es en el contexto de estas
preguntas donde se plantea el problema de la esperanza vana, tal
como la tradición cristiana se posiciona respecto de él. Todas las
religiones llevan aparejada una promesa destinada a hacer sosteni-
ble el misterio de la muerte y permitir al hombre soportar la muerte
dentro de su conciencia de la vida. Uno de los momentos en que
experimentamos la limitación de nuestra previsión es en definitiva
también esa forma decisiva de restricción del futuro humano que
representa la muerte. Lo que en filosofía se denomina la trascenden­
cia expresa de diversas maneras el hecho de que hay un límite para
toda previsión y precaución. No cabe duda de que en el sentido de
esas promesas más allá de la muerte se encuentra una experiencia
religiosa primigenia de la humanidad.
Pero en cualquier caso tenemos que contar con que, dentro de
los diversos mundos religiosos existentes hoy en día, se dan impor­
tantes diferencias, llenas de consecuencias, en los efectos que ha
tenido sobre ellos la revolución industrial. Pienso aquí sobre todo
en la significación del calvinismo para el desarrollo de la civilización
que caracteriza al mundo europeo moderno. Valorar el éxito econó­
mico como señal del favor divino ha sido una actitud que ha sobre­
calentado sin duda la fe en el progreso y la competencia económica,
debilitando por otra parte el papel del elemento ritual en la disposi­
ción de la vida. En otros mundos religiosos este elemento se ha visto
menos reducido, aunque también ellos se hayan apropiado de los
logros de la técnica.

270
EL SABER ENTRE EL AYER Y EL MAÑANA

Nosotros aparecemos ahora con la atención puesta, por un lado,


en lo que viene y, por el otro, en aquello de lo cual venimos. La
actitud del que se vuelve hacia el pasado está unida sin duda con
más fuerza aún al problema de la posibilidad de saber. Pues frente a
la imposibilidad de conocer el futuro tenemos la posibilidad limita­
da de conocer el pasado. ¿Cómo hacer antropológicamente plausi­
ble esta vuelta sobre nuestra propia prehistoria? Parece como si
hasta cierto punto fuese posible retener algo, o detenerse un mo­
mento, en el flujo del pasar, que no es el pasar del tiempo mismo,
sino de lo que el tiempo trae y se lleva consigo. El recuerdo retroce­
de a ciertas improntas (en mi caso, por ejemplo, recuerdo haber
sido acuñado por el pensamiento griego). Es sabido que entre los
griegos la m ném e o memoria y la anám nesis o rememoración cons­
tituyen las funciones básicas del pensamiento humano, capaz de
retener su propio origen, reunir experiencias, elaborarlas y acceder
así a un saber anticipativo como el que tienen a su disposición el
artesano experto o el ingeniero que planifica. No cabe duda de que
en la posibilidad de apropiarse conocimientos de este tipo estriba
una decisiva facultad humana.
Recuerdo que Heidegger preguntó una vez a sus estudiantes qué
es lo contrario de «esperar». La respuesta de todos fue «recordar».
Heidegger contestó: «No, es olvidar». Es un hecho que hoy en día
tenemos una nueva conciencia de que la retentiva es un testimonio
de la potencia del olvido y de todo el contenido vital que éste oculta
en sí mismo. Olvidar puede llegar a ser una forma de perdonar, una
posibilidad de disculpar, o de aprender a disculpar, hasta la injusti­
cia más grave. Si a la hora de preguntar qué es el olvido nos guiamos
por el moderno pensamiento tecnológico, llegaríamos a la conclu­
sión de que el ideal del conocimiento es el almacenamiento de datos
invocables al momento. Y si las cosas fuesen así, el futuro cercano de
los hombres sería su paralización. Pero la verdad es que contamos
con el milagro del olvido, esa otra posibilidad de procesar y superar
lo que nos da que hacer, porque no podemos limitarnos a olvidarlo
o a perdonárselo a otro. Las maravillosas potencias latentes en el
olvido acaban por enlazar entre sí todas estas cosas.
Es de la más profunda significación antropológica el hecho de
que el hombre tenga esa posibilidad de olvidar. En su tragedia Pro­
m eteo Esquilo interpreta el mito de éste bajo este punto de vista4. La
verdadera conquista de Prometeo es una previsión que esconde a los

4. Durante mucho tiempo se le discutió a Esquilo la autoría de esta anómala


tragedia por lo mucho que difiere de las otras que se le atribuyen.

271
ALÉTHEIA

hombres, previsores a su vez, el conocimiento previsor de su propio


final. De acuerdo con el mito los primeros hombres vivían en caver­
nas una existencia triste y vegetal, esperando la muerte previsible.
Prometeo les quitó ese conocimiento de su propia muerte y les rega­
ló con ello el futuro. Puede, pues, llamarse inventor de toda téchne.
Es verdad que, hasta cierto punto, la capacidad de construir antici­
pando está dada en la propia naturaleza, pero no lo es menos que en
el hombre esta capacidad tiene un desarrollo especial; Aristóteles la
llama phrónesis.
Lo que distingue al hombre es que no sólo está entregado a la
atracción del presente, sino que puede reprimir, descartar u «olvi­
dar» ésta en beneficio de objetivos más lejanos. En este sentido el
hombre es un ser que posee un concepto del tiempo, o un sentido
del tiempo, que incluye la capacidad de asumir sacrificios y cargas
si unos y otras pueden servir para apartar o mejorar otras cargas,
molestias o sufrimientos mayores, y de otro modo inevitables. Si
consideramos la conducta humana desde este ángulo, advertiremos
de inmediato que el almacenamiento de datos no constituye el ideal
por el que desarrollamos nuestro conocimiento, lo incrementamos
o lo profundizamos. Más bien lo traducimos a capacidades prospec­
tivas, estratégicas, que incluyen la capacidad de elegir calculando y
anticipando, y de las cuales salen preferencias y prioridades que en
modo alguno se limitan a lo presente y disponible.
Desde el trasfondo de estas reflexiones se hace así patente hasta
qué punto el olvido está en relación con la pregunta por el «saber
entre el hoy y el mañana». Llegamos así a algunas conclusiones que
valdrá la pena considerar al cabo de las preguntas principales. Ya
dijimos que el saber entre el hoy y el mañana no es un saber entre
un ahora y otro ahora, lo que sería una forma más bien rara de
expresarse, ya que implicaría que disponemos de un primer ahora,
como tal ahora, en el momento en que estamos ya refiriendo a él un
segundo ahora. Lo importante aquí es que entre el «ayer» y el «ma­
ñana» no está un «ahora», sino más bien el «hoy». ¿Y qué es el hoy?
Un «día de hoy»: el día que con la irrupción de su claridad aleja las
tinieblas. Desde el trasfondo de su forma específica de saber el hom­
bre realiza una y otra vez esa experiencia fundamental y tan signi­
ficativa del ritmo de sueño y vigilia, que es también un ritmo del
olvido. La experiencia de este ritmo, en el que se produce un olvido
tal vez entreverado de confusas señales oníricas, convierte el desper­
tar en una gran posibilidad humana para nuestra existencia que sabe
y es consciente. Es como si volviésemos a nosotros mismos, después
de haber estado tumbados y como yertos en el sueño, cuando des­

