Pierre Louys Christine

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CHRISTINE / Colección La Biblioteca de Iqbal

CHRISTINE
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La pequeña vivienda de mis padres no tenía más


que dos habitaciones y la cocina.
La cocina era mi dormitorio. Mamá no quería dejarme
acostar en el comedor porque decía que salpicaba el
papel pintado cada vez que me aseaba, y que inundaba
el parquet encerado cada vez que me lavaba el trasero.
Mi cama plegable, que estaba guardada en la ante-
cámara, era desplegada por la noche delante del
horno. Y, puesto que en la cocina no se oía nada de lo
que pasaba en la habitación, en cuanto yo me metía en
la cama mamá podía hacerse joder por papá sin tener
que decirle:"¡Despacio, cariño! ¡La niña nos va a oír!",
que era lo que sucedía cuando me acostaba en la habi-
tación y pegaba la oreja al tabique tan pronto como
escuchaba los chirridos de su somier.

Este relato forma parte del libro de Pierre Louys, La historia del Rey Gonzalo y de las doce
princesas, Valencia: Editorial La Máscara, 2000 (Colección Malditos Heterodoxos)
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Una noche, a las 9, me disponía a desnudarme cuando


llamaron a la puerta. Fui a abrir y proferí un grito de alegría:
—¡Christine!
—¡Cierra el pico! —dijo en voz baja y muy deprisa—.
Vengo a acostarme aquí.Ya te explicaré. Cuando yo haya
hablado con tu madre, dile que puedo dormir contigo.
¿Entendido?
En aquel momento, papá y mamá abrieron la puer-
ta, y Christine comenzó a decir, adoptando un tono
hipócrita:
—Buenas noches, señor, señora. Vengo a causarles
molestias. Verán, el caso es que mi mamá cena esta
noche en Nogent y no se atreve a volver sola, de
madrugada, cruzando los bosques de Vincennes, por
temor a los sátiros. Regresará mañana, y para que no
me quede sola quiere saber si podría acostarme en su
casa. Con un colchón en el suelo me las arreglaré, no
necesito más, si no les molesta.
—¡Un colchón! —exclamé—. ¿Y por qué no en mi
cama? Podemos acostarnos las dos perfectamente,Titine.
—Tu cama es demasiado estrecha —dijo papá—.
Christine no podrá dormir.
—¡Oh! Yo soy como Nénette, apenas me he acosta-
do y ya estoy dormida.
Estuve a punto de reventar de risa, pero me contu-
ve. En un minuto se organizó todo. Nos metieron en la
cocina con una vela. Empujamos la cama contra la

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puerta para bloquearla, y Titine, con los brazos en


jarras, dijo:
—¿Has visto? Ha sido mucho más sencillo de lo que
parecía.
Roja de admiración, le salté al cuello:
—Eres asombrosa, ¿sabes? Y además, llegas justo a
tiempo.Aún no me había masturbado.
Mientras hablábamos, le agarré el coño a través de
la falda.
—Mete la mano por debajo —me dijo—. No muer-
de. Babea, pero no es malo.
Ahora, por fin, pude asirlo sin trabas. Sus pelos me
hacían cosquillas en la palma de la mano. Lo acaricia-
ba, separaba sus labios, tocaba la pepitilla...
—Espera un minuto —dijo Titine—.Yo no he visto nunca
el tuyo.Vamos a enseñárnoslos, ¿quieres? Arremángate.
Christine era hija de una vecina que vivía enfrente
y que trabajaba como costurera. Nuestras madres se
habían conocido en la frutería, y nosotras en la calle.
Ella tenía 16 años, yo 14, y nos habíamos hecho amigas
tan deprisa que al cuarto de hora de comenzar a hablar
yo sabía ya que la habían desvirgado, pero que le gus-
taba más la lengua que la polla y las chicas que los chi-
cos. En voz baja me había dicho: "¿Sabes lamer el cho-
cho?". "Sí." "¿Y podré tener esa lengüecita tuya en mi
culo?" "Sí. Pero ¿cómo lo haremos? Sólo tenéis una
cama para tu madre y para ti...""Ya verás.Tú y yo nos

