El Terrorismo de Estado - Herramientas para El Analisis
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ESTADO
En esta categoría no solo se incluye a los Estados que persiguen a sus ciudadanos por cuestiones
políticas, sino también a las dictaduras involucradas en “limpiezas étnicas”, como ha ocurrido en
los Balcanes o en las antiguas repúblicas soviéticas o religiosas.
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Es importante aclarar que no siempre el uso de la violencia
implica un acto terrorista. Cuando se usa el terrorismo como
herramienta de acción política, no importan los costos, no se
tienen en cuenta las leyes ni los derechos humanos.
El grupo que utiliza métodos terroristas considera que su causa
(por ejemplo, una visión fanática de una religión o ideología)
justifica toda acción por más cruel y sanguinaria que sea.
El terrorismo busca a través de la utilización del terror (o solo la
amenaza de su uso) conseguir objetivos que por otra vía no serán
posibles de alcanzar.
Para analizar el siglo XX (especialmente en la Argentina) es
necesario profundizar - y precisar - un poco más en el concepto.
En las siguientes páginas se intentará abordar, definir y ejem-
plificar un tipo especial de terrorismo, el terrorismo de Estado.
El terrorismo de Estado
En la Argentina, durante el siglo XX existieron diversos grupos
que produjeron actos terroristas. Por ejemplo, los grupos
anarquistas que predominaban a principios del siglo XX o las
guerrillas en la década de los años setenta (Romero, 2012). Sin
embargo, este capítulo se ocupará exclusivamente de los actos
violentos e ilícitos cuya responsabilidad es atribuible a las
instituciones del Estado1.
A este fenómeno se lo denomina “terrorismo de Estado”. El
terrorismo de Estado es un tipo especial de terrorismo. Su pro-
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tagonista -el que ejerce el terror— no es un grupo extremista ni
personas que buscan imponer una religión o idea por la fuerza. El
terrorista en este caso es el Estado.
Por otra parte, estas acciones no son fruto de un error o de un acto
de locura momentánea de algún agente público, sino que son
producto de un plan sistemático y planificado para lograr
objetivos vinculados con el poder.
Al violar las leyes (que debería cumplir e implementar) el Estado
contradice su propia existencia. Esto es así porque uno de sus
objetivos es proteger y velar por la seguridad de la sociedad (ver
los textos de García y de Gómez Talayera en esta compilación).
Por esto, la sociedad delega en el Estado poderes especiales para
usar en función defensiva (frente a un ataque exterior) o para
garantizar el cumplimiento de la ley. La sociedad le reconoce al
Estado el uso monopólico de la violencia legítima como un
instrumento y atributo propio de su condición estatal (ver el texto
de Gómez Talavera incluido en esta compilación).
En una sociedad, la Policía puede usar armas, en cambio, un
ciudadano debe conseguir permisos especiales del Estado para
hacerlo. Los cuerpos de seguridad (la gendarmería, la prefectura,
la policía y, en algunos lugares, hasta la justicia) pueden matar,
allanar propiedades privadas y detener personas. Pero los
ciudadanos no pueden hacerlo excepto en situaciones muy
particulares y límites. El Estado, entonces, tiene la posibilidad de
usar la violencia y, en parte, eso es uno de los atributos que lo
define como tal.
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Esto implica que la sociedad reconoce ese poder como legítimo
siempre y cuando esté regulado por la ley. El ejercicio abusivo
del poder puede llevar a que desde el Estado se utilicen distintos
tipos de acciones violentas y represivas al margen de lo que
establecen las leyes. Es decir que quienes deben hacer valer la
ley, actúan al margen de ella en forma sistemática. En muchos
casos, además, el terrorismo de Estado obstaculiza la actividad
judicial para lograr impunidad ante posibles acciones ilegales
(ver el texto de Beyreuther presente en esta compilación).
En muchos otros casos, paradójicamente, los ejemplos de terro-
rismo de Estado que brinda la historia surgieron como forma de
combatir a grupos terroristas que, supuesta o verdaderamente,
amenazaban el predominio del Estado, cuando no, su existencia
misma. Esto se observó claramente durante la dictadura iniciada
en 1976 (Romero, 2012). A pesar de sus objetivos públicos,
finalmente se convirtieron en un peligro para la población civil,
más grave que aquel que se pretendía eliminar (Franco, 2012).
En esos casos, quienes utilizan la violencia ilegal argumentan que
no se trata de una guerra “convencional”, y por eso las formas
usuales de la guerra -por ejemplo, las que otorgan garantías a los
prisioneros- tampoco son utilizadas. En una guerra no
convencional, entonces, la acción estatal no estaría sujeta a las
normas que marcan los tratados internacionales en la materia, ni
al respeto de los mínimos derechos humanos.
El Estado al realizar acciones que violan la ley, finalmente,
utiliza los procedimientos y estrategias de los grupos que
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combate. Es el caso de las actividades de inteligencia, tratando de
obtener información de cualquier modo, que termina siendo de
un único modo: la tortura y la coacción a través de los métodos
más aberrantes. De esta manera, se busca obtener información
clave con rapidez, característica considerada fundamental en la
lucha contrarrevolucionaria o antiterrorista.
El uso de la crueldad y de la violencia desmedida es justificado
por el Estado terrorista porque permitiría anticipar acciones
terroristas y lograr así mayores probabilidades de salvar vidas de
“posibles víctimas civiles”. Esa posibilidad de anticipar la
amenaza terrorista convertiría en razonables y aceptables
procedimientos que se descargan sobre la sociedad civil y que en
otras coyunturas serían inaceptables por la población. De allí que
desde el Estado se impone a la sociedad la aceptación de métodos
ilegales para conseguir información. Oponerse al Estado en este
tema equivaldría a la aceptación del terrorista.
