Dialogos en El Limbo - Santayana - Análisis

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limbo

Núm. 33, 2013, pp. 153-165


issn: 0210-1602

Diálogos en el limbo, un Santayana de


bolsillo (y portátil)
Julio Seoane Pinilla

Santayana, G., Diálogos en el limbo. Con tres diálogos nuevos. Tra-


ducción de Carmen García Trevijano y Daniel Moreno Moreno, pre-
sentación de Manuel Garrido, colección Los Esenciales de la Filosofía,
Madrid, Tecnos, 2013.

Si alguien toma en sus manos este librito y se apresta a leerlo te-


niendo ya en su haber algún contacto con la filosofía de Santayana,
advertirá que aquí se le ofrece un compendio de la misma, como si
el autor, tras haber terminado ya buena parte de toda su dedicación
filosófica, decidiera hacer un alto en el camino, mirar atrás y, en no
muchas palabras explicar a los demás —pero sobre todo explicarse
a sí mismo— qué es lo que ha estado intentando hacer durante ca-
si toda su vida. Es este un muy saludable ejercicio que trata de dar
cuenta del hecho de que muchas veces no sabemos muy bien qué
hacemos en la altura del camino en que nos encontramos pues no
somos completamente conscientes de todos los pasos que nos han
traído hasta aquí. Es un ejercicio muy próximo al talante de Santaya-
na y es eso realmente lo que Diálogos en el limbo presenta: un buen
compendio explicativo de una obra abierta a muchos y variados in-
tereses. Como tal cualquiera podrá hallar sus lecturas de Santayana
colocadas dentro de un propósito más general y en este sentido Diá-
logos en el limbo le servirá como ese lugar confortable y familiar al
que se llega tras muchas jornadas de esforzada marcha; pero sobre
todo le podrá valer para encontrar un Santayana mucho más ínti-

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mo, disfrutando de esa sensación de proximidad que tenemos cuan-


do el anfitrión que nos ha invitado nos empieza a enseñar todas las
habitaciones de su casa.
Mas, al ser un compendio, Diálogos en el limbo también puede
ser tomado como una primera lectura de la obra de Santayana en la
que se podrán encontrar sus intereses principales y quizás despertar
con ello el deseo de dirigirse a algún otro lado para dar cuenta más
pormenorizadamente de lo que aquí se esboza o, sencillamente, ol-
vidarse de nuestro autor (lo cual también es una actitud que no le
parecería despreciable a Santayana). Del mismo modo, incluso pue-
de servir para refrescar la lectura de un autor siempre necesario que
por cuestiones imponderables hubiéramos dejado algo orillado en
algún estante de nuestra librería. De ambas maneras, como última
o como primera lectura, puede tomarse un libro que, eso sí, está lle-
no de la actitud y el talante de Santayana.
Como fuere, y por recordar un poco al lector lo que aquí se está
comentando, hay que decir que Diálogos en el limbo es una colección
de varios diálogos en los que un extranjero, el mismo Santayana, de-
ja momentáneamente su vida y, sin partir de todo, pues realmente
sigue vivo, se dirige al limbo, a ese lugar intermedio entre la vida y
la salvación en el que pululan las almas que aún no han encontrado
un fijo acomodo en algún otro sitio donde posiblemente ya no pue-
da haber ni diálogos ni paseos ni siquiera sorpresas. En el limbo en-
contrará a personajes clásicos con los que entablará diferentes con-
versaciones y charlas en torno a tres ejes principales que ofician de
tres partes en el libro. En la primera de estas partes el interlocutor
principal es Demócrito, quizás una de las más continuas autoridades
que reconoce el pensamiento de Santayana, y es aquí donde se avan-
zan algunas inquietudes en torno a lo que históricamente ha sido el
cometido principal de la reflexión filosófica: qué es la verdad y có-
mo podemos llegar a ella, si ello es posible o no, cómo debemos su-
poner la forma que tenga en realidad la realidad que nos rodea, etc.
La segunda parte de estos diálogos se desarrolla con Sócrates como
interlocutor principal y se dedica a las cuestiones relativas a la filo-
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sofía práctica, al mundo moral y político en suma. Por último, los


