Berlin, A Vida o Muerte - Miguel Ezquerra PDF

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Miguel Ezquerra fue uno de los

muchos españoles, que, llevados


por su amor al Falangismo, a
España y tras haber sido testigos,
en muchos casos, de terribles
crímenes por parte del comunismo
en el seno de sus familias, optaron
por seguir a Serrano Súñer en su
histórica frase de «Rusia es
culpable». Tras ser licenciado en la
División Azul, Ezquerra pasó
clandestinamente a Alemania,
donde se enroló en las Waffen-SS,
de las que llegó a ser SS-
Obersturmbannführer (Teniente
Coronel). «Berlín, a vida o muerte»
es la historia, desesperada donde
las hubiere, de un grupo de
hombres, en su mayoría falangistas
españoles, que, al mando del autor
de este libro, Miguel Ezquerra,
lucharon en el Berlín de 1945 hasta
la caída del III Reich. Héroes
anónimos que impidieron durante
días y semanas el avance de las
tropas rusas que arrasaban y
asolaban, allí por donde pasaban, la
otrora Gran Europa o Reich de los
Mil Años. Con un valor que rayaba
la locura, con un amor como sólo lo
saben expresar los luchadores
natos y con una bandera de España
en el corazón, la Unidad Ezquerra
llegó hasta el búnker del Führer,
como aquí narra, y mantuvo sus
posiciones hasta el último hombre,
hasta el último cartucho. Firmada la
rendición de Berlín, a Miguel
Ezquerra le quedará la batalla más
dura: lograr volver vivo a su España
natal, atravesando Alemania y
Francia, completamente tomadas
por el enemigo.
Miguel Ezquerra

Berlín, a vida o
muerte
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Titivillus 10.07.16
Miguel Ezquerra, 1975
Retoque de cubierta: Titivillus

Editor digital: Titivillus


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PRÓLOGO
Tenía a punto mis notas para escribir
este prologuillo, cuando alguien me
advirtió:

—Si se te va a ocurrir hacer un


pequeño paralelo entre Miguel Ezquerra
y su lejano antepasado Alonso de
Contreras, abstente…
—¿Por qué?
—Porque eso mismo ya lo hizo
Víctor de la Serna en otra ocasión.

De modo que, una vez más, mi viejo


maestro y amigo Víctor de la Serna me
ha pisado el poncho, cosa, por supuesto,
que es natural.
En cualquier caso hay algo de común
en estos dos soldados de tan distinto
tiempo, y el nexo radica en la vocación
militar y en lo fabuloso. Según mi leal
saber y entender, a Miguel Ezquerra le
ha fallado el no encontrar en su camino
madrileño a un escritor del calibre de
Lope de Vega, como le ocurrió a
Contreras, que, con su sola amistad y
consejo, otorgaba grados de nobleza
literaria. Pero no le falla, y no puede
decirse que le sobre, porque, a mi modo
de ver, de eso siempre falta, lo fabuloso.
En los últimos días de Berlín, Miguel
Ezquerra, ya teniente coronel de las SS,
es llamado por Hitler a su búnker, donde
nuestro soldado le agradece la
distinción que le concede Hitler, a su
lógico parecer la suprema, pero la
rechaza, porque él es español hasta las
cachas y piensa en serlo hasta más allá
de la muerte. Y aquél té fuerte con
Goebbels y los generales leales y
aquella visión de Martin Bormann, que
inclina la cabeza ante el zumbido de las
balas, detalle que, aunque no subraye,
por el contexto se deduce que molesta a
Miguel Ezquerra, empeñado, con un
puñado de españoles, en la defensa
imposible de la Cancillería ante la
revancha roja.
Miguel Ezquerra mandó una unidad
de españoles dentro de la SS, unidad que
llevó su propio nombre, como sucedía
en los tiempos de los Tercios Viejos o
de los de Naciones, cuando los
coroneles apellidaban sus coronelías,
acaso porque de este modo la intimidad
militar adquiría unos caracteres
familiares ligados también a la antigua
fides iberica.
Por este relato seco, duro, óseo, no
circula ni una palabra de más. Todo está
dicho con una sequedad infinita, del
mismo modo que al dar un parte no se
intentan filigranas literarias. Así como
no existe un parte floreado, no existe la
menor floritura en el testimonio personal
de Miguel Ezquerra, cuya larga
peripecia combatiente asombrará al
curioso lector tanto como la capacidad
de síntesis de su primer capítulo, que
arranca el 18 de julio en Huesca y
termina después de seiscientas palabras
con singular laconismo: «Era teniente
provisional. Solicité mi licenciamiento
y, una vez concedido, reanudé mis tareas
de maestro nacional».
No hubiera dicho más aquel sujeto
romano con el que nos atosigaban en el
colegio, a la hora de dejar la espada y
ponerse a empuñar el arado para labrar
la tierra.
Éste es el libro de los que lucharon
por una Europa nueva, si es que Europa
existe, y fueron derrotados por el rulo
soviético, único vencedor de aquella
guerra que, si no ganaron del todo los
Estados Unidos, perdieron por completo
el fenecido Imperio Británico y sus
servidores continentales. Aquí no hay
culpa que purgar, ni reproche que hacer.
Aquí están los soldados de una ilusión
perdida batiéndose hasta el fin.
Miguel Ezquerra era uno de ellos y
mandó a un buen puñado de españoles
en este combate perdido. No hizo una
guerra mercenaria. Hizo una guerra de
voluntario. Y ahora nos da, en estas
páginas, una parte de su memoria.

