Gadamer, Hans-Georg - Acotaciones Hermenéuticas PDF
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Acotaciones hermenéuticas
t a Ito ki \ rb o , í a
Ninguno de los veintidós trabajos reunidos en este vo
lumen, seleccionados siguiendo el criterio de que apor
ten puntos de vista adicionales a trabajos anteriores de
Hans-Georg Gadamer, está contenido en sus Obras
com pletas.
En su mayoría son redacción de conferencias no es
critas previamente y que han sido reelaboradas para su
aparición impresa. Se agrupan en torno a cuatro gran
des bloques temáticos que resumen sus intereses in
vestigadores: la hermenéutica, la historia de la filosofía,
la trascendencia del arte, y una serie de reflexiones que,
bajo el título de aléth eia, se ocupan del origen y el fu
turo de nuestro peculiar modo de conocer y saber. Fi
nalmente, un quinto bloque, recogido en el epígrafe
«Glosas» y formado por un pequeño grupo de textos
que pertenecen no tanto al ámbito investigador como
al de sus inclinaciones personales.
Acotaciones hermenéuticas
Acotaciones hermenéuticas
Hans-Georg Gadamer
E D I T O R I A L T R O T T A
La edición de esta obra ha contado con la ayuda de Goethe Institut
Inter Nationes, Bonn
ISBN: 84-8164-502-8
Depósito Legal: M -20.439-2002
Impresión
MARFA Impresión, S.L.
CONTENIDO
Prólogo.................................................................................................................. 9
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CONTENIDO
IV. ALÉTHEIA
V. GLOSAS
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PRÓLOGO
H.-G. G.
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H E R M E N É U T IC A C O M O F IL O SO F ÍA
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HERM ENÉUTICA COMO FILOSOFÍA
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HERMENÉUTICA. TEORIA Y PRÁCTICA
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HERMENÉUTICA. TEORIA Y PRÁCTICA
cada caso se elijan, para los objetivos que se tienen, los medios más
apropiados. Esto no es una obligación categórica, pero sí lo es la
responsabilidad por las consecuencias de los propios errores.
Se equivoca también Hans Joñas cuando cree que su enfoque de
la ética de la responsabilidad va contra el de Kant. Lo único que ha
cambiado es el alcance de la responsabilidad que en la situación
cultural actual, tan agudizada, afecta por ejemplo a las decisiones
políticas, pues lo que está en juego ahora es la supervivencia de la
humanidad. Piénsese, por ejemplo, en la crisis ecológica: en cómo
debe influir sobre nuestras decisiones actuales la responsabilidad
cara a las generaciones futuras, y no sólo la apreciación de las ven
tajas momentáneas. Tanto la manera como nos comportamos ahora
como la cantidad de cosas que ahora dejamos de hacer van a estar
llenas de consecuencias. Así que la ética de la responsabilidad no es
una conquista reciente del conocimiento, pero vale la pena recordar
las dimensiones y haremos en los que nuestro conocimiento actual
nos implica. No tengo, pues, inconveniente en darle la razón a Joñas
con la idea de que la responsabilidad nos vincula hoy día a todos,
pero sigo creyendo que hay que ser suficientemente inteligentes
como para tomar también en consideración los derechos propios de
cada ámbito cultural, y los conceptos y valores vigentes en ellos. Son
tareas saturadas de tensiones, y son las que demanda hoy día una
política a largo plazo.
Pero no voy a demorarme más en la ética. Mi intención es muy
otra. Tomen aliento y escuchen. Lo que me propongo es sacar a la
luz en toda su riqueza de matices los términos griegos de theoría y
praxis que se utilizan en la expresión que mencionaba, con el fin de
enjuiciarla a partir de ellos. ¡Cuánto escepticismo rezuma para no
sotros hoy en día esa fraseología! Bruno Snell señalaba con toda
razón que la atención que desarrollaron los griegos hacia la teoría
en aquellas primeras ciudades comerciales de la época colonial tuvo
que producir ya entonces muchas tensiones; nos recuerda a este
propósito a Gorgias. Es también lo que resuena en la famosa res
puesta que dio Anaxágoras cuando le preguntaron por la felicidad:
que consiste en poder contemplar el cielo estrellado. Sin duda toda
una provocación para el que preguntaba. Es también así como se
rechaza conscientemente la mencionada frase de Kant y se defiende
la razón. Sin embargo, ¿no se fundamenta esto, también para Kant y
en última instancia, en el concepto de la libertad, y por lo tanto en
la libertad misma?
Preguntémonos por un momento hasta qué punto puede uno
hablar hoy en día realmente de libertad si quiere que le entiendan.
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HERMENÉUTICA COMO FILOSOFÍA
fórmula final de las cartas entre los griegos: «que te vaya bien», o
como dicen en Marburgo, «hazlo bien». Tampoco aquí hay ninguna
referencia a nada que haya que hacer en concreto.
Es, pues, seguro que la teoría y la práctica están en alguna clase
de oposición entre sí. Pero de acuerdo con el sentimiento de la
lengua griega, tal como ésta nos permite intuir las cosas, están muy
cerca la una de la otra. Incluso un Aristóteles se siente justificado
para considerar que la theoría, ese deshacerse en lo contemplado, es
una modalidad de presencia suprema y por lo tanto de sublimación
de la práctica. Claro está que es un saber, cuando uno se conduce de
una u otra manera, y que siempre muestra uno cómo es según como
se conduce. Incluso es más bien lo que «uno lleva encima» por ser el
que es. La palabra griega héxis lo dice literalmente: «lo que uno
lleva puesto», un gesto o, como decimos, un hábito, realmente se
mejante a uno. De este modo el saber y su ejecución están muy cerca
el uno de la otra en el conjunto del «conducirse». Y ya sea teoría, ya
sea práctica, lo que las guía es noús.
Es claro que Aristóteles caracteriza conceptualmente como phró-
nesis esa sagacidad práctica que da su impronta a toda la manera de
llevar la vida de uno. No es un saber que consista en atenerse a unas
ciertas reglas a las que uno ha sido habituado por medio de la «edu
cación». El adulto es más bien el que ha crecido más allá de esa
educación, y que finalmente intenta comportarse en concreto de la
manera que le parece correcta. Si se encuentra en dificultades, re
flexiona consigo mismo. O confía en otros y se deja aconsejar, y, al
fin, el conjunto de la manera de conducir la propia vida, llevado por
la experiencia y el conocimiento, resulta estar fundado en la deci
sión libre.
Esto se pone de manifiesto, por ejemplo, en el momento en que
el médico se pone la bata blanca. Seguro que no renuncia a integrar
en su labor toda la cosecha de su saber, sus estudios y su experien
cia; seguro que es también aplicación de la ciencia lo que hace el
médico en su consulta; y sin embargo no debería ser sólo aplicación
de reglas o rutina. Nunca podría seguir las reglas tan a ciegas como
se siguen las normas de tráfico más o menos obligatoriamente. Lo
que importa es más bien su propio juicio, que tiene siempre en
cuenta a cada hombre en cada caso, así como todo lo que puede
afectarle. Por eso no hablamos sólo de ciencia médica, sino del arte
de curar. Esto implica que no es simple seguimiento de reglas ni
simple saber, sino algo que no se puede regular sin más, ni gobernar
sin más, por medio de la ciencia. En el arte de curar el médico pone
para el paciente todo lo que él ha llegado a ser y es.
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to, el siglo xix sacudió todos los fundamentos. La crítica a las ilusio
nes de la autoconciencia, inspirada en las anticipaciones de Scho-
penhauer y Nietzsche y que ha calado en la ciencia y ha proporcio
nado al psicoanálisis su influencia, no es un hecho aislado. El intento
de Hegel de rebasar el concepto idealista de la autoconciencia y
presentar el mundo del espíritu objetivo como una dimensión supe
rior de la verdad, obtenida de la dialéctica de la conciencia, fue un
nuevo impulso en la misma dirección que luego siguieron Marx y la
doctrina marxista de la ideología.
Más significativa todavía podría ser sin embargo la profunda
transformación que ha experimentado el concepto de la objetivi
dad, conectado en la física al de la mensurabilidad, como derivado
de la reciente física teórica. El papel que ha empezado a desempeñar
la estadística incluso en este dominio, y que somete en medida cada
vez mayor el conjunto de nuestra vida económica y social, ha con
frontado a la conciencia con modelos que ya no son los de la mecá
nica y los de la máquina de fuerza, sino que se caracterizan por la
autorregulación y que recuerdan, por lo tanto, menos el ámbito de
lo que se fabrica que el campo de lo vivo, de la vida organizada en
círculos de pautas.
Sería sin embargo equivocado pasar por alto el tipo de voluntad
de dominio que se expresa en estos nuevos métodos de dominio de
la naturaleza y de la sociedad. La vieja inmediatez de las interven
ciones humanas, allí donde los mecanismos son totalmente transpa
rentes, ha cedido su lugar a formas mucho más mediatas de control,
equilibrio y organización. Esa es mi impresión. Pero habría que te
ner en cuenta lo siguiente: puede que valga la pena considerar el
progreso de la civilización, que debemos a la ciencia, también bajo
el punto de vista de que ha traído consigo una cierta disminución de
la evidencia con la que antes el hombre ejercía su poder tanto sobre
la naturaleza como sobre otros hombres, y que esto lleva consigo
una reforzada tentación a abusar de tal poder. Piénsese en los geno
cidios organizados, o en la maquinaria bélica que empieza a ejercer
su función devastadora con sólo apretar un botón. Pero piénsese
también en el creciente automatismo de todas las formas de vida
social, por ejemplo en las planificaciones, que se caracterizan justa
mente por tomar decisiones a largo plazo, con lo que esto implica
de disminución de la libertad en su ámbito; o en el poder creciente
de la Administración, que pone en manos del burócrata un poder
que nadie ha deseado, pero que nadie puede tampoco evitar. De
este modo cada vez son más los ámbitos de nuestra vida que quedan
bajo la coerción de procesos automáticos. El hombre y su espíritu se
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* El término podría tal vez traducirse como «explotación rapaz», simple arran
car a la tierra lo que tiene sin preocuparse por restituir nada. (N. de los T.)
