Brin, David - El Efecto Práctica
Brin, David - El Efecto Práctica
Brin, David - El Efecto Práctica
EL EFECTO PRACTICA
NOVA
CIENCIA FICCION
Título original: The Practice Effect
Printed in Spain
ISBN: 84-406-7217-9
Depósito legal: B. 3.119-1997
PRESENTACIÓN
MIQUEL BARCELO
HUY GENERIS
La criatura pareció tomar una decisión. Se abrió paso por la estrecha abertura
entre las tablas, y saltó justo a tiempo de esquivar la red que caía.
En un destello Dennis vio lo que parecía un diminuto cerdo de nariz chata. ¡Pero
aquel cerdo era muy especial! ¡A mitad del salto sus patas se abrieron, liberando un par
de membranas que crearon dos alas planeadoras!
—¡Bloquéele el paso, Nuel! —gritó Brady.
Dennis no tuvo mucha elección. La criatura alienígena volaba hacia él. Trató de
agacharse, pero demasiado tarde. El «cerdo volador» aterrizó sobre su cabeza y se le
aferró al pelo, graznando frenéticamente.
Cuando Dennis soltó sorprendido el tomo de bioquímica, el grueso volumen
aterrizó en su pie.
—¡Ay! —saltó, y extendió las manos para agarrar a su desagradable pasajero.
Pero la pequeña criatura trinó en voz alta, quejumbrosamente. Parecía más
asustada que furiosa. En el último momento, Dennis se abstuvo de soltarla por la fuerza.
En cambio, consiguió apartar una pata de su ojo... justo a tiempo de agacharse bajo una
llave inglesa lanzada por Bernald Brady. Dennis maldijo y el «cerdito» graznó mientras
el arma pasaba por encima de su cabeza.
—¡Quédese quieto, Nuel! ¡Casi le he dado!
—¡Y casi me arranca la cabeza, también! —Dennis retrocedió—. ¡Idiota! ¿Está
intentando matarme?
Brady pareció juzgar la proposición de forma silogística. Al final, se encogió de
hombros.
—Muy bien pues, Nuel. Acérquese lentamente y nosotros lo agarraremos.
Dennis empezó a avanzar. Pero mientras se aproximaba a los otros hombres la
criatura gimió patéticamente y apretó su tenaza.
—Quietos —dijo Dennis—. Está asustado, eso es todo. Denme un minuto. Tal vez
pueda conseguir que baje.
Dennis retrocedió hasta una caja y se sentó. Extendió la mano con cuidado para
tocar de nuevo al alienígena.
Para su sorpresa, la temblequeante criatura pareció tranquilizarse bajo su contacto.
Habló con suavidad mientras frotaba la fina y suave piel rosada.
Gradualmente, su tenaza de terror remitió. Por fin, Dennis pudo coger a la criatura
con ambas manos y acercársela al regazo.
Los hombres y mujeres del grupo de trabajo aplaudieron. Dennis les devolvió una
sonrisa que demostraba más confianza de la que sentía.
Era el tipo de cosa que podía convertirse en leyenda.
«... Sí, muchacho. Yo estaba allí el día que el viejo director Nuel domó a un bicho
alienígena salvaje que lo tenía cogido por los ojos .... » Dennis contempló a la cosa que
había «capturado». La criatura le miró con una expresión que estaba seguro de haber
visto en alguna otra parte. ¿Pero dónde?
Entonces lo recordó. En su sexto cumpleaños sus padres le regalaron un libro de
cuentos de hadas finlandeses. Todavía recordaba muchos de los dibujos. Y esta criatura
tenía la malévola sonrisa de dientes afilados y ojos verdes de un duendecíllo.
—Un cerduende —anunció en voz baja mientras acariciaba a la pequeña criatura
—. Un cruce entre un cerdito y un duende. ¿Te viene bien el nombre?
No pareció comprender las palabras. Dudaba que fuera inteligente. Pero algo
pareció decirle a Dennis que lo comprendía. Le devolvió una sonrisa con sus dientes di-
minutos y afilados como agujas.
Brady se acercó con un saco.
—Rápido, Nuel. ¡Mientras está tranquilo, métalo aquí!
Dennis se quedó mirando al hombre. La sugerencia no merecía una respuesta. Se
puso en pie, con el cerduende en el hueco del brazo izquierdo. La criatura ronroneó.
—Vamos, Brady —dijo—, completemos el recorrido para que pueda terminar mi
lista de equipo. Tengo algunos preparativos que hacer.
»Puede darle las gracias a nuestro amiguito extraterrestre por decidir por mí.
Atravesaré el zievatrón y visitaré su mundo natal por ustedes.
II
III
NOM DE TERRE
No había muchas más pistas. Junto a la hoguera encontró unos cuantos trocitos de
carne seca. Donde los animales habían estado atados había restos de grano.
Al lado de un árbol alto Dennis encontró una mancha roja en el suelo. Parecía
pegajosa, como de sangre.
Había marcas en el suelo, y mechones sueltos de pelo. Luego encontró un largo
rizo dorado que brillaba a la luz de la mañana.
Lo contempló durante un largo instante, y luego se lo guardó con cuidado en un
bolsillo del hombro.
Un poco más cerca del bosque, encontró un animal muerto.
Parecía un primo grande del cerduende. Tenía la nariz chata y dientes de aguja,
pero era del tamaño y la constitución de un mastín.
La cabeza le contemplaba fríamente desde un metro de distancia del cuerpo.
Había sido cercenada, junto con parte del hombro, como por una guillotina... o un láser
de alta energía.
Contempló la matanza hasta que el zumbido de la alarma lo hizo reaccionar.
Dennis alzó la cabeza ansiosamente. ¿De qué se trataba
Se volvió justo a tiempo de ver seis cosas con aspecto de perro surgir súbitamente
de la línea de árboles. No tuvo tiempo de formarse una idea más precisa. Gruñeron (un
sonido grave, rechinante) y luego atacaron.
La pistola de agujas apareció en su mano antes de que tuviera tiempo de pensar.
Había practicado desenfundando y disparando a los troncos de los árboles durante los
últimos días. El ejercicio probablemente le salvó la vida.
Equilibrado, las piernas separadas, Dennis apuntó a las bestias y disparó. El suelo
explotó delante de la jauría, pero los locos animales cargaron directamente a través de la
lluvia de arena y hierba. Dennis no tuvo otra opción. Apuntó y volvió a disparar.
La jauría se convirtió en una masa aullante. Se dividió casi de inmediato entre los
que huían y los muertos.
Dennis observó cómo los supervivientes retrocedían, aullando de dolor, dejando
detrás a sus compañeros sangrantes a inmóviles. Contempló la pequeña arma que tenía
en la mano.
Impulsada por la energía solar almacenada, la pistola de agujas podía arrancar
diminutas lascas de cualquier metal almacenado en su recámara, y luego dispararlas a
alta velocidad. Dennis no la consideraba más que un juguete cuando salió del zievatrón,
pero había empezado a confiar más en ella con la práctica adquirida durante el viaje.
Ahora la contempló sorprendido.
Qué potencia, pensó.
El cachorro corría alrededor de ellos, ladrando a sus pies. El niño (dijo que se
llamaba Tomosh) caminaba decididamente junto a Dennis, guiándolo por el prado hacia
su casa.
Mientras caminaban, Dennis vió pasar a un par de jinetes por la carretera. Vistos a
través de las aberturas en el seto, las fuentes de los amenazantes puntos rojos que le
habían hecho esconderse minutos antes resultaron ser un par de granjeros que
cabalgaban en viejos ponis.
No hacía más que empezar a asimilar todo aquello. De todos los posibles primeros
contactos, éste tenía que ser el más benigno y el más confuso. Dennis ni siquiera llegaba
a imaginar cómo podía haber humanos allí
—Tomosh, —empezó a decir.
—¿Sí, señorr? —El niño arrastraba las erres con un acento al que Dennis
empezaba a acostumbrarse. Alzó la cabeza, expectante.
Dennis se detuvo. ¿Por dónde podía empezar? Había demasiadas cosas que
preguntar.
—Esto... ¿estará bien tu rebaño mientras me acompañas a conocer a tus padres?
—Oh, los rickels estarán bien. Los perros los vigilan. Tengo que salir y contarlos
dos veces al día y dar la alarma si falta alguno.
Caminaron en silencio un poco más. Dennis no tenía mucho tiempo para preparar
su primer encuentro con adultos. De repente, eso lo inquietó mucho.
Antes de toparse con el niño se había resignado a ser detectado como alienígena y
correr sus riesgos. Ser asesinado de buenas a primeras por hombres-hormiga que
odiaban a los mamíferos, por ejemplo, habría sido simplemente inevitable mala suerte.
No podría haber hecho nada.
Pero pequeños detalles de su propia conducta podrían influir en la reacción de los
humanos locales ante él. Una simple falta de cortesía (un patinazo) podría costarle todo.
Y en ese caso la culpa sería suya.
Tal vez podría preguntarle al niño cosas de las que sólo los adultos recelarían.
—Tomosh, ¿hay muchas granjas por aquí?
—No señorr, sólo unas cuantas. —El niño parecía orgulloso—. ¡Somos casi la
más lejana! El rey solo quiere mineros y comerciantes en las montañas donde viven los
L´Toff.
»El baron Kremer no es de la misma opinión, por supuesto. Mi padre dice que el
barón no tiene derecho a enviar leñadores y soldados...
Tomosh comentó lo malo y duro que era el señor local y cómo el rey, que vivía
muy lejos al este, pondría al barón en su sitio algún día. La historia acabó degenerando
en chismorreos que resultaban un tanto sofisticados en boca de un niño pequeño: cómo
«lord Hern» se hacía lentamente con todas las minas en nombre del barón y cómo no
había llegado ningún circo a la región desde hacía más de dos años a causa de los
problemas con el rey. Aunque era difícil seguir todos los detalles, Dennis llegó a la con-
clusión de que vivían en una aristocracia feudal y que la guerra no era cosa extraña.
Por desgracia, la historia no le dijo nada acerca de la crucial cuestión de la
tecnología de aquel mundo. La ropa del niño, aunque sucia, era de buena confección.
No tenía bolsillos, pero el cinturón con faltriqueras parecía sacado directamente de un
catálogo Kelty. Los zapatos de Tomosh se parecían mucho a las viejas zapatillas que
Dennis usaba cuando era niño.
Una granja apareció a la vista cuando llegaron a la cima de una colina baja. La
casa, el granero y un almacén se alzaban a un centenar de metros del desvío de la
carretera. El patio estaba rodeado por una empalizada alta. A Dennis el lugar le pareció
bastante próspero. Tomosh se impacientó y tiró de la mano de Dennis, que siguió con
dificultad al niño colina abajo.
La granja en sí era una estructura baja con un techo inclinado que brillaba a la luz
de la tarde. Al principio Dennis pensó que los reflejos procedían de los refuerzos de alu-
minio. Pero a medida que se acercaban vio que las paredes eran paneles de madera
laminada, hermosamente unidos y barnizados.
El granero era de construcción similar. Ambos edificios parecían fotos sacadas de
una revista.
Dennis se detuvo ante la verja. Era su última posibilidad de hacer preguntas
estúpidas.
—Uh, Tomosh —dijo—. Soy forastero por aquí...
—Oh, ya me he dado cuenta. ¡Hablas raro!
—Umm, sí. Bueno, de hecho soy de una tierra muy lejana al... al noroeste. —
Dennis había supuesto a partir de la cháchara del niño que era una dirección de la que
los lugareños sabían poco.
—Naturalmente, siento un poco de curiosidad por tu país —continuó—. Ah...
¿podrías decirme, por ejemplo, el nombre de esta sierra?
Sin vacilación, el niño respondió:
—¡Es Coylia!
—¿Así que lo rey es el rey de Coylia?
Tomosh asintió con una expresión de pacieneia exagerada.
—¡Eso es!
—Bien. ¿Sabes?, los hombres son una cosa curiosa, Tomosh. La gente de distintas
tierras llama al mundo por hombres distintos. ¿Cómo lo llama tu gente? —Dennis es-
taba decidido a enterrar el hombre de Flasteria.
—¿Al mundo? —El niño parecía asombrado.
—A1 mundo entero. —Dennis indicó la tierra, el cielo, las montañas—. Todos los
ocêanos y reinos. ¿Cómo lo llamáis?
—Oh. Tatir —respondió rápidamente— ese es el nombre del mundo.
—Tatir —repitió Dennis. Trató de no sonreír. No era mucho mejor que Flasteria.
—¡Tomosh!
El agudo grito procedía de la casa. Una joven bastante malhumorada salió al
porche y gritó de nuevo.
—¡Tomosh! ¡Ven aquí!
El niño frunció el ceño.
—Es tía Biss. ¿Qué está haciendo aquí? ¿Y dónde están papá y mamá? —Se
dirigió hacia la casa, dejando a Dennis en la verja.
Obviamente, sucedía algo. La tía del niño parecía preocupada. Se arrodilló y le
sujetó los hombros mientras le explicaba algo seriamente. Tomosh pronto tuvo que
combatir las lágrimas.
Dennis se sintió incómodo. Acercarse antes de que la mujer le invitara no parecía
inteligente. Pero no podía marcharse tampoco.
Nada parecía extraño en la casa y el patio. Gallinas de verdad picoteaban en el
suelo junto a lo que parecía una bandada de diminutos avestruces domesticados.
Los caminos de los alrededores de la granja parecían hechos del mismo material
resistente y de alta tecnología que la carretera. Tenían los mismos bordes irregulares que
se confundían casi con la tierra y la hierba que los rodeaban.
Toda la granja había sido levantada de modo similar, al parecer. Las ventanas de la
casa estaban bien perfiladas y ajustaban, pero encajaban en huecos burdos, de altura y
tamaño aproximados. Había ventanas grandes y pequeñas juntas, aparentemente sin ton
ni son.
Tomosh se agarró a la falda de su tía, llorando a lágrima viva. Dennis se preocupó.
A los padres del niño debía de haberles sucedido algo.
Finalmente, decidió acercarse unos cuantos pasos. La mujer alzó la cabeza.
—¿Su nombrre es Dennis? —preguntó fríamente, en el extraño dialecto local.
Él asintió.
—Sí, señora. ¿Se encuentra bien Tomosh? ¿Hay algo que yo pueda hacer para
ayudarles?
La oferta pareció sorprenderla. Su expresión se suavizó un poco.
—Los padres del niño se han ido. He venido a llevármelo a mi casa. Puede usted
quedarse hasta que mi marido venga para recoger las cosas y cerrar.
Dennis quiso hacer más preguntas, pero la severa expresión de la mujer lo indujo
a callarse.
—Siéntese aquí en los escalones y espere —dijo. Condujo al niño al interior.
Dennis no se ofendió por el recelo de la mujer hacia un extraño. Su acento
probablemente tampoco resultaba de ninguna ayuda. Se sentó en los escalones, donde
ella le había indicado.
Había un grupo de herramientas en el porche justo ante la puerta. Al principio
Dennis las miró complaciente, pensando en otras cosas. Luego las miró más de cerca y
frunció el ceño.
—Curiosear y curiosear —dijo.
Era el grupo de herramientas más extraño que había visto en su vida.
Cerca de la puerta había una azada, un hacha, un rastrillo y una pala, todos de
aspecto brillante y nuevo. Tocó un par de tijeras de podar que había al lado. Las hojas
eran afiladas, y parecían muy fuertes.
El mango tenía asas de madera oscura y pulida, como cabía esperar. Pero las hojas
no parecían de metal. Las cuchillas eran transparentes, levemente veteadas y facetadas
por dentro.
Dennis se quedó boquiabierto.
—¡Son de piedra! —susurró—.
¡Algún tipo de gema, según creo! ¡Vaya, puede que incluso sean de un solo
cristal!
Se quedó anonadado. No podía imaginar tecnología capaz de proporcionar
semejante tipo de herramientas para un granjero. ¡Las que había junto a la puerta eran
increíbles!
Pero ésa no fue la última sorpresa. Mientras estudiaba las herramientas, Dennis
sintió una creciente sensación de extrañeza, pues aunque las herramientas mas apartadas
de la puerta parecían también de piedra, eso era lo único que tenían en común con las
hermosas hojas cercanas a la entrada.
Dennis parpadeó debido a la incongruencia. En la parte izquierda había otra
hacha. ¡Y ésta bien podía haber salido de la Edad de Piedra!
El rudo mango de piedra había sido alisado en algunos sitios, pero en otros tenía
aún trozos de corteza. La hoja parecía un simple pedazo de pedernal pulido y sujeto con
tiras de cuero.
El resto de las herramientas encajaban entre estos extremos. Algunas eran
inimaginablemente rudas. Otras, obviamente eran producto de una ciencia enormemente
avanzada, diseñadas con la ayuda de ordenadores.
Tocó el hacha de pedernal, perdido en sus cavilaciones. Podía haber sido fabricada
por la misma mano que había hecho el misterioso cuchillo que llevaba guardado en la
mochila.
—Stivyung es el mejor practicador de esta zona —dijo una voz tras él.
Se volvió. Sumido en sus pensamientos, no había oído a tía Biss salir al porche.
La mujer le ofreció un cuenco y una cuchara, que él aceptó automáticamente. El
humeante aroma despertó su apetito.
—¿Stivyung? —Repitió el nombre con dificultad—. ¿El padre del niño?
—Sí. Stivyung Sigel. Un buen hombre, sargento de los Exploradores Reales antes
de casarse con mi hermana Surah. Su reputación como practicador fue su perdición. Eso
y el hecho de que tiene la misma constitución que el barón, su peso y altura. Los
hombres del barón vinieron por él esta mañana.
La mujer parecía pensar que lo que decía tenía sentido. Dennis no se atrevió a
decirle lo contrario. De todas formas, gran parte de su confusión podía deberse al
cerrado acento de la mujer.
—¿Qué hay de la madre del niño? —preguntó Dennis. Sopló sobre una cucharada
de guiso. Estaba soso, pero comparado con las raciones de supervivencia que llevaba
comiendo desde hacía una semana era una delicia.
Tía Biss se encogió de hombros.
—Cuando cogieron a Stivyung, Surah corrió a llamarme, luego recogió sus cosas
y se marchó a las montañas. Quería pedir ayuda a los L´Toff. —Biss hizo una mueca—.
Para lo que servirá eso.
Dennis empezaba a marearse con tantas referencias a cosas que no comprendía.
¿Quiénes eran los L´Toff ? ¿Y qué demonios era un practicador?
En cuanto al arresto del padre del niño, Dennis comprendía que el orgullo de un
granjero pudiera enemistarle con el jefazo local, ¿pero por qué iba Stivyung a ser dete-
nido por tener la misma complexión que su señor? ¿Era eso un crimen allí?
—¿Está bien Tomosh?
—Sí. Quiere despedirse de usted antes de que se marche.
—De que me marche —repitió Dennis. Más o menos esperaba algún tipo de
hospitalidad, como una cama de verdad y un poco de conversación sustanciosa, antes de
irse a un asentamiento más grande. Las cosas no parecían estar demasiado tranquilas por
allí. Quería averiguar quién hacía aquellos maravillosos artículos de alta tecnología y
centrarse directamente en ese elemento de la sociedad, evitando a los barones Kremer
de este mundo.
Tía Biss asintió firmemente.
—No tenemos sitio en mi casa. Y mi marido Bim va a cerrar esta empalizada
mañana. Si quiere usted trabajo, lo encontrará en Zuslik.
Dennis contempló el cuenco. De pronto se sintió incapaz de soportar otra noche al
aire libre. Incluso las gallinas cluecas le hacían sentir nostalgia del hogar.
Tía Biss guardó silencio un momento, luego suspiró.
—Oh, ¡qué demontres? Tomosh piensa que es usted un peregrino auténtico y no
uno de esos charlatanes que a veces llegan del este. Supongo que no hará ningún daño si
le dejo pasar la noche en el granero. Siempre que se comporte y prometa marcharse en
paz por la mañana.
Dennis asintió rápidamente.
—Tal vez haya algo en lo que pueda ayudar...
Biss lo pensó.
Se dio la vuelta y cogió el hacha de pedernal del estante del porche.
—No creo que sirva de nada, pero puede cortar leña para el fuego.
Dennis cogió la ruda hacha, dubitativo.
—Bueno... supongo que podría intentarlo...
Contempló la hermosa hacha de gema junto a la puerta.
—Use ésta —recalcó Biss—. Querernos venderla rápido, ahora que Stivyung no
está. Hay un montón de leños en la parte de atrás. Buena practica.
Hizo un gesto con la cabeza y se volvió para entrar.
Otra vez esa palabra. Dennis estaba seguro de que pasaba por alto algo
importante. Pero consideró prudente no hacer más preguntas a la tía Biss.
Lo primero era lo primero, pues. Acabó con el guiso y dejó el cuenco limpio.
Parecía el tipo de plato que se encuentra en las casas de toda la Tierra. Pero al
examinarlo con atención, reparó en que el cuenco estaba hecho de madera, finísima y
pulida a la perfección.
Si alguna vez logro arreglar el zievatrón, y si alguna vez empezamos a comerciar
con esta cultura, podrán vendernos millones de estos platos. ¡Sus fábricas trabajarán
sin parar!
Entonces recordó los animales de tiro arrastrando trineos que se deslizaban sin
ruido a través de la noche.
¿Qué está pasando aquí.?
Tras dirigir una mirada apesadumbrada a la hermosa hacha de gema que había
junto a la puerta, cogió resignado el hacha de cavernícola y se dirigió al montón de leña
situado detrás de la casa.
IV
El mercado situado ante la muralla de la ciudad era como cualquier pequeño bazar
ribereño de la Tierra. Había gritos y llamadas, y niños corriendo en tropel obviamente
por nada bueno. Las tiendas y los almacenes desprendían aromas fuertes, desde el de la
rica comida al penetrante olor almizcleño de los animales de tiro.
Entró en el bazar con lo que esperaba que fuera expresión de alguien que se ocupa
confiado de sus propios asuntos. Por la variedad de ropas que veía, Dennis no se sintió
estrafalario. Botas, camisas y pantalones parecían ser habituales. Algunos incluso
llevaban macutos a la espalda, como él.
Pasó ante un grupo de hombres sentado en la terraza de un café. Algunos lo
miraron, pero nadie pareció sentir por él algo más que curiosidad pasajera.
Dennis empezó a respirar con más tranquilidad. Tal vez pueda llegar hasta lo que
haga las veces de universidad por estos lares, pensó esperanzado. Tenía una idea bien
clara del tipo de individuos con los que quería contactar de aquella cultura.
Incluso en las antiguas sociedades feudales de la Tierra había habido zonas más
desarrolladas, y aquella gente disfrutaba claramente de más tecnología y cultura. El
aparato volador había aumentado las esperanzas de Dennis de encontrar el tipo de ayuda
que necesitaba.
Los fuertes olores de pescado reseco y pieles curtidas le golpearon cuando
alcanzaba los embarcaderos, que eran estructuras de aspecto sólido construidas con
tarugos y clavijas. Parecían casi nuevos, hasta los brillantes pilares. Las superficies
superiores estaban cubiertas del mismo material resistente que componía las carreteras
coyllanas.
Se detuvo a mirar uno de los barcos. Dennis había navegado lo suficiente para
reconocer un diseño, sofisticado cuando lo veía. La quilla era fina, liviana y esbelta—
Su mástil se alzaba elegantemente, un poco inclinado sobre el centro de gravedad.
Una vez más, estaba construido de madera laminada, extraordinariamente
brillante.
Pero si disponían de la tecnología para construir barcos como aquél, ¿por qué
usaban velas? ¿Tenía la gente de Coylia algún tipo de tabú, algo contra los motores? Tal
vez su única maquinaria se encontraba en las fábricas donde producían aquellas cosas
maravillosas.
Dennis ansiaba encontrar una de esas fábricas y hablar con 1a gente que las dirigía
No muy lejos, una cuadrilla de trabajadores cargaba pesados sacos,
transportándolos desde un almacén a la bodega de un barco a la espera. Los sacos
debían de pesar unos cuarenta kilos cada uno. Los hombres fornidos y gruesos
tarareaban mientras trajinaban por el embarcadero, inclinados bajo su pesada carga.
Dennis sacudió la cabeza. ¿Podría ir contra su religión utilizar carretillas?
Cada estibador, después de depositar su saco en la bodega, no regresaba por la
estrecha rampa sino que saltaba por la borda del barco. Al compás de la canción de sus
camaradas, entonaba un breve verso, y luego se zambullía en el agua para hacer sitio al
siguiente hombre.
Parecía buena idea darse un chapuzón antes de regresar nadando al embarcadero
para coger otra pesada carga. Dennis se abrió paso entre balas do cargamento pasta co-
locarse lo bastante cerca para oír la, canción. Parecía ser una variante repetitiva de la
frase «¡Ah-hee-hum!»
Los trabajadores caminaban a su compás regular. Dennis se acercó mientras un
gigante con bigote negroazulado dejaba caer su carga en la bodega v luego saltaba
ágilmente por la borda. Con una mano en el mostacho, se dio un golpe en el pecho
perlado de sudor mientras los hombres cantaban: « ¡Ah hee hum! »
El gigante cantó:
La última parte quedó ahogada por un apresurado «¡Ah Hee Hum!» del grupo. El
grandullón se dejó caer al agua con una gran salpicadura. Mientras nadaba hacia la es-
calerilla, su lugar en la amura fue ocupado por un tipo alto con una fina mata de pelo.
Su voz era curiosamente grave.
Decididamente, Dennis habría preferido una primera visita más tranquila a una
ciudad coyliana.
En la puerta había una gran confusión. La hilaridad inicial de la gente de la
caravana se disolvió en gritos y chillidos cuando los guardias avanzaron con sus
garrotes.
Dennis no se entretuvo a ver la refriega. Cruzó un hermoso puente ornamentado
que se alzaba sobre un canal. Los peatones se le quedaron mirando mientras se abría
paso entre los puestos del mercado, alegremente pintados, esquivando a vendedores y
clientes. Los avisos de los guardias se repetían a su espalda mientras corría. Por suerte,
la mayoría de los ciudadanos se apartó rápidamente para no verse involucrada en nada.
Dennis dejó atrás a un malabarista callejero y esquivó los bolos que caían para
zambullirse en un callejón situado detrás de un puesto de dulces.
Oyó el sonido de las botas resonando en el puente, no demasiado lejos, detrás.
Hubo gritos cuando los guardias arrollaron al infausto malabarista y sus bolos.
Dennis continuó corriendo por las serpenteantes callejas.
Los edificios de Zuslik eran altos zigurats, algunos de más de una docena de
pisos. Todos seguían el mismo diseño tipo pastel de bodas. Los estrechos callejones eran
tan retorcidos como la política interdepartamental del Tecnológico Sahariano.
En un callejón desierto se detuvo para calmar el dolor que sentía en el costado.
Tanta carrera no era sencilla con una bolsa pesada a la espalda. Estaba a punto de
continuar cuando de repente, justo delante, oyó una voz conocida maldiciendo.
—¡... quemar esta maldita ciudad hasta los cimientos! ¿Queréis decir que ninguno
de vosotros ha visto a ese gremmie? ¿O a esos ladrones que se colaron en nuestra caseta
mientras no estábamos mirando? ¿Nadie ha visto nada? ¡Malditos zuslikeranos! ¡Todos
sois un hatajo de ladrones! ¡Es curioso cómo un azote o dos pueden despertar la me-
moria!
Dennis retrocedió hacia el callejón. Una cosa era segura, tendría que soltar la
mochila. Encontró un rincón oscuro, desabrochó la correa y la dejó caer al suelo. Se
arrodilló y sacó la bolsa de emergencia, que sujetó a su cinturón Sam Browne. Luego
buscó a su alrededor un lugar donde esconder la mochila.
Había basura en el callejón, pero por desgracia no había ningún verdadero
escondite.
La planta baja del edificio que tenía al lado apenas alcanzaba el metro ochenta de
altura. El piso siguiente estaba retirado un metro o dos, de manera que el tejado formaba
un parapeto justo encima. Dennis retrocedió y lanzó la mochila a la repisa. Luego volvió
a retroceder y saltó para agarrarse.
Pasó la pierna derecha para auparse, pero justo entonces sintió que su tenaza
empezaba a resbalar. Había olvidado la capa resbaladiza que cubría su mano derecha.
Cayó al suelo dándose un doloroso golpetazo.
Por mucho que le hubiera gustado quedarse allí gimiendo un ratito, no tenía
tiempo. Tembloroso, se levantó para intentarlo otra vez.
Entonces oyó pasos tras él.
Se volvió y vio a Gil´m y los guardias entrar en el callejón; estaban a unos diez
metros de distancia, sonriendo felices y blandiendo sus armas. La hoja de la alabarda
destelló amenazante.
Dennis notó que Gil´m no empleaba la mano izquierda y supuso que todavía debía
tenerla cubierta del viscoso aceite. La sustancia era terrible.
Dennis abrió la solapa de su cartuchera y sacó la pistola de agujas. Apuntó al
guardia.
—Muy bien —dijo—, quédate dónde estás. No quiero tener que hacerte daño, Gil
´m.
El soldado siguió avanzando, sonriendo felizmente ante la idea de cortar a Dennis
en dos.
Dennis frunció el ceño. Aunque nadie allí hubiera visto un arma como la pistola
de agujas, su propia determinación tendría que haber hecho que el tipo se detuviese.
Tal vez Gil´m carecía de imaginación.
—Creo que no sabes a lo que te enfrentas —le dijo al guardia.
Gil´m avanzó, sujetando su arma con una mano. Dennis decidió que no tenía más
remedio que continuar con su farol. Sintió una punzada de pánico cuando su pulgar en-
grasado se deslizó dos veces sobre el seguro. Luego éste chasqueó. Apuntó la pistola de
agujas y disparó.
Hubo un tableteo, y varias cosas sucedieron a la vez.
La madera pulida del mango de la alabarda se hizo añicos cuando un rayo de
agujas de metal de alta velocidad se clavó en el arma. Gil´m se hizo a un lado cuando la
brillante hoja cayó. El guardia contempló aturdido el muñón cercenado de su arma.
Pero Dennis no pudo evitar que el retroceso arrancara la pistola de agujas de su
mano resbaladiza. El arma rebotó en su pecho, y luego cayó al suelo ante él.
Gil´m y Dennis quedaron súbitamente en tablas, los dos desarmados. La cara del
guardia era inexpresiva y el blanco de sus ojos brillaba. No se movió.
Dennis empezó a avanzar, esperando que el aturdimiento del tipo fuera suficiente
para darle tiempo a recuperar su arma. La pistola de agujas había caído contra la hoja de
la alabarda, a medio camino entre el gigante y él.
Dennis extendía la mano para recogerla cuando otros dos soldados con gorros
altos de piel de oso aparecieron en la boca del callejón. Gritaron sorprendidos.
Dennis agarró la pistola de agujas y la alzó. Pero en ese momento crucial
descubrió que no era capaz de matar. Advirtió que era un defecto de su personalidad,
pero no había nada que pudiera hacer al respecto.
Se volvió para echar a correr pero sólo dio una docena de pasos antes de que el
mango de un cuchillo arrojado le alcanzara en la sien, derribándolo hacia las oscuras
sombras.
—... muy bien. Tranquilo. ¡Tendrás un chichón como una bengala dentro de un día
o así! ¡Vaya si brillará!
La voz procedía de algún lugar cercano. Unos dedos huesudos sujetaron su brazo
cuando Dennis se levantó torpemente, la cabeza latiéndole.
—Sí, todo un brillante. ¡Practícalo bien y podrás ver con él en la oscuridad! —La
voz se echó a reír ante su propia gracia.
Dennis apenas podía concentrarse en la persona. Trató de frotarse los ojos y casi
se desmayó al tocar la magulladura del lado izquierdo de su cara.
Difusamente, vio a un hombre mayor que le sonreía con sólo la mitad de los
dientes. Dennis casi se cayó de lado en una oleada de mareo, pero el viejo lo sostuvo.
—Te he dicho que tranquilo, ¿vale? Espera un minuto y tendrás mucho mejor
aspecto. Toma, bebe esto.
Dennis sacudió la cabeza, luego tosió y se atragantó cuando su enfermero lo
agarró por el pelo y le metió en la boca un líquido tibio. Sabía a rayos, pero Dennis
sostuvo la burda jarra con ambas manos y bebió ansiosamente hasta tragarlo.
—Es suficiente por ahora. Quédate sentado y recupera tus sentidos. No tienes que
empezar a trabajar hasta el segundo día, no si te han traído en este estado. —El hombre
se colocó una basta almohada bajo la cabeza.
—Me llamo Dennis. —Su voz era un croar apenas audible—. ¿Qué sitio es éste?
—Yo soy Teth, y estás en la cárcel, atontado. ¿No reconoces una cárcel en cuanto
la ves?
Dennis miró a derecha a izquierda, capaz por fin de enfocar. Su cama formaba
parte de una larga hilera de jergones toscos, cubiertos por un dosel de madera. Tras él,
una pared sucia y húmeda sostenía el techo. La parte delantera del cobertizo se abría a
un gran patio, rodeado por una empalizada alta de madera.
A la derecha se alzaba una pared mucho más impresionante que brillaba sin
fisuras al sol. Era la más baja y la más amplia de una serie de capas que formaban una
docena de pisos o más. En el centro de la brillante pared había una pequeña caseta. Dos
guardias aburridos controlaban desde sus bancos.
Los hombres del patio, presumiblemente prisioneros como él, realizaban tareas
que Dennis no pudo determinar.
—¿De qué clase de trabajo hablas? —preguntó Dennis. Se sentía un poco
mareado, no acababa de librarse de aquel extraño desapego de la realidad—. ¿Hacéis
matrículas personalizadas?
No le importó cuando el anciano lo miró con cara rara.
—Nos hacen trabajar duro, pero no hacemos nada. La mayoría somos pillastres de
poca monta, ladronzuelos y demás. Casi ninguno sabe hacer nada.
»Naturalmente, algunos están aquí por meterse en líos con los gremios. Otros
sirvieron al viejo duque mucho antes de que el padre de Kremer se apoderara de estas
tierras. Algunos de ellos tal vez sepan algo de hacer cosas, supongo...
Dennis sacudió la cabeza. Teth y él no parecían hablar en la misma longitud de
onda. O tal vez no oía bien al tipo. Le dolía la cabeza, y estaba confundido.
—Cultivamos parte de nuestra comida —continuo el anciano—. Yo me encargo
de los nuevos gremmies como tú. Pero principalmente practicamos para el barón. ¿Có-
mo si no podríamos ganarnos el sustento?
Allí estaba otra vez esa palabra... practicar. Dennis empezaba a hartarse. Lo roía
algo cada vez que la oía, como si su subconsciente tratara insistentemente de decirle que
había llegado a una conclusión que otra parte de sí mismo rechazaba con igual frenesí.
Con cierta dificultad, se sentó y bajó los pies del jergón.
—¡Eh! No deberías de hacer eso hasta dentro de unas cuantas horas. ¡Tiéndete!
Dennis sacudió la cabeza.
—¡No! ¡Ya estoy harto! —Se volvió hacia el anciano, que lo miró con evidente
preocupación—. Se acabó ser paciente con este loco planeta vuestro, ¿me oyes? ¡Quiero
saber qué está pasando ahora mismo!
—Tranquilo —empezó a decir Teth, pero soltó un chillido cuando Dennis lo
agarró por la camisa y tiró de él. Sus caras quedaron a unos centímetros de distancia.
—Vayamos a lo básico —susurró Dennis entre dientes—. Esta camisa, por
ejemplo. ¿De dónde la has sacado?
Teth parpadeó como si estuviera en manos de un lunático.
—Es nueva. ¡Me la dieron para que la use! ¡Llevarla es uno de mis trabajos!
Dennis agarró la camisa con más fuerza.
—¿Ésta? ¿Nueva? ¡Es poco más que un harapo! ¡Está tan mal cosida que va a
caerse en pedazos!
El anciano tragó saliva y asintió.
—¿Y bien?
Dennis agarró una pieza de color que el hombre llevaba en la cintura. Le arrancó
un cuadrado de tejido fino y brillante. Tenía un dibujo delicado y el tacto de la buena
seda.
—¡Eh! ¡Eso es mío!
Dennis agitó la hermosa tela bajo la nariz de Teth.
——¿Te visten de harapos y lo dejan conservar algo como esto?
—¡Sí! Nos permiten conservar algunas de nuestras prendas personales, para que
no se estropeen dejándolas sin trabajar. ¡Puede que sean malos, pero no tanto!
—Y este trozo no es nuevo, supongo. —El pañuelo parecía recién salido de una
tienda cara.
—¡Palmi, no! —Teth parecía aturdido—. ¡Lleva cinco generaciones en mi
familia! —protestó orgullosamente—. ¡Y lo hemos estado utilizando
ininterrumpidamente todo el tiempo! ¡Lo miro y me sueno la nariz con él montones de
veces cada día!
Era una protesta tan inusitada que la tenaza de Dennis se aflojó. Teth se deslizó
hasta el suelo, sin dejar de mirarlo.
Sacudiendo la cabeza aturdido, Dennis se levantó y se acercó al exterior,
parpadeando debido al brillo. Caminó inseguro entre grupos de hombres que
trabajaban... todos vestidos con el traje de los prisioneros, hasta que alcanzó un punto
donde la empalizada exterior entraba en contacto con la brillante muralla del castillo.
