El Fantasma en Neurosis Obsesiva y en Lahisteria

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ELDESENLACE DE UN ANALISIS

Gérard Pommier
Ed. Nueva Visión, Argentina. 1989

2, EL FANTASMA EN LA NEUROSIS
OBSESIVA Y EN LA HISTERIA

El desprendimiento del fantasma que la lectura literal posibilita tie-


ne eficacia en todas las formas de neurosis. Sin embargo, la presen-
tación del fantasma no es la misma en la neurosis obsesiva y en la
histeria.
Variadas y cambiantes son las diferentes ensoñaciones y fantas-
magorías que tapizan y embastan la vida cotidiana, y los cabos que
la labor analítica permite ir atando las reducen progresivamente a
libretos escuetos y unívocos. Una vez desprendidos, estos monta-
jes alcanzan un valor de generalidad y se imponen como una evi-
dencia, siendo que nada los significaba antes de que se los descu-
briese. Esta universalidad del fantasma pudo tornar cansadoras,
cuando no ridiculas, ciertas utilizaciones del psicoanálisis en el
marco de la crítica literaria o de la lectura de mitos.
Cuando se los descubre en el marco del análisis con el efecto de
verdad propio de la transferencia, estos fantasmas que rigen duran-
te toda la vida se resumen finalmente en unas pocas y reducidas se-
cuencias. Freud los definió primero como fantasma de seducción
en la histeria y fantasma de escena primaria en la neurosis obsesi-
va. Si se quisiera considerar la fobia como una posición subjetiva
específica, convendría añadir la angustia de castración; sin embar-
go, es más apropiado considerar la fobia desde un punto de vista
sintomático, o incluso como una suerte de placa giratoria que se
movería entre diferentes posiciones subjetivas. En Cinq psycha-
nalyses, Freud no trata la fobia como categoría aparte. La fobia
constituye un punto de pasaje momentáneo en el momento en que
la neurosis se instala. Así sucede con Juanito y su fobia al caballo.
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El pequeño teme primero que el caballo, que entonces representa a
su madre, lo vaya a devorar entero. Después, el caballo represen-
ta a un padre y cumple la función de animal castrador. Este punto
de pasaje fija su angustia en momentos de producirse su entrada en
la neurosis.
Los fantasmas fundamentales parecen irreductibles; por lejos
que alcance el fluir de los pensamientos, nada los agota ni aplaca.
Por el contrario, los pensamientos, los recuerdos, los acontecimien-
tos no parecen sino suministrarles alimento. Todo lo que sucede pa-
sa a exteriorizarse sobre su pantalla. Sin embargo, los fantasmas no
constituyen un punto de origen; son ya el resultado de un proceso
de existencia que se mantiene gracias a su producción: lejos de que-
dar relegados hacia atrás, en el pasado, se proyectan siempre hacia
adelante, hacia un futuro cercano en el que esperan realizarse. La
relación con la palabra los engendra; el encuentro con el lenguaje,
reproducido por el pensamiento, se extenúa interrogando su condi-
ción de efectuación, pero los fantasmas no constituyen origen.
Si hubiese que buscar un punto de origen habría que orientarse
más bien hacia la entrada en el lenguaje mismo, hacia la entrada en
el goce fálico que el fantasma "un niño es pegado" ternatiza.
El hecho de hablar, de apropiarse de la lengua, impone al suje-
to una mortificación. El sujeto emplea palabras que no le pertene-
cen y se somete a su lógica, que se le escapa por todas partes. Así
pues, al hablar, es pegado, y el agente de su mortificación es el pa-
dre mítico creador de la lengua. Al mismo tiempo, el hecho de ha-
blar aporta los referentes simbólicos del complejo de Edipo e intro-
duce el tipo de goce propio de este complejo. Esta mortificación
originaria es también, un goce, y el fantasma de ser pegado o de ver
a un niño pegado acompaña regularmente al goce masturbatorio.
Tal diferencia entre fantasma originario (un niño es pegado) y
fantasmas fundamentales (escena primaria y escena de seducción),
tiene una importancia clínica considerable, ya que del primero no
hay nada que interpretar: reaparece umversalmente y su atribución
a un masoquismo erógeno no constituye información suplementa-
ria alguna. Una vez que el deseo ha hallado su lugar en este fantas-
ma originario, el sujeto sabrá que cualquier desgracia que le suce-
da, cercana o lejana, será utilizada para satisfacer las exigencias de
éste.
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Así pues, el sufrimiento constituye un sólido punto de origen en el
que todo ser hablante se reconocerá siempre. Nada aliviará jamás la
parte fantasmática de este sufrimiento, pues ella aporta la prueba de
haber existido siendo el recuerdo de un trauma que fue signo del amor.
Los fantasmas fundamentales, en cambio, son el resultado de un
proceso, y la conclusión del análisis depende de su construcción:
escena primaria y escena de seducción dan forma a la estructura, y
es importante dejar aclarado que cumplen una función idéntica
respecto del falo.
Si la identificación con el falo es la respuesta a un trauma prime-
ro, ello se debe a que cumple una función; la de paliarla división
del sujeto. Esta identificación pretende unificar, pero para un suje-
to existen varias posibilidades diferentes de establecer su relación
con el falo. Estas diferentes modalidades son escenificadas por los
fantasmas fundamentales y finalmente se reducen a lo que Freud
definió, con cierta imprecisión al comienzo, como vía activa o vía
pasiva. Las nociones de activo y pasivo permiten mostrar que los
fantasmas de seducción y escena primaria son configuraciones de
una misma relación con el falo.