Rafael García Serrano


LOS
PRECEDENTES:
En la Guerra de España
y en la División Azul
La ibérica Huesca es una de tantas
capitales de provincia, curtida entre
duras guerras e inevitables reconquistas.
Desde aquella lejana ocasión en la que
se mostró partidaria de Julio César en
sus luchas contra Pompeyo, ha visto
pasear por su amurallado recinto a
romanos, godos, árabes y cristianos.
Con la braveza acumulada durante
siglos, en las horas de dramática duda
de julio de 1936, optó por el alzamiento
militar. Y en consecuencia sufrió dos
años de constante asedio.
Todos los españoles recordamos
aquel mes de julio. Para mí, la imagen
que lo refleja es la de un grupo de
muchachos jóvenes, entre los dieciocho
y los veinticinco años, sentados en una
terraza del Café Universal. En una de
aquellas mesas que estaban en los arcos
de los porches, entonábamos una y otra
vez el «Cara al Sol». Mutilábamos
muchas de las estrofas, volvíamos a
repetir comenzado, pero nunca
lográbamos que nos saliera como debía
cantarse.
Allí estaban Perico y Moncho,
maestros nacionales, Fontana, contable,
Pintado, agricultor, Ena, comerciante, y
algunos más. Nunca dejaba de visitarnos
un guardia civil amigo. Aquélla era la
mesa de los «fascistas», una isla
rodeada de agua roja o derechista por
todas partes. Las mesas que nos
circundaban estaban ocupadas por
enemigos ideológicos, pero como sabían
que estábamos dispuestos a todo,
respetaban hasta nuestras sillas.
Así llegó el día en que se declaró el
estado de guerra. Era el sábado 18 de
julio. Los militares que pasaban por las
calles iban con la pistola al cinto.
Nuestro amigo el guardia civil nos
informó de que las tropas de África se
habían sublevado. El Gobierno Civil era
un hervidero de gente. A las últimas
horas de la tarde, las autoridades
locales se movían con rapidez. Todos
aquellos jefes y jefecillos de los
partidos políticos, que se creían
verdaderos napoleones, daban órdenes y
pedían armas.
Nosotros, como hacíamos todos los
días, nos sentamos en nuestra mesa. Las
de los marxistas no estaban tan
concurridas como en días anteriores.
Los pocos que había, cuchicheaban
con los que llegaban. Pronto nos dimos
cuenta de que aquello no era un juego.
Teníamos que estar prevenidos, y
ciertamente estábamos dispuestos a
todo. Es probable que aquel descaro nos
protegiera de ser apaleados.
Era ya tarde cuando mis camaradas
se retiraron. Con alguno de ellos me
dediqué a recorrer los bares. En todos,
las radios nos repetían una y otra vez,
con sus altavoces a gran potencia, los
continuos comunicados de Madrid. El
asunto estaba al rojo vivo. Serían las
dos de la madrugada, o quizás más
tarde, cuando me retiré a la pensión.
Era imposible dormir en calma
aquella noche. Cada minuto que
transcurría, sentía como se ahondaba
más y más el foso que nos separaría
durante tres años a los españoles. Nadie
sabía hacia dónde íbamos, pero los
desastres que habían jalonado los cinco
años de República la acusaban ante el
mundo de haber agravado los problemas
de nuestro país.
A primera hora de la mañana, el
guardia de asalto que vivía en la misma
pensión, fue el primero en avisarme de
que el Ejército había salido a las calles
de Huesca para declarar el estado de
guerra. Me vestí apresuradamente y
fuimos al Gobierno Militar. Al dar el
nombre del capitán Adrados, que
también militaba en Falange Española,
un centinela me acompañó hasta su
despacho. De allí pasé a otro, donde se
encontraban el capitán Miguel González
Ruiz, y dos camaradas que se me habían
adelantado. Tres fue por tanto el número
de mi licencia de uso de armas, que me
entregó el capitán con el sello del
Gobierno Militar. Muchas otras serían
entregadas en aquellas horas decisivas,
y las milicias marxistas, a pesar de sus
entrenamientos para la lucha callejera,
hubieron de capitular.
Aquel domingo 19 de julio de 1936,
como un español más de filas, comencé
mi campaña. Con la mochila repleta de
esperanzas, conocí los frentes de
Madrid, Aragón y Extremadura. Tres
años después, terminada la guerra, fui
destinado a Málaga con la compañía que
mandaba. Era teniente provisional.
Solicité mi licenciamiento y, una vez
concedido, reanudé mis tareas de
maestro nacional.
Al estallar la Segunda Guerra
Mundial, yo me encontraba en Madrid.
Decidido a ayudar personalmente a
quienes nos habían apoyado frente al
comunismo, me presenté en la Embajada
Alemana. Me dijeron que me lo
agradecían, y tomaron nota de mi
dirección por si algún día precisaban
mis servicios.
Por el ministerio de Asuntos
Exteriores fui destinado a Francia como
profesor de español. Mi escuela estaba
en Bayona. Aquel mismo año de 1940
fue batido el ejército francés por los
alemanes. Para salvar al país del
desastre, los franceses reclamaron los
servicios del mariscal Pétain, entonces
embajador en España.
Al año siguiente, el gobierno
alemán, decidido a poner fin a la
amenaza comunista, y creyendo que los
ingleses accederían a una paz honrosa,
inició la campaña del Este. Millones de
europeos marcharon como voluntarios a
aquél frente. También a mí, me llegaron
a Francia aquellas palabras
pronunciadas en un discurso por un
ministro español: «¡Rusia es culpable!».
No lo pensé ni pedí permiso a nadie.
Me puse en camino, pasé la frontera, y
sin pérdida de tiempo me presenté en
Madrid. Busqué a mis amigos, recurrí a
todos, pues quería incorporarme con mis
camaradas para seguir luchando contra
el enemigo de la civilización europea,
contra el comunismo. Pedí, supliqué,
recurrí a todos los procedimientos, pero
no hubo modo de conseguir un puesto en
las filas de la División Azul. Todo
estaba cubierto, sobraba gente. Siempre
estuve pendiente de que la Embajada
alemana tomara en consideración mi
ofrecimiento, pero no conseguí nada
hasta que más tarde se iniciaron los
relevos a finales de 1942. Al fin había
llegado mi hora, y conseguía lo que con
tanta ilusión había deseado siempre. No
tuve que pensarlo mucho, y me alisté
como soldado. Llegué a Logroño y no
me dejaron salir, pues había una orden
de que todos los que habían sido
oficiales provisionales debían partir con
el mismo grado. Al fin lo hice como
teniente, en el batallón en marcha que
mandaba el comandante Millán. Desde
aquel momento tuve por compañeros y
jefes a dos grandes capitanes, Ruiz
Molina y Carretero.
Estuve en la División Azul[1] hasta
el 7 de octubre de 1943, fecha en que la
unidad recibió la orden de volver a
España.
CAPÍTULO I
En mi patria, el ambiente me ahogaba.
No me gustaban muchas de las cosas que
veía a mi alrededor. Pero, por encima de
todo, me sentía asaltado por la añoranza
de mi época de combatiente en Rusia
con todas sus grandezas y todas sus
miserias, defendiendo la civilización
europea contra los embates de la estepa.
Cuando el agobio se me hizo
insoportable, acudí a la Embajada de
Alemania en Madrid, inquiriendo si
podría volver a formar parte del ejército
germano, caso de que regresara a
Alemania. La respuesta fue afirmativa…
a condición de que llegara a Alemania
por mis propios medios, ya que la
Embajada no podía proporcionarme
ninguna ayuda oficial.
A raíz de la retirada de la División
Azul del frente ruso, Hitler había
autorizado la creación de una unidad
formada por españoles que representara
a nuestra patria en la lucha contra el
comunismo. Pero el conde de Jordana,
que en aquella época era Ministro de
Asuntos Exteriores, había transmitido al
embajador alemán en Madrid las
órdenes concretas que había recibido
del Generalísimo Franco: la frontera
franco-española debía permanecer
cerrada para todos aquellos españoles
que quisieran cruzarla para alistarse en
el ejército alemán. Y el embajador
Dieckhoff respetó escrupulosamente la
voluntad del Gobierno español,
negándose a prestar cualquier clase de
ayuda a los que pretendan trasladarse a
Alemania.
Sin embargo, mi decisión era firme:
volvería a Alemania.
Me dirigí inmediatamente a la
estación del Norte para consultar el
horario de los trenes: aquella misma
noche salía un expreso Madrid-Irún. Era
el 2 de abril de 1944.
En un pueblecito de la provincia de
Sevilla quedaban mi mujer, recién
operada, y mis dos hijas de corta edad.
Ésta era la única nube que empañaba de
melancolía el cielo de mi emoción…
El viaje no fue cómodo. Todas las
plazas del compartimiento de tercera
estaban ocupadas, pero tuve la suerte de
poder acomodarme junto a una de las
ventanillas. Era de noche y no podía ver
el paisaje. Al cerrar los ojos me
acosaba el recuerdo de mi mujer y de
mis hijitas. La charla de mis
compañeros de viaje no me interesaba;
mejor dicho, no la oía. El monótono
traqueteo de las ruedas del tren parecía
traer a mis oídos, como un reproche
obsesionante, la voz de mi mujer,
llamándome: «¡Miguel!… ¡Miguel!…».
Poco a poco, mis compañeros de
compartimiento fueron quedándose
dormidos, en las posturas más absurdas.
Yo seguía sumido en mis pensamientos,
favorecidos ahora por el silencio y la
semipenumbra que me rodeaban.
Al amanecer llegamos a la estación
de Miranda de Ebro, donde nuestro tren
recogía a los viajeros procedentes de la
región gallega. Vi subir a un grupo de
jóvenes que, o mucho me equivocaba, o
tenían el mismo punto de destino que yo.
En efecto, poco después de que el tren
reanudara su marcha nos habíamos dado
a conocer y sabíamos cuáles eran
nuestros propósitos. Todos ellos eran
antiguos divisionarios, a excepción de
los dos más jóvenes, que pertenecían al
Frente de Juventudes.
Al llegar a Irún nos fraccionamos en
varios grupos, para no llamar la
atención de las autoridades, y fuimos a
parar todos al mismo alojamiento: la
Pensión España. Pasamos el día en Irún
buscando la solución al problema que
teníamos planteado: cruzar la frontera y
presentarnos a las autoridades alemanas.
Durante la cena discutimos lo que
nos convenía hacer para pasar a Francia
sin ser detenidos. Lo mismo que a la
llegada, nos fraccionamos en grupos de
dos, o a lo sumo tres, para no despertar
sospechas, y nos dedicamos a recorrer
en plan de paseo las proximidades de
los puestos fronterizos, estudiando los
lugares que ofrecían mejores
posibilidades para intentar el asalto. A
mí me acompañaba Pepe, un gallego que
en la División Azul había sido
condecorado con la Cruz de Hierro de
primera clase. Era un muchacho alegre,
simpático y decidido. No podía haber
escogido mejor camarada para el éxito
de nuestra empresa…
Mientras enfilábamos la carretera
que conduce al puente internacional, le
expliqué lo que pensaba hacer.
Debido al intenso calor, me había
quitado la chaqueta, colgándola sobre
mi hombro izquierdo y sujetándola con
la mano del mismo lado. Metida en el
cinturón, debajo de la camisa, llevaba
una pistola Llama del nueve largo. Nos
acercamos al centinela, un guardia civil
de fronteras. Me dirigí hacia él
sonriente, como si me dispusiera a
preguntarle algo… y cuando se quiso
dar cuenta le estaba apuntando con mi
pistola, al tiempo que le decía:
«¡Cuidado, amigo!». Cogido por
sorpresa, el centinela quedó como
petrificado, sin mover ni un solo
músculo.
—¡Salta, Pepe! —grité.
Mi compañero saltó la barrera y
echó a correr como alma que lleva el
diablo. Yo hice lo mismo, utilizando el
paso libre que cubría el centinela.
Cuando llegué al centro del puente
disparé tres veces al aire… pero al final
de mi carrera, del lado francés, vallado
con alambre de espino, los soldados
alemanes me esperaban apuntándome
con sus fusiles. Dejé caer la pistola al
suelo y levanté los brazos. Los soldados
me hicieron entrar en el edificio de la
Aduana, que se encontraba a la
izquierda del puente. Era de un solo
piso, con cuatro despachos. Allí, un
intérprete, que ya había hablado con
Pepe, me sometió a un breve
interrogatorio.
Poco después salíamos en dirección
a unos barracones montados en las
afueras de Hendaya.
Conocía ya aquellos barracones,
pues había pernoctado en ellos cuando
me incorporé a la División Azul. Me
impresionó el aspecto solitario y
semiabandonado de aquellas
instalaciones, en contraste con el
bullicio que había reinado en ellas
cuando estaban ocupadas por centenares
de voluntarios que se habían hecho eco
de la acusación lanzada por uno de los
miembros de nuestro gobierno: «¡Rusia
es culpable!».
Al enterarse de lo ocurrido, el jefe
de aquel campamento aceleró los
trámites y, media hora más tarde, en
compañía de Pepe, salía de allí en un
automóvil camino de San Juan de Luz y
Biarritz. En esta última población nos
alojaron en un chalet en el que había
otros dos españoles que habían cruzado
clandestinamente la frontera para ir a
trabajar a Alemania.
Habíamos puesto a las autoridades
alemanas en antecedentes de los
camaradas que habían quedado al otro
lado del puente. Nos pidieron nombres y
datos con el fin de enviar un enlace para
facilitarles el paso de la frontera.
Al día siguiente supimos que
solamente dos de nuestros camaradas de
viaje habían logrado cruzar el Bidasoa,
línea divisoria entre Francia y España.
Los otros habían dado con sus huesos en
la cárcel de San Sebastián.
Pasamos dos días en Biarritz. Uno
de los enlaces que prestaban servicio
entre Hendaya e Irún nos habló de la
irritación que había provocado nuestro
sistema de cruzar la frontera. Los
alemanes no le habían concedido
importancia al incidente, pero las
autoridades españolas se lo habían
tomado muy a pecho, exigiendo a las
germanas nuestra devolución. La policía
y la guardia civil, así como el coronel
Ortega, habían tomado cartas en el
asunto. Pero los cuatro que habíamos
logrado pasar emprendimos viaje rumbo
a Alemania.
Tomamos un rápido en dirección a
París; viajamos en primera, en un
compartimiento reservado para los
cuatro. Una vez en el tren respiramos
con alivio, ya que a pesar de que los
alemanes nos habían prometido no
devolvernos a España, siempre cabía la
posibilidad de que las cosas se
torciesen para nosotros. Cuando el tren
se puso en marcha, Pepe y yo
intercambiamos una significativa
mirada. Los comentarios quedaban
atrás…
En varias estaciones del trayecto, el
tren se detuvo para recoger a grupos de
franceses que iban a trabajar a
Alemania. Los embarques fueron
especialmente numerosos en Bayona y
en Burdeos. Antes de llegar a París,
recibimos la desagradable visita de la
aviación Aliada. El tren se detuvo, y la
mayoría de aquellos hombres saltaron
por las ventanillas y echaron a correr
campo a través, mientras las bengalas
que lanzaban los aviones iluminaban el
convoy de cabeza a cola. Recuerdo un
detalle, demostrativo de que en los
momentos trágicos no falta nunca la nota
cómica, o ridícula. Uno de los franceses
que se alejaba del tren a todo correr se
paró de repente, se dejó caer al suelo y
se tapó la cabeza con la maleta de
madera que no había soltado en ningún
momento…
Por fin llegamos a París y nos
presentamos en el puesto de control
alemán. Allí nos esperaba un sargento
que hablaba a la perfección el español y
que tenía orden de acompañarnos a
Versalles, concretamente al Cuartel de la
Reina, ubicado en el n.º 5 de la Rue
Carnot.
Una vez instalados, nos llamaron
para entregarnos diez días de haberes.
Tuve que separarme de mis compañeros,
porque había sido alojado en los cuartos
de oficiales. Esto significaba, entre otras
cosas, que gozaría de permiso para ir
adonde quisiera. Antes de salir, decidí
comprobar cómo estaban instalados mis
compañeros de viaje. Un sargento me
dijo que en aquel momento se
encontraban en la cantina del cuartel.
Me dirigí, pues, a la cantina.
Efectivamente, allí estaban mis
camaradas, pero descubrí con la natural
alegría que formaban parte de un grupo
de más de quince españoles, la mayoría
de ellos vizcaínos, de Bilbao: Zabala,
Cuenca, Chistu y otros. Todos habían
luchado en la División Azul y habían
pasado clandestinamente a Francia en
una barca que les había depositado en
San Juan de Luz.
Durante los días que permanecimos
en Versalles me dediqué a recorrer sus
jardines y palacios. Sólo permanecía en
el cuartel a las horas de comer y de
dormir. Mis camaradas, en cambio,
estaban acuartelados. Intercedí cerca del
comandante para que les fuese
concedido algún permiso y lo conseguí,
aunque con cuentagotas.
Nos avisaron con un día de
antelación de nuestro viaje a Alemania.
Un intérprete nos conduciría a nuestro
punto de destino, que en aquel momento
ignorábamos. El mismo intérprete me
entregó mi pasaporte y demás
documentos. Los pasaportes y la
documentación de mis camaradas los
llevaría aquel coordinador que debía
acompañarnos en nuestro viaje.
Durante más de 36 horas, sentado
junto a la ventanilla del vagón de
primera, mis ojos contemplaron, sin
verla, la campiña que desfilaba por
delante de ellos. Mis pensamientos
volaban muy lejos, hasta un pequeño
pueblo andaluz donde habían quedado
los seres para mí más queridos del
mundo. Para distraerme, efectué varias
visitas a los compartimientos en los que
viajaban mis compañeros de destino.
Los dos grupos que se habían unido en
Versalles seguían en franca y sincera
camaradería, compartiendo comida,
bebida, cigarrillos y canciones. Los
recios cantos vascos contrastaban con
los melódicos y sentimentales aires
galaicos. Todos iban a compartir el
mismo peligro, y era admirable ver
cómo compartían ahora sus modestas
pertenencias y su amistad. Pocas veces
más me sería dado contemplar un
espectáculo tan emocionante…
Nuestro viaje resultó bastante
cómodo. A pesar de las dos o tres
alarmas que anunciaban la proximidad
de la aviación Aliada, en ningún
momento tomaron como objetivo nuestro
convoy.
Al llegar a Königsberg nos
esperaban dos camiones que habían de
transportarnos a Stablatt, donde se
encontraba el campamento y la base de
instrucción.
El campamento, en el que había ya
más de 400 españoles, estaba al mando
de los capitanes Greffe y Tegert. En el
momento de nuestra llegada, la
formación acababa de romper filas.
Todos se lanzaron a la carrera para
saludarnos, con gestos y exclamaciones
propios de nuestro temperamento
meridional, que aumentaron en
intensidad y en expresividad cuando
algunos de los recién llegados fueron
reconocidos por otros que ya se
encontraban allí.
El alférez Pamter era el jefe de
instrucción. Así me lo hicieron saber los
capitanes Greffe y Tegert. Tendría que
ponerme a sus órdenes y comenzar de
nuevo a marcar el paso, encuadrado
como soldado en una de las compañías.
Allí se coció mi protesta y se manifestó
la rebeldía de mi temperamento
aragonés: disciplinado, pero digno. No
estaba dispuesto a tolerar ninguna broma
de mal gusto. Y ésta fue la causa de que
estallara la tormenta. Uno de aquellos
soldados, que se creyó con derecho a
hacerme blanco de sus soeces
cuchufletas, recibió como respuesta un
puñetazo en plena boca que le dejó
atontado y con los labios partidos, por
los que manaba la sangre en abundancia.
Cuando se recobró de la sorpresa y del
golpe, salió corriendo en busca del
alférez Pamter, mientras yo empuñaba
una barra de hierro que saqué de uno de
los camastros y con voz descompuesta
por la ira que me embargaba inquiría:
—¿Hay alguno más que piense como
ese mamarracho?
Empuñaba todavía la barra cuando
llegó el alférez Pamter con uno de los
intérpretes. No la solté: estaba dispuesto
a utilizarla contra cualquiera, hasta tal
punto me cegaba la cólera.
El alférez Pamter, a través del
intérprete, me preguntó:
—¿Qué ha pasado? Contesté:
—Ese mequetrefe ha querido
ponerme en ridículo, cosa que no le
consiento a él ni a nadie, mientras pueda
defenderme. Dígale al alférez que no
pertenezco a esta Unidad y que ahora
mismo me marcho.
El intérprete tradujo mis palabras.
El alférez Pamter habló rápidamente y el
intérprete repitió, como si fuera un disco
de gramófono:
—Dice el alférez que ha firmado
usted un compromiso y que está bajo la
jurisdicción de las leyes alemanas. En
consecuencia, será juzgado con arreglo
al código de justicia militar alemán, que
castiga la insubordinación con la pena
de muerte.
Aquellas palabras del alférez
terminaron de sacarme de mis casillas.
Fue tanta mi indignación, que repliqué
con un chorro de verdaderos insultos,
sin dejar de insistir en que no había
firmado ningún compromiso. Además,
desde que salí de Hendaya se me había
reconocido mi graduación de oficial, y
no podía estar a las órdenes de un
inferior. Y, para demostrarlo, le entregué
el pasaporte que con el grado de capitán
me habían extendido en la Comandancia
Militar de Versalles.
El alférez lo examinó y, sin
pronunciar una sola palabra, se marchó.
Mientras duró la discusión, el
silencio fue impresionante. Ni uno sólo
de los españoles que habían sido
testigos de la escena se había atrevido a
respirar. Cuando quedamos solos, todos
los que habían efectuado el viaje en mi
compañía se unieron a mis protestas y se
pusieron incondicionalmente de mi
parte. Bajamos al patio, en espera de la
decisión del alférez.
No había transcurrido una hora
cuando vimos llegar un automóvil que
ostentaba un banderín de mando. El
capitán Greffe se apeó del vehículo y
entró en su despacho. Inmediatamente,
uno de los intérpretes acudió en busca
mía y me llevó a su presencia.
Entré en la oficina y, pasándome por
alto el protocolo militar, me presenté
con un sonoro: «¡Buenos días!».
El capitán Greffe se dio cuenta de mi
estado de ánimo y me invitó a sentarme,
al tiempo que me ofrecía un cigarrillo.
Hizo salir al intérprete y, cuando nos
quedamos solos, me preguntó:
—Cuénteme lo que ha pasado, por
favor.
Con todo detalle, y ajustándose
estrictamente a la verdad, le expliqué
todo lo ocurrido. Me escuchó con la
mayor atención, y su reacción no pudo
ser más caballerosa.
—No debe extrañarle lo que ha
hecho el alférez Pamter —me dijo—. El
desconoce la idiosincrasia de los
españoles, está acostumbrado a la
disciplina prusiana, que carece de
elasticidad, y por ello ha procedido de
ese modo. Le ruego que no tome en
consideración este incidente, que
lamento muy de veras.
Por mi parte ya está olvidado —
contesté—, pero mantengo la decisión
de marcharme ahora mismo de aquí.
—Puede recoger sus cosas y vendrá
en mi coche a Königsberg, pero antes
debería hablar con sus camaradas para
que se queden, ya que usted va a formar
parte, con el grado de capitán, de la
Plana Mayor de Enlace.
De modo que, atendiendo a la
petición del capitán Greffe bajé al patio,
donde habían quedado mis camaradas,
dispuestos a abandonar aquel
campamento, hablé con ellos y, no sin
grandes esfuerzos, logré convencerles
de que debían quedarse. Todos
prometieron hacerlo. Por mi parte, les
aseguré que no tardaría en reunirme con
ellos.
Una vez en Königsberg, me fue
asignado un intérprete que me
acompañaría a comprar lo más
necesario, ya que mi único equipaje era
lo que llevaba puesto. Me dieron unos
vales para adquirir lo indispensable
para equiparme. El intérprete en
cuestión se llamaba Keller y conocía
Königsberg como la palma de su mano.
Ya en tiempos de la División Azul
servía de cicerone a los jefes y oficiales
españoles que visitaban aquella ciudad.
En el hotel donde se hospedaba la
Plana Mayor de la Unidad española en
formación me informaron de que en uno
de los edificios del hospital tenía aún su
oficina un capitán de Intendencia
español: el capitán Ochoa. Cuando fui a
verle ya estaba enterado de mi llegada y
de lo que me había ocurrido en el
campamento de Stablatt. Aquel militar
español, tan digno como señor, poseedor
de todas las virtudes castrenses, se
había quedado para hacer entrega de los
restos de la Intendencia y cumplía al pie
de la letra las órdenes recibidas. Me
contó que tenía muchos problemas con
los jefes de Intendencia del hospital, que
pretendían lanzarse en picado sobre los
víveres que quedaban en los depósitos
—especialmente sobre el café y el
coñac—, como los gavilanes se lanzan
sobre el indefenso gorrión. Pero Ochoa
los había mantenido a raya hasta
entonces, y haría la entrega sin mermas a
quien debiera.
—¡Son una banda de buitres! —me
dijo—. Pero estoy dispuesto a llegar con
mis quejas al Cuartel General del
Führer, si siguen presionándome. —Y
añadió—: Todavía llegan algunos
españoles despistados y les ayudo en lo
que puedo, con comida y bebida, que es
lo único que puedo darles.
Sin que le pidiera nada me regaló un
poco de café y unas botellas de coñac,
lo que le agradecí muy de veras.
Uno de aquellos días me encontré
con un español que había pertenecido a
la División Azul y que se había quedado
«despistado» en Alemania. Vivía con la
dueña de un comercio. Le conocí en el
café que los españoles habían bautizado
con el nombre de «Café de los
Cuernos», porque sus paredes estaban
adornadas con cabezas de ciervos.
Aquel español estaba cansado de la
clase de vida que llevaba y ardía en
deseos de regresar a España, pero le
retenía el miedo a lo que podía ocurrirle
por haber desertado de su unidad en el
momento de la repatriación.
Me invitó a ir a su casa aquella
noche; él llevaría a una amiga de su
amiga, y lo pasaríamos bien.
—Cenaremos en casa y pasaremos
una agradable velada.
La velada se prolongó hasta el
amanecer. Y creo que mis argumentos
convencieron a mi amigo, por cuanto
unos días después regresó a España.
Durante mi permanencia en
Königsberg, efectué dos visitas al
campamento de Stablatt. Fui con mi
uniforme alemán y mis hombreras de
capitán. El alférez Pamter me saludaba
con un taconazo tan sonoro como el
estampido de un cañón, y mis camaradas
daban muestras de satisfacción,
saludándome a su vez con cariño y
respeto.
Ya en mi primera visita capté algo
raro en el ambiente. El descontento era
general, y sólo el miedo retenía allí a
aquellos soldados, aburridos de su vida
cuartelera y cansados de una instrucción
cuya finalidad no acababan de
comprender. Muchos de ellos habían
luchado en la guerra de España, la
inmensa mayoría en la División Azul, y
lo que querían era actividad, «tomate»,
para decirlo con sus propias palabras.
El peor enemigo del soldado es el ocio.
En mi segunda visita me enteré de que
los vascos habían abandonado el
campamento aquel mismo día, para
ingresar en la organización Todt[2]. Me
quedé toda la tarde con mis camaradas
gallegos, aquel grupo que, como
verdaderos mosqueteros, seguía
manteniendo el lema: «Todos para uno y
uno para todos».
Cuando regresé al hotel era ya de
noche. En el vestíbulo me esperaba el
grupo de vascos, con los que repartí el
donativo del capitán Ochoa. Entregué el
coñac y el café a Zabala y a Chistu para
que lo compartieran con los demás;
posteriormente me enteré de que se lo
habían quedado todo ellos dos.
A la mañana siguiente, al amanecer,
resonaron unos golpes en la puerta de mi
habitación. Me levanté de un salto,
medio adormilado, abrí la puerta y me
encontré ante uno de los enlaces de
nuestra Plana Mayor. Me comunicó que
debía presentarme en la estación antes
de las nueve de la mañana, preparado
para salir hacia un punto de destino que
en aquel momento desconocía, y que
resultó ser Cauterets, un pueblecito
situado en pleno corazón de los Pirineos
franceses.
En la puerta principal de la estación
me esperaba Jorge, el enlace que me
había despertado unas horas antes. Me
acompañó a un vagón situado en una vía
muerta, ocupado ya por la mayoría de
los que habían de formar parte de la
expedición. El transporte y el suministro
estaban a cargo del teniente Stal, que
había estudiado el trayecto teniendo en
cuenta los menores detalles.
Cuando llegamos a Berlín eran
aproximadamente las doce de la noche.
Allí subió el capitán Tegert, que siguió
viaje con nosotros.
En la estación de Berlín la oscuridad
era absoluta. Las lámparas de mano
dirigían sus rayos luminosos al suelo. La
gente caminaba aprisa, abriéndose paso
a codazos y localizándose, los que
tenían necesidad de hacerlo, a base de
gritos, ya que el sentido de la vista no
servía para nada.
Tras una parada de dos horas,
nuestro vagón fue enganchado a un
convoy que se dirigía a Francia. Salimos
de Berlín a una marcha muy lenta,
extremando las precauciones, pero en
cuanto quedó atrás la capital del III
Reich todo volvió a la normalidad.
Todos queríamos dormir, pero ninguno
era capaz de hacerlo. Nos preocupaba la
posibilidad de ser víctimas de un ataque
de la aviación Aliada, muy activa en
aquellas fechas, y así nos pasamos la
noche en blanco. Al hacerse de día,
comimos unos bocadillos y la mayoría
de nosotros dormimos unas horas.
Tuvimos una suerte extraordinaria, ya
que era raro el tren alemán que en un
momento u otro no recibiera la visita de
los bombarderos anglo estadounidenses;
sin embargo, por increíble que parezca,
nos dejaron tranquilos durante todo el
viaje. Ni un solo aparato se interesó por
nosotros.
El teniente Stal lo había preparado
todo tan minuciosamente, que el viaje, al
no ser molestados por la aviación,
resultó casi perfecto en todos los
sentidos. Pudimos disfrutar del paisaje y
visitar todas las poblaciones francesas
en las que nuestro vagón tenía que ser
enganchado a otro tren. Llegamos a
Lourdes sin ninguna novedad digna de
mención. Desde allí, unos camiones nos
llevarían a Cauterets.
En Cauterets nos alojamos en el
Hotel Du Pare. El jefe del grupo era el
capitán Tegert, el cual tenía como
segundo al teniente Stal, organizador del
viaje. El resto era de lo más
heterogéneo. Todos alemanes, pero no
todos pensaban en la victoria. A los diez
días de estar instalados allí nos llegó un
diplomático que durante toda la guerra
había permanecido en la Embajada de
Alemania en Madrid, con ínfulas de
intelectual, que hacía buena la frase de
nuestro gran escritor, y también
diplomático, Agustín de Foxá: «Tenía un
hijo diplomático, y otro que también era
tonto». Tegert le dejaba hablar,
mirándole con aire conmiserativo. Le
habían asimilado a alférez-intérprete, y
se pasaba el día entero pegado al
capitán, pendiente de sus menores
deseos, con perruno servilismo. Michel,
teniente coordinador, era un hombre
obeso de trato muy agradable; había
recorrido todos los continentes y había
vivido mucho tiempo en América del
Sur. Keller, el alférez-intérprete, alto y
delgado, añoraba mucho la época que
pasó agregado a la División Azul.
Hablaba perfectamente el castellano, ya
que había trabajado varios años en
España como representante comercial.
Otros de los oficiales del grupo era el
teniente Hazel, exenlace entre el Mando
alemán y la División Azul. Guillermo
Foncaster había nacido en España y era
miembro de la Vieja Guardia de la
Falange. Pero tenía la doble
nacionalidad y estaba allí como
soldado-intérprete alemán. En España
era empleado de banca y trabajaba en el
«Banesto[3]».
Veinticuatro horas después de
nuestra llegada, el capitán Tegert
convocó una reunión de oficiales para
explicarnos el asunto que nos había
traído a aquel lugar.
—Nuestra misión aquí —dijo el
capitán Tegert— es la de facilitar el
paso a todos aquellos españoles que
voluntariamente quieran cruzar la
frontera para luchar con el ejército
alemán. Dado que lo único que podemos
hacer es recibirles en este lado de la
frontera y proporcionarles los medios de
incorporación a nuestro ejército, hemos
logrado que, en el lado español, algunos
oficiales que pertenecieron a la División
Azul realicen una labor de apoyo. De
modo que destacaremos a un
oficial-intérprete y a un soldado en
Hendaya, para los que crucen la frontera
por la zona de Guipúzcoa y Navarra.
Situaremos otro destacamento en Pau,
para los que crucen por la zona de los
Pirineos aragoneses, y un tercer
destacamento en Perpignan, para los que
lleguen por la zona catalana.
El personal salió inmediatamente
hacia los puntos indicados, y al cabo de
tres días el servicio funcionaba ya
maravillosamente. Todas las mañanas
recibíamos por radio las novedades
ocurridas durante la noche en los tres
destacamentos, y otra comunicación
nocturna nos informaba de las
novedades del día. Pasaron la frontera
varios cientos de voluntarios españoles.
No tardamos en conseguir medios de
transporte. El capitán Tegert requisó tres
automóviles, con los cuales
mantendríamos un contacto directo con
los tres grupos.
Unos días después el capitán Tegert
recibió la orden de presentarse
urgentemente al general que mandaba
aquella zona y que residía en Biarritz.
Me invitó a acompañarle, con dos
soldados de escolta. Realizamos el viaje
en un destartalado Citroën y los dos
soldados y yo nos quedamos en el coche
mientras Tegert subía a entrevistarse con
el general. La conversación fue
prolongada y, por lo que supe más tarde,
algo tempestuosa. Al cabo de dos horas
se presentó el capitán, sonriente, subió
al auto y le ordenó al conductor:
—A San Juan de Luz.
Por el camino me contó lo que el
general le había dicho:
—Está obsesionado con el maquis, y
quería que nosotros formásemos una
unidad con los españoles que pasan la
frontera para controlar la zona de Pau y
de Oloron, es decir, los Pirineos
centrales, donde se encuentran la
mayoría de los elementos que lucharon
en una de las Divisiones más famosas
del Ejército de la República, la 43.ª,
mandada por Antonio Beltrán, «El
Esquinazado», promotores y
mantenedores del maquis.
«Me he negado en redondo, ya que
la misión que nos ha encargado el Alto
Mando es completamente distinta. El
general está muy preocupado ya que,
según él, los únicos capaces de
proporcionarle quebraderos de cabeza
son los guerrilleros españoles».
Aquella vida tranquila, lejos de los
frentes de batalla, no estaba hecha para
mí. A medida que pasaban los días
crecían mi malestar y mi desasosiego.
Me sentía entre aquel grupo como
gallina en corral ajeno, y en uno de los
viajes que realicé con el capitán Tegert
se lo hice saber.
—¿No está usted contento entre
nosotros? —me preguntó Tegert.
—No se trata de eso, capitán —le
dije—. Pero quiero que comprenda mi
estado de ánimo al encontrarme tan
cerca de mi patria y recordar todos los
días y a todas horas a mis seres
queridos. Sé que estando en el frente las
preocupaciones toman otro rumbo, y que
los remordimientos que ahora me acosan
desaparecerían en gran parte.
—Me hago cargo de su situación y le
prometo hacer cuanto esté a mi alcance
para que le destinen al frente.
A primeros de junio nos llegó la
noticia de que los ingleses estaban
siendo bombardeados con las
Vergeltunsgwaffe (V1), una nueva arma
alemana, consistente en unos cohetes con
carga explosiva teledirigidos. Y el
reverso de la medalla: los Aliados
habían desembarcado en Normandía.
Entonces no conocía aún la
idiosincrasia del ejército inglés. Creía
en la propaganda, en lo que me habían
dicho sus enemigos, que estaba muy
lejos de la realidad. Cuando las
circunstancias hicieron que tuviera que
enfrentarme a unos combatientes de
aquella nacionalidad en las Ardenas,
cambié de opinión y pude apreciar la
bravura con que luchaban aquellas
fuerzas, avanzando con un desprecio
absoluto del peligro y defendiendo
palmo a palmo el terreno conquistado.
En los primeros momentos, pues,
creí que el desembarco había sido una
maniobra estratégica preparada por el
Alto Mando alemán para destruir en
tierra al enemigo. Los Aliados habían
caído cándidamente en la trampa que los
alemanes les habían tendido…
¡La realidad era muy distinta!
Poco después de mi conversación
con el capitán Tegert fui requerido con
toda urgencia para que me presentara en
San Juan de Luz, donde operaba una
sección de los servicios secretos
alemanes. El jefe de aquella sección,
alférez Keller, me presentó a otro
alemán que hablaba un castellano
perfecto. Se había casado en España y
tenía mujer y tres hijos que vivían en
Madrid. Una vez nos hubo presentado,
Keller nos dejó solos.
Nos sentamos en la arena de la
playa, una playa solitaria y libre de
bañistas, a pesar de que estábamos en
pleno verano. Los únicos grupos que se
veían eran de españoles que habían
cruzado clandestinamente la frontera
para incorporarse a las fuerzas que
seguían luchando contra el comunismo.
Recuerdo los nombres de Ramón Baillo,
Pons, Prieto, Pesquera… Había muchos
más, cuyos nombres he olvidado. Todos
eran voluntarios, compatriotas y unidos
por un mismo ideal. Pero, como buenos
españoles, en forma anárquica. Desde el
primer día que llegaron habían
empezado las intrigas y las
maledicencias.
Se presentaron a mí por grupos y
todos ellos me solicitaron el ingreso en
unos servicios de los que habían oído
hablar, pero que no conocían. Les
escuché y deduje que con ellos poco o
nada se podía hacer.
Pero no fue aquello lo que me quitó
el sueño, sino más bien la propuesta que
a mediados de junio me hizo Victor
Corttis, el alemán que Keller me había
presentado. Victor pertenecía al
Servicio Secreto del ejército alemán,
muy extenso y complejo. Me dio una
amplia explicación sobre aquel
Servicio, aunque sin decirme, desde
luego, dónde estaba ubicado ni a dónde
iría destinado caso de que aceptara
formar parte de él. Me concedió dos
días para que lo pensara. Recuerdo que
era sábado y que Victor me dijo que
pensaba pasar el fin de semana en
España, concretamente en San
Sebastián, donde le esperaban su mujer
y sus hijos, que habían llegado de
Madrid para pasar unas horas en su
compañía.
Aquella tarde me fui a Bayona y
pasé el domingo con algunos amigos. El
ambiente había cambiado de un modo
radical. Los refugiados españoles, y
algunos franceses, empezaban ya a
enseñar las orejas.
Había vivido las peripecias de
1940, cuando cedían hasta las aceras a
los soldados alemanes. Ahora, los
franceses caminaban moviendo
ostentosamente los brazos y abombando
el pecho. Esperaban la retirada de
aquellos soldados a los que tanto habían
reverenciado y con los que aún no se
atrevían, a pesar de ser mil contra uno.
Pero allí estaban también aquellos
españoles que habían sido arrancados
de los campos de concentración, donde
les habían tenido los franceses desde
que pasaron la frontera, hasta que
llegaron los soldados alemanes,
cortaron las alambradas y les
permitieron vivir libremente.
Cuando regresé a San Juan de Luz
salieron a mi encuentro Pesquera, Baillo
y Prieto. Habían tenido una bronca con
Pons, al que calificaban de cobarde,
miserable y judío, e incluso aseguraban
que lo era.
—Mal sistema si queréis luchar
juntos —les dije—. Yo no pertenezco ya
a la Unidad española, y mañana salgo
para formar parte de otro servicio.
Me acosaron a preguntas, pero su
curiosidad quedó insatisfecha, como es
natural.
Victor Corttis se presentó
puntualmente a la cita, en el mismo lugar
en el que habíamos celebrado nuestra
primera entrevista.
—¿Qué has decidido? —me
preguntó.
—Mi respuesta es afirmativa —
contesté. Victor me abrazó, con sincera
alegría.
—Me complace mucho que te
incorpores a nuestro servicio. Encajarás
fantásticamente, por tu manera de pensar
y de ser. No es nada fácil, pero creo que
tu «fichaje» ha sido una de las mejores
cosas que he realizado dentro del
servicio.
—Te agradezco el buen concepto
que tienes de mí, pero no quisiera que te
hicieras demasiadas ilusiones —dije.
—Sé el terreno que piso —
respondió Victor—. Prepara tus cosas.
A las dos sale un tren hacia Burdeos.
Allí te entregaremos toda la
documentación, y luego iremos a París.
Viajamos solos, en un
compartimiento de primera clase.
Durante todo el trayecto, Victor me
habló de España, de su familia, de la
guerra y del Servicio.
Victor era un hombre de carácter
abierto, agradable en su conversación,
simpático en su trato, impregnado de
nacionalsocialismo, y alemán por los
cuatro costados. Estaba dispuesto a los
mayores sacrificios por su patria y su
ideal. Todo en él respiraba grandeza y
lealtad.
Cuando llegamos a la estación de
Burdeos nos esperaba un coche del
Servicio. Nos dirigimos inmediatamente
a un chalet de las afueras, en el que
estaba instalado el puesto de mando.
Victor me presentó a sus camaradas.
Eran dos, un capitán y un teniente, que
hablaban perfectamente francés y tenían
algunos conocimientos de español.
—Tiene que recordar el nombre que
adoptará a partir de este momento:
Hauptmann[4] Kronos —me dijeron—.
Mientras pertenezca a este Servicio no
se le conocerá por otro nombre. Aquí
está la documentación completa. Hoy ya
es tarde, pero si quiere salir puede
hacerlo. Mañana visitará la ciudad con