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para comprender o resolver mejor las tareas del día a día. Siempre
me ha sorprendido que el filósofo, en el sentido escolar del término,
suponga que tiene para esto una aptitud que los demás no tienen, lo
que por ejemplo haría recaer en él algún tipo de responsabilidad
especial, algo que la gente gusta de atribuirnos. ¿No debería estar
claro que en este sentido el cura, el médico, el maestro de escuela, el
juez o incluso el periodista tienen mucha más influencia, y que en
consecuencia recae en ellos, ahora y en el futuro, una résponsabili-
dad mucho mayor?
Se cuenta que a Heidegger le preguntaron una vez: «¿Cuándo
piensa usted escribir una ética?». Fue un joven francés,»un tal Beau-
fret, quien le hizo esta pregunta a Heidegger, y éste se esforzó por
responder a fondo. En lo esencial su respuesta es que no cabe pre
guntar de ese modo. ¡Como si la tarea del filósofo pudiera ser «en
señarle» a alguien un ethos, esto es, proponerle un orden social, o
justificárselo, o recomendar algún tipo de conformación de las cos
tumbres o de acuñación de las convicciones públicas! Todo esto son
procesos formativos que se están desarrollando desde hace mucho y
que han dejado su impronta en todos nosotros, antes de que surjan
en los hombres las preguntas radicales que se acostumbra a atribuir
a la filosofía.
El conflicto está en el hombre mismo, en su preguntarse y equi
vocarse, no entré los saberes especializados de determinados exper
tos y la realidad social de la vida práctica. Como hombres nos he
mos salido hasta tal punto de la naturaleza que ya no hay ningún
ethos natural capaz de determinarnos. En griego la palabra ethos
significa el modo de vida, incluida la de los animales, que, ésa sí,
viene determinada por la naturaleza. En los animales las costumbres
están tan inequívocamente controladas por los instintos que éstos
predominan hasta el punto de determinar de forma irresistible su
comportamiento.
Tuve una vez la siguiente experiencia. A lo largo de un verano
con mal tiempo una pareja de golondrinas había anidado en nuestro
balcón. Para la segunda cría se había hecho ya tarde. Pues bien, el
instinto migratorio se impuso sobre el poderoso instinto de cría de
los pájaros. La pareja adulta abandonó a las crías y las dejó morir de
hambre. Encontramos más tarde los huesos en el nido. Tan fuerte es
el poder de la naturaleza y de sus ordenamientos sobre el comporta
miento de los otros seres vivos.
Entre los hombres no se conoce una fuerza tan extraordinaria
de los instintos. Poseemos «libertad de elección», o al menos nos
parece que la poseemos y que podemos llamarla así. Los griegos
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ción por Hitler eran cualquier cosa menos un paso por ese camino
a la verdadera conversión, la que él soñaba como auténtica tarea de
la humanidad.
No debería asombrarnos que un hombre de capacidad de pen
samiento superior a la de los demás se equivoque. El que piensa,
ve posibilidades. El que posee una gran fuerza de pensamiento, ve
esas posibilidades con una claridad tangible. Ve también como real
lo que quisiera ver, incluso allí donde las cosas son completamente
diferentes. Como tantos otros, también el joven Heidegger había
visto en su entorno social y político, sobre todo en la vida universi
taria de entonces, cosas inaceptables y decadencia. En una Alemania
recién salida de la catástrofe de la primera Guerra Mundial, con una
democracia importada para la que los alemanes estaban poco prepa
rados, eso no se podía ignorar. Todo el mundo sabe cuántas mistifi
caciones y errores, cuánta violencia, cuánto asesinato clandestino,
cuántos intentos de golpe de Estado y cuánto estraperlo hubo en los
tiempos de la República de Weimar. Y cuando esa forma de Estado
se consolidó, empezó el progresivo desposeimiento de la llamada
pequeña burguesía, y surgió un proletariado intelectual que en nada
se parecía a lo anterior.
Los alemanes no podían en verdad mirar a un futuro abierto
mientras un tratado de paz no aportase condiciones económicas
estables desde las cuales plantear expectativas de vida y objetivos de
trabajo razonables. Los mismos ingleses acabaron por reconocer que
todo esto contribuyó a que se radicalizase hasta el extremo una
nación que se había quedado sin trabajo. Y Heidegger vio también
todo esto. Pero lo vio desde el patrón sobredimensionado de la
historia de la humanidad, y fue eso lo que le llevó a preconizar una
conversión radical que tendría inexorablemente que llegar — y que
creyó llegada en 1933— . Apenas debería asombrarnos que un gran
pensador errase el camino de este modo. Más me admira a mí que
se ponga al filósofo una y otra vez ante la pregunta por la ética. Me
parece que es una señal de alarma, o incluso una señal de la pobreza
moral de la sociedad actual, el hecho de que se tenga que preguntar
a otro qué es lo honorable, qué es lo decente y qué es lo humano. Y
que se espere la respuesta de otro, del llamado filósofo. Ahí se trai
ciona la desorientación en la que ha caído la sociedad.
Por supuesto, la culpa no es del que espera algo así como un
consejo del otro. Es comprensible que se hagan esas preguntas. Pero
nunca dejará de haber una relación inextricable, de un lado, entre la
impronta que reciben los hombres desde el principio, el conjunto de
lo que se ofrece a su experiencia en la sociedad, en su propia natu
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* Este artículo se basa en una conversación con H.-G. Gadamer que tuvo
lugar el 30 de octubre de 1991 en el Seminario de Filosofía de la Universidad de
Heidelberg. Proporcionó una transcripción Ralf Kaczerowsky, y la versión imprimi
da, preparada por los editores, fue autorizada por H.-G. Gadamer.
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SOBRE EL OÍR
¿Qué va a decir uno sobre ei tema del oír, siendo filósofo? Lo que yo
puedo aportar aquí es esa forma de comprensión teórica que llaman
«el mundo de la vida». Me sirvo para ello de un término de Edmund
Husserl, una preciosa palabra que entre tanto ha hallado su lugar en
todas las lenguas imaginables, aunque apenas se dé pie en ellas para
la incorporación de una palabra nuestra. Para oídos alemanes, «el
mundo de la vida» anuncia ya que no se trata de hablar sólo de
ciencia. Pero, en relación con el tema del oír, no me planteo en
primer término el problema de la metodología de las diversas cien
cias, ni tampoco el tema del L aocoon te de Lessing. Lo que intento
hacer presente aquí es el día a día entre los hombres, tan presente
como lo es el oído para la música y, en el fondo, tan presente como
tiene que estar todo cuanto constituye nuestra condición de «espíri
tus despiertos». Así que soy consciente desde el primer momento, y
tengo que reconocerlo así, de que al acercarnos a este tema tenemos
que empezar por defendernos de la posición que mantiene el prima
do de la vista en la historia del mundo. Es la vista la que ha desempe
ñado el papel principal en el dominio de la filosofía y en la forma
ción de sus conceptos. No podemos dejar de recordar las primeras
frases de la M etafísica de Aristóteles, en las que éste señala la prima
cía de la visión sobre todos los demás sentidos. Refleja la famosa
ocularidad de los griegos, que en cierto modo se ha convertido en un
elemento fundamental del destino de nuestra cultura humanística,
soporte, en buena parte, de sus conceptos. Desde los griegos, pasan
do por los romanos, hasta la Edad Moderna, y hasta la configuración
de las lenguas nacionales dentro de ella, la primacía de la visión ha
sido la base de todas las formas de la educación.
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SOBRE EL OIR
que ver con la gente y de estar de acuerdo con ella, maneras que van
más allá del triunfante desenmascaramiento de las contradicciones
en las que caen los demás. Existe la posibilidad de decir las cosas en
voz baja. Se puede convencer indirectamente, y no siempre es opor
tuno decir lo que se piensa. Imaginemos un ejemplo: alguien, por
negligencia, comete una falta de tacto. ¿Qué se le dice? La única
respuesta es: nada en absoluto. Eso es lo único que cabe hacer en ese
momento. Hay que superar la situación a base de tacto. Cualquier
otro comportamiento sólo serviría para empeorar las cosas. Y esto es
lo que pasa siempre que en el trato con la gente hay que mantenerse
abierto al entendimiento, y eso implica consideración y objetividad.
Estos son los problemas que se tienen en la convivencia humana: hay
que escucharse unos a otros, y eso vale tanto para el trato de cada
individuo con los demás como para el de los pueblos entre sí.
Quisiera poner otro ejemplo en el que se puede adquirir con
ciencia de los límites del querer saber y del tener razón. En otro
famoso diálogo Platón cuenta cómo la elite intelectual de Atenas de
su tiempo honró al dios del amor, Eros, en el curso de un banquete.
Tratando de descubrir lo que realmente busca esta potencia univer
sal que es la pasión amorosa, Sócrates termina conversando con la
vidente Diótima. Esta sabia mujer lleva al maestro de la dialéctica
mucho más allá de lo que él era capaz de ver por sí mismo. Pues
bien, ese algo supremo y último a lo cual tiende todo, y que en otros
diálogos de Platón se llama «el Bien», aquí, en el contexto del honor
a Eros, se llama «la Belleza misma». Pero del mismo modo que
Sócrates reconoce que, en la búsqueda del verdadero bien, no puede
visualizarlo más que por medio de una parábola, y surge así su
conocido mito de la caverna y el ascenso de los hombres desde su
existencia cavernaria hacia la luminosa libertad del sol, también en
este caso la vidente Diótima presenta el ascenso a «la Belleza misma»
de un modo que sólo estaría al alcance de una vidente divina. Pues
bien, esto no le pasa sólo a Sócrates: todos nosotros tenemos algo
más que aprender en esto del oír. Del mismo modo que hay que
aprender a ver, y eso es algo que por desgracia casi nunca se ejercita
lo suficiente en la escuela, tenemos también que aprender a oír.
