A Través Del Atlántico en Globo - Emilio Salgari
A Través Del Atlántico en Globo - Emilio Salgari
A Través Del Atlántico en Globo - Emilio Salgari
Emilio Salgari
textos.info
Biblioteca digital abierta
1
Texto núm. 2257
Edita textos.info
Maison Carrée
c/ Ramal, 48
07730 Alayor - Menorca
Islas Baleares
España
2
I. UNA SORPRESA DE LA POLICÍA
CANADIENSE
—¡Hurra! —rugían diez mil voces.
—¡Viva el Washington!
—¿Por qué?
—¡Otro insensato! ¿Tiene usted sobra de dinero para tirarlo así, al mar, Sir
Holliday?
3
—No; está cansado de vivir.
—¡Viva el Washington!
—¡Sí!…
4
improvisadas con lienzos de todas clases, con velas de barco, con esteras,
con todo lo utilizable, resueltos a no moverse de allí sin presenciar el
acontecimiento cuyo anuncio les llevó a aquellas playas inhospitalarias.
—¿Que era ello? ¿Qué noticia pudo reunir allí en tan poco tiempo aquellas
veinticinco o treinta mil personas?
Una noticia emocionante, transmitida por todas las líneas telegráficas del
Canadá y de los Estados de la Unión.
Ned Kelly, que así se llamaba, era un yanqui de pura sangre, nacido en
New Port, en el Connecticut. Inmensamente rico, millonario, solo en el
mundo, audaz, amante de las ciencias, ingeniero famoso, se había
dedicado desde algunos años antes al estudio de la aeronáutica. Decíase
que pretendía resolver el problema de la dirección de los globos; había
realizado varias ascensiones llevando consigo aparatos inventados por él,
pero, al parecer, sin alcanzar el deseado éxito. En vista de ello abandonó
aquellos mecanismos cuya utilidad era mucho menor que su peso, y,
según rumores, se dedicó al estudio de las corrientes aéreas, pues
deseaba realizar un viaje muy largo.
Sabíase que desde hacía unos meses realizaba ascensiones en las costas
de Nueva Escocia y de la Isla Bretona, con un globo cautivo; y que de
pronto se trasladó a Nueva York, donde permaneció varias semanas.
5
uno a favor y otro en contra del ingeniero; el público, salvo escasas
excepciones, consideró que el intento era una insensatez… Locura o
suicidio, o intento acertado, las personas acaudaladas embarcaron en
masa en toda clase de buques y se trasladaron a la Isla Bretona. Todos
querían presenciar la salida de la expedición y eso que la mayoría estaba
convencida de que aquel globo novísimo estallaría en cuanto ascendiera, y
otros tenían la seguridad de que iban a asistir a la agonía del aeronauta y
de sus compañeros, en el caso de que los encontraran, porque nadie tenía
dudas de que caerían en el mar y perecerían ahogados.
—¡Silencio!
Cesaron como por encanto los murmullos, las disputas y las discusiones.
Las miradas de aquellos treinta mil espectadores fijáronse en el centro del
amplio recinto por el cual se extendían dos tubos enormes cuyos extremos
se prolongaban por un lado hacia una caseta donde se producía el
hidrógeno, y por el otro hasta desaparecer bajo dos grandes montones de
tela de seda que empezaban a moverse como si por debajo de ellos
circulara una corriente de aire fuerte.
6
—A mí me parecen dos pellejos de ballena.
—By good…!
—¡Sapristi…!
—¡Hurra! ¡Hurra…!
Otro vocerío salió de todas partes a tiempo que tableteaba una salva de
aplausos, dominando el fragor de las olas que se estrellaban furiosamente
contra la playa, y los gritos de los auxiliares.
Los dos montones de sedoso tejido han ido extendiéndose a impulsos del
hidrógeno que llega a su interior por los tubos, y la forma que, al
hincharse, adoptan, arranca a todos gritos de sorpresa. No se trata de un
globo de forma vulgar, de esos que parecen botellas invertidas; son dos
husos inmensos, de unos cuarenta metros de longitud y quince de
diámetro en su centro, que se elevan lentamente, con ligero balanceo, en
tanto que los auxiliares, en número de treinta, sujetan las cuerdas con sus
hercúleas manos.
Bajo aquellos dos husos, que recuerdan por su forma la de los cigarros
puros, pende, de un mástil largo que ocupa el centro del espacio que
queda entre ambos globos, una especie de barquilla de treinta pies de
longitud, ya cargada de infinidad de objetos, paquetes, sacos, barriles y
cajas. La barquilla es de un metal muy ligero, que parece plata. Faltan ya
pocos minutos para que la inmensa máquina emprenda su vuelo sobre las
rugientes olas del Atlántico.
7
audaz aeronauta que ha salido del cobertizo donde se fabricaba el gas
hidrógeno.
—¡Viva Kelly…!
—¡Viva el Washington…!
—¡Hurra! ¡Hurra!
—¡Atención!
8
De repente atraviesa un hombre las compactas filas del público,
abriéndose paso con un ímpetu irresistible; salta al interior del corro y se
precipita hacia el ingeniero, gritando:
—¡Es él!
—¡Prendedle, policemen!
—¡Detengámosle!
—¡Esperad!… ¡Esperad!…
9
público, que ha penetrado en el recinto como una tromba, se lo arrebata
de la mano, temeroso de que estropee o destruya aquella maravillosa
nave aerostática.
La pareja de globos está ya a tanta altura que parecen dos cigarros puros;
se les vio un momento pasar rozando con una nube muy grande que se
extendía sobre el océano, y luego desaparecer con rumbo al norte, en
dirección a Terranova.
10
II. EL FENIANO
Kelly se dio cuenta de todo lo ocurrido; oyó las voces de los policemen y
sus intimaciones para que descendiera; vio el repentino, pero tardío,
afortunadamente, asalto, y la fulmínea maniobra del desconocido, pero por
el momento no le pareció conveniente interrumpir el viaje abriendo las
válvulas para volver a tierra. Hubiese podido desembarazarse de aquel
individuo, de aquel compañero que se le había presentado en el último
instante, pero aún podía hacerlo más adelante si no era digno de
acompañarle en la peligrosa travesía oceánica. Así pues, no se ocupó de
él y concentró toda su atención en el aerostato, en el magnífico Washington
, que surcaba el espacio.
11
realizaremos con bien la travesía.
12
—Sí; a menos que me obligue usted a tirarme al mar. Tardaría mucho en
caer, pero si se hace preciso para que usted se salve, disponga de mi vida
como guste.
—No, pero…
—Sí, señor Kelly, soy uno de los jefes de esa asociación que pretende
emancipar a Irlanda de la opresión de Inglaterra y que a la sombra de la
13
bandera estrellada de su país de usted, ha declarado una guerra de
exterminio al poderío inglés, que mantiene a mi patria en la esclavitud; de
esa asociación que en tiempo de la guerra de secesión derramó tanta
sangre por nuestros compatriotas de la Unión. Usted sabe la guerra cruel
que nos hacen la policía inglesa y la canadiense, para destruir nuestra
sociedad. Yo, jefe de los fenianos del bajo Canadá, señalado como uno de
los más peligrosos y más audaces, fui, hace quince días, sorprendido
durante la noche y arrestado en concepto de cómplice en el asesinato de
un sheriff, a quien encontraron muerto de dos tiros de revólver en el muelle
de Quebec…
»Al saber que iba usted a marcharse por el aire, y oyendo que necesitaba
usted un acompañante, resolví ir con usted, convencido de que los
ingleses, que no dejarían de registrar escrupulosamente todos los buques
transatlánticos, no habían de perseguirme por el aire… Ya ha visto usted
cómo se quedaron en tierra los policemen. Con esto está usted bien
enterado de mi delito. Ahora, ¡júzgueme usted!
—¿Alcanzarnos? ¿Cómo?
—He visto un barco, un crucero inglés, que salía de Sidney con rumbo a
14
Terranova a todo vapor, minutos después de nuestra ascensión.
—Creer que un vapor puede competir con un globo es una tontuna, amigo
O’Donnell. Dentro de pocas horas el crucero se habrá quedado doscientas
o trescientas millas atrás.
15
—Y lo cierto es que las velas permanecerían absolutamente inertes.
—Eso es.
»No puedo negar, sin embargo, que logré construir una maquinita de vapor
que accionaba dos hélices grandes, merced a las cuales podía luchar
contra el viento cuando soplaba con poca fuerza… También inventé un
timón que me facilitaba el medio de dirigir el aerostato, pero sólo era
utilizable para un viaje de poca duración.
»Si hubiese pretendido con tales medios la travesía del Océano Atlántico,
me hubiese sido necesario un cargamento de carbón tan considerable que
el globo no se habría despegado del suelo. Así pues, volví a adoptar el
sistema de globos libres, que es el preferible hasta ahora, en mi opinión.
Cierto que en mi nave aérea he introducido grandes modificaciones, pero
así y todo, como usted ve, el Washington es un globo sin movimiento
propio, sin máquina, sin hélices, a merced de las corrientes aéreas nada
más.
16
medio de mantenemos mucho tiempo en el aire, hasta lograr nuestro
propósito.
—¿Qué distancia hay desde la Isla Bretona a las costas europeas más
cercanas?
»Pude salir de Groenlandia que sólo dista ochocientas millas de las playas
de Noruega, pero haciéndolo así tal vez hubiese dicho alguien que no
había salido de América, a pesar de que los geógrafos de todos los países
consideran como tierra americana aquel enorme desierto de hielo.
—Sí lo es, O’Donnell, puesto que por ese sitio la anchura del océano no
excede de 1600 millas, pero siguiendo ese derrotero nos encontraríamos
con terribles calmas, o con vientos de levante a poniente, y aunque
hubiésemos logrado atravesar el Atlántico, caeríamos en las
inhospitalarias costas de Sierra Leona y tal vez en poder de los feroces
habitantes del Dahomey o de los Aschantis.
—¿Y está usted seguro de que el viento nos lleva hacia oriente?
—Eso no, ¡claro!, pero sé que más allá de Terranova, los vientos soplan
siempre hacia el nordeste.
17
—¿Pero usted cree que no habrá otras corrientes que las que le he
indicado? Yo espero encontrar alguna que me lleve hacia oriente. Así y
todo no debemos hacernos ilusiones, sino estar preparados a todo evento,
hasta a regresar a América.
18
III. EL GLOBO DE MISTER KELLY
La embarcación que servía de barquilla contenía tal cantidad de objetos
que, cualquiera, aunque fuese aeronauta, se hubiese sorprendido al verla.
Repartidos sin orden ni concierto, aquí y allá, veíanse cilindros de metal,
cajones, cajas, barriles, mantas, tiendas, cuerdas, conos extraños que
parecían embudos, armas, una especie de bomba, anclas, barómetros,
termómetros, remos, velas, anteojos, mangueras y otras cosas más.
—A pesar del miedo que tiene —añadió el irlandés—. ¡Por San Patricio, mi
patrón, parece que está aterrorizado!
—No es plata. He preferido uno de los metales más ligeros y más sólidos
al mismo tiempo: el aluminio. Es materia poco utilizada hasta ahora, pero
que tiene un brillante porvenir.
19
Aquí tenemos la nota de nuestras riquezas: Cuatro barriles de aluminio
con 330 litros de agua, 340 kilos; dos cajas de galletas, 200 kilos; seis
cajas de carnes y otras conservas, 200 kilos; chocolate, botellas de licor,
dos fusiles, tres revólveres, municiones, una hoz y dos cuchillos, 90 kilos;
brújulas, termómetros, barómetros, un sextante, lápices, mapas y varias
menudencias más, 24 kilos; botiquín, 4 kilos; tiendas, mantas, ropas, una
vela para la lancha, mástil y remos, 36 kilos; tres anclas, una para la tierra
y dos para el mar, y dos palomas mensajeras, 26 kilos.
—No, amigo mío, llevamos tres: la que usted ve, que tiene la forma
corriente, y otras dos que son aquellos conos de aluminio, que parecen
embudos.
—No lo entiendo.
—¿Cuáles?
—Los que están dentro de los globos fusiformes, que contienen hidrógeno.
Más adelante se lo explicaré a usted… Diez cilindros de hidrógeno
comprimido, 24 kilos…
—Para mis globos. Debe usted suponer que yo había de buscar el medio
de sostenerme en el aire el mayor tiempo posible; para ello he almacenado
en esos cilindros, mediante una bomba especial, inventada por mí, más de
20
cuatrocientos metros cúbicos de hidrógeno.
—No. Por lo menos, yo así lo creo. La barquilla pesa 72 kilos; las cuerdas
cien, y nosotros… ¿cuánto pesa usted?
—Sesenta kilos.
—O sea, entre los tres, 185. Los dos aerostatos 620 kilos; arena y otras
cosas, 758. Total, 2600. ¿No es eso, O’Donnell?
—Exactamente.
—Hay algo que no he visto entre tantos objetos como llenan la barquilla.
—¿Qué es?
—La cocina.
—Eso no. Mire usted la provisión de tabaco que llevo; pero en cuanto se
advierta una fuga de gas, por pequeña que sea, le aconsejo a usted que
tire al mar inmediatamente su pitillo.
—Así lo haré, señor Kelly. Ahora le ruego que me explique este sistema de
globos.
21
—Lo haré en pocas palabras. Como usted ve los dos globos tienen forma
de dos husos grandes; la longitud de cada uno es de veintiocho metros y
su diámetro en el centro de 9,20; son más puntiagudos por la proa y su
volumen es de 2120 metros cúbicos, o sea 1060 cada uno.
»He preferido esta forma porque es la mejor para mis fines. Si fuesen dos
globos de forma corriente chocarían a cada momento y su redondez me
obligaría a llevar la barquilla muy baja. Parece que éstos están unidos,
pero no hay tal; hasta las mallas son independientes y con un par de tajos
es fácil separarlas. Si se estropeara uno, puedo dejarle caer al mar sin
maniobras complicadas, y dejarme llevar por el otro, soltando el lastre y las
cosas menos necesarias.
»Yo confío en que, con el tejido que mandé fabricar y barnizar a propósito,
la pérdida de hidrógeno de estos globos será insignificante, tanto mas
cuanto que llevan cubierta doble. Así y todo dentro de ocho o diez días se
hubieran formado arrugas que serían muy peligrosas teniendo en cuenta la
forma especial del aerostato. Para remediar este inconveniente y lograr
que esté siempre tensa la superficie de mis globos, he introducido en su
interior dos globitos llenos de aire con la bomba impelente que ha visto
22
usted. Cuando los dos husos pierden hidrógeno, aumento la inflación de
los globitos y al ampliarse su volumen la superficie de los fusiformes
continúa tensa.
—¡Admirable, señor Kelly! Pero cuando estén hinchados hasta el límite los
globitos, ¿cómo podrá usted aumentar su volumen? Entonces aparecerán
las temibles arrugas…
—Así lo deseo, O’Donnell; pero aun hay más. Si los dos globos grandes
pierden poco hidrógeno y es suficiente la inflación de los globitos interiores
para mantener estirada la tela, aun me será posible aumentar la fuerza
ascensional de mi aerostato, inyectando hidrógeno en los globitos.
