Si Quieres Ser Perfecto
Si Quieres Ser Perfecto
Si Quieres Ser Perfecto
Al igual que el fragmento anterior, también éste debe ser leído e interpretado en el contexto de todo
el mensaje moral del Evangelio y, especialmente, en el contexto del Sermónyk de la montaña, de las
bienaventuranzas (cf. Mt 5, 3-12), la primera de las cuales es precisamente la de los pobres, los
«pobres de espíritu», como precisa san Mateo (Mt 5, 3), esto es, los humildes. En este sentido, se
puede decir que también las bienaventuranzas pueden ser encuadradas en el amplio espacio que se
abre con la respuesta que da Jesús a la pregunta del joven: «¿qué he de hacer de bueno para
conseguir la vida eterna?». En efecto, cada bienaventuranza, desde su propia perspectiva, promete
precisamente aquel bien que abre al hombre a la vida eterna; más aún, que es la misma vida eterna.
17. No sabemos hasta qué punto el joven del evangelio comprendió el contenido profundo y
exigente de la primera respuesta dada por Jesús: «Si quieres entrar en la vida, guarda los
mandamientos»; sin embargo, es cierto que la afirmación manifestada por el joven de haber
respetado todas las exigencias morales de los mandamientos constituye el terreno indispensable
sobre el que puede brotar y madurar el deseo de la perfección, es decir, la realización de su
significado mediante el seguimiento de Cristo. El coloquio de Jesús con el joven nos ayuda a
comprender las condiciones para el crecimiento moral del hombre llamado a la perfección: el joven,
que ha observado todos los mandamientos, se muestra incapaz de dar el paso siguiente sólo con
sus fuerzas. Para hacerlo se necesita una libertad madura («si quieres») y el don divino de la gracia
(«ven, y sígueme»).
La perfección exige aquella madurez en el darse a sí mismo, a que está llamada la libertad del
hombre. Jesús indica al joven los mandamientos como la primera condición irrenunciable para
conseguir la vida eterna; el abandono de todo lo que el joven posee y el seguimiento del Señor
asumen, en cambio, el carácter de una propuesta: «Si quieres...». La palabra de Jesús manifiesta la
dinámica particular del crecimiento de la libertad hacia su madurez y, al mismo tiempo, atestigua la
relación fundamental de la libertad con la ley divina. La libertad del hombre y la ley de Dios no se
oponen, sino, al contrario, se reclaman mutuamente. El discípulo de Cristo sabe que la suya es una
vocación a la libertad. «Hermanos, habéis sido llamados a la libertad» (Ga 5, 13), proclama con
alegría y decisión el apóstol Pablo. Pero, a continuación, precisa: «No toméis de esa libertad
pretexto para la carne; antes al contrario, servíos por amor los unos a los otros» (ib.). La firmeza con
la cual el Apóstol se opone a quien confía la propia justificación a la Ley, no tiene nada que ver con
la «liberación» del hombre con respecto a los preceptos, los cuales, en verdad, están al servicio del
amor: «Pues el que ama al prójimo ha cumplido la ley. En efecto, lo de: No adulterarás, no matarás,
no robarás, no codiciarás, y todos los demás preceptos, se resumen en esta fórmula: Amarás a tu
prójimo como a ti mismo» (Rm 13, 8-9). El mismo san Agustín, después de haber hablado de la
observancia de los mandamientos como de la primera libertad imperfecta, prosigue así: «¿Por qué,
preguntará alguno, no perfecta todavía? Porque "siento en mis miembros otra ley en conflicto con la
ley de mi razón"... Libertad parcial, parcial esclavitud: la libertad no es aún completa, aún no es pura
ni plena porque todavía no estamos en la eternidad. Conservamos en parte la debilidad y en parte
hemos alcanzado la libertad. Todos nuestros pecados han sido borrados en el bautismo, pero
¿acaso ha desaparecido la debilidad después de que la iniquidad ha sido destruida? Si aquella
hubiera desaparecido, se viviría sin pecado en la tierra. ¿Quién osará afirmar esto sino el soberbio, el
indigno de la misericordia del liberador?... Mas, como nos ha quedado alguna debilidad, me atrevo a
decir que, en la medida en que sirvamos a Dios, somos libres, mientras que en la medida en que
sigamos la ley del pecado somos esclavos»27.