Con la mano izquierda tocó los burdos troncos de árboles rudamente cortados y
encolados que formaban la empalizada. Con la mano derecha acarició la muralla del
castillo, una superficie lisa y dura como el metal que brillaba transparente como una
enorme piedra semipreciosa marrón claro... o como el tronco pulido de un gigantesco
árbol petrificado.
Oyó a alguien acercarse por detrás. Miró y vio que era Teth, ahora acompañado
por dos prisioneros, que miraban al recién llegado con curiosidad.
—¿Cuándo fue la guerra? —preguntó Dennis en voz baja, sin volverse.
Ellos se miraron mutuamente. Un hombre alto y fornido respondió.
—Uf, ¿de qué guerra hablas, grem? Hay guerras a montones continuamente. ¿La
del padre del barón, cuando expulsó al duque? ¿O este problema que Kremer tiene con
el rey?
Dennis se volvió y gritó.
—¡La Gran Guerra, idiotas! ¡La que destruyó a vuestros antepasados! ¡La que os
hizo vivir de las sobras de vuestros ancestros... de sus carreteras autolubricantes, de sus
pañuelos indestructibles!
Se llevó la mano a la cabeza dolorida cuando se sintió asaltado por una oleada de
náuseas. Los otros susurraron entre sí.
Finalmente, un hombre bajo y cetrino de barba muy negra se encogió de hombros
y dijo:
—No sé de qué hablas, amigo. Vivimos mejor de lo que lo hicieron nuestros
antepasados. Y nuestros nietos vivirán mejor que nosotros. Eso se llama progreso. ¿No
has oído hablar del progreso? ¿Vienes de un lugar donde adoran a los antepasados, o
algo así de retrógrado?
Parecía verdaderamente interesado. Dennis dejó escapar un gemidito de
desesperación y echó a andar, seguido por una multitud creciente.
Pasó ante los prisioneros que trabajaban en un huerto. Las ordenadas filas de
verduras tenían un aspecto bastante normal. Pero las herramientas que los jardineros
utilizaban eran de pedernal y ramas de árboles, como las que había visto en casa de
Tomosh Sigel. Señaló los rastrillos y azadas.
—Esas herramientas son nuevas, ¿no? —le preguntó a Teth.
El viejo se encogió de hombros.
—Justo lo que pensaba! Todo lo nuevo es rudo y apenas mejor que palos y
piedras, mientras que los ricos acumulan los restos mejores de la antigua sabiduría de
vuestros antepasados...
—¡Qué va! —terció el hombre pequeño y cetrino—. Esas herramientas son para
los ricos, gremmie.
Dennis arrancó una azada de piedra de manos de uno de los granjeros que tenía
cerca y la agitó ante la nariz del tipo.
—¿Éstas? ¿Para los ricos? ¿En una sociedad obviamente jerárquica como la
vuestra? Estas herramientas son bastas, rudas, ineficaces, toscas...
El granjero gordo al que le había quitado la herramienta protestó.
—¡Bueno, lo hago lo mejor que puedo! ¡Acabo de empezar con ella, por todos los
diablos! ¡Mejorará! ¿Verdad, chicos? —Hizo una mueca. Los demás murmuraron su
acuerdo, al parecer habían llegado a la conclusión de que Dennis era un matón de tres al
cuarto.
Dennis parpadeó ante el aparente non sequitur. No había dicho nada sobre el
granjero. ¿Por qué se lo tomaba como algo personal?
Buscó otro ejemplo... cualquier cosa para comunicar con aquella gente. Se volvió
y divisó a un grupo de hombres al otro extremo del patio. No iban vestidos con tejidos
burdos, sino que llevaban hermosos ropajes de colores brillantes y atractivos. Sus
vestidos brillaban a la luz de la tarde.
Dichos hombres estaban enzarzados practicado la esgrima con palos de madera a
modo de espadas. Un puñado de guardias los observaba.
Dennis no tenía ni idea de por qué aquellos aristócratas y sus guardias estaban allí,
en el patio de la prisión, pero aprovechó la oportunidad.
—¡Allí! —señaló—. Esa ropa que llevan esos hombres es vieja, ¿verdad?
Aunque ahora era menos amistosa, la multitud asintió.
—¿Entonces fue hecha por vuestros antepasados?
El hombre pequeño y cetrino se encogió de hombros.
—Supongo que podríamos decir que sí. ¿Y qué? No importa quién hace algo. ¡Lo
que cuenta es si lo conservas!
¿Era aquella gente ciega a la historia? ¿El holocausto que había destruido la
maravillosa ciencia antigua de aquel mundo los había traumatizado tanto que se
escondía de la verdad? Se encaminó decidido hacia el lugar donde los petimetres
practicaban la esgrima junto a la muralla. Un aburrido guardia alzó la cabeza, perezoso,
y luego continuó su siesta.
Dennis ya había perdido los nervios. Gritó a los prisioneros que le seguían.
—¿No negáis que los aristócratas se quedan con lo mejor, y casualmente con lo
más viejo de todo?
—Bueno, claro...
—Y estos aristócratas sólo visten cosas viejas. ¿Cierto?
La multitud estalló en una carcajada. Incluso algunos de los que iban vestidos con
ropajes brillantes detuvieron sus prácticas de esgrima y sonrieron. El viejo Teth dirigió a
Dennis una sonrisa mellada.
—Ellos no son ricos, Dennis. Son pobres prisioneros como nosotros. Tienen la
misma constitución que algunos de los sicarios del barón. «Si puedes vestir la ropa de
un rico, vestirás la ropa de un rico, ¡lo quieras o no!»
Parecía un aforismo.
Dennis sacudió la cabeza. Su subconsciente giraba y parecía tratar de decirle algo.
—Prisioneros por tener «la misma constitución» que el barón... eso es lo que dijo
la tía de Tomosh Sigel sobre el padre del chico... —alguien cercano abrió la boca pero
Dennis continuó hablando solo, cada vez más y más rápido.
—Los ricos obligan a los pobres a vestir su ropa chillona, día sí, día no... pero eso
no estropea el tejido. En cambio...
Alguien cercano hablaba con urgencia, pero la mente de Dennis estaba
completamente llena. Deambuló sin rumbo, sin prestar atención a donde iba. Los
prisioneros le dejaron paso, como hacen los hombres con los santos o los locos.
—No —murmuró—, la ropa no se gasta... porque los ricos hacen que alguien con
su misma constitución la lleve todo el tiempo, ¡para mantenerla en ... !
—Disculpe, señor. ¿Mencionó usted el nombre de ... ?
—¡Para mantenerla en práctica! —A Dennis le dolía la cabeza—. ¡Práctica! —
repitió, y se apretó la cabeza con las manos por la locura que le hacía sentir el mundo.
—¿Mencionó usted el nombre de Tomosh Sigel?
Dennis alzó la cabeza y vio a un hombre alto y de anchos hombros, vestido con
los ropajes de un magnate fabulosamente rico... aunque ahora sabía que se trataba de un
prisionero igual que él. Algo en el rostro del hombre le resultaba familiar. Pero la mente
de Dennis estaba demasiado embotada para dedicarle más que un instante de reflexión.
—¡Bernald Brady! —gritó, y dio una palmada—. ¡Dijo que aquí había una sutil
diferencia en las leyes físicas! Algo sobre que los robots parecían hacerse más
eficientes...
Dennis se palpó la chaqueta y los pantalones. Notó objetos abultados. Los
guardias le habían quitado el cinturón y la bolsa pero habían dejado en paz el contenido
de sus bolsillos.
—Por supuesto. Ni siquiera los advirtieron —susurró, medio frenético—. ¡Nunca
habían visto bolsillos con cremallera! ¡Y estas cremalleras han tenido práctica volvién-
dose mejores y mejores desde que llegué aquí!
La multitud guardó silencio cuando abrió un bolsillo y sacó su diario. Dennis pasó
las páginas.
—Día Uno —leyó en voz alta—. Equipo terrible. El más barato posible. Juro que
me desquitaré de ese hijo de perra de Brady algún día... —Alzó la cabeza, sonriendo
torvamente—. Y lo haré, desde luego.
—Señor —insistió el hombre alto—, mencionó usted el nombre de...
Dennis continuó, arrancando las páginas.
—Día Diez... El equipo es mucho mejor de lo que pensaba... supongo que debí
confundirme al principio...
¡Pero no se había confundido! ¡El material simplemente había mejorado!
Dennis cerró de golpe el diario y alzó la mirada. Por primera vez desde que
llegara a aquel mundo, vió.
Vió una torre que se había convertido, después de muchas generaciones, en un
gran castillo... ¡porque había sido practicada durante mucho tiempo!
Vio herramientas de jardinería que mejorarían día a día con el uso, hasta que
fueran las maravillas que había visto en el porche de la casa de Tomosh Sigel.
Se volvió y miró a los hombres que lo rodeaban. Y vió...
—¡Cavernícolas! —gimió—. ¡No encontraré científicos ni constructores de
máquinas aquí, porque no hay ninguno! No tenéis tecnología en absoluto, ¿verdad? —
acusó a un prisionero.
El hombre retrocedió, obviamente sin tener ni idea de a qué se refería Dennis.
Se dio la vuelta y señaló a otro.
—¡Tú! ¡Ni siquiera sabes lo que es una rueda! ¡Niégalo!
Los prisioneros se quedaron mirándolo.
Dennis se tambaleó. Su conciencia osciló como una vela que se apaga.
—Tendría... tendría que haberme quedado en la compuerta y construido mi
maldito zievatrón... El cerduende y el robot habrían sido de más ayuda que un puñado
de salvajes que probablemente me comerán para la cena... y practicarán con mis huesos
para hacer cucharas y tenedores... mis omóplatos serán una buena vajilla.
Las piernas le cedieron y cayó de rodillas, luego quedó tendido de bruces en la
arena.
—Es culpa mía —dijo alguien por encima de él—. No tendría que haber dejado
que se levantara con un chichón así en la cabeza.
Dennis sintió que unos fuertes brazos lo agarraban por las piernas y los hombros.
El mundo se tambaleaba a su alrededor. Cavernícolas. Probablemente iban a meterlo en
un jergón para que pudiera practicarlo en una cama de plumas sólo permaneciendo
tumbado en él.
Dennis se rió, mareado.
—Ah, Den, sé justo... son un poco mejor que cavernícolas. Después de todo, han
aprendido que la práctica conduce a la perfección...
Entonces perdió el conocimiento.
6
Era un programa de debate nocturno en trivi. Los invitados eran cuatro filósofos
eminentes.
Desmond Morris, Edwin Hubble, William Gibbs y Seamus Murphy acababan de
ser entrevistados. Después de la pausa comercial, el presentador del programa se volvió
hacia las holocámaras, sonriendo diabólicamente.
—Bien, señoras y señores, hemos oído a estos cuatro caballeros hablar largo y
tendido sobre sus famosas Leyes de la Termodinámica. Tal vez sea buen momento para
recibir información opuesta. Es por tanto un gran placer presentarles a nuestro invitado
misterioso de esta noche. ¡Por favor, den la bienvenida al señor Pers Peter Mobile!
Los cuatro filósofos se levantaron como un solo hombre, protestando.
—¿Ese charlatán?
—¡Falsario!
—¡No compartiré el estudio con un timador!
Pero mientras protestaban, la orquesta arrancó con una animosa a irreverente
tonada. Mientras la fanfarria aumentaba, un chimpancé salió a escena sonriendo,
enseñando sus dientes torcidos a inclinándose ante los aplausos del público.
Llevaba en la cabeza una gorrita con una hélice de juguete.
El chimpancé cogió un micrófono lanzado desde los laterales. Danzó al ritmo de
la música, haciendo girar la hélice de juguete con un dedo. Luego, con voz rasposa pero
extrañamente autoritaria, empezó a cantar.
La música era pegadiza. Pers Peter Mobile sonrió y cantó un par de estrofas.
¡Echa a vola—a—a—a—ar!
—¡Ah! —Dennis agitó las manos y se agarró al borde del jergón. Se quedó
mirando la oscuridad largo rato, respirando con dificultad. Finalmente, se desplomó de
nuevo en la cama con un suspiro.
Así que no había ningún mágico chimpancé negentrópico después de todo. Pero la
primera parte del sueño era real. Estaba encarcelado en un mundo extraño. Un puñado
de cavernícolas que no tenían la menor idea de que lo eran lo habían hecho prisionero.
Estaba al menos a setenta kilómetros del zievatrón destrozado, en un mundo donde las
leyes físicas más básicas en cuya creencia había sido educado estaban extrañamente
retorcidas.
Era de noche. Los ronquidos resonaban en el cobertizo de los prisioneros. Dennis
permaneció inmóvil en la oscuridad hasta que notó que había alguien sentado en el
jergón de al lado, observándolo. Volvió la cabeza y vio la silueta de un hombre grande y
musculoso de cabello rizado y oscuro.
—Ha tenido un mal sueño —dijo el prisionero suavemente.
—Estaba delirando —corrigió Dennis. Forzó la vista—. Me resulta usted familiar.
¿Era uno de los hombres a quienes grité? ¿Uno de los ... practicadores de ropa?
El hombre alto asintió.
—Sí. Me llamo Stivyung Sigel. Le oí decir que había conocido a mi hijo.
Dennis asintió.
—Tomosh. Un chico muy bueno. Debe estar usted orgulloso.
Sigel ayudó a Dennis a sentarse.
—¿Se encuentra bien Tomosh? —preguntó. Su voz era ansiosa.
—No tiene que preocuparse. Estaba perfectamente la última vez que lo vi.
Sigel inclinó la cabeza, agradecido.
—¿Vio a mi esposa, Surah?
Dennis frunció el ceño. Le resultaba difícil recordar lo que le habían dicho. Todo
parecía muy lejano en el tiempo, y lo habían mencionado sólo de pasada. No quería in-
quietar a Sigel.
Por otro lado, el hombre merecía que le dijera lo que sabía.
—Umm, Tomosh se aloja con su tía Biss. Ella me dijo que su esposa había ido a
pedir ayuda... ¿a alguien o algo llamado Latoof? ¿Likoff?
La cara del otro hombre palideció.
—¡Los L´Toff! —susurró—. No tendría que haber hecho eso. ¡La selva es
peligrosa, y la situación no es tan desesperada!
Sigel se levantó y empezó a caminar a los pies de la cama de Dennis.
—Tengo que salir de aquí. ¡Tengo que hacerlo!
Dennis ya había empezado a pensar en lo mismo. Ahora que sabía que no había
científicos nativos para ayudarle, tenía que volver al zievatrón para intentar montar un
mecanismo de regreso por sus propios medios, con o sin piezas de repuesto. De lo
contrario, nunca saldría de aquel mundo loco.
Quizá pudiera usar en su provecho el Efecto Práctica, aunque sospechaba que
funcionaría de forma muy distinta con un instrumento sofisticado que con un hacha o un
trineo. La idea en sí era demasiado nueva y desconcertante para el científico que había
en él.
Lo único que sabía realmente era que empezaba a anhelar su hogar. Y le debía a
Bernald Brady un puñetazo en la nariz.
Cuando trató de levantarse, Sigel corrió a su lado y le ayudó. Se acercaron a una
de las columnas; Dennis se apoyó y contempló la pared de la empalizada. Dos pequeñas
lunas brillantes iluminaban el terreno.
—Creo que podría ayudarte a salir de aquí, Stivyung —1e dijo al granjero en voz
baja.
Sigel se lo quedó mirando.
—Uno de los guardias sostiene que eres un brujo. Tus acciones anteriores nos
hicieron pensar que podría ser cierto. ¿De verdad que puedes preparar una huída de este
sitio?
Dennis sonrió. Hasta el momento, éste era el resultado del marcador: Tatir
muchos, Dennis Nuel cero. Ahora era su turno. Se preguntó qué no podría conseguir del
Efecto Práctica un doctor en física, cuando aquella gente ni siquiera había oído hablar
de la rueda.
—Estará chupado, Stivyung.
El granjero pareció confundido por la expresión, pero sonrió esperanzado.
Dennis captó un leve movimiento. Se volvió a su derecha y contempló el castillo
escalonado, sus murallas brillando a la luz de las lunas.
Tres pisos más arriba, tras un parapeto con barrotes, había una figura esbelta y
solitaria. La brisa agitaba un vestido diáfano y una cascada de largo cabello rubio.
Estaba demasiado lejos para poder verla claramente de noche, pero Dennis quedó
asombrado por la belleza de la joven. También tuvo la seguridad de que la había visto
antes, de algún modo.
En ese instante ella pareció mirar hacia ellos. Permaneció así, con el rostro en las
sombras, quizá viendo cómo la observaban, durante un buen rato.
—La princesa Linnora —la identificó Sigel—. Es tan prisionera como nosotros.
De hecho, es el motivo por el que estoy aquí. El barón quería impresionarla con sus pro-
piedades. Yo ayudo a practicar sus pertenencias a la perfección. —Sigel parecía
amargado.
—¿Es tan hermosa de día como de noche? —Dennis no podía apartar la mirada.
Sigel se encogió de hombros.
—Es bonita, supongo. Pero no comprendo en qué piensa el barón. Es hija de los L
´Toff. Los conozco mejor que la mayoría, a incluso a mí me resulta difícil imaginar a
uno de ellos casándose con un ser humano normal.
LAZO DENTAL
Tres horas después del almuerzo, sonó una campana anunciando el principio de un
servicio religioso. Un capellán vestido con una túnica roja emplazó un altar cerca de la
puerta trasera del castillo, y lanzó su llamada para congregar a los fieles.
Los que no participaban tenían que continuar trabajando, así que casi todos los
prisioneros soltaban las herramientas de inmediato y acudían. A pesar de algún conato
de risitas irreverentes, la mayoría participaba.
Unos pocos, como el ladrón Arth, continuaban su trabajo en el jardín, sacudiendo
la cabeza y murmurando su desaprobación.
Dennis quería ser testigo de la ceremonia. Pero no veía forma de asistir a ella sólo
como espectador. Los orantes se inclinaban y cantaban ante una fila de ídolos de madera
y piedras preciosas.
Finalmente, decidió quedarse con Stivyung Sigel. Desde hacía una hora, según lo
asignado, ambos cortaban madera usando hachas de cavernícola, bajo la mirada
vigilante de un guardia.
—Parece que la mayoría de nuestros compañeros prisioneros no se toma la
religión estatal demasiado en serio —le comentó Dennis a Stivyung en voz baja.
Sigel flexionó sus poderosos hombros y descargó el hacha en un gran arco,
haciendo que lascas de madera volaran en todas direcciones. Tenía un aspecto un tanto
incongruente cortando madera vestido con la ropa vistosa del barón Kremer, pero eso
era parte de su trabajo. Al señor de Zuslik no le gustaba que su ropa se ajara. Después de
aquella práctica sería soberbia.
—Los zuslikeranos solían ser poco religiosos bajo el mandato del antiguo duque
—dijo Sigel—. Pero cuando el padre y el abuelo de Kremer llegaron, empezaron a otor-
gar favores a la Iglesia y los gremios, lo que resulta curioso, ya que antes los norteños
nunca fueron grandes creyentes.
Dennis asintió. Era un patrón de comportamiento familiar. En la historia terrestre,
los bárbaros a menudo se habían convertido en los más fieros defensores de la ortodoxia
establecida después de que hubieran realizado una conquista.
Alzó el hacha y descargó un golpe contra su propio leño. La ruda hoja de piedra
rebotó, apenas haciendo una mella.
—Supongo que tú tampoco eres creyente —le sugirió a Sigel.
El otro hombre se encogió de hombros.
—Todos esos dioses y diosas realmente tienen poco sentido. En las ciudades del
este del reino están perdiendo sus seguidores. Algunas personas empiezan incluso a
prestar atención a la Antigua Fe, como han hecho los L´Toff desde siempre.
Dennis estuvo a punto de preguntarle por la «Antigua Fe» pero el guardia les
llamó al orden.
—¡Vosotros dos! ¡Trabajad o rezad! ¡Cortad la madera!
Dennis apenas podía entender el acento gutural norteño, pero sí captaba el sentido
general de sus palabras. Blandió el hacha. Esta vez logró que unas cuantas lascas
saltaran, aunque no se engañó pensando que la herramienta hubiera mejorado
perceptiblemente.
Incluso con el Efecto Práctica, el camino era lento. Esperaba que el joven Gath
tuviera más suerte con la cremallera-sierra que él con su maldito pedazo de pedernal.
Durante las tres noches siguientes, mientras Gath o Sigel practicaban la pequeña
sierra bajo las sábanas, Dennis salió del cobertizo y se dedicó a dar paseos por el patio.
Normalmente estaba cansado a esa hora, pero no tan exhausto como para no poder
esquivar a los perezosos guardias en el puesto de control interior.
Además de pasar los días practicando hachas y armaduras, había estado tomando
lecciones del lenguaje escrito coyliano. Stivyung Sigel, el prisionero mejor educado, fue
su tutor.
Dennis se había visto obligado a modificar un poco su impresión inicial. La
cultura de aquella gente estaba por encima del nivel «cavernícola». Tenían música y
arte, comercio y literatura. Simplemente, carecían de tecnología más allá de finales de la
Edad de Piedra. No parecían necesitarla tampoco.
Todo aquello que no tuviera vida podía ser practicado, así que todo estaba hecho
de madera, piedra o piel... con fragmentos ocasionales de cobre nativo o hierro
procedente de meteoritos, ambos altamente valorados. De todas maneras, era una
maravilla lo que podía conseguirse sin metal.
Su alfabeto era un simple silabario, fácil de aprender. Sigel era un hombre más o
menos educado, aunque había sido soldado y granjero, no un estudioso. Era un maestro
paciente, pero sólo pudo arrojar un poco de luz sobre el origen de los humanos en Tatir.
Eso, dijo, era especialidad de las iglesias... o de las leyendas. Stivyung le dijo a Dennis
lo que sabía, aunque parecía cohibido contándole a un adulto lo que parecían cuentos de
hadas. Pero Dennis había insistido, y escuchado con atención, tomando notas en su cua-
dernito.
Finalmente, Dennis llegó a la conclusión de que las historias de los orígenes eran
tan contradictorias como las de la Tierra. Si había alguna relación entre los dos mundos,
al parecer estaba perdida en el pasado.
Dennis se dio cuenta de que algunas de las leyendas más antiguas (en especial
aquellas que trataban de la llamada Antigua Fe) hablaban de una gran caída, de un
tiempo en que los enemigos del hombre hicieron perder a éste sus poderes sobre los
animales y sobre la vida misma.
Stivyung conocía el relato gracias a su larga asociación con aquella misteriosa
tribu, los L´Toff. No era gran cosa. Y tal vez se trataba sólo de una fábula, después de
todo, como las historias que le contó Tomosh sobre dragones amistosos.
Así que Dennis reflexionó sobre el problema a solas. Bosquejó líneas de cálculo
de tensiones en su cuaderno, al anochecer, después de la cena. Ni siquiera había llegado
a elaborar una teoría para explicar el Efecto Práctica. Pero las matemáticas le ayudaron
a tranquilizar su mente.
Necesitaba el enfoque de su ciencia. De vez en cuando sentía breves reapariciones
de la extraña y mareante desorientación que había experimentado al llegar a Zuslik y
durante su primer día de cárcel.
Ningún autor había mencionado jamás, en ninguna de las novelas de fantasía que
había leído, lo difícil que era en realidad para un ser humano ajustarse al hecho de
encontrarse, con su vida en peligro, en un lugar verdaderamente extraño.
Ahora que empezaba a comprender algunas de las reglas, y sobre todo ahora que
tenía camaradas, estaba seguro de que se encontraría bien. Pero aún sentía escalofríos
ocasionales cuando pensaba en la extraña situación en la que se hallaba.
Está asombrado.
No pude decirle qué eran estas cosas,
ni lo haría aunque lo supiera.
Ha perdido la paciencia,
y luego te preguntará a ti.
Mañana te torturarán para que les digas
lo que sabes,
sobre todo respecto a la terrible arma
que mata al contacto.
Si eres en verdad un emisario
del reino de los Creadores de Vida,
huye ahora.
Y pronuncia en voz alta el nombre de Linnora
en las colinas.
Había una retorcida firma al pie. Dennis la miró, la mente llena de preguntas que
no podía formular y de conmiseración y agradecimiento que no podía transmitir.
La triste canción terminó. Linnora se levantó. Tras alzar una vez la mano en gesto
de despedida, se volvió para entrar.
Dennis contempló la brisa agitar las cortinas durante un buen rato todavía.
Cortó hasta que le dolieron los brazos y supo que la fatiga lo volvía ineficaz. A
esas alturas ya tenía confianza en la nueva resistencia a la tensión de la seda dental y
estaba dispuesto a dejar que otro siguiera cortando. Señaló a Sigel para que se hiciera
cargo del trabajo. El hombretón se adelantó para ayudarle a desenvolver de sus manos la
tela.
Dennis hizo una mueca de dolor cuando la circulación volvió a sus dedos. Envidió
a Stivyung por sus callos de granjero. Se desplomó en las sombras junto a la pared, don-
de esperaban Gath y Mishwa.
Permanecieron sentados juntos en silencio durante un rato, contemplando al
granjero tirar pacientemente de la cuerda adelante y atrás. Sigel parecía un tronco en la
oscuridad. Era sorprendente lo bien que se fundía con ella.
Pasaron minutos. Una vez oyeron a Arth dar su llamada de aviso, una imitación de
un ave nocturna. Sigel se tumbó de plano en el suelo, y no tardó en aparecer una patrulla
de guardia por una esquina, llevando una linterna. Un haz de luz enfocado hacia allí
podría descubrirlos. Dennis y los demás contuvieron la respiración.
Pero los de la patrulla pasaron de largo, tras haber contado a los prisioneros del
cobertizo... incluidos los bultos de tela que el grupo había metido bajo las mantas.
A1 parecer, como había predicho Arth, la rutina volvía perezosos a los guardias.
Cuando el pequeño ladrón dio la señal de que todo estaba despejado, Sigel se
levantó y siguió trabajando, infatigable. Desde donde los demás esperaban, podía oírse
un leve sonido siseante, mientras la sierra cortaba más profundamente con cada pasada.
El joven Gath se acercó un poco más a Dennis.
—¿Es verdad que la princesa te mandó una nota? —susurró el muchacho.
Dennis asintió.
—¿Puedo verla?
Un poco reluctante, le tendió la tira de papel basto. Gath lo contempló, con el
ceño fruncido, moviendo los labios. Saber leer no era común en aquella sociedad feudal.
Dennis ya leía tan bien como el muchacho.
Gath le devolvió la nota.
—Algún día me gustaría visitar a los L´Toff —dijo—. En los días del antiguo
duque había más contactos con ellos. ¿Sabes que a veces adoptan a humanos normales?
—continuó el muchacho—. ¡Los L´Toff me recibirían con los brazos abiertos, lo sé!
¡Quiero ser un creador!
Gath le dijo esto último como si confiara a Dennis un enorme secreto.
Dennis sacudió la cabeza, todavía confundido por las costumbres que la gente de
Tatir había desarrollado para tratar con el Efecto Práctica.
—¿Un creador es alguien que fabrica una herramienta por primera vez? —
pregunto—. ¿Alguien que hace comenzadores?
Un «comenzador» era como llamaban a un nuevo objeto o herramienta que nunca
había sido practicado.
—Creía que crear era privilegio de ciertas castas.
Gath asintió. Aceptaba la ingenuidad de Dennis como parte de su condición de
mago.
—Sí. Está la casta de los picapedreros, y la casta de los madereros, la de los
curtidores y la de los constructores y las demás. —Sacudió la cabeza—. Las castas están
cerradas a los recién llegados, y lo hacen todo a la antigua. Sólo los granjeros como
Stivyung pueden crear sus propios comenzadores de la forma que quieren y seguir
adelante, porque están en el campo, donde nadie los puede pillar.
—¿Y eso qué importa? —preguntó Dennis en voz baja—. Una herramienta de
comienzo pronto se adapta a quien la practica, mejorando con el uso. Podrías convertir
una hoja seca en un bolso de seda si la trabajas lo suficiente.
El joven sonrió.
—La esencia original que hay en un comenzador influye en su forma final... un
hacha sólo pude hacerse a partir de un hacha de comienzo, no de una escoba o un trineo.
Una cosa no consigue convertirse en algo mediante la práctica a menos que sea de
alguna utilidad desde el principio.
Dennis asintió. Incluso allí, donde la tecnología era inexistente, la gente
encontraba relaciones de causa y efecto.
—¿Por qué estás en la cárcel, Gath?
—Por crear comenzadores de trineos sin permiso de las castas. —El muchacho se
encogió de hombros—. Fue una estupidez por mi parte dejarme coger. Hasta que vi-
niste, pensaba que cuando saliera me dirigiría a los L´Toff. ¡Pero ahora prefiero trabajar
para ti!
Le sonrió a Dennis.
—¡Probablemente sabes más sobre crear que los L´Toff y todas las castas juntas!
Tal vez necesites un aprendiz cuando regreses a tu tierra natal. ¡Yo trabajo duro! ¡Ya sé
cómo cortar pedernal! ¡Y aprendí a hacer ollas colándome en ... !
El muchacho empezaba a excitarse demasiado. Dennis le hizo un gesto para que
bajara la voz. Se calló, obediente, pero sus ojos seguían brillando.
Dennis pensó en lo que acababa de decir Gath. Probablemente sabía más acerca
de «crear» que nadie en aquel mundo. Pero apenas sabía nada sobre el Efecto Práctica.
Aquí y ahora, esa ignorancia podía ser fatal.
—Ya veremos —le dijo al muchacho—. Cuando salgamos de aquí, puede que
tenga prisa por volver a casa, y tal vez necesite una mano. —Pensó en las colinas del
noroeste, en el zievatrón.
Le preocupaba todo el tiempo que había pasado persiguiendo una civilización
mecánica en aquel planeta. ¿Había enviado Flaster a alguien más a través de la
máquina? Era típico de aquel hombre ponerse nervioso y retrasarse y finalmente
empezar a buscar otro «voluntario».
Por otro lado, Flaster podría haber renunciado y puesto en marcha el zievatrón,
poniendo al equipo del Tecnológico Sahariano a trabajar buscando una vez más entre los
mundos anómalos... usando el algoritmo de búsqueda de Dennis Nuel, por supuesto.
Tal vez tenga que pasar aquí el resto de mi vida, se dijo.
De pronto, se le apareció una imagen de cabellos dorados a la luz de las lunas. Se
le ocurrió que aquel mundo tenía sus atractivos.
Temblando, recordó que también había recibido un aviso de inminente tortura sólo
un par de horas antes.
Tatir también tenía sus pegas.
Stivyung Sigel no había pedido todavía que lo sustituyeran. Trabajaba con una
intensidad febril que asombraba a Dennis, quien alzó la cabeza para ver qué progresos
hacía el granjero.
Se quedó mirando, sorprendido. ¡La sierra ya había cortado hasta la mitad de lo
previsto! ¿Cómo ... ?
Miró a Sigel y se frotó los ojos. Tenía que deberse a la oscuridad, pero de algún
modo era como si el aire que lo rodeaba titilara débilmente. Era como si pequeñas
corrientes de aire se revolvieran a su alrededor. Dennis se volvió hacia Gath para
preguntarle si también él lo veía.
El joven creador también lo veía. Se quedó mirando a Sigel, completamente
asombrado, igual que Mishwa, el otro ladrón que los acompañaba.
—¿Qué es eso? —susurró Dennis con urgencia—. ¿Qué está sucediendo?
Sin apartar los ojos, Gath respondió:
—¡Es un auténtico trance felthesh! ¡Dicen que una persona tiene suerte si llega a
presenciar uno en su vida!
Dennis volvió a mirar a Sigel. El hombre trabajaba con intensidad demoníaca,
formando un destello al mover los brazos adelante y atrás. Mientras observaban, la débil
luminosidad que le rodeaba pareció escalar el fino hilo de seda, como la ionización
chispeante alrededor de una línea de alto voltaje.
Fuera lo que fuese el misterioso «trance felthesh», pudo ver que Sigel y la sierra
destrozaban la unión de la empalizada. Una leve lluvia de polvo caía de las crecientes
aberturas a cada lado del tronco.
A Dennis le pareció asombroso. ¡Pero más le preocupaba en ese momento que los
guardias advirtieran aquel fenómeno!
Dennis decidió que era hora de apresurar un poco las cosas.
Hizo un gesto al ladrón Mishwa Qan. El prisionero era un gigante; aún más
grande que Gil´m, el guardia. Mishwa sonrió y se puso rápidamente en pie. A la llamada
de Dennis se agazapó en la base de la muralla, apoyó la espalda contra el tronco, y
empujó. Las ligaduras gimieron levemente.
Sigel siguió trabajando sin pausa, sin pedir ayuda. La sierra había descendido ya
casi hasta la altura del hombre, pero su ritmo empezaba a menguar. La empalizada tenía
más práctica a ese nivel y era más dura.
Mishwa gruñó y volvió a empujar. El tronco se quejó suavemente, luego se
inclinó hacia fuera un poco, ayudado por su propio peso.
Dennis pidió a Gath que ayudara a Mishwa. Pronto los dos estuvieron resoplando
mientras el tronco volvía a gemir.
Una figura oscura, un poco más grande que un sapo gigante, se inclinó sobre la
creciente abertura y contempló la brillante cremallera-sierra mientras cortaba. El nimbo
del «trance felthesh» de Sigel pareció cubrirla, envolviendo tanto la criatura como la
sierra en un suave resplandor.
Unos ojos verdes brillaron en la oscuridad. Unos dientecitos afilados destellaron
en gesto de diversión.
Dennis sacudió la cabeza.
—Duen, maldito mirón. ¡Ahora se te ocurre aparecer! ¿Cuándo servirás para algo,
eh?
Se dio la vuelta y se unió a los otros, empujando el enorme tronco. Cada vez que
oscilaba, hacía un ruido que Dennis imaginaba podía oírse al otro lado del valle.
Arth llegó corriendo desde su puesto de vigilancia.
—Creo que han oído algo —susurró el ladrón—. ¿No deberíamos parar un
momento?
Dennis miró el tronco. Las estrellas brillaban a través de la abertura. En el rostro
de Stivyung Sigel había una fiera expresión luminosa que hizo que Dennis sintiera un
escalofrío. Los brazos del granjero eran un destello y la sierra desprendía un suave
zumbido casi continuo.
Dennis no se atrevió a perturbar a Sigel. Sacudió la cabeza.
—No podemos. ¡Es todo o nada! ¡Si vienen los guardias tendrás que distraerlos!
Arth asintió brevemente y se marchó.
Entre empujones, Dennis miró la fina sonrisa que indicaba que el cerduende
seguía allí, observando su pugna. Disfruta, le deseó a la criatura, y empujó de nuevo.
El tronco gruñó, esta vez realmente fuerte. Hubo un alarido tras ellos en el
complejo, una conmoción de sombras en los barracones. Siguieron más gritos y alaridos
procedentes casi de todas partes.
—¡Con fuerza! —urgió. Todos sabían que les quedaba poco tiempo.
Mishwa Qan gritó y se abalanzó contra la barrera que se alzaba entre él y la
libertad. Gath y Dennis fueron apartados a un lado.
Unas llamas aletearon en los barracones. La distracción de Arth había empezado.
Unas sombras se movieron delante del fuego. Las porras se alzaron bien alto mientras
los guardias y los prisioneros luchaban. Arriba, en el castillo, empezó a sonar un gong
de alarma. Los ladrones, Arth y Perth, salieron súbitamente de las sombras. El hombre
más pequeño jadeaba.
—Nos he conseguido unos doscientos latidos de ventaja, Denniz. No más.
El tronco volvió a gemir, como un animal moribundo, mientras se inclinaba otros
diez grados.
—Resta con eso cien latidos —dijo Arth secamente.
Sigel redobló sus esfuerzos y la sierra cantó una tonada aún más aguda. El hombre
parecía envuelto en turbulencia, y copos de luz caían del cable de seda dental.
Mishwa Qan retrocedió unos seis metros, arañó el suelo con los pies y soltó un
fiero grito mientras cargaba contra el tronco iluminado. Éste se desplomó con un
crujido, y de repente tuvieron una abertura ante ellos. El sonido se propagó a través de
la noche. No había confusión posible en la reacción de los guardias. Dejaron el incendio
y el tumulto y se gritaron mutuamente, señalando a Dennis y sus camaradas.
Sigel contempló agotado su tarea, con las manos colgando fláccidas a sus
costados. El hombre parecía exhausto, pero sus ojos estaban encendidos.
Tres guardias salieron de la fluctuante luz de los cobertizos, con las porras en alto.
De repente una sombra en el suelo se alzó ligeramente, lo suficiente para hacer resbalar
a uno de ellos. Arth agarró el pie izquierdo de otro guardia, que también cayó de bruces.
El tercero llegó hasta Dennis, entonando un feroz alarido de batalla.
—Oh, al diablo —suspiró Dennis. Detuvo el brazo alzado y golpeó al guardia en
la nariz. El soldado cayó de espaldas, sin aliento.
Acudieron más guardias. Dennis sintió una brisa a su lado cuando Arth pasó
corriendo.