»Basta con una hora de sol para dilatar el hidrógeno, y, obtenido esto,
cuando sea de día alto, volveremos a ascender, llevando con nosotros los
barriles y las cuerdas-freno, con sólo sacrificar unos kilos de arena.
23
—¿Y si aun así no bastara y el globo descendiera por falta de hidrógeno?
—No todos, O’Donnell. Puede ser desgarrado el globo por algún huracán,
o puede incendiarlo un rayo y precipitarnos al fondo del mar.
24
ingeniero, cuando resonó una detonación bajo el aerostato.
—Una granada —contestó Kelly con voz tranquila—. Parece que los
ingleses tienen mucha prisa de ahorcarle a usted… ¡Bah! ¡Gastan pólvora
en vano!
25
IV. LA PERSECUCION DEL WASHINGTON
Hallábase en aquel momento el aerostato casi sobre la islita de San Pablo,
situada entre la Isla Bretona y Terranova, y se mantenía a una altura de
tres mil quinientos metros.
Por el lado del oeste se veía la Isla de Anticosti, cuya forma alargada se
extendía a modo de un inmenso cetáceo; más cerca se divisaba el grupo
de las islas Magdalenas, que ocupan casi el centro del extenso golfo de
San Lorenzo; al sudoeste, la isla recortada del Príncipe Eduardo; al sur, la
de Cabo Bretón, semejante a un gancho, y al norte las dos islitas
francesas de Miguelón y de San Pedro, situadas ante la bahía de
Placencia, que se engolfa en el interior de Terranova. Entre estas dos islas
y la de San Pablo los aeronautas distinguieron un buque de vapor que
parecía, a tanta distancia, una chalupa, y procedía de la bahía últimamente
mencionada. Sobre su proa flotaba todavía un nubarrón de humo
blancuzco que se dispersaba poco a poco.
—¿Ese barco?
—Sí.
—¡Qué ha de ser! Aquél está lejos todavía. Puede que sea aquel puntito
negro que se ve, perdido en la superficie azul del golfo.
—Entonces, ¿quién habrá avisado a ese buque para que nos cañonee?
26
—El telégrafo, amigo mío. Habrán avisado desde Sidney su fuga de usted
a las autoridades de San Juan o de Harbour Grace, y éstas han enviado
contra nosotros algún crucero o algún buque de los que vigilan la pesca.
—¿Y por eso quieren destruir esta nave aérea tan magnífica?
—No lo creo. En todo caso tenemos más lastre del necesario para
ponernos fuera de su alcance. ¡Ah!
27
—¡Qué insensatez! ¡No diga usted eso!
28
fusiformes, parecía que formaban un solo cuerpo.
Aunque el sol estaba alto, pues eran las once de la mañana, en aquellas
regiones sentíase un frío penetrante, y los aeronautas, aunque sólo se
hallaban a 3500 metros de altitud, sentían cierta opresión en el pecho, y
dificultad de respirar a causa de la rarefacción del aire.
Miró hacia abajo: a gran distancia, al sur, se veía el crucero que les
cañoneó, pero aparecía tan pequeño como una zapatilla. Le envolvía una
nube de humo negrísimo, detalle revelador de que forzaba sus máquinas
para no perder de vista al globo, que cada vez se alejaba más. A la
izquierda aparecían las dos islas francesas de Miguelón y de San Pablo,
alrededor de las cuales se movía una flotilla de wargas o de dores,
barquitos construidos ex profeso para la pesca con palangres; al norte,
precisamente delante del globo, abríase la bahía de Placencia, ocupada
por gran número de veleros y de vapores.
29
dirección saldremos al océano.
—Un ventarrón frío que produce tormentas de nieve y que arrastra consigo
una niebla blanca y tan densa que no permite distinguir cosa alguna a
pocos metros de distancia. Suele soplar sobre el banco grande y en esos
casos ocasiona muchas desgracias entre los pescadores, pues los
barquitos de pesca llamados dores se extravían a menudo, a pesar de las
continuadas señales que les hacen los buques de guerra y los barcos de
vela, y se adentran en el océano, donde perecen tragados por las olas.
Todos los años dejan de regresar centenares de esos barquitos, a los
buques grandes a los cuales pertenecen.
—Diga usted, señor Kelly, ¿qué son esos cuadrados blancos que veo en
las orillas de Miguelón y de San Pedro y sobre los cuales se mueven unos
puntitos negros que deben ser hombres?
—Son graves.
—Para secar en ellas los abadejos. Los dueños de las graves ponen el
mayor esmero en preparar los terrenos, pues si se descuidan, se perjudica
mucho la conservación del pescado.
—Es bastante difícil de explicar. Según ellos cuentan, todos son hijos de
buena familia, pero, en mi opinión, son obreros sucios y desharrapados. Ni
30
marineros ni pescadores, muchos se atribuyen la condición de ambas
clases de obreros del mar. Se ocupan en descargar la sal necesaria para
la preparación del bacalao, y en arreglar las graves. Se recluta esa gente,
por lo común, en las más pobres aldeas de la Bretaña; viven en grandes
cobertizos construidos junto a las graves, bajo la dirección de un capataz,
y cuando termina la temporada los mandan a su país. Como,
generalmente, son ahorradores, vuelven a su aldea con una hucha
regularcilla. En las costas orientales de Terranova se ven cientos de graves
y miles de gravieros.
31
32
V. LA PESCA DEL BACALAO
Terranova (New Foundland) es una de las mayores islas de América, y, sin
miedo a exagerar, puede decirse que es la que mayores riquezas ofrece,
no por sus cultivos, ni por sus minas, puesto que no las tiene, sino por sus
aguas inmensamente pobladas de pescados, entre los cuales abundan los
bacalaos, los arenques y las focas.
Está situada frente a las costas del Labrador, tierra de la cual la separa el
estrecho de Bellas Islas, entre los 46° 45’ y los 51° 46’ de latitud norte y los
54° 51’ y 62° de longitud oeste.
Notables entre todas por su extensión y por la seguridad que ofrecen son
las bahías de Placencia, Fortuna y Santa María, en el sur; Nuestra Señora
y Blanca, al norte; Concepción, Trinidad y Buenavista, al oriente; y San
Juan e Islas de San Jorge, al occidente. Todas ellas están habitadas por
pescadores en número de más de 100 000.
La capital es San Juan, ciudad situada en una bahía del sudeste, con un
puerto de difícil acceso, pues su embocadura es muy estrecha, pero
cómodo y espacioso en su interior. Tiene unos 27 000 habitantes, pero en
el año 1845 sufrió un desastroso incendio, que destruyó casi por completo
la ciudad, ocasionando daños por valor de más de veinte millones de
dólares.
33
occidental de la bahía de la Concepción, Carbonier, Puerto Trinidad y
Placencia.
Esta isla fue una de las primeramente descubiertas, hasta tal punto que
hay quien asegura que ya era conocida antes de que el gran Colón llegara
a las islas del golfo de Méjico; los más, y de su parte está la razón, afirman
que otro navegante genovés, naturalizado veneciano, Juan Caboto, al
frente de una expedición costeada por Inglaterra, descubrió Terranova en
1497, es decir, cinco años después de llegar Colón a las Antillas.
Desde la altura a que se encontraban los viajeros era visible por completo
la isla, hasta sus más lejanos lugares. Parecía un mapa inmenso
extendido ante las miradas de los audaces aeronautas.
—¿Serán indios?
34
—Los indios de Terranova murieron todos hace ya algunos años.
—¿Los aniquilaron?
—La civilización de los blancos es funesta para las razas de color: allí
donde llega, mata, destruye.
—¿Eran salvajes?
—¿Qué problema?
—El de que América fué visitada por europeos cinco siglos antes de los
descubrimientos de Colón y de Caboto.
—¿Qué europeos?
—Cuentan que antes del año mil varios audaces marinos escoceses e
irlandeses, acuciados por el instinto de emigración o por el deseo de
conquista, desembarcaron en esta isla y en las costas del Canadá y
35
fundaron factorías e introdujeron la religión cristiana entre las tribus
primitivas. Lo indudable es que cuando los noruegos, después de
descubrir Islandia y Groenlandia, desembarcaron en estas costas, hallaron
huellas evidentes de cristianismo.
—¿Y que ocurrió con sus colonias? ¿Cómo no bajaron hacia el sur para
conquistar regiones más templadas y más ricas?
—Se ignora. De las colonias sólo quedaron restos. ¿Las destruyeron los
salvajes, o acabó alguna epidemia con los primitivos colonos? La historia
no lo dice…
—¿Qué?
—Escuchemos.
Pusieron ambos oído atento y oyeron un leve crepitar en el aire. Algo así
como si chocaran con los globos unos cuerpos de poco peso.
Kelly miró hacia arriba y vio brillar a los tibios rayos del sol unas pajuelas
de hielo que flotaban en el ambiente.
36
descendiendo?
La nave aérea descendía poco a poco; sin embargo, aquello no duró gran
cosa. Bien pronto indicaron los barómetros a los aeronautas que se
hallaban a 8000 metros de altura, en tanto que momentos antes estaban a
3500.
37
porque puede llevarnos hacia el norte y obligarnos a retroceder a América.
»Se calcula en seis mil el número de barcos que vienen todos los años
para dedicarse a la pesca del valioso pez.
38
Terranova el año 1525 en nombre del rey de Francia Francisco I, y que
poco después perecía bajo las lanzas y las hoces de los indígenas;
después, Lartier, el descubridor del río de San Lorenzo. Los franceses
fueron los primeros que se dedicaron a la pesca, pero habiendo perdido la
isla en 1783, los ingleses hicieron esfuerzos sobrehumanos para
adueñarse de la pesca, y enviaban cada año cerca de veinticuatro mil
pescadores. Hoy en día, casi todas las naciones marítimas envían aquí
barcos y barquitos de pesca, a excepción de los compatriotas de Caboto y
Yerazzano.
—No; esa clase de peces no entra nunca en los ríos; más aún, procuran
alejarse de su desembocadura.
—No; cuando se sacian de los peces que pueblan estas aguas, se apartan
para ir al sur de la isla de las Arenas o a los alrededores de San Pedro,
donde esperan ya los pescadores para la segunda cosecha. Saben que
los bacalaos irán allí para caer sobre los capellanes.
»Los pescadores los cogen a miles y ofrecen este cebo a los llegados
primeramente, que, como son muy voraces, se precipitan sin desconfianza
sobre los anzuelos.
39
cara de los pescadores, de tal modo que éstos están siempre chorreando.
Es la última presa que se ofrece a los bacalaos, que poco después
reanudan su emigración y desaparecen.
»Ahí tiene usted los primeros barcos de pesca, O’Donnell; abra bien los
ojos y verá cómo se alegra de haber volado sobre el banco grande de
Terranova.
40
VI. AL TRAVÉS DEL BANCO DE TERRANOVA
El enorme banco de Terranova, famoso por la pesca del bacalao que en él
se realiza, está situado entre los 40° 57’ y los 50° 17’ de latitud norte y los
46° y los 50° de longitud oeste. Su longitud es de novecientos kilómetros,
su anchura varía, a causa de la forma irregular que tiene, y en algunos
puntos mide trescientos kilómetros.
Ni las pesadas y densísimas nieblas producidas por las aguas tibias del
Gulf Stream al encontrarse con las frías corrientes polares y con los
icebergs o montañas de hielo flotantes desprendidas de las regiones
árticas; ni la irrupción de aquellas ingentes moles de hielo, de miles de
toneladas de peso, que atraviesan el enorme banco; ni el violento azote
del pudría, que levanta olas formidables, contienen a aquellos millares de
pescadores que se adentran audazmente sobre el banco, compitiendo
entre sí a ver quién llena antes su embarcación de los estimados peces
que tan considerables beneficios les proporcionan.
41
encima y plateado por abajo.
Como es muy voraz, se le coge fácilmente, puesto que se lanza sin vacilar
sobre el cebo prendido en los anzuelos, que se traga al mismo tiempo que
la carnada.
Por todas partes reinaba una actividad febril entre una algazara que
percibían bien los oídos de los aeronautas.
42
bergantines, de las oreas y de los cutters, bullía el trabajo con no menor
actividad.
Desde muy remotos tiempos los ingleses, los holandeses y los noruegos
conocen las asombrosas propiedades dé este aceite, pero no solían
emplearlo más que como remedio contra los reumatismos articulares, en lo
cual obtenían excelente resultado. Hoy, en cambio, se emplea como
reconstituyente, y todo el mundo conoce su extraordinaria eficacia.
43
del océano.
—Puede ser, porque los periódicos de los Estados Unidos y del Canadá
han publicado extensas informaciones, y de ellos habrán copiado algo los
de Terranova.
—De cualquier modo que sea, esa manifestación de afecto ha sido muy
44
conmovedora. A mí me ha impedido seguir contemplando las operaciones
de la pesca.
—Verá usted cómo se le pasa ese efecto en cuanto coma cuatro bocados
y beba una botellita de vino español.
Tenía razón el irlandés. El criado del ingeniero no se había movido aún del
sitio que ocupaba cuando ascendió el aerostato, y seguía agarrado
fuertemente a las cuerdas, dirigiendo miradas despavoridas a su alrededor.
45
—Blancos —añadió O’Donnell echándose a reír—. ¿Por ventura llevan los
hombres de nuestra raza un depósito de hidrógeno en el vientre? ¿Le
parece a usted que es así, señor descendiente de Caín?
El negro trató de sonreír cuando oyó estas frases, pero sus gruesos y
tímidos labios se contrajeron de un modo horrible, sin lograrlo. El pobre
diablo hizo un esfuerzo supremo para levantarse; volvió a caer
pesadamente, como si tuviese rotas ambas piernas, y profirió un grito de
espanto.
En un abrir y cerrar de ojos abrió una caja, sacó una lata de carne asada,
otra de anchoas, galletas, una botella, vasos y cubiertos y preparó la
mesa, que era uno de los bancos de la barquilla.
—Cuando usted guste, señor Kelly —dijo con su voz más agradable.
46
Casi en el mismo instante, acabó de ponerse el sol y cayó la noche sobre
el océano, bruscamente, envolviendo al aerostato.
47
VII. EN MEDIO DEL ATLÁNTICO
El océano Atlántico, que empezaban a atravesar los intrépidos aeronautas,
es el más conocido y el más frecuentado de todos, aunque sólo ha sido
recorrido en toda su extensión a partir del descubrimiento de América.
Pero del mismo modo que el Atlántico tiene llanuras que se mantienen a
una profundidad uniforme, tiene también abismos inmensos, espantosos,
en sus cuencas septentrional y meridional. Se ha logrado medir, entre las
Islas Británicas e Islandia uno de una profundidad de tres kilómetros y una
48
anchura de 1200 millas. A 130 kilómetros de Puerto Rico hay otro de 8341
metros; otro más a 0º 11’ de latitud sur hacia Cabo Verde, que midió 7370
metros; otro de 5000 metros entre Madera y Canarias y uno de esta misma
profundidad entre la costa de Portugal y las Azores.
49
—¿Seguimos bajando aún?
—Sí, O’Donnell.
—No.
—Luego lo sabremos.
—En las noches venideras es posible que lleguemos; pero hoy no. Nuestro
globo tiene mucha fuerza ascensional… ¡Oh!… ¡Oh!…
—Tengo que decirle a usted una cosa muy seria. Hemos virado por
avante, como dicen los marineros.
