RMCM - Los Chicos de Alquiler No Lloran

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Corre el año 1958 y Richie.

de quince años de edad, se


escapa de su hogar en Liverpool para dirigirse a Londres.
una vez allí descubre un mundo de chaperos, explotados
por las bandas locales pero capaces de ofrecerse con-
suelo y apoyo unos a otros.
El autor nos narra la agitada vida del Soho en los años
del rock & roll y el amor por un chico de su misma edad.
de buena familia. cuando los padres de éste deciden en-
viarlo a Singapur, Richie se alista en la marina mercante
comenzando así la búsqueda de su amigo.
Esta historia no es sólo la fuga de Richie McMullen, sino
un viaje de la prostitución al amor.

«Bien escrito, entretenido y provocador (…) La búsqueda


de cariño y afecto no cae en el sentimentalismo y logra
resultar genuinamente enternecedora».

Time Out
Richie McMullen

Los chicos de alquiler no


lloran
ePub r1.0
Polifemo7 20.12.13
Título original: Enchanted Youth
Richie McMullen, 1990
Traducción: Ana Alcaina

Editor digital: Polifemo7


ePub base r1.0
Este libro está dedicado
a cualquier chico que esté
o haya estado relacionado alguna vez
con el mundo de la prostitución.
Huyendo

Cuando subí al tren en la estación de Lime Street de Liverpool


aquella fría mañana de noviembre del año 1958, tenía tres puntos
a mi favor: mi cuerpo, mi mente y la ropa que llevaba puesta. Mi
cuerpo tenía quince años y estaba ansioso por emprender el cam-
ino hacia lo desconocido, ávido de toda clase de aventuras
sexuales y de dinero. Mis carnes palpitaban una energía que a mi
cerebro le resultaba difícil de asimilar: era un muchacho fuera de
control y mi mente pertenecía a un niño y a un viejo, todo al
mismo tiempo. Más que cualquier otra cosa en el mundo, mi
cuerpo quería amor y mi mente exigía respuestas a las preguntas
que me atormentaban y que, invariablemente, siempre empeza-
ban con un «por qué».
Llevé mis tres frágiles bazas a un compartimento vacío, con el
mismo puntilloso cuidado con que los demás pasajeros transport-
aban su equipaje, y las deposité con orgullo en un asiento de cara
a la locomotora. No llevaba ninguna bolsa ni dinero, tan sólo una
cabeza llena de sueños de lo que podía llegar a ser mi porvenir. No
podía haberme sentido más feliz. No llevaba nada en los bolsillos
salvo mi billete de ida, como tampoco me había llevado nada de la
casa que con tanta satisfacción acababa de abandonar. Por mí,
hasta me habría ido desnudo, como san Francisco de Asís. De to-
dos los santos cuyas hagiografías habíamos tenido que estudiar en
la escuela, san Francisco era mi favorito; es decir, era un tipo con
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el que cualquier chico de los arrabales podía identificarse, un tipo


que le robó a su padre rico toda la ropa de su tienda para poder
pagar los materiales para reconstruir una iglesia. Un bonachón
que hizo lo que creía que debía hacer. Luego, cuando su padre se
dio cuenta y llamó a las autoridades, el bueno de Francisquito se
quitó la ropa, se la dio a su padre y salió en pelota picada a bus-
carse la vida en un viaje hacia lo desconocido. A eso lo llamo yo un
tío con cojones, ¿verdad?
Pero yo iba más preparado que san Francisquito, ¿no es así?
Quiero decir que tenía un billete de tren para Londres y un con-
junto de ropa más o menos decente. Ahora bien, la verdad es que
no me proponía construir ninguna iglesia, ni muchísimo menos.
Liverpool —y, por lo que yo sabía, casi todas las demás ciudades—
estaba abarrotada de iglesias, todas ellas llenas a rebosar y
pidiendo dinero a los pobres hijos de puta que estaban engancha-
dos a los mensajes adictivos con que los sermoneaban todos los
domingos: «Dad limosna ahora y seréis recompensados en el
Cielo». Si Dios, de cuya existencia estaba empezando a dudar muy
seriamente, quería reconstruir su iglesia, lo cierto es que estaba
haciendo llegar su mensaje a los fieles de una forma muy, pero
que muy extraña. Los que mejor comían, los que mejor vestían y
los que tenían una casa más grande y hermosa en la sociedad de
posguerra de Liverpool eran los curas. Mi joven cerebro no veía la
justicia por ninguna parte. La iglesia había sido construida y re-
construida tantas veces que los años venideros iban a ver muchas
de ellas reconvertidas en bingos y talleres.
¡Ya había bastantes iglesias! Yo tenía que construirme una
vida y los únicos medios a mi alcance para hacerlo eran mi mente
y mi cuerpo. Apoyé los pies en el asiento de enfrente y maldije mi
mente por permitir que una vez más una plegaria a san Francisco
de Asís viniese a invadir mi consciencia. ¿Por qué seguía
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recitando aquellas absurdas oraciones? Tal vez fuese porque era


un chico inglés de primera generación que se creía completa-
mente irlandés. O puede que porque había habido veces, cuando
tenía doce años o así, en las que había querido complacer a mi
madre —natural de Wexford, en el sureste de Irlanda— con-
virtiéndome en el sacerdote que ella siempre había querido que
fuese. O quizás porque me carcomía la culpa por haber practicado
el sexo con Pip en el colegio, con varios hombres en los lavabos
públicos, en los cines, en la parte de atrás de un coche, detrás de
unos arbustos y en cualquier otra maldita parte. Tenía que estar
atento a las señales ¿sabéis?, cuando las plegarias me empiezan a
llenar la cabeza y a cambiar mis ideas, tengo que pensar en algo
distinto. Era una técnica que ya había desarrollado para deshacer-
me de esas erecciones que siempre te vienen en los momentos
menos oportunos. En esos momentos, solía ponerme a pensar en
los reconocimientos médicos de la doctora del colegio, una mujer
vieja y gorda. Siempre daba resultado, bueno… casi siempre.
¿Por qué los chicos siempre tenemos una erección justo
cuando tenemos que bajarnos del autobús, o cuando el profesor
nos ordena que nos pongamos de pie, o cuando queremos echar
una meadita? ¿Y cómo es que la erección siempre parece saber
dónde está exactamente la abertura de los calzoncillos? Abrién-
dose espacio, asomando y empujando por el paquete de los
pantalones.
Mis pensamientos se vieron interrumpidos cuando el revisor
abrió la puerta del vagón, se deslizó en el compartimento como
una serpiente y me dijo, con voz cansina y sibilante —propia del
hombre adulto que ya está de vuelta de todo—, que quitase los
pies del asiento, que le enseñase mi billete y que mostrase un poco
de respeto por las cosas ajenas. ¿Cómo es que a un chico en tales
circunstancias se le ocurre tener una erección y no puede
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encontrar su billete? Con una mano tratando desesperadamente


de ocultar el bulto que estaba seguro había visto aquel hombre y
la otra registrando los bolsillos, por lo demás vacíos, en busca del
billete perdido… ¡no podía encontrarlo! El tren todavía estaba
parado en la estación y el revisor empezó a balancearse, con su
ritmo de áspid, trasladando el peso del cuerpo de un pie al otro
con creciente impaciencia. Estaba listo para enseñarme sus di-
entes y clavármelos para envenenarme, y a pesar de ello yo seguía
sin encontrar el billete que me había costado todo el dinero que
tenía.
—¿Tienes de verdad el billete o no? O lo tienes, o no lo tienes,
dímelo —silbó.
¿Cómo es que todos los adultos que llevan uniforme parece
que hablan igual?
—Por supuesto que tengo el billete, ¿por quién me toma?
—Entonces, ¿te importaría enseñármelo, por favor?
¿Por qué aquel por favor había sonado como un «Ya sé que no
llevas el billete encima y te voy a echar de mi tren a patadas,
maldito cabroncete sabihondo»? No tenía otro remedio: la erec-
ción no desaparecía y tenía que levantarme para buscar en los
bolsillos traseros de mi pantalón. Adelante, anda, siéntete orgul-
loso. Si tienes ese paquetorro, ¿por qué no ibas a enseñarlo? Me
puse de pie y encaré al revisor, con la erección ahí delante, para
que todo el mundo la viera. El hombre me miró a la cara, miró mi
erección, de nuevo a mi cara y luego apartó la vista abochornado.
¡Por fin! ¡Estaba avergonzado! Le había dado la vuelta a la tortilla.
Disfruté viendo a la serpiente convertirse en un gusano tratando
de encontrar una vía de escape. Ya no enseñaba los dientes.
El billete estaba metido en la solapa de mi bolsillo trasero, de
modo que lo saqué con tanta parsimonia como me fue posible, lo
miré titubeando un poco y se lo enseñé al gusano transformado.
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Lo agarró de un manotazo, ansioso por escabullirse bajo la piedra


más cercana mientras yo exhibía una sonrisa triunfante. Salió del
compartimento mascullando algo sobre «los chicos de hoy en
día». Me desplomé sobre el lujoso asiento mientras la puerta se
cerraba y volví a colocar los pies sobre el asiento de delante, ad-
miré mi bulto y celebré mi victoria con una risa sonora y
prolongada.
No tardaría en estar lejos de aquella ciudad mugrienta para
siempre. Adiós a los golpes con el cinturón de cuero de mi padre,
adiós a la violencia. Ahora odio la violencia. Adiós a tener que
romper los bastones del colegio para proteger a los crios pequeños
de los maestros sádicos. Adiós a tener que follar con profesores
pervertidos en los cuartos trasteros mientras mis compañeros
juegan al fútbol. Adiós a tener que hacer enfadar a las mujeres en
la calle para así distraerlas y conseguir que dejen de pegar una
paliza a los hijos que tan despreocupadamente han traído a este
mundo. Adiós a la cháchara de borrachos católicos y protestantes
sobre la política en Irlanda. Adiós al esnobismo de la «clase traba-
jadora». Adiós a tener que vender mi cuerpo por un puñado de
cacahuetes. ¡Adiós! ¡Adiós!
A pesar de mis denodados esfuerzos por aferrarme a mi risa
con uñas y dientes, ésta se convirtió en llanto, en lágrimas que en-
jugué con las mangas de mi chaqueta a la misma velocidad a la
que iban cayendo. «¡Todo eso se ha acabado! —me dije—.
¡Olvídalo! Los chicos de alquiler no lloran».
El vagón dio una sacudida en el momento en que los ma-
quinistas lo engancharon a la locomotora. Muy pronto estaríamos
en marcha. Cada vez quedaba menos… Bajé la ventanilla hasta el
tope, asomé la cabeza y recorrí con la mirada la curva del
ajetreado andén hasta llegar a la majestuosa máquina, que vibra-
ba y despedía chorros de vapor blanco y caliente. Shssh… Intenté
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no mirar a la gente que había en el andén y que ahora empezaba a


decir adiós a sus seres queridos con efusivos ademanes mientras
la locomotora empezaba a ponerse en marcha. Shssh, shssh,
shssh… La larga hilera de vagones que formaban el tren estaba
llena de viajeros asomados a las ventanillas despidiéndose con la
mano. Una sucesión de rostros sonrientes empezaron a desfilar
por mi lado mientras el tren avanzaba hacia delante.
Las caras siguieron moviéndose y pasando por mi ventanilla
cada vez con mayor velocidad hasta que mis ojos se detuvieron en
el cálido rostro de una mujer lo bastante mayor para ser mi
madre. Ante una cara como aquélla, no pude hacer otra cosa que
devolverle la sonrisa. Era como si estuviese allí con la única mis-
ión de sonreír y despedirse de todos aquellos de nosotros que no
teníamos seres queridos. Levanté ambos brazos bien arriba para
despedirme de la mujer y la ciudad que odiaba y amaba a un
tiempo. La locomotora, adquiriendo velocidad, empezó a emitir
su rugido de autoridad atlética y enérgica. No más mierda, se
acabó, no más mierda, se acabó. No llores, ¿por qué ibas a
hacerlo? No llores, oh, no yo, oh, no yo. Los chicos de alquiler no
lloran.
El humo y el vapor me envolvieron cuando entramos en el
túnel que había al final del andén y me hicieron recobrar el sen-
tido. Era la última persona que quedaba asomada a la ventanilla.
Borré Liverpool de mi cara para siempre y me desplomé con in-
finito cansancio sobre mi asiento.
Marcharme de Liverpool era fácil, pues no había nada que me
retuviese allí. Cuando un chico abandona los brazos de un amante
cariñoso y por el que siente verdadero afecto, sabe instintiva-
mente que el amante desea que vuelva a la calidez de las sábanas
de nuevo. Liverpool el vampiro, en cambio, me había utilizado y
chupado la sangre y se había cansado de mí: necesitaba sangre
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fresca. Liverpool era un amante con el corazón de piedra y quería


la gratificación instantánea e inmediata de su propia lujuria, la
que él mismo había generado. Deseaba con vehemencia las imá-
genes y fantasías de su propia invención y, por lo tanto, nunca
podía quedarse satisfecho. Su apetito de chicos de rostro joven era
—y probablemente lo sigue siendo— insaciable. Como amante, era
un ninfómano perverso y sádico, usaba y abusaba de los chicos;
siempre insatisfecho, iba de un chico de carne joven y fresca a
otro en busca de lo que el primero le había proporcionado en real-
idad: su inocencia. ¿Por qué iba a contentarse con un solo chico
cuando tenía un suministro inagotable? ¿Por qué? ¿Por qué yo,
con apenas quince años, me sentía tan sumamente viejo?
Dejar a mis padres había sido casi igual de fácil. Me sentía
atado a ellos, con una mezcla de asfixia, pañales y cadenas. El
único contacto físico que mi padre había tenido conmigo era a
través de su rabioso cinturón de albañil. ¿Por qué creía que podía
insuflarme amor o buen juicio a base de golpes? ¿Por qué nunca
me tomó entre sus brazos, ni tan siquiera una vez, y me dijo que
me quería o que quería que estuviese a su lado? ¿Tan malo era yo?
Y si era tan malo, ¿por qué todos aquellos hombres me acari-
ciaban con sus manos el pelo rubio, mi piel suave, mis piernas
lampiñas y mi culo redondo y me decían que era tan guapo? ¿Por
qué me derretía entre sus brazos cuando me decían todas esas co-
sas? ¿Por qué deseaba con todas mis fuerzas complacerlos a to-
dos? ¿De verdad había una explicación tan sencilla como decir
que odiaba a mi padre y sin embargo, anhelaba ganarme su amor
y encontraba ese amor en aquellos hombres? ¿Hombres homo-
sexuales? ¿Acaso complaciendo a aquellos hombres estaba en
realidad tratando de complacer a mi padre? Debo decir que tam-
bién quería, en algunos momentos, matarlo. De hecho, sólo fue la
falta de valor y un rechazo interno hacia la violencia lo que me
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impidió hacerlo. En esa zona privada de mi cerebro, donde un