Incluso tenemos que aprender a escuchar, para que no nos pasen
inadvertidos los tonos más leves de lo que merece la pena saberse.
¡Quién sabe si el obedecer* no formará también parte de eso! Pero
éste es ya un tema para que cada uno se lo piense por sí mismo.
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ejercida por este muchacho tan hermoso, tan dotado y tan promete
dor. Sólo que él intuye los riesgos que acechan por detrás de estos
arrebatos de ambición y voluntad de poder. A lo largo de la conver
sación, poco a poco, paso a paso, Sócrates consigue hacerle ver que
la amistad, y más aún la verdadera amistad, no sólo resiste la compa
ración con las meras rivalidades por el poder, la influencia y la
riqueza, con todas esas cosas con las que sueña el joven, sino que
todas ellas juntas distan de igualar el peso del verdadero amigo y de
la verdadera amistad.
Los filósofos griegos aprestaron todo su ingenio para mostrar
cuántos tipos distintos de amistad existen realmente. Está, por una
parte, la amistad infantil, que ya hemos mencionado, tan bellamente
descrita tanto en lo que tiene de alardes y rivalidades como en su
tierna timidez. Está luego la amistad del muchacho que crece, las
primeras amistades amorosas que trae la vida. Esto existe en todas
las sociedades, también en las que no están organizadas como la de
los griegos. Y finalmente el proceso por el que, a partir de estas
amistades amorosas, y de las más tardías del hombre autónomo, ya
más maduro, acaba por nacer la verdadera amistad, la amistad de
por vida.
Desde el comienzo de todas estas reflexiones sobre la amistad se
advierte que no estamos ante un concepto abstracto que se subdivi
de en clases. En Aristóteles al principio suena un poco así. En él se
distingue, para empezar, la amistad que reposa en el placer de los
sentidos y su felicidad, en aquello que de grato encuentran los ami
gos el uno en el otro. Está luego la amistad basada en la ventaja, en
la ganancia, en lo que nosotros llamamos amistades de negocios
o de partido, o como quiera que nos expresemos en este extenso
ámbito del concepto de amigo. También esto es, evidentemente, un
tipo de amistad. Y luego está la amistad de verdad, la amistad per
fecta. La verdadera amistad. ¿En qué consiste? ¿Qué significa que
esta amistad sea lo oiketon ? Es ese estar en casa del que no se puede
decir en qué consiste. Resuena desde un concepto aún más alto y
enigmático, el del hogar y la patria*. ¿Y qué es eso?
Pues bien, eso tampoco es nada que yo tenga que describir. Para
ustedes, los que están aquí en Pforzheim**, su ciudad es la más
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entre padre e hijo. Sin duda se debe considerar aquí también el ma
trimonio amistoso, la amistad en el matrimonio, como una de las
grandes pruebas de la vida, en la cual lo distinto, lo otro, el otro, lo
otro del otro se vuelven compañía y también comprensión recíproca.
Pues bien, esto es lo que cosecha Platón como derrota en el
diálogo con Alcibíades. La conversación con Alcibíades no conduce
a un éxito duradero en la vida. El perspicaz Sócrates lo intuye cuan
do, al final, sigue sintiendo extrañeza ante la intensidad con la que
ese joven se deja poseer por el poder y la ambición. En cualquier
caso Sócrates ha intentado llevarle por el camino que él mismo,
como sabía todo lector griego, no siguió realmente. ¿Y cuál era ese
camino? Es la vieja historia: Sócrates dice: «Tenemos que aprender
a conocernos a nosotros mismos». Es famoso el «conócete a ti mis
mo», ese lema del santuario de Delfos que se le impone al hombre
una y otra vez. Conoce que eres sólo un hombre, no el producto de
una providencia divina, ni el ungido por algún carisma especial, ni
nadie a quien se le garanticen, más acá y más allá de todas las vincu
laciones humanas, privilegios, victoria y éxito. Nada de todo eso.
Evidentemente es amistad lo que añade Aristóteles: reconocer
se en el otro y que el otro se reconozca en uno. Pero no sólo en el
sentido de «así es ese», sino también en el de concedernos recíproca
mente el ser diferentes, más aún, por decirlo en palabras de Droy-
sen: «Así tienes que ser, pues es así como te quiero». Esto es la
verdadera amistad. Aristóteles la llama amistad de la areté. ¿Pero
qué es areté? La virtud es «optimidad», como nos propone traducir
lo el filólogo Wolfgang Schadewald. ¿Y qué es «optimidad»? Bien,
quizá la forma de acercarse a esa idea sea retener su condición de
superlativo, es decir, de aquello que ya no puede incrementarse
más. Y eso es algo que ningún hombre posee, desde luego. De modo
que, tal vez, el sentido más genuino y profundo de ese conocerse a
sí mismo no sea otro que la certidumbre de que uno nunca percibe
del todo hasta qué punto está involucrado en su amor a sí mismo,
incluso allí donde piensa que es un auténtico amigo de otro. Pero si
un auténtico acuerdo consigo mismo es condición previa para la
amistad con otro, ¿qué es realmente esa amistad? ¿En qué reposa el
oikeíon }
El oikeíon es algo diferente en cada uno de esos casos: amistad
infantil, amistad amorosa y adolescente, amistad profesional y todas
esas cosas que siguen a aquello sobre lo que al final se basa la forma
ción de una comunidad familiar: renuncia y ganancia. ¿Son todo
esto variantes de un concepto general del amor? En modo alguno.
En este punto los griegos han aportado una idea totalmente decisi
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APORTACIONES A LA HISTORIA UNIVERSAL DEL PENSAMIENTO
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* La traducción usual es obviamente Crítica del juicio ; optamos por esta otra,
más literal, porque creemos que la expresión kantiana está profundamente motivada
por su propia filosofía del tema. (N. de los T.)
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las técnicas de dialéctica retórica con las que los demás pretendían
educar a la juventud. Es esto lo que conviene tener en cuenta a la
hora de entender el nuevo uso que hace Platón del término philoso-
phta, que consiste en no designar con él lo teórico en general, sino
sólo la búsqueda de la perspectiva y el conocimiento verdaderos, el
arte socrático de la conversación y su dialéctica, en oposición a las
artes argumentativas de los sofistas. Eso era lo que Platón considera
ba su tarea, y es para esto para lo que se sirve de la matemática
como de un modelo. No se trata de optar por una vida puramente
teórica. En definitiva, también él era un socrático. Y como buen
socrático, lo que le interesaba era garantizar que la dialéctica se
pone al servicio de valores de conocimiento y verdad genuinos, a
diferencia de las artes dialécticas de los sofistas. Las suyas eran las
preguntas de Sócrates.
Para Platón esto implica que el bien es trascendente y no ense
ñable. El lo llama mégiston m áthem a, lo que lleva implícito todo un
desafío, y acabó por imprimir al término «filosofía» un sentido prác
ticamente inverso al anterior: el no saber como sabiduría, pues lo
que le es dado al hombre es perseguir la sabiduría incesantemente,
amenazado siempre por el riesgo de las palabras vacías, esto es, del
abuso sofístico de las artes de la argumentación.
Esta novedosa manera de acuñar la significación del concepto de
«filosofía» por parte de Platón no tuvo al principio demasiado eco,
ni en su propio tiempo ni en tiempos posteriores. Sin duda alguna, el
concepto helenístico del ideal del sabio, del sophós que se mantiene
a distancia del ajetreo mundano, o que incluso estando inmerso en él
es capaz de guardar distancia respecto de cuanto le rodea, constituye
un desarrollo del modelo socrático y platónico, que no sólo domina
ba en la Academia sino también en la Stoa. Sin embargo en su uso
habitual el término «filosofía» siguió designando simplemente el sa
ber teórico, como muestra el ejemplo de Aristóteles.
El giro platónico de ver en la filosofía únicamente la búsqueda
de la verdad no podía ser objeto de una verdadera recepción hasta
que se produjese la especial constelación que caracteriza el comien
zo de la Edad Moderna. Y esto ocurrió bajo la forma del moralismo,
nacido de la crítica escolar humanista y como resistencia a la nueva
ciencia. Sólo cuando acabó la época en la que la metafísica escolar lo
dominaba todo, y con la renovación idealista de la propia metafísi
ca, pudo volver a imponerse el giro platónico en la concepción de la
filosofía. Al final fue la palabra «cosmovisión» la que recabó para sí
la pretensión de trascender el dominio de vigencia de la ciencia, y la
que llamó a la vida a la expresión «filosofía científica». En cambio
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con ello pone a sus intérpretes ante una tarea nueva y extraña. O
piénsese en ese otro caso único en la historia de la filosofía moder
na, el de las reflexiones postumas de Kant, que llenan muchos volú
menes y permiten reconstruir el proceso por el que él llegó a su obra
mayor.
Ambos casos ilustran bien el tipo de problemas de interpreta
ción que arroja un material de notas personales más o menos desor
denado. Pero los problemas se complican extraordinariamente cuan
do ni siquiera se trata de notas postumas, sino de citas en autores
posteriores. Los antiguos tenían la costumbre de introducir en sus
argumentaciones citas de otros autores; eso hace que sobre tales
citas caiga siempre inevitablemente la sospecha de falta de autentici
dad. Además el nuevo contexto dentro del cual se nos transmite la
cita condiciona enormemente la transmisión del conjunto. Es algo
que conviene recordar a cualquiera que, no siendo especialista, quie
ra hacer uso de esos medios auxiliares que son las colecciones de
fragmentos.
Entretanto se nos ha impuesto una nueva exigencia, la de la in
terpretación «genérica», esto es, la consideración atenta de los géne
ros literarios con los que uno tiene que vérselas en cada caso. Es
indispensable desarrollar una fina sensibilidad hermenéutica a este
respecto, sobre todo cuando se trabaja con géneros no literarios, por
ejemplo con notas de trabajo para uso propio del autor, o con re
dacciones destinadas al uso escolar. Y en el caso de la transmisión de
los textos filosóficos antiguos hay que considerar además que, a di
ferencia de la Edad Moderna, aquéllos no siempre estaban destina
dos a la lectura privada y silenciosa. Son textos que obtenían su ple
na presencia sonora en la declamación, o bien en la lectura personal,
que no se hacía en silencio. Por eso en los textos antiguos se conser
va una estrecha cercanía con el discurso hablado y con la conversa
ción a base de preguntas y respuestas, o argumentos y contraargu
mentos. Una cultura oral de ese tipo confiere a su transmisión un
status muy distinto del que tendrá la posterior cultura escolar.