Poco tiempo le llevó a Freud advertir que, desde el punto de vis-
ta de las formaciones de lo inconsciente, nada permitía distinguirlo
masculino de lo femenino. Curiosamente, lo inconsciente no cono-
ce la diferencia de sexos, y sólo las modalidades activa o pasiva de
una relación con un solo y único símbolo, el falo, pe imiten hacer es-
ta diferencia. Esta insólita noción de una función única pasa a ex-
plicarse no bien se concibe que sólo pasivamente puede una mujer
encamar al falo: ella es entonces el símbolo de la falta, y esto es lo
que la hace deseable. En cambio, un hombre sólo activamente pue-
de aspirar a poseer el falo: él lo tiene, pero aún le es preciso probár-
selo, y esto es lo que lo hace deseante. Pasiva o activamente, ser el
falo o tenerlo son operaciones que finalmente desembocan en la
castración, aunque sólo sea porque su puesta en ejercicio necesita
una diferencia que es menos la de sexos —pues este efecto es per-
fectamente compatible con una identidad de sexo anatómico entre
los protagonistas de una relación— que la diferencia pura puesta en
juego por el falo mismo y por los fantasmas que él rige.
¿De qué modo esta única relación con el falo permitirá distinguir
los fantasmas fundamentales de la histérica y del obsesivo?
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La expresión "fantasma de seducción" presenta una ambigüe-
dad, pues se trata tanto de seducir como de ser seducida; en ambos
casos la seducción arrastra consigo la noción de pasividad. En
cuanto al fantasma de escena primaria, consiste en haber visto, ver
o incluso intentar ver activamente una relación sexual.
En los dos casos estos fantasmas implican una relación con el fa-
lo. La "seducción" corresponde al momento en que una mujer en-
cama el falo pasivamente. La "escena primaria" corresponde a ese
momento en que la mirada constituye la cópula de una pareja: el que
mira es entonces el que une, es decir, el falo. De este modo, lo pa-
sivo o lo activo de una misma relación con el falo dan un marco úni-
co al fantasma fundamental de la histérica y del obsesivo. 1

Si el fantasma de seducción corresponde a la posición pasiva (o


también a la posición femenina), y si el fantasma de escena prima-
ria corresponde a la posición activa (o también a la posición mas-
culina), esta reducción trae aparejadas una serie de consecuencias
teóricas: los términos de histeria y obsesión son categorías noso-
gráficas que fueron impuestas por la historia de la medicina en lo
que se refería a la histeria, y por la preferencia otorgada a la descrip-
ción de un síntoma en lo concerniente a la neurosis obsesiva; en ri-
gor, si centráramos nuestro interés únicamente en el funcionamien-
to de la estructura, deberíamos decir: neurosis pasiva y neurosis ac-
tiva.
El punto de partida de esta categorización de los fantasmas
fundamentales es la relación con el falo. Sin embargo, esta relación
con el falo tiene en la estructura otras dos implicaciones inmedia-
tas: por una parte, la meta que la relación con el falo permite per-
seguir—es decir, el goce—y, por la otra, lo que regula esta búsque-
da del goce, es decir, la cuestión paterna.

1 En "Subversión del sujeto y dialéctica del deseo", Lacan habla de un estalli-


do de esos dos términos del fantasma que son el sujeto y el objeto:... "uno, en el ob-
sesivo, por lo mismo que éste niega el deseo del Otro formando su fantasma para
acentuar lo imposible del desvanecimiento del sujeto, y el otro, en lahistérica, por
lo mismo que en ella el deseo se mantiene tan sólo de la insatisfacción que se le
aporta sustrayéndose a él como objeto". La cita es importante porque muestra una
suerte de simetría entre el fantasma del obsesivo y el de la histérica, ya que el acen-
to recae, en ambos, sobre el desvanecimiento que rige en el deseo
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En resumen, la estructura proporciona tres y solamente tres im-
plicaciones fundamentales que permiten comprender las diferentes
presentaciones del fantasma:
1) La identificación con el falo imaginario, a la que correspon-
de la escena primaria o el fantasma de seducción: (el medio);
2) La identificación con el objeto primordial del goce, momen-
to depresivo y sintomático: (el fin);
3) El asesinato del padre, en sí mismo eufórico aun si es de cor-
ta duración: (el obstáculo a superar).
Apenas se capta el fantasma en una de sus secuencias, las otras
pueden deducirse de ella a partir de aquello que rige su movimien-
to, es decir, la búsqueda del goce máximo. En el momento del com-
plejo de Edipo y de la castración, este goce no queda prohibido de
una vez para siempre. Queda siempre una esperanza de gozar. "Es-
peranza" es el otro nombre del fantasma. Gracias a la esperanza, el
fantasma conserva su potencia y su fijeza de objetivo, a través de
una serie finita de presentaciones.
Estas presentaciones se suceden respondiendo a cierto gradien-
te; hay un movimiento del fantasma y no una equilibración, porque
cada secuencia encuentra un punto de imposibilidad que le es pro-
pio. En cada uno de estos encuentros —ya se trate de la imposibi-
lidad del goce o de la improbabilidad del padre— el sujeto invier-
te su actitud sin cambiar de objetivo, según un vel que lo fuerza a
desconocer aquello que lo anima: o bien realiza el incesto sintomá-
ticamente, y el padre está ya muerto, o bien intenta suprimirla ima-
gen de un padre completamente vivo y, en este caso, él no está en
el goce de la madre. Esta elección forzada, puramente lógica, ha-
rá que, una vez llegado a la altura de la segunda de estas secuencias
fantasmáticas, desconozca la primera: un paciente puede olvidar
por complejo el contenido de una frase tras pronunciar la siguien-
te, que se sitúa en una vertiente distinta.