272
EL SABER ENTRE EL AYER Y EL MAÑANA

pertamos por la mañana. Como mencionaba antes, ya Heráclito


había establecido una certera analogía entre el sueño que se asemeja
a la muerte y el sueño mismo de la muerte, así como su relación con
un despertar que es encender en uno mismo una nueva claridad5.
Despertar es, podría decirse, «venir a sí». Y en cada hoy se abre un
camino al nuevo día con sus nuevas expectativas y un renovado
coraje de vivir. Así, entre el ayer y el mañana, están el olvido del
sueño y el nuevo despertar a la vigilia.
Para la cuestión del saber humano, en tanto éste se mueve entre
la rememoración y el olvido, lo que hemos estado diciendo sobre el
retener y detenerse, sobre el repetir y el convocar, podría revestir
una nueva significación desde una perspectiva más amplia. Pues la
facultad de recordar es algo diferente de la capacidad de almacenar.
Una de las peculiaridades de nuestra ciencia objetivadora es el he­
cho de que a lo largo de un periodo muy dilatado se ha estado
hablando una y otra vez de «engramas» sobre una tabula rasa, la
que se supone que es el hombre en origen. Platón, que desarrolla la
doctrina de la artámnesis al hilo de ejemplos tomados de la geome­
tría, tomaba también como referencia la mitología griega. Sin duda
algunas de sus alusiones se refieren a la doctrina de la religión órfi-
co-pitagórica sobre el pasado mítico del hombre antes de nacer6.
Pero intenta al mismo tiempo poner en claro qué es «el pensar» y
cuál su relación con la facultad de acordarse. Es sabido que en el
M enón se articula la argumentación sofística de que al hombre no le
es dado saber ni lo que sabe ni lo que no sabe7. El argos lógos que
pretende fundamentar esta tesis tiene como objetivo demostrar la
imposibilidad de preguntar e indagar.
Pero nosotros sabemos que en el hombre están inscritas toda
clase de improntas previas, de disposiciones de la m ném e, bien en la
«memoria» de nuestro genotipo, bien en la de nuestras funciones
orgánicas y corporales, en nuestra percepción consciente tanto como
en el aprendizaje lingüístico, o en el lenguaje en general. En este
sentido la «rememoración» es la actualización de posibilidades sitas
en el hombres. La idea de semejante realización de posibilidades o
disposiciones arroja una luz significativa también sobre lo que es el
saber del hombre entre el ayer y el mañana bajo el signo del olvido
y el recuerdo, así como de la voluntad de prever y de orientarse en
el futuro. Es en esto último donde tiene su verdadera raíz aquello

5. Cf. Heráclito, Fragmentos B 26.


6. Cf. Platón, Menón 80c-82a.
7. Cf. Platón, Menón 81a.

273
ALÉTHEIA

que hace del hombre la dase de hombre inquiridor que realmente


es. Es desde aquí desde donde se entiende su apertura hacia el hori­
zonte del preguntar y de lo posible.
Hasta aquí he hablado de una experiencia del recuerdo que
tiene que ver con seleccionar, ponderar y focalizar, y que presupone
la capacidad de cegar otras cosas, de apartar la atención de ellas. Lo
que se aplica a la experiencia del individuo entre el ayer y el mañana
se aplica también a las dimensiones más vastas del hoy, de lo «ho­
dierno» o actual: partiendo de improntas previas que en su mayor
parte permanecen en la sombra, poco a poco, mediante una «ilumi­
nación» constante y gradual, las dimensiones actuales de nuestra
situación social, lo actual de nuestro mundo cultural, de nuestra
época, etc., pueden llegar a ser objeto de nuestro conocimiento. La
fórmula «entre el ayer y el mañana» expresa evidentemente el con­
junto de la localización del hombre en el mundo, un hombre cons­
ciente, quizá hoy más que nunca, de su existencia social y de su
responsabilidad política cara a los demás y a la humanidad en su
conjunto. El espacio para la actuación desde esa responsabilidad se
lo tiene (que buscar cada uno; se le abre sin embargo entre el ayer y
el mañana de un modo semejante al del nuevo día que cada mañana
se le abre al comportamiento planificador del hombre.
Tanto desde la perspectiva del individuo como desde el hori­
zonte supraindividual se plantea sin embargo la cuestión de cómo
accede a la «existencia» nuestra prehistoria, esas preacuñaciones de
las que hablábamos y que forman parte de nuestros orígenes. Es a
este respecto significativa la respuesta de Platón, que introduce en
este punto lo «repentino», exaíphnes8: el tiempo en el que todo
ahora se precipita al abismo de lo recién pasado se representaba
como enigma. En realidad entre cada dos puntos del ahora sólo
puede haber algo intemporal, algo que no está en la secuencia de los
«ahoras»: lo «repentino». Disponemos de un rico vocabulario para
expresar esta experiencia: hablamos de «ocurrencias», de «inspira­
ción». (Si en cambio hablamos de Inspiration* la cosa cambia, ya
que se sugiere una idea más pretenciosa de interpretación, menos
directamente referida a lo que tienen la «ocurrencia» y la «inspira­
ción» de simple recibir algo que se nos da.)
Quiero decir con esto que a partir de esta idea es posible desa­
rrollar la indagación sobre cuál es la esencia del preguntar, buscar e

8. Cf. Platón, Parménides 156d.


* Problema de traducción generado por el hecho de que el autor usa primero
el término germánico Eingebung y luego su equivalente románico Inspiration, entre
los que la diferencia es sólo de connotaciones estilísticas. (N. de los T.)

274
EL SABER ENTRE EL AYER Y EL MAÑANA

investigar que caracterizan a la cultura científica de los hombres. Lo


repentino, exatphnes, no es en realidad un punto en el tiempo, no es
un ahora, sino que es más bien una «presencia» que llena el espacio.
Análogamente no sería correcto equiparar la claridad con el rayo o
con la llama como fuente de luz. Es más bien algo que se expande y
que forma un espacio. Una inspiración se nos presenta de un modo
comparable, aunque no veamos su origen ni su fuente. Si, por ejem­
plo, nos muestra el camino para resolver un problema que nos pre­
ocupa profundamente, a veces nos ocurrirá que no la agotaremos
por muy a fondo y juiciosamente que examinemos el camino que
nos abre.
En realidad todas las consideraciones que preceden estaban
orientadas hacia la idea de la «presencia». No hemos hablado hasta
ahora de «conciencia». Sería demasiado simple, creo, trazar una di­
visoria entre conciencia e inconsciente como la que falsamente suele
asumirse también entre lo recordado y lo olvidado. Frente a esto
está eso otro que tiene lugar entre el ayer y el mañana en el proceso
vital del «venir a sí mismo», y que se puede proyectar también al
conjunto de nuestras acciones conscientes tanto sociales como polí­
ticas. Ese venir a sí mismo, ese hacerse consciente de sí mismo, en el
cual la oscuridad cede a la luz, no se produce en un ahora sino en el
espacio de aquello en lo cual sucede la presencia. La claridad de la
presencia puede siempre desaparecer, una evidencia puede ocultar­
se, del mismo modo que una inspiración no es algo que tenga que
sernos fiel todo el tiempo. Más aún, puede resultar falsa y obligar­
nos a buscar por otro lado, hasta encontrar lo que nos falta y lo que
nos importa. En el Banquete Platón hace que Diótima ilustre a Só­
crates sobre lo que es la repetición: es la condición previa y por lo
tanto «la vida» de la especie, que sólo existe por la reproducción de
los individuos9. Igualmente se extinguen todas las posibilidades de
conocer que tienen los hombres si no se repiten. Sin embargo ningu­
na repetición es sólo eso. Es vida. En toda repetición hay algo de
nuestro destino futuro.

9. Cf. Platón, Symposion 207d-208c.

275
GLOSAS
20

UN DIÁLOGO «SOCRÁTICO»

Sócrates: ¿Dónde vas con tanta prisa?