—¡Vámonos! —le gritó Dennis a Sigel, y empujó al granjero hacia el estrecho
portal que conducía a la libertad.
Una lanza chocó en la muralla, cerca de ellos. Stivyung reaccionó, luego sonrió a
Dennis y asintió. Juntos, atravesaron la abertura y salieron a la noche.
Mientras escapaban, Dennis vio algo que brillaba, como un collar de diamantes a
la luz de las estrellas, medio asomando bajo el tronco caído.
Pero no se detuvieron, y pronto Sigel y él estuvieron corriendo por las callejas de
Zuslik, con sus perseguidores detrás.
VI
BALLON D'ESSAI
Las señales hechas con linternas destellaban desde el castillo hasta todas las
puertas. Los destacamentos de guardia se doblaron, y todas las personas que intentaban
dejar la ciudad fueron registradas a conciencia. En el cielo, los miembros de la patrulla
aérea del señor escrutaron la zona hasta la llegada de la oscuridad, momento en que
tuvieron que aterrizar.
—El barón nunca formó un alboroto como éste cuando se le escapó alguien. No es
que se lo tomara a bien, ¿pero por qué la gran caza del hombre esta vez?
El ladrón tuerto, Perth, se asomó a una ventana del primer piso de una de las
nuevas construcciones (y por tanto más débiles) de Zuslik. Le preocupaban las luces
destellantes y el paso de las tropas de norteños con sus altos cascos de piel de oso.
Arth, el pequeño cabecilla de los bandidos, indicó a su socio que se apartara de la
ventana.
—Nunca nos encontrarán aquí. ¿Desde cuándo han detectado los norteños de
Kremer uno solo de nuestros escondites? Cierra los postigos y siéntate, Perth.
Perth obedeció, pero dirigió una mirada de reojo a los otros fugitivos, que
charlaban en torno a una mesa cerca de la cocina mientras la esposa de Arth preparaba
la cena.
—Tú y yo sabemos a quién buscan —le dijo a Arth—. Al barón no le gusta perder
a uno de sus mejores practicadores. Y aún peor no le gusta perder a un mago.
Arth no pudo más que estar de acuerdo.
—Apuesto a que el barón Kremer lamenta haber dejado a Denniz en la cárcel
tanto tiempo. Probablemente pensó que tenía todo el tiempo del mundo para torturarlo.
Arth acarició los mullidos brazos de su sillón reclinable. Una vez al día, uno de
los miembros libres de su banda se había sentado en él para mantener su práctica. Arth
estaba satisfecho porque eso demostraba que creían que escaparía tarde o temprano.
—De todas formas —le dijo a Perth—, les debemos nuestra libertad a esos tres,
así que no les echemos la culpa de la ira del barón.
Perth asintió, pero distaba mucho de estar contento. Mishwa Qan y la mayoría de
los otros ladrones estaban fuera, buscando en la ciudad los artículos que Dennis Nuel
había pedido. A Perth no le gustaba que un forastero diera órdenes a los ladrones de
Zuslik... fuera mago o no.
Dos días después, la búsqueda de los fugados finalmente remitió. Los guardias
apostados en las puertas de la ciudad seguían comportándose de manera diligente, pero
las patrullas callejeras volvieron a la normalidad. Dennis pudo por fin dar un paseo por
la ciudad de Tuslik.
En su primer intento, a su llegada, casi dos semanas antes, estaba lleno de vagas
ideas sobre cómo comportarse en una ciudad desconocida.
(Una vez establecido el contacto con la asociación local de su profesión,
imaginaba, sólo había que esperar a que un colega insistiera en que se alojara en su
casa... y le ofreciera a su encantadora hija como guía, tal vez. ¿No eran ésas las
circunstancias que había imaginado hacía bien poco?)
Sus planes se habían torcido antes de atravesar las puertas de la ciudad. Con todo,
probablemente había adquirido un conocimiento más íntimo de las estructuras de poder
locales de lo que habría conseguido como turista... y sin las típicas lacras del viajero
boquiabierto: mendigos, timadores y asaltantes.
Arth y él almorzaron en una cafetería al aire libre que daba a un bullicioso
mercadillo callejero. Dennis apuró su último bocado de filete de rickel con un ansioso
trago de la oscura cerveza local. Después de un largo día practicando el globo, se le
había abierto el apetito.
—Más —eructó, soltando la jarra de cerveza con un golpe sobre la mesa.
Su compañero se le quedó mirando un momento, luego chasqueó los dedos para
llamar al camarero. Dennis era un poco más grande que el varón coyliano medio, pero
su apetito lo estaba convirtiendo en una especie de sensación.
—Tómatelo con calma —sugirió Arth—. ¡Después de lo que he pagado por todo
esto, no podré permitirme llevarte a un médico que te cure el estómago!
Dennis sonrió y cogió un burdo palillo de dientes de un vaso de la barra. Vio
cómo un pesado trineo de carga pasaba ante el restaurante, casi silencioso sobre una de
las carreteras autolubricantes, tirado por una paciente bestia.
—¿Han conseguido tus muchachos recoger más aceite deslizante? —le preguntó
al ladrón.
Arth se encogió de hombros.
—No demasiado. Usamos a golfillos callejeros para recogerlo, pero los
conductores les tiran piedras. Y los chicos malgastan un montón jugando al «cerdo
engrasado». Por ahora sólo tenemos un cuarto de bote o así.
¡Sólo un cuarto de bote! ¡Eso era casi un litro del mejor lubricante que Dennis
había visto en su vida! Desde luego, Arth no había actuado con aquella indiferencia
cuando Dennis le demostró lo que podía hacer con el material. Casi se había vuelto loco
de excitación.
Resultaría un producto comercial útil, por supuesto. También facilitaría
enormemente los robos... hasta que los propietarios de las tiendas empezaran a practicar
las puertas para que fuesen resistentes a la sustancia. El cargamento de papel de la
noche anterior se había conseguido contando por completo con el use por sorpresa del
aceite deslizante.
Dennis se preguntó por qué aquella gente nunca había descubierto la sustancia que
hacía funcionar sus carreteras. ¿Se debía a la falta de curiosidad, o al hecho de actuar
basándose en un conjunto de suposiciones completamente diferentes sobre el
funcionamiento del universo?
Naturalmente, la historia mostraba que la mayoría de las culturas de la Tierra se
había estructurado en castas, y había mejorado lentamente la forma de hacer las cosas a
lo largo de siglos. En Tatir, donde la innovación era menos necesaria, la gente no había
desarrollado una tradición innovadora hasta muy recientemente. La guerra entre el
barón Kremer y el rey parecía haber contribuido a ese cambio.
Aquella mañana Arth y él habían alquilado un almacén. El creciente terror a la
guerra había repercutido desfavorablemente en el comercio fluvial, y el casero estaba
desesperado por conseguir un inquilino. Alguien tenía que ocupar el lugar y mantenerlo
en forma hasta que los tiempos mejoraran. Las paredes mostraban ya grietas, y empe-
zaban a parecer otra vez troncos de madera.
Arth era un regateador consumado. ¡El casero acabó pagando una pequeña suma
para que se mudaran una temporada!
La noche anterior tuvo lugar el robo del fieltro. Los ladrones de Arth llegaron
furtivamente al almacén llevando rollos de fino paño. Dama Aren y varias costureras
ayudantes, todas de familias que habían sido despojadas de su clase por el padre del
barón Kremer, se pusieron inmediatamente a trabajar. Y el joven Gath estaba en aquel
mismo momento construyendo la barquilla para el globo grande. El joven estaba
entusiasmado por la posibilidad de crear algo nuevo, algo que sería útil incluso antes de
su primera práctica.
Arth pagó la cuenta, rezongando por el importe.
—¿Y ahora qué? —preguntó.
Dennis hizo un gesto que lo abarcaba todo con las manos.
—¿Qué más? ¡Muéstramelo todo!
Arth suspiró, resignado.
Su primera parada fue en el bazar de los mercaderes y practicadores.
A diferencia de otros mercados al aire libre donde se vendían artículos para
practicar por cuenta del cliente, en aquella plaza se ofrecían materiales de buena
calidad. Los edificios en forma de zigurat eran brillantes y de buen gusto. Sus plantas
bajas, abiertas a la calle, estaban sostenidas por columnas arqueadas y estriadas.
Hombres y mujeres bien vestidos pregonaban mercancías colocadas en largas mesas
ante las aberturas.
Dennis examinó navajas y cinceles afilados, sogas de una resistencia y una
ligereza extraordinarias, así como arcos y flechas practicados centenares de veces contra
blancos y que en la Tierra se habrían vendido a un precio muy elevado.
No había ni rastro de tornillos o clavos, y apenas metal alguno. Por ninguna parte
había nada parecido a una rueda.
En un extremo estaban los artículos más baratos: hachas burdas, armaduras de
tiras de cuero curtido cosidas. Bajo cada mesa estaba el sello de la cofradía creadora
adecuada: un signo de que el «comenzador» estaba aprobado por la ley.
Dennis se sobresaltó al oír unos golpes. Dos hombres con aspecto de lacayos
caminaban por el parapeto del segundo piso, golpeando las paredes con unos bastones.
—Mejoran los bastones con los golpes y las paredes para repeler a los ladrones —
explicó Arth. Le hizo un guiño a Dennis—. Gente como nosotros.
Allí los robos solían producirse atravesando las paredes de una casa cuando el
inquilino estaba fuera. A veces la gente olvidaba que vivir en una casa la practicaba bien
para que se mantuviera en pie y resguardarla de la lluvia, pero poco más.
Estaba claro que los propietarios de aquel edificio no lo habían olvidado.
La plaza se encontraba repleta de aristócratas de la parte alta de la ciudad y de
mansiones situadas fuera de las murallas de Zuslik. Iban acompañados por sus siervos.
Amo y lacayo a menudo vestían de forma idéntica, y habitualmente eran de la
misma talla e igual constitución. Sólo podían distinguirse por los imperiosos modales de
los nobles, sus peinados y los trocitos de joyas de metal que llevaban.
En la Tierra, los ricos hacían ostentación de su posición social adquiriendo
grandes cantidades de propiedades que apenas eran utilizadas. En Tatir, esas
propiedades se deteriorarían rápidamente hasta su burdo estado original. Así que, para
mantener su apariencia, hacían falta sirvientes que no sólo se encargaran de las tareas de
la casa, el cuidado de los jardines y otros trabajos, sino que mantuvieran también las
propiedades de sus amos practicadas por ellos.
Dennis percibió algunas de las implicaciones sociales de aquello.
Cuando estaban tan ocupados llevando las ropas de sus amos, los criados no
tenían tiempo de practicar las suyas. Podían ir muy elegantes todo el tiempo, pero los
finos tejidos no eran suyos. ¡Si dejaban a sus patronos, no tendrían nada propio!
Naturalmente, sería un símbolo de distinción entre los ricos no ser vistos nunca
llevando o usando nada que necesitara realmente ser practicado.
Además de la comida y la tierra, el metal y el papel, el principal valor era la
dedicación humana. Incluso cuando estaba agotado por un duro día de trabajo en los
campos, el tiempo de un siervo no era suyo propio. Al relajarse practicaba la silla de su
amo; al comer, practicaba la vajilla de repuesto de su ama. ¡No podía ahorrar para
comprar su libertad, porque cualquier cosa ahorrada tenía que ser mantenida, o se
enfrentaría al deterioro!
¡No era de extrañar que se estuvieran cociendo problemas en el este! La
combinación de gremios, iglesias y aristocracia aseguraba que el cambio fuera difícil, si
no imposible.
Más tarde, en otra parte de la ciudad, Dennis y Arth contemplaron el paso de una
procesión por una de las plazas principales. Un trío de sacerdotes con túnicas amarillas
y sus seguidores llevaban una plataforma con cojín donde reposaba una brillante espada.
En las cuatro esquinas del palanquin había cabezas humanas recién cortadas.
—Sacerdotes de Mlikkin —le aclaró Arth—. Asesinos sangrientos. Atraen a los
ciudadanos más indeseables de Zuslik con sus costumbres asesinas. —Escupió.
Dennis se obligó a mirar, aunque se le revolvía el estómago ante la sangrienta
visión. Por lo que había podido saber durante las últimas semanas, los sacerdotes
estaban enzarzados en una campaña para acostumbrar a la gente de la ciudad a la idea
de la muerte y la guerra.
Naturalmente, cuando la procesión se detuvo ante una plataforma emplazada en
un extremo de la plaza, el sacerdote principal alzó la espada (un claro producto de
generaciones de práctica diaria a cargo de los acólitos de Mlikkin) y soltó una arenga a
la multitud que se había congregado. Dennis no pudo entender gran cosa, pero el tipo no
tenía en gran estima a la «escoria del este». Cuando empezó a hablar mal del rey
Hymiel, algunos parroquianos se miraron nerviosamente unos a otros, pero nadie alzó la
voz para manifestar su desacuerdo.
Sin embargo, varios zuslikeranos, con el ceño fruncido en gesto de disgusto, se
marcharon rápidamente, dejando la plaza para los creyentes.
Con una excepción. Dennis advirtió a una anciana arrodillada en un extremo
lejano de la plaza, ante un nicho donde había una estatua polvorienta. Con sus manos
ajadas por la edad, despejó las capas de suciedad y puso flores nuevas en el pedestal
retorcido y helicoidal.
Algo en la forma del altar hizo que a Dennis se le pusieran los pelos de punta.
Avanzó hacia allí, con Arth siguiéndole nervioso y quejándose de que aquél no era un
lugar seguro para ninguno de los dos.
—¿Qué es eso? —le preguntó Dennis a su compañero, señalando el altar.
—Es un lugar de la Antigua Fe. Algunos dicen que estaba aquí incluso antes de
que Zuslik fuera fundada. Las iglesias trataron de derribarlo, pero ha sido practicado du-
rante tanto tiempo que es imposible arañarlo siquiera. Así que le echan basura encima y
hacen que grupos de matones espanten a la gente que intenta rezar aqui.
No era extraño que la anciana mirara a su alrededor nerviosamente mientras
seguía con sus devociones.
—¿Pero por qué se molestan ... ?
Dennis se detuvo, todavía a veinte metros de distancia. Reconoció la figura que
ocupaba el pedestal. Era un dragón. Había visto uno igual en la empuñadura del cuchillo
nativo que había encontrado junto al zievatrón.
En la boca sonriente del dragón había una figura malévola y demoníaca: un
«blecker», según Arth. Aunque cubierto de suciedad y pintadas, el dragón le hacía un
guiño al transeúnte. Su ojo abierto brillaba como una joya.
Pero era el pedestal que sostenía a la bestia mítica lo que había llamado la
atención de Dennis. La columna acanalada era una delicada hélice doble, sostenida por
raíles delicadamente entrelazados, como los peldaños de una escala retorcida.
¡Era una cadena de ADN, o Dennis era primo hermano del cerduende!
Dennis sintió nuevamente la nerviosa sensación de irrealidad que le había asaltado
desde su llegada a aquel mundo. Se acercó lentamente al altar, preguntándose cómo
podía haber aprendido esa gente sobre genes sin disponer de las herramientas o las
disciplinas mentales necesarias.
—¡Chitón! —Arth le dio un codazo—. ¡Soldados!
Señaló la calle principal, por donde un pelotón avanzaba en dirección a ellos.
Dennis miró anhelante la estatua, pero asintió y siguió rápidamente a Arth hacia
un callejón. Vieron desde las sombras cómo pasaba una patrulla. El pelotón marchaba
orgullosamente, sus «thenners» en alto. El gigantesco sargento, Gil´m, caminaba junto a
ellos, insultando a los civiles que no se apartaban rápidamente del camino.
Por la forma en que los ciudadanos se disgregaban, Dennis supuso que los
montañeses de Kremer seguían sin considerarse zuslikeranos, a pesar de que la ciudad
era la capital del barón desde hacía una generación.
Cuando Dennis volvió a mirar el pequeño nicho-altar, la anciana se había
marchado, sin duda a toda velocidad. También había desaparecido su mejor oportunidad
de aprender más sobre la Antigua Fe.
La patrulla de soldados precedía a casi una docena de jóvenes civiles, cabizbajos y
atados unos a otros por las muñecas.
—¡Leva forzosa! —susurró Arth roncamente—. Kremer está reclutando la
milicia. ¡La guerra no puede estar muy lejos!
Eso recordó a Dennis que seguía siendo un hombre perseguido. Alzó la cabeza y
vio, en el cielo, unas alas negras planeando en una corriente de aire. Un par de pequeñas
figuras humanas se sentaban en un ligero armazón de caña bajo el planeador, mirando
perezosamente hacia una terma situada al sur de la ciudad. La parte inferior del aparato
estaba pintada para que sus alas parecieran correosas y aprovechar así la tradicional
superstición referente a los dragones que aparecía en la mayoría de los cuentos de hadas
coylianos.
Por fortuna, aquella gente nunca había inventado el telescopio. No era probable
que esos vigías los detectaran en las atestadas calles de Zuslik. Arth y él sólo tenían que
preocuparse por las patrullas de a pie.
No obstante, cuando hicieran su intento con el globo, sería muy diferente.
Aquellos planeadores podrían representar un problema.
Parecía aconsejable ser discretos. Dejó que Arth lo sacara de la plaza, pero decidió
regresar más tarde para estudiar la estatua con más detalle.
VII
PUNDIT NERO
Cavernícolas, se recordó Dennis una y otra vez mientras se dirigía hacia el salón
del banquete.
Recuerda, chico, sólo son cavernícolas.
Era difícil tenerlo en cuenta. El gran pasillo estaba recubierto de relucientes
espejos y tapices recargados. Sus botas y las de su escolta claqueteaban sobre un suelo
de mosaico que reflejaba las luces de los chispeantes candelabros.
Había guardias con armaduras brillantes de cuero y albardas resplandecientes a
intervalos regulares, en rígida posición de firmes.
¿Era un alarde de ostentación mantener a esos hombres allí cuando incluso su
tiempo libre era más valioso si lo pasaban practicando cosas?, se preguntó Dennis.
Entonces se le ocurrió que, de hecho, estaban practicando algo: el pasillo en sí.
Estaban mirando los espejos y tapices y los uniformes de los otros, haciéndolos más
hermosos al apreciarlos. ¡Indudablemente aquellos guardias habían sido elegidos menos
por su marcialidad que por su buen gusto!
Su escolta le miró cuando silbó admirado.
Mientras se acercaban a dos puertas altas y enormes, Dennis trató de relajarse.
«Si el pez gordo local espera a un mago, lo mejor que puedo hacer es actuar como
un mago. Tal vez este barón Kremer sea razonable. Tal vez pueda llegar a un trato con
él: libertad para mí y para mis amigos, y ayuda para arreglar el zievatrón, a cambio de
enseñar el principio de la rueda a uno de los gremios de creadores.»
Dennis se preguntó si el noble cambiaría a la princesa Linnora por la «esencia»
del vuelo en aerostato.
Las grandes puertas se abrieron en silencio mientras Dennis era conducido a un
amplio salón de techo abovedado. El centro de la cámara estaba dominado por una mesa
ornamentada, tallada a partir de alguna madera oscura increíblemente hermosa. La tenue
luz procedía de tres candelabros lujosos. Las copas de cristal que había sobre el mantel
bordado chispeaban a la luz de las velas.
Aunque había preparados cuatro asientos, en ese momento sólo eran visibles los
criados. Uno trajo una bandeja con varias bebidas y se las ofreció a Dennis.
Necesitaba algo para calmar los nervios. Era difícil recordar que un salvaje (un
cavernícola) era el dueño de todo aquello. Todo en la sala pretendía hacer que el
invitado fuese consciente de su posición en una sociedad estratificada. En una
habitación como aquélla, en la Tierra, Dennis estaría a punto de conocer a la realeza.
Señaló una botella, y el criado sirvió el licor en una copa de cristal del color del
fuego.
Dennis cogió la copa y deambuló por la habitación. Si fuera un ladrón y tuviera un
zievatrón en funcionamiento a su alcance, podría irse a la Tierra sólo con lo que pudiera
llevarse en las manos.
Suponiendo, claro está, que las cosas se conservaran en su actual estado cuando
dejaran el ambiente del Efecto Práctica.
Dennis sonrió al imaginar a los airados clientes cuyas maravillosas compras se
deterioraban lentamente ante sus ojos para convertirse en los rudos productos de un
taller infantil.
Los litigios podrían durar años.
La sensación de extrañeza regresó. Parecía inexorable. Y esta vez no estaba
seguro de que sirviera de ayuda. Esa noche tenía que parecer confiado, o se arriesgaba a
perder cualquier posibilidad que le quedara de regresar a casa.
Mientras reflexionaba, pasó ante unas elegantes puertas correderas que daban al
balcón. Contempló la noche estrellada, con dos pequeñas lunas proyectando su luz sobre
las nubes de paso, y se llevó la copa a los labios.
Una vez más fue víctima de sus propias presunciones. ¡En aquel entorno lujoso,
esperaba las mejores cosechas, no meados de elefante!
Desde las sombras a su derecha llegó una risa femenina y musical. Se volvió
rápidamente y vio que había alguien más en el balcón; la mano de ella trató brevemente
de ocultar una sonrisa de diversión.
Dennis sintió que la sangre se le agolpaba en las mejillas.
—Sé cómo te sientes —se apresuró a decir la mujer, compasiva—. ¿No es
horrible? El vino no se puede practicar, ni cocinar. Así que estos cretinos ponen lo que
tienen en botellas bonitas y son felices, incapaces de notar la diferencia.
Por lo poco que había visto de ella y las historias que había oído sobre los L´Toff,
Dennis se había formado una imagen mental casi élfica, frágil y etérea, de la princesa
Linnora. De cerca era, en efecto, hermosa, pero mucho más humana de lo que había
imaginado. Se le marcaban hoyuelos al sonreír, y sus dientes, aunque blancos y
brillantes, eran ligeramente irregulares. Aunque se trataba sin duda de una mujer joven,
la pena había pintado ya leves arrugas en las comisuras de sus ojos.
Dennis sintió que la voz se le atascaba en la garganta. Ensayó una torpe reverencia
mientras trataba de pensar en algo que decir.
—En mi país, señora, ahorraríamos las cosechas como ésta para periodos de
penitencia.
—Vaya penitencia. —Ella parecía impresionada por ascetismo que aquello
implicaba.
—Ahora mismo —continuó Dennis—, cambiaría esta rara copa y todas las
riquezas del barón por un buen Cabernet de mi tierra... para poder brindar por vuestra
belleza, y la ayuda que me ofrecisteis una vez.
Ella respondió al halago con una inclinación de cabeza y una sonrisa.
—Un cumplido rebuscado, pero creo que me gusta. Admito, sir Mago, que
esperaba no volver a verte. ¿Tan pobre fue mi ayuda?
Dennis se unió a ella en la barandilla.
—No, señora. Vuestra ayuda hizo posible nuestra huida de la cárcel de abajo. ¿No
escuchasteis la conmoción que causasteis indirectamente esa noche?
Los labios de Linnora se arrugaron y se apartó un poco, intentando obviamente no
reírse al recordarlo.
—La expresión de la cara de mi anfitrión esa noche pagó con creces cualquier
deuda que pudieras tener conmigo. Sólo desearía que su nido hubiera permanecido
vacío.
Dennis pensó decir algo elegante como «No pude permanecer lejos sino regresar
con vos, mi señora». Pero la franqueza en los ojos grises de ella hizo que eso pareciera
rebuscado a inadecuado. Bajó la cabeza.
—Bueno —dijo en cambio—. Supongo que incluso un mago puede resultar un
poco torpe de vez en cuando.
La cálida sonrisa de la princesa le dijo que había dado la respuesta adecuada.
—Entonces tendremos que esperar hasta que se presente otra oportunidad,
¿verdad? —preguntó.
Dennis se sintió enormemente feliz.
—Esperaremos —coincidió.
Permanecieron en silencio un instante, contemplando los reflejos de las lunas en el
río Fingal.
—Cuando el barón Kremer me mostró tus pertenencias por primera vez —dijo
ella por fin—, me convencí de que alguien extraño había llegado a este mundo. Se
trataba obviamente de herramientas de gran poder, aunque casi no pude sentir ningún Pr
´fett en ellas.
Dennis se encogió de hombros.
—En mi tierra eran artículos sencillos, alteza.
Linnora le miró con atención. Dennis se sorprendió al notar que era ella la que
parecía nerviosa. Su voz era suave, casi sumisa.
—¿Vienes entonces del lugar de los milagros? ¿La tierra de nuestros antepasados?
El diácono Hoss´k abrió los brazos en un gesto amplio que por los pelos no
alcanzó un brillante candelabro.
—Verás, mago, las cosas no vivientes fueron compensadas por las cosas que los
dioses dieron a los vivos. Un árbol puede crecer y prosperar y esparcir sus semillas, pe-
ro también está condenado a morir, mientras que un río no. Un hombre puede pensar y
actuar y moverse, pero está destinado a volverse viejo y decrépito con el tiempo. Las
herramientas que utiliza, por otro lado (los esclavos no vivientes que le sirven toda su
vida), sólo mejoran con el uso.
La exposición del diácono era una extraña mezcla de teología, teleología y cuento
de hadas. Dennis trató de no parecer demasiado divertido.
El ave asada de su plato constituía una clara mejora respecto a la dieta del
calabozo, y no estaba dispuesto a arriesgarse a volver a prisión por reírse de las tonterías
del sabio residente de su anfitrión.
Sentado a la cabecera de la mesa, el barón Kremer escuchaba en silencio la
pedante exposición de Hoss´k, dirigiendo de vez en cuando a Dennis una larga mirada
apreciativa.
—Así, en todos los objetos inanimados (incluso los que una vez vivieron, como la
piel o la madera), los dioses imbuyeron el potencial para convertirse en algo más grande
que ellos mismos... algo útil. Ésta es la forma que los dioses eligieron para proporcionar
a su pueblo una prosperidad inevitable...
El grueso erudito iba vestido con un elegante traje de noche de color blanco.
Mientras gesticulaba, las mangas aleteaban, dejando entrever el vistoso atuendo rojo de
debajo.
—Cuando un creador convierte el potencial de un objeto en esencia —continuó
Hoss´k—, la cosa puede entonces ser practicada. De esta forma los dioses
predeterminaron no sólo nuestro estilo de vida, sino también nuestro bendito orden
social.
Frente a Dennis, la princesa Linnora picoteaba su comida. Parecía aburrida, y tal
vez un poco furiosa por lo que Hoss´k tenía que decir.
—Hay quienes creen —dijo— que las cosas vivientes también tienen potencial.
También pueden alzarse sobre lo que son y volverse más grandes de lo que han sido.
Hoss´k dirigió a Linnora una sonrisa condescendiente.
—Una absurda idea, residuo de antiguas supersticiones tomadas en serio sólo por
unas cuantas tribus oscuras como la vuestra, mi señora, y por algunos de los salvajes del
este. Manifiesta un deseo primitivo de que la gente, las familias e incluso las especies
puedan ser mejoradas. ¡Pero mirad a vuestro alrededor! ¿Mejoran los conejos, los
rickets o los caballos con cada año que pasa? ¿Lo hace el hombre?
»No, está claro que el hombre en sí no puede ser mejorado. Sólo lo inanimado
puede, con la intervención del hombre, ser practicado hasta la perfección.
Hoss´k sonrió y tomó un sorbo de vino.
Dennis no podía evitar la vaga sensación que llevaba acosándole desde hacía una
hora, de que había conocido al hombre antes y de que había alguna causa de enemistad
entre ellos.
—Muy bien —dijo—, has explicado por qué las herramientas inanimadas
mejoran con el uso... porque los dioses decretaron que así fuera. ¿Pero cómo un trozo de
pedernal, por ejemplo, se convierte en un hacha simplemente al ser utilizado?
—¡Ah! ¡Buena pregunta! —Hoss´k se detuvo para eructar satisfecho. Al otro lado
de la mesa, Linnora puso los ojos en blanco, pero Hoss´k no lo advirtió—. Verás, mago,
los eruditos saben desde hace tiempo que el destino final de esta hacha que mencionas
está determinado en parte por la esencia de crear infundida en ella por un maestro se-
ñalado del gremio de los picapedreros. La esencia que se pone en un objeto en su
comienzo es tan importante come el Pr´fett, que el propietario consigue a través de la
practica.
»Con esto quiero decir que la práctica es importante, pero es inútil sin la esencia
adecuada en el comienzo. Por mucho que lo intente, un campesino no puede practicar
un trineo para volverlo una azada, o para convertir una cometa en una copa. Una
herramienta debe comenzar al menos siendo un poco útil en su tarea designada para
mejorar con la práctica. Sólo los maestros creadores tienen esta habilidad.
»Esto es algo no muy apreciado por las masas, sobre todo últimamente, con toda
esta desconocida ira contra los gremios. Los descontentos hablan del “valor añadido” y
la “importancia del trabajo de práctica”. ¡Pero todo son tonterías de ignorante!
Dennis ya se había dado cuenta de que Hoss´k era el tipo de intelectual que
desprecia un urgente a imparable cambio en su sociedad, ignorando por completo las
fuerzas en tensión a su alrededor. Los de su clase siempre tocaban la lira mientras Roma
ardía, al mismo tiempo que justificaban las cenizas con su propia lógica.
Hoss´k sorbió su vino y sonrió a Dennis.
—Naturalmente, no tengo que explicar a un hombre de tu categoría por qué es tan
necesario controlar a las clases inferiores.
—No tengo ni idea de a qué se refiere —respondió Dennis fríamente.
—Vamos, vamos, mago, no tienes que disimular. Tras inspeccionar los artículos
que tan amablemente... nos has prestado, ¡puedo decir tantas cosas sobre ti! —Con una
sonrisa indulgente, el hombre mordió una pulposa fruta del postre.
Dennis decidió no decir nada. Había comido despacio y hablado poco durante la
velada, consciente de que el barón observaba sus reacciones con atención. Apenas había
tocado el vino.
Dennis y Linnora habían intercambiado algunas miradas cuando se atrevieron.
Una vez, mientras el barón le hablaba al sirviente y el erudito disertaba hacia el techo, la
princesa hinchó los carrillos y remedó el parloteo de Hoss 'k. Dennis tuvo que
esforzarse para no soltar una carcajada.
Cuando Kremer los miró con curiosidad, Dennis trató de mantener la cara seria.
Linnora adoptó una expresión de atenta inocencia.
Dennis comprendió que llevaba camino de enamorarse.
—Siento curiosidad, diácono —dijo Kremer—. ¿Qué puedes adivinar sobre la
tierra de nuestro invitado sólo a partir de sus herramientas y su conducta?
El barón se arrellanó en su mullido asiento, semejante a un trono. Parecía lleno de
energía, cuidadosa, calculadamente contenida. Aparecía de vez en cuando, al aplastar
nueces con las manos desnudas.
Hoss´k se limpió la boca en su manga- servilleta. Inclinó la cabeza.
—Como desees, mi señor. Primero, ¿quieres decirme cuáles de las herramientas
de Dennis Nuel te resultan más interesantes?
Kremer sonrió, indulgente.
—El arma que mata de lejos, la caja de vidrio para ver en la distancia y la caja que
muestra brillantes insectos en forma de puntos móviles.
Hoss´k asintió.
—¿Y qué tienen todas esas cosas en común?
—Dínoslo tú.
—Muy bien, mi señor. Claramente, esos artículos contienen esencias
completamente desconocidas aquí en Coylia. Nuestra señora de los L´Toff —Hoss´k
inclinó la cabeza en dirección a Linnora— nos ha confirmado este hecho.
»Aunque él haya pretendido ocultar los detalles de sus orígenes, la ignorancia
evidente de nuestro mago sobre algunos de los hechos más básicos de nuestro modo de
villa indica que procede de una tierra lejana, seguramente de más allá del Gran Desierto
situado tras las montañas... una tierra donde el estudio de la esencia ha desarrollado
líneas radicalmente diferentes a las de aquí.
»Quizá la esencia misma sea diferente allí, y las herramientas que practican están
constreñidas a desarrollarse de formas totalmente divergentes. —Hoss´k sonrió, como si
supiera que estaba haciendo una osada especulación.
Dennis se enderezó en su silla. Tal vez este tipo no sea tonto, después de todo,
pensó.
—La caja de luces, en particular, me dice mucho —continuó Hoss´k, confiado—.
Los diminutos insectos amaestrados que contiene tras su tapa nos resultan
desconocidos. Son más pequeños que la más diminuta luciérnaga. ¿Cómo se llaman,
mago?
Dennis volvió a acomodarse en la silla, casi suspirando en voz alta su decepción.
Cavernícolas, se recordó.
—Se llaman pixels —respondió—. Son elementos compuestos de algo llamado
cristal líquido, que...
—¡Elementales de cristal líquido! —le interrumpió Hoss´k—. ¡Imagínate eso!
Bueno, al principio temí que las pequeñas criaturas murieran bajo mi cuidado. Con el
tiempo se volvieron oscuras, y no pude encontrar agujeros para que respiraran ni forma
alguna de suministrarles comida. ¡Finalmente descubrí, casi por accidente, he de
confesarlo, que se recuperaban rápidamente cuando se alimentaban de luz solar!
Dennis no pudo evitar reaccionar alzando una ceja. Hoss´k tomó nota y sonrió
triunfal.
—Ah, sí, mago. No somos retrasados ni idiotas aquí. Este descubrimiento resultó
particularmente agradable a mi señor barón. Para entonces, su nueva arma, el pequeño
«lanzador de agujas» que tan amablemente nos proporcionaste, había dejado de
funcionar. Ahora, naturalmente, también esa herramienta se alimenta de luz cada día
mientras es practicada.
El grueso erudito sonrió mientras el barón Kremer le reconocía el logro con una
leve sonrisa y un gesto de cabeza. Kremer tenía obviamente planes para la pistola de
agujas. Dennis frunció el ceño, pero permaneció en silencio.
—Como los insectos de la caja maravillosa —continuó Hoss´k—. Algo dentro del
arma debe comer sol a intervalos. De hecho, cuando se usa el arma puede oírse el leve
rumor de los animales cautivos en su interior.
»Encontré una pequeña puerta para la comida en esa máquina. Y ahora, además de
luz, proporcionamos a las criaturas del interior el metal que al parecer requieren.
»Esos demonios tuyos tienen gustos caros, mago. ¡Mi señor ha agotado el precio
de varios siervos sólo manteniendo el arma en práctica!
Dennis mantuvo el gesto impasible. El tipo era listo, pero sus deducciones estaban
cada vez más y más alejadas de la realidad. Dennis trató de no pensar en cómo Kremer
podría estar «practicando» con su aguja.
—¿Y qué te dice todo esto sobre mi tierra natal? —pregunto.
Hoss´k sonrió.
—Bueno, primero hemos visto que parte de tu magia consiste en tomar la esencia
de las cosas vivas a infundirla en herramientas antes de que la práctica comience siquie-
ra. Esto me sugiere una sociedad menos considerada que la nuestra por la dignidad de la
vida.
Dennis no pudo dejar de sonreír sardónicamente. ¡De todas las posibles
conclusiones estúpidas tenía que llegar a ésa! Se volvió hacia Linnora para compartir
sus sentimientos secretamente con una mirada de complicidad, pero quedó aturdido por
la mirada que ésta le dirigió. Obviamente, ella no tenía en gran estima a Hoss´k, pero su
última deducción sin duda la había perturbado. Manoseó su servilleta, nerviosa.
¿No se daba cuenta de que el erudito estaba simplemente dando palos de ciego?
Hoss´k continuó.
—Hace algún tiempo cogí algunos de las artículos que Dennis Nuel trajo consigo
desde su tierra natal... aquellos que mi señor el barón no requirió para otros propósitos,
y los puse en un armario oscuro, donde no recibían luz ni practica. Deseaba observarlos
cuando revirtieran a su forma original y averiguar qué principios de esencia había en el
corazón de cada uno.
»¡Para mi sorpresa descubrí, pasados unos cuantos días, que las herramientas
dejaban de involucionar! A solas en un cuarto oscuro, su cuchillo sigue siendo tan
afilado como lo era hace una semana. En parte puede ser debido al hecho de que está
fabricado del hierro por el valor de rescate de un Príncipe, pero los cierres de su ropa y
su mochila también permanecieron petrificados en intrincadas formas que no podría
hacer ningún artesano vivo.
Dennis miró a Kremer.
El barón escuchaba con los puños apretados. Sus tupidas cejas le cubrían los ojos
de sombras.
La mirada de Linnora pasaba de Hoss´k a Dennis y a Kremer con aparente
ansiedad. Dennis se preguntó qué estaba sucediendo. ¿Era algo que acababa de decir
aquel idiota? Decidió acabar con aquella tontería antes de que el ridículo fuera mayor.
—Creo que no...
Pero el erudito no estaba dispuesto a ser interrumpido.
—Las cosas del mago son sin duda sorprendentes —dijo—. Sólo una vez he
encontrado algo igual. En nuestra reciente expedición a las montañas situadas al norte
de las tierras de los L´Toff, mis escoltas y yo encontramos una casita en la espesura,
toda hecha de metal...
Dennis observó a Hoss´k y sintió que sus puños se crispaban.
—¡Tú!
