Sofía Thisted - Amsafe - Definitivo

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Escuelas y familias.

Pensar las relaciones en perspectivas interculturales críticas

Sofía Thisted

Introducción
En las escuelas de los distintos niveles se vinculan cotidianamente niños, niñas, jóvenes y
adultos estableciendo relaciones múltiples. Estos vínculos nunca están exentos de
conflictos ya que estos son inherentes a los procesos sociales más amplios, pero asumen
distintas características en distintos momentos históricos. Aquí nos detendremos
específicamente en las relaciones entre familias y escuelas, intentando abordarlas desde
una perspectiva intercultural crítica.

La escuela ha sido y es un lugar de encuentro de distintos sujetos sociales que, en muchos


casos no comparten las formas de pensar el mundo, el tiempo, las relaciones entre
generaciones y también de entender las relaciones escolares. Así, las escuelas –pensadas
genéricamente- son lugares donde interactuamos con sujetos con inscripciones culturales
diversas que son bastante distintas a aquellas que se presentan como “esperables” desde
perspectivas construidas desde posiciones hegemónicas. A diferencia de otras
instituciones, la escuela, día a día, reúne a distintos sujetos sociales desde sus momentos
fundacionales – aunque tal vez el alumnado sea menos heterogéneo debido a los circuitos
de escolarización que tienden a reunir en cada escuela a niños, niñas y jóvenes que
provienen de sectores sociales crecientemente homogéneos- y siempre ha resuelto cómo
tratar las diferencias sociales y culturales de familias y estudiantes. Estas formas han
variado históricamente al tiempo de modificaciones sociales más amplias al tiempo que,
en tanto matriz de la construcción del sistema educativo siguen siendo productivas.

En las últimas décadas se han redefinido –al menos en parte- las políticas de
reconocimiento de distintos repertorios culturales en espacios escolarizados pero éstas no se
traducen en cambios inmediatos o drásticos en el cotidiano escolar. Tanto en el plano
internacional – en los pronunciamientos de Durban, Unesco, OIT, Naciones Unidas, OEA1- como en
los textos constitucionales de muchos países de la región –incluyendo a la Argentina- hay
referencias explícitas al reconocimiento y respeto de la diversidad cultural como principio
organizador. Esto agrega complejidad ya que algunos de estos organismos, al mismo tiempo,
promueven nuevas fragmentaciones y segmentaciones de sustento cultural, frecuentemente

1
Nos referimos a Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas
(2007); la Declaración de Durban: Conferencia Mundial contra el Racismo, la Discriminación Racial,
la Xenofobia y las Formas Conexas de Intolerancia (2001); el Convenio OIT 169 Sobre Pueblos
Indígenas y Tribales (1989); la Convención Internacional para la Eliminación de Toda Forma de
Discriminación Racial (1965) y Convención relativa a la lucha contra las discriminaciones en la
esfera de la enseñanza (1960).
asentadas sobre concepciones de la multiculturalidad que resultan funcionales al mantenimiento
de las estructuras socio-económicas (Castillo Guzmán y Caicedo Ortiz, 2007).

La aparición y consolidación de políticas de reconocimiento en la escuela se inscribe en procesos


de disputa más amplios. Estas disputas pueden rastrearse desde las primeras décadas del siglo XX
pero, adquieren mucha más presencia en la medida en que los movimientos de reivindicación -de
mujeres, de indígenas, de campesinos, de migrantes y de distintos grupos que frecuentemente se
nombran erróneamente como “minorías”- se articulan.

La escuela, por su amplia y profunda difusión, ha dejado huellas en todos nosotros que naturalizan
como válidas ciertas formas de ver y hacer frente a otras, que privilegian unas visiones del mundo
por sobre otras. Tal como veremos la escuela pudo promover igualdad, muchas veces a costa del
borramiento de las marcas socioculturales propias, a través de sus prácticas homogeneizantes,
pero no se propuso sino hasta hace pocas décadas conjugar el derecho a la igualdad con el
derecho a la diferencia.