Todo esto se aplica de lleno a cuanto pertenece a la era Guten-
berg. Con ella se abre paso una nueva cultura de la lectura, que se
conecta desde el principio con el concepto de método que caracte
riza a la cientificidad moderna. Y a la hora de comprender la tradi
ción antigua esto produce los más graves malentendidos. Lo que un
pensador moderno llamaría refutación es en Aristóteles algo muy
distinto. En una cultura científica como la nuestra, íntegramente
apoyada en el lenguaje escrito, ¿quién daría por bueno un amonto
namiento de argumentos tanto generales como especiales al estilo
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* El autor se sirve aquí del término alemán Begriff, con lo que la frase suena
menos tautológica. (N. de los T.)
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que es ousía en relación con la pregunta por el ser: es algo que está
ahí tan segura y naturalmente como el propio patrimonio. Es Hei-
degger quien nos ha enseñado a ver las cosas así.
Así son las cosas entre los griegos siempre que hacen filosofía, y
es eso lo que presta su inconfundible sello a todas y a cada una de
las frases de un texto filosófico de los griegos. Se puede explicar o
hacer comprender cada frase partiendo simplemente de las palabras.
Basta con hacer explícito el horizonte que viene dado con cada pa
labra para dar con el íopos, con lo que en alemán llamamos «el giro
particular» (.Die besondere Wendung), que es lo que importa para la
idea filosófica, o sea, para el autor de la frase, dentro de su horizon
te de significaciones. El concepto sigue estando así vinculado retro
activamente a las posibilidades semánticas abiertas de palabras del
lenguaje que irradian más allá de cualquier determinación; no es un
signo suelto, basado en convenciones. Es como seguir pensando
desde una intuición, desde una perspectiva sobre las cosas, que han
hallado para nosotros gentes más sabias que nosotros, las generacio
nes que en definitiva han ido conformando el lenguaje humano.
Hay, pues, una diferencia que no se puede ignorar entre el in
tento de interpretar una frase de Platón o de Aristóteles y el de
hacerlo con una de Kant o Leibniz. En el caso de estos últimos no
tengo más remedio que remitirme a todo un sistema conceptual e
introducirlo en la interpretación. Pues ahí cada frase con sus con
ceptos está entretejida en un todo que no tenemos como tal ante
nuestros ojos. En griego en cambio el todo está presente en todo
momento gracias al idioma. El significado de cada palabra se deter
mina en cada momento por el conjunto de la lengua natural habla
da, y ésta, como todas, nos permite ver el todo. Ya el latín de un
Cicerón o de un Séneca, más aún el de Tomás de Aquino o el de
Leibniz, o el préstamo lingüístico usado terminológicamente por
Kant, no son lenguaje en este mismo sentido. Aquí las palabras que
significan los conceptos se introducen en un idioma desde un nexo
propio. Devolverles la potencia evocadora propia del lenguaje como
tal constituye una tarea especial y compleja que el pensamiento
moderno no puede por menos de hacer suya.
La cercanía al idioma vivo que posee la filosofía griega no impli
ca sólo una ventaja pedagógica. La ventaja es también filosófica, ya
que la filosofía griega resulta estar haciendo desde el principio lo
que en nuestra civilización constituye una tarea cada vez más difícil:
devolver a los sistemas de símbolos, creados por las ciencias moder
nas para gobernar el mundo y la naturaleza, una comprensión viva.
La ciencia se las ha arreglado para someter el mundo a sus cálculos,
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versidad. Pues bien, lo que Hegel propone con su doctrina del espí
ritu objetivo es que existen formas- del espíritu que reconocemos
«como» tales, aunque nuestra conciencia subjetiva no las piense cons
ciente y apropiadamente. Son, por ejemplo, las grandes institucio
nes de la familia, la sociedad, el Estado, el derecho, el lenguaje, etc.
Y este giro de Hegel hacia el «espíritu objetivo», que está de hecho
en la base de todo el pensamiento político de los siguientes ciento
cincuenta años, es en el fondo una traducción del griego. No es que
contenga palabras griegas: «objetivo» es aquí un concepto latino, al
que se suma una idea del espíritu alemán, que ha incorporado con
tenidos procedentes de la mística, pero que es en principio estoica y
luego neotestamentaria: pneúm a. Sin embargo la cosa misma es grie
ga por entero, y eso significa que aquí la autoconciencia no goza de
ninguna primacía a la hora de determinar lo que es verdad y lo que
nos es común a todos.
Esto se pone de manifiesto ya en el hecho de que entre los
griegos la experiencia del mundo partía de algo distinto de la auto-
conciencia, cuando querían pensar en la unidad de lo unificado, del
pneúm a, lógos, noús. Todos estos conceptos apuntan finalmente al
de psycbé, el alma, la vuelta de uno sobre sí mismo: el alma tiene su
ser más propio en el volverse sobre sí misma. El pleno desarrollo de
esta reflexividad, que es lo que representa la autoconciencia, se pre
para ciertamente entre los griegos, y en la Antigüedad tardía, por
ejemplo en san Agustín, se convierte en algo decisivo. Sin embargo
en el origen de la noción de psyché esto no está dado todavía; no
está en la experiencia griega de la vida y del ser hombre. Psyché es
más bien lo que caracteriza a todo lo que está vivo, y no el ser
pensante que es consciente de sí mismo. En cambio la distinción
cartesiana entre res cogitans y res extensa, que es la verdadera raíz
tanto de la filosofía como de la manera de orientarse en el mundo
propias de la Modernidad, es una idea que parte del otro extremo.
Psyché es el principio de la vida. Por eso es también el «espíritu
del crecimiento», la anim a vegetativa latina, pues cuando el organis
mo vivo crece no se limita a incorporar una cosa a la otra, como se
acopla un cristal a otro o como los copos de nieve forman juntos
la masa de nieve. Crecimiento quiere decir más bien que un todo se
sigue construyendo e incrementando a sí mismo como tal todo.
Siempre que algo crece, hay una relación de algo consigo mismo.
Esto es lo que justifica que hablemos de psyché: en ella hay re
flexión, retroproyección. Pero la reflexión no está limitada a la au
toconciencia, y ni siquiera se da especialmente en ella. La autocon
ciencia no es el punto de referencia con el que se caracteriza la vida
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* Este hecho se debe a que las lenguas eslavas forman una sola rama de la
familia indoeuropea, como las germánicas o las célticas; la mayor diversidad lingüís
tica de la Europea occidental se debe a que en ella perviven varias ramas de aquella
familia. (N. de los T.)
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más antiguas del fenómeno religioso que conocemos son las prácti
cas de culto funerario. Es donde por primera vez se reconoce el
sello del ser humano como tal, y creo que no deja de ser profunda
mente significativo que hasta en los sistemas ateos del presente, y
también en un futuro cercano, este tipo de prácticas vayan a seguir
teniendo una fuerza determinante. Ritos de enterramiento, monu
mentos fúnebres, cementerios, ritos de luto y planto: todo esto se
articula de las formas más variadas entre los hombres y apunta más
allá de los límites de las costumbres religiosas administradas por las
iglesias. Y no por eso va a dejar cada iglesia de poder afirmar, según
su propia convicción, que ella constituye el camino verdadero para
la salvación. Esto no puede cambiar en nada la universalidad con la
que formas de vida y muerte religiosas o ya profanas acompañan a
la humanidad. Aquí están vivas realidades de la experiencia de la
existencia humana que nadie puede dejar de lado, y que ningún
poder del mundo puede reprimir.
Se me podrá preguntar, obviamente, si en la era de la igualación
y de una creciente civilización mundial va a poder seguir subsistien
do la fuerza de las costumbres de la vida, de las actitudes de la fe y
de las formas de los valores. Pues bien, creo que es justamente la
consideración de esas fuerzas, de su permanencia en la vida cultural
de los hombres, lo que en definitiva avalará o no internamente la
expansión de la actual civilización mundial. Y afirmo también que
un elemento de la productividad de las llamadas ciencias del espíritu
es que aguzan la mirada para reconocer la fuerza de la permanencia
de la vida vivida, y que contribuyen de este modo a que las tareas
del futuro se encaren desde una mejor experiencia de la realidad.
Y, por supuesto, no sólo va a haber diferenciaciones cada vez
mayores, sino también creación de grandes espacios dentro de los
cuales tendrán que despertarse nuevas solidaridades que acabarán
por entrar en los sentimientos vitales de todo el mundo. Esta es una
tarea que se le plantea también a Europa para su propio futuro.
Pero a la larga esta reflexión actual que estamos intentando conjun
tamente es ya una ilustración de esa pregunta. ¿Qué puede ser toda
vía Europa en el seno de un mundo transformado, dentro del cual
su cuota de participación en la configuración del mundo, no sólo en
la política de poder, sino también en muchos otros aspectos, va a
quedar reducida a proporciones más modestas? Por delante de toda
posible configuración política de una Europa unitaria, creo que lo
que es una realidad es su unidad espiritual, y creo también que ésta
constituye además una tarea, que tiene su fundamento más hondo
en la conciencia de la multiplicidad y variedad de esta Europa nues
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EL FUTURO DE LAS CIENCIAS DEL ESPÍRITU EUROPEAS
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APORTACIONES A LA HISTORIA UNIVERSAL DEL PENSAMIENTO
Así com o en Francia Víctor Cousin y los suyos crearon la figura del
professeur orateur, también nosotros en Alemania hemos conocido
formas semejantes de actuación académica en grandes historiado
res com o Treitschke, o historiadores de la literatura como Haym y
Scherer. Sin embargo nadie llevó esta figura al grado de perfección
estética com o lo hizo Kuno Fischer, y de ahí la gran impresión que
produjo a lo largo de medio siglo sobre toda la juventud académi
ca, y con la que se perpetuará entre nosotros (pp. 12 s.).