diálogos finales, dedicados a cuestiones relativas a la metafísica o fi-
losofía primera, tienen a Avicena como interlocutor pues la idea que
sobrevuela sobre toda esta parte es el deseo de Santayana de hablar
con Aristóteles más seriamente de lo que Aristóteles hubiera queri-
do hablar consigo mismo (y para ello parece que el mediador ideal es
Avicena). Santayana no pudo incluir otros tres diálogos antes de que
apareciera la primera edición y por ello, cuando hubo la ocasión de
publicar una segunda edición incluyó los tres últimos diálogos que
también se recogen en la edición que aquí se comenta y que se desa-
rrollan en buena medida en torno a la idea de belleza.
Es en los diálogos que tienen a Demócrito como protagonista
donde se expresa de mejor y más clara manera la actitud de Santaya-
na ante el pensamiento, su convencimiento de que por mucho que
lo deseemos no dejamos de estar integrados en una naturaleza a la
que deseamos comprender, con la que gastamos tiempo y energías
para tratar de considerar, pero a la que en último término nunca
podremos ni dominar ni llegar a encerrar en nuestras concepciones
pues somos parte de ella (vivimos en ella y nos resultaría imposible
salir fuera de la naturaleza para poder mirar cómo se organiza y ar-
ticula). Es locura, se nos dice, creer que cuando la razón es capaz de
dar razón de los eventos, cuando los comprende, cuando capta las le-
yes naturales, tal significa que se llega a ver la esencia de la naturale-
za;1 es una locura seguramente muy común a nuestra vida cotidiana,
pero sobre la que Demócrito nunca deja de apuntar con el dedo de
manera tan airada como divertida a veces. Es evidente, dicen entre
Demócrito y Santayana, que podemos llegar a tener un conocimien-
to lo más ajustado «a la realidad» que se pueda imaginar, pero tam-
bién lo es que resultaría descabellado pensar que tal representación
de la realidad realmente fuera la realidad. Y la cuestión va un poco
más allá del reparo kantiano de resguardar una parcela incognosci-
ble de la realidad, porque es sencillamente una duda ante nuestros
mismos conceptos, ante el lenguaje que opera con un diccionario de
de-finiciones. Demócrito de un modo airado siempre tiene la mis-

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ma proclama: estamos locos si buscamos algún lugar estable y fijo,


de-finitivo donde poder reposar cuando realmente vivimos en una
naturaleza que es un continuo fluir, en la que no hay sino cambio en
lugar de un equilibrio reposado, en la que es imposible incluso ima-
ginar la estabilidad de la palabras que el diccionario nos presta para
poder ir dando cuenta de nuestro día a día. ¿Cómo es posible vivir
en esa locura? No sólo vivir, sino tomarla como lo más propiamen-
te humano lo hemos conseguido merced a dos deidades, el Castigo
y al Acuerdo, que se han encargado de convencernos de que es real
aquello que la razón muestra como verdadero (proclamando, de es-
te modo, que sus verdades son reales).2 Entre ambos han gestiona-
do la vida desde una razón que se nos ha dicho que era naturalmen-
te humana y que por ello era intercambiable con la naturaleza, mas
se nos ha tenido que castigar para que no pusiéramos en duda que
así era y, en definitiva, considerar como naturaleza lo que no era sino
nuestro modo de vivir en la naturaleza, no ha dejado de ser un me-
ro acuerdo —normal, quizás hasta natural—, pero desde luego no
la esencia de la naturaleza. ¿Podríamos vivir sin creer que nuestros
conceptos y conocimientos tienen la última palabra —la verdad—
sobre la realidad? Posiblemente no, pero lo que es evidente, a poco
que pensemos, es que nuestra razón y nuestras verdades constituyen
—acuerdan— una naturaleza humana que no puede ser la natura-
leza —que obviamente no es humana— en la que vivimos. Por muy
claras y distintas que nos puedan parecer, por muy meritorias y úti-
les, esas verdades —de la calidad que se quiera— tan sólo terminan
estableciéndose por nuestra voluntad de vivir en este espacio acor-
dado y aunque ello supone que habitamos en una locura (creer que
es humana la naturaleza que intrínsecamente no puede serlo), tal es
una locura normal cuando resulta acordada y castigada la disidencia.
El extranjero aquí aprende de un Demócrito unas veces exalta-
do, otras finamente irónico. Aquí, estoy seguro, el carácter poético
de Santayana debió disfrutar más que en la composición de sus otros
libros y parece como si Diálogos en el limbo estuviera más próximo
al modo en como a Santayana le gustaría decir las cosas: la compo-
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sición de Demócrito es genial y con él nos sentimos transportados