Victor y mientras preparamos su viaje
puede salir y entrar cuando quiera.
Como ha podido ver, el centinela que
está en la puerta viste de paisano. Y el
jardinero pertenece también al Servicio.
Una vez esté todo en orden, saldrá hacia
París, donde se encuentran las escuelas
especiales.
Al día siguiente me desperté muy
temprano. Pero cuando bajé todos
estaban en el comedor, con el desayuno
preparado.
Después de desayunar me dijeron
que tenían que hacerme una ficha. Allí
mismo me sacaron unas fotografías y
contesté a sus preguntas. Cumplido este
trámite, me dieron libertad para que
recorriera la capital y me entregaron
unos miles de francos como anticipo.
Salí solo, y Victor me lo agradeció,
pues tenía que hacer algunas visitas
antes de salir con dirección a París.
También yo me había propuesto
efectuar una visita. Era temprano y
disponía de toda la mañana. Eché a
andar despacio hacia el convento donde
estaba el Padre Benito, un fraile
capuchino que hizo la guerra de España
como voluntario. Había nacido en
Burgos, en el seno de una familia
humilde. Sus tres hermanos eran también
capuchinos.
El Padre Benito era el típico hidalgo
español, que jamás empuñó la espada
para matar, salvo en defensa del alma.
Era un hombre sin tacha y sin miedo.
Vivía para los demás, adoraba su
ministerio y sus frases eran de perdón.
Trabajaba sin descanso, y allí donde
había una calamidad estaba el Padre
Benito para remediarla. Convencido de
su misión, pisaba fuerte y seguro en
todos los terrenos.
Tomé la dirección del convento,
mientras hacía trabajar mi imaginación
pensando en cuál sería mi nuevo destino.
De pronto, levanté la vista hacia el cielo
y vi sobre un edificio un mástil que
sostenía mi bandera. La miré con cariño
y, sin poder contenerme, grité en voz
alta: «¡Qué bonita es!». Allí estaba
nuestro Consulado. Aunque conocía al
canciller, pasé de largo, no sin
contemplar antes durante un buen rato la
enseña de la patria.
Continué mi camino por aquellas
calles casi desiertas, sobre las que tanto
se hacían sentir los efectos de la guerra,
castigadas ya por los aviones Aliados
con sus sistemáticos bombardeos.
En una de las zonas más altas de la
ciudad se divisaba desde lejos el
convento.
Desde el momento en que lo vi, y
aun sin proponérmelo, comencé a
caminar con más rapidez, como si
tuviera prisa por llegar.
Hice sonar la campanilla y un
Hermano me abrió la puerta.
—¿Qué desea?
—¿No me conoce?
—¡Oh, sí! Eres Miguel, el amigo del
Padre Benito. El Padre está en casa, en
seguida le aviso.
Poco después oí los inconfundibles
pasos del Padre Benito. Salí a su
encuentro.
Con los brazos abiertos y con cara
de satisfacción llegó hasta mi altura y
nos abrazamos.
—¿Qué te trae por aquí?
—Nada más que hacerte una visita y
almorzar juntos, si es posible.
—¡Claro que es posible! Vamos,
sube.
Y me condujo a la celda que le
servía de dormitorio.
Era de lo más humilde. Un camastro
con un colchón de borra y dos mantas,
dos sillas desvencijadas, y libros,
muchos libros, amontonados por todas
partes. Sobre una pequeña mesa un
crucifijo, unos paquetes de picadura,
unos libritos de papel de fumar y una
cachimba. Nos sentamos. Se cambió de
zapatos, tomó un paquete de tabaco y me
dijo:
—Vamos a donde quieras. Si lo
deseas, podemos hacerle una visita al
Padre jesuita que dirige la Casa de
España.
—Sí, vamos a verle.
Salimos del convento en dirección a
la Casa de España.
—¿Cómo ves la guerra? —me
preguntó súbitamente el Padre Benito.
—La cosa está muy confusa. Cada
día que pasa, los Aliados disponen de
más material y nosotros de menos. No
logramos contenerles en sus avances.
Sus movimientos son lentos,
ciertamente, pero no hay duda de que no
conseguimos parar ese paso de tortuga.
—¿No crees que los alemanes tienen
la guerra perdida? Yo opino que sí. Han
cometido muchos errores en las
naciones ocupadas. Sus campos de
concentración, su racismo, su ateísmo,
su soberbia de pueblo que se cree
superior les ha conducido a un fracaso
rotundo.
—¡Caramba! —exclamé—. Tú no
hablabas así durante el primer año de la
ocupación…
—En efecto, en aquellos momentos
creí ingenuamente que con ellos llegaría
la paz y la justicia social, pero fue un
simple espejismo. El mundo, no lo
dudes, seguirá en manos de los judíos,
que son los amos del dinero, y avanzará
en su sentido puramente materialista. El
comunismo y el capitalismo se
complementan. Y la Iglesia no hace nada
por remediarlo. Ya ves lo que pasa en
España, la mayor parte no sienten
ninguna incomodidad por lo que sucede.
Allí, que lo tienen todo en sus manos,
podrían llevar a cabo una labor social
sin precedentes… En fin, cuéntame,
¿dónde has estado estos tres últimos
años?
—En el frente de Leningrado, con la
División Azul, luego en España, y ahora,
como ves, con los alemanes.
—Bueno, Miguel, cuéntame hasta
donde puedas contarme.
—Sí, te puedo decir lo que sé, que
no es mucho. Me han reclamado para los
Servicios Especiales, pero todavía no sé
en qué consistirá mi tarea ni a dónde iré.
Hasta el último momento no conoceré en
detalle mi misión concreta.
Sin apenas darnos cuenta habíamos
llegado a la Casa de España, en la que
vivía el jesuita. Hicimos sonar el timbre
y salió un muchacho joven.
—Queremos ver al Padre…
—No sé si está en casa —nos dijo.
Mientras iba a enterarse, el Padre
Benito comentó con amargura:
—¿Te das cuenta de lo feo que es
enseñar a mentir a los muchachos? Así
no se pueden salvar almas.
Transcurrido un buen rato, el joven
volvió y nos hizo pasar a la sala de
visitas, donde había varias butacas y un
gran diván. Una nueva espera, hasta que
se presentó el jesuita.
Al vernos, se dirigió directamente
hacia mí.
—¡Hombre, usted por aquí!
—Sí, por aquí, y he venido a
visitarle.
—La verdad es que no esperaba su
visita.
—Pues aquí me tiene —le contesté.
Como no nos había invitado a
sentarnos, seguíamos de pie. Por fin, de
mala gana, nos rogó que tomásemos
asiento.
—Y, ¿qué quiere de mí? —inquirió.
—Nada particular —contesté—.
Sólo he venido por tener el placer de
saludarle. Mis palabras parecieron
hacerle reaccionar.
—Bien, bien…, ¿Quieren ustedes
tomar algo?
Y, sin darnos tiempo a contestar,
llamó al muchacho que nos había
recibido.
—Quiero que prueben un vino que
ayer me regalaron unos amigos que
llegaron de España. Yo le acompañaré
tomando un vaso.
Sirvió el vino, al que acompañaban
unos aperitivos, y como buen jesuita
empezó a preguntar con mucho tacto y
con segunda intención.
—¿Está usted en el ejército alemán?
—Sí, soy capitán del ejército.
Entonces cambió radicalmente su
actitud, en la seguridad de que podía
servirle para algo.
—Hace mucho tiempo que tengo
hechos unos pedidos a las autoridades
militares alemanas y no hay forma de
conseguir que me contesten. ¿No podría
facilitarme usted una entrevista con el
jefe de la Comandancia? Tengo la
seguridad de que, si hablara con él, me
concedería lo que pido, ya que se trata
de una petición justa.
—No puedo darle una respuesta en
este momento, pero mañana volveré
para decirle si es posible.
De nuevo en la calle, el Padre
Benito y yo entramos en el primer
restaurante que encontramos.
—Comeremos sopa —dijo el Padre
—. Yo no tengo vales…
—Déjelo de mi cuenta —contesté—.
Yo tengo los necesarios.
La verdad es que comimos y
bebimos muy a gusto, y hablamos de
todo un poco en una larga sobremesa.
Después, él se marchó al convento y yo
me dirigí al chalet que había de
servirme de residencia durante unos
días.
Cuando llegué me esperaba Victor.
Le saludé y le conté todo lo ocurrido. Le
hablé del jesuita y de su petición. En
aquel momento entraba el capitán y
Victor le trasladó la petición del jesuita.
El capitán nos autorizó para que a la
mañana siguiente acompañáramos al
religioso.
Al propio tiempo, me informó de
que toda mi documentación estaba ya en
regla.
—Desde este momento, dejas de
llamarte Miguel Ezquerra para ser el
capitán Kronos —me dijo—. Pasado
mañana te esperan en el Hotel Lutecia
de París. Tu compañero de viaje te
acompañará a la oficina del coronel
Boa, que es el jefe del Servicio, y de él
recibirás órdenes. Allí te darán cuanto
necesites y te explicarán hasta el último
detalle.
Era ya un poco tarde, pero seguimos
comentando los acontecimientos.
Hablamos de los bombardeos Aliados a
los nudos de comunicaciones de
Francia, fábricas, carreteras y
ferrocarriles. Ellos estaban
absolutamente seguros de la victoria
final, gracias al arma secreta que en el
momento oportuno emplearía Hitler.
Al día siguiente me levanté más
temprano que de costumbre, pero todos
ellos estaban ya en pie. Después de
desayunar, Victor me recordó que
teníamos que ir a ver al Padre jesuita
para solucionar su problema.
Victor tomó su automóvil y, sin
preguntarme nada, en un abrir y cerrar
de ojos nos encontramos delante de la
Casa de España. Nos apeamos del coche
y llamamos al timbre. Abrió la puerta el
mismo joven del día anterior, y nos hizo
pasar a la sala de espera.
Como ya había comentado con
Victor la primera visita, él, sin poder
contenerse, dijo:
—Aquí todo es mentira e
hipocresía… Son nuestros mayores
enemigos.
Apenas había terminado de hacer
aquel comentario cuando se presentó el
Padre jesuita, preparado para
acompañarnos. Tras las oportunas
presentaciones, salimos los tres hacia la
Comandancia.
Al llegar, nos hicieron pasar
inmediatamente al despacho del
coronel-jefe. Victor tomó la palabra,
pues durante el trayecto el Padre jesuita
le había explicado el asunto que deseaba
solucionar.
Cuando Victor terminó de hablar, el
coronel hizo acudir a un oficial y nos
rogó que tuviéramos la bondad de
esperar mientras buscaban el
expediente. Unos minutos después el
oficial depositó el legajo sobre la mesa
del coronel. Mientras el oficial hablaba
con el coronel, Victor, que había
permanecido sentado hablando con
nosotros, se acercó a ellos y tomó parte
en la conversación. Al cabo de unos
instantes nos hizo señas para que nos
aproximásemos y nos explicó lo que
había dicho el coronel.
—Mañana, a esta misma hora, el
coronel tendrá mucho gusto en recibirle
para entregarle, debidamente firmados,
los documentos que usted desea. De
modo que mañana quedará resuelto su
asunto.
Nos despedimos, y llevamos al
jesuita a su domicilio. Nos hizo pasar y
se deshizo en atenciones. Tomamos unas
copas de jerez y nos regaló unas
cajetillas de tabaco estadounidense. Al
despedirnos, Victor le dio un número de
teléfono pon si necesitaba algo de él. En
lo que a mí respecta todo fueron
promesas, asegurando que jamás
olvidaría el servicio que le había
prestado y diciendo que lo haría saber al
Cónsul, con el que le unía una gran
amistad.
—No se moleste, no es necesario
que el Cónsul sepa que estoy aquí. Creo
que todos los españoles estamos
obligados a ayudarnos unos a otros,
cuando nos encontramos fuera de nuestra
patria.
Cuando nos separamos del jesuita,
Victor, que conocía la ciudad palmo a
palmo, me llevó por todas partes,
explicándome las características y la
importancia de aquella hermosa ciudad
francesa, a orillas del Garona. A la hora
del almuerzo nos encaminamos hacia el
puerto y entramos en una de sus
numerosas tabernas. Allí conocía a una
serie de franceses indeseables,
confidentes de los servicios alemanes.
—Son unos indeseables, pero me
sirven —dijo Victor.
En un reservado nos sirvieron un
excelente almuerzo, rematado con un
excelente café-café y un no menos
excelente coñac-coñac francés. No
faltaron unos auténticos puros habanos.
En aquel tugurio tenían de todo. Cuando
llegamos a nuestra residencia ya había
anochecido.
No había amanecido aún cuando
unos golpes en la puerta de mi
habitación me hicieron saltar de la
cama. Al mismo tiempo oí una voz:
—Hauptmann Kronos, le esperan.
Me vestí rápidamente y salí
disparado. Delante del chalet esperaba
un automóvil. Victor me presentó a sus
ocupantes. Eran un teniente coronel, un
comandante y un sargento encargado de
conducir. Así salimos de Burdeos,
camino de París.
El día se presentaba despejado. En
otras circunstancias hubiera resultado
espléndido viajar bajo aquel cielo sin
nubes, pero en aquellos momentos era
peligroso, debido a las incursiones
aéreas enemigas. El tránsito por la
carretera general no tenía nada de fácil,
a causa de la vigilancia que sobre ella
ejercía la aviación Aliada y de los
movimientos de fuerzas con dirección a
Normandía. Los bosques de Las Landas
servían para camuflar a las divisiones
alemanas, ocultándolas a los aparatos de
reconocimiento que volaban día y noche
sobre todos los puntos de Francia.
Tomamos carreteras de segundo
orden y en muchas ocasiones incluso
caminos vecinales, viajando a
velocidades muy reducidas. El
conductor demostró en todo momento un
conocimiento impecable de aquel
laberinto de carreteras. Pero, dada la
urgencia que teníamos de llegar a París,
el teniente coronel dio la orden de
volver a la carretera general. Toda la
pista estaba llena de camiones,
automóviles y tanques. No era difícil
percatarse de que no eran solamente los
hombres que iban a cerrar el paso a los
ejércitos Aliados desembarcados en
Normandía, pues otros servicios se iban
acercando a la frontera alemana.
La marcha era lenta y las paradas se
sucedían con una frecuencia
desesperante. En muchas ocasiones nos
veíamos obligados a salimos de la
carretera para poder avanzar unos
kilómetros. El sol lucía en todo su
esplendor en un cielo completamente
limpio de nubes. Entonces empezaron a
brillar sobre el horizonte unos puntitos
metálicos. Se escucharon
ininterrumpidamente las sirenas de
alarma y las bocinas de los autos y
camiones.
Como por arte de magia, la carretera
quedó limpia, lo cual aprovechamos
para lanzar el coche a toda velocidad y
recuperar el tiempo perdido. Los
aviones se acercaban cada vez más y
daba la impresión de que se estaban
recreando en su marcha tranquila y
señorial. Los cazas picaban con
frecuencia y con graciosas piruetas
dibujaban las figuras más extravagantes
contra aquel cielo azul. En ocasiones
parecían rozar las copas de los árboles
en sus descensos para ametrallar.
Cuando los aviones estaban en nuestra
vertical, se despegaron dos cazas de la
formación.
¡Atención, vienen a por nosotros!
En efecto, sin que pudiésemos hacer
nada para evitarlo, nos dieron la
primera pasada. Sus disparos
proyectaron sobre nosotros piedras y
tierra. El automóvil continuó su marcha,
pero ellos volvieron. Por orden del
teniente coronel, el conductor situó el
coche debajo de unos árboles, fuera de
la carretera. Nos apeamos todos, para
buscar protección en unos pinos
cercanos, y allí nos tumbamos a la
espera de que aquellos cazadores se
olvidaran de la presa. Cuando vimos
que los aparatos se alejaban,
abandonamos nuestro refugio.
Encontramos el automóvil lleno de
orificios de bala. La carrocería parecía
un colador, aunque por fortuna ninguno
de los impactos había alcanzado al
motor ni al depósito de gasolina.
Continuamos nuestro viaje con
parones continuos, a causa de los
transportes militares que cerraban todos
los pasos y de las frecuentes visitas de
la aviación Aliada, dueña del cielo en
aquellos momentos. Viajamos toda la
noche, con no pocas dificultades, y al
amanecer llegábamos a los arrabales de
París. Entramos en el primer café que
encontramos abierto, pedimos de beber,
sacamos nuestros reglamentarios
bocadillos y tras dar buena cuenta de
ellos nos aseamos. Poco después
llegábamos por fin al Hotel Lutecia.
París. La torre Eiffel, el Museo del
Louvre, la plaza de la Concordia, la
Opera… La Ciudad de la Luz, con sus
famosos barrios Pigalle y Montmartre.
¡Oh, París! Ya lo conocía por visitas
anteriores, rápidas pero aleccionadoras.
Ahora estaba de nuevo en París, y me di
cuenta de la responsabilidad que había
contraído en cuanto pisé el vestíbulo del
Hotel Lutecia.
Aquel hotel era un verdadero
hormiguero. Jefes, oficiales y soldados
se movían con prisa, trasladando
papeles de un lugar a otro. Resultaba
difícil abrirse paso entre aquel enjambre
de uniformes. Pero finalmente logramos
llegar al segundo piso.
Hecha la presentación al oficial que
estaba en el antedespacho del
coronel-jefe de aquellos servicios, nos
hizo sentar mientras él iba a anunciar
nuestra llegada. Aún no habíamos
intercambiado una sola palabra cuando
el mismo oficial nos hizo pasar.
El coronel nos esperaba de pie.
Saludó con efusión a los dos jefes que
me acompañaban y pude deducir que a
los tres les unía, además del uniforme,
una entrañable amistad. Una vez
efectuada mi presentación al coronel nos
hizo sentar, al propio tiempo que él lo
hacía. Y sin más preámbulos fue
directamente al asunto.
—Hauptmann Kronos, estoy al
corriente de su elevado espíritu y de su
amor a la causa que defendemos, que no
es solamente la causa de Alemania, sino
la de Europa, y por tanto la de su patria,
España. Usted sabe que nuestro Führer
no regateó esfuerzos para que en España
no triunfara el comunismo. Por ello,
convencidos de su idealismo y lealtad,
hemos tomado la decisión de que sea
uno más en nuestro Servicio.
»La misión que le vamos a
encomendar —continuó— no es fácil. El
peligro es continuo, y muchos de los
nuestros entregan sus vidas sin que sus
méritos sean reconocidos públicamente,
en esta labor tan fructífera como oscura.
A cada uno de los nuestros le acecha la
muerte en todas partes… En el hotel, en
un café o en la calle están menos seguros
que si se encontraran en primera línea.
Nuestro Servicio lucha continuamente
con los del enemigo, que están como el
aire en todas partes. Por eso, capitán
Kronos, mientras permanezca en París
deberá desconfiar de todos y de todo, y
de un modo especial no hablar con
nadie: puede hacer una vida
completamente normal, pero sin olvidar
ni un solo instante que está de servicio
permanente, las veinticuatro horas del
día y de la noche. Puede vestir de
paisano, así se moverá con más
facilidad.
A continuación, el coronel llamó al
hombre que desde aquel momento había
de convertirse en mi sombra y le dijo:
—Acompañe al capitán Kronos al
hotel y facilítele todo lo que le haga
falta. Después de despedirme del
coronel, nos dirigimos directamente al
Hotel Westminster, situado en la Rue de
la Paix, donde tenía reservada una
habitación. Una vez allí, mi
acompañante me preguntó si necesitaba
dinero. Le dije que no, ya que aún tenía
el que me habían entregado en Burdeos.
Tras comprobar que quedaba
cómodamente instalado, mi acompañante
se despidió. Me despojé de toda ropa de
viaje y tomé un baño.
Salí a la calle y tomé la dirección de
la Plaza de la Concordia. París estaba
casi desierto. Los pocos automóviles
que circulaban estaban ocupados por
alemanes. Los franceses utilizaban los
servicios colectivos, Metro y autobuses,
y como medio de transporte individual
la bicicleta.
Entré en el primer restaurante que
me salió al paso. Disponía de una buena
cantidad de cupones. Comí
espléndidamente y saqué mi paquete de
cigarrillos estadounidenses. Aún no
había encendido el que tenía en la boca
cuando se acercaron algunos comensales
de las mesas contiguas rogándome que
les vendiese algunos, si me sobraban.
Como eran tres mujeres y un hombre, les
di un cigarrillo a cada uno. En
compensación, hicieron servir por su
cuenta unas copas de champán y
prolongamos la sobremesa hasta dar
cuenta del paquete de cigarrillos.
Escuché los comentarios de aquellos
franceses que, muy optimistas, veían ya
a los Aliados en París. Con ellos
llegaría Jauja, habría de todo y gozarían
de mucha libertad.
Regresé al hotel y me acosté, pese a
lo temprano de la hora. Pero el viaje
desde Burdeos, con sus dificultades y la
noche pasada en blanco, me habían
dejado literalmente molido. Dormí de un
tirón catorce horas. Que tal vez se
hubieran prolongado, de no haber
sonado unos golpes en la puerta de mi
habitación. Era uno de los camareros del
hotel, el cual me anunció que me estaban
esperando en la sala de recibir.
Sentado tranquilamente en uno de
aquellos cómodos sillones esperaba
Stammer, el hombre encargado de guiar
mis primeros pasos en el Servicio,
dispuesto a acompañarme al lugar donde
recibiría una sólida preparación sobre
radio, transmisión de morse, cifrados,
fabricación de explosivos, etc.
Salimos a la calle, tomamos el
Metro y después de hacer un transbordo
bajamos en la estación de Wagram.
Andamos un trecho hasta llegar a la casa
en la que funcionaban los servicios de
enseñanza. Era un piso que había
pertenecido a un escritor judío. Todo
estaba en perfecto orden. Stammer me
presentó a los que iban a ser mis
profesores. Sus nombres de guerra eran
Stal, Schmitt, Braun, etc.
Antes de empezar las clases, me
enseñaron el piso y una salida de
emergencia. Hicieron resaltar la
circunstancia de que tanto el despacho,
repleto de libros, como el comedor, con
grandes cantidades de plata y valiosos
cuadros, debía ser respetado para que
todo quedara igual que el día que ellos
entraron allí.
—¿Conoce la transmisión?
—Sí, pero menos de lo necesario.
—Entonces, empezaremos por el
cifrado. Aquí tiene un papel
cuadriculado. Debe elegir una frase que
tenga treinta y una letras, tantas como
días tienen los meses largos, y comenzar
a escribir en la cuadrícula
correspondiente al día de la fecha,
contando de izquierda a derecha. Hoy
estamos a 17. Escriba la frase
colocando una letra en cada cuadrícula,
de izquierda a derecha.
Así empezó mi aprendizaje.
Trabajaba todas las mañanas de ocho a
doce. Tenía que conocer los tipos de
aviones y barcos, la conducción de
automóviles y vehículos a motor, los
uniformes de los diversos ejércitos
enemigos, lectura de planos, etc. Lo más
duro para mí fue el aprendizaje del
morse. Mi falta de oído me desesperaba
y tenía que poner los cinco sentidos para
captar las palabras transmitidas.
Dedicaba las tardes a visitar París.
Muchas veces me acompañaba Stammer,
con el que había trabado una sincera
amistad.
Stammer conocía España. Había
sido agregado de la embajada alemana
en Madrid, aunque su verdadera misión
consistía en informar acerca de todos
los agentes de los servicios oficiales
alemanes. Él me hizo conocer todos los
centros nocturnos de París, y por él
conocí todos los restaurantes españoles
que en aquella época funcionaban en la
capital francesa.
Cuando fuimos a comer por segunda
vez al restaurante Valencia, en el que
desde el portero al botones todos eran
españoles, nos sentamos en la mesa que
solía ocupar Stammer cuando iba por
allí. La inmensa mayoría de los clientes
eran refugiados españoles, con un odio
sin límites a las autoridades de nuestra
patria y sobre todo a Franco.
Unos españoles que estaban en
frente de nosotros nos miraban con
insistencia. Stammer me dio con el pie
por debajo de la mesa. Simultáneamente
me soltó dos parrafadas en alemán, a las
que presté mucha atención para poder
entenderlas a medias. Pero me di por
enterado. Cuando terminamos de comer,
el camarero que nos servía me preguntó
si queríamos aceptar una botella de
champán con la que nos obsequiaron los
señores de aquella mesa.
—¿Y por qué razón? —inquirió
Stammer en voz alta.
Uno de aquellos españoles se puso
en pie y avanzó hacia nuestra mesa.
—Perdone que nos hayamos tomado
la libertad de enviarles la botella —
dijo, dirigiéndose a Stammer—, pero
somos grandes admiradores del pueblo
alemán, de su Führer y de su ejército.
—Me satisface mucho oírle decir
eso —respondió Stammer—, pero ahora
somos nosotros los que les rogamos que
se sienten en nuestra mesa. En mi
español notarán algunas deficiencias,
pero el capitán Kronos lo habla a la
perfección.
Así comenzó mi amistad con Paco
Maiquez, un valenciano que se dedicaba
a la exportación de naranjas y otro
español que estaba en París con Mario
Fernández Peña.
Paco Maiquez conocía los bajos
fondos de París. Nada escapaba a su
observación y juzgaba y deducía con
rapidez y exactitud. Le hicimos algunos
favores que le reportaron buenos
dividendos.
Al importador de naranjas no volví a
verlo, pero sí al otro español, que
pertenecía al Servicio de Información
que la Secretaría General del
Movimiento tenía montado en París,
bajo la dirección de Jesús Suevos, cuyo
secretario era Mario Fernández Peña. El
que yo acababa de conocer, que actuaba
como informador para aquel Servicio,
me dijo al cabo de un par de días que su
jefe quería hablarme. Para ello me citó
en el mismo restaurante Valencia. Allí
me presentó a Mario Fernández Peña, al
que cité en el hotel para la mañana
siguiente.
Se presentó con mucha puntualidad.
—¿Qué tal, capitán Kronos?
—Bien, muy bien —le contesté.
—Mi visita se debe a que quiero
ofrecerle mis servicios. Pertenezco al
Servicio de Información de Falange, y
tengo la seguridad de que llegaremos a
un acuerdo, ya que nuestro objetivo es el
mismo y defendemos la misma causa.
Le escuché sin descomponer el
gesto. Me habló con detalle de la misión
que le había sido confiada, y me di
cuenta de que en su relato había mucho
de fantasía. Pero cuando me habló de
Jesús Suevos, temiendo que, al verme,
me reconociera, le dije a Fernández
Peña que no me presentara a nadie. Él
podría ser mi enlace, y los informes que
me entregara le serían pagados. Aunque
vivían en un hotel requisado por los
alemanes y disfrutaban de todas las
ventajas del ejército alemán, todo esto
parecía poco y procuraban obtener más
ganancias.
El progreso de las fuerzas Aliadas
continuaba. A pesar de los esfuerzos del
ejército alemán, habían afianzado y
ensanchado su cabeza de puente. Las
cosas se ponían cada vez más difíciles y
la victoria se veía cada vez más lejana.
Hasta que llegó el momento crucial del
atentado contra Hitler.
Entonces pude darme cuenta de que
cuanto más amargos son los
acontecimientos que amenazan a la
Humanidad, inquieta y desorientada,
mayor es la frivolidad de no pocas
personas que en vez de percatarse del
peligro inminente derivan hacia un
concepto insubstancial e intrascendente
de la vida, y tratan de aturdirse y de
desentenderse de todo lo que suponga
austeridad, disciplina y honor.
Durante el tiempo que permanecí en
París llevé una existencia frívola y
peligrosa. La mayoría de las noches, con
Paco Maiquez o con alguno de los
amigos alemanes, visitaba el París
nocturno. Vivíamos en un ambiente de
difusa moralidad, al margen de la
familia y de aquellos camaradas que con
tanta generosidad y gallardía entregan
sus vidas en el campo de batalla.
Nuestro proceder no podía ser más
lamentable.
¡Era la guerra!
Mario Fernández Peña,
representante de los Servicios de
Información de Falange Española en
París, en aquella época soltero, era el
segundo de a bordo de aquella
organización, cuya jefatura ostentaba,
como ya he dicho, Jesús Suevos. Las
llamadas y las visitas de Mario eran
continuas, y, aunque yo quise romper
toda relación con él, Stammer me lo
desaconsejó, a fin de que pudiéramos
enterarnos de todos los pasos que daban
y conocer a sus contactos. El confidente
del santanderino viajaba con frecuencia
a la frontera española, y con unas
grandes maletas traía a París
mercancías, especialmente cigarrillos
rubios y café, que vendían en la capital
francesa.
Los acontecimientos se precipitaban,
y en primera línea hacían falta más
hombres. La balanza se inclinaba del
lado de los Aliados, y los soldados
alemanes, pegados al terreno, formaban
trinchera con sus pechos y no se rendían
sin haber gastado antes el último
cartucho.
Los informes eran cada día más
alarmantes. Los Aliados disponían de
aviación, cañones y tanques en
cantidades fabulosas. Era la lucha del
elefante contra la hormiga.
La División Brandemburgo había
sido concentrada en las afueras de París.
Había en ella algunos españoles —los
efectivos de una compañía,
aproximadamente—, y recibí la orden
de ponerme al frente de ellos y salir en
dirección al frente de Normandía. No
era mi misión, pero la situación se había
complicado de tal modo que había que
echar mano de todo lo que pudiera
servir como muro de contención del
avance aliado. Emprendimos la marcha
al amanecer (no puedo precisar la fecha
exacta; lo único que recuerdo es que era
un día de la segunda quincena de julio),
y por la tarde habíamos establecido ya
contacto con el enemigo.
La defensa de las posiciones que nos
fueron asignadas resultó difícil. En los
300 kilómetros de la costa normanda
atacados por los Aliados no había más
que cuatro Divisiones alemanas, más
dos Divisiones costeras móviles que
fueron las que resistieron la primera
embestida: la SS-Panzer «Das Reich» y
la «SS-Leibstandarte Adolf Hitler».
Luego llegaron otras unidades formadas
precipitadamente. El ruido era
espantoso, y todas las armas de guerra
formaban la infernal orquesta: cañones,
ametralladoras y tanques. La aviación no
dejaba de bombardearnos ni un solo
instante. Durante veinticuatro horas,
luchando sin pausa alguna, nos
mantuvimos en la posición, hasta que
fuimos relevados por una compañía de
las SS. Al retirarnos comprobé que
nuestras bajas ascendían a más del 65
por ciento de los efectivos.
Regresé a París y cuando llegué al
hotel me enteré de que Paco Maiquez
había preguntado todos los días por mí.
Pero nadie sabía dónde me encontraba,
aunque le habían dicho que mi maleta
seguía estando en mi habitación.
Le telefoneé en seguida, y
casualmente se encontraba en su hotel.
Se puso al aparato y me saludó con
alegría.
—¿Dónde te habías metido? He
pensado lo peor, pero ya estás aquí de
nuevo y esto es lo que cuenta. Ahora
mismo voy a verte.
Me quité toda la porquería que traía
del frente, me puse el uniforme y bajé al
vestíbulo del hotel.
Paco no tardó en presentarse. Nos
acomodamos en una sala contigua al
comedor, pedí una botella de champán y
con toda tranquilidad dimos cuenta de
ella, mientras le hablaba a Paco de mis
últimas andanzas.
—Aquello está muy difícil, ¿verdad?
—Sí. Aunque nos duela, no podemos
cerrar los ojos a la realidad. Por
desgracia, ésta no invita al optimismo,
precisamente. La lucha es titánica. Ellos
tienen una abrumadora superioridad en
el aire, lo cual hace que nuestras
divisiones de reserva se vean diezmadas
antes de llegar a primera línea.
—¿Crees que los Aliados y los
rusos tomarán Francia?
—En el Alto Mando y en nuestro
Servicio se habla de las armas secretas,
que se emplearán en el momento
oportuno. Todos están convencidos de
que la victoria será nuestra. A mí, lo
único que me queda es la fe.
Una vez terminada la botella
decidimos ir a cenar juntos, para seguir
hablando.
—Hoy cenaremos en Cotí.
—De acuerdo, Paco.
Llegamos al restaurante y nos
colocaron en uno de los extremos, lejos
de la orquesta.
—Kronos, quiero que tomes en
consideración lo que te voy a decir. En
estos días de tu ausencia, he pensado
mucho en la situación y con toda
sinceridad creo que el problema no está
claro. Tengo muchos amigos franceses, y
conozco a la mayoría de los dirigentes
españoles de los refugiados. Todos ellos
se están organizando y disponen de
muchas armas. Esperan el momento de
lanzarse a la calle y hacer una
escabechina. No sé lo que puede pasar
aquí…
—Nada, no pasará nada. Hablan del
maquis y de la resistencia, y la verdad
es que no se nota que existan. Muchos
franceses hablan sin cesar de la
resistencia, pero está tan oculta que no
opera en ninguna parte. Ya ves, en París
se puede salir a cualquier hora del día o
de la noche, y puedes ir donde te venga
en gana sin ningún peligro. Dime,
¿dónde están los resistentes? Ninguno de
ellos da la cara. Tú eres testigo de que
hemos recorrido París en todos los
sentidos y nunca nos hemos tropezado
con una mala bronca. Y no solamente
eso, sino que en cuanto huelen que eres
alemán tienes disco verde.
Cuando terminamos de cenar, Paco
me acompañó hasta el hotel y se marchó
a descansar.
Me disponía a acostarme cuando
sonó el teléfono. Era Stammer, y su voz
tenía un tono alterado completamente
nuevo par mí:
—¡Preséntate inmediatamente en el
Hotel Lutecia!
—¿Qué pasa?
—No hagas preguntas, y date prisa.
Tiré del carro de la pistola, coloqué
una bala en la recámara, tomé los
cargadores de repuesto y salí de mi
habitación.
En el pasillo tropecé con otros jefes
y oficiales que cruzaban raudos como el
viento camino de la escalera. Por lo
visto, habían recibido la misma orden.
Me uní a dos SS-Sturmbannführer[5] que
seguían la misma dirección. Caminamos
juntos hasta el Lutecia sin cruzar una
sola palabra.
El Hotel Lutecia estaba
completamente acordonado por
soldados de las SS. Para pasar al
interior tuvimos que presentar
previamente los documentos de
identidad.
Mientras subía la escalera, atestada
de jefes y oficiales, iba haciendo las
más disparatadas conjeturas. ¿Estarían
en París los Aliados? ¿Se habrían
levantado en armas los franceses? No,
en las calles por las que habíamos
pasado la calma era absoluta. ¿Qué
podía suceder que fuese tan grave? ¿El
final de la guerra, quizá? Abriéndome
paso entre aquel hormiguero, logré
llegar al segundo piso. Allí encontré a la
mayoría de mis jefes.
—¿Qué pasa? —le pregunté a
Stammer.
—El Führer ha sido objeto de un
atentado. Un coronel ha colocado una
bomba en su departamento de trabajo.
Al estallar, han muerto algunos de sus
colaboradores, y nuestro Führer ha
resultado levemente herido.
Todos, hambrientos de noticias,
hacían funcionar sin tregua los medios
de transmisión. Se preguntaba una y otra
vez, se pedían órdenes que se esperaban
con ansiedad, y cada una de las noticias
que llegaban se extendía de un lugar a
otro como reguero de pólvora. Aunque
todos aparentaban tranquilidad, el
nerviosismo general era evidente. Los
movimientos, las preguntas, los rostros
daban el nivel del clima psicológico del
momento. La situación debía ser muy
grave y confusa, a pesar de que se
aseguraba que Hitler vivía.
Se dieron las primeras órdenes. En
algunos puestos de responsabilidad
había traidores que estaban de acuerdo
con los que habían cometido el atentado.
Era necesario hacerse cargo de aquellos
puestos y castigar a los traidores. Las
órdenes fueron escuetas, rápidas y
concretas.
Los motores de los coches
empezaron a trepidar mientras subían a
ellos los que se iban a hacer cargo de
los servicios. Lógicamente, no
olvidaban examinar previamente sus
armas; muchos de ellos portaban
metralletas y varios cargadores al cinto.
¿Cómo terminaría todo aquello? No
podía hacer un diagnóstico, pero me
daba cuenta exacta de la gravedad del
momento por la actitud de los hombres
de mi Servicio, a los que por primera
vez veía de uniforme.
Estaba sentado en el diván cuando
sobre uno de mis hombros se posó una
mano, al tiempo que una voz susurraba:
—Pase al despacho de jefe; le
espera para hablarle. El coronel me
dijo:
—Tenemos ya noticias concretas
sobre el atentado que ha sufrido nuestro
Führer, y sabemos a qué atenernos. Una
vez más se ha puesto de manifiesto que
es el hombre predestinado para
llevarnos a la victoria final. Las órdenes
que ha dado el Cuartel General son muy
claras y concretas: hay que terminar con
los traidores allí donde estén. Todo se
puede perdonar menos la traición; y el
escarmiento debe ser ejemplar. Le voy a
dar una orden especial para que no le
molesten. Si le piden la documentación
presente esta orden, que le permitirá
circular libremente.
—Gracias, mi coronel.
—No tiene por qué dármelas. Todo
se debe a su leal comportamiento.
Al salir del despacho del coronel vi
a un grupo de hombres en la secretaría.
Entre ellos se encontraba Stammer,
aquel ser tan humano como
extraordinario, seguro de sí mismo. Los
componentes del grupo, que ya habían
hablado con el coronel, se me acercaron
y me pidieron que fuera con ellos. En
total éramos cinco, y dos ostentaban
sendas Cruces de Caballero.
Salimos del Hotel Lutecia formando
dos grupos. Stammer y Stal me
colocaron entre ellos. Los otros dos iban
detrás. Nuestro silencio era absoluto, y
la soledad de las calles aterradora. No
encontramos ni a una sola persona.
Nunca olvidaré aquella noche del 20
de julio de 1944, en un París triste,
silencioso y prácticamente muerto.
Nuestra marcha era acompasada y
silenciosa. Cada uno de nosotros
dialogaba con sus propios pensamientos.
Llegamos a la calle Rivoli. Junto a la
plaza de la Concordia había un café que
permanecía abierto toda la noche.
Entramos y ocupamos una de las mesas.
El comandante Muller inició la
conversación con una exclamación:
—¡Auswurf! Estamos rodeados de
traidores y nos va a ocurrir lo mismo
que en el 14.
Stammer dijo:
—Los generales no pueden
perdonarle a nuestro Führer su triunfo
sobre el pueblo alemán. Lo que ellos
nunca consiguieron por la fuerza de las
armas, Hitler lo ha logrado con su
sacrificio, su inteligencia y su audacia.
Stauffenberg no se resigna a ser jefe del
Estado Mayor del comandante en jefe
del Ejército en reserva. Querría tener
los privilegios de su casta. Pero en
Alemania la patria ha dejado de ser
patrimonio de unos cuantos en perjuicio
del resto de los ciudadanos.
Cuando nos despedimos empezaba a
amanecer.
Al llegar al hotel me encontré con
Mario Fernández Peña. Al verme se
precipitó a mi encuentro.
—¿Es cierto que han matado a
Hitler? —me preguntó bruscamente.
—¿Quién te ha dicho eso?
—En las embajadas extranjeras no
se habla de otra cosa. Se dice que un
mariscal se ha hecho cargo del poder
para firmar la paz con los Aliados. Por
lo que he oído, el ejército se ha hecho
cargo de todo y ha licenciado a los jefes
y oficiales de las SS.
—Simples bulos. Es cierto que
Hitler ha sido objeto de un atentado,
pero sus heridas son de escasa
importancia. Aunque algunos de sus
colaboradores más íntimos perdieron la
vida, el Führer salió milagrosamente
ileso. Pero el coronel que colocó la
bomba no pudo o no supo esperar y trató
de tomar un avión hacia Berlín para dar
la noticia. Ésta es la verdad. Y la
conspiración ha sido aplastada.
Acompañé a Mario hasta la puerta
del hotel y vi a Tania. Desde la puerta
de la joyería en la que trabajaba me
hacía señas para que me acercara.
Había conocido a Tania en los
primeros días de mi estancia en París.
El París de aquellos meses de verano
ofrecía la estampa de una ciudad sin
vida. Tania, que podía haberse
marchado para mitigar los efectos del
calor en alguna playa o montaña, había
continuado en su puesto de trabajo para
no separarse de sus padres y de su
hermano.
Debo hablar de Tania, que fue mi
compañera en los ratos libres. Aquella
muchacha alta y rubia, de rostro
interesante y cuerpo escultural, era hija
de unos refugiados rusos que habían
huido de su país a raíz de la Revolución.
Estaba casada, pero su marido se
encontraba en un campo de prisioneros
franceses desde que terminó la campaña
de Francia. Tania, simpática y
agradable, vivía en el mismo inmueble
que sus padres, en el Barrio Latino,
aunque en un piso distinto. Se trataba de
una familia muy unida. Los padres eran
los clásicos rusos, sentimentales y
nostálgicos, llenos de añoranzas del
pasado, que recordaban a todas horas.
El anciano matrimonio temblaba ante la
posibilidad de que los comunistas
pudieran llegar a París. Ya habían
padecido en Rusia, concretamente en
Moscú, los trágicos días de la
Revolución.
Crucé la calle y me acerqué a Tania.
Preocupada, me preguntó qué sucedía,
pues se hacían numerosos comentarios e
incluso se afirmaba que los alemanes
iban a pedir la paz. Mi respuesta fue
firme, y sin lugar a dudas la dejó más
tranquila.
—Mis padres están asustados —dijo
Tania—. Si los comunistas llegaran
hasta aquí, ¿crees que nos llevarían a la
Rusia bolchevique?
—Ni hablar. Aquí, si entra alguien,
serán franceses, ingleses o
estadounidenses.
Todo este revuelo de ahora se debe a
una causa completamente distinta.
—Michel, ¿es cierto que han matado
a Hitler?
—No. Le han hecho objeto de un
atentado, pero sus heridas no revisten la
menor importancia.
En aquel momento se acercó a
nosotros otra empleada de la joyería,
que también estaba pendiente de los
acontecimientos. Poco después, el dueño
del establecimiento reclamó la
presencia de sus empleadas, y nos
despedimos.
Al día siguiente fui con Stammer al
café de los Campos Elíseos y nos
enteramos de más detalles acerca del
desarrollo de los acontecimientos. Las
organizaciones clandestinas, secundadas
