Liberalismo
Liberalismo
Liberalismo
El sendero liberal
José Antonio Aguilar Rivera ( Ver todos sus artículos )
En una nueva entrega de la serie La construcción de México, José Antonio Aguilar Rivera
practica un vertiginoso acercamiento al mito fundador de este país, un credo de combate
que monopolizó el patriotismo y dos siglos más tarde ha terminado por obstaculizar nuestra
comprensión histórica
En una nueva entrega de la serie La construcción de México, José Antonio Aguilar Rivera
practica un vertiginoso acercamiento al mito fundador de este país, un credo de combate
que monopolizó el patriotismo y dos siglos más tarde ha terminado por obstaculizar
nuestra comprensión histórica
En México el liberalismo ha sido un mito fundacional lastrado por la historia patria. Según
el gran historiador del liberalismo, Charles Hale, esa mitificación obstaculiza la
comprensión histórica. En México, afirmaba, “ha habido una fuerte tendencia a hurgar en la
tradición liberal, a menudo fundida con la tradición revolucionaria, en busca de
antecedentes y justificaciones de las políticas actuales. También se suele emplear el mismo
pasado liberal para criticar las mismas políticas”.1 A diez años de la alternancia en la
presidencia es hora de quitarnos las anteojeras, desechar las caras conocidas del mito que
han distorsionado nuestro entendimiento. Las ideas sobre la libertad política y el
liberalismo no son patrimonio de ningún grupo o partido.
Por supuesto este tipo ideal es sólo una construcción teórica: ningún cartabón serviría como
una descripción perfecta. Aunque se pueden encontrar contraejemplos a cualquier
generalización, el prototipo de Holmes es útil para definir el liberalismo. Si partimos de
estas definiciones es posible encontrar no sólo liberalismo sino también liberales de
diferentes cepas en México.
Fundación
El primer liberalismo mexicano renegaba, en términos generales, del pasado. En los
trescientos años de dominio español no hallaba sino tiranía y atraso. José María Luis Mora
lo pone bien en México y sus revoluciones. Si al influjo perverso de la Inquisición “se
añaden los extravíos de las leyes y los de una administración despótica, no debe admirar
que los mexicanos tengan defectos, sino el que no sean una nación depravada: ningún
pueblo que ha estado sometido al doble despotismo civil y religioso por muchos años, ha
dejado de padecer notables extravíos en su moralidad”.
Las cosas mejoraron con la Independencia. En 1827 Mora escribió: “si en los tiempos de
Tácito era una felicidad rara la facultad de pensar como se quería y hablar como se
pensaba, en los nuestros sería una desgracia suma y un indicio poco favorable a nuestra
nación e institución, se tratase de poner límites a la libertad de pensar, hablar y escribir”.4
Mora es un icono del primer momento liberal, que podríamos ubicar entre 1812 y 1876.
Éste es un momento fundacional. Sin embargo, el liberalismo no nació con México, como
los artífices del mito han propuesto. En efecto, en los años cincuenta Jesús Reyes Heroles
escribió en el prólogo de El liberalismo mexicano: “el liberalismo nace con la nación y ésta
surge con él. Hay así una coincidencia de origen que hace que el liberalismo se estructure,
se forme, en el desenvolvimiento mismo de México, nutriéndose de sus problemas y
tomando características o modalidades peculiares del mismo desarrollo mexicano”.5 Sin
embargo, lo cierto es que el liberalismo precede a la nación. La mitología nacionalista
oscureció una de sus fuentes más claras. El liberalismo llegó a la Nueva España como una
corriente trasatlántica de pensamiento político. La crisis de la monarquía hispánica
producida por la ocupación napoleónica propició las condiciones para que tomara forma un
primer liberalismo hispánico que moldeó ideológicamente los procesos políticos durante los
primeros años del siglo XIX.6
El mito sitúa a los mexicanos insurgentes como héroes liberales en pugna con gachupines
realistas y absolutistas. Sin embargo, lo cierto es que muchos novohispanos que deseaban
mantenerse unidos a España bajo algún arreglo autonómico compartían las ideas liberales.
