Henry, Michel Amar A Ojos Cerrados
Henry, Michel Amar A Ojos Cerrados
Henry, Michel Amar A Ojos Cerrados
Michel Henry
PRESENTACIÓN Y TRADUCCIÓN DE
-
BAC
Título de la obra original: L 'amour lesyeux Jermés
Preimpresión : BAC
Impresión: CLM Artes Gráficas, Fuenlabrada (Madrid)
Impreso en España. Printed in Spain
Diseño: BAC
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Índice
PRESENTACIÓN............
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A.nior a ojos cerrados...................... ... ........................................ 19
Presentación
***
Leonardo RODRÍGUEZDuPLÁ
Amor a ojoscerrados
Desde la estrecha ventana de mi habitación se abarca la
ciudad entera con una sola ojeada. Apoyándose en las cu-
biertas de pálidas tejas que con su alineamiento irregular dan
testimonio del trabajo tenaz de generaciones de antaño, la
mirada, como llevada por la perfección de las formas ligeras
de los múltiples edificios y siguiendo la ley inflexible de su
encadenamiento riguroso, se desliza de una en otra sin poder
detenerse en parte alguna. Tras haberse abandonado a la cur-
va voluptuosa de esas pesadas cúpulas a las que Aliahova es
tan aficionada y en las que tanto abunda, la mirada, escalan-
do las amplias terrazas sobre las que arquitectos de genio han
dispuesto, como en estratos superpuestos que siguen el juego
sabio de un escalonamiento progresivo, el alma de esta ciudad,
subiendo las escaleras sinuosas que las unen, demorándose en
las altivas fachadas cuyos entablamentos repiten a veinte, a
treinta, a cincuenta pies del suelo el orden y la disposición de
las callejas, las plazas y las calles, para terminar encontrándose
con la masa grandiosa de la catedral y con su cúpula, más po-
derosa que las otras (pese a ser bastante más antigua que ellas)
y más hermosa, cortada por la línea vertiginosa del campanile
que Tharros osó lanzar como un grito sobre el horizonte de
piedra, la mirada, sí, la mirada de los habitantes de Aliahova,
pero también la de cualquier extranjero que, como yo, que-
dara un día hechizado por esta ciudad, despega de la tierra, se
suma al movimiento sin fin de las estructuras monumentales
y, como purificada y fascinada por ellas, proyectada hacia el
cielo, se pierde en él, en el azul sin fisuras de la noche.
Mientras tanto el sol declinaba, encendiendo en los teja-
dos, las torres, los frontones de los palacios, las cubiertas de las
cúpulas y las agujas de los relojes un resplandor de oro. Todo
quedó inmóvil y como suspendido en la luz. Es una ciudad
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jer, y fue entonces cuando, sin ver los rostros ni distinguir las
palabras, percibiendo sólo las voces, quedé embargado por el
esplendor de este río áspero y dulce, murmullo inimitable de
la vida venido de las fuentes más profundas, vibraciones que se
desplegaban en el espacio para llenarlo de un soplo animado,
cendales sonoros que conservaban una cierta opacidad de su
origen invisible, esa inflexión sorda y tenebrosa que se hurtaba
a la inteligibilidad del sentido. Y luego las voces se callaron, los
cuerpos se mecieron sobre la cama , se agitaron, oí la crecida
jadeante de las respiraciones, el estertor de placer de la mujer.
Me vestí y salí. Entonces , desde una de sus callejas, descubrí
el cielo de Aliahova: por encima de inmensas murallas de pie-
dra, en el estrecho intervalo que ellas recortan y que también
limitan las cornisas salientes de los tejados, atrapadas en la
línea inflexible de la arquitectura y el desplazamiento de las
fachadas, las grandes estelas de color de la noche arrojan a la
cara del paseante la violencia de su índigo puro, el rigor de sus
formas recortadas abruptamente.
La voz de Débora se elevó de nuevo. En el río de su llegada,
vocales y consonantes, sílabas y silencios se destacan con una
nitidez perfecta, organizando el oscuro flujo que se despliega a
través de ellos con la fuerza y la gravedad de un canto sagrado.
Me puse a hablar con dificultad, buscando las palabras.
Finalmente, al pensar en Denis me acordé del motivo de mi
visita. Relaté los hechos, sin ocultar nada de mi inquietud.