chico puede hacer de sí mismo un rey o un vaquero del Oeste,
planeé el asesinato infinidad de veces, pero nunca pude llevarlo a
cabo ni encontrar el momento oportuno.
También era consciente de que el hecho de matarlo liberaría a
mi atormentada madre de su agresión dominante y de que, al
mismo tiempo, eso haría que ella me odiase para siempre. Creo
que la quería, pero era la clase de amor que tiene que negar todo
dolor previo para poder materializarse. Ella, mi padre y mis dos
hermanos mayores, mi hermana pequeña y yo, éramos verdader-
os maestros en el arte del fingimiento. Era una especie de mecan-
ismo innato e ilusorio que nos permitía autoengañarnos hasta el
punto de creernos cualquier cosa. Recuerdo, por ejemplo, un día
en que mi madre me estaba moliendo a golpes cuando apenas era
un crío y de repente, puede que por mis gritos o porque ella
misma se hubiese dado cuenta de lo que estaba haciendo, dejó de
golpearme y me dijo que no pasaba nada, que era un buen chico.
Creía, quería creer, todo lo que ella decía. Era muy extraño, pero
sabía, pese a todo, que me quería de veras. Con mi padre, en cam-
bio, nunca lo supe. Se encerraba en su propio mundo y no dejaba
entrar a nadie. Debía de ser un mundo infernal, o puede que fuese
un paraíso. Nunca lo sabré, y todavía me muero de ganas de saber
qué fue lo que convirtió a mi padre en aquel hombre colérico y
borracho al que veía pudrirse en su propio estiércol.
El viento gélido que soplaba por la ventanilla abierta caldeó mi
complejo de culpa católico. «Dios te salve María, llena eres de
gracia, el Señor es contigo. Bendita tú eres entre todas las
mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús». ¡Maldita sea!
¡Otra vez esas oraciones infernales en mi cabeza! Cerré la ventana
y observé cómo el frío viento, mezclado con el humo y el vapor,
lamía los cristales con gesto seductor y trataba de alcanzarme.
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Lanzaba su mensaje a lengüetadas: «Santa María, madre de


Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de
nuestra muerte. Amén». Pero estoy a salvo, no puede atraparme.
Me pongo de pie y compruebo otra vez que la ventanilla está total-
mente cerrada. Sí, lo está. No tengo nada que temer. Regreso a mi
asiento y me desplomo con todo el peso del alivio y digo en voz
alta: «¡Gracias a Dios!». Entonces, al darme cuenta de lo que
acabo de decir, me echo a reír con desesperación por mi propia
incoherencia.
Los ruidos y el ritmo del tren me invitan a sumergirme despa-
cio, con mi culpa, en una modorra intermitente. «Huir, huir, huir,
huir…».
Llevaba huyendo desde que tenía seis o siete años, pero sólo
dentro de los confines de la propia ribera del Mersey. Esta vez, sin
embargo, no tenía ninguna intención de volver. Otra veces me
había permitido el lujo de que me recogiera la policía y, pese a
negarme a darles mi nombre, siempre lo averiguaban por sus pro-
pios medios y me devolvían a casa. Entonces, durante unos pocos
días, las palizas cesaban. Huir era la única forma que conocía de
controlar la violencia de mi padre. Sabía exactamente qué era lo
que estaba haciendo, pero ni un solo maldito adulto a mi
alrededor era capaz de verlo a través del ojo cerrado de su mente.
Nunca traté de ayudarles, pues era cosa suya el darse cuenta, pero
nadie se tomó nunca la molestia de averiguarlo.
Cuando tenía nueve años me escapé a Southport, una zona
turística a treinta kilómetros escasos al norte de Liverpool. Me fui
directamente a la feria: algodones de azúcar, tiovivos, autos de
choque, el tren de la bruja, las salas de los espejos, las casetas de
tiro, los cocos y los donuts, el arca de Noé, la Osa Mayor y la
gitana que dice la buenaventura… Todos se balancean con la pa-
labra «Southport» estampada por todas partes, perritos calientes
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con cebolla y «Aquí se sirve té caliente». Ruido de amarillos, ro-


jos, verdes, naranjas y parejas de adolescentes. Olor a felicidad,
bromas y «sólo son seis peniques y lo pasarán en grande».
Aquí estoy a salvo, pero me duelen los pies un montón. La
suela de los zapatos me la noto en la planta de los pies por los
agujeros de los calcetines y los pantalones que mamá me ha hecho
con el traje viejo de papá se me meten en la entrepierna. Ah, pero
ya sé, si me meto las manos en los bolsillos puedo tirar de los pan-
talones para que no me rocen los cataplines. A ver… ¡Ya está!
¡Qué bien! ¿Le harían daño a papá también? La casa de la risa es-
tá llena a reventar y el payaso que hay afuera siempre está con-
tento. Ojalá tuviese un chelín. Toda esa gente ahí y yo estoy solo.
Pero me alegro de que estén aquí. ¿Qué haré cuando se vayan?
Siempre se van. Pero no voy a pensar en eso ahora. Todavía falta
mucho para que cierren. Si me quedo ahí, junto a la puerta de ese
tenderete, sentiré el aire caliente envolverme todo el cuerpo con el
sabor de las cebollas y los donuts. Vaya, tengo la garganta seca.
No puedo tragar. Me voy a sentar en uno de esos asientos, ¿no?
Un gordo se acaba de ir y se ha dejado medio bocadillo. ¡Será
tonto! Pasaré por allí, lo agarraré de un manotazo, me lo meteré
en la camisa y me iré corriendo. ¡Ya lo tengo! Vaya, cuánta gente,
no puedo echar a correr. El gordo me ha visto. Me largo volando.
No puedo. «Bueno, ya te lo habías zampado casi todo de todas
formas, gordo». ¡Qué aire más frío! Gracias a Dios. Mmm, está
bueno. Pero ahora tengo hambre. Ojalá no tuviese que escaparme
de casa. Mi mamá se preocupará y papá me pillará de todas
formas. El niño va a tener la cama para él solito esta noche. Ojalá
me hubiese traído un abrigo. Yo no quería escaparme. Están apa-
gando las luces. ¿Por qué me miran todos de esa manera? Tengo
nueve años y sé nadar, tengo un diploma de natación y todo. Hace
frío y me duele la barriga. No sé en qué lado duerme el niño esta
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noche. Si duerme en mi lado, lo mataré. Ya es hora de dejar que


me vea la policía. Ya ha pasado bastante rato. Ahora ya se le habrá
pasado la borrachera. Ahora todo irá bien.
Huir, huir, huir, huir. Mi cuerpo durmiente percibe los cam-
bios en el sonido y el ritmo del tren: Detesto su aliento, chirriante
por dentro, viejo harapiento; le gusta mi pelo, me importa un
bledo, consigue el dinero; hoy no estoy de suerte, prefiero la
muerte, ¡pero puedo comerte! ¡Frenos sibilantes, errores fatales,
estamos en paces! Me despierto de golpe cuando el tren se de-
tiene en la estación de Crewe. ¿Por qué tengo tanto miedo y tanta
hambre?
El mundo entero parece haberse dado cita en la estación de
Crewe. Cientos de soldados, marineros y aviadores se mueven de
aquí para allá sin parar, cantando y gritando. Las voces con acen-
tos nada familiares se cruzan de un lado al otro del andén inter-
minable. Algunos hombres con uniforme de ferroviario empujan
gigantescas sacas de correo hacia el tren. Unas mujeres vestidas
con monos de trabajo recorren el andén con los carritos ven-
diendo té y bocadillos. Las puertas de los vagones se abren y se ci-
erran mientras son más los pasajeros que suben que los que bajan
del tren. Todo aquel ajetreo me entusiasma y me olvido por un
momento de mi miedo y mi hambre. Me fijo en una familia. Una
madre y un padre, una niña de unos diez años y un chico muy
guapo que debe de tener un año menos que yo. Viste un traje, ll-
eva una bufanda y el abrigo le cuelga del hombro al estilo de la
moda francesa. Sus padres están bregando con el equipaje mien-
tras él está apoyando el peso de su cuerpo en una pierna con aire
despreocupado, con la mano sobre la cadera. Su mirada se pasea
por imágenes familiares; es un viajero experimentado y sin duda
huele a jabón de tocador. Sus ojos se detienen en los míos y se
quedan allí un rato, cuando me sorprenden mirándolo. El tiempo
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se congela. El muchacho se ruboriza y yo también. Esbozo una


tímida sonrisa pero su atención se halla ahora con su madre,
quien le entrega una pieza del lujoso equipaje, una bolsa de mano,
al tiempo que señala los compartimentos de primera clase. El
chico mira en mi dirección antes de dirigirse con su familia hacia
esa zona del tren adonde también yo quiero ir, sonriendo. Me es-
tremezco, pero consigo lanzarle una sonrisa yo también.
—¿Té? ¿Café? ¿Bocadillos?
La mujer del carrito, ahíta de música, está ante mí en la
ventanilla abierta, ansiosa por obtener una respuesta y así vender
el máximo posible antes de que el tren arranque otra vez.
—No, gracias. No quiero nada —miento mientras mi hambre
vuelve a reafirmar su presencia.
—Como quieras, cariño —me canta, desplazándose hasta la
siguiente ventanilla. Quiero preguntarle a qué hora llega el tren a
Londres, pero la mujer ya se ha ido y se ha llevado la música
consigo.
Impulsivamente, me precipito del tren hacia el andén abar-
rotado y echo a correr hacia los vagones de primera clase. Ahí está
el chico, en el tercer vagón empezando por delante, a cuatro
vagones del mío. El tiempo se detiene, los ruidos cesan y me oigo
a mí mismo: «Oh, dulce y tierna juventud, ¿en verdad eres lo que
aparentas?». Levanta su hermosa cabeza, el pelo negro le cae
sobre su nítido rostro color de aceituna, alza sus largas pestañas y
me guiña el ojo una sola vez. Todo me parece tan irreal…
La realidad me atrapó en cuanto el tren se puso en marcha.
Eché a correr y encontré a cuatro soldados en mi compartimento.
—Justo a tiempo, chaval —me felicitó uno de los soldados.
—Como Flash Gordon —dijo otro.
Todos se echaron a reír y uno me dio un codazo en las costil-
las. Parecían una cuadrilla agradable.
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—Sólo he ido a por un bocadillo —mentí.


—La cosa es, joven scouse, que parece que, o ya te lo has zam-
pado, o lo has tirado o no has conseguido tu bocadillo —dijo el
que me había dado un codazo, imitando mi acento. No entendí lo
que había querido decir.
—¿Qué quieres decir con eso de scouse?
—Eres un scouse, ¿no?
Lo miré con gesto perplejo.
—Eres de Liverpool, ¿no?
Asentí con la cabeza.
—Entonces eres un scouse. Un scouse es alguien de Liverpool.
—¡Pero yo soy irlandés! —repuse con indignación—. Un scouse
es un estofado.
—¡Y una mierda vas a ser tú irlandés! ¡Eres más inglés que
este puto tren y un scouse de pies a cabeza! Nosotros somos todos
de Taff, del norte de Gales.
—¡No soy inglés, soy irlandés! ¿Quién lo va a saber mejor que
yo?
—¿Dónde naciste? —preguntó otro.
—En Liverpool, por supuesto.
—Entonces eres un scouse —replicaron todos al unísono.
—¿Un scouse? —pregunté.
—Un scouse. —Todos se echaron a reír.
De modo que era un scouse y era inglés. Qué extraño. Puede
parecer estúpido, y desde luego lo es ahora, pero hasta ese mo-
mento siempre me había considerado irlandés de pura cepa.
Nadie me había dicho nunca que fuese inglés; tenía una identidad
nueva y eso me entusiasmaba.
—Eh, scouse, híncale los dientes a esto —dijo el que me había
dado el codazo en las costillas, y me arrojó medio pastel de carne.
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Su generosidad y su buen humor me sentaron de maravilla. Le


di las gracias e intenté no comer demasiado aprisa. Se pasaron
una botella de cerveza y tomé un trago. Habría preferido un poco
de té, pero lo cierto es que la cerveza me bajó por la garganta con
toda facilidad. Sacaron un paquete de tabaco y me ofrecieron un
cigarrillo a pesar de que yo ya les había dicho que no tenía nada
para compartir con ellos. Me puse a beber en aquel ambiente
masculino sintiéndome a mis anchas. Empezaron a contar una
sarta de chistes verdes, alguno de los cuales no llegué a entender,
pero me eché a reír igualmente para sentirme parte del grupo.
—Y dinos, scouse, ¿adónde vas? —me preguntó el codazos una
vez que los demás ya se hubieron puesto a echar una cabezadita.
—A Londres —contesté con no poco orgullo—. Voy a Londres.
—Eso ya lo sé, quiero decir, ya me lo he imaginado. Este tren
va a Londres, eso seguro, pero luego, ¿a dónde te diriges? —Su
buen humor me resultaba muy agradable y su perspicacia me sor-
prendió. Debía de ser un experto en lenguaje corporal o algo así,
porque no me dio ocasión de responder—. Andas huyendo de
algo, ¿no es así?
—Bueno, sí; algo así.
—¿De la policía?
—De mi casa.
—Una vida dura, ¿no?
—Sí, algo así. Es que estoy muy cabreado, ¿me entiendes?
—¿Tu viejo?
—Sí.
—¿Tienes dinero?
—No, pero no importa.
—¿Y cómo coño te las vas a arreglar sin dinero? —preguntó,
muy preocupado.
—No pasa nada, de verdad. Sabré apañármelas.
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—¿Es que has estado antes en Londres?