Ahora supo que, en efecto, ya había visto al diácono antes, una vez, en la pequeña
pantalla del robot de exploración del Tecnológico Sahariano. ¡Había sido aquel idiota,
vestido con su túnica roja, quien había supervisado el desmantelamiento del zievatrón!
—Ah —asintió el erudito—. Veo por tu reacción que esa casita era tuya, mago. Y
eso no me sorprende. Pues encontré una pequeña caja en el costado de la casa, que se
abrió haciendo palanca. ¡Y allí encontré un almacén de herramientas increíbles! ¡Me
llevé unas cuantas a casa para examinarlas a placer y, aunque no he podido sacar de
ellas nada en claro, al igual que los artículos de lo mochila no han cambiado un ápice
desde que me las quedé!
Hoss´k rebuscó en su voluminosa túnica y sacó un puñado de pequeños objetos.
—Unos cuantos de éstos proceden de un par de grandes demonios feroces que
encontramos guardando la casita. Pero no pudieron hacer nada contra los thenners de los
valientes guardianes de mi señor.
Trozos y piezas de componentes electrónicos se desparramaron sobre la mesa.
Dennis contempló un brazo de un «feroz» robotito de exploración del Tecnológico
Sahariano, y un tablero roto zievatrónico cuyos componentes valían cientos de miles de
dólares.
—Naturalmente, no pudimos quedarnos el tiempo suficiente para realizar una
investigación en profundidad, como comprenderás, pues fue entonces cuando
encontramos a la princesa. Nuestros hombres tardaron dos días enteros en, ejem,
localizarla desde la casita de metal hasta el promontorio rocoso donde se había
perdido...
—¡No me había perdido! ¡Me ocultaba de vuestros malditos norteños! —exclamó
Linnora.
—Mmm. Bien. Ella sostuvo que había acudido al claro porque sentía que algo
extraño acababa de suceder en esa zona. Me pareció aconsejable invitarla a acompañar a
nuestra expedición de regreso a Zuslik... por su propia seguridad, naturalmente.
Dennis apenas pudo contenerse.
—Así que tú eres el cretino que hizo pedazos el mecanismo de regreso —rugió.
Hoss´k se echó a reír.
—Oh, mago, yo completé el trabajo de disección, pero nuestra princesa L´Toff ya
había empezado a investigar la extraña cabaña cuando llegamos.
Dennis la miró para ver si eso era cierto, pero Linnora se limitó a apartar la
mirada, abanicándose. En ese momento Dennis no sintió ningún favoritismo. Dirigió a
Linnora la misma mirada acalorada que había dirigido a Hoss´k. ¡Ambos habían metido
la nariz donde no debían!
—De cualquier manera, mago —continuó Hoss´k—, estoy seguro de que no se
hizo ningún daño. Cuando mi señor el barón decida que es hora de que regreses a tu tie-
rra natal con tus pertenencias, estoy seguro de que podremos devolver el metal que cogí
y prestarte toda la ayuda que necesites para practicar lo casita de vuelta a la perfección.
Dennis maldijo en voz baja en árabe, la única manera que tenía de expresar
adecuadamente lo que pensaba de la idea.
Al parecer Hoss´k captó parte del mensaje, aunque no su significado. Su sonrisa
se encogió.
—Y si mi señor decide lo contrario, entonces dirigiré otra expedición hasta la
casita y reclamaré todo ese maravilloso metal para el tesoro de mi señor.
Dennis permaneció en silencio, aturdido. ¡Si la compuerta era movida del sitio, o
desmantelada, pasaría el resto de su vida en aquel lugar!
Kremer había permanecido sin decir palabra durante la conversación. Ahora
intervino.
—Creo que nos hemos desviado del tema, mi buen diácono. Nos estabas
explicando qué hay de desacostumbrado en las herramientas que antes poseía nuestro
extraño mago. Dijiste que, según parece, permanecen sin cambios, no importa cuánto
tiempo estén sin ser practicadas.
—Sí, mi señor. —Hoss´k inclinó la cabeza—. Y sólo hay una forma conocida de
petrificar una herramienta en su forma practicada para que permanezca en ese estado
para siempre, incapaz de revertir a su forma de comenzador. En nuestra tierra,
solamente los L´Toff controlan esa técnica.
Linnora permanecía rígida, sin mirar a Hoss´k, ni siquiera a Dennis.
—La técnica, como todos sabemos, requiere que un miembro de la raza L´Toff
invierta voluntariamente una porción de su propia fuerza vital en la herramienta en
cuestión, gastando una parte de su lapso de vida para hacer que el Pr´fett sea
permanente.
Kremer habló, pensativo.
—Un gran regalo, ¿no, mago? Los sacerdotes sostienen que los L´Toff fueron
elegidos por los dioses... bendecidos con el talento de poder hacer que las cosas
hermosas lo sean para siempre.
»Pero todos los regalos tienen un precio, ¿no, erudito?
Hoss´k asintió sabiamente.
—Sí, mi señor. El talento ha sido una bendición de doble filo para los L´Toff. Con
sus otros dones, los eleva por encima de los demás pueblos. También produce desagra-
dables episodios de, bueno, de lo que podría ser llamado intento de explotación por
parte de los otros.
Dennis parpadeó. Todo se desarrollaba demasiado rápido, pero incluso sin
reflexionar podía imaginar cómo habían sufrido los L´Toff a causa de su talento.
La princesa se limitaba a mirarse las manos.
—Naturalmente, el resto de la historia es conocida por todos —dijo Hoss´k,
chasqueando la lengua—. Huyendo de la avaricia de la humanidad, los L´Toff llegaron a
las montañas occidentales, donde un antepasado de nuestro rey Hymiel les concedió su
actual territorio y la protección de los antiguos duques de Zuslik.
Y el padre del barón Kremer eliminó al último de los antiguos duques, se dijo
Dennis.
—Estábamos hablando de las pertenencias del mago —recordó Kremer, suave
pero severamente.
Hoss´k inclinó la cabeza.
—Por supuesto. Bien, ¿qué podemos suponer cuando descubrimos que las
pertenencias del mago no se deterioran, no involucionan hasta volver a ser rudos
comenzadores? Nos vemos obligados a llegar a la conclusión de que Dennis Nuel es un
miembro de la aristocracia de su tierra natal, una tierra donde tanto el metal como la
vida son baratos. Aún más, parece claro que los L´Toff de su país han sido esclavizados
y obligados a poner Pr´fett en objetos practicados para que permanezcan refinados
incluso cuando no se usan durante largos periodos de tiempo. Esta explotación ha
llegado incluso a petrificar la ropa de Nuel. Aquí en Coylia nadie se ha planteado
siquiera malgastar el talento de los L´Toff en ropa...
—Eh, espera un maldito minuto —lo interrumpió Dennis—. Creo que hay unas
cuantas cosas que...
Hoss´k sonrió y continuó, cortando a Dennis.
—Debemos concluir, por fin, que su experiencia en distintas clases de esencia
(incluyendo la esclavitud de animales pequeños que son parte integral de las
herramientas) más este poder sobre los L´Toff de su propia tierra explica la magia del
país de Dennis Nuel.
»Puede que sea un exiliado o un aventurero. No lo sé. En cualquier caso, nuestro
invitado pertenece sin duda a una raza de guerreros implacable y poderosa. Por tanto,
debe ser tratado como miembro de la casta superior mientras permanezca en Coylia.
Dennis miró al hombre, anonadado. ¡Quería echarse a reír, pero todo era
demasiado absurdo incluso para eso!
Empezó a hablar dos veces y se detuvo cada una de ellas. Se preguntó si debía
intervenir. Su impulso inicial de protestar podía no ser la estrategia adecuada. Si los
sofismas de Hoss´k le proporcionaban una buena posición social y privilegios, ¿debía
intervenir siquiera?
Mientras lo consideraba, la princesa Linnora se levantó bruscamente, la cara muy
pálida.
—Mi señor barón. Caballeros. —Asintió con la cabeza a derecha a izquierda, pero
no miró a Dennis—. Estoy fatigada. ¿Me disculpan?
Un criado retiró su silla. Ella no miró a Dennis a los ojos, aunque éste se levantó y
trató de encontrar su mirada. Linnora soportó estoicamente los labios del barón sobre su
mano, luego se dio la vuelta y se marchó, acompañada por dos guardias.
A Dennis le ardían las orejas. podía imaginar perfectamente lo que pensaba
Linnora de él. Pero teniendo en cuenta las circunstancias, probablemente era mejor que
hubiera permanecido en silencio, hasta que tuviera una oportunidad de pensar qué hacer.
Ya habría tiempo más tarde para las explicaciones.
Se volvió y vio que Kremer 1e sonreía.
El barón tomó asiento y bebió de una copa cuyo barniz se había vuelto, con el
paso de los años, de un magnífico azul arsénico.
—Por favor, siéntate, mago. ¿Fumas? Tengo pipas que han sido usadas cada día
durante trescientos años. Mientras nos relajamos, estoy seguro de que encontraremos
asuntos provechosos para ambos de los que conversar.
Dennis no dijo nada.
Kremer lo miró, calculador.
—Y tal vez podamos resolver algo que beneficie también a la dama.
Dennis frunció el ceño. ¿Tan obvios eran sus sentimientos?
Se encogió de hombros y se sentó. En su posición, no tenía más remedio que
negociar.
4
—Menos mal que el palacio tiene montones de tuberías internas bien practicadas
—dijo Arth mientras trataba de hacer encajar dos tubos, uniéndolos con lodo y cuerdas
—. Odiaría tener que hacer nuestras propias tuberías de papel o yeso y practicarlas
nosotros mismos.
Dennis usaba un escoplo para recortar una tapa dura que encajara en una gran tina
de barro. Cerca, varios barriles del «mejor» vino del barón esperaban su turno de
prueba. El laberinto de tuberías que había sobre sus cabezas era la pesadilla de un
fontanero. Incluso el más retorcido fabricante clandestino de whisky de los Apalaches se
habría echado a temblar nada más verlo. Pero Dennis supuso que sería lo bastante bueno
para un comenzador de destilería.
Todo lo que tenían que hacer era introducir unas cuantas gotas de brandy para que
salieran por el otro extremo del condensador. Un poco de producto final era todo lo que
necesitaban para que fuera útil y, por tanto, practicable.
Arth silbaba al trabajar. Parecía haber perdonado a Dennis desde que le habían
sacado del calabozo y le habían asignado el puesto de «ayudante de mago». Ahora,
vestido con cómoda ropa de trabajo vieja y bien alimentado, el pequeño ladrón estaba
entusiasmado con aquella tarea de creación que no se parecía a nada de lo que había
hecho antes.
—¿crees que Kremer quedará satisfecho con esta destilería, Denniz?
Dennis se encogió de hombros.
—Dentro de un par de días deberíamos estar produciendo un caldo que hará que al
barón se le caigan sus cómodas calzas de doscientos años. Debería bastar para hacerlo
feliz.
—Bueno, sigo odiándolo a muerte, pero admito que paga bien. —Arth agitó una
bolsita de cuero llena hasta su cuarta parte de tiras de precioso cobre.
Arth parecía satisfecho por ahora, pero Dennis tenía sus dudas. Hacer una
destiladora para Kremer era sólo el primer paso.
Estaba seguro de que el señor de la guerra querría más cosas de su nuevo mago.
Pronto perdería el interés por las promesas de nuevas comodidades y lujos y empezaría
a pedir armas para su inminente campaña contra los L´Toff y el rey.
Dennis y Arth llevaban casi una semana con aquella tarea. Allí, pocos pasaban
más de un día creando nada. Kremer empezaba a mostrar ya signos de impaciencia.
¿Qué haría cuando la destilería estuviera funcionando? ¿Enseñar al barón a forjar
hierro? ¿Enseñar a sus artesanos el principio de la rueda? Dennis esperaba conservar
una o dos de esas «esencias» en reserva, por si Kremer decidía faltar a su promesa. El
señor de la guerra había jurado cubrir a Dennis de riquezas y proporcionarle todos los
recursos que necesitara para reparar su «casita de metal» y volver a casa. Pero podía
cambiar de opinión.
Dennis seguía sintiéndose ambiguo. Sin duda, Kremer era un frío hijo de perra.
Pero era competente y no particularmente venal. Por sus lecturas de historia terrestre,
Dennis sabía que muchos personajes considerados legendarios no eran precisamente
personas agradables en la vida real. Aunque estaba claro que Kremer era un tirano,
Dennis se preguntaba si era tan terrible comparado con los fundadores de otras
dinastías.
Tal vez lo mejor sería convertirse en el Merlín de aquel tipo. Probablemente,
Dennis podría hacer que las victorias de Kremer fueran abrumadoras, y por tanto
relativamente incruentas, y al hacerlo así convertirse en un poder a su lado.
Ciertamente, eso le daría más libertad, tal vez incluso la suficiente para reparar el
zievatrón y regresar a casa.
Parecía el plan adecuado.
Entonces, por qué sabía tan amargo?
Se le ocurría al menos una persona que no estaría de acuerdo con su decisión. Las
pocas veces que había visto a la princesa Linnora desde el banquete estuvieron separa-
dos por al menos dos parapetos, ella escoltada por sus guardias y él por los suyos.
Linnora le saludó fríamente con un movimiento de cabeza y se marchó con un remolino
de faldas mientras él sonreía y trataba de mirarla a los ojos.
Dennis comprendía ahora cómo la lógica de Hoss´k en el banquete podía resultar
convincente para alguien educado en aquel mundo. El malentendido le irritaba por lo in-
justo que era.
Pero no había nada que pudiera hacer. Kremer permitía que Dennis la viera de
lejos, pero no que hablara con ella. Y él no podía insultar al barón en su presencia
(estropeando todos sus planes) sólo por recuperar el favor de ella, ¿no? Eso sería un
error.
Era un fastidio.
*
Costumbre de los indios americanos de la Costa norte del Pacífico, sobre todo de los Kwakiutl,
consistente en un festival ceremonial donde se hacen regalos a los invitados y se destruyen propiedades
en un alarde de riqueza que los invitados tratan de superar más tarde. (N. del T.)
Los nobles menores y los maestros gremiales (la mayoría hijos y nietos de
hombres que habían ayudado al padre de Kremer a hacerse con el poder) paseaban con
sus esposas, seguidos por sirvientes personales que modelaban los regalos que sus amos
habían recibido. Era como contemplar a una multitud llena de parejas de gemelos casi
idénticos, sólo que el hermano que aparentemente llevaba más riquezas siempre
caminaba detrás del menos cargado, y el que llevaba toda la llamativa quincalla nunca
tomaba comida ni bebida.
Dennis había conseguido renunciar a que le asignaran una «cola», como llamaban
a los sirvientes de compañía. Ya era bastante malo saber que alguien, en alguna parte,
pasaba horas practicando por él sus trajes.
No quería tener que obligar a otro tipo a realizar una función tan repugnante, no
importaba lo aceptada que estuviera.
De cualquier forma, eso contribuía a que Dennis fuese considerado un caso raro. A
estas alturas todo el mundo sabía que era un mago extranjero. Dennis calculaba que
cuantas más convenciones rompiera más sentado quedaría el precedente y menos
probable sería que intentaran obligarlo a otras estupideces tribales.
Estupideces no, se recordó... ¡adaptaciones! Las pautas de conducta encajaban
todas cuando se combinaba el feudalismo con el Efecto Práctica. Tal vez no le gustaran,
pero los rituales tenían un gran sentido común.
—¡Mago!
Dennis se dio la vuelta y vio que era Kremer en persona quien lo llamaba.
Cerca se encontraban el diácono Hoss´k, con su vistoso hábito rojo, y un puñado
de dignatarios locales. Dennis se acercó y dirigió a Kremer un calculado y respetuoso
saludo con la cabeza.
—Así que éste es el mago que nos ha mostrado cómo practicar el vino en...
brandy. —Un magnate ricamente vestido alzó su copa en gesto de admiración—. Dime,
mago, ya que pareces haber encontrado una forma para practicar artículos de consumo,
¿nos enseñarás a convertir el grano en filetes de rickel?
El hombre se rió estentóreamente, acompañado por varios de los que le rodeaban.
Obviamente, había tomado ya un par de copas del primer producto de Dennis.
El barón Kremer sonrió.
—Mago, déjame presentarte a Kappun Thsee, magnate del gremio de los
picapedreros, y representante de Zuslik en la Asamblea de nuestro señor, el rey Hymlel.
Dennis se inclinó sólo un poquito.
—Encantado.
Thsee asintió levemente. Apuró el brandy de su copa y llamó a un criado para que
le sirviera más.
—No has respondido a mi pregunta, mago.
Dennis no sabía qué decir. Aquella gente tenía una sola forma de ver las cosas, y
cualquier explicación que ofreciera daría pie a nuevas suposiciones que los aristócratas
coylianos estaban mal preparados para oír.
De todas formas, en ese momento vio entrar en la sala a la princesa Linnora,
acompañada por una criada.
La multitud situada cerca de la entrada se dividió para dejarle paso. Cuando ella
saludaba y hablaba con alguien, la respuesta era casi siempre una sonrisa exagerada y
nerviosa. Tras ella, la gente se la quedaba mirando. Destacaba brillantemente en el mar
de rostros arrebolados y ansiosos, fría y reservada como correspondía a la reputación de
su pueblo de las montañas.
—Me temo que las cosas no se hacen así, mi querido Kappun Thsee.
Dennis se volvió rápidamente y vio que era el erudito Hoss´k quien había hablado,
llenando la larga pausa en la conversación. Dennis había tenido la breve ilusión de que
era el profesor Marcel Flaster, transportado directamente de algún modo desde la Tierra,
comenzando una de sus insoportables y pesadas conferencias.
—Verás —explicó Hoss´k—. El mago no ha mejorado el vino en brandy. Ha
utilizado el vino igual que tus picapedreros usan nódulos de pedernal. Él crea el brandy
infundiéndole una nueva esencia.
Los ojos de Kappun Thsee brillaron con avaricia mal disimulada.
—El gremio que consiga la licencia de este arte...
El barón Kremer se rió con ganas.
—¿Y por qué debe darse este maravilloso secreto nuevo a ninguno de los gremios
actuales? ¿Qué tiene que ver, amigo mío, cortar piedra con crear licor con el sabor del
fuego?
Kappun Thsee se ruborizó.
Dennis había estado intentando no perder a Linnora en su avance a través de la
multitud. Se volvió rápidamente cuando Kremer le puso una mano en el hombro.
—No, magnate Thsee —dijo Kremer, sonriendo—. Las nuevas esencias que nos
proporcione nuestro mago podrían ser repartidas entre los gremios existentes. Pero
claro, tal vez debería formarse un gremio nuevo. ¿Y quién mejor para ser maestro de ese
gremio que el hombre que nos ha traído esos secretos?
Una de las mujeres abrió la boca. Los otros aristócratas lo miraron.
En el momento de silencio, Dennis vio de repente con súbita claridad lo que
estaba sucediendo.
¡Kremer los estaba manipulando a la perfección! Negando la posibilidad de
acceso a todo un conjunto de nuevas «esencias», acompañaba la zanahoria con un palo
implícito. Ahora estarían sin duda dispuestos a hacer su voluntad.
A1 mismo tiempo, Dennis se dio cuenta de que Kremer acababa de ofrecerle más
riquezas y poder de lo que había imaginado jamás.
Vio que incluso el jactancioso Hoss´k guardaba silencio, como si estuviera viendo
a Dennis bajo una nueva luz: menos como su propio descubrimiento personal y más,
quizá, como un peligroso rival.
Eso le venía bien a Dennis. Aquel tipo había sido el causante directo de que
hubiera quedado atrapado en ese loco mundo. Y se había prometido a sí mismo darle
una lección.
Dennis advirtió que Linnora se había acercado, pero evitaba aproximarse a la zona
donde se encontraba el barón. Se volvió hacia Kremer.
—Excelencia, algunos pueden pensar que mi brandy no es nada más que una
forma potente de vino. ¿Puedo realizar una demostración para probar que es, en efecto,
algo completamente diferente?
Kremer asintió, traicionando una leve sonrisa.
Dennis pidió una copa llena de brandy y una mesita donde depositarla. Luego
rebuscó en los pliegues de una de sus amplias mangas y sacó un puñado de palillos,
cada uno con un extremo recubierto de una pasta crujiente.
Había tardado días en localizar y refinar los materiales adecuados para realizar
aquella demostración. Sería el tipo de acto que cimentaría su reputación.
—El barón Kremer ha hablado del sabor del fuego. Por la forma en que nuestros
notables locales se mueven por el salón, ciertamente parece que la sangre de sus venas
se ha vuelto algo más que un poco caliente.
La multitud se echó a reír. En efecto, varios magnates ya se habían achispado, y
habían caído en la trampa de otros jugadores del juego de los regalos.
Sus criados se tambaleaban bajo enormes cantidades de hermosas y antiguas cosas
que arruinarían a sus amos con su caro tiempo de práctica.
Dennis notó que Linnora observaba desde una columna cercana. Había sonreído al
oír la alusión a los tontos maestros de los gremios.
Animado, Dennis continuó:
—En esta noche de maravillosos regalos, yo, un pobre mago, tengo poco que
ofrecer. ¡Pero al barón Kremer le ofrezco ahora la esencia del... fuego!
Frotó dos de dos pequeños palos. De inmediato, los extremos de ambos estallaron
en llamas.
La multitud gimió y retrocedió asombrada. Se trataba de cerillas bastante burdas,
humeantes y que apestaban a azufre y nitratos, pero eso sólo hacía que el espectáculo
fuera aún más impresionante.
Dennis había visto los encendedores que utilizaba aquella gente. Eran efectivos,
pero se basaban en el antiguo principio del palo y la fricción. Nada en Caylia podía ha-
cer lo que él acababa de hacer.
—Y ahora —añadió dramáticamente, agitando las cerillas para conseguir mayor
efecto—, ¡el sabor del fuego!
Acercó una de las cerillas a la copa.
Una fluctuante llama azul resonó de manera audible al entrar en contacto ambas.
Los espectadores gimieron. Hubo un largo y aturdido silencio.
—La esencia del fuego... ¿capturada en una bebida?
Dennis se volvió y vió que Hoss´k tenía los ojos como platos.
—Una hazaña maravillosa —reconoció Kremer, bastante tranquilo—.
Relacionada, tal vez, con la forma en que el pueblo del mago esclaviza a esas pequeñas
criaturas dentro de sus cajitas. Parece que también han encontrado una manera de
atrapar el fuego. Maravilloso.
—Pero... pero... —tartamudeó Hoss´k—. ¡El fuego es una de las esencias de la
vida! Incluso los seguidores de la Antigua Fe están de acuerdo en eso. Podemos liberar
la esencia del fuego de lo que vivió una vez... ¡pero no podemos atraparla!
Dennis no pudo evitarlo. Se echó a reír. Hoss´k se lamía nervioso los labios, y ver
rebullirse al diácono le proporcionó un momento de satisfacción. Por fin, se resarcía en
parte de lo que aquel tipo le había hecho.
—¿No os lo dije? —exclamó Kremer—. ¡Dennis Nuel sabe cómo atrapar
cualquier cosa dentro de una herramienta! ¿Qué maravillas podremos esperar si le
damos nuestro pleno apoyo?
La multitud aplaudió diligente, pero Dennis advirtió que estaban acobardados. En
sus rostros se leía el terror supersticioso y la inseguridad.
Dennis miró a su izquierda, todavía sonriendo por haberle causado a Hoss´k la
conmoción mayor de su vida. Entonces vió a Linnora, el rostro convertido en una más-
cara de preocupación y miedo.
La princesa dirigió a Dennis una mirada de espanto; luego se volvió para
abandonar el salón seguida de su doncella.
Dennis recordó entonces lo que Hoss´k había dicho sobre la «Antigua Fe». Al
parecer, su pequeña demostración había reavivado el terror de Linnora hacia aquellos
que abusaban de las esencias vitales. Dennis maldijo en voz baja. ¿Había algo allí que él
pudiera hacer y que ella no malinterpretara?
Se dió cuenta de que había sido el barón quien había definido lo hecho por
Dennis. Kremer había puesto sus acciones bajo una luz que lo arrojaba a un rincón,
asegurándose de que Linnora lo malinterpretase.
Estaba en inferioridad de condiciones ante aquel hombre. No podía contrarrestar
esa clase de habilidad manipuladora. ¿Cómo podía tener una oportunidad de hacerlo?
Sólo esperaba que algún día Linnora también lo comprendiera.
Una parte de ella quería reírse por las proezas que las diminutas criaturas
ejecutaban. Sentía el impulso de jugar y hacerlas bailar un poco más.
No. Soltó la cajita y retiró la mano. No experimentaría con cosas vivas. No sin
saber lo que estaba haciendo ni tener una idea clara acerca de su propósito. Ése era uno
de los más antiguos credos de la Antigua Fe, transmitido de padres a hijos desde los
primeros días de los L´Toff.
Sólo la profunda convicción de que necesitaban estar dentro de la caja para
sobrevivir impedía que Linnora la rompiera para liberar a los pequeños esclavos.
Eso y la duda de que realmente fueran esclavos.
Las ordenadas pautas tenían un aire... no de alegría exactamente, sino de orgullo,
quizá. Sentía que se había invertido mucho en la creación de la cajita y sus diminutos
ocupantes. Había mucha complejidad allí.
Si al menos pudiera saberlo con seguridad, suspiró en silencio.
¡El diácono Hoss´k había presentado un caso tan consistente y lógico! El pueblo
del mago tenía que haber empleado medios implacables para conseguir tales maravi-
llas... sobre todo para petrificar el estado de práctica en cada una de aquellas
sorprendentes herramientas. Las vidas de muchos de los equivalentes de los L´Toff en la
tierra natal de Dennis Nuel debían de haber sido sacrificadas para que tales cosas
permanecieran en un estado de perfección sin cambio.
¿O no? Linnora sacudió la cabeza, confundida.
¿Podía toda la lógica de la creación y la practica ser diferentes en algún otro
lugar?
Según la Antigua Fe, antes las cosas no eran iguales en Tatir. En los tiempos
remotos que precedieron a la caída, la vida era perfeccionable y las herramientas no
tenían ningún poder.
Eso decían las historias.
Con los codos sobre la cómoda, se cubrió el rostro con las manos. Su esperanza
había sido frágil desde aquel día en que los hombres de Hoss´k surgieron del bosque
cerca de la misteriosa casita del mago. Ahora, con Kremer insistiendo en sus demandas
cada vez más, con la marcha de los buscadores L´Toff sin entablar contacto, se sentía
más desesperada que nunca.
¡Si hubiera al menos una manera de creer en el mago! Si fuera el tipo de hombre
que al principio pensaba que era, en vez de servir a Kremer y vivir cómodamente (en lu-
josas habitaciones nuevas con su hermosa servidora), demostrando ser un lacayo
complaciente con la estrella en alza de Kremer, como todos los demás...
Se frotó los ojos, decidida a no volver a llorar. En la mesa, ante ella, los pequeños
insectos continuaban con su misteriosa danza, girando a la derecha, moviéndose lenta-
mente a la izquierda. Marcando el tiempo.
—Una cosa más, mago. Si vuelves a avergonzarme otra vez delante de extraños, o
si intentas interponerte en mi camino, descubrirás que mis torturadores han planeado al-
go especial para ti. La desafortunada demostración de ayer no volverá a repetirse.
¿Entendido?
Dennis no dijo nada. Miró al hombre alto y rubio con el traje resplandeciente y
asintió, levemente.
El barón esbozó una sonrisa posesiva.
—Serás feliz aquí, Dennis Nuel —prometió—. Con el tiempo, quizá pronto, si te
portas bien, mejoraremos de nuevo tus aposentos. Luego tú y yo podremos hablar como
caballeros una vez más. Me interesaría saber cómo persuadió tu gente a sus
recalcitrantes L´Toff a volverse sumisos. Tal vez la princesa Linnora pueda ser un
campo de pruebas.
Sonrió, luego se dio la vuelta y se marchó. La puerta se cerró, dejando a Dennis a
solas con un único guardia. Durante un buen rato imperó el silencio; sólo se oían los gri-
tos lejanos de las tropas haciendo la instrucción.
El terrestre se sentó en su jergón. Casi podía imaginarlo cambiar
imperceptiblemente mientras yacía sobre él, minuto a minuto, hasta convertirse en una
cama cada vez mejor.
Lógicamente, sus opciones seguían siendo las mismas, sólo las había aplazado un
poco. Tras suministrar maravillas a Kremer durante un año o dos, estaba seguro de que
se ganaría la confianza y la gratitud del hombre, sobre todo si le inventaba la pólvora,
asegurándole la conquista de toda Coylia.
Dennis sacudió la cabeza, decidido. No había pensado demasiado en ello antes,
pero había pocos criminales peores en cualquier mundo que el inventor que entrega a un
tirano, a sabiendas y sin importarle, las armas de la opresión. Pasara lo que pasase, no
iba a entregarle a Kremer la pólvora, ni la rueda, ni el secreto de fundir metales, ni nin-
guna otra cosa que pudiera utilizar para hacer la guerra.
¿Qué opciones le quedaban, pues?
Sólo escapar. Tenía que salir otra vez de allí de algún modo.
Tenazas de acero al rojo vivo sobre sus pulgares. Un humo hediondo alzándose
allí donde la carne se chamuscaba convirtiéndose en negra ceniza retorcida.
Dennis gimió. Sintió una bofetada húmeda en la cara y abrió los ojos, respirando
con dificultad.
Arth lo miraba, preocupado.
—Estabas soñando, Denniz. Debía de ser una pesadilla. ¿Ya estás bien?
Dennis asintió. Había echado una cabezada cerca de la zona de trabajo después de
la cena. Ya estaba oscuro a la sombra del castillo.
—Sí —murmuró—. Estoy bien.
Se levantó y se secó la cara con una toalla. Todavía seguía tembloroso a causa del
sueño.
—Acabo de regresar del patio de la cárcel —le informó Arth—. Dije que quería ir
allí y escoger personalmente a la gente que manejará la nueva destiladora.
Dennis asintió.
—¿Has averiguado algo?
Arth negó con la cabeza.
—Nadie ha visto a Stivyung ni a Gath ni a Maggin ni a ninguno de mis
muchachos, así que no parece que hayan sido capturados.
Dennis se alegró. Tal vez Stivyung acabara por reunirse con su esposa y su hijo.
La noticia contribuyó a animarlo un poco.
—¿Cuál es el plan ahora? —le preguntó Arth, en voz muy baja para que los
guardias no lo oyeran—. ¿Intentamos hacer otro globo? ¿O tienes algo más en mente,
como esa sierra que puede cortar las paredes?
Después de la ejecución de su amigo, a Arth ya no le tentaba la vida dentro de los
muros del castillo. Todo lo que quería era largarse de allí, ver de nuevo a su esposa y
golpear al barón Kremer lo más fuerte posible. El ladrón miraba al terrestre; tenía en él
completa confianza.
Dennis habría deseado compartir su opinión.
A medida que oscurecía, un pelotón de soldados subía al pedestal emplazado en el
patio, donde de día se guardaba la pistola de agujas de Dennis. Cuando no la practica-
ban o la tenían guardada de noche, permanecía expuesta a la luz del sol, siempre
rodeada por al menos seis guardias.
Dennis había hecho unos cuantos cálculos. Claramente, la pistola estaba
alcanzando el límite teórico de capacidad de ese tipo de arma. No importaba cuán eficaz
se volviera, sólo podía arrojar lascas de metal con la cantidad de energía que podía
absorber a través de un recolector solar de cinco centímetros cuadrados.
Eso daba a Dennis un motivo más para salir de allí. Kremer había hablado de
utilizar la pistola de agujas para derribar las murallas de las ciudades. Dennis no quería
estar cerca cuando el barón descubriera que la pequeña y mortal arma no podría ser
practicada hasta tan lejos.
Observó a los guardias retirar cuidadosamente la pistola de agujas de su pequeño
solarium. No. El aparato estaba demasiado bien protegido. No iba a poder recuperar su
arma y abrirse paso a tiros hasta la libertad. Tendría que encontrar otro medio.
Había considerado la idea de construir un carro con ruedas y practicarlo hasta
convertirlo en un vehículo blindado. Teóricamente, debería ser posible. Pero eso podía
durar meses o años, al paso que las cosas mejoraban normalmente allí. Dadas las
circunstancias, no merecía la pena.
A medida que oscurecía, las cometas de vigilancia se posaban. El cuerpo de
planeadores del barón ya se había retirado a pasar la noche.
Dennis pensó otra vez en los cobertizos de aquellos planeadores. Estaban poco
protegidos. Hacía falta un largo entrenamiento para aprender a pilotar una de aquellas
cosas con alas de mariposa, y el barón Kremer al parecer daba por sentado que
controlaba el único cuerpo de pilotos cualificados del mundo.
Tenía razón. Dennis nunca había volado ni siquiera en un planeador de ala fija, y
menos en una de aquellas cometas. Pero había tomado unas cuantas clases particulares
de vuelo en aviones de un solo motor. Siempre había tenido la intención de volver y
sacarse la licencia.
Los dos tipos de vuelo no podían ser tan diferentes, ¿no?
De todas formas, había visto montones de películas y hablado con pilotos de
parapente sobre cómo se hacía. Y había hecho cursos sobre la física de la aerodinámica.
Los principios parecían bastante sencillos.
—Has conseguido ya un medio para entrar y salir de tu habitación? —le preguntó
a Arth.
—Por supuesto. —El pequeño ladrón arrugó la nariz—. Echan el cerrojo a la
puerta, pero no se puede mantener a un tipo como yo en una habitación que no ha sido
practicada como celda.
—Sobre todo con la ayuda de un poco de aceite deslizante.
Arth se encogió de hombros. Habían tenido cuidado de recoger el material cuando
no había nadie mirando, así que no tenían demasiado. Sin embargo, sólo una pizca de
aquel lubricante perfecto podía servir para mucho.
—Puedo desenvolverme por las partes más burdas del castillo bastante bien
después de oscurecer. Lo más difícil son las murallas externas, donde hay perros y
bestias olfateadoras, y luces y guardias por docenas. Podría meter la mitad del material
en la sala de banquetes de Kremer si supiera que con él puedo escapar del castillo.
—¿Crees que podrías robar uno de ésos? —Dennis señaló con la barbilla el
refugio donde antes habían visto cómo los pilotos plegaban cuidadosamente sus
maquinas.
Arth miró a Dennis, nervioso.
—Mm, no sé. Esos planeadores son más bien grandes... —Se mordió el labio
inferior—. Tu pregunta es sólo... uh, hipotética. —Pronunció con cuidado la palabra que
Dennis le había enseñado—. ¿Verdad? No tiene nada que ver con lo idea de cómo
escapar de aquí, no?
—Sí tiene que ver, Arth.
Arth se estremeció.
—Temía que dijeras eso. Denniz, ¿sabes cuántos hombres perdió Kremer antes de
que aprendieran a manejar esas cosas? Todavía pierden casi la mitad de los pilotos
nuevos. ¿Sabes pilotar uno?
Dennis necesitaba la ayuda de Arth. Para conseguirla, tendría que inspirarle fe.
—¿Tú qué crees? —preguntó confiado.
Arth sonrió nervioso.
—Sí, claro. Supongo que sólo un idiota intentaría volar en una de esas cosas, en la
oscuridad, sin saber lo que hace. Lo siento, Denniz.
Dennis trató de no echarse a temblar visiblemente ante la forma de expresarlo de
su amigo. Agarró a Arth por el hombro.
—Bien. ¿crees que podrás esconder el planeador hasta que lo necesitemos? La
gente de Kremer no parece comprender el control de inventarios, pero pueden echarlo
de menos de todas formas.
—No hay problema. —Arth sonrió —. Mi habitación está llena de montones de
tela y leña para nuestros «experimentos». Los criados tienen órdenes de entregarnos
toda la basura que pidamos, siempre que no sea afilada o esté hecha de metal. Puedo
esconderlo allí fácilmente.
—¿Quieres que te ayude?
Arth se echó a temblar.
—Uf, no, Denniz. Algunas cosas es mejor dejarlas a los expertos. Caminas como
un rickel macho que busca una hembra bajo una casa. No es por ofender, pero lo haré yo
solo. No te preocupes por nada.
—Muy bien, pues. —Dennis miró la luz del crepúsculo—. Tal vez será mejor que
te acuestes un poco temprano esta noche, Arth. Pareces muy cansado.
—¿Eh? Pero si sólo... oh... —Arth asintió—. Quieres que lo haga esta noche. —
Se encogió de hombros—. Ah, bueno, ¿por qué no? ¿Eso significa que escaparemos ma-
ñana por la noche?
—O pasado. —Dennis tenía un tiempo limitado. Kremer no permitiría que
siguiera dándole largas.
—Muy bien. —Arth había captado la expresión de Dennis. El pequeño ladrón
bostezó exageradamente para que lo vieran los guardias. Habló en voz alta—. ¡Bueno,
pues me parece que voy a mejorar mi cama un rato! —Le dio un codazo a Dennis a hizo
un guiño—. ¡Te veré por la mañana, jefe! —Y luego añadió, en voz baja—: Eso espero.
—Buena suerte —dijo Dennis en voz baja mientras Arth se marchaba, seguido por
sus guardias. A Dennis le sabía mal pedirle que se jugara el cuello de aquella forma.