Cuando pronuncié el nombre de mi amigo, Débora declaró
no conocerlo. Como yo preguntara qué cabía hacer de entrada
para buscarlo y averiguar su suerte, no obtuve en respuesta
más que un gesto vago. ¿Convenía hacer una denuncia ante
la policía? Supe entonces que los servicios del Estado estaban
desorganizados. No era sólo que las huelgas incesantes, fomen-
tadas por agitadores, paralizaran su actividad, dejando que los
expedientes se amontonaran sin ser examinados y sin que se
les diera la menor continuidad -cuando no eran vendidos
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El sol estaba todavía alto. Pasé por casa para coger mi arma
y volví al Tinto. Los grandes muros de ladrillo, la pesada ve-
getación, la transparencia del aire inmóvil, la armonía inefable
de este universo petrificado, todo esto parecía inalcanzable,
bañado en una luz de eternidad. Y me costaba creer que los
odios de los individuos y las vicisitudes de sus luchas hubieran
venido a turbar el esplendor del espectáculo que se me ofrecía
de nuevo , y que el eco de enfrentamientos asesinos hubiera
resonado en esas alamedas desiertas. Con una prudencia ma-
yor aún que la que había mostrado en mis visitas precedentes,
espiando los ruidos, rozando los muros, procedí a una nueva
inspección. Al ver la villa y su parque en el estado exacto en
que los había dejado , bajo el mismo azul del cielo, en la luz
declinante de la tarde que daba a las piedras el mismo brillo
dorado, a las sombras que proyectaban los árboles en la hierba
la misma profundidad oscura y a mi corazón la misma exal-
tación, yo era como el hombre dormido que repite un sueño
antiguo y vuelve a encontrar, fuera del tiempo, el mismo mun-
do sin cambios, el mismo instante , tan alejado de aquellos
en los que se pierde el curso de nuestros días como lo estaría
ahora el rostro de Débora de todas las percepciones que yo
pudiera tener de él. Tendido bajo las ramas bajas de un cedro,
volvía a ver la imagen de mi felicidad pasada, y la angustia
que experimentaba se mezclaba con la dulzura de pensar en
la joven . Miré durante mucho tiempo, observando los árboles
uno tras otro, vigilando el vuelo de los pájaros. Escuchaba el
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las esquinas. Por todas partes destacaba, sobre los valores ele-
mentales de las grandes superficies pálidas, el cromatismo de
las piedras grises, de los tejados rojos, de los bosques y de los
árboles. Era fácil reconocer en esta desnudez la influencia de
Arquipo, si bien Teclo, su discípulo, había añadido la suavidad
extrema de un purismo casi místico.
Como me demoraba ante la abadía, mis compañeros me
llevaron hacia los edificios, porque antes de la esperadísima
intervención de Glimbra (a causa de la cual, según supe de
camino, se dirigían ese día a la Gran Jora) querían escuchar un
fragmento del curso de «nueva pedagogía fundamental », sobre
el que nada más me dijeron. Y cuando dije asombrado: «Pero
entonces, ¿todavía hay cursos?», no obtuve por respuesta más
que sonrisas divertidas.
Entramos en el antiguo refectorio, en el que había un pú-
blico numeroso y muy atento, a juzgar por su silencio . En un
extremo de la amplia sala abovedada, sobre un estrado, iba y
venía un hombre que no decía nada y parecía querer expresar
alguna cosa por medio de gestos solamente. Al principio creí
que se trataba de una sesión de mimo, pero aquel hacia el
que se dirigían todas las miradas quedó inmóvil de pronto
y, dejando de gesticular, se puso a hablar, con una dificultad
extraordinaria por lo demás. Las palabras parecían pegársele
al paladar, las extraía una tras otra con tal lentitud que uno
estaba tentado de atribuir a esta el carácter confuso de su dis-
curso. A la larga, sin embargo, se caía en la cuenta de que
contaba una historia y que esta historia era la suya. Se trataba
de incidentes que no tenían relación entre sí, pero todos los
cuales traslucían una misma dificultad, una especie de hosti-
lidad general del mundo para con él, la cual no se manifesta-
ba directamente, sino más bien por una serie de trampas que
le tendían constantemente y en las que había terminado por
caer. Primero era el dueño de la empresa el que le proponía ta-
reas irrealizables, tales como colgar un cuadro de una pared sin
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te con su tropa: todos ellos, sí, codo con codo, utilizando sus
cuerpos como obstáculos, habían impedido a los dos adoles-
centes estudiosos -a los que no se podía reprochar, a fin de
cuentas, más que haber tomado en serio lo que se les había
dicho- volver a ocupar su lugar en la escuela.
Porque -y la voz de Judit restalló por encima de nuestras
cabezas como un grito helado- la libertad sexual está muy
bien, ¡pero solo de palabra! Sobre todo, queridos niños, no
se os ocurra poner en práctica lo que os han expuesto en un
plano puramente teórico y destinado a no pasar de allí.
