La Soledad Del Detective Latinoamericano

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Dossier

La soledad del detective


latinoamericano: Rubem
Fonseca, Paco Ignacio
Taibo II y Mario Mendoza
Miguel Mendoza Luna
Profesor de la Pontificia Universidad Javeriana

Margarita Valencia,
Clemencia Ardila, Eduard
Arriaga, Miguel Mendoza y
Fernando Iriarte.

«Pero por estas calles decadentes tiene que caminar el hombre


que no es decadente él mismo, que no está comprometido ni
asustado. El detective de esa clase de relatos tiene que ser
un hombre así. Es el protagonista, lo es todo. Debe ser un
hombre completo y un hombre común, y al mismo tiempo un
hombre extraordinario.»
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Raymond Chandler

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L
a herencia de la gran novela negra norteamericana nos ha legado
personajes desencantados e inteligentemente cínicos, pero también
sujetos dispuestos a combatir en soledad contra todo sistema corrupto,
en lugares en los que a nadie le interesa la reivindicación y justicia verdaderas
para con las víctimas de una sociedad cruel e hipócrita que oculta lo peor de sí
misma tras la sonriente y horrible máscara de la impunidad.
Nos ha transmitido, este legado literario anglosajón de la primera parte
del siglo XX, la necesidad de configurar personajes capaces de ser fieles a sus
clientes aunque esto ponga en juego sus vidas y la paga sea miserable; personajes
que puedan dar versión libre de la otra historia, de aquella que suele ocultarse
detrás de espectaculares titulares mediáticos.
Si bien la literatura negra no es enteramente una literatura de denuncia, en
Latinoamérica ha servido para dar cuenta de crímenes olvidados y sepultados
bajo miles de folios de casos sin resolver.
Raymond Chandler, (padre literario del detective que sacó a la novela
detectivesca del juego ya entonces acartonado y predecible de resolver pistas y
crímenes a puerta cerrada), afirmó que el escritor de novela detectivesca (de
misterio, resolución y policíaca) si realmente deseaba que su investigador fuera
verosímil para el público lector, debía humanizarle a tal punto que fuera incluso
mejor o peor que un ser de carne y hueso. Este mensaje no fue escuchado por
muchos escritores norteamericanos, que se entusiasmaron más con argumentos
truculentos de ingenua resolución, con mujeres fatales asediando detectives, y
con golpes y disparos gratuitos.
La idea de Chandler de un detective superhumanizado, presa de una
defectuosa condición, una especie de moderno Fausto obligado a pactar con el
crimen y su emisarios para salvar su alma, (idea que pasó rápidamente por
España y fue ligeramente escuchada por algunos escritores liderados
seguramente por Manuel Vásquez Montalbán), llegó finalmente, tarde pero a
tiempo, a tierras suramericanas. Lo que no nos advirtió Chandler, y que sí
presentía el acérrimo anti macarthista Dashiell Hammett, es que el precio
que se paga por combatir a toda costa contra los corruptos y el crimen, es la
comprensión final de que la perversión del sistema no es un asunto que un
sujeto con gabardina pueda remediar de la noche a la mañana.

El percor de la escritura
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Uno de los primeros escritores latinoamericanos, sino el primero, en reco-


nocer la urgente necesidad literaria de la presencia de estos personajes
sobrehumanos e imperfectos, para darle credibilidad a la novela criminal en
nuestro continente, fue el brasilero Rubem Fonseca con la novela El gran arte
(1983), tal vez su obra más compleja e importante. Para que el detective de

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novela negra anglosajona sobreviviera en tierras extranjeras, era necesa-