Fred: A jugar al tenis.
S.: ¿Y dónde juegas?
F .: ¿Dónde va a ser? En el mejor club de la ciudad.
S. : ¿Así que sabes cuál es el mejor?
F .: Por supuesto.
S.: Eso me interesa. Hay un montón de cosas sobre las que me
he preguntado qué es lo que las hace ser buenas. Me alegro de
encontrar por fin a alguien que lo sabe, aunque no sea más que en
el tenis. ¿Me permites unas preguntas?
F .: Por favor.
S.: Dime, ¿por qué tu club es el mejor?
F.: Porque es el que proporciona mejores relaciones.
S.: ¿Qué tipo de relaciones? ¿Para jugar?
F.: No, hombre, relaciones a secas.
S.: Pero vamos a ver, ¿tú no vas al club de tenis para jugar al
tenis?
F.: Sí, bueno, también.
S. : Pues entonces, dime por qué tu club es el mejor para jugar
al tenis.
F .: Porque en él están los mejores jugadores.
S.: Eso es una respuesta convincente. Y sin embargo sigo te­
niendo una pequeña dificultad. Vamos a ver, amigo, si allí todos
son mejores jugadores que tú, ¿has visto alguna vez que un jugador
mejor quiera jugar con otro peor?
F .: Desde luego que no.

279
GLOSAS

5.: ¿No sería entonces mejor ir a un club en el que los jugadores


sean peores que tú?
F .: Podría parecer que sí, pero entonces no aprendería nada.
S.: Es verdad. ¿Así que lo mejor es ir a un club en el que uno se
encuentre con jugadores igual de buenos?
F.: Evidente.
S.: ¿Pero qué quiere decir «jugadores igual de buenos»? ¿Los
que creen que lo son, o los que lo son aunque se crean mejores?
F .: Los que son y se lo creen; los otros tampoco querrían jugar
conmigo.
S.: ¡Ay, ay, lo que acabas de decir! ¿Pero es que tú has visto
alguna vez que alguien igual de bueno que otro no se crea mejor?
F.: Cierto.
S. : Así que uno de ésos no querrá jugar contigo. ¿Y con quién
jugarás entonces, si los que son como tú se creen demasiado bue­
nos?
F .: Con los que son peores y se creen igual de buenos.
S. : Pero entonces otra vez no aprendes nada. Además, en cuanto
se den cuenta de que son peores, ya no tendrán muchas ganas de
jugar contigo, pues querrán que se les siga creyendo igual de bue­
nos.
F.: Sin duda.
S.: Así que, en consecuencia, amigo mío, tu club no es el mejor
porque tenga los mejores jugadores.
F .: No, vamos a ver, hay listas de rangos y torneos de selección
que compensan esas cosas.
S.: ¿Y no te has fijado en que esos torneos de desafío suscitan
divisiones? ¿Y que el que pierde siempre se lo atribuye a la casuali­
dad o al árbitro?
F .: Sí.
S.: ¿Y que los vencedores nunca tienen demasiadas ganas de
jugar partidos de revancha?
F .: Pues sí, pero para eso hay un entrenador en el club.
S. : ¿Entonces te parece que el mejor club es aquel en el que el
entrenador pinta más?
F.: Sí.
S.: ¿Y si lo que dice el entrenador no es lo correcto?
F.: Yo me refiero, evidentemente, al club que tenga el mejor
entrenador.
S.: ¿Y qué es para ti el mejor entrenador?
F.: Bueno, el que da mejores clases.
S.: ¿Pero de qué te sirve, si luego él no pinta nada? ¿Crees que

280
UN DIALOGO «s o c r á t i c o

estará en condiciones de encontrar jugadores ante ios que tú puedas


demostrar tus progresos?
F . : Bueno, eso claro que tiene que hacerlo el entrenador. Él es el
que hace la lista correcta de rangos.
S .: ¡Ay Dios, amigo, que cuanto más me lo explicas menos claro
lo veo! Por favor, no me lo tomes a mal y dime: ¿qué es para ti la
lista de rangos correcta?
i7.: ¿Qué quieres decir?
S .: Esto: ¿es correcta una lista de rangos en la que el mejor
jugador aparece en cabeza y el peor al final?
F. : Supongo que sí.
S.: ¿Pero cómo se sabe quién es mejor que quién, si no se hacen
torneos para averiguarlo?
F .: Hombre, lo dice el entrenador.
S. : ¿Y él cómo lo sabe?
F .: Pues lo sabe y punto.
S.: ¿Pero tú no te has enterado de que algunos entrenadores
listos no hacen una lista de esa clase, sino lo que ellos llaman una
lista táctica?
F.: Sí.
S. : Y si en ella un jugador peor aparece por delante de otro
mejor, ¿no crees que el primero estará interesado en que no se
celebre un juego entre ellos que permita compararlos?
F.: Evidente.
S. : Así que si se hace una lista «inteligente», tendrá como resul­
tado que será muy difícil hacer torneos comparativos, con lo que el
juego deportivo saldrá perdiendo.
F .: Eso parece.
S ¿No sería entonces mejor un club en el que no se hagan
torneos en serio, sino sólo juego de entrenamiento?
F.: Eso parece.
S.: ¿Pero crees de verdad que eso sería una solución? ¿Crees que
el mero juego de entrenamiento no se «valoraría» también, aunque
no sea más que en los vestuarios?
F .: En eso llevas razón.
S.: ¿Así que quizá el mejor club sería uno en el que no se jugase
en absoluto?
F.: Hombre, eso tampoco. ¿De qué serviría entonces el entre­
nador?
5.: ¿Pero cuál es entonces, de verdad, el. mejor entrenador? Antes
me decías: el que da las mejores clases. ¿Qué quieres decir con eso?

281
GLOSAS

¿El que da las clases que la gente juzga mejores, o el que da las clases
que realmente son las mejores?
F .: El que da las mejores clases y las que la gente piensa que son
las mejores.
5.: ¿Pero quién es «la gente»? ¿El consejo deportivo? ¿El presi­
dente? ¿Quién?
F .: Bueno, no sé.
5.: Yo diría: los que juegan con el entrenador. Esos son los que
saben qué tal son las clases.
F .: Se diría que sí.
S.: ¿Pero un entrenador juega igual con todo el mundo? ¿Es
como una máquina?
F .: No. Cuando le parece que vale la pena esforzarse, da mejo­
res clases.
S.: ¿Mejores clases? ¿Qué quieres decir con eso?
F .: Bueno, que se concentra, y que, por ejemplo, no se pasa la
hora coqueteando con las jóvenes del vecindario.
S.: ¿No crees que haría eso menos si él mismo jugase con una
chica guapa?
F.: Tienes razón.
S.: ¿Entonces el mejor entrenador será el que dé mejores clases
a las chicas jóvenes?
F .: Eso parece.
S.: Pero piensa un poco. ¿Tú crees que se contrata a un entrena­
dor por las chicas jóvenes?
F .: No.
S.: Por cierto, ¿quién lo contrata? ¿No serán los que tienen más
influencia en el club?
F .: Claro, los que tienen la billetera más abultada, o sea, en ge­
neral los mayores.
S.: Sí, claro. ¿Entonces el mejor entrenador será el que juegue
con más empeño con los sénior?
F .: Pues no estoy seguro.
S.: Ya ves que la cosa no es tan sencilla. Además a lo mejor al
entrenador le pasa lo que a los demás. A lo mejor lo que más impor­
ta no es cómo sea él, sino también cómo es su mujer.
F .: La verdad es que puede pasar. He oído que había un entre­
nador estupendo, pero que tenía poco éxito porque su mujer le caía
mal a la gente.
S. : Pues ya ves. Y así pasa siempre. Pasa hasta con el acomoda­
dor. Es como si hubiese un conflicto insoluble: si el acomodador es