a un mundo donde la situación humana a fuerza de loca nos parece
trágica. Pero trágica no puede ser la palabra que se use delante del
filósofo de la carcajada. Es cierto que nos movemos entre la locura
y la conciencia de impotencia de nuestra razón —que en honor a la
verdad hay que decir que es una preciosa y potentísima herramien-
ta—, pero ello más que ser un drama simplemente nos ha de recor-
dar nuestra pequeñez, que no somos casi nada si nos miramos den-
tro del orden natural. Es obvio que nos es propia mucha nobleza,
dignidad y consideración, pero ello no ha de ser extrapolable más
allá del ámbito en el que realmente existimos que no es otro sino
el de nuestra pequeña humanidad. Es el contraste entre la señorial
apariencia de nuestras grandilocuentes palabras (o el severo saber de
nuestro conocimiento) y la conciencia de que somos muy poca co-
sa lo que nos hace darnos cuenta de que somos en definitiva o po-
demos ser muy ridículos. Esta acusación es algo que se destila en el
tono que Demócrito emplea para hablar, pero es una acusación que
no tiene que llevar a la depresión, sino que puede llevar a la risa —a
la sonrisa ante nosotros mismos—.
Realmente el único modo de aprender aparece en el momento
en el que, después de ver lo magníficos que somos, nos miramos de
nuevo y no podemos aguantar la carcajada al vernos tan ridículos,
tan pequeños en comparación con nuestras ínfulas iniciales. Y esa ri-
sa es la que nos asegura que nunca vamos a dejar de reírnos de noso-
tros mismos y que podemos seguir cambiando, variando, buscando
un lugar donde quizás nos podamos reír con nuevos motivos. Los
primeros diálogos de Diálogos en el limbo, los diálogos «democri-
teanos» no son un drama, sino tan sólo reconocer que nunca nos
podemos tomar muy en serio.
En este sentido, en el diálogo cuarto se cuenta una pequeña his-
toria que después tuvo alguna fortuna en el mundo de los admira-
dores de Santayana. Me refiero al cuento de Autologos en el cual se
nos comenta que cuando olvidamos los márgenes de la naturaleza,
no sólo estamos perdidos porque terminamos no sabiendo dónde

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realmente estamos, sino que la misma naturaleza termina aniquilán-


donos. Autologos es quien se creyó el riguroso relato racional —o el
poético— de la realidad y creyó, entonces, que la realidad debía co-
rresponderse con tal cuento. Autologos muere al final de la historia
y deja un sabor algo agridulce al lector que hubiera esperado algu-
na esperanza —un happy end—; pero toda la esperanza se reduce a
reconocer que la vida de la mente puede ayudarnos a vivir siempre
que no olvidemos que resulta una locura creer que nuestra razón da
en el blanco. Una locura, repito, que es útil, la necesaria ayuda para
poder sobrevivir, pero locura, no más que un relato, un cuento para
poder levantarnos cada mañana. La desazón del lector ante la muer-
te de Autologos supongo que es la desilusión del poeta, al igual que
la del científico, cuando se da cuenta de que no deja de ser un sueño
ese momento en que creyó que fugazmente había visto la verdad.3
Tener un Santayana de bolsillo, como se puede conseguir con
Diálogos en el limbo, nos permite llevarle con nosotros en toda oca-
sión y poder alzarle en situaciones donde normalmente no aparece-
ría. Al terminar de escribir lo anterior recordé el caso del marqués
de Sade y su convencimiento naturalista de que somos parte de la
naturaleza y una parte de la que la naturaleza no se ocupa en abso-
luto; realmente, como dice con absoluta crudeza, para la naturale-
za valemos tanto como un escarabajo. Por mucho que la compren-
damos, concluye el marqués, nunca estaremos haciendo sino poner
categorías humanas sobre algo que nada tiene que ver con la huma-
nidad (como si estuviéramos creando un Dios a imagen y semejanza
de los hombres). En los últimos tiempos hay un intento de recons-
truir una Ilustración radical que estaría formada por algunos auto-
res de ascendencia espinosista y, desde esta perspectiva, hay quien in-
tenta ver a Spinoza en la obra de Sade; ello es algo complicado en la
letra, pero quizás no en el espíritu y, por este camino, quizás no fue-
ra del todo descabellado que Santayana se colara en conversaciones
tan extrañas para su elegante saber estar como en las que Sade podría
aparecer. Hacer de Santayana un heredero de la Ilustración radical,
aquella que reúne a Sade con Spinoza y le continúa con Nietzsche,
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puede parecer un despropósito; mas, como fuere, creo que ello no