Yo esperaba su risa, un nuevo estallido de carcajadas, una
pulla, insultos, pero, como ya había tenido ocasión de obser-
var, Judit se quedó bruscamente sin aliento, se puso a toser de
una manera que finalmente me pareció involuntaria y ya no
hubo, bajo esas bóvedas estupefactas, en ese lugar del que el
espíritu se había apartado, sobre esa muchedumbre insegura
e idiotizada, en medio de un silencio que tomaba cuerpo a la
vez que ella, más que los altos y bajos de un acceso de tos que
no terminaba de morir.
Glimbra intentó aprovechar este instante para recuperar
el terreno perdido. Hizo sonar los dedos como para atraer la
atención de una muchedumbre que ya lo había olvidado. A mi
pesar, pensé en Catalde, en la dura condición de los represen-
tantes de la vanguardia, obligados a correr cada vez más depri-
sa para no ser alcanzados por su sombra, hasta el momento en
que, ya sin aliento, se desploman en la fosa, mientras que la
cohorte que los seguía los deja atrás sin siquiera dirigirles una
mirada, a la búsqueda de nuevas engañifas.
-Nunca he impedido a nadie -declaró Glimbra con aire
desenvuelto, si bien su voz se había vuelto insegura-, nunca
he impedido a nadie que tome en serio lo que digo.
Entonces vi que estaba rodeado de una corte de efebos
dispuestos en círculo en torno a él, y que estos jóvenes, de
aspecto mucho más cuidado, con algo de gracia en el rostro y
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Judit exultaba:
-¿No es extraordinario? ¡Qué espectáculo!
-Pero ustedes -dije- han declarado que está prohibido
muar.
-Quizá haya algunos tramposos... ¡mirones! ¡Imagine
el gran trasero blanco del psiquiatra meneándose, con la na-
riz aplastada contra el suelo y husmeando el rastro de alguna
hembra!
Judit no podía más, la risa la atravesaba por entero como
una ros, las lágrimas se le saltaban de los ojos, y una extraña
alegría le brillaba en el rostro. Luego su expresión cambió, su
risa terminó, sus facciones se endurecieron. Todavía puedo oír
su voz breve y seca:
-¿ Vendrá usted, verdad?
-No pienso.
-Comprendo -de nuevo fingió divertirse- que usted
todavía no está formado en el espíritu colectivista. Pero no
estamos obligados a mezclarnos con los otros. Al otro lado
de estos bosquecillos, la maleza es más alta, más espesa ... más
poética: más parecida, quizá, a la de su país. Se va por este
camino. ¿Lo seguimos?
Dije que tenía que irme.
-¿De inmediato?
-De inmediato.
Judit me dirigió su inefable mirada azul, en la que ya nun-
ca habría perdón.
***
Del mismo modo que ante los ojos de quien va a morir todos
los sucesos de su vida reviven, según se dice, en un desfile ver-
tiginoso, todos los hechos de aquella jornada asombrosa se me
presentaban con una claridad y una precisión temibles, en la
irrealidad de una distancia insalvable, como si concernieran a
otra persona distinta de mí, pese a lo cual tenía un nudo en la
garganta y, si avanzaba tan rápido, era para vencer, a cada ins-
tante , la inercia de mi cuerpo ausente. ¿Qué poder era el que
me agobiaba? ¿Era el remordimiento de haber abandonado a
Néreze a su suerte siniestra? Había pensado por un instante,
mientras escapaba como un animal asustado, en darle alcance.
Abandonar juntos la abadía era cosa fácil. El patio daba a los
jardines, los jardines al bosque. No había encierro del que es-
capar ni guardia que esquivar. Eso era lo espantoso. Así como
verlo someterse a las instrucciones más degradantes pese a que
no había allí nadie para obligarle a hacerlo. ¿Qué le habían
hecho sufrir, pensé con espanto, para reducirlo a esa infamia?
Ese resultado , evidentemente , era consecuente con sus teorías,
según las cuales el hombre es un ser natural, determinado, y
que por tanto es posible condicionarlo completamente; teorías
según las cuales no hay en el individuo nada de irreductible,
de absoluto, iba a decir de eterno, como afirmaban en cambio
las extrañas doctrinas religiosas que dominaban hasta hacía
poco en Aliahova y sobre las que yo me preguntaba si, bajo
su aparente locura, no ocultaban una verdad cuya caracterís-
tica era no revelarse más que en presencia de la muerte, del
desprecio y del crimen. En todo caso, no era posible salvar a
Néreze; habría hecho falta liberarle de sí mismo, y yo no tenía
los medios ni el tiempo para ello.
