(Maurice Maeterlinck) - La Inteligencia de Las Flores
(Maurice Maeterlinck) - La Inteligencia de Las Flores
(Maurice Maeterlinck) - La Inteligencia de Las Flores
II
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Sea como fuere, la flor de la mayor parte de las Salvias ofrece, pues,
una elegante solución del gran problema de la fecundación cruzada.
Pero así como entre los hombres una invención nueva es en seguida
simplificada y mejorada por una multitud de pequeños indagadores
infatigables, en el mundo de las flores que podríamos llamar
«mecánicas», la patente de la Salvia ha sido revisada, y extrañamente
perfeccionada en muchos detalles. Una vulgar Escrofulariácea, la
Pedicularia de los bosques (Pedicularias sylvática), que seguramente
habréis encontrado en las partes umbrosas de los bosquecillos y
matorrales, ha introducido en ella modificaciones sumamente
ingeniosas. La forma de la corola es casi igual a la de la Salvia; el
estigma y las dos anteras se hallan en la capucha superior. Solamente la
bolita húmeda del estigma sobresale de la capucha, mientras que las
anteras permanecen estrictamente prisioneras en ella. En ese tabernáculo
sedoso, los órganos de ambos se hallan pues con estrechez y hasta en
contacto inmediato; sin embargo, gracias a una disposición muy
diferente de la Salvia, la autofecundación es absolutamente imposible. En
efecto, las anteras forman dos ampollas llenas de polvo: estas ampollas,
cada una de las cuales no tiene más que una abertura, se hallan
colocadas una contra otra de manera que las aberturas, coincidiendo, se
obturan recíprocamente. Están sujetas en el interior de la capucha, sobre
dos tallos doblados que forman resorte, por dos especies de dientes. La
abeja o el abejorro que penetra en la flor en busca del néctar, separa
necesariamente esos dientes; una vez libres, las ampollas surgen, se
lanzan fuera y se abaten sobre la espalda del insecto.
Pero no se detienen aquí el genio y la previsión de la flor. Como lo
hace observar H. Müller, que fue el primero en estudiar completamente
el prodigioso mecanismo de la Pedicularia, «si los estambres diesen
contra el insecto conservando su disposición relativa, no saldría un grano
de polvo, puesto que sus orificios se tapan recíprocamente. Pero con
artificio tan sencillo como ingenioso vence la dificultad. El labio inferior
de la corola, en vez de ser simétrico y horizontal, es irregular y oblicuo,
al extremo de que un lado tiene algunos milímetros de altura más que el
otro. El abejorro posado encima no puede guardar a su vez más que una
posición inclinada. De lo cual resulta que su cabeza no toca sino una
después de otra la salida de la corola. Así es que el disparo de los
estambres también se produce sucesivamente, y una tras otra dan contra
el insecto, teniendo el orificio libre, y lo hisopean de polvo fecundante.
»Cuando el abejorro pasa luego a otra flor, la fecunda
inevitablemente, pues, detalle intencionalmente omitido, lo primero que
encuentra al meter la cabeza en la entrada de la corola es el estigma
que lo roza en el punto en que, momentos después, va a ser alcanzado
por el choque de los estambres, el punto precisamente en que ya lo han
tocado los estambres de la flor que acaba de dejar».
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Para terminar con esa extraña tribu de las Orquídeas, fáltanos decir
cuatro palabras acerca de un órgano auxiliar que pone en movimiento
todo el mecanismo: el nectario. Este ha sido la parte del genio de la
especie, objeto de investigaciones, de tentativas, de experiencias tan
inteligentes, tan variadas como las que modifican sin cesar la economía
de los órganos esenciales.
El nectario, ya lo hemos dicho, es un largo cono o cuerno puntiagudo
que se abre en el fondo de la flor, al lado del pedúnculo, y hace más o
menos contrapeso a la corola. Contiene un líquido azucarado, el néctar,
de que se alimentan las mariposas, los coleópteros y otros insectos, y que
la abeja transforma en miel.
Está, pues, encargado de atraer a los huéspedes indispensables. Se
ha amoldado a su talla, a sus costumbres, a sus gustos; está siempre
dispuesto de tal manera que no pueden introducir y retirar de él su
trompa sino después de haber cumplido escrupulosamente y
sucesivamente todos los ritos prescriptos por las leyes orgánicas de la
flor.