estaría muy lejano a lo que Diálogos en el limbo en algún momen-
to propone: una pequeña autobiografía en la que podemos recoger
a Santayana de un modo menos académicamente santayanesco y le
podemos encontrar nuevo acomodo en nuestro mundo. Pero deje-
mos ahora a Demócrito con su lema de que somos uno de los mu-
chos accidentes del cosmos al que, ciertamente, le debemos ser bas-
tante indiferentes (lo cual es casi cita literal de algunas de las obras
de Sade) y pasemos a los siguientes diálogos.
La razón nos puede servir para ser humanos, ello es cierto, pe-
ro ser humano no es una proclama humanista, sino simplemente la
aceptación de que no somos más de lo que somos —y además resul-
ta pernicioso imaginarnos de otro modo—. Es esto último lo que da
cuerpo a los diálogos que con Sócrates se abren pues en ellos se tra-
ta de presentar qué política, qué moral nos podemos permitir; ello
se hace, además, en directo contraste con la realidad social y polí-
tica en la que Santayana vivía que no era sino la del mundo liberal
que en su momento se ofrecía como la verdadera manera que ha de
tomar la sociedad de los seres humanos (lo cual no es muy lejano a
nuestra actual situación). Se abre esta parte con dos diálogos sobre
el autogobierno en los que sin muchos rodeos se trata de poner en
claro que los ideales de libertad, progreso y democracia tal y como se
conciben en nuestro día —y en los días de Santayana— son tan lo-
cos e irracionales que dan principio a un camino por el cual termina-
remos no entendiéndonos a nosotros mismos. No quiere decir que
con tales ideales nos perdamos, pues realmente no hay ningún sitio
a donde ir, pero sí que con ellos evitamos tener una clara compren-
sión de nosotros mismos (y curiosamente lo evitamos creyendo que
semejantes ideales ponen a las claras nuestra naturaleza).
Creo que es esta la parte del pensamiento de Santayana que más
difícil nos es hoy de leer pues entra en un conflicto demasiado cer-
cano con nuestras asunciones más íntimas y «naturales». También
le resulta difícil de entender a Sócrates por cuanto el extranjero se
esfuerza en mostrar como desdeñable aquello que para el griego re-

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sulta de la mejor estima y consideración —ni más ni menos que el