Los frescos me inspiraban reflexiones análogas. No eran
ellos lo que había que proteger en primer lugar, sino el alma de
un pueblo capaz de venerarlos en vez de aniquilarlos. Desgra-
ciadamente, la siniestra asamblea de imbéciles con los que me
había codeado por dos veces en un mismo día me parecía como
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***
***
-Y este es Ossip.
Como un bailarín que salta ante el público y permanece
un instante en el aire con las manos en las caderas, revelan-
do de golpe la formidable amplitud del torso humano y el
esplendor de su fuerza, de la misma manera Ossip, aunque
estuviera inmóvil, silencioso, ligeramente inclinado hacia mí,
buscando mi mirada, me pareció habitado de un poderío sin
límites, obstruyendo el espacio con la explosión de su presen-
cia. Adiviné que la elevada armazón de su cuerpo no era en él
sino la manifestación de una energía que era expresada por la
lenta edificación del poema mejor que por las formas físicas y
la grandeza creadora.
Balbuceé unas frases, rogando a mis huéspedes que excusa-
ran mi irrupción matinal.
-Los guerreros intrépidos, incluso un poco temerarios,
no tienen horario -declaró Nadezhda con una risa a la que
respondió la complicidad de Débora.
Me tomó la mano y me condujo hasta un diván, junto a
una mesa baja.
-Debe de estar muriéndose de hambre. En otro tiempo
le habría dado pan hecho por mí misma. Ossip no toleraba
ningún otro. Por hoy, nos contentaremos con productos del
panadero.
Pregunté por qué Ossip no tenía ya derecho a una receta
personal, y las risas bajaron de tono.
-Estos palacios que rodean a la Señoría -prosiguió Na-
dezhda- eran la sede del gobierno y de las principales ad-
ministraciones. Están cerrados y teóricamente vacíos. Por eso
ahora cocino lo menos posible. No conviene que el olor de un
asado o de una hogaza bien caliente cosquillee la nariz hiper-
sensible de un paseante demasiado curioso.
-Sabemos -añadió Ossip- que la ciudad ha sido divi-
dida en zonas y es ahora objeto de una vigilancia rigurosa. El
recuento sistemático de personas y bienes se realiza en cada
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-Sí -asintió este-. Todas las obras, pese a que son tan
diferentes y parecen expresar los acontecimientos, las creen-
cias, las civilizaciones más diversas, en realidad cuentan una
misma cosa, la historia de su venida al ser. Pero esta historia
es la de cada uno de nosotros. No es una historia exterior, no
es una historia pasada, es el movimiento de la vida que nos
dona a nosotros mismos a cada instante. Y por eso el instante
no es una cosa fugitiva a la que habría que aferrarse. A través
de su resplandor brilla el poderío que lo pone y no cesa de
ponerlo.
-Toda producción -dije yo- procede de una Idea;
pero una Idea es esencialmente una manera determinada de
experimentar el ser, es un sentimiento, un individuo dado.
Nadezhda preguntó cómo se explicaban entonces las gran-
des realizaciones colectivas. Por cierto que en Aliahova no fal-
taban, comenzando por la catedral.
-Excelente ejemplo -repliqué-. Pese al campanile de
Tarros que intenta aligerarla, la masa excesivamente grande
y carente de gracia de la catedral no habría sido más un ca-
parazón ciego, el cadáver enorme de algún monstruo vara-
do en medio de la ciudad, si, por una genialidad, Arquipas
no le hubiera añadido esta cúpula cuya sección ojival y no
semiesférica era la única capaz de contrapesar las dimensio-
nes de la basílica, más aún, de establecer el acuerdo entre el
edificio, la ciudad, sus murallas y el espacio natural que la
rodea. Arquipas ha recuperado todo, ha reequilibrado todo,
ha salvado todo.
-¿Es que no trabajaron con él muchas personas, creo que
centenares, durante quince años?
-Acuérdese, querida Nadezhda, de que fue Arquipas
quien inventó no sólo el dispositivo arquitectónico de con-
junto, sino las técnicas con ayuda de las cuales había que eje-
cutarlo, los instrumentos adecuados para cada función y para
cada obrero.
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-¿Qué saber?
-El que hizo que un día, por vez primera, un hombre
dejara pasar a su hermano antes de pasar él.
-A fin de cuentas -dijo Nadezhda- es el saber religio-
so. Pero la ciencia ¿se opone a él verdaderamente?
