Gallinazo Sin Pluma

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LOS GALLINAZOS SIN PLUMAS

JULIO RAMÓN RIBEYRO (n. Lima, 1929). Como los otros miembros de su generación,
Ribeyro impulsa la renovación de los géneros narrativos en el Perú. Por la elaboración de
una obra personal y versátil, arraigada a nuestra tradición narrativa, en la que muestra un
cabal dominio del lenguaje, finura sicológica y perfección artística, Ribeyro es sin duda el
cuentista más importante de nuestra patria y tal vez de Hispanoamérica- Aunque no se
puede desdeñar su producción en el campo del teatro, el ensayo y la crítica, debemos
reconocer que Ribeyro es básicamente un narrador y mucho más cuentista que novelista.
En su obra concurren los más diversos temas y tendencias creadoras. Así, en sus
primeras narraciones aparecidas en distintas revistas a partir de 1951, predominan los
temas fantásticos con una clara influencia de Kafka y de Borges Luego, con la publicación
de su primer libro. Los gallinazos sin plumas (Lima, 1955), viene la apertura hacia el
realismo, momento en el que con otros escritores de su generación empieza a cultivar la
temática urbana. Ribeyro acomete la descripción de variados tipos sicológicos y de las
clases sociales de la capital, en especial de la clase media y del estrato popular de las
zonas marginales. Los personajes de la gran ciudad son sometidos a un paciente análisis
psicológico que en ningún momento interfiere con la fantasía y el clima poético que
impregnan la recia estructura de sus relatos. Además del nombrado, Ribeyro es autor de
los siguientes volúmenes de cuentos: Cuentos de circunstancias (Lima, 1958), Las
botellas y ¡os hombres (Lima, 1964), Tres historias sublevan tez (Lima, 1964), Los
cautivos (Lima, 1973), E¡ próximo mes me nivelo (Lima. 1973), Silvio en el rosedal (Lima,
1977). Toda esta rica producción cuentística fue recogida finalmente, en tres tomos, bajo
el titulo general de La palabra del mudo (Lima, 1973-1977). Escribió, además, las
novelas: Crónica de San Gabriel (Lima, 1960), Los geniecillos dominicales (Lima, 1965) y
Cambio de guardia (Lima, 1976). El texto seleccionado es el hermoso cuento que dio
nombre a su primera obra.

