Como Tratar Con Personas Conflictivas PDF
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Cómo tratar
con personas conflictivas
Guía para reducir el estrés
y mejorar las relaciones interpersonales
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5. Conflicto organizacional
La respuesta normal en un organización
Resolución de conflictos
Los problemas con los que se enfrenta el grupo
¿Es siempre malo el conflicto?
La evolución del conflicto
Conflictos funcional y disfuncional
Estilos de afrontar el conflicto
El conflicto positivo
Principios de resolución de conflictos organizacionales
Epílogo
Bibliografía
Referencias
Sobre el autor
José Mª Acosta, A lo largo de su carrera ha desarrollado labores de Dirección y de Recursos Humanos, y actualmente
dirige Acción Training, empresa consultora y de formación de directivos. Como formador, ha impartido más de 20.000
cursos específicos de empresas, universidades y escuelas de negocios.
Sobre el libro
Guía para aprender a tratar con personas conflictivas que nos vamos encontrando en nuestro día a día, ya sea dentro del
ámbito laboral, familiar o en un grupo de amigos.
En la vida y en el trabajo, podemos encontrarnos con personas con las que resulta difícil relacionarse, y esto puede
provocar tensión y situaciones difíciles que nos complican la vida. Este libro va dirigido a cualquier persona que trate con
personas conflictivas, es decir, a todo el mundo. Está especialmente indicado para cualquier persona que pretenda trabajar
en equipo, para quienes tengan riesgo de mobbing, para padres de hijos adolescentes, para casados que pretendan
seguirlo siendo... así como para quienes quieran vivir libres de estrés.
Samuel Goldwin
No es mala pregunta. Con lo fáciles que serían las cosas si todos nos dedicásemos a colaborar, a ser
amables con los demás, a hacerles la vida tan cómoda como podría ser, si todos hiciéramos lo
mismo.
El ser humano es amable, en principio, desde la cuna. Eso, al menos, es lo que dicen los expertos.
Enfrentado a situaciones de posible ayuda a un adulto, un niño que apenas sabe andar ni hablar se la
ofrece espontáneamente. No gana nada; si acaso, la satisfacción de ser autosuficiente, útil. Pero
parece que disfruta haciéndolo.
Más tarde, entre adultos, también es espontánea la cooperación. Cualquier peatón se ofrece gustoso a
facilitarle la hora o a indicarle una dirección.
Pero en ocasiones la cosa cambia. El conflicto –un cierto conflicto– es inevitable. Los intereses de
una persona y los de las demás pueden ser –o parecer, que para el caso es lo mismo– contrapuestos,
al menos a corto plazo. Y eso día a día. En cualquier momento. En una cola, al ocupar un asiento en
un autobús, al cruzarse en un semáforo, y no digamos al disputarse los favores de una misma pareja,
o al presentar candidaturas al mismo puesto, los intereses de una persona chocan, inevitablemente,
con los de otra. En política, los enemigos son los del propio partido, los que pueden disputar puestos
en las listas o en las comisiones.
Esto hace que nos encontremos con personas que nos causen problemas. Tratarlas con éxito no es
fácil, pero es lo que debemos hacer a diario.
Definición de conflicto
El conflicto es algo natural y habitual, tanto en la familia como en el trabajo o en la vida. Es una
parte inevitable del funcionamiento social. Aparece ya en el nacimiento. Aprendemos a vivir
haciendo uso de varias estrategias de supervivencia. Las primeras necesidades: alimentación, calor,
sueño, cuidados, las solventamos reclamando con llanto –nuestro único recurso en ese momento– el
cuidado de los más próximos.
Aprendemos luego a negociar con las demandas contradictorias presentadas simultáneamente por los
padres y el medio ambiente. Ellos y nosotros nos estamos exigiendo trabajo, estudios, cariño,
tiempo...
El proceso de crecer y diferenciarse de los demás está siempre marcado por las limitaciones de un
entorno con demandas crecientes y recursos limitados.
Nos desarrollamos personalmente a través de etapas, de situaciones de cambio, que han sido
generadas por el conflicto aparecido en la etapa anterior, que ha llegado a ser insuficiente.
Un conflicto empieza cuando una parte, de modo intencionado o involuntariamente, invade o afecta
negativamente algún aspecto psicológico o físico de la otra parte. El conflicto aparece cuando dos
personas tienen objetivos que son o parecen incompatibles y una o ambas piensan que la conducta de
la otra impide o dificulta el logro de los suyos. Esta segunda condición es imprescindible para la
aparición del conflicto. El daño puede ser real, y comprobable objetivamente, o puede ser solamente
percibido (daño subjetivo) por la parte afectada. Y puede existir o no una expresión agresiva de esta
incompatibilidad.
«El conflicto es un proceso de interacción, que nace, crece y se desarrolla. Y puede a veces
transformarse, desaparecer y/o disolverse. Otras veces permanece estacionario1».
El conflicto se construye recíprocamente entre dos o más partes, sean personas o grupos. Lo que
predomina en él es un antagonismo, que puede llegar a la agresión; aunque siempre sería preferible la
cooperación.
Las personas –o las partes– que intervienen lo hacen con sus actitudes, ideas, conducta, emociones y
afectos.
La conducta y los afectos provocados por el ego de las personas son los dos factores básicos del
conflicto.
Las necesidades, los valores o las personalidades de los trabajadores pueden chocar, como sucede a
veces cuando coincide un trabajador muy laborioso y enérgico con un compañero de trabajo más
lento. En la administración es tópico el choque de todo un equipo contra el novato más eficaz, más
activo, «que deja en mal lugar a todos por su eficiencia, por resolver demasiados casos, en
comparación con lo que hacen los demás».
Cuanto más limitados sean los recursos de una organización, más probable será la aparición del
conflicto, pues sus miembros y los de los departamentos lucharán para obtener una mayor parte de
esos recursos.
Una estructura organizativa o un sistema de trabajo que hace interdependientes a los individuos o los
departamentos también aumentan la probabilidad del conflicto, porque las metas de una persona o
grupo no se pueden alcanzar sin la cooperación de la otra. El departamento de logística, por ejemplo,
no puede hacer envíos a menos que el departamento de producción le suministre las mercancías. Si
uno se retrasa, fastidia al otro.
El exceso de conflictos puede hacer que la vida sea muy estresante, sin beneficio para nadie.
La estructura de una organización plantea, a menudo, metas que generan conflicto. Por ejemplo, entre
un departamento de la producción que se concentra en la cantidad y un departamento de garantía de
calidad que se enfoca en detectar y rechazar productos defectuosos. Lo mismo ocurre si la chica
quiere veranear en un sitio, porque tiene un novio, y su hermano en otro, por motivos parecidos.
Cuanto más limitados sean los recursos de una familia o de una organización, más probable será la
aparición del conflicto, pues sus miembros lucharán para obtener una mayor parte de esos recursos.
Una familia, una estructura organizativa o un sistema de trabajo que hace interdependientes a los
individuos o a los departamentos también aumentan la probabilidad del conflicto, porque las metas
de una persona o grupo no se pueden alcanzar sin la cooperación de la otra. El departamento de
logística, por ejemplo, no puede hacer envíos a menos que el departamento de producción le
suministre las mercancías.
Cabe distinguir dos grandes grupos de conflictos, según que el origen pueda percibirse como
objetivo (externo) o subjetivo (interno).
• Objetivos
– Desacuerdos sobre políticas y prácticas.
– Competencias por unos mismos recursos.
– Concepciones discrepantes sobre las funciones o los roles.
– Estructura que incita a la competencia.
– Invasión del papel o función.
• Subjetivos
– Necesidades personales insatisfechas.
– Necesidades personales incompatibles.
– Sentimientos negativos entre las partes (temor, ira, desconfianza, rechazo desprecio,
resentimiento).
– Diferencias y semejanzas de los estilos personales.
Para que exista el conflicto no es suficiente con que existan intereses contrapuestos; es preciso que
estos se «movilicen», es decir, que se pongan en marcha en intento de satisfacerlos. Es entonces
cuando los intereses propios se enfrentan a los intereses contrarios y cada uno busca prevalecer. No
está ahí hasta que la persona lo percibe como agresión. El conflicto necesita siempre la participación
de personas, o de grupos. No hay conflictos impersonales.
Pero los conflictos por asuntos se convierten a veces en conflictos de relación. Y ahí es donde
aparece el problema.
La causa aparente está en el cerebro cognitivo. En general, se podría resolver con facilidad. Pero la
carga emocional es mucho más compleja, está implicado el ego. Y cuando hay una persona
conflictiva por medio, el problema se torna mucho más difícil de resolver. La complejidad no la
aporta solo la persona conflictiva, sino también la otra.
• una crisis,
• un cambio,
• una toma de decisión,
• una reestructuración,
• un ascenso,
• un problema.
Un jefe pasa no menos de la cuarta parte de su tiempo tratando de resolver conflictos, lo que resulta
demasiado caro. No hay estadísticas para un padre, pero la situación debe de ser parecida.
• Impide la cooperación.
• Distrae la atención de la gente del tema principal.
• La gente se siente frustrada o descontenta.
En principio no hay manera de que puedas hacer cambiar a las personas conflictivas. De modo que lo
único que puedes hacer es cambiar tu forma de reaccionar ante ellas. Porque eres tú quien cae en el
mal humor, quien resulta perjudicado y quizá comete errores, mientras ellas siguen yendo a la suya y
resultándote tóxicas.
Sea cual sea su actitud, su comunicación, tú tienes la posibilidad de responder de una manera o de
otra. Modificar tus propias reacciones, tanto interna como externamente, es lo que está a tu alcance.
Así es como puedes lograr que las personas conflictivas reaccionen a su vez de forma distinta. Será
más difícil, por supuesto, superar las dificultades que vayan surgiendo, pero la única solución es ser
más inteligente que ellas. Con frecuencia podrás influir en sus respuestas sin que ni siquiera se den
cuente de ello.
No permitas que te hieran. Cuando lo haces, estás dejando que te ganen, lo que no es bueno ni para ti
ni para las víctimas que te sigan. Lo que les otorga su poder es, precisamente, fastidiar a los demás.
Si una persona te parece subjetivamente conflictiva debes preguntarte siempre por qué te lo parece.
Qué hay en ella que te moleste sistemáticamente.
Dicen los psicólogos que cuando esto ocurre, es porque algo en ella nos recuerda a nosotros mismos.
Y es bueno que lo averigüemos. Esa es la primera pregunta que debemos hacernos, porque si no la
respondemos sinceramente tenemos un problema.
Cuando esto ocurra, anota lo que más te molesta de esa persona. ¿Hay algo de esto en ti? Si lo
descubres, solo pregúntate: ¿por qué actúo así? Encontrar tus motivos te ayudará a tolerar mejor las
actitudes ajenas y, sobre todo, a comprenderte y a manejar las tuyas.
Intenta recordar todas las situaciones que te inquietan, que te hacen sentir que alguien es conflictivo.
Trata de comprenderte, de entender tus emociones. No se trata, en principio, de reprimirlas –cosa
imposible, al menos en este momento–, sino de comprenderte a ti mismo. Es difícil, porque tratarás
de juzgarte, quizá, y de encontrar excusas: «no hay quien la aguante». La razón es clara: estamos
programados por una cultura de culpa, inconscientemente tratamos de culpabilizar al otro.
¿Cuándo te resulta conflictiva? Puede que sea con su propio lenguaje corporal. Hay una serie de
gestos delatores de comportamientos desagradables que pueden anticiparte que te hallas ante alguien
que te va a plantear problemas. Son inconscientes, pero los percibes. Estos gestos suponen más de la
mitad de la comunicación de actitudes, que es de lo que estamos hablando.
Si eres tú quien habla, gestos aparentemente normales, como cruzarse de brazos o de piernas, adoptar
determinadas posturas en el asiento, gestos con la cabeza o desviarla, un sinfín de microgestos,
percibidos solo por tu inconsciente, pueden darte una mala impresión del otro. Una impresión de
desconfianza, de recelo, de oposición a tus palabras, de desacuerdo. Con razón o sin ella, el
conflicto está servido.
También puede que te moleste no tanto lo que dice, sino cómo lo dice. Ese cómo supone más de otro
tercio de la comunicación, lo que no es desdeñable. Otras veces puede ser un malentendido el
causante de una mala impresión.
Entró en mi empresa una chica nueva, y a los pocos días tenía fama de estirada y
antipática. Alguien me lo comentó, y como me parecía extraño en ella, traté de
averiguar qué ocurría.
La razón era simple: la chica era corta de vista, y lo bastante coqueta como para
necesitar gafas... que no utilizaba en la calle. Por eso no devolvía los saludos
gestuales. Una vez conocida la razón, nadie volvió a dar muestras de descontento
hacia ella.
• Fisiológicas
• De seguridad
• Sociales
• De estima
• De autorrealización
¿Cómo puedes impedirle satisfacer estas necesidades? ¿Cómo puede la persona conflictiva
impedírtelo a ti?
Por supuesto, hay que aceptar que hay personas objetivamente conflictivas, personas que resultan
desagradables a todo el mundo. Personas que realmente pueden hacer enfermar a los demás. Personas
a las que llamamos tóxicas, por razones evidentes.
Puede ser tu pareja, un jefe, un colega, un amigo, un pariente o incluso un amante. ¿Hay alguien en tu
vida que te vuelve loco? La característica es que no te apoya, que no te desea lo mejor, que no te
deja crecer. Y que su contacto te hace sentir inadecuado, indigno, miserable. La conclusión: tienes
una persona tóxica en tu vida. Habitualmente la consecuencia es que esa persona actúa como un
vampiro de tu energía: sencillamente, te la roba. Se «mete» en tu espacio y lo invade. Con estas
personas se necesita un espacio vital mas agrande.
Esa gente tóxica resulta peligrosa para nuestra salud, tanto en el aspecto cognitivo –mental– como en
el emocional y en el puramente físico, es decir, en todos los aspectos que afectan a las tres zonas del
cerebro o, dicho de otro modo, a toda nuestra inteligencia emocional.
¿Cuál será la causa? Aquí también es probable es que los demás no le comporten satisfacción a
necesidades que ella considere importantes. Todas las que hemos citado pueden serle precisas y
sentir su carencia.
• Las que lo son para sí mismas; te acaban molestando (no saben aceptar un cumplido, son
pasivas, no comunican...).
• Las que lo son para los demás (las que gritan, parlotean...).
• Las tóxicas (las que realmente te enferman: agreden, intrigan, chantajean, difaman...).
Tipos de actitudes
Una persona puede tener, ante situaciones conflictivas, tres tipos diferentes de actitud:
• La natural, o agresiva.
• La propiciada por la educación, o pasiva.
• La más inteligente, o asertiva.
Estas actitudes no son estáticas y permanentes, sino que pueden cambiar según las circunstancias.
Una persona puede ser, por ejemplo, agresiva ante un subordinado o ante su pareja y pasiva ante un
cliente. Pero, en general, mantienen una continuidad en el tiempo. Por eso las comentamos como si
fuesen características de la persona, aunque admitamos que a veces pueden cambiar de una a otra
ocasión.
La persona AGRESIVA
De algún modo, es el estado natural del hombre, nacemos así. Al abrir los ojos al mundo solo nos
preocupamos de satisfacer nuestras necesidades. Pero el contacto con los demás, la educación, nos
va cambiando, y algunas personas se vuelven egoístas.
La persona agresiva es egoísta. Solo se preocupa de satisfacer sus necesidades. Para conseguirlo
suele intimidar a los demás, en principio, verbalmente.
Ante una situación incómoda la respuesta agresiva es también una actitud lógica. Es natural devolver
de algún modo lo que probablemente se percibe como una agresión: «¡Siempre estamos igual! ¡Me
tienes harto!».
Este tipo de persona tiene necesidad de poder. Se aprovecha de quienes están en situación de
debilidad o son, por naturaleza o carácter, más débiles. Es el caso de muchos jefes o de gente en
situación económica desahogada.
No es que todos los que tienen necesidad de poder sean agresivos, el poder en sí no es bueno ni
malo, depende para qué se utilice.
En la actitud agresiva se oculta una persona cobarde, insegura, con sentimientos de inferioridad.
Puede que no lo admita nunca, pero en el fondo sabe que la necesidad de demostrar a los demás lo
fuerte, importante o inteligente que es oculta su intención de convencerse a sí misma. Y por esta
permanente reafirmación de su ego, para demostrar a su entorno que es la mejor, es tremendamente
crítica con quienes la rodean. Disfruta hiriendo, porque así muestra su poder.
Por todo ello la persona agresiva es una persona solitaria. Tanto en la familia como en el trabajo su
comportamiento la aleja de la gente porque tiene que dejar claro que todo lo que va mal es culpa de
otro. Ante un problema no busca una solución, sino un culpable.
Aunque sepas que las acusaciones y los comentarios de tu agresor están fuera de lugar y que son
injustos, no dejas de sentirte afectado, en mayor o menor grado, por ellos, y de alguna manera, acabas
temiendo siempre que su cólera estalle en cualquier momento. La ansiedad y el estrés están en
camino. La única solución es ser lo bastante asertivo como para que te resbalen las opiniones ajenas.
Y, por supuesto, al agresor le encanta que todo el mundo esté esperando el próximo chaparrón, con lo
que consigue todavía más poder.
Sería estupendo que pudieran aprender a utilizar de un modo positivo su energía y vitalidad. Pero
suelen hacer un uso destructivo de ella. Creen que si dan muestras de algún otro tipo de conducta les
tomarán por gente débil.
La persona pasiva ha elegido el no conflicto. Eso la libera –cree ella– de algunos problemas, pero la
convierte en blanco perfecto para otros, porque alguna gente –no solo los agresivos por naturaleza–
se aprovecha de ella. En lugar de liberarse de problemas, los multiplica.
Al darse cuenta de que habitualmente permite que los demás se aprovechen de ella, la persona pasiva
acaba experimentando bastante ira hacia sí misma por permitirlo. Pero no hace nada al respecto,
porque cree que no vale la pena, o mejor aún, que no le saldrá bien.
En definitiva, la sensación de sentirse impotente provoca a la persona pasiva una seria frustración.
Los sentimientos de inseguridad e inferioridad la frenan y le hacen sufrir enormemente. Como no
confía en sí misma ni en sus habilidades, carece de autoestima.
Le pasa con todo el mundo, pero se agudiza cada vez que tropieza con una persona conflictiva, con lo
que se refuerzan sus sentimientos de inferioridad. La consecuencia es que acepta las críticas como
algo lógico, sin plantearse si hay o no base para ellas.
Suele disimular sus sentimientos. La persona pasiva hace ver que todo va bien, pero va por la vida
angustiada temiendo siempre que alguien le reproche su incompetencia. Es evidente que si se
tropieza con una persona agresiva le resulta una pareja perfecta... para el otro.
También se aparta de los demás la persona pasiva; de modo inconsciente, siente que no merece
relacionarse con seres a los que considera superiores. Cree que nadie querrá escucharla, que no tiene
nada importante que decir.
A la persona pasiva no le encanta su vida. Carece de energía. Y su contacto tampoco es grato, porque
resulta agotador intentar mantener una actitud positiva con personas que siempre son negativas.
La consecuencia es que la gente evita a estas personas, lo que aumenta sus sentimientos de
inferioridad y aislamiento.
La persona quejumbrosa
Una versión particular de la persona pasiva es la quejumbrosa. No ataca a los demás, pero se queja
de todo. No se atreve a ser agresiva, por su debilidad, pero su queja también muestra su
insatisfacción consigo misma; es su forma de «contestar» a la agresividad que recibe.
La persona ASERTIVA
La persona asertiva suele ser la única de los tres tipos que acaba consiguiendo las metas que se ha
propuesto. La agresiva en un principio puede creer que ha ganado, pero al final habrá sembrado un
ambiente tan malo a su alrededor que nadie le será leal y no tendrá en quién confiar. La persona
pasiva, por lo general, no se propone ninguna meta, porque está convencida de que nunca podrá
alcanzarla.
A la persona asertiva la distingue el respeto hacia los demás. Es consciente de que también tienen sus
derechos y necesidades. Cuando intenta cambiar es para que cambie la reacción del otro.
• No dirigirse la palabra.
• Ira y agresión verbal o física.
• Chantaje emocional («tú siempre»..., «tú nunca»...).
• Ceder (y luego sentirse mal).
• Imponerse con uso inadecuado del poder («mientras vivas en mi casa tendrás que»...).
• Esperar que lo resuelva el padre o el jefe.
Cuando aparece un conflicto en la empresa, las reacciones más habituales suelen ser:
• Negar el problema («aquí somos una gran familia»).
• Ocultarlo o evadirlo («no hablemos de eso»).
• Poner paños calientes («no es para tanto»).
• Castigar al mensajero (al que se atreve a señalar el problema).
Si el interés es pasajero –por ejemplo, discutir una plaza de aparcamiento– lo mejor es olvidar la
discrepancia. Al día siguiente la habrás borrado de tu memoria, salvo que te impliques
emocionalmente y el conflicto pase a mayores.
Si el interés es más firme, te conviene apoyarte más en lo que te une a esa persona que en lo que te
separa. Por lo tanto, es conveniente que el interés que tengáis en común sea suficientemente fuerte
como para que lo interioricéis, para que de interés en común se convierta en interés común, y que
os mueva a una acción conjunta.
Si la persona es conflictiva, no esperes de ella que tome la iniciativa, sino que boicotee tus intentos.