-Tiende invenciblemente a hacerlo en la medida en que
ella se considera la única forma de saber. Hasta el punto de
reducir la religión a un conjunto de representaciones capri-
chosas que florecen en ciertos dominios en tanto el conoci-
miento racional no ha logrado dar cuenta de ellos. Lo sagrado
ya no es lo esencial, el saber original que la vida tiene de sí
misma y que es el único que puede decirle lo que ella es, lo
que tiene que hacer, sino una suerte de sucedáneo provisional
de la ciencia, la cual es, sin embargo, completamente incapaz
de desempeñar este papel. Así se ve que cuanto más progresan
los conocimientos, tanto más queda el mundo entregado a la
incertidumbre.
-En el fondo -dijo Ossip-, esto nos retrotrae a lo que
usted decía hace un momento sobre el individuo, a saber, que
la ciencia lo ignora, que incluso lo niega al tiempo que preten-
de explicarlo totalmente. Lo que hoy ocurre en un terreno que
tengo la debilidad de considerar como mío, el de la literatura
y la crítica literaria, es particularmente esclarecedor. Se niega,
en resumidas cuentas , que la obra se explique por su autor, es
decir, precisamente por un individuo . El concepto mismo de
la ciencia de la literatura que se intenta justificar en la Jora y
que pretende reducir toda producción a su condicionamien-
to social, lingüístico o natural, no sólo implica la negación
misma del fenómeno literario en su especificidad , sino que es
reveladora de una época en la que se trata de refutar por prin-
cipio la posibilidad de un pensamiento personal para así estar
en las mejores condiciones de suprimirlo de hecho. Los que
profesan esas doctrinas serán los proveedores de los campos de
concentración.
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aún, la belleza misma, por ser una forma del espíritu, lo que
estos pequeños granujas querían aniquilar.
Ossip y yo nos levantamos, pese a las objeciones de las
mujeres. Para calmarlas, aceptamos volver a ponernos nuestros
disfraces. Me pareció que sus dedos, al ajustarnos las pelucas,
trazaban sobre nuestras frentes la marca de la invulnerabilidad.
Nos pusimos en camino. Ossip juzgó imprudente ir directa-
menee a la Puerta. ¿Qué aspecto presentaríamos, en la acera,
mientras contemplábamos la demolición? Seguramente nos
preguntarían qué hacíamos allí. Por esta razón, alejándonos de
la ciudad por los barrios del norte, hubimos de trazar un am-
plio círculo, fingiendo venir del campo. Divisamos desde lejos
a esos bribones trabajando como moscas posadas en la piedra .
Cuanto más nos aproximábamos, más visible se hacía lo in-
creíble. Cuando estuvimos cerca, y como si los sentimientos
que experimentábamos bastaran para hacernos sospechosos ,
abandonamos la carretera y alcanzamos una garriga moteada
de enebros, detrás de los cuales era fácil ocultarse. Eran sin
duda jóvenes guardias -se los reconocía por sus brazaletes-
encaramados al arco y a la muralla colindante, armados de pi-
cos y piquetas, arrancando los bloques de mármol del frontón,
lanzando al vacío capiteles y frisos en medio de gritos y risas.
Un polvo amarillo se levantaba, tan denso que a veces nos
ocultaba la escena, mientras que las pesadas piedras golpeaban
la tierra con un ruido sordo , quebrándose y chocando unas
con otras, y las vibraciones de los golpes en el suelo llegaban
hasta nosotros.
Mientras miraba estupefacto cómo se llevaba a cabo esa
tarea demente, de pronto tuve la impresión de que ya no es-
tábamos solos. Al volverme descubrí, escabulléndose entre de
los arbustos, una cabellera rubia que no tardó en desaparecer
tras un bosquecillo más espeso. Deseoso de conocer a quien
nos había sorprendido y que tal vez nos vigilaba -a menos
que hubiera venido a estos parajes movido por un motivo se-
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raban hace unos meses y estableció relaciones con los dos co-
misarios del barrio , obligándose pese a su horror al alcohol a
brindar con ellos por las tardes cuando hacía falta; en suma,
ha hecho tanto y tan bien, que hasta el presente las obras se
han conservado.
-Entonces, ¿es posible practicar el doble juego?
-Eso será sólo por un tiempo -y la voz de Ossip se al-
teró-. Nuestro amigo arriesga su vida. Los argumentos que
da no han podido engañar a todo el mundo. Algunos, de eso
estoy seguro, fingen creerlo para mejor perderlo. Un día lo
pondrán entre la espada y la pared: es a él a quien encargarán
destruir las estatuas. Entonces tendrá que quitarse la máscara:
se negará y será a él a quien maten.