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acostaremos juntas." Ocho días más tarde, lo conseguía


como acabo de contar.
Al decirme que me arremangara, me volcó en la
cama, levantó mis muslos, separándolos, y me dijo que
me sostuviera las piernas con las manos. Yo reía.
—¡Desde luego...! —le dije—. De la manera en que
me has puesto, seguro que lo ves. Me haces reír, me
miras los dos agujeros.
Pero ella estaba seria y, arrojándose sobre mí, vien-
tre contra vientre, boca contra boca, me dijo con voz
ardiente:
—¡Oh! ¡Qué chocho más guarro, con sus pelos
rubios y sus labios rojos! ¿Quieres ver mi culo? ¿Sí?
Cuando lo hayas visto bien, me lamerás. Estoy mojada...
—Desnudémonos antes.
—No. Así, bajo las faldas. Es más cálido.
Y se tumbó boca arriba, levantó las piernas ante la
vela, como me había hecho hacer a mí, y me ofreció el
coño más hermoso, la entrepierna más apetecible que
verse pueda. El abundante felpudo lucía una borla de
pelos rizados color palisandro; los labios eran gruesos y
cortos; en el interior, rojo oscuro, el clítoris destacaba
como si fuera la picha de un perro en celo; y todo eso se
ofrecía rodeado de un gran anillo de pelos tan enmara-
ñados que lo hacía parecer el nido de un pájaro.
Con un coño tan bonito, ¿cómo era posible que le
gustara el mío? A mí no me satisfacía demasiado. Mis

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pelos apenas comenzaban a salir, y no eran ni mucho


menos rizados. Además, como desde la edad de ocho
años tenía siempre la mano en el culo, y como me esti-
raba los labios del coño para proporcionarme placer,
lo que había entre mis piernas eran dos belfos rosados
como un hocico, que hacían reír a mis amigas cuando
jugábamos a enseñarnos la raja o a masturbarnos una
delante de otra. Por otra parte, lo único que había
dicho Christine era que tenía el chocho guarro; en
cambio, a mí el suyo me parecía precioso.
Como estaba muy mojada, le lamí el coño entre los
labios como un gato que bebiera leche. Lo saboreé.
—Está bueno —le dije.
Ella me apretó la cara entre sus muslos y volvió a
separarlos. Entonces, para mostrarle lo que sabía hacer,
le di unos diez lametazos rápidos en la pepitilla, tan
deprisa y tan bien que ahogó un gritó:
—¡Ah! ¡Puta! —exclamó.
Luego, cuando me deslicé en la cama para situarme
junto a ella, intentando besarle en la boca, Christine
jadeó, chupó mi lengua por un instante y me suplicó:
—Acaba, Nénette, tengo muchas ganas, ya viene. No
me dejarás correrme sola, ¿verdad?
Pero yo, sintiéndome deseada, quise imponerme:
—Así, no. Desnudas será mucho mejor.
—No. No aguanto más. Rápido. Házmelo. Acaba...
Yo no quise ceder. En dos minutos me desnudé,

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mientras ella hacía lo propio. Exigí incluso que se qui-


tara los zapatos, las ligas y las medias. Sólo entonces,
desnudas como dos gusanos, nos abrazamos en la
cama y yo volví a colocar la cabeza entre sus piernas.
¡Ah! ¡Qué poco tardó! Apenas hube comenzado de
nuevo, todo su cuerpo comenzó a temblar y, con cua-
tro culadas, se corrió. Entonces pareció desvanecerse,
pero luego volvió en sí y se acostó encima de mí,
cubriéndome de besos:
— ¡Mi tortillera! ¡Mi niña! ¡Mi guarra! ¡Cómo utilizas
la lengua! Puedes presumir de ello. ¿Quién fue la cerda
que te inició?
—Aprendí en el colegio.
—¿Aprendiste en el colegio? ¡Pero bueno! ¿Acaso le
comías el culo a la señorita?
—No, no era yo quien le gustaba; pero lo hacía con
las chiquillas.
—¿Y dónde ibais?
—¡Oh! Ya te lo contaré después. Yo también tengo
ganas, ¿sabes? Ahora te toca a ti currar.
—¿La señorita desea que la descorchen?
—¡Pues claro! Yo ya te lo he hecho a ti, ¿no? Ahora
tienes que devolvérmelo. Es mi turno.
Christine me levantó tanto las piernas que las rodi-
llas se me incrustaron en las axilas. Luego, tras haber-
me besado el coño y frotado la boca contra él, lo
toqueteó con curiosidad.