—No, es la primera vez que voy.
—Pues no sé cómo te las vas a arreglar. Lo mejor será que te
alistes en el ejército o en la marina mercante o algo así. Buena
comida, buena vida, ¿sabes lo que te quiero decir? Muchos coleg-
as. ¡Un montón de scouses como tú!
—Sí, ya, pero eso no es para mí. No necesito más lecciones de
disciplina.
—No es tan malo, de verdad. Al menos no en la marina
mercante.
—Saldré adelante, en serio. Me estoy meando, no tuve tiempo
de ir en Crewe. Estoy a punto de mearme encima.
—Hay un váter al final del pasillo —dijo, asombrado de que no
lo supiera.
—¿De verdad? Creía que tenía que esperarme hasta llegar a la
próxima estación.
—¿Bromeas? ¡No, hombre! ¡Estás hablando en serio! Londres
se te va a comer vivo y luego te escupirá en el suelo. Escucha,
scouse, hazte un favor a ti mismo y métete en el ejército en cuanto
tengas la edad. Por cierto, ¿cuántos años tienes? A lo mejor
podrías enrolarte antes.
—Diecisiete —mentí mientras mi cara le decía la verdad
adrede a mi genial inquisidor.
—Sí, claro; y yo soy Mickey Mouse. ¿Qué tienes, trece, catorce
años?
Cuando salía del compartimento y cerraba la puerta tras de
mí, le confesé a mi nuevo amigo que en realidad tenía quince años
pero que me sentía mucho más viejo.
—¡Pero si es un monicaco! —exclamó riéndose mientras me in-
dicaba el camino—. Anda, vete antes de que te mees encima.
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Me caía bien porque me trataba como a un igual y no me había


hablado en tono condescendiente. No se parecía en nada a la idea
que tenía yo de un soldado y lo pasabas bien con él. Puede que el
ejército estuviese repleto de chicos como aquél. O la marina mer-
cante. ¿Ver mundo? ¿Lanzarse a la aventura? A lo mejor valía la
pena pensarlo.
Después de utilizar el cuarto de baño durante largo rato, em-
pecé a avanzar por el pasillo tímidamente en dirección a la zona
de primera clase, a cuatro vagones de allí, el tercero empezando
por delante. El corazón me latía con fuerza palpitando con la ver-
dad: estaba colgado de un chico guapo que era un completo
desconocido. No era amor, pues eso requiere conocer a la otra
persona, cosa que no había hecho todavía. ¿Qué era lo que había
en él que me tenía tan obsesionado? ¿Por qué me sentía así?
¿Cómo se llamaría? Pensé que tal vez se llamase «Simon». ¿Hacia
dónde se dirigía? ¿De verdad me había visto y me había guiñado
el ojo? ¿Estaría a punto de hacer el ridículo? ¿Se pondría a reírse
de mí en mis narices?
Entré en su vagón y caminé despacio por el pasillo mirando en
todos los compartimentos. Lo que estaba haciendo era un dispar-
ate. Debía de haberme vuelto loco. ¿Qué demonios iba a tener en
común un chico vagabundo sin un penique en el bolsillo con Si-
mon? ¡Nada absolutamente! Cuando estaba a punto de dar media
vuelta y dirigirme de nuevo a mi vagón, lo vi y seguí andando
mientras trataba de recobrar la respiración. Era tan guapo… se
parecía tanto a Mike, mi mejor amigo… El amigo a quien ni
siquiera había dicho que me iba. Pero no podía decírselo, de ver-
dad. No es que me fuese a ir a Londres para siempre, y además,
me prometí a mí mismo telefonearle desde la ciudad, cuando ya
me hubiese instalado. ¿Me habría visto Simon? Esperé al fondo
del pasillo durante un lapso de tiempo que me pareció razonable y
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luego eché a andar por donde había venido. No hubo ninguna


posibilidad de error esta vez, pues nuestras miradas se encon-
traron, nerviosas. Una vez más, me detuve en el hueco que había
en el extremo del vagón, sin aliento y con el corazón desbocado.
Oí el ruido de la puerta de un compartimento al abrirse y de unos
pasos suaves acercándose en mi dirección. Cerré los ojos y al abri-
rlos, lo vi de pie a apenas treinta centímetros de distancia de mí.
Oh, Dios mío… ¿y ahora qué?
—Soy Alexander. ¿Cómo te llamas?
—Me llaman Scouse.
—¿Scouse?
—Soy de Liverpool. ¿Y tú?
—Viajamos mucho. Mi padre está en el Ejército.
Era del todo incapaz de pensar en algo más que decir. Me lim-
ité a mirar su preciosa tez color aceituna. Se acercó un poco más.
Su fragante aura envolvía nuestra vulnerabilidad dual.
—Te vi, desde el andén, en Crewe —susurró.
—¿Sí?
—¿Me estabas mirando?
—Sí, sí te miraba. —Su rostro estaba a apenas unos centímet-
ros y sus ojos avellana bucearon en los míos, y éstos en los suyos.
—Eres muy guapo —dijo.
Me sonrojé.
—Gracias… quiero decir, tú también, bueno, que me gustaría…
—¿Sí?
—Ya me entiendes… estar contigo.
—Y a mí también me gustaría estar contigo.
La puerta de un compartimento se abrió y luego se cerró.
Venía alguien. El tren pasó por un cruce y, como en respuesta a
mis plegarias, el súbito traqueteo nos hizo caer al uno en brazos
del otro. Las manos se enredaron en las caderas, los estómagos se
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unieron, las piernas se entrelazaron, nuestros labios se encon-


traron en el beso más débil e indeciso del mundo y ambos sonreí-
mos, aliviados. Sabía a gloria y parecía radiante y satisfecho.
Oímos cómo los pasos se iban acercando y, presintiendo que
nuestro instante mágico y fugaz estaba a punto de tocar a su fin,
me susurró su número de teléfono de Londres al oído. Tuvo que
repetirlo tres veces, pues su aliento en mis mejillas intensificó mis
ya despiertos sentidos, me electrificó la piel e hizo que me rodara
la cabeza en un mar vertiginoso. Luego, volviéndose deprisa, se
dirigió hacia su compartimento justo cuando una mujer entraba
en escena. El número de teléfono me daba vueltas en la cabeza
mientras regresaba mareado por el pasillo hacia mi vagón, sa-
biendo que no iba a olvidar aquellas cifras en toda mi vida.
Los afables soldados dormían profundamente en mi comparti-
mento, de modo que decidí no molestarlos y explorar el resto del
tren por mi cuenta.
¿Por qué será que a los chicos les gusta asomarse por las
ventanas de los trenes en marcha? Bien, pues eso es lo que hice en
lugar de ponerme a mirar en un vagón tras otro, pues pensé que
todos serían más o menos iguales de todos modos. Fui al final del
pasillo, abrí la ventana hasta abajo y asomé la cabeza y los hom-
bros entre el aire que se movía veloz. Era maravilloso.
No veía los prados al pasar, ni oía el traqueteo del tren sobre la
vía, ni olía el olor de la locomotora ni notaba el sabor del humo.
Sólo veía a Alexander en su habitación, sentía el contacto de su
piel ávida y cálida mientras nos deslizábamos desnudos por entre
las frescas sábanas, notaba el sabor de sus tiernos labios gruesos y
oía su voz susurrante diciendo: «Quiero estar contigo». Seguí
ajeno a todo lo demás hasta que una mano me tocó el hombro. Al
volverme, vi a un hombre bien vestido de unos treinta años.
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—¿Tienes fuego, por casualidad? —me dijo, ofreciéndome un


cigarrillo.
No llevaba fuego, pero sí tenía una erección, que no pasó desa-
percibida para aquel hombre. Reveladoras señales delataban su
aprobación y su interés. Yo ya había visto todos aquellos signos
antes: miradas furtivas para comprobar que no hubiese moros en
la costa, contacto visual prolongado, una cautela incómoda, un
descenso en el nivel de comunicación verbal normal, el cierre de
las fronteras físicas, el roce de su propio sexo erecto y las pregun-
tas quedas.
—¿Adonde vas? —me preguntó, todavía tanteando el terreno.
—¿Hasta dónde quieres que vaya? —respondí,
tranquilizándole.
Ya con mayor seguridad en sí mismo, se acercó, apartó los ci-
garrillos y me tocó el bulto del pantalón. Las perlas de sudor que
le brillaban en la frente delataban su avidez.
—Ven aquí —me ordenó en tono suplicante mientras mantenía
la puerta del lavabo entreabierta y esperaba que lo siguiera.
—Puede —dije, y esperé a ver cuál sería su próximo
movimiento.
—¡Te pagaré! —exclamó casi a modo de disculpa.
—¿Cuánto?
Aquél no era momento de jugar al gato y al ratón. Tenía ante
mí a un cliente medianamente atractivo con dinero para gastar y
yo estaba sin un penique. Sacó su cartera y yo tendí mi mano y la
dejé allí hasta que hubo depositado la cantidad necesaria en la
palma.
Dentro del cubículo del retrete, con la puerta completamente
cerrada, me desabrochó el cinturón y los pantalones, bajó la
cremallera y dejó que los pantalones resbalasen hacia el suelo
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mientras me desabotonaba la camisa, exhibiendo mi torso


desnudo.
—Eres tan hermoso… —me alabó. Oh, cómo me gustó su
halago… Respondí intensificando por completo mi erección. Poco
a poco empezó a deslizar sus manos y sus labios por mi cuerpo
hasta quedarse de rodillas ante mí y se detuvo para bajarme los
pantalones y los calzoncillos hasta los tobillos. Cerró la boca en
torno a mi polla erecta y empezó a lamerla y chuparla como un
verdadero experto mientras sus manos se entretenían en la
suavidad de mi estómago y mi pecho. Cerré los ojos y dejé que mis
pensamientos regresaran a Alexander.
Como casi todos los clientes, en el momento de la descarga, se
apartó del objeto de su deseo con la mayor rapidez posible. Me
quedé en el lavabo, completamente desnudo y me puse a limpi-
arlo como loco tratando de dejar un baño decente porque, como la
mayoría de los chaperos católicos, siempre me sentía más culp-
able que el mismísimo Judas después de hacerlo. Sin embargo, el
tiempo es una cura fabulosa, tanto para la culpa como para el
dolor.
¿Qué pensaría Alexander de mí si supiese que el chico rubio al
que había besado en un tren no era más que un desgraciado
chapero? Me respondí a mí mismo que lo más seguro era que no
quisiese saber nada de mí nunca más, ¿quién querría? ¿Cómo
hacer cuadrar lo que era con lo que quería ser, junto a Alexander?
Traté de no pensar en ello.
Sólo logré sentir un poco de alivio cuando el tren se detuvo por
fin en la estación de Euston de Londres. Los viajeros de segunda
clase, cargados con pesadas maletas, estaban buscando mozos
desesperadamente, pero éstos ya estaban descargando los lujosos
equipajes de los vagones de primera clase en carritos. No eran
como yo. Es decir, se trataba de una clase sirviendo a otra. Yo
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quería ser esa otra, llevar ropas caras como Alexander y disponer
de mozos que me llevasen el equipaje como aquellos mozos llev-
aban ahora el de su familia. Decidí, justo en ese momento, vivir y
viajar en primera clase en cuanto pudiese. No supe decir si se
volvió o no para despedirse porque la muchedumbre empezó a
empujarme y yo me limité a quedarme quieto y dejar que siguier-
an arrastrándome a empellones. Oí una voz a mis espaldas que
me llamaba.
—¡Scouse! ¡Eh, Scouse! —Era el codazos. Se precipitó sobre mí
y depositó un sobre en mis manos—. Cuídate, monicaco —me dijo
mientras se iba corriendo para alcanzar a sus amigos. Me despedí
con la mano, pero pronto lo perdí de vista entre la multitud y
luego desapareció. El sobre contenía un billete de una libra y una
breve carta con su dirección.

Querido Scouse:
¿O debería llamarte ya «carne de estupro»? Sabes por
dónde voy, ¿no? Ja, ja, ja. Tómatelo con calma en el Dilly.
Te lo digo en serio, aunque me encantaría acariciarte esa
melena rubia. Eres un buen chico y me preocupa que estés
pasando una mala racha, así que espero que aceptes lo
que hay en el sobre. Sé que no es mucho pero es que acabo
de venir de permiso. Me caes bien, Scouse, y si alguna vez
te sientes solo, escríbeme unas líneas. Me gustaría verte
otra vez, de verdad. Echo de menos a alguien como tú.
Tuyo siempre,
Taff (Joseph)
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Leí y releí la carta mientras mis lágrimas caían sin ningún pu-
dor sobre la página del cuaderno de Joseph. ¡Así que lo sabía!
¿Cómo lo había sabido? ¡Había visto en mi interior! ¡Quería estar
cerca de mí! ¡Lo sabe! Me voy a ese lugar llamado «el Dilly» y él
sabe por qué y, a pesar de ello, ¡quiere estar conmigo!
Después de lo que me pareció apenas un segundo, fui la única
persona que quedaba en el andén. Miré a mi alrededor, era más
grande que Liverpool. Un miedo súbito se apoderó de mí, de
modo que me serené, recordé que los chicos de alquiler no lloran
y me dirigí a la salida.
Había llegado. Estaba en Londres y ahora ya no había marcha
atrás.
Oda al bufón

Aspiré el glorioso anonimato vespertino de la hora punta en el


bullicio de la estación de Euston y emití un silbido de absoluta fe-
licidad colegial. Nunca había visto a tanta gente junta en el mismo
sitio en toda mi vida. Si aquello era Londres, ya me encantaba,
porque ni una sola persona se percató de mi presencia y así era
justo como quería vivir mi vida a partir de entonces. Tan sólo
tenía que fundirme con el lugar y convertirme en parte de él. ¿Por
qué me había advertido Joseph que Londres iba a comerme vivo
para escupirme después? ¡De eso ni hablar! Evidentemente, él no
tenía ni idea de lo espabilado que era yo; para empezar, ya había
llegado a Londres con más dinero en el bolsillo del que llevaba al
subirme al tren. Además, tenía su dirección y, lo más importante,
había conocido a Alexander. ¿Londres? La ciudad era pan comido
para mí.
Compré un paquete de cigarrillos, una caja de cerillas, un bolí-
grafo y un cuaderno de tamaño de bolsillo en un quiosco. En el re-
verso del cuaderno escribí el nombre de Alexander y su número
de teléfono, no porque pudiese olvidarlos, eso era imposible, sino
porque quería ver cómo quedaba su nombre al escribirlo en letras.
A continuación, debajo, copié el nombre y la dirección de Joseph
porque con él sí que había muchas posibilidades de que olvidase
ambos. ¿Por qué hay cosas que son más fáciles de recordar que
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otras? Volví a la primera página del cuaderno y escribí con mi me-


jor caligrafía:

Alexander

Alexander, creo
que te quiero;
pese a ser un extraño
en tu universo.
Dondequiera que estés, allí
estar yo querría, aunque sea
una dicotomía.
Tuyo siempre,
Richie.