Fundamentos de la Obra

A las seis de la mañana la ciudad se levanta de puntillas y comienza a dar sus primeros
pasos. Una fina niebla disuelve el perfil de los objetos y crea como una atmósfera
encantada. Las personas que recorren la ciudad a esta hora parece que están hechas de
otra sustancia, que pertenecen a un orden de vida fantasmal. Las beatas se arrastran
penosamente hasta desaparecer en los pórticos de las iglesias- Los noctámbulos,
macerados por la noche, regresan a sus casas envueltos en sus bufandas y en su
melancolía. Los basureros inician por la avenida Pardo su paseo siniestro, armados de
escobas y de carretas. A esta hora se ve también obreros caminando hacia el tranvía,
policías bostezando contra los árboles, canillitas morados de frío, sirvientas sacando los
cubos de basura. A esta hora, por último, como a una especie de misteriosa consigna,
aparecen los gallinazos sin plumas.
A esta hora el viejo don Santos se pone la pierna de palo y sentándose en el
colchón comienza a berrear:
—¡A levantarse! ¡Efraín, Enrique! ¡Ya es hora!
Los dos muchachos corren a la acequia del corralón frotándose los ojos legañosos. Con
la tranquilidad de la noche el agua se ha remansado y en su fondo transparente se ven
crecer yerbas y deslizarse ágiles infusorios. Luego de enjuagarse la cara, coge cada cual
su lata y se lanzan a la calle. Don Santos, mientras tanto, se aproxima al chiquero y con
su larga vara golpea el lomo de su cerdo que se revuelca entre los desperdicios.
—¡Todavía te falta un poco, marrano! Pero aguarda no más, que ya llegará tu
turno,
Efraín y Enrique se demoran en el camino, trepándose a los árboles para arrancar
moras o recogiendo piedras, de aquéllas filudas que cortan el aire y hieren por la espalda.
Siendo aún la hora celeste llegan a su dominio, una larga calle ornada de casas
elegantes que desemboca en el malecón.
Ellos no son los únicos. En otros corralones, en otros suburbios alguien ha dado la
voz de alarma y muchos se han levantado. Unos portan latas, otros cajas de cartón, a
veces sólo basta un periódico viejo. Sin conocerse forman una especie de organización
clandestina que tiene repartida toda la ciudad. Los hay que merodean por los edificios
públicos, otros han elegido los parques o los muladares. Hasta los perros han adquirido
sus hábitos, sus itinerarios, sabiamente aleccionados por la miseria.
Efraín y Enrique, después de un breve descanso, empiezan su trabajo. Cada uno
escoge una acera de la calle. Los cubos de basura están alineados delante de las
puertas. Hay que vaciar los íntegramente y luego comenzar la exploración. Un cubo de
basura es siempre una caja de sorpresas. Se encuentran latas de sardinas, zapatos
viejos, pedazos de pan, pericotes muertos, algodones inmundos. A ellos sólo les interesa
los restos de comida. En el fondo del chiquero. Pascual recibe cualquier cosa y tiene
predilección por las verduras ligeramente descompuestas. La pequeña lata de cada uno
se va llenando de tomates podridos, pedazos de sebo, extrañas salsas que no figuran en
ningún manual de cocina. No es raro, sin embargo, hacer un hallazgo valioso. Un día
Efraín encontró unos tirantes con los que fabricó una honda. Otra vez una pera casi
buena que devoró en el acto. Enrique, en cambio, tiene suerte para las cajitas de
remedios, los pomos brillantes, las escobillas de dientes usadas y otras cosas semejantes
que colecciona con avidez.
Después de una rigurosa selección regresan la basura al cubo y se lanzan sobre el
próximo. No conviene demorarse mucho porque el enemigo siempre está al acecho. A
veces son sorprendidos por las sirvientas y tienen que huir dejando regado su botín.
Pero, con más frecuencia, es el carro de la Baja Policía el que aparece y entonces la
jornada está perdida. Cuando el sol asoma sobre las lomas, la hora celeste llega a su fin.
La niebla se ha disuelto, las beatas están sumidas en éxtasis, los noctámbulos duermen,
los canillitas han repartido los diarios, los obreros trepan a los andamies. La luz
desvanece el mundo mágico del alba. Los gallinazos sin plumas han regresado a su nido.

***

Don Santos los esperaba con el café preparado.


—A ver, ¿qué cosa me han traído? Husmeaba entre las latas y si la provisión
estaba buena hacía siempre el mismo comentario:
—Pascual tendrá banquete hoy día. Pero la mayoría de las veces estallaba:
—¡Idiotas! ¿Qué han hecho hoy día? ¡Se han puesto a jugar seguramente!
¡Pascual se morirá de hambre! Ellos huían hacia el emparrado, con las orejas ardiendo
de los pescozones, mientras el viejo se arrastraba hasta el chiquero. Desde el fondo de
su reducto el cerdo empezaba a gruñir. Don Santos le aventaba la comida.
—¡Mi pobre Pascual! Hoy día te quedarás con hambre por culpa de estos
zamarros. Ellos no te engríen como yo. ¡Habrá que zurrarlos para que aprendan!