Más aún, ya desde los primeros recuentos de la Independencia, escritos por Lorenzo de
Zavala y Lucas Alamán, se aventuró una hipótesis que todavía debaten los historiadores: la
separación de la Nueva España fue una reacción conservadora a las reformas de corte
liberal impulsadas desde la Península. Según Roberto Breña, “el distanciamiento definitivo
de las elites novohispanas respecto al gobierno de la metrópoli se inició cuando se
empezaron a conocer en la Nueva España las disposiciones anticlericales que las Cortes de
Madrid preparaban y que finalmente aprobarían entre agosto y octubre de 1820”. Así, “el
malestar producido por estas medidas entre la minoría criolla sería capitalizado por Agustín
de Iturbide”.7 De forma similar, David Brading afirma que los líderes insurgentes
resultaban “poco familiarizados, más bien muy sospechosos de los principios liberales que
sirvieron para justificar la independencia en otros países de América”.8
Si el liberalismo fue coartado por la Independencia, consumada gracias a una “alianza entre
las fuerzas amenazadas por el reformismo español (la Iglesia, el ejército y la oligarquía)
para salvaguardar sus intereses”, es algo que se seguirá debatiendo.9 Lo que no está en
duda fue su objetivo primordial al comienzo del periodo nacional. Como afirma Hale, “el
meollo del liberalismo político mexicano durante la primera década de la independencia,
fue la formación de un sistema constitucional”.10 Esa meta sería una constante. Durante el
curso del siglo XIX los liberales intentaron una y otra vez sin éxito crear un sistema de
“equilibrio constitucional” que impediría caer en los extremos de anarquía y despotismo.
Los elementos de este sistema fueron “una separación de poderes efectiva, una
ambivalencia —si no es que abierta hostilidad— hacia la soberanía popular y un vínculo
entre los derechos individuales y los intereses de propietarios como la garantía de
estabilidad”.11
El liberalismo mexicano nació, de esta forma, marcado por una obsesión con las
constituciones y cierta pobreza filosófica. También hubo en el origen un consenso
metafísico. En efecto, los mexicanos comulgaron con la idea del catolicismo como rasgo
constitutivo de la nueva nación. Esa profesión puede apreciarse cabalmente en la primera
frase de la constitución federal de 1824: “En el nombre de Dios Todo Poderoso, autor y
supremo legislador de la sociedad”. Para los constituyentes la religión de la nación
mexicana “es y será perpetuamente la católica, apostólica y romana. La nación la protege
por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquier otra” (art. 3).
No es sino hasta la guerra con Estados Unidos que surgió una alternativa propiamente
conservadora. El Lucas Alamán que escribe el Examen imparcial de la administración de
Bustamante en 1831 está muy cerca de Mora y lejos aún de las posiciones abiertamente
conservadoras que defenderá quince años después. Entre 1821 y 1836 Alamán creyó en el
gobierno representativo, la división de poderes (que, según él, no había sido correctamente
interpretada por los constituyentes de 1824), una economía de libre empresa, y las
libertades ciudadanas.
El liberalismo mexicano tuvo, desde sus inicios, un ala democrática y otra aristocrática. El
ala más radical del liberalismo mexicano comenzó a percibir los privilegios del clero y el
ejército como un obstáculo a la modernización del país. Paradójicamente, la lucha por
liberar a México del régimen de privilegios corporativos de la Iglesia y el ejército podía
conducirse dentro del consenso teológico. Por ello, no fue sino hasta 1860 cuando, en
medio de la guerra civil, una ley estableció la libertad de cultos. El dilema de los primeros
reformadores, encabezados por Valentín Gómez Farías, era que el propósito de limitar al
Estado se volvió incompatible con el objetivo de utilizarlo para combatir los privilegios.