Esa sola página contenía dos secretos muy especiales para mí:
mi amor por un muchacho de pelo oscuro y mi amor por los
sonidos y las formas de las palabras. A pesar de que no era la per-
sona más extrovertida ni sociable del mundo, lo cierto es que
tenía una facilidad interior para crear imágenes en mi mente.
Aquel don era producto de la necesidad, era una forma de huir de
la cruda realidad de mi padre y de su violencia alcohólica, de
modo que me adentraba en un viaje interior hacia un mundo más
bello. Un mundo de color y palabras de encantamiento. Un
mundo donde podía emplear los vocablos a mi antojo. Tal como
descubriría más adelante, otros consideraban dichas palabras
poesía y, sin embargo, yo siempre había aborrecido la «poesía» y,
por lo general, cuando hablaba con otra gente, casi siempre lo
hacía con monosílabos. ¿Por qué lo hacía? Lo siento, ya estoy otra
vez con mis porqués. No puedo evitarlo, de verdad. Tal vez
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vosotros sepáis sumar dos y dos mucho mejor de lo que yo sabía


hacerlo entonces.
Cerré el cuaderno y lo guardé con cuidado en el bolsillo interi-
or de mi abrigo, junto a mi corazón. Estaba demasiado entusias-
mado para pensar con claridad pero sí sabía con certeza que no
tenía ningunas ganas de subirme a otro tren tan pronto, aunque lo
llamasen «metro» en vez de tren y aunque sólo tardase unos po-
cos minutos en llegar al West End. Necesitaba caminar, sentir el
aire, penetrar en el espacio abierto de mi nueva libertad. Así pues,
después de que una mujer un tanto cursi y enfundada en un ab-
rigo de pieles me diese instrucciones para ir hasta el Soho, fui en
busca de lo que éste tuviera que ofrecerme. Llamaría a Alexander
al día siguiente.
El Soho era inconfundible. La vida al completo estaba allí re-
unida, una amalgama internacional de risas, color y comportami-
entos extraños. Sentí una adicción instantánea por aquel lugar. El
tiempo y el orden carecían de significado: era el Cielo encarnado
en anarquía adolescente. Luces parpadeantes y antros de strip-
tease; restaurantes y tahúres; chicas provocativas y teatros; todos
los idiomas y todas las fantasías; dinero y riqueza; cafeterías y
máquinas de discos… ¡y más dinero todavía! ¡Estaba en el
paraíso!
El frío, el hambre y el cansancio me llevaron a una cafetería
que se llamaba Two 'I's en la calle Old Compton, donde tomé café
exprés por primera vez y donde cometí mi primer error: pagar yo.
El tiempo me enseñaría a no hacerlo demasiado a menudo. Mien-
tras me bebía aquel extraño y agradable mejunje, recordé que un-
os meses atrás yo mismo había escrito: «Capta a los clientes,
apréndete el truco: primero el dinero y luego su placer. Haz que el
cliente te desee más aún». Sin embargo, me convencí de lo acer-
tado de mis actos diciéndome que aquélla era mi primera noche y
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que además, estaba rodeado de montones de billetes que sólo es-


taban esperando a que alguien se los llevase. Una vez convencido,
pedí una hamburguesa y otro café exprés y me senté para es-
cuchar una canción, que acababa de aparecer apenas un par de
meses antes, de la máquina de discos. Era el nuevo ídolo del rock
and roll, Cliff Richard, con los Drifters cantando «Move it». Mien-
tras escuchaba el disco, oí a los tipos de la mesa de al lado contán-
dose unos a otros con entusiasmo que Cliff Richard había empez-
ado su carrera musical cantando allí mismo, en aquella cafetería,
igual que Tommy Steele. Verdaderamente, estaba en el paraíso.
Cliff Richard era el primer «ídolo del pop» británico que me había
atraído, y caí en la cuenta de que era más que probable que hu-
biese estado sentado tan cerca de la máquina de discos como yo lo
estaba ahora, puede que hasta en el mismo asiento. El paraíso, sin
duda. ¿Por qué creéis que hay tantos adultos incapaces de en-
tender la adoración que siente un chico hacia su ídolo musical
favorito?
A regañadientes, me marché del Two 'I's y seguí a mi nariz por
calles que llegaría a conocer como la palma de mi mano, como la
calle Old Compton, la calle Brewer, girando a la izquierda en la
calle increíblemente estrecha y abarrotada de gente de Great
Windmill y luego a la derecha hacia la avenida Shaftesbury. Y
entonces, ante mí, apareció el objeto de mi viaje: Picadilly Circus.
Después de rodear la plaza al menos una docena de veces,
captando su magia, me apoyé en las verjas de hierro, bajo los ar-
cos del Barclays Bank, junto a la salida del metro de la línea uno, y
encendí un cigarrillo. Sin saberlo, había ido a parar casi in-
stintivamente, a un lugar conocido con el nombre de «la
chacinería».
Era una elección natural. La arcada del edificio servía de
cobijo del frío y la lluvia de noviembre, mientras que el aire cálido
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que se elevaba del tren subterráneo le daba a uno una marcada


ventaja sobre los colegas del otro lado de la calle. ¿Por qué la
«chacinería»? Porque los chicos merodeaban por las verjas esper-
ando a los clientes como si fueran una mercancía de consumo en
una carnicería mientras la postura del cuerpo y el contacto visual
hacían las veces de carteles que anunciaban «en venta».
No había escasez de oferta aquella noche. Me quedé de pie
entre un chico de rostro atractivo de unos dieciséis años y otro
chico con chaqueta de motorista de quien supuse que debía rond-
ar los dieciocho. Parecían conocerse. ¿Demasiada competencia?
Al principio creí que sí, pero no bien hube encendido mi cigarrillo
cuando los clientes empezaron a fijarse en mí: ya había colocado
mi cartel. Los hombres iban de chico en chico, tanteando sus pref-
erencias sexuales y el precio. Rechacé tres ofertas porque me
parecieron demasiado degeneradas: uno quería que le pegase,
otro quería que me vistiese de chica y el tercero pretendía que me
bebiese mi propia orina. No es que estuviera escandalizado ni
mucho menos —ya me habían hecho ofertas similares en mi
ciudad—, es sólo que no era lo mío. El chico de la cara bonita se
fue alegremente con el bebedor de orina y me guiñó un ojo al
marcharse. Al cabo de unos minutos, el chico de la chaqueta de
motorista se fue con el tipo que quería que le pegasen. Yo seguí
esperando.
De repente, la Chacinería se vació de chicos y de clientes por
igual. Estaba perplejo y, en este punto, cometí mi segundo error,
uno que podría haber tenido unas consecuencias funestas: me
quedé. Al ver el uniforme azul, logré atar cabos por fin y puse pies
en polvorosa. Cuando la figura azul hubo desaparecido, la Chacin-
ería reanudó su actividad normal. Supe que había tenido mucha
suerte y la sola idea de que me llevasen de vuelta a Liverpool hizo
que estuviese alerta ante la aparición de un policía para el resto de
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mis días. Regresé a mi sitio y esperé, pero debía de estar emi-


tiendo las señales equivocadas, porque todos los clientes camin-
aban con cautela cuando pasaban por mi lado. Con el tiempo
aprendí que un cliente huele a un chico nervioso y asustado a kiló-
metros de distancia. Las señales de agitación nerviosa que emiten
los chicos son como reclamos de cárcel, rápidamente soslayables.
¿Por qué arriesgarse con un chico poco seguro de sí mismo
cuando la Chacinería estaba llena de chicos dispuestos a todo?
Para cuando hube recobrado mi compostura, el chico de la
cara bonita ya había regresado a la Chacinería y estaba sonriendo
y charlando con los demás muchachos. Saltaba a la vista que se
trataba de un chico muy popular y parecía mostrar cierto interés
por mí, así que le sonreí. Reconoció la invitación de inmediato y
se me acercó directamente, como si me conociese de toda la vida.
—Hola, ¿qué tal? Eres nuevo, ¿verdad? Nunca te había visto
por aquí. ¿Cómo te va? Hace bastante fresco esta noche, ¿no te
parece? ¿Sabes lo que dijo Baden-Powell cuando fundó los Boy
Scouts? Pues dijo, y tengo que imitar a Churchill para poder decir
esto: «He visto miles de chicos jóvenes famélicos, encorvados, un-
os especímenes de lo más lamentable, fumando un cigarrillo tras
otro (…)». —Me eché a reír ante su genial interpretación. Luego
añadió—: Tendría que haberse dado una vuelta por aquí, ¿no te
parece? ¿Te lo imaginas? Todos llevaríamos unos gorritos gra-
ciosísimos y uniforme y pantaloncitos cortos, y los putos clientes
se volverían locos de contentos. No eres muy hablador, ¿a que no?
¿Cómo te llamas? No se puede vivir sin echar unas risas, ¿no te
parece? ¿Te gusta Skiffle? A mí Lonnie Donegan me parece
fantástico. Vamos, di algo.
Todavía me estaba riendo. Le ofrecí un cigarrillo y nos pusi-
mos a fumar.
34/259

—Me llamo Richie, ¿y tú? —le pregunté, ansioso por hacerme


amigo de aquel chico tan simpático.
—Joder, salta a la vista que eres nuevo por aquí —me
reprendió.
—¿Por qué lo dices?
—En boca cerrada no entran moscas, ¿me comprendes? Me
llaman el Bufón.
—Ah, claro, yo soy Scouse.
—Luego nos vemos, Scouse. ¿Ves a ese tipo de allí? ¿El que ll-
eva la gabardina colgada del brazo? Te ha echado el ojo. No hagas
nada que yo no haría. Nos vemos luego, ¿vale?
—Vale —asentí.
El cliente era un tímido hombre de negocios estadounidense,
se sentía solo y ardía en deseos de disfrutar de la compañía de un
chico. Se hospedaba en el hotel Regent’s Palace justo al otro lado
de la calle y apestaba a dinero.
—No he comido todavía. ¿Tienes hambre? —me preguntó,
tanteándome.
—Los chicos en edad de crecer siempre tenemos hambre, de-
bería saberlo.
Comimos unos platos exquisitos en el restaurante chino con
vistas a la Chacinería. Evitó hábilmente hablar de sí mismo, salvo
cuando me contó que estaba en viaje de negocios, y centró la con-
versación en torno a mi vida. Parecía ansioso por saberlo todo de
mí. ¿Por qué sería? Le dije una mentira tras otra. Le expliqué que
me llamaba Mark Crosbie, que conocía Londres muy bien, que
vivía con unos amigos de mi familia en un piso cerca de allí, que
iba a una escuela privada del sur de Irlanda y que me había
gastado mi mensualidad demasiado alegremente. Me preguntó si
tenía algún inconveniente en que él me ayudase haciéndome un
pequeño obsequio. Me ruboricé, sintiéndome culpable por que el
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tipo se hubiese creído todas aquellas patrañas, pero él interpretó


mi sonrojo como simple y pura vergüenza. Me pidió disculpas por
haberme ofendido y me aseguró que no pretendía herirme. Le
agradecí su generosa oferta y le dije que, teniendo en cuenta las
circunstancias, la aceptaría, pero sólo si aceptaba tomarse un café
conmigo en su hotel. Su rostro se iluminó, depositó el dinero para
pagar la cuenta en un platillo y me tendió un billete de veinte lib-
ras por encima de la mesa. Lo doblé con cuidado para colocarlo a
continuación entre las páginas de mi cuaderno, dentro del bolsillo
de mi chaqueta. Nos entendimos el uno al otro perfectamente.
Una vez en la calle, cuando nos acercábamos a su hotel, sugirió
entrar él primero para «pedir el café» y que yo le siguiese diez
minutos más tarde. Luego podríamos tomárnoslo en la intimidad
de su habitación. Dije que me parecía bien, puesto que tenía que
ir a por cigarrillos de todas formas. Lo dejé en la esquina y no
volví a verlo nunca más. Cuando lo vi entrar en el interior del
hotel, volví al lado del Bufón.
—¡Eh, Scouse! ¿Cómo te ha ido? Era un yanqui, ¿no? Ya sabes
lo que dice Henry Miller de los yanquis, ¿verdad? Dice: «El ideal
norteamericano es la juventud: la juventud hermosa y vacía…».
Pero ¿tiene razón? Quiero decir, ¿quién es vacío? ¿La juventud o
el yanqui? ¿Pesa menos la cartera del yanqui o no? Y… ¿está la
hermosa juventud llena? ¿Tú qué crees? Puedes hablar…
—No sé de dónde sacas todo eso —dije, hechizado por su se-
ductor encanto.
—No es más que una señal de una buena educación. ¿Qué me
dices? ¿Tú qué crees?
—¡He sacado una comida y un billete de veinte!
—No está mal. No señor, no está nada mal, pero hay que elegir
entre recaudar la pasta o gastarla. Tengo un talego de diez libras,
¿qué me dices de ir al cine? Luego nos pegamos un hartón de
36/259

hamburguesas y te puedes venir a dormir al piso. Pero habla,


nórdico mortal, habla.
—Me parece genial —respondí con entusiasmo, ansioso por
pasar el mayor número de horas posible con el Bufón—. ¿Tienes
tu propio piso?
—No, lo comparto con una gente en el zoológico. No te pre-
ocupes, son buena gente.
—¿Y eso del zoológico?
—Olvídalo, pronto lo entenderás.
Una vez en el cine, saqué mi cuaderno y extraje el dinero. Los
ojos del Bufón se fijaron en el poema que había escrito a Alexan-
der mientras también los míos se detenían en él.
—¿Has escrito eso?
—Sí, hoy —contesté, un poco molesto porque lo hubiese visto,
pero halagado por su interés.
—¿Puedo leerlo?
Parecía sincero y se había ganado mi simpatía, de modo que
decidí correr el riesgo de dejárselo leer.
—Está muy bien, pero que muy bien.
—No tienes por qué halagarme, Bufón, de verdad…
—Pero, oye, ¿por quién me tomas? ¿No te estoy diciendo que
está muy bien? ¿Él también es un scouse?
—No, vive en Londres. Un día de éstos te hablaré de él, ¿vale?
—De acuerdo.
El Bufón me dejó pagar las entradas del cine y le dije que esta
vez lo invitaba yo.
—Al fin y al cabo, fuiste tú quien viste al yanqui.
El súbito cambio de expresión en su rostro me hizo poner en
funcionamiento mi cerebro. En ese momento caí en la cuenta de
que el Bufón me había dejado a mí el cliente, que podía muy bien
habérselo quedado él.
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—Espera un momento… Me lo dejaste a mí, ¿verdad?