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—¡Qué guarrada de chocho! —repitió—. Nunca


había visto un virgo con un aspecto tan marrano. ¿Es
que te pasas el día toqueteándote los belfos?
—¡No paras de hablar!
Christine los tomó entre sus dientes y los chupó uno
tras otro.Yo me estremecía. Su lengua se paseó alrededor
del coño, por las ingles, por el ombligo, me golpeó sua-
vemente los pezones, que apenas despuntaban, descen-
dió a lo largo del vientre, rozó mi pepitilla..., me volvía
loca..., y continuó su recorrido. Christine era mucho
más experta que yo. En mi vida me habían lamido tan
bien.Ahora sentía su lengua debajo del coño; todavía más
abajo y siempre vibrante, me hizo cosquillas en el ojete
del culo, lo abrió con los dedos y sumergió en él toda su
lengua, seis veces, lo más profundamente que pudo,
como hacen las chicas para demostrarse que se aman.Yo
estaba orgullosa de que Christine me lo hiciera, porque
Christine era tan guapa...
Y cuando regresó a mi pepitilla, me había puesto
tan caliente que me corrí casi de inmediato, en el
espasmo más intenso que haya sentido jamás en mis
entrañas.
Tras un minuto de abatimiento, me acurruqué entre
sus brazos, contra sus tetas morenas y desnudas.
—Gracias,Titine.
—¿Te ha gustado?
—¡Oh, sí!

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—¿Quieres que volvamos a empezar?


En seguida, no... Oye, quiero decirte algo al oído...
Me has metido la lengua en el agujerito... O sea, que
me quieres.
—¡Grandísima tortillera! ¡Lo sabes de sobra!
—Yo también te quiero... Te haré lo mismo que me has
hecho a mí... Antes no me atreví,no sabía si te gustaba eso...
Se rió y se dio la vuelta. Yo se lo hice con todo el cui-
dado del mundo y lo más profundamente que pude, para
que estuviera segura de que la amaba de los pies a la
cabeza. Después me incorporé, completamente roja.
—¿Sabes lo que se hace ahora?
Las puntas de nuestras leguas vibraron y se sumer-
gieron una en la boca de la otra.
—¡Ya está! —dije alegremente—. Somos una pareja
de tortilleras.
—No. Has olvidado algo. ¿Tienes unas tijeras?
Le di unas. Se cortó los tres pelos más largos que
tenía en el felpudo y los ató en forma de anillo alrede-
dor de mi cuarto dedo.
— ¡Ahora sí que estamos casadas!
—¿Y el señor cura?
—No se lo diremos.
Por mi parte, como tenía los pelos demasiado cor-
tos para ofrecerle a Titine su anillo de boda, me arran-
qué tres cabellos de la cabeza, hice con ellos un anillo
y se lo di. Luego le dije:

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—Tú eres el marido, Titine, yo soy la virgen. Monta