Pero el tipo conocía su oficio y lo haría alegremente. Dennis se consideraba afortunado
por tenerlo como amigo.
Cerca, un pequeño arroyo de fuerte licor había empezado a brotar del extremo del
condensador. Si seguía así, el trabajo básico de la cuadrilla consistiría simplemente en
observar y practicar la destiladora como una unidad. La parte difícil era enseñarles a
cambiar adecuadamente la mezcla de vinos.
Dennis descubrió que sus pensamientos se perdían varios parapetos más arriba.
Ahora que había decidido tratar de escapar pronto, tendría que decidir cuáles eran sus
sentimientos hacia la princesa Linnora.
Si pretendía de veras hacer algo por ella, durante las siguientes veinticuatro horas
tendría que ponerse de algún modo en contacto con Linnora, recuperar su confianza y
encontrar una forma de liberarla de sus guardias para que subiera al planeador en la
cima del castillo.
Parecía casi imposible.
Sólo esperaba que ella le diera una oportunidad para explicarse si se daba la
ocasión.
«EUREKAAAH»
Pasó el tiempo, medible tan sólo por sus exiguas comidas, por sus pensamientos, y
recalcado por los gritos de algún pobre diablo procedentes del fondo del pasillo.
Dennis pasó algún tiempo intrigado con sus vendajes, que parecían no necesitar
ser cambiados jamás. Transpiraban bien, permanecían limpios y eran cómodos de llevar.
Por supuesto, advirtió, probablemente estaban bien practicados. Sin duda el barón daba
a su gente cuidados gratis en las emergencias durante tiempo de paz de forma que los
suministros medicinales estuvieran a la altura cuando llegara la guerra. En el castillo, el
dispensario tendría vendas de cientos de años.
Era una idea chocante.
Entre las cosas que se llevaría a la Tierra si alguna vez tenía la oportunidad
estaban las vendas... no herramientas de gemas, ni obras de arte que presumiblemente
sólo se deterioraban cuando eran liberadas del campo del Efecto Práctica, sino cosas
cuyas propiedades pudieran ser analizadas y luego duplicadas por los magos creadores
de la Tierra.
En las horas oscuras hacía listas de cosas que llevarse. Para ayudarse a pasar el
tiempo, ensayaba el informe que presentaría a sus escépticos colegas allá en casa.
Llegó a la conclusión de que, aunque en efecto escapara de aquel lugar y
consiguiera de algún modo arreglar el zievatrón y volver a casa, sería mejor que se
llevara algunas novedades bien convincentes. De lo contrario, nadie le creería jamás.
Le daban de comer un magro guiso a intervalos muy dilatados. Dennis perdió toda
noción del tiempo. Hacía un día aproximadamente que los gritos habían cesado en el
pasillo. Luego reclutaron al parecer una nueva víctima desgraciada para practicar ciertas
armas especializadas.
Dennis trató de hacer mentalmente cálculos de anomalías. Evocó recuerdos de
casa, largamente desatendidos. Escuchó con atención cualquier cosa que le aliviara de la
monotonía.
Una vez oyó a los carceleros hablar excitadamente en el pasillo.
—... primero aquí, luego en la torre, después en el patio, y ahora otra vez aquí
abajo. ¡Y nadie sabe qué es!
—¡Un monstruo, eso es lo que es! —le respondió el otro—. Es el engendro de ese
gran demonio que derribó al barón pace cuatro noches. ¡Te digo que trae mala suerte
tener a magos y L´Toff bajo un tejado! Estoy deseando que el barón se recupere y dicte
sentencia...
Las voces se perdieron en el pasillo.
Dennis se levantó para agarrarse a los barrotes de la diminuta ventana de su celda.
—¡Guardia! —llamó—. ¡Guardia! ¿Has dicho que Kremer vive ?
Los carceleros no habían respondido hasta entonces a ninguna de sus preguntas,
pero aquellos dos parecían diferentes. Tal vez acababan de ser destinados al calabozo.
Se miraron el uno al otro a la fluctuante luz de uno de los hachones del pasillo.
Uno de los carceleros se encogió de hombros y dirigió a Dennis una sonrisa torcida.
—Sí, mago. No gracias a ese demonio que conjuraste para que lanzara rocas sobre
su excelencia. El barón estará recuperado dentro de unos cuantos días. Hasta entonces,
lord Hern está al mando.
Dennis asintió. Bien. Ya suponía que aquellos cavernícolas jamás habían
inventado la honda. Era un milagro que tuvieran arcos y flechas. Probablemente nadie
más que el propio Kremer sabía lo que había hecho Dennis.
Todo el mundo lo hacía responsable del estado del barón, con razón pero por
motivos equivocados, creyendo que lo había conseguido por medios metafísicos. No le
harían nada hasta que el propio Kremer estuviera dispuesto a elegirle un destino
adecuado.
Dennis no dudaba de que incluiría una visita forzosa a los técnicos del fondo del
pasillo.
Se rascó la barbilla y les preguntó a los guardias si podían traerle una cuchilla para
afeitarse.
Ellos sonrieron como si le hubieran leído la mente.
—No, mago —dijo el de la sonrisa torcida, con una mueca—. Lord Hern no
perdona a los incompetentes que dejan escapar a un prisionero por el camino fácil.
El otro carcelero sonrió.
—Pero te diré una cosa. Te daremos un poco de brandy —pronunció la palabra
con asombrada reverencia—, si nos prometes mantenernos a salvo de esos engendros
del diablo que sueltas por aquí. Tengo un amigo en la destilería, y me roba algo. —Alzó
un frasquito y lo agitó.
Dennis se encogió de hombros mientras el hombre le servia una taza y se la
pasaba entre los barrotes. No tenía ni la menor idea de a qué se refería aquel tipo.
¿Engendros del diablo? Parecían un montón de tonterías supersticiosas.
Dio un sorbo al licor, maravillosamente fuerte. Después de que el fuego se hubiera
asentado cálidamente en su estómago, preguntó a los guardias acerca de Arth.
Le dijeron que el pequeño ladrón había sido puesto a cargo de la destilería. Dennis
sospechó que, en realidad, Arth había sobornado al guardia para que le pasara la botella
entera.
Otro trago del horrible brebaje lo hizo toser. Pero juró que recompensaría a Arth
algún día.
Los carceleros no sabían nada de Linnora. Mencionar a la princesa L´Toff los
ponía nerviosos. Hicieron pequeños movimientos de protección con las manos y
alegaron tener cosas que hacer en otra parte.
Dennis suspiró y regresó al jergón de paja. Al menos el punto donde se tumbaba
se volvía lentamente más cómodo. Tenía que hacerlo.
Trató de practicar una piedra pequeña con el fin de convertirla en un cincel para
romper las piedras de su celda. Pero sabía que sólo estaba practicando el propio cala-
bozo. El guijarro no era ni la mitad de bueno como cincel que la pared como pared. Sin
duda era una historia antigua en aquel mundo. A menos que se le ocurriera algo inusita-
do, un prisionero estaba en tablas.
¡Tengo que llevarlo a la Tierra cuando todo esto haya terminado y descubrir qué
le ha pasado!, pensó.
La princesa Linnora no tenía más remedio que utilizar algunas de las hermosas
cosas de su habitación.
Estaba sentada ante el antiguo tocador y contemplaba su reflejo en el espejo de
varios siglos de antigüedad. No quería contribuir a practicar las propiedades de su
captor, pero poco más tenía que hacer, atrapada a solas en la elegante habitación.
Descubrió que cepillarse el cabello le ayudaba a pasar el rato.
A1 principio había intentado no conceder a Kremer nada, ni siquiera el beneficio
de su buen gusto. Rehusó prestar atención a su entorno, para que su aprecio por las suti-
lezas y la belleza no hiciera el palacio de Kremer un poco más hermoso para él.
La habitación había sido ocupada anteriormente por una de las amantes de
Kremer. Los gustos de la muchacha campesina habían dejado una huella profunda en el
mobiliario. Después del primer mes de cautiverio, Linnora se hartó de colores vivos y
chillones y de decorados deslumbrantes. Eliminó lo peor y empezó a concentrarse en su
propia imagen de la habitación.
Había sido una especie de sutil claudicación usar una pequeña fracción de sus
poderes para hacer que su prisión resultara un poco más tolerable. Kremer, obviamente,
intentaba que se rindiera poco a poco. Y Linnora no estaba segura de poder impedirlo.
La voluntad del hombre era fuerte, y tenía su vida en sus manos.
Cogió el hermoso cepillo antiguo y se repasó el cabello, contemplando su reflejo
en el espejo, tratando de idear una forma de permanecer alejada de la cama de Kremer
cuando éste se recuperase, o de impedir ser utilizada como rehén contra su propio
pueblo.
Se concentró en ver la Verdad en el espejo. Era una forma de contraatacar. La
siguiente persona que se mirara en el espejo vería algo más que imágenes halagadoras
de sí misma.
Contempló a una joven que había cometido errores. Desde el día en que había
salido a cabalgar sola, sin su hermano Proll, al encuentro de la extrañeza que había
sentido llegar al mundo... desde el día en que fue capturada por los hombres del barón
junto a la pequeña casa de metal del bosque... había cometido errores.
Recordó cómo la había mirado Dennis Nuel después del banquete, antes de que
apareciera el monstruo del cielo. La lógica del diácono Hoss´k la había convencido de
que el mago sólo podía ser un hombre malvado. ¿Pero podía aplicarse otra lógica que no
fuera la obvia a alguien que venía de tan lejos?
¿Y si había otras maneras de crear las extrañas esencias en vez de atrapar en ellas
formas de vida?
¿Podía un malvado haber sido tan galante, combatiendo a su enemigo en su
momento de mayor necesidad?
La noche del monstruo del cielo, el mago había combatido a Kremer. Linnora
todavía estaba confundida respecto a lo que había pasado. ¿Había conjurado Dennis
Nuel la gran bestia del aire al ver que Kremer la atacaba? Quería creerlo, pero entonces,
¿por qué se había visto obligado a lanzar piedras para derribar por fin a Kremer? ¿Y por
qué huyó luego el monstruo, dejando vencido a su amo ?
Soltó el cepillo, sacudió su cabeza ante el reflejo del espejo. Probablemente nunca
sabría las respuestas. Los guardias habían dicho que el mago valía tanto como muerto
en los calabozos del barón.
Cogió el klasmodion y tañó lánguidamente sus cuerdas, dejando que las suaves
notas sonaran una a una y sin ningún orden. No le apetecía mucho cantar.
Había tensión en la soledad nocturna del palacio, como si algo malo estuviera a
punto de suceder. ¡Notaba una sensación de peligro en la noche, y se intensificaba! Dejó
de tocar, sus sentidos súbitamente alertados.
Del otro lado de su puerta llegaba un extraño sonido agudo. Luego algo cayó en el
pasillo con un golpe sordo. Linnora se levantó. Soltó el instrumento y alzó el cepillo, la
única cosa que tenía a mano lo bastante pesada para servir como arma.
Llamaron suavemente a la puerta. Linnora se deslizó entre las sombras. Había
algo familiar en la presencia del pasillo, parecido a la extraña sensación que había
experimentado la semana anterior y que parecía indicar que Proll había estado,
brevemente, cerca.
Allí fuera había también algo tan extraño que sólo presentirlo la hacía temblar.
—¿Quién es? —Trató de mantener la voz firme y regia, pero le salió infantil—.
¿Quién anda ahí?
En el pasillo una voz susurró roncamente:
—¡Soy Dennis Nuel, princesa! Vengo a ofreceros una oportunidad de escapar de
aquí, si os interesa. ¡Pero tenemos que darnos prisa!
Linnora corrió a la puerta y la abrió.
El aroma a varón sin lavar fue casi abrumador. Sucio, magullado y mal vestido,
Dennis Nuel sonrió, mientras se sujetaba la ancha cintura de un enorme uniforme de
guardia.
Era más que suficiente para sorprender a una chica. Pero Linnora se quedó
boquiabierta cuando vio la cosa que esperaba en el pasillo, detrás de él.
El cepillo cayó al suelo cuando se desmayó.
Bueno, pensó Dennis mientras corría para impedir que ella cayera, no podías
tener una acogida menos halagüeña. Ojalá estuviera seguro de que ha sido la gratitud
lo que ha podido con ella y no mi olor corporal.
Sabía que debía ser un insulto para los sentidos. Sus heridas eran todavía de un
púrpura brillante, y no se había bañado desde hacía dos semanas.
Tras él, el robot del Tecnológico Sahariano pinchaba a los guardias caídos.
Mientras esperaba nuevas órdenes procedió con su segunda prioridad y tomó muestras
de sangre de los soldados inconscientes, con fines comparativos.
Las princesas desmayadas estaban muy bien... en los libros. Pero esbelta o no,
Linnora le pareció a Dennis, en su debilitado estado, muy pesada. Llevó a la muchacha
a la habitación y la tendió en la cama.
—¡Princesa! ¡Linnora! ¡Despertad! ¿Me reconocéis?
Linnora parpadeó, recuperándose rápidamente. Alzó una ceja.
—Sí, claro que te reconozco, mago... y me alegra ver que estás vivo. ¿Quieres
ahora por favor soltarme la mano? Estás apretando demasiado.
Dennis obedeció rápidamente. Le ayudó a sentarse.
—¿Es de verdad posible escapar? —preguntó Linnora. Evitaba mirar al
compañero de Dennis, que seguía en el pasillo. Si era uno de sus demonios, sin duda no
iba a comérsela.
—No estoy seguro —respondió Dennis—. Voy camino de la torre para
averiguarlo. Pasé por aquí para ofreceros una oportunidad de venir. Supongo que
ninguno de los dos tiene nada que perder.
Linnora consiguió esbozar una sonrisa irónica.
—No, nada que perder. Un momento. Ahora mismo vuelvo.
Se puso en pie y entró rápidamente en un gabinete.
Dennis arrastró a los guardias caídos al interior de la habitación. Había sido
arriesgado subir desde los calabozos a los almacenes, a las cocinas, y luego continuar,
agazapándose constantemente de sombra en sombra. Sus compañeros y él llegaron a la
tercera planta antes de ser descubiertos. Un par de guardias los vieron subir las
escaleras. Les dieron el alto y los persiguieron.
Como Dennis esperaba, el cerduende los abandonó en el momento en que empezó
la acción.
Pero el robot fue inflexible. Esperó con Dennis en las escaleras hasta que los dos
guardias pasaron corriendo entre ellos.
Dennis oyó al segundo guardia desplomarse en el suelo antes de que hubiera
terminado de dejar inconsciente al primero. Los ató y amordazó a ambos y los dejó tras
la escalera, y luego siguieron corriendo.
Cinco minutos después, fue testigo de cómo el robot entraba en acción.
Apuntó con el dedo desde las escaleras a los dos guardias situados ante la puerta
de la habitación de Linnora.
La pequeña máquina había salido al pasillo, más rápida y silenciosa de lo que
Dennis hubiese creído posible. Los guardias apenas tuvieron tiempo de volverse antes
de que se acercara a ellos y les tocara una pierna. Gruñeron sorprendidos y se
derrumbaron.
Dennis contempló asombrado en qué se estaba convirtiendo la máquina terrestre.
Mientras Linnora reunía unas cuantas cosas, él ató a los guardias. Por supuesto,
seguro que alguien notaría su ausencia. Pero no podía dejarlos tirados en el pasillo.
—Estoy preparada —anunció Linnora—. He encontrado una capa que podría irte
bien.
Le tendió una túnica gruesa con capucha de un lustroso material negro.
Dennis aprobó que ella hubiese cambiado sus habituales ropajes blancos por otros
oscuros.
—Creo que esto también es tuyo. Espero no haberlo dañado al mirarlo. Su
propósito es un misterio para mi.
—¡Mi ordenador de muñeca! —exclamó Dennis mientras lo recogía.
La princesa observó asombrada cómo se lo ponía en el brazo. Nunca había visto
antes un cierre de pinza.
—¡Así que para eso eran esas pequeñas correas! —dijo.
—Ya os mostraré el resto de las cosas que puede hacer el ordenador si alguna vez
salimos de aquí —le prometió
Dennis—. Ahora será mejor que nos pongamos en marcha. Si Arth no está todavía
en su habitación de la torre, éste va a ser un viaje terriblemente corto.
Cuando Arth oyó ruidos ante su habitación, abrió la puerta con un palo en la
mano, dispuesto a todo. Pero sonrió ampliamente al ver a la joven y al mago, con un
guardia inconsciente a sus pies.
Arth estuvo a punto de volver a abrir las heridas de Dennis al darle una palmada
en la espalda. El ladrón, normalmente silencioso y taciturno, apenas podía contenerse.
—¡Denniz! ¡Pasa! ¡Vos también, princesa! ¡Sabía que vendrías tarde o temprano!
¡Por eso me quedé aquí incluso cuando lord Herd me ascendió a encargado de la desti-
lería! Pasa y tomemos un poco de brandy.
Arth apartó de una patada el cuerpo fláccido del guardia para dejar paso a
Linnora. Entonces, al ver al robot que zumbaba tras ellos, el pequeño ladrón se detuvo.
Tragó saliva. Los ojos de vidrio le miraron a su vez, pacientemente.
—Oh, ¿es amigo tuyo, Denniz? —preguntó, sin apartar la mirada.
—Sí que lo es, Arth. —Dennis condujo a Linnora al interior y empujó a Arth
cuando éste se quedó parado observando el robot.
Linnora se alegró de entrar y apartarse del destello de las brillantes lentes. Aunque
había visto el robot en acción en los oscuros pasillos, ayudando a Dennis a derrotar a
otras dos parejas de guardias mientras venían de camino, todavía miraba la máquina con
nerviosismo.
Había empezado a preguntarse qué clase de hombre tenía amigos tan extraños.
Nunca antes había conocido algo que apestara tanto a Pr´fett y a esencia como aquel
«robot». Parecía una cosa... ¡pero se movía y actuaba como si estuviera viva!
Dennis ordenó al robot que montara guardia en el exterior y cerró la puerta.
La habitación era un amasijo de trozos de madera y cuero y cuerda... montones de
leña y tela basta, y artilugios endebles que habrían sido el orgullo de un párvulo te-
rrestre.
—Eh, Denniz —dijo Arth, sirviendo tres copas de brandy que guardaba en una
botella marrón—. He estado intentando crear, como haces tú. ¿Puedo mostrarte alguno
de mis proyectos? Creo, por ejemplo, que he ideado un sistema bastante bueno para
cazar ratones.
—Mmm, creo que no tenemos tiempo, Arth. Darán la voz de alarma de un
momento a otro.
Linnora tosió. Sus mejillas se ruborizaron y contempló la copa que tenía en la
mano. Olisqueó el licor, luego probó otro sorbo.
El ladrón asintió.
—Supongo que querrás ver el planeador, entonces.
Dennis había tenido miedo de preguntar.
—¡Lo hiciste! ¡Sabía que podrías!
—Bah, no fue gran cosa. —Arth se puso colorado—. Con el aceite deslizante
estuvo chupado. Está por aquí, bajo este montón de basura. Organizaron un buen
alboroto cuando lo echaron en falta. Pero con el barón fuera de combate no llegaron a
buscarlo en serio.
Dennis le ayudó a retirar los escombros. Pronto apareció a la vista un esmerado
rollo de tela sedosa y finos palos de madera.
—Menos mal que has venido esta noche —murmuró Arth, en tono crítico—. Otro
par de semanas y habría vuelto a ser una cometa. Supongo que ahora no tendrás pro-
blemas para hacerlo volar.
Dios te oiga, pensó Dennis mientras ayudaba a Arth a transportar el pesado
planeador biplaza al tejado del palacio.
Dennis tuvo que volver a montar el aparato casi sin ayuda y a la luz de las lunas.
Los otros trataron de ayudarle, pero a Linnora la asustaban las grandes alas ondeantes y
Arth no dejaba de hacer sugerencias irrelevantes y de instarle innecesariamente a darse
prisa.
El viento tiraba de la tela, con frecuencia arrancándola de las manos de Dennis.
Consiguió extender las alas del planeador y estaba buscando el mecanismo asegurador
cuando la alarma sonó por fin abajo. Comenzó en una esquina del castillo, en la planta
baja, y se extendió hasta que la noche se llenó de un caos de campanas, gritos y carreras.
Debían de haber encontrado a dos de los guardias que el robot y Dennis habían
dejado fuera de combate.
Encontró por fin el cierre. Las alas de tela, que habían estado restallando con la
fuerte brisa, se tensaron finalmente con un fuerte chasquido.
Dennis oyó que desde dos pisos más abajo llegaban voces de llamada
preocupadas. Naturalmente, el guardia de Arth no pudo responder. Pronto sonaron pasos
no muy lejos.
—No hay tiempo para experimentos —murmuro—. ¡Arth! ¡Métete en la silla de
atrás para hacer contrapeso!
El gran planeador saltó y se agitó hasta que Arth obedeció. Incluso entonces, no se
quedó quieto. Dennis llamó al robot. Se arrodilló, todavía sujetando el borde de una de
las alas.
—¡Instrucciones! —le dijo al pequeño autómata—. Ve abajo y retrasa a aquellos
que se acercan hasta que nos hayamos marchado. Después de eso, intenta sobrevivir y
síguenos como puedas. ¡Intentaremos ir rumbo oeste-suroeste!
La luz verde de aceptación del robot destelló. El autómata se dio la vuelta y se
marchó, bajando rápidamente la rampa que habían usado para llegar al tejado.
Dennis oyó pasos en las escaleras, justo debajo. No tenían mucho tiempo.
Arth había ocupado su puesto en la silla, tal como Dennis le había indicado.
Parecía completamente confiado. Había visto el globo surcando la noche y ahora sabía
que Dennis podía hacer que las cosas volaran. La diferencia entre un globo y un
planeador no tenía sentido para él.
—Esto es un planeador de dos plazas —dijo Dennis—, pero vosotros dos no
pesáis mucho más que un hombre grande. Linnora puede ir contigo en el asiento de
atrás. De todas formas, lo único que tenemos que hacer es salir de la ciudad.
Pero Linnora continuó arrebujada en su capa, contemplando las grandes alas
restallantes. Miró a Dennis. Todas sus dudas habían vuelto a asaltarla de golpe.
No la culpo, pensó Dennis. Es una mujer fuerte, pero no está preparada para
esto.
Los tres podían morir en el intento. Cabía decir que Kremer tenía preparado para
ella algo peor que la muerte. Pero mientras hay vida hay esperanza.
Ella sostenía su klasmodion contra el pecho mientras el viento racheado tiraba de
la gran cometa, casi arrastrando a Dennis y Arth por el tejado. El planeador era como un
ave poderosa, luchando contra una traílla... ansiosa por levantar el vuelo.
De repente sonaron golpes y gritos lastimeros en el rellano de abajo. El robot
resistía al pie de las escaleras.
Dennis miró a la princesa L´Toff, y los ojos de ella encontraron los suyos. Se dio
cuenta de que quería confiar en él. Pero todo aquello era demasiado repentino, dema-
siado extraño.
No podía arrastrarla por la fuerza. Pero tampoco podía dejarla atrás.
Linnora fue la primera en ver la pequeña figura que apareció sobre el alféizar.
Abrió la boca y miró a la izquierda.
Dennis giró rápidamente y vio una cara diminuta, un par de pequeños ojos verdes
y dos hileras de dientes afilados y sonrientes.
—¡Un krenegee! —dijo Linnora con un suspiro.
El cerduende sonrió. Se encaramó al tejado y luego se lanzó al aire. Tras desplegar
las membranas de sus alas planeó perezosamente hasta Dennis y aterrizó sobre su hom-
bro. Diminutas garras se clavaron en su hombro y le lastimaron la piel.
Dennis tuvo que esforzarse por no resbalar mientras luchaba con el planeador y
maldecía el viento y la estúpida e irritante criatura que ronroneaba junto a su oído.
Pero Arth se le quedó mirando con fervor supersticioso, y cuando Linnora habló,
Dennis apenas pudo oírla por encima del viento.
—El krenegee elige a quien quiere.. y su elegido crea el mundo... —dijo.
Parecía una letanía. Tal vez los cerduendes fuesen una especie de tótem para su
pueblo. ¡Tal vez Duen podría hacer algo bueno por ellos después de todo!
Tendió la mano a Linnora, y esta vez ella dio un paso adelante y la cogió, como
hipnotizada. Él la condujo hasta la silla de atrás, delante de Arth, y le dijo al ladrón que
la sujetara como haría con su vida.
Desde abajo llegaron gritos y golpes cuando otro grupo asaltó el pie de las
escaleras.
Dennis se sintió un poco culpable al dejar que el robot se enfrentara solo con todo
aquello. Era solamente una máquina, desde luego. Pero en Tatir, ese solamente no era
una excusa tan cómoda como en la Tierra.
Los soldados se organizaban. Dennis oyó a los oficiales gritando y lo que tenían
que ser pelotones enteros subiendo rápidamente por las escaleras. No tardarían mucho.
El viento volvió a alzarse. Dennis tuvo que reprimir una oleada de inseguridad
mientras miraba hacia el suelo lejano, apenas visible. Las torres de la ciudad de Zuslik
se recortaban contra las grandes montañas de detrás. El serpenteante río brillaba a la luz
de las lunas. Divisó los contornos irregulares de los mástiles de los barcos, allá en los
muelles.
Miró a sus pasajeros. El cerduende ronroneaba y los ojos de Linnora brillaban
ahora con una confianza que Dennis no podía comprender, aunque le hacía sentirse
bien.
Abajo, en alguna parte, un capitán de voz aguda ordenaba cargar a sus hombres.
Era decididamente hora de marcharse.
—Muy bien —les dijo a Arth y Linnora—, ahora quiero que penséis con mucha
intensidad, que os inclinéis como yo me inclino, y que saltéis conmigo cuando diga la
palabra mágica... ¡Jerónimo!
—¡Denniz!
Arth remaba tan silenciosamente como podía. Había envuelto en tela los remos
del esquife que habían robado. Incluso así, odiaba tener que remar al descubierto por el
río. Del castillo habían zarpado ya equipos de búsqueda: jinetes y patrullas de infantería
pronto recorrerían la zona.
—¿Podéis verle?
Linnora escrutó la oscuridad.
—Todavía no. ¡Pero debe de estar por aquí! ¡Sigue remando!
Tenía la ropa pegada al cuerpo, y los vientos del valle soplaban sobre el agua.
Pero no pensaba más que en el río y en su rescatador.
—¡Mago! —llamó—. ¿Estás ahí? ¡Mago! ¡Respóndeme!
Sólo se oía el suave chapoteo de los remos y, en la distancia, los gritos de los
soldados del barón.
Arth remó.
La voz de Linnora se quebró.
—¡Dennis Nuel! ¡No puedes morir! ¡Guíanos hasta ti!
Se detuvieron a escuchar, sin respirar apenas. Entonces, en la oscuridad, se oyó un
sonido leve.
—¡Por ahí! —Linnora se agarró al hombro de Arth y señaló.
El pequeño ladrón gruñó y tiró de los remos.
—¡Dennis! —exclamó ella. Oyó toser más adelante. Luego una ronca voz los
llamó.
—El terrestre se ha zambullido... por fortuna mi nave flota. ¿Sois de la Guardia
Costera?
Linnora suspiró. No entendía más que una palabra o dos de lo que decía, pero no
importaba. Se suponía que las magos eran inescrutables.
—Voy a tener que encontrar un medio de salir de aquí —murmuró la voz en la
oscuridad. Luego un fuerte estornudo resonó sobre el agua.
IX
DISCUS JESTUS
Dentro de la vivienda había polvo por todas partes. Dennis casi pudo sentir el
amor y el gusto que Stivyung Sigel había practicado en esa casa, y ahora iba camino de
convertirse de nuevo en un puñado de palos, paja y papel.
Se preguntó que habría sido del alto granjero, y de Gath, el inteligente joven que
quería ser aprendiz de mago. ¿Sobrevivirían a su aventura en globo? ¿Estaba Sigel
buscando todavía a su esposa en los bosques de los L´Toff?
Dennis llevó a Linnora por un estrecho pasillo hasta el dormitorio de los Sigel y la
tendió con delicadeza sobre la cama. Luego casi se desplomó en una silla cercana.
—Sólo un minuto —murmuró. El agotamiento era como una pesada manta que lo
ahogaba. Intentó levantarse una vez, pero fracasó—. Ah, demonios. —Contempló a la
joven que ahora dormía pacíficamente—. Se supone que las cosas no funcionan así la
primera vez que el héroe lleva a la hermosa princesa a la cama...
—Podríamos intentar prepararos un escondite aquí —le dijo Surah Sigel a Dennis
mucho más tarde, después de que los demás se hubieran acostado—. Sería peligroso,
claro. El barón ha movilizado la milicia, y sus hombres regresarán pronto. Pero
podríamos intentarlo.
Parecía que Surah tenía poca fe en su propia sugerencia. Dennis ya sabia cuál era
el problema.
—Olfateadores —dijo simplemente.
Ella asintió a su pesar.
—Sí. Kremer los usará para buscaros. Con tiempo suficiente, los olfateadores
pueden encontrar a un hombre en cualquier parte por su olor.
Dennis había visto una camada de aquellos animales de gran nariz mientras
residía en el castillo. Parecían primos lejanos de los perros, pero Dennis no sabía de
ningún equivalente terrestre exacto. Eran más lentos que los sabuesos, pero tres veces
más sensibles. Arth le había dicho que existían maneras de despistar a los olfateadores
en la ciudad, pero que al aire libre eran imparables.
Dennis sacudió la cabeza.
—Tenemos que seguir lo antes posible. Eres tan generosa y valiente como lo
describió Stívyung, Surah. Pero no puedo hacerme responsable de lo que os pasaría a
Tomosh y a ti si nos encontraran aquí a Linnora y a mí.
»Nos marcharemos pasado mañana.
En su fuero interno, Dennis temía incluso esperar tanto tiempo.
—¡Pero los pies de la princesa no habrán sanado todavía para entonces! ¡Su
tobillo sigue hinchado!
La señora Sigel se había ofrecido antes a llevar a Linnora a casa de su hermana
para tratar de disfrazarla de algún modo. Pero Linnora no quiso ni oír hablar del tema.
No era sólo que no estuviera dispuesta a poner en peligro a gente inocente. También
estaba decidida a negar a Kremer incluso la posibilidad de volver a utilizarla como
rehén. Y su pueblo tenía que ser advertido de las nuevas armas del barón. Volvería a las
montañas occidentales aunque tuviera que ir a rastras.
Si por mí fuera, no me quedaría ni siquiera un día más —dijo Dennis—. Pero
tengo que intentar crear algo... algo que nos permita llevar lejos a Linnora aunque sus
pies no hayan sanado.
La señora Sigel suspiró, aceptando su decisión. Después de todo, un mago era un
mago. Había escuchado con asombro las historias de Arth sobre los milagros de Dennis.
—Muy bien, pues. A primera hora iré a coger de casa de Biss esas herramientas
que necesitas. Tomosh vigilará la carretera y os avisará si vienen soldados, Os dibujaría
un mapa para indicaros el camino que conduce a los L´Toff, pero tenéis el mejor guía
del mundo, así que supongo que no os hará ninguna falta.
Linnora y Tomosh se habían retirado después de una espartana pero nutritiva
comida sacada de la despensa secreta de los Sigel. Arth roncaba suavemente en una
silla, practicándola a cambio de la hospitalidad de su anfitriona. Aunque no era un gran
fumador, Dennis chupaba diligente una de las pipas de Stivyung Sigel por el mismo
motivo.
Surah le había contado a Dennis su propia aventura, de la que acababa de regresar:
su viaje a las montañas de los L´Toff. Los ojos se le iluminaban cuando hablaba de sus
viajes.
Stivyung le había hablado a menudo de los viajes realizados durante su carrera en
los Exploradores Reales. Educada en una sociedad que todavía controlaba rígidamente
las opciones abiertas para las mujeres, Surah se había entusiasmado con las historias de
aventuras de su esposo en las fronteras salvajes, de encuentros con gente extraña inclu-
yendo, por supuesto, a los misteriosos L´Toff.
Por sus descripciones, ella sabía que no eran seres de fábula ni diablos, sino
personas a quienes los dioses habían concedido bendiciones con contrapartida. Desde su
éxodo durante el reinado del buen rey Foss't, habían vivido casi aislados en su retiro de
las montañas. Después de la caída del antiguo duque, su último protector fuerte en el
oeste, los únicos coylianos que habían tenido contacto regular con ellos eran unos
cuantos comerciantes y los exploradores.
Cuando los hombres del barón se llevaron a Stivyung, Surah se encontró de
pronto comportándose como nunca habría imaginado. Corrió a casa de su hermana y le
dijo que recogiera a Tomosh. Luego hizo un hatillo y se dirigió al oeste sin ningún plan
definido en mente, pensando sólo en encontrar a alguno de los antiguos camaradas de
Stivyung y pedirle ayuda.
No recordaba gran cosa sobre su viaje a las montañas, excepto haber estado
asustada buena parte del tiempo. Aunque había crecido en los lindes de la espesura,
nunca antes había pasado las noches sola bajo los árboles. Fue una experiencia que
jamás olvidaría.
La primera señal de que se encontraba en territorio L´Toff se produjo cuando se
topó con una pequeña patrulla de hombres severos y fieros cuyas lanzas tenían el
aspecto bruñido que da la práctica mortal. Estaban agitados y la interrogaron. Pero al
final acabaron por dejarla marchar. Sólo después, cuando atravesó los villorrios de las
afueras y llegó por fin al poblado principal de los L´Toff, se enteró Surah de que la
princesa Linnora había desaparecido.
Eso explicaba la ansiedad de los guardias fronterizos, desde luego. Surah empezó
a comprender que sus propios problemas eran pequeñas corrientes de aire en la gran tor-
menta que se estaba fraguando.
El padre de Linnora, el príncipe Linsee, gobernaba un reino virtualmente
independiente y que sólo respondía ante el rey de Coylia. Eso irritaba a los grandes
señores y a los templos. Pero, al igual que el aislamiento de su hogar en las montañas,
era para protección de la tribu.
A cambio, la corona monopolizaba el comercio de raros tesoros cuyo Pr´fett había
sido «petrificado» en un estado permanente de práctica. Cada artículo solía costar a
algún L´Toff una medida de su fuerza vital: una semana, un mes o un año de su propia
vida. Los artículos petrificados eran muy raros... y por eso también muy codiciados.
Las relaciones entre los L´Toff y los grandes nobles habían empeorado desde la
caída del viejo duque, y sobre todo a medida que la nobleza y los gremios del barón
Kremer se preparaban para enfrentarse al rey.
Obviamente, los aristócratas se alegrarían de tener algo con lo que presionar a los
L´Toff, los aliados más fuertes del rey en el oeste. Si contaran con un rehén para
asegurarse la neutralidad del príncipe Linsee, podrían dedicar su atención plena a sitiar
las ciudades del este, con su espíritu monárquico y antigremial.
El destino había entregado a Kremer su rehén contra los L´Toff el mismo día en
que los soldados fueron a llevarse al marido de Surah.
Cuando Surah llegó a las montañas, los L´Toff buscaban por todas partes a su
amada princesa. Linnora había escapado de sus doncellas y escolta casi dos semanas
antes, anunciando en una críptica nota que había sentido «algo diferente» llegar al
mundo.
Aunque todos respetaban los poderes de Linnora, el príncipe Linsee temía los
resultados de la impetuosidad de su hija. Sospechaba que había caído en manos del
barón.
Lo mismo pensaba Demsen, el alto y afable jefe de un destacamento de
Exploradores Reales que acababa de llegar antes que Surah. Demsen estaba seguro de
que Kremer retenía a Linnora en secreto, hasta que fuera necesaria como rehén para
mantener a los L´Toff pasivos en su retaguardia.
Surah descubrió todo esto porque se encontraba en el centro de todo el meollo.
Como sabía algo de la situación en Zuslik, fue invitada a sentarse a la mesa junto a
Linsee y Demsen y los capitanes y ancianos, todos los cuales la escucharon atentamente
mientras respondía con nerviosismo sus preguntas.
En la asamblea, el joven príncipe Proll había pedido permiso para asaltar Zuslik y
liberar a Linnora por la fuerza de las armas. El valor y carisma de Proll influyeron en
muchos. Los L´Toff más jóvenes no pensaban más que en su hermosa princesa
languideciendo en prisión.
Pero Linsee sabía que las fuerzas de Kremer superaban con mucho a las suyas en
una batalla a campo abierto, sobre todo dado el perfeccionamiento de los terribles cuer-
pos de planeadores del barón. Harían falta años de peligrosa experimentación para
duplicar ese logro. La guerra empezaría mucho antes.
Linsee había enviado una delegación, liderada por el jefe del consejo de ancianos
y el príncipe Proll, para visitar a Kremer y preguntar. Probablemente no conseguiría na-
da, pero era todo lo que podía hacer. Reluctante, ordenó que se reforzaran las defensas.
Surah escuchaba todo esto y comprendió aturdida que allí no encontraría ayuda
para salir de su propia crisis personal. Si los L´Toff y los Exploradores Reales no podían
hacer nada para salvar a Linnora, ¿qué podrían hacer por un simple granjero, aunque
fuera un sargento explorador retirado, a quien el barón Kremer había apresado por ca-
pricho?