Como afirma Hale, “lo que había cambiado en 1830 eran las ideas en torno a la manera en
que se podía alcanzar el progreso liberal. Era la sociedad ejemplificada por estos vestigios
del pasado lo que ahora debía reformarse”.13
Aquí está la pulsión de reformar la sociedad para que acogiera los principios del
liberalismo. ¿Es esto contradictorio? Para Hale, los liberales intentaron llevar a cabo dos
propósitos encontrados: construir una autoridad política limitada al tiempo que luchaban
contra la estructura social tradicional. Había un conflicto entre un Estado fuerte para atacar
el privilegio corporativo y un Estado limitado para garantizar la libertad individual.14 Sin
embargo, me parece que ésa no es una característica exclusiva del liberalismo mexicano; es
más, podría no ser una contradicción en absoluto. La idea de que el liberalismo es una
teoría que únicamente constriñe el poder es cuestionable. Como ha señalado Stephen
Holmes, a lo largo de la historia el liberalismo ha tenido una dimensión positiva: ha creado
poder y Estados poderosos.15 Las instituciones liberales ayudan a incrementar la capacidad
del Estado para movilizar los recursos internos para fines colectivos.16 La correlación
positiva entre los derechos individuales y las capacidades estatales es un tema importante
en la historia del pensamiento liberal. El fortalecimiento de la autoridad estatal para
combatir a la Iglesia o a las corporaciones no es un rasgo anómalo, sino una parte
constitutiva del liberalismo en Occidente.
Para Hale, la apreciación ampliamente compartida de que las dos décadas posteriores a
1870 representaron el logro del liberalismo es un espejismo. Lo que aparecía como la
consecución del liberalismo “fue de hecho su transformación de una ideología en conflicto
con las instituciones y patrones sociales del orden colonial heredado en un mito unificador.
En comparación con la primera mitad del siglo que siguió a las independencias, los años
que siguieron a 1870 fueron de consenso político. Las doctrinas liberales clásicas basadas
en el individuo autónomo cedieron ante teorías que concebían al individuo como una parte
integral del organismo social, condicionado por el tiempo y lugar y siempre cambiante,
como la sociedad misma se transformaba”.19
Todos aquellos que albergaban aspiraciones políticas debían ser “liberales”; los del
Porfiriato se dividieron en dos subespecies, tan semejantes una de la otra como las
avestruces y los colibríes. Los liberales “puros” o “doctrinarios” propugnaban por el
respeto a la constitución de 1857 y a las Leyes de Reforma. A éstos se oponían los liberales
“conservadores” o “nuevos”, influidos por el positivismo y por la experiencia de las
repúblicas conservadoras de Francia y España en los 1870; asimismo, habían terminado por
oponer el orden a la libertad y en consecuencia veían con mayor simpatía el régimen de
Porfirio Díaz. En su perspectiva, México debía ir más allá de la negativa política
“metafísica” y revolucionaria característica de la mitad del siglo para formular un programa
en consonancia con una nueva era. La agenda de la “política científica” de hombres como
Justo Sierra fue la reforma constitucional dirigida a fortalecer al gobierno, la base tanto del
orden político como del progreso económico. Sin embargo, los “nuevos” liberales no eran
legitimadores del Porfiriato, pues criticaban diversos aspectos del régimen; pedían una
reforma integral de la constitución de 1857 para acercar el orden legal a la práctica política,
no para dejarle las manos libres a Díaz. Los liberales conservadores se opusieron a él
cuando, por ejemplo, promovieron la inmovilidad de los jueces de la Suprema Corte de
Justicia.
Sin embargo, en el siglo XX incluso este liberalismo conservador naufragó contra dos
grandes escollos, uno interno y otro externo. El primero fue la Revolución mexicana. El
mito dice que la Revolución fue la consecución del liberalismo decimonónico, interrumpido
por el porfirismo. En efecto, Reyes Heroles proponía que “para comprender la Revolución
mexicana, su constitucionalismo social, tenemos que considerar nuestra evolución
liberal”.20 La Revolución estaba preñada de liberalismo.