Lo normal es que ante su actitud, tu respuesta espontánea no sea precisamente la más adecuada.
Porque ante una agresión –eso es lo que suele hacer más o menos voluntariamente una persona
conflictiva– lo lógico es devolverla, aumentada si es posible. Y ya hemos propiciado con eso una
situación difícil.
Si no podemos cambiar a una persona, lo único que podemos hacer es cambiar nuestra forma de
reaccionar frente a ella. A fin de cuentas, somos nosotros los perjudicados en una relación que nos
lleva, no solo a un resultado no deseado, sino a una situación desagradable emocionalmente y
seguramente molesta.
El primer dominio de la inteligencia emocional es el de comprender tus propias emociones del modo
más profundo posible. La respuesta instintiva ante personas conflictivas, aunque comprensible, no
suele ser la mejor desde ninguna perspectiva. Ellas están tan acostumbradas a emplear tácticas
peligrosas que es muy probable que caigas de lleno en su trampa, lo que les dará pie para que te
ataquen. La consecuencia es que acabarás frustrado y enfadado contigo mismo.
Es mucho mejor pensar antes de reaccionar, y aún mucho mejor si antes has elaborado una estrategia.
Conflicto y estrés
El estrés es un maravilloso mecanismo de supervivencia. Ante un acontecimiento que supone una
amenaza, se pone en marcha un proceso de alarma que activa todos los recursos del individuo. La
intención es aumentar su rendimiento, sobre todo en lo físico, que es donde se suponía el problema
hace miles de años.
De los tres cerebros que tenemos (véase más adelante, en la sección de inteligencia emocional) es el
tallo encefálico2 el que se ocupa de la supervivencia en el sentido físico. A nivel práctico,
proporciona al individuo un fabuloso cóctel de hormonas que le facilitan las dos salidas posibles:
luchar o huir. Para ello ha enviado sangre, nutrientes, oxígeno y demás a los músculos largos, los que
se encargan de la lucha o la huida, pero los retira de todo lo que se ocupa del plazo medio y largo:
estómago, aparato sexual y, sobre todo, del cerebro, que con solo el 2% de la masa corporal precisa
el 25% del oxígeno y la glucosa que consumimos.
Todo ello es positivo, incluso hoy. Según crece el estrés, el cuerpo entra en una situación de alerta:
es donde se encuentra un deportista que se dispone a iniciar, por ejemplo, una competición o un
partido. El estrés (un eustrés, estrés bueno) le permite aumentar su rendimiento físico.
Terminado el esfuerzo, el cuerpo se relaja, desaparece el estrés y no hay ningún tipo de perjuicio. El
cóctel hormonal va desapareciendo lentamente, sin problemas.
Lo malo es que hoy, al tropezar en la vida con personas conflictivas, el estrés también aparece
cuando una persona percibe una situación o acontecimiento como algo que desborda sus recursos. Y
en este caso el estrés ya no nos ayuda. El rendimiento físico no nos sirve de nada. Pegar a un jefe, a
un familiar o a un amigo no está bien visto, aunque a veces nos serviría para desfogar nuestra
frustración. Y huir de él, menos3.
Pero lo grave es que, a la vez, el cerebro se queda sin la sangre que necesitaría para pensar, para
establecer una estrategia –el cerebro cognitivo– o para manejar adecuadamente sus emociones –el
cerebro emocional–, con lo que estamos en la peor de las situaciones para manejar el conflicto.
La consecuencia es que la víctima del estrés puede presentar reacciones negativas y defensivas, que
no le favorecen. El debate ante un conflicto no supone oposición de ideas o argumentos, sino de egos.
No se discute en el cerebro cognitivo –el córtex– sino en el cerebro emocional –el límbico–. A causa
de la persona conflictiva sube el estrés de la víctima. Y puede llegar a un punto en que el distrés, de
consecuencias negativas, la lleve a una situación claramente tóxica. Y la llamamos tóxica porque
produce en el cuerpo los mismos síntomas que un veneno, porque el estrés retira los recursos
energéticos de la memoria –del intelecto, en suma– y los transfiere a los sentidos.
La consecuencia es que, cuando los niveles de distrés son elevados, es lógico que aparezcan
deficiencias en el funcionamiento del intelecto: cometemos más errores, nos resulta difícil
concentrarnos, nos distraemos más y tenemos fallos de memoria. En resumen: perdemos las
habilidades intelectuales más necesarias, entre ellas la facilidad para procesar la información.
Así que lo único aconsejable es aprender a capear la situación tóxica, a pesar de sus consecuencias,
que pueden ser:
Sin contar con los mil y un síntomas que provoca el distrés tóxico y que estarán dificultando el
comportamiento de la víctima.
La reacción más frecuente cuando nos encontramos sometidos a una reacción de estrés es la
ansiedad.
Cuando el estrés es tan frecuente que se vuelve crónico, ocasiona problemas. No nos ayudaba más
que en lo físico, pero nos ocasiona problemas en todos los cerebros y en el comportamiento global.
Supone una reacción compleja a nivel orgánico, emocional, cognitivo y social.
• Tensión muscular.
• Problemas cardiovasculares –que pueden llegar al infarto.
• Dolores de cabeza, espalda, cuello...
• Desórdenes gastrointestinales –que pueden llegar a la úlcera.
• Trastornos en el sueño.
• Falta de apetito.
• Disminución del deseo sexual.
• ...
Todo cuanto se refiere a la capacidad emocional queda afectado. Se pierde empatía. Hay
sentimientos de:
• Depresión
• Ansiedad
• Agresividad
• ...
El estrés compromete seriamente la capacidad intelectual de una persona. Le provoca lo que se llama
el «efecto túnel»: se ve solo un tipo de cosas, en un solo sentido, el de la preocupación. La hace
menos inteligente, más simple, más rígida, más superficial, y menos capaz para asumir
responsabilidades.
Y, por supuesto, una clara disminución de rendimiento, tanto en lo laboral como en todos los
sentidos. Además de la dificultad de relacionarse con los demás.
Si te relacionas con una persona difícil, intenta no tomarte su actitud como algo personal. No te ataca,
posiblemente ataca al mundo.
Piensa racionalmente. ¿Cuál debería ser tu forma de actuar? Estallando y entablando una batalla
verbal no vas a conseguir nada, lo único que haces es ponerte a la altura de la persona conflictiva.
Elige el modo para reaccionar ante la gente. Si comprendes las opciones que tienes y aprendes a
reconocer la mejor y la más apropiada en cada caso, podrás incrementar tus puntos fuertes y
aprenderás a no dejarte arrastrar a respuestas inadecuadas.
Puede que a veces debas mostrar tu ira. La ira es una emoción natural y con frecuencia justificada, y
no hay nada de malo en ella; lo que importa es el uso que haces de la misma y cómo la expresas. Una
cosa es estallar en un ataque de rabia, reaccionando fuera de sí, y terminando por arrepentirte, y otra
muy distinta decir a la otra persona, con firmeza y con control: «Estoy furioso porque...».
Interpretar
Las personas conflictivas están habituadas a atacar. Es, quizá, su forma de sentirse importantes:
hacerte caer en su trampa. No es realmente a ti a quien atacan: su actitud sería la misma con cualquier
otra persona. Pero está en ti responder de un modo u otro. Si te enfadas y te frustras acabaras
decepcionado contigo mismo. El secuestro emocional es la peor salida. Lo mejor es pensar antes de
reaccionar, y elaborar una estrategia.
Un colega suyo le dio un consejo: «Yo estaba como tú, pero cuando me gritaba, yo
me arrellanaba en mi sillón y pensaba que los gritos pasaban sobre mí, dirigidos al
infinito».
La cuestión es muy simple: puede haber mucha gente dispuesta a fastidiarte la vida. ¿A ti qué te
interesa? Supongo que sacar de cada situación el mejor provecho posible, que, en general, no será el
de enfadarte. Por lo tanto, no te lo tomes como algo personal. El problema es de la persona
conflictiva, no tuyo. Ya sabes el viejo consejo español: no ofende quien quiere, sino quien puede.
La envidia y los celos están en sintonía con dos de las condiciones más elementales del ser humano:
la envidia está conectada con el no tener; los celos están conectados con el tener.
La envidia
La envidia está conectada con el no tener. Es un sentimiento personal, aunque acaba involucrando a
dos personas, y sus consecuencias a muchas más.
Se origina durante las primeras semanas de vida del niño. Es una respuesta a la dependencia total del
niño respecto a la madre. La necesita para satisfacer todas sus necesidades. Esto se manifiesta con
pataletas. Se hace necesario calmar esas rabietas con explicaciones y enseñándole a dar, para que
vaya aprendiendo a tolerar sus frustraciones. Así aprenderá a valorar sus propias cualidades y a
madurar.
Pero en la primera relación del bebé con la madre se introduce inevitablemente un elemento de
frustración, porque aun en el caso de que se sienta satisfactoriamente alimentado, ello no reemplaza
la unidad prenatal con la madre.
La frustración e indefensión que el niño hambriento experimenta son las raíces de la envidia. Si al
niño que ha pasado por episodios de envidia constante, nadie de su entorno le va calmando esta
ansiedad, crecerá con sentimientos de frustración y de vacío y será un adulto envidioso contaminado
por el rencor a los éxitos ajenos.
La persona envidiosa quiere algo que le pertenece a otra persona. Tampoco quiere que la otra
persona lo tenga. El objeto de la envidia puede ser la pareja de la otra persona, un rasgo deseable
como la inteligencia o la belleza, un bien, una posesión, una buena relación, la popularidad, el
éxito...
La envidia es un tipo de comportamiento que la persona trata de ocultar ante los demás, por su
carácter indecente. No solo por lo que del otro se piensa y se dice, ha de ocultársela a sí misma para
eludir lo que tiene de mezquino. Lo peor de la envidia es que suele engendrarse en las almas de
aquellos que nos son más amigos, incluso familiares, y que resultan más nocivos, más tóxicos, que
los enemigos declarados. Es frecuente entre hermanos, por ejemplo, y en su gestación los padres
tienen un papel no desdeñable, al potenciarla o al reprimirla.
La envidia nace de la falta de autoestima, del sentimiento de culpa del envidioso. Quizá nuestra
educación tiene una parte en ello. Si nos sentimos mal con nosotros mismos, es un alivio hacer que
los otros también estén mal. De ahí no hay más que un paso a criticarlos, a poner énfasis en sus
debilidades, en sus defectos o, si es necesario, a inventarlos.
La envidia tiene dos facetas: por una parte es la tristeza por el bien ajeno, por los bienes materiales,
la suerte, la inteligencia o cualquier otra circunstancia. El envidioso se apesadumbra, su rostro
palidece, se pone verde, dice el tópico4, por la envidia que transforma y hace odioso al que la sufre.
Por otra parte, la acción del envidioso consigue a veces, con sus manejos, con sus mentiras, con su
difamación, hacer odioso al envidiado a los ojos de otras personas. Cuando vemos totalmente rayada
la pintura de un automóvil nuevo, es un acto de envidia.
Esa es la causa de que algunas personas que se pretenden queridas o amigas se enfaden con nosotros,
nos ataquen, nos hieran, nos vigilen, nos amarguen la vida. A veces intentan dañarnos con frases
sarcásticas o respuestas que desaniman.
La envidia ataca lo más noble para rebajarlo, para que los otros no lo admiren. ¿Cómo lo consigue el
envidioso? Negándole valor. Inventándole defectos. Mirándole torcidamente. Privando al envidiado
de aquello por lo que precisamente se le admira. No se envidia a quien se considera inferior.
La envidia revela una dependencia de carácter unidireccional, del envidioso hacia el envidiado. El
envidioso necesita del envidiado de manera fundamental, porque, a través de una crítica
aparentemente objetiva, se le hace posible creerse mejor que el envidiado, tanto ante sí mismo como
ante los demás.
Los celos
Según el diccionario, Celo: Recelo que uno siente de que algo que tiene o pretende tener llegue a
poseerlo otra persona.
Los celos se originan primordialmente en las experiencias emocionales que los niños tienen durante
la etapa edípica, alrededor de los tres años de edad.
Por ceñirnos a nuestro país, más de una mujer –y a veces algún hombre– es asesinada cada semana
por un motivo: los celos.
Los celos sentimentales han producido dolor y tragedias a lo largo de la historia: odios, agresiones,
asesinatos, suicidios. Son un problema que se presenta en una tercera parte de todas las parejas que
acuden a solicitar una terapia conyugal.
Se relacionan principalmente con un amor que el individuo siente que le corresponde, que le acaba
de dar sentido a su vida. Cuando nos enamoramos y recibimos amor en recompensa, las
inseguridades y miedos que teníamos parecen desvanecerse. Somos amados a pesar de nuestras
debilidades e imperfecciones. Nos sentimos seguros. Pero cuando este amor ha sido o está a punto de
serle arrebatado, las inseguridades y los miedos que creíamos desaparecidos para siempre retornan
con toda su fuerza.
Los celos están conectados con el tener, con algo que se tiene y que se teme perder. El celoso está
respondiendo a lo que percibe como una amenaza que una tercera persona –que quizá solo existe en
su imaginación– representa para una relación que él considera valiosa.
Mientras que la envidia tiene un origen personal, los celos implican, por lo general, a tres personas.
Todo el mundo siente celos en algún momento de su vida.
Para la psicóloga estadounidense Lillian Glass, «los celos son la raíz de toda toxicidad en las
relaciones humanas». No es una figura retórica: son tóxicos porque, igual que cualquier veneno,
pueden hacerte enfermar.
Están en el origen de los vínculos dañinos. Es muy humano necesitar que nos quieran, pero pretender
que el amor de los demás sea eterno y se nos entregue en exclusiva supone un vínculo dañino, que en
ocasiones es capaz de llegar al asesinato de la persona ¿amada?
Es preciso hacer una distinción entre los celos normales y los anormales, por el efecto que tienen
ambos sobre las relaciones en una pareja. Los celos normales son una actitud defensiva que puede
acabar salvando un matrimonio; los anormales son una obsesión de carácter destructivo que acaba
dañando a las personas y sus relaciones mutuas. Posiblemente se trata de la frustración de personas
que se sienten en competencia con nosotros. Esta es la causa de la tantas veces criticada preguntita:
«¿a quién quieres más, a papá o a mamá?».
Estos celos se dan, sobre todo, en la propia familia, pero su espectro es muy amplio: abundan entre
los hermanos, en la empresa, entre los amigos...
En la propia familia suponen un auténtico problema. He oído que la Nochebuena es la noche «de los
cuñados», probablemente porque hay que soportar, a la fuerza, a personas que, en otras ocasiones,
conseguimos eludir. Pero cuando la convivencia es forzada porque se vive en el mismo lugar, las
personas tóxicas pueden plantear un verdadero problema psicológico. Algo parecido ocurre si están
en el trabajo: los continuos conflictos pueden poner en riesgo nuestro rendimiento y por tanto nuestra
continuidad laboral.
Hay gente que supone un riesgo para nuestra salud: afecta a nuestros tres cerebros –el cognitivo o
mental, el emocional y el físico o tallo encefálico–, es decir, suponen un serio peligro para nosotros.
Tenemos dos opciones, si no tenemos más remedio que coincidir con esas personas tóxicas: o nos
alejamos de ellas o las controlamos. Una persona que nos amarga la vida, que no nos apoya, que no
nos deja crecer, que no se alegra con nuestros éxitos y que nos hace difícil ser más felices, resulta
una persona tóxica para nuestra vida.
En los celos sentimentales se experimentan muchas de las emociones asociadas con los celos:
envidia, ira, traición, rivalidad, miedo a resultar excluido y finalmente a la pérdida. Pero a veces el
sexo apasionado puede depender de la excitación afectiva. Los celos, como bien sabemos, pueden
ser sumamente excitantes en el plano afectivo y favorecer la relación de la pareja. Es decir: los celos
pueden apuntar a proteger las relaciones, porque nos enseñan a no dar por descontado el amor y la
fidelidad del otro, nos aseguran que seguimos valorando a nuestra pareja de alguna manera, son un
signo de amor, de esperanza de que esa relación se mantendrá intacta. En los celos aparece una
influencia cierta de la cultura dominante.
Tendemos a mostrarnos más comprensivos con la gente que consuma su venganza motivada por los
celos que con la que comete crímenes a sangre fría. Hay como una cierta identificación con el amante
traicionado. Una zarzuela canta:
Nuestra cultura hoy sería mucho menos comprensiva que en el siglo xx, pero la crónica de sucesos
demuestra que sigue habiendo muchas personas con la mentalidad de «la maté porque era mía».
Claro que todo parte de una concepción patrimonial de la mujer, como objeto personal. Lo refleja la
vieja canción que recuperó Falla, El paño moruno:
Al paño fino, en la tienda,
una mancha le cayó;
por menos precio se vende,
porque perdió su valor.
Sentirse culpable
Esta sensación tuya de sentirte culpable por cualquier cosa es un filón inagotable para que las
personas conflictivas jueguen contigo.
El sentimiento de culpa es una de las emociones más destructivas, y la mayoría de las personas la
experimentamos en mayor o menor grado, tanto si es por algo que hemos hecho como por algo que no
hemos sido capaces de hacer. No es un sentimiento agradable, por eso cuando alguien nos pide algo
que no queremos hacer, dudamos antes de negarnos porque tememos volver a experimentar ese
terrible sentimiento.
¿Te ha ocurrido alguna vez que se te caiga algo al suelo y reacciones, estando solo, diciendo: qué
tonto soy?
Quizá valga la pena analizar qué es lo que nos hace sentirnos culpables y por qué tiene ese efecto
sobre nosotros. La predisposición a sentirnos culpables se originada sin duda en la infancia. La
generaron, con la mejor intención, padres o profesores que nos hacían sentirnos culpables por cada
falta, por pequeña que fuera.
En nuestra educación infantil la culpa está omnipresente. De pequeños nos repiten una y otra vez que
somos malos: cuando no obedecemos, cuando no somos como desean los mayores...
No es cierto: somos, simplemente, curiosos. Ávidos de descubrirlo todo. De averiguar las cosas.
Somos el I+D de nuestra especie. Estamos investigando nuestro cuerpo, recién descubierto, cuando
con poco más de un año nos estamos tocando, y se nos reprime con un «cochino, eso no se toca». Ya
te sientes culpable de algo.
Si estamos cazando moscas en el «cole», estamos investigando –sin maldad, pero cruelmente– qué
ocurre cuando a la mosca se le quita una o dos patas, o un ala. Si acaso hay un culpable, es el
«profe», que nos está aburriendo. Con la pobre mosca solo tenemos inconsciencia.
Y cuando en la pubertad llegamos a descubrir el sexo... más culpa. No ya por hacer, sino,
simplemente, por sentir, por pensar. Por sentir cosas tan naturales como maravillosas. «Pecados de
pensamiento», nos amonestan.
Es seguro que hemos cometido errores en el pasado, como todo el mundo. Todos podemos recordar
acciones que desearíamos no haber hecho o palabras que preferiríamos no haber pronunciado. Pero
recordar los errores del pasado solo es útil cuando aprendemos de ellos. Volver la vista atrás para
incrementar el sentimiento de culpa solo supone un derroche de energía.
En la búsqueda de un ideal de perfección, nos han puesto el listón tan alto que estamos muy próximos
a sentirnos culpables por todo. Esa interiorización de «estar mal» hace que nos sintamos culpables
cuando algo nos sale torcido, cuando no cumplimos las expectativas de los demás. Simplemente,
cuando no damos la talla.
En esa primera experiencia infantil se comprueba que uno no es amado por lo que es, sino por lo que
se espera que llegue a ser. En mayor o menor medida, todos somos víctimas de ese amor negativo, un
amor que pone condiciones para ofrecerse. «Si no me das lo que quiero»... El amor condicional es
propio de la persona que se siente indigna de ser amada, que ha sentido que sus padres no lo
reconocieron como quien era realmente, sino que se dedicaron a educarlo como quien debía ser, y a
exigirle que lo fuera.
Desde ahí, la persona se desconecta de su propio ser y empieza a trabajar –desde muy pequeña–,
para satisfacer las expectativas de los padres. O en caso contrario, si sufrió mucho en la infancia,
para rebelarse y ser lo opuesto a aquello que se esperaba de ella. Esta es una de las causas por la
que podemos ser conflictivos o sufrirlo de otras personas.
Hay quien piensa que ya vamos siendo educados de forma diferente. No todos. En un
seminario reciente, una madre joven, moderna y aparentemente progresista nos
confesaba:
—Yo sigo educando a mi hijo de siete años en el miedo al infierno. Y no sabéis lo bien
que me va.
Por supuesto, la pusimos a parir. Pero debe de haber mucha gente con ideas
parecidas.
Esta vivencia genera una paradoja emocional: «soy digno de amor en tanto no sea quien soy, sino lo
que los demás esperan de mí».
Tal condición queda grabada en el plano emocional y hace que, en nombre del amor, las personas se
sometan a los demás, acepten chantajes para ser amadas y se dejen manipular. Luego, también ellas,
aprenden a su vez a manipular a los demás.
De esta forma somos entrenados en vivir inadecuadamente. Ese modelo de paternidad está aprendido
de los propios padres. Se transmite de generación en generación. Es la cultura extensa de una
sociedad.
Cuando la persona recupera ciertos derechos, como el de enojarse por aquellas cosas que le hicieron
daño, recupera el derecho a autoafirmarse en la vida. La rabia es una emoción muy saludable para
los seres humanos en tanto que ayuda a avanzar, a despegar. La grabación que produce el rechazo del
propio ser está en el plano emocional, y suele ser inconsciente. Y esta programación es duradera,
salvo que hagamos un serio esfuerzo posterior.