Pensar y construir relaciones entre familias y escuelas en perspectiva intercultural supone


propiciar intercambios y diálogos que partan de que los distintos repertorios culturales tienen
igualdad de relevancia, dignidad y derecho. También presume desocultar los mecanismos que
llevan a convalidar unas perspectivas y desestimar otras; poner en jaque la primacía de unos
repertorios sobre otros, e implica reconocer que todas las culturas son incompletas, inconclusas y
por tanto, precisan de la interacción con otras sobre preocupaciones comunes. Y supone,
también, concebir que es posible la igualdad en la diferencia.

I. Las relaciones entre familias y escuelas en los momentos de construcción del sistema
educativo

Entre fines del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX, las infancias pobres, indígenas
o migrantes y también sus familias, encarnaron a un “Otro” deficitario, minoritario, rémora
de aquello que se intenta superar y que Sarmiento identificó con la “barbarie”.
Los discursos pedagógicos fueron construyendo, a partir de un modelo étnico y racial
eurocéntrico y patriarcal, unas familias e infancias “normales”, “deseables”, “educadas”
consideradas como superiores. Sobre infancias y sus familias indígenas y migrantes, en
particular de los chilenos en el sur argentino o bien de países europeos que venían huyendo
de las hambrunas –que compartían en muchos casos la característica de ser muy pobres- se
construyen otras miradas, destacando su desorganización, carencias, y en el caso de los
padres y madres, la incapacidad para construirse en ejemplos para su descendencia.
En lo que hace al contexto más amplio, hacia fines del siglo XIX y principios del XX son
momentos de vertiginosos cambios en torno a las formas de organización social y familiar,
en el que los sentimientos hacia la infancia se modifican. Tal como señala Carli, las
historias infantiles estuvieron “signadas por la dispersión, las diferencias culturales y las
desigualdades sociales flagrantes” (Carli, 2002:36).
La irrupción de la escolarización instaló una temporalidad diferente para la infancia y
propuso nuevas formas en la relación entre Estado y grupos familiares. Los niños, en las
perspectivas liberales, son construidos como los “gérmenes” de los futuros ciudadanos y,
por ende, el Estado no puede ser prescindente en su educación. Así, la infancia se torna
sujeto de intervenciones estatales que esperan no sólo ponerla en contacto con aquellas
expresiones asociadas a la civilización sino conmoverla, producir identificaciones y, más
aún, emociones intensas.
Tal como señala Barrancos (2000) coexisten diversas formas de organización familiar que
varían sustantivamente según los grupos sociales y los contextos geográficos, entre las
que se pueden destacar el modelo patriarcal de familia extensa con muchos hijos,
parientes y otros “añadidos”, en las clases altas y en las familias del interior del país; en los
centros urbanos, en sectores medios, en cambio, comienzan a proliferar las familias
nucleares que se caracterizaron por estar constituidas por los padres y pocos hijo2. Las
familias pobres, y particularmente aquellas de origen criollo en el interior del país,
habitualmente tienen muchos hijos, muchos de los cuales no llegan a la adolescencia.
Las familias indígenas son descriptas en aquel momento por viajeros, cronistas y
funcionarios tales como Nicanor Larraín, Roberto J. Payró, Vicente Blasco Ibáñez, Raúl B.
Díaz, entre otros -sin producir profundas rupturas con los planteos de la época- en
términos de lo disfuncional de estos grupos y de la necesidad de encausarlos hacia la
civilización. A pesar de los matices en sus apreciaciones, se acercan a ellos tanto en el
norte como en el sur del país, y reparan en la cantidad de hijos, la precariedad de las
viviendas, la desnudez de las mujeres, la disponibilidad para entregar muchachas muy
jóvenes a los blancos y sólo algunos destacan la generosidad con los recién llegados, entre
otros (Barrancos, 2000).
También en las culturas escolares que se van construyendo, se proponen miradas que
estigmatizan o bien ponderan algunos de los rasgos de las infancias indígenas y migrantes.
Estas miradas sobre las infancias indígenas se construyen en un momento socio-histórico
en el que se perfilan perspectivas en torno a cómo construir un “pueblo para la Nación”.
La escuela fue considerada clave para producir adhesión en torno a un proyecto común de
aquellos sectores considerados “educables” y para los que se esperó que produjera
sensibilidades modernas.
Tal como señala Pineau (1997) se esperó que sectores urbanos, gauchos, inmigrantes,
“indios amigos” entre otros, dejaran de lado sus repertorios culturales para incorporarse a
los propios de la nación argentina. Los niños, niñas argentinos y los hijos de los
inmigrantes europeos y sus familias fueron construidos como destinatarios de la
educación pública. Los hijos e hijas de los pueblos indígenas e hijos de migrantes de países
limítrofes también aparecen nombrados en los debates pedagógicos de la época, aunque
más esporádicamente, cuando se describe a la infancia aunque no siempre en clave de
alumnos y cuando se analiza la complejidad del trabajo en estas zonas.