El príncipe Linsee le dio un caballo y algunas provisiones y le deseó lo mejor. A
excepción de los guardias fronterizos, nadie se dio cuenta cuando se marchó.
Regresó para encontrar el país convertido en un clamor. Los preparativos para la
guerra se hallaban en marcha, y la zona estaba siendo peinada en busca de importantes
fugitivos.
La vida tenía que continuar, fuera cual fuese la magnitud de los grandes asuntos a
su alrededor. Recogió a su hijo de la casa de su hermana y se dirigió al hogar propio
para mantener la granja lo mejor posible, perdida la esperanza de que Stivyung
regresara algún día con ella.
Y en casa encontró a los fugitivos, escondidos en su propio dormitorio.
Surah Sigel suspiró y volvió a llenar la taza de Dennis de thah caliente.
—No he tenido ninguna influencia en los asuntos de nuestro tiempo —dijo, en
conclusión—. Sólo soy la esposa de un granjero, a pesar de que Stivyung me enseñara a
leer.
»Sin embargo, me parece que he sido testigo y he participado un poco en los
acontecimientos.
Miró a Dennis. Tenía una idea. Hablaba con timidez, como si temiera que él fuera
a reírse de su ocurrencia.
—¿Sabes? Tal vez algún día escriba un libro sobre todo lo que he visto y te he
contado acerca de la gente que conocí antes de que empezara la guerra. ¡Eso sí que sería
algo!
Dennis asintió, mostrando su acuerdo.
—En efecto, lo sería.
Ella suspiró y se volvió para remover las brasas.
Partieron poco después de anochecer, mientras las lunas estaban todavía bajas en
el cielo. El burro bufaba incómodo mientras tiraba de la carretilla. Cuando se detuvo en
la verja y amenazó con rebuznar; Linnora tañó su klasmodion y cantó para el inquieto
animal.
Las orejas del burro se movieron; su respiración se normalizó lentamente mientras
la melodía de la muchacha lo calmaba. Finalmente, respondió a los suaves acicates de
Arth y tiró de su molesta carga. Dennis ayudó a empujar hasta que estuvieron en la
carretera propiamente dicha. Allí se detuvieron para despedirse de los Sigel.
Linnora le susurró algo a Tomosh mientras Dennis le estrechaba la mano a la
señora Sigel.
—Buena suerte a todos —les deseó Surah—. Decidle a Stivyung si le veis que
estamos bien.
Surah contempló insegura al pintoresco grupo. Dennis tenía que admitir que no
parecían una fuerza capaz de enfrentarse con las patrullas de Kremer.
—Lo haremos —asintió Dennis.
—¡Volverás, Denniz! —prometió Tomosh mientras daba afectuosamente una
palmada en el muslo al terrestre—. ¡Mi padre y tú y los Exploradores Reales volveréis y
se las haréis pagar al viejo Kremer de una vez por todas!
Dennis agitó el pelo del niño.
—Tal Vez, Tomosh.
Arth azuzó al burro. El burdo carro chirrió por la oscura y empinada carretera.
Dennis tuvo que empujarlo durante un tramo cuesta arriba. Cuando miró atrás, Surah y
su hijo se habían marchado.
Excepto por el estrecho haz de su pequeña linterna de aceite, la noche era
completamente negra a su alrededor. El viento soplaba entre los árboles que
flanqueaban el camino. Incluso en la suave y superdeslizante carretera, el carro daba
trompicones y rebotaba y se estremecía. Linnora lo soportaba con valentía. Tañía su
klasmodion suavemente, con una expresión soñadora y distante en el rostro.
Ya estaba concentrada en el trabajo, usando sus talentos L´Toff para ayudar a
practicar el carro.
En la Tierra, el frágil artilugio se habría hecho pedazos en cualquier momento,
unos cuantos minutos o como máximo unas horas después de su construcción. Allí, sin
embargo, era una pugna entre el desgaste y la práctica. Si duraba lo suficiente, la cosa
tal vez mejoraría.
Dennis empujó el ruidoso carro, deseando que el cerduende estuviera cerca para
ayudarles.
El joven Gath prestaba poca atención a las charlas sobre estrategia. No era un
soldado, sino un... ingeniero. Dennis Nuel le había enseñado esa palabra, y le gustaba su
sabor.
Gath estaba seguro de que la clave para salvar a los L´Toff (y también para
rescatar a Dennis, Arth y la princesa) se encontraba en perfeccionar los globos. Hasta el
momento Gath había estado muy ocupado supervisando la reparación del original y la
construcción y práctica de nuevos modelos. Pero eso no le impedía plantearse nuevos
problemas de diseño.
¡Por ejemplo el de cómo manejarlos en la batalla! ¿Cómo se podía hacer que el
globo fuera donde uno quería y luego mantenerlo allí? Había sido casi imposible manio-
brar el primer globo en su huida de Zuslik. Sólo un pequeño milagro de viento los había
llevado a las montañas adonde Stivyung y él querían ir. Tras aterrizar, tardaron días en
localizar a los L´Toff.
De algún modo, debe de haber un medio, pensó.
El papel era demasiado valioso para dibujar por dibujar. Así que Gath humedeció
el dedo en vino y trazo bocetos sobre la superficie de la mesa, maravillosamente antigua
y pulida.
5
El barón Kremer estaba sentado en la cama, con un montón de informes
desplegados sobre la sedosa colcha antigua. Trabajaba obstinadamente, leyendo
mensajes de los otros señores del oeste, que llegarían pronto para una reunión que él
mismo había convocado.
Los mensajes eran satisfactorios, pues ni uno solo de los condes y barones del
oeste se había retrasado.
¡Pero el resto era basura! ¡Había listas y listas de cuentas que pagar por material
de guerra! Había facturas de cientos de practicadores natos, reclutados para lo que
durara la guerra, y quejas de los gremios sobre su demanda de subvenciones aún
mayores para su campaña contra el rey liberal.
El montón era enorme. El papeleo era la única cosa en el mundo que Kremer
temía.
Si alguien advertía que los labios del barón se movían mientras leía, nadie dijo
nada. Los tres escribas que le ayudaban también apartaban cuidadosamente sus ojos del
chichón púrpura que afeaba la sien izquierda de su señor.
Kremer soltó un largo rollo de pergamino.
—¡Palabras, palabras, palabras! ¿Esto es lo que significa forjar un imperio?
¿Conquistar sólo para meterme hasta el cuello en una tormenta de papel?
Los escribas bajaron la cabeza, sabiendo que las preguntas de su señor eran
retóricas.
—¡Esto! —Kremer arrojó un pergamino que se extendió como una larga bandera
estrecha por el suelo. Aquella hoja delgada valía en sí misma casi los ingresos anuales
de un campesino—. ¡Los gremios se quejan por una minucia! ¡Una minucia que les
conseguirá a ellos seguridad y a mí una corona! ¿Quieren que Hymiel y su ralea se
salgan con la suya en el este?
Kremer gruñó e hizo a un lado el montón. Los informes se desparramaron por el
suelo. Los escribas corrieron a recogerlos.
Saboreando un momento de satisfacción, Kremer los vio recoger las hojas y los
rollos. ¡Pero era una pobre distracción de los irritantes contratiempos que tanto parecían
abundar en la misma víspera de su triunfo!
Los gremios eran útiles, se recordó. Además de servir como ricos aliados. Por
ejemplo, el monopolio del gremio papelero garantizaba la escasez y el alto precio del
papel. ¡Si el material fuera barato, el número de informes probablemente sería el doble,
o incluso el triple!
Kremer se rebullía. El médico de palacio, un anciano caballero que le trataba
desde niño, y uno de los pocos hombres vivos a quien respetaba, le había dicho que per-
maneciera en la cama. Tenía una semana para recuperarse, luego comenzaría la
campaña principal contra el rey. Sin un buen motivo, no podía ignorar el consejo del
doctor. El avance contra los L´Toff era una maniobra secundaria que sus comandantes
podrían resolver sin su presencia.
Todo parecía salir según el plan. ¡Sin embargo, casi deseaba una emergencia para
tener una excusa y salir de allí!
Kremer se dio un puñetazo en el muslo. La tensión hizo que el dolor de su sien
regresara. Dio un respingo y se llevó una mano a la cabeza, torpemente.
Ah, habrá mucho que pagar, pensó. Ya llegará el momento. Cierto individuo me
debe mucho.
Sacó de debajo de la almohada el cuchillo de metal de Dennis Nue1, ahora
practicado hasta tener el filo de una navaja. Contempló el brillante acero mientras sus
escribas esperaban en silencio a que saliera de su ensimismamiento.
Lo que sacó al barón de su concentrada reflexión fue una explosión que agitó las
cortinas como si fueran látigos restallantes. Las delicadas ventanas se combaron y sacu-
dieron en sus marcos mientras la detonación reverberaba como un trueno.
Kremer apartó la colcha, haciendo que los papeles volvieran a volar. Atravesó
rápidamente las revueltas cortinas y salió al balcón, para asomarse al patio. Vio a
hombres corriendo hacia una zona situada justo debajo de la muralla, fuera de la vista.
Llegaban gritos desde el lugar de la conmoción.
Kremer agarró su túnica de doscientos años de antigüedad. El viejo médico no se
hallaba presente, pero su ayudante protestó diciendo que el barón no estaba todavía en
condiciones de aventurarse a salir.
Al verse cogido por la pechera de la camisa y lanzado por el aire al otro lado de la
habitación, el pobre hombre cambió de opinión. Dio rápidamente el alta médica a su
señor y se quitó de en medio.
Kremer corrió escaleras abajo, la bata agitándose alrededor de sus tobillos. Cuatro
miembros de su guardia personal, todos leales norteños, le siguieron de inmediato. Bajó
rápidamente las escaleras y salió al patio. Allí encontró al erudito Hoss´k revolviendo
una pila de astillas de madera quemada y fragmentos de alfarería.
Kremer se detuvo en seco, contemplando el destrozo de la destilería que Dennis
Nuel había construido. De los tubos negros y retorcidos brotaba humo. El diácono se al-
zaba entre ellos, tosiendo y espantando el humo con las manos. El resplandeciente
hábito rojo del erudito estaba chamuscado y manchado de hollín.
—¿Qué significa esto? —preguntó Kremer.
De inmediato, los soldados que contemplaban el destrozo se dieron la vuelta y se
pusieron firmes. Los esclavos que estaban a cargo de la destilería se arrojaron de bruces
al suelo, humillados.
Excepto tres que no le hicieron caso. Uno estaba claramente muerto. Los otros dos
gemían cerca, pero no por su presencia, sino por las quemaduras que tenían en manos y
brazos. Unas mujeres vendaban a los heridos.
Hoss´k hizo una reverencia.
—¡Mi señor, he hecho un descubrimiento!
Por su aspecto, Hoss´k debía de haber estado presente cuando sucedió el desastre.
Conociéndolo, eso implicaba que el hombre lo había causado de algún modo, al meter
las narices en el aparato que fabricaba bebidas de Dennis Nuel.
—¡Has causado una catástrofe! —gritó Kremer mientras contemplaba las ruinas
—. ¡Lo único que pude arrancarle a ese mago... antes de que traicionara mi hospitalidad
y escapara con una valiosa rehén... fue esta destilería! ¡Contaba con que sus productos
me produjeran grandes beneficios comerciales! Y ahora tú, y tus intromisiones...
Hoss´k alzó una mano, aplacándolo.
—Mi señor... me ordenaste que estudiara la esencia de los aparatos del mago
extranjero. Y como no sacaba nada en claro de sus otras posesiones, decidí ver si podía
descubrir cómo funciona ésta.
Kremer le observó con una expresión terrible. Los presentes se miraron, haciendo
silenciosas cábalas respecto al tiempo de vida que le quedaba al erudito.
—Sería mejor que hubieras descubierto la esencia de la destilería antes de
destruirla —amenazó Kremer—. Muchas cosas dependen de tu habilidad para
reconstruirla. Podría resultarte difícil practicar esa ropa tan bonita que llevas sin una
cabeza sobre los hombros.
Hoss´k protestó.
—¡Soy miembro del clero!
Ante la mirada de Kremer y Hoss´k agachó la cabeza y asintió vigorosamente.
—Oh, no te preocupes, mi señor. Será fácil reconstruir el artilugio. De hecho, el
principio era diabólicamente astuto y sencillo. Verás, esta jarra de aquí .... lo que queda
de la jarra, contenía el vino que se hacía hervir lentamente, pero los vapores quedaban
almacenados...
—Ahórrame los detalles. —Kremer indicó al hombre que guardara silencio. Su
dolor de cabeza empeoraba—. Consulta con el equipo de trabajo. ¡Quiero saber cuánto
tiempo tardará en volver a funcionar!
Hoss´k hizo una reverencia y se volvió rápidamente a consultar con los
supervivientes de la cuadrilla de la destilería.
E1 barón pasó por encima de un soldado herido. La matrona que había estado
atendiendo las heridas del hombre se apresuró a quitarse de en medio.
Mientras caminaba entre las ruinas, la mente de Kremer volvía a su principal
preocupación: cómo distribuir sus fuerzas para capturar de nuevo al mago y la princesa
Linnora, y cómo iniciar simultáneamente su campaña contra los L´Toff.
La alianza estaba tomando forma. Un escuadrón de planeadores había efectuado
una gira, impresionando a los nobles a un centenar de kilómetros al este, norte y sur, y
acobardando a los pasivos campesinos al representar las supersticiones tradicionales
referidas a los dragones.
Todos los grandes señores estarían allí dentro de poco para celebrar una reunión.
Kremer planeaba para ellos una demostración impresionante.
Sin embargo, los barones no serían suficiente. Necesitaría también mercenarios, y
harían falta más que demostraciones para adquirirlos.
¡Dinero, ésa era la clave! ¡Y no esa basura de papel que mantenía su valor gracias
a una escasez impuesta artificialmente, sino auténtico dinero de metal! ¡Con dinero sufi-
ciente Kremer podría comprar los servicios de compañías libres y sobornar a todos los
grandes nobles del reino! ¡Ni demostraciones ni rumores de armas mágicas podían igua-
lar el efecto del dinero contante y sonante!
¡Y ahora aquel diácono idiota había destrozado la principal fuente de dinero de
Kremer!
—¿Mi señor?
Kremer se volvió.
—¿Sí, erudito?
Hoss´k hizo una nueva reverencia mientras alcanzaba al barón. El pelo negro de
Hoss´k estaba manchado de hollín.
—Mi señor, al experimentar con la destiladora no pretendía destruirla... Yo...
—¿Cuánto tardará? —gruñó Kremer.
—Sólo unos días para empezar a conseguir pequeñas cantidades...
—¡No me preocupa la creación! ¿Cuánto tiempo pasará hasta que la nueva
destilería esté practicada para que funcione como la antigua?
Hoss´k se puso muy pálido bajo su capa de hollín.
—Diez... veinte... —Su voz se quebró.
—¿Días? —Kremer dio un respingo cuando el dolor de su herida regresó. Se
agarró la cabeza, incapaz de hablar. Pero miró a Hoss´k de un modo que parecía que
sólo su indescriptible dolor de cabeza evitaba que el diácono perdiera la vida.
justo entonces un mensajero atravesó corriendo la puerta del palacio. El muchacho
divisó al barón, se acerco, y saludó.
—¡Mi señor, lord Hern envía sus saludos y os comunica que los olfateadores han
encontrado el rastro de los fugitivos!
Kremer se retorció las manos.
—¿Dónde están?
—En el paso suroeste, mi señor. ¡Se han enviado mensajeros a todos los
campamentos al pie de las colinas con la alerta!
—¡Excelente! Enviaremos también a la caballería. Ve y ordena al comandante del
Primero de Lanceros que reúna sus tropas. Iré a verlos dentro de poco.
El muchacho saludó otra vez y se marchó corriendo.
Kremer se volvió hacia Hoss´k, que estaba claramente poniéndose bien con sus
dioses.
—¿Erudito? —dijo en voz baja.
—¿S-s-sí, mi señor?
—Necesito dinero, erudito.
Hoss´k tragó saliva y asintió.
—Sí, mi señor.
Kremer sonrió.
—¿Puedes sugerirme un lugar de donde pueda sacar mucho dinero en muy poco
tiempo?
Hoss´k parpadeó, luego volvió a asentir.
—¿La casa de metal del bosque?
Kremer sonrió a pesar de su dolor de cabeza.
—Correcto.
Hoss´k había sugerido con anterioridad que la casa de metal podría tener algún
valor intrínseco superior a su enorme contenido en metal. El mago extranjero había in-
sistido mucho en que la dejaran en paz si trabajaba para Kremer.
Pero Dennis Nuel le había traicionado, y Hoss´k ya no tenía mucho que decir en
ese sentido.
—Partirás de inmediato con una tropa de caballería ligera —le dijo al grueso
sacerdote—. Quiero todo ese metal aquí dentro de cinco días.
Una vez más, Hoss´k simplemente tragó saliva y asintió.
Cuando echó a correr por la carretera, llamándolos por sus nombres, Arth y
Linnora salieron de un oscuro escondite entre los árboles. Arth miró a Dennis de arriba
abajo, luego sonrió tímidamente, como avergonzado de haber dudado de él. Los ojos de
Linnora brillaban, como diciendo que al menos ella jamás había sentido la menor
preocupación.
Tañó su klasmodion mientras reemprendían la marcha. Sólo por accidente, poco
después, la vio Dennis dar un ligero codazo a Arth y extender la mano. Arth se encogió
de hombros y le entregó un puñado de arrugados billetes de papel.
Pronto pasaron junto a las canteras de pedernal que Dennis había observado
durante su primera semana en Tatir. Ahora comprendió por qué no había visto a nadie
entonces. Los preparativos para la guerra ya habían despejado las montañas. Y en Tatir,
cuando la gente evacuaba una zona, todos cogían sus posesiones practicables y no deja-
ban nada detrás.
Iban a buen paso. La carreta mejoraba claramente con el uso. Sin embargo,
mientras transcurría la mañana, Dennis seguía preocupado. Sin duda los milicianos que
habían huido habrían informado ya. Kremer enviaría soldados mejores tras ellos.
Llegaron a una encrucijada. Ante ellos, la carretera continuaba bordeando las
montañas, hacia el oeste y las grandes minas de las Montañas Grises.
Linnora se levantó y señaló el camino menos transitado, el que conducía al sur.
—Esta es la ruta comercial. Vine por aquí cuando sentí la presencia de la casita de
metal llegar a este mundo.
Frunció el ceño y contempló el camino lateral, como si estuviera insatisfecha con
su grado de práctica. El comercio había sido particularmente escaso durante los últimos
años. Si se dejaba más tiempo desatendida, la hermosa superficie empezaría a
convertirse en un sendero de tierra.
Dennis se volvió y miró hacia el noroeste. Allí, a un par de días de marcha a pie,
al norte de la carretera principal, se encontraba su «casita de metal».
De haber estado seguro de que se las compondría para montar un nuevo zievatrón
y practicarlo lo suficiente a tiempo, habría estado dispuesto a correr el riesgo. Se ofre-
cería para llevar a Linnora y Arth lejos de aquella violenta locura, a un mundo donde
todo era difícil, pero sensato.
Pero no había tiempo y, de todas formas, tenían otras obligaciones. Con un pesado
suspiro, cogió las bridas del burro y lo condujo al sendero que llevaba al sur.
—Muy bien. Tenemos otra buena escalada por delante y otro paso que atravesar.
En marcha.
Miró a sus compañeros. Parecían casi agotados. Sin duda no podrían superar a los
soldados que cada vez estaban más cerca.
—Arth ——dijo—, ve a echar un vistazo.
El ladronzuelo gimió. Pero se levantó y se acercó cojeando al camino.
Dennis rebuscó entre los árboles cercanos hasta que encontró un par de palos
firmes. Cortó un poco de cuerda de un rollo que Surah les había dado y se puso a
trabajar uniendo los palos al carro, a lo largo del eje y por encima y por delante de las
ruedas traseras. Casi había terminado cuando oyó un grito.
—¡Denniz!
Arth agitaba frenéticamente los brazos desde el extremo norte del paso.
—¡Denniz! ¡Ya casi están aquí!
Dennis soltó una imprecación. Esperaba haber podido contar con un poco más de
tiempo. Los norteños del barón gran desde luego buenos soldados. Debían de estar es-
forzándose hasta el límite de lo humano para mantener ese ritmo.
Ayudó a Linnora a subir al carro mientras Arth regresaba cojeando junto a ellos.
Arth empezó a tirar de la rienda del agotado burro, gritando maldiciones al tozudo
animal.
—Déjalo —le dijo Dennis.
Se acercó y cortó las riendas, liberando a la criatura. Arth se lo quedó mirando,
sorprendido.
—Sube, Arth, aquí atrás. A partir de ahora, todos iremos en el carro.
Era una demostración nocturna, ejecutada a la luz de las lunas y bajo la fluctuante
iluminación de un centenar de brillantes antorchas. Los nobles congregados observaban
con creciente nerviosismo cómo se hacían los preparativos. Entonces los tambores
guardaron silencio.
Hubo una larga pausa, y luego la súbita quietud quedó rota por un sonido fuerte y
aterrador. La explosión fue seguida de otro silencio mientras los invitados observaban
llenos de aturdido asombro lo que había sucedido. Después un millar de hombres dejó
escapar un rugido unánime y sanguinario de aprobación.
El sargento Gil´m se volvió y desfiló marcialmente hacia el dosel. En el campo de
entrenamientos, al fondo del pasillo de las ejecuciones, había un nuevo agujero en la
muralla exterior. Un tocón ensangrentado se alzaba donde sólo momentos antes un
desafiante prisionero L´Toff había gritado insultos contra el barón Kremer y sus nobles
invitados.
Kremer aceptó la pistola de agujas de manos de su sargento. Se volvió hacia sus
pares, los grandes señores del oeste, quienes se habían congregado para discutir la alian-
za final contra la autoridad del rey.
Los condes y barones estaban pálidos. Un par de ellos parecían a punto de
marearse. Sí, pensó Kremer, la demostración ha sido efectiva.
— ¿Bien, mis señores? Ya habéis visto mi cuerpo aéreo en acción. Os he mostrado
mi caja de largo alcance. Y ahora sabéis lo que puede conseguir mi arma más preciosa.
¿Hay alguno entre vosotros que dude de mi plan?
El duque de Bas-Tyra frunció el ceño y sacudió la cabeza.
—No podemos sino sentirnos impresionados, mi señor Kremer... aunque sería
bueno conocer a ese mago extranjero que creó esas maravillas para ti, y de quien tanto
se rumorea.
Miró a Kremer, expectante. Pero el señor de Zuslik simplemente esperó, sin decir
nada, el oscuro ceño fruncido.
—Ah, bien —continuó el duque—, estamos sin duda de acuerdo en que hay que
dar a nuestro señor rey Hymiel una lección sobre los derechos de sus vasallos. Sin
embargo, alguno de esos métodos que propones...
—Parece que aún no te das cuenta de la verdadera situación —dijo Kremer con un
suspiro—. Habrá que abrirte los ojos.
Se volvió hacia su primo, lord Hern.
—Que traigan a los prisioneros especiales —ordenó.
Lord Hern transmitió la orden.
Los grandes señores murmuraron entre sí. Estaba claro que se hallaban
profundamente desconcertados. Aquello era más de lo que esperaban. Unos cuantos
miraron nerviosos al barón Kremer, como si hubieran empezado a sospechar lo que
tenía en mente.
El mensajero de lord Hern llegó a la poterna, y pronto unos hombres atados
fueron conducidos en fila al patio, los guardias tirando de sus ligaduras.
Hubo un jadeo entre los notables congregados.
—¡Son Exploradores Reales!
—Cierto. ¡Entonces es la guerra, nos guste o no!
—¡Mira! ¡Un hombre del rey!
Entre la fila de exploradores había un hombre ataviado con el azul y el dorado de
los comisionados reales, un hombre del rey, que tenía el poder de mandato real.
—¡Kremer! —gritó el hombre—. ¿Te atreves a tratar a la mismísima persona del
rey de esta forma? ¡Vine a ti como emisario de paz! ¡Cuando mi real señor se entere de
esto hará que tu...!
—¡Tendrá mi puño! —rugió Kremer, interrumpiendo el desafío del comisionado.
Sus soldados, como un solo hombre, prorrumpieron en vítores.
Kremer se volvió hacia los nobles congregados. Señaló a los prisioneros.
—Colgadlos —ordenó.
—¿Nosotros? —dijo el aturdido duque de Bas-Tyra—. ¿Quieres que nosotros
colguemos a los mensajeros reales? ¿Personalmente?
Kremer asintió.
—Ahora mismo.
Los nobles se miraron unos a otros. Kremer vio que unos cuantos ojos se volvían
a echar una ojeada a los planeadores que flotaban en el aire a la luz de las antorchas, al
millar de disciplinados soldados (una fracción de su poder) y a la pistola de agujas que
tenía en la mano. Vio que en ellos se hacía la luz.
Uno a uno, inclinaron la cabeza.
—Como desees... Majestad.
Uno a uno, se movieron para obedecer. Kremer los vio bajar, ocuparse cada uno
de ellos de un hombre de la fila.
Eso lo dejaba solo con los capitanes mercenarios bajo el dosel. Se volvió y los
miró: seis endurecidos veteranos de docenas de pequeñas guerras. Éstos no tenían
tierras ni propiedades en las que pensar. Capaces de dominar a sus tropas simplemente
por medio de amenazas, tenían mucho menos que temer de los planeadores y las armas
mágicas. En caso de duda, se limitarían a actuar.
Kremer los necesitaba si quería asediar las ciudades del este y poner coto a sus
tonterías « democrático-monárquicas». Y para mantenerlos durante una campaña
prolongada, necesitaría dinero.
—Caballeros —dijo—, ¿quiere alguno de vosotros un poco más de brandy?
—¿Dennis?
—¿Mmmm? ¿Qué... qué pasa, Linnora? —Dennis alzó la cabeza. Tuvo que
frotarse los ojos. Todavía estaba oscuro fuera. A1 otro lado de la pequeña caseta de
pastor, Arth roncaba suavemente tendido en el suelo.
Linnora había dormido acurrucada junto a Dennis, bajo la misma manta. Ahora
estaba sentada, los ojos grises parpadeando a la pálida luz de las lunas.
—Dennis, acabo de volver a sentirlo.
—¿Sentir qué?
—Esa sensación de que algo o alguien ha venido al mundo. Como cuando supe
que tu casita de metal había llegado, hace muchos meses... y cuando te sentí llegar a
Tatir a ti también.
Dennis sacudió la cabeza para despejarse.
—¿Quieres decir que alguien utiliza el zievatrón?
Linnora no comprendía. Simplemente se quedó contemplando la noche.
Dennis se preguntó si en efecto Linnora podía detectar cuándo funcionaba el
zievatrón. Si era así, ¿significaba eso que alguien más había atravesado la máquina de
transferencia de realidades, siguiéndole hasta aquel mundo?
Suspiró. Se apiadó del pobre diablo, fuera quien fuese. No había nada que pudiera
hacer ahora por ayudarlo, eso estaba claro. Al tipo le esperaban unas cuantas impresio-
nes fuertes.
—Bueno, no tiene sentido preocuparse por eso —le dijo a la princesa—.
Acuéstate y duerme un poco. Mañana nos espera un día duro.
—¡Creía que estas velas eran para ayudarnos! —gruñó Arth mientras tiraba del
pequeño carro.
Dennis empujaba por detrás.
—¡Tal vez no funcione! ¡No todas las buenas ideas cuajan! ¡Demándame!
Empujaron el carro por una pendiente empinada hasta llegar a una extensión
amplia y regular donde pudieron descansar. Dennis se secó el sudor de la frente a indicó
a Linnora que volviera a subir a bordo.
—Puedo caminar un poco más, Dennis. De verdad que puedo. —Linnora parecía
molesta por verse obligada a viajar montada y ver cómo los dos hombres hacían todo el
trabajo.
Dennis estaba impresionado por su estoicismo y su valor. No cabía duda de que
los pies y los tobillos todavía le dolían mucho. Sin embargo, parecía la más ansiosa por
continuar en vez de buscar un lugar en las montañas donde ocultarse y esperar a que
pasaran las inminentes batallas.
—Claro que puedes caminar un poco más —dijo Dennis con firmeza—. Pero
quizá muy pronto tengas que correr. Quiero que puedas hacerlo cuando llegue el
momento.
Linnora pareció a punto de replicar. Finalmente, suspiró.
—¡Oh, muy bien! Practicaré el carro un poco más y trabajaré las velas por
vosotros.
Extendió la mano, agarró a Dennis por el pelo, y le besó con todas sus fuerzas.
Cuando terminó, soltó un «¡Ea!» como si al hacerlo hubiera establecido un argumento
importante. Luego volvió a subir al carro y ocupó su sitio de costumbre, mirando hacia
el frente.
Dennis parpadeó confundido un momento, pero decidió no cuestionar una cosa
tan agradable.
—¿Ejem, Denniz?
Dennis alzó la cabeza. Arth señalaba las montañas que tenían detrás.
Dennis empezaba a cansarse un poco de la costumbre de Arth de dar malas
noticias. Se volvió y miró hacia donde indicaba el hombrecito.
Allí, al pie de los pastos, había una larga columna de figuras que se movían
rápidamente.
Junto a la choza donde habían pasado la noche, pasó galopando una tropa de
caballería de al menos doscientos hombres. Un destacamento se detuvo a registrar la
cabaña del pastor. Los demás continuaron, los penachos grises ondeando mientras
seguían la pista de los fugitivos.
No tardarían más de veinte minutos en llegar hasta ellos.
Dennis sacudió la cabeza. Contempló la altiplanicie que se extendía ante ellos y
no vio ningún lugar donde esconderse al menos en varios kilómetros. El sendero
quedaba constreñido a ambos lados por arcenes irregulares o caídas a pico.
Muy bien, pensó. ¿Qué va a sacarnos de ésta?
Arth y Linnora le miraban, expectantes. Dennis se sentía muy cansado.
Me he quedado sin ideas.
Estaba a punto de volverse y decírselo cuando vio un pequeño destello de
movimiento al noroeste, en los matorrales que cubrían las pendientes en dirección a la
ciudad de Zuslik. Observó el extraño fenómeno. La perturbación se movía hacia ellos a
gran velocidad.
—¿Qué dem ... ? —Linnora y Arth se volvieron y miraron hacia donde señalaba.
No había manera de esquivarlo si se trataba de algo peligroso. Fuera lo que fuese
lo que sacudía los secos matorrales levantando polvo, se movía hacia ellos a enorme
velocidad.
Arth y Linnora parecían tan perplejos como él.
—¿Sabéis? —pensó Dennis en voz alta—. Creo que podría ser...
La perturbación se detuvo de pronto, a veinte metros de distancia. Siguió una
breve pausa, como si la cosa que había bajo los matorrales, fuera lo que fuese, estuviera
recuperándose. ¡Luego el sendero de destrucción continuó y enfiló directamente hacia
ellos!
Arth retrocedió, blandiendo una de las espadas que Dennis les había cogido a los
espantados milicianos el día antes. Dennis se colocó entre lo que fuera aquello y Lin-
nora, aunque había empezado a sospechar..
Un matorral del borde de la carretera se quebró, convertido en una lluvia de
astillas.
La nube de restos se aposentó suavemente, para revelar por fin un montón de
polvo... un montículo que avanzaba hacia ellos con un zumbido de ruedas girando.
Con un débil gemido, la torreta del robot de exploración del Tecnológico
Sahariano se abrió. Un par de ojos verdes parpadeó desde la cúpula interior. Dos filas de
dientes afilados como agujas sonrieron bajo la caperuza metálica.
—Bueno —dijo Dennis—, sí que habéis tardado en alcanzarnos.
Sin embargo, sonrió.
El robot trinó. El cerduende le sonrió a través de la nube de polvo flotante. Luego
sacudió vigorosamente la cabeza y estornudó.
En la tercera confluencia del río Ruddik, la batalla no iba especialmente bien para
ningún bando.
Para el barón R´ketts y el conde Feif-dei, el avance por el estrecho cañón fue una
empresa lenta y peligrosa, un despilfarro de hombres y tiempo. Observaban a caballo
desde una colina cercana en mitad del empinado desfiladero cómo sus fuerzas se
dividían en dos columnas.
La fila más grande se dirigía hacia el oeste, subiendo cada vez más por la
montaña, dejando atrás montones de escombros de la más reciente de las costosas
escaramuzas de aquella guerra.
La propia colina sobre la que se encontraban los barones se había formado esa
misma mañana, cuando una avalancha de peñascos cayó en aquel punto, atrapando a
veinte soldados bajo lápidas instantáneas.
El número de bajas habría resultado mucho mayor de no haber sido por las
proezas del cuerpo de planeadores del nuevo rey. Los temerarios hombres de Kremer se
habían zambullido en picado en las peligrosas corrientes de aire, y asaltado a los L´Toff
con mortíferas granizadas de dardos. Pronto despejaron las montañas de defensores,
permitiendo que los ejércitos de los señores de la guerra continuaran adelante. El barón
R´ketts observaba el avance de la columna con aire de sombría satisfacción. Ni siquiera
el barón... es decir, el rey Kremer, podría quejarse del ritmo que llevaban. Al menos no
de un modo razonable.
A pesar de los primeros reveses, el barón R´ketts todavía esperaba una victoria
fácil y anhelaba los frutos de esta campaña. Había oído historias maravillosas sobre las
riquezas de los L´Toff. ¡Se decía que los hombres podían practicar herramientas y armas
a la perfección en cuestión de minutos, y que después tales artículos permanecían en ese
estado eternamente! También se decía que las mujeres L´Toff tenían el don de practicar
a los hombres... restaurando en sus amantes la virilidad que antaño hubiesen tenido.
AI barón R´ketts le dolía la espalda de tanto montar a caballo. Pero seguía
diciéndose que merecía la pena. Kremer le había prometido riquezas y placer para
satisfacer con creces sus más descabellados sueños.
Se lamió los labios expectante. ¡Tenía mucha imaginación!
El conde Feif-dei observaba la invasión con una mirada más crítica. Mientras su
hermano y señor contemplaba el paso de hombres armados por las colinas, Feif-dei sólo
tenía ojos para el continente que iba en la otra dirección: granjeros, capataces,
practicadores, e incluso oficiales creadores de las aldeas de aquel país, sujetando
vendajes contra sus heridas, gimiendo en las parihuelas improvisadas, o apoyados unos
contra otros mientras bajaban lentamente las pendientes en dirección a los puestos de
socorro.
Feif-dei sabía que los vendajes mejores y más practicados se reservaban para los
nobles. Muchos de aquellos hombres, si no la mayoría, morirían no por pérdida de
sangre, sino por la devastadora enfermedad que devoraba la sangre desde dentro.
Las tropas parecían tener ya poco del jubiloso entusiasmo con el que habían
comenzado la campaña. Los hombres estaban sobre todo agotados y hambrientos, y un
poco asustados.
Con todo, había unos cuantos acá y allá que hablaban excitados de las riquezas
que conseguirían cuando capturaran la fortaleza enemiga. Entre sus soldados vestidos de
azul, Feif-dei reconocía a algunos bravucones. Hablaban mucho, pero a menos que se
les vigilara de cerca tenían un insospechado talento para estar en otra parte cuando se
trataba de pelear de verdad.
El conde Feif-dei maldijo en voz baja, cuidando de que su compañero no le oyera.
La guerra era un infierno, y el barón R´ketts era un idiota por saborearla. Feif-dei había
visitado en una ocasión las tierras de los L´Toff, donde el príncipe Linsee había sido su
amable anfitrión. Había intentado varias veces explicarle a R´ketts que los L´Toff no
eran inmensamente ricos. Aquella campaña tenía un solo propósito: proteger la
retaguardia de Kremer de la auténtica guerra, librada al este.
Pero R´ketts no quiso escuchar ninguno de los argumentos de Feif-dei sobre lo
que les esperaba, prefiriendo creer en sus propias fantasías.
El conde Feif-dei suspiró. Ah, bien. Al menos esa lucha le quitaría de encima a R
´ketts durante una temporada. Su gente y sus tierras probablemente estarían tan a salvo
con el nuevo rey como con el antiguo.
«Que sea una victoria limpia —rezó—, con las mínimas pérdidas posibles de
granjeros y artesanos.»
De las alturas llegó el sonido de una trompeta: una aguda advertencia. Los señores
oyeron el fuerte rumor de rocas cayendo.
—Oh, no. ¡Otra vez no! —El barón R´ketts gimió y se cubrió los ojos.
Permaneció inmóvil sobre su caballo, sacudiendo la cabeza.
Feif-dei se volvió rápidamente hacia sus ayudas de campo.
—Volved al puesto de señales. Informadles de la nueva emboscada y que pidan
apoyo aéreo.
Un mensajero salió corriendo. El barón R´ketts siguió compadeciéndose de sí
mismo, sin hacer ningún esfuerzo para estudiar la situación. El conde Feif-dei sacudió la
cabeza disgustado y picó espuelas en dirección a los sonidos de la batalla.
—¿Quiénes demonios sois? ¡Soltadme! ¿Qué creéis que estáis haciendo? ¿Adónde
me lleváis?