Si deseas recuperar la libertad de acción y poner fin a la manipulación de los demás, bueno será que
tengas en cuenta la necesidad de asertividad
Pero puede que el sentimiento de culpa se deba a las palabras de otra persona, lo cual es aún más
peligroso. Algunas personas, especialmente las conflictivas, se sienten especialmente bien culpando
de todo a los demás. De sus problemas, de que ocurra, o no, esto o lo otro...
«Cuando llegas tarde no puedo dormir.» «Cuando discuto contigo me duele la cabeza.» «Mi hijo me
hace enfadar constantemente.» Todas ellas son formas que utilizan personas conflictivas de culparte
de su insomnio, su dolor de cabeza o sus enfados. ¿Por qué aceptamos automáticamente que la
opinión de la otra persona es la correcta? Unos y otros son consecuencia de su comportamiento, y no
males inducidos por tu conducta, por tu culpa. «Cuando llegas tarde puedo dormir o no: es mi
libertad», y culparte no lo resuelve.
El sentimiento de culpa es lógico solo cuando vulneras deliberadamente tus principios éticos.
Cuando no sea así, replantea la situación y rechaza la culpa. Te costará al principio, pero solo así te
podrás generar un hábito nuevo y saludable: librarte de culpas que no son tuyas, porque de otro modo
estamos siempre dependiendo de los caprichos de gente dispuesta a abusar de nuestra buena fe.
Lo más importante que aprendí a hacer después de los cuarenta fue a decir no cuando era no.
Hay pocas personas –una de cada siete– que sean capaces de decir que no cuando un conocido les
pide algo. Se suele buscar una razón para negarse.
Ya sé que las cosas van cambiando mucho, felizmente, en las nuevas generaciones. Pero los que
somos adultos estamos programados hace tiempo. Nuestra inteligencia emocional la comienzan a
moldear en nuestra infancia quienes nos rodean: familia, escuela y, luego, amigos.
La autoestima aparece desde que nacemos: el niño reclama nutrición, afecto y cuidados de todo tipo.
Vive pendiente de obtenerlos. Necesita sentirse querido y aceptado.
En un principio, el afecto solo lo recibe a través del contacto físico y de la satisfacción de sus
necesidades básicas, pero en cuanto la relación se complementa con la palabra, la manera de
comprobar el grado de afecto que le tienen es a través de los comentarios halagadores o desdeñosos
que recibe de quienes lo rodean. Las alabanzas o las críticas se convierten en la medida del valor
que le conceden los demás, pero los halagos suelen llegar cuando responde positivamente a las
expectativas, no necesariamente generosas y realistas, que los demás mantienen sobre él.
Si las exigencias familiares, por ejemplo, son altas –«Has sido solo el tercero, y tú tienes capacidad
para más, si te esfuerzas»–, es fácil que la autoestima se vea perjudicada por el sentimiento de
frustración al no alcanzar lo que sus mayores esperaban de él. La sensación es: «No me quieren
porque no valgo». Y el adolescente no tiene fácil discernir que esa presunta deficiencia de valor no
se apoya en datos o hechos reales y objetivos, sino en su percepción subjetiva de pérdida de afecto
de los seres queridos.
Eso abona el terreno para que, al pasar los años, el niño pase a convertirse en un adulto con
opiniones pesimistas acerca de su verdadera valía, de que no es lo bastante bueno, de que otros son
mejores. Si nuestra autoestima es baja seremos excesivamente vulnerables a las críticas o simples
comentarios de los demás, seremos un filón para las personas conflictivas. Trataremos de disimular
nuestros fallos para no incurrir en ellos, y seremos también excesivamente críticos con los colegas,
como compensación, como defensa inconsciente de un «y tú más». A su vez existe un riesgo de que
nos volvamos tóxicos.
Esta falta de autoestima hace que tengamos una necesidad excesiva de complacer a los demás, de
buscar su aprobación. ¿Es malo complacer a los demás? Por supuesto que no, con tal de que ello no
nos desvíe de lo que es nuestro deber o nuestro interés. Pero cuando la necesidad de complacer es
mayor, inconscientemente, de lo que nos conviene, corremos un riesgo: abandonar nuestros intereses,
nuestras propias responsabilidades, para atender a las de los otros, sobre todo si es gente
manipuladora. Lo que no solo no es bueno, sino que ni siquiera resulta ético, aunque lo vistamos con
el disfraz de la generosidad. En todo caso, esa generosidad estaría en dar voluntariamente, y no en
ser incapaces de negarnos a que nos arrebaten algo.
Lamentablemente, este comportamiento tiene otra consecuencia no grata: lejos de generarnos aprecio,
nos acaba restando el respeto de los otros. Nos convierte en sujetos fácilmente manipulables, y los
demás lo perciben, aunque sea inconscientemente.
—No puedo decir que no a mi jefe. Me jugaría el bonus de fin de año, posibilidades de
ascenso, la evaluación de rendimiento, su opinión sobre mí...
—Tampoco debo, porque pensarán que soy una colega egoísta, una mala compañera.
Si quieres defenderte de las personas conflictivas necesitas utilizar la palabra mágica: NO.
Según enseña la programación neurolingüística, el cerebro procesa mal la negación. Lo negativo está
en el lenguaje, pero no en nuestra experiencia. Pero decir que no a algo supone decir que sí a otra
cosa. Y ese precisamente debería ser nuestro objetivo: elegir. Elegir siempre lo mejor para nosotros,
para nuestra empresa.
Ya he dicho que un 85% de los directivos tiene problemas para decir que no cuando piensa que debe
hacerlo. Y esto es común, al menos, a todo lo que consideramos el mundo latino 5. Por eso se
publican continuamente libros de autoayuda. Nos cuesta negarnos a una petición un tanto abusiva de
un jefe, de un colaborador, de un cliente, de la esposa o de un hijo.
En realidad, nunca debemos decir no, porque el cerebro procesa mal la negación. Recientes
experimentos han demostrado que una frase en negativo es un 48% más difícil de comprender, dando
la razón a la programación neurolingüística, que establece que el cerebro no procesa el no. Pero
decir que no a algo supone decir que sí a otra cosa. Y ese precisamente es nuestro objetivo: elegir.
Elegir siempre lo mejor. Pero elegirlo nosotros, sin ceder a presiones externas. Eso no es egoísmo:
es libertad personal.
Por supuesto, decir que no no supone tener que emplear una frase negativa: siempre podemos
expresarlo en positivo. Si alguien nos solicita algo que no deseamos conceder, cabe responder algo
como: «me encantaría, en cuanto pueda»... Y si estamos dispuestos a concederlo, pero más tarde:
«En un par de días te lo haré; en este momento estoy ocupado en otra cosa». Pero lo importante es la
actitud: sentirse bien, con la seguridad interna de que estamos haciendo lo que debemos. Y de que es
la mejor forma de lograr el respeto y el afecto de los demás.
La educación recibida
Los que ahora estamos trabajando hemos sido ¿educados? mayoritariamente bajo esa amenaza de
nuestros seres queridos. Pienso que la consecuencia frecuente es que seguimos actuando a nivel
inconsciente, bajo el temor a esa amenaza: perder el afecto de los demás.
La consecuencia de esa amenaza es una baja autoestima. Es un problema muy extendido en todo
nuestro entorno a juzgar por lo mucho que se publica sobre el tema. Esa baja autoestima está
favorecida por la frecuencia con que se nos critica o se nos dice, de pequeños, que somos malos o
mentirosos. Se destacan nuestros defectos –«para corregirlos, claro»– y no se ponderan nuestras
capacidades.
La falta de autoestima proviene de una creencia limitadora acerca de nuestra propia identidad. Y
tiene consecuencias importantes en nuestro modo de vivir.
Aunque estén llenas de buena voluntad, la familia y la escuela nos han programado –es normal– de
acuerdo con sus conocimientos, con una visión de corto plazo, decíamos, para ser niños buenos. Y
cabría añadir a esto un cierto y justificado matiz defensivo. Un niño es un peligro. Su curiosidad y su
sed de descubrimiento, junto a su inexperiencia, lo convierten en un buscador de situaciones de
riesgo, a veces, incluso, para su vida, y siempre para el sueño, la tranquilidad y la economía de sus
padres.
La autoestima aparece desde que nacemos; el niño reclama afecto, nutrición y cuidados de todo tipo.
Vive pendiente de obtenerlos. Necesita sentirse querido y aceptado. En un principio el afecto solo lo
recibe a través del contacto físico. Pero en cuanto la relación se complementa con la palabra, la
manera de comprobar el grado de afecto que le tienen es a través de los comentarios halagadores o
desdeñosos que recibe de quienes lo rodean. Las alabanzas o las críticas se convierten en la medida
del valor que le conceden los demás. Pero los halagos suelen llegar cuando responde positivamente a
las expectativas, no necesariamente realistas y generosas, que los demás mantienen sobre él.
Al pasar los años, eso abona el terreno para que el niño pase a convertirse en un adulto con dudas,
con opiniones pesimistas acerca de su verdadera valía. Si nuestra autoestima es baja seremos
excesivamente vulnerables a las críticas o simples comentarios de los demás. Trataremos de
disimular nuestros fallos, para no incurrir en ellos. Y como compensación, seremos también
excesivamente críticos con los colegas, como defensa inconsciente de un «y tú más». La
consecuencia de esta falta de autoestima es que tengamos una necesidad excesiva de complacer a los
demás, de buscar su aprobación.
¿Es malo complacer a los demás? Por supuesto que no. Pero cuando la necesidad es mayor,
inconscientemente, de lo que nos conviene, corremos un riesgo: abandonar nuestros intereses,
nuestras propias responsabilidades, para atender a las de los otros. Lo que no solo no es bueno, sino
que ni siquiera resulta ético aunque lo vistamos con el disfraz de la generosidad. En todo caso, esa
generosidad estaría en dar voluntariamente, y no en ser incapaces de negarnos a que nos arrebaten
algo.
Todos queremos agradar a los demás y ganarnos su aprecio, pero es mucho más probable que lo
consigamos si somos sinceros y directos con ellos. ¿Cómo te sientes si ganas su aprecio cediendo?
Este comportamiento tiene otra consecuencia, lamentablemente no grata: lejos de generarnos aprecio,
nos acaba restando el respeto de los otros. Nos convierte en sujetos fácilmente manipulables. Y los
demás lo perciben. Dar una buena excusa te saca del apuro. Lo malo es que luego hace que te sientas
mezquino y cobarde.
Imagina que te piden en tu empresa que te quedes a deshora para terminar un asunto. Si buscas una
excusa –«tengo que ir al aeropuerto a buscar a mi cuñada»– estás perdido, les estás poniendo en
bandeja la ocasión de ser tu juez, y buscarte las vueltas: «no importa, llama por el móvil y di que
cojan un taxi», o «pídele a tu hermana que vaya en tu lugar». Si realmente no deseas ir –estamos
hablando de que es tu tiempo libre, al que tienes derecho, y que el asunto no te parece grave para la
empresa– di, simplemente: «lo siento, esta tarde tengo otro plan». Ni mientes, ni pones excusas. Es
más importante conseguir el propio aprecio siendo asertivo. Siempre tienes derecho a decir no, y a
poder hacerlo sin sentirte culpable.
El niño es un ser totalmente libre, en lo bueno y en lo malo, hasta que interviene la educación. Como
norma general, se nos combate la soberbia –lo que es totalmente adecuado–, con una insistencia
importante en inculcarnos humildad –lo que es altamente discutible–. Los que ahora somos adultos
hemos sido educados (?) mayoritariamente bajo esa premisa. Veamos lo que dice el diccionario:
Que hay que huir de la soberbia, ¿quién lo duda? No hay nada más repulsivo. Claro que se la
combate bastante con el desprecio general. Pero que lo bueno sea exactamente lo contrario, es más
que discutible. Ya sé que tu sentido común te lleva a pensar que la humildad es otra cosa:
simplemente no ser soberbio. Y claro que, en eso, llevas razón.
Jesús, Buda y prácticamente todas las religiones importantes, predicaron la compasión y el amor
universal. Pero las raíces del judaísmo en las que se apoyaron luego el cristianismo y el islamismo
han sido utilizadas por los poderes públicos –y en cierto sentido, por la escuela y la propia familia–
de un modo represor. Hacer que nos sintamos débiles y pecadores ha formado parte importante en
nuestra educación, y quizá de nuestra cultura. La razón era para empujarnos a la virtud, pero la
verdad es que, con la sana intención de hacernos perfectos –o, al menos, soportables–, de pequeños
hemos oído muchos más reproches que alabanzas.
Nos han hecho creer que la humildad es una virtud. Es una idea muy extendida. Lo dicen, incluso, los
diccionarios. Es curioso que una idea tan universal esté tan aceptada... y sea falsa, a mi juicio. Ya sé
que no te lo parece, pero trataré de convencerte.
¿De verdad te parece eso una virtud? Como dicen ahora los chavales, «no cuela». Santa Teresa, que
no era sospechosa6, decía: «Humildad es andar en verdad». Por supuesto. Y desde luego, si le
hubiese gustado la humildad no le hubiese cambiado el nombre.
Se argumenta a veces que lo contrario de un vicio –la soberbia– ha de ser una virtud –la humildad–.
No siempre es verdad. Muchas veces es más cierto que la virtud está en el centro: lo contrario a la
avaricia no es la largueza sino el despilfarro; lo contrario a un cuerpo obeso no es un cuerpo normal,
sino uno esquelético; lo contrario a un gigantismo patológico es un enanismo igualmente patológico.
Los extremos son igualmente patológicos.
Se nos ha inculcado durante la infancia la humildad, que en la versión más frecuente no es otra cosa
que hipocresía. Cuando se pregunta públicamente a alguien algo tan simple como «¿qué tal
conduces?» suelen oírse respuestas como: «mi suegra dice que va tranquila conmigo», o «mi seguro
me ha devuelto parte de la prima». Si la pregunta se hubiera referido a otra persona, la respuesta
habría sido sincera, directa, del tipo «bien», o «muy bien», si era eso lo que se pensaba.
¿Por qué ese afán de hacernos humildes? Quizá en defensa propia: el humilde es más manejable para
la familia, para la escuela, para el país, para todo el mundo.
Ya sé que tú entiendes –ahora– otra cosa por humildad. Por sentido común. Pero recuerda que
humildad y humillarse tienen la misma raíz. Seguro que no te gusta que te humillen, que no te gustaría
que te presentaran como «una persona humilde, con padres humildes, que vive en una casa humilde,
con un puesto de trabajo humilde, con un coche humilde»...
Pero si rechazo la humildad es por sus consecuencias. La más habitual es una baja autoestima. Es un
problema muy extendido en todo nuestro entorno. Esa baja autoestima quizá esté favorecida también
por la frecuencia con que se nos critica o se nos dice, de pequeños, que somos malos o mentirosos, o
se destacan nuestros defectos y lo poco que se ponderan nuestras capacidades. Todo lo cual ni
siquiera es bueno social o laboralmente, porque la persona con baja autoestima es más proclive a la
crítica, a destacar –cuando no a inventar– los defectos ajenos, para no sentir tanto el peso de los
propios.
Si conectas la tele verás montones de gente criticando con dureza –¿con qué derecho?– lo que hacen
o no hacen los famosetes. ¿Cómo se atreven a juzgar a los demás? Entiendo que la virtud es la
sinceridad, es decir, manifestar, cuando te preguntan, lo que de verdad piensas, como cuando se trata
de otro. Lo que, por supuesto, no tiene nada que ver con la pedantería ni con la arrogancia. No se
trata de ir presumiendo de lo bien que se hace algo. No se trata de mostrarse superior a nadie. Pero
tampoco de fingirse –ni menos aún, de sentirse– inferior. Se trata, tan solo, de ser sinceros y de
aceptar que somos, cada uno de nosotros, algo importante, valioso. No más que nadie, pero tampoco
menos que nadie, y que por ello merecemos respeto, empezando por el de nosotros mismos.
Sólo respetándote a ti mismo puedes actuar con la asertividad, con la autoridad que mereces,
tomando las decisiones oportunas, escuchando a quien haga falta, pero de acuerdo con tus criterios.
Por cierto, la humildad la conoces desde pequeño; la asertividad, me temo que solo hace cuatro días.
La competitividad
Por una parte, en nuestra cultura reina la competitividad desde la escuela. Eso casa mal con lo de no
herir a los demás; no se dice, pero el éxito se busca casi a cualquier precio. Al no respetar
demasiado a los demás, tampoco se siente tener derecho a su respeto.
Más tarde seguimos aprendiendo a través del juego y del deporte. Puedes hacer una lista de decenas
de ellos: del parchís al póquer, del monopoly a las damas, del fútbol al ajedrez, del atletismo a la
natación, todos tienen algo en común: son competitivos. Son lo que llamamos juegos de suma cero7:
si uno gana es porque otro pierde. No digo que sea malo en sí, pero llega a serlo cuando se convierte
en una tragedia que tal equipo de elite pierda una final y quede el segundo en una competición.
La consecuencia lógica es que cada uno de nosotros tiene buenas probabilidades de convertirse en
enemigo de los demás, de ser una persona conflictiva para otros.
Cada noche, concursos, series y películas siguen reforzando la idea y la práctica de la competición.
La ficción cinematográfica tiene tres niveles de lucha: el primero, lucha mediante abogados; el
segundo, lucha a golpe limpio, y el tercero, lucha a tiros. Pero siempre se trata de derrotar al
contrario, que suele ser el malo, o incluso de hacerlo desaparecer. Y el bueno, con el que nos hemos
identificado a nivel inconsciente, siempre gana, cosa que no sucede en la vida real. Por eso
preferimos las películas.
A nivel personal hay quien se siente infeliz porque su yate tiene quince metros y el de su colega
veinte. Cuando lo consiga de veinte metros mirará el de treinta de un vecino. Y así sucesivamente se
puede generar una infelicidad consistente y duradera. Y enemistad. Porque la competitividad se
centra en el tener, que nunca es suficiente, y no en el ser, que sería lo conveniente, en todo caso.
Por supuesto que al salir al mercado es necesario competir con las otras empresas. Es preciso
competir en calidad, en precio, en plazo, en servicio... Y casi se trata más de estar compitiendo
permanentemente consigo mismo, en una mejora constante. Cooperar entre empresas competidoras es
tan conveniente para ellas que está prohibido, porque no es bueno para el mercado: se llama cartel.
Y provoca multas de los poderes públicos porque las petroleras, o las eléctricas o las telefónicas, se
han puesto de acuerdo –es decir, no han competido, sino que han cooperado– y nos han subido los
precios; por cierto, sin mejorar en absoluto la calidad del servicio, cosa que ya no es necesaria.
En las ciudades hay zonas con varios cines. ¿Son competencia? Desde luego, compiten en poner las
cintas más taquilleras, incluso en confort. Pero si vas a uno y no encuentras entradas o la película ya
ha empezado, ¿qué haces? Después de haber conseguido aparcar, te metes en el cine de al lado,
aunque no te apetezca tanto. Ya no son competencia, sino involuntarios cooperadores. Si hay dos
restaurantes vecinos ocurre otro tanto. Lleno el uno, en lugar de esperar, entras en el otro. ¿No cabría
plantearse la cooperación en comprar, por ejemplo, con menos trabajo, doble volumen de existencias
y a mejor precio? De hecho, los viejos gremios o las actuales asociaciones empresariales no son sino
ejemplos de cooperación.
Nos han dicho que «los hombres no lloran» cuando nos hemos caído, dejándonos la rodilla en carne
viva; o «si te gusta un chico, que no se te note», cuando la adolescente empezaba a relacionarse con
el otro sexo. O «los hombres no tienen miedo», cuando tu corta edad y la situación lo hacen propicio.
Es decir, estamos programados para ocultar o disimular nuestros sentimientos, y no para expresarlos
con la libertad de quien cree tener derecho a ello. Ni para defenderlos contra las personas
conflictivas que pretenden abusar de ellos.
Creencias
El hombre es lo que cree.
Chejov
Las creencias son los filtros de nuestra concepción del mundo. Son las ideas que tenemos acerca de
cómo son las cosas, cómo funciona nuestra vida, cómo son las relaciones y el mundo en general. Son
las fuentes más importantes de nuestra forma de ser y estar en la vida. Rigen el cerebro, hacen
posible la acción, el comportamiento y son las fuentes más importantes de motivación. Si juzgamos
una cosa como cierta es como si transmitiéramos al cerebro una orden acerca de cómo debe
representarse lo que sucede.
Las creencias se constituyen a través de las experiencias personales, grandes o pequeñas, vividas o
inventadas, que constituyen la historia personal. Las fuentes más importantes son los entornos en los
que hemos nacido y vivido, especialmente la niñez y la adolescencia.
Estas brújulas nos guían hacia nuestros objetivos y nos inspiran la confianza de que podremos
alcanzarlos, si son creencias facilitadoras, o la sensación de que fracasaremos, si son limitadoras.
Una creencia puede resultar facilitadora en determinada situación y limitadora en otra. Por eso es
fundamental conocer cuáles son las creencias que nos mueven para lograr nuestros objetivos.
Las creencias limitadoras que más nos afectan están en el inconsciente, por eso resulta más difícil
identificarlas.