El Bufón parecía complacido por que me hubiese percatado al
fin de su generosidad y se encogió de hombros como diciendo:
«¿Y qué?».
—Gracias, Bufón.
—No me lo agradezcas, no fue nada, olvídalo y diviértete,
¿vale?
—Vale, pero hoy pago yo, ¿eh? —insistí.
—Bueno, parece que ya vas entendiendo cómo funciona esto…
—Se echó a reír, cediendo.
—¡Serás hijo de puta! ¡Te las sabes todas!
—Considéralo una lección de tu maestro, amigo mío. Ya
aprenderás tú también. Todos los días se aprende algo nuevo.
Y eso es justo lo que hice. Me gustaba el Bufón, ¿cómo no iba a
gustarme? Su hermosa cara, su risa cálida y afable, su experiencia
en la calle, sus citas constantes sacadas de Dios sabe dónde, su
actitud solícita, su picardía, su habilidad para sobrevivir… Sentía
mucha admiración por él y así se lo hice saber mientras nos sen-
tábamos a ver una película de terror de Hammer.
—Tú tampoco estás mal —fue su lacónica respuesta, y no
volvió a decir una sola palabra hasta que hubo terminado la
película. Después de unas cuantas hamburguesas y un par de
Coca-Colas cogimos un taxi para ir a Warwick Road en Earl’s
Court. Dentro del coche, le pregunté cómo demonios se las arre-
glaba para estar siempre tan alegre. Tardó unos segundos en con-
testar, me miró y luego, muy seriamente, me dijo:
—Ese poema, ya sabes, el que le has escrito a ese Alex… como
se llame…
—Alexander —le corregí.
—Sí, eso es. Bueno, estás enamorado de él, ¿verdad?
—Creo que sí. No estoy seguro.
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—Hazme caso, sí lo estás, o por lo menos, en algún rincon-cito


de tu interior, lo estás. Bueno, pues él no está aquí contigo, ¿ver-
dad que no? Quiero decir… hay algo que os separa, ¿no es así?
Bueno, pues eso es justo lo que me pasa a mí.
—Creo que no acabo de entenderte.
—Es muy sencillo, escucha. Yo amo la felicidad pero ¿dónde
diablos voy a encontrarla en estas putas calles? ¡En ninguna
parte! Así que yo mismo me fabrico mi propia felicidad, es muy
sencillo.
Extrajo un pequeño libro de su bolsillo y me lo enseñó. Era un
libro de citas.
—Voy a contarte un secreto. ¿Ves esto? Este libro es mi pasa-
porte para salir de aquí. Cada día me aprendo una de estas citas y
algún día iré a la universidad y diré adiós para siempre a las
calles.
—Ya entiendo, pero ¿cómo te fabricas tu propia felicidad?
—De la misma manera que se cometen los errores: siendo uno
mismo. Escúchame, a los demás no les importa una mierda la
gente como tú y como yo. Creen que somos unos degenerados y
unos sinvergüenzas y todo eso, ¿verdad? Así que esperan que nos
comportemos como unos degenerados a todas horas. Bueno, pues
yo les rompo los esquemas, ¿sabes? Me cargo sus prejuicios,
nunca soy como ellos esperan que sea y eso me encanta. Contigo
ocurre lo mismo, ¿verdad? Un chapero que escribe poemas, ¿ves
lo que quiero decir?
—Sí, creo que sí. Eres muy distinto de lo que aparentas, mucho
más. Eres alguien especial, Bufón. Me alegro de haberte conocido,
de verdad —le dije de todo corazón mientras le tendía mi mano.
—Eso es lógico. Perfectamente comprensible —bromeó, es-
trechándome la mano con efusividad y recuperando su personal-
idad dicharachera.
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El Bufón ordenó al taxista que parara en la esquina, junto a un


pub llamado «The Lord Ranelagh», y esperó a que pagara yo, cosa
que hice con diligencia.
—Vas a tener que hacer un par de cosas para allanarte el cam-
ino, por así decirlo, con los otros —me indicó mientras me guiaba
como si fuese un alumno hasta la tienda de la esquina.
—¿Qué clase de cosas? ¿Todas las tiendas siguen abiertas
hasta tan tarde?
—No es tan tarde, pero bueno, supongo que sí, nunca había
pensado en ello. Venden cosas normales: café, té, galletas, leche…
esa clase de cosas. Oye, ¿te afeitas?
No me afeitaba, pero mis mejillas se tiñeron de rojo al re-
cordar la vez que había intentado hacerlo, unos seis meses antes.
Como no había encontrado ni un centímetro de mi rostro que
afeitar, decidí eliminar mi vello púbico y me recreé con las sensa-
ciones de mi cuerpo pubescente.
—No, no me afeito todavía.
—Yo tampoco, gracias a Dios. En ese caso, compra un poco de
jabón solamente. Puedes usar mi toalla. ¡Ah! Y compra unos
cuantos dulces para Angel.
—¿Angel?
—Verás, es un buen tipo, pero ten cuidado con él, puede ser un
auténtico hijo de puta cuando se lo propone.
Una vez finalizadas las compras nos dirigimos a una casa de
Warwick Road, cerca de la plaza de Earl’s Court. El Bufón me con-
dujo por los escalones del sótano, se puso a hurgar en unas
macetas y sacó una llave que utilizó para abrir la puerta.
—Anda, vuélvela a poner en su sitio —me dijo, dándome la
llave—. Siempre está ahí, así que a partir de ahora ya sabes cómo
entrar, ¿vale?
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Devolví la llave a la maceta, pero sentí la tentación de dar me-


dia vuelta y girar sobre mis talones a causa del nerviosismo por no
saber dónde me estaba metiendo. ¿Por qué se tomaba tantas mo-
lestias el chico de la cara bonita por mi causa? ¿No me estaría ten-
diendo una trampa simplemente porque tenía ganas de follarme?
El Bufón cerró la puerta de una patada y, al verme la cara, me
dijo:
—Vamos, relájate, aquí vas a estar bien.
—Entonces, ¿por qué diablos estoy temblando?
El Bufón no tuvo tiempo de responder. En la puerta de la co-
cina apareció el chico más guapo que había visto en mi vida
vestido con un albornoz de color blanco e igualito a uno de esos
niños de doce años que cantan en el coro de la iglesia, con una
tostada en la mano. Sin apartar la vista de mí pero dirigiéndose al
Bufón, preguntó:
—¿Quién es éste?
—Angel, éste es el Poeta. Es uno de nosotros y va a quedarse
aquí un tiempo.
Miré al Bufón con el rostro perplejo. ¿El «Poeta»? ¿Iba a ser
ése mi nuevo nombre? Supuse que no se le ocurriría ponerse a
hablar de Alexander…
Los ojos de Angel se fijaron en la bolsa de plástico.
—Ah, muy bien, tenemos sitio de sobras. Hola, Poeta, ¿has es-
tado de compras?
—Sí, bueno, sólo unas cuantas cosillas básicas. He pensado,
bueno, el Bufón ha pensado que a lo mejor te apetecía esto —le
dije a Angel con voz temblorosa por los nervios mientras le tendía
los dulces.
El nombre de Angel le iba que ni pintado. Era increíblemente
guapo, angelical, con la piel blanca y suave. Se apretó el paquete
de dulces contra el pecho como si fuera un niño con un juguete
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nuevo y precioso. La advertencia que me había hecho el Bufón


acerca de aquel chico tan tierno debía de haber sido una falacia.
¿Por qué me habría mentido? ¿Serían amantes? Tal vez aquél
fuese el modo que tenía el Bufón de decirme: «ni se te ocurra
echarle el ojo». Angel me dio las gracias y nos siguió al Bufón y a
mí en silencio hasta la cocina, donde descargué el resto de la com-
pra sobre la abarrotada superficie del mostrador.
Mientras el Bufón preparaba el té, Angel me preguntó qué
edad tenía. Por alguna razón desconocida, pareció sentirse muy
complacido cuando le dije que tenía quince años. Quería saber
cuándo había cumplido los quince exactamente y se puso a bailar
con alborozo por la cocina en cuanto oyó que los había cumplido
el mes anterior, el veintiocho de octubre. Mientras Angel desa-
parecía bailando por la puerta, el Bufón me explicó que él tenía
dieciséis, mientras que el bailarín tenía quince y que éste había
sido el más joven del piso hasta mi llegada. Resultó que Angel era
dos meses mayor que yo.
Con las manos ocupadas con sendas tazas de té, seguí al Bufón
por el piso mientras me iba explicando más cosas y me presentaba
a los demás inquilinos.
Por lo visto, el piso era propiedad de un viejo rico que era el
amante del Actor. Éste era una especie de alma distraída, perdido
en su propio mundo de Hollywood y en sus fantasías de llegar a
ser famoso algún día. Tenía diecinueve años, era atractivo y podía
hacer lo que le diese la gana con el apartamento y con su vida
siempre y cuando no se la «pegase» al viejo con otro, así que
había decidido rodearse de aquellas criaturas con las que se sentía
cómodo y superior a un tiempo: los chaperos. Al parecer, lo único
que ponía freno a su carrera artística era su voz, y estaba
poniendo todo su empeño en deshacerse de su acento de Birming-
ham, lo cual significaba que colocaba la apostilla «de hecho» al
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principio, unas veces en medio, y siempre al final de todas y cada


una de las frases que decía. Las primeras palabras que me dirigió
fueron:
—De hecho, puedes quedarte. Tendrás que pagar una libra a la
semana; de hecho, me pagarás los viernes, al contado. Hay una
cama libre en la habitación del Bufón, de hecho.
Iba a compartir habitación con el Bufón, Angel y un chico de
diecisiete años al que llamaban el Urraca. Por lo visto, no espera-
ban que el Urraca regresase a la casa hasta al cabo de «una buena
temporada» porque se dedicaba a robar todo lo que no estuviese
sujeto por un clavo al suelo, aunque no del apartamento. Ahora
mismo estaba cumpliendo condena.
Compartían la otra habitación el Motorista, y a veces su chica,
el Aviador y el Banquero. Reconocí al Motorista: era el chico que
había visto en la Chacinería, el de la chaqueta de cuero que se
había ido con el tipo que quería que le zurrasen. Rezumaba agres-
ividad por todos los poros y «joder» resultaba ser su palabra
favorita.
—¡Joder, es de puta madre ver una jodida cara amiga por aquí!
—fue su manera de darme la bienvenida.
A pesar de que me daba miedo, presentía que no era una mala
persona. Tenía dieciocho años, la misma edad que el Aviador, que
había salido a buscarse una dosis. Por lo visto, el Aviador se metía
cualquier droga que le cayese en las manos, y hacía cualquier cosa
con tal de poder pegarse un chute y volar. El Banquero, el más
mayor del piso, con veinte años, era muy reservado y me pareció
un tipo muy raro. Ahorraba todos los peniques que conseguía re-
unir. ¿Para qué? Ése parecía ser su secreto.
El Actor disponía de una habitación para él solo en la que
nadie tenía permiso para entrar mientras él estuviese en el piso.
Cuando salía, la habitación tenía dos enormes candados cerrados
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a cal y canto y que, según el Bufón, eran motivo del mayor prob-
lema de convivencia en el, por lo demás, cordial arreglo. Me contó
que el Motorista había amenazado más de una vez con «echar
abajo la jodida puerta» para ver cuál era el gran misterio que se
ocultaba detrás de sus paneles.
Las reglas del apartamento eran simples; no había más que
una sola: no podían entrar clientes. Por lo demás, era una casa
muy abierta. Podíamos hacer cuanto quisiésemos, dormir cuanto
y cuando nos viniese en gana. Si nos lo podíamos permitir, se
suponía que teníamos que comprar comida.
Ninguno de los compañeros de piso me hizo preguntas sobre
mi recién adquirido nombre. Para ellos, yo era el Poeta. Aquello
me abochornaba y me divertía a la vez. Por un simple poema, me
había convertido en todo un poeta. Sin embargo, el reconocimi-
ento instantáneo e incuestionable supuso para mí una inyección
de confianza en mí mismo. Tal vez el Bufón tuviese razón, tal vez
uno podía crearse su propio mundo siendo sencillamente uno
mismo. El truco consistía en hacer elecciones constantes y coher-
entes para ser lo que uno quisiera ser. Por encima de todo, el
Bufón quería ser feliz, mientras que yo quería huir del rechazo a
base de violencia y golpes. ¿Acaso había alguna diferencia?
De vuelta en la cocina —y más relajado tras de comprobar que,
después de todo, lo desconocido no era tan malo—, presencié
junto a Angel, que iba entrando y saliendo de la cocina, una nueva
imitación improvisada de Churchill con la que nos deleitaba el
Bufón. Lo escuchaba embelesado.
—Deberías escribir sobre chaperos, Poeta, pues tal como decía
Henry Miller: «El poema es el sueño hecho carne, por partida
doble además: como obra de arte y como vida, que es una obra de
arte…». Y nosotros somos sueños hechos carne. Somos los sueños
con los que sueñan los hombres hastiados y solitarios, la mayoría
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casados, que buscan recuperar o descubrir por vez primera la


belleza de ser un chico. Hacemos un servicio público estupendo
cuando fundimos nuestras vidas con sus sueños. La vida del
chapero es una obra de arte multicolor, un tapiz, pero lamentable-
mente hay muchos tejedores y sólo un chico, un trozo de tela bel-
lamente esculpida. El chapero es un poema viviente y el poeta
debe encontrar las palabras que se esconden en su interior. ¿Crees
que estoy de broma?
—Creo que estás como una puta cabra —dijo riendo Angel.
Mis risas se sumaron a las de Angel, pero deseé en secreto
saber más cosas del Bufón. Aplaudí su discurso y le dije que era
un verdadero artista, que debería estar en un escenario.
—¡Ya lo estoy! —Se echó a reír y se inclinó para agradecer la
ovación—. Vamos, deja que te enseñe dónde vas a dormir.
Las «camas» eran cuatro colchones, uno en cada esquina de la
habitación y todos tenían un par de sábanas y mantas dispuestos
con sencillez encima del catre. Mientras nos preparábamos para ir
a la cama, e influido sin duda por el buen humor del Bufón, Angel
me dijo que se sabía algunos poemas y empezó a recitarme el
siguiente:

Allí estaba ella, en el puente a la luz de la luna,


de pie y con los labios temblorosos,
cuando le dio la tos,
la pierna se le cayó
y río abajo se fue hacia bosques frondosos.