Los guardias sostenían con fuerza al alto forastero y lo arrastraron hasta el lugar
donde el erudito Hoss´k esperaba, ataviado con su túnica roja, sentado bajo los árboles
en una silla portátil centenaria.
El forastero de cabellos de arena miró a Hoss´k de arriba abajo. Enderezó los
hombros.
—¿Eres el mandamás por aquí? ¡Será mejor que me digas qué ocurre! ¡No
importa lo que hicierais con Nuel... quiero saber qué le hicisteis a nuestro zievatrón!
—Cállate —dijo Hoss´k.
El forastero parpadeó. Retrocedió.
—Escucha, gordinflón. Soy el doctor B. Brady, del Instituto Tecnológico
Sahariano. Soy representante del doctor Marcel Flaster, el cual da la casualidad de que
es...
Sonó un fuerte golpe cuando el forastero cayó al suelo, derribado por la gruesa
manaza de uno de los guardias.
—¡El erudito ha dicho que te calles!
El tipo se dio la vuelta lentamente y alzó la cabeza. No volvió a abrir la boca.
Hoss´k sonrió con satisfacción. Aquel hombre iba a ser mucho más tratable que
Dennis Nuel. Su silencio significaba que tenía pocas reservas internas y que se plegaría
rápidamente en cuanto le indicara cómo eran las cosas. Ya mostraba signos.
Sin embargo, parecía que el guardia había abusado de la fuerza. El forastero tardó
en recobrar la lucidez.
No importa, pensó Hoss´k. Para cuando nos volvamos a poner en camino, los
pasos estarán llenos de soldados de mi señor. Prefiero desfilar ante ellos, con mi nuevo
premio, que recorrer esa silenciosa carretera vacía una vez más.
10
Menos de un kilómetro más adelante, tomaron una curva para pasar corriendo
junto a un escuadrón de jinetes que descansaban. Hubo al menos diez rostros sorprendi-
dos, captados en un destello mientras pasaban velozmente como un gran pájaro
corredor. Los hombres se tiraron al suelo a ambos lados para quitarse de en medio. Unos
gritos siguieron a los fugitivos y pronto tuvieron a los soldados persiguiéndolos.
Dennis se concentró en la conducción. El carro corría más que nunca. Esta vez,
sin embargo, sintió que tenía el control. En pleno trance de práctica, se sentía mareado y
poderoso.
¡Que nos sigan! ¡Morderán nuestro polvo!
Oyó a Arth reírse en la parte trasera del carro, burlándose de sus perseguidores.
Linnora cantaba en voz baja una antigua canción guerrera, rítmicamente y en tono de
desafío. La canción se unió al trance que compartían. Dennis gritó lleno de júbilo.
La carretera giró entonces, y avistaron una batalla.
Justo delante, en una llanura entre las montañas, tenían lugar las primeras
escaramuzas.
Parecía que los invasores habían cogido por sorpresa a un grupo de L´Toff. Unos
cincuenta jinetes de Kremer cabalgaban alrededor de una apurada banda de guerreros
vestidos de ajado verde. Los montañeros se defendían con sus lanzas de forma
disciplinada. Ningún jinete se atrevía a acercarse demasiado. Pero los lanceros tampoco
podían retirarse. Y por sus nerviosas miradas hacia el norte, estaba claro que sabían que
el resto del ejército invasor no estaba lejos.
Los defensores alzaron consternados la mirada cuando Dennis rebasó con el carro
la colina. Unos cuantos jinetes, al no esperar más que ayuda procedente de esa zona,
gritaron triunfantes.
Los gritos se volvieron de desazón cuando un gran coloso aleteante se cernió
sobre ellos. Dennis no tuvo más remedio que lanzarse contra los jinetes. A la derecha, el
terreno era demasiado pedregoso, y a la izquierda, sólo a una docena de metros de
distancia, había un profundo barranco.
Los caballos estaban bien entrenados, pero no preparados para aquella máquina
aleteante y zumbante. Relincharon y se alzaron de manos, llevando a sus sorprendidos
jinetes en todas direcciones.
Dennis notó que Arth, de pie en la parte trasera del carro, golpeaba a diestra y
siniestra con un palo y gritaba con todas sus fuerzas. Un caballero que cargaba a su lado
pareció a punto de dar un tajo a las anchas alas con su hacha de batalla, pero el palo de
Arth lo derribó justo a tiempo de la montura.
Una rápida mirada bastó a Dennis para enterarse de que venían más soldados de
Kremer. Y a cosa de medio kilómetro por delante, un gran contingente de soldados
uniformados de verde se acercaba desde el sur, al rescate de los lanceros asediados. Se
cocía una batalla de tamaño respetable.
Urgió al robot para que acelerara. ¡Su única oportunidad era dejar atrás la lucha, y
rápido!
Girando con fuerza a la izquierda, Dennis se esforzó por evitar una colisión,
haciendo que otro par de caballos retrocedieran llenos de pánico tras su polvorienta
estela.
Si su súbita aparición había frenado el ritmo de los invasores y permitido escapar
a unos cuantos defensores, tanto mejor. Pero 1a principal prioridad de Dennis era llevar
el carro intacto al otro lado del pequeño valle. Una vez allí, estarían a salvo tras las
líneas aliadas. ¡Podrían viajar sin encontrar oposición hasta la casa de Linnora!
Sintió algo moverse entre sus piernas. Miró hacia abajo y vio que el cerduende le
sonreía desde las profundidades del carro, a salvo de cualquier peligro. El pequeño
krenegee sabía bien cómo cuidar de su pellejo.
Al volver a levantar la cabeza, Dennis maldijo rápidamente y viró a la izquierda.
La carreta dejó atrás a un puñado de asustados lanceros, y no colisionó con los aturdidos
soldados por la anchura de una de las velas.
—¡Denniz! —chilló Arth. Tras soltar el bastón, se desplomó en el carro—.
Denniz, ¿adónde vas?
—¿Adónde crees que ... ? ¡Oh, no! ¡Robot! ¡Da media vuelta!
La pequeña máquina trató de obedecer. Su mecanismo chirrió. Levantó nubes de
polvo.
La empinada pendiente que se abría ante ellos había quedado oculta por un
puñado de matorrales del camino. Se lanzaron a través de la estrecha barrera en medio
de una lluvia de ramas. ¡Y cayeron lanzando guijarros por una pendiente de cuarenta
grados!
——¡Aaaaah! —oyó que decía Arth.
—¡Aaaay! —contribuyó Linnora.
Dennis se esforzó por conducir mientras el carro daba botes y volaba pendiente
abajo.
—¡Frena! —urgió en voz alta.
Practicó reducir la velocidad del descenso con todas sus reservas, y pudo sentir
que los otros hacían lo mismo.
—¡Frena!
Por delante, a menos de cien metros, se abría la boca de un precipicio. Y no
parecía haber forma de detenerse a tiempo.
XI
ET DOS BOCINAS
1
—¡Ahora, recordad lo que os he dicho! —gritó Gath a los otros aeronautas. De las
barquillas de diez globos flotantes llegaron voces de asentimiento.
Gath se volvió a hizo una señal con el pulgar hacia arriba a Stivyung Sigel, que
dirigía el globo principal del contingente sur. El fornido granjero asintió. Se llevó las
manos a la boca.
—¡Adelante!
Sonaron dos trompetas.
Unas hachas cortaron las amarras. Las bolsas de arena cayeron. Unas manos
extendieron carbones nuevos sobre las ascuas humeantes situadas bajo las bolsas
abiertas. Uno a uno, los globos brillantes se alzaron más allá de los altos árboles y
subieron al cielo.
Habían esperado mucho tiempo un viento favorable. Por fin llegó uno que soplaba
en la dirección adecuada pero que no los forzaría a la batalla demasiado pronto.
Bajo ellos avanzaba un convoy de tropas de apoyo dispuesto a lanzar cuerdas de
anclaje cuando llegara el momento de sujetar la flotilla de aeróstatos.
Gath estaba lleno de excitación. Después de toda la espera, estar en el aire y en
acción era maravilloso. Era el pago a todo el esfuerzo que Stivyung y él habían hecho
con los creadores y practicadores L´Toff.
Flotaron hacia el este llevados por el viento. Parecieron horas, pero pronto
estuvieron sobre las cumbres Ruddik, donde el enemigo había hecho su incursión más
profunda hasta el momento. El contingente de Stivyung flotó sobre la parte sur,
bordeando ese lado del cañón. Allí sus aeronautas lanzaron anclas a los hombres que
esperaban. Los soldados L´Toff de debajo se dispersaron por las rocas para coger las
anclas y atarlos.
Cuando las fuerzas de Gath se encontraron sobre la estribación norte, repitieron la
operación.
Los aeronautas no habían tenido tiempo para practicar la técnica. Por fortuna, sólo
un globo del contingente sur flotaba libre, sin anclaje, hacia el este, ganando altura
rápidamente. Era una pérdida menor de lo que Gath había esperado. Su plan era enviar
un globo al este de todas formas, con un mensaje para el rey de Coylia. Ni siquiera los
planeadores de Kremer podrían detener el mensaje si el globo ganaba la suficiente
altitud a tiempo.
Si los L´Toff de tierra aplaudieron cuando los globos aparecieron a la vista, el
enemigo alzó la cabeza lleno de desazón. Ya se habían extendido los rumores sobre el
gran monstruo redondo que había surcado Zuslik una noche, meses antes. Y ahora había
diez de aquellos colosos, observándolos con fieros rostros pintados. Los atacantes re-
trocedieron nerviosos de los altos reductos y murmuraron aterrados mientras los
capitanes consultaban sobre la nueva situación.
Allí, en el lugar que los L´Toff habían elegido para resistir, el terreno era
extremadamente escarpado. Una sucesión estudiada de aludes mortales podía hacer muy
costoso cualquier ataque directo por tierra.
Pero todas esas defensas requerían que los planeadoras de Kremer fueran
rechazados para que los luchadores L´Toff de las alturas pudieran trabajar sin ser
molestados.
Para ese propósito había sido enviado el destacamento de globos. La prueba no se
hizo esperar demasiado.
—¡Allí! —señaló uno de los jóvenes arqueros de 1a barquilla de Gath.
Contra las nubes, altas en el cielo de mediodía, se recortaban al menos dos
docenas de formas negras. Los planeadores parecían halcones en la distancia, y se
cernieron, de pronto, como grandes aves de presa.
—¡Preparaos! —gritó el capitán de una barquilla vecina
El enemigo pareció pequeño y distante durante un rato que se les antojó eterno.
Entonces, en un momento, los tuvieron encima. Alrededor de Gath, sus arqueros
gritaban
—¡Allí! ¡Dispara!
—¡Vienen demasiado rápido!
—¡Deja de quejarte, chico! ¡Sólo detenlos!
El murmullo de voces era casi tan enervante como las sombrías alas negras que se
agitaban sobre ellos.
—¡Hurra! ¡Le di a uno!
—¡Magnífico! ¡Pero que no se lo suba a la cabeza!
—¡Cuidado con esos dardos!
Hubo gritos de dolor y gritos de triunfo, todo en cuestión de segundos.
Luego, casi tan rápidamente como habían venido, los planeadores se retiraron a lo
largo de los riscos, buscando corrientes de aire cuidadosamente estudiadas. Detrás, de-
jaron a tres miembros de su escuadrón destrozados, sus restos esparcidos por el suelo.
Un cuarto planeador, incapaz de recuperarse de un desgarrón en su ala de dragón,
chocó directamente contra la pared de un acantilado ante los ojos de Gath. Los defenso-
res, tanto arriba como abajo, vitorearon.
—¡Muy bien! —gritó Gath roncamente en cuanto recuperó el aliento—.
¡Volverán, y no será tan fácil rechazarlos la próxima vez!
»¡Pero hasta que regresen, nos concentraremos en el enemigo de tierra! ¡Fijad
vuestros blancos, y haced que esas flechas cuenten!
Costaría mucho conseguir más munición. Recibir nuevos suministros por medio
de baldes sería lento y peligroso. Y ahora el comandante de tierra enemigo sin duda
lanzaría cuanto tenía a los puntos donde estaban anclados los globos de apoyo. Gath
podía ver ya que los invasores preparaban a sus tropas para un asalto a la otra colina del
cañón, donde había atracados cuatro globos de Stivyung Sigel.
A partir de entonces, los ataques se sucedieron a intervalos de una hora. Los
arqueros se cobraron un precio terrible en los invasores de tierra. Pero cada flecha
perdida era preciosa... en la creación, en la práctica perdida y en la dificultad de izar
nuevos suministros siendo atacados.
Y también los defensores iban cayendo a medida que la batalla progresaba. Los
luchadores L´Toff de tierra combatían por conservar el terreno y defender los puntos de
anclaje. Las fuerzas de los barones luchaban con la misma desesperación por tomar esas
montañas.
La larga tarde pasó en una lenta agonía, recalcada por momentos de terror puro.
En cuestión de unas horas, la táctica empezó a quedar clara.
En la zona norte, la defensa iba bien de momento. Los arqueros de Gath causaban
numerosas bajas entre los atacantes que intentaban escalar las pendientes y consiguieron
repeler tres oleadas de planeadores.
Pero en la zona sur las cosas habían empezado a ir mal. Antes de que el sol
rebasara los picos más altos, dos de los globos de Sigel se perdieron, uno cuando su
bolsa fue agujereada. El globo se posó lentamente en el suelo. El otro se perdió sobre las
llanuras cuando tomaron su punto de anclaje. Ascendió demasiado despacio y acabó
cayendo bajo una lluvia de dardos cuando los planeadores de Kremer convergieron
desde todas partes, como lobos alrededor de un cordero herido.
Gath se preguntó si Stivyung podría aguantar hasta el anochecer. Los dos globos
restantes de las fuerzas del sur no podrían ofrecerse mucho apoyo mutuo.
Gath contempló indefenso cómo a últimas horas de la tarde llegaban refuerzos
enemigos... incluida una docena de planeadores frescos. ¡Kremer parecía tener un
suministro infinito de ellos! O quizá sus generales sacrificaban el apoyo aéreo de otros
frentes para dominar ese peligroso punto en el centro.
A medida que caía la tarde, Gath contempló cómo la flota entera de planeadores se
cernía sobre los dos globos de la montaña solitaria. ¡Y no había nada que pudiera hacer
para ayudar!
—¡Frena! ¡Frena!
Dennis advirtió que tanto Arth como Linnora habían imitado su cántico. La
resonancia de práctica se había apoderado de ellos.
Un fuego plateado parecía danzar alrededor del cuerpo del carro, y su aceleración
pendiente abajo, en efecto, se redujo. Pero eso no impidió que avanzaran inexorable-
mente hacia el barranco, que se abría a diez metros, cinco metros, dos metros por
delante.
En el último instante las ruedas del robot se aferraron al suelo y los detuvo en
medio de una nube de polvo. Quedaron tambaleándose al borde del precipicio.
Arth se agarró al estrecho tronco de árbol que había roto en parte el impulso del
carro. El ladronzuelo se agarró por su vida.
Dennis se limpió la arena de los ojos y evitó mirar hacia abajo. Trató de
despejarse la garganta de polvo para pedir amablemente al robot que redoblara sus
esfuerzos para sacarlos del borde del acantilado. Pero el carro eligió ese momento para
avanzar unos cuantos centímetros más. Cayó con un golpe, dejando las patas del robot
colgando sobre el abismo.
—Muy bien —entonó Dennis, un poquito preocupado a esas alturas—. ¿Linnora?
¿Arth? ¿Estáis bien? Tengo una idea. Coloquémonos detrás, despacio y con cuidado.
Sintió que Linnora empezaba a aflojarse el cinturón. Obviamente, tenía la misma
idea. Era hora de salir de allí.
Algo pasó zumbando junto a la cabeza de Dennis. Al principio pensó que se
trataba de algún insecto grande, pero al volverse alcanzó a ver una segunda flecha que
atravesaba el lugar que su oreja había ocupado un instante antes.
—¡Eh! —aulló Arth. Una flecha temblaba en el tronco del árbol, a pocos
centímetros de sus dedos.
En lo alto de la pendiente Dennis vio al menos a una docena de arqueros del barón
Kremer, con sus uniformes grises, que bajaban con cautela hacia ellos, situándose en
posición para asestar el golpe de gracia. Al parecer, capturarlos ya no era para ellos una
opción válida llegados a ese punto.
Dennis comprendió que, en realidad, no tenían ni que molestarse en matarlos.
Arth se debilitaba a ojos vistas y pronto tendría que soltar o bien el árbol o el planeador.
Linnora y él nunca podrían llegar hasta la parte trasera del carro lo bastante rápido.
Era así? Dennis buscó alrededor alguna manera de salir, mientras las flechas
silbaban junto a ellos o se clavaban, zumbando, en los costados del carro.
Linnora buscaba su cuchillo. Dennis se preguntó qué intentaba hacer. Entonces lo
comprendió.
¡El planeador! ¡Si podemos soltarlo del carro a tiempo, tal vez podamos escapar
en él!
Pero primero habría que atender las alas. Ahora estaban en vertical, como las velas
de un barco, sujetas por una recia cuerda. Linnora se dirigía hacia ella con su cuchillo.
Dennis casi tardó medio segundo en recordar lo tenso que estaba en ese cable.
—¡No! ¡Linnora, no!
Demasiado tarde. Ella cortó la cuerda. Las alas chasquearon violentamente,
derribando dos flechas mortales en pleno vuelo.
Quizá fuera una decisión racional, pero Arth nunca pudo explicar por qué soltó el
árbol y no el carro. Pero cuando la pequeña carreta corcoveó de repente, como un corcel
loco, Arth se lanzó a la parte trasera del carro, tras las grandes alas. Dennis y Linnora
cayeron hacia delante mientras el extraño vehículo se inclinaba peligrosamente,
meciéndose inestable en el borde del precipicio.
El cerduende saltó al hombro de Dennis. La pequeña criatura tenía la expresión de
quien ya ha aguantado demasiado. Aquel viaje ya no era divertido.
¿Dispuesto a abandonarnos otra vez?, pensó Dennis, incapaz de hacer otra cosa.
El krenegee se encogió de hombros, como si comprendiera. Flexionó sus alas
membranosas, preparándose para partir. Entonces, por primera vez, echó un buen
vistazo por encima del borde del carro al cañón que había debajo.
—¡...! —trinó en voz alta, y se estremeció. Sus pequeñas alas membranosas nunca
habían sido diseñadas para volar de verdad. ¡No impedirían que quedara aplastado y
reducido a melaza después de una caída como ésa! Dennis casi se echó a reír cuando la
sibilina criatura dio por fin señas de consternación.
Todo esto duró apenas un segundo mientras el carro se mecía y luego empezaba a
deslizarse. Una andanada de flechas falló el blanco por milímetros mientras la máquina
caía hacia el precipicio. El cerduende gimió. Arth gritó. Dennis se agarró con fuerza
mientras el cañón se abría bajo ellos.
En ese momento, Linnora los salvó.
Empezó a cantar.
La primera nota aguda fue de una claridad tan sorprendente que apartó su atención
de la hipnotizante visión del fondo del barranco. Como equipo de práctica, habían
trabajado juntos durante mucho tiempo. Su llamada sirvió de foco. Por hábito, más que
por deseo, el trance felthesh se formó a su alrededor.
Dennis sintió la mente de Linnora entrar en contacto con la suya propia. Luego
captó a Arth, a incluso a la bestia krenegee, que se tomaba todo aquello en serio por pri-
mera vez desde que la conocía. El espacio a su alrededor pareció destellar y arder de
energía. El poder estaba allí, y la desesperada voluntad de cambiar la realidad.
Por desgracia, no había foco. ¡Había que estar usando algo para que el Efecto
Práctica funcionara!
La mente consciente de Dennis no se hallaba en estado de proporcionar una
respuesta. Fue buena cosa, pues, que su inconsciente lo dominara y tomara la iniciativa.
En ese instante, con el suelo corriendo hacia ellos, Dennis sintió como si el tiempo
se contrajera a su alrededor. En una bruma de caótica energía que se parecía extraña-
mente al campo que rodeaba el zievatrón, parpadeó una, dos veces, y luego cerró los
ojos.
Cuando volvió a abrirlos, se encontró sentado junto a un joven de pelo oscuro con
un grueso bigote engominado. El tipo llevaba una casaca de cuero blanco que se agitaba
con el viento, y un par de anticuadas gafas de batalla sobre los ojos.
Estaban sentados juntos en un extraño armatoste de lienzo blanco y armazón de
maderos unidos por cuerdas de piano. Aunque el aire zumbaba junto a ellos, la brumosa
realidad que los rodeaba parecía totalmente gris e inmóvil.
—Lo pasamos fatal buscando la manera adecuada de alabear las alas —explicó el
tipo por encima del rugido. Tenía que gritar para hacerse oír—. Langley nunca llegó a
comprenderlo, ¿sabe? Se lanzó sin probar sus diseños en un túnel de viento artificial
adecuado, como hicimos Wilbur y yo...
Dennis parpadeó sorprendido. Y en el tiempo que tardó en cerrar los ojos y volver
a abrirlos, su entorno cambió.
—... así que tuve que probar el X-10 personalmente, ¿sabe? ¡El motor ocupaba
más de la mitad de la longitud del maldito trasto! ¡Los primeros prototipos que hicimos
acabaron reducidos a cenizas! ¡Lo llamaron bomba volante! No le podía pedir a nadie
que se encargara de ello, ¿entiende?
El hombre de la casaca y las gafas había desaparecido, sustituido por un tipo de
bigote fino, expresión sardónica y sombrero ancho de fieltro. Sacudió la cabeza y se
echó a reír.
—Fue un trabajo duro. Cierto, había heredado dinero e iba encaramado sobre el
hombro de gigantes. ¡Lo admito! Pero sudé sangre con cada uno de mis diseños.
El espacio que los rodeaba seguía siendo aquel brumoso titilar a medias real,
como los límites de un sueño. Pero el débil conjunto de madera y tela había sido
sustituido por una ruidosa crisálida de metal remachado y cristal que vibraba con la
potencia de un millar de caballos.
—Y no crea que no intuyo ya a veces los pasos de inventores posteriores —el
piloto del monoplano sonrió—, aquí mismo. —Palmeó su hombro y se echó a reír.
El tipo le resultaba familiar, aunque Dennis no podía situarlo... como si se tratara
de alguien sobre quien había leído en algún libro de historia. Dennis parpadeó, y cuando
volvió a abrir los ojos la escena había vuelto a cambiar. El hombre de pelo oscuro y la
cabina habían desaparecido.
Esta vez sólo fue un leve atisbo. El rugido del motor había enmudecido un poco.
Olía a crisantemos, y durante el momento en que sus ojos permanecieron abiertos vio a
una mujer con un sombrero de paja y un vistoso pañuelo rosa. Ella le sonrió desde sus
controles, y le hizo un guiño. A través de la ventanilla de la carlinga vio agua, hasta
donde alcanzaba el horizonte. Luego volvió a producirse un salto.
Ahora estaba sentado en el lugar del copiloto, en un enorme bimotor... un
bombardero, a juzgar por su aspecto. Olía a gasolina y goma. En sus manos, un volante
vibraba con ritmo poderoso. Un hombre calvo con uniforme caqui le sonrió desde el
otro grupo de controles.
—El progreso. —El tipo delgaducho sonrió—. Caray, tú sí que lo tienes fácil. ¡A
los abueletes nos costó años de sudor llegar tan lejos, te lo aseguro!
Por primera vez en ese loco sueño, a Dennis le pareció comprender de qué
hablaban. Reconoció la cara del hombre.
—Sí, lo sé. Supongo que le habría venido bien utilizar el Efecto Práctica en sus
tiempos, coronel.
El oficial sacudió la cabeza.
—No. Fue mucho más divertido hacerlo nosotros mismos, aunque fuera más
lento. Sólo pido que el universo sea justo, no que me haga favores especiales.
—Comprendo.
El coronel asintió.
—Bueno, cada uno de nosotros hace lo que tiene que hacer. Diga, ¿quiere
quedarse por aquí un rato? Acabamos de despegar del Hornet, y vamos camino de
divertirnos.
—Bueno, creo que será mejor que vuelva con mis amigos, señor. Pero gracias de
todas formas. Fue un placer conocerle a usted y a los otros.
—No hay de qué. Es una lástima que no pueda quedarse para conocer a algunos
pilotos de jets y astronautas. ¡Eso sí que son pilotos! —El coronel silbó—. Ah, bueno.
Tan sólo recuerde una cosa, muchacho. ¡Nada sustituye al trabajo duro!
Dennis asintió. Cerró los ojos una vez más mientras el viento rugía y el sueño se
deslizó a su alrededor como la bruma que se deshace con el amanecer.
A pesar de que iban a paso tranquilo, Bernald Brady se sintió agotado mucho
antes de que el grueso personaje vestido de rojo anunciara un alto para pasar la noche.
Era la primera vez que Brady montaba a caballo. Si alguna vez tenía oportunidad
de declinar nuevas invitaciones, estaba seguro de que también sería la última. Desmontó
torpemente. Un guardia se acercó y le soltó las manos, indicándole que se sentara junto
a un árbol alto, junto al campamento.
Pronto encendieron una hoguera, y el olor de la comida al calentarse llenó el aire.
Uno de los soldados cogió un plato de guiso y se acercó a Brady para entregarle
un maravilloso y liviano cuenco de cerámica. El terrestre comió mientras estudiaba el
cuenco con asombro. Nunca había visto nada similar. Parecía justificar la teoría que
había elaborado.
Aunque sus «captores» hacían muy bien eso de actuar como primitivos, no podían
ocultar su auténtica naturaleza. Cosas como ese precioso cuenco de alta tecnología los
delataba.
Esta gente pertenecía sin duda a una cultura avanzada. Una mirada a la carretera,
y a sus maravillosos patines autolubricados, así se lo indicaba. Sólo había una explica-
ción para lo que estaba sucediendo.
Obviamente, Nuel había pasado los tres últimos meses viviendo entre los nativos.
Y todo ese tiempo había estado planeándolo, sabiendo que si esperaba lo suficiente
Flaster sin duda le enviaría a él, Brady, para intentar una vez más arreglar el zievatrón.
¡En todo este tiempo Nuel sin duda se había congraciado con esa gente, quizá
prometiéndoles pingües derechos de comercio con la Tierra! ¡A cambio, todo lo que
tendrían que hacer era ayudarle a gastar un bromazo!
¡Parecía la forma típica de Nuel de establecer prioridades!
Sin duda los miembros de una civilización avanzada disponían de mucho tiempo
libre. Brady había conocido a «medievalistas» en la Tierra que gustaban de cabalgar y
jugar con armas anticuadas. ¡Nuel debía de haber contratado a una panda de locos por la
historia para ayudarle a burlarse del próximo tipo que atravesara el zievatrón!
Estos tipos actuaban muy bien. Habían llegado a asustarlo durante un rato, sobre
todo cuando el gordo empezó a interrogarlo sobre cada una de las piezas de su equipo.
Brady arrugó la nariz. ¡Aquello había ido demasiado lejos! ¡Imagínate, personas
capaces de crear espadas con gemas quedándose perplejas al ver su rifle y su
microondas portátil!
Oh, esta gente conocía a Nuel, desde luego. Cada vez que mencionaba su nombre,
el «sacerdote» ponía cara rara. Los «soldados» sabían exactamente a quién se refería,
aunque nunca admitían ni una palabra.
Sí, asintió Brady, convencido ya. Todos estaban en el ajo. Nuel se estaba
vengando de él por haber cambiado aquellos chips de los tableros de circuitos de
repuesto.
¡Bien, ya era más que suficiente! ¡Se acabó! El juego había llegado demasiado
lejos. Las manos se le hinchaban y le habían golpeado y magullado... Brady decidió que
era hora de reclamar sus derechos. Con mandíbula firme, soltó el cuenco ahora vacío y
empezó a levantarse.
En ese momento uno de los «soldados» gritó.
Brady parpadeó al ver a uno de los hombres tambalearse por todo el campamento
con una flecha clavada en la garganta. ¡De repente, todo el mundo corrió a cubierto!
¡Aquello era llevar el realismo un poco demasiado lejos! Brady vio cómo el
soldado herido moría con un gorgoteo, ahogado en su propia sangre. Tragó saliva y tuvo
la incómoda sensación de que tal vez su teoría necesitara alguna corrección.
—¡Guerrilleros! —oyó gritar a alguien—. ¡Infiltrados tras nuestras líneas!
Uno de los «oficiales» ladró una orden. Un destacamento de hombres corrió hacia
los árboles que bordeaban el camino. Hubo una larga espera, seguida por una serie de
ruidos fuertes: golpes y gritos agudos. Luego, al cabo de poco, un mensajero llegó
corriendo al campamento.
El correo se dirigió al gordinflón vestido de rojo, que no corría ningún riesgo,
agazapado tras un árbol cercano.
Brady se acercó hasta el borde de su propio árbol, desde donde pudo escuchar.
—... emboscada en una curva de la carretera. Supongo que uno de ellos debió de
impacientarse esperándonos, y soltó antes de tiempo la trampa. Fue una suerte para
nosotros. Pero seguimos atascados aquí hasta que podamos contactar con nuestro
ejército.
El gordinflón de rojo, el llamado Hoss´k, se lamió los labios, nervioso.
—¡Usamos nuestra última paloma mensajera para informar a mi señor Kremer de
que habíamos capturado a otro mago extranjero! ¿Cómo vamos a hacer llegar un men-
saje ahora?
El oficial se encogió de hombros.
—Enviaré a una docena de hombres en diferentes direcciones después de
anochecer. Lo único que necesitamos es que uno de ellos llegue...
Brady volvió a su refugio tras el árbol y permaneció allí sentado un buen rato,
parpadeando. Sus cómodas teorías se disolvieron a su alrededor, y se quedó sumido en
una realidad confusa y peligrosa.
«¡Yo no quise venir aquí!», se quejó silenciosamente al universo.
Suspiró. ¡Nunca debí haber dejado que Gabbie me convenciera para ofrecerme
voluntario!
—Mi señor, hemos recibido un mensaje del diácono Hoss´k. Va de camino al Paso
Norte. Dice haber encontrado...
El barón Kremer se volvió y rugió.
—¡Ahora no! ¡Enviadle a ese idiota la orden de quedarse donde está y no
interferir con las fuerzas del norte!
El mensajero se inclinó rápidamente y salió de la tienda. Kremer regresó con sus
oficiales.
—Continuemos. Decidme qué se está haciendo para despejar el valle del Ruddik
de monstruos flotadores.
Kremer acababa de llegar, al amanecer, en un planeador de tres plazas. Le dolía la
cabeza y se sentía un poco mareado. Sus subordinados comprendieron que tenía poco
aguante, y se apresuraron a acceder a sus demandas.
—Mi señor, fueron detenidos ayer a la caída de la noche. Pero las fuerzas del
conde Feif-dei se cierran ahora sobre los dos monstruos que quedan sobre el borde sur
del cañón. Vamos a proporcionar un buen apoyo aéreo, ayudados por los refuerzos que
ordenasteis enviar de los otros frentes.
»En cuanto los dos monstruos del sur queden eliminados, podremos asaltar la
montaña. Será costoso, pero los L´Toff no podrán mantener sus posiciones. Tendrán que
replegarse, y los cuatro monstruos restantes de la pendiente norte serán rodeados
entonces. No podrán hacer nada.
—¿Y cuántos planeadores habremos perdido para entonces? —preguntó el barón.
—Oh, no muchos, mi señor. Quizá quince o veinte.
Kremer se desplomó en una silla.
—No muchos... —suspiró—. Mis valientes y afortunados pilotos... tantos. Una
cuarta parte perdida, casi un tercio, y ninguno para apoyar las tropas del norte.
—Pero majestad, los monstruos habrán desaparecido. Y los L´Toff y los
exploradores están luchando ya en todos los frentes. ¡Una brecha en cualquier parte, y
los tendremos! Eso es especialmente cierto aquí. ¡Si logramos atravesar hacia el oeste
hoy, partiremos al enemigo por la mitad!
Kremer alzó la cabeza. Vio entusiasmo en la cara de sus oficiales, y empezó a
sentirse él mismo una vez más.
—¡Sí! —dijo—. Que traigan refuerzos. ¡Vayamos al Ruddik y seamos testigos de
esta histórica victoria!
Cuando amaneció, Dennis y Linnora estaban tendidos uno al lado del otro,
envueltos en una de las mantas de Surah Sigel en el banco de arena, contemplando el sol
alzarse sobre las nubes del este.
Dennis se notaba los músculos como si fueran harapos fláccidos usados al
máximo. Sólo que allí, en Tatir, un harapo que hubieran usado tanto no estaría en tan
mal estado como él. Sólo mejoraría con cada lavado.
Cerca, oyó a Arth preparar el mejor desayuno posible con lo que quedaba de la
cesta de Surah.
Linnora suspiró, la cabeza apoyada sobre el hombro de Dennis. Él se contentaba
con vagar, sólo a medias consciente, en el suave y dulce aroma de su cabello. Sabía que
pronto tendrían que empezar a pensar en un modo de salir de esa altiplanicie. Pero en
ese momento no deseaba romper aquella sensación de paz.
Arth tosió. Dennis oyó al hombrecito acercarse al borde del precipicio, murmurar
tristemente un momento, y luego volver a los árboles.
—¿Denniz?
Dennis no se quitó el brazo de la cara.
—¿Qué pasa, Arth?
—Denniz creo que será mejor que eches un vistazo a algo.
Dennis se destapó los ojos. Vio que Arth señalaba al oeste.
—¿Quieres dejar de hacer eso? —dijo Dennis mientras Linnora y él se
incorporaban. No podía reprimir la irritación por la costumbre de Arth de traer malas
noticias.
Arth señalaba el montículo del que habían caído el anochecer anterior, rodeados
de flechas que hendían el aire.
Según el ordenador de muñeca de Dennis, habían pasado menos de diez horas
desde que se lanzaron por aquel barranco, directos al corazón del Efecto Práctica.
Dennis oyó leves sonidos de lucha procedentes de esa dirección. Una columna de
polvo de la batalla se alzaba entre las montañas. La nube parecía moverse lenta, inexo-
rablemente hacia el sur.
Los L´Toff estaban siendo obligados a replegarse.
Pero no era eso lo que preocupaba a Arth. Señalaba un lugar situado por debajo y
por detrás del polvo de la batalla. Dennis observó cuidadosamente la cara de la
montaña, iluminada por el sol naciente. Entonces los vio.
Un pequeño destacamento de hombres se había separado de la lucha en las
cumbres. Bajaban por la pendiente que una cascada había abierto gradualmente.
Descendían con cuidado, ayudándose con cuerdas en los tramos más empinados.
Así que las tropas de Kremer no se rendían todavía. Sabían cuánto quería su señor
a los fugitivos y habían enviado un contingente a perseguirlos incluso por esa alti-
planicie solitaria.
Dennis calculó que tardarían poco más de dos horas, quizá tres, en llegar.
Linnora le tocó el hombro. ¡Dennis se giró, y dio un respingo cuando vio que ella
estaba señalando a su vez!
¿Tú también? La miró acusador antes de seguir su gesto. Allá al sur, donde ella
señalaba, algo brillante se movía contra el cielo. Varias cosas. Envidió la prodigiosa
capacidad visual de Linnora.
—¿Qué ... ?
Entonces lo supo. El objeto más grande era un globo que flotaba en la luz
matutina. Su gran bolsa de gas estaba en llamas, y varios objetos oscuros y malignos
zumbaban a su alrededor, preparándose para matar.
Se acabó. En vez de un breve, pacífico respiro, la batalla ardía alrededor de ellos
en muchos frentes. Sería mejor salir de aquella meseta antes de que los exploradores de
Kremer llegaran. También sería deseable ver qué podía hacer su pequeña banda de
aventureros para ayudar a los buenos.
Y a Dennis le pareció que tal vez tuvieran un medio.
Sacó el afilado cuchillo centenario que Surah Sigel le había dado, y se volvió
hacia Linnora y Arth.
—Quiero que me busquéis un trozo de madera dura, aproximadamente de este
grosor y esta longitud —indicó con las manos.
Cuando Arth empezó a hacer preguntas, Dennis se limitó a encogerse de hombros.
—Quiero tallar un poco —fue todo lo que dijo.
Linnora y Arth se miraron. Más magia, pensaron, asintiendo. Se volvieron sin
decir nada más, y corrieron a los matorrales a buscar lo que quería el mago.
Cuando regresaron encontraron al terrestre enfrascado en una conversación... en
parte consigo mismo y en parte con su demonio de metal. Había arrastrado el planeador
hasta unos cuantos palmos del borde del precipicio con el robot instalado debajo una
vez más. Había un montón de cosas en la arena, junto al aparato.
—Hemos encontrado un palo —anunció Arth.
—Y parece lo que querías —terminó Linnora.
Dennis asintió. Cogió la rama de un metro y empezó inmediatamente a
descortezarla y a tallarla en arcos largos y curvos. Murmuraba para sí, distraído. Ni
Linnora ni Arth se atrevieron a interrumpirlo.
El cerduende despertó de su sueño dentro del carro-planeador y se encaramó al
parabrisas para observar.
Linnora frunció el ceño, consternada.