Estamos repletos de esas creencias. Una persona de cada siete tiene problemas para decir que no
cuando piensa que debe hacerlo: para rechazar un capricho de su hijo, para rehusar acudir a una
fiesta que no le interesa, para defenderse de los ladrones del tiempo, para rehusar asistir a una
reunión que prevé inútil, para frenar una iniciativa injusta o para cosas más simples, como reclamar
algo en un restaurante o una vuelta incorrecta en un taxi. Y esto es común a todo lo que consideramos
el mundo desarrollado. ¿La causa? Todo indica que tenemos una baja autoestima.
Se está mejorando mucho. Se escriben montones de libros de autoayuda para paliarlo, pero todavía
queda camino por recorrer.
Las creencias limitadoras tienden a ser de una de estas tres clases: el objetivo es:
El primer paso para recuperar la libertad es reconocer que los sistemas de creencias no son
inmutables; los solemos cambiar por la experiencia: después de conocer algo de paleontología
podemos abandonar el Creacionismo, después de vivir unos años en Alemania podemos aceptar que
los alemanes no son tan cabezas cuadradas, podemos modificar las creencias viviendo una situación
que las refute.
La comunicación interpersonal
La comunicación es la capacidad que tenemos para relacionarnos entre nosotros. Dedicas a ella del
orden del 85% de tu jornada, de modo que es importante. Es la causa de tus éxitos... y de muchos de
tus problemas, sobre todo con las personas con las que acabas teniendo conflictos.
Hay una inquietante paradoja en la comunicación. Nadie está contento con la comunicación que
recibe: siempre hay quejas, pero nadie alberga dudas acerca de la que emite. Esta evidencia implica
una importante paradoja. Y justifica la dificultad de mejorar una capacidad... que nadie cree
necesario mejorar a nivel personal, porque todos nos comunicamos bien, son los otros los que no nos
entienden.
Eso está incluso en el lenguaje. Cuando damos una explicación, acabamos preguntando ¿me
entiendes? El fallo se le supone al otro, por supuesto. El concepto comunicación es, pues,
inseparable de la relación interpersonal.
El problema mayor que aparece en la comunicación, y más aun con personas conflictivas, es el de no
llegar a ser comprendido, o ser comprendido a medias o defectuosamente. En ambos casos no se
consigue alcanzar el resultado que se pretendía.
Fallos en el proceso
Suele haber una notable diferencia entre lo que tú pretendes comunicar y lo que el otro capta. Para
que la comunicación sea eficaz no es suficiente con trasmitir un mensaje, sino que es necesario que
tenga para el receptor el mismo significado que para el emisor. En muchas ocasiones esto no se
produce y entonces hablamos de degradación de la comunicación.
Esta degradación condiciona la eficacia de la comunicación y suele estar provocada por dos
factores:
Al negociar o discutir
Tengo la convicción de que nadie ha ganado nunca una discusión. Lo malo de ellas es que el ego de
cada uno queda inevitablemente comprometido en la defensa de su postura. Y a partir de ahí... Pero
en muchas ocasiones, como cuando negocies, te verás envuelto en una discusión. Es difícil en esta
circunstancia comportarse con la frialdad y el control que te interesan. Pero en todo caso:
• No combatas las palabras del otro. No te interesa. Eso supone llevar al otro a no escucharte y a
combatir las tuyas.
• No rechaces, replantea. Es más inteligente no crear antagonismo y limitarte a plantear tus ideas
sin rechazar las otras, aunque no las quieras aceptar.
• Parafrasea y reformula. Reformular las ideas del otro, aceptando solo lo que compartes, no
implica aceptación, pero tampoco rechazo. Es menos agresivo.
• No digas «sí, pero...». ¿Recuerdas tu bachillerato? «Pero, conjunción adversativa». Te
conviertes en adversario del otro: le das la razón («Sí») para quitársela de inmediato
(«pero...»). No es el mejor comienzo posible. Resulta preferible olvidarse del pero y sustituir
la adversativa por una ilativa: «Además, yo añadiría que»... la cuestión es no propiciar el
enfrentamiento de argumentos. Eso no supone, naturalmente, tener que aceptar los suyos.
El feedback corporal más simple para manifestar tu acuerdo es asentir con la cabeza y sonreír.
Escuchar activamente
La escucha tiene un problema: el cerebro es seis veces más rápido que la lengua. Eso deja vacíos
que solemos ocupar de formas muy diversas, pero que llevan a no prestar toda la atención a nuestro
interlocutor. En consecuencia, solemos escuchar de modo deficiente, lo que repercute en perjuicio
nuestro. En la medida en que estamos pendientes de nuestro proceso cerebral, perdemos la esencia
de la comunicación: poner en común, compartir con el otro nuestro pensamiento.
Oír es sencillo, es lo que hace el oído. Comprender es más complejo, es una actividad cerebral, es
captar, comprender y dar sentido a lo que se oye. La escucha activa debe ser necesariamente más
activa que pasiva, implica la capacidad de escuchar no solo lo que la persona manifiesta, sino
también sus pensamientos y sus sentimientos, que están detrás de lo que se está diciendo. Para
comprender a alguien se precisa empatía: saber ponerse en el lugar de la otra persona, «meterte en su
pellejo». Mientras el otro habla, estamos más ocupados en preparar nuestros propios argumentos que
en comprender lo que se nos comunica.
Una buena forma de verificar lo que se nos ha dicho es completar la explicación con algún grafico o
similar. Para muchas personas lo visual es un estupendo complemento de lo escuchado.
Y evita:
El silencio
• Enfatizar lo dicho.
• Hacer reflexionar.
• Captar la atención.
• Crear expectación.
• Hacer hablar.
Tiene, sobre todo, el efecto de hacer hablar al otro. Supone una importante y a la vez educada
presión psicológica. Ante el silencio, uno se siente empujado a hablar. Y con frecuencia se acaba por
decir algo que se quería reservar. Ya dijimos antes que eres dueño de tus silencios y esclavo de tus
palabras. Esto lo hace enormemente útil al hablar con personas conflictivas, en las negociaciones o
en cualquier tipo de entrevista.
La comunicación no verbal
Nuestros mensajes suelen ser más complejos de lo que parecen. Una parte importante de la
comunicación no la emitimos a través de las palabras que pronunciamos sino mediante otros
vehículos: el gesto y el tono de voz.
Nos comunicamos sin cesar: a veces con palabras, y con mucha más frecuencia con el lenguaje
corporal. Este es, en su mayor parte, inconsciente, y confirma o desmiente el verbal. Cada gesto es
una palabra.
Estos gestos son, por cierto, perceptibles por completo para cualquier persona aunque no conozca en
absoluto el idioma en que se estén expresando.
Con un equipo numeroso de 1.500 personas, Albert Mehrabian realizó una interesante investigación
para determinar la comunicación de actitudes en personas de diferentes países, edades, cultura y
clase social. El resultado arrojó las siguientes cifras, un tanto sorprendentes a primera vista, sobre
los tres modos de nuestra comunicación:
A pesar de que la primera sensación es de rechazo, la experiencia nos confirma estos resultados. No
tenemos ninguna dificultad en captar la violencia de una discusión, aunque tenga lugar en un idioma
que desconocemos. Y en una reunión quizá hable uno 8, pero todo el mundo está comunicando
gestualmente su acuerdo o desacuerdo con lo que escucha, su impaciencia...
Del mismo modo, un bebé percibe el afecto que recibe de un adulto; o un animal doméstico la actitud
de su amo o la amistosa u hostil de un extraño, aunque no comprendan las palabras.
Sabemos, por otra parte, que palabras aparentemente amables pierden su significado si el tono de voz
o el gesto parecen desmentirlas.
— Comunicando actitudes y motivaciones interpersonales, ya que existe una base biológica innata
para las señales no verbales, que provoca una respuesta emotiva inmediata y de gran potencia.
En el caso de personas conflictivas, sus motivaciones pueden ser explosivas.
— Apoyando la comunicación verbal. El ritmo de emisión, el tono de voz y el énfasis que
pongamos son vitales para determinar, por parte de quien nos escucha, el sentido de los
mensajes. Los gestos aumentan el significado de los mensajes: sincronizan los cambios de
acción de quienes dialogan y nos indican a través de la observación cómo está siendo
percibido lo que estamos diciendo
Los gestos, como las palabras, son polisémicos, es decir, tienen varios significados (cara puede ser
costosa o rostro; rascarse la nariz puede indicar picazón o mentira, y cosa, aparato o cacharro
pueden tener decenas de significados).
Los gestos, como las palabras, se presentan en frases, y las frases no verbales son, en su mayor parte,
inconscientes, y por eso siempre delatan la verdad. Pero los gestos han de analizarse en su contexto y
agrupados.
La consecuencia más importante, quizá, es tomar conciencia de que cuando existe discrepancia entre
los mensajes recibidos de distintas fuentes, se presta más atención a los menos manipulables –tono
de voz y gestos–, pero, en general, toda la persona pierde credibilidad. La palabra es muy
manipulable. Si el tono y el gesto son sarcásticos...
Cuando las palabras manifiestan tranquilidad o amor, pero el tono de voz o el gesto no confirman
esas actitudes, es más que probable que las palabras no sean creídas. Al fin y al cabo, mentir con
palabras está al alcance de cualquiera, pero fingir con la voz o con el gesto, no.
Por la expresión facial se puede conocer el estado emocional de quien habla. Los ojos, las cejas o la
boca modifican la expresión según las emociones. Las cejas, por ejemplo, pueden denotar enfado, si
están fruncidas, confusión, a medio fruncir. Se elevan ante la sorpresa, y más aún por la incredulidad.
Si quieres obtener una respuesta positiva de quien te escucha, tienes que presentar una expresión
facial agradable. El objetivo debe ser la transmisión de un mensaje no verbal: «me encanta que me
escuches».
Lo que está claro es que necesitamos manejar adecuadamente nuestra expresión facial si queremos
tener una comunicación eficaz.
• Procesamos la información a través de los sentidos. No tenemos otro contacto con el mundo, ni
de entrada ni de salida.
• Existen dos niveles simultáneos de comunicación: consciente e inconsciente. Este último es, sin
duda, el más frecuente.
• Aceptamos con más facilidad lo conocido. La gente creía que la tierra era plana hasta 1492. Aún
hoy un tercio de la humanidad lo piensa, a pesar de que Eratóstenes calculó su radio con escaso
error en el siglo III aC.
• No existen fracasos en la comunicación, solo resultados. Solo sabemos qué es lo que ocurre,
pero siempre ocurre algo.
• El mapa no es el territorio, sino su representación. Y aquí viene un problema: cada cual tiene un
mapa diferente. Nos empeñamos en que los demás coincidan con nuestro mapa, en vez de
averiguar qué tiene el suyo. Y el mapa de las personas conflictivas suele diferir del nuestro:
están enfadadas, se sienten culpables, carentes de autoestima, molestas con el mundo...
• La resistencia en el receptor nos habla de la inflexibilidad del emisor. Somos nosotros los que
tenemos que cambiar, al menos en el modo de comunicarnos.
• Hay que mantener limpios y abiertos los canales sensoriales (evitar interpretaciones). De otro
modo la comunicación sufre.
• Rapport es el encuentro de dos personas en el mismo modelo del mundo; cuando no sucede
espontáneamente tenemos la opción de acompasar.
• Todo comportamiento tiene una intención positiva. La gente quiere su bien, incluso ser feliz.
• Todo el mundo posee los recursos necesarios para realizar cualquier cambio que desee. La
cuestión es proponérselo.
Percibir la microconducta precisa ejercitarse en la observación hasta adquirir una habilidad que
denominamos calibrar. Esta habilidad resulta de la mayor utilidad, sobre todo si se establecen
relaciones de causa efecto: cómo se reacciona ante una situación o ante una información, por
ejemplo.
Calibrar significa reconocer una serie de signos externos de lo que llamamos microconducta, como
la expresión del rostro, el color de la piel... Todo el mundo lo hace a niveles más o menos sencillos.
Detectamos la alegría, la pena, la rabia o el azoramiento (por el rubor), pero cabe mejorar la
habilidad de forma importante consiguiendo mayor agudeza. Se señalan no menos de cincuenta
elementos a calibrar.
Esto nos puede permitir obtener informaciones acerca de la actitud del interlocutor y del impacto que
nuestro mensaje ha producido en él en un momento dado, y aprovechar al máximo la respuesta
recibida para mejorar la calidad de nuestro nuevo mensaje a emitir.
Como en tantas otras ocasiones, no estamos haciendo más que comprender y tecnificar –modelar, en
lenguaje de PNL– habilidades a veces muy antiguas.
Los vendedores chinos de jade calibraban ya, hace cinco mil años, a sus
compradores. Durante el interminable regateo observaban atentamente la pupila de su
eventual cliente, e iban bajando poco a poco el precio. Cuando observaban un
repentino aumento de la pupila de su interlocutor dejaban de bajar; sabían que era una
señal de compra.
Cuando las personas se gustan, se parecen; y cuando se parecen, se gustan. Y aparece el rapport.
Cuando existe una buena comunicación entre dos individuos, surge naturalmente una especie de
mimetismo en la conducta. Ambos tienen actitudes similares: las posturas y los movimientos están en
armonía, como sincronizados. Las voces también se acuerdan, en volumen, en tono, en ritmo o en
entonaciones, e incluso en la elección de las palabras, de las expresiones.
Este fenómeno se conoce como rapport o sintonía. Se refiere a una situación puntual en las
relaciones humanas que se caracteriza por tener armonía, acuerdo, conformidad. Esta situación es
deseable al eludir o resolver conflictos o, simplemente, al negociar, al comunicarse con alguien. Se
ha observado también en nuestra relación con los animales de compañía, especialmente entre el
perro y su amo.
El rapport se produce de modo espontáneo cuando se dan las condiciones adecuadas. Cuando no hay
acuerdo no se produce sintonía.
Pero, de modo inverso, hemos aprendido a facilitar la sintonía a través de las técnicas de
acompasamiento. La sintonía es espontánea, inconsciente; el acompasamiento es consciente,
deliberado.
El acompasamiento es un arte más que una técnica, porque no se consigue con el mero reflejo
mecánico de las posturas y gestos de otra persona, que podría tomarse, incluso, como una burla.
El acompasamiento debe realizarse con discreción, pero hay que acompasar algunas facetas del otro,
no todos sus movimientos. Para ello hay que agudizar la percepción y calibrar los aspectos más
característicos de la microconducta de la otra persona.
Es posible acompasar incluso por teléfono (los últimos cuatro elementos citados antes).
¿Cuándo hay que acompasar? ¿No resulta muy complicado estar pendiente también de esto en una
conversación delicada? No te obsesiones: es suficiente con hacerlo al principio de una conversación,
para facilitarla, y cuando surja alguna dificultad, para poderla superar más fácilmente. Es una técnica
muy natural, muy sencilla de aplicar y fácil de recordar. Se convierte en una costumbre. Al principio
se suele temer que nuestro interlocutor se dé cuenta de ello. No suele ocurrir, con tal de ser
suficientemente discreto, precisamente porque es un proceso que aparece de modo espontáneo.
Se nota que se ha establecido rapport cuando tras haberse acompasado verbal y no verbalmente con
el otro, al modificar ligeramente el propio movimiento, el otro nos sigue. Tras establecer el rapport
se hace posible liderar, cambiando la propia conducta para que el otro nos siga.
Siendo asertivo
Eleanor Roosevelt
La única forma de corregir la tendencia a sentirse vulnerable ante las personas conflictivas es
desarrollar nuestra asertividad. Por cierto, ¿cuánto hace que conoces esta palabra? No demasiado,
porque a la gente no le interesa la gente asertiva, sino la fácilmente dominable, la fácil de manejar.
Ante una situación incómoda, como la que te plantean con frecuencia personas conflictivas, cabe
también la actitud asertiva. Es la más eficaz: resistirse a lo que se percibe como injusto o
inconveniente, discutir o negarse con amabilidad, pero con firmeza. «Lo siento mucho, pero»...
Es lo que se conoce como patrón respetuoso de afrontamiento. La persona manifiesta lo que le gusta
o le molesta, pero lo sabe hacer sin rechazo ni violencia, con firmeza. No se siente agredida, pero no
acepta la imposición ni el chantaje.
La persona asertiva sabe decir que no sin ofender. Es capaz de hacerlo con una sonrisa. Si la persona
conflictiva se pone insistente, pesada, es su problema, pero no el tuyo. Obviamente, esta es la única
actitud acertada. Lo inteligente es ser asertivo. La respuesta deseable a las situaciones incómodas
que nos plantean continuamente las personas conflictivas es desarrollar la asertividad que nos falta.
No es fácil desarrollar esa asertividad porque hemos sido educados en lo contrario.
¿Eres asertivo?
El niño es asertivo, cuando nace, por naturaleza. No se lo plantea. Llora cuando quiere algo –aunque
sea, ¡ay!, de madrugada–, y su palabra preferida es NO, tan pronto como aprende a hablar.
Los padres, lógicamente, se defienden. Al niño se le va programando prácticamente desde que nace.
El objetivo es, al menos, doble: de un lado, es preciso irle dando la necesaria preparación para la
vida. De otro –menos confesado por padres y educadores– es conveniente hacerlo lo más cómodo y
manejable posible. Sobre todo para ellos.
Este segundo y nunca explicitado objetivo tiene una insospechada consecuencia. Una vez
convencidos, por ejemplo, de que «si no nos dormimos pronto –o no nos tomamos la sopa, o no
dejamos de llorar– mamá o papá no nos querrán», estaremos dispuestos a callar y apretar los ojos
por muy desvelados que nos sintamos.
De ese modo, se nos enseñó a sentirnos ansiosos y culpables. Es decir, se estimuló una de nuestras
emociones básicas de supervivencia: el miedo a perder algo deseado o querido.
Una vez que se sabe lo molesto y doloroso que es sentirse ansioso o culpable, uno trata de hacer lo
posible para evitar esos sentimientos. Con lo que nuestros padres consiguieron controlar nuestra
asertividad infantil natural, molesta para los adultos como sabe quien ha tratado niños. Es normal,
por otra parte, que nuestros padres acudieran al mismo método de control psicológico que se utilizó,
en su momento, con ellos.
Esta manipulación emocional se lleva a cabo de una manera tan sencilla como espontánea. Ante cada
una de las situaciones cotidianas, nuestros padres tratan de modificar o condicionar –«modelar», en
términos de programación neurolingüística– nuestro comportamiento, transmitiéndonos ideas y
creencias acerca de cómo se debe comportar la gente: «eso no se hace», «eso no se dice», «eso no se
mira», «eso no se toca». Con ello intentan controlar nuestra conducta, al propiciar en nosotros
sentimientos de ansiedad y culpabilidad ante la idea de actuar de otro modo. Obviamente, no hay
límite para este tipo de control. En plena madurez, el hijo puede seguir siendo objeto de estos
intentos si no acierta a cortarlos.
Este es un ejemplo de actitud no asertiva. No se actúa por deseo o convencimiento propio, sino por
temores más profundos suscitados por los demás.
Este método de control no solo es utilizado por los padres. También el niño aprende a entrar en el
juego de estos pequeños chantajes como forma de resolver sus problemas o de lograr lo que desea.
Así, por ejemplo, es probable que el niño descubra que es más eficaz decir «me duele la tripa» que
confesar que no tiene hambre y soportar la coacción de terminar lo que tiene en su plato, o que es
preferible pedir un vaso de agua a confesar que tiene miedo a la oscuridad, o que «calentar» el
termómetro es el modo más eficaz de no ir a clase. Se convierte, a su vez, en un manipulador.
Más adelante, ya adultos, las actitudes e ideas infantiles en las que hemos sido educados nos hacen
manipuladores y/o susceptibles a la manipulación por parte de los demás, que también lo
aprendieron de pequeños. De forma quizá subconsciente, pero muy eficaz, serán capaces de suscitar
en nosotros los mismos sentimientos de ansiedad y culpabilidad que experimentábamos en nuestra
infancia para obligarnos a hacer lo que ellos quieran, aunque nosotros no tengamos deseos de
hacerlo.
Imagine que está enfrascado en un asunto que le interesa. La puerta de su despacho se entreabre y
aparece la cabeza de un compañero. «¿Tienes un minuto?»
Si usted no reacciona de modo asertivo, los próximos quince o veinte minutos han dejado de ser
suyos. La «buena» educación que ha recibido actuará, muy probablemente, en contra de sus
verdaderos deseos e intereses, y a favor de los de su compañero.
Si desea recuperar la libertad de acción y poner fin a la manipulación de los demás, bueno será que
tenga en cuenta los derechos asertivos que formula Manuel J. Smith10. Helos aquí. Cada individuo
tiene derecho, según él, a:
• Ser el único juez de su propio comportamiento, sus pensamientos y sus emociones, es decir,
tomará sus decisiones por su propio criterio, sin pensar en el «qué dirán» los demás.
Esto no supone que tengas derecho a llegar a tu casa a las tres de la mañana y decir a tu pareja:
«A ti qué te importa de dónde vengo». Tienes contratos –escritos o no– con otros: pareja,
padres, jefe, amigos... y debes respetarlos y darles explicaciones, pero solo a ellos, y solo en lo
que les concierne.