282
UN DIÁLOGO «SOCRÁTICO

bueno, su mujer es inaguantable; que la mujer es encantadora, pues


el acomodador racanea. ¿O no?
F .: Sí, la verdad.
S. : Pero déjame preguntarte otra vez: ¿quién es realmente un
buen acomodador?
F .: Muy simple: el que mejor guarda los asientos.
S.: ¿Pero la mejor manera de guardar bien los asientos no es
dejando de usarlos?
F .: Desde luego.
S.: Entonces el mejor acomodador sería el que mantuviese más
asientos clausurados.
F.: ¿Pero podría?
S. : Bueno, se podría decir que los asientos están demasiado mo­
jados, o demasiado secos. O que están reservados para el siguiente
partido. «Una» razón siempre se puede encontrar.
F.: Eso parece.
S.: ¿Entonces te parecería que el mejor club es el que tiene
clausurados más asientos?
F .: No me parece.
S. : ¡Bueno, pues dime de una vez cuál es el mejor club! Yo ya
estoy totalmente confundido. Ni el que da mejores relaciones, ni el
que tiene mejores jugadores, ni el que tiene al mejor entrenador, ni
el que tiene al mejor acomodador. ¿Entonces cuál?
F.: ¿Tal vez el que tiene mejor presidente?
S.: Tal vez. Pero dime, ¿quién es el mejor presidente? ¿Al que le
tienen todos más miedo, y que controla más, de manera que nadie
se atreve ni a refunfuñar ni a perder un partido? ¿O más bien el que
no se hace notar?
F .: Yo creo que el que no se hace notar.
5.: Ya, pero entonces, ¿para qué está ahí?
F .: A lo mejor es que se nota cuando no está.
S. : Mira, eso que has dicho me parece muy inteligente. Pero aun
tengo una pequeña reserva. Si se nota que no está, es que es indis­
pensable. ¿No crees que él lo sabe?
F.: Seguro.
S.: ¿Y tú has visto alguna vez que alguien que se sabe indispen­
sable no ejerza todo el poder que tiene?
F .: Eso parece.
S.: ¿Entonces el mejor presidente será el que se nota, pero no
mucho?
F.: Será.
S.: ¿Pero no puede ocurrir que el comité deportivo sea más
importante que el presidente?

283
GLOSAS

F .: Ése, y el comité de entretenimientos*.


S ¿Por qué ese?
F.: Pues porque tiene que ser entretenido formar parte de un
club.
S.: Seguro que sí. Pero dime, ¿qué es lo realmente placentero en
un club? ¿No crees que, para la mayoría, el mejor club será aquel en
el que estén las chicas más guapas, y donde antes y después de las
competiciones se baile y se beba más? ¿Y crees que andar de festejos
la víspera a más y mejor es la mejor forma de prepararse para una
competición?
F . : Bueno, en realidad no. Pero a veces viene muy bien. Porque
si pierdes, tampoco apetece celebrar nada, y encima se tiene una
disculpa.
5.: ¿Así que en el fondo piensas que el mejor club es aquel en el
que antes y después de jugar se pasa mejor?
F .: Mira, sí, eso es exactamente lo que pienso.
S Pero vamos a ver, ¿no habíamos quedado en que a un club
de tenis se va por lo de jugar al tenis?
F .: Sí, en eso habíamos quedado.
S .: Alguien me habló una vez de un club, no recuerdo dónde.
Allí todo era diferente. El hombre me contaba — tuvo que ser antes
de mi época— lo siguiente: «La primera vez que fui al club vi a un
caballero que jugaba muy bien, pero no estaba en el primer puesto.
Pregunté quién era. Me dijeron que el entrenador. Pregunté que
con quién jugaba, y me dijeron que con uno del equipo de segunda.
¿De veras?, contesté, y empecé a cavilar para mí. Y a medida que iba
conociendo el club, me parecía que estaba en el mundo al revés.
Todo era diferente. Nada más entrar yo se arreglaron media docena
de partidos para conocer mi capacidad de juego. ¡Era facilísimo
quedar con la gente! También el entrenador me miraba muchas
veces y me iba sugiriendo nuevos compañeros. Yo mismo pude com­
probar que fuera de sus horas de clase se ocupaba por sí mismo de
entrenar al equipo. Observaba con detenimiento, daba instrucciones
tácticas, interrumpía los partidos, cambiaba los jugadores, corregía
golpes, combinaba parejas y, fíjese usted, lo hacía hasta con el equi­
po femenino de segunda...».
F. (.Interrum piendo): ¡Pero eso no hay quien se lo crea! Los en­
trenadores siempre procuran escurrir el bulto con los equipos de
segunda, ¡y no digamos con los femeninos!

* Vergnügunsauschuss: la palabra contiene el término Vergnügett, placer. (N.


de los T.)

284
UN DIALOGO «s o c r á t i c o »

S .: No, no, pero escucha lo que falta. El hombre prosiguió: «Yo


antes creía que los jóvenes jugaban con pelotas usadas y los mayores
con las nuevas. Aquí en cambio los sénior regalaban a los jóvenes
pelotas apenas usadas, y para el entrenamiento de los equipos el
club ponía las pelotas. Y había de continuo competiciones de clasifi­
cación, incluso entre los más jóvenes. Y cuando alguien jugaba, no
se traía de espectadores a toda su pandilla de amigos. Ni intentaba
irritar al contrario cuando la cosa se ponía fea. Nadie aseguraba que
el otro había contado mal, o que no había sido un fuera, ni se pe­
leaba por eso. Tampoco había nadie que, so capa de ayudar, enviase
al campo del otro a un amigo para recoger pelotas, ni se intentaba
desconcentrar al contrario con risas o comentarios de los espectado­
res. Y cuando alguien, pese a no hacer nada de todo esto, ganaba, lo
primero que hacía era preguntar al contrario cuándo quería jugar el
partido de desquite, y en cuanto el otro estaba dispuesto, lo hacían.
Y había otra cosa más sorprendente. Los sesentones hacían su pro­
pia competición, y se aplicaban tanto, que siempre eran los prime­
ros en terminar. Nadie se escaqueaba ni hacía dengues. Allí todo el
mundo estaba siempre dispuesto a jugar».
F. (.Interrumpiendo): ¿Pero es eso cierto? ¿Son los mayores dis­
tintos de los demás?
S. : Bueno, yo suponía que no. Quiero decir, ésos tenían que ser
semidioses. Y aún añadía: «Y había juegos de pareja entre matrimo­
nios, y nadie se metía con nadie, y no precisamente porque las es­
posas se callasen». Y se podía ver a madres e hijas jugando como
parejas, y si perdían, se las veía tan a gusto como si fuesen amigas.
Pero lo más asombroso era esto: aunque no paraban de hacer com­
peticiones, siempre había un hueco para que los caballeros más ocu­
pados jugasen el fin de semana, y lo mismo los niños en edad esco­
lar. Y si observabas la terraza del club, no parecía que hubiese grupos
cerrados. Todo el mundo decía cosas amables sobre los demás, estu­
viesen o no delante. Nadie usaba los títulos para dirigirse a otro.
Hasta los catedráticos de universidad estaban bien vistos. Había tam­
bién jugadores de ajedrez que jugaban partidas triples sin cansarse.
No te lo creerás: ponían todo su empeño en meditar y planear sus
jugadas con tanta meticulosidad como velocidad empleaban en el
tenis. Y hasta los más viejos, que en el tablero hacían las mejores
jugadas, seguían dándole al tenis incansablemente. Los había hasta
de 75 años. ¿O me estoy confundiendo? ¿Sería el club el que tenía
75 años?