18. Quien «vive según la carne» siente la ley de Dios como un peso, más aún, como una negación o,
de cualquier modo, como una restricción de la propia libertad. En cambio, quien está movido por el
amor y «vive según el Espíritu» (Ga 5, 16), y desea servir a los demás, encuentra en la ley de Dios el
camino fundamental y necesario para practicar el amor libremente elegido y vivido. Más aún, siente
la urgencia interior —una verdadera y propia necesidad, y no ya una constricción— de no detenerse
ante las exigencias mínimas de la ley, sino de vivirlas en su plenitud. Es un camino todavía incierto y
frágil mientras estemos en la tierra, pero que la gracia hace posible al darnos la plena «libertad de
los hijos de Dios» (cf. Rm 8, 21) y, consiguientemente, la capacidad de poder responder en la vida
moral a la sublime vocación de ser «hijos en el Hijo».
Esta vocación al amor perfecto no está reservada de modo exclusivo a una élite de personas. La
invitación: «anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres», junto con la promesa: «tendrás un
tesoro en los cielos», se dirige a todos, porque es una radicalización del mandamiento del amor al
prójimo. De la misma manera, la siguiente invitación: «ven y sígueme», es la nueva forma concreta
del mandamiento del amor a Dios. Los mandamientos y la invitación de Jesús al joven rico están al
servicio de una única e indivisible caridad, que espontáneamente tiende a la perfección, cuya
medida es Dios mismo: «Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial»
(Mt 5, 48). En el evangelio de Lucas, Jesús precisa aún más el sentido de esta perfección: «Sed
misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6, 36).
Es Jesús mismo quien toma la iniciativa y llama a seguirle. La llamada está dirigida sobre todo a
aquellos a quienes confía una misión particular, empezando por los Doce; pero también es cierto
que la condición de todo creyente es ser discípulo de Cristo (cf.Hch 6, 1). Por esto, seguir a Cristo es
el fundamento esencial y original de la moral cristiana: como el pueblo de Israel seguía a Dios, que
lo guiaba por el desierto hacia la tierra prometida (cf. Ex 13, 21), así el discípulo debe seguir a Jesús,
hacia el cual lo atrae el mismo Padre (cf. Jn 6, 44).
No se trata aquí solamente de escuchar una enseñanza y de cumplir un mandamiento, sino de algo
mucho más radical: adherirse a la persona misma de Jesús, compartir su vida y su destino,
participar de su obediencia libre y amorosa a la voluntad del Padre. El discípulo de Jesús, siguiendo,
mediante la adhesión por la fe, a aquél que es la Sabiduría encarnada, se hace verdaderamente
discípulo de Dios (cf. Jn 6, 45). En efecto, Jesús es la luz del mundo, la luz de la vida (cf. Jn 8, 12);
es el pastor que guía y alimenta a las ovejas (cf. Jn 10, 11-16), es el camino, la verdad y la vida (cf.
Jn 14, 6), es aquel que lleva hacia el Padre, de tal manera que verle a él, al Hijo, es ver al Padre (cf.
Jn 14, 6-10). Por eso, imitar al Hijo, «imagen de Dios invisible» (Col 1, 15), significa imitar al Padre.
20. Jesús pide que le sigan y le imiten en el camino del amor, de un amor que se da totalmente a los
hermanos por amor de Dios: «Éste es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como
yo os he amado» (Jn 15, 12). Este «como» exige la imitación de Jesús, la imitación de su amor, cuyo
signo es el lavatorio de los pies: «Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros
también debéis lavaros los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo, para que también
vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros» (Jn 13, 14-15). El modo de actuar de Jesús y sus
palabras, sus acciones y sus preceptos constituyen la regla moral de la vida cristiana. En efecto,
estas acciones suyas y, de modo particular, el acto supremo de su pasión y muerte en la cruz, son la
revelación viva de su amor al Padre y a los hombres. Éste es el amor que Jesús pide que imiten
cuantos le siguen. Es el mandamiento «nuevo»: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los
unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En
esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Jn 13, 34-
35).