Y es por todo lo antedicho, que el terrorismo de Estado es la peor
forma de violencia política. No solo porque se ejerce sobre
personas que no pueden defenderse, sino porque viola ese
“contrato” original entre una sociedad y el Estado. El Estado no
puede transgredir la ley y usar la fuerza que la sociedad le
concede contra ella misma.
El terrorismo de Estado en la Argentina
Durante los años sesenta y setenta, América Latina fue escenario
de muchos ejemplos de terrorismo de Estado. Esto se acentuó a
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partir de la aplicación de la llamada Doctrina de la Seguridad
Nacional que se impartía en la Escuela de las Américas (escuela
del Ejército de los Estados Unidos). En ella participaron y se
entrenaron numerosos militares latinoamericanos que luego se
encargaron de implementar la violencia del terrorismo de Estado
en sus respectivos países. La excusa para la violencia ilegal era
siempre la misma: erradicar la amenaza comunista.
En el caso de la Argentina, la violencia se había instalado en los
años setenta con el surgimiento de proyectos revolucionarios que
empleaban la lucha armada como estrategia política. Tal fue el
caso de los Montoneros y del Ejército Revolucionario del Pueblo
(ERP), entre otros. A su vez, desde el Estado (bajo el tercer
gobierno peronista) se organizó una fuerza paramilitar de derecha
llamada Alianza Anticomunista Argentina (conocida como la
Triple A) para enfrentar a las guerrillas de izquierda (Romero,
2012).
La idea predominante en los años setenta era que una violencia
podía terminar con otra violencia. Esto derivó en que se
combinara la acción estatal con la de los grupos paramilitares de
la Triple A: [el golpe halló justificación pública [...] en el clima de
guerra civil que tanto las organizaciones guerril eras como las
bandas paramilitares y las propias Fuerzas Armadas y de
seguridad ayudaron a instalar en el país desde principios de 1975.
(Novara, 2006, 69)
Desde el Estado, y antes del golpe ocurrido el día 24 de marzo de
1976, este proceso venía siendo acompañado con la sanción de
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medidas legislativas represivas como el Estado de Sitio11.
A tal punto la situación era así que el gobierno de Isabel Perón
encomendó a las FF.AA. “aniquilar” a la guerrilla a partir del
inicio del Operativo Independencia en Tucumán a principios de
1975 (ver Romero, 2012).
La práctica represiva del Estado se iniciaba con el secuestro de
personas, luego se las trasladaba a centros clandestinos de
detención en los que se los interrogaba bajo tortura. La gran
mayoría, “los desaparecidos”, fue asesinada de distinta manera.
Una minoría fue transferida a centros de detención legal
(cárceles), y un pequeño grupo fue liberado. Al mismo tiempo,
existían otras formas represivas como la suspensión de toda
actividad política y sindical, limitaciones a las libertades
públicas, persecuciones y restricciones en el campo cultural.
La aplicación de violencia ilegal a partir de 1976 l egó a límites nunca
vistos en la historia del país. La desaparición forzada de personas y
la apropiación y cambio de identidad de niños secuestrados o
nacidos en cautiverio, formaron parte de un plan sistemático para
acabar con personas que se oponían a la dictadura.
Esta situación quedó demostrada años después con el informe de
la Comisión Nacional para la Desaparición de Personas
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Estado de Sitio: es un régimen de excepción ante situaciones de peligro interno que figura en la
Constitución Nacional y es dictado por el Poder Ejecutivo y aprobado por el Congreso. En esa
coyuntura, en la que pueden actuar las FFAA para poner fin a la situación, las garantías
constitucionales quedan suspendidas y el Presidente puede ordenar el arresto y traslado de
personas dentro del territorio nacional.
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(CONADEP) y con el posterior juicio a las Juntas militares que
acabó con la condena de los responsables máximos de aquellas
acciones (Romero, 2012). Ambos sucesos ocurrieron bajo la
presidencia del radical Raúl Alfonsín y fueron parte de lo que
Nicolás Simone denomina como “transición” en este mismo
libro.
En este sentido, un tema fundamental es el de la participación de
sectores civiles en procesos de este tipo. El terrorismo de Estado
no fue solo responsabilidad de las FFAA y otros cuerpos de
seguridad de un Estado; hubo grupos civiles minoritarios que
fueron directamente beneficiados con la imposición a la sociedad
de determinado modelo político y económico. Por ello, los
militares contaban con un amplio respaldo de sectores
importantes del empresariado, de gran parte de la cúpula
eclesiástica y de un sector del abanico político (Franco, 2012).
Gran parte de la sociedad toleró -y, muchas veces, acompañó-
estos hechos denigrantes realizados por los gobernantes. Ese
consenso era una condición indispensable para conformar un
gobierno que, con un alto grado de estabilidad, pudiera concretar
el objetivo de cambiar* para siempre a la sociedad argentina
(Leis, 2013 y Fernández Meijide, 2013).
Pero el apoyo a la dictadura no fue de toda la población. Las
consecuencias del terrorismo de Estado generaron también una
fuerte corriente opositora y no solo en los círculos cercanos de las
víctimas, sino también en una parte de la opinión pública. Para
esto, colaboraron organizaciones fundamentales en la lucha por
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la vigencia de los derechos humanos como las Madres de Plaza
de Mayo, las Abuelas, la Asamblea Permanente por los Derechos
Humanos, los Familiares de Detenidos y Desaparecidos por
Razones Políticas y el Movimiento Ecuménico por los Derechos
Humanos, todos fundamentales en la lucha por la verdad y por la
justicia cuando se inició el proceso de transición a la democracia
en 1983.
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Bibliografía
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