***

Al comenzar el invierno el cerdo estaba convertido en una especie de monstruo


insaciable. Todo le parecía poco y don Santos se vengaba en sus nietos del hambre del
animal. Los obligaba a levantarse más temprano, a invadir los terrenos ajenos en busca
demás desperdicios. Por último los forzó a que se dirigieran hasta el muladar que estaba
al borde del mar.
—Allí encontrarán más cosas. Será más fácil además porque todo está junto, Un
domingo, Efraín y Enrique llegaron al barranco. Los carros de la Baja Policía, siguiendo
una huella de tierra, descargaban la basura sobre una pendiente de piedras. Visto desde
el malecón, el muladar formaba una especie de acantilado oscuro y humeante, donde los
gallinazos y los perros se desplazaban como hormigas. Desde lejos los muchachos
arrojaron piedras para espantar a sus enemigos. Un perro se retiró aullando. Cuando
estuvieron cerca sintieron un olor nauseabundo que penetró hasta sus pulmones.
Los pies se les hundían en un alto de plumas, de excrementos, de materias
descompuestas o quemadas. Enterrando las manos comenzaron la exploración. A veces,
bajo un periódico amarillento, descubrían una carroña devorada a medias. En los
acantilados próximos los gallinazos espiaban impacientes y algunos se acercaban
saltando de piedra en piedra, como si quisieran acorralarlos. Efraín gritaba para
intimidarlos y sus gritos resonaban en el desfiladero y hacían desprenderse guijarros que
rodaban hasta el mar. Después de una hora de trabajo regresaron al corralón con los
cubos llenos.
—¡Bravo! —exclamó don Santos—Habrá que repetir esto dos o tres veces
por semana.
Desde entonces, los¡ miércoles y los domingos, Efraín y Enrique hacían el trote hasta el
muladar. Pronto formaron parte de la extraña fauna de esos lugares y los gallinazos,
acostumbrados a su presencia, laboraban a su lado, graznando, aleteando, escarbando
con sus picos amarillos, como ayudándolos a descubrir la pista de la preciosa suciedad.

Fue al regresar de una de esas excursiones que Efraín sintió un dolor en la planta del pie.
Un vidrio le había causado una pequeña herida. Al día siguiente tenia el pie hinchado, no
obstante lo cual prosiguió su trabajo.
Cuando regresaron no podía casi caminar, pero don Santos no se percató deello
pues tenía visita. Acompañado de
un hombre gordo que tenía las manos manchadas de sangre, observaba el chiquero.

—Dentro de veinte o treinta días

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vendré por acá —decía el hombre—,
Para esa fecha creo que podrá estar a
punto.

Cuando partió, don Santos echaba


fuego por los ojos.

—¡A trabajar! ¡A trabajar! ¡De


ahora en adelante habrá que aumentar
la ración de Pascual! El negocio anda
sobre rieles.

A la mañana siguiente, sin embar-


go, cuando don Santos despertó a sus
nietos, Efraín no se pudo levantar.

—Tiene una herida en el pie —ex-


plicó Enrique—. Ayer se cortó con un
vidrio.

Don Santos examinó el pie de su


nieto. La infección había comenzado.

—¡Esas son patrañas! Que se lave


el pie en la acequia y que se envuelva
con un trapo.

—¡Pero si le duele! —intervino


Enrique—. No puede caminar bien-

Don Santos meditó un momento.


Desde el chiquero llegaban los gruñi-
dos de Pascual.

—¿Y a mí? —preguntó dándose


un palmazo en la pierna de palo—
¿Acaso no me duele la pierna? Y yo
tengo setenta años y yo trabajo. . .
¡Hay que dejarse de mañas'

Efraín salió a la calle con su lata,


apoyado en el hombro de su hermano.
Media hora después regresaron con los
cubos casi vacíos.

—¡No podía más! —dijo Enrique


al abuelo—. Efraín está medio cojo-
Don Santos observó a sus nietos
como si meditara una sentencia.

—Bien, bien —dijo rascándose la


barba rala y cogiendo a Efraín del pes-
cuezo lo arreó hacia el cuarto—. ¡Los
enfermos a la cama! ¡A podrirse sobre
el colchón! Y tú harás la tarea de tu
hermano. ¡Vete ahora mismo al mula-
dar!

148

***

Cerca de mediodía Enrique regre-


só con los cubos repletos. Lo seguía un
extraño visitante: un perro escuálido y
medio sarnoso.