Este derecho a ser tu único juez implica moralmente, en contrapartida, una obligación paralela:
renunciar a juzgar a los demás en lo que no te afecta. No tienes derecho a juzgar a tus
subordinados, sino a sus actos. Por ejemplo, no tienes derecho a decir «eres un desastre
haciendo informes», sino «a este informe le sobra esto y le falta esto otro». Y puedes juzgar la
gestión de tu alcalde, o del presidente de Gobierno –para eso contribuyes a pagarles un
salario–, pero no su vida privada. Y por supuesto, no tienes derecho a los cotilleos tan
habituales: «Mira aquella gorda, va a reventar», o «¡Qué pantalones lleva el viejo aquel!». Ya,
ya sé que lo hace todo el mundo, pero realmente no tenemos derecho.
Lo mismo cabría decir del juicio a los hijos. No cabe incriminarles con un «eres un mentiroso»,
sino con un «en esto me has mentido», mucho más eficaz si lo que se busca es modificar una
conducta y no convertirla en algo crónico. Si el niño se oye calificar de mentiroso puede acabar
pensando: «mi padre siempre lleva razón; y si soy un mentiroso, lo normal es que mienta».
La recompensa inmediata de no juzgar a los demás en lo que no te afecta es que vives mucho
más feliz ocupándote solo de lo que realmente te importa.
• No tener que dar razones o excusas para justificar su comportamiento; justificarse es tanto
como conceder a otros el derecho a juzgarnos.
Perdemos demasiado tiempo justificando nuestros actos y nuestras decisiones. Esto es, también,
consecuencia de nuestra inseguridad, de nuestra falta de autoestima, que nos hace buscar en
exceso la aprobación ajena. Supone conceder a los demás el derecho a juzgarnos. Y solo te
debes a tu propia conciencia.
Otra cosa es que consultes, en caso de duda, a alguien en cuyo criterio confíes.
• Juzgar si asumes o no la responsabilidad de encontrar soluciones para los problemas de otras
personas; aquí he respetado la grafía de Smith: yo hubiera dicho simplemente decidir. Esto no
supone actuar de modo egoísta, sino que la generosidad en la ayuda debe ser voluntaria y no
forzada. Ayudamos porque queremos, no porque nos lo impongan. Cuando la realidad es que no
has sabido negarte, no ha habido generosidad, sino debilidad.
• Cambiar de opinión. Tenemos un sabio refrán: «es de sabios cambiar de opinión», pero nos
resistimos a ello: somos esclavos de lo que hemos dicho. Está bien respetar la palabra
empeñada, pero puedes cambiar de opinión porque tienes más información o porque la procesas
de otro modo.
• Cometer errores, aunque siga siendo responsable de ellos; no pasa nada por errar, siempre que
sea en cosas diferentes11; los directivos líderes se equivocan tres veces más que los normales...
porque asumen riesgos, y son los que hacen avanzar al mundo.
• Decir: «No lo sé» es una confesión habitual en gente madura y experta, que sabe adónde llega su
experiencia.
• Tomar decisiones ajenas a la lógica, o que así se lo parezcan a otros; así se lo aconseja su
intuición. Para algo dispone de una inteligencia emocional apoyada en su experiencia.
• Decir: «No lo entiendo»; esta confesión se evita por miedo a haber comprendido mal o no haber
entendido al otro.
• Decir: «No me importa». No todo debe importarnos, solo lo que de verdad nos importa, lo que
es relevante para nosotros.
En la medida en que renunciemos a ejercer esos derechos, renunciaremos también a evitar posibles
conflictos emocionales con los demás.
La persona asertiva:
• Defiende sus derechos. Los defiende con firmeza y naturalidad, respetando en la misma medida
los derechos ajenos.
• Logra sus metas sin herir. Persigue sus propias metas con ahínco pero sin herir por ello a los
demás. No trata de manipular ni de invadir.
• Confía en sí misma. Tiene confianza en sí misma y en sus propias posibilidades.
• Expone con facilidad sus sentimientos y sus propósitos; en síntesis, comunica a los demás lo
que se propone conseguir, tratando con ello de propiciar una actitud de cooperación.
Esto es contrario, también, a lo aprendido. No somos asertivos porque así hemos sido educados (las
chicas, a que no se les note que les gusta un chico, por ejemplo; los chicos, a no llorar, a no
exteriorizar emociones).
• Decide por sí misma, aunque respete y tenga en cuenta las opiniones y los sentimientos de los
demás; respeta en la misma medida en la que exige ser respetada.
• Hace honor a su palabra. Cuando hace una promesa siempre la cumple. Quienes están a su
alrededor confían en ella por ese motivo.
Es fácil que tengamos tendencia a sentirnos ansiosos y culpables por temor de haber hecho algo mal,
o de no haberlo hecho. Este es un ejemplo de actitud no asertiva. No se actúa por deseo o
convencimiento propio, sino por temores inconscientes más profundos suscitados por los demás.
La persona asertiva es tan consciente de sus derechos como de los derechos las los demás. Le gusta
conocer a los demás en un plano de igualdad, sin pretender estar por encima. Ser asertivo no supone
ser agresivo o egoísta, o tratar de dominar a los demás. Significa solo ser capaz de resistirse a
abusos ajenos, de decir, claramente lo que se desea o siente, ser consciente de que se merece respeto
y actuar en consecuencia.
Recuerda que nadie te va a respetar si no comienzas por respetarte tú mismo, lo que no se opone,
todo lo contrario, a que respetes del mismo modo a los demás. No debes sentirte más que nadie, pero
tampoco menos que nadie. La persona asertiva no tiene por qué ser competitiva, no se siente
superior, no trata de ganar a los demás, sino de ser independiente, o mejor, interdependiente.
Ser asertivo significa ser capaz de expresarse con seguridad sin tener que recurrir a comportamientos
pasivos, agresivos o manipuladores. Esto supone un mayor autoconocimiento: conocerse y estar de
acuerdo consigo mismo, tener el control del propio «yo» real. Requiere saber escuchar y responder a
las necesidades de otros sin descuidar nuestros propios intereses o comprometer nuestros principios.
Su meta es que todos salgan ganando, por lo que la persona asertiva está dispuesta a negociar y a
comprometerse de forma positiva.
Si todo esto no te afecta, enhorabuena. Perteneces al quince por ciento que se ha librado de ese
problema. Pero pregúntate si te queda algún resto. Felizmente, la asertividad puede aprenderse, pero
no de un día para otro, ni sin esfuerzo. Requiere constancia. Ser asertivo es algo más que saber tratar
a las personas conflictivas. Es una forma de desarrollo personal. Desarrollo personal que es esencial
para alcanzar tu éxito, para ser feliz y saber que tu vida tiene un propósito. De ti depende decidir lo
que quieres, tanto de la vida como de cualquier situación particular. Establece tus objetivos y lucha
por ellos.
La persona que no es asertiva deja que pasen las cosas, se somete a ellas y espera a ver lo que
ocurre. Pero si eres asertivo, serás tú quien decida lo que vas a hacer, lo que vas a buscar. Y pasaras
a la acción para lograrlo.
La gente eficaz se equivoca tres veces más que los mediocres. La razón: se arriesga. A veces se
equivoca, pero aprenderá de sus errores y sabrá intentarlo de nuevo. Son los que hacen avanzar al
mundo.
La autoestima
Emerson
Los prisioneros de los campos de concentración nazis hubieron de soportar situaciones límite. Pero
las personas con una autoestima elevada, como el psicoterapeuta Víctor Frankl, pudieron
sobrellevar amenazas, penalidades y humillaciones que comportaban niveles elevados de estrés y
que para otros resultaban insufribles.
La autoestima permite tener la certeza de que se poseen los recursos internos necesarios para superar
las dificultades (lo cual es absolutamente cierto, como enseña y demuestra la programación
neurolingüística). Es el mejor antídoto contra las personas conflictivas.
La falta de autoestima proviene de una creencia limitadora acerca de nuestra propia identidad. Y
tiene consecuencias importantes en nuestro modo de vivir.
Aunque estén llenas de buena voluntad, la familia y la escuela nos han programado –es
sobradamente lógico– de acuerdo con sus creencias y sus conocimientos, con una visión de corto
plazo, decíamos, para ser niños buenos, y no para ser adultos eficaces y felices. Cabría añadir a esto
un cierto y justificado matiz defensivo. Un niño es una maravilla, pero también un peligro: su
curiosidad y su sed de descubrimientos, junto a su inexperiencia, lo convierten en un buscador y
generador de situaciones de riesgo, a veces para su vida, y siempre para la economía, la tranquilidad
y el sueño de sus padres.
El otro día, Daniel, el hijo de una querida amiga, fue con sus compañeros de clase a
visitar una granja. Por supuesto, es bueno que, con tres años, los niños descubran que
la leche sale de las vacas, y no de un árbol o de una botella. Al día siguiente su
madre, ocupada con internet pero repentinamente inquieta por su silencio, acudió a la
cocina. Lo sorprendió junto al frigorífico abierto de par en par, sentado entre un mar
de huevos rotos, muy compungido, mientras perforaba el enésimo cascarón
gimoteando: «¡éste tampoco tiene pollito!».
Oímos muchas veces «eso no se hace» y recibimos pocos aplausos. Según un estudio, un niño oye la
palabra no una media de cincuenta veces al día. Y esta inevitable represión resulta, con frecuencia,
perniciosa para la autoestima del niño; está convencido de que sus padres lo saben todo, que son
seres maravillosos y que no se equivocan nunca. Así que si uno de ellos es demasiado crítico, el niño
asumirá esas críticas a ciegas: ¿cómo puede alguien tan maravilloso estar equivocado? Si no trata,
más tarde, de cambiar conscientemente esa idea infantil, crecerá creyendo que se merece esas
críticas. Si no hace un esfuerzo, las aceptará inconscientemente durante el resto de su vida. Recibe a
veces –o percibe, que a sus efectos es lo mismo– un mensaje equívoco: «si no eres bueno, si no
obedeces, no te quiero», lo que resulta un auténtico chantaje emocional. Y varias décadas después
seguimos pagando las consecuencias.
La inteligencia emocional nos ofrece la posibilidad de modificar ese estado de cosas, de gestionar
nuestra autoestima, de variar cómo nos percibimos y nos valoramos, de cambiar la manera en que nos
comunicamos e interactuamos con los demás. Pero eso no es gratuito. Conseguirlo nos reclama
dedicarle tiempo, energía e ilusión.
En la evolución humana el cerebro ha pasado por distintas etapas que han dejado su huella
fisiológica y funcional. Lo que la inteligencia emocional ha dejado al descubierto –la experiencia nos
lo debiera haber confirmado hace tiempo– es que esas etapas y esa función siguen actuando día a día.
Así el cerebro más elemental –el tallo encefálico, o rinencéfalo, o cerebro reptiliano– se ocupa de la
supervivencia del individuo y de la especie; es la sede, por tanto, de todos los conflictos
relacionados con el hambre, el sueño, el cansancio o el sexo, por citar los más frecuentes. Las
carencias en todas esas circunstancias propician el conflicto. Un pederasta, un acosador, un violador,
son personas a las que sus conflictos en el terreno sexual los llevan a serios problemas, a la cárcel y,
en ocasiones, al asesinato.
Un segundo cerebro –el emocional, o límbico– se ocupa ya de algo más complejo: la emoción, la
experiencia. Despreciado por los pensadores (?) de todas las épocas es el que toma, con más
frecuencia de la que admitimos, buena parte de las decisiones humanas, y probablemente la mayoría
de las que provocan conflictos. Aquí están, sin duda, los celos, generadores de un sinfín de los
problemas humanos, la envidia, los sentimientos de culpa...
En primer lugar, los celos de pareja; para la psicóloga estadounidense Lillian Glass, «los celos son
la raíz de toda toxicidad en las relaciones humanas». Es humano necesitar que nos quieran, pero
pretender en exclusiva el amor de los demás supone un vínculo dañino, que en ocasiones es capaz de
llegar al asesinato de la persona ¿amada? Más de una mujer muere en nuestro país cada semana por
ellos. La «razón: mía o de nadie». Esa es la tremenda emoción que lleva a la muerte a muchas
mujeres. Más de un tercio de sus despechadas parejas, presas del mismo conflicto emocional,
deciden suicidarse. Pero ahí actúa su cerebro reptiliano, que les impide hacerlo, y sobreviven,
malheridos. El límbico ha funcionado –«he decidido matarme»–, pero el otro también
–«sobrevivo»–. Si es una mujer la del conflicto emocional, después de ingerir un frasco de pastillas
se las arregla para llamar por teléfono a una amiga y conseguir un lavado de estómago salvador. La
naturaleza es sabia.
Pero no me refiero sólo a los celos de pareja, sino a todos ellos. A los del padre, madre, hermano,
amigo o familiar que le han regañado a lo largo de toda la vida, al profesor que lo humillaba de
pequeño12, al jefe o al cliente que se complace en hacerle sentir inferior, al médico que en lugar de
tratarle con respeto –usted es su cliente– le desprecia.
El origen de estos celos, de esta envidia, está en el ansia de éxito. Por eso hay personas próximas, en
nuestro entorno familiar, laboral o social, cuyos comentarios y actitudes nos amargan la existencia.
Por cierto, una parte importante de este cerebro lo constituye la amígdala, un verdadero centro de
alarma. En ocasiones, ante una persona conflictiva, se puede producir un «secuestro amigdalar», un
estallido que nos hace perder el control y que no nos beneficia en absoluto.
El tercer cerebro, el cortical o cognitivo, el que nos hace plenamente humanos, se ocupa del
pensamiento, y quizá refuerza la idea de envidia, de aspiraciones a lo que pensamos que los otros
tienen y nosotros anhelamos: inteligencia, belleza, juventud, suerte... es, quizá, el menos propicio a
un conflicto emocional, pero puede intensificarlo o propiciar estrategias más sibilinas. Pero es
también el que nos puede permitir descubrir inteligentemente cómo sentimos y propiciar soluciones
positivas a nuestros conflictos, desarmando las emociones que quizá nos amargan la vida, a nosotros
y a los demás.
Una creencia puede resultar facilitadora en determinada situación y limitadora en otra, por eso es
fundamental conocer cuáles son las creencias que nos mueven para lograr nuestros objetivos.
El primer paso para recuperar la libertad es reconocer que los sistemas de creencias no son
inmutables: podemos modificarlas por experiencia o viviendo una situación que las refute o,
deliberadamente, mediante el análisis.
________________
8. Entre latinos no es lo más frecuente, tendemos a hablar más de uno.
9. Alguien que profesionalmente depende de sus manos (un músico, un artista, un cirujano...) probablemente dará la mano con delicadeza
para protejerla. Lo mismo sucederá con alguien que tenga un problema físico como la artrítis.
10. Cuando digo NO, me siento culpable. Ed. Grijalbo
11. Hace poco he visto a una persona inteligente alabar a otra: «Puede que se vuelva a equivocar, pero será en algo diferente». Esa es la
clave de la sabiduría.
12. Una colaboradora, próxima a la cuarentena, me confesaba entre lagrimas una observación de un profesor ante un examen, cuando
ella tenía catorce años: «Con ese culo, cómo quieres aprobar». Debo decir que ella tenía un cuerpo normal, pero veinte años después aun
le dolía la frase.
5
Conflicto organizacional
Los conflictos no siempre se originan a nivel personal. Una persona conflictiva consigue en
ocasiones transmitir a un grupo la extensión de un problema.
Los individuos o los grupos en desacuerdo tratan de que su causa o punto de vista prevalezca sobre
el de los demás. Pero convencer «al otro» no resulta fácil.
Cuando los desacuerdos proceden de la parte racional o de la intuitiva del cerebro cortical hay una
cierta posibilidad de convencer al otro, es posible argumentar, aportar datos. Cuando los
desacuerdos vienen de la parte emocional, el debate es más difícil: participa activamente la
experiencia del interlocutor, pero actúa sobre todo la parte emocional de uno y otro; es una zona que
se descubre más difícilmente, si es que no se oculta de modo inconsciente. El problema es que la
parte emocional está siempre «racionalizada» por la cognitiva.
Cuando uno de los grupos está influido por alguien conflictivo, la dificultad se multiplica. El carisma
o la autoridad del jefe puede ser la única vía para resolver la situación.
El directivo no está entrenado en la resolución de conflictos, sin embargo, dedica a este quehacer una
parte significativa de su jornada, lo que hace que actúe de modo un tanto improvisado, fiado de su
instinto y su experiencia.
Cuando aparece un conflicto, las reacciones más habituales de los directivos suelen ser:
• Negarse a aceptar que hay un problema. «Aquí somos una gran familia.»
• Ocultarlo. «Aquí no pasa nada.»
• Poner paños calientes. «No es para tanto.»
• Matar al mensajero. Enfadarse, incluso, con quien se atreve a denunciar que exista.
El problema se acaba valorando cuando alguien asertivo muestra su enfado. De algún modo es lo que
ocurre en el cuento del Conde Lucanor El rey desnudo: nadie se atrevía a confesarlo por miedo a
arriesgar su posición.
Resolución de conflictos
Como en todo conflicto, hay que partir siempre de lo mucho que une. Eso es lo que hace resoluble un
conflicto.
Es conveniente destacar ese interés que tengan en común a través de la comunicación; que sea lo
suficientemente fuerte como para que lo interioricen. Una vez que se hayan hecho cargo de él, es cosa
de luchar para que, de interés en común, se convierta en interés común.
Es importante que cada participante vaya situando a los demás, que comprenda sus motivaciones e
incluso que se pongan de acuerdo, en cierto sentido, antes de emprender la tarea. Ésa es una tarea
pedagógica. No se trata tanto de forzar como de hacer que comprendan que el interés particular se
logrará mejor a través del interés común.
Para que puedan ser satisfechas las propias necesidades, es necesario que cada uno tenga conciencia
del otro. Esto solo es posible si cada uno comprende sus propias motivaciones y las de los demás, lo
que le permitirá prever las consecuencias de las acciones que quiere emprender. La falta de
comunicación es el primer problema. Nos cuesta explicitar cuáles son nuestras propias necesidades,
y con frecuencia hay que adivinarlas. Sobre todo las de los directivos, que se ocultan
innecesariamente. Aquí siempre resulta rentable la transparencia, salvo contados casos.
Pero cuando la gente trabaja conjuntamente hacia un objetivo común, la confianza y el compromiso
aparecen de modo natural.
La cooperación es la mejor solución: se presenta cuando dos personas trabajan juntas para obtener
metas compartidas. Es posible que coexistan el conflicto y la cooperación, así dos personas pueden
coincidir en los objetivos pero mostrar mucha discrepancia respecto a la manera de conseguirlos.
Cuando hablamos de manejar el conflicto, queremos decir que deberíamos buscar formas de
equilibrar el conflicto y la cooperación. Esto es fácil entre personas normales, pero más difícil con
las conflictivas.
Esa era antes la idea, pero el concepto actual sostiene una nueva perspectiva.
El concepto tradicional sostenía que el conflicto es innecesario y perjudicial. Creían que surgiría
solo si los directivos no aplicaban los principios en la dirección de la empresa, o si no comunicaban
a los empleados los intereses comunes que los unen a la dirección, que son mayoría.
Lo mismo ocurre entre personas. El conflicto nace del desconocimiento. De la falta de percepción de
que hay más cosas en común que unen, que son más importantes que las que separan, y que conviene
defenderlas.
El concepto tradicional del conflicto empezó a cambiar a medida que las investigaciones de sus
causas comenzaron a separarlas del error de dirección, y las ventajas de manejarlo eficazmente
comenzaron a ser reconocidas.
La perspectiva actual sostiene que el conflicto no solo es inevitable en las organizaciones, sino que
resulta necesario. No es que haya que buscarlo, por supuesto, pero cuando aparece hay que
aprovecharlo.
Esta perspectiva señala, sin embargo, que el exceso de conflicto resulta disfuncional. Pero también
puede resultar perjudicial la insuficiencia de conflicto, porque puede hacer poco eficaces a las
organizaciones. El conflicto puede conducir a la búsqueda de soluciones. Sin él cabe lo que
conocemos como «morir de éxito».
La respuesta sería, con esta perspectiva, manejarlo para aumentar al máximo sus aspectos benéficos.
Debidamente manejado, el conflicto aporta valor. Permite:
Etapa 1. Conocimiento
Las partes que han entrado en conflicto van tomando conocimiento de una confrontación, que es la
primera indicación de que existe (antes no se percibía o se negaba). Se perciben necesidades o
valores incompatibles. Una parte toma una posición que se opone a la de la otra.
Puede haber miedo, agresión o ataque, o una reacción paranoide de autodefensa en esta toma de
posición. La energía emocional es alta, porque se percibe la diferencia.
Etapa 2. Diagnóstico
En esta fase las partes evalúan el tipo de conflicto. Suele ser de valores, de necesidades, de recursos
o de método.
Es importante detectar si tiene consecuencias concretas y tangibles para las partes. Si afecta el
tiempo, la propiedad, el dinero o la salud de las partes, o es sobre necesidades. Las necesidades
humanas más elementales, como hemos visto, están basadas en impulsos básicos de supervivencia
del individuo o de la especie. Si se ataca al respeto, la imagen profesional frente a la sociedad, el
estatus... es un conflicto sobre valores.
Un valor es un elemento elegido inconsciente y libremente para formar la conciencia o el yo. Es muy
importante, pues forma parte del yo e influye en la vida entera de una persona o comunidad. Los
valores de una persona no pueden ser, en ningún caso, objeto de negociación. No cabe negociar con
una madre la venta de un hijo, o de una persona el alquiler sexual de su pareja, a menos que haya
abandonado esos valores previamente. Cabe recordar, a este respecto, la trama de Una propuesta
indecente.