por algunos jefes y oficiales alemanes
que habían entrado en contacto con
ellas, pretendían acelerar la entrada de
los Aliados en París, pero toda aquella
conjetura había sido desarticulada
rápidamente: los servicios de seguridad
alemanes, actuando con rapidez y
eficacia, habían dejado todos los
puestos de mando en manos de los
incondicionales de Hitler.
Las fuerzas estacionadas en el sur de
Francia se iban retirando. Algunos
extranjeros de la División
Brandemburgo desertaban de su unidad,
y así aparecieron en París grupos de
españoles pertenecientes a la
Brandemburgo que trataban de huir de la
quema.
En un bar cercano a la plaza de la
Opera me encontré con dos de aquellos
«despistados», Luis G. y Ricardo
B. Vestidos de paisano, vagaban por los
servicios alemanes en busca de un plato
de sopa. Esperaban en aquel bar a otro
español que les había prometido
solucionar su «catarro» económico. Su
situación me inspiró lástima y les presté
unos francos, que quedaron en
devolverme.
Los cabarets seguían funcionando, y
sus clientes eran casi exclusivamente los
ocupantes y los que se dedicaban al
mercado negro. El Maxim’s, el Lido y
otros estaban patrocinados por las
fuerzas de ocupación. En el Moulin
Rouge, cantaba todas las noches Edith
Piaf.
Aquel último verano en París
resultaba incómodo, inseguro e incluso
trágico para ocupantes y ocupados. Pero
todos confiaban en que se produciría un
milagro, al que contribuirían por partes
iguales los hombres de aquellos dos
pueblos a los que varias guerras habían
enfrentado entre sí.
Los acontecimientos se precipitaron.
A cada día que pasaba las calles
aparecían más desiertas y la seguridad
individual se hacía más problemática.
Jefes y oficiales teníamos las armas
preparadas para utilizarlas de un modo
inmediato. Pero deseo subrayar que, al
contrario de lo que se dijo después de la
guerra, eran muy pocos los franceses
dispuestos a empuñar las armas a favor
de los Aliados.
Llegó el momento en que se cortaron
las comunicaciones con España.
Algunos de los que en 1940 declaraban
que estaban dispuestos a darlo todo por
Alemania y el Führer, ahora, en el
momento de la verdad, maldecían su
suerte y lamentaban tener que abandonar
París.
La organización, que hasta entonces
había sido perfecta, perdió el control. El
Hotel Lutecia quedó desierto en unas
horas. Sólo quedaban en él algunos
hombres de una sección de las SS, al
mando de un SS-Obersturmführer[6].
Pregunté por mi Servicio, pero nadie
pudo darme razón. Llamé al hotel y el
conserje me dijo que habían ido a
buscarme y que volverían. No
funcionaba ya ni el Metro ni los
autobuses, pero en el Lutecia habían
quedado unas bicicletas. Tomé una y me
dirigí al hotel. Allí encontré una nota de
Stammer, en la que me indicaba el lugar
de concentración para salir de París.
Los Aliados habían llegado a Versalles
y el ambiente era dramático. Por las
calles empezaban a resonar disparos de
fusil y ráfagas de ametralladora.
Tomé todo lo que podía transportar
en mi mochila, coloqué sobre el
manillar de la bicicleta la pistola
ametralladora y me dirigí a la Avenida
Foch, que era el punto de concentración.
Pasé por la plaza de la Concordia y los
Campos Elíseos hasta el Arco de
Triunfo. Una vez en la plaza de la
Estrella, enfilé la Avenida Foch y al
llegar al número 36 me di cuenta de que
ya sólo quedábamos unos pocos, muy
pocos.
Pero no saldríamos ese día. Dejé
allí mi mochila y regresé al hotel en un
Citroën 11 ligero. Al llegar me encontré
a Paco Maiquez. Me contó que había
tenido que pasar por unas calles en las
que ya no había ni sombra de alemanes.
Deseaba regresar a su hotel y no quise
dejarle solo.
Paco tomó el volante y yo asomé mi
pistola ametralladora por la ventanilla,
dispuesto a repeler cualquier agresión.
En un cruce de calles nos paró un grupo
de soldados alemanes, al mando de un
oficial. Me apeé del coche, mostré mi
documentación y me dieron paso.
Dejé a Paco Maiquez en su hotel y
regresé al mío. Los disparos eran ahora
más frecuentes, pero tuve la suerte de
que nadie me tomara por blanco. Los
soldados marchaban muy pegados a los
edificios, que en su mayoría parecían
deshabitados, con los portales, balcones
y ventanas cerrados a cal y canto. Se
esperaba la llegada de los Aliados. Más
tarde, habría muchos «héroes» por haber
gritado «¡Viva Francia!» al llegar los
primeros tanques tripulados por
exiliados españoles.
La salida de París resultó muy
accidentada. Volví nuevamente a la
Avenida Foch. Mis amigos del Servicio
se habían marchado, dejando la orden de
que me uniese a los últimos que
abandonaran París. Pero faltaban
conductores para los coches. Uno de los
intérpretes me hizo una exposición
completa de la situación. Podía
resumirse diciendo que había llegado el
momento de gritar aquella frase
cuartelera de: «¡Maricón el último!».
Las escasas fuerzas que quedaban en
la capital francesa estaban concentradas
en puntos estratégicos. Los «resistentes»
se habían dado cuenta de ello y
empezaba a incordiar, aunque no se
atrevían a atacar a las formaciones. Sólo
agredían a los soldados cuando iban en
parejas, y se ensañaban todavía más con
los que veían solos. Pero esto no me
preocupaba demasiado, pues estaba
dispuesto a vender caro mi pellejo y no
iban a pillarme desprevenido.
Me asignaron un coche y tres
soldados. Uno de ellos sería el
conductor, y los demás cuidaríamos de
repeler cualquier agresión. Procediendo
con toda urgencia, di la orden de tirar a
matar con tal de cruzar París.
Salimos de la Avenida Foch,
llegamos a la plaza de la Estrella, y por
los Campos Elíseos y la plaza de la
Concordia nos dirigimos hacia la plaza
de la Opera. Al llegar en esta última,
una descarga de fusilería nos paró en
seco. Saltamos rápidamente al suelo y
tratamos de localizar el lugar del que
habían salido los disparos. Éstos
dejaron de oírse en el momento en que
el coche paró, pero nos habían
reventado dos neumáticos. Tendríamos
que abandonar el vehículo, y con él las
cosas que nos eran tan precisas.
Pero la suerte iba a acompañarnos.
Nos estábamos lamentando aún cuando
vimos que por una de las calles que
desembocaban en la plaza llegaba un
coche a toda velocidad, con la bandera
francesa. Le dimos el alto, pero mucho
antes de llegar a nuestra altura frenó
bruscamente. Salieron cinco hombres
que fueron vistos y no vistos, pues
corrían como gamos para salvarse.
Uno de los soldados disparó sin tirar
a dar, pero uno de los franceses se
desplomó como fulminado por un rayo.
Viendo que nadie salía a recogerlo, pues
sus compañeros habían desaparecido, di
una carrera. Mientras le levantaba, se
fijó en mi uniforme y me miró con cara
de susto.
—¿Estás herido? —le pregunté.
—No… no, señor.
Aunque estaba ileso, su voz era la de
un moribundo. Temblaba como si
estuviera aquejado del baile de San
Vito.
—Bueno, lárgate, y gracias por el
coche.
—Sí… sí… gracias… muchas
gracias —tartamudeó aquel desdichado,
que horas más tarde sería un «héroe de
la Liberación».
Trasladamos nuestros bártulos al
automóvil que acababan de «cedernos»
los franceses y reemprendimos la
marcha.
Llegamos a los arrabales de París
cuando por el lado contrario entraban en
la capital los primeros tanques Aliados.
Pero las carreteras estaban
taponadas por toda clase de vehículos
que hacían imposible el tránsito. Los
parones eran continuos, y con mucha
frecuencia teníamos que salir de la
carretera.
Tras un viaje sumamente
accidentado llegamos a Nancy. Tenía la
intención de separarme de mis
compañeros de viaje y tomar un tren que
me llevase directamente a Berlín.
Me presenté en la Comandancia
Militar, y allí me proporcionaron todos
los documentos necesarios para cruzar
la frontera franco-alemana y viajar hasta
Berlín.
CAPÍTULO II
Al llegar a Estrasburgo, en la frontera
alemana, la Gestapo y fuerzas de las SS
hicieron desalojar el tren. Jefes,
oficiales y soldados, al igual que los
civiles, tuvieron que someterse a un
interrogatorio. Yo, con mi pésimo
alemán, imaginé que las iba a pasar
moradas, pero una vez más me
acompañó la suerte.
Uno de los jefes de control era un
conocido, al que me unía cierta amistad
desde que él desempeñara el mismo
servicio en Bayona. Por espacio de dos
años había estado en la frontera
franco-española. Me hizo pasar a su
oficina, me preparó un café y me ofreció
una copa de coñac. Entretanto, me
explicaba:
—Parece mentira que exista tanta
cobardía entre mis compatriotas.
Mientras nuestros soldados lo están
dando todo, estos asquerosos
burócratas, que durante años enteros han
gozado de la vida tranquila, cómoda y
mundana de la capital de Francia, ahora
que les parece que el barco se hunde, se
comportan como las ratas. —Señaló una
puerta y añadió—: Ahí dentro hay más
de veinte de esos conejos, que tendrán
que responder de su cobardía. Más de
uno de ellos pagará con la vida.
Me quedé mirando a mi amigo sin
saber qué contestar, y finalmente
murmuré de un modo maquinal:
—Sí, claro…
Experimentaba una profunda
sensación de malestar. Ellos se lo
habían buscado, desde luego, por no
haber sabido dominar el miedo, pero, en
mi fuero íntimo yo no podía ser tan
implacable como aquel alemán.
Entretanto, seguía el control. Y
nuevas víctimas ingresaban en aquel
cuarto. Yo permanecía absolutamente
tranquilo, en espera de que se organizara
el convoy.
Por fin, los altavoces anunciaron que
el tren estacionado en el andén número 3
saldría con dirección a Berlín. En cada
una de las puertas de los vagones había
un soldado que examinaba nuevamente
las documentaciones. Al mismo tiempo,
señalaba a cada pasajero el lugar que
debía ocupar. Tras un viaje sin ningún
contratiempo, llegamos a Berlín.
La capital del Reich cambiaba
continuamente su fisonomía. Después de
cada bombardeo de la aviación Aliada,
la configuración de cualquiera de los
barrios afectados era completamente
distinta. Donde había una espléndida
estatua quedaba un pozo, los edificios
más esbeltos eran ahora escombros
amontonados, y las ruinas y la
desolación sobrecogían y desorientaban.
Me dirigí a la Anhalter Bahnhof[7] y
crucé el paso subterráneo que conducía
al Hotel Excelsior. Pedí una habitación y
tomé un baño reconfortante. A
continuación fui a presentarme a la
Comandancia Militar. Di mi número de
Feldpost[8], pero nadie sabía dónde se
encontraba mi Unidad. Por fin, tras
muchas consultas, me pasaportaron para
Viena.
Mientras esperaba la orden de
embarque, decidí aprovechar la ocasión
para visitar el Instituto Iberoamericano,
ya que allí se encontraban el general
Faupel y su esposa, de los que tanto
había oído hablar, y que no conocía.
Desde el jardín hasta el despacho de
la doctora Faupel, tuve que cruzar el
vestíbulo, la sala de visitas y otras salas
llenas de españoles, que vivían a la
sombra de los Faupel. Algunos de ellos
habían pertenecido a la División Azul,
pero sin conocer el frente, y se habían
acoplado a diferentes puestos, pegados a
las faldas de la doctora. Ellos marcaban
el protocolo para las visitas, a las que
desde el primer momento miraban con
recelo.
Cuando pasé al despacho de la
doctora, ésta, sin invitarme a tomar
asiento, me preguntó:
—¿De dónde viene usted?
—De París.
—¿De París? —inquirió la doctora
Faupel, en tono de incredulidad—. ¿Le
han dejado pasar nuestros servicios de
control?
—La mejor prueba de que toda mi
documentación está en regla es el hecho
de que me encuentro aquí —repliqué, un
tanto molesto—. Y puede creer que lo
lamento muy de veras, ya que entiendo
que mi puesto está en primera línea.
Pero, en mi calidad de oficial del
ejército alemán, debo atenerme
estrictamente a las órdenes recibidas.
—Bien, bien, siéntese y cuénteme…
En aquel momento, un individuo al
que no conocía y que había sido testigo
de la entrevista, intervino por primera
vez.
—Puede ser uno de esos camuflados
que ahora envían los ingleses —sugirió.
—¡No soy un espía! —repliqué,
indignado ante aquella intolerable
sugerencia—. Y tú eres un mal nacido, y
si no estuviéramos en este despacho te
cerraría la boca para siempre.
¡Cobarde!
Mientras hablaba, había echado
mano instintivamente a mi pistola.
Pero la doctora, convencida de mi
buena fe, me rogó que me tranquilizara y
disculpó como pudo a aquel intruso[9].
—Debido a las circunstancias
anormales por las que estamos
atravesando, debemos desconfiar en
principio de todo el mundo. Le ruego
que no tome en consideración las
palabras del doctor Arrizubieta.
Alegando una cita inexistente, pedí
permiso para retirarme. Al salir a la
calle me prometí a mí mismo no volver
a pisar aquel lugar si no era llamado.
Al día siguiente emprendí el viaje a
Viena. Una vez más, la diosa Fortuna
estuvo de mi parte, ya que llegué a mi
punto de destino sin haber padecido la
visita de los aviones Aliados. Me
presenté en la Comandancia Militar y
me asignaron un cabo-intérprete para
que me solucionara los problemas de
alojamiento y comida. No me quedaba
un céntimo, de modo que reclamé mis
haberes, pero todos los servicios se
sacudían la responsabilidad. Finalmente,
el intérprete me consiguió cien marcos.
Me llevaron a un hotel en el que se
alojaban numerosos húngaros. En mi
habitación me ocurrió algo realmente
cómico… que pudo haberse convertido
en tragedia. Nunca había visto un
calentador a gas. Quería bañarme, pero
por más vueltas que le daba a aquel
calentador no lograba hacerlo funcionar.
Tras manipular todas las llaves, en un
momento determinado encendí una
cerilla… y brotó una llama que me
chamuscó las cejas.
Por la tarde vino a buscarme el
intérprete para enseñarme Viena, capital
que no conocía. Experimenté la
sensación de que me encontraba en
París. Era una bella ciudad rodeada de
bosques. En los días que permanecí en
ella visité, la Universidad, la Opera, el
Ayuntamiento y la maravillosa catedral
de San Esteban, que fue lo que más me
impresionó.
Por fin llegó la orden de marcha y
tuve que salir con dirección a un pueblo
de Checoslovaquia, en aquellos
momentos protectorado alemán. El
pueblo se llamaba Wutwais, y en él
debía encontrarse el puesto de mando de
la unidad a la que yo pertenecía. El
viaje sólo duró unas horas. Y a su
término recibí una de las mayores
sorpresas de mi vida. Esperaba
encontrar a mis camaradas, pero en
aquel acuartelamiento sólo había un
capitán, un sargento de aviación y
mujeres, muchas mujeres, que trabajaban
en la elaboración de planos
cartográficos para la aviación.
Al principio, aquello me pareció
Jauja. Tenía que despistarme y volver a
altas horas de la noche, pero incluso así
nunca me faltaba la visita de alguna
dama a la que no conocía. No sé si lo
echaban a suertes o era por riguroso
turno, pero lo que tanto había deseado
llegué a maldecirlo con todas mis
fuerzas, que ya no eran muchas.
Mi «liberación» llegó con la orden
de regresar a Berlín, donde al parecer
tenían ya noticias del paradero de mi
unidad.
De nuevo en la capital del Reich, me
presenté en la Comandancia Militar,
donde me entregaron los vales de
comida y la documentación para que me
trasladara a Wiesbaden, donde me dirían
el lugar en que se encontraban los que
yo buscaba.
Aquel viajar tontamente de un lugar
a otro y, sobre todo, aquella inactividad
empezaban a fastidiarme. Me
desesperaba la idea de que, mientras los
demás luchaban, yo me veía obligado a
hacer vida de «señorito» en aquella
hermosa población de aguas termales,
matando mi aburrimiento en los bares.
Una tarde, como de costumbre, entré
en un café. Allí encontré a dos hermanos
que, si bien eran alemanes, habían
nacido en Barcelona y hablaban
perfectamente español y francés. Sus
padres vivían aún en Barcelona.
—Entonces, hablaréis español,
vuestro idioma confidencial…
—Sí, mi capitán, pero hay muchos
más que hablan español. Precisamente a
doce kilómetros de aquí hay una
compañía de intérpretes, todos los
cuales hablan un correcto castellano.
Al día siguiente me encontré de
nuevo con los dos hermanos, pero
acompañados de otros camaradas cuyas
familias residían también en España. En
aquel grupo estaba Gerardo Sievert, el
cual tenía a su madre y a sus hermanas
en Berlín. Pero él estaba casado con una
catalana que vivía en Barcelona con los
dos hijos del matrimonio. Tenían una
pequeña fábrica de hilados de la que
Sievert hablaba constantemente,
exponiendo las mejoras que pensaba
introducir en ella cuando regresara a
España… si tenía esa suerte. Más tarde,
como uno de los intérpretes a mis
órdenes, Gerardo Sievert sería testigo
de los últimos acontecimientos.
Aquellos días conviví en Wiesbaden
con algunos colaboracionistas franceses
y belgas, no muy bien tratados por los
servicios alemanes, ya que eran unos
elementos derrotistas y llenos de
prejuicios. Algunos de ellos,
acostumbrados a la vida cómoda y a la
intriga, enturbiaban el ambiente,
enrarecido ya por las circunstancias, con
bulos disparatados.
En aquellas horas decisivas me sentí
obligado ante mi conciencia, y me dolía
pensar en los camaradas que estaban
entregando sus vidas en el frente.
Cuando estaba decidido a todo para
conseguir que me destinaran a cualquier
unidad combatiente, recibí la gran
sorpresa: encontré a Boa, uno de los
hombres de mi Servicio. Ahora, sí.
Ahora lograría marchar al frente con mis
camaradas y amigos.
Tomamos el tren para Coblenza y,
durante el viaje, Boa me explicó con
todo detalle las numerosas gestiones que
el Servicio había realizado en París,
tratando de localizarme. Lo cierto era
que el Servicio y yo habíamos estado
jugando al gato y al ratón.
En Coblenza, tomamos un ferrocarril
de vía estrecha, con una máquina y unos
vagones que parecían de juguete, que
había de llevarnos a nuestro punto de
destino.
Mis jefes y camaradas me acogieron
con alborozo. Todos se alegraban de
volver a verme, ya que me suponían
muerto o prisionero. Me alojaron en una
casa que tenía dos sirvientes,
prisioneros rusos. Al parecer, estaban
muy satisfechos con su situación, aunque
en aquellos días empezaban a sacar los
pies de las alforjas.
La primera noche me acosté muy
tarde. Me quedé con Stammer y algunos
más, comentando los acontecimientos.
Los hombres del Partido se desplazaban
a los pueblos para levantar la moral de
las gentes, asegurando que pronto
aparecería el arma secreta que
terminaría con la aviación Aliada, dueña
absoluta del cielo alemán. Hablaban de
que el Führer estaba a punto de montar
una revolucionaria aviación de guerra
que conquistaría en pocas horas el
dominio del aire. La industria
aeronáutica había logrado montar
cañones de mayor calibre en los cazas y
había aumentado su velocidad hasta casi
los mil kilómetros por hora, pero
además existía un pequeño avión de
caza que, dirigido por un piloto
radioeléctrico accionado desde tierra,
disparaba treinta proyectiles-cohetes.
No necesitaban campo de despegue ni
de aterrizaje. Se hablaba también de un
proyectil C-2 que, por medio de un
sistema electrónico, era dirigido contra
los bombarderos enemigos.
Los «nuevos ingenios» estaban en
boca de todos. Un sargento de las SS que
disfrutaba de permiso nos confirmó que
su División había sido dotada de nuevas
armas automáticas. Hablaba de la
victoria como si ya estuviera en sus
manos.
Pero Stammer me echó un jarro de
agua helada.
—No soy sospechoso de falta de
lealtad a nuestro Führer —me dijo—.
Estuve en Viena preparando la entrada
de nuestras fuerzas, y allí me gané esta
condecoración… En España organicé
los servicios de radio y transmisiones, y
he luchado en Rusia contra aquel pueblo
arisco, insidioso y rapaz. Por eso me
encuentro en condiciones de afirmar que
la actual propaganda está destinada al
fracaso. Hitler, nuestro Führer, es un ser
humano como todos, con unas
cualidades extraordinarias y fuera de lo
común, aunque entre ellas no figura la
infalibilidad. Ni siquiera él puede
predecir el curso de los
acontecimientos. En todo caso, puedes
tener la seguridad de que no se firmará
la paz y de que la tragedia llegará
rápidamente.
Quedé muy impresionado. Di vueltas
y más vueltas a las palabras de mi
amigo, y traté de poner en orden mis
ideas. A los hombres como nosotros
sólo nos quedaba ya la amistad. Los
grandes ideales que estimulaban a
nuestros camaradas al principio de la
lucha se estaban apagando. Nos
habíamos convertido en unos pobres
diablos que se aprietan unos contra otros
para combatir el frío.
Sobre nosotros pasaban
continuamente los aviones Aliados.
Brillaban en el cielo como bandas de
palomas, y soltaban como excremento
papeles plateados para confundir al
radar. Abajo, hombres, mujeres y niños
respiraban con alivio cuando los
aparatos rebasaban la vertical. El color
volvía a los rostros y el corazón
recobraba su ritmo normal. Recuerdo a
un viejo, dueño de un café, ordenando en
tono imperativo a alguien que tocaba en
un desvencijado piano que dejara de
hacerlo, ¡porque los aviadores podían
oírle!
El pánico cundía entre la población
civil, la tristeza hacía mella en todos
como secuela de una lucha sin
precedentes que podía desembocar en la
mayor de las catástrofes. La propaganda
hablaba de nuevas armas contra la
aviación, y teníamos que creer en ellas
si no queríamos sucumbir a la
desmoralización.
Inesperadamente, me visitó un
comandante del Servicio Secreto para
hacerme una proposición. Empezó
recordando mis conocimientos de los
códigos y de las transmisiones por
morse, mi entrenamiento y mi lealtad,
para terminar diciéndome:
—Tenemos que enviar un hombre a
América del Sur, y hemos pensado en
usted porque estamos seguros de que nos
prestará un gran servicio. No le pido
que tome una decisión ahora mismo.
Puede pensarlo con calma, y la semana
próxima me dará su respuesta. No se
crea obligado a aceptar: nadie le
reprochará una negativa. La misión que
se le va a encomendar es difícil, ingrata
y peligrosa, pero estamos seguros de su
lealtad y de que si consigue llegar al
punto de destino cumplirá con su deber.
Añadió que realizaría el viaje en
submarino, pero no conocía el puerto de
salida ni el lugar de desembarco.
No tuve que pensarlo. La
proposición del comandante me había
satisfecho desde el primer momento.
Aquella noche no pude pegar un ojo.
Pensaba con entusiasmo en el viaje y no
veía los peligros que podía acarrearme.
Confiaba ciegamente en mi buena
estrella, y por ello no pensaba en los
posibles riesgos sino únicamente en los
servicios que podría prestar a una causa
justa que defendía con todas mis fuerzas.
Pendiente de la nueva visita del
comandante, llegó el domingo. En el
pueblo en el que estábamos alojados no
había iglesia católica: la inmensa
mayoría de la población era protestante.
Por ello, en la madrugada de aquel
domingo, cuando aún no había
amanecido, salí en compañía de tres
mujeres camino del pueblo más cercano.
Llegamos a él después de siete
kilómetros de marcha. La iglesia estaba
cerrada, y entramos en casa de unos
parientes de aquellas damas. Me
recibieron muy cordialmente y me
ofrecieron un suculento desayuno que me
confortó después del frío que había
pasado. Esto me permitió comprobar,
una vez más, que a pesar de las
considerables diferencias
temperamentales y psicológicas
existentes entre los pueblos alemán y
español, hay entre ellos una indudable
corriente de simpatía mutua, como polos
de signo contrario que se atraen. Y
conste que no me refiero únicamente al
«éxito» que entre la población femenina
tienen nuestros varones.
Después de oír misa regresamos a
nuestro pueblo. Las damas a las que
había servido de escolta tuvieron la
amabilidad de invitarme a comer,
invitación que acepté con mucho placer.
Llegó el momento de la nueva visita
del comandante, y con ella la decepción:
—No he querido comunicarle la
noticia por escrito y he venido en
persona a decirle que el Mando ha
decidido suspender la proyectada
operación, debido a que los riesgos son
muchos y las probabilidades de éxito
muy escasas. Hemos llegado al
convencimiento de que le enviaríamos a
una muerte segura, ya que todos los
mares están vigilados palmo a palmo.
¡Mi gozo en un pozo! La decepción
del momento quedó compensada con la
nueva propuesta del comandante: los
grupos de comandos. ¡Lo que yo había
soñado tantas veces!
Pronto terminaría mi inactividad.
Cuando llegué a Wiesbaden, en
cumplimiento de la orden que acababa
de recibir, era de noche. Fui alojado en
un hotel en el que sólo se oía hablar
francés. En mi viaje me acompañaba
Stammer. Aquélla no era una hora
apropiada para presentarse en ningún
organismo oficial, de modo que
Stammer y yo decidimos salir a dar una
vuelta en busca de un poco de diversión.
Pero en aquella ciudad la vida nocturna
era prácticamente inexistente, y los
escasos cafés que permanecían abiertos
ofrecían un aspecto desalentador.
Finalmente fuimos a parar a un hotel
cuyo nombre no recuerdo, donde un
maître de aspecto impecable se acercó a
nosotros y, al ver sobre la manga
izquierda de mi uniforme el escudo de
España, nos habló en un castellano
chapurreado y se ofreció a buscarnos un
lugar desde el cual pudiéramos escuchar
cómodamente la música con la que un
piano y un violín amenizaban la velada.
Aquel hotel era el más elegante de la
ciudad y estaba ocupado exclusivamente
por jefes y oficiales. Sin embargo, la
bebida estaba racionada y sólo servían
una copa de champán por cabeza.
Stammer y yo la apuramos a pequeños
sorbos, haciéndola durar el mayor
tiempo posible. A la una de la mañana
terminó la música y se apagaron las
luces del salón.
Cuando llegamos a nuestro hotel
descubrimos que los franceses y belgas
continuaban en la planta baja en plena
juerga, que por cierto no era en seco, ya
que encima de todas las mesas había
numerosas botellas de vino del Rin, la
mayoría vacías. El ambiente estaba muy
caldeado y abundaban las representantes
del bello sexo, casi todas francesas y
belgas que habían llegado allí siguiendo
a sus amigos alemanes en la retirada.
Los servicios que hasta entonces
habían funcionado en Francia estaban
concentrados ahora en varias ciudades
de la zona occidental de Alemania.
Hombres y mujeres de todas las
nacionalidades —aunque predominaban
los belgas y franceses— se apiñaban en
los hoteles y en casas particulares. Las
quejas y las protestas eran incesantes
por parte de aquellos individuos que
habían vivido en París o en Bruselas
dándose la gran vida en su calidad de
confidentes o colaboradores de los
servicios del ejército alemán. Aquello
había terminado, pero ellos no se habían
hecho aún a la idea. En su inmensa
mayoría se trataba de hombres y mujeres
sin más ideales que la buena mesa, el
buen vino y los goces materiales; a
todos ellos se les podía comprar con
dinero.
El otoño tocaba a su fin y el ejército
alemán preparaba el último de sus
coletazos: la operación de las Ardenas.
La mayor parte de los servicios se
hallaban instalados en Wiesbaden,
Frankfurt, Bonn, Coblenza, Maguncia y
Nassau. Cerca de Coblenza había un
gran edificio que en otra época había
sido un convento, aislado de los pueblos
cercanos y rodeado de bosques. Aquel
edificio era utilizado como centro de
instrucción de comandos. Al frente de
todos los grupos se encontraba un
capitán de ingenieros, comandante en
jefe de aquel improvisado cuartel, en el
que hombres de diversas nacionalidades
convivían y se preparaban para luchar
por la misma causa. Sin embargo, los
distintos grupos no se mezclaban,
aunque se miraban con respeto y afecto.
El mismo día de mi llegada fui
presentado a los españoles que
constituían mi grupo, exactamente 36: 2
sargentos, 5 cabos y el resto, soldados.
Todos habían sido concienzudamente
preparados y conocían a la perfección el
manejo de las armas y explosivos, las
consignas y los métodos de
enmascaramiento. Procedían de todas
las regiones de España. Había dos
catalanes —de Barcelona—, seis
extremeños, siete vascos, tres navarros,
diez gallegos y ocho aragoneses. Todos,
menos cinco, habían pertenecido a la
División Azul.
A los dos días de haber asumido el
mando del grupo, Miró, un sargento que
hasta entonces había desempeñado la
jefatura, se negó a bajar al campo de
instrucción. Ordené que le bajaran a la
fuerza, orden que se apresuraron a
cumplir dos galleguitos. Mientras iban
en su busca hablé con el capitán-jefe, el
cual me dijo: «El único responsable del
grupo es usted, y la desobediencia se
castiga con la pena de muerte».
Miró bajaba sonriendo, con la
guerrera desabrochada a pesar del
intenso frío que en aquellos momentos
hacía. No sé qué se proponía demostrar
con aquella chulería. Le grité:
«¡Abróchese la guerrera!». Se quedó
mirando a los que estaban formando y
obedeció maquinalmente. Me acerqué a
él, le ordené que se quitara los galones
de sargento y le dije: «¿Sabe con qué se
castiga la insubordinación? ¡Con la pena
de muerte!». El bueno de Miró cambió
de color y empezó a temblar. Le hice
entrar en la formación como un número
más, y al terminar la instrucción le llamé
a mi oficina. Se presentó correctamente.
Cuando le pregunté quién era y cómo
había llegado allí, me contó su historia:
—Estaba trabajando en una fábrica
que quedó destruida por un bombardeo
de la aviación estadounidense. Entonces
tuve la suerte de encontrarme con
Poyatos, el cual me habló de estos
servicios a los que él pertenecía y en los
que yo podía ingresar. No hice la guerra
de España ni pertenecí a la División
Azul. Vine aquí como trabajador.
Después de la destrucción de la fábrica
quise regresar a España, pero al
hablarme Poyatos del sueldo y de los
derechos que podía adquirir, decidí
alistarme. He estado en varios campos
de preparación, y hace quince días nos
trajeron aquí.
—¿Cómo has ascendido a sargento?
—Gracias a mis conocimientos del
idioma alemán que me permitieron
mantener unas relaciones más estrechas
con el Mando, sirviendo de intérprete a
mis compañeros.
—Bien. Ahora pasarás al calabozo.
—¡No, por Dios! No podría resistir
a pan y agua. ¡Por favor, no me imponga
ese castigo!
Sus súplicas me desarmaron. Al fin
y al cabo, Miró no se las daba de
«idealista». No era más que un pobre
chico con ganas de ganar dinero, aunque
en un momento determinado se le
hubieran subido a la cabeza los galones
de sargento.
Le ordené que me entregara su
documentación e hice que le
acompañaran al almacén donde había
ropa de paisano.
Cuando regresó, vestido de paisano,
le pregunté a dónde quería ir. Me dijo
que a Berlín. Le facilité un pase y unos
bocadillos.
—Y ahora, ¡largo de aquí! Tienes
cinco minutos para desaparecer del
campamento…
Miró no se hizo repetir la orden dos
veces.
En el «convento» había un almacén
de armas y de ropa: uniformes de los
ejércitos aliados y trajes de paisano con
etiquetas de diversos países: Francia,
Inglaterra, Bélgica, etc.
El armamento era del tipo más
moderno, e incluía todas las armas
automáticas de los ejércitos Aliados, de
las cuales teníamos que conocer sus
menores detalles. Los técnicos en esta
clase de armas capturadas al enemigo
eran los encargados de explicarnos sus
características y su funcionamiento.
Nos levantábamos al amanecer. La
instrucción en campo abierto empezaba
muy temprano, aprovechando los
bosques que rodeaban el «convento».
Repetíamos constantemente la
importancia del silencio y del
enmascaramiento. La moral de mis
hombres era muy elevada, ya que
estaban mentalizados por las charlas
diarias de especialistas alemanes que
repetían machaconamente los temas de
la propaganda oficial, especialmente los
que se referían a las «armas secretas»
que Hitler estaba a punto de utilizar. Yo
mismo estaba casi convencido de que la
victoria final no podía escapársenos.
Entretanto, insistíamos en los aspectos
más importantes de la acción de los
comandos: flexibilidad, arrojo,
explotación del éxito de la ofensiva,
economía de fuerzas, rapidez de
concepción y maniobra, etc., teniendo
siempre en cuenta que éramos una
avanzadilla del Ejército que debía
ocupar el terreno de facto.
A finales de noviembre recibí la
orden de presentarme en el Cuartel
General del mariscal von Rundstedt,
instalado en un pueblecito muy próximo
al «convento». Allí me enteré de que
varios de los grupos iban a tomar parte
en una importante ofensiva que se estaba
preparando. Un comandante del Estado
Mayor de von Rundstedt, ante un plano
minuciosamente trazado, me explicó con
todo detalle cuál sería la misión de
nuestro grupo. Me acompañaba en
aquella visita un brigada alemán que
convivía con nosotros y que hablaba
perfectamente el español, lo mismo que
el inglés. Sus servicios como intérprete
resultaron inapreciables para mí.
El mes de noviembre de 1944 fue
uno de los más lluviosos del siglo.
Debido a ello, el avance de los Aliados
había sido muy lento, ya que campos y
caminos se hallaban embarrados a causa
del desbordamiento de ríos y arroyos. El
mariscal von Rundstedt había planeado
un ambicioso contraataque, con diez
divisiones blindadas y catorce de
infantería. Nuestra misión consistiría en
infiltrarnos a través de las líneas
enemigas con el fin de congestionar su
retaguardia.
La rotura debía producirse en el
centro de las fuerzas enemigas de las
Ardenas, hasta el río Mosa, partiendo la
línea en dos para avanzar hacia el puerto
de Amberes, punto neurálgico de la red
de abastecimientos de los ejércitos
Aliados. Nuestra misión, lo mismo que
la de los otros grupos de comandos, era
muy importante para facilitar el avance
del grueso de las tropas germanas.
El 14 de diciembre de 1944 los
diversos grupos salieron del «convento»
en dirección a los lugares que les habían
sido asignados. Caía una gran nevada y
el frío era intensísimo; en realidad,
aquél fue uno de los inviernos más
crudos que recuerdo, y entre mis
hombres menudearon las alusiones a la
batalla de Teruel, durante nuestra guerra
civil, y a la más reciente campaña de
Rusia. La visibilidad era muy limitada,
aunque esto representaba una ventaja
para nosotros.
Al atardecer del mismo día 14
llegamos a las proximidades de los
puestos avanzados alemanes, a la vista
de las trincheras enemigas. Allí nos
esperaba el guía que había de situarnos
detrás de las líneas Aliadas. Tras un
descanso de veinticuatro horas, que
dedicamos a ultimar todos los
preparativos, iniciamos la penetración
con las primeras sombras de la noche
del 15 de diciembre.
El guía, naturalmente, conocía el
terreno como la palma de su mano, y
había estudiado minuciosamente el
itinerario. De modo que, una vez
recorridos los dos primeros kilómetros,
que tuvimos que cruzar arrastrándonos
como reptiles y conteniendo incluso la
respiración (invertimos casi dos horas
en aquel trayecto), el avance se hizo
relativamente fácil, hasta que tras varias
horas de marcha llegamos a las
proximidades de un pueblo situado a
orillas de un bosque. En aquel bosque se
veían luces y lo que a primera vista
parecían grandes depósitos de material.
Decidí enviar a dos de mis hombres en
misión de reconocimiento. En efecto, lo
que desde lejos se nos había hecho
sospechoso eran unos grandes montones
de obuses de artillería, tapados con
lonas. Pero lo mejor del caso era que
los soldados encargados de su
vigilancia no habían dejado ni un solo
centinela y se habían refugiado todos en
sus tiendas de campaña, sin duda para
protegerse del intensísimo frío.
Dividí rápidamente nuestro comando
en dos grupos: uno de ellos se dedicaría
a colocar cargas explosivas en aquellas
montañas de munición, en tanto que el
otro ocupaba posiciones estratégicas
para proteger a los primeros de un
posible ataque, caso de que fueran
descubiertos.
Poco antes del amanecer empezó la
«función». Las explosiones se
sucedieron ininterrumpidamente y los
fogonazos se convirtieron en una sola e
inmensa llama que iluminaba con
resplandores lívidos la dantesca escena.
Oficiales y soldados estadounidenses
salían de sus alojamientos corriendo y
se paraban bruscamente, sin saber hacia
dónde dirigirse: la sorpresa les había
desorientado. Abrimos fuego contra una
sección que salía de las casas del
pueblo. Al oír el tableteo de nuestras
metralletas, los que se encontraban en
las tiendas de campaña empezaron a
salir con los brazos en alto.
La resistencia fue prácticamente
inexistente, pero sufrimos las primeras
bajas: tres muertos y dos heridos. Los
estadounidenses, convencidos de que el
frente se había derrumbado y de que
estaban siendo atacados por importantes
fuerzas, escapaban como conejos o se
rendían sin tratar de defenderse.
Reunimos a más de trescientos en una
iglesia, debidamente vigilados. Poco
después oímos el tronar de la artillería y
el tableteo de las ametralladoras: la
ofensiva había empezado. ¿Lograría
progresar? No tardaríamos en salir de
dudas.
Nos habíamos refugiado en dos
casas que dominaban la iglesia, y desde
allí fuimos espectadores de excepción
de los acontecimientos. La ruptura del
frente resultó más laboriosa de lo que
habíamos previsto. A primeras horas de
la tarde empezaron a aparecer grupos de
soldados enemigos en franca huida,
aunque no la desbandada general que
esperábamos. Cuando, preocupados por
la larga espera, comenzábamos a creer
que la cosa iba a terminar muy mal para
nosotros, vimos asomar a lo lejos un
grupo de tanques. «¡Son nuestros! ¡Son
nuestros!», gritaron mis hombres,
alborozados. Salimos rápidamente a su
encuentro. Del primero de los tanques
saltó un capitán con una pierna artificial,
el cual se apresuró a felicitarnos por el
éxito de nuestra operación. En realidad,
la mayor parte de aquel éxito lo
debíamos a la buena estrella que nos
había conducido al lugar en el que se
encontraba el parque de
municionamiento de una División.
Cumplida nuestra misión, debíamos
regresar a nuestro punto de partida. Pero
antes hicimos acopio de café, coñac y
cigarrillos estadounidenses hasta llenar
nuestros macutos.
Mientras esperábamos el desenlace
de la ofensiva, había empezado a
experimentar unos intensos dolores en
los pies; al principio no les concedí
importancia, atribuyéndolos al
cansancio producido por la marcha
nocturna. Pero, al abandonar la casa
para salir al encuentro de los tanques,
los dolores se recrudecieron hasta
convertirse en insoportables y llegó un
momento en que tuve que sentarme en el
suelo, incapaz de seguir andando. Traté
de quitarme las botas, pero me resultó
imposible hacerlo: tenía los pies
monstruosamente hinchados. Para
descalzarme fue necesario cortar el
cuero. El médico que viajaba a bordo de
uno de los tanques diagnosticó
rápidamente: principio de congelación.
Por lo visto, había sido un descuido mío
al no atarme bien las botas, permitiendo
que penetrase el agua helada. Por
fortuna, en el pueblo había varios
camiones y en uno de ellos me
evacuaron rápidamente al hospital de
campaña más cercano. Permanecí allí
varios días hasta que, bastante
recuperado pero habiendo perdido dos
falanges de tres dedos del pie derecho,
me trasladaron a Wiesbaden.
Entretanto, había continuado la
ofensiva. Los bombardeos de nuestra
aviación, que habían pillado por
sorpresa a los Aliados, resultaron de
una terrible eficacia en los primeros
momentos. Ellos no se atrevían a volar
por falta de visibilidad, y nuestras
fuerzas avanzaron mientras el cielo
permaneció encapotado. Pero, en cuanto
se despejó, nuestra ofensiva quedó
frenada en seco, ya que la aviación
Aliada volvió a hacerse dueña y señora
absoluta del cielo.
CAPÍTULO III
Después de la acción de las Ardenas,
mis comandos habían quedado en
cuadro. De modo que, al salir del
hospital, cojeando aún a causa de los
intensos dolores que sentía en el pie
derecho, recibí la orden de trasladarme
a Berlín con los supervivientes y
efectuar una nueva recluta, para la cual
se me facilitarían toda clase de medios.
Una orden firmada por el propio Hitler
me autorizaba a alistar a todos los
españoles que quisieran formar parte de
los comandos, donde quiera que se
encontrasen: trabajando en una fábrica,
encuadrados en otras unidades e incluso
en la cárcel.
La primera mañana de mi estancia en
Berlín la dediqué a recorrer todos los
cafés frecuentados por españoles. En
uno de ellos encontré a un grupo de
trabajadores que discutían a voces el
problema que se les había planteado a
causa de los bombardeos Aliados, ya
que la fábrica en la que trabajaban había