encima de mí. ¿Dónde tienes la polla?
—Tú estás muy espabilada para ser una virgen. Y
además, no lo eres tanto. Puedo meterte todo el
dedo... Claro que el interior no es muy ancho.
—¿Creerás que el martes de carnaval intenté des-
virgarme con una salchicha?
—¿Con una salchicha?
—Sí. Estaba rabiosa por tener que acostarme sola.
Cogí una salchicha de la despensa e intenté joder
con ella. ¡Dejé la cama tan manchada de sangre que
mamá pensó que tenía pérdidas! Y después me mas-
turbé cuatro veces en lugar de dos, como tengo por
costumbre. ¡Oh! Hay noches en las que el culo te
pica tanto que harías el amor con un perro, ¿no es
cierto?
Christine se dio la vuelta riendo, con los brazos por
detrás de la cabeza, y yo la contemplaba.
—Tienes pelos debajo del brazo. ¡Qué bonito! Yo no
tengo nada. Ahí no me crecen.
—¡Vamos, vamos! Enseguida crecerán. Conozco a
una que se rasura el coño para hacer creer que no
tiene pelos. A algunos clientes les excita mucho.
—¿Clientes? ¿Es que es puta?
—No. Es bruñidora; pero por las noches, al regresar
del taller, si algún tipo se lo propone se va con él.
Como mínimo, son 100 pavos de ganancias.

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—Y se ganan más rápido chupando que trabajando, ¿no?


Yo, si papá hubiera querido, hace tiempo que sería puta.
—No siempre resulta divertido.
Christine había dicho aquello con un tono tan triste que
estuve a punto de preguntarle..., pero me contuve.
Con todo, para averiguar alguna cosa le hice otra pregunta:
—¿A qué edad empezaste a lamer chochos?
—Lo he hecho siempre.
—¿Siempre? ¿No sabes con quién lo hiciste primero?
—Con mamá.
Me quedé estupefacta y no respondí. Ella, al perci-
bir mi asombro, comenzó a explicar:
—Escucha, mamá es tortillera. Pero tortillera de ver-
dad, más que tú y que yo. Lo lleva en la sangre, ¿com-
prendes? Nosotras preferimos a los chicos, por supuesto;
y cuando sostienes en la mano una polla tiesa, sientes
una especie de pellizco en el chocho, ¿no es cierto?
—Desde luego.
—Bien, pues a mamá eso la deja tan fresca. Los hom-
bres le repugnan. Pueden tenerla ensartada durante
tres cuartos de hora y no correrse. En cuanto a las
mamadas... ¿Tú chupas pollas? ¡Oh! Puedes decirlo, yo
también las chupo. Di que lo haces.
—A veces, pero no con cualquiera.
—Bien, pues mamá, cuando se la chupa a alguien
vomita, y no es ninguna broma, yo la he visto.
—Entonces, ¿no tiene amantes?

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—Sí, pero todos tienen dos agujeros bajo el rabo.


—Pues a ti no te haría con una mujer...
—No sé nada, palabra. Aún no había cumplido los trece
cuando le sucedió esa desgracia. Acababa de venirle la
regla. Una noche, después de una fiesta, la emborracharon,
la desvirgaron, y ya está, si te he visto no me acuerdo.
Jamás supo quién había sido. Cuando yo tenía cinco años,
ella tenía dieciocho, o sea que no era mayor, y que yo
recuerde, desde mis cinco hasta mis doce años mamá estu-
vo siempre con una u otra. Le duraban seis meses, un
año... La gran Berthe se quedó veintidós meses...
—¿Y dormían juntas?
—¡Pues claro! Y yo en la misma cama. ¡Imagínate si
he llegado a ver lenguas en el chichi y culos en la cara!
Sin contar con que yo también formaba parte del lote.
Siempre he lamido chochos, ya te lo dije.
—¿Y está sola desde que cumpliste doce años?
—Sí, sola conmigo desde que empecé a correrme.
¡Oh! Cuando vio aquello echó a su tortillera a la calle.
¡Hubiera despreciado incluso a la reina de Inglaterra! Un
capricho que todavía dura. ¡Pero es comprensible! Las
tetas más hermosas son las mías, el culo más bello es el
mío, la mejor lengua es la mía, la mejor leche es la mía...
—¿Y a ti te gusta? Para... para el asunto de... lamer.
—Sí. No me excita como tú, desde luego.
¡Imagínate! Conozco de sobra su conejo...
—Se puede decir que desde que naciste.

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—Pero es una mujer guapa, a sus veintinueve años.