rio que la criminalidad y la descomposición social, propias del mundo
carioca, dejaran de ser material exclusivo del registro periodístico y se
convirtieran en referentes capaces de configurar un modelo de lectura,
en el que la violencia, la corrupción y la inmoralidad condujeran al lector
por una experiencia realmente transgresora; en suma, una literatura que
fuese más allá de la generación de sospechas sobre la realidad ofrecida por
los medios. Seguramente, a partir de títulos como El caso Morel (1973),
Feliz año nuevo (1975), El cobrador (1980) o Agosto (1990), podemos ob-
servar una serie de desajustes sociales y reparar en serios conflictos que
aquejan al Brasil contemporáneo, pero para ser justos con la poética de
Fonseca, afirmemos que esa no ha sido su única intención literaria.
Rubem Fonseca logró sí que factores críticos que afectan a su país, –
uno de ellos, la diferencia extrema de las condiciones socio económicas
de las clases altas y bajas, y la consecuente ebullición de un ambiente de
resentimiento, odio y temor de parte y parte–, se convirtieran en
protagonistas literarios. Pero para que este factor referencial fuera más
allá de la crónica realista o de la literatura documental, y se lograra una
estructura impactante que desinstalara al lector frente a una posible
denuncia social, era necesario que el empleo frontal de la narración de
violencias explícitas, incluida la expuesta en la oralidad propia de su
personajes, se gestara dentro de un sistema de escritura abismal y
referencias intertextuales donde los universos realistas se relativizaran en
juegos metaficcionales.
Mandrake (personaje nacido en relatos previos), uno de los
protagonistas de El gran arte, no es exactamente un detective privado; es
un abogado dispuesto a despertarse en la madrugada para sacar a sus
millonarios clientes de líos con travestís y drogas. Este abogado, arrojado
a la aventura del detective una vez decide averiguar los secretos que
rodean un casete de video que todo mundo parece querer recuperar, cobra
su parte, y si puede sacar mayor partido de la situación no repara en
moralidades. Pero cuando se encuentra con algo mucho más decadente
que una alta sociedad consumida en sus placeres y vicios, no puede negarse
a tratar de detenerlo. Ese algo es una fuerza oscura que asesina prostitutas
a las que marca con una P en el rostro, y que es probablemente la mano
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más poderosa capaz de controlar tanto el dinero legal como el ilegal de


Brasil. Mandrake, una vez cede al antiguo juego de investigar y encontrar
la verdad, abre puertas de infiernos hasta ahora secretos de los que no
podrá escapar inmune. La maldad a la que se enfrenta el abogado nihilista,
tiene múltiples brazos que terminan por sofocarle y condenarle al silencio.

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Su simplista sistema de valores, sostenido por el juego de seducción femenino
y uno que otro amigo ganado a punta de favores que se pagaran algún día, se
agota cuando el arte de matar con cuchillo, el percor, amenaza su gran arte:
amar a los que le aman. Esta consigna deja de ser romántica o melodramática
cuando la muerte empuña profesionalmente un arma.
Al final, la escritura, la del percor y sus palabras de sangre y la de los
diarios fragmentarios que sirvieran para armar la historia, marcan para siempre
el espíritu de Mandrake, arrojado a una soledad que tal vez ni siquiera el amor
resuelva.

No habrá final feliz


En una insignificante oficina del D. F. mexicano, compartida por un
electricista y un fontanero, podrá usted contratar a Héctor Belascoarán Shayne
(nacido en Días de Combate, 1976, asesinado en No habrá final feliz (1981),
resucitado en Regreso a la misma ciudad y bajo la lluvia, 1989), detective privado,
antes ingeniero, dispuesto a «chingar» a los malos y a devolverle su plata si la
cosa no resulta bien. Su autor, Paco Ignacio Taibo II (1925), expresa que en su
país (aunque nació en España ha vivido la mayor parte de su vida en México)
la impunidad de los crímenes cometidos es del 99.9%, y que él, con su escritura,
intenta que la cosa baje un poquito.
La saga de Belascoarán (diez entregas, la última co-escrita con el
subcomandante Marcos, Muertos incómodos, 2005), detective bastante
chandleriano pero hondamente mexicano en su poética personal para diferenciar
a los malos de los buenos y con un alma alimentada por corridos y rancheras,
se podría resumir como la aventura de un hombre que aunque reconoce su
absurdo existencial –ser un detective en el D. F. dispuesto a salvar a los buenos
de los malos aún sin poseer capacidad de deducción holmesiana– trató de
señalar a los culpables.
La valentía y la conciencia social de Belascoarán, fiel a sus ideales socialistas
y a sus humildes clientes, claro, finalmente no serán suficientes para detener
las balas que se enviaron a perseguirle una vez empezó a descubrir conexiones
entre un simple crimen marginal y las altas esferas del poder. Una gabardina,
nunca a prueba de balas del detective imposible en una ciudad imposible,
tirada en mitad de la calle sin nadie que abogue por su muerte, es la clara
metáfora del destino final del héroe latinoamericano que se encontró por error,
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por terquedad, por obstinación, por seguir fiel a sus principios, o por el legado
de sus antecesores literarios, con la forma consolidada, clara y brutal del antes
abstracto crimen organizado: una ráfaga de balas marcadas con su nombre.
Los fanáticos de Belascoarán reclamamos por su muerte a pesar de la lógica
imperante de la novela negra, a lo que el autor respondió: «yo no lo maté, lo

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mató la lógica dramática, la progresión de los hechos en una novela. Le hubiera hecho
caso a mi madre que me dijo: Hijo mío, eres un pendejo, nunca debiste haberlo matado.
Pero cuando escribes una novela, la novela manda, la novela mata. No se vale hacer
trampas».
Héctor Belascoarán regresó, pero a pesar de su autor, a pesar de los
sentimentales que celebramos su resurrección milagrosa, ya no es el mismo; al
primero, al original, lo mataron, y su asesinato, como todo asesinato cometido
en Latinoamérica responde a una lógica irracional, una que favorece a alguien
que ni siquiera conoció al muerto, una lógica capaz de cambiar el curso de la
historia a su antojo y conveniencia.

