Bandidos y Posadas en El Camino. JAVIER MELLONI
Bandidos y Posadas en El Camino. JAVIER MELLONI
Bandidos y Posadas en El Camino. JAVIER MELLONI
CAMINO
JAVIER MELLONI RIBAS
En el interior, la inercia
Si por la izquierda somos atacados por la dejadez, por la derecha somos atacados por la
rigidez. Ante el temor al propio desorden y al desorden ajeno, vamos construyendo murallas
de cemento que nos aíslan del posible estorbo de todo cuanto es diferente de nosotros. Esta
distancia respecto de lo «otro» no tiene nada que ver con la interioridad de la vida espiritual,
porque el camino que se ahonda en las profundidades del corazón no genera intolerancia ni
desprecio, sino ternura y entrañas de misericordia. Una vida interior que se construya a costa
del desprecio de otros caminos sólo es hija del temor y de la escasez, no de la
sobreabundancia del amor. Porque el amor sabe renunciar sin exigir a los demás que también
lo hagan. La llamada de Jesús en el Evangelio es: «Sed perfectos como vuestro Padre del Cielo
es perfecto» (Mt 5 ,45). Perfectos como el Padre, que lo abarca todo y a todos, y no perfectos
según nuestros estrechos esquemas ideológicos o «superyoicos»; perfectos como Él, «que
hace amanecer sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos» (Mt 5,48). En el actual
resurgir de lo «espiritual», deberíamos estar atentos a este bandido que asalta ahora por
la derecha, después de habernos asaltado durante algún tiempo por la izquierda...
En todo camino hay un momento en que, sin saber cómo ni por qué, se experimenta un
vacío radical. Los pies pierden suelo, y un torbellino de sinsentidos arroja todas nuestras
certezas a la nada. Es el tiempo de la noche, el momento de las tinieblas, en que las
certidumbres se desvanecen y el mismo vivir se presenta como una pasión insufrible. Cuando
este asalto aprieta, «sombra de muerte y gemidos de muerte y dolores de infierno siente el
alma muy a lo vivo, que consiste en sentirse sin Dios y castigada y arrojada e indigna de él, y
que está enojado, que todo se siente aquí; y más, le parece que ya es para siempre», dice san
Juan de la Cruz8. Bandidos menores ya habían asaltado anteriormente, creando angustias,
inquietudes y desánimos. Pero aquí la desesperación es total: el camino recorrido hasta
entonces se desvela como un gran engaño; y lo que queda por avanzar, como una mentira. A
todo ello se junta un sentimiento de soledad espantoso: los demás, incluso los amigos o
compañeros más íntimos, están lejos, muy lejos. Sus palabras nos llegan vacías, hasta el
punto de irritarnos. Parece como si nadie pudiera venir a buscarnos a esa sima en la que
hemos caído, ni rescatarnos de ese secuestro en el que hemos sido de repente confinados.
Dios mismo parece haberse quedado mudo, como incapaz de hacerse solidario. «Desde el
fondo del abismo grito a Ti», claman múltiples salmos. Pero Dios continúa callando. Los Padres
del Desierto llamaron acedia a este asalto, que a veces puede prolongarse durante años. Libros
como el de Job reflejan este estado. Y por él sabemos que no se supera razonando, sino
resistiendo y confiando, sabiendo que se trata de un momento ineludible de la vida espiritual
del que salimos renovados, más despojados de nosotros mismos, más cercanos a los abismos
de nuestros hermanos.
La última trampa en el camino es la más terrible de todas, porque el que ha caído en ella
es incapaz de reconocerla: tan embebido está de sí mismo. Creyendo haber llegado a la
cumbre, está en el más oscuro de los abismos. Dice un Padre del Desierto:
«El solo orgullo, por su autosuficiencia, puede hacer extraviar a todo el mundo,
empezando por el que lo incuba, en la medida en que no admite que pueda caer en las
tentaciones que permiten al alma recomenzar de nuevo y conocer su propia debilidad
e ignorancia... Al no dejar transparentar ninguna falta, alimenta esta única pasión en lugar de
todas las demás, y ello basta a los demonios»9.
El orgullo conduce al extremo opuesto del camino: en lugar de llevar a la comunión con
Dios, con todos y con todo, aboca a un total encerramiento en sí mismo. Es la terrible soledad
del orgulloso: destruye toda alteridad para englutirla en sí mismo. No hay Dios ni otros ni
mundo: sólo un Yo inmenso que lo absorbe todo. La imagen misma del infierno.