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SOBRE KUNO FISCHER COMO PUENTE HACIA HEGEL EN ITALIA
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APORTACIONES A LA HISTORIA UNIVERSAL DEL PENSAMIENTO
3. Vid. a este respecto mi trabajo «Die Idee der hegelschen Logik», en H.-G.
Gadamer, Gesammelte Werke ID. Neuere Philosophie: Hegel-Husserl-Heidegger, Sie-
beck-Mohr, Tübingen, 1987, pp. 56-86.
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SOBRE KUNO FISCHER COMO PUENTE HACIA IHEGEL EN ITALIA
Para poder concebir las categorías, éstas tienen que ser producidas,
pues son actos originarios de la inteligencia [...]. De modo que la
lógica tiene que fundarse sobre el punto de vista trascendental de la
autoconciencia (pp. 5 6 s.).
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APORTACIONES A LA HISTORIA UNIVERSAL DEL PENSAMIENTO
4. Cf. por ejemplo Spaventa, «Le prime categorie della lógica di Hegel» (1864),
en Id., Scritti filosofici, ed. por Giovanni Gentile, Napoli, 1900.
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NIETZSCHE Y LA METAFÍSICA
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APORTACIONES A LA HISTORIA UNIVERSAL DEL PENSAMIENTO
quien trabajó con tenacidad por volver a los comienzos para poder
reconocer el curso del destino del mundo y prepararnos para él.
¿Cómo estaban las cosas en 1900 en Alemania en cuanto a la
recepción de Nietzsche? Creo que una anécdota ayudará a verlo. El
padre del gran filólogo Karl Reinhardt, que había sido director de
un Instituto de Bachillerato en Fráncfort del Meno y se había gana
do un merecido prestigio en la búsqueda de nuevas formas educati
vas, recibió un día la visita de un viejo amigo de juventud de Nietz
sche, Paul Deussen, un nombre bien conocido por sus traducciones
del sánscrito y en general por la resuelta inmediatez con la que leía
las Upanishad (como si los antiguos sabios de la India se refiriesen a
Kant). La anécdota misma es fiable y muy reveladora. Se hallaba,
pues, Deussen de visita en casa del padre de Reinhardt, y bajando
las escaleras comentó: ¿Te has enterado? Resulta que han descubier
to que Nietzsche era un gran hombre. ¿No es para morirse de risa?
Esta fue una primera recepción, y nada menos que por parte de
un compañero y amigo de estudios de Nietzsche. Y Deussen no era
un cualquiera: era un indólogo y filosofo de renombre mundial. De
modo que así empezaron las cosas: apenas se dio cuenta nadie de
que algo estaba empezando. La tragedia de la vida de Nietzsche es
suficientemente conocida como para que valga la pena que yo la
recuerde ahora. Pero ciertamente tiene sentido preguntarse cómo es
que, desde su muerte hasta ahora, su figura y su energía de pensador
han logrado imponerse con tanta fuerza.
Más o menos por la época en la que yo empecé mis estudios,
durante la primera Guerra Mundial y tocando ésta ya a su final, la
obra de Nietzsche empezaba a ser recibida en los medios académi
cos. Antes de 1918 no recuerdo un solo caso de que un catedrático
de filosofía se hubiese arriesgado a dar un curso sobre Nietzsche,
con la única excepción de Georg Simmel. Habría sido desacreditar
se ante los colegas. Pero entonces empezó a cambiar la cosa. Y re
cuerdo el papel que tuvo en ello Max Scheler, uno de los pensado
res que con más sensibilidad detectaron el espíritu de la primera
mitad del siglo xx. Valdría la pena volver sobre Scheler y, tomando
pie en su trabajo, replantearse algunas cosas para arrojar una luz
distinta sobre nuestro futuro. Scheler desarrolló la fenomenología
de los valores. Y éste es ya un aspecto que podemos reconducir a
Nietzsche. A él se le conocía como el transformador de todos los
valores. En la secuencia de Max Scheler uno de mis primeros profe
sores de filosofía, Nicolai Hartmann, que se sintió estimulado por
Nietzsche y animado por Scheler, desplegó en su Etica esta filosofía
de los valores hasta hacer de ella un sistema de valores universal.
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NIETZSCHE Y LA METAFISICA
Entre los valores de los que habla está el de «pasar de largo». Es ésta
una fina observación de Hartmann sobre la que hoy mismo tendre
mos ocasión de volver, con motivo de una prueba poética que me
propongo hacerles al final de esta conferencia.
En fin, no necesito volver a recordar los abusos que cometió
más tarde el fascismo con este Nietzsche academizado y domestica
do. La época en la que Nietzsche pasó a primer plano es la Italia de
Mussolini y su ambiente acuñado en parte por la predilección que
por Nietzsche sentía D’Annunzio. Un verdadero prefascista, Alfred
Baeumler, seguiría más tarde dirigiendo en Berlín la política cultural
del Reich de Hitler. Ya en 1933 Baeumler había presentado en un
pequeño volumen de la editorial Reclam una nueva interpretación
de Nietzsche centrada en la idea de que éste había predicado el
superhombre, lo que equivale a decir la nueva sabiduría, la voluntad
de poder. En cambio Baeumler tenía curiosas reticencias en relación
con la doctrina del eterno retorno de lo igual, que no era capaz de
tomar filosóficamente en serio.
Se advierte, pues, cómo en estos ambientes prefascistas, y bajo la
influencia de alguien como Bauemler, se dio una relevancia absoluta
a una de las posibles perspectivas sobre Nietzsche por razones políti
cas. No es difícil imaginar hasta qué punto, y por lo mismo, se acaba
ría más tarde demonizando a Nietzsche. Al final del tercer R eich, y
siendo yo rector de la universidad de Leipzig, los rusos — como se
menciona en el prólogo— pretendieron de mí que tachase el nombre
de Nietzsche de la lista honorífica de los antiguos alumnos de esa
universidad, una lista que se iniciaba con nombres como Altdorfer y
Durero. Yo les contesté: «Imposible. Eso sería ponerse en ridículo».
Les propuse entonces, como alternativa, suprimir la lista completa. Y
es lo que se hizo. Así el oficial ruso había cumplido sus órdenes y yo
no me había sometido. Allí donde no se tiene capacidad de decisión,
la única forma de poner de manifiesto el sinsentido es obrar así.
Hasta el fin del régimen la lista de honor de la universidad de Leipzig
no volvió a imprimirse en las guías académicas.
Cuando los americanos liberaron Leipzig en 1945, unas semanas
más tarde fui en bicicleta a la zona de Naumburg, pues estaba inten
tando que los americanos nos devolviesen a mi alumno Volkmann-
Schluck, al que tenían prisionero. Lo menciono porque tuve que
pasar junto al pueblo en el que nació Nietzsche, Rócken, y visité de
paso su tumba: unas simples planchas de hierro al borde de la iglesia,
rodeado de las tumbas de sus familiares. A la vuelta pensaba: ¡Qué
curioso! Un hombre que decía: yo soy dinamita. ¡Y que verdadera
mente lo era! ¿Cómo será eso: que alguien diga de sí mismo: yo soy
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APORTACIONES A LA HISTORIA UNIVERSAL DEL PENSAMIENTO
dinamita? Lo único que uno pensaría es que alguien así está loco. Y
así era. ¡Y sin embargo era realmente dinamita! Más tarde empezó a
entenderse todo esto, y sólo por el lado fascista. Manfred Riedel ha
recordado recientemente una conversación que tuvo lugar en la ra
dio de Fráncfort entre Adorno, Horkheimer y yo a propósito del
cincuentenario de la muerte de Nietzsche. Yo acababa de hacer de
mediador para facilitar el regreso de ambos de América a Fráncfort.
La conversación acaba de publicarse. Hay un punto en el que parece
que algo se ha perdido por razones técnicas. Es cuando Horkheimer
intentaba explicar que Nietzsche había perdido la confianza en la
fuerza solidaria, moral y espiritual de la burguesía, y que por eso no
había hecho suyos los grandes ideales progresistas de reforma de la
sociedad. A eso yo respondí: «Pero señor Horkheimer, ¡no preten
derá usted hacer de Nietzsche un reformador social progresista!».
No se hace justicia a Adorno y a Horkheimer descalificándolos
por marxistas. Las cosas no son tan simples. Lo suyo era también una
crítica a los efectos del pensamiento marxista con su orientación eco-
nomicista. He mencionado aquella tertulia de 1950 con el fin de
mostrar cómo el pensador que realmente era Nietzsche tenía que ir
siendo incorporado poco a poco a la discusión. El propio Heidegger,
una vez que empezó a comprender su equivocación con Hitler, estu
vo a lo largo de los años treinta ofreciendo cursos sobre Nietzsche en
la Universidad de Friburgo, que más tarde se hicieron asequibles al
público cuando se publicaron a comienzos de los años sesenta.
¿Y cuál es realmente el tema? En la actualidad hay una discusión
muy viva en toda Europa, pero sobre todo en Francia. Allí, tras el
descubrimiento de Hegel y la fase heideggeriana, son cada vez más
los que se ocupan de Nietzsche. No voy a entrar aquí en esas con
troversias. Ya lo he hecho en mis últimos trabajos, y para eso hace
falta gente más joven y con nuevas energías que le permitan ver
mejor las cosas. Yo sólo voy a recordar de qué va el asunto: va de la
«superación de la metafísica». Este es de hecho el planteamiento por
el que Heidegger ha llamado, por así decirlo, a Nietzsche a la discu
sión. Y allí donde el propio Nietzsche ya no tiene respuestas, el reto
se desplaza a todos los que intentamos pensar con Nietzsche si
guiendo a Heidegger.