2Cicerchia (1998) señala que desde el siglo XIX las familias argentinas tienden a procurar
ser pequeñas, cuestión que no varía con la llegada de la inmigración a mediados del siglo
XIX y principios del siglo XX
La ignorancia aparece como un atributo de las familias indígenas pero no es excluyente de
este grupo social, sino que este rasgo es identificado en parte de la población migrante.
Entre las preocupaciones que tienen algunos de estos pedagogos es que las escuelas no
sólo transmitieran concepciones de vida, sino que quienes transitaran por la experiencia
escolar las hicieran propias, las tomaran como parte de los principios organizadores de sus
vidas y no quedaran en el plano de la retórica.
En este sentido la construcción de los sistemas educativos ha supuesto la construcción de
un común y esto ha implicado el despliegue de prácticas estéticas que fueran
contribuyendo a forjar una mirada de lo común (Ranciere, J. 2009). Y este común no sólo
debía ser declamado, sino sentido.

En estos momentos fundacionales de los vínculos entre familias y comunidad, la


construcción del común es sinónimo de la construcción de lo homogéneo. El objetivo es la
construcción de una infancia y una familia que se asemejen a la infancia y familia urbanas,
instruidas; y, frecuentemente, la “eficacia” de la escuela y sus docentes fue analizada en
esos términos. La infancia escolarizada con el inicio del siglo XX es crecientemente
construida como objeto de los discursos médicos y pedagógicos que contribuyen a
delinear límites específicos para los niños y niñas “diferentes” en la escuela. Así la escuela
visibiliza y pondera positivamente modos de vida y también, estigmatiza otros modos de
vida que son considerados como rémoras del pasado, prontas a desaparecer. Las familias
ocupan un espacio relevante en las preocupaciones escolares, y también son objeto de
debates y políticas específicas.

Pero veamos qué continuidades y qué rupturas en las maneras de pensar las relaciones
entre familias y escuelas se han producido desde aquellos momentos fundacionales a
estos tiempos.

II. Nuevos horizontes para pensar las relaciones entre familias y escuelas

En las últimas décadas se han producido cambios en los escenarios políticos y sociales al
tiempo que se advierten aceleradas reorientaciones en los intercambios cotidianos y de la
vida privada. Los marcos normativos, como señaláramos al comienzo, amplían el
reconocimiento de derechos a grupos que históricamente habían sido invisibilizados y/o
negados. En el marco de estos acontecimientos, las relaciones entre familias y escuelas
también han ido modificándose y adquiriendo nuevos ribetes, que merecen un análisis
aunque más no sea preliminar.

Por esto nos detendremos, por un lado, en los procesos de redefinición de la familia como
institución. Por otro, nos interesa incluir algunos señalamientos sobre los cambios en las
relaciones entre generaciones.

Tal como se señaló en la introducción, la “familia” es una construcción histórica,


contingente, que tal como la conocimos –padre, madre e hijos conviviendo-, no tiene más
de dos siglos de existencia. En el campo de la antropología y también de la sociología,
existen investigaciones sobre cómo se ha entendido a las familias en distintos tiempos y
culturas y también sobre cómo nombrarlas. Sin ánimos de exhaustividad, lo que aparece
con claridad es que no hay un único modo de ser y hacer “familia” sino que ésta es
construida social e históricamente, de modos diversos. Esta situación impide sostener una
definición unívoca y ahistórica de familia, y obliga a interrogar la idea de que hay unas
familias “normales” y otras “mal constituidas”.