—Creo que quiere despegar otra vez ——le susurró a Arth. Se dio cuenta, por
ejemplo, de que había empezado a vaciar el aparato para aligerarlo—. Ven y ayúdame
—le dijo al ladrón, y empezó a tirar de la silla y el banco para arrancarlos del planeador.
Sólo de vez en cuando alzaban la cabeza para valorar sus progresos. Los
exploradores de Kremer habían avanzado en su descenso por la pendiente. Se acercaban
cada vez más.
Arth y Linnora acababan de completar su tarea cuando Dennis terminó la suya.
Linnora pensaba que ya no podría sorprenderse por nada de lo que hiciera el
mago. Pero entonces Dennis dejó de tallar, observó su labor durante un segundo, ¡y
metió la mano bajo el planeador para darle el palo al robot!
—Toma —le dijo—. Cógelo firmemente por la mitad con el brazo manipulador
central. Sí. Ahora gíralo en el sentido de las aguas del reloj. No, quiero un movimiento
giratorio a lo largo del eje de ese brazo. ¡Eso es!
»No lo esfuerces al principio, pero hazlo girar lo más rápido que puedas —recalcó
—. Tu misión es generar una brisa que vuelva hacia nosotros, y conducir el ascenso ha-
cia delante.
Se volvió hacia los otros y sonrió. Como ellos se le quedaron mirando, trató de
explicarse. Pero lo único que pudieron entender fue el nombre de la nueva herramienta:
una hélice, la llamó.
El palo giró más y más rápido. Pronto fue sólo un borrón, y empezaron a notar un
fuerte viento.
Dennis pidió a Arth que se quedara en tierra sujetando la parte trasera del aparato,
para impedir que se moviera. Linnora subió a bordo y ocupó su lugar acostumbrado.
Dennis recogió al krenegee, que gimió agotado.
—Vamos, Duen. Sigues teniendo un trabajo que hacer. —Se sentó delante de
Linnora y le hizo un gesto con la cabeza para que iniciara el trance de práctica.
El último de los globos del enclave sur se marchó flotando poco después de salir
el sol, cuando los defensores de su punto de anclaje sucumbieron al asalto del amanecer.
Al menos estos aeronautas habían aprendido de desastres anteriores. Lanzaron
inmediatamente por la borda sus sacos de arena, armas, ropa, todo el lastre que pudiera
soltarse. El globo saltó al cielo, dejando atrás los planeadores parecidos a buitres a la
espera. El aerostato cogió una rápida corriente de aire y se dirigió hacia el este y la
seguridad relativa.
Gath vio lo que sucedía y deseó que el globo fuera el que ocupaba su amigo
Stivyung.
Bueno, al menos habían conseguido retrasar lo inevitable un día entero. Durante la
noche, las ascuas de las fauces de los globos habían sido un recordatorio para las tropas
de abajo de que no todas las cosas salían como quería Kremer.
—Los planeadores podrán atacar ahora a nuestras fuerzas en esa montaña —dijo
un arquero L´Toff que compartía con él la barquilla—. Barrerán la zona sur,
permitiendo a las tropas invasoras perseguir y acosar a nuestras fuerzas en el valle.
Gath tuvo que estar de acuerdo.
—¡Necesitamos refuerzos!
—Ay, nuestras reservas se han replegado para oponerse al ataque del frente norte.
Gath maldijo. Si hubieran podido idear una forma de conducir los globos contra el
viento... podrían haber sido también útiles en la lucha del norte. ¡No habrían sido como
patos a la espera de los disparos de aquellos malditos planeadores!
—¡Ahí vienen otra vez! —gritó un hombre.
Gath alzó la cabeza. Otra horda de malditos demonios con alas de dragón se
acercaba. ¿De dónde habían salido?
Kremer debía de haber traído todos los que tenía para acabar con ellos.
Cogió su arco y se preparó.
Arth se esforzó por sujetar la cola del carro-planeador. Le resbalaron los talones
en la arena polvorienta. El aire estaba lleno de partículas flotantes.
—¡No puedo sujetarlo!
—¡Aguanta un poco más! —instó Dennis por encima del alboroto. El viento del
palo giratorio era ahora un rugido que les revolvía salvajemente el pelo. El carro seguía
rebotando y sacudiéndose mientras el aire hacía que las alas se agitaran y zumbaran.
Linnora se inclinó hacia los frenos, su largo cabello dorado ondeando tras ella.
Arth volvió a gritar.
—¡Noto que se desliza!
—He hecho que el robot gire las ruedas a la inversa —gritó Dennis—. ¡Dentro de
un momento podrás saltar a bordo, Linnora soltará los frenos, y le diré al robot que
despegue!
—¿Le dirás que haga qué? —Arth se esforzaba cuanto podía.
—¡He dicho... he dicho que le diré al robot que adelante! —gritó Dennis—.
Entonces podrás...
Nunca terminó la frase. Hubo un súbito cambio en el zumbido, bajo ellos, cuando
las ruedas dejaron de girar a la inversa y salieron inmediatamente disparados hacia de-
lante.
—¡No! ¡No me refería a ahora! —Dennis fue lanzado contra Linnora mientras el
aparato se abalanzaba como un caballo de carreras en la parrilla de salida.
Pillado en un vendaval de arena, Arth se soltó justo a tiempo. Cayó boca abajo en
el suelo, a escasos centímetros del borde del acantilado.
—¡Eh! —Tosió y escupió y se enderezó, quejándose—. ¡Eh! ¡Esperadme!
Pero el «carro» ya estaba demasiado lejos para que pudieran oírle. Estaba más allá
del cañón, haciendo piruetas en el aire.
Arth se quedó mirando, embelesado, cómo la máquina voladora ganaba altura, se
atascaba, caía en picado, luego se recuperaba en una serie de bucles.
Las maniobras eran ciertamente sorprendentes, pensó Arth. El mago debía de estar
alardeando para su amada. ¿Y quién podía reprochárselo? El corazón de Arth surcaba
los cielos con la salvaje danza del aeroplano.
Sin embargo, por un instante le pareció oír una imprecación cuando la máquina
pasó volando por encima de altiplanicie.
Se quedó mirando, sorprendido, hasta que un ruido le recordó que los soldados de
Kremer estaban cerca. Una apresurada mirada a un pequeño promontorio le dijo que el
grupo de exploradores había llegado. Arth decidió que sería mejor que fuera a buscarse
un buen escondite.
Linnora volvía a reírse. Y una vez más, eso resultó de muy poca ayuda.
El pulso de Dennis redoblaba mientras jadeaba buscando aire. ¡La princesa se
agarraba a él con tanta fuerza que apenas podía respirar!
Tiró de una de las cuerdas que había atado al robot para poder controlar el burdo
avión con las manos y no tener que gritar todas sus órdenes. Tiró suavemente, para no
desequilibrar la máquina, pues había aprendido la lección por la tremenda. Varias veces
casi había hecho que el pequeño aparato se calara, o se pusiera a dar vueltas de manera
incontrolable.
Por fin, la maldita cosa se estabilizó. El robot hacía girar la hélice a ritmo regular,
y Dennis hizo que el aparato volara suavemente alejándose de los promontorios, las
paredes de roca y las corrientes de aire adversas. Hizo que el avión ascendiera
lentamente, luego se desplomó contra el suave y fuerte abrazo de Linnora, esperando no
marearse.
Linnora se reía, y le abrazaba de puro júbilo.
—¡Oh, mi mago! —suspiró—. ¡Ha sido maravilloso! Qué gran señor debes de ser
en tu tierra. ¡Y qué tierra de maravillas debe de ser!
Dennis sintió que recuperaba la respiración. A pesar de aquel período de pánico y
casi desastre, las cosas habían salido esta vez como planeaba. ¡Parecía que le cogía el
tranquillo al Efecto Práctica!
No podía evitar sentirse feliz, mientras ella le frotaba los músculos del cuello y
jugaba felizmente mordisqueándole la oreja. Controlaba el avión con suaves tirones, de-
jando que ganara práctica con el uso.
El cerduende se asomaba por un lado, los ojos brillantes de diversión, mientras
surcaban placenteramente el cielo.
Aunque se sentía feliz de descansar en brazos de Linnora por el momento, Dennis
comprendió que tendría que dejar una cosa clara bien pronto. Ella confiaba demasiado
en él. No había duda. ¡Tenía la costumbre de dar por hecho que él sabía lo que iba a
hacer, cuando lo único que hacía era improvisar para sobrevivir!
Los bosques y llanuras de Coylia se extendían bajo ellos: un mar de ocres verdes
y azules. Suaves nubes blancas formaban columnas hasta donde alcanzaba la vista.
Dennis pasó la mano por el laminado costado del aparato en el que volaban...
¡algo que él había creado, ayudado por sus camaradas, en dos días! Se maravilló por las
magníficas adaptaciones que habían convertido un pobre carro de mano en una
estilizada máquina voladora.
Cierto, eso normalmente no habría sido posible, ni siquiera allí. Habían hecho
falta su propia inventiva y la rara resonancia práctica... derivada de la unión de hombre,
L´Toff, y krenegee. Pero con todo...
Duen saltó sobre su regazo. Al parecer, había decidido perdonarlo. La criatura se
aposentó y emitió un largo ronroneo. Dennis acarició su piel suave. Miró a Linnora, re-
cordando sus últimas observaciones, y sonrió.
—No, amor. Mi mundo no es más maravilloso que éste, donde la naturaleza es tan
amable. La vida suele ser dura allí. Y en las últimas generaciones se ha convertido en
menos brutal y fútil gracias al sudor y al trabajo duro de millones de seres. Si tuviera la
oportunidad, cualquier hombre o mujer de la Tierra elegiría vivir aquí.
Contempló las llanuras y se dio cuenta de que había tomado una decisión
sorprendente. Permanecería allí, en Tatir.
Oh, podría regresar temporalmente a la Tierra. Le debía a su lugar de nacimiento
toda la ayuda que pudiera prestarle a partir de lo que había aprendido en Tatir pero
Coylia sería su hogar. Para empezar, Linnora era de allí. Y sus amigos.
—¡Arth! —Dennis se enderezó de pronto. El avión osciló.
—¡Cielos! —gritó Linnora—. ¡Debemos volver!
Dennis asintió mientras hacía virar suavemente el avión.
Y luego estaba la guerra. Había que encargarse de esa locura antes de seguir
pensando en instalarse en esa tierra y vivir feliz para siempre jamás.
Desde su escondite bajo un árbol caído, Arth oyó los gritos de los soldados.
Durante un buen rato se quedaron en la altiplanicie mientras él escuchaba sus
exclamaciones. de sorpresa. Estaban más que sorprendidos por lo que habían visto. Oyó
murmullos supersticiosos y la palabra «dragón» en la Antigua Lengua, repetida una y
otra vez.
Pasaron los minutos. Luego hubo más gritos excitados. Arth oyó un rugido
aterrador, seguido por sonidos de huida y pánico. La secuencia se repitió varias veces.
El rugido parecía hacerse más fuerte y los alaridos de miedo más lejanos.
Finalmente, Arth salió de su escondite con cuidado para echar un vistazo.
Vio a los exploradores de Kremer corriendo hacia las cuerdas, tratando
desesperadamente de escapar de la altiplanicie como si los persiguiera el mismísimo
diablo.
Incluso él dio un respingo cuando la gran forma rugiente bajó hacia él desde las
nubes. Luego vio dos pequeñas formas que lo saludaban desde la cabina del avión.
Arth pudo comprender la huida de los soldados. ¡Su propio corazón corría
desbocado mientras veía la cosa, y eso que sabía qué era!
Arth comprendió que sería peligroso intentar otro aterrizaje en la pendiente
arenosa. No merecía la pena correr el riesgo mientras hubiera una guerra que ganar.
Agradecía a Dennis y Linnora que se hubieran tomado la molestia de espantar a los
exploradores antes de continuar para tratar asuntos más importantes.
Arth saludó a sus amigos con un gesto de despedida, y vio cómo la máquina
voladora aceleraba hacia el sur. Se cubrió los ojos y la siguió en su avance hacia el
frente de batalla, hacia la hilera de montañas. Finalmente, cuando se convirtió en un
simple punto en el horizonte, se acercó al montón de suministros que Linnora había
vaciado en el banco de grava. También encontró varias mochilas, que los aterrados
soldados habían dejado atrás en su huida.
Suspiró mientras rebuscaba entre los restos. Había suficiente para vivir durante
algún tiempo.
Les daré un par de días para ganar la guerra y volver a por mí, pensó. ¡Si no han
vuelto para entonces, tal vez tenga que construir una de las cosas voladoras yo mismo!
Tarareó en voz baja mientras se preparaba la comida y se imaginó surcando el
cielo sin ser esclavo de los vientos.
La batalla iba mal. Alrededor de mediodía, Gath ordenó que se arrojara por la
borda todo el lastre posible en preparación para una huida a la desesperada.
Sirvió de poco. El siguiente escuadrón de planeadores al ataque envió una lluvia
de dardos que rasgó el globo. Menos flechas que nunca se alzaron al encuentro de las
formas negras. La gran bolsa de gas empezó a desplomarse mientras el aire caliente
escapaba.
Otro de los arqueros murió en el asalto. El cuerpo tuvo que ser lanzado por la
borda sin más ceremonias. No había tiempo para hacer otra cosa.
Abajo, los hombres que protegían los anclajes estaban siendo duramente
presionados. Todos sabían que era cuestión de tiempo hasta que las fuerzas que
sostenían el extremo sur sucumbieran a la presión aérea, dejando su flanco sin
protección.
Kremer había visto con claridad la oportunidad que le brindaba su situación de
dominio en el Ruddik. Había traído refuerzos del frente norte, donde los Exploradores
Reales de Demsen oponían una fuerte resistencia.
Gath había visto llegar varios contingentes de mercenarios, junto con compañías
de norteños de Kremer, sólo minutos antes de la última retirada. El ataque final sobre el
saliente no se haría esperar. Y cuando las tropas se abrieran paso, el corazón de la tierra
de los L´Toff quedaría a merced de los invasores.
El globo perdía aire visiblemente. Ni siquiera Gath podía calcular cuánto tiempo
permanecería flotando, a pesar de la práctica.
Luego, como si todo eso no fuera suficiente, uno de sus hombres lo agarró por el
hombro y señaló, preguntando:
—¿Qué es eso?
Gath entornó los ojos. A1 principio pensó que era otro maldito planeador. En la
brillante luz de la tarde algo nuevo pareció unirse a la batalla aérea... una gran cosa
alada, mayor que el más grande de los planeadores de Kremer.
Esta cosa rugía, y volaba como ningún planeador que hubiera visto jamás. Había
algo poderoso en la forma en que surcaba el cielo.
Los hombres de Gath murmuraron temerosos. Si Kremer había añadido otro
elemento a la batalla...
¡Pero no! Mientras observaban, la máquina rugiente se alzó, luego se lanzó en
picado por la boca del cañón para atacar la columna de planeadores que se alzaba allí
lentamente.
Garth se quedó mirando, aturdido. El intruso revoloteó entre los planeadores,
perturbando el aire tranquilo del que dependían. La turbulencia de su paso les hizo
perder el control. ¡Una tras otra, las negras formas se estremecieron, voltearon y
cayeron!
La mayoría de los pilotos recuperó el control de sus aparatos, pero no a tiempo de
alcanzar otra corriente ascendente.
Los experimentados pilotos buscaron desesperadamente zonas planas y tuvieron
que disponerse a hacer aterrizajes de emergencia en las pendientes empinadas.
Los furiosos pilotos salieron dando tumbos o cojeando de sus máquinas
siniestradas para mirar el aparato zumbante que los había derribado como una mano que
aplasta moscas.
Unos cuantos planeadores de Kremer consiguieron permanecer en el aire.
Escaparon a la primera pasada del monstruo rugiente, ganaron altura y luego se
abalanzaron contra el intruso.
Pero la forma parecida a un halcón maniobró fácilmente para ponerse fuera del
alcance de los dardos mortales. Luego dio la vuelta limpiamente y persiguió a sus perse-
guidores, cazándolos sobre la árida llanura. El resultado inevitable, cada una de las
veces, fue otro planeador destrozado o siniestrado en la irregular pradera.
¡En cuestión de minutos, el aire quedó despejado! Los L´Toff se quedaron
mirando, incapaces de creer lo sucedido. Entonces un aplauso brotó de las líneas de los
defensores. Los atacantes, incluso los profesionales uniformados de gris, retrocedieron
llenos de terror cuando la cosa zumbante revoloteó sobre el cañón.
Por si eso fuera poco, en ese momento unos cuernos resonaron por todo el valle
rocoso. En las alturas que dominaban el cañón, apareció un destacamento de hombres
con armadura. Cuando se levantó viento, desplegaron el pendón real de Coylia. Un gran
dragón, sus amplias alas batientes recortadas sobre verde brillante ondeaba al viento v
sonreía a los combatientes.
Gath sabía que apenas una docena de Exploradores Reales se escondían en los
riscos superiores, para hacer una gran demostración en el momento adecuado. Los
tácticos contaban con la reputación de los exploradores para frenar al enemigo en el
momento crucial.
El efecto superó con creces lo que habían esperado Demsen y el príncipe Linsee.
La asociación entre la desconocida cosa voladora y los dragones de las leyendas fue
inconfundible. En los ejércitos del valle hubo, sin duda, súbitas conversiones
instantáneas a la Antigua Fe.
Fue entonces cuando el gran monstruo rugiente revoloteó sobre el ejército de la
llanura.
No se alzó ninguna flecha para recibirlo, pues aunque no lanzó nada fatal, su
ronco rugido llenó de terror los corazones de los invasores. Soltaron las armas y
abandonaron sus posiciones sin mirar atrás.
Gath respiró con tranquilidad por primera vez en días. Tenía muy pocas dudas
sobre la identidad del piloto de aquel ruidoso planeador en forma de dragón.
—¡Majestad! ¡Todo está perdido! —El jinete gris desvió su montura delante de su
señor.
Kremer tiró de las riendas de su caballo.
—¿Qué? ¿De qué estás hablando? ¡Me han dicho que estaban en nuestras manos!
Entonces alzó la mirada y vio la derrota en curso. Como una riada inexorable los
uniformes verdes, rojos y grises bajaban en tropel cañón abajo, sólo un poco por detrás
del mensajero a caballo. El señor de la guerra y sus ayudantes quedaron atrapados en la
riada de soldados llenos de pánico. Rápidamente quedó claro que gritar y golpear a los
hombres con la espada no los detendría. Lo único que Kremer y sus oficiales pudieron
hacer fue espolear sus nerviosos animales para situarse en terreno elevado, al borde del
cañón, fuera de la marea de soldados a la desbandada.
Algo había salido desesperadamente mal, eso estaba claro. Kremer alzó la cabeza,
buscando su principal arma, ¡pero en el cielo no había ninguno de los planeadores!
¡Entonces se volvió en respuesta a un leve ruido y vio una forma desconocida
sobrevolar el cañón, persiguiendo a sus hombres! Por experiencia, sabía que ningún
planeador podía volar de esa forma, ignorando las peligrosas corrientes de aire y el
ritmo de caída. Gritaba como una gran ave de presa enfurecida, y a su alrededor titilaba
la leve luminosidad del felthesh.
Las tropas que huían ya habían tenido suficientes sorpresas durante aquella
campaña. Primero los desagradables y monstruosos «globos» flotantes... ¡y ahora eso!
El señor de la guerra despotricó furioso. Mientras la cosa se acercaba, Kremer
acarició la culata de la pistola de agujas que llevaba en la cadera. Si se acercaba lo
suficiente... ¡Si pudiera derribarla, podría devolver el valor a sus hombres!
Pero el monstruo no cooperó. Cumplida su misión, se alzó y dio la vuelta,
dirigiéndose al norte. Kremer no tenía duda de que su destino era la batalla en los pasos
septentrionales.
Mentalmente lo vio todo... el mago extranjero había hecho eso, y no había forma
de detenerlo.
No podía combatir esa nueva cosa. Al menos no por ahora. Su plan de batalla se
basaba demasiado en sus planeadores, que no podían enfrentarse al monstruo.
Naturalmente, cuando la noticia de aquel desastre llegara al este, los grandes
señores volverían al redil del rey Hymiel. En cuestión de días habría ejércitos
dirigiéndose al oeste, compitiendo por su cabeza puesta a precio.
Kremer se volvió hacia sus auxiliares.
—Corred al puesto de señales. Ordenad una retirada general, tanto aquí como en
el norte. Que mis hombres se reúnan en el Valle de los Altos Árboles, en nuestra tierra
ancestral de Flemming. Las antiguas fortificaciones de ese lugar son inexpugnables. No
tendremos nada que temer de ningún ejército ni de los monstruos voladores del mago.
—¿Majestad? —Los oficiales le miraron incrédulos. Un momento antes estaban
sirviendo al indudable futuro gobernante de todas las tierras, desde las montañas al mar.
¡Ahora les estaba diciendo que tendrían que vivir como habían hecho sus abuelos, en el
duro norte!
Kremer sabía que pocos hombres eran capaces de calibrar globalmente la
situación tan rápida y claramente como él. No podía reprocharles que estuvieran
aturdidos. Pero tampoco estaba dispuesto a permitir que obedecieran con lentitud.
—¡Moveos! —gritó. Tocó la pistola de agujas enfundada que llevaba al cinto y los
vio temblar—. Quiero que la noticia se difunda de inmediato. Cuando eso se cumpla,
enviaremos un mensaje a nuestra guarnición de Zuslik. Despojarán la ciudad de comida
y riquezas... Lo necesitaremos durante los meses y años que nos esperan.
10
Era ya tarde, incluso para un día de verano en Tatir, cuando el milagroso «dragón»
regresó a la tierra de los L´Toff. El grupo de bienvenida de tierra tuvo que seguirlo
zigzagueando hasta que ellos y el piloto de la máquina voladora encontraron un claro lo
bastante grande. Parecía que para entonces la mitad de la población (todos los que no
estaban todavía acosando a los ejércitos en retirada) se había congregado para recibir a
sus salvadores.
El aparato descendió, una forma brillante que resplandecía en el dorado
crepúsculo. Se posó ligeramente y finalmente rodó hasta detenerse no lejos de un
bosquecillo de robles altos.
La multitud estalló virtualmente de alegría cuando vieron la esbelta forma de su
princesa salir del cuerpo del aparato aéreo. Se congregaron, vitoreando, y algunos
incluso trataron de auparla a hombros.
Pero ella no lo permitió. Los hizo retroceder y se volvió para ayudar a levantarse a
otra persona. Era un hombre alto para ser forastero, moreno y barbudo, y parecía muy
cansado.
Pero la mayor sorpresa se produjo cuando vieron la cosa encaramada sobre el
hombro del desconocido... una pequeña criatura con dos ojos verdes relucientes y una
sonrisa maliciosa. El krenegee ronroneó mientras la gente retrocedía y se sumía en un
reverente silencio.
Luego los L´Toff suspiraron, casi al unísono, cuando el mago extranjero abrazó a
su princesa y la besó largamente.
XII
Cuando Dennis despertó por fin se sintió un poco extraño, como si hubiera pasado
mucho tiempo, como si hubiera soñado muchísimo. Se incorporó, frotándose los ojos.
A través de una fina corona, la luz del sol se filtraba en el pabellón de brillante
dosel. Apartó la colcha de seda y se levantó de la mullida cama en la que había dormido.
Descubrió que estaba desnudo.
Del exterior de la chillona tienda llegaban gritos excitados, y el sonido de
mensajeros al galope yendo y viniendo. Dennis buscó algo que ponerse y encontró un
par de leotardos suaves y una blusa de satén verde sobre una silla de respaldo blanco.
Cerca había botas negras de cuero... de su talla. Dennis no se entretuvo con la ropa
interior. Se vistió rápidamente y corrió al exterior.
Sólo a una docena de metros de distancia, el príncipe Linsee charlaba
animadamente con varios de sus oficiales. El señor de los L´Toff escuchaba un informe
de un mensajero sin aliento; luego se echó a reír y palmeó en el hombro al correo, en
gesto de gratitud.
Dennis se relajó un poco al oír la risa del príncipe. Su agotado sueño se había
visto perturbado por pensamientos reiterados de culpa que indicaban que debería estar
despierto ayudando a los L´Toff a asegurar la victoria que les había proporcionado.
Varias veces había estado a punto de despertar, para ocuparse en el diseño de nuevas
armas, o usar su nuevo aparato aéreo para acosar al enemigo. Pero su cuerpo exhausto
se había negado a cooperar.
Eso no quería decir que su sueño hubiera sido intranquilo todo el tiempo. A ratos
había soñado con Linnora, y eso estuvo muy bien.
—¡Denniz!
Uno de los oficiales L´Toff sonrió al verlo. Dennis dudó un instante. Le habían
presentado a tanta gente a la luz del crepúsculo... ¿Había sido la noche anterior, o la
otra?
—¡Denniz! Soy yo, ¡Gath!
Dennis parpadeó. ¡Vaya, era él! El muchacho parecía haber crecido durante los
dos últimos meses. O tal vez era el uniforme.
—¡Gath! ¿Hay alguna noticia de Stivyung?
El joven sonrió.
—Recibimos un mensaje hace tan sólo una hora. Está bien. ¡Su globo aterrizó en
una baronía leal a la corona, y vuelve con una columna de soldados para ayudar a perse-
guir a Kremer!
—Entonces Kremer...
Dennis se detuvo a mitad de la pregunta, porque el príncipe se había vuelto y se
acercaba. Linsee era un hombre alto y delgado, con perilla gris. Sonrió y estrechó la
mano de Dennis.
—Mago Nuel. Me alegro de verte levantado por fin. Confío en que hayas
descansado bien.
—Bueno, sí, alteza. Pero estoy ansioso por saber..
—Sí —dijo Linsee, riendo—. Mi hija, y tu prometida, con mi permiso, Linnora se
está cambiando en una tienda cercana. La mandaré llamar. —A una indicación del prín-
cipe, un joven paje salió corriendo con el mensaje.
Dennis se alegró. Ansiaba volver a ver a Linnora. La noche del aterrizaje se había
sentido tan nervioso como cualquier joven petimetre cuando llegó el príncipe y ella los
presentó. Se sintió enormemente aliviado cuando Linsee consintió deleitado su
compromiso.
Con todo, era el progreso de la guerra lo que le preocupaba en aquellos
momentos. Desde al aire, aquel tumultuoso atardecer de la batalla, había visto a las
tropas uniformadas de gris del tirano retirarse en todos los frentes. Sus múltiples aliados
(los mercenarios y servidores de otros barones) habían desaparecido tras el primer pase
de su máquina voladora, dejando a los norteños a solas en su retirada, mirando
nerviosamente por encima del hombro.
Pero los soldados grises en retirada no estaban indefensos. A pesar de su terror, se
habían replegado en buen orden. Eran tropas excelentes que retrasaron fieramente a los
perseguidores L´Toff para que sus compañeros pudieran escapar.
Cuando la llegada de la oscuridad los obligó por fin a aterrizar en territorio L
´Toff, a Dennis le preocupaba que, al día siguiente, el enemigo pudiera reorganizarse y
regresar.
—¿Qué hay de Kremer? —preguntó.
—Nada de que preocuparse. —Linsee sonrió—. Sus aliados han regresado con el
rey. Y un ejército de voluntarios viene de camino desde el populoso este. Kremer ha
despojado Zuslik de todo lo que ha podido y se dirige ahora mismo hacia las montañas
de sus antepasados.
»Por desgracia, me temo que incluso los ejércitos de todo el reino, ayudados por
un puñado de tus monstruos voladores, no podrán sacarlo de esos peligrosos barrancos.
Dennis se sintió aliviado. No tenía dudas de que Kremer volvería a causar
problemas algún día. Un hombre tan brillante y despiadado encontraría formas de
satisfacer sus ambiciones, y consideraría aquello sólo como un retraso temporal.
Con todo, por ahora la crisis había acabado.
Dennis se alegraba de haber ayudado al pueblo de Linnora. Pero sobre todo se
alegraba de que ningún tirano lo obligara a inventar aparatos para los que aquel mundo
no estaba preparado.
Tendría que tener cuidado con eso, en el futuro. Ya había soltado en Tatir la rueda
y el globo. Y Gath probablemente había averiguado ya el principio de la hélice, sólo
mirando el carro-avión.
Dennis tendría que ver qué hacía el Efecto Práctica de esas innovaciones, una vez
que se produjeran en masa, antes de lanzar más trucos de magia sobre aquellos
inocentes.
Un paje corrió hasta el príncipe Linsee, quien se inclinó para escuchar el mensaje.
—Mi hija te pide que te reúnas con ella en el prado donde aterrizasteis hace dos
noches —le dijo a Dennis—. Está allí, junto a tu máquina milagrosa.
»Nadie ha molestado la máquina desde que llegasteis —le aseguró el príncipe—.
¡Hice saber que todo aquel que se acercara al brillante dragón rugiente sería devorado
vivo!
Dennis advirtió, por la sonrisa pícara de Linsee, que compartía el agudo ingenio
de Linnora. Sin duda, mientras él dormía, la princesa había informado a su padre de
todo lo que había sucedido desde su captura.
—Oh, muy bien, alteza. ¿Podrías asignarme a alguien que me muestre el camino?
Linsee llamó a una joven paje, que se adelantó y cogió a Dennis de la mano.
—Bien, Brady. Así que Flaster te eligió para que me siguieras. Desde luego, se
tomó su tiempo.
El tipo del pelo arenoso que estaba sentado con aspecto meditabundo se volvió
rápidamente y se quedó boquiabierto.
—¡Nuel! ¡Eres tú! ¡Oh, Dios, me alegro de ver a un camarada terrestre!
Bernald Brady parecía molesto y exhausto. Tenía un chichón en la frente, y su
típica expresión despectiva había pasado a ser de alivio y alegría aparentemente sinceros
al ver a Dennis.
Linnora y Arth entraron entonces en la tienda. Los ojos de Brady se ensancharon
al ver la criatura encaramada en el hombro de Arth. El hombre retrocedió.
Al parecer, el cerduende recordaba también a Brady. Siseó con desprecio y enseñó
los dientes. A1 final, Arth tuvo que sacarlo fuera.
Cuando se marcharon, Brady se volvió implorante hacia Dennis.
—¡Nuel, por favor! ¿Puedes decirme qué está pasando aquí? ¡Este lugar es una
locura! Primero encuentro el zievatrón hecho pedazos, y tu extraña nota. Luego todo mi
equipo muestra signos de funcionar de una manera rara.
Al final acaba golpeándome la cabeza un tipo que actúa como si fuera primo de
Dios y hace que un puñado de matones me despojen de todas mis cosas...
—¿Se llevaron tus armas? Me lo temía. —Dennis hizo una mueca. Kremer tenía
ya su pistola de agujas, y no podía imaginar qué otras armas habría traído consigo el
siempre cauteloso Brady. Sin duda no había dudado en la calidad del equipo que traía
para sí. Con todo aquel material, Kremer podría seguir siendo un problema a tener en
cuenta.
—¡Me lo robaron todo! —gruñó Brady—. ¡Desde mi hornillo de campamento a
mi anillo de bodas!
—¿Te has casado? —Dennis alzó las cejas—. ¿Con quién? ¿Alguien que yo
conozco?
Brady pareció súbitamente ansioso. Estaba claro que no quería ofender a Dennis.
—Uh, bueno, como no regresabas...
Dennis se le quedó mirando.
—¿Te refieres a Gabbie?
—Bueno, sí. Quiero decir que... llevabas tanto tiempo fuera ... Y descubrimos que
teníamos muchas cosas en común ... bueno, ya sabes. —Alzó la cabeza tímidamente.
También Linnora parecía preocupada.
Dennis se echó a reír.
—No importa, Bernie. En realidad nunca hubo nada entre nosotros. Estoy seguro
de que eres más adecuado para ella que yo. Enhorabuena. De verdad.
Brady estrechó la mano de Dennis, inseguro. Su mirada pasó de Dennis a Linnora
y de vuelta a Dennis, y pareció comprender la situación.
Pero eso solamente contribuyó a que se sintiera más deprimido. El tipo no sólo
sentía miedo y añoraba su hogar. Estaba enamorado.
—Bien, nos encargaremos de que vuelvas con ella lo antes posible —le dijo
Dennis a su antiguo rival, compasivo—. Tengo que visitar la Tierra de manera temporal,
de todas formas. Me gustaría cambiar unas cuantas obras de arte locales por algunos
artículos de ferretería.
Dennis tenía planes. Por el bien de ambos mundos, se aseguraría de que Linsee
controlara el zievatrón, restringiendo cuidadosamente el flujo entre mundos. ¡Desde lue-
go, no querían crear paradojas temporales!
Pero, de forma limitada, el comercio sería probablemente beneficioso para ambas
realidades.
Brady sacudió la cabeza.
—¡Aunque pudiéramos montar un nuevo mecanismo de retorno con los
componentes que enterraste, nunca lo terminaríamos a tiempo! ¡Flaster sólo me dio
unos cuantos días de plazo, y están a punto de agotarse!
»Y cuando forzaron el mecanismo de la compuerta, destruyeron los cálculos de
calibración. ¡Ni siquiera sé las coordenadas de la realidad de la Tierra!
—Bueno, yo las recuerdo —le aseguró Dennis.
—¿Ah, sí? —Una pizca del familiar sarcasmo de Brady regresó—. Bien, ¿ya has
calculado las coordenadas de este lugar de locos? Nunca estuvimos demasiado seguros
de ellas en el Laboratorio Uno. Más o menos jugueteamos con las coordenadas. ¡Y
ahora también se han perdido!
—No te preocupes. Puedo calcularlas también. Verás, creo que sé no sólo dónde
estamos, sino también cuándo.
Brady se le quedó mirando. Y Dennis empezó a explicárselo.
—El regalo enviado por la Tierra fue un milagro, desde nuestra perspectiva del
siglo XXI —terminó Dennis—. Salvó a la gente de este planeta. Y pensar que yo lo
consideraba inútil...
Brady siguió la mirada de Dennis.
—¿Esa cosa? —Señaló incrédulo al cerduende. La criatura se irguió y sonrió con
una hilera de dientes afilados.
—Sí, ésa —asintió Dennis—. Naturalmente, sólo me estoy basando en fragmentos
de leyendas de hace más de mil años. Pero estoy seguro de que eso es lo que sucedió.
»Cómo es la Tierra del siglo XL, ahora que los krenegee llevan allí sueltos siglos,
sólo podemos imaginario. Quizá la era de la biología haya pasado y la era de las
herramientas haya regresado... herramientas mágicas e increíbles. »Me alegraría por
ellos, pues la bioingeniería resultaba un tanto cuestionable desde un punto de vista ético.
Dennis se acercó a Linnora. Ella y Duen alzaron la cabeza. Dennis sonrió y se
volvió hacia Brady.
—Ahora, por fin —concluyó—, las barreras de este mundo están cayendo. Por
algún motivo, un extraño camino intertemporal hasta la tierra del siglo XXI fue el pri-
mero en abrirse, quizá porque el nuestro fue el primer zievatrón de todos.
»Pronto se abrirán otros caminos. Y esta gente tiene que estar preparada cuando lo
hagan. Los blecker están probablemente ahí fuera, esperando una oportunidad para
entrar.
»Por eso creo que me quedaré aquí después de que arreglemos el mecanismo de
regreso y te enviemos de vuelta a casa.
Linnora lo cogió de la mano.
—Al menos ésa es una de las razones —corrigió.
Brady parecía perplejo.
—Es una historia bastante convincente, Nuel. Excepto por una cosa.
—¿Cuál?
—¡Todavía no me has dicho cuál es ese talento que dices que tiene ese bicho tan
desagradable! ¿Cuál fue el regalo que supuestamente envió la Tierra?
Dennis pareció sorprendido.
—¡Oh! ¿Quieres decir que nadie te ha explicado todavía esa parte?
—¡No! ¡Y te digo que no puedo soportarlo más! ¡Hay algo raro en este mundo!
¿Has notado la extraña yuxtaposición de tecnologías que tiene esta gente? ¡No puedo
comprender qué es lo que pasa, y eso me está volviendo loco!
Dennis recordó cuántas veces había jurado vengarse de Brady durante los meses
que llevaba en Tatir. Ahora el tipo estaba a su merced, pero toda la inquina que antes
sentía se había esfumado. Decidió vengarse sólo un poquito para darse gusto.
—Oh, dejaré que lo descubras por ti mismo, Brady. Estoy seguro de que una
mente como la tuya hallará la respuesta, si practicas lo suficiente.
Bernald Brady permaneció allí, sentado. No tenía más remedio que reconcomerse
en silencio mientras Dennis Nuel se reía. Cuando la mujer, el hombrecito, la extraña
criatura del futuro y su antiguo rival le miraron risueños, Brady tuvo la incómoda
sensación de que no iba a disfrutar demasiado del proceso de aprendizaje.
ÍNDICE
Presentación
I. Huy generis
II. Cogito, ergo tutu frutti
III. Nom de terre
IV.El Mejor Camino a Carnegie Hall
V. Lazo dental
VI. Ballon d'essai
VII. Pundit nero
VIII. «Eurekaaah»
IX. Discus jestus
X. Sic biscuitus disintegratum
XI. Et dos bocinas
XII. Semper ubi sub ubi