¿Qué es eso de la «superación de la metafísica»? Le debemos a
Heidegger haber entendido la unidad interna y la estrecha conexión
entre los conceptos básicos de la «voluntad de poder» y el «eterno
retorno de lo igual». Son dos sentencias que se hacen oír en Zara-
thustra, el profeta del superhombre. No se pueden separar ambas
doctrinas: el llamado superhombre y el eterno retorno de lo igual.
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S O B R E LA T R A SC E N D E N C IA D E L A R T E
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SOBRE LA TRASCENDENCIA DEL ARTE
* Los clanes «alamánicos» son grosso modo los germanos que se asentaron en
la zona sudoccidental de la actual Alemania. (N. de los T.)
182
TRANSFORMACIONES EN EL CONCEPTO DEL ARTE
je actual. Hasta entrado el siglo xix había que hablar de las «bellas
artes» para evitar malentendidos. Por aquel entonces el concepto
del arte comprendía aún todo lo que tiene que ver con la técnica, el
oficio y la destreza en general. De hecho en nuestro lenguaje habi
tual la cosa sigue siendo igual. Relacionamos la palabra «arte» con
cierta destreza manual, motivo por el cual, cuando se habla ahora de
arte «moderno» o incluso «postmoderno», se piensa menos en la
literatura y en la música que en las llamadas artes plásticas, en las
que la mano del artista hace nacer una obra visual. Es un punto
interesante y que conviene recordar a la hora de aclararse sobre el
concepto del arte. Por otra parte para la reflexión filosófica convie
ne no olvidar tampoco que «el arte» se refiere a un campo de conte
nido mucho más vasto, que además de todas las artes literarias com
prende también, por ejemplo, la arquitectura, a pesar de su conexión
con lo utilitario y con la técnica moderna.
Cuando hablamos de «el arte» nos situamos en un uso lingüís
tico que procede del Romanticismo alemán y que obtuvo en él su
impronta propia. Lo que las generaciones anteriores habían produ
cido y entendido como arte en relación con la religión y el mito se
elevó entonces a una autoconciencia autónoma. Esto dejó en segun
do plano la oposición entre las artes mecánicas y las bellas artes. El
arte se liberó, se hizo «absoluto» en un sentido literal. Y esto implicó
al mismo tiempo que tomaba sobre sí, internamente, la carga de un
enorme legado del pasado. Desde el Romanticismo todo esto forma
ya parte del concepto del arte, e incluye también algo así como un
«pathos religioso», que desde entonces forma parte de la esfera del
arte. Un poema de Novalis (1772-1801) podría ilustrar bien el áni
mo religioso que por entonces se apoderó del concepto del arte:
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SOBRE LA TRASCENDENCIA DEL ARTE
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articularlas. Por supuesto que las cosas eran algo diferentes en tiem
pos de las diligencias de correos y de los caminantes. Acaso lo del
«paisaje de los medios» contenga una pizca de nostalgia por esa
naturaleza que se nos va yendo tan lejos.
También la palabra «medio» es interesante, y no tan fácil de
entender como pudiera parecer a primera vista. «Medio» es lo que
está en medio, lo que media, el mediador. Ésta es la significación
principal de la palabra. Cuando hablamos hoy día de «medios de
masas» queremos decir que un número no articulado de personas es
alcanzado por medios como la fotografía, la imprenta, los periódi
cos y los libros, pero sobre todo mediante la radio y la televisión.
Vemos, pues, en el concepto de los «medios» ante todo un algo que
actúa de mediador, pero con la particularidad de que el destinatario
permanece anónimo.
Pero en el significado de esta expresión detectamos otro ele
mento más, y lo de «elemento» me ha salido sin pensar. Es algo que
está entre nosotros, que nos une a unos con otros y nos lleva tam
bién, como el agua a los peces. Por entre los conocimientos científi
cos y las demás creaciones de la cultura hay muchas cosas que están
ahí para la multitud de gentes ávidas de espectáculo y de saber que
encienden un aparato por la noche. El medio se vuelve así algo que
nos rodea a todos, y que arrastra una marea de información en la
que nadamos todos como en el agua. Así que el medio es también al
mismo tiempo un elemento. Y de hecho la palabra, además de la
idea de la mediación, posee otra connotación más, la de ser ese algo
que está entre nosotros, que nos rodea y nos lleva. En la expresión
«medios de masas» resuena también este otro matiz. Y es importante
escuchar la resonancia de las palabras. Siempre se lo he dicho a mis
estudiantes, que tienen que desarrollar el oído para las implicacio
nes de las palabras que usan.
Para el que quiere hacer filosofía esto es tan importante como 1q
es la percepción de la pureza de un tono para el músico. Pues en el
fondo la filosofía tiene que contar con el lenguaje no como con un
sistema arbitrario de señales, o como con un sistema de signos arti
ficial que trae y lleva tal o cual información, como ocurre, con todo
fundamento, en las ciencias de la naturaleza. En ellas los datos to
mados de las mediciones, y procesados a partir de ellas, se elaboran
y se hacen comunicables con la ayuda de símbolos matemáticos.
Gracias a eso se pueden luego verificar las informaciones y comuni
caciones mediante experimentos, mediciones y observaciones. Entre
nosotros en cambio las cosas no son tan «precisas». En las ciencias
del espíritu, como veremos, se conserva mucha herencia de lo que
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tros una pequeña parte, sin embargo nos sentimos abrumados por la
riqueza que representa.
Ciertamente también estaba en marcha allí una incipiente eco
nomía mundial, y fue ella la que estableció las condiciones económi
cas que hicieron posible aquel florecimiento. Pero también hoy esas
condiciones, como tantos otros elementos que están dados en la
naturaleza, han sido transformadas y cambiadas por nuestras capaci
dades técnicas, y en el campo de la creación cultural sigue dándose
una dependencia universal respecto de las condiciones económicas
de los países y de sus centros financieros.
Esto se aplica también ampliamente a las artes plásticas, de suyo
mucho menos móviles que las artes literarias o la música. Las ciuda
des universitarias están invadidas por masas de estudiantes a las que
se superponen otras tantas de turistas. Queda así casi irreconocible el
color local, absorbido como en un remolino. Por todas partes expe
rimentamos la realidad de la trama de la economía mundial moder
na. Ya no existe aquel tipo de mecenas al que su éxito profesional y
económico le permitía promover el arte de su tierra. Su papel ha
pasado cada vez más a las manos del comercio internacional del arte.
Y del mismo modo que nuestro sistema económico y financiero ha
hecho que todo el planeta viva en una rara y abstracta especie de
simultaneidad y omnipresencia, también el poder económico del co
mercio artístico está ejerciendo sobre la creación artística, sobre la
vida de los artistas y sobre su séquito, una influencia creciente y con
frecuencia paralizadora. Lo que antes daba vida al círculo en el que
se movían los creadores y quienes participaban de sus obras en todos
los ámbitos de la vida social, ahora está dominado por movimientos
abstractos como son las corrientes financieras o la expansión indus
trial, que están transformando el planeta entero.
En esa misma medida, la relación natural entre los creadores y
sus receptores ha perdido densidad e inmediatez vital. Es ésta una
época en la que también los artistas creativos reciben sus estímulos,
forman su gusto y ponen a prueba sus creaciones en el seno de una
comunidad de creadores de arte que se ha vuelto casi innominada. Y
ya tampoco es como en los viejos tiempos, en los que los grandes
contenidos de la sociedad y de las religiones, las solidaridades na
cionales y las normas vigentes, tanto en las costumbres como en los
estilos, proporcionaban orientaciones básicas a la creación de los
artistas, tuvieran o no tuvieran éstos conciencia expresa de esa in
fluencia. En la creación de las artes plásticas el trabajo por encargo
se ha convertido en la excepción. Y más excepcional aún resulta que
la esfera de lo público llegue a formar algún tipo de comunidad es
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Pues bien, Husserl también dio hábil y perspicazmente con una ex
presión que ha acabado formando parte del acervo común: la L e -
bensw elt, el «mundo de la vida». Recuerdo el entusiasmo que mos
traba por esta expresión Jean Hippolite, un pensador francés de
después de la guerra. Y de hecho se puede afirmar que, tanto en la
creación de esta expresión como en la de la «cosmovisión», lo que se
puso en acción es el propio espíritu de la lengua. El mundo de la
vida es el mundo tal como se nos muestra en el día a día. Si el co
metido es sacar a la luz estructuras fundamentales y rasgos esencia
les, se trata de hacerlo desde la manera como éstos salen a nuestro
encuentro en nuestra experiencia de cada momento, y no, en cam
bio, a partir de una fisiología de la percepción sensorial, o de una
física o mecánica de las sensaciones, o de una construcción enciclo
pédica de las bases psicológicas o antropológicas de cualquier tipo
en las que se apoya la ciencia.
En el caso de Husserl estaba ausente desde luego casi cualquier
referencia al arte. Me acuerdo de una conversación que tuvimos
una vez en el seminario de Friburgo, siendo yo un joven doctor y
a propósito de alguna pregunta que le hice. Me contestó: «Hom
bre, sí, doctor, a mí también me gustan el teatro y la música, pero
primero tengo que terminar la fenomenología». Heidegger repre
senta sin duda un quiebro dentro de esta escuela. Pues uno de los
aspectos que cambiaron con él fue justamente la relación con el
arte, a partir de su famoso artículo sobre la obra de arte. En él se
detectan todavía algunas huellas de su compromiso político, pero
lo que más llama la atención es la poderosa energía de su pensa
miento, que le llevaba mucho más allá de lo que lo hizo su lamen
table implicación política. Mi propio entronque toma su inspira
ción de ese artículo.
Lo que llamamos hermenéutica aparece ya en Ser y tiem po de
Heidegger, y procede de Schleiermacher y Dilthey. Yo lo conocí a
través de Heidegger, y acabó siendo para mí lo principal: por medio
del giro hermenéutico recogí el replanteamiento heideggeriano del
pensar y lo concentré sobre el problema del lenguaje. Pues entiendo
que el pensamiento tiene que escuchar al lenguaje. Nuestra lengua
pone a nuestra disposición un acervo de ideas acumulado a lo largo
de siglos e incluso milenios. Si miramos al lenguaje como lo hacen,
por ejemplo, los poetas, que son capaces de resucitar palabras des
gastadas dándoles simplemente un nuevo valor por su posición en
un determinado entramado de sonidos y significados, la filosofía
habrá aprendido también en la vida a despertar la capacidad de
aspección y la plenitud de la idea por medio del lenguaje.