autogobierno—; Santayana aquí reclama alguna paciencia para dar
cuenta de su postura y trata de ofrecer a Sócrates tanto como al lec-
tor una pequeña lección de historia. Debo decir que a esta altura
Santayana se muestra mucho más desesperanzado que en los vibran-
tes diálogos que tuvo con Demócrito, quizás sabedor como era de
que hablar aquí de locura no es tan sencillo como en el anterior ca-
so, pues no se está dirigiendo sólo al momento en que hacemos pro-
fesión del uso de nuestra razón, sino al lugar donde componemos
nuestras vidas y esperanzas cotidianas. El asunto se trata de explicar
a Sócrates con pocas palabras: nosotros pensamos que el autogobier-
no no es de sí mismo, sino el gobierno que sale cuando todos colabo-
ran en configurar tal gobierno. La diferencia, se le dice a Sócrates, es
que mientras para los antiguos el autogobierno comenzaba con una
disciplina que trataba de mantener la propia vida según un estricto
orden y ejercicio, para los modernos el autogobierno comienza con
un «dejarse hacer» acrítico en relación con el acontecer de las pa-
siones y deseos humanos: no hay nada que nos deba obligar o disci-
plinar porque en cuanto lo hubiera ello atentaría contra la libertad
que es el fundamento sobre el que establecemos el autogobierno y
que se funda en la posibilidad de alzar la voz según nuestra propia
apetencia, gusto e interés para construir las normas que nos com-
pondrán. Así el autogobierno no se refiere a la propia identidad, si-
no al hecho de que todos, sin identidad definida (terminada según
una disciplina o arte), participamos en el gobierno de la vida en co-
mún.4 El gobierno de todos se fundamenta en que nadie se gobier-
na a sí mismo y cada individuo se convierte en un contenedor vacío
que se ha de llenar de cualquier pasión e inclinación (de cualquiera
porque la libertad se estipula, precisamente, en el hecho de que se
puede ser cualquier cosa). Es por ello que al final la política se deja
a merced de la moda (o de la opinión pública que se concibe como
un recipiente, con un agujero en su fondo, que permanentemente
se llena y permanentemente está vacío) y está a falta de un arte de la
configuración de la propia identidad.
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Llama la atención el hecho de que mucho antes de que las mo-


dernas críticas al liberalismo lo hubieran advertido, ya Santayana es-
taba convencido de que el individuo formal de nuestras democracias
liberales no era nada. Por eso todos podemos ser iguales, porque, al
final, no somos sino un mero punto, un átomo que ha de elegir, con-
sumir, hacer oficio de su libertad, pero ¿con qué palabras, con qué
imágenes, con que deseos o propósitos? La esencia de nuestro mun-
do moderno, dice el extranjero, es creer que el hombre es indeter-
minado y que la libertad es el poder ser cualquier cosa y poder dejar
de serla también en cualquier momento; mas esta es la mejor mane-
ra de no llegar a ser nunca nada y sin tener algo que en verdad nos
haga humanos de una determinada manera, terminamos pudiendo
ser todas las cosas —y en ese continuo poder ser al final no somos
nada en absoluto—.
El extranjero, tal y como me gusta entender a Santayana, echa de
menos una apuesta por la estilización de sí; y no sé si el recuerdo de
Foucault aquí puede ser tan extemporáneo como quizás lo fuera an-
teriormente el de Sade, pero lo que le resulta incomprensible a Só-
crates es precisamente esa falta del ideal estoico que Foucault creyó
recuperar en la preocupación por afinar y configurar la propia vida
en torno a imágenes y modelos, a disciplinas para la formación de la
identidad. No voy a seguir por este camino (quizás facilitado, como
dije, por tener, con Diálogos en el limbo, un Santayana de bolsillo),
pero sí a continuarlo en otro sentido con un último comentario de
los diálogos cuyo protagonista es Avicena. Antes de nada quisiera
decir que si en los anteriores es el extranjero quien se muestra oscu-
ramente resignado por pertenecer en realidad al mundo al que le va
a tocar volver, es ahora Avicena quien muestra una mirada taciturna
y no muy alegre por su situación. El motivo es bien sencillo: es cons-
ciente de que habla porque Aristóteles no quiere hablar. Para Santa-
yana nadie entendió mejor que Aristóteles la esencia de la Natura-
leza y de nuestra comprensión de ella, pero, al mismo tiempo, nadie
hizo mayor hincapié en su aversión a acercarse a un mundo de esen-
cias o de ideas, a un mundo que pudiera mirar a nuestro propio co-

notas críticas
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nocimiento como algo más allá del mismo —como meta-física—.