quedado arrasada recientemente.
Me senté ante una mesa cercana a la
que ellos ocupaban. Al ver la bandera
de España sobre mi brazo izquierdo,
bajaron la voz y empezaron a
cuchichear. Pedí un café y me dispuse a
esperar hasta que llegara algún conocido
o hasta que alguno de aquellos
trabajadores se decidiera a dirigirme la
palabra.
No tardé en darme cuenta de que
estaban discutiendo cuál de ellos debía
tratar de entablar conversación conmigo.
Apuré mi café, sin prisas, y encendí un
cigarrillo, esperando. Finalmente, uno
de ellos se decidió y se acercó a mi
mesa.
—A sus órdenes, mi capitán. ¿Es
usted español?
—En efecto, ¿y tú?
—Yo también, mi capitán. Estuve en
la División Azul y me quedé aquí como
productor.
—Siéntate. ¿Quieres tomar algo?
—Gracias, mi capitán. Ahora no. Se
sentó a mi mesa.
—¿Y qué haces ahora? —le pregunté
—. ¿No trabajas?
Me contó que la fábrica en la que
estaba trabajando, lo mismo que sus
compañeros de mesa, había quedado
destruida por las bombas de los aviones
Aliados y que llevaban más de una
semana deambulando de un lugar a otro
sin conseguir un empleo.
—Precisamente estamos esperando a
un tal Zabala, que pertenece a la
Organización Todt y que nos prometió
proporcionarnos trabajo. —¿Cuándo
llegará?
—Dijo que vendría aquí a la una.
—Bien. Ahora son las doce y tengo
que ir a mi hotel a recoger unas cosas.
Volveré a la una. Si ese Zabala llega
antes que yo, le dices que me espere.
En el hotel cogí unos paquetes de
cigarrillos y una botella de coñac y
regresé al café. Allí estaba ya Zabala
con el grupo de españoles. Nueve en
total. Los hombres que necesitaba para
empezar.
Cuando me vieron llegar todos se
pusieron en pie. Zabala se cuadró, hizo
entrechocar sus tacones y saludó
aparatosamente con el brazo extendido.
—A sus órdenes —me dijo, con voz
sonora.
Le puse en antecedentes de mi plan y
quedamos en que él mismo se encargaría
del reclutamiento, ya que lo estaba
haciendo para la Organización Todt.
Convinimos en volver a vernos en el
mismo lugar, el día siguiente, a las diez
de la mañana.
Ignoro cómo se había enterado la
doctora Faupel de mi presencia en
Berlín, pero aquella misma noche,
cuando llegué al hotel, me esperaba una
sorpresa. Mientras pedía la llave de mi
habitación, un sargento alemán se acercó
a mí y en correcto castellano se presentó
y me dijo que debía transmitirme una
orden de parte del general Faupel.
—La señora Faupel me ha
encargado que le diga que el general
quiere hablar con usted y que le espera
en su despacho mañana, antes de las dos
de la tarde.
—Dígale a la doctora que mañana,
alrededor de las doce, pasaré por el
Instituto.
Me había prometido a mí mismo no
volver a pisar aquel centro, pero no
podía desatender la llamada de un
militar tan prestigioso como el general
Faupel.
Aquella noche no tuve mucho tiempo
para descansar. Sonó tres veces la
alarma, y las tres veces tuve que bajar al
refugio. Era una orden que había que
cumplir a rajatabla.
Acudí puntualmente a la cita con
Zabala, que me esperaba ya en el café
con un grupo de españoles, quince en
total, todos dispuestos a seguirme. Les
dije que tenía que atender a un
compromiso ineludible, y quedamos en
volver a vernos aquella misma tarde.
El general Faupel me recibió
amablemente y entró en materia sin
andarse por las ramas:
He hablado con el Alto Mando de la
conveniencia de agrupar en una unidad
especial a todos los españoles que
luchan en los diversos frentes. Mi
permanencia en los países
hispanoamericanos y, más tarde, mi
cargo de Embajador de Alemania en
España, me han permitido conocer la
idiosincrasia de su pueblo, al que
admiro y aprecio profundamente. Sé del
indomable valor del soldado español, lo
mismo en el ataque que en la defensa,
pero creo que la experiencia que hemos
llevado a cabo, integrando a sus
compatriotas en unidades alemanas, ha
sido un fracaso. De las tres Compañías
que tenía el capitán Greffe sólo le queda
una, incompleta. La mayoría de sus
soldados han desertado, y algunos están
en la cárcel. De modo que se ha
decidido formar una unidad española,
que estará bajo el mando de usted.
Todos los organismos militares le darán
las máximas facilidades y le
proporcionarán todo lo que haga falta.
De momento, creo que lo mejor sería
que se quedara usted en Berlín, a fin de
poder solucionar sobre la marcha los
problemas que vayan surgiendo. Una vez
todo en orden, podrá trasladarse a
Potsdam.
—De acuerdo, mi general —dije—.
Procuraré hacer honor a su confianza.
Al salir del edificio me encontré
precisamente con un español que me
había estado esperando mientras yo
hablaba con el general. Deseaba
informarme de la situación en que se
encontraba un grupo de españoles que
habían desertado de la unidad del
capitán Greffe y que por verdadero
milagro habían podido eludir la
vigilancia de la policía militar.
Estaban en la habitación de un hotel,
que tenía alquilada un productor
español. Cuando llegamos a aquel hotel
y subimos a la habitación, quedé
asombrado al ver las condiciones en que
vivían aquellos desdichados. Eran
diecinueve, encajonados en un cuartucho
individual en el que casi no cabían de
pie. Y llevaban allí más de dos
semanas… Como me acompañaba un
sargento-intérprete que el general
Faupel había puesto a mis órdenes, y
todos aquellos hombres me pidieron que
les admitiese en mi unidad, les hice
trasladarse a Potsdam con el sargento,
que llevaba las órdenes pertinentes.
A partir de aquel momento visité con
cierta frecuencia el Instituto
Iberoamericano, al que tanto deben —de
un modo especial a la doctora Faupel—
los españoles que vivieron en Alemania
en aquellos difíciles tiempos.
En el Instituto, patrocinados por la
doctora, se había enquistado un grupito,
en torno al cual merodeaban
informadores y confidentes.
Martín de Arrizubieta era el
«hombre fuerte» dentro del Instituto,
cosa que no era muy del agrado de
Ramón Fernández, que pretendía ocupar,
cerca de la doctora, el puesto de Martín,
pero a pesar de sus intrigas nunca
consiguió desplazarle, ya que la señora
Faupel, mujer inteligente y con un sexto
sentido muy desarrollado, les conocía
perfectamente a los dos. El tercero en
discordia era Salazar, que jugaba todos
los palos. Era de los que se arriman al
sol que más calienta, como vulgarmente
se dice.
Un día, Salazar me acompañó al
lago Wannsee, donde vivía el
matrimonio Faupel en un chalet de su
propiedad, con una hermana del general
y otro matrimonio de sirvientes.
El general nos invitó a merendar y,
mientras lo hacíamos, me pidió detalles
acerca de la organización de mi unidad.
En un momento determinado, me habló
de la necesidad de establecer un enlace
perfecto entre los dos, y para ello me
sugirió a Arrizubieta y al propio
Salazar. No tuve inconveniente en
aceptarlos: el primero me serviría para
dar conferencias a la tropa, y el segundo
como enlace directo con el Instituto.
Aproveché la ocasión para solicitar el
traspaso a mi unidad de Ramón
Fernández, que había sido teniente en la
guerra de España y que tenía mucho
interés en venirse conmigo. Salazar se
permitió un comentario nada favorable
para Fernández. Indignado, le dije que
iba a enfrentarle con él para que
repitiera en su presencia lo que acababa
de decir. El general, con mucho tacto,
desvió la conversación hacia otros
temas.
Cuando regresamos a Berlín era ya
de noche. Yo me había cerrado en un
completo mutismo, hasta que Salazar
empezó a suplicarme que no le hablara
del incidente a Ramón Fernández. Me
dio lástima y decidí no crearle
problemas, aunque no me abstuve de
decirle lo que opinaba de los que hablan
mal de los amigos a espaldas suyas.
A la mañana siguiente me trasladé a
Potsdam, donde se encontraba el cuartel
de mi unidad, en lo que antes había sido
Escuela de Oficiales.
Cuando llegué, estaban en clase de
teórica: Zabala explicaba el
funcionamiento del Panzerfaust[10].
Reuní a los oficiales: Ocaña, Botet,
Martínez, Múgica y Zabala. El cuadro
de suboficiales no estaba completo.
Ramón Baillo y Artiaga eran
brigadas; había dos sargentos, uno
exguardia civil y otro excarabinero. Mi
cabo de enlaces era Roberto Gracia, al
cual ascendí a sargento aquel mismo día.
Mi asistente era un muchacho gallego
del Frente de Juventudes, y entre los
cabos figuraba Juan Pinar, el cual
merece punto y aparte por la serie de
embustes que ha contado y que de tanto
repetirlos ha llegado a creérselos él
mismo.
Me enviaron cuatro intérpretes,
Gerardo Liebert, Juan Klimovich,
Jacobo y otro cuyo nombre no recuerdo.
Dos pertenecían al ejército regular y los
otros dos a las SS. Desde el primer
momento fueron mis mejores y más
fieles colaboradores, entregándose en
cuerpo y alma a la tarea que tenían
encomendada.
Cuando regresé al hotel Excelsior,
donde tenía mi puesto de mando, me
esperaba una comunicación urgente:
debía presentarme al Alto Mando. Me
apresuré a cumplir la orden. Un coronel
de Estado Mayor me dijo que tenía que
ceder una Compañía que saldría hacia
un lugar de Alemania en el que se
prolongaría la resistencia en el caso de
que Berlín cayera en manos de los rusos.
Decidí consultar al general Faupel y
le llamé por teléfono, informándole de
lo que acababan de decirme. Me
aconsejó que no cediera a ninguno de
mis hombres.
Pero el Alto Mando siguió
insistiendo, hasta que llegué a la
conclusión de que, si no cedía
voluntariamente, tendría que hacerlo
obedeciendo una orden. De modo que
renuncié a aquellos hombres, con todo el
dolor de mi corazón.
En aquellos últimos meses tan
cargados de acontecimientos y en los
que casi siempre había que tomar
decisiones sobre la marcha, me vi
agobiado por el trabajo ya que no podía
confiar en nadie.
En una de mis frecuentes visitas a la
doctora Faupel me encontré con un
grupo de diplomáticos, entre ellos el
vizconde de Porta Cruz. Con él estaban
Alberto Fulner, coordinador de los
servicios de los Altos Estados Mayores
alemán y español, y el secretario del
Instituto, Dr. von Fommerkas, que unos
días después desapareció. (Años más
tarde, volví a encontrarme con él en el
hotel Palace de Madrid: era ministro de
Justicia de la R. F. A.).
Me había entregado por entero a la
organización de aquella unidad
española, a la que el propio Mando
Alemán había de bautizar con mi
apellido: «Unidad Ezquerra», a pesar de
mi franca oposición. No resultó una
tarea fácil disciplinar a aquel grupo de
españoles, que distaban mucho de ser
unos seminaristas y que, muy imbuidos
del «machismo» hispano, se resistían a
admitir una disciplina que por fuerza
tenía que ser rígida. Capaces de las
mayores empresas, eran aptos también
para cometer los mayores disparates.
La orden había sido concreta y
terminante: todos los españoles
formarían un solo grupo. Se habían
incorporado ya los que estaban luchando
con la División Valona, que mandaba el
jefe de los rexistas belgas, León
Degrelle. Tenía a los míos, los que
habían luchado en los comandos. Y los
que recogí en Berlín, que vivían a salto
de mata, acosados por la policía. La
mayoría de ellos habían pertenecido a la
División Azul.
Muchos tenían una amiga alemana
que les acogía en su casa. Ésta era una
de las soluciones. Otra, el Instituto
Iberoamericano. No podían pedir nada a
los centros oficiales, ya que todas
nuestras autoridades a nivel de
Embajada o Consulado habían salido de
Berlín. El único representante
diplomático español era Gonzalo del
Castillo, que se multiplicaba para
repatriar al mayor número posible de
compatriotas. Dio pasaportes a todos los
que se lo pidieron, y ayudó a cuantos
pudo, documentando a muchos alemanes
que por algún medio conseguían
demostrar que habían estado en España
o que tenían parientes o amigos
españoles. Y todo lo hizo de una manera
completamente desinteresada.
Pero, al mismo tiempo, trató por
todos los medios de boicotear la
formación de la unidad española,
intentando que aquellas ratas que como
tales querían abandonar el barco
desmoralizasen a los que tenían la firme
voluntad de continuar luchando contra el
enemigo de siempre: el comunismo.
La doctora Faupel se había
interesado por sus confidentes y me citó
en su despacho. Con su acostumbrada
amabilidad, me habló de la necesidad de
controlar lo que se hacía con las
raciones en frío, y aprovechó la ocasión
para hablarme de la labor que estaba
efectuando nuestro compatriota, único
representante oficial de España en
Berlín en aquel momento.
—Me consulta muchas cosas —dijo
la doctora Faupel—. Es un muchacho
trabajador y competente. Sin embargo,
nos está molestando, debería usted hacer
algo para evitarlo.
—A enemigo que huye puente de
plata —repliqué—. El cumple con su
deber y nosotros con el nuestro. Los dos
somos españoles, y nunca haré nada
contra un español.
—Lo comprendo muy bien, aunque
eso no quiere decir que deba consentir
usted que se lleve a los españoles que
ya tiene encuadrados…
—No se preocupe, doctora Faupel.
Puede estar segura de que ninguno de los
míos prestará oído a cantos de sirena,
vengan de donde vengan.
En Berlín había también una
representación de Falange Española. La
visité en dos ocasiones, acompañado de
algunos hombres de mi unidad, y no
quiero que quede sin explicar lo que allí
vi y lo que deduje de las conversaciones
que mantuve con ellos.
Todos aquellos «representantes»
estaban completamente corrompidos.
Allí no había más que vicio, mercado
negro, intriga y mentiras. El «jefe» era
José Luis I., exsargento de Regulares,
pedante, engreído y lleno de lacras
morales que pretendía ocultar, sin
conseguirlo. Formaban su «corte» dos
enanos, física y moralmente, que habían
huido de Bélgica, donde habían
trabajado para la Gestapo, sacando
buenos dividendos a su oficio de
confidentes, siempre con dos velas
encendidas, una a Dios y otra al diablo,
velas que no habían apagado aún en
Berlín.
Mientras José Luis I. escuchaba a
aquellos aduladores, que era lo único
que sabía hacer, Sola y Jordá, aquellas
dos ratas, buscaban la salida para los
valiosos cuadros que habían adquirido
en los Países Bajos a cambio de
servicios prestados a los organismos de
retaguardia del ejército alemán.
Sola pretendió continuar con sus
intrigas incordiando de nuevo con la
Gestapo, pero la policía política
alemana tenía algo mejor en qué
ocuparse en aquellas horas difíciles, y
aquel bastardo cosechó uno de sus
mayores fracasos cuando trató de
meterse con quien contaba con la
confianza y el respeto del Alto Mando.
Jordá, por su parte, acudió a la
doctora Faupel y le contó una serie de
embustes destinados a desacreditarme
del modo más ruin. Cuando me enteré,
de labios de la propia doctora, me dirigí
a la Jefatura de Falange dispuesto a
armar la de Dios es Cristo. No pude
haber llegado en un momento más
oportuno: el «jefe» y sus secuaces, muy
bien acompañados, estaban celebrando
una verdadera bacanal. No soy ningún
puritano, pero ante aquel espectáculo el
rubor coloreó mis mejillas y la
indignación ahogó momentáneamente las
palabras que traía preparadas. José Luis
I. se acercó a mí con una botella de
coñac en una mano y un vaso en la otra,
disponiéndose a invitarme.
Estallé:
—¡Lo que estáis haciendo es
criminal! Mientras tantos españoles se
están muriendo de hambre en las
cárceles porque vosotros no os
preocupáis de ellos, y otros tienen que
dormir en los refugios porque no les
facilitáis los medios para salir de aquí,
vosotros convertís el centro de Falange
en una casa de citas… Bien, he venido a
llevarme a ese hijo de… —señalé a
Jordá— para enseñarle a decir la
verdad.
Mis palabras fueron acogidas con un
impresionante silencio. Nadie fue capaz
de replicarme. Finalmente, resonó una
tímida voz:
—Esto es territorio español…
—De acuerdo, mejor que mejor. Así
no habrá ninguna duda de que sois
extranjeros al servicio de los Aliados y
se os juzgará como a tales.
El miedo se reflejó en todos los
rostros, pero especialmente en los de
Sola y Jordá, que inmediatamente
empezaron a suplicar y a ofrecer
disculpas, aludiendo a lo que habían
sido y a los servicios que habían
prestado. Lo malo del caso es que me
dejé convencer por aquellos gusanos,
que habría de continuar viviendo sobre
los cadáveres de sus víctimas.
Los acontecimientos se precipitaban.
Los bombardeos aliados eran continuos,
las comunicaciones cada vez más
precarias. Tuve ocasión de hablar con
hombres que ocupaban puestos de gran
responsabilidad, y si bien manifestaban
su confianza en la victoria final, el único
argumento al que apelaban ahora era el
de las tan cacareadas armas secretas,
que harían su aparición en el momento
preciso.
En una de mis visitas al Instituto, la
doctora Faupel me presentó a dos
españoles que colaboraban con ella:
Cipriano Sastre y Toledo, el primero
informador, y el segundo despreciable
confidente. Los dos habían ido a
Alemania en calidad de productores.
Todavía no me explico la razón por
la que desde el primer momento me hice
buen amigo de Cipriano Sastre «Taño»,
en tanto que Toledo me inspiró una
antipatía instintiva. En su caso era muy
cierto aquello de «piensa mal y
acertarás».
Toledo era un vulgar soplón, que
denunciaba a sus propios compatriotas.
Es cierto que muchos españoles se
dedicaban al mercado negro, que
algunos vivían fuera de la ley, pero los
alemanes contaban ya con todos los
medios de información y de represión, y
no necesitaban que un hombre que había
nacido en España y que se decía
falangista se prestase a menesteres tan
bajos. Muchos españoles fueron
encarcelados y quizás se perdieron para
siempre por culpa de los confidentes
que merodeaban en torno al Instituto
Iberoamericano.
Los contactos con España se hacían
cada día más difíciles y complicados.
La intendencia de la División Azul había
pasado a manos de los alemanes, por
cuyo motivo aquellos que habían
disfrutado de la posesión de la botella
de coñac, de café y de otros
comestibles, se veían relegados ahora al
simple rancho. Capaces de vender su
alma al diablo, me acosaban
continuamente, ofreciéndome toda clase
de servicios, desde la delación hasta la
alcahuetería, a cambio de algunos
privilegios materiales. Ni que decir
tiene que me negué en redondo a
proteger a aquellos indeseables.
Cipriano Sastre, que gozaba de la
confianza de la doctora Faupel y del que
me hice buen amigo, como ya he dicho,
vivía con una muchacha alemana que
trabajaba en los servicios secretos
alemanes. A través de ella, Taño
conocía la vida y milagros de todos
aquellos españoles, y él fue quien me
puso al corriente acerca de ellos.
En cambio, no dudaba en situar en
puestos favorables a los que con su
conducta digna y responsable se hacían
merecedores de ello. Así, por ejemplo,
cuando el matrimonio Faupel necesitaba
un chófer para su automóvil y me rogó
que le cediera a uno de mis soldados,
les envié a Daniel Parras Redondo, que
se instaló en casa del general, donde le
trataban más como a un amigo que como
a un sirviente. Extremeño,
excombatiente de la guerra de España y
de la División Azul, miembro de la
Vieja Guardia, Daniel Parras era todo un
hombre, a pesar de su baja estatura, y
por añadidura español.
En mi siguiente visita a la casa del
general, éste me recibió diciéndome:
—Pase, pase, comandante…
—¿Comandante? —inquirí,
sorprendido.
—Sí. Desde ayer es usted
comandante del ejército alemán, en
reconocimiento a los servicios que usted
le presta. Por mi parte, le felicito
cordialmente.
Me hizo pasar a su despacho, donde
nos sirvieron una botella de champán
para celebrar el acontecimiento.
Bebimos únicamente la doctora y yo, ya
que el general, debido a su estado de
salud, hacía mucho tiempo que no bebía
ni fumaba. En aquella ocasión, el
general Faupel me habló de los
desagradables incidentes que se habían
producido en Salamanca, durante nuestra
guerra, entre los mandos de la Falange y
del Ejército.
—Como usted sabe —empezó el
general—, fui el primer Embajador de
Alemania en la España nacional, al
principio de la guerra civil. El Führer
me había dado órdenes terminantes en el
sentido de que no debía intervenir para
nada en los asuntos internos. De modo
que me limité a ocuparme de las
cuestiones relacionadas con la ayuda
militar.
»Desde el primer momento estuve
pendiente del curso de las operaciones,
pero me angustiaba la suerte de aquel
insigne español preso en la cárcel de
Alicante, fundador del único partido
capaz de realizar en España la
revolución que tanto necesitaba. En la
retaguardia había muchas intrigas; todos
querían mandar. Mientras los
combatientes ofrendaban sus vidas en
los campos de batalla, los arrivistas
luchaban por conseguir puestos de
privilegio.
»En el caso de Manuel Hedilla, el jefe
de Falange caído en desgracia y
condenado a muerte injustamente, mi
intervención cerca de Franco fue a título
personal, de general a general, ya que el
Führer me había prohibido intervenir
oficialmente. Fue un asunto muy
complicado… Pero en el fondo se
trataba de hacer que la Falange
desapareciera como partido político.
Sus puntos serían la base para cimentar
un Estado autoritario regido por Franco
y sus leales. A los falangistas les
faltaron en aquellos momentos la
preparación y la cohesión necesarias
para dar forma y contenido a un Estado
revolucionario eminentemente social. Y
les faltó, sobre todo, el Gran Ausente.
»Franco fue, desde el principio, dueño
absoluto de la situación. La unificación
del mando hizo que todos los poderes
fueran ejercidos por él. Con la ayuda de
Ramón Serrano Súñer fue dando perfil a
un Estado que nació bajo los auspicios
de una dictadura, creada por un grupo de
generales que desde el primer momento
se opuso, con mentalidad conservadora,
al nacionalsindicalismo como fuerza
susceptible de encauzar los afanes del
pueblo español, harto de los
contubernios de los políticos, harto de la
pasividad de las derechas, protectoras
de los intereses de los ricos, y de los
desmanes de las izquierdas, que
explotaban en su exclusivo beneficio la
justa rebeldía de los desheredados,
víctimas del capitalismo».
Así pensaba y así hablaba aquel
insigne militar alemán, modelo de
caballerosidad y de virtudes castrenses
y humanas, cuyo recuerdo no se borrará
nunca de mi memoria.
CAPÍTULO IV
El general Berger había mandado a un
oficial con la orden de que nos
trasladásemos inmediatamente a Berlín.
Me había quedado con todos
aquellos que de verdad querían hacer
honor a su juramento y que habían
forjado ya su temple en el campo de
batalla. En mi unidad no había novatos
ni pusilánimes, de los que no llevan
nada dentro. Mis soldados no eran una
tropa mercenaria, sino hombres
iluminados por un ideal y dispuestos a
defender uno de los últimos reductos de
la civilización, amenazado por la marea
roja. Eran tres compañías de españoles,
más los franceses de Doriot y algunos
hombres de la División Degrelle.
Cuando llegamos a Berlín hicimos
un recuento de las armas que poseíamos;
nos dotaron de pistolas ametralladoras
de un nuevo modelo, de puños de hierro
y de munición completa. Un oficial me
regaló, a título personal, una pistola
Walther del nueve[11], una de las armas
cortas más eficaces del mundo. El
mismo oficial nos acompañó a un
edificio en cuya planta baja estuvo
ubicada una de las zapaterías más
elegantes de Berlín. El dueño de la
tienda era propietario también del
inmueble.
La tragedia de aquel hombre era una
más de las que afectaban a millares de
familias alemanas. Había perdido a su
esposa y a sus tres hijos. Los dos hijos
varones habían muerto en el frente, uno
como capitán paracaidista en Creta, y el
otro al mando de un grupo de tanques
que había quedado en las estepas rusas.
Su esposa y su hija habían desaparecido
para siempre en un bombardeo de los
Aliados sobre Berlín, y el único
superviviente de la familia quería morir
entre las ruinas de su zapatería. Por eso,
desde el momento en que llegamos no
dejó de importunar a Jacobo, mi
intérprete, pidiendo un arma. Jacobo me
contó la historia de aquel hombre.
El inmueble, ahora en ruinas, puesto
que sólo quedaban en pie la planta baja
y el primer piso, debió de haber sido un
hermoso edificio, muy céntrico, además.
Pero su proximidad a los Ministerios y a
la Cancillería lo habían convertido en
blanco preferido de la aviación Aliada.
Nos sobraban algunas metralletas y
decidí entregarle una a aquel hombre,
con munición suficiente. La tomó entre
sus manos como un niño al que los
Reyes Magos acaban de hacer realidad
su mayor ilusión.
En aquel acuartelamiento
provisional, difícil de localizar por su
ubicación, se me presentaron 17
franceses con el uniforme de la milicia
del Partido de Doriot. No tenían armas y
querían luchar contra los comunistas. Su
situación no les dejaba otra alternativa,
ya que ninguno de ellos podía regresar a
Francia, y si caían prisioneros de los
rusos serían fusilados. Me gustó su
sinceridad, y ordené a Jacobo que
formase tres grupos con ellos y los
repartiese entre las compañías. Al
principio no estuvieron de acuerdo:
querían luchar, pero a condición de
hacerlo en la misma compañía.
Me negué en rotundo, y dije:
—¡Soy el jefe de esta unidad y aquí
mando yo!
Ante tan firme determinación,
dejaron de protestar. Cuando le estaba
diciendo a Jacobo cómo debían ser
distribuidos los franceses entre nuestros
camaradas, se presentaron cuatro belgas,
con el uniforme de las SS. Pertenecían a
la Legión Valona, de León Degrelle.
También ellos quedaron encuadrados en
mi unidad.
Pasamos la noche en aquel
acuartelamiento, pero no había
amanecido aún cuando se presentó un
teniente coronel de aviación con una
orden para acompañarnos a un cuartel
de la policía militar situado muy cerca
de allí, donde deberíamos esperar el
momento de establecer contacto con el
enemigo. En aquel cuartel, espacioso y
antiguo, había un batallón alemán de las
SS. El jefe del batallón estaba ausente,
recorriendo las posiciones que
ocupaban los hombres de su división.
Apenas nos habíamos instalado
cuando se presentó un enlace, con
nuevas órdenes del Jefe del Sector:
debía presentarme a él con todos mis
hombres. El enlace nos acompañaría.
Formé a mis hombres, los revisté
rápidamente y comprobé que todo estaba
en perfecto estado. Lo único que me
preocupaba era aquel grupo de
franceses, temiendo que a la hora de la
verdad no respondieran, y que su
comportamiento pudiera afectar a la
moral de mis hombres, dispuestos a
luchar hasta la muerte. Los hechos me
demostrarían que había sido injusto con
ellos, aunque sólo fuese mentalmente, ya
que se portaron como verdaderos héroes
y todos ellos quedaron enterrados en las
ruinas de Berlín.
El enlace me condujo a presencia
del Jefe del Sector, un teniente coronel
de Ingenieros que ostentaba la Cruz de
Caballero. Se encontraba en la
Moritzplatz, a cuerpo descubierto
consultando un plano de la capital.
Ordené a mis hombres que se refugiaran
en unas casas derruidas y, acompañado
de Jacobo, me dirigí al lugar donde
estaba el teniente coronel, impasible
ante el estallido de los obuses enemigos.
Al vernos, salió a nuestro encuentro, nos
saludó afectuosamente y, como si el
bombardeo que sufríamos no fuese con
nosotros, desplegó el plano de Berlín y
comenzó a explicarnos la situación, por
cierto nada halagüeña y sí
comprometida y difícil. Nuestras
posiciones estaban señaladas con
círculos azules, y la de los rusos con
trazos rojos. El teniente coronel me
explicó minuciosamente la misión que
nos estaba encomendada; lo que no
comprendía debido a mi imperfecto
conocimiento del idioma alemán, me lo
aclaraba mi intérprete.
Soldados y tanques rusos habían
logrado introducir una cuña en las
defensas de la capital y se encontraban
ya muy cerca del Ministerio de
Propaganda. Eran dueños de muchas de
las calles que desembocaban en aquel
sector, y era preciso tomar aquellas
posiciones y desalojar de ellas a los
rusos. Sería nuestro primer contacto.
Me separé del teniente coronel y me
encaminé al lugar donde estaban mis
hombres para explicar a los oficiales y
suboficiales cuál era la misión que nos
había sido asignada y cómo debíamos
actuar. Di la orden de marcha a la
primera Compañía mandada por el
alférez Ocaña. Teníamos que atravesar
la plaza y situarnos en la esquina de una
de las calles que desembocaban en ella,
aprovechando las ruinas y los montones
de escombros para protegernos de las
armas automáticas de los rusos.
Llegamos sin novedad. Desde aquella
esquina hasta el puente que debíamos
cruzar, el terreno estaba batido por las
armas enemigas. Los asaltos tenían que
ser individuales, por lo que ordené al
alférez Ocaña que saliera el primero.
¡No hubo manera! Ocaña no se decidía a
abandonar aquella esquina que le
protegía de los disparos enemigos. Yo le
observaba desde el portal de la casa de
en frente. Su actitud me desesperó, y
crucé la calle para obligarle a obedecer.
Pero en aquel preciso instante el brigada
Ferrer se adelantó y, corriendo en
zigzag, logró llegar al puente. Me
acerqué a Ocaña y, sin poder
contenerme, apuntándole al vientre con
mi pistola ametralladora, le dije: —
¡Salta o te mato, cobarde!
Me miró con espanto y salió
corriendo como alma que lleva el
diablo. Mi intérprete y yo fuimos los
últimos en pasar. Todos llegamos al
puente sin novedad.
En mi memoria ha quedado grabado
de modo indeleble el recuerdo de aquel
mozalbete, miembro de las Juventudes
Hitlerianas, que montaba guardia en el
puente sin más armas que dos
Panzerfaust, uno de los cuales sostenía
entre el brazo y el antebrazo izquierdos,
ya que le faltaba la mano de aquel lado,
que había tenido que serle amputada a
raíz de un bombardeo Aliado. No sé si
era inconsciencia o fanatismo, pero
aquel muchachito demostraba un valor
por encima de toda medida. Era
milagroso que las balas le respetaran…
El milagro, quizás, de su fe en la causa
que defendía. Más tarde dirían de mí lo
que habían dicho de él.
Aquel muchacho infundió confianza
en los míos, y él fue quien nos dio la
posición exacta de los rusos, algo
distinta a la que nos había señalado el
teniente coronel. Estimulados por su
ejemplo, los míos cruzaron el puente sin
encorvarse siquiera. Ésa era la raza
heroica de españoles que hacían honor a
la frase que un día pronunciara el
ministro de Propaganda del Tercer
Reich: «¡A los españoles los
reconoceréis por su desprecio a la
vida!». Así opinaban los alemanes, al
contrario de muchos de nuestros
compatriotas que nos motejaron de
locos, aplicándonos otros tristes
adjetivos llenos de veneno y de mala
intención.
Cruzamos el puente, pues, y
llegamos a la primera calle. Las casas
de la derecha conservaban aún sus
esqueletos; no así las de la izquierda,
que eran montones de escombros. Al
final de la calle se abría una pequeña
plaza, en la que los tanques rusos
campaban por sus respetos. La infantería
no había llegado, pero había tomado
algunos puntos estratégicos, desde los
cuales nos castigaban sin descanso.
Aquel muchacho, que regresó a su
puesto al otro lado del puente, nos había
dicho que a nuestra izquierda, entre las
ruinas, había un batallón de las SS. Pero
cual no sería mi sorpresa al recibir
desde el lado izquierdo unas descargas
cerradas que nos causaron los primeros
muertos y heridos. Nos echamos
rápidamente al suelo y replicamos a la
agresión, pero al oír las voces de los
que nos habían tomado por enemigos
Jacobo me repitió varias veces: «¡Son
alemanes! ¡Son alemanes!». Corrí la voz
para que cesara el fuego, y con no pocas
dificultades logramos establecer
contacto con ellos. Al oírnos hablar un
idioma que no era el alemán nos habían
confundido, creyendo que éramos rusos.
Ya no habría otra equivocación, a pesar
de lo complejo de la lucha en Berlín.
Pero aquel primer y único error nos
había costado tres muertos y dos
heridos.
Estaba hablando con el jefe del
batallón cuando se presentó un teniente
que mandaba una de las Compañías.
Venía a dar la novedad a su jefe, y al
oírme hablar en castellano me preguntó:
—¿Sois españoles?
—Sí, somos españoles.
Lleno de alegría, me abrazó,
exclamando:
—¡Yo también! ¡Yo también!
Y, obedeciendo a un súbito impulso,
añadió:
—¡Me voy con vosotros!
El comandante alemán se nos quedó
mirando, como si tratara de adivinar lo
que mi camarada español me estaba
diciendo. Jacobo lo tradujo. El alemán
sonrió y autorizó al teniente Múgica
para que luchara a nuestro lado.
A continuación, el comandante me
dijo:
—Nuestro objetivo es la
Moritzplatz. Los tanques rusos
dificultan terriblemente nuestros
movimientos; sería conveniente hacerlos
retroceder, o, al menos, cambiar de
posición.
—¡Inmediatamente! —contesté.
El comandante me deseó suerte y me
despidió con un sonoro «¡Heil Hitler!»,
que era el saludo especial de las SS para
distinguirse de las unidades de la
Wehrmacht.
Concebí rápidamente un plan de
acción. Avanzamos por una de las calles
laterales que desembocaban en la plaza.
Las barricadas rusas estaban a poca
distancia. Con un valor rayano en la
temeridad y una suerte fabulosa,
tomamos al asalto las primeras
barricadas rusas, mientras los tanques
que llenaban la plaza disparaban sin
cesar en todas direcciones. En aquel
grupo de tanques había tres con los
cañones encarados en nuestra dirección
y disparando sin pausa. Vi que Sastre y
Vázquez se adelantaban pegados a las
paredes de los edificios, seguidos muy
de cerca por el teniente Múgica. Yo me
encontraba más atrás y al otro lado de la
calle. Saltando de portal en portal
pretendía ponerme a su altura. Cuando
casi lo había conseguido, noté el
impacto de un trozo de metralla en mi
pierna derecha. Al tratar de guarecerme
en un portal, di un traspiés y caí en un
sótano lleno de carbón ardiendo.
Inmediatamente acudieron en mi ayuda
los sargentos Pinar y Gracia, y con ellos
Juanito «el Belga». Todos mis esfuerzos
para salir de allí resultaban inútiles. De
pronto, Pinar me alargó su pistola
ametralladora; me la presentó por el
cañón, estando montada y sin el seguro
puesto. Ni él ni yo nos dimos cuenta,
pero yo salí de aquel horno. Vázquez y
Sastre seguían avanzando, con sus puños
de hierro en posición de disparo.
Súbitamente, Vázquez cayó herido y
quedó al descubierto. Varios camaradas,
arrastrándose, intentaban rescatarle,
cuando vi avanzar a pecho descubierto a
Sastre en dirección al herido, caído en
el suelo, logrando por verdadero
milagro salvarle y salvarse.
Múgica asumió el mando de la
Compañía de Ocaña, que ahora
funcionaba a la perfección. Ocaña
superó aquel momentáneo
desfallecimiento, estimulado por el
ejemplo de Múgica. Lograron dejar
fuera de combate cuatro tanques rusos;
los otros se retiraron, y con ellos los
rusos que habían alcanzado aquella
posición. La plaza quedó despejada de
enemigos, que como recuerdo de su paso
habían dejado cuatro tanques
convertidos en chatarra.
Con la excitación del momento me
había olvidado de mi pierna. De pronto,
al apoyar el pie en el suelo sentí un
lacerante dolor. Me quité la bota y vi
que tenía el tobillo monstruosamente
hinchado. En aquellas condiciones me
resultaba imposible andar. Sabíamos
que en el hotel Excelsior habían
instalado un hospital de urgencia, de
modo que decidí ir allí para que me
examinara un médico.
El teniente Múgica se haría cargo
del mando, en mi ausencia. Por fortuna,
la herida de metralla era muy
superficial. El médico me prescribió
unos masajes en el tobillo, un fuerte
vendaje y, sobre todo, un buen descanso.
Aquella noche la pasé en los sótanos
de hotel Excelsior. Más que sótano, era
un túnel que conectaba la estación
Anhalter Bahnhof con el hotel. Allí
habían instalado algunas camas y
muchos colchones en el suelo. Médicos
y enfermeras se multiplicaban para
atender a los heridos. Pero abundaban
también los cuentistas que simulaban
dolores o enfermedades, y los
inevitables pescadores a río revuelto de
siempre. Presencié algunos «cuadros»
muy poco edificantes: mientras unos
luchaban con la muerte, otros gozaban
de la vida, quizás por última vez…
Allí me encontré con la amiga de
Taño y dos españoles, «el Papi» y «el
Telegrafista», a los cuales había
prestado ayuda en varias ocasiones, a
pesar de que eran trabajadores
procedentes de Francia, donde estaban
refugiados por haber hecho la guerra en
la zona republicana. Según ellos, no
tenían ningún ideal político, y se
limitaron a ingresar en filas cuando fue
llamada su quinta, lo mismo que habrían
hecho de encontrarse en la zona
nacional. También estaba allí otro
español al que sólo conocía por su
apodo de «Asturianín». El «Asturianín»
había luchado con la División Azul y,
después de su repatriación, había
regresado a Alemania como trabajador.
Más tarde, Margarita, la amiga de
Sastre, me contó que el «Asturianín»
había sido asesinado por aquellos dos
forajidos cuando los rusos ocuparon el
hotel. Aquellos dos bandidos no podían
perdonar la derrota que sufrieron en los
campos de batalla y, como otros muchos,
acechaban la ocasión de vengarse
cobardemente.
Poco después del amanecer se
presentaron Gracia y Jacobo. Dormía
como un tronco cuando alguien me
sacudió: abrí los ojos y vi a uno de los
médicos entre mis dos camaradas. El
médico examinó mi pierna y repitió
varias veces: «¡Gut! ¡Gut!», en tanto
que yo me desperezaba: hacía muchos
días que no dormía tantas horas de un
tirón.
Mientras me calzaba las botas, mi
intérprete y mi sargento de enlaces me
informaron de las novedades:
—Pocas horas después de marcharse
usted fuimos relevados por un batallón
de las SS y nos concentraron en un piso
bajo del Ministerio del Aire, al que
llegan muy espaciados los obuses rusos,
que aún no lo han tomado como objetivo
preferente.
El Ministerio del Aire quedaba muy
cerca del Excelsior, de modo que al
cabo de unos minutos me encontraba de
nuevo entre mis hombres. Al verme
llegar estallaron en gritos de júbilo, que
me emocionaron profundamente. En más
de una ocasión, y en aras de la
disciplina, me había visto obligado a
mostrarme rudo con ellos. Una de las
servidumbres del mando es la de
sobreponer el deber a los sentimientos y
a las simpatías personales. Ahora, me
satisfacía muchísimo comprobar que mis
hombres me recibían más como a un
amigo que como a un jefe.
Juntamente con el batallón letón al
mando del capitán Willi, nos había sido
asignada la tarea de taponar las
perforaciones rusas allá donde se
produjeran, lo cual no nos permitía
conocer con exactitud el panorama
general de la batalla ni retener en la
memoria más que los hechos
sobresalientes de aquella lucha sin
cuartel, en la que no contaban para nada
la táctica y la estrategia descritas en los
manuales, sino más bien la intuición y la
improvisación, el valor y la temeridad,
cualidades típicamente españolas que
hacían de nosotros los soldados ideales
para aquella clase de combate.
Cuando llegué al Ministerio del Aire
el capitán Willi había ido a entrevistarse
con el Jefe del Sector. Mientras
esperaba su regreso hablé con mis
hombres, pulsando su estado de ánimo.
La mayoría se consideraban atrapados
en una ratonera, pero ni uno sólo se
expresaba en tono de desaliento; la
moral era elevada y todos estaban
dispuestos a luchar hasta el fin.
Cuando llegó Willi, al que no
conocía personalmente, Jacobo hizo las
presentaciones. Willi me informó de que
el Jefe del Sector le había ascendido a
comandante, aunque por no tener las
hombreras seguía con las de capitán.
Luego me dijo:
—Seguí con mucho interés la guerra
de España; he tenido ocasión de hablar
con camaradas alemanes que estuvieron
allí, y todos se deshacen en elogios del
soldado español como combatiente. Más
tarde, pude ver cómo actuaban en el
frente de Leningrado. Y ahora me ha
contado el general cómo han desalojado
a los rusos de las posiciones que habían
conquistado en la Moritzplatz. El
comandante del batallón de las SS
quería que formaran con él, y así se lo
ha pedido al general, pero éste ha
decidido que actuemos como fuerza
móvil a sus órdenes directas.
Nuestra posición, equidistante del
Ministerio del Ejército y de la
Cancillería, pegada al hotel Excelsior,
cerca de la Potsdamerplatz y de los
edificios oficiales, quedaba dentro de un
triángulo de la muerte.
Willi me contó que Hitler se
encontraba en Berlín y que, dando un
magnífico ejemplo, dirigía las