Sin embargo, lo cierto es que la Revolución mexicana constituyó una poderosa fuente de
inspiración antiliberal para el resto de América Latina. Como afirma Javier Garciadiego:
“resulta innecesario insistir en que ni la Constitución de 1917 ni el Estado mexicano
posrevolucionario pueden ser definidos como liberales. Difícilmente podrían serlo, como
que fueron resultado de una revolución antiliberal. En efecto, una vez derrotado el proyecto
maderista triunfó una revolución que tenía como sus principales objetivos la creación de un
Estado fuerte, interventor e ideologizado, así como la recreación de las comunidades y
corporaciones, a partir de las cuales se reestructuraría y ordenaría el país… el Estado
posrevolucionario mexicano es profundamente interventor en casi todos los ámbitos de la
vida pública: además de en lo económico, lo es en lo social y en lo cultural”.21 Esta
tradición estatista se complementa “con el menguado valor que se asigna al individuo […]
después de 1917, aproximadamente, México dejó de autodefinirse como un país liberal;
desde entonces somos, en términos de cultura política y conciencia histórica, un país
nacionalista revolucionario”. La Revolución mexicana constituyó una poderosa fuente de
inspiración antiliberal para el resto de América Latina.
El segundo escollo, en los años treinta, fue el florecimiento en todo el mundo de pujantes
ideologías antiliberales, como el fascismo, el comunismo y el nazismo. El liberalismo y las
democracias parlamentarias parecieron entonces obsoletos bártulos ideológicos en vías de
extinción. Mientras que en otros países partidos y movimientos fascistas o socialistas se
enfrentaban a gobiernos de corte liberal, en México había un Estado revolucionario que no
era socialista, fascista o liberal. En ese páramo hostil el liberalismo, como corriente
estructurada de pensamiento, prácticamente desapareció. Quedó relegado a los márgenes, a
los libros de historia. Sin embargo, en los extremos brotó un puñado de hongos solitarios.
Son breves y extemporáneos capítulos liberales. La fundación de la Escuela Libre de
Derecho encarnó la libertad de educación. Antonio Caso hizo una enjundiosa defensa de
libertad de cátedra y desde una posición humanista, que no liberal, defendió la dignidad de
las personas. De la misma manera que Caso defendió la libertad de cátedra, defendió otras
libertades y la democracia.22
Apropiación
Para los cincuenta el ambiente político e ideológico en México había cambiado
radicalmente. El triunfo de los aliados en la Segunda Guerra Mundial reivindicó a la
democracia liberal. Fue el fin de las “terceras vías”: a partir de entonces ya no habría
alternativa entre la democracia liberal y el socialismo. Las doctrinas antiliberales,
excepción hecha del marxismo, estaban en retirada. Carl Schmitt era enjuiciado en
Nuremberg y los fascismos locales habían perdido su atractivo. Las “débiles” y
“decadentes” democracias liberales habían finalmente prevalecido. En la Guerra Fría,
México se alió con el bloque occidental. La Revolución había perdido su atractivo radical.
Se vivía, después de la polarización social generada por las reformas del cardenismo (1934-
1940), un periodo de moderación y conciliación ideológica. El lema era “unidad nacional”.
Este ambiente era propicio para reelaboraciones ideológicas del pasado donde, para borrar
un pasado conflictivo, se restauraba un sentido de continuidad histórica capaz de reconciliar
a la nación. La mesa estaba puesta para que el liberalismo se convirtiera en ese factor de
consenso ideológico.
La Revolución, como utopía social y política, había dejado de existir. Para muchos, las
promesas de regeneración habían quedado incumplidas. Este agotamiento y desencanto
llevó a gente como el historiador Daniel Cosío Villegas a una búsqueda nostálgica de una
ideología y de un periodo ejemplares en la historia política de México que sirvieran como
un parámetro crítico. Después de varias décadas de olvido el liberalismo reapareció como
un programa útil para exhibir los desvíos y las traiciones de la Revolución hecha gobierno.