Conocemos ya bastantemente el carácter y la imaginación fantásticos
de las Orquídeas, para prever que aquí, como fuera de aquí y hasta más
que en las otras flores, porque el órgano más suave se presta más a ello,
su espíritu inventivo, práctico, observador y minucioso, da libre curso a la
fantasía. Una de ellas, por ejemplo, el Sarcanthus teretifolius, como
probablemente no llega a elaborar, para pegar el paquete de polen
sobre la cabeza del insecto, un líquido viscoso que se endurezca bastante
aprisa, ha vencido la dificultad, procurando retrasar todo lo posible la
trompa del visitante en los estrechos pasajes que conducen al néctar. El
laberinto que ha trazado es tan complicado, que Bauer, el hábil
dibujante de Darwin, tuvo que darse por vencido y renunció a
reproducirlo.
Las hay que, partiendo del excelente principio de que toda
simplificación es un perfeccionamiento, han suprimido osadamente el
cuerno del néctar, remplazándolo por ciertas excrecencias carnosas,
extrañas y evidentemente suculentas, que los insectos roen. ¿Es necesario
añadir que estas excrecencias están siempre dispuestas de tal modo que
el huésped que se regala con ellas debe poner necesariamente en
movimiento toda la mecánica del polen?
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Los puntos de mira, los signos para guiarse nuestro conocimiento
emergen lentamente, parsimoniosamente. Quizá la imagen famosa de
Platón, la caverna en cuyos muros se reflejan sombras inexplicables, no
es ya suficiente; pero si se la quisiese sustituir con una imagen nueva y
más exacta, no sería más consoladora. Imaginaos esa caverna más
grande. Nunca penetraría en ella un rayo de claridad. A excepción de luz
y fuego, se la habría provisto cuidadosamente de todo lo que constituyó
nuestra civilización; y en ella habría hombres prisioneros desde su
nacimiento. No habiendo visto nunca la luz, no la echarían de menos; no
serían ciegos, no tendrían los ojos muertos, pero no teniendo nada que
mirar, se convertirían probablemente en el órgano más sensible del
tacto.
A fin de comprender sus gestos, imaginemos a esos desdichados en
sus tinieblas, en medio de la multitud de objetos desconocidos que los
rodean. ¡Qué de extrañas equivocaciones, qué de desviaciones
increíbles, qué de interpretaciones imprevistas! ¡Pero cómo parecería
impresionable y con frecuencia ingenioso el partido que hubiesen podido
sacar de cosas que no habían sido creadas para la noche!… ¿Cuántas
veces hubieran acertado, y cuál no sería su estupefacción, si de pronto, a
la claridad del día, descubriesen la naturaleza y el destino verdadero de
útiles y aparatos que habrían apropiado de la mejor manera posible a
las incertidumbres de la sombra?…
Sin embargo, relativamente a la nuestra, su situación parece sencilla y
fácil. El misterio en que se arrastran es limitado. No están privados más
que de un sentido, mientras que es imposible calcular el número de los
que nos faltan. La causa de sus errores es única y no pueden contarse las
de los nuestros.
Puesto que vivimos en una caverna de ese género, ¿no es interesante
reconocer que el poder que en ella nos ha puesto obra a menudo y
sobre algunos puntos importantes, como obramos nosotros? Son
claridades en nuestro subterráneo las que nos muestran que no nos
hemos equivocado sobre el uso de todos los objetos que en él se
encuentran; y algunas de esas claridades nos las traen allí los insectos y
las flores.
XXIX
Durante mucho tiempo hemos puesto un orgullo necio en creernos
seres milagrosos, únicos y maravillosamente fortuitos, probablemente
caídos del otro mundo, sin vínculos ciertos con el resto de la vida, y, en
todo caso, dotados de una facultad insólita, incomparable, monstruosa.
Es muy preferible no ser tan prodigioso, pues hemos aprendido que los
prodigios no tardan en desaparecer en la evolución normal de la
naturaleza. Es mucho más consolador observar que seguimos la misma
ruta que el alma de este gran mundo, que tenemos las mismas ideas, las
mismas esperanzas, las mismas vicisitudes y casi —a no ser por nuestro
sueño específico de justicia y de piedad—, los mismos sentimientos. Es
mucho más tranquilizador asegurarse de que empleamos, para mejorar
nuestra suerte, para utilizar las fuerzas, las ocasiones, las leyes de la
materia, medios exactamente iguales a los que ella emplea para iluminar
y ordenar sus regiones insumisas e inconscientes; que no hay otros, que
estamos en lo cierto, que estamos bien en nuestro lugar y en nuestra
casa en este universo amasado con substancias desconocidas; pero cuyo
pensamiento es, no impenetrable y hostil, sino análogo o conforme al
nuestro.