Este como indica también la medida con la que Jesús ha amado y con la que deben amarse sus
discípulos entre sí. Después de haber dicho: «Éste es el mandamiento mío: que os améis los unos a
los otros como yo os he amado» (Jn 15, 12), Jesús prosigue con las palabras que indican el don
sacrificial de su vida en la cruz, como testimonio de un amor «hasta el extremo» (Jn 13, 1): «Nadie
tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15, 13).
Jesús, al llamar al joven a seguirle en el camino de la perfección, le pide que sea perfecto en el
mandamiento del amor, en su mandamiento: que se inserte en el movimiento de su entrega total,
que imite y reviva el mismo amor del Maestro bueno, de aquel que ha amado hasta el extremo. Esto
es lo que Jesús pide a todo hombre que quiere seguirlo: «Si alguno quiere venir en pos de mí,
niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mt 16, 24).
21. Seguir a Cristo no es una imitación exterior, porque afecta al hombre en su interioridad más
profunda. Ser discípulo de Jesús significa hacerse conforme a él, que se hizo servidor de todos
hasta el don de sí mismo en la cruz (cf. Flp 2, 5-8). Mediante la fe, Cristo habita en el corazón del
creyente (cf. Ef 3, 17), el discípulo se asemeja a su Señor y se configura con él; lo cual es fruto de la
gracia, de la presencia operante del Espíritu Santo en nosotros.
Inserido en Cristo, el cristiano se convierte en miembro de su Cuerpo, que es la Iglesia (cf. 1 Co 12,
13. 27). Bajo el impulso del Espíritu, el bautismo configura radicalmente al fiel con Cristo en el
misterio pascual de la muerte y resurrección, lo «reviste» de Cristo (cf. Ga 3, 27): «Felicitémonos y
demos gracias —dice san Agustín dirigiéndose a los bautizados—: hemos llegado a ser no
solamente cristianos, sino el propio Cristo (...). Admiraos y regocijaos: ¡hemos sido hechos
Cristo!»28. El bautizado, muerto al pecado, recibe la vida nueva (cf. Rm 6, 3-11): viviendo por Dios en
Cristo Jesús, es llamado a caminar según el Espíritu y a manifestar sus frutos en la vida (cf. Ga 5,
16-25). La participación sucesiva en la Eucaristía, sacramento de la nueva alianza (cf. 1 Co 11, 23-
29), es el culmen de la asimilación a Cristo, fuente de «vida eterna» (cf. Jn 6, 51-58), principio y
fuerza del don total de sí mismo, del cual Jesús —según el testimonio dado por Pablo— manda
hacer memoria en la celebración y en la vida: «Cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa,
anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga» (1 Co 11, 26).
22. La conclusión del coloquio de Jesús con el joven rico es amarga: «Al oír estas palabras, el joven
se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes» (Mt 19, 22). No sólo el hombre rico, sino
también los mismos discípulos se asustan de la llamada de Jesús al seguimiento, cuyas exigencias
superan las aspiraciones y las fuerzas humanas: «Al oír esto, los discípulos, llenos de asombro,
decían: "Entonces, ¿quién se podrá salvar?"» (Mt 19, 25). Pero el Maestro pone ante los ojos el poder
de Dios: «Para los hombres eso es imposible, mas para Dios todo es posible» (Mt 19, 26).