50
—No.
—Sí; pero tendríamos que sacrificar parte del gas y ya sabe usted que es
demasiado preciso para, que lo dejemos escapar.
51
restablecida cuando salga el sol.
—Es posible que por debajo de esa altura exista otra corriente, la que
ahora nos lleva al noroeste.
—¿Seguimos bajando?
52
llegar.
A las nueve de la noche sólo estaba el globo a mil metros de distancia del
océano. Se oían perfectamente los rugidos de sus sombrías olas y se veía
con toda claridad la espuma que las coronaba.
A las diez bajaron a 500 metros y a las doce y cuarto a 300. Allí se contuvo
el descenso. Se había restablecido el equilibrio.
—Uniendo los tres guide-ropes y todas las demás, nos sobrará mucho.
—Creo que no; con lo que vamos a hacer quedará aligerado de un peso
considerable y además le obligaremos a detenerse. Ayúdeme usted,
O’Donnell.
Llevaron uno a proa y otro a popa los dos grandes conos de aluminio, de
una capacidad total de unos 460 litros y los ataron a las larguísimas
cuerdas previamente anudadas.
—Este resultado rebasa mis previsiones —dijo—. En una hora nada más
53
de buen viento podemos recuperar lo que hayamos perdido en ocho o diez
de marcha contraria. ¿Quiere usted que le de un consejo, O’Donnell?
—Con mucho gusto. Buenas noches, señor Kelly; si me necesita para algo
tíreme usted de las piernas sin miramiento o mande a Simón que me tire.
A media noche, Simón, que poco a poco iba cobrando ánimos, y que no se
había atrevido a cerrar los ojos por miedo a despertarse en el fondo del
mar, llamó al ingeniero.
—Sí.
54
azulado de las estrellas próximas al océano.
No interrumpía el silencio más que el rumor producido por las anclas, que
procuraban oponer resistencia al viento, a cuyo impulso obedecía muy
trabajosamente el Washington; y el apagado murmullo de las olas.
Levantó Kelly la cabeza y vio que los dos enormes husos oscilaban en el
aire con sus extremos dirigidos hacia el noroeste. El viento formaba
arrugas en su superficie, introduciéndose en los pliegues de la tela, pero
soplaba flojamente y no podía ocasionar ninguna avería. El ingeniero
hubiera podido eliminarlo hinchando los globitos interiores con su bomba
impelente, pero no valía la pena cansarse en tal faena, pues no
amenazaba peligro alguno. Dentro de unas horas se encargaría el calor
solar de poner tensa aquella superficie.
Comenzaba a aparecer por oriente una luz indecisa que tiñó el cielo con
reflejos nacarados e hizo palidecer a las estrellas, cuando el ingeniero se
vió bruscamente arrancado a sus meditaciones por un bramido lejano que
al parecer se acercaba muy de prisa.
Se puso en pie y miro hada abajo. No vió nada en la negra superficie del
océano. Paseó sus miradas en torno y advirtió hacia el oeste tres puntos
luminosos que surcaban el horizonte con rapidez fantástica.
De pronto dio un grito. Entre los tres puntos luminosos brilló una
llamarada, a la cual siguió a poco una detonación y pasó un proyectil
silbando entro los dos globos, para caer al mar con sordo ruido.
55
VIII. LAS GRANDES ASCENSIONES
Bruscamente despiertos por las exclamaciones del ingeniero y por la
detonación, O’Donnell y el negro se pusieron de pie creyendo que había
estallado el Washington y que la barquilla se precipitaba desde la altura a
las espumantes olas del Atlántico.
—¿Caemos?
—¿Todavía?
Casi al mismo tiempo retumbó sobre el mar otro cañonazo y pasó una
granada silbando a tres metros nada más de la amenazada barquilla, para
estallar seiscientos metros más allá.
56
—¡Canallas! —rugió O’Donnell—. Si yo tuviese una docena de granadas,
arrasaría vuestro barco hasta dejarlo como un pontón.
—Pero ¿qué clase de buques poseen para haber podido alcanzarnos tan
pronto?
—Unos barcos que caminan a razón de quince o diez y seis nudos por
hora.
—¡A Europa!
57
—Sí, O’Donnell. Renace mi esperanza.
58
de alciones. De cuando en cuándo se veía saltar fuera del agua, recorrer
volando veinte o treinta metros y sumergirse otra vez, centenares de esos
extraños peces llamados dactilópteros, o peces voladores, de un pie de
largo algunos de ellos, feísimos, de un color pardo rojizo, con aletas
negras, con una especie de casco erizado de espinas en la cabeza, y otros
de menos de veinte centímetros con las escamas azules plateadas.
Surgían por diferentes sitios, Se cruzaban en todas, direcciones, hacian
esfuerzos asombrosos para mantenerse en el aire, y volvían a caer en
cuanto se secaban sus aletas. No cabe duda de que aquellos
desgraciados habitantes del océano se veían atacados por otros peces,
mayores y más voraces.
—No, porqué sé que los peces son muy prolíficos y ponen de cada vez
millares de huevos.
—Creo que los más fecundos son los arenques. En los puertos de mi país
se agrupan en bancos grandísimos.
—Pues está usted equivocado, porque los arenques no ponen por termino
medio más que unos treinta mil huevos.
—¡Caramba!
59
—¡Treinta millones de huevos…! —exclamó O’Donnell—. ¡Qué familia
debe nacer de una pareja de peces de esos!
—Se cree que son les más prolíficos de todos. Sin. embargo, existe uno
que por sus dimensiones puede considerarse más fecundo que el pez lira:
el pleuronectos flexus, que es muy pequeño, por el estilo de les gorriones
de mar, y produce hasta millón y medio de nuevos.
—Sí, y además, el aire se enrarece tanto que acaba por matar a los
imprudentes que suben demasiado.
—¿Cómo es eso?
60
—Porque disminuye la tensión del oxígeno que a esas alturas ya no
penetra en la sangre y por consiguiente en les tejidos, en cantidad
suficiente para mantener la combustión vital en su estado de normal
energía. A la altura a que nos encontramos debe usted tener ya ochenta
pulsaciones por minuto y sentir un principio de náuseas.
—En eso confío, señor Kelly, no por mí, sino por usted. Dígame, ¿ha
habido aeronautas que se atrevieran a llegar a esa zona?
»En 1850 Gaisher y Coxwell afirmaron que habían llegado a los 10,000
metros. El primero se desmayó, pero el segundo, aunque no podía mover
las manos porque el frío se las había entumecido, consiguió sujetar con los
dientes las cuerdas de la válvula de descenso y así llegaron a tierra.
»La ascensión más dramática, la más terrible fué la del Zenith, en la cual
perecieron dos jóvenes y audaces aeronautas: Croce-Spinelli, italiano
naturalizado en Francia, y Silvel.
61
»El 15 de abril de 1875 subieron en el globo Zenith acompañados por
Tissandier, un aeronauta avezado ya, pues llevaba hechas veinte
ascensiones.
Cogió las dos cuerdas de las válvulas de escape y dió un tirón. En el acto
se oyeron unos leves estallidos en lo alto y se esparció en torno suyo un
penetrante olor de hidrógeno.
—Basta —se dijo así mismo al cabo de medio minuto—, este gas es
demasiado valioso para malgastarlo.
62
O’Donnell abrió los ojos bostezando como un oso que no hubiera dormido
en una semana.
—Sí, con globos; con la ascensión de un tal Tissandier… Pero ¿de qué se
ríe usted?
—Porque no ha habido tal sueño, sino que ha oído usted de mi boca todo
eso, y se ha quedado dormido mientras yo le relataba la trágica expedición.
63
IX. ARRASTRADOS HACIA EL ECUADOR
Durante la segunda jornada de su viaje, el Washington continuó
navegando hada el nordeste, pero siempre con tendencia a tomar un
rumbo decisivo al este, siguiendo al paralelo 48°.
64
otra corriente que soplara del este; luego lo recogió la que bajaba con
rumbo a las regiones cálidas y le arrastró con velocidad de sesenta millas.
—Ya lo sé.
—Confío.
—¿Hay peligro de que nos arrastren por el Atlántico hasta que no nos
acabe el gas?
—¿Para qué?
65
—¡Es verdad que no le he dicho a usted que varios amigos esperan
noticias mías, para embarcarse en caso preciso y acudir en mi ayuda! Con
este propósito han fletado un barco de vapor y están preparados para
zarpar al primer aviso.
—¿No se cansarán?
66
palomas para comunicarse con pueblos distantes. Los romanos las usaron
también en sus guerras y especialmente en los asedios.
—En los primeros años del siglo XIX, merced sobre todo a los grandes
banqueros. Se organizó, especialmente, un servicio regular entre París,
Bruselas y Amberes, y otro entre Londres, Amberes y Colonia. En este
último empleaban las palomas seis horas nada más.
—¿Y usted confía en dar noticias del viaje a sus amigos con las que tiene
en el globo?
—Sí; suponiendo que lleguen a la isla sin que se apoderen de ellas los
albatros ni otras aves de rapiña. Y vamos ya a soltarlas, O’Donnell; cada
minuto que pasa nos aleja más de la Isla Bretona.
Abrieron con precaución la jaula, sacaron de ella las dos palomas, les ató
67
el ingeniero bajo las alas dos mensajes muy enrollados en los cuales
había escrito previamente un resumen de los incidentes ocurridos, y
consignaba el nuevo rumbo del aerostato.
—Vamos a ver, señor Kelly, ¿cuántos días cree usted que podrán
sostenerse en el aire estos dos globos?
68
atrás, a la derecha o a la izquierda, sobre el océano, hasta que se nos
acabe el gas y sin ver tierra.
—¡De la mía, señor Kelly! Daré un salto desde la barquilla al mar y ustedes
volverán a subir.
69
había en la barquilla, y otros varios objetos, rodaron.
70
—Eso es lo que trato de explicarme y no lo consigo.
Otra sacudida, violentísima también, inclino hacia proa los dos globos
fusiformes. Ya no era posible dudarlo: algún monstruo se había aferrado al
cono lanzado por la proa y procuraba arrastrar consigo al Washington, el
cual, no obstante, y merced a su fuerza ascensional, no cedía y volvía
todas las veces a su primer nivel.
—No hay tiburón con garganta capaz de tragarse un cono que lleva
doscientos treinta litros de agua.
—Pues será otro animal por el estilo. Yo sé que los cetáceos tienen
gargantas enormes.
—De ser uno de ellos, a estas horas nos habría arrastrado al fondo del
mar, o hubiese cortado la cuerda.
71
—Lo ignoro.
—Sería gran imprudencia, perder uno de los conos. Enviaré a Simón a que
se entere.
—¿Al negro? ¿A un ser tan cobarde? Permítame usted, señor Kelly, que
vaya yo.
72
X. UN PULPO GIGANTESCO
A pesar de los temores de O’Donnell, el negro no obligó a que le repitieran
la orden que le daba su amo. Un miedo mucho mayor, el de ver caer al
globo y hundirse en el océano, dominó al otro, tal vez, o aquel hombre,
que hasta entonces no había dado pruebas de valor, por lo menos en
presencia del irlandés, poseía en los momentos de apuro, verdadera
audacia.
Fuera ello lo que fuese, el negro aceptó sin titubear la orden de bajar a
desembarazar el ancla, dejándose deslizar por aquella cuerda de
trescientos cincuenta metros de larga. Se sujetó en la cintura el revólver
que el ingeniero le tendía; oprimió con ambas manos el guide-rope; cruzó
las piernas y empezó el peligroso descenso que sólo un africano o un
marinero podía intentar con buen éxito.
73
fuera poco, el monstruo permanecía sumergido en las oscuras aguas que
no dejaban transparentarse nada.
Se veía, sin embargo, que alrededor del cono de proa se agitaban las
aguas y se cubrían de espuma, como si el misterioso habitante del océano
hiciera esfuerzos tremendos para atraer al aerostato hacia sí.
Comenzaban a asomar por el horizonte los primeros rayos del sol, cuando
llegó al último nudo que estaba a diez y seis o diez y ocho brazas sobre la
superficie del mar.
La voz del negro era ahogada y su tono revelaba el más profundo terror.
¿Qué habría visto? Sin duda un monstruo espantoso, porque el infeliz
parecía anonadado.
De pronto se vio que el agua se agitaba como en una borrasca, por junto a
la cuerda, y surgieron siete u ocho brazos desmesurados que se
alargaban hacia el negro, el cual prorrumpió en desgarradores gemidos.
74
pálido.
—Voy a socorrerle.
—Sujétate bien —le dijo—. ¡Mira que si te caes eres hombre muerto!
Le rodeó con uno de sus brazos para ampararle y luego miró a sus pies.
Sólo entonces pudo comprender el espantoso miedo que se había
apoderado del negro.
Allá abajo, medio sumergido, le miraba fijamente, con dos ojos grandes,
aplastados y de colores glaucos, un monstruo enorme, blancuzco,
fusiforme, de cabeza redonda con un pico semejante al de los loros y
armado con ocho brazos de más de seis metros de largo y coronados de
ventosas.
El tal monstruo, que debía de pesar un par de toneladas, oprimía con dos
de sus brazos el cono que utilizaban los del globo a guisa de ancla, y
trataba de alcanzar al negro con los otros.
75
O’Donnell, aunque se sentía como fascinado por aquellos horribles ojazos;
aunque se apoderó de él un temblor intenso, no abandonó al negro, antes
bien lo abrazó con suprema energía, aferrándose a la cuerda con el mismo
brazo, y luego, con la mano izquierda, que le quedaba libre, disparó uno
tras otro los seis tiros de su revólver en la boca del monstruo.
—¡Eh! ¡Aprieta fuerte las piernas! —dijo O’Donnell—. ¿Quieres caer entre
los tentáculos del pulpo? ¡Por vida de…! ¡Esto se pone muy serio!
—Sí.
—No, gracias a Dios; pero ese maldito monstruo nos ha embadurnado con
una sustancia que parece tinta o cosa así, y que huele muy mal. Los
caimanes no pueden oler peor que nosotros, se lo aseguro.
76
—¿Era un cefalópodo?
—Eso creo.
—No puede ser. Está medio muerto de miedo. Temo que se desmaye de
un momento a otro.
El negro contestó con una carcajada, pero una de esas carcajadas que, en
vez de dar alegría, hacen daño.
—Sería inútil. Está medio muerto. Echeme usted una cuerda para atarlo
bien y luego procuraré subir yo.
77
—¡Allá va! ¡Cuidado con la cabeza!
Le pasó la cuerda bajo las axilas varias veces, luego alrededor de las
piernas y le ató fuertemente al guide-rope. Cuando tuvo la certeza de
haberle amarrado bien para que no pudiese caerse aunque se desmayara,
empezó a subir por la cuerda, apretando bien las manos y las rodillas.
Apenas le vio llegar a la barquilla, el ingeniero le cogió por los brazos y con
una fuerza hercúlea le hizo entrar a bordo.
—¿Y Simón?
78
—Le habrá trastornado este viaje.