Aversión que no pocas veces resultaba chocante con su mismo plan-
teamiento. Recuérdese aquí sencillamente que cuando se comienza
a hablar del mundo moral, la más noble de las virtudes es precisa-
mente la del hombre que se aleja del mundo y simplemente mira su
realidad y trata de comprenderla; allí, en el reino de la mente, no se
mira a otro sitio, no hay realidades más que las inteligidas y aunque
Aristóteles rápidamente con un aspaviento sacude la cabeza y aleja
de sí estas disquisiciones para continuar su discurso dedicándose a
las virtudes de la ciudad, lo cierto es que el filósofo, el amante de la
sabiduría está cerca de ese momento poético capaz de adscribirse al
mundo comprendido más allá de la razón que nos sirve locuras pa-
ra poder caminar diariamente por el mundo. Eso es lo que lamenta
Avicena: que se ve solo llevando a Aristóteles donde este debería es-
tar, pero no le gustó nunca ir.
Comprender quiénes somos es el primer paso para vivir (eso es lo
que nos dijeron Sócrates y la cabizbaja resignación del extranjero en
los diálogos anteriores), y comprenderlo supone primero reconocer
los estrechos márgenes que la naturaleza ha deparado a nuestra vida
—como avisó Demócrito— y, en segundo lugar, supone que el lu-
gar del hombre y su naturaleza es el del humanismo que humaniza
la naturaleza mediante el arte, la religión o la filosofía —lo que aquí
aparece claramente bajo la rúbrica de metafísica—. Ya sabemos que
tal humanización no es una imposición de lo humano —de nuestra
razón— a la naturaleza, sino simplemente una aceptación de nues-
tra vida y su lugar; ahora, de la mano de Avicena imaginamos que ese
arte y religión se componen de un modo solitario, individual, de un
modo que será el que pueda llevar a cabo el poeta o el filósofo que sa-
le de la ciudad; una vez allí, alejado incluso de su propia vida, busca-
rá la armonía que seguro que debe haber tras la naturaleza (aunque a
ella mismo le importe poco y ni siquiera haya pensado en la misma).
Se adivina una melancolía en el discurso de Avicena que a buen se-
guro es la melancolía que, al cabo, exhala toda la obra de Santayana:
tras la materia hay una armonía que se puede soñar con el arte, con
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la religión o con la filosofía aunque no se pueda realmente conocer.


De hecho, debe haber tal armonía para que podamos soñar y, de tal
modo, componernos como seres humanos. Eso sí, Demócrito siem-
pre nos acompaña gritándonos que nuestros conocimientos en ver-
dad de poco valen y que, como ellos, a buen seguro que nuestro sue-
ños nunca serán más que sueños. De aquí la melancolía de Avicena,
porque aun teniendo siempre la sombra de Demócrito detrás —la
carcajada presta a explotar a cada paso en la vida—, existe el deseo
natural de imaginar una armonía sobre la que incluso ha de reposar
lo más inarmónico. Tal deseo se puede llegar a tocar, a sentir; posi-
blemente no a conocer y a buen seguro que siempre a poder negar,
pero no por ello debemos rechazar que nuestra locura natural pueda
ser la combinación de nuestros impulsos naturales con el sueño de la
religión, el arte o la filosofía (aunque, repito, Autologos es una his-
toria que no se olvida: si esa locura se cree a sí misma cae en el sue-
ño de Autologos y resulta destruida por la naturaleza —por nuestra
propia naturaleza—).
Esto es lo que se echa de menos en Aristóteles. Aquí Avicena
también habla por boca de Santayana: lo que la sabiduría consigue
es una investigación en torno a la verdad y, una vez ella realizada,
una visión poética en la que se alcanza el orden del mundo que es al-
go bello e imposible.5 El orden de la filosofía tiene sentido en cuan-
to llega a esta visión que no deja de ser la esencia de la metafísica y
de la poesía (aunque no de la mística pues proviene de saber cómo
es el mundo y cuál es nuestro lugar en él). De este modo se puede
concluir que el propósito del naturalismo de Santayana es el del hu-
manismo clásico (y nada tiene que ver con nuestro humanismo mo-
derno): un esfuerzo por dar con una vida en armonía desarrollada
siempre con impulsos y tendencia naturales que tienden a la desar-
monía. Un esfuerzo que creo que se comprende bien cuando se to-
ma con nuestros términos artísticos.
Utilizar con sabiduría y confianza la razón y no llegar nunca a
creerse que se está haciendo nada, proponer una vida desde un con-
tinuo ejercicio de estilización que, sin ir más lejos, vive con la razón