En el mismo capítulo del evangelio de Mateo (19, 3-10), Jesús, interpretando la ley mosaica sobre el
matrimonio, rechaza el derecho al repudio, apelando a un principio más originario y autorizado
respecto a la ley de Moisés: el designio primordial de Dios sobre el hombre, un designio al que el
hombre se ha incapacitado después del pecado: «Moisés, teniendo en cuenta la dureza de vuestro
corazón, os permitió repudiar a vuestras mujeres; pero al principio no fue así» (Mt 19, 8). La
apelación al principio asusta a los discípulos, que comentan con estas palabras: «Si tal es la
condición del hombre respecto de su mujer, no trae cuenta casarse» (Mt 19, 10). Y Jesús,
refiriéndose específicamente al carisma del celibato «por el reino de los cielos» (Mt 19, 12), pero
enunciando ahora una ley general, remite a la nueva y sorprendente posibilidad abierta al hombre
por la gracia de Dios: «Él les dijo: "No todos entienden este lenguaje, sino aquellos a quienes se les
ha concedido"» (Mt 19, 11).
Imitar y revivir el amor de Cristo no es posible para el hombre con sus solas fuerzas. Se hace capaz
de este amor sólo gracias a un don recibido. Lo mismo que el Señor Jesús recibe el amor de su
Padre, así, a su vez, lo comunica gratuitamente a los discípulos: «Como el Padre me amó, yo
también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor» (Jn 15, 9). El don de Cristo es su
Espíritu, cuyo primer «fruto» (cf. Ga 5, 22) es la caridad: «El amor de Dios ha sido derramado en
nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5, 5). San Agustín se pregunta:
«¿Es el amor el que nos hace observar los mandamientos, o bien es la observancia de los
mandamientos la que hace nacer el amor?». Y responde: «Pero ¿quién puede dudar de que el amor
precede a la observancia? En efecto, quien no ama está sin motivaciones para guardar los
mandamientos»29.
23. «La ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte»
(Rm 8, 2). Con estas palabras el apóstol Pablo nos introduce a considerar en la perspectiva de la
historia de la salvación que se cumple en Cristo la relación entre la ley (antigua) y la gracia (ley
nueva). Él reconoce la función pedagógica de la ley, la cual, al permitirle al hombre pecador valorar
su propia impotencia y quitarle la presunción de la autosuficiencia, lo abre a la invocación y a la
acogida de la «vida en el Espíritu». Sólo en esta vida nueva es posible practicar los mandamientos
de Dios. En efecto, es por la fe en Cristo como somos justificados (cf. Rm 3, 28): la justicia que la ley
exige, pero que ella no puede dar, la encuentra todo creyente manifestada y concedida por el Señor
Jesús. De este modo san Agustín sintetiza admirablemente la dialéctica paulina entre ley y gracia:
«Por esto, la ley ha sido dada para que se implorase la gracia; la gracia ha sido dada para que se
observase la ley» 30.
El amor y la vida según el Evangelio no pueden proponerse ante todo bajo la categoría de precepto,
porque lo que exigen supera las fuerzas del hombre. Sólo son posibles como fruto de un don de
Dios, que sana, cura y transforma el corazón del hombre por medio de su gracia: «Porque la ley fue
dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo» (Jn 1, 17). Por esto,
la promesa de la vida eterna está vinculada al don de la gracia, y el don del Espíritu que hemos
recibido es ya «prenda de nuestra herencia» (Ef 1, 14).
24. De esta manera, se manifiesta el rostro verdadero y original del mandamiento del amor y de la
perfección a la que está ordenado; se trata de una posibilidad abierta al hombre exclusivamente por
la gracia, por el don de Dios, por su amor. Por otra parte, precisamente la conciencia de haber
recibido el don, de poseer en Jesucristo el amor de Dios, genera y sostiene la respuesta responsable
de un amor pleno hacia Dios y entre los hermanos, como recuerda con insistencia el apóstol san
Juan en su primera carta: «Queridos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el
que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es
Amor... Queridos, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a
otros... Nosotros amemos, porque él nos amó primero» (1 Jn 4, 7-8. 11. 19).
Esta relación inseparable entre la gracia del Señor y la libertad del hombre, entre el don y la tarea, ha
sido expresada en términos sencillos y profundos por san Agustín, que oraba de esta manera: «Da
quod iubes et iube quod vis» (Da lo que mandas y manda lo que quieras)31.