—Lo encontré en el muladar —ex-


plicó Enrique— y me ha venido si-
guiendo.

Don Santos cogió la vara.

—¡Una boca más en el corralón!


Enrique levantó al perro contra su
pecho y huyó hacia la puerta.

—¡No le hagas nada, abuelito! Le


daré yo de mi comida.

Don Santos se acercó, hundiendo


su pierna de palo en el lodo.

—¡Nada de perros aquí! ¡Ya tengo


bastante con ustedes!

Enrique abrió la puerta de la ca-


lle.

—Si se va él, me voy yo también.

El abuelo se detuvo. Enrique


aprovechó para insistir:
—No come casi nada..-, mira lo
flaco que está. Además, desde que
Efraín está enfermo, me ayudará. Co-
noce bien el muladar y tiene buena na-
riz para la basura.

Don Santos reflexionó, mirando el


cielo donde se condensaba la garúa.
Sin decir nada soltó la vara, cogió los
cubos y se fue rengueando hasta el chi-
quero.

Enrique sonrió de alegría y con su


amigo aferrado al corazón corrió donde
su hermano.

—¡Pascual, Pascual... Pascualito!


—cantaba el abuelo.

—Tú te llamarás Pedro —dijo En-


rique acariciando la cabeza de su perro
e ingresó donde Efraín.

Su alegría se esfumó: Efraín inun-


dado de sudor se revolcaba de dolor
sobre el colchón. Tenía el pie hincha-
do, como si fuera de jebe y estuviera

uci wiliuuii uc rtcmcsilu,

Heno de aire. Los dedos habían perdi-


do casi su forma.

—Te he traído este regalo, mira

—dijo mostrando al perro—. Se llama


Pedro, es para tí, para que te acompa-
ñe... Cuando yo me vaya al muladar te
lo dejaré y los dos jugarán todo el día.
Le ensenarás a que te traiga piedras en
la boca.

—¿Y el abuelo? —preguntó


Efraín extendiendo su mano hada el
animal.

—El abuelo no dice nada —suspi-


ró Enrique.

Ambos miraron hacia la puerta.


La garúa había empezado a caer. La
voz del abuelo llegaba;

—¡Pascual, Pascual... Pascualito!

***

Esa misma noche salió luna llena.


Ambos nietos se inquietaron, porque
en esta época el abuelo se ponía intra-
table. Desde el atardecer lo vieron ron-
dando por el corralón, hablando solo,
dando de varillazos al emparrado. Por
momentos se aproximaba al cuarto,
echaba una mirada a su interior y al
ver a sus nietos silenciosos, lanzaba un
salivazo cargado de rencor. Pedro le
tenía miedo y cada vez que lo veía se
acurrucaba y quedaba inmóvil como
una piedra.

—¡Mugre, nada más que mugre!

—repitió toda la noche el abuelo, mi-


rando la luna.

A la mañana siguiente Enrique


amaneció resfriado. El viejo, que lo
sintió estornudar en la madrugada, no
dijo nada. En el fondo, sin embargo,
presentía una catástrofe. Si Enrique se
enfermaba, ¿quién se ocuparía de Pas-
cual? La voracidad del cerdo crecía
con su gordura. Gruñía por las tardes
con el hocico enterrado en el fango.
Del corralón de Nemesio, que vivía a

una cuadra, se habían venido a quejar.

Al segundo día sucedió lo inevita-


ble: Enrique no se pudo levantar. Ha-
bía tosido toda la noche y la mañana lo
sorprendió temblando, quemado por la
fiebre-
—¿Tú también? —preguntó el
abuelo.

Enrique señaló su pecho, que ron-


caba. El abuelo salió furioso del cuar-
to. Cinco minutos después regresó.

—¡Está muy mal engañarme de


esa manera! —plañía—. Abusan de mí
porque no puedo caminar. Saben bien
que soy viejo, que soy cojo. ¡De otra
manera los mandaría al diablo y me
ocuparía yo solo de Pascual!