Si la naturaleza lo supiese todo, si no se equivocase nunca, si en
todas partes, en todas sus empresas, se mostrase desde luego perfecta e
infalible, si revelase en todo una inteligencia inconmensurablemente
superior a la nuestra, entonces habría motivo para temer y perder el
ánimo. Nos sentiríamos víctima y presa de un poder ajeno, que no
tendríamos ninguna esperanza de conocer o medir. Es muy preferible
convencernos de que ese poder, al menos desde el punto de vista
intelectual, es estrechamente pariente del nuestro. Nuestro espíritu bebe
en las mismas fuentes que el suyo. Somos del mismo mundo, casi
iguales. No tratamos ya con dioses inaccesibles, sino con voluntades
veladas y fraternales, que se trata de sorprender y dirigir.
XXX
Es una cosa, me dijo una tarde un sabio que yo había encontrado por
casualidad a la orilla del océano que apenas se oía, es una cosa que no
se percibe y sobre la cual nadie parece contar; sin embargo creo que es
una de las fuerzas que conservan a los seres. Los dioses de quienes
hemos nacido se manifiestan en nosotros de mil maneras diversas; pero
esa bondad secreta que nadie ha notado y de la cual nadie habló
bastante directamente es quizás el signo más puro de su vida eterna. No
se sabe de dónde procede. Está ahí simplemente, sonriendo en el umbral
de nuestras almas; y aquellos en quienes sonríe más profundamente o
con más frecuencia, nos harán sufrir día y noche si quieren, sin que nos
sea posible dejar de amarlos…
No es de este mundo y sin embargo se mezcla con la mayor parte de
nuestras agitaciones. No se toma siquiera el trabajo de mostrarse en una
mirada o en una lágrima. Se oculta por razones que no se adivinan.
Diríase que teme hacer uso de su poder. Sabe que sus movimientos más
involuntarios harán nacer en torno de ella cosas inmortales; y somos
avaros de las cosas inmortales. ¿Por qué, pues, tememos agotar el cielo
que hay en nosotros? No nos atrevemos a obrar según el Dios que nos
anima. Tememos lo que no se explica por medio de un gesto o una
palabra; y cerramos los ojos sobre lo que hacemos a pesar nuestro en el
imperio en que las explicaciones son superfluas. ¿Cuál es, pues, el
origen de la timidez de lo divino en los hombres? Diríase que a medida
que un movimiento del alma se acerca a lo divino, cuidamos más de
disimularlo a las miradas de nuestros hermanos. ¿Acaso el hombre no es
más que un dios que tiene miedo?, ¿o nos está prohibido hacer traición
a poderes superiores? Todo lo que no pertenece a este mundo
demasiado visible tiene la tierna humildad de la niña lisiada a quien su
madre no llama cuando entran extraños en la casa. Por esto nuestra
bondad secreta no ha pasado nunca hasta ahora las silenciosas puertas
de nuestra alma. Vive en nosotros como una prisionera a quien se ha
prohibido que se acerque a la reja. Bien que no debe acercarse a ella.
Basta que esté allí. Por más que se oculte, tan pronto como levanta la
cabeza, o cambia de sitio un eslabón de su cadena, o abre la mano, la
cárcel se ilumina, los respiraderos se entreabren a la presión de las
claridades interiores, hay de pronto un abismo lleno de ángeles agitados
entre las palabras y los seres, todo calla, las miradas se vuelven un
instante y dos almas se abrazan llamando en el umbral…
No es una cosa procedente de la tierra que habitamos, y todas las
descripciones no servirían de nada. Es preciso que los que quieran
comprenderme tengan también en sí mismos el mismo punto sensible. Si
no habéis sentido nunca en la vida el poder de vuestra bondad invisible,
no vayáis más lejos; sería inútil. Pero ¿habrá alguno que no haya
experimentado ese poder?, y los peores de nosotros ¿no fueron jamás
invisiblemente buenos? No sé; ¡hay en este mundo tantos seres que no
piensan más que en desalentar lo divino en su alma! Basta un momento
de tregua, sin embargo, para que lo divino se alce, y ni aun los más
malos están siempre en guardia; por esto, sin duda, hay tantos malos
que son buenos sin que se vea, al paso que hay muchos santos que no
son invisiblemente buenos…
He hecho sufrir más de una vez, añadió mi sabio, como todo ser
hace sufrir en torno suyo. He hecho sufrir porque estamos en un mundo
en que todo se enlaza por medio de hilos invisibles, en un mundo en que
nadie está solo, y porque el gesto más dulce de la bondad o del amor
¡lastima a menudo a tanta inocencia a nuestro lado! He hecho sufrir
también, porque los mejores y los más tiernos necesitan a veces buscar
no sé qué parte de sí mismos en el dolor ajeno. Hay semillas que no
germinan en nuestra alma sino bajo la lluvia de las lágrimas que se
vierten a causa de nosotros; y sin embargo, esas semillas producen
buenas flores y saludables frutos. ¿Qué le haremos? Es una ley que no
hemos hecho nosotros; y no sé si me atrevería a querer a un hombre que
no hubiese hecho llorar a nadie. Con frecuencia, los que más amaron
fueron los que hicieron sufrir más, pues no se sabe qué crueldad tierna y
tímida suele ser la hermana inquieta del amor. El amor busca en todas
partes pruebas del amor, y esas primeras pruebas ¿quién no propende a
encontrarlas desde luego en las lágrimas de la amada?