Además, cuando una fase se acompañe de depresión, el sujeto
tenderá a pensar que esto va a suceder siempre y no podrá imagi-
nar que al otro día o pocos instantes después estará en plena eufo-
ria sin saber nada del motivo de este cambio. El sujeto desconoce
lo que une a las dos secuencias de su fantasma, porque descubrir es-
te nexo le haría encontrarse con su castración, o incluso con una im-
posibilidad de gozar que él opta por ignorar, prefiriendo pensar que
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la vida es triste o alegre por motivos de orden filosófico, religioso
o político, si es que no imputa las dificultades de la existencia a los
acontecimientos que se producen efectivamente en su vida. En
efecto, los acontecimientos son fuente de un equívoco, pues no
siempre guardan proporción con el afecto quelos acompaña. Un ac-
cidente que debería causar tristeza puede motivar una intensa acti-
vidad erótica. Cuando debería estallar la alegría aparecen, por el
contrario, el desasosiego y la depresión.
La presentación del fantasma resultará embrollada y compleja
en tanto siga ligada a la experiencia más inmediata. El trazado del
fantasma, a pesar de todas las comprobaciones y de todas las sim-
plificaciones que podamos operar, seguirá siendo complicado
mientras no se disponga de una regla que permita distinguir sus
puntos clave. Con el complejo de Edipo, esta regla existe. Sin él, co-
mo hacía notar Lacan en la Proposición de octubre de 1967, la teo-
ría psicoanalítica no estaría muy distante del delirio schreberiano.
Con él, pese a la pobreza de su organización inicial, es posible si-
tuar todas las profusiones imaginarias del fantasma.
La disposición simbólica del complejo de Edipo es limitada: se
trata sólo de una constelación de representaciones que determinan
las condiciones del goce para el ser humano. Este goce se escabu-
lle porque el primer objeto de amor, la madre, parece orientar su de-
seo hacia un padre, y basta esta menudencia simbólica para que el
fantasma de asesinato del padre ocupe un lugar central. Con esta se-
gunda secuencia del fantasma se hace posible plantear algunas dis-
tinciones suplementarias entre el fantasma del obsesivo y de la his-
térica.
La lógica no aclara los cambios de fase del fantasma ni el moti-
vo de su movimiento. Para explicarlos, es necesario atender a un
elemento suplementario, sobre todo si no se quiere recurrir al ins-
tinto vital o a la intención subjetiva. Si el fantasma tiene movimien-
to, si el sujeto va variando su táctica es porque conserva una espe-
ranza; y si puede abrigarla, es porque lo que se opone a sus anhe-
los presenta una brecha: el sujeto no está seguro de que el padre
pueda oponerse al goce. El padre es incierto: ¡ojalá esperes siem-
pre! ¡Ojalá tengas siempre ese padre!
La religión cristiana nos enseña que, gracias al padre, hay espe-
ranza. La esperanza que la religión nos ofrece es la contrapartida de
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la ausencia de un padre que esté a la altura. Puesto que sobre la tie-
rra ningún hombre será jamás el Padre, hay que ir a buscar al úni-
co en el cielo. La esperanza de que haya un padre, pero sólo más allá
de lo que vive, es una posibilidad para quien desea gozar con tran-
quilidad. En este aspecto, la invención de Dios es una condición pa-
radójica del goce y no aporta ninguna solución a la cuestión de lo
que es un padre. Sólo formaliza su atolladero esencial.
Cierto día, una paciente emplea una fórmula extraña al comen-
tar, con bastante filosofía, la muerte reciente de su padre: "nosotros
también bajaremos alguna vez". La muerte los espera a todos, por
cierto, y el cuerpo es bajado entonces a la tierra. Sin embargo, tam-
bién es verdad que, en su boca, estametáfora inusual evoca otro em-
pleo del término donde lo que es "bajado" lo habrá sido con violen-
cia. Quedan así reunidos en una palabra la culpa que acompaña al
duelo de esta analizante y el anhelo de muerte que da origen a es-
ta culpa.
Semejante condenación parece inverosímil, la analizante nunca
quiso la muerte de su padre. Para entender esta caída aún es preci-
so concebir que el amor y el anhelo de muerte no se dirigen a las
mismas instancias de la paternidad. Del Padre al Padre no hay con-
tinuidad, el padre al que hay que matar no dice quién es aquel que
goza, aunque sin embargo parezca precederlo, y ninguno de los dos
dirá nada del don del Nombre. Entre estas diferentes figuras pa-
ternas no existe otra continuidad que un amor sin razón, amor que
aúna a la persona con el ideal que se le exige. Existen diferentes ins-
tancias de la paternidad que no funcionan juntas. El padre del Nom-
bre, simbólico, está siempre muerto; el padre de la realidad, que
prohibe el goce, está vivo; y el padre al que se invoca en el defec-
to de los otros dos es solamente un lugar de discurso, no existe más
que en los ciclos de la religión. En consecuencia, hay un motivo ló-
gico para que exista una incertidumbre constante en cuanto a la pa-
ternidad, incertidumbre que explica la duda del obsesivo y la espan-
tada de la histérica ante el hombre que encama una potencialidad
paterna.
La imposibilidad de definir lo que es un padre no carecerá de
consecuencias sobre el anhelo de muert;e que se encarniza con su
persona. Si el padre al que hay que matar no es nunca el acertado,
no sólo su asesinato tendrá que reiterarse sino que, además, el due-
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lo a él referido no tocará nunca a su fin, y jamás será consumado.
Hay un duelo imposible del padre que confiere su morbidez a se-
cuencias esenciales del fantasma histérico. Duelo imposible, duelo
prohibido.
El asesinato se realiza regularmente en el fantasma; cobra vue-
lo merced a un suceso cualquiera susceptible de evocarlo: por ejem-
plo, las menstruaciones significan que un hijo, y por lo tanto un pa-
dre, ha quedado gestándose. Y sin embargo ningún duelo, aunque
sí un goce secreto o un sufrimiento oscuro, puede suceder a tal su-
ceso, ya que el padre'ásí eliminado nunca es el que correspondería.
La imposibilidad trágica del duelo se hace manifiesta en el análisis
del siguiente sueño:
El director del hospital donde trabajo había muerto... Veo los prepa-
rativos de su entierro, pero no tengo derecho a asistir a él.