Efraín se despertó quejándose y


Enrique comenzó a toser.

—¡Pero no importa! Yo me encar-


garé de él. ¡Ustedes son basura, nada
más que basura! ¡Unos pobres gallina-
zos sin plumas! Ya verán cómo les saco
ventaja. El abuelo está fuerte todavía.
¡Pero eso sí, hoy día no habrá comida
para ustedes! ¡No habrá comida hasta
que no puedan levantarse y trabajar!

A través del umbral lo vieron le-


vantar las latas en vilo y volcarse en la
calle. Media hora después regresó
aplastado. Sin la ligereza de sus nietos
el carro de la Baja Policía lo había ga-
nado. Los perros, además, habían que-
rido morderlo.

—¡Pedazos de mugre! ¡Ya saben,


se quedarán sin comida hasta que no
trabajen!

Al día siguiente trató de repetir la


operación pero tuvo que renunciar. Su
pierna de palo había perdido la cos-
tumbre de las pistas de asfalto, de las
duras aceras y cada paso que daba era
como un lanzazo en la ingle. A la hora
celeste del tercer día quedó desploma-
do en su colchón, sin otro ánimo que
para el insulto.

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—¡Si se muere de hambre —grita-


ba— será por culpa de ustedes!

***

Desde entonces empezaron unos


días angustiosos, interminables. Los
tres pasaban el día encerrados en el
cuarto, sin hablar, sufriendo una espe-
cie de reclusión forzosa. Efrafn se re-
volcaba sin tregua, Enrique tosía, Pe-
dro se levantaba y después de hacer un
recorrido por el corralón, regresaba
con una piedra en la boca, que deposi-
taba en las manos de sus amos. Don
Santos, a medio acostar, jugaba con su
pierna de palo y les lanzaba miradas
feroces. A mediodía se arrastraba has-
ta la esquina del terreno donde crecían
verduras y preparaba su almuerzo que
devoraba en secreto. A veces aventaba

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a la cama de sus nietos alguna lechuga


o una zanahoria cruda, con el propósi-
to de excitar su apetito creyendo así
hacer más refinado su castigo.

Efraín ya no tenía fuerzas ni para


quejarse. Solamente Enrique sentía
crecer en su corazón un miedo extraño
y al mirar los ojos del abuelo creía des-
conocerlos, como si ellos hubieran per-
dido su expresión humana. Por las no-
ches, cuando la luna se levantaba, co-
gía a Pedro entre sus brazos y lo aplas-
taba tiernamente hasta hacerlo gemir.
A esa hora el cerdo comenzaba a gru-
ñir y el abuelo se quejaba como si lo
estuvieran ahorcando. A veces se ceñía
la pierna de palo y salía al corralón. A
la luz de la luna Enrique lo veía ir diez
veces del chiquero a la huerta, levan-
tando los puños, atropellando lo que
encontraba en su camino. Por último
reingresaba al cuarto y quedaba mirán-
dolos fijamente, como si quisiera ha-
cerlos responsables del hambre de Pas-
cual.

***

La última noche de luna llena na-


die pudo dormir. Pascual lanzaba ver-
daderos rugidos. Enrique había oído
decir que los cerdos, cuando tenían
hambre, se volvían locos como los
hombres. El abuelo permaneció en
vela, sin apagar siquiera el farol. Esta
vez no salió al corralón ni maldijo en-
tre dientes. Hundido en su colchón mi-
raba fijamente la puerta. Parecía ama-
sar dentro de sí una cólera muy vieja,
jugar con ella, aprestarse a dispararla.
Cuando el cielo comenzó a desteñirse
sobre las lomas, abrió la boca, mantu-
vo su oscura oquedad vuelta hacia sus
nietos y lanzó un rugido.

—¡Arriba, arriba, arriba! —los


golpes comenzaron a llover— ¡A levan-
tarse haraganes! ¿Hasta cuándo vamos
a estar así? ¡Esto se acabó! ¡De pie!...