Ya ve -continuó Ossip-, él sabe todo esto, y eso es lo
que le hace tan magnífico. ¡Cuánta energía en un ser tan frágil!
¡Qué valor hace falta para pasar cada día en compañía de sus
futuros verdugos!
-¿Qué es lo que espera conseguir?
-Ganar tiempo . Tal vez un azar imprevisto cambie el cur-
so de las cosas. Tal vez el desgaste de las fuerzas del mal iguale
al de las potencias de la vida , y la destrucción, fatigada, se
detenga por sí sola antes de haber destruido todo.
Las sombras se borraban bajo las altas murallas cuando
regresamos a la ciudad; la geometría de sus calles desiertas se
sometía al escrutinio de una luz implacable.
-Intentemos, pese a todo , ver al conservador -dije yo.
El rodeo no era grande, pero cuando llamamos a la puerta
de la pequeña tienda nadie respondió a nuestra señal.
***
bajo el arco bajo de las casas antiguas, el aire vibraba con una
claridad invisible.
-¿Cómo poner en entredicho el futuro -le pregunté a
Débora- cuando nos habita una certeza semejante?
Y como ella guardara silencio:
-¿Qué otra cosa han hecho los profetas, sino proyectar
ante ellos la fuerza inmensa que pesa sobre ellos?
-¿No hace usted un uso bastante profano de la teología?
-La vida de la que habla la teología, ¿no es idéntica a la
nuestra?
-Reconozco que es usted ingenioso -dijo Débora, y su
risa se desgranaba como las finas partículas de luz adheridas a
los bloques de piedra de los muros de los palacios.
Esta presencia tan próxima pero que escapaba de mí, no a
causa de las circunstancias, extrañamente favorables, sino por
alguna duda soterrada en ella o por una voluntad deliberada,
hizo nacer en mí el deseo loco de alcanzarla y fundirme con
ella. De pronto esos juegos, esas fintas me parecieron intole-
rables, una quemazón cercana a la cólera invadió todo mi ser,
y con una violencia que ya no controlaba, me detuve, agarré a
la joven por los hombros y la apreté contra mí. Ella me apartó
con igual violencia y, aprovechando mi sorpresa, echó a correr
tan rápido que no podía alcanzarla. Pensé con terror en el día
en que la había perdido en las callejuelas de la ciudad y, con
corazón palpitante, me lancé en su persecución. Veía cómo su
cuerpo se precipitaba delante de mí, subía los peldaños de un
atajo, y entonces desembocamos en la Señoría. Me puse a su
lado; oía su respiración, más corta cada vez que me aproxima-
ba. Entonces me hizo frente, en medio de la plaza, jadeante,
dispuesta a rechazarme de nuevo. Su pecho se levantaba con
rapidez, el esfuerzo daba color a su rostro, y era como si la
sustancia de la vida aflorara a sus labios temblorosos.
Le dije lo bella que era y, manteniéndome a distancia, le
rogué que se calmara.
174 Amor a ojos cerrados
***
algunos metros del arenal, se los veía girar al romper las olas y
a veces voltearse cuando una capa de espuma se precipitaba y,
chocando con el reflujo, los alcanzaba de través.
Valera, que se demoraba allí sin que se supiera por qué, ha-
bía terminado por advertir la desaprobación muda de la tripu-
lación. De golpe, puso rumbo a alta mar, en dirección a la flo-
tilla que regresaba. Había rumiado sus pensamientos durante
todo el trayecto y había tomado su decisión sin consultarnos.
Tan pronto como hubimos alcanzado a los otros, para nuestra
sorpresa, lo contó todo. Pero sus palabras no asombraron a
nadie. El San Quiriaco, que bogaba a nuestro lado, también
había pescado un muerto; otros habían descubierto varios. Por
una especie de temor supersticioso, el poco pescado capturado
aquel día había sido arrojado de nuevo al mar. A bordo todo
el mundo estaba silencioso. Y fue así como volvimos a puerto.
-Esto es -dijo Ossip- lo que Mario ha contado a su
hermano.
Y yo, por mi parte, no entendía por qué Ossip había con-
tado a su vez todo esto, es decir, por qué le había parecido
oportuno hacerlo en presencia de Nadezhda y Débora.
***
Reemprendimos el camino.
El sol se elevaba en el cielo, envolviéndonos en su calor.
El suelo, cada vez menos firme, cedía bajo nuestros pasos. Se
levantaba una bruma blanca , anegando el paisaje, borrando al-
gunos puntos de referencia perdidos en este desierto de polvo,
disimulando a todos estos pequeños personajes que camina-
ban en la misma dirección. Nos encaminábamos hacia el dis-
co deslumbrante que se desplazaba lentamente sobre la línea
invisible del mar, señalándonos el objeto de nuestra angustia.