Esta fase supone la comprensión de las diferencias y la reducción del nivel de energía emocional, de
manera que las partes en disputa puedan manejar el conflicto. Implica estar de acuerdo en reducir la
conducta destructiva y las actitudes y sentimientos negativos de cada parte hacia la otra.
El acuerdo puede no ser definitivo, sino uno provisional que habilite a las partes para explorar las
diferencias y generar respeto mutuo.
Aquí se reduce la energía emocional de la primera fase. Hay mutua aceptación de las diferencias.
Esta fase pone en juego los procesos de solución de problemas que permitan establecer un curso de
acción eficaz, llegando a una solución que satisfaga los intereses principales de las partes.
• Escuchar activamente.
• Cuidar la relación.
• Distinguir entre posiciones en intereses.
• Buscar resultados mutuamente beneficiosos.
Consecuencias funcionales
Existe un nivel óptimo y sumamente funcional en el cual el desempeño alcanza su nivel máximo.
Consecuencias disfuncionales
Cuando intervienen en exceso los egos de las personas implicadas crecen las posibilidades de que el
conflicto sea disfuncional. Entonces puede ocurrir que el conflicto organizacional dé lugar a
reacciones muy diversas que:
• Afecten a la cooperación entre directivos. Eso hace más difícil la coordinación de las
actividades de gestión de la organización.
• Afecten negativamente la capacidad de cada parte, por la aparición de prejuicios, para
interpretar y comprender objetivamente la postura de la otra parte.
• Ralenticen el cambio de la organización. Si el grado del conflicto es demasiado bajo, la
supervivencia se verá amenazada porque no podrá satisfacer las demandas del entorno.
• Arriesguen las probabilidades de supervivencia si el grado del conflicto es demasiado alto.
• Distorsionen las percepciones y los estereotipos negativos. Cada grupo puede pensar que su
capacidad y su rendimiento es superior.
• Se radicalicen las posiciones. Para enfrentarse a la otra parte, cada grupo elegirá representantes
más duros y menos dialogantes.
En toda situación conflictiva, el comportamiento de las personas implicadas puede adoptar formas
diferentes en función de dos dimensiones:
• Asertividad: Tendencia del individuo a satisfacer los intereses propios que considera legítimos.
• Cooperación: Tendencia del individuo a satisfacer las necesidades e intereses de los demás.
Las diversas combinaciones de cooperación y asertividad dan lugar a cinco estilos distintos de
abordar los conflictos:
Cuando se trate de personas conflictivas la tentación más habitual será, según los casos, competir,
evitar o ceder. Fallará la cooperación y, posiblemente, la asertividad.
Estilo 1. Competir
En este estilo existe un cierto aire de sacrificio de los propios intereses. Acomodarse puede parecer
generosidad o abandono, obedeciendo las órdenes de otras personas cuando se preferiría no hacerlo,
y cediendo al punto de vista de los demás.
Es una persona con una alta asertividad y baja cooperación. Tratará de satisfacer sus propios
intereses a expensas de los demás. Este estilo es agresivo, a menudo incluso combativo: una parte
trata de imponerse a la otra.
Esta persona abusará siempre que pueda del poder. Utilizará cualquier método, incluso la fuerza, que
le parezca apropiado para salirse con la suya; argumentos, estatus, amenazas...
La competición puede referirse a defensa de los derechos propios, defensa de una posición que se
considera correcta, o simplemente esforzarse por ganar. Esta persona provoca también agresión. Es
muy difícil llevarla a otro terreno.
Estilo 2. Colaborar
Es la actitud opuesta, que corresponde a una asertividad y una cooperación altas. La colaboración
implica un intento de trabajar con las otras personas para encontrar alguna solución que satisfaga
completamente los deseos de todos. Implica entrar en una cuestión para identificar las
preocupaciones que afectan a todos los individuos y encontrar una alternativa común.
La colaboración supone analizar cualquier desacuerdo para averiguar los puntos de vista del otro. Se
busca la resolución de las cuestiones que hayan provocado enfrentamientos más o menos serios y la
búsqueda de una solución creativa para un problema común.
Estilo 3. Negociar
Los asuntos se afrontan más directamente que en el de evitar, aunque no se trabaja tanto en ellos
como en el de colaborar.
Una actitud negociadora puede buscar partir la diferencia, intercambiar concesiones mutuas o buscar
soluciones intermedias.
Estilo 4. Evitar
Estilo 5. Ceder
Es un estilo propio de una persona alta en cooperación y baja en asertividad. El individuo con este
estilo tenderá a olvidar sus propios intereses para satisfacer los de los demás. Puede que más tarde
se sienta frustrado por su debilidad y se reproche no haber actuado más enérgicamente.
En este estilo existe un cierto aire de sacrificio de los propios intereses. Acomodarse puede parecer
generosidad o abandono, obedeciendo las órdenes de otras personas cuando se preferiría no hacerlo,
y cediendo al punto de vista de los demás.
Aunque la mayoría de la gente tiene un estilo dominante del conflicto, también incorpora
generalmente aspectos de los otros estilos. Su estilo dominante puede variar, además, de un conflicto
a otro, dependiendo de cómo evalúa la situación. La percepción del estilo de la otra persona influye
substancialmente en la elección del propio ante el conflicto.
McClelland señaló que el ser humano tiene tres tipos de necesidades que marcan sus preferencias y
determinan su comportamiento:
• Las de poder
• Las de afiliación
• Las de logro
Podríamos definir a cada individuo como un porcentaje de cada necesidad (por ejemplo, 50% de
poder, 30% de afiliación, 20% de logro). Aunque se alterna de unas a otras, cada una de estas
necesidades puede ser más importante que las demás en un momento dado. Y lo que es más
importante, la aparición de una en el interlocutor facilita que respondamos en el mismo sentido.
Cuando alguien nos desafía, por ejemplo, respondemos con poder; si se nos trata con amabilidad,
responderemos con afiliación.
Por lo mismo, es probable que uno se comporte de forma diferente, por ejemplo, si se percibe en la
otra persona una actitud complaciente que si parece competir. En situaciones del conflicto es
importante recordar que se percibe y reacciona de acuerdo con el comportamiento del otro. Siempre
hay consecuencias del conflicto: la relación queda probablemente afectada, para bien o para mal.
No hay un estilo mejor que otros. Cada estilo tiene utilidad en diferentes circunstancias. Por ejemplo:
– Competir: Se utiliza ante emergencias que requieren una rápida acción. Su finalidad es reducir
costes, imponer disciplina y luchar contra quienes cometen abusos.
– Colaborar: Es el enfoque apropiado para integrar soluciones. Sus ventajas son varias: se
aprende, se fusionan perspectivas diferentes, se aumenta el compromiso y se mejoran los
sentimientos que afectan a la relación entre personas.
– Negociar: Es el estilo a adoptar cuando los objetivos no merecen estilos más asertivos, o
cuando los oponentes se encuentran en la misma posición de fuerza y se comprometen con
objetivos excluyentes. También se puede utilizar cuando hay presión del tiempo.
– Evitar: Cabe utilizarlo cuando el asunto es trivial o existen otros más urgentes, o bien si las
posibilidades de éxito son nulas y es necesario tranquilizar la situación para ganar perspectiva
y dar paso así a otros asuntos más urgentes.
– Ceder: Es la forma ideal de que te escuchen y mostrarte razonable. Este enfoque permitirá
minimizar las pérdidas, ocultar errores y lograr una mejor armonía.
El conflicto positivo
Hemos dicho que el conflicto es inevitable en cualquier grupo. Siempre hay intereses contrapuestos.
Ocultarlo o desconocerlo es una estrategia peligrosa que conduce a la insatisfacción de los
participantes. Un conflicto a nivel razonable es prueba de que el grupo está vivo.
El conflicto no aparece, se elabora. Cómo respondemos al conflicto es lo que determina si este podrá
evitarse, resolverse o, al contrario, si se le permitirá llegar a una disputa por todo lo alto.
Los conflictos por asuntos se convierten a veces en conflictos de relación. La solución de conflictos
entraña un elevado riesgo de dañar las relaciones y disminuir la eficacia de las organizaciones. Las
personas tienen poca o ninguna experiencia de ningún método de solución de conflictos. En la idea de
la mayoría, la posesión de la mayor influencia se equipara con la posesión del mayor poder.
El jefe común de las personas implicadas debe asumir, más que otra cosa, un papel de mediador,
incluso de coach, entendiendo que:
Es vital difundir la cultura de que el conflicto debe ser manejado abierta y adecuadamente por todos.
Cada vez resulta más importante el manejo rápido del conflicto. El conflicto, o mina o fortalece la
confianza. El rumbo común se encuentra conciliando intereses personales. Se trata de combinar las
mejores ideas para satisfacer las necesidades más importantes. Con independencia del resultado final
del conflicto, su presencia cuesta tiempo, energía y dinero a la organización.
Las consecuencias del conflicto pueden también ser positivas. La resolución del conflicto conduce a
menudo a un cambio de organización conveniente, a una mayor cohesión entre unos y otros y a mayor
madurez de los individuos o del grupo. Cuando se alcanza en conjunto una solución, cada uno gana
respeto y admiración por el otro.
¿Qué tipo de reacción tienes cuando tropiezas con una persona conflictiva? No será extraño que lo
hagas de forma muy negativa, pero lo más probable es que eso no te convenga. Acabarás como el
otro, poniéndote a su altura, y además frustrado y enfadado contigo mismo por haberte dejado llevar.
Plantéate cuál sería tu forma más sensata de actuar.
Para un manejo personal eficaz del conflicto es necesario adoptar estas estrategias:
Puede convenir que algunas cuestiones se traten a nivel personal y privado, y no en el transcurso de
una reunión. Las personas ceden más en un diálogo cara a cara que cuando exponen sus opiniones en
público y pueden ser criticadas.
Cada uno tiene la suya. Recordar la culpa de los otros solo crea más resentimiento. Y sobre todo, no
se trata de culpar a nadie (véase capítulo 3), sino de buscar soluciones.
Di lo que piensas, sin ofender, sin acritud, pero sin subterfugios que oculten tus sentimientos. Habla
en primera persona. Expresa tus necesidades, tus expectativas. Si es necesario, muestra tu ira. Es una
emoción natural, muy sana si la administras adecuadamente. Pero no te dejes llevar por el secuestro
amigdalar que tantos problemas supone. Si lo haces asertivamente, de modo controlado, es más
probable que el otro se entere de lo que quieres. Si te descontrolas y pierdes los nervios...
Escuchar atentamente
Escuchar es la parte más importante de la comunicación, es la que permite el contacto, sobre todo si
nos enfrentamos a personas conflictivas. Si no escuchamos atentamente lo que nos dice la otra parte,
no podremos resolver la confrontación. Hay que oír también lo que nos comunica, de manera
silenciosa, con el lenguaje del cuerpo.
Y también tenemos la oportunidad de devolverle a la otra persona lo que ha dicho, diciéndole: «tú
piensas que»... Parafrasear es útil para aclarar puntos, sobre todo para hablar con alguien que está
enfadado.
Asegurar un proceso justo
El método que usamos para resolver el conflicto es tan importante como la propia solución, pues
muestra nuestros valores. La percepción de injusticia puede destruir el proceso, que tiene que ser
justo para todas las partes del conflicto.
La tendencia emocional nos puede llevar a mostrar nuestros desacuerdos. Es más fácil atacar a la
otra persona que solucionar el problema inicial. El único modo en que podemos resolverlo es atacar
el problema, y esto implica frenar la agresividad que puede aflorar en cualquier momento y que
generaría, a su vez, respuestas agresivas de otras personas. Estas secuencias de acciones propias y
respuestas ajenas en escalada de la agresión se incorporan a las entidades de un modo permanente.
Una cultura social agresiva se nutre y reproduce a través de conductas individuales agresivas, a las
cuales justifica en un círculo vicioso difícil de romper
Sobre todo en el caso de que no se quieran modificar. El problema de las posiciones es que están
muy ligadas al ego. Cambiarlas es muy difícil, porque supone renunciar a algo que se ha anunciado
como exigible, y por tanto como invariable. Decir, por ejemplo, «no puedo bajar de 100» y cambiar
después supone aceptar que previamente se ha mentido. Lo mismo ocurre con el otro, con el que «no
podía subir de 60»; también ha mentido.
Es importante describir qué es lo que se quiere obtener, buscar los intereses verdaderos de las
partes, explicando la importancia de cada uno, detectando los que parecen incompatibles y los que lo
son en realidad.
Centrarse en cómo construir un futuro mejor
Tratar de definir qué es lo que queremos que sea diferente mañana, para todos.
Proponer alternativas
Será más fácil encontrar soluciones si son varias y diversas, buscar opciones de ganancia mutua.
Las organizaciones, tanto públicas como privadas, pagan miles de millones de euros al año por
gastos derivados de los conflictos. Pero habitualmente el análisis de los costes ocasionados por un
conflicto se queda exclusivamente en el terreno de lo que cuesta su resolución por vía judicial.
Sin embargo, los conflictos que llegan a ser ventilados ante el juez son solo una mínima parte de la
totalidad de los que aparecen en las organizaciones, y su coste es poco representativo frente al
conjunto de los menos visibles y controlables que provocan.
Diversos estudios han mostrado que los directivos y mandos de organizaciones deben destinar entre
un 30% y un 50% de su tiempo a la atención de conflictos.
Hacer un enfoque sistémico de los problemas
Recuerda
Tus mejores instrumentos para la solución eficaz de los problemas serán siempre:
Entre las personas conflictivas más dañinas hay que incluir, en un triste papel estelar, a las más
tóxicas: las que provocan el mobbing, también conocido como psicoterror, hostigamiento o acoso
moral.
¿Qué hace al mobbing tan peligroso? De un lado, la frecuencia con que triunfa, destruyendo al
individuo; de otro, la gravedad del daño que provoca, e incluso la frecuencia con que aparece en la
vida laboral de una persona: la probabilidad de sufrirlo se estima en un 25%. Parece que afecta en
torno al 15% de la población activa. Está considerado como la nueva plaga laboral del siglo xxi.
El mobbing causa enormes sufrimientos a las personas, y afecta seriamente a la competitividad de las
empresas, aunque no es exclusivo de ellas. Aparece también en las mujeres maltratadas, y
probablemente en los hombres maltratados, aunque su número es escaso, pues lo sufren
vergonzantemente y no hay estadísticas fiables.
Es enormemente difícil defenderse del mobbing, y lo peor es que acaba llevando razón, porque la
víctima se acaba convirtiendo en la persona insociable, con dificultades de relación y de escaso
rendimiento de que se la acusaba –en falso– inicialmente.
¿Qué es el mobbing?
Digamos, de entrada, que el mobbing no tiene nada que ver con la dureza o la conflictividad de
algunos jefes, ni de algunas parejas. El mobbing se traduce con frecuencia por acoso; en la empresa,
acoso laboral. No es un término demasiado apropiado, porque el mobbing implica, como veremos,
aspectos pasivos que responden más a la palabra hostigamiento, más amplia, pero lamentablemente
más larga.
El etólogo Konrad Lorenz describió el mobbing como el ataque conjunto de un grupo de miembros
débiles de una especie contra otro individuo de la misma más fuerte que ellos.
«...los conflictos son inevitables. No estamos hablando aquí sin embargo del conflicto. Nos referimos
a un tipo de situación comunicativa que amenaza infligir al individuo graves perjuicios psíquicos y
físicos. El mobbing es un proceso de destrucción; se compone de una serie de actuaciones hostiles
que, tomadas de forma aislada, podrían parecer anodinas, pero cuya repetición constante tiene
efectos perniciosos».
El mobbing o psicoterror no tiene nada que ver con los habituales roces, las fricciones, las tensiones
y hasta los incidentes aislados propios de las organizaciones modernas. Es normal que el incremento
del grado de interdependencia entre los trabajadores lleve con frecuencia a situaciones de conflicto
o, al menos, de desencuentro. Este tipo de desacuerdo no constituye mobbing.
«El concepto de mobbing queda definido por el encadenamiento sobre un período de tiempo bastante
corto de intentos o acciones hostiles consumadas, expresadas o manifestadas, por una o varias
personas, hacia una tercera: el objetivo».
Consecuencias habituales
Por descontado, todo ello contribuye a afectar a la calidad de su trabajo, lo que proporciona nuevos
argumentos al acosador y a todo su coro de cobardes para justificar su agresión a la víctima e
incrementar perversamente la imagen pública y el merecimiento del castigo por parte de quien lo
sufre.
La situación de ansiedad y angustia y el estrés crónico provocan inevitablemente problemas de salud.
El organismo se va deteriorando y van apareciendo enfermedades que obligan a la baja laboral de la
víctima. El absentismo, la baja productividad, la mala salud, la personalidad obsesiva serán nuevas
razones utilizadas contra la víctima.
El miedo de la víctima a ser despedida, o a tener que abandonar su puesto por problemas de salud,
supone incrementar su ansiedad y realimentar todo el círculo vicioso.
Las estadísticas señalan que en casi la mitad de los casos (45%) los desencadenantes del acoso
suelen ser los jefes directos, le siguen casi con la misma frecuencia los compañeros (44%), y
completa el censo el hostigamiento por parte de los propios subordinados de la víctima.
Cuál es la causa
El comportamiento del acosador obedece, casi siempre, a un intento de encubrir o camuflar sus
propias deficiencias personales.
Pero el denominador común, en todas las ocasiones, es un abuso perverso de poder: «Te vas a
enterar de quién manda aquí». Naturalmente, es un abuso de poder de quien no lo tiene realmente.
Una persona superior, incluso normal, no tiene necesidad de ejercer mobbing.
En el caso de los compañeros, las motivaciones pueden ser diversas, pero suele hostigarse al que es
diferente por sus ideas, comportamiento, sexo, inclinación sexual, indumentaria, raza, nacionalidad,
apariencia física o cualquier otra «razón». Pero siempre hay una actitud añadida: cobardía. Personas
que, por no significarse, por halagar al jefe, entran en el juego.
Los subordinados pueden hostigar al jefe:
• Porque no están de acuerdo con su nombramiento, que se les antoja caprichoso o injustificado
por falta de méritos.
• Porque se rebelan ante un comportamiento autoritario, arrogante o caprichoso. Estos casos son
poco frecuentes, y suelen acabar con el triunfo del propio jefe.
• Porque su política o sus medidas organizativas les hacen perder privilegios de los que estaban
disfrutando hasta entonces15. O porque tiran de la manta en temas ilegales o ilícitos que se
estaban manteniendo ocultos, o porque se niegan a participar en ellos.
Cómo aparece
E l mobbing puede aparecer de forma insensible y gradual o de modo repentino, con un cambio
brusco en la relación entre el acosador y la persona que a partir de entonces se va a convertir en
víctima de su acoso. La relación, que hasta entonces ha podido ser positiva o, al menos, normal, se
torna negativa. Esto comienza a inquietar a la víctima, que se pregunta una y otra vez por qué
aparecen problemas con el acosador. Es fácil, en nuestra cultura, que tienda a encontrar en ella
misma la causa del acoso y le aparezcan sentimientos de culpabilidad y de vergüenza.
La causa profunda de este cambio en la relación suele venir motivada por sentimientos muy humanos,
pero poco confesables. Suelen estar presentes los celos, la envidia, ante la llegada de una persona
con menos experiencia pero más cualificada, y que quizá se percibe como amenaza al propio estatus,
sobre todo de cara a futuras promociones del acosador. Así aparecen las pullas: «¿Esto es lo que te
enseñan en la facultad?». O simplemente, ante la sensación de que el jefe común le dispensa un trato
que parece de favor, se la intenta desprestigiar. Lamentablemente, las vías para ello son casi
ilimitadas.
El acoso suele comenzar con la decisión consciente o inconsciente del hostigador de «ir a por la
víctima» y de utilizar contra ella la violencia psicológica (rara vez acude a otra).
1. Incidentes críticos.
2. Acoso y estigmatización.
3. Intervención de la jerarquía.
4. Solicitud de ayuda especializada exterior y diagnóstico incorrecto.
5. Salida de la organización.
Fase de incidentes críticos
Suele aparecer como un choque, un incidente aislado, casual, entre dos personas. Esta fase dura
poco.
Acoso y estigmatización
La primera manifestación clara de lo que ya es propiamente acoso suele ser que la víctima es objeto
de críticas sistemáticas, feroces e injustificadas hacia todo lo que la rodea: su trabajo, su aspecto
físico, su forma de vestir o de hablar, sus ideas, la forma en que desempeña sus tareas... todo ello
con independencia de experiencias anteriores o de la verdadera calidad de su trabajo.
¿Por qué se unen al acosador? La mayoría de las veces por instinto gregario, o también por miedo,
para evitar el ataque sobre sí mismos, cosa que ocurre si alguien se apresta éticamente a la defensa
de la víctima. En la práctica, se aísla socialmente a la persona. Se le dificulta y casi se le niega
tácitamente la comunicación con el acosador y con el grupo. Se le excluye de las actividades sociales
informales, como el café de la mañana o la salida a comer juntos. Se la deja de invitar a las
reuniones. Se le van retirando sus cometidos de mayor responsabilidad. Se le asignan tareas de
menor categoría cada vez, o se le encomiendan encargos de imposible cumplimiento por su
dificultad, su cantidad o su plazo. Todo ello contribuye a marginar y aislar social y laboralmente a la
víctima.