Efraín se echó a llorar. Enrique se


levantó, aplastándose contra la pared.
Los ojos del abuelo parecían fascinarlo
hasta volverlo insensible a los golpes.
Veía la vara alzarse y abatirse sobre su
cabeza, como si fuera una vara de car-
tón. Al fin pudo reaccionar.

—¡A Efraín no! ¡El no tiene la


culpa! ¡Déjame a mí solo, yo saldré,
yo iré al muladar!

El abuelo se contuvo jadeante.


Tardó mucho en recuperar el aliento.

—Ahora mismo... al muladar...


lleva dos cubos, cuatro cubos,,.

Enrique se apartó, cogió los cubos


y se alejó a la carrera. La fatiga del
hambre y de la convalecencia lo hacían
trastabillar. Cuando abrió la puerta del
corralón, Pedro quiso seguirlo.

—Tú no. Quédate aquí cuidando a


Efraín.

Y se lanzó a la calle respirando a


pleno pulmón el aire de la mañana. En
el camino comió yerbas, estuvo a pun-
to de mascar la tierra. Todo lo veía a
través de una niebla mágica. La debili-
dad lo hacía ligero, etéreo: volaba casi
como un pájaro. En el muladar se sin-
tió un gallinazo más entre los gallina-
zos. Cuando los cubos estuvieron rebo-
santes emprendió el regreso. Las bea-
tas, los noctámbulos, los canillitas des-
calzos, todas las secreciones del alba
comenzaban a dispersarse por la ciu-
dad. Enrique, devuelto a su mundo,
caminaba feliz entre ellos, en su mun-
do de perros y fantasmas, tocado por
la hora celeste.

Al entrar al corralón sintió un aire


opresor, resistente, que lo obligó a de-
tenerse. Era como si allí, en el dintel,
terminara un mundo y comenzara otro
fabricado de barro, de rugidos, de ab-
surdas penitencias. Lo sorprendente
era, sin embargo, que esta vez reinaba
en el corralón una calma cargada de
malos presagios, como si toda la vio-
lencia estuviera en equilibrio, a punto
de desplomarse. El abuelo, parado al
borde del chiquero, miraba hacia el
fondo. Parecía un árbol creciendo des-
de su pierna de palo. Enrique hizo rui-
do pero el abuelo no se movió.
—¡Aquí están los cubos!

Don Santos le volvió la espalda y


quedó inmóvil. Enrique soltó los cubos
y corrió intrigado hasta el cuarto.
Efraín, apenas lo vio, comenzó a ge-
mir:

—Pedro. . . Pedro. . .

—¿Qué pasa?

—Pedro ha mordido al abuelo. , .


el abuelo cogió la vara. . . después lo
sentí aullar.

Enrique salió del cuarto.

—¡Pedro, ven aquí! ¿Dónde estás,


Pedro?

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Nadie le respondió. El abuelo se-
guía inmóvil, con la mirada en la pa-
red. Enrique tuvo un mal presenti-
miento. De un salto se acercó al viejo.

—¿Dónde está Pedro?

Su mirada descendió al chiquero.


Pascual devoraba algo en medio del
lodo. Aún quedaban las piernas y el
rabo del perro.

—¡No! —gritó Enrique tapándose


los ojos— ¡No, no! —y a través de las
lágrimas buscó la mirada del abuelo.
Este la rehuyó, girando torpemente so-
bre su pierna de palo. Enrique comen-
zó a danzar en torno suyo, prendiéndo-
se de su camisa, gritando, pataleando,
tratando de mirar sus ojos, de encon-
trar una respuesta.

—¿Por qué has hecho eso? ¿Por


que'

El abuelo no respondía. Por últi-


mo, impaciente, dio un manotón a su
nieto que lo hizo rodar por tierra. Des-
de allí Enrique observó al viejo que,
erguido como un gigante, miraba obsti-
nadamente el festín de Pascual. Esti-
rando la mano encontró la vara que te-
nía el extremo manchado de sangre.
Con ella se levantó de puntillas y se
acercó al viejo.