.. .En este momento tengo la menstruación, es como si llevara un hi-
jo muerto... mi primera menstruación fue a los 14 años; mi padre se
fue de casa, yo tenía 15; nunca se dio el derecho de quererme... tam-
poco yo tengo derecho. Ni siquiera me está permitido asistir al en-
tierro... (aquí comete un lapsus)... sigo entre dos huevos [oeufs]
(por: entre dos aguas [eaux].*
La asociación de pensamientos pasa del entierro a las menstrua-
ciones, que están ligadas a la idea de un hijo muerto. Este salto se
explica según dos series distintas; una directa: el director del hos-
pital representa una figura paterna; la otra retroactiva en la asocia-
ción siguiente: en efecto, la analizante considera la aparición de sus
menstruaciones como el motivo de la partida de su padre. Este mo-
tivo implícito aparece verificado por el error que comete en las fe-
chas: su padre dejó el domicilio conyugal no un año después sino
un año antes de la aparición de sus reglas. Este error pone de ma-
nifiesto la verdad de su deseo. Verdad trágica en su caída, puesto
que la paciente permanece identificada como hija eterna de ese pa-
dre improbable, cíclicamente arrastrado por la ola menstrual; hija
eterna, eternamente apresada "entre dos huevos"...

* Tanto oeufs como eaux suenan como simples vocales cuyas escrituras foné-
ticas son, respectivamente, 0 y o. [N. de la T.j

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La irrepresentabilidad del padre no se debe sólo a un hecho de
estructura. El neurótico utiliza a su vez esta irrepresentabilidad pa-
ra movilizar su fantasma. Se empeña a toda costa en que su pregun-
ta no tenga respuesta pues, si la tuviera, él debería renunciar a to-
da esperanza. Un Padre no puede ocupar su lugar más que sustra-
yéndose siempre a por lo menos dos de sus funciones, pero además,
el neurótico pone en esto lo suyo. De ahí que a la debilidad pater-
na se le añada un fantasma de asesinato, fantasma en el que el des-
merecimiento paterno se anuda con la culpa. Matar se convierte así
en una representación central del fantasma, tan patente en la vida
social como en la vida privada.
La supresión del padre es un momento que permite ilustrar las
vías activas o pasivas como punto de reversión de la escena prima-
ria y de la escena de seducción.
Así sucede con las significaciones que la histérica pone enjue-
go al seducir: si se compromete pasivamente en una relación don-
de se ofrece como objeto deseable, el resultado de su ofrenda será
el asesinato de un padre. En efecto, lo que ella pone a la vista, su be-
lleza, su encanto, ejercen su poder sobre la universalidad de los
hombres, totalidad en la que su padre está comprendido. La histé-
rica se ofrece a la mirada sin ver a su vez nada, en una ausencia de
la visión femenina que es el punto de cita de la ceguera histérica. En
este paso ciego todos los hombres están investidos ya con un ras-
go paterno potencial. Y con mayor razón si el hombre seducido se
inviste él mismo con este rol. Por ejemplo, cuando se da aires de
protector imbuido de su virilidad.
Pero semejante escenificación no deja de tener consecuencias
inmediatas, pues ¿qué es un padre que sucumbe a la seducción de
su hija? ¡En verdad, muy poca cosa! Así pues, la seducción tiene el
resultado de derribar de sus posiciones a todos los padres que van
apareciendo, a todos los numerosos falóforos de paso, abrasados
por la luz que exhibe su potencia. Su escaso poder sólo se ejerce du-
rante el breve instante en que su mirada se vuelve hacia la belleza
que pasa; y su escaso ser es consumido en ese mismo instante por
el deseo que ésta provoca.
En el momento en que el padre desea, no es ya un padre digno
de este nombre, y su indignidad sale al descubierto. Si sólo perdie-
ra su dignidad, su situación sería meramente ridicula. Pero también
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pierde su función, la de prohibir el incesto. Queda entonces en evi-
dencia el goce que la operación pone enjuego y, con él, la dimen-
sión trágica de laseducción: si el padre se sostiene, la soledad se ins-
tala; pero si cae, detrás de él se extiende el espacio materno, cuya
solicitud mortal reduce a nada a la mujer que lo afronta. De este mo-
do, por el camino desviado de un asesinato fantasmático del padre,
el objetivo de la seducción es siempre el incesto. Por eso es sufi-
ciente con provocar el deseo y permanecer en el campo de un de-
seo insatisfecho para estar ya en el campo del goce. Seducir y es-
cabullirse es realizar un goce incestuoso gracias a un libreto redu-
cido que una sola mirada pennite poner en escena.
Esto es lo que sucede en la secuencia aportada tras cierto tiem-
po de análisis por una paciente cuyo síntoma es una ceguera histé-
rica: de vez en cuando pierde la vista, o al menos el mundo que la
rodea se le vuelve bruscamente opaco y oscurecido, debilitado y sin
relieve, y esta disminución de la visión va acompañada de una in-
tensa angustia. Cuando el trastorno de la visión no es tan violento,
sufre en cambio diversas dolencias oculares, lagrimeos, conjunti-
vas, orzuelos. El análisis mostrará la relación que existe entre estos
síntomas y el fantasma de seducción: si un hombre investido con
cualquier rasgo paterno intenta seducirla, el mundo se oscurece;
cuando el significante paterno se sustrae, cesando de dar profundi-
dad y perspectiva al campo de la visión, su mirada se pierde con él,
precipitada en su caída incestuosa. El complejo de Edipo es, por
tanto, el verdadero órgano de su percepción. O, más exactamente,
lo que sus órganos de los sentidos pueden percibir no tiene realidad
sino a través de la instrumentación del símbolo, sin la cual su cuer-
po se le escapa.