—No se apene usted. Acaso no sea más que una exaltación momentánea
ocasionada por el miedo. Y le aseguro que aquel monstruo le ponía carne
de gallina a cualquiera. A mí me la puso y digo esto por no decir que me
heló la sangre. ¡Qué ojos, Dios mío! No los olvidaré, aunque hubiese de
vivir mil años… ¡Vaya, vamos a subir a ese pobre Simón!
79
XI. EL TRANSATLÁNTICO
El negro, que debía de padecer un furioso acceso de delirio, había abierto
las manos y pendía del último nudo de la cuerda-freno, sostenido
únicamente por las cuerdas con que le ató el irlandés.
—No, O’Donnell.
80
—Nada de eso. También María Antonieta, la desgraciada reina de Francia,
se volvió canosa en una sola noche.
—No lo quiera Dios. Sería una desgracia terrible que más pronto o más
tarde podría ocasionarnos grandes dificultades, dadas las circunstancias
en que nos encontramos. Vamos a darle un calmante; acaso se le pase el
acceso después de dormir un buen rato.
81
—Es posible. ¡Ojalá sea un huracán! Lo deseo con toda mi alma.
—¿Cuál?
—No; pero basta con que subamos a más altura que las nubes, operación
muy sencilla, dada la cantidad de lastre que llevamos y que no es
necesaria. Con vaciar unos cuantos sacos de arena, subiríamos a gran
altura. Las nubes no se agrupan más allá de los mil o mil quinientos
metros.
—Lo menos pesaba dos mil kilos, señor Kelly. En mi vida he visto un
monstruo semejante, ni más feo que aquél. ¡Si viera usted qué ejes…! Yo
creí que me iban a fascinar y a obligarme a caer entre sus tentáculos…
Confundiría nuestra ancla con algún pez de nuevo género.
82
—Al contrario, son muy raros y cuesta trabajo encontrar alguno. Durante
mucho tiempo se ha puesto en duda su existencia, pero los sabios han
tenido que rendirse desde que el vapor Alecto informó que había
encontrado uno cerca de las islas Canarias, y se apoderó de uno de sus
tentáculos, que aun se conserva, creo, en Santa Cruz de Tenerife.
—He leído en una obra de Sonini que hay pulpos de tamaño tan grande
que pueden abrazar un buque. ¿Es cierto?
—Lo dudo mucho, a pesar de las leyendas del norte hablan de monstruos
colosales. Olao Magno, obispo de Upsala, pretende haber visto, en el siglo
XVI, un tan enorme que tenía una milla de largo y mas parecía una isla
que un habitante del mar; otro prelado escandinavo escribió también que
había confundido a un monstruo de caos con una roca y que sobre el
levantó un altar y celebró misa sin que el desmedrado pulpo, cetáceo, o lo
que fuera, se sumergiese. Ponteppidan afirma que uno de aquellos
monstruos tenía tan extraordinarias dimensiones que sobre él podía
maniobrar un regimiento de caballería.
—Los sabios han negado la existencia de esos colosales Kraken, como los
llamaban los pueblos del norte. Plinio, el historiador y naturalista romano,
habla de un monstruo, pescado en las costas de España, en su tiempo,
que tenía brazos de diez metros de largo, cabeza del tamaño de un barril y
pesaba trescientos cincuenta kilogramos, en tanto qué el que vio la
tripulación del Alecto, en 1861, tenía un cuerpo de cinco a seis metros de
longitud y pesaba cerca de dos mil kilos.
»Han sido vistos otros muchos de más reducidas dimensiones. En las islas
del Océano Pacífico, especialmente en las de Hawai, se pescan muchos
cuyo cuerpo mide más de dos metros de largo.
83
El irlandés miró en la dirección que se le indicaba y, efectivamente, en la
línea del horizonte, vio un punto negro, de buen tamaño, y sobre él un
penacho de humo. Al parecer hacía rumbo al oeste.
—Me parece que ha cambiado el rumbo, señor Kelly —dijo el irlandés, que
había tomado un anteojo para ver mejor el transatlántico—. No me
disgustaría bajar a beber un vasito de burdeos a bordo.
Medía cerca de cien metros de eslora, tenía cuatro palos y dos chimeneas
que vomitaban torrentes de humo mezclado con escorias. La cubierta
estaba llena de pasajeros que seguían con ansiedad la ruta del globo. Sus
exclamaciones, gracias a la calma que reinaba en el océano, llegaban
distintamente a los oídos de los aeronautas.
Pasada media hora, el vapor correo, que navegaba rumbo a oeste, llegó a
estar casi por bajo del Washington. Trescientas voces gritaron entonces:
84
¡Bajad! ¡Bajad!
Puso sus cartas en un saquito de tela y lo metió todo en una caja de hoja
de lata, que tiró al mar y fue a caer a veinte brazas del buque.
Arriaron desde éste un bote, tripulado por dos marineros, que no tardaron
en recoger la caja y subirla a bordo.
—Confieso, señor Kelly, que he sentido una emoción muy intensa con este
85
encuentro. Me pareció que veía un rincón de Europa o de América.
—Lo creo.
86
se hallaba a 36° 7’ de latitud norte y a 32° 54’ de longitud oeste.
—Mil doscientas cincuenta millas en línea recta, pero hay que tener en
cuenta La línea curve-entrante que describe el continente desde el cabo
de Nueva Escocia al cabo Hatteras.
—No digo que no, O’Donnell. Por desgracia esta marcha tan veloz no nos
acerca a Europa, sino todo lo contrario, nos aleja mucho.
—Sería una ocasión magnífica para que nos creyeran hijos del cielo y nos
nombraran jefes de la tribu…
87
—¡Silencio!
—¿Qué pasa?
88
XII. EL HURACÁN
En efecto, el pobre negro estaba abriendo les ojos. Echó a un lado las
mantas con que O’Donnell le abrigó y procuraba librar sus piernas de las
ataduras que las sujetaban.
El negro le miró sin contestar y pasándose luego una mano por la frente.
Parecía como si evocase algún recuerdo remoto.
—¿Murió el monstruo?
89
—¿Y los ojos? ¿Dónde están los ojos?
—Me dan miedo, todavía… los veo delante de mí… me miran fijos, fijos…
¡Qué brillo más espantoso tienen!
—Señor Kelly, temo que este pobre muchacho no esté bien de la cabeza.
—No… pero…
90
dos aerostatos, haciéndoles subir doscientos metros más.
—¡Qué región!
—Le diré a usted algunas para darle idea de esos huracanes. En 1825 un
ciclón desatado sobre Guadalupe, arrasó por completo las plantaciones de
azúcar y de café, derribando las casas, de las cuales no quedó una pared
en pie. Un edificio grande, de piedra, recién construido, fue destruido en
gran parte y sus tejas proyectadas con tal violencia que algunas
atravesaron puertas de parte a parte…
91
—¡Menudo ventarrón!
—Cuarenta y cinco años antes, otro huracán destruyó casi del todo la
ciudad de Savana-la-Marry, situada en la costa occidental de Jamaica,
echando a pique cuatro buques que había en el puerto y estropeando tres
más. En la Martinica fue también terrible, pues hubo al mismo tiempo una
marejada alta y perecieron nueve mil personas, quedaron mil enfermos
sepultados bajo los escombros del hospital de Fort-de-France, derribó la
catedral y otras siete iglesias, a más de un centenar de casas, en tanto
que el mar, que subió ocho metros sobre su nivel ordinario, derrumbó de
un golpe ciento cincuenta edificios.
—Pues aún hubo más. Una flota compuesta por cincuenta barcos
mercantes y dos fragatas, sorprendida por el huracán en las inmediaciones
de la Martinica, se hundió en el mar y sólo pudieron salvarse siete
barcazas. De los cinco mil hombres que tripulaban aquellos barcos
sobrevivieron poquísimos.
»En San Esteban fueron lanzados contra la costa otros veintisiete buques;
en la Dominica no quedó en pie una sola casa en las inmediaciones del
puerto en la Isla de San Vicente, de seiscientas casas que constituía la
ciudad de Kingstown, sólo subsistieron catorce y el mar echó a las playas
bancos de coral arrancados del fondo; en Santa Lucía fue mayor aún el
desastre, pues se hundieron todos los edificios, murieron entre los
escombros seis mil personas, fue destruido el fuerte y el mar levantó unos
cañones muy grandes emplazados en una muralla de treinta y cinco
metros de altura.
92
—¡Caramba! —exclamó el feniano, que desde hacía varios minutos miraba
hacia el esto—. ¿Qué es eso que se ve allí, señor Kelly?
Al otro lado de la niebla tropezó el Washington, sin embargo, con una nube
grande, o mejor dicho, con varias superposiciones de densos vapores,
colocados en capas de doscientos metros de espesor y separados por un
espacio de aire nada más.
93
—¿Sin soltar lastre?
Una hora más tarde volvió a ascender el aerostato, pero a poco cayó de
nuevo, a causa de la humedad, que le hacía más pesado. Como se
acercaba el anochecer y el ingeniero sabía que la condensación del
hidrógeno motivaría de todas maneras el descenso, no quiso privarse de
parte alguna de lastre, que iba siendo más valioso cada vez.
Por primera vez mandó que funcionara la bomba impelente, hasta llenar
de aire por completo los dos globos pequeños, y que así se pusiera tensa
la superficie de los dos husos, eliminando las arrugas del tejido, que
podían ser muy peligrosas si soplaba un viento fuerte. Merced a la violenta
presión de la bomba los globos se llenaron de aire hasta tal punto que
parecía que iban a estallar y comprimieron el hidrógeno de los globos
grandes que rellenó el espacio que la condensación había dejado libre.
Aquel aire no aumentaba el poder ascensional del Washington, pero
mantenía tersa la superficie de la tela, que así no ofrecía presa al viento ni
formaba bolsas entre las cuales pudiera meterse éste y causar
desgarraduras.
94
sido fuertemente atadas a la popa de la barquilla, y repartió la arena a lo
largo de los costados para poderla tirar sin pérdida de momento a la
primera señal de peligro.
Se le oía zumbar por entre las cuerdas y las mallas de las redes, se le
sentía imprimir grandes sacudidas a los dos husos, que se agitaban como
si estuviesen en la superficie del mar, haciendo que se balancease la
barquilla.
Sin embargo, parecía que en torno a los aeronautas reinase una calma
absoluta, pues corriendo a la par del viento y con aquella velocidad, raras
veces experimentaban el efecto de aquellos soplos impetuosos.
Cada vez que Simón oía aquellos amenazadores rugidos y sentía las
furiosas embestidas de las rachas fuertes, se estremecía y fijaba los
ojazos en su amo, dejando salir, al mismo tiempo, por entre sus contraídos
labios frases entrecortadas.
95
—¡Mala señal! —comentó el ingeniero—. Es preciso sacrificar un poco de
lastre y ascender.
96
XIII. LA ATLÁNTIDA
Descargado de aquel peso, el Washington ascendió muy de prisa hacia la
masa de nubes que obstruía la bóveda celeste. Los rugidos del Atlántico,
cuyas aguas removía el viento en olas enormes, iban siendo más roncos a
medida que se alejaba el aerostato.
—No te asustes, Simón —le dijo—. Estamos pasando por dentro de las
nubes, y esas llamas no queman a nadie.
97
inconmensurables de la bóveda celeste.
—¡Por fin!… —exclamó el ingeniero—. ¡Ya era hora de que el viento nos
llevase hacia oriente! Si sigue así, en pocas horas recorreremos un
espacio muy grande.
—Aquí arriba, a tres mil quinientos metros de altura, no, pero si se hubiera
encontrado el globo sin hidrógeno de repuesto y sin arena, ninguno de
nosotros se salvaría. Oiga usted los truenos y vea los rayos que surcan las
nubes cargadas de electricidad.
—Lo primero de todo, O’Donnell. Como era lo más cerca que había de las
nubes hubiera recibido la primera descarga.
98
personas o animales sobre los cuales caen; en otras ocasiones gastan
bromas muy pesadas, pero no mortales; ya se limitan a quemar las ropas
de la persona sin producir a ésta daño alguno; ya funden o destruyen las
monedas, sin tocar a quien las lleva consigo; ya descalzan a un peatón,
enviando muy lejos sus zapatos…
—¡Qué raro!
»Howard afirma que vio a cierto aldeano, al cual una descarga eléctrica
descosió las ropas y los zapatos, pero tan perfectamente como hubieran
podido hacerlo un sastre y un zapatero. El doctor Gualterio de Claubry, en
cambio, se quedó con la barba abrasada por un rayo que no le tocó la cara.
99
inutilizadas muchas cerraduras; desaparecieron los herrajes de no pocas
puertas, y se encontraron las llaves en el interior de muchas casas donde
no había caído rayo alguno; por último, en bastantes muebles
desaparecieron los tornillos.
El viento agitaba las nubes que se levantaban aquí y allá como las olas de
un océano revuelto por la tormenta, se desgarraban, se comprimían,
rodaban unas por encima de otras, descendían y se levantaban blancas,
con reflejos nacarados, rojas como si en su interior ardiese una lumbrada
enorme, o negras, como si de repente hubiese caído sobre ellas un mar de
tinta o de betún. Agudos silbidos, chirridos prolongados, crujidos
formidables, ya cortos y secos, ya interminables, salían de aquella masa
que el huracán conducía en sus potentes alas y todos aquellos estrépitos
se perdían hacia arriba y hacia abajo, formando un bronco retumbar. A
veces, cuando cesaban los truenos, se oía un rugido prolongado bajo las
nubes: era el océano, que tomaba parte en aquella grandiosa competencia
de los elementos desencadenados.
100
quedó dormido entre dos cajas. Pero su sueño era intranquilo: de cuando
en cuando se agitaba, movía los brazos como un loco, abría sus grandes
ojos y brotaban de sus labios gritos roncos, reveladores de un terror
insuperable. Si no estaba demente aquel desgraciado, le faltaba muy
poco: desde su encuentro con el pulpo gigantesco, tenía peligrosamente
perturbado el cerebro.
101
—¿Será una isla? —preguntó al ingeniero, que se puso a mirar con un
anteojo.
—¿No dice usted que estamos lejos de todas las islas? Entonces, ¿dónde
podría estar el volcán? ¿Sobre las olas?
102
Atlántico.
—¿Y eso qué importa? ¿No puede haber surgido de un momento a otro,
acaso esta misma noche? ¿Cree usted que el fondo del Atlántico se está
quieto? ¡Pues no hay tal cosa! Se agita muy a menudo a merced del
esfuerzo del fuego interno, y experimenta grandes modificaciones: sube,
se deprime… En 1811 formó una isla volcánica, cerca de las Azores, en
aguas de San Miguel.
—¿Una isla?
—Sí; la que se llamó Sabrina, que tuvo trescientos metros de altura sobre
el océano y fue destruida por las olas. Por aquellos sitios apareció otra,
después de una abundante erupción de vapores, humo y fuego, durante
un terremoto, pero desapareció en seguida.
—¿Acaso no tienen ese origen las Azores, las Canarias, Ascensión, Santa
Elena y Tristán de Acuña?
—Pues si es verdad como usted dice que el fondo del océano experimenta
grandes modificaciones y se agita, habría que creer a los escritores de la
antigüedad lo de la desaparición de la Atlántida.