La muerte, el zodíaco y la ciudad


Las calles bogotanas y sus crímenes de anónimas víctimas, anónimos
perpetradores y anónimos intereses, se cruzan laberínticamente en Scorpio city
(1994) de Mario Mendoza, con la cotidiana y tediosa vida de un policía, también
anónimo, acostumbrado a lidiar con cadáveres que nadie reclama. Atendiendo
el llamado de Philip Marlowe (el detective creado por Chandler), filtrado por
Fonseca Y Taibo, según el propio Mendoza, el agente Leonardo Sinisterra
lleva la investigación sobre asesinatos que a nadie le importan, hasta las últimas
consecuencias. Este personaje repite la figura trágica del hombre que termina
haciendo parte y víctima de un mundo que conspira contra todo aquel que se
niegue a pactar con el poder; él persigue una sombra que al ser proyección de
lo peor de todo ser humano, termina por cubrir la suya.
Mario Mendoza, con su recuperación de una ciudad negada a pesar de su
evidencia pornográfica de asesinatos y desapariciones, nos acerca a las formas
de la anomalía humana contemporánea que se han enmascarado perfectamente

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Asistentes al Simposio
sobre novela negra.

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en la vida de una sociedad en continua alienación, cuyos titulares de prensa
apenas sirven para cumplir con su cuota diaria de muerte. Los crímenes que
investiga Sinisterra, en apariencia simples ajustes de cuentas o expresiones de
odio de sujetos cansados de sus miserables existencias, cobran una dimensión
más compleja al estar configurados bajo una estructura de conspiración; al
detective se le revela entonces que su contrincante es una fuerza que no se
puede retener, ya que está alimentada por una necesidad ajena al mundo de
las superficies y por lo tanto la forma en que opera y sus alcances son un
misterio mayor.
El signo de Scorpio marca la ruta astrológica de un asesino; este signo se
refiere a Plutón, dios de los infiernos y de los muertos, es un signo que rige a
la ciudad, y así la ciudad está condenada como infierno; la maldición está en
descifrarlo y Sinisterra lo ha hecho. Mario Mendoza declaró en relación con su
personaje:
Me parece que Leonardo Sinisterra, (…) es una especie de ángel caído, alguien
que desciende a esa profundidad de una ciudad, y en ese sentido, siempre
estuve como enamorado de un personaje que fuera capaz de dar su vida por
unos ideales, ese es un personaje intachable, que no se vende a lo largo de la
novela, es un personaje que no hay como comprar, que no tiene precio, creo
que eso es lo que lo ha hecho falta a este país.2

La calle bogotana de El Cartucho recientemente ha desaparecido, aliviando


miradas, tránsitos y nuevas vías; los demonios, no sus habitantes sino los
verdaderos, los que quisieron limpiar la ciudad, de seguro ahora buscarán otros
territorios, tal vez unos en apariencia más seguros. La forma en que la
criminalidad se performa en las novelas de Mario Mendoza La ciudad de los
umbrales (1992), Scorpio city (1994) y Cobro de Sangre (2004), nos conduce a
pensar en que no siempre las historias narradas por algún solitario, que escapa
de él y de los otros refugiado en un bar marginal, son seguidas por justos y
desinteresados oídos, y que es posible que este desconocido interlocutor sea su
último escucha que ha venido a silenciarle para siempre. El detective, entonces,
no es el único que está solo en esta ciudad.

La soledad del detective


Estos tres escritores (seguramente se sumarán otros a la lista) y sus alter
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egos de ficción, quienes escucharon atentamente la invitación del maestro

2 Fragmento de la entrevista realizada por Juan Carlos Millán y Danny Salgado, contenido en
www.redcamaleon.com.

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Chandler y reconocieron la necesidad literaria de confrontar y conectar la