Se nos hizo más difícil avanzar. Habíamos entrado en la
zona de dunas y fuimos atravesándolas una tras otra, como
olas inmóviles y abrasadoras. Por fin ascendimos a una cresta
más elevada , que creí reconocer. El viento del mar nos azotó
la cara. Se levantaba de golpe, disipando la bruma polvorienta
que se nos pegaba a la piel. Jirones de algodón se alejaban
en todas direcciones: a través de las escotaduras cada vez más
numerosas se descubría la gran estela rubia de la playa, el mar
que se animaba y cobraba color. Por su superficie corrían rá-
fagas de viento; la orilla se puso a susurrar y, arrastrado por la
brisa, su murmullo llegó hasta nosotros . Las últimas hilachas
blanquecinas se dispersaron como bajo la varita de un mago,
el inmenso paisaje se nos presentó en su totalidad, y hubo que
rendirse a la evidencia: había gente por todas partes.
Muy cerca de nosotros, a nuestros pies, una familia subía
al alto en el que nos encontrábamos. Un hombre de mediana
edad, una dama corpulenta con un vestido de terciopelo que
hacía más insólita aún su presencia en medio de los carrizos,
dos niños altos, pálidos y tristes, se aproximaban a nosotros
sin vernos. Llegados a nuestra altura, se apartaron bruscamen-
te, volviendo la cabeza, apretando el paso. Me invadía una
sorda cólera contra esta ciudad cuyos habitantes ya no osaban
mirarse abiertamente . Pensé en la vieja guardia en la explana-
da del castillo y, por tercera vez aquel día, toda la miseria del
mundo se abatió sobre mí.
188 Amor a ojos cerrados
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La fuerza de Ossip me admiró durante aquellos días, de-
masiado escasos, en que me fue dado vivir en la luz de su
amistad. Apenas habíamos vuelto a nuestro palacio desierto
cuando, a una señal de Nadezhda, yo me había dejado caer en
un diván, cerrando los ojos y dejando que el sudor me corriera
por las sienes; pero Ossip ya se iba de nuevo.
-Le reservamos una sorpresa agradable para esta noche
-dijo al dejarnos, y me hizo un gesto con la mano.
Rechacé la comida que me ofrecía Nadezhda. El frescor,
el silencio, la penumbra de la vasta casa, la dulce simpatía de
Nadezhda, percibida de nuevo; las siluetas de las estatuas, los
Michel Henry 191
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216 Amor a ojos cerrados
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ro, definitivo; y esa apatía visible por doquier no era más que
la expresión y el resultado de todos los fenómenos cuya lle-
gada nos alarmaba: la aversión al oficio, el horror al esfuerzo,
la ausencia de todo ejercicio voluntario -físico, intelectual
o espiritual-. Y hasta el resentimiento que desgarraba las
clases de la sociedad y que los revolucionarios atizaban para
derrocarla, este derrocamiento, el deseo de destrucción, la
sed de la nada, se enraizaban en la conciencia oscura del va-
cío interior. Y el gusto de la política también, esa aspiración
a un poder fuerte, terrible acaso, pero al que bastará que uno
se entregue, esta nostalgia de un modo de vida colectivo, es
decir, esta dimisión respecto a toda existencia personal; la
creencia en el determinismo y en la marcha inflexible de la
Historia y, en todos los ámbitos, en reglas y en leyes ante las
cuales no cabe hacer otra cosa que someterse; la afirmación,
por último, de que todo es material y que el propio hombre
no es más que una máquina, todo esto proviene, si puedo
hablar así, de la misma fuente, delata el mismo fracaso. He
denunciado a la inteligencia de nuestra época y lo cierto es
que ella ha traicionado su misión; he nombrado a Duerf y a
otros, pero ellos no fueron más que corchos en la superficie
del mar, de este mar inmenso que ha comenzado a retirarse
y nos va dejar, como a restos de barco en un lecho de arena
seca, en el desierto que se avecina.
Ya ve, hay en el fondo de la vida una cierta dulzura, un
sentimiento de despreocupación y de seguridad, cómo decir,
una certeza absoluta que, al parecer, nada podrá hacer temblar ,
que corre por el cuerpo de los vivientes, atraviesa sus miem-
bros, suscita sus movimientos y los hace fáciles, una certeza
que, ebria de sí misma y de su propio gozo, proyecta siempre
alguna empresa nueva, el plan de algo que nunca ha existido
hasta ahora, una existencia ampliada y más plena, en la que
la felicidad de ser será mayor aún. Y es esta fuerza la que, por
primera vez, vacila, aquí, en esca ciudad ...