—Una isla inmensa, tan grande, según los antiguos, como la Libia y el
Asia menor, juntas, que se extendía más allá de las columnas de Hércules,
o sea del Estrecho de Gibraltar, y que otras islas más pequeñas acercaban
a un continente. Todos los escritores antiguos hablan de ella, lo cual hace
suponer que existió en efecto o que existe aún.
103
—Se lo diré a usted luego. Homero en su Odisea, la cita; Hesiodo habla de
ella en su Teogonia; Eurípides en sus dramas; Solón en la gran epopeya
ideada por él; Platón, Estrabón y Plinio, también le dedican atención.
—Se han dado distintas explicaciones del fenómeno. Unos creen que a
consecuencia de un terremoto tremendo; otros, y entre ellos Bory de Saint
Vincent y Mantelle, dos sabios eminentes, opinan quo se hundió al
desaguar en el océano un extenso lago salado de África, tal vez el del
Sahara, pues este desierto parece ser el lecho de un mar antiguo. Por mi
parte pienso de muy distinto modo, y creo que la Atlántida existe todavía.
—Pero ¿dónde?
—Pero…
104
—Las innumerables islas del Océano Pacífico.
—¿Y luego?
—Eso vale tanto como decir que los antiguos conocían la redondez de la
tierra.
105
XIV. LAS CALMAS TROPICALES
Los rayos del sol invadieron de pronto el espacio a las cinco de la mañana,
iluminando el océano hasta los extremos confines del horizonte. Casi al
mismo tiempo el viento fuerte que impulsaba al aerostato hacia el este,
disminuyó poco a poco y pareció que la corriente se hubiera desviado o
interrumpido, como si tropezara con algún obstáculo.
¿La repelían los vientos alisios que soplan de levante a poniente, naciendo
en las costas de la Península Ibérica y terminando en la América central?
Así, al menos, lo suponía el ingeniero que había temido verse llevado muy
al sur por el huracán.
Lo cierto era que el calor aumentaba por momentos a medida que el sol
ascendía en el horizonte, lo cual era indicio seguro de que el aerostato se
acercaba a las ardientes regiones del trópico de Cáncer. A las nueve
señalaba el termómetro marcaba 32° Reaumur y amenazaba subir más
todavía.
106
A las diez estaba el globo casi inmóvil. Reinaba una calma absoluta sobre
el océano que, al cesar el viento, volvía a estar tranquilo y terso como una
inmensa placa azul.
107
rápidamente por las observaciones realizadas con el sextante, averiguó
que el Washington se hallaba a 17° 15’ de longitud oeste y a 24° 39’ de
latitud norte.
—No existe buque alguno que pueda cubrir esa distancia en tan poco
tiempo. Si siguiera soplando el viento en la misma dirección, ¿adonde nos
llevaría?
—Al este.
—No.
108
o poco menos varios días y tal vez durante algunas semanas y puede
decirse que nuestro aerostato tiene sus horas contadas y caería en pleno
océano.
—Sí, pero nuestras provisiones son muy limitadas, sobre todo el agua, que
empieza a disminuir rápidamente, evaporada por este calor tan intenso.
109
cuerdas-freno y con ellas los dos conos y el ancla de gancho.
—¿Cuánto avanzamos?
—Muchos y también son muchos los que se han estrellado al caer a tierra.
110
—Será muy larga la lista de los naufragios aéreos, ¿verdad?
—No tanto como pudiera creerse. Además, ha de saber usted que las
catástrofes se han debido siempre a imprudencias de los aeronautas. Se
calcula que se habrán realizado desde el descubrimiento de los globos
unas veinte mil ascensiones y el numero de desgracias ocurridas no pasa
de un centenar.
111
—¡Qué muerte más espantosa!
»El 6 de julio de 1819 fue una mujer la que cayó; la primera que se atrevió
a subir a las altas regiones de la atmósfera. Fue la señora Blanchard, que
se precipitó contra el tejado de una casa, en París, y quedó muerta.
—¡Pobre señora!
»En 1851 perdió la vida Tardini en el mar Báltico; luego Piaña pereció
ahogado por el gas en Roma; Pérez, discípulo de Godard, que subió en la
112
Habana y desapareció con globo y todo en el mar de las Antillas; Emma
Verdicr, víctima lanzada en un Montgolfier por una mano asesina; luego
Bruet, que subió en Burdeos el año 1874 colgado de un trapecio y por una
mala maniobra o por un vahído se estrelló contra el suelo.
»La última catástrofe que conozco es la del Zenith, el globo tripulado por
Croce-Spinelli, Silvel y Tissandier. Ya sabe usted que sólo se salvó éste
último.
113
porque el viento era desfavorable, pero se burlaron de él, le tacharon de
cobarde, y subió con dos compañeros: Andreoli y Grasetti, sin tomar
alimento, con la hiel en los labios y la desesperación en el alma.
Arrastrados al Adriático, pudo salvarlos milagrosamente un barco. El 21 de
septiembre de 1812, el mismo pueblo boloñés le obligó a apresurar la
ascensión, incendióse el globo y el desgraciado murió achicharrado en
vida.
—¿Murió ahogado?
—No sé lo que es. Allá lejos veo un punto negro, que me parece que está
inmóvil.
114
XV. EL BUQUE DE LOS MUERTOS
Allá al este, a mucha distancia, destacábase netamente sobre la superficie
tranquila del Atlántico un punto negro, que parecía inmóvil del todo. No
podía ser un ave ni una barca, porque a tal distancia ni una ni otra serían
perceptibles; tampoco podía ser un tiburón grande, porque no se hubiese
estado quieto; ni un barco, porque sobre él no se alzaba el más mínimo
penacho de humo, que se vería fácilmente, ni velamen de ninguna clase.
—No, O’Donnell; las ballenas no se alejan nunca de los mares fríos; pero
cachalotes los hay en todas partes, hasta en el mismísimo ecuador.
—¿Un velero?
115
—Lo habrá abandonado la tripulación…
—¡No es posible!
—Convénzase usted.
—Se hubieran llevado los botes también, que siempre valen más que una
almadía, que navega muy mal a la vela y que cualquier tormenta puede
destruir.
—Tal vez, pero ¿por qué había de dejar el buque salvador en sus
pescantes los botes que siempre tienen valor?
116
—Ya ve usted, pues, que es necesario llegar a ese buque.
Aquel barco, que debió estar armado como brick o bergantín, estaba
inclinado a babor. Parecía que su carga se hubiera corrido de repente,
acaso durante una tormenta.
No se veía a nadie sobre cubierta, pero sí, corriendo de popa a proa, una
sombra negra que no se podía distinguir bien.
117
—¿Qué animal será ese? —interrogó O’Donnell.
—De seguro.
A las cinco ya estaba el Washington a tres kilómetros nada más del barco.
El viento le llevaba hacía él, precisamente.
El perro, una fiera enorme, se lanzó furioso hacia el ancla, dando ladridos
amenazadores.
118
ese guardián. Nos va a morder en las piernas.
—¿Qué?
—¿No percibe usted las pestíferas emanaciones que salen del barco?
Así era. De aquel barco abandonado en el océano, sin palos, sin velas,
medio deshecho, presa fatal del primer huracán que se desencadenara,
salía un tufo de carne corrompida que apestaba el ambiente. Diríase que
llevaba un cargamento de cadáveres. ¿Qué siniestro cementerio flotante
era aquél?
—¿Y Simón?
—No se fíe usted, señor Kelly. Mire usted qué ojos y qué cara tiene.
119
El negro no respondió, ni abandonó su actitud. Parecía como si tratase de
adivinar la causa de aquellas emanaciones que ascendían a bocanadas
basta el globo.
—¿Cuál?
120
—Llevo un revólver.
—Me parece que sí, pero si intenta levantarse aprovecharé las dos
cápsulas que me quedan.
Miró hacia aquella sima y vio que estaba casi llena de barriles
amontonados confusamente y apoyados en las paredes. En medio de ellos
divisó el cadáver de un marinero en estado de completa putrefacción.
—No puede ser este solo el que despide tan pestíferas emanaciones
—murmuró.
Pasó a la popa y en la rueda del timón leyó estas palabras: Benito Juárez -
Veracruz.
121
con ansiedad.
—No he visto más que un marinero, pero temo que en la cámara de popa
haya otros más, pues se nota un olor insoportable.
Poco duró su ausencia. El ingeniero le vio salir de nuevo muy de prisa con
el cabello erizado, la cara descompuesta, pálido como un muerto, y
lanzarse hacia el ancla para desengancharla de un tirón de las jarcias que
la sujetaban.
122
—Pues que… yo… que nosotros… que hemos respirado… esos
miasmas… estamos perdidos… probablemente…
123
XVI. UN SALTO EN EL OCÉANO
Si el cólera y la peste son azotes terribles, la fiebre amarilla, esa epidemia
puramente americana, que no arraiga en los otros continentes; que puede
decirse que está limitada a los países comprendidos entre los trópicos, y
más especialmente a los situados junto al Océano Atlántico, ha adquirido
triste celebridad, no inferior a la de las otras dos epidemias que hacen
estragos en Asia y se corren a Europa algunas veces.
Es cosa extraña; parece que esta enfermedad reina a bordo en los viajes
transoceánicos y ataca más a los hombres de mar que a los terrestres.
Lo cierto es que los barcos que salen de América del Sur o del Centro,
especialmente de Méjico, durante la temporada de fiebre amarilla, llevan
casi siempre consigo los gérmenes, que no tardan en desarrollarse hasta
en medio del mar, a mil millas de la costa.
124
cárcel, pues los que van en el buque: tripulantes y pasajeros, no tienen
medio alguno de alejarse de los primeros atacados. Les es forzoso aspirar
aquel ambiente mortífero, tener ante sus ojos a los moribundos y esperar
el momento en que la epidemia ha de atacarlos.
—Más hubiera valido que nos llevase el viento cien millas hacia el sur
—dijo—. ¿Había muchos cadáveres, O’Donnell?
—¿Cuántos?
125
—Lo ignoro; no los conté porque me pareció que me acometía la fiebre y
que se me revolvía el estómago con los primeros síntomas del vomito.
¿Me dará, señor Kelly? Yo no temo a la muerte, pero lo sentiría por usted,
porque si se desarrollara la epidemia en esta barquilla moriríamos todos.
—¿Para qué?
—Para tener una temperatura más fresca. La fiebre no ataca más que en
los climas cálidos y desaparece en cuanto se aleja uno de ellos.
El negro abrió la boca como para decir una frase, pero permaneció mudo,
mirando a su amo con unos ojos que daban miedo.
126
—Se ha dado cuenta de todo —dijo el irlandés.
—¡Maldito pulpo…!
—Con los medios de que dispongo y que aun permanecen intactos, pues
sólo hemos gastado cien kilos de arena, calculo que la vida del Washington
puede prolongarse siete u ocho días aún.
—Sepa usted que las calmas de los trópicos duran semanas, a veces.
—¡Demontre!
127
—Y que nos amenaza otro peligro: la falta de agua. Durante el día de ayer
ha disminuido nuestra provisión veinticinco o treinta litros más.
El Washington, que había subido dos mil metros, avanzaba muy despacio
con rumbo a oriente, impulsado por un hilillo de aire que soplaba
irregularmente. De fijo no recorría más de siete u ocho millas por hora.
El aire se puso tan caliente que a los viajeros les parecía estar respirando
el que saliese de un horno gigantesco cuya puerta se acababa de abrir.
¡Cuánto había de disminuir aquella temperatura la provisión de agua, que
ya era reducidísima!
A las tres empezó a descender el globo lentamente. Fue una suerte que tal
ocurriera, pues a mil ochocientos metros del nivel del mar encontró una
corriente de aire más fresco que le impulsó hacia el este, a razón de doce
o trece millas horarias.
128
unos tres kilómetros del Washington y que al parecer se dirigía al sur,
impulsada por una corriente que venía del norte.
—Lo dudo. Además estamos lo menos cuatrocientos metros más altos que
ella.
129
fue necesario, pues al llegar la aeronave a doscientos metros sobre el
nivel del mar, recobró el equilibrio.
130
El loco dio un grito ronco.
O’Donnell echó a correr hacia él, pero ya era tarde. El pobre loco,
dominado quien sabe por que terror, se disponía a huir y puso un pie en el
vacío…
El irlandés gritó:
—¡Señor Kelly!
Luego, en tanto que el aerostato, libre del peso de Simón, ascendía, él, sin
preocuparse del peligro que iba a afrontar, se lanzó al mar en pos del
negro.
El ingeniero despertó sobresaltado; oyó los dos gritos; la caída de los dos
cuerpos al agua y nada más.
131
XVII. UN DRAMA ENTRE LAS OLAS
El acto valeroso pero irreflexivo del valiente irlandés, que debía ser
considerado como un rapto de locura, podía tener incalculables
consecuencias, tanto para aquellos hombres, como para el Washington y
comprometer la audaz travesía.
Miró hacia arriba y sólo vio las estrellas que brillaban en el obscuro fondo
del cielo. Del globo, ¡ni rastro!
—¡Simón! —gritó.
132
salvarle, y luego ¡suceda lo que Dios quiera!
Se dirigió hacia aquel sitio y llegó junto al negro, que se revolvía como el
diablo en una pila de agua bendita. ¿Subsistía en el loco el instinto de
conservación? Había que creerlo así, por lo menos, pues el infeliz luchaba
con el agua que estaba a punto de ahogarle.
—¡Por todos los demonios del infierno!… ¡Suelta esas manos! —gritó el
irlandés, procurando sustraerse a la terrible opresión—. ¿Quieres
ahogarme?
—¡Suelta esas garras, Simón! —rugió con voz ahogada—. ¡Suelta o…!
Interrumpió la frase una ola que le cubrió por completo, llenándole la boca
de agua salada y amarga. Hundióse, pero, haciendo un esfuerzo
desesperado, logró desprender las piernas y volver a la superficie
arrastrando consigo al loco, que no quería separarse de él.
133
Siguió apretando el negro y dando saltos desordenados para hundirle en el
agua. O’Donnell levantó la mano y dio un puñetazo en la cara a aquel
desdichado, pero inútilmente. Sus manos no le soltaban, antes al contrario,
le hundían cada vez más las uñas en el cuello.
—¿No quieres dejarme en paz, eh? Bueno, ¡pues vas a morir tú solo!
Bajaban hacia lo profundo, volvían a subir a flote, volteaban por entre las
aguas, se mordían, daban alaridos. O’Donnell, casi sin fuerzas ya, casi
asfixiado, sólo veía a su enemigo como al través de una niebla y se sentía
arrastrado a los misteriosos abismos del océano que se abrían bajo sus
pies.
A tres pasos de distancia vio surgir una forma negra, dar la vuelta sobre sí
misma y desaparecer luego. Dio un grito de horror: aquella forma negra
era un tronco humano que parecía cortado en su mitad por una guadaña
gigantesca.
Entonces se acordó del choque, de la rozadura y del grito oído entre las
aguas y lo comprendió todo: ¡un escualo había partido en dos al pobre
Simón!
134
teniendo ante los ojos el horrible fin del negro, creyó que iba a volverse
loco de terror.
El estampido de una detonación lejana que parecía venir del cielo, le sacó
de aquella inmovilidad, que poco a poco iba sumergiéndole en el mar.