Entre risas y bufidos nos metimos en nuestras respectivas ca-


mas y el Bufón apagó la luz. Al cabo de unos diez minutos, el
Bufón me susurró:
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—Poeta, ¿estás bien?


—Estupendamente, Bufón, gracias.
No tardé en quedarme dormido después de aquello y a pesar
del sonido de Radio Luxemburgo procedente de la habitación
contigua. Sin embargo, las pesadillas hicieron acto de presencia
con la misma facilidad de siempre, y mi cabeza enseguida se llenó
de confrontaciones violentas. Estaba peleándome con mi padre
borracho y gritándole que dejase en paz a mi madre. Él estaba
soltando tacos y lanzando platos de comida al fuego del hogar, y
diciéndole a voces a mi madre que no sabía cocinar como la suya.
Justo cuando estaba a punto de pegarle un golpe, cogí un cuchillo
y me interpuse entre ambos. El cuchillo, a punto de introducirse
en su pecho por segunda vez, tenía la hoja ensangrentada. Me in-
corporé de golpe en la cama, completamente despierto y em-
papado en sudor, con el corazón desbocado y los ojos llorosos, y
aterrorizado de mi propio potencial violento. ¿Cuántas veces
habré tenido ese mismo sueño? ¿Por qué lloro tanto? En la pen-
umbra de la habitación, oí los ronquidos del Bufón y vi a Angel
aproximarse hasta mi cama como su madre lo trajo al mundo.
—Necesitas compañía —me susurró. ¿Afirmaba o preguntaba?
En cualquier caso, no esperaba una respuesta, porque inmediata-
mente se encaramó a la cama y se acostó a mi lado. Mis entrañas
clamaban por un poco de consuelo para ahuyentar los malos
sueños; todo mi cuerpo pedía a gritos un alivio, un poco de cariño.
Extendí mis brazos para acoger los suyos y besé sus labios gruesos
y voluptuosos mientras caíamos inevitablemente de espaldas
sobre la almohada. Mis lágrimas le gotearon sobre el rostro y su
respuesta fue inmediata. Sus piernas se enroscaron en mi cuerpo
en suaves y placenteros movimientos. Sus manos exploraron y
acariciaron mi rostro manchado por el llanto. Me confortó con su
propia necesidad de cariño. Su virilidad erecta se apretaba contra
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el hueco de mi estómago. Tiró de mis calzoncillos y entre los dos


conseguimos bajarlos sin que nuestros labios se separaran un in-
stante. Después de quitármelos del todo, me vi libre de permitir a
su carnalidad suave e imberbe moverse y rozarse mutuamente
contra mi propia voluntad desnuda. Nuestras erecciones bailaron
una danza acompasada y sensual. Sin más, reaccionamos como
debíamos, en una combustión eléctrica, táctil y espontánea. No
había más que una sola conclusión posible. Con palabras de in-
necesaria trascendencia, los sentidos cobraron vida.
Toco, oigo, huelo, saboreo y veo al chico que tengo entre mis
brazos. Todo se desarrolla de forma natural, no hay ningún orden
ni plan preconcebido. Es lo que es. No puede haber nada mejor,
¿no es así? Recorre mi pecho, mi estómago y mis muslos con la
lengua hasta llegar a toda la plenitud de mi sexo. Separa los labios
y me toma en su boca. ¡Oh, Dios! Estoy a punto de explotar, pero
entonces, con calculada maestría, dirige su atención hacia mis
nalgas, mientras su cuerpo le pide al mío que se dé la vuelta. Me
lame despacio, dándome pequeños y suaves mordiscos. Nunca
había imaginado que una lengua pudiese hacer aquello. Movién-
dome para que su cuerpo cubra el mío, noto cómo su erección se
desliza entre mis piernas. Percibe primero mi placer y a continua-
ción, empleando su lubricante natural, penetra en el misterio de
mi interior. No puedo contenerme, ya no puedo esperar más; si-
ento que necesito explotar. Estoy estallando. Con pleno dominio
del ritmo, acompasa su melodía armoniosa y compartida con
nuestro clímax único, inestimable y simultáneo. Entre jadeos,
tratando de recobrar el aliento, no queremos movernos. Per-
manecemos así un rato, en silencio, satisfechos. Con él todavía
dentro de mí, con mi propio estómago maravillosamente col-
mado, ambos seguimos intentando recuperar el resuello
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acompasadamente; me besa el cuello y nos quedamos dormidos,


un solo cuerpo.
Por la mañana volvemos a ser dos; muy juntos, todavía arre-
bujados en los brazos del otro, pero dos seres distintos. La unión
es ahora un sueño, un recuerdo. Me despierto, miro el rostro de
Angel y siento ganas de llorar de nuevo. ¿Acaso puede haber una
imagen más bella que un chico durmiendo con gesto satisfecho?
Sé, en lo más profundo de mi alma, que no puede durar, pues
nunca es así. No puede durar. Tal como el Bufón había apuntado
tan sabiamente, nuestras vidas, las vidas de los chicos de alquiler
no son más que un tapiz, tejido por muchos tejedores, y estamos
en sus manos. Pero… ¿qué más había dicho? Algo… sí, algo sobre
desafiar sus expectativas. Mi mente se niega a pensar más en ello.
No puedo entenderlo. Sólo quiero ser amado, y amar a cambio.
Contengo la respiración y empiezo a contar. Si pudiese contar
hasta cien sin respirar… Si pudiese contener la respiración el
tiempo suficiente entonces tal vez podría zambullirme en ese
mundo de ensueño en el que Angel y yo éramos uno, sólo uno.
Cuento hasta setenta y tres, y mi violento jadeo lo despierta. Se
frota el pecho con las manos y luego se restriega el sueño de los
ojos. Al apartarlas de ellos, su rostro ha cambiado. El nuevo día le
reta a sobrevivir. Sus ojos se empequeñecen, su mente está en
otra parte y él la sigue de cerca.
—Buenos días —le digo.
Mira a su alrededor, descifrando la luz del día con la minuci-
osidad con la que sólo un chapero puede hacerlo.
—¿Qué hora es? ¡Mierda! —exclama.
—No lo sé, no llevo reloj —me disculpo.
—¡Bufón! ¡Bufón! ¿Qué hora es? —grita mientras abandona mi
cama de un salto y deja que una ráfaga de aire frío se cuele entre
las sábanas.
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—¿Que qué hora es? ¡Joder! Llevas años preguntándome lo


mismo. Todos los putos días me preguntas la hora por las
mañanas. ¿Por qué coño no te compras un reloj?
Angel se está vistiendo y se está poniendo cada vez más
nervioso.
—Venga, Bufón, no te cabrees, por favor —le suplica.
—¿Qué hora es? Estás obsesionado. Siempre llegas demasiado
pronto o demasiado tarde. ¡Pero si nunca estás cuando debes!
Nunca llegas a tiempo a ninguna parte. Son las once y media
—concede, y vuelve a arrebujarse bajo las sábanas.
—Eso no es verdad, y algunos lo saben, ¿verdad, Poeta? —le
contesta, mirándome directamente—. A veces sí que llego justo a
tiempo.
Me ruboricé cuando los tres nos miramos a los ojos y lo vi de-
saparecer a toda prisa de la habitación con aire triunfante.
—No te preocupes, Poeta. Ése es de los que dan el beso de Ju-
das. No lo puede evitar, siempre tiene que proclamarlo todo a los
cuatro vientos. Sólo Dios sabe por qué. Se parece un poco a ese
Holden de El guardián entre el centeno de Salinger. Sí, ya sabes,
el que siempre está prometiendo no hacer algo y luego lo hace. Va
y dice: «Siempre estoy imponiéndome mis propias reglas sobre el
sexo y luego voy y las rompo inmediatamente (…)». Bueno, pues
Angel nunca tiene intención de decir nada, y luego lo primero que
hace es contarlo por ahí, no falla. Además, os oí anoche de todos
modos… ¡Menudo par de salidos escandalosos!
Traté de recordar el título del libro que el Bufón acababa de
mencionar y le pregunté dónde estaba la biblioteca más cercana
para poder tomarlo en préstamo.
—El Motorista tiene un ejemplar en alguna parte. Puedes bus-
carlo mientras pones la tetera en el fuego.
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—¡Vaya! Eres muy sutil… —No tenía más remedio que recono-
cer su habilidad, de modo que abandoné la calidez de las mantas
para enfundarme mi ropa helada y meterme en una cocina aún
más fría. Aquello parecía una leonera. ¿Por qué será que los ad-
olescentes nunca friegan los platos después de comer? Mientras
esperaba a que la tetera arrancase a hervir, eché un vistazo a la
otra habitación. En la oscuridad, unos cuerpos se agitaban en un
sueño irregular. La puerta de la habitación del Actor estaba cer-
rada con el candado. Debía de haber salido temprano. Angel salió
disparado del cuarto de baño, me dio una palmada en la espalda,
me guiñó un ojo y desapareció del piso, todo en cuestión de se-
gundos hiperactivos.
El Bufón se levantó para tomarse el té y se echó una manta por
los hombros. Volví a la cama e hice lo mismo. Decidí arriesgarme
y hacerle una pregunta directa:
—Oye, eso que le estabas diciendo a Angel… Eso de que
siempre llega tarde a todos los sitios… Dices que lleva años pre-
guntándote la hora por las mañanas. Ya sé que no es asunto mío
pero ¿cuánto tiempo hace que os conocéis?
Lejos de sentirse ofendido por la suspicacia de mi pregunta,
me tranquilizó con su respuesta:
—No somos amantes ni nada por el estilo si te refieres a eso,
aunque como amigos, nos acostamos de vez en cuando, pero es un
poco extraño. Somos como hermanos, ¿sabes?
Siguió explicándome que su fraternal amistad había surgido
cuando se conocieron en un reformatorio del cual ambos se
habían escapado. Me senté en silencio y le escuché, petrificado. El
Bufón era hijo único, pero nunca había conocido a su padre bioló-
gico. Su madre había vuelto a casarse cuando él tenía diez años.
Su nuevo «padre» había mostrado un interés especial por él desde
el principio, dedicándole todo su tiempo y esfuerzos. Era una
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buena persona y muy agradable. Llevaba al Bufón al cine, a la pis-


cina… a todas partes. Al cabo de un tiempo, el Bufón empezó a de-
pender por completo de su atención. Sin embargo, la atención fue
convirtiéndose cada vez más en algo de tipo sexual, es decir, su
padre lo bañaba y, con las manos enjabonadas, se entretenía largo
rato en los genitales del Bufón. Éste no sentía ningún tipo de rem-
ordimiento ni de vergüenza por lo ocurrido, pues sabía que su
padre lo «amaba» muchísimo. Así se lo dijo varias veces. Para
cuando había cumplido ya los doce años, el Bufón se acostaba en
secreto con su padrastro, cuando su madre no estaba en casa, y la
relación se había convertido en algo mucho más sexual. Fue en
una de aquellas ocasiones en las que tuvieron relaciones sexuales
completas cuando los sorprendió su madre. Ésta llamó a la policía
y enviaron al Bufón a un centro de acogida infantil para luego in-
ternarlo, con toda la culpabilidad que podía soportar, en un re-
formatorio. Metieron a su padrastro en la cárcel y su madre le
echó las culpas a él de haber destrozado su matrimonio, que
acabó en divorcio.
En el reformatorio se hizo amigo de otro recién llegado, Angel,
a quien habían internado allí después de que hubiese prendido
fuego a su escuela a consecuencia de un chantaje fallido a un pro-
fesor. El chantaje nunca había salido a la luz y mandaron a Angel
a un psiquiatra, quien dictaminó que se trataba de un niño pelig-
roso. Después de aquello, tenía que ir a ver al psiquiatra de paco-
tilla todas las semanas, a quien habían asignado el reformatorio.
Era una situación de locos. El profesor había estado haciéndole
tocamientos a Angel durante años y éste había intentado recuper-
ar su propia sensación de poder y control de la situación del único
modo que sabía: pidiéndole dinero al profesor. Éste, que tenía ac-
ceso a cientos de otros chicos, se negó a ceder al chantaje y a
partir de ese momento, decidió expulsarlo del colegio. Fue
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entonces cuando, un día, Angel entró en el edificio, le prendió


fuego a su clase y el incendio se propagó. Lo detuvieron mientras
contemplaba las llamas. Nadie llegó a preguntarle por qué lo
había hecho, se limitaron a asumir que se trataba de un chico con
problemas emocionales que se había convertido en una amenaza
para la sociedad.
Angel aprendió la lección enseguida: en el futuro, el dinero
antes que nada. También aprendió que su cara hermosa y seduct-
ora era su mejor baza y no tardó en tener a uno de los asistentes
sociales comiendo en la palma de su mano. Primero la pasta, y
luego su placer. Nunca le faltaba dinero, cigarrillos o dulces, que
sólo compartía con el Bufón. También quiso compartir con él al
asistente social, y los dos hacían con él lo que querían. Cuando los
demás chicos empezaron a atar cabos, el Bufón y Angel se dieron
«a la fuga». Llevaban casi un año en Londres sin ser descubiertos.
—De modo que cuando te vi ayer en el Dilly, Poeta, me di
cuenta de que eras un compañero de viaje, ¿no es así?
—Bueno, algo así. Me he escapado, pero no de un correccional;
aunque parece que me haya pasado la vida huyendo. Antes
soñaba con que me enviasen a un hogar infantil porque odiaba el
mío con toda mi alma. Solía soñar despierto e imaginarme cosas,
ya sabes, historias, fantasías… Podía escaparme allí y vivir en la
historia que yo mismo había inventado. Llegué a imaginar incluso
que mis padres no eran mis verdaderos padres y que un día éstos
vendrían a rescatarme. Qué idea más tonta, ¿no?
El gesto serio del Bufón no se inmutó. Seguí hablándole de mi
padre alcohólico, cuya respuesta para todo era la violencia, y de
mi hermano mayor quien, aprovechándose de la adoración que
sentía por él, la transformó en explotación sexual. Le conté cómo
supe de la existencia de los chaperos en unos lavabos públicos, en
un parque, cuando un hombre me había ofrecido dinero por
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mirarme la polla. Le hablé de mi educación católica, y del terrible