285
21

GOETHE Y HERÁCLITO

La indiscutible actualidad de Goethe no se debe sólo a su poesía ni


a sus obras teóricas, en particular la teoría de los colores. En reali­
dad poesía y pensamiento se interpenetran en Goethe siempre del
modo más asombroso. Hay un fragmento poético suyo con el que
estoy familiarizado desde mi primera juventud, porque realmente
obliga a pensar. Y si se pone a uno a pensar sobre ello, vuelve una y
otra vez al mismo asombro que le obliga a uno a seguir pensando,
hasta la edad más avanzada. Vayamos con el comienzo, que son
algunos versos de su fragmento sobre Prometeo. ¡Cómo no sentirse
conmovido con esos versos tan penetrantes: «Todo suena en ti, se
estremece y tiembla», y «en un sentir interno y propio abarcas todo
un mundo»! Y tras esto no viene una existencia sublime, sino que
«entonces muere el hombre». Son versos del fragmento «Prometeo»
de 1773:

C u and o, desde el fo n d o íntim o y p rofu nd o,


estrem ecid o con tem plas to d o
cuanto el p lacer y el d olor
alguna vez en ti d erram aron.
Y en la to rm en ta se te inflam a el corazó n ,
y en lágrim as alivio busca, y sólo
logra abrasarse aún m ás,
y tod o suena en ti, y tiem bla y se estrem ece,
y te aband onan tod os tus sentidos
y crees aband onarte tú tam bién,
te hundes, y to d o en d erred or
en n o ch e se sum erge,
y tú, en un sentir in tern o y p ro p io ,

287
GLOSAS

abarcas todo un mundo:


Entonces muere el hombre.
(«Prometeo», 3 9 3 -4 0 3 )

Entre otros diversos ensayos, Goethe nos ha legado también un


fragmento de dos actos dramáticos que tienen a Prometeo como
protagonista. Más tarde le añadió su famoso himno, consideró lo
hecho como parte del conjunto que tenía planeado, y lo hizo impri­
mir así.
Es claro que el joven Goethe veía en Prometeo al ancestro de la
humanidad que despierta a la libertad, y que está enteramente con­
fiado a sus propias fuerzas. En la estructura del boceto de las escenas
que se han conservado se advierten huellas del Prometeo de Esqui­
lo. Pero, en Goethe, Prometeo es otro. Es alguien que se defiende
resueltamente de Zeus y de su dominio:

¡Aquí mi mundo, mi universo!


Aquí siento que soy yo.
t Aquí mis deseos todos
en forma corporal.
A mi espíritu en mil formas
conferidos y por entero en mis queridos hijos.

Los «hijos» a los que se refiere Prometeo son las esculturas que
él mismo ha tallado, y que con la ayuda de Minerva se convertirán
en seres humanos vivientes. Más tarde, en una escena en la que se
encuentra que esa humanidad llamada a la vida por él está ya enre­
dada en disputas, dice que no los condena.

N o sois depravados, hijos míos,


sois diligentes y vagos,
crueles y compasivos,
generosos y avaros,
iguales a vuestros hermanos de destino,
a las bestias y a los dioses.

El fragmento de texto conservado cuenta luego cómo la hija de


Prometeo, llamada Pandora, llega un día donde su padre terrible­
mente excitada y destrozada. Parece que acaba de ver a su amiga
Mira haciendo el amor con un joven pastor. En su inocencia es
incapaz de explicarse lo que ha visto. Cuando la muchacha besaba
al pastor, ella creía que intentaba reanimarlo.
Prometeo le informa con unos versos hermosísimos:

288
GOETHE Y HERÁCLITO

Y te abandonan todos tus sentidos


' y crees abandonarte tú también,
te hundes, y todo en derredor
en noche se sumerge...

Al hilo de estos versos se espera lo que se describe en ellos, y


que se presenta como el éxtasis amoroso y su felicidad, así que el
lector se queda estupefacto cuando, en vez de seguir por ese cami­
no, Prometeo explica que en ese momento muere el hombre. Evi­
dentemente Pandora se siente arrastrada por eso que desconoce. Ni
siquiera la palabra «muerte» le asusta. Así que exclama entusiasma­
da: «Muramos, pues». Sin embargo el padre responde: «aún no».
Incluso esta respuesta tiene algo de incierto, de lo desconocido que
flota sobre todo cuanto es mortal.
¿Cómo casan estas dos cosas, el amor y la muerte?
Apenas hace falta explicar lo que quiere decir Prometeo cuando
afirma: «y en fin todo se resuelve en sueño». Se entiende lo que se
está describiendo aquí. Es el arrebato del amor, una plenitud que es
como perderse, deshacerse en algo en lo cual uno renuncia a sí
mismo. A pesar de ello es un momento de suprema satisfacción, algo
así como una forma superior de existencia. Y no puede uno por
menos de preguntarse si no es ésta una experiencia enigmática entre
el amor y la muerte. ¿No estamos asistiendo al milagro del «ahí»,
que experimentamos en los instantes de máxima plenitud, y que al
mismo tiempo nos acompaña a lo largo de toda nuestra vida? Es el
milagro embriagador de la vida misma, el misterio de la conciencia,
esa experiencia del «ahí» que, no obstante, perdemos cada vez que
nos hundimos en el sueño. Los griegos poseían una palabra enigmá­
tica para esto, en la cual se expresa la entrega sin reservas al ahí, ese
deshacerse en algo que es un abandonarse. Tan misterioso es lo que
llamamos conciencia como la inconsciencia. La palabra griega es el
concepto del noús. Pero si lo traducimos por autoconciencia, se
convierte en algo completamente diferente, en algo que lo gobierna
todo. N oús en cambio no gobierna nada, sino que es sencillamente
el entregarse al ahí en todo cuanto es, como en un espejo. Y no es
nada que uno no conozca. Lo experimentamos cada día cuando
despertamos del sueño. El sueño es verdaderamente lo más cercano
al estar muerto, y cuando alguien está profundamente dormido,
decimos: «Duerme como un muerto».
Creo que Heráclito convirtió ya este milagro del despertar en
tema de su reflexión cuando escribió: «En la noche, el hombre se
enciende por sí mismo una luz». El discutido texto de Clemens, al
que tantas vueltas se le han dado, prosigue en un tono que me
parece indudablemente heracliteo:

289
GLOSAS

Cuando alguien está muerto,


se extinguen los ojos del hombre,
mientras vive, en cambio,
roza a los muertos en el sueño.
Cuando despierta y semeja encenderse,
Roza el sueño*.

Es un maravilloso juego de palabras de Heráclito. La palabra


griega para «rozar» es háptein , «rozar o tocar algo», y significa
también «encender el fuego». En cambio la forma de voz media
h áp testhai significa «entrar en contacto con algo», «vivificarse», y
es un hecho que al despertar el mundo entero vuelve a estar ahí.
Cuando Pandora pregunta al final, con toda inocencia: «¿Y tras la
muerte?», Prometeo le contesta en este mismo sentido, describien­
do el despertar:

Cuando todo —ansia, alegría y dolor—


se ha fundido en el placer violento,
y luego, en el solaz del sueño, ha reposado,
retornas a la vida, del todo renovado,
para de nuevo temer, esperar y ansiar!