Esperó unos instantes, dominado por terrible ansiedad, y al fin, allá al sur,
como a dos millas de distancia, vio brillar a gran altura una franja luminosa,
y oyó otra detonación lejana.
Bajó los ojos para examinar el mar que le rodeaba y le pareció distinguir
una cosa negra que se balanceaba entre la espuma de una ola.
135
forrados de tela gruesa y fuerte, que llevan los buques colgados de las
amuras para lanzárselos a los marineros o a los pasajeros que,
accidentalmente, se caen al mar. Pueden sostener cómodamente a una
persona, por mucho que pese, manteniéndola a flote, aun entre las olas
más grandes.
136
»¡Maldito pulpo! Suya es la culpa de todas nuestras desgracias y del
horrible fin de nuestro compañero.
Estuvo escuchando unos minutos, sin respirar siquiera, pero no volvió a oír
nada. Creyendo que se había engañado, volvió a emprender la marcha
hacia el sur, pues en tal dirección empezaba a divisar al Washington, que
parecía anclado, a poca distancia, sobre el océano.
137
—¿Llegaré vivo al Washington o perderé las piernas en el mar? —se
preguntaba y se volvía a preguntar a sí mismo con espantosa perplejidad.
Redobló sus esfuerzos y siguió avanzando, casi sin poder respirar, de puro
cansado. Aun no había recorrido cuatrocientos metros, cuando se detuvo
con el cabello erizado y la cara descompuesta por una angustia infinita. A
veinte pasos por delante de él acababa de ver un punto negruzco que
surgía entre las aguas y luego una aleta grande, que desapareció en el
acto.
Miró a derecha e izquierda y pudo ver una sombra grande que, al parecer,
se sumergía veinte o treinta metros más allá. La siguió con miradas de
espanto, mientras pudo divisarla, y luego volvió a subir a la superficie y se
agarró al salvavidas, que apenas se había movido.
O’Donnell se estuvo quieto unos cuantos minutos, con el oído atento y los
ojos bien abiertos, y al fin se decidió a reanudar su peligroso ejercicio. Se
daba cuenta de que su salvación dependía solamente de su rapidez, pues
el escualo no tardaría en verle.
138
Hizo un último y desesperado llamamiento a sus propias fuerzas y siguió
adelante con la mayor rapidez que le era posible, pero procurando al
mismo tiempo no hacer ruido.
—¡Animo, O’Donnell! —le gritó Kelly—. ¡Un esfuerzo más y está usted en
salvo!
—¿Acaso…?
139
XVIII. EL ASALTO DE LOS TIBURONES
AL oír que aquel grito, revelador de un terror profundo, brotaba de los
labios de un hombre como el ingeniero, que no se conmovía fácilmente,
comprendió O’Donnell al punto que le amenazaba un peligro muy grave.
Sus ojos redondos, con las pupilas azuladas y el iris de color verde oscuro,
estaban fijos en el náufrago que, en aquel, supremo instante, se sentía
como fascinado por el extraño fulgor de aquellas miradas.
Los tres monstruos, sin asustarse poco ni mucho de la sombra que los dos
globos proyectaban sobre el mar, ni de los gritos del ingeniero, seguían su
camino sin detenerse. El irlandés los oía tras de sí golpear furiosamente el
agua con sus colas, agitar sus largas aletas triangulares y lanzar roncos
suspiros que parecían truenos lejanos.
140
Por fortuna estaba allí el ingeniero para acudir en su ayuda.
Comprendiendo que O’Donnell iba a ser alcanzado antes de llegar a la
cuerda-freno, armóse con un fusil de tiro rápido, un Winchester de doce
tiros, y comenzó a disparar sobre los escualos.
141
No obstante, fue tan tremendo su impulso que llegaron a tropezar con el
extremo del hocico en el anclote, dándole un golpe tan fuerte que estuvo
en poco que no cayese O’Donnell al agua.
—Me parece que sí, pero no ahora. Estoy extenuado y tengo los miembros
encogidos.
142
Se ató bien para no caer aunque sufriese vértigos o le faltaran las fuerzas,
y luego bebió unos sorbos del fuerte licor.
—Me parece que voy cobrando ánimos —dijo poco después—. Voy a
tratar de reunirme con usted, señor Kelly.
El ingeniero, más pálido tal vez que O’Donnell, seguía con ansiedad y con
el corazón oprimido por la angustia, los movimientos del náufrago y
procuraba tener fija la cuerda, que el anclote balanceaba.
—¡Animo! —le decía con voz ahogada, en tanto que humedecían su frente
gruesas gotas de sudor.
Cuando el ingeniero le vio tan cerca, le cogió por debajo de los brazos y le
metió en la barquilla.
143
—¡Gracias! —dijo con voz que apenas se oía, el irlandés.
Casi en seguida abrió los ojos O’Donnell, dirigió una sonrisa al ingeniero, y
luego volvió a cerrarlos, pero no desmayado, sino dormido, profundamente
dormido.
—Descansa cuanto quieras —dijo Kelly, cubriéndole con una buena manta
de lana—. Algunas horas de sueño te repondrán por completo y te harán
mas provecho que cualquier cordial.
144
cúbico. El Washington, reforzado de esta manera se elevó rápidamente
hasta los dos mil quinientos metros, donde encontró una corriente más
rápida que le llevó hacia el nordeste.
—Dos o veinticuatro, lo mismo da. Lo cierto os que estoy muy bien, y que
tengo bastante apetito.
—Peor que eso: murió partido en dos por un tiburón. ¡Brrr! Cuando me
acuerdo de aquello, me estremezco de pies a cabeza, y se me eriza el
pelo.
—¡Pobre Simón!
145
—Estaba loco, pero loco furioso, y si me ve usted con vida ahora, a aquel
tiburón se lo debo. Fíjese, aun tengo en el cuello las señales de las uñas
de Simón.
—Ya se ha visto que su valeroso intento de salvarlo tenía que ser inútil.
Aunque no hubiera estado loco, Simón se habría abogado, porque no
sabía nadar.
—Me lo dice usted demasiado tarde, señor Kelly. Y ¿cómo se las arregló
usted para recogerme con tanta oportunidad?
—Subí a cinco mil metros, a pesar de que abrí las válvulas en eguida;
luego bajó muy despacio a tres kilómetros de distancia del sitio en que se
sumergieron usted y Simón…
146
—¡A la mesa, pues! —dijo O’Donnell—. Abramos una botella de vino
español y bebámosla a la salud de usted.
147
XIX. EL NAUFRAGO
A aquella altitud de tres mil metros parecía que el Washington había
encontrado una corriente favorable. En efecto, la velocidad que, horas
antes, era de diez o doce kilómetros por hora, aumentaba de minuto en
minuto, alejándole de la peligrosa zona de las calmas tropicales y
llevándole, no ya hacia las regiones cálidas del Ecuador, sino hacia más
frescos climas, puesto que había cambiado su rumbo.
—No aspiro a tanto, pero si el viento no deja de soplar con la misma fuerza
que ahora, mañana al anochecer o pasada mañana veremos las islas
Canarias.
—Sí.
—¡Borrachón!
148
—A unas mil cuatrocientas millas, en línea recta, pero ahora vamos
oblicuando y esto duplica el recorrido.
—¡Ya lo creo!
—Es decir, que la gloria de ser autor del primer globo pertenece a Cavalli y
no a los hermanos Montgolfier.
149
—Así y todo Blanchard aseguraba que lo había inventado y para
demostrarlo emprendió la travesía del Canal de la Mancha. Hombre de
mucha imaginación, dotó a su globo de una especie de paraguas y a la
barquilla de un timón y de remos que se movían mediante una palanca de
su invención, y realizó las primeras ascensiones, que, naturalmente, le
convencieron de la inutilidad de aquellos objetos. Aun así aseguró que
había obtenido éxitos brillantes, y el 7 de enero de 1735 ascendió otra vez,
desde la peña de Shakespeare, en la orilla inglesa de la Mancha, y en
compañía del doctor Henry, llevando una saca de correspondencia. Había
sustituido el paraguas una especie de ventilador y el hombre iba muy
confiado en realizar grandes maravillas.
»El viento les llevó hacia el Canal, pero por error de equilibrio, se vieron
obligados los aeronautas a tirar los diez sacos de arena que llevaban, los
víveres, la tapicería de seda de la barquilla, sus abrigos y el famoso
ventilador, los remos y el timón, cuya inutilidad les constaba. Tomaron
tierra en Calais, sólo con dejarse llevar por el viento.
150
Charles le advirtió que con su aerostato así constituido iba a hacer lo
mismo que haría un artillero que encendiese un hornillo dentro de un
almacén de pólvora; pero Pilátre no era hombre que se asustara
fácilmente y dijo que emprendería la travesía del Canal, saliendo de
Boulogne. Se elevó, en efecto, no apagó la lumbre que introducía aire
caliente en el globo y el hidrógeno, dilatadísimo, reventó la cubierta de
seda, incendiándose, y el desgraciado aeronauta y su compañero, como
ya le dije a usted, fueron a estrellarse en un bosque.
—Diga usted.
—¿Por qué?
151
—Siendo así, renuncio a mi proyecto, señor Kelly.
—Lo creo, tanto más cuanto que a los veinte mil metros moriría usted
helado y asfixiado, sin ver la luna ni un milímetro más grande.
En tanto que así discutían, llegó la noche, y con ella el descenso del
aerostato, que, al realizarlo rápidamente, se encontró con una corriente de
aire frío, a pesar de que no se había alejado de los ardientes parajes del
trópico.
A las nueve estaba ya a mil metros de altura nada más y no daba señales
de detenerse; a las diez sólo le separaban seiscientos metros del nivel del
agua.
152
nosotros? ¡No! Si hubiese pasado alguno, vería yo, al menos, sus luces de
situación y no se ve nada…
Púsose a escuchar con toda atención y oyó claramente una voz humana
que subía del océano.
—¡O’Donnell! —gritó.
—¡Escuche…!
Otra vez, algo así como un llamamiento desesperado llegó a sus oídos.
Venía del norte, al parecer, es decir, de la misma dirección que seguía el
globo.
—¿Será la voz del negro? Dicen que los que mueren en el océano
reaparecen.
—¡Chist…!
—¿Otra vez?
Al través de las tinieblas se oyó con toda claridad una voz argentina, de
niño casi, que gritaba:
—¡Help!… ¡Help…!
153
la mirada la sombría extensión del mar, esperando ver algo, pero la
oscuridad era demasiado densa.
—¿Quién es usted?
—¡Un náufrago!
—Sí.
—Estoy en un bote.
—Un muchacho.
—Nosotros le salvaremos.
—Gracias, caballero.
154
mucho para descender quinientos o seiscientos metros.
Cogió las dos cuerdas que pendían de los globos fusiformes y de un tirón
abrió las válvulas de escape. En seguida se oyeron en lo alto unos
estallidos leves y se esparció en torno a la aeronave un penetrante olor de
hidrógeno.
O’Donnell obedeció y luego echó al mar las anclas cónicas para aminorar
la rapidez del descenso y frenar el globo.
—Sí; me parece que distingo una raya negra que se muere sobre el
océano.
—Ya nos lo dirá él. ¿No oye usted el ruido de los remos?
155
agua.
Al cabo de media hora solo estaba a unos cincuenta metros del globo y en
ella se veía, una forma humana, de reducidas dimensiones que manejaba
los remos con mucha energía.
Luego dirigió una mirada a las cajas y a los barriles que se amontonaban
en la barquilla y dijo:
156
XX. LA ISLA MISTERIOSA
Aquel desconocido a quien acababan de encontrar solo y muriéndose de
sed en medio del inmenso océano, tendría unos quince años. Estaba
espantosamente flaco; era alto, para su edad, tenía el pelo rubio, los ojos
grandes y muy azules y las facciones enérgicas, pero alteradas por una
larga serie de sufrimientos.
—¿Tienes hambre?
—Mucha, señor. Hace tres semanas que vivo sin tomar más alimento que
una galleta cada veinticuatro horas y tengo el estómago vacío del todo,
hace tres días.
—¡Ya se adivina por lo flaco que estás, pobre muchacho! Por lo pronto
moja estas galletas en un vaso de vino: un hartazgo después de tan
prolongado ayuno podría sor funesto para ti.
157
—¡Que buenos son ustedes! No se parecen a los de la balsa…
—¿Se deshizo?
—No, señor.
—Sí; se fue a pique hace tres semanas, a mil trescientas millas de las islas
Canarias. Se llamaba La Florida y había zarpado de Baltimore con un
cargamento de chucherías, con rumbo a Sierra Leona.
»Una noche se abrió una grieta bajo la proa y el brick empezó a hacer
agua de tal modo que el trabajo de las bombas era ineficaz.
»Echamos los botes al mar, pero el calor había abierto sus junturas y se
hundieron todos menos el pequeñito en donde estaba yo hace poco.
Entonces mientras unos cuantos marineros trabajaban en las bombas, los
demás construyeron una balsa.
158
estuvimos muchos días parados bajo el sol que nos abrasaba. El agua se
nos acabó muy pronto; luego se nos acabaron las galletas y eso que se
repartían con la mayor parsimonia.
»—¡Hasta mañana!
—Yo había puesto aparte unas cuantas galletas y medio litro de agua y los
tenía escondidos en un hueco de la balsa, bajo el tablado de la cubierta, y
en vista de lo que pasaba, decidí escaparme sin pérdida de tiempo.
»Ya estaba resignado a morir cuando al abrir los ojos vi brillar en el aire
159
una luz y dibujarse junto a ella una forma humana…
—Era, yo, que había encendido una antorcha —dijo el ingeniero—. Debió
de sorprenderte mucho ver a un hombre, en el aire.
—Guárdala para ti, muchacho. Yo tengo bastante alegría con este viaje
que me ha permitido conocer a dos buenos amigos.
160
—Cuando yo la dejé había catorce marineros, pero temo que ya no estén
todos vivos. Habrán tenido que comerse a alguno.
La noche era muy obscura. Una capa de nubes que poco a poco habían
ido acumulándose en la profundidad de la bóveda celeste interceptaba por
completo la débil luz de los astros.
161
El Washington navegaba a razón de veinte kilómetros por hora, pero su
dirección no era fija. A veces cambiaba de pronto la corriente de aire y le
llevaba hacia el norte o hacia el este y hasta algunos momentos le
impulsaba al sur.
A las cuatro, cuando empezaba o dibujarse por oriente una faja de luz
blanca se desato sobre el océano una lluvia copiosísima. Los vapores
condesados durante la noche sobre aquella parte del Atlántico se disolvían
rápidamente.
O’Donnell, que seguía de guardia, notó muy pronto que bajaban hacia el
mar a gran velocidad. Al cabo de pocos minutos vio las olas a menos de
cuarenta brazas de distancia.
162
El viento soplaba allí arriba con bastante fuerza, siempre en la dirección
nordeste, con gran alegría del ingeniero que esperaba que volverían a
subir hacia Europa evitando la corriente de los vientos alisios que podían
rechazarles hacia el océano central.
—Si llegamos, que lo dudo, porque el viento nos lleva en otro sentido.