complejo de culpa que sentía cada vez que me acostaba con un
hombre. También le expliqué que me había ido con hombres am-
ables y cariñosos gratis, con la esperanza de que se me contagiase
una pizca de su amabilidad y su cariño. Le confesé que había sido
un gran camorrista en el colegio simplemente porque tenía que
serlo y lo mucho que me asustaba la violencia que albergaba en mi
interior. Admití que mi amor por las palabras, sus sonidos y signi-
ficados, se debía en buena parte a las historias que había in-
ventado en mi mente y a las que había visto en el cine. Había leído
muy poca poesía «auténtica».
Seguimos relatándonos los detalles de nuestras vidas y respon-
diendo a nuestras preguntas respectivas sin reservas. Poco a poco
íbamos cimentando una ligazón especial entre ambos.
—Tengo otra pregunta que hacerte, Bufón. ¿Recuerdas cuando
me dijiste que Angel podía ser malo? ¿A qué te referías?
—Es muy sencillo. Es como cuando dices que tu viejo se pone
violento cuando empina el codo, o cuando hablas del miedo que
sientes de la violencia que albergas en tu interior. Bueno, pues eso
es lo que pasa con Angel. Has probado el sabor de la violencia,
¿verdad? Sabes lo que es. Bueno, pues él ha probado el sabor de la
maldad y sabe lo que es. Verás, el profesor no era ningún santo, y
un niño, supongo que ya lo sabes, es como una jarra de agua
vacía, y las experiencias de la vida lo llenan con lo que se tercie. Si
va entrando algo bueno, no pasa nada, pero si se llena de maldad,
bueno, pues se encona y se queda allí para siempre, ¿verdad? Pasa
lo mismo con la violencia, pero el problema es que los niños no
saben distinguir la diferencia entre el Bien y el Mal fácilmente,
sino que aceptan las cosas tal como son, ¿no estás de acuerdo?
¿Lees el periódico? Pues deberías hacerlo. En Estados Unidos hay
un vejete negro que ve las cosas con mucha claridad. Es uno de
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esos defensores de los derechos civiles, ¿sabes? Total, que se


llama Martin Luther King y es un fenómeno. Siempre está hab-
lando de la libertad y cosas así, pero lo tiene muy jodido, igual de
jodido que nosotros, vamos. Bueno, pues el caso es que ha de-
clarado en los periódicos lo siguiente: «Quien acepta el mal de
forma pasiva es tan culpable como quien lo practica de forma ac-
tiva». De modo que si vivimos en la mierda, somos conscientes de
que vivimos en la mierda y lo aceptamos sin más, entonces es-
tamos contribuyendo a crear más mierda, ¿me sigues? Tenemos
que ser distintos de lo que esos cabrones esperan de nosotros. No
me comprendes, ¿verdad que no? Angel es malo, de acuerdo, pero
él no lo sabe todavía, de modo que su maldad sólo existe n un sen-
tido potencial. A veces estalla y él se queda confundido, perplejo.
Verás, son las fuerzas que otras personas crearon en él las que lo
impulsan a actuar así, las que vertieron en su jarra, pero no es él.
De manera que cada estallido que sale de él es peor que el anterior
pero —y ésa es la diferencia entre Angel y la gente mala de ver-
dad—, cuando sale de Angel, sale para siempre. El problema es
que el peor estallido aún está por salir.
—Y dime, ¿cómo… de qué manera sale? ¿Y cómo sabrás…
cómo sabrá él cuándo ha sacado lo peor?
—Angel engaña a todo el mundo, miente como un bellaco,
roba, no da la cara y hace todo lo posible para que le hagan daño,
ya le han violado en grupo una vez, ¿sabes?
—¿Violado? ¿Y él se lo buscó?
—No de manera consciente, pero no te equivoques, Poeta, si te
quedas por aquí el tiempo suficiente, un año, por ejemplo, a ti
también te violarán, ya lo verás.
—Ya me sucedió una vez. Hace siglos, en Liverpool, dos tipos
en un lavabo público. Estuve sangrando una semana entera. Lo
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superé. Pero ¿cómo…? ¿Cómo va a saber cuándo ha sacado lo pe-


or de sí mismo para siempre?
—Por Dios santo, Poeta. ¡Eres igual que él! ¿Qué quieres decir
con eso de que lo superaste? ¿Qué significa eso? ¿Cómo lo has
superado?
—Lo superas y ya está, ¿no? No te queda otro remedio.
—¡Y una mierda! ¿Es que no lo ves? Se te queda dentro, te
llena de rabia, te llena de odio y si no haces nada al respecto, te
pudrirá el alma.
—¿Y qué puedo hacer? Fue hace siglos.
—¡Puedes echarle las culpas a quien corresponda, para empez-
ar! —exclamó indignado.
—No es tan fácil como dices. Lo que quiero decir es que si no
hubiese estado allí dentro buscando clientes… bueno, ya me
entiendes.
—No, no te entiendo. Escucha, Poeta, si sigues así vas a ser el
primer chapero de la historia en sacar un diez en complejo de
culpa católico. Todavía sigues sin entenderlo, ¿verdad?
—Me rindo, Bufón. Eres como un filósofo o algo así, ahora ya
no entiendo nada —traté de defenderme.
—Lo siento. Estoy de tu parte, siento no haberme explicado bi-
en, pero quiero que me digas una cosa: ¿te sentaste un día y te
dijiste: «Voy a ser chapero»?
—Pues claro que no, la cosa no va así y tú lo sabes muy bien,
¿no? —Quería obtener una respuesta a esa pregunta.
—Sí, yo lo sé muy bien pero ¿sabes tú por qué eres un
chapero?
—Pues supongo que lo llevo en los genes o algo así, como el
hecho de que me gusten los hombres.
—¡Joder, Poeta! Ser un chapero no es una puta inclinación,
sino una jodida consecuencia. Vaya, me estoy meando. Escucha,
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no estoy diciendo que todos los chicos de los que han abusado
sexualmente acaben siendo chaperos, como tampoco que todos
los chaperos sufriesen abusos sexuales de pequeños, pero ¿no te
parece un poco extraño que tanto tú, como yo, como Angel los su-
friésemos de hecho, por utilizar la palabra favorita de Actor?
¿Crees que es una coincidencia que Angel y yo creciésemos en un
correccional? ¿Sabes cuántos chaperos pasaron su infancia en
correccionales? Yo te lo diré: de esta habitación, Angel, el Urraca
y yo. Del otro cuarto, tanto el Motorista como el Aviador.
Respecto al Banquero, no lo sé con seguridad. Nadie lo sabe. En
cuanto al Actor, como si la hubiera pasado, porque le dieron la
condicional. Y tú… ¿crees que es otra coincidencia que tu viejo sea
un borracho agresivo? ¡Y un jamón! Estamos aquí por todo lo que
nos ha pasado antes. Todos nos hemos convertido en productos
de consumo y la única salida consiste en admitir la verdad, en
ganar a esos cabrones jugando a su mismo juego y en llegar a ser
los artífices de nuestra propia identidad. ¡Tenemos que vaciar la
maldita jarra y llenarla con lo que queremos! Decidir quiénes
somos y serlo. Romperles los esquemas. ¿Lo entiendes ahora?
Dime que sí, porque estoy a punto de mearme encima. Habla,
hermano, di algo.
—Me gustan las cosas que dices. No siempre las entiendo, pero
creo que… espera un momento, creo que empiezo a entender lo
que dices, ¿vale? Pero tienes que ser paciente. No todos somos tan
agudos y socarrones como tú. No me extraña que te llamen Bufón.
Pero un diez en complejo de culpa católico quedaría estupenda-
mente en una solicitud de empleo, ¿no te parece?
Cuando salía disparado hacia el baño, le oí decir:
—Genial, ¿y qué me dices de un cero en hacerse pajas?
Mientras el Bufón estaba en el baño hice las tres camas y llevé
las tazas a la cocina. Era lo único que se me ocurría para
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compensar de algún modo la revelación que el Bufón había


querida compartir conmigo. Era un gran tipo: admiraba su vehe-
mencia y su sinceridad. En cuanto hube acabado de recoger la co-
cina entró el Motorista, tiritando y en calzoncillos.
—¿Hay té para mí? —preguntó, como un crío pequeño.
—Sí. Ponte algo antes de que pilles una pulmonía y luego te
serviré una taza. ¿Te apetecen tostadas?
—Sí, ¡qué bien! Córtamelas en trozos pequeños, ¿vale?
Cuando regresó, vestido pero aún sin asear, como yo, el Bufón
se sumó a nosotros y nos sentamos en torno a la cocina de gas
para bebemos el té y comernos las tostadas.
Retomé la conversación con el Bufón, aunque esta vez hablé
en términos más generales para no mencionar a Angel.
Me senté junto al Motorista con la intención de animarlo a
participar en la conversación, un gesto que agradeció ofrecién-
dome sus cigarrillos.
—¿Por qué crees que los niños no conocen la diferencia entre
lo que está bien y lo que está mal?
Deduciendo que mi pregunta hacía referencia a una conversa-
ción anterior, el Motorista permaneció en silencio y escuchó la
respuesta del Bufón.
—¿Habéis visto esas películas bélicas en las que un grupo de
soldados aparece en un páramo desolado, dominado por el
caos…?
—Joder, como mi habitación y la puta cabeza del Aviador —lo
interrumpió el Motorista.
—… y todos esos cadáveres tirados por el suelo. Luego, uno de
los soldados ve un reloj con incrustaciones de diamantes en la
muñeca de uno de los muertos…
—Vaya, pues entonces no es como mi habitación…
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—Total, que se acerca y empieza a quitarle el reloj, pero


entonces le explota en la cara y lo destroza a él y a sus
compañeros.
—No lo pillo —confesé con sinceridad.
—Pues el soldado sí que lo pilló, ¿no te jode? —señaló el Mo-
torista, y se echó a reír a carcajadas—. Y luego: ¡boom!
Cuando cesaron las risas, el Bufón siguió hablando.
—La idea de que había algo valioso a su alcance lo sedujo,
como ese rollo de las calles de Londres pavimentadas de oro.
Porque no era tan evidente, no pensó ni por un momento que
podía tratarse de una trampa. Bueno, pues eso es lo que les pasa a
los niños, cuando el mal aparece en sus vidas, suele ir envuelto en
papel de colores y disfrazado de algo bueno.
—Joder, tío, tienes toda la razón. Cuando quieres robar a al-
guien, no te acercas con pinta de ladrón ni nada, sino que le son-
ríes y te lo camelas hasta que le caes bien. Y luego, ¡zas! Le pegas
el sablazo y lo dejas tieso —explicó el Motorista con vehemencia.
—Eso es exactamente, Motorista —dijo el Bufón satisfecho.
Sabía que llevaba razón, pero aun así quise intervenir.
—Haces que parezca que los niños son completamente
inocentes.
—Son inocentes, siempre son inocentes hasta que prueban el
mal adulto y éste los corrompe. Un mal que los adultos vierten en
su jarra vacía e inocente disfrazados de seres humanos, de padres,
de maestros, de asistentes sociales. Los niños son lo que los adul-
tos hacen que sean.
—Joder, Bufón, ¿has estado leyendo mi ficha del correccional
o qué? —preguntó el Motorista con un escalofrío.
—Es lo mismo en todos los casos, Motorista, un tapiz de con-
fección adulta hecho con trozos individuales de cada uno de noso-
tros para poder destrozarnos.
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—Siempre supieron quién era yo. Ya me encargué de que lo


supieran —dijo el Motorista mientras daba un sorbo a su taza de
té.
—El Poeta nunca ha estado en un correccional, Motorista.
—¡Pues qué suerte el cabrón! —exclamó alzando de nuevo su
taza. Luego se dirigió a mí—: ¿Pero te has escapado de algún sitio?
Asentí y supe que aquélla era una de esas veces en las que hay
que permanecer en silencio, pues el Motorista estaba a punto de
tener un ataque de agresividad. Adelantó un poco los hombros, se
irguió en el asiento y su rostro se transformó mil veces. Sentí
deseos de abrazarlo, pero el cartel de su cara decía: «Mantenerse
alejado». Llené las tazas con té recién hecho y esperé. Se quedó un
buen rato con la mirada fija en el vacío y me dieron ganas de pre-
guntarle dónde estaba. Se estremecía de vez en cuando, pese a
que para entonces, el calor de la cocina de gas ya había templado
la habitación. Mis ojos buscaron los del Bufón pidiéndole instruc-
ciones, y éste miró al Motorista, me lanzó una sonrisa serena y,
como yo, esperó a que se produjera el estallido. Aunque a punto
estuvo de romper la taza en pedazos con la fuerza de sus manos,
la descarga no llegó a materializarse. Con la misma facilidad con
que se había sumido en su estado de dolor interior, regresó de él,
se echó a reír y dijo algo acerca de alguien paseándose por encima
de su tumba. Siguiendo con su costumbre, nos ofreció más cigar-
rillos. Necesitaba amor desesperadamente, pero era incapaz de
pedirlo. Como a tantos de nosotros, le resultaba más fácil en-
tregarse, pero a su manera; con el tiempo descubriría que siempre
daba demasiado. Por primera vez en mi vida vi que la agresividad
exterior no era más que una pantalla para ocultar el dolor interno.
¿Podía haber experimentado mi propio padre aquel dolor? Me ar-
riesgué a rodearle el hombro con un brazo, le di un suave y rápido
apretón y luego, respetando su deseo de que nadie se le acercara,
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lo retiré igual de rápido. No se apartó, sino que se volvió para mir-


arme y dijo:
—Eres un buen tipo, Poeta.
—Y tú también, Motorista, tú también. Como también lo es el
Bufón, y Angel, y he tenido mucha suerte de haberos conocido a
todos, pero no esperes que te prepare el té y las tostadas todos los
días, ¿vale? —bromeé.
—¿Sabéis qué? Mañana os invitaré a desayunar. A los dos y a
Angel también si se queda quieto un par de minutos. Nos daremos
una comilona. ¿Qué me decís? —Nos lanzó una exagerada sonrisa,
como siempre.
Para cuando nos dejamos de cháchara, ya era media mañana y
todos teníamos que salir a ganarnos la vida. Sabiendo la hora que
era, y tal como Angel había hecho antes, nos pusimos en marcha y
nos duchamos a toda prisa, listos para la calle. Nadie quiere pagar
por irse con un chico sucio. La primera hora de la tarde es el me-
jor momento del día para un chapero en este país. No decidimos
ir al Dilly, pero nos dirigimos hacia allí de todas formas. Aprendí a
colarme en el metro y al llegar a Picadilly Circus, me separé de el-
los para ir en busca de una cabina. Tenía que llamar a Alexander.
Antes de usar el teléfono, encontré un rincón tranquilo, abrí
mi libreta por la página número dos y, después de cavilar un buen
rato sobre todo cuanto había dicho el Bufón, me puse a escribir.