Al igual que los liberales “doctrinarios” durante el Porfiriato, Cosío Villegas pensaba que la
Revolución había sido incapaz de cumplir los anhelos de regeneración política y moral que
la nación había puesto en ella. ¿En qué periodo de la historia se podía hallar una vara que
sirviera para medir la situación actual? La vuelta al siglo XIX era ineludible: la etapa
idealizada, que serviría como punto de comparación para evaluar el presente, sería la
República Restaurada (1867-1876). Aquel había sido, según el historiador liberal, un
periodo de libertades, división de poderes, vigoroso debate y democracia política. La obra
magna de Cosío Villegas, La historia moderna de México (1955), fue el resultado de esa
búsqueda nostálgica. La constitución idealizada sería la de 1857. En la Constitución de
1857 y sus críticos (1957) Cosío hizo una vigorosa defensa del liberalismo constitucional.
Ante los “gigantes” de la Reforma palidecían los “cachorros” de la Revolución.
Estos dos “modos” de apropiación del liberalismo entraron en crisis hacia finales del siglo
XX. Por un lado, nuevas investigaciones históricas aparecidas en los setenta, como las de L.
Ballard Perry y Richard Sinkin demostraron que la mítica República Restaurada no era el
periodo ejemplar imaginado por Cosío Villegas. El fraude electoral y la continua
suspensión de garantías marcaron todo el periodo.23 Por el otro, la tesis de la continuidad
del liberalismo entró en crisis junto con el nacionalismo revolucionario. El punto
culminante de esa crisis ideológica ocurrió cuando el presidente Carlos Salinas (1988-1994)
intentó botar al mar la parte revolucionaria y reconstituir el elemento “liberal” de la
ideología del PRI. El resultado fue un breve periodo durante el cual el “liberalismo social”
reemplazó al nacionalismo revolucionario. Tal vez esa operación estiró demasiado la liga
de la ideología oficial de un régimen autoritario. Cuando se restauró al nacionalismo
revolucionario en su sitio, el liberalismo quedó en una especie de limbo. Los tecnócratas en
el poder eran firmes partidarios de la economía de libre mercado, pero el liberalismo —
como legado ideológico o filosofía política— les tenía sin cuidado.
Además de las dos vertientes conocidas de apropiación han pasado inadvertidos algunos
alegatos originales para el caso mexicano. Me refiero a la exótica voz de un abogado que en
este periodo propugnaba por una economía sin intervención estatal y que formuló un “Plan
para un partido liberal”: Gustavo R. Velasco.24 Este liberalismo, influido por la escuela
austríaca de economía tenía poco que ver con Reyes Heroles o Cosío Villegas.
Liberación
El descalabro del liberalismo social tuvo el peculiar efecto de “liberar” al liberalismo de la
camisa de fuerza impuesta por el mito. El término se había emancipado de la historia de
bronce. Dejó de ser un elemento de consenso y se convirtió en lo que era al principio: una
ideología de combate, que se enfrentaba a diversos enemigos. Como resultado de este
proceso muchos intelectuales y políticos finalmente se desmarcaron del liberalismo.
Algunos asumieron plenamente el legado antiliberal del nacionalismo revolucionario.
Otros, huérfanos del marxismo, siguieron atacando a la democracia liberal y la economía de
mercado desde las trincheras del multiculturalismo. A partir de entonces sólo un puñado de
intelectuales o políticos se asumieron como “liberales”. Las crisis económicas producidas
por los “responsables” tecnócratas y el fin del Consenso de Washington ayudaron a este
desenlace. En la contienda ideológica y política de la última década del siglo XX el
“neoliberalismo” se convirtió en uno de los blancos preferidos. Y un movimiento, que
apelaba al corazón de la historia antiliberal, catalizó la energía simbólica de México: el
zapatismo. En 1994 los rebeldes zapatistas pusieron en la discusión pública un programa
completo antiliberal, no sólo en las propuestas de cambio constitucional por las que
propugnaban sino en su visión de la historia del país y en los principios filosóficos que
abrazaban. El multiculturalismo se convirtió así en el principal adversario filosófico,
político y jurídico.