—¡Voltea! —gritó— ¡Voltea!


Cuando don Santos se volvió, divi-
só la vara que cortaba el aire y se es-
trellaba contra su pómulo.

—¡Toma! —chilló Enrique y le-


vantó nuevamente la mano. Pero súbi-
tamente se detuvo, temeroso de lo que
estaba haciendo y, lanzando la vara a
su alrededor, miró al abuelo casi arre-
pentido. El viejo, cogiéndose el rostro,
retrocedió un paso, su pierna de palo

tocó tierra húmeda, resbaló, y dando


un alarido se precipitó de espaldas al
chiquero.

Enrique retrocedió unos pasos.


Primero aguzó el oído pero no se escu-
chaba ningún ruido. Poco a poco se fue
aproximando. El abuelo, con la pata
de palo quebrada, estaba de espaldas
en el fango. Tenía la boca abierta y sus
ojos buscaban a Pascual, que se había
refugiado en un ángulo y husmeaba
sospechosamente en el lodo,

Enrique se fue retirando, con el


mismo sigilo con que se había aproxi-
mado. Probablemente el abuelo alcan-
zó a divisarlo pues mientras corría ha-
cia el cuarto le pareció que lo llamaba
por su nombre, con un tono de ternura
que él nunca había escuchado,
—¡A mí, Enrique, a mí!...

—¡Pronto! —exclamó Enrique,


precipitándose sobre su hermano—
¡Pronto, Efraín! ¡El viejo se ha caído
al chiquero! ¡Debemos irnos de acá!

—¿Adonde? —preguntó Efraín.

—¡Adonde sea, al muladar, donde


podamos comer algo, donde los galli-
nazos!

—¡No me puedo parar!

Enrique cogió a su hermano con


ambas manos y lo estrechó contra su
pecho. Abrazados hasta formar una
sola persona cruzaron lentamente el
corralón. Cuando abrieron el portón de
la calle se dieron cuenta que la hora
celeste había terminado y que la ciu-
dad, despierta y viva, abría ante ellos
su gigantesca mandíbula.

Desde el chiquero llegaba el ru-


mor de una batalla,

152
LOS GALLINAZOS SIN PLUMAS
(Julio Ramón Ribeyro)

Nombre del alumno: ____________________--_.„___ Año y Sección: ___„

S ?• COMPREiNSION DE LA LECTURA

I. VOCABULARIO

1. Con ayuda del diccionario anota el significado de las siguientes palabras y luego con
cada una de ellas o con
un derivado escribe, en la línea correspondiente, una breve oración. Si la palabra tiene
dos o más significa-
dos, elige aquél que conviene al texto,

Infusorio;
(Infusorio)
Pescozón:

(Pescozón)
Carroña:

(Carrosa)
Sigilo:

(Sigilo)

2. Subraya, de las cinco palabras siguientes, la que tiene el mismo o parecido significado
de la que va en negrita.
Percalar: perdonar • entristecer - permitir - advertir - pernoctar
Patraña: locura - farsa - patata - palabra - abuso
Plañir: planear - platicar - gemir - sonreír - protestar
Trastabillar: trastornar - tambalear - fingir - encoger - sudar

3. Redacta con tus propias palabras las siguientes expresiones tomadas de la lectura.

Los noctámbulos, macerados por la noche, regresan a sus casas envueltos en sus
bufandas y en su melancolía.

La luz desvanece el mundo mágico del alba. Los gallinazos sin plumas han regresado a
su nido.

Parecía amasar dentro de si una cólera muy vieja, jugar con ella, aprestarse a dispararla.

La debilidad lo hacía ligero, etéreo: volaba casi como un pájaro.

II ftk«tS\Jl-S. I l (,\RPi V HKIKtS

1. Enumera, por separado, los personajes que intervienen en el cuento: a) Humanos; y b)


Animales. Indica
luego cuál es el más importante de cada grupo-

2. ¿A quiénes llama el autor los gallinazos sin plumas? ¿Por qué los designa de ese
modo?