Estos asaltos que hemos recorrido brevemente no se presentan siempre por este orden ni
se desatan todos sobre la misma persona, si bien están al acecho de todos. Pero es importante
nombrarlos para detectarlos y poder combatirlos. Sólo conocemos lo que nombramos. La vida
espiritual nos adiestra para ejercer la vigilancia y despliega una cultura de la atención.
Vigilancia y atención para aprender a distinguir lo que habita en nosotros: lo que viene de
nosotros, para domesticarlo; lo que viene del mal espíritu, ese Tentador delatado bajo la forma
de esos seis bandidos, para rechazarlo; y lo que viene de Dios, para acogerlo. Porque,
afortunadamente, no sólo hay trampas y amenazas en el camino: también se encuentran
posadas y compañeros de ruta que ayudan a alcanzar la posada, el reposo definitivo.
No andamos solos. Creerlo sería una pretensión, aunque es cierto que a veces no encontramos
a la persona indicada que pueda o sepa acompañarnos. Muchos otros nos han
precedido, animados por la misma pasión que nos habita. «Pasión» en su doble sentido: de
dolor y de deseo. En efecto, otros nos han precedido en ese deseo y en ese dolor de perderse
a sí mismos para ser hallados en Él (Flp 3,9). Encontrarlos en nuestro propio camino es
nuestro reposo y nuestro alivio; nuestra reorientación también, si andábamos extraviados.
Ellos «conocen», porque han transitado esas tierras difíciles. Han aprendido a «ver» a fuerza
de pruebas y de humildad. Sus palabras de consejo son hondas y vienen de lejos, de muy
lejos. A través de ellos adviene «una verdad que no reside en la palabra, sino en el silencio, en
la serenidad de un corazón en el que moran después de un largo sufrimiento»10. Encontrarse a
personas de este tipo en el camino es un don. A falta de ellas, un libro en el tiempo oportuno
puede aliviarnos o iluminarnos como si su autor estuviera presente. Efectivamente, ciertas
lecturas -el testimonio del ausente- pueden convertirse en preciosas posadas.
La Palabra de Dios
Entre todos los libros, emerge uno que, a su vez, es un manojo de ellos 11 y que
recibimos como Palabra inspirada por Dios. Palabra de hombres dirigida a los hombres, a cada
hombre, pero venida de Dios, atravesando los tiempos y las culturas. Leer la Palabra,
meditarla, rumiarla, alimentarse de ella, empaparse de ella, dejarse transformar por ella, al
ritmo que a cada cual convenga... Tiempo de acogida, de receptividad. Abrir el Libro y dejar
que El nos hable: a veces, escudriñando lo que nos quiere decir a través de
narraciones curiosas; otras, sumergiéndonos en la contemplación de un pasaje por el que nos
hacemos contemporáneos de Jesús, y a través del cual podemos verlo, oírlo, palparlo, reposar
junto a Él; otras, deteniéndonos en un versículo o en una palabra, perdiéndonos en el abismo
sin fondo que abren; otras veces, no es un abismo de significación lo que se desvela, sino que
tal versículo o tal palabra del Evangelio se convierten en una melodía que nos
acompaña durante días o semanas... Todas ellas son modalidades diferentes de esa Palabra de
Dios que se nos ofrece como posada o pausa amable en el camino.
La posada de la celebración
Las posadas no son solitarias ni están vacías, sino habitadas por muchos otros que
también están de camino, de viaje. Y juntos celebramos el hecho de encontrarnos y tomamos
fuerzas para continuar avanzando. Celebramos el ser acogidos en la posada, imagen ahora de
la casa del Padre. Y celebrando, somos curados de las heridas provocadas por los asaltos
sufridos. Para entrar en esa posada no hay que pagar nada, ni presentar carnet alguno. Hay
comida y cama para todos. Sólo se requiere una cosa: tener el deseo de entrar y de compartir
con los demás las alegrías y las penas. En esa Posada, el Pan que se da se confunde con
el Hospedero que se ofrece y con la ofrenda de sí que se hacen unos a otros. Y el Vino que se
bebe procede de esa alegría y ese dolor de todos, pero se nos ofrece transformado en otra
Alegría y otro Dolor: no los que habíamos abocado al entrar -alegrías y dolores solitarios,
ensimismados-, sino ahora abiertos, intercambiados, en los que ya no hay un «suyo» ni un
«mío», sino un solo «nuestro».