Ni que decir tiene que en esta fase el estrés, claramente distrés, se ha instalado en la víctima y se ha
hecho crónico.
Intervención de la jerarquía
La alteración del equilibrio emocional y físico produce una desestabilización en la persona que la
lleva a un comportamiento antisocial que parece confirmar las críticas de sus acosadores. Es la
profecía que se autocumple.
Es normal que caiga enferma frecuentemente. Y esa profusión de bajas laborales es adecuadamente
utilizada como argumento por los hostigadores para incrementar la mala imagen de la víctima.
Si ante esta situación y por decisión propia o por presión familiar acude a solicitar ayuda
psicológica a un profesional, no es muy probable que le resulte de gran utilidad. La falta de
conocimiento de la situación le hace muy difícil ubicar dónde está el problema, que en este momento
ya no está solo en la víctima, sino en buena parte en el entorno.
El psicoterapeuta normal, poco experto en mobbing, buscará probablemente la causa del problema
en la mente, ya desequilibrada y trastornada, de su paciente. Es lo que él cree que debe arreglar. El
diagnóstico apuntará desajustes evidentes: ansiedad, estrés traumático, neurosis, depresión y hasta
paranoia. Querrá cambiar a la persona, lo que sería muy deseable, pero a estas alturas es difícil
conseguirlo sin actuar sobre el entorno, sobre la agresión continuada que está sufriendo. Por otra
parte, el conocimiento de que la víctima está recibiendo tratamiento psicológico es utilizado de
inmediato por el grupo hostigador para reforzar la idea de que esa persona no está en sus cabales y
es problemática, y que hay que librarse de ella.
Salida de la organización
Todo está listo para que se produzca a medio plazo la salida voluntaria (puesto que la víctima no
puede aguantar más) o bien la forzosa (mediante un despido), de la organización. A veces puede
darse su traslado a otro departamento. En el caso de la Administración es frecuente que la víctima
acabe solicitando su traslado a un puesto inferior, aun perdiendo estatus y remuneración.
Pero como los hostigadores necesitan seguir llevando razón, el mobbing persiste en muchas
ocasiones más allá de la salida de la víctima de la organización, a través de informes negativos,
calumniosos, que los acosadores darán a futuros empleadores dañando así también la empleabilidad
externa de la víctima.
Su recuperación suele tardar años y, en ocasiones, la víctima jamás recupera su capacidad laboral.
El triunfo máximo del hostigador es conseguir el suicidio de la víctima, cosa que ocurre con
demasiada frecuencia.
Los modos más frecuentes de hostigar a la víctima, de modo a veces sutil, a veces descarado, son:
• Dificultarle o impedirle la comunicación con otros: con compañeros, con superiores, con el
departamento de recursos humanos, con el propio jefe...
• Dificultarle o impedirle los contactos sociales o laborales más habituales.
• Restringir el uso de material o equipos, o el acceso a datos o información necesarios para el
trabajo.
• Desacreditar su reputación profesional y personal.
• Sobrecargarla de trabajos:
– Imposibles por la cantidad, la dificultad o el plazo.
– Inútiles, absurdos.
– Humillantes, degradantes.
• Desocuparla por completo16.
• Ubicarla en un rincón perdido, en un pasillo17.
Hace años, en Alemania, los psicólogos estimaron en unos 50.000 millones de euros el coste anual
del mobbing en las empresas germanas en aquel momento. Un estudio conducido por el profesor
Cary Cooper, del Instituto de Ciencia y Tecnología de la Universidad de Manchester, cifraba en
18,9 millones de jornadas laborales no trabajadas las pérdidas que causa el mobbing cada año en la
industria británica. Este estudio, que analizó setenta organizaciones diferentes, encontró mayor
aparición del mobbing en las organizaciones que se dedican a las tecnologías de la información y
telecomunicaciones, profesorado escolar y universitario y personal de prisiones, en este orden
decreciente.
Los estudios llevados a cabo por el profesor Leymann entre las víctimas del mobbing laboral
reflejan una mayor proporción de personas acosadas entre profesionales de la enseñanza primaria,
media, universitaria, de la salud (personal de enfermería en especial), cuidadores infantiles de
guarderías y escuelas infantiles y miembros de organizaciones sin ánimo de lucro o instituciones y
organizaciones religiosas.
El mobbing acaba teniendo éxito casi siempre. Se trata de una canallada cobarde pero limpia, de la
que no queda huella. Denunciarlo es complicado, y la carga de la prueba suele resultar difícil y
costosa.
El caldo de cultivo
Sin embargo, combatir el mobbing podría resultar sencillo. Para que exista es preciso que el
hostigador tenga ayuda –así aparece lo que llamamos el gang, la banda– y que haya, al menos,
testigos mudos, que se niegan a actuar. Son los que piensan: «algo habrá hecho», o los que le dicen:
«Yo no quiero líos, arréglatelas con él».
Si alguno de estos testigos mudos tuviera el valor y la honradez de prestar su apoyo, el hostigamiento
quedaría automáticamente desactivado. También reviste enorme importancia la actitud de su entorno
familiar. Es frecuente que se resista a admitir la situación de hostigamiento que relata la víctima, lo
que la lleva a sentirse aún más acosada e incomprendida. La pareja o los padres pueden aconsejar
«no te lo tomes tan a pecho», o «no te enfrentes a tu jefe», lo que aparte de resultar inútil no hace más
que agravar la situación.
Si, por el contrario, recibe comprensión y apoyo, le queda una esperanza de poder enfrentarse con
éxito al problema.
________________
13. Los datos de este capítulo están tomados, sobre todo, de mi libro Gestión del estrés y de los estudios de Heinz Leymann y de Iñaki
Piñuel y Zabala, profesor de la Universidad de Alcalá.
14. Pero no exclusivamente.
15. He sufrido personalmente este acoso por parte de varios subordinados en la primera empresa que dirigí, cuando establecí sistemas
para acabar con la costumbre de cobrar comisiones de proveedores importantes. «En cuanto te fuiste, nos volvieron a robar», me
confesaba años más tarde uno de los dueños.
16. A un estupendo profesional, director de recursos humanos de una de las mayores empresas de este país, lo mantuvieron durante
meses en su despacho, con su secretaria, sin ninguna ocupación y con prohibición, entre otras cosas, de viajar. ¿La causa? El comprador
de la empresa no creía en su política de recursos humanos (ni casi en su función).
17. En un ayuntamiento llegaron a colocar a la víctima, según la prensa, en un balcón.
7
Principios de resolución de conflictos
Se necesitan dos para entrar en conflicto, y también para resolverlo. Un directivo eficaz tiene las
capacidades necesarias para satisfacer a la vez las necesidades de los miembros de su grupo y las
necesidades de la organización.
• Esforzarme en ganar.
• Buscar mi beneficio y el tuyo.
Cuando se empuja hacia la derrota del otro, y el otro empuja hacia la derrota de uno, lo más probable
es llegar al cuadrante pierdo-pierdes, salvo que la desigualdad de fuerzas o de habilidades conduzca
a un cuadrante gano-pierdes o pierdo-ganas. Lo mejor es empujar cooperativamente hacia que el otro
gane, lo que permite alcanzar el cuadrante gano-ganas. Este es un método mediante el cual se logra
una solución que produce la satisfacción de las necesidades de las dos partes.
Dos partes tienen un conflicto de necesidades. A respeta sus necesidades, pero también tiene que
respetar las de B. No empleará el poder con la otra, pero tampoco puede ceder y dejar que la otra
venza a costa de que ella pierda. Por tanto, les conviene ponerse de acuerdo sobre una solución que
satisfaga las necesidades de una y otra, de manera que ninguna pierda. Este método gano-ganas es un
tipo especial de solución de problemas.
• «Vamos a reunir nuestra capacidad de pensamiento para ver si podemos encontrar una solución
que satisfaga a las dos partes.»
• «¿Qué solución podríamos dar a este conflicto?»
• «Tenemos que resolver un problema, adoptemos una actitud positiva y creativa.»
• ...
• Negociación
• Arbitraje
• Mediación
Negociación
La verdadera razón para que los conflictos se negocien estriba en que la negociación es beneficiosa
para ambas partes. La búsqueda de soluciones ventajosas para ambas partes es la llave del éxito de
todas las negociaciones. Esta no es un fin en sí misma, sino un medio de alcanzar unos objetivos de
forma satisfactoria. El negociador eficaz debe tener un objetivo claro, específico y realista.
La negociación ideal es aquella en que el resultado global produce el mayor beneficio posible. Este
resultado incluye no solo la solución, sino también el impacto del proceso negociador sobre los
valores, actitudes y relaciones de las personas implicadas.
El comportamiento humano
Cada una de las partes hace sus propias suposiciones. Una negociación de éxito puede depender del
acierto de estas suposiciones y de saber anticipar las de la otra parte. Es mejor entrar en la
negociación sin limitaciones autoimpuestas.
En la negociación, todas las partes tienen necesidades, directas o indirectas, que quieren satisfacer.
Cuando el tema se estudia pensando en las necesidades de la otra parte, el éxito es fácil. Cuando
estas necesidades se ignoran o cuando la negociación se aborda como una lucha, con un vencedor y
un vencido, ambas partes pierden. Esto convierte en elemento clave a la escucha activa.
Lo que hace que una negociación tenga éxito es el conocimiento del comportamiento del otro, la
preparación y la estrategia, todo ello combinado para satisfacer necesidades propias y de la otra
parte.
Cuando tenemos las ideas claras acerca de nuestras propias necesidades, deseos, creencias y
responsabilidades, podemos proceder a resolver la situación o el problema. ¿Queremos el conflicto?
Muchas veces así es. A veces estamos tan furiosos con alguien y consideramos tan justificada nuestra
actitud, que podemos sentir una extraordinaria satisfacción al medir nuestras fuerzas con la otra
persona, «enfrentándonos» y «venciendo». Si esta es nuestra actitud, seguro que acabará en conflicto,
ya que estamos a su espera del mismo y ejecutamos nuestras acciones para que suceda.
Estando abiertos podemos crear un ambiente en el que la otra persona se sienta lo bastante segura
para quedarse en una posición de igual vulnerabilidad. Si estamos dispuestos a comprender y a
aceptar la validez del punto de vista de la otra persona, sin importarnos si estamos de acuerdo o no,
podemos llegar a un entendimiento y aceptación –y finalmente a un acuerdo– por ambas partes.
El conflicto en sí mismo no es una experiencia negativa –puede ser tan esclarecedor como
desagradable–. La forma en la que decidimos responder al conflicto es la que determinará si su
efecto será positivo o negativo. Aprender a prevenir los conflictos es tan importante como aprender a
resolverlos.
Cuando nos involucramos en una situación conflictiva, a menudo asumimos el conflicto cuando
todavía no existe. Nos enredamos en emociones que pueden no tener nada que ver con la realidad.
Nos enfadamos y tenemos miedo. ¿Qué pasa si la otra persona también se está sintiendo así? ¿Qué
pasa si ella hace lo mismo? El miedo y la ira conducen a lo peor.
Solo nosotros podemos evitar que los conflictos lleguen a producirse en nuestra vida, y cómo en ese
proceso podemos hacer que nuestras relaciones sean más inspiradoras y plenas.
Lo que hace que una negociación tenga éxito es el conocimiento del comportamiento del otro, la
preparación y la estrategia, todo ello combinado para satisfacer necesidades propias y de la otra
parte. Nos trasladamos desde un estado creado por el temor a un estado de conciencia nacido del
deseo de indagar.
El proceso de cooperación
Franklin D. Roosevelt
Nuestra cultura nos fuerza a pensar en forma competitiva, en lo que conocemos como juegos de suma
cero: «Yo gano, tu pierdes». Sin embargo, la vida funciona de otro modo.
Muchas negociaciones terminan en lo que parece una victoria completa para una de las partes. El
ganador parece estar en posesión de cuanto quería y el perdedor parece haber sufrido una derrota
humillante. Sin embargo, es raro que en estas ocasiones el «acuerdo» alcanzado o impuesto
permanezca estable. La parte perdedora puede romperlo, incumplirlo o vengarse luego de algún
modo.
Técnicas de negociación
• Sube al balcón
Toma perspectiva.
• Ponte al lado de tu oponente
Conviértelo en tu socio.
• Replantea
Busca soluciones creativas. Descubre nuevas facetas. Cambia el juego.
• Tiende un puente de oro
Facilítale salvar la cara e incluso quedar bien.
• Utiliza el poder para educar
Ponle difícil el «no». Muéstrale el coste de no llegar a un acuerdo.
Un acuerdo inteligente satisface los intereses legítimos de cada parte en la medida de lo posible,
resuelve equitativamente los intereses en conflicto y es duradero.
Las negociaciones se desarrollan entre personas, y estas se comportan de forma diferente, tienen sus
propios intereses, escalas de valores, sensibilidades... Es difícil separar a las personas de las
cuestiones que se discuten, sobre todo si una de ellas es conflictiva. El ego siempre está presente.
Las «monedas de cambio» son elementos intercambiables que favorecen la negociación, todo aquello
que no es demasiado significativo para una de las partes, y por lo tanto están dispuestas a ceder
siempre que sea a cambio de algo que les sea preferible. Es importante considerar otras
posibilidades para el caso en que la negociación no permita resolver el litigio.
Arbitraje
El arbitraje es una de estas posibilidades. Supone elegir un tercero neutral para que tome una
decisión sobre el tema en cuestión, después de escuchar a las dos partes. Una vez más, se utiliza el
cerebro cognitivo del árbitro en lugar de los emocionales de las partes. Esta decisión es de obligado
acatamiento.
Este acatamiento es la diferencia esencial del arbitraje con la mediación, otra técnica muy utilizada.
Mediación
En la mediación, el objetivo principal es, como en el arbitraje, disminuir los tiempos y los costes en
relación a la solución del conflicto.
La mediación es un proceso en el que dos o más partes acceden a explorar el conflicto a través de los
servicios de una tercera persona –el mediador– que les ayuda a comprender mejor su propia postura
y la del otro lado, llegando, por lo general, a un desenlace pacífico a gusto de todos, eliminando de
nuevo los egos –las emociones– de las partes en conflicto.
El mediador se reúne con las partes en forma separada, pero aquí la diferencia es que no toma una
decisión que deba ser acatada por las partes. Su función principal es la de hacer reflexionar a las
partes para que busquen una solución que les permita superar el conflicto. De aquí se desprende que
es posible que la cuestión no se resuelva. El éxito radica en ayudarles a encontrar su intención y
voluntad de resolver pacíficamente las cosas.
Los datos apuntan a que casi un noventa por ciento del trabajo de mediador radica en su capacidad
para mantener abiertas las vías de la comunicación sincera y provechosa.
Un mediador de éxito es aquel que sabe cómo preparar a sus clientes ayudándoles a ser conscientes
de sus verdaderos intereses, necesidades y metas; escucha lo que la gente quiere y necesita realmente
en cada momento y les ayuda a solucionar esas necesidades. Para ello debe ser capaz de liberarse de
las ideas preconcebidas, de ver los conflictos objetivamente, dejando a un lado las emociones, de
escuchar con atención a cada persona, de centrarse en el proceso de la interacción de los litigantes...
8
¿Cómo tratar a personas conflictivas?
Hay un principio que debiéramos tener presente: la gente no cambia, o para ser más precisos, podría
cambiar con dificultad y solo si se lo propusiera seriamente, con lo cual deberíamos partir de la
premisa de que es nuestro interés aceptar a la gente tal y como es, lo que supone no poner ningún
interés especial en cambiarla.
Aceptando a la gente tal y como es caben tres posibilidades con las personas conflictivas:
Lo de enfadarse con las personas conflictivas es la respuesta más frecuente, más lógica... y menos
productiva. Solo se consigue mal humor, si es que no algo peor, y relaciones más difíciles. Lo de
eludirlas puede valer, si es que no se espera nada de la relación. Tampoco aporta nada, salvo
tranquilidad. Dado que no se las puede cambiar, lo único inteligente es olvidar su comportamiento y
reaccionar frente a ellas del modo que nos conviene. Hay un viejo refrán –«No ofende quien quiere,
sino quien puede»– que nos viene al pelo. A partir de ahí debe establecerse todo nuestro
comportamiento: obtener lo mejor que se pueda de la relación. Sin sentirse ofendido, por supuesto,
por sus tonterías o sus errores o, en todo caso, sabiéndolos utilizar, si cabe.
El primer paso será tratar de comprender a fondo cómo nos sentimos cuando la persona conflictiva
meta la pata. ¿Qué es lo que nos ofende? ¿Qué frases, tonterías o desplantes nos sacan de quicio?
¿Qué hay en nosotros que se revela ante su estupidez o su injusticia? Y lo que es más probable,
¿cuáles de sus gestos nos alteran? Porque probablemente es su lenguaje corporal, inconsciente e
involuntario, el que nos solivianta. Aquí es donde necesitamos un serio esfuerzo para no dejarnos
llevar, porque también nuestras reacciones de respuesta serán inconscientes si no las dominamos
desde el principio, casi antes de que afloren, de que sean conscientes.
Aquí será crucial el efecto de tu propia autovaloración: ¿vas a consentir que las estupideces que se le
ocurran a una persona conflictiva alteren tu comportamiento y decidan tu propia conducta? Es el
momento de comprobar tu autoestima. Si es baja, serás una persona más vulnerable, más fácil de
ofender, por tanto será lo primero que debas trabajar para no sentirte ofendido, te digan lo que te
digan. Para ello necesitas, sobre todo, confianza en ti mismo.
El segundo paso será que desarrolles el adecuado autocontrol. En el centro del cerebro límbico
tienes un centro de alarma, la amígdala. Es la encargada de saltar cuando percibas una agresión...
pero tú has decidido no percibirla, aunque esa sea la intención de la persona conflictiva. Ese es el
motivo de que en todas las culturas se recomiende contar hasta diez –o hasta cien, en las que son más
prudentes– antes de contestar, precisamente para no estallar ante impertinencias, para no caer en el
secuestro emocional –o amigdalar– a partir del cual tu relación será más difícil, porque tú también
habrás ofendido –quizá con toda la razón del mundo, pero en contra de tus intereses– a la persona
conflictiva.
Si has ejercido ese autocontrol podrás actuar con flexibilidad ante las impertinencias, buscando lo
que te interesa, y no otra cosa. Es el momento de apuntar a tu logro personal, familiar o laboral. Vas
a actuar con absoluta iniciativa, con independencia de lo que oigas –lo que no es nada sencillo–, y
con el optimismo de que haces las cosas de forma positiva, de que buscas lo mejor para ti.
El tercer paso será buscar la empatía con la persona conflictiva. No es, en absoluto, tu enemiga, solo
una persona con problemas personales, que no sabe hacerlo mejor y que busca, probablemente sin
quererlo, problemas por todas partes. A ti te toca hacerlo mejor, cambiando incluso su estilo. Si es tu
interés, puedes mejorar su respuesta con tu propio espíritu de servicio, facilitando salidas positivas
para ti, y quizá para todos.
Nos ayudarán eventualmente gestos que reforzarán nuestra tranquilidad y darán una imagen positiva
de nuestra actitud, como:
Agresiones verbales
Son muchas las formas de agresión verbal que las personas conflictivas utilizan. Vamos a citar a
varias personas:
• La persona criticona.
• La persona con ataques de rabia.
• La persona sarcástica.
• Alguien que está furioso.
• A quien presenta quejas.
La persona criticona
A algunas personas les encanta criticar a los demás; les da sensación de poder y les hace sentirse
bien. El crítico se ensañará con la persona criticada tanto más cuanto mayor sea su reacción. El que
critica suele ser un cobarde moral que desprestigia a los demás para ocultar su propia falta de
seguridad, de autoestima. Infravalorar a los demás supone tener mejor opinión de sí mismos.
Las críticas realizadas en público nunca están justificadas. Tanto si estamos hablando de una persona
de autoridad –un jefe, un padre, un maestro– como de un igual, o de la pareja regañona; si una
persona tiene que hacer una crítica a otra, es mejor hacerla en privado, donde solo se encuentre la
persona implicada. De otro modo se convierte solo en un desagravio intolerable, con el único
objetivo de ofender.
Por otra parte, hay veces en que las críticas están justificadas, pero siempre hay formas asertivas –no
agresivas– de expresarlas. Cuando nos critican justamente hay que aceptar los hechos y plantear
cómo se va a actuar en el futuro. La crítica asertiva supone comentar que existe un problema, cómo se
siente uno al respecto y decir lo que se cree que debería hacerse, pero esa crítica no debe contener
ningún juicio personal.
Una crítica debe ir siempre acompañada de la oportuna corrección: no cabe decir «este informe es un
desastre», sino «a este informe le falta esto y le sobra aquello, debe ser más corto y eliminar tales
palabras de dudoso significado», de otro modo, el criticado no obtendrá ventaja alguna de la
corrección.
Cabe alguna excepción: si un padre debe hacer un reproche puntual a un hijo, es difícil evitar que
esté la madre presente, sobre todo si debe tomar parte en la misma corrección y la crítica es oportuna
en ese instante.
Si te pones a la defensiva cuando recibes una crítica, le estás haciendo juego al otro. Si la crítica
tiene una parte de verdad pero está exagerada, debes aceptar lo justificado, pero no la parte
exagerada.
Si la crítica se ha hecho en público hay que reclamar a la persona que te ha criticado. Dile que
deseas hablar con ella en privado y explicarle que aunque aceptes el fondo de la crítica, te resulta
humillante que te critiquen en público y que preferirías que en el futuro lo hiciera en privado.