3. ¿En qué ciudad del Perú transcurre la acción? ¿Qué lugares de esta ciudad se
mencionan en el cuento?

4. ¿A qué denomina el autor la hora celeste? ¿Qué acciones de importancia ocurren en


esta hora?
5. ¿Qué tipo de relación existía cnire los nietos y el abuelo? ¿Afectuosa, indiferente,
conflictiva, tirante?

6. Cita algunos rasgos físicos del abuelo y señala también algunos rasgos de su carácter
o temperamento.

7. ¿Cómo cumplen su labor Efraín y Enrique en la calle de casas elegantes?

8. ¿Cómo trabajan luego en el muladar? ¿Por qué afirma el autor que los niños pronto
formaron parte de la
extraña fauna de esos lugares?

9- ¿Qué pasó con Efraín en una de esas excursiones? ¿Qué ordenó el abuelo para
resolver el problema?

10. ¿Qué diálogo se desarrolla entre don Santos y Enrique, cuando éste llega al corralón
con un perro?

11, ¿Por qué razón don Santos se ve obligado a levantar las latas y salir a la calle en
busca de basura?

12, ¿Cómo fueron los días que sobrevinieron estando los dos niños en cama y el abuelo
imposibilitado de valer-
se por si mismo?

13. ¿Qué es lo que el autor nos quiere comunicar con la breve frase que cierra el relato:
"Desde el chiquero
llegaba el rumor de una batalla"?

ni. ARGUMENTO

Redacta un resumen de la obra leída.

154
153
II PtK*'<^\JK, I ( l.\KV\ \ HK HO^

1. Enumera, por separado, los personajes que intervienen en el cuento: a) Humanos; y b)


Animales. Indica
luego cuál es el más importante de cada grupo.

2. ¿A quiénes llama el autor los gallinazos sin plumas? ¿Por que los designa de ese
modo?

3. ¿En qué ciudad del Perú transcurre la acción? ¿Oué lugares de esta dudad se
mencionan en el cuento?

:f EXPLICACIÓN O (

I. DATOS GENERALES

1. Obra, género, autor:

2. Breves datos sobre el

3. Breves datos sobre la

4. ¿A qué denomina el autor la hora celeste? ¿Qué acciones de importancia ocurren en


esta hora?

5. ¿Qué tipo de relación existía entre los nietos y el abuelo? ¿Afectuosa, indiferente,
conflictiva, tirante?

II. TEMA O IDEA PRINCI

Señala cuál es el tema o

6. Cita algunos rasgos físicos del abuelo y señala también algunos rasgos de su carácter
o temperamento.

7. ¿Cómo cumplen su labor Efrafn y Enrique en la calle de casas elegantes?

8. ¿Cómo trabajan luego en el muladar? ¿Por qué afirma el autor que los niños pronto
formaron parte de la
extraña fauna de esos lugares?

9. ¿Oué pasó con Efraín en una de esas excursiones? ¿Qué ordenó el abuelo para
resolver el problema?
10. ¿Oué diálogo se desarrolla entre don Santos y Enrique, cuando éste llega al corralón
con un perro"

11. ¿Por qué razón don Santos se ve obligado a levantar las latas y salir a la calle en
busca de basura?

in. ELEMENTOS SECUND;

Cita todos tos detalles o

12. ¿Cómo fueron los días que sobrevinieron estando los dos niños en cama y el abuelo
imposibilitado de valer-
se por sí mismo?

13. ¿Qué es lo que el autor nos quiere comunicar con la breve frase que cierra el relato:
"Desde el chiquero
llegaba el rumor de una batalla"?

IV. ESTILO

1. Copia el pasaje o tro;

IH. ARGUMENTO

Redacta un resumen de la obra leída.

154

2. Se afirma que en los


en un ambiente de el;

con ejemplos tomado'

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