—Las islas son siete: Palma, Gran Canaria, Gomera, Tenerife, Lanzarote,
163
Hierro y Fuerteventura; además existen los islotes de los Lobos, Roque del
Este y del Oeste, Alegranza, Montaña y graciosa, pero parece que en otro
tiempo eran catorce.
—¿Desapareció la décimacuarta?
—Eso se dice.
—Sí y no.
164
»Ulmo volvió a marcharse a Canarias en busca de su isla, pero ésta había
desaparecido.
165
XXI. LAS CANARIAS
De permanecer soplando constantemente la corriente que ahora les
llevaba hacia el nor-nordeste, los aeronautas, al cabo de tantas aventuras
peligrosas como les habían sucedido en los pocos días que llevaban
vagando sobre el inmenso océano, aun podían esperar en que alcanzarían
las costas europeas, escapando a la influencia de los vientos alisios, la
gran corriente que baja a lo largo de las costas de África y tuerce luego
hacia las de América a la altura del trópico de Cáncer.
166
Esta operación, además de borrar las arrugas, contribuyó a acelerar la
marcha, pues al subir otra vez la aeronave a tres mil metros adquirió
mayor velocidad toda vez que la corriente era más fuerte a tan
considerable altura.
A las ocho, poco más o menos, una hora antes de que se pusiera el sol, el
ingeniero señaló la presencia de un grupo de islas que se destacaban
claramente sobre el cerúleo fondo del océano.
Aquellas islas eran las de Madera que tanta celebridad han adquirido por
la exquisitez de sus vinos, de fama universal. El grupo se compone de dos:
la de Madera, propiamente dicha, que tiene cincuenta y ocho kilómetros de
longitud por veintidós de anchura, y una población de 116 000 habitantes,
oriundos en su mayoría de Portugal, 25 000 de los cuales pueblan
Funchal, que es la capital, situada en la costa sur, y la de Porto Santo. Hay
otros islotes que son sencillamente arrecifes y se llaman islas Desiertas.
En aquel territorio se disfruta de una primavera eterna y son numerosos
los enfermos, tísicos sobre todo, que allí van en busca, si no de su
curación, de unos años más de vida. Aunque aquellas islas son de
formación volcánica, y en ellas escasea el agua, son bastante fértiles y,
además del vino, producen en abundancia, cebada, patatas y caña de
azúcar. Estos productos han sido abandonados poco a poco en vista de
que su cultivo es menos remunerador que el de la vid. También se crían
castañas, el árbol del cual se extrae la sangre de drago, y naranjas; en sus
costas hay abundante pesca, en particular sardina.
167
No necesitaban los aeronautas anteojo alguno para ver con toda claridad
las dos islas principales y los islotes, pues el ambiente era diáfano a más
no poder. Aunque las islas estaban aún a ochenta millas de distancia, el
ingeniero pudo indicar con la mano extendida a sus compañeros el monte
Ruino, que es el más elevado de la región.
—Allí, precisamente.
—En los años buenos dan esos viñedos unas cinco mil pipas o sea
2 685 000 litros. En 1852 estuvieron a punto de perder la cosecha
totalmente por la aparición del oidium tuckeri, pero lograron combatir a
tiempo la enfermedad. En 1873 hizo estragos allí la filoxera y comprometió
la cosecha, pero los cultivadores pusieron remedio al mal plantando vides
americanas.
—Eso debe ser y se dice que su fertilidad procede de un incendio que duró
siete años.
168
—¿Y a quién se le ocurrió plantar vides en la isla?
—No, pero…
—¿Cambia el viento?
169
—¿Qué sucede?
—Una cosa muy grave. Nos han sorprendido los vientos alisios y nos
vuelven al centro del Atlántico.
—¡Por vida de todos los demontres! ¡Cómo nos persigue la mala suerte!
—¿Y no podríamos pararnos echando las anclas, para esperar viento más
favorable?
170
—A estas alturas ya es imposible. Ni atando una a otra todas nuestras
cuerdas llegaríamos a tocar la superficie del agua. Más tarde, cuando se
condense el hidrógeno procuraremos detenernos.
—En eso confío, O’Donnell; si no en la superficie del mar, arriba, a tres mil,
a cuatro mil, a seis mil metros, o más todavía…
—¿Ahora? Sería una imprudencia perder más hidrógeno cuando tal vez el
viento nos lleva al través del Atlántico, en lugar de conducirnos con rumbo
a África. Necesito conservar todas las fuerzas del Washington, para buscar
en la altura nuevas corrientes.
171
atravesar el Atlántico, otra vez?
Por fin, a las diez, empezó a descender el aerostato, pero muy despacito.
Bajaba a razón de trescientos o trescientos cincuenta metros cada hora y
en cambio la velocidad del viento iba aumentando.
172
faro, del de Tenerife o de Hierro…
Los tres aeronautas que habían estado en vela hasta entonces y que se
morían de sueño, echáronse en sus respectivos colchones y se durmieron
profundamente, mecidos por la comente de los alisios.
173
XXII. LA BALSA DE LOS NAUFRAGOS
Llevaban ya dos horas durmiendo, cuando les despertaron de pronto unos
gritos penetrantes, varias detonaciones y unas sacudidas violentísimas
que agitaban la barquilla, derribando cajas y barriles. Sorprendidos y no
sabiendo a qué causa atribuir aquel vocerío, más intenso cada vez, y
aquellos tiros, se pusieron en pie y se asomaron a los bordes de la
barquilla.
A favor de las primeras luces del amanecer pudieron distinguir, por debajo
de ellos, una masa grande y obscura que aun no podía precisarse lo que
fuese, sobre la cual se movían como locas varias sombras humanas.
—¡Por todos los diablos del infierno! ¡Que nos morimos de hambre!
—¡Vaya! ¿Espera usted a que haya luz, señor pasajero del aire? —replicó
la misma voz de antes—. ¡Mi estómago no puede someterse a la
comodidad de usted, y los de mis compañeros tampoco!
174
—¡Es usted tan cortés como un oso, buen hombre!
—Nos importa muy poco que sean ustedes negros o blancos. Lo que hay
es que ya que les hemos encontrado tienen ustedes que darnos de comer.
¡No somos perros, señor viajero del aire!
—¡Pues yo le digo a usted que si sigue hablando en ese tono cortaré las
cuerdas y les dejaré sin una migaja de pan! —amenazó Kelly,
enérgicamente.
—¡Cállate esa boca, ave de mal agüero! —dijeron algunos—. ¡Abajo Mac
Canthy! ¡Apiádese usted de nosotros, señor aeronauta, que nos estamos
muriendo de hambre! ¡No nos abandone, por amor de Dios!
—Les prometo que les socorreré, pero suelten las cuerdas si no quieren
estropearme el globo.
—¡Eso sí que no! ¡Se escaparía usted! —rugieron los náufragos en tono
amenazador.
Iba llegando el amanecer muy de prisa, eclipsando unos tras otro a los
astros. Faltaban pocos minutos para que saliese el sol e inundara con sus
rayos el océano.
175
Constituíanla un amontonamiento de maderos, de vergas, de tablazón,
atado todo con cuerdas y con cadenas, con un tronco de mastelero
plantado en el centro y del cual pendía una vela desgarrada.
176
—La dejaremos deslizar por la cuerda de un ancla. Ayudadme.
Con la cara hacia arriba, fijas las miradas, no se les escapaba el menor
movimiento de los aeronautas.
—¡A ver si te meto una bala en los sesos, bandido! —replicó O’Donnell—.
¡El canalla lo serás tú!
—¡Sí, sí; abajo o dadnos agua! —vocearon furiosos los demás marineros.
—¡Al primero que toque el ancla le mato como a un perro! —dijo Kelly en
tono amenazador.
177
globo bajó unos cuantos metros.
Al ver que se escapaba y que caían las cuerdas, los náufragos gritaron
como locos furiosos. Los dos que tenían armas de fuego dispararon
después de apuntar.
—¡Baja, perro!
178
de la inutilidad de sus esfuerzos. El globo estaba más lejos cada vez;
desde el se oían apenas, como un vago rumor, sus gritos; luego dejaron
de oírse del todo; la balsa disminuyó de tamaño a la vista de los
aeronautas y por fin desapareció.
—¡Que el diablo se los lleve! Por su culpa nos encontramos ahora sin las
anclas, cosa que nos dará que sentir, de fijo.
—Señor Kelly —dijo con la voz alterada—. ¿No nota usted olor a gas?
—¡Cállese!
Kelly, que estaba menos intranquilo que el feniano, trepó por el mástil que
sostenía la barquilla y escuchó con la mayor atención. Así pudo oír hacia
lo alto unos crujidos…
179
alcance del globo, probablemente no hubiera impedido a O’Donnell que
contestase a los tiros de los náufragos, con los disparos de su Winchester.
—¡De ningún modo, señor O’Donnell! Eso es cuenta mía —le interrumpió
Walter.
—Se te puede escurrir una mano o un pie y puedes caerte al mar —razonó
el irlandés—. Déjame ir a mí.
Registró éste en una caja y sacó hilo de seda, agujas, y un bote que
180
contenía barniz muy espeso y muy pegajoso, con penetrante olor a resina.
Se lo entregó todo al muchacho y le dijo:
—No pierdas tiempo, querido. Cada minuto que pasa se nos lleva un
metro cúbico de hidrógeno.
Subió por las redes sobre aquel espantoso abismo abierto bajo sus pies.
De malla en malla llegó al borde inferior del huso de estribor y trepó por el
costado en busca de los agujeros abiertos por las balas.
—¿Puedes cerrarlos?
181
comprometiendo la estabilidad de la aeronave, que ya empezaba a
descender, inclinándose a estribor.
Por muy de prisa que cosía el mozo, no fue posible evitar que el
Washington se arrugara más cada vez, y apresurara su descenso, es decir
su precipitada caída. En cinco minutos bajó mil quinientos metros, y aun
no se detenía. El ingeniero, que veía acercarse el océano con alarmante
rapidez, abrió la válvula del primer cilindro e introdujo cuarenta metros
cúbicos en el huso que ya había sido reparado. El Washington se
enderezó, se contuvo el descenso, y hasta empezó a subir, despacio
primero y luego con bastante rapidez hasta que llegó a los 3200 metros.
182
En vez de contestar, el ingeniero dio un suspiro muy hondo.
183
XXIII. LOS ÚLTIMOS ESFUERZOS DEL
WASHINGTON
La situación de los aeronautas del Washington era más grave a cada
momento, y el éxito de la grandiosa travesía iba a frustrarse cuando ya
estaban casi a la vista de las costas del continente africano.
Sus días y tal vez hasta sus horas, estaban contados. Dentro de poco,
empleados la poca arena que les quedaba, y los pocos metros cúbicos de
hidrógeno que aun contenían los cilindros, caerían los aeronautas en
medio del inmenso Atlántico, para no volver a subir. Cierto era que aun
poseían la barquilla, pero con la paupérrima provisión de agua que tenían,
amenazábanles días muy tristes.
184
tienen entre todas una superficie de 4385 kilómetros cuadrados, y una
población de 70 000 habitantes, negros en su mayoría.
Las principales son Santiago, con Riveira por capital, que tiene unos
quinientos edificios: San Nicolás, Praya, con la ciudad de Porto Praya,
habitada por 1200 almas, Mayo, Fogo, Brava, Bonavista, Santa Lucía, San
Vicente y San Antonio. Las demás son sólo islotes casi inhabitables.
Los fenicios y los cartagineses las conocieron según parece con el nombre
de Gergades, pero las abandonaron y hasta 1462 no fueron descubiertas
por un genovés que estaba al servicio del rey Enrique de Portugal; el
navegante Antonio de Noli. Según otros, las descubrió en 1456 el
veneciano Albino Ca’de Mosto, también al servicio del gobierno portugués,
que en aquella época realizó numerosos descubrimientos en las costas de
África desembarcando en el Senegal en las desembocaduras de los ríos
Gambia y Eío Grande.
A las nueve, pudieron ver los aeronautas con toda claridad el monte Fogo
que se eleva a 2982 metros sobre la isla de su mismo nombre, y con el
auxilio de los anteojos divisaron varios puntos blanquecinos que se movían
sobre las olas del Atlántico y se dirigían hacia ellos.
185
que nos recogerían.
—¡Malditos náufragos! Bien caro nos han hecho pagar el auxilio que
recibieron de nosotros.
—Así es, O’Donnell, pero esas lamentaciones no tienen ningún fin práctico.
—¿Por qué?
186
borda de la barquilla e hizo un gesto de rabia—. ¡Miserables! ¡Aquellos
náufragos nos han arruinado!
—Supongo que no, pero de todas maneras el gas se escapa por las
costuras.
—Tiene usted razón, O’Donnell. Esa es una buena idea que no sé cómo
no se me ha ocurrido a mí. Vamos a hacerlo en seguida, porque estamos
ya muy cerca del agua.
Ayudado por sus amigos abrió el ingeniero las mangas de ambos globos
interiores y dejó que se saliese el aire, provocando una nueva caída de los
husos, para introducir luego en lugar de aquél, todo el hidrógeno que aun
poseía.
187
treinta metros del agua, dio un salto brusco y se elevó a dos mil quinientos.
Echaron al mar la bomba impelente que ya no tenía utilidad ninguna para
ellos y algunas cajas vacías y subieron quinientos metros más.
—Y hasta puede que asemos algo en ella. En África hay mucha caza.
188
El Washington continuaba entre tanto navegando hacia la costa con el
rumbo diagonal que aparentemente había de pasar por las inmediaciones
de Cabo Verde. Aunque el gas seguía escapándose por las costuras se
mantenía la aeronave a la altitud indicada gracias a los globos interiores.
—Sí; muchos. Los franceses tienen varias factorías en las islas de los
Elefantes, de los Hipopótamos, de los Pájaros y de Safo, y una
importantísima en Albreda. También las tienen los ingleses a lo largo del
río, y poseen una colonia, la de Bathurst, en la isla de Santa María.
—Me disgustaría caer en sus manos, señor Kelly. Ya sabe usted que me
persigue la policía.
189
claramente. Dentro de cinco minutos nos hallaremos sobre las islas del
estuario.
—Nada de eso.
—Digo que no ocurrirá eso, porque el viento ha dado un salto, como dicen
los marineros.
—No, señor Kelly —dijo O’Donnell con voz ahogada—; ¡nos lleva hacia el
sur!
190
XXIV. LA COSTA AFRICANA
El irlandés, que desde hacía unos minutos fijaba sus miradas en los dos
husos, estaba en lo cierto. La corriente que existía sobre la de los alisios,
en sentido transversal, había cambiado repentinamente de dirección y
soplaba hacia el sur. La proximidad de la cadena de montañas que surge
del interior de la Senegambia, y corre paralela a la costa, obligaba tal vez a
la corriente, al llegar a aquel sitio, a desviarse a lo largo de la playa.
También podía ocurrir que otra corriente que viniera del norte la hubiese
quebrado por ser más poderosa y más rápida. Fuese lo que quisiera, lo
indudable era que el Washington se veía alejado de aquellas costas, en el
preciso momento en que se disponía a descender en ellas.
—¿Tiramos lastre?
El aerostato pasó de los 3000 metros sin detenerse y luego de los 4000 y
191
de los 5000, y se paró cien metros más arriba.