El don no disminuye, sino que refuerza la exigencia moral del amor: «Éste es su mandamiento: que
creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros tal como nos lo
mandó» (1 Jn 3, 23). Se puede permanecer en el amor sólo bajo la condición de que se observen los
mandamientos, como afirma Jesús: «Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor,
como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor» (Jn 15, 10).
Resumiendo lo que constituye el núcleo del mensaje moral de Jesús y de la predicación de los
Apóstoles, y volviendo a ofrecer en admirable síntesis la gran tradición de los Padres de Oriente y de
Occidente —en particular san Agustín 32 —, santo Tomás afirma que la Ley nueva es la gracia del
Espíritu Santo dada mediante la fe en Cristo.33 Los preceptos externos, de los que también habla el
evangelio, preparan para esta gracia o difunden sus efectos en la vida. En efecto, la Ley nueva no se
contenta con decir lo que se debe hacer, sino que otorga también la fuerza para «obrar la verdad»
(cf. Jn 3, 21). Al mismo tiempo, san Juan Crisóstomo observa que la Ley nueva fue promulgada
precisamente cuando el Espíritu Santo bajó del cielo el día de Pentecostés y que los Apóstoles «no
bajaron del monte llevando, como Moisés, tablas de piedra en sus manos, sino que volvían llevando
al Espíritu Santo en sus corazones..., convertidos, mediante su gracia, en una ley viva, en un libro
animado».34
«He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20)
25. El coloquio de Jesús con el joven rico continúa, en cierto sentido, en cada época de la historia;
también hoy. La pregunta: «Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?» brota
en el corazón de todo hombre, y es siempre y sólo Cristo quien ofrece la respuesta plena y definitiva.
El Maestro que enseña los mandamientos de Dios, que invita al seguimiento y da la gracia para una
vida nueva, está siempre presente y operante en medio de nosotros, según su promesa: «He aquí
que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). La contemporaneidad
de Cristo respecto al hombre de cada época se realiza en el cuerpo vivo de la Iglesia. Por esto el
Señor prometió a sus discípulos el Espíritu Santo, que les «recordaría» y les haría comprender sus
mandamientos (cf. Jn 14, 26), y, al mismo tiempo, sería el principio fontal de una vida nueva para el
mundo (cf. Jn 3, 5-8; Rm 8, 1-13).
Las prescripciones morales, impartidas por Dios en la antigua alianza y perfeccionadas en la nueva
y eterna en la persona misma del Hijo de Dios hecho hombre, deben ser custodiadas fielmente y
actualizadas permanentemente en las diferentes culturas a lo largo de la historia. La tarea de su
interpretación ha sido confiada por Jesús a los Apóstoles y a sus sucesores, con la asistencia
especial del Espíritu de la verdad: «Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha» (Lc 10, 16). Con
la luz y la fuerza de este Espíritu, los Apóstoles cumplieron la misión de predicar el Evangelio y
señalar el «camino» del Señor (cf. Hch 18, 25), enseñando ante todo el seguimiento y la imitación de
Cristo: «Para mí la vida es Cristo» (Flp 1, 21).
26. En la catequesis moral de los Apóstoles, junto a exhortaciones e indicaciones relacionadas con
el contexto histórico y cultural, hay una enseñanza ética con precisas normas de comportamiento.
Es cuanto emerge en sus cartas, que contienen la interpretación —bajo la guía del Espíritu Santo—
de los preceptos del Señor que hay que vivir en las diversas circunstancias culturales (cf. Rm 12, 15;
1 Co 11-14; Ga 5-6; Ef 4-6; Col 3-4; 1 P y St ). Encargados de predicar el Evangelio, los Apóstoles, en
virtud de su responsabilidad pastoral, vigilaron, desde los orígenes de la Iglesia, sobre la recta
conducta de los cristianos 35, a la vez que vigilaron sobre la pureza de la fe y la transmisión de los
dones divinos mediante los sacramentos 36. Los primeros cristianos, provenientes tanto del pueblo
judío como de la gentilidad, se diferenciaban de los paganos no sólo por su fe y su liturgia, sino
también por el testimonio de su conducta moral, inspirada en la Ley nueva37. En efecto, la Iglesia es
a la vez comunión de fe y de vida; su norma es «la fe que actúa por la caridad» (Ga 5, 6).