La misma muerte no bastaría para tranquilizar al amante si ésta se
atreviese a escuchar las exigencias del amor; porque el instante de la
muerte parece demasiado breve a la íntima crueldad del amor; más allá
de la muerte, hay todavía espacio para un mar de dudas; y los que
mueren juntos quizá no mueren sin inquietudes. Aquí se necesitan largas
y lentas lágrimas. El dolor es el primer alimento del amor; y todo amor
que se ha alimentado con un poco de dolor puro, muere como el recién
nacido a quien se quisiera alimentar como se alimenta a un hombre.
¿Amaréis del mismo modo a la que siempre os hizo sonreír y a la que a
veces os hizo llorar? ¡Ay!, es necesario que el amor llore y que llore muy
a menudo. En el momento en que se elevan los sollozos es cuando las
cadenas del amor se forjan y se templan para la vida…
He hecho sufrir así porque amaba, prosiguió; he hecho sufrir así
porque no amaba ya. Pero ¡qué diferencia entre los dos dolores! Aquí,
las lentas lágrimas del amor desgraciado parecían saber ya, en el fondo
de sí mismas, que regaban en nuestras dos almas juntas algo de
indecible, y allí esas pobres lágrimas sabían por su parte que caían solas
en un desierto. Pero en esos momentos en que el alma es
verdaderamente todo oídos o más bien todo alma, es cuando reconocí el
poder de una bondad invisible que sabía conceder a las desgraciadas
lágrimas del amor que moría las ilusiones divinas del amor que va a
nacer. ¿No habéis tenido jamás uno de esos tristes momentos en que los
besos sin esperanza no podían ya sonreír y en que el alma comprendía
al fin que se había engañado? Las palabras ya sólo sonaban con gran
dificultad en el aire frío de la separación definitiva; ibais a alejaros para
siempre, y las manos casi inanimadas se tendían hacia el adiós de las
partidas sin regreso, cuando el alma, de pronto, hacía sobre sí misma un
movimiento imperceptible. El alma vecina despertaba al instante en las
cúspides del ser, nacía algo muy por encima del amor de los amantes
fatigados, y por más que los cuerpos se separasen, las almas no iban a
olvidar jamás que se habían mirado un instante por cima de las
montañas que nunca habían visto, y que un momento, habían sido
buenas, con una bondad que aún no conocían…
¿Qué movimiento misterioso es, pues, ese de que no hablo aquí sino
a propósito del amor, pero que puede efectuarse en las más pequeñas
circunstancias de la vida? ¿Es no sé qué sacrificio o qué abrazo interior,
el profundísimo deseo de ser alma para un alma, o el sentimiento
siempre tierno de la presencia de una vida invisible e igual a la nuestra?
¿Es todo lo que hay de admirable y triste en el solo hecho de vivir, y el
aspecto de la vida una e indivisible que en tales momentos inunda todo
nuestro ser? Lo ignoro, pero entonces es cuando sentimos
verdaderamente que hay en alguna parte una fuerza desconocida, que
somos los tesoros de un Dios que lo ama todo, que ni un gesto de ese
Dios pasa inadvertido, y que nos encontramos en fin en la región de las
cosas que no engañan…
La verdad es que desde el nacimiento hasta la muerte no salimos
nunca de esa región definitiva, pero vagamos en Dios como pobres
sonámbulos, o como ciegos que buscan desesperados el templo en que
se encuentran. Estamos aquí, en la vida, hombre contra hombre, alma
contra alma, y los días y las noches se pasan sobre las armas. No nos
vemos, ni nos tocamos. Nunca vemos más que broqueles y cascos, y no
tocamos más que hierro y bronce. Pero si una pequeña circunstancia
procedente de la sencillez del cielo hace caer un instante las armas, ¿no
hay siempre lágrimas bajo el casco, sonrisas infantiles detrás del
broquel, y no se descubre otra verdad?