operaciones defensivas y ofensivas de la
capital del Reich. Los mandos le habían
aconsejado que no permaneciera en
Berlín, pero él se había negado
rotundamente a abandonar la ciudad, tras
declarar que quería compartir la suerte
de sus soldados.
De pronto, sonó el teléfono. Willi se
puso al aparato y escuchó atentamente,
asintiendo de cuando en cuando.
Después de colgar, se dirigió a mí,
diciendo:
—El Jefe del Sector ordena que
vaya usted con sus hombres al hotel
Kaiserhof.
Nos dirigimos inmediatamente hacia
aquel hotel, situado a una manzana de
distancia y que en aquellos momentos
tempestuosos ofrecía aún algunas
condiciones de seguridad. El tiroteo era
infernal; la artillería rusa bombardeaba
sin tregua aquel sector; los «órganos de
Stalin» sembraban de metralla cada
metro cuadrado de terreno. Los tanques,
con el «chin-pum» de sus cañones y el
tableteo de sus ametralladoras se unían
al jolgorio, hincando sus proyectiles
como agudos dientes en la carne de
cemento y los nervios de hierro de
Berlín, la ciudad mártir.
Nuestras armas automáticas
mantenían a raya a los soldados rusos, y
los Panzerfaust inutilizaban a los
monstruosos T-34 que se ponían a su
alcance.
Durante una breve tregua, recorrí el
hotel en todos los sentidos. Conocía ya
la planta baja, de modo que subí a todos
los pisos, en los que quedaban aún
algunos empleados, buscando los puntos
estratégicos para situar las armas
automáticas y los puños de hierro. A
continuación, acompañado por Gracia,
Múgica y Jacobo, bajé al sótano.
El Kaiserhof, elegante y
refinadísimo hotel berlinés, había
albergado en sus espléndidas
habitaciones a altos mandos,
diplomáticos, intelectuales y periodistas
de postín. Y el ambiente que ahora se
respiraba en el sótano contrastaba
dolorosamente con lo que ocurría en el
resto de la ciudad. En los demás lugares
sólo se pensaba en matar o en morir, el
aire sólo olía a pólvora y a sangre, los
hombres se habían despojado de todo
barniz de civilización para convertirse
en seres que luchaban por la
supervivencia en un atávico renacer de
los instintos primitivos. Matar o morir…
Aquí, en cambio, seguían imperando el
lujo y artificiosidad, al servicio de los
últimos diplomáticos y periodistas
extranjeros y de algunas cocottes[12]
internacionales. Estas últimas, muy
guapas, muy bien vestidas, nos miraban
con insistencia, sonrientes, pensando tal
vez que buscábamos «el reposo del
guerrero».
—¡Me gusta ésa! —dijo de pronto
Múgica.
—Tuya es —le contesté.
Ante mi ocurrencia, Múgica se echó
a reír. Seguía con Gracia y Jacobo, que
también nos acompañaban. Múgica se
quedó atrás. Cuando subió, me habló de
la bacanal liada en el sótano. Sí, había
obtenido los favores de aquella
prostituta de lujo…
Los tanques rusos avanzaban en
dirección este-oeste. Pegados a ellos,
algunos soldados de infantería. Tengo la
impresión de que son grupos de
reconocimiento. Cuando enfilan la calle
Kronen abrimos fuego. Tras dos horas
de lucha, damos cuenta de los cinco
tanques y de la infantería que los
acompañaba.
Situado en una boca de riego, uno de
los míos, «el Chato», ha conseguido
dejar fuera de combate a tres de los
cinco tanques; Múgica se ha cargado
otro, y el último ha sido inutilizado por
el sargento Ferrer. Por mi parte,
parapetado detrás de una ventana del
primer piso, sólo he tenido ocasión de
disparar un par de ráfagas con mi pistola
ametralladora.
La calle Kronen ha quedado limpia
de enemigos. Efectuamos una
descubierta hasta la Hausvogteiplatz sin
encontrar a un solo ruso. Poco después
llega un batallón alemán que ocupa
posiciones en esta zona, un tanto
olvidada.
Regresamos a nuestro punto de
partida. Al llegar al Ministerio del Aire
busco al comandante Willi; un suboficial
letón me dice que está en el búnker que
hay en el jardín del Ministerio.
Me acompañan mi intérprete, el
sargento Gracia y Carranchas. Jacobo
pregunta por Willi, y uno de los hombres
que monta guardia en la puerta de
entrada nos acompaña hasta uno de los
departamentos. Allí nos deja en manos
de otro centinela, que se encarga de
informar a Willi de nuestra presencia.
Casi inmediatamente sale Willi, el cual
me invita a pasar. Veo al Jefe del Sector
y a varios generales inclinados sobre
una mesa, en la cual hay un plano de
Berlín. En él aparecen señaladas con la
máxima aproximación las posiciones
que ocupan los rusos y sus zonas de
penetración.
Willi me presenta al Jefe del Sector,
el cual me saluda con mucho afecto.
A continuación, uno de los generales
empieza a explicarme la misión que me
ha sido asignada. No capto bien algunos
términos, y le ruego que haga llamar a
mi intérprete.
El general se dirige a Willi:
—Haga pasar al intérprete del
teniente coronel…
Trato de rectificar lo que considero
un error del general:
—Sólo soy comandante, mi general.
—No, a partir de este momento es
usted teniente coronel[13].
Aquel súbito ascenso me deja
indiferente; es algo que no esperaba ni
deseaba. Lo único que me preocupa es
la lucha por una victoria que me parece
ya inalcanzable.
—El sector que usted tiene que
defender está aquí —dice el general,
señalando en el plano la zona de los
Ministerios, enclavada entre las calles
Herman Göring y Friedrich, hasta la
Unter den Linden.
Luego explica a mi intérprete con
todo detalle en que va a consistir nuestra
misión. Escucho y comprendo. Cuando
ha terminado, le dice a Jacobo que me lo
repita, pero ya me he enterado de todo y
no tiene que esforzarse en traducírmelo.
En resumidas cuentas, quedamos de
remendones para tapar cualquier posible
roto o descosido en el lugar en que se
produzca.
Apenas hemos salido del búnker
cuando se me encomienda la primera
misión. Se ha producido una penetración
de tanques, a los que acompañan más de
dos batallones de infantería, en
dirección a la Potsdamerplatz. El sector
está guarnecido por fuerzas de policía
militar, pero hay que reforzarlas para
contener aquella penetración.
A partir de este momento ya no
tendremos una hora de descanso;
acudiremos a todos los lugares
amenazados, lucharemos por cada
edificio, por cada piso, por cada plaza,
por cada calle, por cada palmo de
terreno…
Saltando entre las ruinas, sometidos
a un implacable bombardeo de cañones
y morteros, acompañados por un grupo
de letones igual al nuestro, conseguimos
llegar a la Potsdamerplatz y ocupar un
edificio del que sólo queda en pie el
esqueleto. Antes de llegar a él hemos
perdido para siempre cinco camaradas.
Apenas nos hemos parapetado detrás
de los montones de escombros veo un
grupo de tanques —cuento hasta quince
— que avanzan implacablemente,
protegiendo a la infantería que va a su
zaga. Por fortuna, disponemos de
abundantes puños de hierro. Doy la
orden de que nadie dispare. Dejo en el
suelo mi pistola ametralladora y pongo a
punto mi puño de hierro. Cuando el
primero de los tanques llega a una
distancia conveniente, le envío un
proyectil al tiempo que grito: «¡Fuego!
¡Fuego!». Los tanques que van en
cabeza, alcanzados de lleno, quedan
inutilizados; uno de ellos estalla y
proyecta hacia el cielo una columna de
humo grasiento. Huele a carne quemada.
Los T-34 que cierran la formación
pretenden maniobrar para escapar de
aquella trampa mortal, pero la falta de
espacio les impide hacerlo. Los infantes
tratan de refugiarse en los edificios
contiguos, pero nuestras armas
automáticas y el fuego cerrado de los
hombres de Willi se ensañan con ellos.
Caen uno tras otro, sin haber disparado
un solo tiro.
Hemos capturado a varios soldados
rusos. Ninguno de ellos ha ofrecido la
menor resistencia. Me ha dado la
impresión de que estaban drogados, o
borrachos. Llega un batallón alemán de
refuerzo, pero el combate ha terminado.
Los recién llegados pasan a ocupar
nuestras posiciones y nosotros nos
trasladamos de nuevo al Ministerio del
Aire.
Las primeras sombras del atardecer
empiezan a espesarse. Todo parece
indicar que podremos descansar unas
horas para reponernos del sobrehumano
esfuerzo que acabamos de realizar. Pero,
no es así: los obuses caen y estallan en
todas partes, la metralla sale proyectada
en todas direcciones, los cimientos de
los edificios retiemblan bajo nuestros
pies continuamente, con inusitada
violencia.
La Unidad Ezquerra aguarda órdenes
en la planta baja del Ministerio del
Aire.
De pronto se presenta Willi,
acompañado del coronel de la guardia
personal de Hitler y de un suboficial de
las SS, con la Cruz de Caballero, y me
dice que he de ir con ellos. No sé a
dónde voy ni para qué… Le digo a
Múgica que se haga cargo del mando de
la unidad, con Ocaña como segundo,
durante mi ausencia.
Bajamos al sótano más profundo del
Ministerio, en cabeza el sargento,
seguido del coronel, de mi intérprete
Jacobo y yo, y cierra la marcha Willi.
Avanzamos en fila india. Cuando
llegamos al sótano, el sargento se
introduce por una abertura hasta un gran
tubo que sirve para la conducción de
cables eléctricos. De trecho en trecho,
unas lámparas de llama oscilante
iluminan el camino. Avanzamos
encorvados, y en algún momento nos
vemos obligados a arrastrarnos. Salimos
por fin de aquel tubo y penetramos en
una especie de canal sin agua, pero con
mucho barro. La marcha es difícil y muy
penosa; de cuando en cuando cruzamos
un sótano por el que podemos avanzar
de pie y respirar a pleno pulmón, pero
en otros lugares tenemos que
arrastrarnos y dejar detrás de nosotros
jirones de nuestros uniformes.
En uno de los sótanos, el coronel
ordena un breve descanso. Nadie habla,
y por mi parte no hago más que
preguntarme: «¿Adónde vamos?».
Finalmente, el coronel da la voz de
alto. Al parecer, hemos llegado. Nuestra
marcha ha durado más de dos horas.
Nos encontramos en un sótano de
grandes dimensiones, en el que hay dos
compañías de las SS con sus mandos. Al
vernos llegar, los jefes salen al
encuentro del coronel y hacen algunos
comentarios. Un capitán me ofrece una
cajetilla de cigarrillos. Saco uno y le
devuelvo el paquete, pero el capitán
hace un gesto dando a entender que
puedo quedarme con él. Se lo agradezco
muy de veras. No son cigarrillos
alemanes, sino ingleses. Me siento sobre
un montón de mantas, prendo fuego al
cigarrillo y lo saboreo con verdadero
deleite. Mis vasos capilares se contraen,
agradecidos. Me tiemblan las rodillas.
Sólo los fumadores empedernidos
pueden comprender el placer que
proporciona un cigarrillo durante una
nerviosa espera.
Cuando estoy terminando de apurar
el cigarrillo se presenta de nuevo el
sargento.
—Sígame, por favor —me dice.
Apresuradamente, me sacudo el
polvo y abrocho mi guerrera. ¿Intuición?
¿Presentimiento?
Jacobo se queda, pero el sargento
dice que también él debe acompañarnos.
—Vamos al búnker del Führer —
nos informa el sargento, con una unción
casi religiosa.
Comprendo perfectamente el tono
emocionado con que el sargento ha
pronunciado aquellas palabras, porque
su significado me ha impresionado
profundamente, también a mí.
¿Será posible que vea a Hitler en
persona?
La idea me ha puesto tan nervioso
como un escolar que se enfrenta con sus
primeros exámenes. Por lo visto, no
consigo disimular mi nerviosismo,
porque el general von Bulow, encargado
de introducirme, me da una amistosa
palmada en el hombro, al tiempo que me
sonríe, con la evidente intención de
tranquilizarme.
Avanzamos a través de una serie de
compartimientos. La vigilancia es
impresionante. Soldados de las SS,
armados hasta los dientes, montan
guardia delante de cada una de las
puertas, que me recuerdan la entrada a la
cámara acorazada de un Banco, y que
van abriéndose delante de nosotros con
las mismas precauciones.
Finalmente, llegamos al lugar de
trabajo de Hitler. Vi allí al Ministro de
Propaganda del Tercer Reich y Gauleiter
de Berlín, Joseph Goebbels,
acompañado de los generales Burgdorf,
Krebs, Zander y Axmann[14].
Mi entrevista con Hitler fue muy
breve. Al verle, me cuadré y permanecí
rígido como una estatua. El Führer se
adelantó y, mirándome fijamente a los
ojos, empezó a hablar. Entonces
comprendí la fascinación que aquel gran
conductor del pueblo alemán ejercía, lo
mismo sobre los hombres que sobre las
masas. El teniente coronel Weis, allí
presente, le hizo saber que mi
conocimiento del alemán no era
perfecto. Hitler me habló con lentitud,
procurando hacerse entender.
—Enterado del bravo
comportamiento de su unidad, le he
concedido a usted la Cruz de Caballero,
y, además, la nacionalidad alemana.
Aparté la mirada de Hitler y,
dirigiéndome a mi intérprete, Jacobo, le
dije:
—Transmita al Führer mi
agradecimiento por el honor que me
hace, pero dígale que continuaré siendo
español mientras viva.
Jacobo hizo la traducción. Hitler me
alargó la mano y me miró, como si
quisiera adivinar mi pensamiento.
Repitió que se sentía orgulloso de
nosotros y dio por terminada la
entrevista.
Así me despedí de aquel gran jefe,
al cual vi muy tranquilo, con aspecto
algo cansado, quizás, pero no
«completamente destrozado» como se ha
comentado en libros y revistas.
En el departamento contiguo,
Goebbels me invitó a tomar una taza de
té. Con nosotros se sentó el general
Krebs. Recuerdo que el té estaba casi
frío, pero era muy fuerte y me sentó
estupendamente. El Ministro de
Propaganda habló de la batalla de
Berlín, con palabras de censura para
muchos y de admiración para nosotros,
sobre todo para las Juventudes
Hitlerianas, grandes protagonistas del
drama que estaba viviendo la capital del
Reich. Tuvo también frases de elogio
para los idealistas extranjeros que
luchaban bajo los pliegues de la bandera
nacionalsocialista.
Seguidamente emprendimos el
camino de regreso, acompañados por el
mismo sargento que nos había traído.
Willi se unió a nosotros en otra
dependencia en la que había estado
esperando mientras yo me entrevistaba
con el Führer.
Mis camaradas continuaban en la
planta baja del Ministerio. Empezaban a
impacientarse, puesto que mi ausencia
había durado cuatro horas. La distancia
no era excesiva, pero ya he hablado de
lo incómodo y dificultoso del trayecto.
Estaba conversando con mis
oficiales, contándoles lo que había
ocurrido, cuando llegó un enlace para
informarnos de lo que estaba sucediendo
en el Reichsbank: los rusos se
encontraban ya peligrosamente cerca del
edificio, y teníamos que acudir en ayuda
de los hombres comprometidos en su
defensa.
Salimos a la superficie. La artillería
disparaba sin cesar. Buscando
protección entre las ruinas de los
edificios, avanzamos lentamente,
retando a la muerte a cada instante, hasta
llegar a la vista del Reichsbank,
defendido por las omnipresentes
Juventudes Hitlerianas. Los rusos no
eran demasiados, dos compañías,
quizás, sin tanques pero con
lanzallamas. Nuestro ataque por uno de
sus flancos les pilló de sorpresa, y los
que no murieron en el acto se retiraron
precipitadamente… para ser
ametrallados por un grupo de
submarinistas alemanes que cubría el
otro flanco.
Penetramos en el Banco. Había
billetes por todas partes y de todas las
nacionalidades: libras, dólares, coronas,
francos, etc. ¡Buen botín para un
coleccionista! Sin embargo, me olvidé
por completo de los billetes al ver dos
latas de sardinas portuguesas de las que
me apoderé sin vacilar. ¡Qué poco valor
tiene el dinero en determinados
momentos!
De nuevo reclaman nuestra
presencia en la Potsdamerplatz. La
situación es ahora más delicada: hay
más tanques y más soldados soviéticos.
Aún es de noche, pero no tardará en
amanecer. Ninguno de nosotros duerme,
esperando. En el búnker del Ministerio
hay un grupo de oficiales de la policía
que no han salido para nada desde que
comenzó la batalla; comen y beben como
si lo que está ocurriendo en Berlín no
fuese con ellos.
Hago un comentario que ellos no
entienden, ya que hablaba con Múgica.
Éste ve sobre una silla una lata de
«espárragos riojanos» y arrambla con
ella.
—¡Ésta no se la comen ellos! —
exclama—. Los productos españoles
sientan mal a los cobardes…
Antes de que amanezca recibimos la
orden de tomar el hotel Kaiserhof,
ocupado por los rusos. Todos tenemos
linternas eléctricas y pistolas
ametralladoras, además de nuestra
pistola individual.
Con las debidas precauciones,
salimos dispuestos a tomar el hotel a
cualquier precio. La lucha es terrible.
Nuestras pistolas ametralladoras
vomitan fuego sin descanso. El lugar
está infestado de rusos. Sitúo dos grupos
para que protejan nuestro avance y yo
sigo con otro. La oscuridad es casi
absoluta, desgarrada únicamente por el
resplandor de las explosiones. Supongo
que a mi lado va el alférez Ocaña, y le
llamo: me contestan varias voces en
ruso. Sin pensarlo dos veces, aprieto el
gatillo de mi pistola ametralladora. Los
rusos que no han caído se me pierden sin
saber por dónde. Se lanzan de cabeza
por una trampilla que conduce al sótano.
Mientras busco a mis compañeros, un
grito de mujer me orienta. Trato de
llegar hasta ella. Enciendo la linterna y
proyecto su claridad en dirección al
sonido de aquella voz femenina. La veo
claramente, defendiéndose de unos rusos
que han logrado tumbarla en el suelo.
Hago fuego con mi pistola
ametralladora; aprieto nuevamente el
gatillo y el percutor suena a hueco: el
cargador se ha vaciado. Echo a correr
hacia una columna que me protege
mientras coloco otro cargador. Los rusos
retroceden, sin dejar de disparar. Estoy
solo, no veo a ninguno de los míos: ¿qué
habrá sido de ellos? De pronto, oigo
voces detrás de un montón de
escombros. Me acerco sigilosamente…
y exhalo un suspiro de alivio: son los
hombres de mi grupo. Pero falta el
alférez Ocaña y hay cuatro muertos. Yo
tengo arrancada una hombrera de un tiro,
y en el pantalón contamos siete orificios
de bala, a los que hay que sumar cuatro
más en la guerrera. La suerte me
acompaña.
Abandonamos el edificio sin saber
si ha quedado completamente limpio de
rusos y regresamos a nuestro punto de
partida. La lucha se hace cada vez más
difícil; ya no hay posiciones fijas, nadie
sabe dónde están las fuerzas propias ni
las enemigas.
Tras un breve descanso, el general
Krebs me llama a su presencia. Me
acompaña Willi. Se trata de ir a
parlamentar con los rusos. Quiero
zafarme del compromiso, pero el
general insiste y me veo obligado a
obedecer.
Por medio de altavoces se da la
orden de alto el fuego y se anuncia a los
rusos el deseo de parlamentar. Sobre un
palo se coloca un trapo blanco del que
es portador un sargento letón al que
acompañan dos soldados, los tres sin
armas. Detrás, a su izquierda, vamos el
teniente coronel Weis, el general Krebs
y yo.
Cuando salimos del jardín del
Ministerio del Aire, suena una ráfaga de
ametralladora: el portador de la bandera
blanca cae mortalmente herido. Los
soldados que le acompañan resultan
heridos de menor gravedad. Nosotros
nos hemos dejado caer al suelo,
salvándonos por verdadero milagro.
Nos arrastramos hasta el lugar donde se
encuentran los letones: el sargento está
agonizando, los otros pueden retirarse
por su propio pie. El teniente coronel
Weis toma la bandera blanca y
avanzamos hasta establecer contacto con
los rusos. El oficial que nos recibe
habla un alemán perfecto. Yo me
pregunto qué es lo que pinto en aquella
misión. No hablo ruso, y en el momento
en que abra la boca sabrán que no soy
alemán. ¿No será contraproducente mi
presencia?
Dos oficiales rusos y un comisario
político nos conducen al Puesto de
Mando. A nuestro alrededor el silencio
es completo, infundiendo una engañosa
sensación de paz.
La mayoría de los oficiales del
Estado Mayor soviético hablan
perfectamente el alemán. Visten con
pulcritud, van muy bien afeitados y muy
perfumados (demasiado, para mi gusto).
Lo cierto es que a su lado parecemos
unos pordioseros.
Por el camino, la soldadesca nos
contempla con odio, con evidentes ganas
de acabar con nosotros, pero nuestros
acompañantes no toleran que se nos
ofenda en ningún terreno. Me doy cuenta
de que la mayoría de los soldados han
abusado de la bebida. Uno de ellos,
quizás por efectos del alcohol, pretende
quitarme el reloj; interviene el
comisario político y de un empellón le
envía rodando por el suelo; sus
camaradas lo recogen para retirarlo, y
nosotros reanudamos la marcha sin más
complicaciones.
El mariscal Conchuf[15] escucha al
general Krebs sin levantarse de la silla,
y cuando el general ha terminado de
hablar, sin ninguna explicación, grita:
—¡Fuera! ¡Fuera!
Ésa es la respuesta a nuestras
proposiciones.
En el camino de regreso, el
comisario político saca una cajetilla de
cigarrillos estadounidenses y nos invita
a fumar; el único que acepta soy yo.
Creo recordar, aunque no puedo
asegurarlo, que aquella entrevista tuvo
lugar en la zona de Schöneberg.
Mis hombres están en el garaje del
Ministerio, Múgica y Jacobo en la sala
de transmisiones. Quiero verles a todos
y comunicarles lo ocurrido. Me han
visto salir y deseo que sepan cuál es la
situación.
Cuento a mis camaradas con todo
detalle lo sucedido en nuestra entrevista
con el mariscal soviético, y les expongo
claramente las escasas posibilidades
que tenemos de defendernos contra la
presión del rodillo ruso, que cuenta con
unos medios infinitamente superiores a
los nuestros. Pero todos mis hombres
reafirman su inquebrantable voluntad de
continuar luchando hasta el último
aliento. ¡Gracias, camaradas!
Entretanto, los rusos habían
reanudado sus terribles bombardeos.
Mientras trataba de descabezar un
sueño, arrullado por el trepidar del
edificio al recibir los obuses de gran
calibre que los soviéticos enviaban,
pensé en lo absurdo de la situación,
desde el punto de vista de los intereses
en juego. Los cañones que nos sacudían
eran estadounidenses, ya que los yanquis
habían suministrado a los rusos la mayor
parte de su material. También los
ingleses eran aliados de los comunistas.
¿Acaso Rusia era una democracia, como
los Estados Unidos y la Gran Bretaña?
Alemania defendía los valores
tradicionales de la cultura occidental,
enraizados profundamente en el alma de
aquellos dos pueblos, Inglaterra y
Estados Unidos, que al aliarse con el
diablo acabarían, quizás, con el mejor
paladín de la civilización de occidente,
pero que al mismo tiempo firmaban, a la
larga, su propia sentencia de muerte.
CAPÍTULO V
Las Waffen-SS españolas, los últimos
defensores de la Cancillería, todos los
supervivientes de aquella odisea
conocerían la misma suerte: el
aniquilamiento o la captura.
La lucha había sido titánica. La
mayoría de mis camaradas habían
llegado a perder la noción del tiempo.
Pero ellos se habían comportado con un
valor y una bravura extraordinarios, a
pesar de las condiciones dramáticas en
las que entró en acción la unidad
española.
Lo que más me llenaba de
satisfacción era el hecho de que
aquellos camaradas jóvenes, poco
entrenados y, sobre todo, mal apoyados,
hubieran hecho frente a los rusos sin
derrumbarse en el primer encuentro.
Aquel bautismo de fuego en Berlín había
sido algo terrible, y dudo de que ninguna
otra tropa del mundo hubiese podido
mostrar el mismo espíritu de sacrificio,
el mismo indomable coraje.
Un día, antes de que anocheciera, el
capitán Willi fue llamado por Hitler. Era
el 30 de abril de 1945.
Cuando regresó, después de su
entrevista con Hitler, se presentó en la
sala de Transmisiones del Ministerio del
Aire y me rogó que le siguiera,
acompañado de Jacobo, mi intérprete.
Willi nos condujo al departamento en el
que estaban instalados los cuadros de
transmisiones del Ministerio, a cuyo
servicio continuaban algunas muchachas.
La orden de desalojar la sala, dada por
Willi, causó verdadera estupefacción en
aquellas mujeres; algunas de ellas,
descompuestas, lloraban amargamente,
en tanto que otras obedecían, caminando
como sonámbulas.
Cuando nos quedamos solos, Willi
dijo:
—He recibido órdenes concretas del
Führer para que formemos un grupo con
nuestros mejores hombres, a los cuales
tendremos que retirar de las posiciones;
los demás deben quedarse, sin saber que
vamos a intentar romper el cerco ruso.
Nadie debe enterarse de esta orden, y el
que no sepa callarla debe ser muerto en
el acto. Tenemos que reunir a nuestros
camaradas aquí, y la orden de marcha
será la siguiente: dirección Norte, en
caso de extravío casual o forzoso
debido a las circunstancias; punto de
concentración la estación Stettiner
Bahnhof. La consigna será «Carajo».
Cuando el capitán Willi terminó, nos
dirigimos hacia el lugar donde se
encontraban mis sargentos de enlaces
Roberto Gracia, Vázquez y Carranchas,
hablando con algunos camaradas heridos
y otros extenuados de fatiga por los días
que llevaban luchando sin descanso. Al
principio dudé entre callarme o explicar
lo que ocurría, pero pensé que era el
responsable de la situación en que se
encontraban mis camaradas e hice que la
orden se diera tal como yo la concebía:
«salvarles a todos». De modo que hice
un aparte con Gracia, Carranchas y
Vázquez, y les dije:
—Tú, Roberto, irás al garaje en el
que están los letones, para que se dirijan
sin pérdida de tiempo a ocupar los
puestos que defienden nuestros
camaradas. Tú, Carranchas, me traes a
Juanito «el Belga» con los suyos y que
no quede ninguno de los nuestros en
posición. Y tú, Vázquez, irás a la sala
que sirve de hospital y, con mucho
disimulo, hablarás con nuestros heridos
para informarles de la situación y
decirles que se valgan de sus propios
medios para camuflarse.
Willi había ido personalmente a
retirar a los letones. Cuando regresó con
un grupo de unos quince hombres, los
míos ya estaban allí y habían recibido
órdenes concretas acerca de su misión.
Mientras hablaba con los que formarían
el grupo que iba a correr aquella terrible
aventura, los heridos y enfermos
guardaban un silencio sepulcral; algunos
se tapaban incluso la cabeza con una
manta, como si no quisieran ver ni oír lo
que en aquellos momentos ocurría a su
alrededor.
Cuando llegó Willi con los letones, y
una vez conocida de todos la misión que
se nos había encomendado, nos pusimos
en marcha, cargados con los puños de
hierro, las pistolas ametralladoras y las
pistolas cortas. Salimos de la sala de
Transmisiones del Ministro del Aire al
anochecer de aquel día, a caballo entre
los meses de abril y mayo, para vivir
veinticuatro horas de angustia de las que
muchos han opinado y muy pocos las
vivimos.
Salimos del Ministerio del Aire y
pasamos por el garaje: no había nadie.
Lo que había servido de lugar de reposo
para descabezar un breve sueño estaba
ahora completamente solitario. Salimos
de allí y, arrastrándonos entre las ruinas,
logramos situarnos fuera de la línea de
tiro de los fusiles y naranjeros rusos.
Era ya de noche. En un portal en ruinas
hicimos nuestra primera parada y
fumamos un cigarrillo, que para nosotros
sería el último. Tras aquel breve
descanso, siempre conducidos por Willi,
reanudamos la marcha hasta una estación
del Metro. Recorrimos varios sótanos y
túneles para llegar a la estación de
Wilhelmsplatz, donde empezó a resonar
una y otra vez la palabra «Carajo», dado
que, durante la marcha a través de la
oscuridad, nuestra pequeña tropa se
había fraccionado en varios grupos.
Aquella estación era un verdadero
hormiguero; hombres, mujeres y niños,
cargados con los enseres más
imprescindibles, se mezclaban en medio
de una terrible confusión. Sobre una de
las escaleras y con ayuda de una bocina,
un SS-Standartenführer[16] ordenó
varias veces:
—¡Atención! ¡Atención!
Cuando finalmente se hizo el
silencio, el SS-Standartenführer
empezó a citar los nombres de los que
mandaban los grupos. Al nombrar al
primero, éste salió inmediatamente a las
vías. Y sucesivamente los demás. Los
grupos estaban mandados por coroneles
y tenientes coroneles. El de menos
graduación era Willi, que mandaba el
grupo de letones.
Para no perder el contacto, desde
allí, en fila india, tendríamos que seguir
por aquel ferrocarril subterráneo hasta
la estación de Friedrichstrasse.
Cuando llegamos a aquella estación,
los grupos salieron a la calle. Nos
encontramos ante un cuadro espantoso y
desconcertante. Las ruinas de Berlín
parecían estar en llamas, y las granadas
estallaban por todas partes. Las voces
de mando se mezclaban con los lamentos
de los heridos, pero los grupos
mantenían de momento su cohesión,
gracias a la consigna repetida sin cesar:
«carajo, carajo…».
Al otro lado del puente, unos tanques
nos cerraban el paso; su «chin-pum»
resonaba sin tregua. Aquel puente era un
cementerio, y todos los que habían
intentado cruzarlo se habían quedado en
el camino. Era preciso forzar el paso.
En medio de aquella confusión, los
letones de Willi se habían esfumado.
Willi repetía una y otra vez la consigna,
tratando de localizarlos, pero no hubo
manera: se habían volatizado como por
arte de magia. En consecuencia, Willi se
unió a nuestro grupo.
El panorama que ofrecía el puente
era aterrador, pavoroso: lo alfombraban
centenares de cadáveres sin brazos, sin
piernas, sin cabezas… Al otro lado, tres
tanques disparaban sin cesar, cerrando
el paso, pero era preciso que lo
cruzásemos, si no queríamos quedarnos
en aquel cementerio. Nunca había visto
tantos muertos amontonados ni pisado
tanta carne humana, pero había que
pasar… y pasamos.
Willi fue el primero en decidirse. Yo
le seguí, al tiempo que daba a los míos
la orden de avanzar. Sólo la
obedecieron tres: el sargento Juan Pinar,
mi sargento de enlaces Roberto Gracia y
el cabo Carranchas. Jacobo no se apartó
de mi lado ni un solo instante. Ninguno
de los otros encontró los arrestos que
hacían falta para seguirnos.
No sé si fue suerte o un milagro,
pero lo cierto es que saltando por
encima de aquella alfombra de carne
humana logramos cruzar el puente.
Nuestras botas estaban llenas de sangre,
lo mismo que nuestros uniformes y
nuestras manos, pero habíamos llegado a
la primera de las casas situadas a la
izquierda del puente, en cuyo portal nos
cobijamos. Bajamos al sótano para
descansar unos instantes, y nos llenó de
satisfacción encontrar amontonados
numerosos puños de hierro. Ahora
verían los rusos de lo que éramos
capaces. Reposamos unos minutos hasta
que se normalizó el ritmo de nuestra
respiración, y luego tomamos dos puños
de hierro cada uno de nosotros. Subimos
de nuevo al portal, pero teníamos que
saltar dos portales más adelante para
situar nuestra línea de tiro a los T-34
que cerraban el paso del puente. Me
lancé sin pensarlo dos veces, seguido
por Carranchas, mientras Willi, Gracia y
Pinar, con sus pistolas ametralladoras,
hacían fuego sobre la casa de enfrente,
desde la cual los rusos disparaban sin
cesar. Por verdadero milagro no habían
terminado con nosotros, ya que mi
guerrera había sido perforada por tres
partes y una de mis hombreras colgaba
arrancada por una bala, pero yo no sufrí
ni un solo rasguño.
Allí estaban los tanques. Y aquí, a
poca distancia, Carranchas y yo con los
Panzerfaust. Hicimos fuego casi al
mismo tiempo, sin habernos puesto de
acuerdo. Dimos en blancos distintos. El
otro tanque pretendió maniobrar, pero no
le di tiempo: disparé de nuevo, y los tres
mastodontes quedaron fuera de combate,
mientras Willi, Pinar y Gracia mantenían
a raya a los rusos que ocupaban las
casas del otro lado.
Regresamos al portal que ocupaban
nuestros camaradas, poniéndonos a
cubierto de las ráfagas que nos
disparaban los soviéticos, los cuales
dominaban al propio tiempo el puente,
interceptando el paso.
—Voy a subir a los pisos más altos
—le dije a Willi—. Acompáñame,
Roberto.
La escalera estaba semiderruida,
pero a costa de muchos equilibrios
logramos encaramarnos hasta el tercer
piso, con la impresión que de un
momento a otro todo se vendría a bajo.
Desde uno de los balcones pude
localizar a los que hacían fuego sobre el
puente. Disparé hasta agotar el cargador
de mi pistola ametralladora. Tres rusos
se desplomaron, cayendo a la calle.
Roberto empezó a disparar a su vez
mientras yo cambiaba el cargador de mi
pistola ametralladora. Pero los rusos se
habían dado cuenta ya de nuestra
presencia en aquel balcón, y
concentraron su fuego contra nosotros
con verdadera saña. Nuestra posición
era insostenible, de modo que bajamos a
reunimos con nuestros camaradas en el
portal.
Reunidos de nuevo los cinco,
deliberamos unos instantes sobre lo que
debíamos hacer. Mientras Roberto,
Pinar y Carranchas se quedaban
sentados en la escalera del sótano, Willi
y yo decidimos efectuar una pequeña
descubierta para averiguar cuál era la
posición exacta de nuestros enemigos.
En cuanto pisamos la calle, los rusos
nos frieron a balazos. Retrocedí de un
salto, pero Willi no pudo hacerlo con la
misma rapidez y fue alcanzado por una
ráfaga de ametralladora; cayó, quedando
con medio cuerpo al descubierto.
Tiré de él y logré introducirle en el
portal. A mis gritos acudieron mis tres
camaradas y con su ayuda le bajamos al
sótano de la casa, donde había varias
mujeres y niños. Sentamos a Willi sobre
un montón de ropa, desgarré su pantalón
y vi que tenía la pierna derecha
destrozada.
—Hay que llevarle a un hospital —
les dije a mis camaradas al tiempo que
preguntaba a aquellas mujeres dónde se
encontraba el hospital más próximo.
Pero Willi se negó rotundamente a
ser evacuado y, sin hacer caso de sus
heridas, insistió en que había que
terminar con los rusos que
obstaculizaban el paso del puente, para
que los que habían quedado al otro lado
pudieran cruzarlo.
Le prometí que lo haríamos, o
dejaríamos la vida en la empresa.
Una de aquellas mujeres le había
taponado las heridas, improvisando un
vendaje. Willi me dijo:
—Me defenderé hasta el último
cartucho.
Y, empuñando con coraje la pistola
ametralladora y golpeando con la palma
de la mano la funda de la pistola que
llevaba al cinto, añadió:
—¡La última será para mí!
Nos despedimos de él con infinita
tristeza. Nos dolía en el alma perder a
aquel gran camarada que con tanto valor
había luchado a nuestro lado. Pero, al
propio tiempo, su heroico
comportamiento estimuló nuestra
decisión de acabar a toda costa con los
rusos parapetados al otro lado de la
calle. Di la orden de que se emplearan
los puños de hierro, y en pocos minutos
la casa de enfrente quedó convertida en
un montón de ruinas llameantes.
Se hizo un gran silencio. Poco
después, los que permanecían al otro
lado del puente se dieron cuenta de que
el camino había quedado expedito y
empezaron a cruzar, sin ser hostigados.
Los primeros en pasar fueron unos
marineros, que se unieron a nosotros.
Pasan jefes, oficiales y soldados,
revueltos, sin orden ni concierto. Al
oírnos hablar preguntan por nuestra
nacionalidad, y al saber que somos
españoles nos piropean:
—Spanischen gut… Viel gut…
Pero, no era el momento de perder el
tiempo en cumplidos: cada minuto de
retraso en nuestro avance podía resultar
catastrófico.
En aquel momento un vehículo a
motor cruzó el puente; era una tanqueta
ocupada por varios jefes, que al llegar a
mi altura se detuvieron unos segundos
para decirme:
—Siga adelante, nos reuniremos en
Stettiner Bahnhof.
Siguieron su marcha y nosotros
echamos a andar sin adoptar grandes
precauciones, hasta que recibimos el
fuego de pequeños grupos de rusos que
habían logrado infiltrarse y a los que
tuvimos que eliminar para poder
continuar. Pero, apenas habíamos
acabado con ellos, por una de las calles
laterales se presentaron cuatro T-34 que
parecían llegar rabiosos, moviendo sus
tórrelas en todas direcciones.
Inmediatamente buscamos refugio
entre las ruinas y los esqueletos de los
edificios contiguos. Muchos bajaron a
los sótanos y desaparecieron para
siempre; otros permanecimos a la
espera, prestos los puños de hierro.
Los tanques aparecen por la
Karlstrasse. Un alemán dispara contra
ellos, haciendo blanco, pero otro de los
tanques le arranca las dos piernas de un
cañonazo. No puedo contenerme:
empujo a Pinar, y entre los dos logramos
arrastrar al herido hasta un portal. Luego
lo bajamos a un sótano, en el que se
apiñan hombres, mujeres y niños, de
aspecto aterrorizado, sobre unos
colchones tendidos en el suelo. Allí
dejamos la mitad de aquel hombre.
Salimos de nuevo a la calle. Los
tanques habían quedado convertidos en
chatarra, pero nuestros dos camaradas
Gracia y Carranchas ya no estaban allí,
ni volveríamos a verlos. De todos los
miembros de la unidad Ezquerra
solamente quedábamos Pinar y yo: los
otros habían muerto, estaban heridos o
habían desaparecido. Pinar y yo seremos
los únicos que llegaremos al objetivo
que nos fue asignado.
A partir de aquel momento se
unieron a nosotros temporalmente otros
hombres, pero a los que más recuerdo es
al pequeño grupo de submarinistas que
se pusieron a mis órdenes de un modo
incondicional, sin plantear el menor
problema. La divisa de aquellos
admirables soldados era la de «Valor y
Disciplina».
Grupos rusos dispersos habían
logrado llegar hasta el lugar en que nos
encontrábamos; todos ellos estaban en
las casas situadas en la parte derecha de
la Friedrichstrasse. No podíamos andar
por la calle, ya que en un pequeño
trayecto que recorrimos tuvimos muchas
bajas. Entonces decidimos pasar por el
interior de las casas, que se
comunicaban entre sí por medio de
boquetes practicados en las paredes
maestras, hasta llegar a la
Elsässerstrasse, donde salimos de
nuevo a la calle, para dirigirnos
directamente hacia Stettiner Bahnhof.
En aquella estación, el panorama no
difería del de las otras. Entre los
refugiados había muchos militares que
habían cambiado la guerrera por la
chaqueta de paisano, abandonando
fusiles y pistolas. Muchos habían
buscado asilo en los vagones del Metro,
buscando pasar inadvertidos entre las
mujeres y los niños. Eran unos cobardes,
a los que sólo les interesaba continuar
viviendo, aunque fuese con deshonor…
Un suboficial de la Marina se cuadró
delante de mí con una marcialidad que
me impresionó, y me sugirió la
conveniencia de seguir nuestro camino
por aquel subterráneo, ya que allí no se
encontraba ninguno de los jefes con los
que teníamos que reunimos.
Para mí fue un momento de
confusión, pero reaccioné rápidamente,
encontrando lógica la sugerencia.
Avanzamos, pues, por la vía, pero
apenas habíamos recorrido trescientos
metros cuando tropezamos con una
barricada de los rusos que nos cerraba
el paso: dispararon a mansalva sobre
nosotros y nuestro grupo quedó reducido
a la mitad. Al oír los disparos y ver
cómo caían nuestros camaradas nos
lanzamos al suelo y empezamos a
retroceder penosamente hasta llegar de
nuevo a la estación, a pesar de que los
rusos seguían disparando rabiosamente
sobre nosotros.
Acompañado de Pinar y del
suboficial alemán, me metí dentro de los
vagones y ordené a todos aquellos
camuflados que salieran de allí. Si no
hacían caso de mis palabras, estaba
dispuesto a utilizar argumentos mucho
más convincentes. No eran solamente
soldados, sino que entre ellos había
también oficiales y jefes. Uno de ellos
me dijo que tenía orden de permanecer
allí con un grupo de soldados, para
contener a los rusos en caso de que
pretendieran avanzar por las vías del
Metro. Aquella explicación me indignó
y, apoyando el cañón de mi pistola
ametralladora en su estómago le dije:
—¡Salta, o te mato!
No se hizo repetir y siguió a los
demás como un corderito.
Después de haber dejado aquello
limpio de camuflados, subimos las
escaleras del Metro para salir de nuevo
al aire libre. Los disparos sonaban
lejanos, pero sobre nosotros volaban los
cazas rusos que no dejaban de
ametrallarnos. Los hombres que me
seguían parecieron sentirse estimulados
al ver que me situaba en el centro de la
calle, despreocupado en absoluto del
ametrallamiento de los aviones, y
obedecieron de buena gana la orden de
avanzar en fila india por las dos aceras,
pegados a los edificios. Sin embargo,
me di cuenta de que todos aquellos
soldados, entre los que había algunos
jefes y oficiales, habían perdido por
completo la moral, y de que resultaría
muy difícil, por no decir imposible,
sacar algún partido de ellos. Pero había
que seguir avanzando, en cumplimiento
de las órdenes recibidas.
Por fin llegamos al lugar señalado
por el Mando. Desde que habíamos
salido del Ministerio del Aire, no
dejamos de combatir un solo instante. En
el camino habían quedado nuestros