Si el mundo se oscurece es porque en esa seducción que ella
imputa al hombre, que ella atribuye a un padre degradado, está su
propio deseo. Presencia de un deseo que la empuja, más allá del
hombre, hacia la cosa en que ella se desvanecería.
Cuando paseo por la calle necesito caminar rápido y sin mirar nun-
ca a nadie. Si me detengo o miro a alguien, estoy segura de que me
van a abordar como si fuera una prostituta-
Tengo la impresión de ser el objeto de una mirada universal e imper-
sonal. Lo extraño es que esa impresión de ser comida con los ojos la
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tenía de pequeña con mi madre, que siempre me vestía impecable-
mente y me reprendía cuando me ensuciaba. Y sin embargo lo que
temo son las miradas de los hombres. Es como si la mirada que sien-
to en la calle sobre mí me estuviera calzada en una pinza. La mira-
da es doble. No es tan impersonal como acabo de decir. Es doble, y
yo soy su punto central-

Hay algo incomprensible, una incomprensión que la ciega, que


parte de la idea de prostitución y se encadena con el pensamiento
de la pareja. La captura por la mirada se inicia en la pérdida que su-
puestamente conoce la prostituta, y bajo ella subyace la escena pri-
maria.
Ante esta escena, en este entredós, su mirada se ausenta y la pa-
ciente está ahí pero cegada, porque es ella quien la constituye; y al
constituir este uno de la pareja se reduce a una cópula ciega, vacia-
da de su existencia propia por esta misma unión. La que une, falo
en este sentido, puede ser vista sin duda, pero ignora lo que acaba
de consumar, instrumento del par que ella produce. Lo que apare-
ce primero como escena primaria se invierte en pura pasividad, ino-
cencia de lo que acaba de ser ejecutado, y es en este sentido que el
fantasma de seducción de la histérica tiene la misma significación
que el fantasma de escena primaria.
En efecto, ¿cuál es el contenido de la primera secuencia? Se tra-
ta de la posibilidad de prostituirse, de ofrecerme a la universalidad
de los hombres en la que su padre está incluido. Al ofrecerse a to-
dos, la prostituta puede encontrarse un día frente a un padre degra-
dado por esta misma ofrenda pasiva, a la cual cede. Formar el uno
de la pareja se invierte, pues, en escena de seducción. La seducción
es ese punto sintomático, inocente, en que el fantasma se presenta
en el desvanecimiento existente entre dos secuencias; es inarticu-
lable, aunque está articulado a la cadena significante. Aquí se ofre-
ce depurado de toda novela familiar, queda dispensado de todo re-
curso a la historia y de todo acontecimiento traumático.
La relación entre la seducción y el asesinato fantasmático se ma-
nifiesta cuando a la primera le sucede el rechazo de sus consecuen-
cias, cuando el hombre cuyo deseo se provocó resulta inmediata-
mente despedido. Las fórmulas con que suele evocarse el acto de
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agradar indican que se trata de un asesinato. Por ejemplo: "...si lo
seduzco, él puede sucumbir..."
Pero este indicio es irregular y además débil, si se lo compara con
la culpa enlazada a la seducción. Si una mujer no puede soportar su
propia belleza sin impaciencia, si el hecho de agradar le parece in-
tolerable y a la vez es incapaz de privarse de él, si los homenajes que
recibe no le evitan sentirse fea y abandonada, o detestarse hasta el
punto de querer desfigurarse, si la falta de maquillaje le resulta in-
tolerable aunque a menudo nada agregue a su belleza, entonces la
seducción de su apariencia es el arma de un fantasma asesino. El pa-
dre al que quiere alcanzar, del que está siempre virgen y siempre
preñada, se encuentra más allá de todos los vivos, y es a él a quien
apunta. Lo que su belleza refleja es su ausencia.
Indudablemente, la seducción es la puesta en acto más genera-
lizada del fantasma, y su incidencia en la secuencia del "asesinato
del padre" es inmediata. Pero esta incidencia puede aparecer tam-
bién bajo modalidades variadas, y las más notables son las de la vi-
da amorosa. Así sucede, por ejemplo, cuando la conquista de un
hombre sin importancia es emprendida con él solo fin de destruirla
relación ya existente con otro. Se trata de crear una situación de ri-
validad en la que por lo menos uno de los dos pretendientes resul-
te aniquilado.
El deseo "del" Padre es imposible de soportar porque tiene una
implicación sexual cuyo resultado es su propia desaparición como
padre: si tal deseo se realizara, ya nada impediría el incesto; por eso
hay una asociación inmediata entre la caída de un padre y la presen-
cia devoradora de una madre. Pero más acá de este movimiento, aun
cuando nada viniera a alimentar el fantasma de seducción, el deseo
del padre plantea un interrogante, y no sólo sobre lo que es una mu-
jer particular, aquella con quien esté conviviendo, sino sobre lo que
puede ser "la Mujer". Así pues, la esencia de la Mujer, su aroma
evanescente, se articula en primer lugar con el deseo de un padre y
con la forma que él adivina lo que ella quiere. Por eso, en última ins-
tancia, la cuestión paterna, la desaparición de su nombre en el ase-
sinato, revela el misterio de la feminidad.
La paciente hace un análisis conmigo en lengua española. Cuan-
do se pone a hablar de su identidad en lo que tiene de más irreduc-
tible, evoca el momento en que firma un papel y aquel en que la 11a-
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man por su apellido.* Distingue dos instantes de vacilación cuan-
do ejecuta estos actos. Cuando debe firmaruna carta o un documen-
to tiene la impresión de que el apellido que inscribe sobre la hoja
blanca no es el suyo; si pudiera poner una cruz al pie de la página
le parecería menos extraño. La cruz constituiría un signo más segu-
ro de su existencia. Por otra parte, cuando la llaman por el apelli-
do, ha notado que casi siempre es incapaz de decir "no" a lo que le
pidan. Tal vez porque esta llamada le otorga un lugar, la reconoce,
aun cuando este reconocimiento signifique una alienación com-
pleta.