El ataque de rabia aporta una sensación de poder. Algunas personas dan rienda suelta a sus
emociones, son incapaces de manifestar lo que sienten sin vociferar, golpear la mesa o dar alguna
otra muestra de su falta de control. Puede ser imposible manejar esa situación si no te comportas
asertivamente. Más que muestras de autoridad y de dominio, estas muestras de violencia indican
inmadurez y pérdida del control por parte del agresor.
Posiblemente descubrió en su infancia que con una pataleta conseguía manipular a su familia. Es
posible ver, aun hoy, el mismo comportamiento en críos que gritan en lugares públicos sin que los
padres se atrevan a intervenir. No es extraño que alguien continúe teniendo ataques de rabia que le
han dado tantos resultados desde pequeño.
La reacción normal será devolver la agresión o marcharse. Nadie tenderá a resolverle un problema.
Como siempre, no te tomes su rabieta como algo personal, es el único modo de soportar su conducta.
Espera que pase la tormenta. No muestres temor y actúa luego como si nada.
La persona sarcástica
Es una forma sibilina de agresión. Por algo se la conoce como la «forma más baja de ingenio». Su
objetivo es menospreciar a quien lo recibe, habitualmente en público, de forma que el «ingenio» del
agresor quede refrendado por la risa, a veces embarazosa, de los demás.
A veces también están siendo agresivos los que escuchan, sin oponerse, algún comentario sarcástico
dirigido hacia otro.
Como en otros ataques agresivos, solo una persona insegura utilizará el sarcasmo.
• No hacer nada. Lo que supone desactivar el intento de agresión con la indiferencia. Esto puede
confundir a la persona sarcástica, que está esperando tu reacción de un modo u otro.
• Ser asertivo y expresar cómo te sientes: «Tu sarcasmo me hiere, ¿es eso lo que pretendías?».
Lo que más le fastidiará al sarcástico es que seas tú quien controle la situación.
Enfrentarse a alguien que está furioso es siempre difícil. Lo más probable es que tú también te sientas
enojado, no solo con la otra persona, sino con la propia situación.
El problema es que todas estas reacciones de mostrar o no tu furia, de ponerte a la defensiva y dar
excusas, son negativas, tanto si su ira está justificada como si no. Sobre todo porque la reacción de
cualquier persona será no escuchar al furioso.
Cuando te llega una queja, la reacción más corriente es ponerse a la defensiva; a nadie le gusta
recibirlas, sean del tipo que sean. Chocan, además, con nuestro sentimiento de culpa, del que ya
hemos hablado (capítulo 3), con lo que nuestra respuesta no puede ser más que de rechazo, y casi de
enemistad con el quejoso.
Pero semejante respuesta no facilita las cosas, solo sirve para encender aún más el malestar y el
ánimo del que se queja, que es, justamente, lo que menos nos interesa. Puede, incluso, que la queja
llegue a un plano personal, lo que no te conviene en absoluto. Entonces serías tú quien crease el
conflicto. Puede que lo acabaras pagando contra un colega o alguien de tu familia.
Puede parecer obvio, pero la mejor solución en todos los casos que propician tu estrés es algo tan
sencillo como respirar hondo varias veces –tres son suficientes– y relajarte.
Si descubres que la culpa es de tu empresa o de alguna barbaridad perpetrada, por ejemplo, por uno
de tus hijos, admítelo y discúlpate. No tiene sentido hacer ver que no ha pasado; con ello solo
conseguirías irritar más a la otra persona.
En ocasiones resulta positivo ofrecer dos alternativas: «¿Quieres que te arreglemos el cristal, o lo
haces tú y me pasas la factura?». Eso le da la impresión de que es él quien controla la situación.
El intrigante
La persona intrigante es altamente peligrosa. No busca sino su beneficio. La verdad no cuenta para
ella, pero utilizará medias verdades, suficientemente adobadas, para alcanzar sus fines.
Establece relaciones intencionales con las demás personas –familia, compañeros, jefes, amigos,
otros empleados–, pero solo para valerse de ellos. La gente es, para él, solo un medio.
El problema es que la ingenuidad de muchas personas puede hacer creíbles sus manejos, eso hará en
más de una ocasión que crezcan malentendidos en todo el entorno; al final no se sabrá quién ha dicho
qué, pero el daño subsistirá.
El jefe intrigante es peor aún, porque tiene más oportunidad de hacer daño: su función se lo permite.
La clave es desmontar sus trapacerías. Verifique discretamente y lo más rápido que pueda –antes de
que surta efecto– la veracidad de lo que dice. Haga ver a la familia y amigos la falsedad de lo que
afirma: es su única baza.
Si trabajan juntos, promueva y apóyese en el espíritu de equipo. Establezca criterios. Fije objetivos.
Defienda reglas generales que le frenen sus manejos.
La programación neurolingüística alerta contra la costumbre bastante universal del «sí, pero...».
Aconseja siempre evitarlo. ¿Por qué? Es muy simple. El «sí» supone dar la razón al interlocutor, y de
manera inmediata, el «pero...» se la discute. Inconscientemente, pero se la discute. Con lo que se
genera un antagonismo que no ayuda a la cooperación.
La persona conflictiva «De qué se trata, que me opongo» supone el caso límite, lindando –si es que
no entra de lleno– con la patología. Se trata de una persona que necesita la oposición como un
elemento vital. Es su vida. Se trate de lo que se trate, tiene que estar enfrente. Si tú cambias de
opinión por llevarle la contraria, ella también cambiará de opinión. Presentará objeciones hasta para
las tareas más sencillas. ¿Por qué lo tiene que discutir todo? Es un misterio insondable, pero lo
necesita; es lo que le da firmeza.
Discutirlo todo tiene un efecto secundario inevitable. Por lo mismo que él se opone a todo, los demás
se le opondrán a él. Genera oposición en los demás. No suele ser consciente de que eso enfurece a
los demás. Y de que le crea no pocos problemas, sea en la familia, con los amigos o en el trabajo.
Si estás en grupo, solicítales su opinión. Te interesa que sea el grupo quien se revuelva contra sus
opiniones. Así evitas enfrentarte directamente a él.
Cuando sea posible, pídele sus objeciones por escrito para poder analizarlas con cuidado. Es la
única forma de cortarle las alas.
El dictador
Es una persona capaz de ser extremadamente agresiva. Ésta es la persona indicada para que las cosas
se hagan. Tiene una gran capacidad para realizar, pero una enorme escasez de inteligencia
emocional. Como líder, está orientado exclusivamente a la tarea, es lo único que le importa.
Su orientación a las personas es nula. Irrita a las personas que dependen de él –y posiblemente a
otras que están alrededor– intimidándolas con su arrogancia. Quiere que las cosas se hagan ya.
Su palabra clave es «yo». Necesita saberse totalmente al mando de cada situación. Es intolerante a la
actitud de los demás, y no soporta a los que cree que no son como él.
Cree que decir la verdad –«su verdad»– no tiene por qué molestar a nadie. Y no se molesta en buscar
palabras suaves, por lo que resulta sumamente conflictivo.
De carácter despótico, espera que sus órdenes se cumplan inmediatamente y a su manera. Esto quiere
decir que con sus propios métodos, que no se molesta en aclarar, porque supone que son conocidos o
adivinados. El mejor método es el suyo, por lo que no dejara que nadie lo cambie. Lo mismo hará en
la familia, lo que supondrá enfrentamiento con los hijos cuando alcancen un determinada edad.
El dictador es competitivo, tiene una personalidad fuerte y, por supuesto, necesita controlar a los
demás, en cualquier aspecto. Esto supone que recriminará cualquier «desvío» en indumentaria,
arreglo personal, conducta o similar. La gente «tiene que comportarse como Dios manda».
Conviene ir al grano. No lo provoques, ni menos te sometas. Trátale con el respeto debido, pero de
igual a igual. Con cumplidos no llegarás a ninguna parte. Si te sometes pensará que eres débil y te
aplastará.
Su lenguaje corporal es muy delator: señala con el dedo, lo clava al tocar. Golpea la mesa cuando
habla.
El chantajista emocional
El chantaje emocional es una de las formas más burdas de manipulación. Se emplea con frecuencia
para conseguir que el interlocutor haga lo que el chantajista se propone. Lo he visto utilizar a
abuelitas delicadas que, con la excusa de sus dolencias cardíacas, conseguían que toda la familia
aceptase todos sus chantajes sin rechistar.
Transmitir seguridad es el mejor antídoto contra este tipo de manipulación. Te interesa, sobre todo,
aprender a detectar los chantajes emocionales. Los notaras en la intención de la persona conflictiva
de que te sientas culpable por negarle algo: «¿Vas a ser capaz de...?». Apresúrate a decir que sí, con
firmeza. Y con una sonrisa.
Lo más importante es que no permitas que te haga sentir mal.
El difamador
El difamador es un profesional de los comentarios despectivos. Tiene una habilidad especial para
echarle siempre la culpa a otro. Y por supuesto, ningún respeto por la verdad. La ventaja es que se le
acaba conociendo pronto.
A algunas personas les encanta criticar a los demás. Les da sensación de poder y les hace sentirse
bien. Desprestigiar a los demás les sirve para ocultar sus propias inseguridades y tener una mejor
opinión de sí mismas. Pero a ti te interesa no dar pistas de cuánto te ha afectado la crítica, para que
no se ensañe el crítico contigo.
La mejor respuesta es responder siempre a sus trapacerías; dejar en ridículo sus embustes, aunque en
ocasiones sea un tanto violento. Sus intenciones no van a cambiar, pero descubrir sus manejos le hará
ser más prudente.
Como es un bravucón, solo atormentará a una víctima fácil. Si controlas tu reacción, fastidias al
bravucón que critica.
Es una persona que cree que «con la verdad se llega a todas partes», lo que a veces puede ser cierto.
La consecuencia es que va por la vida repartiendo «verdadazos» a diestro y siniestro.
El primer problema es que lo que ella cree que son verdades, son en realidad sus verdades. Y que a
los demás les pueden gustar o no y, sobre todo, les pueden o no ser de utilidad.
No es correcto pensar que se ha de decir lo que se piensa sin que importen las consecuencias que eso
cause a los demás. ¿Realmente se desea hacer sufrir a los otros? Hay que reflexionar sobre cómo se
sienten cuando alguien actúa de ese modo.
Decir lo primero que pasa por la cabeza sin pensar en los efectos que tendrá sobre los demás hace
que la gente se aleje de la persona conflictiva. Es posible que acabe creyendo que el mundo está en
su contra, pero lo peor es darse cuenta de que ha sido ella misma quien lo ha provocado. Deberíamos
hablar siempre con una intención.
Los comentarios despectivos, los intentos de humillar a otra persona, suelen hacer mucho daño,
especialmente si son de índole personal, y más aún cuando se hacen delante de otros.
Lo malo de estos comentarios es que se hacen a media voz y mediante verbos inespecíficos –«es una
persona muy especial»–, con lo que dejan el insulto a medio camino, a nivel de sugerencia. La ofensa
está a media intención, con lo que la persona conflictiva puede atrincherarse en sus medias palabras:
«Yo solo he dicho que...».
Lo primero que se ha de conseguir es una aclaración de lo que se ha dicho: «es una persona muy
especial», o «tienes un problema de actitud». ¿Qué quiere decir eso? ¿Qué es lo que busca? Si ha
habido un conflicto o un malentendido real tienes derecho a exigir que te lo expliquen y a dar tu
versión de la cuestión. También puedes señalar lo que vas a hacer si no cambia su actitud. Pero digas
lo que digas, solo será eficaz si es asertivo, tanto en lenguaje corporal como en las palabras que
empleas.
En todo caso debes ver los comentarios despectivos como lo que son: una forma con la que el
agresor está buscando reforzar su ego haciendo que tú te sientas inferior. Si lo ves así, es menos
probable que caigas en su trampa.
El dogmático
El dogmático acepta sus dogmas doctrinarios como un claro acto de fe, excluyendo así sus verdades
del terreno de todo razonamiento. Aparece en todas las sectas, religiosas o de cualquier tipo. La
sumisión al líder es la tónica general, supone abandono de la propia personalidad. La relación con él
se hace difícil en los terrenos en los que su seguridad es absoluta. No cabe discusión en ellos. El
caso límite del dogmático es el fanatismo. La capacidad de análisis, y por consiguiente, de discusión,
queda absolutamente menguada.
El fanatismo es difícil de tratar. Un fanático es imposible de convencer de nada. Tiene ideas muy
claras –erróneas o no– de todas las cosas. Pero su característica principal es la dificultad de hacerle
cambiar de creencias. Y si esas ideas se refieren a cosas importantes, más difícil aún. El problema
puede explotar si esas ideas no concuerdan con el interés general, con los objetivos de la empresa,
por ejemplo, o los de la familia.
Ese ha sido el móvil del IRA, de ETA, de AL QAEDA o de tantos otros que están dispuestos a matar
por una idea.
Una joven madre palestina –17 años– iba con su hijo de siete por la calle. Un
periodista occidental le preguntó:
El problema de los fanáticos islamistas es que no solo están dispuestos a matar por una idea, sino
también a morir, y no hay forma de disuadirlos. Sus ideas los persiguen hasta el otro mundo, por lo
que no hay solución.
El fanático es, por definición, intolerante. Ha delegado en otro la facultad de pensar, de decidir. En
el fondo, le molesta hacerlo: le es más cómodo que lo haga su líder. Su cerebro cognitivo está así
más cómodo. A las personas así no se las puede convencer de nada.
Maslow, que se había provisto de un alfiler, aprovechó el descuido del otro para
pincharle la yema de un dedo. Brotó la sangre, claro.
La técnica del «disco rayado» es un buen truco para cuando nos encontramos con alguien que
empieza a ser demasiado persistente y con el que no ha funcionado ningún otro método de disuasión.
Consiste en repetir la misma frase una y otra vez, independientemente de lo que diga el otro. Es
buena para hacer reclamaciones.
Del perfeccionismo a la chapuza
La sabiduría popular reconoce que lo peor y lo mejor son enemigos de lo bueno. En resumen, las
cosas deben hacerse lo bastante mal –y lo bastante bien– como para que sean rentables.
Todos sabemos más o menos cuándo alguien actúa en plan chapuza o con perfeccionismo en una
tarea. Tenemos muy clara la tendencia en uno u otro sentido cuando se trata de los demás.
La perfección debe buscarse en el conjunto, lo que impide buscarla en ninguna de las actividades que
componen la jornada.
Lo perfecto no es rentable
Al analizar la actitud ante el trabajo en busca de los orígenes del estrés, cardiólogos y psicólogos
han encontrado dos comportamientos tipo.
Su compulsión a la acción le lleva a iniciarla con escasa reflexión previa. Se ve forzado, por su
sobrecarga de trabajo, a hacer las cosas más deprisa de lo debido. Esto supone, en demasiadas
ocasiones, auténticas chapuzas, ejecutadas –por supuesto– en muy poco tiempo. Los errores
cometidos le obligan, muchas veces, a tener que repetir lo que no consigue resolver a la primera, con
lo que el supuesto ahorro previo de tiempo se esfuma.
Le resulta difícil atenerse a prioridades por su propia tensión personal; tiende más bien a «apagar
incendios» y cambia de objetivo inmediato con frecuencia. Este fraccionamiento excesivo de
actividades le ocupa, inevitablemente, más tiempo. Se siente aparentemente orgulloso de sí mismo,
pero a la vez, secretamente frustrado e insatisfecho por no alcanzar las cotas de eficacia de que se
cree capaz y a las que se siente obligado.
Tiene poca facilidad para colaborar de modo espontáneo con sus iguales, porque su entrenamiento y
su compulsión le llevan a competir. Le es difícil relajarse. Su sentido del deber en relación al trabajo
le hace difícil obtener cualquier tipo de gratificación personal. No le satisfacen los trabajos
realizados por otros. No sabe delegar. Es carne de cañón si cae en manos de un jefe desaprensivo. Y
resulta terreno abonado para el estrés. Como jefe es un completo desastre. Abusa de la gente. Para él
no hay horarios. Es conflictivo por naturaleza. Tu única solución es plantarle cara cuanto antes
mejor.
Al no gastar su empuje en una lucha permanente contra el tiempo, la persona de este tipo se hace a
veces demasiado organizada, en busca de una calidad muchas veces excesiva por ir acompañada de
una rentabilidad baja.
Obviamente, los comportamientos descritos corresponden a los extremos. Cada persona se encuentra,
habitualmente, entre ellos, más o menos cerca de uno u otro.
He conocido a una persona que tenía a uno de estos perfeccionistas en su equipo. Teóricamente no
tenía problemas, pero los creaba. Su jefe estaba siempre enfadado, porque no terminaba jamás un
trabajo.
Siempre ven el vaso medio vacío, lo que supone que la profecía se auto-cumple, el problema es su
negatividad y su falta de energía. Su visión poco positiva no solo le hará ver el lado más negro de las
cosas, sino que también hará aflorar los aspectos más negativos en todos los demás. Cuando la
fortuna les trae un éxito, se preguntan: «¿Qué me va a pasar ahora?».
Como compañero, como pareja, como amigo es un pelmazo, porque supone siempre una energía
negativa. Lo plantea todo de forma pesimista. También propicia la profecía que se autocumple. Como
todo lo inicia con pesimismo, lo normal es que salga mal.
Está demostrado que el pesimismo es fuente de fracasos. Inhibe buena parte de los recursos de que
disponemos. Y lo peor es que contagia su humor a todo el mundo.
A la persona negativa hay que cortarla. Aquí resulta clave el sentido del humor. Tienes que poner
energía por los dos si quieres que algo funcione. Si es de la familia, llévalo al médico o al
psicólogo, a ver si le suben el metabolismo, las defensas o lo que sea.
En ocasiones la gente nos incomoda, nos resulta conflictiva, no porque nos agreda, sino por todo lo
contrario.
Para muchas personas es un problema dar cumplidos o recibirlos. ¿La causa? Posiblemente la
educación. Han asumido que su obligación es ser buenos, hacer las cosas bien. Ese es su deber, y no
hay que agradecérselo, y cuando alguien lo hace, se sienten incómodos. Han aceptado que tienen que
ser humildes (véase capítulo 4).
Desde hace casi un siglo, William James nos enseñó que lo único que funciona es el refuerzo
positivo, pero las aportaciones de los psicólogos no parecen convencernos. Tenemos interiorizado
que tenemos que hacer las cosas bien –es nuestro deber–, y que, cuando salen mal, hay que
reprendernos. En consecuencia, no hay que alabar las cosas bien hechas, pero hay que criticar las
malas; entonces padres, maestros y jefes persiguen lo mal hecho, pero se olvidan de lo bueno.
Sin embargo, un cumplido sincero proporciona tanto placer a quien lo recibe... ¿Por qué nos cuesta
tanto hacer algo tan sencillo? La energía positiva que se desprende de un cumplido sincero hace que
a una persona se atreva a llevar a cabo cosas aún más importantes en el futuro.
Hoy sabemos que el efecto de una crítica requiere seis cumplidos since-ros para compensarla.
¿Cómo tratar con él?
Un cumplido hace que una persona se sienta aceptada. En la pirámide de Maslow, supone confirmar
necesidades de afiliación y de reconocimiento.
Por el mismo mecanismo, debemos también aprender a aceptarlos con naturalidad. No hace falta más
que un sencillo «gracias» y una sonrisa.
El misionero
Lo llamamos así en los estudios de liderazgo. Es un individuo que tiene poco interés en que las cosas
funcionen, en que las tareas sean resueltas. Su único afán es «que haya buen rollito» entre la gente.
Esto le hace amable, servicial, siempre dispuesto a complacer. Tiene problemas con la autoestima.
Como no se aprecia, siente la necesidad de que los demás siempre le estén demostrando lo bien que
les cae, pero eso le hace débil: nunca los complacerá a todos, y acabaran abusando de él. Como
sugiere el tópico, cuando dé la mano, le estarán exigiendo el brazo.
Cuando trates con él, percibirás que no es de fiar. Habrá prometido tantas cosas a tanta gente que
quizá te falle cuando más lo necesites.
Es de las personas que no saben decir que no, lo que le llevará en ocasiones a cierto resentimiento
por percibir que se aprovechan de él.
Es una persona que habla poco. No se suele ser consciente de que eso perjudica a los demás. Es
frecuente que, además, sea una persona que no escucha, lo que la hace sumamente frustrante.
El silencio no va a suavizar un problema. El silencio no va a resolver una atmósfera tensa. No querer
hablar de asuntos importantes, o incluso negarse a hablar, puede considerarse una conducta agresiva,
pero para algunas personas este suele ser su patrón de conducta habitual. Esta conducta es un signo
de inseguridad
Lo mejor es invitarla a hablar. Procura que tus preguntas sean lo más detalladas posibles. ¿Hay algo
que justifique esa conducta? Formula preguntas abiertas y deja, en silencio, que se produzca una
larga pausa que al final tendrá que romper.
Epílogo
Todos estos principios, todas estas técnicas, todos estos comentarios te pueden ayudar a manejar
mejor a las personas conflictivas, pero la base es que cambies tú, que cambies tu actitud, que
aumentes tu tolerancia, que veas a cada persona conflictiva no como un problema, sino como alguien
con problemas que necesita ayuda.
Según las circunstancias y tu propio deseo, se la podrás prestar o no, pero sigue tranquilo tu camino y
no pierdas la calma. Y sé feliz.
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