Lectura 3 Matematica Basica - 3 - 20190616212409

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UNIVERSIDAD PRIVADA SAN JUAN BAUTISTA

ESCUELA PROFESIONAL DE INGENIERIA CIVIL


Control de lectura 3

Preguntar, descartar, plantear…Solucionar

Miércoles 18 de agosto. ¿Quién mató a Juan López?


El detective se hacía la pregunta mientras observaba el cuerpo desmadejado tendido
boca abajo junto a un maletín negro de plástico imitación piel, en medio de un pequeño
charco de sangre que asomaba a ambos lados de su cintura.
El cadáver había aparecido en el jirón Piura con la avenida Santa Clara, detrás de un
contenedor de obra de los tantos que proliferaban en enero en la ciudad. Un lugar extraño
para un caso así, demasiado céntrico, demasiado a la vista, un lugar de paso permanente a
pesar de la bajada de afluencia de paseantes por el verano. Al detective le habían avisado a
la una y media y el cadáver, todavía caliente, había sido encontrado una hora antes por una
patrulla de a pie de la policía municipal, por lo que se dedujo que la hora de la muerte fue
hacia las diez y media o las once de la mañana. ¿Cómo no lo había visto nadie en esas dos
horas?, ¿acaso le habían puesto allí después de matarlo en otro sitio?
Como siempre hacía en estos casos, observó con detenimiento al muerto por si había
algo en su aspecto, en su indumentaria o en sus objetos personales que pudieran darle alguna
pista de por dónde empezar a desentrañar su incógnita: el hombre iba vestido con un traje
gris de verano comprado en un hipermercado, una camisa blanca bastante raída por el cuello
y una corbata azul con mitocondrias de las de las que estaban de moda hace ya bastantes
años. Su reloj era un Casio negro digital y en el anular derecho se apretaba un anillo de oro
muy delgado, demasiado estrecho para el dedo que lo llevaba. No había ningún objeto más,
aparte del maletín cutre que, por supuesto, más tarde abriría. O sea, lo que se dice un hombre
vulgar.
Tenía un golpe en la sien derecha y por él había manado apenas un hilo de sangre
que manchaba levemente el cuello de la camisa. Así a simple vista, hubiera parecido que ese
golpe era el que había causado la muerte, pero cuando se le dio la vuelta apareció una herida
de arma blanca justo en la boca del estómago por la que se había derramado la sangre que
ahora lo rodeaba. Y además estaba allí la propia arma blanca: un abrecartas metálico. El
forense estaba perplejo.
“Puede haber muerto de cualquiera de las dos heridas, pero desde luego la más antigua es
la de la sien”, dijo.
¿De que había muerto Juan López? ¿Por qué iban a acuchillarle si ya estaba muerto?
Lógicamente, lo primero que hubo que descartar fue el atraco, y fue fácil: en la
cartera, que estaba allí, en la solapa de la chaqueta, se encontraba toda la documentación del
muerto, diez mil pesetas en billetes de dos mil y una foto familiar de estudio con dos niños
de pelo relamido que lucían corbata de lazo y una mujer con un moño alto y un vestido
ceñido que llevaba descolocado como en las postales de otro tiempo. No parecía un atraco,
pero ¿y si le habían robado otra cosa?
Por lo tanto no podía descartarse el robo, ni tampoco el accidente y, por supuesto,
estaba la hipótesis del asesinato. Pero Juan López era un hombre anónimo, un empleado de
banca según rezaba en la tarjeta de fichar que apareció en su cartera. Nada especial. Nada.
En contra de lo que había pensado en un principio, el detective supo que se estaba
enfrentando a una verdadera incógnita.
El detective comenzó sus pesquisas en la dirección que indicaba el DNI del cadáver,
una casa preciosa en un barrio precioso, no muy acorde con el traje ni el aspecto del fiambre.
Al entrar en el inmueble se encontró de sopetón con la portera que le indico que la familia
estaba de vacaciones. O sea que Juan, además de ser López, era Rodríguez. El detective,
haciendo una de las comprobaciones clásicas del género, le enseño a la mujer la foto que
habían encontrado en la cartera de Juan, y su sorpresa fue grande cuando la portera le dijo
que no reconocía a nadie de los representados. Si, estaba segura, y desde luego la mujer de
don Juan estaba de mucho mejor ver y con mucha más clase que esa estirada de la foto y
además que ella supiera el matrimonio no tenía hijos. La portera inquirió entonces al
detective por el motivo de sus preguntas y, al comunicarle este que Juan López había muerto
esa misma mañana, dijo enigmática: “Pasó lo que tenía que pasar. Discutían con frecuencia,
ella siempre reprochándole lo que tenía y el callando hasta que zanjaba el tema con un grito
y entre sollozos se la llevaba a la cama. Que ¿cómo podía saber tanto?, eran años de oír, ver
y callar, ¡lo que a ella se le escapara!, pero si hasta había oído en más de una ocasión los
gritos de la mujer amenazándole de muerte; y menos mal que él paraba poco por la casa con