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* Más o menos, «el ruido del mar tremendo». Pero ni Geráusch, que podría
ser también «sonido», ni ungeheuer tienen un buen correlato en castellano, ni es
posible reflejar en nuestro idioma la peculiaridad de la designación See frente a la de
Meer para el mar. (N. de los T.)
** El verbo es de sentido y connotaciones complejas y sutiles, pues designa el
hecho de hacer un ruido como el de las olas, o el de una corriente o viento fuerte
(pero también por ejemplo del tráfico), y connota el sentido de «ebriedad» del sustan
tivo simple Rausch del que deriva. (N . de los T.)
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mundo entero. Éste es sin duda el orden que han contemplado to
das las culturas al mirar hacia arriba. Hoy vamos sabiendo mucho de
aquellos observadores de las estrellas que se descubren en suelo
irlandés, escocés o de otros sitios, que están ahí desde milenios in
contables, sin que ninguna otra tradición nos hable de ellos. Sabe
mos que desde siempre los hombres han observado el cielo estrella
do y han hallado en él orientaciones fundamentales para muchas
situaciones de la vida. La cosmología tiene que ver con ese orden
maravilloso cuya ejemplar precisión hacía posible un saber. Aquello
eran matemáticas visibles, música visible, no audible. Para los co
mienzos griegos del conocimiento astronómico el sistema de los
planetas y de las distancias entre ellos representó todo esto. Hasta
entrada la alta Edad Media estos conocimientos siguieron llamándo
se música, no astronomía, como decimos ahora.
La primera parte de la palabra «cosmología» tiene, pues, que ver
con el orden. La segunda mienta el «saber» de ese orden. Usamos la
palabra cosmología como tantas otras del mismo tipo: filosofía, teo
logía, efe. Y no obstante no es sólo esto lo que resuena para noso
tros en el concepto de la cosmología. Se puede afirmar que desde el
principio esta nomología abarcante ha sido experimentada como
aquello «de lo cual» tomamos orientación e incluso nuestro propio
orden. Es como la secuencia de las estaciones del año; acabamos de
dejar atrás el solsticio de verano, salimos al encuentro del de invier
no. El curso de las estaciones y de las horas del día está dado para
nosotros por el curso del sol, y nos parece lo más natural que esta
cosmología nos proporcione una cierta experiencia de orden que
nos permite a los hombres orientarnos. Pues bien, si partimos de
esta base, podremos hacemos una idea de lo que pudo llegar a
significar, a comienzos de las Edad Moderna, el giro que dio Copér-
nico a la explicación del mundo. Creo que fue Nietzsche el que lo
dijo, o quizá fuera Pascal, aunque el caso es que ambos lo dijeron de
forma parecida: en ese momento el hombre cayó al universo. Es
como si le hubiesen quitado el suelo de debajo de los pies. Pues el
orden que conocía era la imagen geocéntrica del mundo, y por lo
tanto la experiencia antropocéntrica del orden.
Estas consideraciones preliminares permiten ir adivinando ya
que para nosotros la obra de arte tiene algo de rememoración de la
orientación pretérita por el paradigmático orden universal. Pues no
cabe duda de que en toda obra de arte se representa el mundo, al
menos en toda obra cuya pura manifestación atrae nuestra atención
hasta el punto de sentir que en ella nos encontramos a nosotros
mismos. Ya he citado en otras ocasiones a Jaspers, que decía que
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que lleva en sí todo cuanto es. Como todos los griegos, Platón está
pensando en primer término en lo vivo. El «ente» es siempre para
empezar el «ser vivo». Hasta el mundo es un gran animal que alien
ta, cuya piel es la superficie terrestre, con las pequeñas arrugas que
son nuestras grandes cordilleras o nuestras creaciones humanas. Así
de sensorial era la manera de ver el mundo de los griegos.
Pero lo que nos importa ahora es el concepto de lo m étrion *, de
la medida que algo porta en sí, y que bajo la forma de la harmonía
encontramos también en la teoría de la música; también en la termi
nología médica sobre la salud, hygieta, se encuentra la palabra «har
monía». Se trata de la consonancia de lo diverso que forma una uni
dad y que constituye el milagro de lo vivo. Aquí las partes ya no son
tales partes, sino miembros en el sentido más amplio de la palabra.
Platón hace esta hermosa distinción entre «partes y miembros»; casi
adelantándose a sí mismo usa la palabra «parte» para decir: no, nada
es sólo parte, todo es miembro de un todo. Y algo parecido ocurre
con el concepto de lo m étrion. En él advertimos de qué va el tema: se
trata de llevar en sí mismo una medida a la que todo se ajusta.
Nuestro idioma también refleja esto. De Jaspers, por ejemplo, oí
decir que siempre se comportaba de una forma muy medida. Bueno,
vale, al fin y al cabo era de Oldenburg, que no es precisamente el
Sur. Y es verdad que se conducía siempre de un modo njuy comedi
do, algo rígido, diría yo, y que hablaba con un poco de ceceo. In
cluso separaba normalmente la s y la £**, algo que hacía pensar a
quien se encontraba con él que decididamente aquí todo está muy
medido. Yo mismo, que en alguna ocasión he tachado de Plaude-
rei*** su manera de dar sus por cierto excelentes cursos teóricos, no
lo hacía por desprestigiarle, en absoluto. Es eso: que era comedido,
que guardaba las distancias y se retraía, todo lo contrario de un
Martin Heidegger, que se abalanzaba como un Zeus tonante que
lanzara sus rayos desde el Olimpo. En fin, todos nosotros pasamos
nuestros años de aprendizaje orientándonos por unos u otros mo
delos, y eso no es tan malo si uno aprende a procurar no cometer
errores y a buscar su propio camino.
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parece tan difícil como a san Agustín decir qué es el tiempo. Todos
lo sabemos, y sin embargo no podemos decir qué es realmente.
También aquí la palabra dice algo por sí misma. En un concepto
algo está aprehendido en su conjunto, reunido y resumido*. La pa
labra misma sugiere que el concepto agarra, echa mano de algo, lo
coge y lo recoge, y que es así como lo «concibe». Pensar en concep
tos es, pues, pensar activamente, interviniendo en las cosas. Heideg-
ger interpreta la historia de la metafísica como expresión de una
forma de experimentar el ser cuyo origen está en Grecia, y que él
caracteriza como la clase de movimiento de la experiencia pensante
que concibe a los entes en su ser, reteniéndolos como aprehendidos;
de este modo los tiene en sus manos. Formula la tarea de la metafí
sica como la de aprehender el ente como tal, en su condición de
algo que es. Esta es la definición, es el horism ós, por medio de la
cual el ente es llevado a su concepto***. Esta sería para Heidegger la
grandiosa conquista de la metafísica, en vez de ser una desviación
respecto del camino correcto en el que al parecer se habría encon
trado ya la atomística antigua.
Es finalmente la llegada del pensamiento metafísico de los grie
gos a Roma y al Medievo cristiano lo que, al hilo de la renovación
humanística de la tradición griega, produce la irrupción de la Edad
Moderna. Es una larga historia. Y como se me pide que haga de
testigo ocular de ciertos hechos, me permitirán que les informe de
que ya en 1923 Heidegger caracterizaba la esencia de la Edad M o
derna como «preocupación por el conocimiento conocido» (Sorge
uní die erkannte Erkenntnis). Esta formulación, todavía literaria
mente desconocida, significa que la verdad {ventas) está siendo re
primida por la certidumbre (certitudo). La moral del método que se
impone es que es preferible dar pasos pequeños, por modestos que
sean, con tal de que lo que se haga sea absolutamente controlable y
seguro. Resulta evidente que la analítica anglosajona ha permaneci
do más fiel a esta moral científica que un Hegel, o que el propio
Heidegger. La aspiración de éste, a la que sirvió con todo el ímpetu
de su rico e imaginativo pensamiento, era poner de manifiesto la
unidad del destino de la historia occidental, desde ese comienzo en
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nueva tarea que el idealismo alemán identificó bien, pero que sólo
resolvió en parte. Fue Heidegger quien me enseñó a mí a entender
la. Se trata de hacerse consciente de la conceptualidad en el marco
de la cual piensa cada uno. ¿De dónde viene? ¿Qué hay en ella?
¿Qué parte de mi pensamiento es inconsciente, y no expresamente
deseada, cuando digo, por ejemplo, «sujeto»? Sujeto es lo mismo
que sustancia. Ambos términos traducen al hypokeím enon aristoté
lico, que significa «fundamento». De suyo el original griego no tiene
nada que ver con el yo pensante. No obstante, es de lo más corrien
te que digamos de alguien, en tono despectivo: «¡Vaya sujeto!». Y
como filósofos hablamos (no sin reverencia) del sujeto trascenden
tal, en el cual se constituye toda objetividad del conocimiento. ¡Hay
que ver lo lejos del lenguaje original que queda ya la conceptualidad
de la filosofía!
Pues bien, el cometido que hizo resueltamente suyo el joven
Heidegger fue el de destruir esta tradición de conceptos metafísi-
cos. Y en los límites que nos permite nuestro talento nosotros
también hemos aprendido de él a recuperar el camino del concepto
a la palabra, pero no para renunciar al pensamiento conceptual,
sino para devolverle su fuerza aspectiva. En esto somos sucesores
de los griegos, que nos precedieron en esta tarea, y sobre todo de
Aristóteles, que en el libro Delta de su M etafísica analiza unos
cuantos conceptos fundamentales y construye su abanico de sig
nificados a partir del uso lingüístico coloquial. Se trata, pues, de
volver a hacer transitable el camino que va del concepto a la pa
labra, de manera que el pensamiento pueda volver a hablar. Y
teniendo en cuenta el lastre que representa una tradición de pen
samiento de dos milenios, no es precisamente una tarea menguada.