notas críticas
164 Julio Seoane Pinilla

aunque sepa que ello implica una locura «normal» y, por último,
soñar que aunque nuestra comprensión armónica no tiene ningún
sentido para la naturaleza posiblemente tras esa lejana naturaleza
tal armonía pueda aparecer, son estas las tres reglas de oro que Diá-
logos en el limbo nos presenta. Reglas difíciles de llevar a cabo pues
simplemente son reconocer que somos muy poca cosa, pero que aun
siendo objeto de risa, también somos lo que somos —y ello puede
soñar con cierta nobleza—;6 reglas difíciles para vivir y seguramen-
te es por ello que el filósofo Santayana vive —o está— en el limbo.
Posiblemente no con los vivos, pero tampoco con los muertos; en
ese espacio que sólo encontramos cuando realmente —en verdad—
queremos dar cuenta de nuestra vida y que terminamos elaborando
a retazos entre la poesía, la religión y la filosofía primera.

Departamento de Historia y Filosofía


Universidad de Alcalá de Henares
Pza. San Diego, s/n
28801 Alcalá de Henares (Madrid)
E-mail: [email protected]

Notas

1
«No voy a contestar que el movimiento y la división son en sí mismo de-
mencia, aunque hombres sabios lo hayan dicho así; porque si la división y el
movimiento constituyen la naturaleza más profunda de las cosas, demencia se-
ría más bien el vano deseo de imponerles unidad y reposo».
2
Esto es lo que se echa en cara a Sócrates: «Un oráculo recomendó a Só-
crates conocerse a sí mismo y no inmiscuirse en la filosofía natural; y en la me-
dida en que obedeció esta recomendación le rindo homenaje. Pues por cono-
cimiento o saber de sí entendió conocer su propia mente o investigar a fondo
qué quería decir o cuáles eran las cosas que él amaba; con lo cual alcanzó a di-
señar excelentes máximas para el legislador y fijar la gramática o la lógica de las
palabras: Pero cuando, olvidándose del oráculo, afirmó que el sol y la luna son
productos de la razón, y que están ahí colocados para beneficio de los humanos,
blasfemó contra esos dioses […] Con esta presunción Sócrates tornó su inspira-
ción en sofistiquería y lo que debió haber sido conocimiento de sí se tornó lo-
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cura» [p. 23]. O aquí también: «Yo nunca intentaría defenderme contra Só-
crates. No hablamos de las mismas cosas. Él describe a la perfección la belleza
racional, sólo que pasa por alto, incluso lo niega, este pequeño hecho: que no
es la razón la que rige el mundo».
3
«Pero ¿cuál es la verdad del asunto? Que los átomos en sus inexorables
trayectorias producen todas las cosas necesariamente, y que los pensamientos y
esfuerzo y lágrimas de los hombres no son sino signos y vaticinios de la marcha
del hado […] siempre vanos e impotentes en sí mismos, nunca por tanto sabios
salvo cuando confiesan su propia debilidad».
4
«Por autogobierno», dice el extranjero, «no queremos decir, por su-
puesto, el gobierno del yo. Queremos decir que el pueblo, colectivamente, pro-
mulga las órdenes que deben ser obedecidas individualmente».
5
Este es el secreto que Aristóteles nunca reveló: «De todos los hombres,
yo soy el último en condenar o menospreciar el mundo de la materia. Siento
por él la más sincera reverencia […] pues sé que la materia, el más antiguo de los
seres, es el más fértil […] ella engendra todo y no puede ser engendrada; lo más
propio del espíritu es, en cambio, ser engendrado a partir de las armonías de las
otras cosas, sin que él a su vez engendre nada».
6
«Qué son los deseos naturales? [Son] esas profundas aspiraciones, asen-
tadas en nuestra naturaleza sin regenerar, que el destino sin embargo nos pro-
híbe realizar, como el deseo de entenderlo todo […] o de la belleza, o de ser el
primero, o libre o inmortal».

notas críticas

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