ese trabajo que le tenía siempre viajando por todo el país…”. Perplejo, el detective dejo a la
portera que seguía hablando con unos vecinos que pasaban por el portal y se dirigió a la
cuadra 20 de la avenida Santa Clara, la sucursal bancaria donde supuestamente trabajaba
Juan.
La mesa del finado era de lo más corriente, una mesa de fórmica y bordes metálicos
a juego con las otras seis que la rodeaban en lo que era la división de pequeños clientes del
banco, donde oficiaba como un empleado más. El detective comenzó sus pesquisas con el
director, como es lo habitual en estos casos.
Un hombre oscuro le dijo: “Nunca pudo aprobar el examen de ascenso a interventor;
eso lo tenía muy amargado. Fíjese que nunca venía a las comidas de los compañeros, ni se
ha tomado un trago ni nada; eso sí, muy cumplidor, no había faltado a la oficina ni un solo
día desde hace 15 años. ¿La foto?, sí, sí esa es Pilarín y los niños”.
Cuando se despedía del director, uno de los hombres que estaba sentado en la mesa
contigua a la de Juan López le hizo una señal. “No le haga usted caso, es, era un hombre
encantador -afirmó el hombre- siempre dispuesto a ayudar y muy competente, de hecho no
es director ya porque ese tonto le tiene puesto el ojo, pero él no se queja, siempre está de
buen humor”.
Como el detective ya había sospechado desde un principio, su cadáver incognito
jugaba papeles distintos en muy diversas ecuaciones: hasta ahora se había encontrado con
un bígamo de buena posición económica, con doble vida y una mujer abandonada y
enfermizamente enamorada, con un empleado de banca de muy poca categoría, pero muy
capaz y querido por sus compañeros, aunque odiado por un jefe que nombraba con una
familiaridad sospechosa a una mujer, su otra mujer, en una vida de estrechez económica.
¿Qué otra ecuación le esperaba?
Aquella noche, un detective cada vez más perplejo estaba tomando un gin fizz en el
“Gato con Botas”, garito cuyo nombre estaba escrito en luces de neón rojo en la fachada de
una calle del barrio chino y también en una tarjeta que había aparecido en el maletín negro
de Juan López, dentro de uno de los bolsillos laterales. Era, en realidad, lo único que había
en el maletín. En la susodicha tarjeta también había escrito un nombre: “Tirachinas”.
El tal Tirachinas era un hombre pequeño con aspecto de buena persona, al que
desmentían de sopetón sus compañeros de mesa: un calvo gigantesco con una cicatriz en el
pómulo derecho y un oriental que enseñaba cuchillos bajo una camiseta muy sudada. “¿Juan
López?, será Juanito „el Lonchas' -dijo el calvo- ese ya está montado en un avión rumbo a
Laos o a un país de esos”.
-Y muy bien -dijo el Tirachinas- porque a nosotros nos ha dejado un negocio muy
saneado, este que ves -el chino no decía nada.
Cuando el detective preguntó los motivos de la desaparición del Lonchas, el calvo
dijo que les debía mucha pasta y el Tirachinas dijo que era tanto que aún no había pagado
con el local. El chino no decía nada. Cuando enseño la famosa foto, el calvo dijo que no le
sonaba de nada y el Tirachinas indagó el porqué de tantas preguntas y claro, saco la
conclusión que tenía que sacar: “Tu eres un poli”. El chino no dijo nada, le atizo un puñetazo
directo a la mandíbula.
Adolorido por dentro y por fuera, el detective fue al día siguiente al último lugar que
le quedaba por visitar, la verdadera casa de Juan López, cuya dirección le habían dado en el
banco. Como se esperaba, entró en un portal modesto de un barrio periférico. Cuando llamó
a la puerta, le abrió un nervioso director de banco que, según dijo, había venido a mostrar
las condolencias a la viuda de forma oficial. La viuda, lejos de vestir de negro o con el traje
apretado que el detective había visto en la foto, llevaba puesto un top y un pareo y se probaba
un sombrero con cintas. La mujer empezó a deshacerse en explicaciones: “No nos
llevábamos muy bien, pero él no me concedía el divorcio, es por el pico Torremolinos, sabe
usted, como tenemos gananciales, si no llega a ser por Juan Feljpe…”. El detective salió de
la casa, dejando a la viuda, ahora ya llorando a mares, consolándose en los brazos del
director, y con su maldita incógnita formando parte de cada vez más ecuaciones.
¿Quién había matado a Juan?, ¿acaso la amante abandonada del barrio rico para vengarse?,
¿quizá el director de banco que estaba liado con su mujer para quitárselo de en medio?, ¿tal
vez la propia mujer para proteger su propiedad en Torremolinos?, ¿probablemente el
Tirachinas para quedarse con el bar?, ¿posiblemente el calvo para bebérselo?, ¿o el chino
mudo para expresarse? El detective se sentó descorazonado y se dispuso a reflexionar sobre
su problema: después de todo este no sería el primer examen que suspendería.

“cuentos de matemáticas”
J.C. Hervás – A.M. Benavente – F. del Toro

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