Mi sabio reflexionó otra vez, y repuso luego más tristemente: Una
mujer, creía decíroslo hace poco, una mujer a quien hice sufrir a pesar
mío —pues los más atentos, sin saberlo derraman sufrimientos en torno
suyo—, una mujer a quien hice sufrir a pesar mío, me reveló un día el
poder soberano de esa invisible bondad. Es necesario haber sufrido para
ser bueno; pero quizás es preciso haber hecho sufrir para volverse más
bueno todavía. Aquel día lo experimenté. Me sentía solo en esa triste
zona de los besos en que parece que se visita ya las cabañas de los
pobres, cuando la amante retrasada sonríe aún en los palacios de los
primeros días. El amor según los hombres se moría entre nosotros como
un niño atacado de un mal que viene no se sabe de dónde y que no
puede tener piedad. No nos dijimos nada. Ni siquiera podría yo recordar
en qué pensaba en tan grave momento. Sin duda en cosas
insignificantes. En la última persona encontrada, en la temblorosa
claridad de un farol que alumbra una esquina desierta, y sin embargo,
todo pasó en una luz mil veces más pura y mil veces más alta que si
todas las fuerzas de la piedad y del amor de que dispongo en mis
pensamientos y en mi corazón hubiesen intervenido. Nos separamos sin
decir nada, pero comprendimos al mismo tiempo nuestro pensamiento
inexpresable. Sabemos ahora que nació otro amor que no tiene
necesidad de las palabras, de los pequeños cuidados ni de las sonrisas
del amor ordinario. No nos hemos vuelto a ver, ni volveremos a vernos
quizás en muchos siglos. «Sin duda necesitaremos olvidar muchas cosas
y aprender otras muchas, a través de todos los mundos por los cuales
tendremos que pasar», antes de encontrarnos en el mismo movimiento
de alma que tuvo efecto aquel día; pero tenemos tiempo de esperar…
Por esto, desde aquel día, he saludado en todas partes, y hasta en el
fondo de los momentos más rudos, la bienhechora presencia de ese
poder maravilloso. Basta haberla visto claramente una vez, para que su
imagen no se aparte nunca de nosotros. La veréis sonreír con frecuencia
en los últimos refugios del odio y hasta en el fondo de las lágrimas más
crueles. Y sin embargo, no se muestra a los ojos de nuestro cuerpo. Tan
pronto como se manifiesta por un acto exterior, cambia de naturaleza; y
ya no estamos en la verdad según el alma, sino en una especie de
mentira según los hombres. La bondad y el amor que no se ignoran no
ejercen ninguna acción sobre las almas porque han salido de los reinos
en que viven; pero mientras son ciegos podrían enternecer al mismo
Destino. He conocido a más de un hombre que cumplía todas las obras
de la bondad y de misericordia sin llegar a ninguna alma; y he conocido
a otros que parecían vivir en la mentira y en la injusticia sin alejar a esas
mismas almas y sin hacer concebir un solo instante la idea de que no
fuesen buenos. Hay más: aun aquellos que no os conocen y a quienes
refieren simplemente vuestros actos de bondad y vuestras obras de amor,
si no sois buenos según la bondad invisible, sospecharán algo, y no
serán nunca impresionados en las profundidades de su ser. Como si
hubiese en alguna parte un sitio en que todo se pesa en presencia de los
espíritus; o bien, allá, al otro lado de la noche, un depósito de certezas,
donde el mudo rebaño de las almas va a beber cada mañana.
Quizá no se sabe aún lo que significa la palabra amar. Hay en
nosotros vidas en que amamos sin saberlo. Amar así no es solamente
tener piedad, sacrificarse interiormente, querer ayudar y hacer feliz a
alguien, es una cosa mil veces más profunda, que las palabras humanas
más suaves, más ágiles y más fuertes no pueden alcanzar. Diríase por
momentos que es un recuerdo furtivo, pero en extremo penetrante, de la
gran unidad primitiva. Hay en ese amor una fuerza a la cual nada puede
resistir. ¿Quién de nosotros, si interroga por el lado de las luces que de
ordinario no mira, quién de nosotros no encuentra en sí mismo el
recuerdo de ciertas obras extrañas de esa fuerza? ¿Quién de nosotros no
ha sentido sobrevenir de pronto, al lado de un ser, quizás indiferente,
algo que nadie llamaba? ¿Era el alma o bien la vida que se volvía sobre
sí misma como un durmiente que despierta? No sé; tampoco lo sabíais
vosotros y nadie hablaba de ello; pero no os separabais como si nada
hubiese sucedido.