Su apellido, por cualquier lado que lo considere, le parece pro-
blemático; preferiría sacárselo de encima. En cierto modo ya lo hi-
zo cuando se casó, pero el pacto social, que reconoce con esta pér-
dida el acceso al goce femenino, es pura fachada, y la paciente ne-
cesitaríaperdertodavíamás profundamente lo propio desu nombre.
Al fin y al cabo sus diferentes nombres de pila le son más cercanos;
los comparte con otras mujeres y puede asociarlos con leyendas y
novelas. Estos nombre se enlazan con un mito de lo femenino, dán-
dole forma. "Graciela" y "Elena", sus dos nombres de pila, se unen
a una cohorte de nombres semejantes que la respaldan y le hablan
de lo que ella es. Habría podido llevar otro, "Gladys"; pero el regis-
tro civil de su país se negó a inscribirlo oficialmente a causa de su
origen extranjero. Este nombre es el que su padre quería ponerle y,
curiosamente, aunque no se lo haya empleado nunca, siempre es-
tuvo presente en sus pensamientos aunque sin hallar espacio algu-
no en la novela familiar.
La paciente piensa en este nombre que a lo mejor le pertenece
más que su apellido, más que sus otros nombres de pila, sin duda
porque fue portado por el deseo de su padre y porque este deseo fue
contrariado, si no por la ley, al menos por los reglamentos y los os-
curos funcionarios que los aplicaron. "Graciela" y "Elena" son ha-
bladoras, tienen muchas historias que contar. En cambio, Gladys es
muda. "No puedo decir nada sobre 'Gladys'; pienso en este nom-
bre, es profundamente el mío, de una manera secreta, y no lo com-
* Se señala que, en francés, "apellido" corresponde, lo mismo que "nombre",
al término nom, lo cual permite entender a veces (como en pasajes de este mismo
capítulo) nom du pére como "apellido del padre" [N. de la T.]
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parto con nadie; pero no puedo asociarlo con nada. Cuando hablo
conmigo misma, 'Gladys' asiste a mi diálogo, pero no se me hace
perceptible ninguno de sus atributos. Conozco algunas 'Gladys' y
seguro que las hay en la historia y en las novelas. Pero cada vez que
mi atención se concentra en este nombre, las rechazo y las olvido."
A esta altura de su reflexión comete un lapsus, seguido inmediata-
mente por la asociación que revela el misterio de este nombre.
Quiere decir: "En relación a esto" y dice: "En relación a estro";
la paciente agrega una R a un conjunto fonético que se escucha co-
mo NAESTRO, lapsus que ella explica por la proximidad existente
entre esta pronunciación y la palabra "MAestro". Acto seguido
vuelve al tema de su nombre pues el relámpago de un pensamien-
to acaba de asaltarla: "En Gladys está Lady, la Mujer..."
Si hay un Maestro, él debe decir lo que es la mujer, y debe saber
lo que ella quiere. Este juego de las formaciones de lo inconscien-
te sobre Lalengua, juego translingüístico, sitúa la articulación si-
lenciosa existente entre el deseo del "padre" y la cuestión de lo que
es "la mujer". El silencio que rodeaba al nombre "Gladys" cierra el
conjunto de estas dos interrogaciones. De este silencio y de la im-
posibilidad de asociar un solo pensamiento sobre el nombre, la abs-
tracción del deseo del padre y de la esencia de la feminidad no bas-
tan para darla clave. Aun hay que añadir a estos dos términos el de-
seo propio de la analizante, manifestado por otras asociaciones,
deseo referido a que este padre no sea un padre sino un hombre en
el sentido sexual del término, y a que, en consecuencia, ya no es-
té en condiciones de dar su apellido.
No le comunico estas reflexiones teóricas pero, en el momento
de sopesar su procedencia, me llaman la atención las dos letras que
han caído de "Gladys" dejando aparecer "Lady". En efecto, la "G"
y la "S" son las iniciales de sus apellidos. Todo parece indicar que
la caída de estas iniciales fue correlativa de la aparición de la pre-
gunta sobre "la Mujer".
De este modo, el efecto de extrañeza del nombre patroní-
mico —la facilidad con que se lo pierde— queda perfectamente
contrabalanceado por la importancia del nombre de pila que, en su
brillo secreto, figura una suerte de imposibilidad de ser mujer.
Perder su nombre, el nombre de su padre, aparece como una
suerte de punto último donde "ser mujer" se conjuga con el asesi-
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nato fantasmático. Esta pérdida resume aquellos temas cruciales
que la seducción pone sintomáticamente en acto.
La eliminación de un padre por vías pasivas es más sutil que las
vías directas puestas en acto por el obsesivo. Para éste hay no obs-
tante una complicación, que reside en la improbabilidad del padre.
Su único interrogante, su duda constante, concierne menos a la va-
lidez de su acto que a la persona a la que apunta: cuando busca des-
truir un rasgo paterno por medio de la persona que su odio inviste,
¿es éste el padre que conviene suprimir? Si quiere salir de la pro-
crastinación, primero le es preciso indagar, descubrir un indicio,
hallar una regla de detención, un punto fijo que le permita decidir
contra quién le conviene asestar sus golpes. Semejante decisión es
fácil de tomar en lo que se.refiere a la vida social, donde el padre
se encarna cómodamente en el superior jerárquico, sostenedor del
orden y que impide dar vueltas en redondo.
Esta figura de la paternidad es fácil de localizar. Sin embargo, el
padre es dúplice, y no aparece únicamente bajo los rasgos del inter-
dictor de goce o del superior más o menos idealizado. Se muestra
también bajo el rostro de quien goza supuestamente sin límites: así
sucede con aquel a quien se le supone una superioridad sexual a
causa de su raza o de su medio social: se lo odiará, precisamente,
por esta evocación de un padre gozador. Lo mismo sucede con el
ladrón, el criminal, el estafador: a su manera, ellos encaman una fi-
gura de la paternidad gozosa y desatan en su contra una violencia
que va mucho más allá de lo que sus delitos justificarían.