Ninguna laceración debe atentar contra la armonía entre la fe y la vida: la unidad de la Iglesia es
herida no sólo por los cristianos que rechazan o falsean la verdad de la fe, sino también por aquellos
que desconocen las obligaciones morales a las que los llama el Evangelio (cf. 1 Co 5, 9-13). Los
Apóstoles rechazaron con decisión toda disociación entre el compromiso del corazón y las
acciones que lo expresan y demuestran (cf. 1 Jn 2, 3-6). Y desde los tiempos apostólicos, los
pastores de la Iglesia han denunciado con claridad los modos de actuar de aquellos que eran
instigadores de divisiones con sus enseñanzas o sus comportamientos.38
27. Promover y custodiar, en la unidad de la Iglesia, la fe y la vida moral es la misión confiada por
Jesús a los Apóstoles (cf. Mt 28, 19-20), la cual se continúa en el ministerio de sus sucesores. Es
cuanto se encuentra en la Tradición viva, mediante la cual —como afirma el concilio Vaticano II— «la
Iglesia con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a todas las edades lo que es y lo
que cree. Esta Tradición apostólica va creciendo en la Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo» 39. En
el Espíritu, la Iglesia acoge y transmite la Escritura como testimonio de las maravillas que Dios ha
hecho en la historia (cf. Lc 1, 49), confiesa la verdad del Verbo hecho carne con los labios de los
Padres y de los doctores, practica sus preceptos y la caridad en la vida de los santos y de las santas,
y en el sacrificio de los mártires, celebra su esperanza en la liturgia. Mediante la Tradición los
cristianos reciben «la voz viva del Evangelio» 40, como expresión fiel de la sabiduría y de la voluntad
divina.
Dentro de la Tradición se desarrolla, con la asistencia del Espíritu Santo, la interpretación auténtica
de la ley del Señor. El mismo Espíritu, que está en el origen de la Revelación, de los mandamientos y
de las enseñanzas de Jesús, garantiza que sean custodiados santamente, expuestos fielmente y
aplicados correctamente en el correr de los tiempos y las circunstancias. Esta actualización de los
mandamientos es signo y fruto de una penetración más profunda de la Revelación y de una
comprensión de las nuevas situaciones históricas y culturales bajo la luz de la fe. Sin embargo,
aquélla no puede más que confirmar la validez permanente de la revelación e insertarse en la estela
de la interpretación que de ella da la gran tradición de enseñanzas y vida de la Iglesia, de lo cual son
testigos la doctrina de los Padres, la vida de los santos, la liturgia de la Iglesia y la enseñanza del
Magisterio.
Además, como afirma de modo particular el Concilio, «el oficio de interpretar auténticamente la
palabra de Dios, oral o escrita, ha sido encomendado sólo al Magisterio vivo de la Iglesia, el cual lo
ejercita en nombre de Jesucristo»41. De este modo, la Iglesia, con su vida y su enseñanza, se
presenta como «columna y fundamento de la verdad» (1 Tm 3, 15), también de la verdad sobre el
obrar moral. En efecto, «compete siempre y en todo lugar a la Iglesia proclamar los principios
morales, incluso los referentes al orden social, así como dar su juicio sobre cualesquiera asuntos
humanos, en la medida en que lo exijan los derechos fundamentales de la persona humana o la
salvación de las almas»42.
Precisamente sobre los interrogantes que caracterizan hoy la discusión moral y en torno a los
cuales se han desarrollado nuevas tendencias y teorías, el Magisterio, en fidelidad a Jesucristo y en
continuidad con la tradición de la Iglesia, siente más urgente el deber de ofrecer el propio
discernimiento y enseñanza, para ayudar al hombre en su camino hacia la verdadera libertad.