criminalidad con las altas esferas del poder, han entendido gradualmente y a
lo largo de sus obras, que la novela negra latinoamericana no es solo un asunto
de copia de los modelos narrativos y de las figuras estereotipadas de los genios
detectivescos tipo Ellery Queen o de la rocambolesca figura invencible de
Mike Hammer o de la inteligencia francesa a prueba de balas de un Jules
Maigret. Se han importado sí algunos tips faciales y los hobbies de Dupin,
Sherlock y sus posteriores secuaces también inmortales, incluso se han tomado
formas de vestir y los vicios ya memorables del alcohol el tabaco y la debilidad
por las rubias voluptuosas, pero sin duda los territorios de estos personajes son
verosímiles y propiamente latinoamericanos (sus calles tienen nombres reales
y evocan crímenes igualmente reales); sino enteramente autentica en cuanto
al dispositivo de construcción de la historia, la narrativa criminal
latinoamericana adquiere identidad gracias a su obsesión por el
desenmascaramiento de una sociedad que oculta, que silencia y que condena a
muerte a los que sospechan que todo esté en orden. Su consigna parece ser: un
cadáver arrojado en un callejón es apenas un peldaño más de una escalera de
poderes e intereses.
El detective como mito literario, ha llegado a las calles latinoamericanas a
probar suerte (algunos adoptando otras profesiones), dispuesto a llevar hasta
las últimas consecuencias su trabajo aunque que la paga sea miserable y además
cada contrato incluya una cláusula de muerte.
Más allá de un mero arquetipo o de una figura modélica repetida, el detective
se erige, fuera y dentro de las páginas de los autores antes citados, como símbolo
directo de inteligencia, de sobrehumanidad o exceso de humanidad, de
resistencia contra todo aquello que signifique trasgresión, aunque él en si
mismo sea también trasgresión. Su moral particular y su ética personal lo
convierten en un héroe necesario, sin el cual el colectivo, instalado en la ficción,
no podría resistir la impunidad.
Una de las mayores apuestas de la narrativa detectivesca latinoamericana
es haber escogido para vivir, –a diferencia de otros géneros que prefirieron las
comodidades y los lugares seguros–, el barrio más peligroso de la ciudad; algunos,
incluso, el peor callejón. Cuando se vive allí, no hay tiempo para equivocaciones
ni para complicadas decisiones y disertaciones metafísicas, esto lo saben
perfectamente los detectives de ficción: Mandrake se ve obligado a aprender
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el arte de matar con arma blanca para entender las secretas motivaciones de
su enemigo, y de paso para sobrevivir; Belascoarán descubre que ni el amor
verdadero ni telefonear a la policía nunca serán garantía de un final feliz;
Sinisterra comprende que quien se señala como culpable es sólo aquel que ha
aceptado una máscara que no le pertenece y que no hay libreta de apuntes que

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resista largas listas de nombres de importantes personalidades detrás de un
crimen. Para sobrevivir en estas calles hace falta mucho más que una pistola;
sólo una ética personal e infranqueable, y algo de seso, claro, son apenas garantía
de un par de años más para gastar gabardinas y fumar cigarros.
Cuando se ha contactado a uno de estos detectives, no sólo se ha firmado
un contrato de confidencialidad sino que se ha puesto en marcha a la justicia
en su forma más pura; justicia amoral e incluso inmoral, pero necesaria. Las
narrativas detectivescas latinoamericanas, más que fascinantes máquinas de
pensar que pongan a prueba al lector, son realmente despachos descuidados,
en los que las víctimas pueden encontrar alguien que les escuche y les dé una
segunda oportunidad.
Al final de sus largas jornadas de casos a medio resolver y con demasiados
vacíos por llenar y que por esta vez quedarán en blanco, estos detectives
advierten que la historia oficial nunca cambiará sus convenientes versiones
frente a los crímenes cometidos, y que así como los nombres de figuras
importantes implicadas serán tachados, los suyos tampoco aparecerán
heroicamente citados en ningún periódico. Sus despachos se cierran con la
caída de la tarde, el humo de los cigarros vuelve a ser el único compañero que
no cuestiona si estuvo bien o si se pudo hacer algo mejor; tarde o temprano la
soledad volverá a ser interrumpida por un nuevo caso, un caso donde por fin
se ajusten todas las cuentas y la fachada de los corruptos se derrumbe
totalmente, aunque para eso tenga que ser el último. h U

Bibliografía

BOILEAU-NARCEJAC, La novela criminal. Barcelona: Tusquets, 1980.


COMA, Javier, La novela negra. Barcelona: El viejo Topo, 1980.
DESIDERIO, Navarro. La novela policial y la literatura artística. Barcelona:
Tusquets, 1987.
GUBERN, Román, La novela criminal. Barcelona:Tusquets, 1970.
MENDOZA LUNA, Miguel «La visión trágica del hombre y el mundo
en tres novelas de Rubem Fonseca», Tesis, Pontificia Univesidad Javeriana,
hojas Universitarias

1995.
SEBEOK, Thomas, Sherlock Holmes y Charles Pierce, el método de la
investigación. Barcelona: Paidos, 194eqewew44wº bbb32 90.
VÁSQUEZ DE PARGA, Salvador. Los mitos de la novela criminal.
Barcelona: Planeta, Barcelona1981.

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