Más extraña aún es la figura del padre tal como juega en la vi-
da amorosa: una mujeres deseada en la medida en que dice que no.
Cuando se escabulle, ostenta un signo de la prohibición, un signo
del padre. En cuanto cesa de llevar este signo, en cuanto es poseí-
da, el deseo por ella decrece. De ahí que el obsesivo, ubique fácil-
mente su deseo entre dos mujeres; éstas representarán para él, cuan-
do no las clásicas figuras de la mamá y la puta, al menos los dos
polos que encamarán alternativamente el goce y su prohibición; en
esta clase de montaje el deseo oscila entre dos personas: cuando se
elige a una, la otra es no sólo la deseada sino que además la pre-
sencia de la segunda envenena la relación con la primera. Está, por
tanto, en posición de prohibir el goce, y en esto constituye rasgo del
padre.
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La vida entre dos mujeres es así un medio tan insólito como fre-
cuente de suprimir a un padre. Más aún, el sufrimiento que acom-
paña a estas situaciones aparece como una condición del erotismo.
En esta constelación, hacer sufrir o sufrir, no se reduce en absolu-
to a un sadismo o un masoquismo originario del ser humano. Muy
por el contrario, la ausencia de origen, la imposibilidad del padre no
encuentra su prueba sino con el sufrimiento. El sufrimiento tiene
que ser imputado a alguien, y a la larga prueba que se ha cometido
una falta; él constituye el único signo de un goce que por otras vías
sería inaccesible. Sólo el castigo enseña al niño en que más allá se
encuentra el placer que le es hurtado; y existe así un placer de su-
frir que es signo de transgresión.
En esta secuencia el fantasma obsesivo persigue sin fin una fi-
gura del padre. Se afana en descubrirlo y duda infinitamente de ha-
berlo alcanzado por fin. Su procrastinación no tiene otro motivo
que la seducción histérica, que hace vivir a un padre en el tiempo
en que lo destruye. Desde el punto de vista de la búsqueda del go-
ce, la espantada histérica y la duda obsesiva cumplen la misma fun-
ción. Su movimiento alternativo encuentra su motivo estructural en
cada uno de los puntos en que el padre invoca al Padre, donde lo real
del mito de la horda primitiva se extravía entre el don del nombre
y la imposición brutal de la ley.
La secuencia del fantasma que corresponde al asesinato del
padre tiene la ventaja de mostrar el funcionamiento de los fantas-
mas fundamentales en su punto de fragilidad. Se trata de una fun-
ción y no de una significación del fantasma: sólo pide ser recono-
cida en su lugar, y la significación que el analizante le da permane-
cerá en suspenso hasta el momento de la interpretación.
Sobre la base de esta secuencia esencial, es posible demostrar
qué articulaciones la unen con las otras secuencias. Ello no signi-
fica que estas otras fases sean secundarias. Sólo se las puede llamar
"secundarias" en la medida en que se opte por abordar el ciclo del
fantasma tratando primero del asesinato. Sin embargo, éste no
constituye en absoluto un punto de origen, ya que sucede a una pri-
vación de goce donde se escenifica otra instancia distinta de la pa-
ternidad.
Freud observó, en Tótem y tabú, que una vez consumado el ase-
sinato del padre los hermanos renuncian colectivamente a la pose-
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sión de la madre. El festín totémico sella un pacto social cuya sig-
nificación es la prohibición del incesto. Este mito tiene la particu-
laridad de ser atemporal: los hermanos no terminan nunca de con-
sumar su crimen y de sellar su pacto. ¿Hay que pensar que a partir
de este pacto queda prohibido todo goce? Ello no es así, pues los
hermanos no pueden renunciar a la posesión directa de la madre si-
no en la medida en que el asesinato mismo que ejecutan equivalga
al incesto. Matar significa gozar de la madre, y esto es lo que se jue-
ga en el acto.
La afición por el asesinato se muestra por todas partes en la vi-
da social, puesto que la funda: el que mata suprime a quien lo se-
para del Otro materno; se identifica en ello con el falo, con la uni-
dad de goce fálico que da al "yo" su consistencia. Este acto fantas-
mático, omnipresente, es social porque lo comete un hermano:
Sólo otro yo mismo puede realizar esta hazaña, y con él se constru-
ye la civilidad, a él estoy ligado en la deuda, hundido en mi relación
contraria con la ley, que yo fundo en el instante mismo en que renie-
go de ella.
El incesto atraviesa el pensamiento homicida identificando a
quien lo piensa con el falo que le falta al Otro, aunque nada se ase-
meje a la representación que nos hacemos habitualmente de la re-
lación sexual en un libreto como ése. La identificación con el falo
en el grupo social da una consistencia al "Yo" de cada "uno"; con
ella se hace posible comprender la violencia que anima la vida co-
lectiva, de la cual denegarla castración merced a esta identificación
es una función esencial. En efecto, la sociedad organiza este desco-
nocimiento al precio de la puesta en escena del asesinato, que se
muestra por doquier.
Esta afirmación de que una de las funciones de la vida social es
disimular el horror de la castración sólo aparece con claridad en el
momento en que hay una identificación del "Yo" con el falo. El ho-
rror de la castración no es el resultado del descubrimiento anatómi-
co del sexo de la mujer o, más exactamente, quien ve este sexo no
puede percibir su diferencia porque él fue primero el falo que pa-
rece faltarle, y que por lo tanto no le falta. El que ve es lo que fal-
ta, y nada podría faltar sin poner su vida en peligro. Ver "verdade-
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raraente" ese sexo sería verse en un espejo donde no habría nada.