Entre las expresiones de estas mutaciones se advierten otras formas de organización familiar. Éstas
frecuentemente no se corresponden con las construidas como “prototípicas”, que se identifican
con un matrimonio permanente, con sus hijos, todos viviendo bajo un mismo techo, y en donde los
papeles sociales están predefinidos, siendo el padre proveedor de los recursos y la madre sostén de
la dinámica hogareña. Hoy, además de esta forma de organización familiar, proliferan otras formas
de familias como aquellas monoparentales, donde uno de los cónyuges, que en muchos casos son
sostenidas por una mujer como única jefa de hogar. Los arreglos familiares pueden ser otros,
donde se agregan otros familiares que comparten la vida cotidiana de los niños, y en otras
situaciones, se dan “familias ensambladas”.

Estas configuraciones han sido convalidadas por diversas legislaciones –la ley de
“matrimonio igualitario” (Ley 26.618 de Matrimonio Civil, promulgada por el Decreto
1054/10), la de “identidad de género” (Ley 26.743/12, de Identidad de Género) y también
la Ley de “Educación Sexual Integral” (Ley 26.150/09 de Educación Sexual Integral)- que
han habilitado otras identidades de género y otras formas de organización familiar tales
como homoparentales o homomaternales y, al mismo tiempo, las han tornado además,
visibles. Sin embargo, esto no implicó de hecho la desaparición de prácticas de
estigmatización social ni produjo, per se, cambios en las percepciones sobre las diferentes
configuraciones familiares de distintas instituciones de la sociedad, entre las que se
encuentran las escuelas pero también, las instituciones de la salud, jurídicas, académicas,
por sólo mencionar algunas que tratan cotidianamente con la infancia.

A esto se añade, que se advierte que –en el marco de procesos epocales de redefinición de
la relación entre generaciones- la figura parental parece ir perdiendo autoridad y eficacia
para la transmisión de determinadas normas y códigos sociales. En términos más
concretos, se trata de la impotencia que muchos adultos manifiestan sentir frente al
manejo y control de las conductas infantiles y adolescentes.

En lo que respecta a la experiencia infantil, también ha sufrido en las últimas décadas


acelerados cambios y variaciones. Como lo expone la investigadora Sandra Carli, más que
hablar de una infancia homogénea es necesario referirnos hoy a la existencia de múltiples
infancias (Carli, 2002). Algunas fuertemente estimuladas a través del uso de nuevas
tecnologías, la red virtual y la telefonía personal. Otras infancias se encuentran compelidas
a intervenir en el mundo del trabajo, desarrollando a diario diversas estrategias para
contribuir con los procesos cotidianos de reproducción familiar. Los niños, todos, se
muestran dispuestos a desafiar nuestras certezas y conocimientos. Algo que sobresale en
esta época es la emergencia de múltiples conflictos ligados a las formas de comunicación y
entendimiento entre individuos que otrora mantenían una suerte de código compartido.
Todos estos cambios desafían a las generaciones adultas, tanto en su posición docente
como en su lugar de padres y madres de familia, en tanto las relaciones familiares parecen
estar marcadas, como el resto de las relaciones sociales, por la fragilidad y transitoriedad. Y,
a su vez, produce nuevas dinámicas en las relaciones entre familias y escuelas que
frecuentemente atraviesan sensaciones de desencuentros y de dificultades para construir
interlocuciones viables.

III. ¿Cómo pensar las desigualdades y las diferencias en las relaciones entre
familias y escuelas hoy?
Hoy coexisten diferentes modos de pensar las relaciones interculturales en la escuela y en
particular de pensar las relaciones entre familias y escuelas de las que se desprenden
perspectivas distintas sobre cómo trabajar con las diferencias que coexisten en el
cotidiano escolar. Sin ánimos de exhaustividad, nos interesa distinguirlas para poder
pensar los modos de revisar las relaciones entre familias y escuelas en el cotidiano escolar:

La primera parte de que reconocer la diferencia implica visibilizar otros repertorios


culturales, identificándolos como “culturas totalizadas”. Se identifica al repertorio
cultural hegemónico con “la cultura”, y se demarcan fronteras y establecen límites entre
sus mitos de origen, tradiciones comunes, una memoria y una identidad que describe,
define y separa el “nosotros” del “ellos”, lo nacional vs. lo extranjero; lo nativo vs. lo
migrante; lo europeo vs. lo indígena; lo europeo vs. lo negro (Diez y otras, 2007). La
referencia a otros repertorios culturales se construye como antagónica, estereotipada,
escencializada, desproveyéndolos de un presente, de puntos de contacto y de dinamismo.