camaradas, unos muertos, otros heridos,
y otros despistados en la confusión de la
lucha. Del grupo primitivo solamente
quedábamos el sargento Pinar y yo.
Jadeantes y a cuerpo limpio, sin
conceder la menor importancia a los
cazas rusos que volaban a muy baja
altura ametrallando todo lo que veían,
habíamos logrado llegar y, cumpliendo
la orden, se había cubierto el objetivo
previsto.
CAPÍTULO VI
Allí estaba el búnker de Stettiner
Bahnhof. Nada más llegar, un oficial me
dijo donde estaban reunidos los
generales con su Plana Mayor. Era en
una casa de vecindad, en un primer piso,
a muy poca distancia del búnker. Me
dirigí hacia allí con Pinar. Él se quedó
esperando en el portal de la casa. Les
dije que habíamos logrado romper el
cerco, y les expliqué cómo lo habíamos
conseguido. Cuando terminé me dijeron
que me presentara en el búnker, donde
habíamos de concentrarnos todos para
tomar nuevas decisiones.
Al llegar a la entrada del búnker, en
una plazoleta debajo de un cobertizo,
había dos camiones cargados de
víveres: embutidos, mantequilla,
mermelada, etc. El sargento Pinar y yo
llenamos nuestras mochilas. Los que
estaban sobre los camiones repartían
aquella carga. La gente se apelotonaba,
hombres y mujeres luchaban como
fieras, pegándose, arañándose, por un
trozo de salchichón o una lata de
conservas. Entristecido ante aquel
espectáculo, me senté en un banco de
piedra, dejando descansar sobre mis
rodillas la pistola ametralladora. El
sargento Pinar se quedó de pie, a mi
lado. De pronto me quedé como una
estatua: podía pensar y ver, pero era
incapaz de moverme y de hablar. Había
quedado completamente paralizado. Un
sudor frío cubría todo mi cuerpo. El
sargento Pinar me tomó por los brazos y
me sacudió. Ignoro el tiempo que
transcurrió: fueron unos minutos que me
parecieron siglos. Pinar me ayudó a
ponerme en pie, respiré profundamente
varias veces y todo desapareció del
mismo modo que había llegado, sin
darme cuenta.
—¿Qué le ha sucedido? —inquirió
Pinar con aire preocupado—. Pensé que
se moría…
—No sé lo que me ha pasado, pero
ya estoy bien del todo —le tranquilicé.
En aquel momento llegó una moto
con sidecar. De ella se apeó el teniente
coronel jefe de servicios del Cuartel
General de Hitler. Dirigiéndose a mí, me
anunció fríamente:
—El Führer ha muerto.
Y, señalando al general que había
defendido Berlín, añadió que era el
heredero de Hitler.
¿No es el almirante Dönitz? —le
pregunté.
No. Antes de morir, el Führer
destituyó al almirante. Seguimos a aquel
general. Entramos en el búnker y
bajamos hasta el tercer sótano. Allí se
encontraban reunidos varios jefes y
oficiales. Lo que más me llamó la
atención fue una mujer que, sentada
sobre un saco de patatas, intervenía con
frecuencia en la conversación. Alguien
trajo comida, unos bocadillos, y
mientras esto ocurría el teniente coronel
me dijo si quería acompañarle a visitar
a unos parientes que tenía no muy lejos
de allí.
—Con mucho gusto —le dije.
Cuando salimos del búnker
resonaban a lo lejos las ráfagas de los
naranjeros rusos. Estábamos tan
familiarizados con aquella música que
no le prestamos la menor atención.
Tomamos la moto, el conductor y el
teniente coronel en el sillín, y Pinar y yo
en el sidecar.
Al llegar a la casa de los parientes
del teniente coronel dejamos la moto en
la calle y subimos los cuatro al piso, en
el que solamente había tres mujeres de
mediana edad. Nos descargamos de las
mochilas, que dejamos sobre una mesa,
cuando entró corriendo una mujer con
los cabellos alborotados, gritando
desesperadamente:
—¡Iván! ¡Iván!
Cogí mi pistola ametralladora, que
había dejado también encima de la
mesa, y salí a la escalera. Los demás me
siguieron. Un grupo de soldados rusos
subía tranquilamente. Disparé sobre
ellos una y otra vez, hasta vaciar el
cargador. Los rusos, que no se
esperaban aquel recibimiento, rodaron
por la escalera mientras yo colocaba un
nuevo cargador. Mis camaradas se
adelantaron y el primero en salir a la
calle fue el conductor de la moto,
seguido de cerca por el sargento Pinar y
el teniente coronel. Cuando el conductor
se disponía a poner la moto en marcha,
un ráfaga de metralleta le alcanzó de
lleno. Una de las balas le atravesó la
garganta. La sangre brotaba con tanta
fuerza que parecía un surtidor. Vi como
Pinar mantenía a raya a unos rusos que
disparaban desde detrás de unos muros
derruidos situados en frente de la casa.
Pinar estaba al descubierto, y a pesar de
mis gritos para que se retirase, su
excitación era tan intensa que no me oía.
Haciendo fuego con mi pistola
ametralladora llegué a su altura,
mientras el teniente coronel ponía la
moto en marcha. Los pocos rusos que
habían llegado hasta aquella posición ya
no nos molestaron más, y sin otro
contratiempo nos presentamos de nuevo
en el búnker.
Allí continuaban las deliberaciones.
Pero ahora había entre los reunidos un
nuevo personaje, vestido de paisano.
Por lo visto se trataba de alguien
importante, puesto que sus opiniones
eran escuchadas con el mayor respeto.
Más tarde me enteré de que aquel
hombre era Martin Bormann.
Cuando llegó un enlace dando
noticias, el general que había dirigido la
defensa de Berlín tomó la palabra y, tras
un breve parlamento, dijo: «¡No
capitularemos! ¡No capitularemos!». Y
luego se marchó acompañado de Martin
Bormann. Subí con ellos hasta la
plazoleta. Fuera sonaban ráfagas de
metralleta y algunos disparos sueltos. A
cada uno de los silbidos de las balas,
Martin Bormann hacía una reverencia.
El general, impasible, daba las últimas
órdenes. Bormann y él se alejaron,
diciendo que no tardarían en volver.
En aquel momento oí que el teniente
coronel le ordenaba a Pinar que
disparase contra un soldado que se
había puesto una chaqueta de paisano.
—¡Comunista, comunista! —gritó el
teniente coronel jefe de servicios del
Cuartel General—. ¡Sargento Pinar,
mátele!
—¡No, Pinar! —grité a mi vez—.
¡Que lo hagan ellos!
Pero sólo pude evitar que le diera el
tiro de gracia, lo cual hizo el centinela
que guardaba la puerta del búnker.
El teniente coronel puso la moto en
marcha y me pidió que le acompañara.
Yo quería esperar al general, y así se lo
hice saber. Pinar me pidió permiso para
marcharse con el teniente coronel, y se
lo concedí: no volveríamos a vernos.
Regresé al búnker. Ya no estaban los
generales, ni la mujer. ¿Quién era
aquella mujer?
Un coronel de artillería, con la Cruz
de Caballero, se sentó a mi lado y me
invitó a beber de una botella de vermut.
Me eché un buen trago al coleto, sin
respirar.
—Ahora, a esperar que lleguen los
rusos —me dijo el coronel.
—Arriba hay unos tanques del
último modelo —sugerí—. Con ellos
podríamos intentar abrirnos paso…
—¿Para ir a dónde? —inquirió el
coronel con amargura—. No, todo está
perdido. Pero no debemos tomar una
decisión trágica, ya que nuestras vidas
pueden servir, algún día, para
exterminar a estos perros de la estepa.
Enterré mis condecoraciones de la
guerra de España y me quedé
únicamente con las alemanas. Continué
bebiendo con el coronel hasta que
llegaron los rusos, los cuales nos
sacaron a todos formados en columna de
a ocho. Delante de la formación, un ruso
como guía. Caminamos entre las ruinas y
los escombros hasta que llegamos a un
cine. Allí se desarrollaba una verdadera
bacanal. Un grupo de mujeres alemanas
y soldados rusos, completamente
borrachos, gritaban, bailaban y… una de
aquellas mujeres se acercó a nosotros y,
escupiéndonos a la cara, nos lanzó los
peores insultos, mientras los rusos reían
a mandíbula batiente.
A los jefes nos colocaron en el
primer piso. Allí me acomodé como
pude y me quedé dormido como un
tronco. Al amanecer, me despertaron los
golpes que un soldado ruso me
propinaba con la culata de su fusil, al
tiempo que me gritaba, en ruso:
—¡Davai, davai! ¡Vamos, vamos,
aprisa!
Formamos en cabeza. Aún no se
había perdido del todo el sentido de la
disciplina.
Los jefes alemanes dieron las voces
de formación y de marcha, y
emprendimos el camino en dirección a
Rusia.
Había tomado ya una decisión:
muerto, o volver a España. Nada ni
nadie podría modificarla. Mientras
andábamos a través de las calles de
Berlín, pisando sus ruinas, vimos
centenares de tanques rusos destrozados.
La gente que nos veía pasar no levantaba
la vista. ¿Qué sería de ellos… y de
nosotros?
Andamos durante todo el día, casi
sin interrupción. Por la noche paramos
en una granja. Me tocó dormir pegado a
un coronel con la Cruz de Caballero de
la Cruz de Hierro. Era un hombre muy
agradable, y se pasó la mayor parte del
tiempo hablándome de su familia.
Finalmente, me dijo:
—Tengo la impresión de que no va a
continuar mucho tiempo con nosotros…
Voy a darle la dirección de mi mujer y
de mis hijos, que viven en Berlín, para
que los visite: es el número 93 de la
Blumenstrasse.
Nunca he podido olvidar aquella
dirección. Calle de la Flor… Más tarde
estuve allí pero no pude encontrarles.
Cuando formamos de nuevo, a la
mañana siguiente, no nos habían
suministrado aún ni un mal pedazo de
pan. Éramos varios millares, y la
desorganización era completa. Sin
embargo, en su euforia los rusos habían
descuidado más de la cuenta sus
servicios de seguridad: habría que
aprovechar la primera oportunidad para
dejar de ser prisionero. Reemprendimos
la marcha. Los que íbamos en cabeza
oíamos de cuando en cuando unas
ráfagas de naranjero. Un prisionero más
que no podía seguir y que era rematado
en el mismo lugar en que caía.
En tanto que nosotros cargábamos
con los heridos enemigos con peligro
incluso, de nuestra propia vida, los
nuestros eran exterminados sin
misericordia. ¡Ésa era la diferencia
entre uno y otro sistema!
Era el cuarto día de marcha y
todavía conservaba mi reloj, entre
aquellos ladrones de relojes, cuando un
soldado se dio cuenta.
—¡Dame eso! —me ordenó.
—¡No me da la gana! —repliqué, en
castellano.
Por lo visto, si no las palabras
entendió el gesto, y me sacudió en la
boca con la culata de su naranjero.
Cuando recobré el conocimiento, no
tenía el reloj… ni los dientes. Dos
oficiales alemanes me habían mojado la
cabeza y en aquel momento me daban un
sorbo de coñac. ¡Gracias, camaradas!
La marcha de aquel día la hice con
la boca hinchada. Me zumbaba la
cabeza, pero sería el día más feliz desde
que había caído en poder de los rusos.
En uno de los breves descansos, cuando
estaba tumbado, alguien me tocó en el
hombro. Me volví: era el Legionario y
Codina, acompañados de dos franceses.
—Vimos cómo le propinaban el
golpe y hemos estado pendientes de
usted, hasta que nos hemos decidido a
presentarnos, por si hacemos falta para
algo.
—Sí, ya somos cinco. Tenemos que
aprovechar la primera ocasión para
escapar.
No resultará demasiado difícil, en
medio de esta confusión.
Mientras estábamos hablando, nos
llamaron a formar. Lo hicimos en
semicírculo. A través de un altavoz, un
comisario político dijo:
—Todos los extranjeros que quieran
ser repatriados deben formar aparte.
Estuve a punto de salir, pero me
detuvo el coronel que me había dado la
dirección de su familia.
—¿Qué va usted a hacer? —me dijo
—. ¡Eso es una trampa!
Ni el Legionario, ni Codina, ni los
dos franceses salieron. Luego me
dijeron que, al ver que yo no salía, ellos
tampoco lo hicieron. Y aquello nos
salvó la vida a todos. Al anochecer,
oímos el tableteo de las ametralladoras,
y a la mañana siguiente se corrió la voz:
todos los extranjeros habían sido
fusilados. Docenas de camaradas
quedaron allí para siempre…
El hombre que había prometido
repatriarlos era un comisario político de
raza judía.
Cuando de nuevo se rompió la
formación me quité las hombreras y me
uní a aquellos cuatro camaradas, con los
que haría el viaje de regreso a Berlín.
El Legionario no paraba un momento
entre nosotros, pero regresaba de cada
una de sus «expediciones» con una
manta o con algo de comida que nos
repartíamos como hermanos.
De vuelta de una de sus correrías,
nos dijo:
—Hay un capitán alemán que va
cargado de víveres. Siempre procura
apartarse de los demás para comer a
escondidas…
Le dije que nos lo señalara para no
perderle de vista. Caminamos durante
todo el día y no recibimos más que una
ración de sopa. Todos teníamos lo que
Codina llamaba gazuza. Teníamos que
hacernos con la mochila de aquel
capitán, que dormía abrazado a ella.
Preparamos cuidadosamente nuestro
plan, fijando un lugar de reunión para el
momento en que tuviéramos la mochila
en nuestro poder.
Se hizo de noche. Estábamos a
pocos metros de distancia de nuestra
víctima. Cogimos una manta, nos
acercamos al capitán y le echamos la
manta por encima de la cabeza. Los dos
franceses me ayudaron a sujetarlo,
mientras Codina y el Legionario se
largaban con la mochila. Cuando le
soltamos, aquel hombre empezó a gritar
como un loco. Y continuó gritando hasta
enronquecer, sin que nadie le hiciera
caso.
En la mochila había lastas de
conservas, pan de molde y mantequilla.
Con el asentimiento de mis camaradas,
le llevé dos latas de sardinas y un poco
de pan al coronel con el que había
trabado amistad. Me lo agradeció muy
de veras. Al día siguiente le conté al
coronel cómo habíamos conseguido
aquellos víveres, y le oí reír por
primera vez desde que le conocía.
Iban transcurriendo los días y cada
vez avanzábamos más hacia el Este. Nos
encontrábamos ya en Polonia, y no
podíamos esperar más: teníamos que
aprovechar la desorganización de
aquellos momentos. La ocasión se
presentó cuando acampamos junto a un
bosque. En el lindero del bosque
estaban las letrinas, con un soldado ruso
de guardia, al que había que eliminar. Lo
preparamos todo minuciosamente,
sabiendo que si algo fallaba podíamos
darnos por muertos. Teníamos una lima a
la cual le habíamos quitado el mango,
conviniéndola en un arma punzante. Por
mi parte, había conseguido mantener
oculta en la caña de mi bota mi pistola
Walther, y estaba dispuesto a utilizarla
sin contemplaciones, ya que mi decisión
de no llegar a Rusia era terminante.
Los cinco de acuerdo, aguardamos a
que se hiciera de noche. Entretuvimos la
espera aguzando contra una piedra la
punta de la lima. La única salida que
teníamos era por las letrinas, y el
centinela ruso nos estorbaba, de modo
que nos veríamos obligados a
eliminarlo.
Llegado el momento, nos acercamos
a él desde cinco direcciones distintas.
Yo fui, el primero en llegar a su altura.
Vi que no estaba borracho, aunque
tampoco sereno: entre Pinto y
Valdemoro. Al verme, me repitió lo que
los soldados rusos parecían haberse
aprendido de memoria:
—¡Hitler kaput!
Mientras el ruso estaba pendiente de
mí, los dos franceses se acercaron por
detrás y le cubrieron la cabeza con una
manta. El Legionario, portador de la
lima, se lanzó sobre él y empezó a
pincharle salvajemente. Cuando los
franceses le soltaron, el centinela se
derrumbó como un saco.
Codina se había adelantado,
penetrando en el bosque. Yo me apoderé
del naranjero ruso, y los cuatro echamos
a correr. Ya en el bosque, siseamos
buscando a Codina, que no contestaba,
hasta que tropecé con él. Estaba
mortalmente asustado y repetía sin
cesar:
—¡Ahora nos matarán! ¡Ahora nos
matarán!
Le propiné un bofetón, para hacerle
reaccionar.
—¡Si no te callas, el que va a
matarte soy yo!
La amenaza surtió efecto, y Codina
pareció tranquilizarse.
Debo aclarar, en honor a la verdad,
que Codina era un hombre entrado en
años, por lo que sus fuerzas físicas no
respondían a su indudable espíritu de
luchador. Sin embargo, aquella noche
nos vimos obligados a exigir de él un
esfuerzo sobrehumano, ya que nuestra
salvación dependía de la distancia que
lográramos poner entre el campamento y
nosotros durante la noche, corriendo a
ratos, a paso ligero en otros momentos,
permitiéndonos únicamente unos breves
minutos de descanso cuando nos faltaba
el aliento.
Durante más de tres horas llevé el
naranjero a cuestas, pero su peso llegó a
hacérseme insoportable y decidí tirarlo,
quedándome con la pistola.
Al hacerse de día comprobamos que
la suerte nos había acompañado. A
nuestra izquierda teníamos una carretera
de segundo orden, y no tardamos en
divisar una flecha indicadora: «A
Berlín».
Por todas partes veíanse ahora
pequeños grupos de hombres que se
dirigían a la capital de Alemania. La
inmensa mayoría vestían de paisano, y
todos presumían de haber estado en
campos de concentración y de ser
comunistas. Aquello era una verdadera
torre de Babel: se escuchaba hablar en
todos los idiomas. Un individuo, que por
lo visto nos había oído hablar en
castellano, se acercó a nosotros y
chapurreó:
—¿Españoles?
—Sí —contesté.
—¿Trabajadores? —insistió.
—Sí, trabajadores —dije.
—Yo, judío —declaró. Y al oír a
nuestros camaradas franceses hablar en
su idioma, se dirigió a ellos en correcto
francés—: ¿Dónde estabais vosotros?
—Trabajando en Varsovia —
contestaron sin vacilar.
Aquel maldito judío había venido a
complicarnos las cosas. Se empeñó en
unirse a nuestro grupo, y a pesar de lo
mucho que nos disgustaba su presencia
tuvimos que admitirle como compañero
de viaje, para no despertar sospechas.
Hacía casi veinticuatro horas que no
comíamos absolutamente nada. Para
colmo de males, a última hora de la
tarde empezó a llover. Continuamos
nuestra marcha, y al anochecer llegamos
a una aldea, atestada de gente. Cuando
pretendíamos entrar en una de las casas,
unos belgas nos cerraron el paso.
Empuñaban unos recios garrotes y
parecían dispuestos a utilizarlos sin
contemplaciones.
Codina estaba completamente
agotado y yo no le iba a la zaga.
Nuestros rostros demacrados inspiraron
una idea a los dos franceses: se
dirigieron a los de la puerta y apelaron a
sus buenos sentimientos diciéndoles que
nos habían sacado de un campo de
concentración, que nuestra condición
física era deplorable y que
necesitábamos un poco de descanso y de
comida. ¿Acaso se mostrarían ellos más
despiadados que los odiosos nazis?
El judío apoyó calurosamente la
historia de nuestros camaradas,
convencido de que si nos dejaban entrar
a Codina y a mí entrarían todos… tal
como efectivamente ocurrió.
Pasamos a una amplia cocina, en la
que un belga frió para nosotros una gran
cantidad de chuletas de cerdo. Comimos
hasta saciarnos, y luego nos tumbamos a
dormir sobre un montón de paja.
Por la mañana nos despertó una gran
algarabía: un numeroso grupo de
desplazados de todas las nacionalidades
habían atacado a los dos guardianes, a
los que habían molido a palos con los
mismos garrotes que empuñaban, hasta
el punto de que uno de ellos había
muerto a resultas de la paliza. Nosotros
nos libramos porque los recién llegados
se lanzaron sobre la comida como fieras
hambrientas, momento que
aprovechamos para despistarnos. En
medio de la confusión perdimos de vista
al judío, con gran alivio por nuestra
parte.
Enfilamos de nuevo la carretera.
Poco después pasó junto a nosotros un
convoy de camiones, a bordo de los
cuales viajaban prisioneros franceses
recién liberados. Agitamos los brazos en
dirección a ellos, pero no se detuvieron.
Sin embargo, al llegar al primer pueblo
nos encontramos de nuevo con el
convoy, que había hecho un alto.
Nuestros dos camaradas franceses
establecieron contacto con sus
compatriotas, los cuales les dijeron que
podían viajar con ellos. Pero, a la hora
de montar, los franceses del camión se
negaron a admitir españoles a bordo.
Entonces, nuestros camaradas se
negaron a subir, si no lo hacíamos
también nosotros.
—No vale la pena discutir —les
dije—. Aprovechad la ocasión.
Nosotros seguiremos a pie.
—¡Ni hablar! —replicó uno de los
franceses—. ¡O subimos todos, o nos
quedamos todos en tierra!
Finalmente, uno de los jefecillos del
convoy dio la orden:
—¡Vamos, todos arriba!
Y así viajamos hasta las
inmediaciones de Berlín.
Pasamos la noche en una casa
abandonada. Dormimos en un sótano en
el que había colchones y mantas. Nos
despertamos muy tarde, y deliberamos
acerca de lo que nos convenía hacer.
Decidimos que lo mejor sería
separarnos, puesto que un grupo de
cinco hombres es más susceptible de
llamar la atención. Pero, antes de
hacerlo, uno de los franceses sacó de su
macuto un fajo de billetes de cien
marcos, completamente nuevos, que
repartió entre todos.
Gracias amigo, no recuerdo tu
nombre, pero nunca olvidaré tu cara ni
tu generosidad. Muchas gracias.
La despedida fue muy emocionante
ya que las vicisitudes vividas juntos en
circunstancias tan terribles establecen
unos sólidos lazos de amistad y de
camaradería. Los dos franceses
formaron un grupo, el Legionario y
Codina otro. Yo reemprendí la marcha
solo, sin miedo, dispuesto a llegar a mi
querida España.
Las calles de Berlín estaban llenas
de soldados rusos, en su mayoría
borrachos como cubas, en busca de lo
que más apetecían: relojes y bicicletas.
Sin contar con los atropellos de que
hacían víctimas a las mujeres, sin
importarles su edad: vi con mis propios
ojos muchachitas de doce años
brutalmente violadas, y ancianas de más
de sesenta que habían sido víctimas
también de la lascivia de aquellos
salvajes. Delante de una casa vi una
hilera de soldados que hacían cola para
gozar por la fuerza de los favores de una
mujer, que murió en brazos de uno de
ellos.
¿Quién era el responsable de que
aquellos bárbaros cometieran tantas
tropelías, tantas atrocidades, tantos
crímenes, tantos robos, tantas
violaciones?
Eran los nuevos amos de la capital
de Alemania, un símbolo de los nuevos
tiempos que se avecinaban.
No siempre es cierto aquello de que
«el buey suelto bien se lame»; cuando
me encontré solo, sin mis camaradas, en
medio de lo que había sido una hermosa
ciudad y ahora no era más que un
montón de ruinas, me invadió una
infinita tristeza.
Sin embargo, no podía dejarme
vencer por el desaliento. La vida
continuaba, a pesar de todo, y el instinto
de conservación es el más arraigado en
el hombre. De momento, tenía que tratar
de llegar a casa de Margarita, la amiga
de Cipriano Sastre, o a la de mi amiga
Eva.
Berlín no tenía secretos para mí,
pero el Berlín que estaba viendo ahora
era un montón de escombros, entre los
cuales resultaba difícil encontrar un
punto de referencia. No obstante, eché a
andar orientándome por el instinto hasta
que localicé unos edificios que seguían
en pie y que reconocí inmediatamente.
A partir de entonces, sabiendo ya el
camino que debía seguir, mi marcha se
hizo mucho más rápida, a pesar de las
exigencias de mi estómago,
completamente vacío.
Por fortuna, el barrio donde vivía
Eva había sido uno de los menos
afectados por los bombardeos. Había
bastantes inmuebles en pie, y en ellos se
apiñaban las familias como las abejas
en la colmena.
Llamé a la puerta del piso de Eva.
Tuve que repetir la llamada y
finalmente, con muchas precauciones,
alguien entreabrió la puerta y asomó la
cabeza. Era la hermana de Eva, la cual
me reconoció al instante y abrió la
puerta, susurrando:
—Pasa Miguel… Aprisa, aprisa…
Una vez dentro, y después de cerrar
cuidadosamente la puerta, la hermana de
Eva me condujo directamente a la
cocina. Sin pronunciar una sola palabra
sacó un trozo de pan y unas rodajas de
mortadela, que empecé a devorar
mientras ella me miraba con ojos
compasivos y asombrados al mismo
tiempo. Sus primeras palabras me
explicaron el motivo de aquella actitud.
—Todos estábamos convencidos de
que habías muerto —dijo—.
Encontramos a Margarita, que había
hablado con algunos amigos suyos que
lucharon en el mismo lugar que tú, y
todos coincidían en asegurar que el jefe
de los españoles había perdido la vida
allí.
—Pues aquí me tienes, vivito y
coleando —dije, fingiendo una
jovialidad que en modo alguno podía
sentir—. En España solemos decir que
mala hierba nunca muere…
—Mi madre y mi padrastro están
fuera y no regresarán hasta mañana. Y
Eva está con unos oficiales rusos que
han organizado un banquete. Gracias a
esos oficiales hemos conseguido un
poco de comida. ¿Tienes más hambre?
Me avergonzaba tener que
confesarlo, pero mi expresión debió ser
lo suficientemente explícita, ya que la
muchacha, sin pronunciar palabra,
colocó encima de la mesa pan,
mermelada, margarina y una lata de
carne. Comí hasta hartarme.
—Voy a buscar a Eva —dijo la
muchacha a continuación.
Apoyé los brazos sobre la mesa y la
cabeza en ellos… y me quedé dormido.
Desperté cuando llegaron Eva y su
hermana.
Las dos muchachas empezaron a
contarme las dificultades, las vejaciones
y las amarguras que llenaban su vida
desde que el ejército ruso se había
hecho dueño de la ciudad.
—Miguel, tenemos que salir de aquí
sin pérdida de tiempo —me dijo Eva—.
Mi padrastro era enemigo del
nacionalsocialismo; nunca había dicho
nada, pero ahora no hace más que
denunciar a nuestros camaradas; muchos
han sido detenidos ya por culpa suya, y
está pendiente de todo lo que hacemos.
Hoy dormirás aquí, y mañana a primera
hora nos marcharemos a casa de
Margarita. Allí está Taño. Pero antes
iremos a casa de mi tía, donde se
encuentra mi hermana menor: allí no
correrás ningún peligro, todos son
camaradas.
Apenas había amanecido cuando nos
despedimos de la hermana de Eva y
salimos a la calle. Eva se cogió de mi
brazo y echamos a andar. A aquella
hora, la ciudad aparecía desierta; no
había un solo soldado ruso a la vista.
Tardamos más de dos horas en llegar a
nuestro punto de destino.
La tía de Eva era una mujer
eminentemente práctica. No perdió
tiempo en inútiles lamentaciones.
—Hay que aceptar las cosas tal
como vienen, Miguel. Lo primero que
tienes que hacer es cambiarte de ropa y
adecentarte un poco; no puedes andar
por ahí vestido de militar y con esa
barba… Guardo todavía algunos trajes
de mi difunto marido que te pueden
servir.
Después de afeitarme y de darme un
buen baño me sentí mucho mejor. El
traje del difunto tío de Eva no me caía
como hecho a medida, precisamente,
pero serviría para salir del paso. Lo
único que conservé fueron las botas,
puesto que andaba muy cómodamente
con ellas y sus cañas quedaban ocultas
por la pernera de los pantalones.
Pasamos el día y la noche en aquella
casa. El descanso me sentó
maravillosamente, puesto que me
permitió reponer fuerzas e introducir un
poco de orden en mis ideas.
El día siguiente amaneció con un
cielo despejado, completamente limpio
de nubes. Después de tomar una sopa
caliente que nos había preparado la tía
de Eva, salimos en dirección a casa de
Margarita. Berlín continuaba desierto;
en muy raras ocasiones nos cruzábamos
con algún transeúnte. No podía haber
encontrado mejor guía que Eva, ya que
conocía el camino a la perfección, a
pesar de los montones de escombros con
los que tropezábamos continuamente y
que a veces teníamos que escalar como
verdaderos alpinistas.
El inmueble en el que vivía
Margarita era uno de los pocos que
permanecían en pie en un barrio en el
que todo eran ruinas, hierros retorcidos,
escombros y desolación. Margarita y
Taño vivían en el último piso. Cuando
llamé a la puerta, oí la voz de Taño en el
interior, diciendo: «Margarita, están
llamando». Fue ella la que abrió la
puerta, y al verme exclamó:
—¡Miguel! ¡Dios mío! ¿De veras
eres tú?
Taño, que estaba acostado, se
levantó de un salto y acudió corriendo a
mi encuentro. Me abrazó, sin dejar de
repetir con voz quebrada por la
emoción:
—¡Estás vivo! ¡Estás vivo!
Cipriano Sastre Fraile había nacido
en un pueblo de la provincia de Segovia,
La Granja, donde sus padres tenían una
carnicería. Falangista, pero demasiado
joven para combatir durante nuestra
guerra civil, había sido testigo de todos
los combates que tuvieron lugar en La
Granja, situada en primera línea,
especialmente los que se desarrollaron
en torno a la «Atalaya» y la Casa de las
Vacas. Un simple aperitivo comparado
con lo que había sucedido en Berlín.
Tras las primeras efusiones, le
pregunté:
—¿Qué pasó cuando te envié con
aquel parte?
—Fue algo terrible, puedes creerlo.
Aquello era un verdadero infierno, con
cañonazos, explosiones gritos y
lamentos por todas partes. No conocía
las calles y el polvo y el humo me
impedían orientarme, pero a pesar de
todo logré llegar al puesto de mando. La
respuesta fue redactada por un coronel
que, sin haberse fijado en mi
graduación, decía: «El alférez portador
de la presente orden la ampliará de
palabra». Sin embargo, cuando traté de
regresar me fue imposible hacerlo.
Afortunadamente, encontré a un grupo de
franceses de la División Carlomagno
que luchaban como titanes defendiendo
sus posiciones en un sector contiguo al
parque zoológico.
Taño se mostraba muy satisfecho de
haber luchado con los camaradas
franceses.
—Eran unos tíos formidables y
luchaban como leones. El capitán que
los mandaba me dijo que te conocía y
que había hablado contigo en varias
ocasiones. No sé qué habrá sido de
ellos. Cuando la defensa se hizo
imposible el capitán ordenó la retirada y
cada uno escapó por donde pudo. No he
vuelto a ver a ninguno de ellos.
Nada más llegar le había preguntado
a Taño si tenía cigarrillos. Con gran
asombro por mi parte, sacó una caja de
cartón de gran tamaño llena de paquetes
de tabaco. Me explicó que en los
momentos de confusión que precedieron
a la entrada de los rusos, había
localizado un depósito de intendencia y
había cargado con una gran cantidad de
tabaco, patatas, embutidos, mermelada y
margarina. Tenía de todo y en gran
cantidad.
—Lo suficiente para pasar una buena
temporada —me dijo con orgullo.
Quedamos de acuerdo en que al día
siguiente nos reuniríamos en casa de la
tía de Eva para ir los cuatro al Instituto
Ibero Americano y enterarnos de la
suerte que había corrido el general
Faupel y su esposa.
Taño llenó un macuto de víveres
para nosotros y nos preparó unos
bocadillos.
Nos marchamos antes de que
oscureciera, ya que con las primeras
sombras de la noche los soldados rusos
iniciaban la requisa de mujeres,
tomándolas por las buenas o por las
malas, lo mismo si iban solas que
acompañadas.
La tía de Eva nos recibió con tanto
afecto como preocupación, ya que
durante todo el día había estado
temiendo que hubiésemos caído en
manos de alguna patrulla rusa. Cuando
le entregué el macuto con los víveres se
abrazó a mí y me llenó de besos,
repitiendo sin cesar:
—¡Gracias! ¡Muchas gracias!
Le dijimos que al día siguiente Taño
y Margarita vendrían a buscarnos para ir
al Instituto Ibero Americano.
La noche anterior había dormido de
un tirón, pero aquella segunda noche no
pude conciliar el sueño.
Poco después del amanecer llamaron
a la puerta. Salté de la cama y fui a abrir
sin pensar que podía tratarse de una
patrulla rusa; afortunadamente, eran
Taño y Margarita. No tardamos ni cinco
minutos en hacernos un lavado de gato y
vestirnos.
Eva y Margarita, que conocían el
terreno mucho mejor que nosotros, nos
sirvieron de guías, permitiéndonos
salvar todos los obstáculos, los
escombros que formaban montañas y las
patrullas de vigilancia. Poco antes del
mediodía llegamos al Instituto. El
edificio estaba intacto, pero sus
dependencias habían sido saqueadas. En
la biblioteca no había un solo libro en
las estanterías, todos estaban tirados por
el suelo o en el jardín. Las sillas y
sillones aparecían destrozados. Al
principio creímos que no había nadie.
Recorrimos varios salones sin encontrar
a nadie, hasta que de repente, cuando
nos disponíamos a bajar las escaleras de
un sótano, aparecieron uno de los
doctores, la señorita Templin —
secretaria de la señora Faupel— y una
muchacha peruana, hija de unos
alemanes que residían en el Perú. Los
tres se quedaron muy extrañados al
verme, y me di cuenta de que mi visita
no era grata, sobre todo para el doctor
que, sin venir a cuento, dijo:
—Cuando entraron los rusos lo
registraron todo y en el despacho del
doctor Arrizubieta encontraron su
uniforme militar. Nos reunieron a todos
y quisieron saber a quién pertenecía
aquel uniforme. Nos libramos por
verdadero milagro de que nos mataran a
todos. Por eso no considero prudente
que esté usted aquí, ya que si vuelven y
le encuentran lo pagaremos nosotros.
Intercambié una mirada con Taño,
mientras aquel individuo desaparecía
rápidamente. Al quedarse solas con
nosotros, las dos muchachas nos
contaron lo que sabían del matrimonio
Faupel.
Un estudiante chileno había logrado
llegar al chalet que los Faupel poseían
cerca de Potsdam y había hablado con la
hermana del general y con los criados:
el general y su esposa habían muerto.
Aproveché la ocasión para
apoderarme de algunos papeles
timbrados y para confeccionarme un
documento de identidad a nombre de
Fernando Reyes Calvo, nacido en
Córdoba, Argentina, que cursaba
estudios en aquel Instituto.
Al salir de allí nos sentamos en las
ruinas de un chalet vecino y dimos buena
cuenta de los bocadillos que Margarita
había traído a prevención.
Reemprendimos la marcha en
silencio. Esquivando a las patrullas
rusas de vigilancia, llegamos sin
novedad a la casa de la tía de Eva. Allí
nos despedimos de Margarita y de Taño
hasta el día siguiente. Le entregué a
Taño los papeles que había requisado en
el Instituto, convencido de que estarían
más seguros si los guardaba él, ya que
yo no sabía a dónde iría a parar ni lo
que iba a hacer.
Pasé una noche intranquila. Los
últimos acontecimientos habían
desquiciado mi sistema nervioso, y mi
moral estaba por los suelos. El presente
estaba lleno de sombras, y el futuro se
presentaba muy problemático. Di vueltas
y más vueltas en la cama, sin poder
pegar un ojo…
Para complicar más las cosas, Taño
no acudió a la cita que tenía conmigo, ni
por la mañana, ni por la tarde, ni por la
noche.
¿Qué había pasado? ¿Habría caído
en manos de los rusos?
Lo único que podía hacer era
esperar. Pero transcurrieron otras
veinticuatro horas sin que Taño diera
señales de vida.
Por fin decidimos que Eva fuera a
casa de Margarita en busca de noticias.
Quise acompañarla, pero su tía nos hizo
una serie de reflexiones, todas ellas
lógicas, y me convenció para que la
dejara ir sola. Las horas se me hicieron
interminables hasta que Eva regresó
para decirme que Taño y Margarita no
estaban en su casa. Por lo visto, el día
que estuvimos en el Instituto, Taño había
recogido una fotografía de Hitler que
alguien había tirado a un montón de
basura y la había colocado en su cuarto.
Uno de los vecinos le había visto y
denunciado a los rusos, los cuales se
presentaron en la casa, y al ver que
nadie respondía a su llamada forzaron la
puerta y lo destrozaron todo. Cuando
Taño y Margarita regresaban a su casa,
una vecina íntima amiga de Margarita
les esperaba en la calle para ponerles en
antecedentes de lo ocurrido, y la pareja
se marchó con rumbo desconocido. Ya
no volvería a saber nada de Cipriano
Sastre (Taño) hasta llegar a España.
Además de mi preocupación por la
suerte personal de Taño, con él habían
desaparecido los papeles timbrados que
había requisado en el Instituto Ibero
Americano y que podían serme
necesarios. Le propuse a Eva efectuar
otra visita al Instituto, y ella aceptó. Lo
hicimos al día siguiente. Entré por una
ventana, cogí unos cuantos papeles
timbrados y dos tampones, sin que me
viera nadie. Eva se había quedado en el
jardín, vigilando. Regresamos a casa sin
novedad.
Durante el tiempo que había
permanecido en Berlín había conocido a
hombres y mujeres de todas las
categorías sociales y de todas las
cataduras morales. Pero recordaba con
afecto especial a la amiga de Martín de
Arrizubieta, una mujer canaria que había
perdido a su marido en el frente del Este
y que era madre de tres niñas de corta
edad. Había hablado con ella varias
veces y me habían impresionado su
bondad y la dulzura de su carácter. ¿Qué
habría sido de ella? Decidí visitarla por
si podía prestarle alguna ayuda. Hablé
de ello con Eva y le pareció magnífico:
iríamos a verla.
Pero aquel día la suerte no nos
acompañó. Poco después de haber
salido de casa caímos en manos de una
patrulla rusa que, sin explicaciones de
ninguna clase, nos condujo a un sótano
en el que había un numeroso grupo de
hombres y mujeres en las mismas
condiciones que nosotros.
A medida que transcurrían las horas
sin que nadie se ocupara de nosotros,
nuestra inquietud iba en aumento. Y en
los rostros de todos los que compartían
nuestro encierro en aquel sótano de una
casa derruida se reflejaba la misma
inquietud. La casualidad hizo que Eva y
yo fuéramos a sentarnos —en el suelo,
desde luego— junto a dos alemanes que
hablaban portugués. Cuando me dirigí a
ellos en español se mostraron algo
reticentes, pero no tardaron en dejar de
lado sus suspicacias y poco después se
había establecido entre nosotros una
verdadera corriente de simpatía.
Siempre recordaré sus nombres:
Guillermo Doms y Otto Sinker.
Era más de media tarde cuando se
presentaron varios oficiales
acompañados de un comisario político.
Empezaron a interrogar a todos los que
estábamos allí. Me llamó la atención el
hecho de que todos llevaran unos
uniformes impecables; iban
perfectamente afeitados, además, y
alguno incluso olía a perfume. Sus
preguntas fueron sumamente correctas,
sin gritos ni abusos de autoridad. A
medida que tomaban declaración a los
detenidos les iban soltando, ya que
prácticamente todos ellos eran
alemanes. Cuando llegó nuestro turno,
Otto, Guillermo y yo declaramos que
éramos americanos. Al oír la palabra
«americano», el comisario dijo:
«Estra».
Cuando todos los detenidos habían
sido puestos en libertad, el comisario se
dirigió a nosotros y nos dijo que
seríamos conducidos a una casa en la
que podríamos pasar la noche, y que
seríamos repatriados en cuanto las
circunstancias lo permitieran.
La «casa» en cuestión resultó ser un
barracón situado en la parte exterior de
las alambradas de un campo de
prisioneros. Al llegar nos suministraron
un trozo de pan negro y una ración de
azúcar.
Otto y Guillermo sacaron de su
macuto un mapa de Alemania. Lo
desplegamos en el suelo y empezamos a
señalar el itinerario para trasladarnos a
Suiza. Ellos llevaban sus pasaportes
brasileños en regla; yo únicamente aquel
documento con el membrete del Instituto
Iberoamericano, y Eva otro acreditando
que era mi esposa. Eva también quería
salir de Alemania.
Los rusos no nos dieron tiempo a
llevar adelante nuestros planes. A la
mañana siguiente nos condujeron a los
cuatro a un inmueble que servía de
alojamiento a una Compañía de
soldados y a un grupo de oficiales.
Allí encontramos a otras cuatro
personas que también esperaban ser
repatriadas: un sargento de aviación
norteamericano, un sacerdote polaco y
dos sargentos ingleses.
El mismo día de nuestra llegada,
Guillermo, que hablaba perfectamente el
inglés, se hizo amigo de aquellos dos
militares ingleses a los que tanto
tendríamos que agradecer más tarde. Su
comportamiento fue de lo más digno y
caballeroso que imaginarse pueda.
Otto llevaba en su macuto una buena
provisión de té. Creo que aquel té, que
los ingleses compartieron con nosotros,
fue lo que nos ganó definitivamente su
amistad: por lo visto, hacía varios
meses que no habían podido probar lo
que para ellos constituye la bebida
nacional.
Bebimos y fumamos, hablamos de lo
humano y de lo divino; los ingleses no
hacían más que quejarse de los rusos,
aliados suyos a fin de cuentas,
asegurando que preferían ser prisioneros
de los alemanes que liberados por los
rusos, y que el pueblo inglés nunca
debió hacer la guerra contra Alemania,
ya que los verdaderos enemigos de
Inglaterra y de todo el Occidente eran
los rusos.
Estábamos en la primera quincena
de mayo. El tiempo transcurría con una
lentitud desesperante. Los rusos, muy
parsimoniosos, sólo repatriaban a
pequeños grupos, alegando la falta de
medios de transporte. Pero nosotros
veíamos centenares de camiones que
salían camino del Este cargados de
maquinaria de las industrias alemanas
que eran desmanteladas con gran
rapidez.
Una de las cosas que seguían
preocupándome era la suerte que había
podido correr el matrimonio Faupel. Me
habían informado de su muerte, pero
ardía en deseos de confirmar la noticia
y, si era cierta, conocer más detalles.
Los dos sargentos ingleses habían
entablado cierta amistad con el
comandante Jefe del Sector, y por
mediación de ellos pude obtener un
salvoconducto que con mi nuevo nombre
me permitiría llegar hasta la casa de los
Faupel.
El salvoconducto decía:

EL CIUDADANO ARGENTINO
FERNANDO REYES CALVO ESTA
AUTORIZADO POR LA MISIÓN
CENTRAL S. I. P. PARA
CIRCULAR POR LA CIUDAD DE
BERLÍN Y SUS ALREDEDORES
HASTA LAS 21 HORAS DEL DÍA
26 DE MAYO DE 1945.

El Jefe de la Oficina de
Estado Mayor.

Firmado: ALEXIEP

Salí con Eva a primeras horas de la


mañana del 26 de mayo con las
bicicletas que nos habían prestado. Yo
no conocía el camino: ella sería mi guía.
Circular en bicicleta resultaba
complicado y difícil, debido al mal
estado de las calles y carreteras;
además, nos vimos en más de un aprieto
a causa de la obsesión que los rusos
parecían sentir por las bicicletas, las
cuales requisaban sin reparar en medios.
Gracias a mi salvoconducto pudimos
llegar al chalet en el que habían vivido
los esposos Faupel. Ofrecía un aspecto
de total abandono, y llamé a la puerta
principal por pura rutina, convencido de
que nadie acudiría a abrirme. Júzguese,
pues, cuál no sería mi sorpresa cuando
la puerta se abrió y apareció ante mí el
rostro de Daniel Parra. También él
quedó asombrado al verme, hasta el
punto de que fue incapaz de pronunciar
una sola palabra.
—¿No saludas a los amigos? —le
pregunté.
—Perdone, mi capitán —murmuró
finalmente—. De repente he creído ver
un fantasma. Estaba convencido de que
usted había muerto… Pero, pasen,
pasen… Vivo aquí con la hermana del
general, Margarita Faupel, que ya ha
cumplido los sesenta años y está algo
delicada de salud. Le supongo enterado
ya de la muerte del general y de su
esposa…
—Sí. ¿Cómo ocurrió?
—Se suicidaron el día 1 de mayo, en
un chalet propiedad de un médico con el
que les unía una gran amistad y que
también tomó la ampolla de cianuro con
ellos. Ocurrió poco antes de que los
soldados rusos asaltaran el chalet.
Desde aquí vi salir a uno de aquellos
salvajes luciendo sobre su mugriento
capote todas las condecoraciones del
general. Fue algo horrible…
Afortunadamente, Daniel Parra había
podido destruir su documentación y
reemplazarla por otra.
En la casa tenían un saco de arroz y
algo de grasa para guisarlo. De modo
que la hermana del general nos invitó a
comer con ellos. Me enseñó también el
testamento que su hermano había
redactado antes de morir. Estaba escrito
a lápiz y en él legaba todos sus bienes a
la señorita Faupel y, en caso de
fallecimiento de ésta, al matrimonio que
con tanto cariño y lealtad les había
servido. Comimos en el jardín, situado
en la parte trasera, y cuando terminamos
Daniel Parra se preparó para venir con
nosotros. La señorita Faupel me regaló
una maleta de cuero con un traje y otras
prendas de vestir que habían
pertenecido al general.
Regresamos a Berlín sin novedad.
Presenté a Parra a mis amigos, y desde
aquel momento pasó a formar parte de
nuestro grupo. Debo añadir que también
él se había convertido en argentino.
La espera se nos hacía interminable.
En una de sus salidas, Parra se encontró
con uno de los nuestros, un soldado que
había pertenecido a mi unidad, gallego,
de Monforte de Lemos. En los últimos
momentos se había despistado y se había
quedado en el Ministerio del Aire. Le
contó a Parra que un grupo de españoles
había colocado una bandera con la hoz y
el martillo, en el edificio que había sido
la Embajada de España. Y también que
me «estaban buscando», en colaboración
con la policía rusa. La noticia no me
impresionó: si no me atrapaban
durmiendo, moriría matando, ya que aún
conservaba la pistola Walther con dos
cargadores y algunas balas repartidas
por mis bolsillos. Aquellos esbirros que
se habían unido a los comunistas
españoles y colaboraron con los rusos,
habían trabajado en el servicio de
Falange con la doctora Faupel, y tres de
ellos ocuparon luego cargos en
Sindicatos, concretamente en Madrid.
Una noche, finalmente, llegó la gran
noticia: al día siguiente, a primera hora
de la mañana, un camión nos trasladaría
a Magdeburgo.
CAPÍTULO VII
En el último momento se había
complicado la situación.
Los datos que había dado a los rusos
eran los de Fernando Reyes Calvo,
súbdito argentino. Cuando llegó el
camión que había de transportarnos a
Magdeburgo, el oficial ruso que leía la
lista dijo que yo no podía salir, ya que
Argentina era un país fascista,
gobernado por un general[17]. Todos
habían montado y yo seguía en tierra, y a
pesar de las protestas de mis camaradas
el oficial ruso se hacía el sordo y
continuaba dando órdenes. Entonces
saltó del camión uno de los sargentos
ingleses que había convivido con
nosotros y se encaró con el ruso,
llegando a empujarle. El oficial ruso no
reaccionó. Yo temía lo peor, pero en
aquel momento, mientras el inglés
apabullaba al ruso, Guillermo Doms me
alargó su mano y con su ayuda trepé a la
caja y me instalé en una de las tablas
que servían de asiento.
El sargento inglés que se había
apeado llamó a su camarada para que le
ayudara a montar. El oficial ruso se
retiró y yo exhalé un suspiro de alivio.
Finalmente, el camión emprendió la
marcha, y sin parar ni una sola vez
llegamos a Magdeburgo, junto al río
Elba. En la otra orilla estaba el ejército
inglés. Aquel día lo pasaríamos con los
rusos, y a la mañana siguiente vendrían a
buscarnos los camiones del ejército
inglés.
Ninguno de nosotros pegó un ojo en
toda la noche. Los dos sargentos
ingleses no dejaron de hablar hasta que
se hizo de día. Las horas se nos hicieron
interminables. Finalmente, Daniel Parra
nos trajo la buena noticia: los camiones
habían llegado. Salimos al portal y los
vimos. Sin embargo, yo no las tenía
todas conmigo: en el último minuto
podía fallar algo…
El oficial inglés que iba al mando de
la expedición se acercó a nosotros y
saludó con verdadero afecto a los dos
sargentos. Conversó con ellos, mientras
nosotros nos manteníamos a una
prudente distancia. Luego, el oficial se
aproximó a nuestro grupo con cara
sonriente y nos dijo:
—Prepárense para salir dentro de
diez minutos. Guillermo Doms le
contestó en su idioma:
—Ya estamos preparados, señor. El
oficial nos señaló un camión.
—Suban —dijo.
Una mujer montada en una bicicleta
fue interceptada por un oficial ruso que
la obligó a apearse y de un tirón le
arrancó la bicicleta de las manos. Pero
el oficial inglés siguió el mismo
procedimiento, arrancándosela a su vez
de las manos al ruso y devolviéndosela
a su dueña. El oficial ruso empezó a
gritar y a gesticular, pero el inglés, con
una fusta en la mano y sin inmutarse lo
más mínimo, siguió dando órdenes para
el embarque en los camiones. Un capitán
francés servía de intérprete y traducía al
ruso las órdenes del oficial inglés.
Cuando crucé el puente sobre el
Elba y vi ondear la bandera inglesa,
experimenté una de las emociones más
intensas de mi vida. Había dejado atrás
la roja, con la hoz y el martillo, y me
sentía libre a la sombra de aquella
bandera que en otros momentos no
hubiera vacilado en pisotear y que ahora
habría besado de buena gana.
Los dos sargentos ingleses se habían
separado de nosotros. De nuestro grupo
quedamos solamente Guillermo, Otto,
Daniel y yo. Nos alojamos en un piso, en
espera de tomarnos los datos para
conocer nuestro punto de destino.
Disponíamos de dos habitaciones
con camas; en una de ellas se instalaron
los dos alemanes, y en la otra Daniel y
yo. Los ingleses nos habían entregado
varias latas de conservas. Las abrimos y
acabamos con su contenido, ya que hacía
más de veinticuatro horas que no
probábamos bocado.
Después de que nos habíamos
tumbado en nuestras camas, hartos y
tranquilos, tratando de descansar, se
presentaron los dos sargentos que habían
viajado con nosotros, cargados de latas
de conservas y de tabaco. Habían
venido a despedirse, ya que al día
siguiente salían en avión hacia
Inglaterra. Uno de ellos me dio su
dirección, que quise conservar pero que
se me extravió; pero siempre le
recuerdo con el mayor afecto, pues estoy
convencido de que de no mediar su
intervención me hubiera quedado en
Berlín para siempre, en manos de los
rusos.
Recuerdo un incidente que pudo
habernos dejado en muy mal lugar, pero
que afortunadamente no pasó a mayores.
Habíamos terminado las pastillas para
calentar, y Guillermo quiso aprovechar
una ventana para hacer fuego, haciendo
astillas de la madera, ya que estaba
desprendida de su marco y tirada en un
rincón. Al día siguiente, cuando el
oficial inglés pasó revista, se encaró con
nosotros y nos reprochó en términos
violentos lo que habíamos hecho, para
terminar diciendo:
—¡Son ustedes iguales que esos
perros de la estepa!
Guillermo le explicó lo que había
ocurrido, asegurando que no había
tenido la intención de destrozar nada,
sino únicamente de aprovechar lo que ya
estaba destrozado.
El oficial pareció convencerse de
nuestra buena fe y, en tono más suave,
nos dijo:
—Esta pobre gente ya ha padecido
bastante. Si no respetamos lo poco que
les queda, su ruina será total.
No volvió a tener queja de nosotros,
ya que durante los días que
permanecimos allí procuramos tenerlo
todo lo mejor arreglado posible,
sabiendo que lo que nos había dicho el
oficial era la pura verdad.
Uno de los días recibimos la visita
de un grupo de oficiales
estadounidenses. Eran periodistas. Uno
de ellos, con las insignias de
comandante, hablaba un castellano casi
perfecto.
—¿Quién de ustedes es argentino?
—inquirió.
—Nosotros —contesté, señalando a
Daniel.
—¿Conocieron al matrimonio
Faupel, del Instituto Iberoamericano?
—Sí, tuvimos ese honor.
—¿Cómo se llama usted?
—Fernando Reyes Calvo.
—¿Y su compañero?
—Daniel Parra Redondo.
—¿Conocía usted a un español que
iba mucho por el Instituto, muy amigo
del general Faupel y de su esposa, y que
era el jefe de los españoles que,
encuadrados en las SS, defendieron,
según nuestras noticias, la Cancillería?
—No tenemos ni idea. ¿Sabe usted
su nombre? Sacó un cuaderno de notas
de su bolsillo y leyó:
—Miguel Ezquerra.
Ni un sólo músculo de mi rostro se
alteró. Permanecí impasible. Daniel, en
cambio, palideció intensamente.
Guillermo y Otto no hicieron el menor
gesto que pudiera delatarme. El único
que podía haberme comprometido, sin
querer, naturalmente, era Daniel.
El comandante continuó hablando,
piropeando a la raza hispana. Habló de
la bravura con que habían luchado los
españoles en Berlín, y se refirió en
varias ocasiones a Miguel Ezquerra
calificándole de «tío macanudo». Pero
yo seguí aguantando el tipo como
Fernando Reyes. El comandante-
periodista repitió varias veces que si
localizaba a Ezquerra le ayudaría en
todo lo que estuviera a su alcance.
Siempre me ha quedado la duda de
si no me habría traído más cuenta
decirle la verdad…
Cuando se marcharon aquellos
hombres, Daniel me rogó que le
perdonara por haber estado a punto de
comprometerme, pero que no había sido
capaz de dominar su nerviosismo. Le
prohibí que volviera a hablar del asunto.
En cuanto a Guillermo y Otto, se
limitaron a darme una palmada en la
espalda, sin hacer ningún comentario.
Por fin llegó la orden de marcha.
Viajamos en tren hasta Lieja, Bélgica, y
allí nos alojaron en el llamado Refugio
de Repatriados.
En aquel refugio volví a encontrarme
con un español nacido en Ceuta,
apellidado Toledo, del cual ya he
hablado en otro capítulo de este libro.
Había sido confidente de la Gestapo,
denunciando a los españoles que
trabajaban en Berlín, y que se dedicaban
al mercado negro o hablaban mal del
régimen hitleriano. También él me
reconoció y me saludó con aparente
cordialidad. Me mostré correcto, pero
no quise dejar pasar la ocasión de
demostrarle que no me chupaba el dedo.
—Toledo —le dije—, los dos
estamos en la cuerda floja, tú por haber
trabajado con la Gestapo, y yo por haber
sido el jefe de los españoles que
lucharon en Berlín. Pero a esta gente le
interesan más los agentes de la Gestapo
que nosotros. De modo que, si sabes lo
que te conviene, olvídate de mí.
El mismo día de nuestra llegada
fuimos sometidos a un reconocimiento
médico. Tuve que desnudarme de cintura
para arriba y el doctor me mandó poner
los brazos en cruz. Me dio unos
golpecitos en el pecho, por pura
fórmula, y me despidió con una palmada
en la espalda.
—Puede marcharse, está muy fuerte.
Lo único que le interesaba era
comprobar si alguno de nosotros,
llevaba el tatuaje de las SS.
Del consultorio del médico pasé a
otra oficina, donde me preguntaron:
—¿Es usted deportado argentino?
—Sí.
—¿Cómo se llama?
—Fernando Reyes Calvo.
—¿Natural de?
—Córdoba, Argentina.
Con mi tarjeta de deportado político
ya estaba documentado. Esto me dio
cierta tranquilidad, aunque todos
aquellos trámites me dejaron sin probar
bocado. Mis compañeros de viaje
también recibieron su tarjeta, a pesar de
que los dos alemanes, Guillermo y Otto,
tenían su pasaporte brasileño.
Al día siguiente salimos hacia
Bruselas. Se había unido a nosotros un
chileno, químico de profesión, que había
trabajado en Alemania y que
despotricaba sin ninguna reserva contra
los Aliados. Había conocido y había
sido amigo del matrimonio Faupel. Y
también un judío, que decía ser
estadounidense, pero que sólo conocía
tres o cuatro palabras inglesas. Llevaba
una fotografía de un oficial
estadounidense que enseñaba a cuantos
soldados y oficiales preguntaban: «¿Hay
aquí algún americano?». Cuando
nosotros decíamos que éramos
americanos, inquirían: «¿De qué
parte?». Y al decirles que éramos
argentinos y brasileños nos miraban con
desprecio, y algunos incluso escupían al
suelo. Para ellos, los hispanoamericanos
eran unos seres despreciables. El judío
que viajaba en nuestro compartimiento
era el único que recibía chocolatinas y
cigarrillos, sin que nos ofreciera ni un
pitillo. El otro «agregado» era un
alemán que había nacido en Brasil; le
faltaba la visión en un ojo, por cuyo
motivo no había podido incorporarse al
ejército. No cesaba de lamentarse
amargamente por no haber podido luchar
como soldado de las SS.
Llegamos a Bruselas al atardecer y
nos enviaron a un centro de repatriados
políticos. Daniel Parra y yo decidimos
presentarnos en el Consulado español
para explicar nuestra situación.
En aquel centro había otros
españoles. Ni me conocían ni les
conocía. Pero al oírnos hablar se
acercaron a nosotros y entablamos
diálogo.
Sin demostrar excesivo interés,
preguntamos dónde se encontraba el
Consulado.
Uno de ellos Tomás Garzón, se
ofreció a acompañarnos.
Por el camino nos explicó cómo
estaba la situación en Bruselas. Allí
trabajaban todos los servicios de
información, ingleses, estadounidenses y
rusos. Los dos españoles con los que
acabábamos de hablar en el centro de
repatriados eran comunistas
arrepentidos: uno de ellos había sido
Comisario de División, y el otro teniente
con Líster. Garzón nos puso en
antecedentes de todo.
Cuando llegamos al Consulado y
entré en el vestíbulo, los que esperaban
allí, al verme, se pusieron en pie y me
saludaron brazo en alto. Contesté
maquinalmente al saludo.
Eran exsoldados de mi unidad.
Alguien informó al cónsul de lo que
había ocurrido, y aquel buen señor envió
al canciller para que me acompañara a
su despacho.
Cuando entré, el cónsul me invitó a
sentarme.
—Tenía noticias de usted —empezó
diciendo— por otros compatriotas que
han pasado por aquí… Por dondequiera
que va nos compromete usted…
No estaba dispuesto a tolerar que me
hablara en aquel tono. Sin dejarle
terminar, me puse bruscamente en pie,
apreté los puños, le miré fijamente a los
ojos y…
—Creo que no me ha entendido bien,
o quizás no he sabido explicarme —se
apresuró a añadir el cónsul—. Lo que
quería decir es que estamos pasando por
unos momentos muy difíciles. No nos
pierden de vista, abundan las denuncias
contra nosotros… Los exiliados tienen
unos servicios consulares paralelos.
Ellos están protegidos por las
autoridades y son los que cortan el
bacalao. A nosotros nos toleran,
simplemente…
Al salir del despacho del cónsul,
terminada la entrevista, un caballero
desconocido se acercó a mí, me cogió
del brazo y, sin pronunciar palabra, me
hizo subir al primer piso y me introdujo
en su despacho. Después de cerrar la
puerta, me invitó a sentarme.
—Soy como tú y pienso como tú:
soy falangista, en una palabra —me
espetó de buenas a primeras.
De momento, no supe qué contestar.
Para disimular mi desconcierto, me
decidí a contarle mi entrevista con el
cónsul. Me escuchó sin hacer ningún
comentario.
Cuando terminé, me dijo:
—Estoy a tu disposición para todo
lo que necesites y esté a mi alcance. No
voy a negarte que estamos pasando unos
momentos difíciles, pero los hubo
peores. ¿Dónde estás ahora?
—En el centro de repatriados
políticos. Aquí tengo la tarjeta que me
dieron en Lieja.
Estaba hablando con Graciano
Cantelí, asturiano y falangista, pero por
encima de todo caballero español.
—Supongo que no tendrás ni para
tabaco…
—¡Imagínate! Aunque el tabaco es lo
de menos, ya que nos dan unos cuantos
cigarrillos al día, donativo de los
estadounidenses para los refugiados
políticos.
—Pero, tendrás que tomar un café, o
una cerveza…
Y me obligó a aceptar unos francos
de los que no andaba muy sobrado,
precisamente.
Durante los días que permanecí en
Bruselas procuré por todos los medios
utilizar mi carta de refugiado político
que me identificaba como Fernando
Reyes Calvo, natural de Córdoba,
Argentina. Al enterarme de que hacía
unos días que había llegado el nuevo
embajador argentino, pensé que quizás
él me prestara su apoyo cuando le dijera
que era compatriota suyo y que deseaba
regresar a mi país. Medité
cuidadosamente la historia que tenía que
contarle… pero por lo visto no poseo
cualidades de actor, ya que el señor
embajador me dijo lisa y llanamente,
tras escuchar mi relato, que no creía una
sola palabra, y que lo único que podía
hacer era consultar mi caso con el
embajador de España.
Al día siguiente, cuando llegué al
Consulado, Cantelí me estaba
esperando. Me hizo subir a su despacho
y me habló de la entrevista que habían
sostenido los dos embajadores.
—Tienes que andar con pies de
plomo. Nuestro embajador es una gran
persona, pero no puedo decir lo mismo
del Cónsul, y creo que ese embajador
argentino es un liberaloide que ha
llegado dispuesto a hacer méritos. Hoy
vamos a almorzar con un amigo y
camarada nuestro que reside en Bruselas
desde hace muchos años y tiene una
clínica dental.
Y Cantelí me llevó a casa de
Villapol, el cual nos esperaba con una
suculenta comida, regada con vino de
marca. Un tocadiscos amenizó el ágape
con música española: jotas, flamenco,
sardanas…
Cuando salí de aquella casa era
noche cerrada. Me habían hablado de
las vicisitudes que habían pasado antes
de la guerra de España, durante la
guerra y después de la guerra, y de su
situación en aquellos momentos, un tanto
delicada. Pero nunca claudicarían. Eran
auténticos falangistas y nada podría
cambiarles.
La situación en Bruselas no era clara
para mí. Si bien es cierto que siempre
conté con el apoyo incondicional de
Graciano Cantelí, no hay que olvidar
que allí no había más justicia que la
impuesta por los que querían hacer
méritos a los ojos de los ocupantes. Sin
embargo, no me preocupaba en absoluto
el peligro personal que pudiera correr:
ni me ocultaba ni me callaba. Supongo
que, enfrentado a una situación límite,
había perdido el miedo físico, y un
hombre en estas condiciones es
peligroso para todos.
En el local donde estábamos
alojados, una gran sala en la que
dormían hombres y mujeres, conocía dos
españoles que habían luchado en la zona
republicana. Uno había sido teniente con
Líster y el otro comisario político de
División. Los dos se habían afiliado al
Partido Comunista durante la guerra. El
teniente era de Madrid, el comisario de
Barcelona. Los dos estaban
desengañados del «paraíso socialista».
Un día, mientras estábamos sentados
ante una mesa del comedor, se presentó
un grupo de «resistentes» belgas
acompañados de una mujer que en
Berlín había sido la amante de
Alejandro Vázquez, mi asistente. Se
dirigieron directamente a nuestra mesa y
uno de ellos apoyó su pistola
ametralladora contra mi espalda y me
llamó por mi nombre: «¡Miguel
Ezquerra!». Volví la cabeza, le miré con
fijeza y le dije: «¿Se ha vuelto usted
loco?
¡Aparte esa metralleta!». Sin
moverme de la silla y con la mayor
displicencia saqué de uno de mis
bolsillos la tarjeta de repatriado y por
encima de mi hombro se la entregué a
aquel energúmeno. La tarjeta decía:
«Fernando Reyes Calvo, súbdito
argentino, repatriado de un campo de
concentración».
En una de las esquinas de la mesa se
encontraba aquel catalán, de Barcelona,
que conociendo mis antecedentes salió
en mi ayuda, increpando violentamente a
aquellos cobardes, los cuales salieron
del comedor sin volverme a molestar. La
prostituta que les acompañaba se
marchó con ellos.
He querido recordar esta escena
como prueba de reconocimiento a mis
dos enemigos de ayer, hoy leales
amigos, dignos de vivir en nuestra
querida España con los mismos
predicamentos que el mejor y más digno
de los españoles.
El comisario —excomisario—
político se apellidaba Mas. He olvidado
el apellido del teniente de Líster. Pero a
los dos les recuerdo siempre con el
mayor afecto.
Aquellos dos hombres, refugiados en
Francia a raíz de nuestra guerra civil, se
marcharon voluntarios a trabajar a
Alemania, con la intención de pasarse a
los rusos. Pero cuando vieron llegar al
ejército rojo, y fueron testigos del
bárbaro proceder de aquellos
«libertadores» que asesinaban a un
pobre trabajador para robarle el reloj y
violaban salvajemente a las mujeres sin
importarles su edad ni su condición, los
dos llegaron a la misma conclusión: ¡mil
veces Franco, antes que el comunismo!
CAPÍTULO VIII
Ya estamos en París.
Con una candidez incomprensible en
un hombre con mis horas de vuelo, llego
a creer que podré aprovechar la
absoluta desorganización que impera en
aquellos momentos para conseguir un
documento que me permita continuar el
viaje, cruzar el Atlántico y situarme en
cualquier país de la América del Sur.
Daniel Parra quiere volver a
España. Yo, en cambio, estoy
obsesionado con la idea de aventura
americana, sin que pueda explicarme los
motivos. Tal vez haya influido el hecho
de haber conocido a Otto Sinker y a
Guillermo Doms, que me hablan sin
cesar del Brasil, donde podría rehacer
mi vida y olvidar un pasado pródigo en
sufrimientos, cicatrizar las graves
heridas que en mi alma ha dejado el
desenlace de una guerra en la que las
fuerzas del mal han cerrado el paso al
Orden Nuevo, destinado a purificar el
corrompido ambiente de una Europa en
decadencia. Lejos del viejo continente,
en una nueva Tierra de Promisión, tal
vez consiguiera desprenderme de unos
trágicos recuerdos, sin olvidar mis
principios.
París, lo mismo que Bruselas, era en
aquellos momentos un feudo
estadounidense. La inmensa mayoría de
los centros de ayuda estaban en manos
de los yanquis, y más concretamente en
manos de los judíos, infiltrados en casi
todos los comités de ayuda a los
repatriados.
Algunos de los que habían formado
parte de mi unidad habían conseguido
también llegar a París, y pasando por
deportados políticos lograban
sobrevivir prendidos de aquella tela de
araña tan compleja, en la que se podía
caer sin posibilidades de liberarse.
Para los que no habían desempeñado
ningún cargo, limitándose a vestir el
uniforme del ejército derrotado, no
resultaba demasiado difícil pasar
inadvertido en aquella babel que era el
París liberado. No podía decirse lo
mismo para quien había sido jefe de los
combatientes españoles en los últimos
meses de lucha contra el enemigo de
Europa y de la civilización: el
comunismo. Los españoles que se
habían integrado en la Resistencia
francesa, y que tantos quebraderos de
cabeza habían proporcionado a los
alemanes durante la ocupación, gozaban
ahora de una situación de privilegio; y
en muchos de ellos había despertado de
nuevo el ansia de matar. Aquellos
resentidos sin fe, sin freno y sin ley,
formaban grupos que se dedicaban sin
descanso, de día y de noche, a la caza de
los que habían cometido el delito de
desear una humanidad digna y justa, una
Europa unida y una sociedad capaz de
desarrollarse de acuerdo con los
principios morales sancionados por una
larga tradición cristiana.
Llegué al refugio para deportados
situado al final de los Campos Elíseos,
acompañado de los dos españoles que
habían luchado para implantar el
comunismo en nuestra patria, de Otto y
de Guillermo. Estaba buscando una
litera en la que acomodarme, cuando
alguien apoyó una mano en mi hombro,
al tiempo que me decía:
—¿Cómo te llamas ahora?
Me volví, sobresaltado, y me
encontré ante Eugenio Pinero, que
llevaba unos días viviendo allí. Le
acompañaban una mujer alemana y dos
hijas, una de un año y otra de pecho.
Mientras mis compañeros de viaje
buscaban un lugar para instalarnos todos
juntos, hice un aparte con Pinero. En una
de las esquinas de aquella sala de
grandes dimensiones, llena de literas de
dos pisos, dejando estrechos pasillos, se
encontraba la alemana que acompañaba
a Pinero y que él me presentó como su
esposa.
Nos sentamos en una litera y
Eugenio empezó a explicarme cuál era
la situación exacta y la influencia que
ejercían el partido comunista y los
refugiados españoles. Por sus palabras
pude darme cuenta de que las cosas
ofrecían un cariz muy difícil para mí,
dados mis antecedentes. Sin embargo, no
quise que Pinero, que me advertía con la
mejor de las intenciones, creyera que mi
ánimo había decaído tras la derrota.
Le dije:
—Te agradezco mucho el interés que
demuestras por mí, pero puedes tener la
seguridad de que no me dejaré cazar
como un conejo. Tendrían que pillarme
dormido.
Continuaba llevando las botas altas,
y en la caña de la bota izquierda
conservaba la pistola Walther, con una
bala en la recámara y el cargador
completo.
Se la mostré a Pinero, diciendo:
—¿Ves? Éste es mi código, Eugenio,
con las ocho leyes que estoy dispuesto a
aplicarle al primer sospechoso.
Pinero había reunido muchas latas
de conservas procedentes de los
donativos de los estadounidenses a los
deportados políticos. Su presunta esposa
me preparó una comida pantagruélica.
Con el estómago lleno, fui en busca
de mis compañeros de viaje, que habían
encontrado sitio para los cinco.
Al día siguiente, estaba charlando
tranquilamente con Pinero cuando me di
cuenta de que palidecía y daba muestras
de un visible nerviosismo, que no supe a
qué atribuir.
—¿Qué te pasa? —inquirí.
Hizo un gesto con la cabeza, al
tiempo que decía:
—Mira, ahí están esos asesinos…
Era un grupo de españoles —cinco
—, que vestían uniformes del ejército
estadounidense, todos armados con
metralletas. Pedían la documentación a
todo el mundo.
Antes de que llegaran al lugar en el
que nos encontrábamos, saqué la pistola
de la caña de mi bota y la oculté debajo
de la manta de la litera en la que estaba
sentado en compañía de Pinero.
Cuando llegaron junto a nosotros,
aquellos individuos se encararon con
Pinero.
—¿Todavía sigue aquí? —le
preguntaron.
—Sí, no hay manera de que me
entreguen los documentos que necesito
para salir. El individuo que había
hablado se volvió hacia mí.
—Y tú, ¿quién eres?
—También soy español.
—¿Cómo te llamas?
—Fernando Reyes Calvo.
—¿De dónde eres?
—De Madrid.
—¿Tienes algún documento?
Le mostré mi tarjeta de deportado,
que certificaba mi procedencia de un
campo de concentración alemán, y el
individuo pareció darse por satisfecho.
Mientras se alejaba en compañía de
sus camaradas, Pinero exhaló un suspiro
de alivio.
El comedor se hallaba instalado en
un espacio libre, al fondo de la sala. Las
mesas eran para diez comensales, y cada
una de ellas tenía a su servicio un
camarero. Terminé por darme cuenta de
que las mejores tajadas caían siempre en
mi plato. No podía ser una casualidad.
Efectivamente, el camarero que servía a
nuestra mesa había formado parte de mi
unidad. Yo no recordaba su cara, y ni
siquiera conocía su nombre. Tuvo que
presentarse él mismo. Le llamaban «el
Sordo».
Entre los míos se corrió la noticia de
que me encontraba en el refugio para
deportados, y mis camaradas,
procuraron por todos los medios
visitarme. Recuerdo de un modo
especial la visita de un gran camarada,
Ricardo Burguera. Estando yo tumbado
en mi litera, pasó más de cuatro veces
por delante de mí sin decirme nada,
hasta que se presentó acompañado de
Pinero. En la mano llevaba una bolsa de
las que entregaban a los enfermos.
Lo primero que hizo fue entregarme
aquella bolsa, en la que había comida y
unos paquetes de cigarrillos americanos.
—Vi a «Chistu» —me dijo—, el
cual me dio la noticia de que usted
estaba vivo y se encontraba en París. Le
hemos buscado por todos los campos y
centros de refugiados, hasta que hoy me
he tropezado por casualidad con el
Sordo y me ha dicho que estaba aquí.
Creo que podré conseguirle la
documentación que necesite. En una
oficina que han instalado los
estadounidenses en la Avenida Kleber
tengo una amiga letona que me
suministra comida, tabaco y los
documentos que le pido.
—Esto podría ser muy interesante —
le dije—. Necesito un documento que
me permita embarcar con destino a
cualquier país de la América del Sur o
del Centro.
—No se preocupe. Hoy mismo
hablaré con mi amiga y creo que lo
podremos conseguir.
Después de informarme de lo que
había sido de muchos de nuestros
camaradas, Ricardo Burguera se
despidió.
Los dos españoles que durante
nuestra guerra civil habían luchado en
las trincheras republicanas, defendiendo
la causa comunista, y que desde Francia
se habían desplazado a Alemania como
trabajadores para estar más cerca de
Rusia buscando la ocasión de pasarse al
Ejército Rojo, ahora deseaban
ardientemente volver a España.
Aquellos dos hombres me ayudaron
incondicionalmente, y no lo hicieron
sólo conmigo, sino con todos los que
habían luchado contra los comunistas.
Ignoro de qué medios se valieron, pero
consiguieron unas listas elaboradas por
los partidos marxistas en las que
figuraban todos aquellos que estaban
considerados como «criminales de
guerra». Todas ellas estaban
encabezadas por mi nombre.
Al día siguiente se presentó
Burguera, muy pasadas las doce de la
mañana.
—¿Hay alguna novedad? —le
pregunté—. Te esperaba mucho más
temprano.
—Me ha sido imposible venir antes.
Anoche no pude ver a mi amiga. He
estado con ella esta mañana, y la cosa
no va a resultar tan fácil como parecía.
Desde luego, podemos conseguir un
billete de tren hasta Hendaya, o
cualquier otro punto de la frontera
española, pero no hay modo de obtener
un pasaporte para un país
hispanoamericano. Es preciso tener
familiares allí, y desde aquí preguntan si
es cierto que son familiares y si el
peticionario ha vivido antes en el lugar
que cita como residencia. Todo esto
significa que hay que esperar, cosa muy
peligrosa para usted.
—¿Qué crees que se puede hacer?
—Puedo entregarle mi
documentación, con la cual podrá
circular libremente por toda Francia.
Esta tarde iremos a la oficina en la que
trabaja mi amiga y nos entregará un
billete de ferrocarril hasta el punto de la
frontera franco-española que usted
prefiera. Una vez allí, tendrá que valerse
por sus propios medios.
Aquel mismo día fuimos trasladados
a otro refugio, situado en el extrarradio
de París. Allí había muchos alemanes,
todos ellos con familiares en Argentina,
Brasil, Perú, Chile, etc. Habían llegado
a Alemania procedentes de aquellos
países, y tenían en ellos parientes o
amigos. Yo, en cambio, no tenía a nadie.
¿Qué podía hacer entre ellos? Me
decidí, y al día siguiente regresé al
antiguo refugio, después de despedirme
de Otto y de Guillermo, a los que nunca
más volvería a ver.
Mis dos enemigos de ayer, amigos
de hoy, me consiguieron una litera
contigua a la suya, y entré de nuevo en
contacto con mis camaradas.
Tengo ya mi nueva documentación y
un billete de ferrocarril hasta la frontera
franco-española. He dejado de llamarme
Fernando Reyes y a partir de este
momento seré Ricardo Burguera.
Mi punto de destino es Bayona.
Burguera me acompaña a la estación y
permanece en el andén hasta que el tren
se pone en marcha. Me desea mucha
suerte.
Está amaneciendo.
Pienso en mi situación. En la zona
fronteriza hay centenares de personas
que me conocen… Me resultará muy
difícil pasar inadvertido. No he pegado
un ojo en toda la noche, y me quedo
adormilado. Cuando despierto, estamos
ya en Burdeos. Me asomo a una
ventanilla y veo caras conocidas. Me
doy cuenta de que no puedo seguir.
Tengo que apearme del tren y mezclarme
entre la gente para poner distancia entre
ellos y yo. Me dejo empujar por un
grupo y sigo con él hasta que salimos de
la estación.
Tengo un poco de dinero, no mucho.
Conozco Burdeos y pienso recurrir a un
capuchino, el Padre Benito, que vive en
un convento situado en las afueras de la
ciudad. Los transportes públicos están
en plena reorganización, y me veo
obligado a ir andando. Tardo más de tres
horas en llegar. Estoy convencido de que
el capuchino me recibirá bien, pero me
encuentro con la desagradable sorpresa
de que ya no está allí. El lego que me
abre la puerta me informa de los padres
que hay en el convento. De los que yo
conozco, sólo quedan un padre mejicano
y fray «Donostia», un furibundo
separatista vasco del que no puedo
fiarme. De modo que regreso a la
ciudad.
Me dirijo al barrio de las
prostitutas. Pienso que allí me resultará
más fácil encontrar una cama para
dormir sin tener que inscribirme en
ningún registro ni presentar documentos.
Como ya he dicho, dispongo de poco
dinero y paso por la vergüenza de tener
que regatear «el precio» con una
prostituta. Hablo con ella y le cuento una
historia fantástica para que me deje
descansar. Le hablo de los campos de
concentración, de mis sufrimientos…
Ella se compadece de mí: también a su
marido se lo llevaron a uno de aquellos
campos y no ha vuelto a saber de él. Me
quedo dormido y descanso unas horas.
Antes de que amanezca ya estoy de
nuevo en la calle. Se me ha ocurrido que
el Canciller del Consulado español, o el
jesuita que regenta la Casa de España, al
que conozco y al que tuve ocasión de
prestar un servicio, pueden orientarme
acerca de la situación en la frontera.
Con los francos que me quedan
puedo recorrer algunos cafés y
enterarme de quienes son los que llevan
la voz cantante, los españoles que
manejan los hilos del tinglado.
Compruebo que muchos descendientes
de Moisés se habían ocultado en los
caseríos, y ahora algunos de ellos
mangonean las organizaciones de
refugiados españoles. Mal asunto. La
mayoría de aquellos grupos continúan
aplicando los sistemas que intentaron
implantar en España: las checas y el
«paseo». Muchos de aquellos españoles
habían sido liberados de los campos de
concentración cuando los alemanes
ocuparon Francia, habían trabajado en la
organización Todt, habían sido
respetados e incluso tratados con cierto
favoritismo por las autoridades
alemanas; pero, ahora, muchos
necesitaban justificarse y no vacilaban
en cometer los peores atropellos.
Alrededor de la hora del almuerzo
me dirigí al Consulado de España.
Conocía al Canciller, y tal vez él
pudiera orientarme. Adoptando el
máximo de precauciones esperé a que
saliera y le abordé en la misma acera.
Me reconoció inmediatamente.
—Pero… ¿está usted vivo? —
tartamudeó.
—Desde luego. Ya sabe lo que se
dice de la mala hierba —intenté
bromear. Pero el Canciller no estaba
para bromas.
—¡Por Dios, alejémonos de aquí!
¡Vamos, vamos! Si le reconoce alguien,
no vacilarán en matarle.
Echamos a andar y nos metimos en
un portal. El Canciller se asomó varias
veces, para asegurarse de que nadie nos
había seguido.
Cuando se convenció de que no
había moros en la costa, salimos de
nuevo a la calle y me llevó a un café,
cuyos dueños eran amigos suyos. Nos
hicieron pasar a la trastienda, y el
Canciller encargó comida para los dos.
Mientras comíamos, me explicó:
—Cuando el ejército alemán se
retiró, los refugiados españoles se
hicieron los amos de todo. Entraron a
saco en el Consulado. No puede usted
imaginarse lo que pasamos, hasta que
las autoridades francesas lograron
hacerse con el control del orden
público. Incluso ahora se presentan
algunos exigiendo «donativos» de
dinero, que en muchas ocasiones nos
vemos obligados a entregar, si no
queremos que quemen el edificio o que
nos peguen un tiro. Aunque lo cierto es
que cada día estamos más protegidos
por las autoridades francesas.
—Esos individuos —continuó— han
confeccionado unas listas de todos los
que han luchado con Alemania después
de haberse retirado la División Azul, y
en todas ellas figura usted en cabeza. Si
consiguen localizarle, nadie podrá
librarle de la muerte.
—Estoy convencido de ello —le
dije—. Pero le tengo mucho apego a mi
pellejo, y con la ayuda de Dios espero
conservarlo entero.
—Bien, vaya a ver al Padre jesuita
del Hogar Español. Está en la calle…
número… Yo le llamaré por teléfono y
me presentaré allí cuando haya hecho
unas gestiones inaplazables. Espéreme
hasta que llegue.
—De acuerdo.
Tardé dos horas en llegar al Hogar
Español, instalado en un viejo caserón
en las afueras de Burdeos. Las palabras
del Canciller me habían hecho
comprender la necesidad de mantenerme
siempre en guardia, pendiente de los
rostros de las personas que me rodeaban
o que se cruzaban conmigo. Por ello
renuncié a utilizar algún medio de
transporte público, ya que si alguien me
reconocía a bordo de un autobús, por
ejemplo, quedaría encerrado en una
trampa de la que me resultaría muy
difícil salir.
A mi llamada, acudió una monja.
—¿Qué desea? —inquirió.
—Tengo que hablar con el Padre X.
—En estos momentos, el Padre está
descansando y no puede recibir a nadie.
—¿Cuándo puedo verle?
—Dentro de una hora, quizás.
—Bien, volveré dentro de una hora.
Procuré no alejarme mucho de allí, y
entré en un pequeño café. Pedí una copa
de coñac. En una de las mesas, un grupo
de hombres jugaban a cartas. Les oí
discutir en español. Me fijé con
detenimiento en sus rostros, pero no
reconocía ninguno de ellos. Me tomé el
coñac tranquilamente, matando el tiempo
que faltaba para la cita.
Cuando me presenté de nuevo en el
Hogar de España, me abrió la puerta un
religioso joven. Al darle mi nombre me
hizo pasar a una sala de espera y me
rogó que me sentara, mientras él iba a
avisar al Padre X.
Pocos instantes después apareció el
Padre X, en compañía del Canciller.
Este último me habló en un tono
completamente distinto del que había
empleado tres horas antes. Por lo visto,
el jesuita le había metido el miedo en el
cuerpo.
—Hemos estado discutiendo su caso
con el Padre, y hemos llegado a la
conclusión de que es absolutamente
necesario que se marche de Burdeos
cuanto antes. De seguir aquí, no tardará
en caer en manos de algún grupo
incontrolado, y nadie podrá salvarle. Y
si se enteran de que nosotros le hemos
ayudado, correremos el mismo peligro.
—Nos gustaría mucho poder
ayudarle —intervino el jesuita—, pero
no estamos en condiciones de hacerlo.
Hágase cargo de nuestra situación… Los
refugiados españoles sospechan de
nosotros, y cualquier movimiento que
hiciéramos en favor suyo podría resultar
incluso contraproducente para usted.
Creo que debe seguir el consejo del
señor Canciller y salir de Burdeos lo
antes posible. Si tiene que pasar alguna
otra noche aquí, lo mejor será que acuda
al Refugio de la Rue Vaillant, donde no
le exigirán ningún documento ni le
cobrarán nada por la cama…
Me puse en pie, y mirando al jesuita
a los ojos, dije: —No se preocupen por
mí. A partir de este momento, no les
conozco de nada.
Me encaminé hacia la puerta. Pero,
antes de que pudiera abrirla, el
Canciller me llamó.
Me volví, inquiriendo: —¿Qué
desea?
—Le ruego que acepte estos mil
francos. Puede necesitarlos… —
Agradezco su limosna, pero no puedo
aceptarla. Muchas gracias, de todos
modos.
El Canciller quedó desconcertado
por mi respuesta, y se encogió de
hombros con un gesto de resignación…
o de remordimiento.
Salí del caserón lleno de amargura.
Incluso su nombre resultaba irónico:
¡Hogar de España! Hogar, más bien, de
vividores y pancistas, que olvidaban los
favores que en otra época habían pedido
y habían recibido.
Caminé durante el resto de la tarde,
sin rumbo fijo, ideando mil planes para
resolver mi situación… y rechazándolos
todos por descabellados. Al anochecer
me encontré en la Rue Vaillant. Había
llegado a ella sin darme cuenta. Mi
subconsciente me había guiado, por lo
visto, a la dirección que me había dado
el jesuita. Decidí aprovechar la ventaja
que me ofrecía aquel Refugio, ya que en
mi situación no podía permitirme el lujo
de dejar de ahorrar unos francos por un
amor propio mal entendido: al fin y al
cabo, el jesuita se había limitado a
darme la dirección de aquel refugio, no
era un favor «directo» que me hacía…
Fue una de las decisiones más
insensatas que he tomado en toda mi
vida. El «Refugio» en cuestión era una
especie de cuadra, que albergaba por la
noche a un par de docenas de
clochards[18] de la peor condición.
Nunca había visto tanta miseria ni tanta
suciedad. Las cucarachas campaban por
sus respetos, y cuando traté de sentarme
en uno de los camastros —tres tablas y
un jergón de paja—, las chinches y los
piojos se desplegaron en guerrilla,
tratando de saborear sangre española.
Entonces decidí salir de allí. Pero la
puerta estaba cerrada, y a pesar de mis
golpes y mis gritos, no acudió nadie.
Aquélla fue la noche más larga de mi
vida. La pasé maldiciendo al jesuita,
lamentando haberle visitado y
jurándome a mí mismo huir de las sotas
como del fuego.
Cuando por la mañana, muy
temprano, abrieron las puertas, busqué
un lugar donde lavarme y decidí
marcharme inmediatamente de Burdeos,
camino de la frontera.
En las afueras de Burdeos entré en
un bar y pedí un café. El dueño, que
hacía también de camarero, me
preguntó:
—¿Es usted repatriado?
—Sí —contesté—, mostrándole mi
documentación a nombre de Ricardo
Burguera. Me sirvió el café. Lo tomé
con verdadera ansia. El hombre volvió a
preguntarme:
—¿Es usted refugiado político?
La curiosidad del dueño del bar
empezaba a resultarme sospechosa.
Sabido es que los bares son una de las
fuentes de información más fructíferas
para la policía, ya que el alcohol desata
muchas lenguas. Además, los dueños de
esos establecimientos procuran mantener
buenas relaciones con los agentes de la
autoridad, por si se presenta la ocasión
de que tengan que taparles algún
pecadillo.
—No —contesté—. Fui a Alemania
como trabajador y los rusos me hicieron
prisionero. Ahora trato de llegar a San
Sebastián, donde vive mi familia.
Salí de la taberna y sin pensarlo dos
veces crucé Burdeos de punta a punta en
busca de la carretera que había de
llevarme a Mont de Marsan, en
dirección a España. Caminé sin parar
hasta que se hizo de noche, descansé
unos minutos, muy pocos, para seguir
caminando por aquella carretera
desierta. De pronto, los faros de un
camión que se aproximaba me hicieron
saltar precipitadamente a la cuneta. Cien
metros más adelante, el camión se paró.
Contuve la respiración… para expulsar
poco después todo el aire acumulado en
mis pulmones, con una sensación de
alivio: el vehículo se había detenido
simplemente para alimentar su gasógeno.
Continué andando toda la noche,
como un robot, flexionando las piernas
cuando mis músculos se agarrotaban,
pero avanzando, avanzando siempre, con
una voluntad de hierro.
Amanecía cuando llegué a Arcachon.
Mi estómago vacío empezaba a dar
señales de descontento, pero a aquella
hora tan temprana todos los
establecimientos estaban cerrados y
juzgué más prudente no esperar a que
abrieran. Cuando dejé atrás las últimas.
Cerré los ojos y me recordé a mí
mismo el juramento que me había hecho:
llegar a España, a toda costa. Tenía los
miembros entumecidos, pero eché a
andar. Mi decisión de no salir a la
carretera dificultaba mi marcha. Tenía
una pequeña brújula para orientarme,
pero a pesar de conocer la dirección en
la que avanzaba ignoraba el lugar en el
que me encontraba. Los bosques me
protegían, ciertamente, pero me habían
situado en una especie de laberinto. La
lluvia seguía cayendo y la oscuridad era
impenetrable, por lo que tropezaba
continuamente. A veces perdía el
equilibrio y daba con mis pobres huesos
en el suelo, pero me levantaba
inmediatamente y continuaba andando,
adelante, siempre adelante, hasta el
amanecer.
Al hacerse de día me encontré en las
proximidades de un pueblo y pensé en la
necesidad de rodearlo para que no me
vieran. Pero estaba llegando al límite de
mis fuerzas y decidí arriesgarme. En la
carretera, una flecha con la indicación:
DAX. La gente que se cruzaba conmigo
me miraba con desconfianza, hasta que
por fin unos hombres me cerraron el
paso, me hicieron entrar en el café del
pueblo y empezaron a interrogarme:
quién era, de dónde venía y a dónde me
dirigía. No me cachearon; se limitaron a
registrar mi macuto, en el que sólo había
unos pañuelos, dos pares de calcetines y
tres camisas, todo ello manchado de
barro. Les mostré mi tarjeta de
deportado político a nombre de Ricardo
Burguera. Me obligaron a contarles mi
odisea, mis sufrimientos en los campos
de concentración, pero a ninguno de
ellos se le ocurrió ofrecerme un café o
un bocadillo.
De pronto se presentó en el café un
individuo mejor trajeado que los que
hasta entonces me habían interrogado. El
recién llegado me pidió la
documentación. Se la entregué y la
examinó cuidadosamente. Luego me
dirigió una serie de preguntas,
repitiéndolas a veces como si tratara de
pillarme en alguna contradicción. Pero
me sabía la lección de memoria y no
resultaba fácil hacerme caer.
Finalmente, encargó que me sirvieran un
bocadillo y un café con leche. Algo muy
de agradecer, aunque en aquel momento
sólo sirviera para engañar al estómago.
Luego me dijo:
—Estamos cerca de aquí cortando y
aserrando árboles. Necesitamos
obreros. Puedo llevarle en mi coche y
dejarle un par de días en uno de los
barracones para que se reponga y pueda
trabajar. Tres compatriotas suyos
trabajan con nosotros desde hace unos
meses. —La noticia de que había
españoles allí me dejó intranquilo.
Nunca se sabe dónde puede saltar la
liebre, y si alguno de aquellos
trabajadores me reconocía, toda mi
historia se vendría abajo. Pero decidí
correr el riesgo. Era sábado, y aquel
patrón iba a pagar a sus obreros. Cuando
llegamos al tajo, todos los hombres
estaban reunidos en un barracón que
hacía las veces de comedor. Todos me
miraron como si fuera un bicho raro; la
verdad es que con mi indumentaria y mi
pelambrera, no podían mirarme de otra
forma. Mi acompañante, y desde aquel
momento mi patrón, les explicó mi
odisea. Es decir, la historia que yo le
había contado.
Después de aquello, los españoles
me acosaron a preguntas.
El patrón entregó su sobre a cada
uno de los grupos. Los hombres
repartieron el dinero e inmediatamente
se dispusieron a marcharse al pueblo
más próximo, como hacían todos los
fines de semana. Me informaron dónde
podía dormir y dónde estaban las
provisiones para que pudiera
prepararme la comida aquel sábado y el
domingo. Se marcharon todos menos un
español llamado Luis. Según él, no
había ido al pueblo ni una sola vez en
todo el tiempo que llevaba allí.
Cuando nos quedamos solos, Luis
empezó a hablarme de España y de la
nostalgia que sentía. Sin preguntarme
nada, me contó su historia. Había hecho
la guerra de España como soldado en el
bando republicano, y había cruzado la
frontera con los vencidos, yendo a parar
a un campo de concentración. No podía
olvidar que, estando en aquel campo,
habían llegado unos camiones del
Ejército llenos de panes, con soldados
franceses subidos sobre ellos. Desde lo
alto, rodeados por la famélica multitud,
arrojaban los panes a la masa humana
para gozar del espectáculo que ofrecían
aquellos seres hambrientos luchando con
uñas y dientes por la posesión de un pan.
—Los franceses nos trataban como a
perros, peor aún… Para ellos no éramos
más que una partida de indeseables.
Lo que Luis me había contado me
puso en guardia, y permanecí todo el
sábado y todo el domingo sin apenas
hablar, tumbado la mayor parte del
tiempo en mi camastro, reponiendo
fuerzas.
El lunes se reanudó el trabajo. La
tarea que me asignaron era
aparentemente sencilla: alimentar la
caldera a vapor que movía la sierra.
Pero tenía que medir cuidadosamente la
presión, ya que el menor descuido me
podía costar un disgusto, puesto que el
patrón, en cuanto ocurría algo
relacionado con un español, lo
denunciaba como sabotaje.
Me levantaba antes que nadie,
trabajaba de sol a sol, y al término de la
jornada sólo tenía ganas de acostarme,
hasta el punto de que la mayoría de los
días renunciaba a la cena a cambio de un
par de horas más de descanso. Muchas
noches, Luis me traía un bocadillo de
queso a la cama y me obligaba a
comérmelo. Nos hicimos muy buenos
amigos. También él quería regresar a
España. ¿Quién era Luis? Lo ignoro,
pero puedo afirmar que era un español
con todas las de la ley.
El cobro de mi primera quincena
coincidió con las fiestas de Dax, durante
las cuales se celebraban incluso
corridas de toros. Luis y yo nos
quedamos solos, como de costumbre.
Uno de los conductores de los
camiones se había dejado una bicicleta
en el tajo. El domingo, alrededor de las
once de la mañana, cogí aquella
bicicleta y le dije a Luis que iba a dar un
paseo. Sonrió y me dijo: —¡Que tengas
suerte! —Vuelvo en seguida —añadí. Y
Luis repitió:
—¡Suerte, Miguel! Allá nos
veremos.
Empecé a pedalear pensando en lo
que habría querido decir Luis con sus
enigmáticas palabras. No tardé en
unirme a dos ciclistas que iban en la
misma dirección. Me mantuve a su rueda
durante algunos kilómetros, pero al
llegar a un pronunciado repecho me
quedé atrás y les perdí de vista. Tuve
que apearme varias veces, pero
finalmente llegué a Bayona.
Con la paga en el bolsillo, podía
comer algo; de modo que entré en una
taberna situada cerca del cementerio y
que era propiedad de unos españoles
que llevaban muchos años residiendo en
Francia. Allí pregunté por Manolo «el
Zapa», otro español que vivía en
Bayona y que me debía muchísimos
favores. Los dueños de la taberna le
conocían perfectamente; me dieron su
dirección, aunque me advirtieron que no
me molestara en ir a verle, porque se
había marchado a Dax, con la intención
de asistir a la corrida de toros, y no
regresaría hasta la noche.
Salí de la taberna. Estaba lloviendo
de nuevo, de modo que me refugié en el
cementerio; encontré un panteón abierto
y vacío, me metí dentro y esperé a que
oscureciera. Cuando se hizo de noche
me dirigí a casa del «Zapa». La lluvia se
había convertido en un verdadero
diluvio. Me abrió la puerta el propio
«Zapa». Al reconocerme, y sin darme
tiempo a decir nada, exclamó
brutalmente: «¡Fuera de aquí, perro
fascista!». Y me cerró la puerta en las
narices.
Monté en mi bicicleta y enfilé la
carretera de la costa en dirección a
Biarritz. El incalificable proceder de
aquel individuo, al que en circunstancias
muy difíciles para él había prestado toda
mi ayuda, me había llenado de rabia. Y
creo que esa rabia fue la fuerza motriz
que empujó a mis piernas y robusteció
mi voluntad de llegar a España.
Antes de llegar al puente, vigilado
por soldados senegaleses, me salí de la
carretera, oculté la bicicleta entre unos
arbustos y me adentré en el monte.
Caminé durante toda la noche, bajo una
lluvia tenaz. Los ladridos de los perros
me advertían de la proximidad de algún
caserío, y la lluvia, que tanto dificultaba
mi marcha, era al mismo tiempo una
protección para mí.
Al amanecer cesó la lluvia. Y con
las primeras luces del alba divisé una
paridera y me encaminé hacia ella. La
puerta estaba abierta y dentro había un
gran montón de paja. Me desnudé del
todo, puse mi ropa a secar y me metí
dentro de la paja. Cuando desperté era
de noche. Mis ropas estaban secas. Me
vestí y reemprendí la marcha, siempre
hacia el sur, guiándome con mi pequeña
brújula. Aquella noche tuve que hacer
frecuentes altos para descansar, puesto
que las fuerzas empezaban a fallarme.
Llevaba más de dos días sin probar
bocado.
Amaneció un nuevo día y allá a lo
lejos, delante de mí, vi erguirse unos
montes que tenían que ser de España.
Parecían muy cercanos y, a la vez,
inalcanzables. Quizás no fuesen más que
un espejismo, un desvarío de mi
imaginación…
Poco después oí un resonar de
esquilas y los ladridos de un perro. Por
allí cerca tenía que andar un rebaño.
Orientado por aquellos sonidos, no tardé
en localizar un grupo de ovejas. Donde
hay ovejas hay pastor, me dije, y me
encaminé hacia ellas.
Dios aprieta pero no ahoga… El
pastor era un hombre entrado en años y
tenía esa sencillez de carácter, sin
recovecos ni dobleces, que sólo se
encuentra en las personas que viven en
comunión íntima y permanente con la
naturaleza. Hablaba en vascuence, pero
chapurreaba el español y el francés. Le
dije que trataba de llegar a España, y me
indicó el camino más favorable. Me
invitó a compartir su desayuno —pan y
tocino—, su bota y su tabaco.
Reemprendí la marcha con nuevos
ánimos. Pero, en pleno campo, las
distancias son engañosas, y aquel monte
que era mi objetivo y que parecía estar
al alcance de mi mano, seguía de hecho
lejano e inaccesible tras horas y horas
de andar. Al atardecer, completamente
agotado, me senté a descansar debajo de
unos árboles… y desperté cuando
amanecía un nuevo día, entumecido y
con todo el cuerpo dolorido, como bajo
los efectos de una descomunal paliza. Al
principio, las piernas se negaban a
llevarme, pero me impuse la obligación
de andar, andar, con la mirada fija en
aquel monte que se había convertido en
una obsesión para mí, y que no podría
seguir alejándose eternamente.
Ando, y ando, monte arriba y monte
abajo, apelando a mis últimas fuerzas,
cegados a veces mis ojos por lágrimas
de impotencia y de desesperación. Pero
ando, y ando, hasta que llego a la falda
del monte de mis sueños: la línea
divisoria se encuentra en la misma
cresta. Empiezo a trepar, tropezando a
cada instante, agarrándome a los
matorrales, apoyándome en un árbol
para recobrar el aliento…
De pronto, veo una caseta y unas
personas que entran o salen. Veo unos
uniformes: ¡La Guardia Civil! Echo a
correr como un loco y oigo que alguien
grita: «¡Alto! ¡Alto!».
Estoy en España.
MIGUEL EZQUERRA (Canfranc,
Huesca, 10-01-1913 - Madrid,
29-10-2016) fue un militar español que
combatió en la Guerra Civil Española
por el bando nacional y en la Segunda
Guerra Mundial, como parte de la
División Azul en apoyo de la Alemania
nazi, primero, y posteriormente como
voluntario de las Waffen-SS, donde
alcanzó el grado de SS-
Hauptsturmführer, equivalente al de
capitán en la Wehrmacht.
Durante la Guerra Civil luchó en los
frentes de Aragón, Madrid, Extremadura
y Teruel, encuadrado en la 7.ª Bandera
de Falange, llegando a ascender a
alférez provisional. Al terminar la
guerra fue destinado con una compañía a
Málaga, donde recibió su
licenciamiento. Regresó a la vida civil
como maestro de escuela, se casó y tuvo
dos hijas: Pilar y Consuelo.
Al estallar la segunda guerra mundial, se
presentó como voluntario aunque no fue
hasta 1941 en que Ezquerra, apelando a
su experiencia en combate, presionó a la
embajada alemana para que le
escogieran. Entonces, con los relevos de
finales de 1942, fue destinado con el
grado de teniente a una unidad
antitanque. Desde Logroño partió hacia
Alemania y después al Grupo de
Ejércitos Norte del Frente Oriental, que
se encontraba inmerso en el Sitio de
Leningrado. Allí combatió en la Batalla
de Krasny Bor. El 7 de octubre de 1943
la División Azul recibió la orden de
regresar a España.
En abril de 1944 cruza ilegalmente la
frontera hispano-francesa, junto a otros
veteranos de la División Azul, para
combatir como voluntario junto a los
alemanes. Participó en la batalla de
Normandía y posteriormente en la de las
Ardenas, integrado durante este tiempo
en diversas divisiones de las Waffen-SS
(Liebstandarte, Das Reich y Wallonien).
Tras la batalla de las Ardenas, fue
enviado con su unidad a Berlín, donde
luchó junto a muchos otros voluntarios
de diferentes nacionalidades en la
defensa de la ciudad ante el Ejército
Rojo.
Tras la capitulación alemana, fue
apresado se ordenó su deportación a la
Unión Soviética, pero logró escapar
cuando se encontraba en Polonia y
finalmente pudo regresar a España.
En su libro Berlín, a vida o muerte,
narra sus experiencias durante la Batalla
de Berlín. Se saben pocos datos sobre él
respecto a su vida privada fuera de los
campos de batalla.
NOTAS
[1]
Integraron la División Azul 17 000
voluntarios españoles. La unidad combatió en
el frente de Leningrado desde octubre de 1941.
Después de su retirada, se mantuvo en el frente
la Legión Española de Voluntarios, compuesta
por 2000 combatientes, que también fue
retirada unos tres meses más tarde. (N. del E.).
<<
[2]
La Organización Todt (en alemán,
Organisation Todt, OT) era el grupo de
construcción y de ingeniería durante los años
del Tercer Reich, que utilizó a cerca de 1,5
millones de personas de los países ocupados,
con la misión de construir infraestructuras de
comunicaciones y militares, así como fábricas
de armamentos y campos de concentración. La
Organización Todt fue la encargada de construir
la «Muralla del Atlántico» para prevenir la
invasión aliada de Francia, las bases de
submarinos y las defensas alemanas en Italia,
como la «Línea Gustav». <<
[3]
«Banesto». (Acrónimo de) Banco Español de
Crédito. <<
[4]
Capitán. <<
[5]
Comandantes de las SS. <<
[6]
Teniente de las SS. <<
[7]
La estación de ferrocarril más importante de
Berlín. <<
[8]
Correo militar. <<
[9]
Pasado el tiempo no debía extrañarme el
modo de pensar de Martín de Arrizubieta,
personaje pintoresco, por llamarle de algún
modo, con increíbles avatares en una vida
presidida por el signo del camaleón. Hijo único
de un matrimonio vasco, su padre fue patrón de
barco y más tarde práctico del puerto de
Bilbao. Martín estudió la carrera eclesiástica
con los jesuitas, pasando posteriormente al
clero secular. En 1936, al comienzo de nuestra
guerra civil, se alistó voluntario en los
batallones vascos, ya que militaba en el partido
separatista. Al derrumbarse el frente del norte
fue hecho prisionero por los nacionales, pero
alegó su condición de sacerdote, haciendo
creer a los franquistas que los rojos le habían
obligado a luchar con ellos. Logró que le
destinaran a un batallón de requetés, donde se
le reconoció el grado de teniente; permaneció
allí unos meses hasta que consiguió un permiso
que aprovechó para desertar y pasar a Francia.
Vivió en la zona de San Juan de Luz con el
apoyo de los separatistas vasco-franceses,
pero, al estallar la Segunda Guerra Mundial,
terminó su vida cómoda, ya que en una de las
levas que efectuaban los franceses cayó en
manos de un oficial de la Legión Extranjera, el
cual le convirtió «voluntariamente» en
legionario y le encuadró en un batallón que
desde Marsella salía hacia el frente. Logró
pasarse a las filas alemanas, y, aunque al
principio fue a parar a un campo de prisioneros,
un jesuita amigo suyo intercedió por él ante el
matrimonio Faupel. Reclamado por el general,
se convirtió en uno de los hombres fuertes del
Instituto Iberoamericano. Dirigía también un
semanario dedicado a los trabajadores
españoles llamado «Enlace». Cuando la
situación en Alemania empezó a deteriorarse,
los Faupel me sugirieron que encuadrara a
Arrizubieta en mi Unidad. Ingresó en la
Compañía que tenía que salir hacia el Tirol. La
Compañía en cuestión no pudo llegar a su
destino y sus miembros se desperdigaron.
Martín de Arrizubieta fue a parar a la Plana
Mayor de Tito en Yugoslavia. Cuando Tito entró
en contacto con el Vaticano, uno de los que
componían la comisión era Arrizubieta.
Terminada la guerra, permaneció algún tiempo
en Francia, en aquella zona en la que se habla y
se piensa en vascuence, hasta que, un buen día,
pasó a España y, sin que le pidieran ninguna
explicación, fue reconocido sacerdote y
destinado a la parroquia de Santa Marina de
Aguas Santas, de Córdoba. <<
[10]
El Panzerfaust («puño blindado») un arma
antitanque. A diferencia de la bazooka
estadounidense, o del también alemán
Panzerschreck, fue concebida para ser
desechada una vez disparada. Si bien su tubo
lanzador podía reutilizarse en fábrica, esto no
se solía hacer. Solamente al final de la guerra,
con el potencial industrial alemán reducido, se
empezaron a guardar los tubos lanzadores para
ser recargados. <<
[11]
Se trata de la Walther P38, la pistola de
dotación ordinaria en el Ejército alemán. <<
[12]
Mujeres de vida licenciosa. <<
[13]
A lo largo del libro, el autor indica, en
varias ocasiones, que su unidad estaba integrada
en las Waffen-SS, por lo que, en puridad, la
denominación de su nuevo rango sería la de SS-
Obersturmbannführer. <<
[14]
Ni Zander ni Axmann eran generales.
Wilhelm Zander fue SS-Standartenführer y
ayudante de Martin Bormann, en tanto que
Arthur Axmann fue el Jefe de la Hitlerjugend
(Juventudes Hitlerianas). <<
[15]
Probablemente, el autor se refiere al
Mariscal Georgi Konstantinovich Zhukov, que
conquistó Berlín para el Ejército Rojo. <<
[16]
Coronel. <<
[17]
Se refiere al general Edelmiro Julián
Farrell, que fue Presidente de Argentina entre
1944 y 1946. <<
[18]
Vagabundos. <<

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