Lo mismo sucede, en la multitud, con aquel que ya no encontraría
la mirada de su hennano.
La identificación con el falo se articula, pues, con el asesinato del
padre, y ya hemos mostrado que esta identificación tiene su función
propia: ella hace que se sostenga el uno de la pareja, y correspon-
de a la escena primaria. Podemos evocar algunas de estas plasma-
ciones de la "escena primaria", no siempre fáciles de distinguir.
En este tiempo del fantasma el neurótico se hace misionero de la
relación sexual: él es la cópula encarnada cuya misión es realizarlo
imposible; la unión es su combate. ¿Qué podemos agregar aquí, tras
evocar ya una vez lo que implicaba la identificación como el falo,
y habiendo dado una vuelta completa a las diferentes fases del
fantasma? Gracias a este ciclo podemos advertir que tal identifica-
ción no se realiza más que en las consecuencias del asesinato del
padre, y que, para mantenerse, debe pagar continuamente su deu-
da con éste.
El neurótico, pues, misionero de la relación sexual, no deja de in-
vocar al padre muerto; reitera su asesinato honrando su tumba,
conmemorando su recuerdo, pregonando su mensaje. Esto sucede,
por ejemplo, cuando el ideal de su padre, padre de la patria, padre
de la humanidad o padre del pensamiento, promueve la fe y el ju-
ramento de fidelidad. Por ejemplo, el comportamiento del obsesi-
vo en el ideal religioso o político: le hace falta el saber de un ma-
estro espiritual, de un padre muerto, ya sea inventor de una religión,
de una ideología o de una ciencia, y expandir la buena nueva que
permita formar grupo a la multitud, sostenerse junta en una unión
que le permite realizar en la vida social su fantasma de escena pri-
maria. Hay fantasma de escena primaria desde el momento en que
el ideal permite unir.
En el momento en que se anuncia la buena nueva, el lugar de
quien se hace misionero de la relación posee un doble valor: por una
parte no vale nada, pues lo que comunica no es su saber propio; pe-
ro por la otra, también puede pretender ocuparla más alta posición,
la más sagrada, puesto que ha alcanzado la posición fálica que per-
mite el goce en el grupo. Misionero pleno de abnegación, ya sea ma-
estro o loco de Dios, si debe convencerpara pagar su deuda, rara vez
se detendrá en medios. Su propia crueldad, cuando debe ejercitar-
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la, le parecerá poca cosa comparada con su exaltado desvaneci-
miento. Ausente en su acto, se acerca a la inexistencia del falo
materno: el afecto que surge de esta identificación oscila entre el
sentimiento de desaparecer y la exaltación de la misión cumplida:
el pensamiento vacila en un "¿estoy muerto o vivo?". "¿Estoy
muerto o vivo?" es la pregunta que atormenta al obsesivo, y éste no
halla consuelo más que en el inestimable servicio prestado al bien
común.
La frase "Yo lo hago todo y nadie se ocupa de mí", podría for-
mularen este punto un estado de ánimo contrario al de la histérica,
cuya divisa simétrica se escribiría: "yo no hago nada y todo gira al-
rededor de mí".
Es notable que el obsesivo ponga en escena esta fase del fantas-
ma gracias a su actividad, mientras que la histérica utilizará una vez
más la pasividad para realizar el mismo objetivo. Pasividad quie-
re decir que matar al padre tiene el resultado de identificarse con él
y de llevarla marca de un rasgo que lo caracteriza: tos, tic, voz, ges-
to o estilo, cuando no se trata de profesión o de la religión. Más des-
nudo aún, el artificio absolutamente cualquiera, el semblante puro,
la máscara, la joya, es una evocación de la ausencia del padre y el
signo de su presencia más segura.
De este modo, un rasgo viril viene a marcar lo que hay de pro-
blemático en la identidad femenina. En su texto sobre el ataque his-
térico, Freud describió esta doble cara, masculina y femenina, par-
ticularmente en ese tremendo momento en que la histérica se arran-
ca con una mano el vestido —lado hombre— y lo toma con la otra
para taparse —lado mujer—. Este "hacer dos" en una sola presen-
tación es una manera de mostrar la escena primaria previamente,
más bien que de ponerla en escena activamente. El "dos en uno" ex-
terioriza la cópula, el misterio del punto de origen, visible con ese
rasgo paterno que funcionará como límite para su goce.
Ver a una mujer es percibir este misterio, padre-se-ver [pére-se-
voir]*, y existir ante este origen. Esta escena primera forma el pen-
samiento del uno de la pareja. Sellado por la prohibición, lo que así
se muestra debe ser velado, maquillado; pero la propia máscara par-
ticipa y refuerza el misterio de la mostración: aquello que esconde
* Juego de homofonía con percevoir, "percibir". [N. de la T.]
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y prohibe a la vista es paterno, y desde entonces forma parte del ero-
tismo de la escena. Lejos de ser su signo de homosexualidad, el ras-
go masculino que una mujer puede exhibir le permite exteriorizar
ese momento en que ella por sí sola constituye escena primaria, y
lo que así muestra participa de su seducción. Al mostrar, sin sa-
berlo, un despojo, invoca también el asesinato; su perfume es el del
padre, y lo que entonces sucede en ella no carece de relación con la
muerte. Existe, pues, una pregunta de la histérica simétrica a la del
obsesivo cuando se interroga: "¿estoy muerto o vivo?".
Ella da fe de ese punto de la estructura en que la escena prima-
ria está puesta enjuego. Consiste en juntar lo masculino con lo fe-
menino en forma de una aporía insoluble: cuando la histérica se in-
terroga sobre su sexo y se pregunta "¿soy un hombre o soy una mu-
jer?", no se cuestiona en absoluto su pertenencia sexuada, sino que
pone de manifiesto en su interrogación el mito del uno primero.

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