Otras posiciones parten de que la escuela debe respetar y valorizar positivamente


aquellos repertorios culturales que niños, niñas y adolescentes traen consigo, sin que
esto suponga diálogos ni alteraciones a aquello que propone. Frecuentemente los
discursos y políticas educacionales llaman al profesorado, al alumnado y a la comunidad
educativa para aceptar y respetar lo diferente bajo consignas tales como “tolerancia” y, en
ese mismo acto, reafirman la posición subordinada del Otro (Neufeld y Thisted, 1999).
Pese al reconocimiento del derecho a la diversidad, estas perspectivas lo que procuran
son iniciativas de asimilación del “Otro” a la cultura mayor y, pocas veces denuncian “los
mecanismos sociales que jerarquizan a los grupos e individuos diferentes en superiores y
dominantes y, en inferiores y subalternos” (Diez y otras, 2007).

Finalmente, otras perspectivas parten de una visión de la interculturalidad que supone la


interrelación entre diferentes grupos socioculturales3, afecta a la educación en todas sus
3
Este tema se retoma de la experiencia colectiva de trabajo en el marco de la Dirección de
Modalidad de Educación Intercultural que compartimos durante el año 2007. La perspectiva de
educación intercultural aquí desarrollada fue trabajada en Diez, M.; Martínez, M. E.; Thisted, S.;
Villa, A. (2007).
dimensiones y favorece una dinámica de crítica y autocrítica, valorando la interacción y
comunicación recíprocas (Candau, 2002).

Se propone, en cambio, pensar la relación entre familias y escuelas desde una perspectiva
intercultural para todos, entendiendo que la interculturalidad no se limita solamente a - o
no debería constituirse solamente en- un contenido, tema, unidad, materia o estrategia
específica, también debe fundamentar integralmente todo el diseño curricular (Walsh,
2001).

La promoción del diálogo entre saberes requiere partir de un reconocimiento de lo propio


y también aprender a incluir distintos tipos de conocimientos que otros grupos humanos
han producido, producen, crean y recrean en sus experiencias históricas. Un aspecto a
remarcar aquí es la importancia de conocer los contextos en que esos conocimientos
fueron construidos, evitando reproducir la presentación de saberes descontextualizados,
que tradicionalmente han circulado en la escuela como “dados” y “universales”. (Diez,
2006)

Frecuentemente, cuando se analiza la situación de las familias desde la mirada escolar se


yuxtaponen consideraciones sobre las desigualdades sociales y económicas con
consideraciones sobre las diferentes configuraciones familiares. En los discursos escolares
es habitual que no se distingan las condiciones socio-económicas de vida de las familias,
que tienen una fuerte incidencia en la vida familiar y en la escolarización (Santillán y
Cerletti, 2011) de las múltiples configuraciones familiares que hoy se visibilizan en la
escuela y que no constituyen “anomalías” o “disfunciones”.

En nuestro país, al igual que en otros de América Latina, el comienzo de siglo se presenta
con algunos cambios que tienen un signo positivo, ya que se vislumbran alternativas que
cuestionan el modelo neoliberal de los noventa y propician la inclusión social de amplios
sectores que estaban excluidos; estos cambios, sin embargo, no han logrado revertir, en
lo inmediato, los procesos de polarización y fragmentación social, tan profundamente
arraigados durante décadas, que han producido brechas difíciles de salvar entre quienes
ven ampliadas sus posibilidades de existencia a límites insospechados y quienes, en el otro
extremo, intentan construir posibilidades de integración que fueron posibles en otros
momentos históricos. Sin duda las desigualdades sociales han producido
resquebrajamientos profundos en los vínculos intergeneracionales y sus expresiones
siguen haciéndose presentes en el cotidiano escolar aún cuando éstas sean menos agudas
que hace una década.