Sin embargo, las posadas tampoco son la imagen del colectivismo. La vida en comunidad
no se diluye en el anonimato o en la uniformidad. Sigue siendo necesario que exista lo
que descansa y consuela a cada uno, porque cada uno es un ser único y un don único en este
Cuerpo de todos que es Cristo. De ahí la importancia del amigo, de la esposa o del esposo. Sin
perder el sentido del grupo, es necesario que haya pequeñas posadas un poco retiradas del
camino, en las que poder abrir la intimidad sin perder el pudor. Es el tiempo de las
confidencias junto al crepitar del fuego; la noche cálida hecha de palabras que fluyen porque
no encuentran juicio, y de silencios que dejan decir. El camino de cada cual está salpicado de
estos encuentros. Momentos que se recuerdan y que se esperan sin querer ni poder poseerlos.
La posada del amigo, como la de la esposa o del esposo, está siempre abierta, pero... ¡qué
bien se sabe cuándo y cómo se debe entrar, y cuándo es tiempo de retirarse para no
apropiarse de lo que sólo permanece si se sabe conservar como don...! La avidez desgarra a la
amistad, como desgarra también al amor.
La posada de la humildad
La posada de la oración permanente es ese secreto que la Iglesia de Oriente conoce como
la oración del corazón o la oración de Jesús. Esa invocación incesante de Jesús que va
taladrando lentamente nuestro interior, hasta llegar al núcleo unificador de nuestro ser, el
corazón, aquello que habíamos anunciado como término del camino. Lugar de una paz y
ternura infinitas, de reposo en pleno movimiento, de lucidez en medio de la agitación. Por el
don de la oración continua, «el corazón absorbe a Dios, y Dios absorbe al corazón, y los dos se
hacen uno», dice san Juan Crisóstomo. Esta última posada, la más preciosa, no es un privilegio
del Oriente, sino que todos estamos llamados a ella en el «corazón» mismo de nuestras
ciudades, en el centro mismo de nuestras actividades. San Ignacio de Loyola, al final de su
vida, responsable de una Orden que contaba ya con mil miembros, confesaba tener mayor
facilidad que nunca para encontrar a Dios en todas las cosas12. Y ·Gandhi, otro gran
contemplativo en la acción, se expresaba con estas palabras: «Quizá haya reservado un
momento de descanso para la gota de agua que se separa del océano, pero no para la gota
que está inmersa en él. Tan pronto nos volvemos uno con ese Océano que es Dios, ya no hay
más descanso para nosotros, ni tampoco tenemos necesidad de descansar más. Nuestro
verdadero sueño es la acción, puesto que nos dormimos con el sueño de Dios en nuestro
corazón. Este desvelo constituye el verdadero descanso. Esta agitación incesante constituye la
clave de la paz inefable. Es difícil describir este estado de entrega total»13.
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1. La Iglesia de Oriente llama divinización a este ser hijos en el Hijo, es
decir, a ese ser totalmente de Dios y habitar plenamente en Dios, siendo así
también totalmente para-los-demás.
2. «Tierra» se dice humus en latín; de ahí la palabra «humilde».
3. PEDRO DAMASCENO, Philocalie des Pères Neptiques, Abbaye de
Bellefontaine 1980, vol. II, pp. 165-166.
4. Un compañero definía la euforia de un modo un tanto brusco, pero muy
apropiado: «alegría vomitada».
5. Hacia un saber sobre el alma, Alianza Editorial Madrid 1987, p. 19.
6. Que Dante fuera asaltado en el «mediodía de su vida» (es decir, a la
mitad de su existencia) significa que esta atención a los movimientos del
cuerpo no debe nunca ser abandonada; que la edad madura y la vejez también
son tiempos de «asaltos», tanto más peligrosos si andamos confiados.
7. La Divina Comedia, «Infierno», canto I.
8. Noche Oscura, libro II, cap. 6,2.
9. Op. cit., p. 338.
10. El libro del Pobre en espíritu, citado por Kallistos WARE, Le royaume
intérieur, Éd. Le sel de la terre, Paris 1993, p. 81.
11. «Biblia» significa precisamente eso en griego: «libros», en plural.
12. Autobiografía, 99.
13. Mi Dios, Ed. Dédalo, Buenos Aires, p. 79.