Apenas es posible trazar una línea de demarcación nítida entre el
concepto, desarrollado en función de la precisión, y la palabra que
sigue viva en el lenguaje. Todos nosotros hacemos uso de palabras
conceptuales que proceden de la metafísica y siguen viviendo en el
pensamiento, aunque no se las entienda. Y Heidegger estuvo en
condiciones de aportar una fuerza lingüística inusual a este intento
de volver a hacer hablar a la filosofía. Son muchas cosas las que de
pronto despiertan. Y hay un gran legado a la espera de que alguien
quiera recibirlo, sobre todo la mística cristiana de un Maestro Eck-
hart, la Biblia de Lutero, y toda la capacidad expresiva de nuestros
dialectos, que ha permanecido intacta al margen de los discursos de
la cultura.
Lo nuevo en el caso de Heidegger es que no sólo poseía una
fuerza lingüística capaz de competir con la del zapatero silesio Jakob
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* Hecho de crear la ocasión oportuna para que algo se produzca. (N. de los T.)
** En alemán, como en su correlato inglés to let, este verbo funciona también
como auxiliar causativo: dejar o hacer que algo pase; en español hay que poner
verbos distintos, lo que rompe la polisemia de la que parte esta explicación. (N. de
los T.)
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mi lógos». Y esto es algo que vale por igual para Heráclito y para
Sócrates: el lógos es común, compartido. Por eso Aristóteles recha
zaba cualquier teoría que atribuyese a las palabras una capacidad
natural de referirse a las cosas. Los signos de las palabras son katá
synthéken, son «por convención». Pero esto no quiere decir que se
hayan tomado acuerdos en algún momento a propósito de ellas: son
unidades previas a toda diferenciación en tal o cual palabra. Son el
comienzo que no ha comenzado nunca, sino que está siempre ahí.
El es el que funda la indisoluble cercanía entre pensar y hablar, y
queda por encima de cualquier pregunta por el comienzo o por el
fin de la filosofía.
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* «Gris, caro amigo, es toda teoría», conocido verso del Fausto aludido en
esta expresión. (N. de los T.)
** En alemán, «decir las gracias» (Danksagen). (N. de los T.)
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o tal vez más bien una participación en la gratitud del que nos ha
dejado. En todas estas maneras de expresarse reconocemos el eco de
experiencias humanas que van más allá de la mera reciprocidad
social, y que por eso acercan a nuestra comprensión la relación con
la trascendencia o con la divinidad a partir del mundo de nuestra
vida. Es una buena vieja costumbre teológica. San Agustín escribió
quince libros D e Trinitate aduciendo fenómenos mundanos como
parábolas del inconcebible misterio de la Iglesia cristiana. Nos mo
vemos, pues, por huellas legitimadas cuando nos hacemos guiar por
las experiencias humanas.
Podemos, pues, afirmar, para empezar, que ni el dar las gracias
y sus respuestas, ni las demás formas de expresión del agradecimien
to, alcanzan la verdadera dimensión del fenómeno. Ser o estar agra
decido es algo que discurre un peldaño por debajo del de las expre
siones por las que uno da a conocer su gratitud al otro. Y ésa es la
dimensión en la que queremos movernos nosotros. La gratitud es
siempre una experiencia de la trascendencia. Quiero decir con esto
que es algo que rebasa siempre el horizonte de expectativas dentro
del cual la gente plantea sus relaciones recíprocas como sistema de
compensaciones. Y no es que tenga nada contra el significado de las
convenciones sociales ni contra las compensaciones recíprocas. Pero,
la verdad, algo no va bien cuando considero que «tengo que» invitar
a otro a mi vez por el hecho de que él me ha invitado primero. Por
eso tenía interés en mostrar el «excedente» que lleva siempre en sí la
gratitud y que lleva también siempre en sí el pensamiento.
En nuestra cultura filosófica, tan influida por la ciencia, hay po
co sobre la fenomenología de la gratitud. Pero podemos recordar la
E n ferm edad m ortal de Kierkegaard. Y la misma vecindad lingüística
de gratitud y pensamiento en alemán {Danken, D enken) nos puede
permitir traer también a colación a un pensador, Aristóteles. En el
segundo libro de los Analytica posteriora hay un último capítulo, el
19, que parece un apéndice al análisis de las figuras de la demostra
ción y de la deducción, por el cual Aristóteles ha pasado a la historia
como fundador de la lógica occidental. La deducción parte de algo
que es conocido, y esto suscita la pregunta de cómo se adquiere el
primer conocimiento, el de las arkhaí, los principios. Lo habitual en
la lógica es que bajo este título se trate sobre todo de la inducción.
Se dice, por ejemplo, que cada uno tiene percepciones singulares
que acaban formando todo un acervo a partir del cual se forma la
memoria, m ném e, la retención por la memoria. Es así como se llega
a producir algo: retenemos algo de entre la corriente incesante de
las percepciones. Y a la larga termina por haber algo así como expe-
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UN DIALOGO «s o c r á t i c o
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¿El que da las clases que la gente juzga mejores, o el que da las clases
que realmente son las mejores?
F .: El que da las mejores clases y las que la gente piensa que son
las mejores.
5.: ¿Pero quién es «la gente»? ¿El consejo deportivo? ¿El presi
dente? ¿Quién?
F .: Bueno, no sé.
5.: Yo diría: los que juegan con el entrenador. Esos son los que
saben qué tal son las clases.
F .: Se diría que sí.
S.: ¿Pero un entrenador juega igual con todo el mundo? ¿Es
como una máquina?
F .: No. Cuando le parece que vale la pena esforzarse, da mejo
res clases.
S.: ¿Mejores clases? ¿Qué quieres decir con eso?
F .: Bueno, que se concentra, y que, por ejemplo, no se pasa la
hora coqueteando con las jóvenes del vecindario.
S.: ¿No crees que haría eso menos si él mismo jugase con una
chica guapa?
F.: Tienes razón.
S.: ¿Entonces el mejor entrenador será el que dé mejores clases
a las chicas jóvenes?
F .: Eso parece.
S.: Pero piensa un poco. ¿Tú crees que se contrata a un entrena
dor por las chicas jóvenes?
F .: No.
S.: Por cierto, ¿quién lo contrata? ¿No serán los que tienen más
influencia en el club?
F .: Claro, los que tienen la billetera más abultada, o sea, en ge
neral los mayores.
S.: Sí, claro. ¿Entonces el mejor entrenador será el que juegue
con más empeño con los sénior?
F .: Pues no estoy seguro.
S.: Ya ves que la cosa no es tan sencilla. Además a lo mejor al
entrenador le pasa lo que a los demás. A lo mejor lo que más impor
ta no es cómo sea él, sino también cómo es su mujer.
F .: La verdad es que puede pasar. He oído que había un entre
nador estupendo, pero que tenía poco éxito porque su mujer le caía
mal a la gente.
S. : Pues ya ves. Y así pasa siempre. Pasa hasta con el acomoda
dor. Es como si hubiese un conflicto insoluble: si el acomodador es
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UN DIALOGO «s o c r á t i c o »
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GOETHE Y HERÁCLITO
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Los «hijos» a los que se refiere Prometeo son las esculturas que
él mismo ha tallado, y que con la ayuda de Minerva se convertirán
en seres humanos vivientes. Más tarde, en una escena en la que se
encuentra que esa humanidad llamada a la vida por él está ya enre
dada en disputas, dice que no los condena.
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GOETHE Y HERÁCLITO
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NAUSICAA
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NAUSIKAA
Al mar
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NAUSIKAA
Nausicaa
Vuelve a tierra
cubierto de algas
herido por las conchas
forastero empapado
Tú
todavía el viejo
repleto de historias de varones
de aventuras dudosas
túmbate conmigo en el lecho de hierba verde
toca con tus dedos salados
mi ojo de violeta
mis bucles de lluvia de oro
sigue hacia Itaca
a tu vejez a tu muerte
di una cosa todavía
antes de irte.
(Marie-Luise Kaschnitz)
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GLOSAS
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FUENTES BIBLIOGRÁFICAS
6. «Sobre el oír». Über das Hóren, en Thomas Vogel (ed.), Uber das
Floren. Einem Phdnotnen a u f der Spur, Attempto Verlag, Tübingen,
1998, pp. 197-205.
297
ACOTACIONES HERMENÉUTICAS
10. «El futuro de las ciencias del espíritu europeas». Die Zukunft der
europáischen Geisteswissenschaften. Publicado por primera vez en
Franz Kónig und Karl Rahner (eds.), Europa, Horizonte der Hoffnurtg,
Styria Verlag, Graz/Wien/Kóln, 1983, pp. 243-261.
11. «Sobre Kuno Fischer como puente hacia Hegel en Italia». Über Kuno
Fischer ais Brücke zu Hegel in Italien. Publicado por primera vez en
Hans-Georg Gadamer (ed.), Kuno Fischer, Logik und Metaphysik oder
Wissenschaftslehre, Manutius Verlag, Heidelberg, 1997, pp. VII-XIV.
14. «El arte y los medios de comunicación». Die Kunst und die Medien.
Conferencia pronunciada los días 1 de febrero y 14 de abril de 1988
en el Aula de Filosofía de la Universidad de Hamburgo. Publicado por
primera vez en Schriften der freien Akademiker Künste in Hamburg,
vol. 13, 1988/1989, pp. 4-19.
15. «El arte y los círculos artísticos». Kunst und ihre Kreise. Publicado por
primera vez en 1. Kreis-Kulturwoche des Rhein-Neckar-Kreises, Drukke-
rei Winter Wiesloch, 1989, pp. 9-13.
298
FUENTES BIBLIOGRÁFICAS
19. «El saber entre el ayer y el mañana». Wissen zwischen gestern und
morgen. Publicado por primera vez en Marcelo Stamm (ed.), Philoso-
phie in synthetischer Absicht, Klett-Cotta Verlag, Stuttgart, 1998, pp.
599-611.
299
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