Esto le recuerda a uno de inmediato la famosa conversación de


Goethe tras la muerte de Wieland. Su propia confianza en la vida le
hace esperar que la naturaleza siga teniendo siempre algo más dis­
puesto para su propia vida. Nuestro texto nos permite comprobar
que, ya en su juventud, Goethe se sentía acompañado por un senti­
miento vital: el de la cercanía del sueño y la muerte, la caída en el
sueño y el despertar siempre renovado. Más de una vez resuena en
sus poemas extrañamente esa especie de transición del amor al sue­
ño y a la muerte. Basta con recordar el «warte nur, balde / ruhest du
auch»**, o también el verso final del Brautigam (El esposo):

A medianoche el resplandor de las estrellas conduce


en el dulce sueño a la frontera, en la cual reposa.
¡Tenga yo también un reposo allí dispuesto!
Venga la vida como venga, es buena.

* Traducción poética y libre del fragmento 26. (N. de los T.)


* * Final de un conocido poema al crepúsculo («Ein Gleiches»): «Espera, pues
pronto / reposarás también tú». (N. de los T.)

290
22

NAUSICAA

Quién no recuerda algunas arrebatadoras escenas de las epopeyas


homéricas, en las que se nos describe a los héroes: la despedida de
Héctor y Andrómaca, más tarde glosada por Schiller en un poema
propio, o la visita nocturna de Príamo a Aquiles para pedir al enemi­
go victorioso que le devuelva el cadáver de Héctor, su propio hijo,
para darle sepultura. O quién no recuerda las escenas de la O disea,
en la que una aventura sigue a la otra a través de los más vastos
espacios: las sirenas, los cíclopes, Calipso, Circe, y al final el retorno
de Ulises a su patria Itaca, con las escenas de reconocimiento. Y
cómo no, cuando Ulises, perseguido por la cólera de Poseidón, el
último en regresar de la guerra de Troya al cabo de muchos años de
errar de un lado a otro, se ve arrojado por la tempestad a la costa de
los feacios; protegido por Atenea, tras un sueño semejante a la muer­
te, es despertado por las compañeras de Nausicaa, y allí cambia su
destino y se prepara el retorno feliz del héroe.
Goethe es uno de los poetas que más ideas y estímulos han
extraído de las poemas homéricos y en general de toda la mitología
griega. También se ocupó del encuentro de Nausicaa y Ulises. Muy
pronto, ya en la época en la que empezó a trabajar en su Ifigenia,
Goethe preparó también un boceto para una N ausicaa, un esquema
que más tarde utilizaría para una escena dramática, pero que dejó
sin terminar. Por cierto que, a lo largo del siglo xix, que es el siglo
de la cultura escolar del nuevo humanismo, Goethe tuvo en esto
muchos seguidores de segunda fila. Y lo cierto es que se comprende
que las escenas homéricas hayan seguido teniendo tanta fuerza de
atracción para muchos. Cuando las leemos en la actualidad, estando

291
GLOSAS

como estamos todos nosotros condicionados por el cristianismo, la


Reforma luterana y todos los siglos de la Modernidad, con su pola­
rización en torno al misterio de la individualidad, no podemos por
menos de entender que, en esta manera de retomar Goethe aquellos
materiales, había algo que no le permitía llevarlos hasta el final. Es
algo que se documenta también en la Antigüedad tardía y en la
historia efectual de la Odisea.
En Homero las cosas son muy distintas. El encuentro de Ulises y
Nausicaa, que es el punto de inflexión en el que se prepara el desti­
no finalmente afortunado del héroe que regresa a casa, no parece
tener para Nausicaa mayores consecuencias. En la Antigüedad tar­
día se compusieron algunos poemas que desarrollan la historia a
partir de este punto, por ejemplo, poniendo en relación ulterior a
Nausicaa con Telémaco, el hijo de Ulises, y urdiendo toda clase de
continuaciones de la trama. Ante este tipo de materiales, como cuan­
do vemos a Goethe retomarlos, nos damos cuenta de lo lejano y lo
extraño que resulta ya para nosotros el mundo antiguo, con sus
formas de vida y sus instituciones.
Quien vuelva a leer ahora a Homero se preguntará por los suti­
les indicios que puedan revelar en qué sentido el encuentro de Nau­
sicaa con Ulises predispuso de algún modo el destino ulterior de su
alma. En Homero apenas se encontrará pista alguna de ese destino.
Todo lo que ocurre allí entre la virginal hija del rey y el náufrago
Ulises está al servicio de la gloria de éste: su rejuvenecimiento tras
bañarse y ser ungido por las camareras, la falta de temor de Nausi­
caa al salir a su encuentro, sus inteligentes consejos para introducir­
se en la corte de su padre: nada de esto parece tener la menor
relación con su propio destino. Toda la historia está presidida por
un sólido entramado moral y familiar. Los hermanos de Nausicaa
poseen el mismo tipo de presencia que el poder del padre y el más
secreto poder de la madre, que es la que primero aconseja a Nausi­
caa que se acerque al extraño. Nos encontramos en un mundo orde­
nado. La hija del rey espera ser dada en matrimonio, pero tampoco
a ella parece ocurrírsele que tendrá que elegir por sí misma entre sus
numerosos pretendientes.
En el sueño que le envía Atenea para que organice el acarreo de
la colada al mar podría reconocerse tal vez algo de sus esperanzas
secretas. Pero en realidad el mundo en el que se produce la conside­
rada y amable intervención de Nausicaa en el destino de Ulises es un
mundo enteramente patriarcal, y nadie se molestaría en interesarse
por las huellas que este encuentro pudiera haber dejado en ella. Es
comprensible, sin embargo, que los nuevos tiempos, incluso los si­

292
NAUSIKAA

glos más tardíos de la Antigüedad, pero en cualquier caso el mundo


cristiano y postcristiano de la Edad Moderna, encontrasen en la
narración homérica un estímulo para ocuparse del destino de la mu­
chacha y convertirlo en tema de nuevas propuestas. Es como si la
historia lo estuviese pidiendo. Pero Homero no ofrece agarradero
alguno. Ni siquiera aunque el rey de los feacios hubiese contempla­
do complacido la posibilidad de hacerle su yerno: en ningún mo­
mento se pone en duda que el admirado huésped retornará a su
patria. Y una vez que haya llegado a ella, si se acuerda de Nausicaa,
será un recuerdo de pura e inequívoca gratitud.
Incluso aunque Goethe hubiese desarrollado hasta el final sus pro­
pios bocetos, es poco probable que hubiese satisfecho nuestras expec­
tativas en relación con el tema del encuentro con Nausicaa. Habría
podido sin duda llegar a ser una gran historia, si hubiese mantenido
su plan para la tragedia, con el astuto Ulises, diestro en añagazas y
mentiras, introduciéndose en el sano mundo de los feacios, hacién­
dose el soltero, para al final dejar a una mujer abandonada en aquella
isla. ¡Qué distinto es todo en Homero! El propio Goethe acabó por
darse cuenta: sus versos del boceto: «un blanco resplandor reposa
sobre tierra y mar, y flota en su fragancia sin nubes el éter», parecen
extenderse sobre un mundo que se intuye inalcanzable.
El nuestro es un siglo sobrio y que llama a la sobriedad; sus
•nubes se ciernen amenazadoras sobre nosotros. Sin embargo tam­
bién en él la isla bendita de los feacios, y el encuentro en ella de
Ulises con Nausicaa, afianzan una y otra vez su fuerza simbólica.
Quisiera presentar aquí dos poemas de nuestro siglo. El primero es
de Oskar Loerke, que fue una figura destacada en el mundo edito­
rial alemán de entreguerras. El otro es de Marie-Luise Kaschnitz,
una figura bien conocida para todos, cuya obra tardía quedará im­
presa para siempre en el libro de la literatura universal.
Escuchemos en primer lugar el poema de Loerke, y hagámoslo
como debe hacerse, leyéndolo uno mismo:

Al mar

Se desgarra la niebla que se arrastró albina


desde mi sangre hasta el campo de los muertos:
Un alba brilla en el hoyo de las nubes,
alta sobre el mundo.
La vida viene de muy lejos.
¿Y ocurre lo que ya ocurrió?
Con su colada hacia el mar camina
Nausicaa.