Ahora bien, pareciera necesario discernir qué se vincula con las desigualdades y qué con
otros modos de ser y hacer familias. Tal como señalan Santillán y Cerletti:

“Padres separados, hogares encabezados por una mujer, convivencia de niños con adultos
que no son necesariamente sus padres biológicos o que son de parejas del mismo sexo,
familias compuestas por hijos de relaciones anteriores, etc. son cuestiones que nos hablan
de diversas formas de “ser familias” y de situaciones de cambio más que de crisis”
(Santillán y Cerletti, 2011:10).

Pareciera ser que prevalece, frecuentemente, la idea de que la familia nuclear es la


“normal” o “natural” y que ésta propicia la escolaridad, al distinguirla de aquellas “mal
constituidas”, “disfuncionales”, “atípicas”. Y esto puede dar lugar a que se entienda que
otras formas de organización familiar constituyen límites para que la escuela pueda hacer
su parte (Cerletti, 2009).

Otras veces se visibilizan otras formas de organización familiar, pero no se alteran los
modos de vincularse con estas familias por lo que resulta difícil que se sumen en pie de
igualdad.

Finalmente pareciera que hay otras situaciones en las que la escuela logra romper con
algunos de sus moldes y abre espacios para alojar otras configuraciones familiares, ya sea
revisando las formas de convocatoria (no ya a la “Mami” o a los “Sres. Padres”), revisando
los tiempos y espacios en los que propone reuniones, alterando las vías de comunicación
(incluyendo el llamado al celular, el mensaje de texto o el whatsapp, y cancelando la
primacía del cuaderno de comunicaciones), discutiendo los contenidos de las
comunicaciones con las familias (convocatorias para celebrar los logros de los niños o
compartir producciones y no sólo para señalar debilidades o reclamos sobre el
compromiso con la escuela). Esto, sin duda, coloca a los docentes ante nuevas
configuraciones de sus propios trabajos.

Pensar lo diferente en la escuela, en perspectiva intercultural, es que aquello que no se ha


constituido como hegemónico no sea situado como deficitario ni signo de carencia. Por el
contrario propiciar el reconocimiento de diferentes formas de entender la familia en
igualdad de dignidad y propiciar en la experiencia escolar diálogos que permitan
comprenderlas.

En las últimas décadas, al tiempo que se profundizaron las desigualdades sociales y se


amplió la cobertura del sistema educativo, parecieran haberse aumentado y complejizado
las expectativas de las instituciones escolares sobre los aspectos que se espera las familias
sostengan. Contribuir a sostener la asistencia, colaborar con materiales escolares, asistir a
reuniones y actos escolares, cumplimentar la documentación de los estudiantes,
acompañar tareas escolares, son actividades donde los docentes esperan contar con las
familias. Algunas de estas son conocidas por las familias –muchas veces en función de sus
propias trayectorias escolares- y otras no lo son tanto, ya que son de más reciente
incorporación a la cultura escolar.

Al mismo tiempo, también parecieran haberse incrementado las expectativas familiares


sobre las escuelas. Se espera de la escuela que enseñe conocimientos académicos de
diversas disciplinas, el respeto a la autoridad y el cumplimiento de pautas de organización
para el trabajo escolar; que provea algunos insumos para el trabajo cotidiano –útiles
escolares, guardapolvos, etc.-; pero también hay demandas en torno a las intervenciones
docentes tales como calificaciones, sanciones, entre otras, que frecuentemente
descolocan a los docentes.

Pareciera que en este tiempo es necesario pensar las relaciones entre familias y escuelas
en la tensión entre el mandato de construir un común, que históricamente fue asociado a
la idea de construir homogeneidad, y el del reconocer la diferencia social y cultural.

Y en este sentido habrá que trabajar para las diferencias culturales, ya no como obstáculos
insalvables para la escolarización y para el trabajo en el aula, sino como atributos
valorados.

Pero pareciera, al mismo tiempo, que para que esto pueda ser posible sin profundizar la
intensificación del trabajo docente, habrá que revisar las formas de organización escolar y
del puesto de trabajo de los/as docentes, porque el desafío de pensar una escuela que
piense la igualdad en plural, que reconozca perspectivas interculturales críticas, supone
tiempos de diálogos entre docentes y con las familias que no están contemplados.

Bibliografía citada

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http://www.cedes.unicamp.br
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