Una sociedad liberal implica una economía de libre mercado. Sin embargo, en América
Latina el mercado no ha caminado de la mano con las libertades políticas y la democracia.
Por un lado, el liberalismo en América Latina en el siglo XX ha significado poco más que
economía de mercado. En el mejor de los casos tomó la forma de una tecnocracia
empeñada en realizar reformas estructurales, en el peor, pinochetismo. La tradición liberal
en América Latina necesita recuperar la parte política de su legado. En el otro extremo está
la desconfianza visceral de amplios sectores de nuestras sociedades por todo lo que tenga
que ver con el mercado. La paradoja es que mientras no aceptemos al mercado no podemos
asignarle su justo papel en las sociedades liberales. Y un dato crítico se ignora: para que
haya economías de mercado sanas y vigorosas se requiere de Estados fuertes e
independientes de los intereses económicos. Un Estado fuerte pero limitado, capaz de hacer
cumplir los contratos, proteger los derechos de las personas, construir infraestructura y
proveer bienes públicos no sólo no es antitético a una economía liberal; es su precondición.
Es cierto, como sostenía Meyer hace quince años, que el liberalismo político se encuentra a
la defensiva. Pero ésa es una tradición viva. Al árbol liberal le han brotado nuevas ramas. Si
bien un gran número de intelectuales se ha distanciado críticamente del camino liberal, la
emancipación del mito nacionalista ha permitido que el liberalismo sea redescubierto y
apropiado por otros. Una corriente identificada primero con el poeta Octavio Paz y ahora
con el historiador Enrique Krauze y la revista Letras Libres ha abrazado desde los ochenta
muchas de las banderas liberales en México y el mundo. Incluso una parte de la
intelectualidad de izquierda ha encontrado un nuevo eje liberal. Carlos Monsiváis, por
ejemplo, halla inspiración en el legado literario y político del siglo XIX: “ni siquiera el
vértigo de las transformaciones incesantes vuelve por entero anacrónica la tradición radical,
sustentada en la escritura, la búsqueda del conocimiento, la tolerancia y el uso de las
libertades”.28 Ese legado estaba “oculto” por el imaginario mítico del liberalismo. Roger
Bartra ha abierto una fecunda senda de crítica liberal de izquierdas. De la misma forma, lo
mejor de la tradición liberal —una pulsión por la modernidad y la igualdad— ha sido
recuperado por Héctor Aguilar Camín en su visión retrospectiva del liberalismo: “No hay
que mirar muy lejos para identificar las cosas que deben liberalizarse en México. En
primerísimo lugar, hay que liberalizar el Estado. Un dilema del liberalismo es cómo
contener al Estado frente a las libertades de los ciudadanos y cómo fortalecerlo para que
garantice el piso común de derechos en que esas libertades descansan. El Estado liberal
debe ser suficientemente fuerte para obligar a todos a cumplir la ley y suficientemente débil
para no interferir con la libertad de nadie”.29 De forma similar, Jesús Silva-Herzog
Márquez y Sergio Sarmiento reviven la mejor tradición de la prensa crítica liberal.
José Antonio Aguilar Rivera. Profesor investigador del CIDE. Entre sus libros: El sonido
y la furia. La persuasión multicultural en México y Estados Unidos. Próximamente será
publicado por el FCE el libro La geometría y el mito. Un ensayo sobre la libertad y el
liberalismo.
Consultado en
http://www.nexos.com.mx/?P=leerarticulo&Article=73119