293
GLOSAS

Un camino lleva a Bizancio y Roma,


para mí el bárbaro entra en él,
arrasadas en la piedra ya, en la catedral,
su boca, su cabellera.

¿Mas cuándo soy yo? Dura la mañana,


llama un murmullo, un mar cercano,
al mar con su colada camina
Nausicaa.

Obsérvese que al final de la segunda y cuarta estrofa aparecen


versos casi iguales, en los que retorna el efímero día a día de Nausi­
caa que lleva la colada al mar. Pero los versos no son exactamente
iguales. En la repetición el penúltimo verso termina en una cadencia
ascendente, no como en el primer caso, que acaba con la cadencia
descendente M eer (mar). En el segundo caso el poema termina con
la acentuación ascendente de fáhrt (camina). Incluso dentro de lo
cotidiano se deja que resuene algo que es futuro. Es lo que propor­
ciona al poema su estructura y su consistencia.
Claro está que éste no es el sonido que resuena en Goethe. El
poema no arranca con una mirada a la fragancia sin nubes del éter.
«La niebla se arrastró», y un giro difícilmente comprensible y de
carga fuerte: «desde mi sangre hasta el campo de los muertos». Sue­
na como si sólo a través de un pequeño agujero entre las nubes,
desde una lejanía inquietante, se intuyese el alba. ¿Realmente un
comienzo nuevo? ¿Después de qué pérdida? Todavía hace un ins­
tante parecía faltar toda perspectiva. Todo parecía un campo de
muertos. El yo que habla aquí parece mirar a su alrededor sin valor
ni esperanza, como si ya no pudiese haber futuro alguno. Y no obs­
tante, pese a la lejanía desde la que la mirada se abre camino a través
de la niebla, hay como una primera luz. Esto le hace a uno conscien­
te de lo que es la vida, de su constancia y tenacidad. La vida sigue
adelante, como todo lo que es «válido» más allá del tiempo... como
siempre.
«Con su colada hacia el mar camina Nausicaa.» Esta persistencia
en la prosecución de lo que el hombre hace y procura, y no otra
cosa, es lo que nos recuerda nuestro propio estar en la vida y el
camino que uno va dejando atrás. El poema de Loerke describe el ca­
mino. Es un largo camino que nos remite a todos a Bizancio y
Roma, al mundo antiguo y su ocaso. Las dos capitales de la ecum e-
ne, Bizancio y Roma, representan aquí el conjunto de esa Antigüe­
dad que se extingue. El bárbaro que puso fin a ese mundo, él mismo
hace ya tiempo que no es otra cosa que una huella borrosa en las
figuras pétreas de la catedral. El tiempo ¿qué es?

294
NAUSIKAA

El ocaso de la Antigüedad, la lenta y progresiva decadencia de


las huellas del mundo cristiano del que procedemos nosotros, susci­
ta la pregunta: ¿cuándo soy yo? La respuesta no es nueva. Es sólo
ésta: la vida sigue. «Dura la mañana». No es sólo una luz en la
lejanía que se oculta de nuevo. La mañana dura. La vida es un nuevo
comienzo, y el mar llama con su lejano bramido y su atracción del
futuro. Y sin embargo no es nada nuevo. Es otra vez Nausicaa, que
camina con su colada al mar. Y sin embargo algo de la música de ese
nombre repetido es como una sola respuesta. Cada nuevo comien­
zo, cada nuevo día, cada nuevo instante de la vida que le espera a
uno, ¿no suena también como una respuesta? ¿Como el mismo nom­
bre: «Nausicaa»? ¿Un júbilo al final?

Nausicaa

Vuelve a tierra
cubierto de algas
herido por las conchas
forastero empapado

todavía el viejo
repleto de historias de varones
de aventuras dudosas
túmbate conmigo en el lecho de hierba verde
toca con tus dedos salados
mi ojo de violeta
mis bucles de lluvia de oro
sigue hacia Itaca
a tu vejez a tu muerte
di una cosa todavía
antes de irte.

(Marie-Luise Kaschnitz)

El poema de Marie-Luise Kaschnitz sólo mienta el nombre de


Nausicaa en el título. En cambio ella está presente por sí misma
y tiene la palabra, desde la primera hasta la última. Sólo habla la
propia Nausicaa. Pero esta Nausicaa es totalmente diferente; no es
la dulce y diligente que Gottfried Benn reconoce en Homero. Esta
Nausicaa quiere que el forastero vuelva. «Vuelve a tierra». Pero sabe
al mismo tiempo que seguiría siendo forastero. Sería otra vez estar
junto al náufrago que es un héroe tan famoso y que cuenta cosas tan
terribles. Para ella Ulises es una figura casi no terrestre, y, pese a
todo, ella, la dulce, la intocable, lo quiere cerca. Que la toque, con
toda su extrañeza. Sólo que la toque.

295
GLOSAS

«Sigue hacia ítaca, a tu vejez, a tu muerte». Ésta es la ítaca del


hombre al que le dice que se vaya. De pronto ya no es para nosotros
un náufrago que tiene que volver, sino que es cada uno de nosotros.
Eso es lo que hay en el reencuentro que desea Nausicaa para sí: no
sólo un amor insatisfecho o germinal, ni tampoco sólo una nostalgia
enviada lejos, tras el extranjero enviado por Dios. Por supuesto que
hay que pensar en la escena homérica, pero no como un encuentro
del destino con futuro, sino sabiendo que no hay puente que cruzar.
«Túmbate conmigo en el lecho de hierba verde». En ella está todo el
saber de lo extraño «que no tiene futuro para ella» y que no dice
palabra. ¿Qué palabra?
Todo está comprimido en los dos últimos versos: «Di una cosa
todavía antes de irte». No hay que preguntarse a qué se refiere. Sería
en cualquier caso una palabra que no cambiaría nada, no una pala­
bra que pueda aportarle a Nausicaa alguna satisfacción. Ella lo sabe,
y sin embargo dice: «Di una cosa todavía antes de irte». Es una de
esas indicaciones que apuntan a lo que ni se ha dicho ni se puede
decir, con las que Kaschnitz ha aprendido a preparar y dejar atrás
ambas cosas: un «sí» y una renuncia. ¿Todo o nada? No, no nada, y
sin embargo sí algo irrevocable. Esta Nausicaa no es la hija del rey
homérico, y este extranjero no es el Ulises al que la cólera de Posei-
dón ha arrojado a sus riberas. ¿Fue Atenea la que le envió a Nausi­
caa con su colada?
Ningún Poseidón, ninguna Atenea...

296
FUENTES BIBLIOGRÁFICAS

1. «Hermenéutica. Teoría y práctica». Hermeneutik: - Theorie und Praxis.