Les lamemos el chocho a muchas más feas que ella.
Me quedé pensativa y no hice más preguntas. A mí
también me parecía guapa la madre de Christine. Me
hubiera gustado tener una madre como ella, que me
lamiera antes de dormir. Yo, a mi vez, se lo hubiera
hecho a ella. Sin embargo, pensé que era algo real-
mente curioso abrir un coño y decirse: "Yo he salido
de ahí ".Y luego masturbarlo, lamerlo, hacerlo gozar...
Suspiré profundamente.
Una de mis manos jugaba con los pelos de
Christine. La otra le acariciaba el pezón. Ella sonrió. Me
puse encima de ella, le pedí la lengua, se la chupé y
luego le susurré en la boca:
—¿Quieres que hagamos el sesenta y nueve?
—Sí, pero una después de otra.
—¿Cómo que una después de otra? El sesenta y
nueve es las dos a la vez.
—¡No seas tonta! Las dos a la vez es una lata. La pri-
mera que se corre para de lamer y la otra se queda a dos
velas.Voy a enseñarte cómo hay que hacerlo.Tú te pones
boca arriba con las piernas abiertas, yo me pongo enci-
ma de ti haciendo el sesenta y nueve, y te lamo.
—¡Genial!
—Pero tú no tienes que lamerme. Si quieres, para
entretenerte me besas el coño y me lames los belfos o
el ojete del culo, pero sin tocar la pepitilla.

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CHRISTINE / Colección La Biblioteca de Iqbal

—¿Y tú qué? ¿No gozas?


—Sí; cuando tú hayas gozado, nos damos la vuelta,
te pones encima y me haces lo mismo que te he hecho
yo a ti.
Cuando estuvimos colocadas, el coño de Christine
apareció ante mí transformado. Estaba del revés, con el
pelo colgando, completamente abierto y todavía rojo
por haber acabado de correrse. Presa de los estreme-
cimientos provocados por la lengua de Christine en mi
propio coño, abrí su carne apartando los labios y la
besé como si fuera una boca.
— ¡Ah! ¡Puerca! ¡No me excites! ¡Me has puesto
caliente! —exclamó, interrumpiendo sus movimien-
tos—. ¡Te he dicho que, si empezaba a gozar, dejaría
de lamerte!
Su clítoris, en efecto, sobresalía con pequeños
sobresaltos significativos. Lo dejé que se encabritara
en el vacío y me contenté con mojar en la vagina mi
dedo índice, para sumergirlo después más arriba, en el
ojete del culo. Se me comenzaba a nublar la vista. Un
estremecimiento recorría mi pequeño cuerpo delgado
y desnudo. Finalmente, mi sexo se crispó y se produjo
un estallido de placer. Cuando volví en mí, Christine
había acabado de lamer. Me chupaba el chocho, bebía
mi goce gota a gota y apoyaba su grupa sobre mi ros-
tro, como si quisiera besarme los labios con los labios
de su coño.

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PlERRE LOUYS

(Etiennette [Tiennette, Ninette] aprovecha que sus


padres deben ausentarse para pedir y obtener el permiso
de ir a dormir a casa de Christine Lacaille.A las 9 h están
las tres solas, la señora Lacaille, Christine y Tiennette, que
cuenta la historia.)
—¡No puede estar callada! —dice la señora L—. ¡Mira
que haberte contado todo eso!
—¡Oh! ¡No tiene nada de malo!
—Es lo que yo digo ; pero en esta casa hay mujeres tan
mojigatas, que se escandalizarían si vieran que me hago
comer el conejo por mi hija.Tú, al menos, eres razonable.
Cuando tengas una hija, harás lo mismo que yo, ¿verdad?
—Sí, señora.
—¡Claro! Porque, vamos a ver, ¿para qué nos ha dado
Dios el coño? Para utilizarlo. ¿Y la lengua? Para meterla
dentro. ¿No crees que tengo razón,Tiennette?
—Sí, señora.
—Y siTitine y yo no tenemos más que una cama, ¿qué
tendríamos que hacer? ¿Darnos el culo todas las noches y
masturbarnos solas? ¡Ah! ¡Mierda! ¿No es cierto,Titine?
—¡Sí, puerca! —dice Christine, dándole una palma-
da en el culo.

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