Llevados los viajeros casi de golpe a aquellas altas regiones donde reina
el llamado mal de las montañas, cayeron al fondo de la barquilla con un
atontamiento general y con principio de asfixia. Sentían náuseas y
vértigos; tenían la cara congestionada, el vientre hinchado y sus sienes
latían apresuradamente, como si fuesen a estallar, en tanto que un frío
intenso entumecía sus miembros.
—¿Dónde estamos, señor Kelly? —dijo O’Donnell con débil voz—. ¿Nos
ha llevado el viento entre los hielos de la bahía de Hudson?
—Ninguna.
—Luego lo sabremos.
—Es el Gambia.
192
—Sí, una plancha de 1500 kilómetros de largo y 24 de ancho en la
desembocadura.
—¿Por qué?
—Estamos bajando.
193
—¡Bah! Un paseíto…
—Sí, O’Donnell. Si no encontramos más abajo una corriente que nos lleve
a tierra abriremos las válvulas para caer en el océano.
—Esperemos, pues.
La costa lejana, que según dijo Kelly no estaba a más de cuarenta millas,
se divisaba perfectamente desde aquella altura.
—Bajemos entonces.
194
—Mucho. Me urge escapar de aquí; tal vez entre esos barcos haya alguno
inglés de servicio en estas aguas, o algún crucero, que no le dejaría a
usted marchar.
—Lo creo, porque sé lo tenaces que son los ingleses. Estoy seguro de que
han dado órdenes severas para que seamos detenidos, en el caso de que
el globo descienda en alguno de sus territorios o a la vista de alguno de
sus buques. Usted debe saber que Inglaterra no perdona a los fenianos.
—Así es, señor Kelly, pero yo no consentiré que por salvarme a mí caiga
usted en medio del océano.
195
—¿Vendrán a auxiliarnos? —dijo O’Donnell.
—¿A auxiliarnos? —repitió el ingeniero con sorna—. ¡No! Ese barco nos
persigue para cogernos presos. ¡No me equivocaba!
—¡Eso es imposible!
—¿Por qué?
—En el mundo hay más de un globo. ¡Cuántos habrán subido desde que
salimos nosotros!
—Todo lo que usted quiera pero como mi Washington tiene una forma
especial, y sólo nosotros hemos intentado esta travesía…
—Ha sido un disparo con pólvora sola. ¿Sabe usted lo que quiere decir
para la gente de mar?
—Estaba escrito que había de caer otra vez en sus manos —comentó
O’Donnell resignado—. ¡Bien, que me cojan cuando quieran!
196
—Salvarle.
—¡Pero no ve usted que el globo sigue bajando, y el viento nos lleva con
una velocidad menor de diez millas! Dentro de unos minutos estará junto a
nosotros ese buque.
—Pero tenemos los barriles, los cilindros, las cajas, las armas, las
municiones y en último caso la barquilla. ¡No, señores ingleses, no nos
cogerán ustedes tan fácilmente!
197
No era posible equivocarse acerca de sus intenciones, después de
aquellos dos cañonazos sin bala. Indudablemente había sido avisada la
salida del Washington a todos los barcos de guerra ingleses surtos en los
puertos occidentales de Europa y de África. En todos ellos se sabía que el
feniano O’Donnell había huido en compañía del audaz aeronauta y todos
tenían, de fijo, orden de detenerlos antes de que aterrizaran en cualquier
nación.
Al ver aquel aerostato que venía del oeste, el comandante del buque debió
de sospechar que tenía que ser el Washington, único que podía venir del
mar, y se dispuso a darle caza, decidido tal vez a derribarlo a cañonazo
antes de que fuese a caer en algún bosque de la Senegambia, en territorio
francés, donde no podían entrar sus hombres sin provocar graves
complicaciones diplomáticas.
En aquel instante partió de la cubierta del crucero una voz tonante que dijo:
—¡Desciendan ustedes!
198
—¡Desciendan o disparamos! —repitió la voz.
—¿No le decía a usted, O’Donnell, que esos zorros se habían dado cuenta
de quiénes somos y de dónde venimos?
—Que bajen.
—Soy súbdito de los Estados Unidos, y no tengo que dar cuenta de mis
actos a los barcos del rey de Inglaterra.
—No le conozco.
—Soltadlo todo.
A esta orden ambos arrojaron al mar los cilindros, las cajas, los barriles,
las ropas de repuesto, los colchones, las mantas, todo cuanto había en la,
barquilla.
Del puente del barco subió un clamor furioso y luego se oyeron quince o
veinte tiros de fusil; pero el aerostato estaba ya fuera de su alcance.
Descargado de todo aquel peso, dio un salto enorme y llegó a tres mil
setecientos metros de altura.
199
—¡Buen viaje! —gritó el ingeniero irónicamente—. ¡Ya tiene usted que
correr si quiere alcanzarnos!
200
XXV. LA PERSECUCIÓN
Empezaba la caza del Washington. Los ingleses, furiosos al ver que se les
escapaba la presa que ya creían tener en su mano; al ver que en vez de
bajar ascendía velozmente, lanzaron tras el globo su buque a todo vapor.
201
—¿Y si nos persiguen por la selva?
Por fortuna los aeronautas habían logrado una ventaja de ocho millas
sobre el crucero y no podían alcanzarles las balas. Pero como aun
202
estaban distantes de la costa, echaron al mar las últimas cosas que les
quedaban; parte de las municiones, barómetros, termómetros,
cronómetros, los últimos víveres y la escasa provisión de agua. Sólo
conservaron el anclote, necesario para el descenso, una cuerda y las
armas, de las cuales no querían prescindir hasta el último instante.
—Lo ignoro. O’Donnell. Las islas de Bissagos son poco conocidas todavía.
—¡Malditos náufragos!
—Sí, allí está, echando humo como un volcán en erupción; pero no puede
con nosotros por poco que sople el viento.
Pronto llegó a oídos de los aeronautas el fragor de las olas. El océano sólo
203
estaba a seiscientos metros; pero las islas de Bissagos distaban unos
kilómetros nada más.
—Sí.
204
—¡Agarraos bien a las cuerdas! —ordenó el ingeniero.
La barquilla estaba sólo a unos metros del océano, cuyas olas, como
montañas, rugían siniestramente, como si estuvieran impacientes por
devorar la importante presa que les caía desde las altas regiones de la
atmósfera.
—Cortad las cuerdas y agarraos bien a las redes; así podremos salir a
flote, tal vez.
205
pequeña que navegaba a lo largo de la costa a tres o cuatro millas de
distancia.
—¿Llegará a tiempo?
—No, porque ya estamos cayendo otra vez, pero nos recogerá luego.
—No —contestó el ingeniero, que era el que estaba más alto de los tres.
206
—¿Tienes miedo, muchacho? —le dijo el ingeniero.
—No, señor.
El mar estaba alborotado; las olas del Atlántico, al estrellarse contra aquel
grupo de islas e islotes, y contra la costa africana, producían ese furioso
mar de fondo tan de temer hasta para las embarcaciones de los negros.
Pero el viento, al meterse por entre las arrugas, los empujaba hacia la isla.
De pronto, entre el rugir de las olas, resonó un grito. Casi al mismo tiempo
O’Donnell y el ingeniero se sintieron sacados del agua bruscamente y
arrastrados hacia lo alto.
207
El pobre rapaz, a quien las olas habían arrebatado del palo donde iba
sentado, apareció entre las espumas nadando vigorosamente e indicó con
una mano la playa que estaba a doscientos metros.
El Washington, aunque estaba casi vacío y calado por las olas, pudo
arrastrarse hasta llegar a los grandes bosques que cubrían la isla.
—¿Le encontraremos?
—¿En el bosque?
—¿Se ve el barquito?
208
XXVI. LAS ISLAS DE BISSAGOS
El archipiélago de las Bissagos forma un grupo considerable de islas
situado, no frente al Gambia, como generalmente aparece en los mapas,
sino entre la desembocadura de Río Grande y la costa de Sierra Leona, y
con más exactitud entre el cabo Rojo y la punta Verga.
Son cerca de veinte islas, más o menos grandes, y constituyen dos grupos
diferentes: el primero, compuesto de Gallinas, Arcas, Famosa, Canabae,
Charache, Geuthera, Cervele, Cavalla, Casegut y Cove, ésta en alta mar;
el segundo, formado por Brissas, Burlama, Jate, Bussi, Manterra y otros
cuantos islotes, se halla junto a la costa, de la cual sólo le separan los
brazos del río.
Se sabe que en ellas abundan los bosques y que sus habitantes son
belicosos y crueles, Bijugas, guerreros violentísimos, que se hicieron
dueños de las islas fluviales, persiguiendo y exterminando a los pacíficos
Biafres, que las habitaban.
Hace muchos años, en 1792, los franceses realizaron una tentativa para
instalar una colonia en la isla de Bularma, pero el proyecto fracasó a causa
del clima, que es muy malsano, y de la hostilidad de los negros, que aun
en la época actual desconfían mucho de los extranjeros. Todos los
navegantes que pretendían entablar relaciones comerciales con aquellos
isleños para encauzar la exportación del cacahuete, del caucho y de los
cocos, que abundan en aquella tierra, tuvieron que lamentar siempre la
doblez de aquellos negros traidores. Conocida es la tristísima aventura
ocurrida a la tripulación de un barco inglés, mandado por el capitán John
Renn, que naufragó en la costa en 1864. No se salvó ni uno solo: los
negros los exterminaron para apoderarse de los restos del naufragio.
Como se ve, los aeronautas del Washington iban, a caer en una isla muy
209
peligrosa; pero, por el momento, ni el ingeniero, ni O’Donnell se
preocupaban de ello. Les bastaba con tomar tierra y no ser empujados
hacia el Atlántico entre cuyas olas hubieran hallado irremediablemente la
muerte.
—No tenga usted miedo, O’Donnell —dijo el ingeniero—. Esas ramas nos
servirán de colchoneta.
—¡Cuidado con las ramas, O’Donnell! Procure usted no ser atravesado por
alguna de ellas.
210
—¿Bajamos, señor Kelly?
—No.
En vez de obedecerle, los negros sujetaron más fuertemente aún a los dos
náufragos del aire, dando formidables gritos y perreando como
orangutanes juguetones. Se reían, se daban golpes en el vientre, que
sonaba como un tambor, y hablaban sin cesar, repitiendo muy a menudo
la palabra tubaba.
—¡Tubaba! ¿Qué querrá decir eso? ¿Los entiende usted, señor Kelly?
—No, pero acaso alguno de ellos sepa francés, ya que estos negros
suelen tener tratos con los traficantes de Senegambia.
211
Al oír esto, un negro muy alto que llevaba al cuello una lata de sardinas de
Nantes, vacía, y en la cabeza una gorra deformada y desgarrada, que
debió pertenecer a algún oficial de Marina, contestó en el mismo idioma:
—Orango.
—Sí, se fue, después de soltar su primera piel —contestó Kelly sin dejar
de reírse—. ¿Adónde vamos ahora?
—A la tabanca de Umpán.
A una orden del negro, que parecía ser jefe del grupo, pusiéronse todos en
marcha, rodeando a los aeronautas, a quienes habían quitado las armas, y
llevándose los restos del globo, después de haberlo hecho pedazos.
Abriéndose paso por entre los espesos matorrales que cubrían el suelo y
dando vueltas y revueltas obligadas por los gigantescos troncos de los
baobabs, las palmeras y los mangles, que crecían a orillas de los
pantanos, llegaron al cabo de media hora a una aldea situada a poca
distancia del mar y formada por un centenar de chozas más o menos
grandes y de amplios edificios que parecían almacenes.
212
Al oír los gritos del grupo, salían de las casas multitud de negros que
llevaban ramas de árbol encendidas, y rodearon a los prisioneros, sin
manifestar por el momento propósitos de hostilidad.
—Allí —contestó éste, indicando con el dedo una cabaña grande circular,
protegida por una empalizada de bambúes y rodeada de un bosquecillo de
naranjos.
—Llévame a su presencia.
213
—Nada, por ahora —contestó el negrazo—. Mañana decidirá el gran
sacerdote lo que haya de hacerse con vosotros.
—Ten cuidado con lo que dices, hombre blanco. Acuérdate de que eres
extranjero y de que los Bijugas son muy poderosos.
En aquel momento se oyó una detonación hacia el lado del mar; parecía el
disparo de un cañón pequeño. El ingeniero y O’Donnell se volvieron a
mirar hacia allí, en tanto que los negros prorrumpían en penetrantes
alaridos, y a la pálida luz de la luna, que salía entonces, vieron, navegando
cerca de la isla, al cutter que había acudido en auxilio del Washington
cuando estaba a punto de caer al agua.
214
estrechando su mano.
—¿Es así cómo tratas a mis amigos? Tendré que resolverme a no volver
más a esta isla y a vender a otros mis cacahuetes y mi pólvora.
—Pregúntaselo.
Obedeciendo a una seña del rey se acercó un negro viejo que se había
apresurado a cubrirse con un trozo de tela del Washington, adornándolo
con rabos de mono, dientes humanos, conchas de tortuga y cuentas de
cristal Llevaba al cinto un cuchillo que parecía recién afilado.
215
las contorsiones de la inocente víctima. Si el gallo, al agitarse moribundo,
cae cerca de usted, es que los dioses permiten que se marche; si cae lejos
ya sería una cosa muy seria. Afortunadamente, conozco a ese zorro de
sacerdote y con un regalito haremos que todo ocurra a medida de nuestro
deseo.
—¿De veras?
—Podéis iros —añadió el rey con visible mal humor—. Estáis en libertad.
Me quedo con vuestras armas y con la piel del pájaro grande.
A una seña del rey abrieron calle los negros y los dos aeronautas, su
salvador, Walter y la escolta echaron a andar de prisa hacia el cutter y se
embarcaron.
216
El portugués que había recogido a los aeronautas era el señor Antao
Cabrera, propietario de una factoría situada en Monrovia, capital de la
República de Liberia, en la costa de Sierra Leona. Había terminado ya el
tráfico con los habitantes del archipiélago de Bissagos y se disponía a
regresar a la factoría con un cargamento de cacahuete.
Libre del peligro inmediato, el portugués tendió todas las velas, y cuarenta
y dos horas más tarde desembarcó a los aeronautas sanos y salvos en el
libre territorio de la República de Liberia, que está bajo la protección de los
Estados Unidos de América.
El telégrafo anunció desde allí a los pueblos del Viejo y del Nuevo Mundo
217
el gran acontecimiento, con toda clase de detalles, que produjeron honda
impresión por doquier. Su Majestad Británica, no menos conmovida que
los demás, por las arriesgadas aventuras ocurridas a aquellos audaces
aeronautas, los primeros que realizaban la gran travesía considerada
irrealizable, firmó el perdón de O’Donnell.
Tres semanas después, los amigos del ingeniero, que ya habían recibido
las noticias que les llevaron las palomas mensajeras, y ganado
considerables sumas, producto de sus apuestas, desembarcaban en
Monrovia de un transatlántico fletado ad-hoc y llevaban a su patria al
valeroso aeronauta y a sus dos compañeros.
218
Emilio Salgari
219
hispana su obra fue particularmente popular, por lo menos hasta las
décadas de 1970 y 1980.
220