Publicado en Heinz Weifí y Hermann Lang (eds.), Psychoanalyse heute
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ACOTACIONES HERMENÉUTICAS

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blicado por primera vez en Grundriss der Geschichte der Philosophie,
iniciado por Friedrich Ueberweg, Die Philosophie der Antike, edición
de Hellmut Flashar, Schwabe &CCo Verlag, Basel, 1998, pp. III-XXVL

9. «El significado actual de la filosofía griega». Die Gegenwartsbedeu-


tung der griechischen Philosophie, en Praktika tis Akadimias Athinon,
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10. «El futuro de las ciencias del espíritu europeas». Die Zukunft der
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Franz Kónig und Karl Rahner (eds.), Europa, Horizonte der Hoffnurtg,
Styria Verlag, Graz/Wien/Kóln, 1983, pp. 243-261.

11. «Sobre Kuno Fischer como puente hacia Hegel en Italia». Über Kuno
Fischer ais Brücke zu Hegel in Italien. Publicado por primera vez en
Hans-Georg Gadamer (ed.), Kuno Fischer, Logik und Metaphysik oder
Wissenschaftslehre, Manutius Verlag, Heidelberg, 1997, pp. VII-XIV.

12. «Nietzsche y la metafísica». Nietzsche und die Metaphysik. Publicado


por primera vez en Manfred Riedel (ed.), «Jedes Wort ist ein Vorur-
teil». Philologie und Philosophie in Nietzsches Denken, Bóhlau Verlag,
Kóln/Weimar/Wien, 1999, pp. 15-23.

13. «Transformaciones en el concepto del arte». Der Kunstbegriff im Wan-


del, en Anne M. Bonnet y Gabriele Kopp-Schmidt (eds.), Kunst ohne
Geschichte?, Beck Verlag, München, 1995, pp. 88-103.

14. «El arte y los medios de comunicación». Die Kunst und die Medien.
Conferencia pronunciada los días 1 de febrero y 14 de abril de 1988
en el Aula de Filosofía de la Universidad de Hamburgo. Publicado por
primera vez en Schriften der freien Akademiker Künste in Hamburg,
vol. 13, 1988/1989, pp. 4-19.

15. «El arte y los círculos artísticos». Kunst und ihre Kreise. Publicado por
primera vez en 1. Kreis-Kulturwoche des Rhein-Neckar-Kreises, Drukke-
rei Winter Wiesloch, 1989, pp. 9-13.

16. «Arte y cosmología». Kunst und Kosmologie. Publicado por primera


vez en Karl-Jaspers-Vorlesungen zu Fragen der Zeit in Verbindung der
Stiftung Niedersachsen an der Universitát Oldenburg, 1990, parte 8.
Conferencia impartida el 18 de septiembre de 1990 en la Sala de Con­
ferencias de la Biblioteca de la Universidad de Oldenburg.

17. «Heidegger y el final de la filosofía». Heidegger und das Ende der


Philosophie. Publicado por primera vez en Marcel F. Fresco, Rob J. A.
Van Dijk y H. W. Peter Vijgeboom (eds.), Heideggers These vom Ende
der Philosophie. Actas del Symposio de Leiden sobre Heidegger, abril
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298
FUENTES BIBLIOGRÁFICAS

18. «Agradecer y recordar». Inédito.

19. «El saber entre el ayer y el mañana». Wissen zwischen gestern und
morgen. Publicado por primera vez en Marcelo Stamm (ed.), Philoso-
phie in synthetischer Absicht, Klett-Cotta Verlag, Stuttgart, 1998, pp.
599-611.

20. «Un diálogo “socrático”». Ein «sokratischer» Dialog. Glosa de un tra­


bajo aparecido con el título «Das Gesprách vora besten Klub»: Club-
zeitung des Heidelberg Tenttisclubs 1 8 9 0 e.V ., 1965. Texto ligeramente
modificado en FAZ Magazitt, 9 de febrero de 1990.

21. «Goethe y Heráclito». Goethe und Heraklit. Glosa de un trabajo apa­


recido con el título «Dann stirbt der Mensch. Die Náhe von Liebe,
Schlaf und Tod — Eine Erinnerung an Johann Wolfgang Goethe» en
Die Xeit , 21, 20 de mayo de 1999.

22. «Nausicaa». Nausikaa. En D er Altsprachliche Unterricht, 37/2 (1994),


pp. 6-10.

299
H ans-G eorg G adam er (1 9 0 0 - 2 0 0 2 )

Nació en Marburgo, en cuya universidad cursó sus es­


tudios de filosofía como discípulo, entre otros, de Paul
Natorp, Nicolai Hartmann, Rudolf Bultmann y Ri­
chard Hamann. Tras doctorarse en filosofía, completó
sus estudios en clásicas, y redactó su tesis de habilita­
ción bajo la supervisión de Martin Heidegger en 1929.
En 1939 obtuvo la cátedra en la Universidad de Leip­
zig, de la que fue nombrado rector en 1946 gracias a
su reconocida integridad durante el periodo del Tercer
Reich; posteriormente, ejerció la docencia en Francfort
y en Heidelberg, donde sucedió a Karl Jaspers. Profe­
sor emérito desde 1968, visitó y enseñó en numerosas
universidades de todo el mundo.
Los diez volúmenes de su obra completa aparecie­
ron en Alemania entre 1990 y 1995. Les precedía un
inmenso prestigio y reconocimiento público, creciente
desde la aparición de su obra magna, Verdad y m étodo
(1960). Numerosas obras suyas están traducidas al cas­
tellano; entre las más recientes se encuentran El giro
herm enéutico, Arte y verdad de la palabra (1998),
éQuién soy yo y quién eres tú?: com en tario a «Cristal
de aliento» de Paul Celan (1999), Elogio de la teoría,
L a edu cación es educarse, L a herencia de Europa
(2000), o E l inicio de la sabiduría (2001).
Ninguno de los veintidós trabajos reunidos en este volumen,
seleccionados siguiendo el criterio de que aporten puntos de
vista adicionales a trabajos anteriores de Hans-Georg Gada-
mer, está contenido en sus Obras completas. En su mayoría
son la transcripción de conferencias no redactadas previa­
mente y que han sido reelaboradas para su aparición impre­
sa. Se agrupan en torno a cuatro grandes bloques temáticos
que resumen los intereses investigadores de Gadamer: la
hermenéutica, la historia de la filosofía, la trascendencia del
arte y una serie de reflexiones que, bajo el título de Alétheia,
se ocupan del origen y el futuro de nuestro peculiar modo
de conocer y saber. Cierra el volumen un quinto bloque,
recogido en el epígrafe «Glosas», formado por un pequeño
grupo de textos que pertenecen no tanto al ámbito investi­
gador como al de sus inclinaciones personales.

Hans-Georg Gadamer (1900-2002) nació en Marburgo, en


cuya universidad cursó sus estudios de filosofía como discípulo,
entre otros, de Paul Natorp, Nicolai Hartmann, Rudolf Bult-
mann y Richard Hamann. Tras doctorarse en filosofía, com­
pletó sus estudios en clásicas y redactó su tesis de habilitación
bajo la supervisión de Martin Heidegger en 1929. En 1939
obtuvo la cátedra en la Universidad de Leipzig, de la que fue
nombrado rector en 1946 gracias a su reconocida integridad
durante el periodo del Tercer Reich; posteriormente, ejerció la
docencia en Fráncfort y en Heidelberg, donde sucedió a Karl
Jaspers. Profesor emérito desde 1968, visitó y enseñó en nu­
merosas universidades de todo el mundo. Los diez volúme­
nes de su obra completa aparecieron en Alemania entre 1990
y 1995. Les precedía un inmenso prestigio y reconocimiento
público, creciente desde la aparición de su obra magna, Verdad
y método (1960). En esta misma Editorial se han publicado sus
conversaciones con Silvio Vietta Hermenéutica de la Moderni­
dad (2004).

9 '788481 645026

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