Amar así es amar según el alma; y no hay alma que no responda a
ese amor. Porque el alma humana es un convidado hambriento desde
hace siglos; y nunca hay necesidad de llamarla dos veces al festín
nupcial.
Todas las almas de nuestros hermanos vagan sin cesar en torno
nuestro en busca de un beso, y no esperan más que una señal. Pero
¡cuántos seres hay que nunca se han atrevido a hacer una de esas
señales en su vida! Es la desgracia de toda nuestra existencia el vivir así
aislados de nuestra alma y tener miedo de sus menores movimientos. Si
le permitiéramos sonreír francamente en su silencio y en su luz,
viviríamos ya de una vida eterna. Basta considerar un instante lo que
logra hacer en los raros minutos en que no nos acordamos de
encadenarla como a una loca; en el amor, por ejemplo, en que a veces
la dejamos asomar a las rejas de la vida exterior. Y en la vida, según la
verdad primera, ¿no deberían todos los seres sentirse en presencia
nuestra como la amada en presencia del amante?
Esa invisible y divina bondad de la cual hablo aquí únicamente
porque es uno de los signos más seguros y más próximos de la incesante
actividad de nuestra alma, esa invisible y divina bondad ennoblece de un
modo definitivo todo lo que ha tocado sin saberlo. Que todos los que se
quejan de su ser desciendan en sí mismos y se pregunten si fueron
buenos jamás en presencia de ese ser. Por lo que a mí toca, nunca
encontré una sola persona a cuyo lado sentí conmoverse mi bondad
invisible, que no se volviese en el acto mejor que yo mismo. Sed buenos
en las profundidades y veréis que los que os rodean se volverán buenos
hasta las mismas profundidades. Nada responde más infaliblemente al
grito secreto de la bondad que el grito secreto de la bondad vecina.
Mientras seáis buenos activamente en lo invisible, todos los que se os
acerquen harán, sin saberlo, cosas que no podrían hacer al lado de otro
hombre. Hay ahí una fuerza que no tiene nombre, una rivalidad
espiritual que es irresistible. Diríase que es exactamente aquí donde se
encuentra el punto sensible de nuestras almas; porque hay almas que
parecen haber olvidado que existen, y haber renunciado a todo lo que
eleva su ser; pero cuando se les hiere en ese punto, se levantan todas; y
en los divinos campos de la bondad secreta, la más humilde de las
almas no soporta la derrota.
Y sin embargo, es posible que nada cambie en la vida que se ve;
pero ¿es eso lo único que importa, y no existimos realmente más que por
actos que pueden cogerse en la mano como los guijarros del camino? Si
os preguntáis, como nos dicen que es necesario preguntarnos cada
noche: «¿Qué he hecho de inmortal hoy?», ¿necesitáis buscar siempre
desde luego por el lado de las cosas que se pueden contar, pesar y
medir sin error? Es posible que derraméis lágrimas extraordinarias, que
llenéis un corazón de certidumbres inauditas, y que deis la vida eterna a
un alma sin que nada cambie; que nadie lo note, sin que vos mismo lo
sepáis. Es posible que a la prueba todo se derrumbe y que esa bondad
ceda al menor temor. No importa. Se ha operado algo de divino; y
nuestro Dios debe haber sonreído en alguna parte. ¿No es quizás el fin
supremo de la vida el hacer renacer así lo inexplicable en nosotros?; y
¿sabemos acaso lo que añadimos a nosotros mismos cuando
despertamos una pequeña parte de lo incomprensible que duerme en
todos los rincones? Aquí habéis despertado al amor que no vuelve a
dormirse. El alma que vuestra alma ha mirado y que ha vertido con vos
las santas lágrimas del júbilo solemne que no se ve, no os guardará
rencor en medio de los tormentos. Ni siquiera tendrá necesidad de
perdonar. Está tan segura de no sé qué, que ya nada podrá borrar o
atenuar su sonrisa interior; porque nada podrá separar dos almas que
durante un instante «han sido buenas juntas».
LA BELLEZA INTERIOR