Michel Henry 27 1
-¿Por qué?
Con infinita ternura, su mano se posó sobre mi hombro,
su rostro se aproximó aún más al mío, y su susurro se volvió
tan perceptible, tan claro lo que decía, que sus palabras perma-
necen en mí todavía hoy:
-¿Por qué ... , sí, por qué? He comenzado a atisbar una
respuesta cuando la cuestión se me ha presentado en su forma
más precisa, más exacta: ¿por qué aquí, en Aliahova, allí don-
de la vida había alcanzado un grado de esplendor, de profu-
sión, de altura y de riqueza que no había alcanzado nunca en
ninguna parte?; sí, ¿por qué era precisamente allí donde iba a
fracasar y a perdernos con ella? Es que ... este triunfo, este éxi-
to excepcional del que nuestra ciudad da un testimonio des-
lumbrante, no se manifiesta sólo en el dominio de la creación
artística o de la experiencia espiritual. Al mismo tiempo que
estas formas superiores y, en muchos aspectos, como condicio-
nes y también como resultados de ellas, se ha desarrollado un
conjunto de técnicas de toda clase, un formidable dispositivo
instrumental, procedimientos ingeniosos y eficaces, cada uno
de los cuales, sin embargo, ocupaba el lugar de alguien y de
su esfuerzo, haciéndolo ahora inútil. Y fue así como la tensión
interior de la vida, esta fuerza de mirada penetrante y de una
tenacidad invencible que había luchado y aguantado contra
la intemperie, el hambre, el enemigo, los obstáculos, llegando
hasta su límite y, en aras de la vida, hasta la muerte, esta pasión
que absorbía a la persona entera y la lanzaba hacia delante, ha
sido reemplazada en todas partes por mecanismos que funcio-
nan solos, sin que podamos hacer otra cosa que verlos trabajar.
Es una extraña historia: cada progreso de la vida se ha vuelto
contra ella, cavando bajo sus pies el hoyo en el que había de
enterrarse. Tome la actividad en su forma elemental, el depor-
te; todo el mundo habla de él, pero nadie lo practica. Y usted
ve a la muchedumbre sentarse en las gradas del estadio para
asistir a las proezas de unos histriones a sueldo -cuando no
272 Amor a ojos cerrados
***
caer. Unas olas enormes y turbias hacían rodar por la playa sus
crestas amenazantes antes de hundirse a nuestros pies con un
estruendo ensordecedor. Me temí un maremoto y logré per-
suadir a Débora de que nos adentráramos en tierra. Al volver-
nos, vimos subir de la superficie espumosa un vapor de alabas-
tro que se transformó en bruma; sus espirales blanquecinas se
elevaron a su vez, chocando contra el vientre de unas enormes
nubes malvas y negras alrededor de las cuales se enrollaban
como volutas que se confundían con las cimas nevadas de una
montaña gigantesca, cuyas poderosas estribaciones chocaban
entre sí, mezclándose unas con otras antes de desaparecer en
una noche repentina, mientras que a lo lejos un sol de oro di-
bujaba mundos nuevos. Miré estupefacto la alquimia de estas
formas luminosas que subían y bajaban, transformándose sin
cesar, aclarándose y oscureciéndose sucesivamente, mientras
que, semejantes a una serpiente gigante que se despierta y ex-
tiende la fantasmagoría de sus anillos multicolores, las fuerzas
inmensas del universo escapaban de las cosas o se mantenían
adormecidas para luego desplegar de golpe su poder sin freno.
Y mientras nos balanceábamos bajo la borrasca demencial, pe-
gados a los arbustos, que nos arañaban al pasar, cegados por
el chaparrón, cruzando sin verlos mil arroyos que acababan de
nacer y nos cortaban el paso, agarrándonos a las piedras para
evitar ser arrastrados por la corriente, me parecía que ya no ha-
bía arriba y abajo, que no era solo el suelo por el que dábamos
traspiés, sino la tierra entera la que se hundía bajo nuestros
pies, atraída hacia algún torbellino cósmico para, perdida en
él al igual que otros universos, ya no ser más que una esfera
insignificante.
Pese a ello, plantando cara a la tormenta, luchando con
todo su cuerpo, Débora continuaba avanzando, y cuando el
resplandor de un relámpago descubrió ante nosotros una ruta
libre de obstáculos, emprendió de nuevo la carrera hasta caer
agotada en mis brazos, con el rostro bañado en lluvia y en
Michel Henry 28 5
***
-¿No lo sabía?
***