Oda al Bufón

Ocasionalmente
Disfrutan los chicos de alcanzar
A comprender la razón

Aunque no sin antes


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Lamentablemente conocer

Bien a fondo
Un lado inmutable,
Fuente de disipación,
Oscuro rostro,
Núcleo del libertinaje.
Círculos angelicales

Comprobé una vez más que llevaba suficientes monedas para


hacer mi llamada. Luego volví a comprobarlo, para estar del todo
seguro. ¿Por qué lo estaba retrasando? Las preguntas se
agolpaban en mi mente: ¿Esperaría mi llamada? ¿Cómo íbamos a
consolidar nuestra amistad? ¿Estaría en casa? Sin necesidad de
abrir de nuevo mi libreta para recordarlo, marqué su número y es-
peré. Al cabo de apenas unos segundos, una voz respondió al
teléfono.
—¿Diga?
¡Era él!
—Hola, ¿Alexander?
—Sí, ¿eres tú, Scouse?
—Vaya, lo has adivinado enseguida.
—Llevo esperando junto al teléfono todo el día, por miedo a
que lo contestara mi padre. Creía que no ibas a llamar nunca.
¿Dónde estás?
—En Picadilly Circus. ¿Cómo estás?
—Ahora mucho mejor, después de haber oído tu voz. ¿Qué es-
tás haciendo ahí? Bueno, no importa. ¿Puedes venir? Vivimos en
Hampstead, ¿lo conoces?
—¿Cuándo?
—Mis padres dan una fiesta esta noche. ¿Qué tal si nos vemos
mañana por la mañana? Podríamos dar un paseo por Heath.
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—Muy bien, ¿a qué hora?


—A las diez en el Castillo de Jack Straw.
—¿Qué?
—Es un pub, ¿sabrás encontrarlo?
—Sí, claro.
—Tengo que colgar, pero debo decírtelo.
—¿Qué? No cuelgues todavía, por favor.
—En esta casa, las paredes oyen, tengo que colgar. Anoche
soñé contigo.
—Nos veremos mañana a las diez.
Al otro lado del hilo, ahora sólo se oía el tono de marcado,
pero permanecí aferrado al auricular, mirando sus ojos de color
avellana, muriéndome de ganas de introducir mi cuerpo en el mi-
crófono y salir por el otro lado para echarme en sus brazos.
Cuando la realidad consciente empezó a apoderarse de mí de
nuevo, me di cuenta de que debía de estar haciendo el ridículo,
ahí pasmado mirando el teléfono que sostenía en la mano. Eché
un vistazo a mi alrededor para ver si alguien me estaba mirando y
colgué el receptor. A las diez en punto en el Castillo de Jack Straw
de Hampstead, sí.
Cuando avanzaba de mala gana hacia la boca del metro de la
línea uno, vi a Angel acompañado de dos hombres muy bien
vestidos, con sendas maletas en la mano. Me detuve a observarlos
y encendí un cigarrillo. Angel estaba señalando las maletas con el
dedo y parecía estar diciéndoles que pesaban mucho. ¿Querían
que se las llevase? Seguro que no, pues los hombres eran igual de
enormes que las maletas y parecían arreglárselas perfectamente
sin él. Sin saber si dejar que Angel me viera o no, me aproximé
despacio para entrar en su línea visual, aunque no en la de ellos.
Cuando me vio, su cara se iluminó y me llamó. Cuando llegué
hasta él, los hombres se fueron y dejaron las maletas.
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—¡Qué alegría verte! —exclamó aliviado.


—¿Qué pasa? ¿Qué haces con esas maletas? —le pregunté,
señalándolas con el dedo.
—Necesito que me hagas un favor, o las voy a pasar canutas.
—Dime, ¿qué pasa? Estás temblando.
—Tú también te echarías a temblar si supieses quiénes eran
esos dos tipos. Escucha, no lo vas a entender, pero tengo que
meter esas maletas en la línea de Circle pitando.
—No tienes que darme explicaciones si no quieres —le dije al
tiempo que levantaba una de las maletas, que resultó ser tan
pesada como Angel había indicado con sus aspavientos—. ¿Qué
cojones hay aquí dentro, si es que lo sabes?
Mientras levantábamos, arrastrábamos, empujábamos y ba-
jábamos las maletas por las escaleras mecánicas de la línea de
Picadilly y hacíamos transbordo a la de South Kensington para ir
a Circle, Angel me puso al corriente y me dijo que me daría un bil-
lete de diez libras por ayudarlo.
Me explicó que era algo que hacía esporádicamente para
ganarse algún dinerillo y conseguir que aquellos dos hermanos lo
dejasen en paz una temporada. Los hermanos, uno de ellos un ho-
mosexual con tendencias pederastas, tenían montado un negocio
pornográfico en varios garitos del Soho y sus alrededores. Angel
los había conocido cuando se había tirado al homosexual en sus
primeras dos semanas en Londres. El tipo había sido cliente suyo.
Al parecer, también andaban metidos en otros asuntos, siendo la
protección personal uno de los más importantes.
—Verás, Poeta. No conviene llevarle la contraria a esa clase de
gente, ¿me comprendes?
—¿Por? —me aventuré a preguntar.
—Había un chico, un chaval muy guapo, de Manchester o algo
así. Bueno, pues era chapero y un día se fue con uno de ellos, con
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el que le van los jovencitos, y el chico le robó. Le quitó el reloj y la


cartera, y lo cabreó de mala manera. Le cortaron las pelotas, por
el amor de Dios. No se andan con chiquitas, ¿me entiendes?
—¿Y cómo lo sabes? ¿Cómo estás tan seguro de lo que estás
diciendo?
—Todo el mundo lo sabe, todos los que trabajamos en el Dilly.
—Y entonces, ¿por qué te mezclas con ellos?
—Yo no me mezclo con ellos, joder. Sólo cargo con maletas de
vez en cuando por la línea de Circle cuando me lo piden y todo el
tiempo que me ordenan que lo haga. Ellos me pagan bien y yo no
hago preguntas.
—¿Y no sabes lo que hay dentro?
—Me lo imagino. Tiene que ser algún rollo relacionado con el
porno. Revistas y cosas así. Pesan demasiado para poder ser otra
cosa, ¿no te parece? Tienen a la pasma metida en el bolsillo, así
que siempre saben cuándo va a haber una redada o algo así.
¿Tienes idea de cuántas maletas como éstas circulan por esta línea
ahora mismo? No pueden perder, ¿lo ves o no? Lo que quiero de-
cir es que si me pilla la pasma, no hay muchas posibilidades de
que cante, ¿no te parece? No si aspiro a levantarme en mi cama
por las mañanas y no en una celda, ¿me sigues?
—¿Sabe el Bufón algo de esto? —pregunté, seriamente preocu-
pado por la seguridad de Angel.
—Joder, pues claro que lo sabe, lo hacemos todos. Bueno, el
Banquero no. Ése sí anda metido hasta el cuello con ellos: es
quien le consigue los crios al pedófilo. Fue el Banquero quien me
lo presentó.
—¿Al pedófilo? ¿Qué es eso?
—Pedófilo, pederasta… Alguien a quien le gustan los chavales
jóvenes, ya sabes, como tú o como yo. Suelen preferir a los que
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están a punto de pasar por la pubertad o que acaban de salir de


esa etapa, ¿lo entiendes?
—Sí, sé lo que significa «pubertad», lo busqué en el diccion-
ario, cuando busqué la palabra «homosexual». Te refieres a
cuando nos empieza a salir pelo, ¿verdad? Yo me afeité una vez
—confesé, a sabiendas de que nadie me iba a censurar.
—¡Todo el mundo lo hace! Y nos cambia la voz, eso es la pu-
bertad, ya lo sabes. Pero un pedófilo no tiene por qué ser homo-
sexual. —Siguió hablando, consciente de que tenía ante sí a un
alumno aplicado.
—¿Y cómo sabes todo eso? —le pregunté, impresionado por su
elocuencia.
—Lo aprendí en el correccional, ¿dónde si no? Había un asist-
ente social, se llamaba Alan. Me lo tiraba y me pagaba por mis
servicios, ¿sabes? Me lo explicó todo sobre el sexo. Era un ped-
erasta y tenía montones de libros con fotos. Bueno, como iba di-
ciendo, al pedófilo le gustan los niños y las niñas, antes de que al-
cancen la pubertad.
—¿Niños y niñas?
—Sí.
—¿Los dos?
—Eso es.
—Pero ¿cómo pueden gustarle a alguien las dos cosas? —pre-
gunté, perplejo.
—Eso es un pedófilo.
—Joder, qué extraño. Pero ¿un pederasta es un homosexual?
—pregunté, todavía más confuso.
—Algunos sí y otros no, aunque no a todos los homosexuales
les gustan los niños, claro está. Algunos prefieren los hombres de
su edad e incluso más mayores. He oído que hay tíos de sesenta
que se lo hacen con otros de su misma edad.
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—¡De sesenta! —exclamé, horrorizado sólo de pensarlo.


—Sí señor. Y también están los bisexuales, los que les gustan
los hombres y las mujeres.
—Pero ésos son los pedófilos, ¿no?
—No, a los pedófilos sólo les gustan los crios, los niños y las
niñas, antes de que lleguen a la pubertad.
—A ver si lo entiendo, si a los pedófilos les gustan los niños y
las niñas, entonces son bisexuales, ¿no?
—No exactamente, porque los bisexuales prefieren a los adul-
tos, a hombres y mujeres que ya han pasado de la adolescencia.
—Y nuestros clientes… ¿qué son?
—Pederastas, sobre todo, como ya he dicho, y homosexuales
solitarios a quienes no se les levanta con la gente de su edad.
Luego están los homosexuales casados, que tienen hijos propios.
—¿Casados? ¿Homosexuales casados? —exclamé, ahora escan-
dalizado de verdad—. Pero ¿cómo…? Es decir, ¿me estás diciendo
que se acuestan con mujeres, pero que prefieren a los de su
mismo sexo?
—¡Eso es, Poeta! Es fácil de entender en nuestros días, y la ver-
dad es que siempre ha sido así. Cuando llegas a una determinada
edad, tienes un buen trabajo pero aún no estás casado, la gente
empieza a murmurar, ¿me comprendes?
—Pero eso debe ser terrible, acostarse con una mujer cuando
prefieres a los de tu mismo sexo. Supongo que tienen que estar
pensando en los hombres cuando lo hacen. A veces pienso en los
chicos de mi edad cuando estoy con un hombre, ¿a ti no te pasa?
—Montones de veces. Al Bufón también.
—Bueno, y entonces… ¿qué somos nosotros? —pregunté, un
poco asustado.
—Todos somos distintos, ¿no? En cuanto a mí, creo que soy
cien por cien homosexual. ¿Y tú? —me tanteó.
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—Eso creo. Bueno, sólo pienso en los de mi mismo sexo,


cuando me masturbo y todo eso.
—Y no hay nada malo en ello, ¿no? El Bufón hace lo mismo.
Hace años que lo conozco, somos íntimos amigos. Luego está el
Motorista, que tiene una novia. La novia a veces se queda a
dormir en el apartamento, ¿sabes? Y luego está el Banquero, que
es un pederasta pero que también hace de chapero, para con-
seguir dinero para pagar a sus chicos. Ha sido cliente mío. En
cuanto al Aviador… Ten cuidado con él, está metido en drogas,
hace de todo: se viste con ropa de mujer… cualquier cosa. Pero la
verdad es que prefiere a las mujeres.
—Ropa de mujer. Sí, ya sé lo que quieres decir.
—Claro, hay muchos clientes a quienes les gustan esas cosas
—me explicó como el maestro que era.
—Y entonces… ¿el Aviador qué es? ¿Un bisexual?
—No exactamente. Más bien es un travestido —respondió,
rebosante de erudición.
Vio escrita la pregunta en mi rostro, de modo que siguió
hablando.
—A los travestidos les gusta vestirse de mujer, pero casi
siempre prefieren hacérselo con una mujer, aunque la verdad es
que a muchos les gustan más los hombres, aunque no son
transexuales.
—¿Qué? —exclamé, casi a voz en grito—. ¡Te lo estás
inventando!
—¡Es verdad, te lo juro! Los transexuales preferirían ser del
sexo opuesto. —Exhibió una sonrisa triunfante.
—Voy a ser incapaz de recordar todo esto. ¿Me estás diciendo
que hay gente, hombres y mujeres, que quieren ser del sexo
opuesto?
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—Y algunos hasta se operan y todo. Sí, hombre. Los tíos se la


cortan y…
—¡Basta! —grité, y crucé las piernas—. Es como ese chico que
mencionaste antes, al que le cortaron las pelotas. ¿Le pasó de
verdad?
—De verdad de la buena. Pero cambiemos de tema, ¿vale?
—dijo con tristeza, ya sin el menor atisbo de confianza.
Había estado bien hablar de algo distinto de lo que estábamos
haciendo, dando vueltas y vueltas por la línea de Circle con dos
amenazadoras maletas. El sexo siempre era un buen tema de con-
versación para los chicos como nosotros. Luego le pregunté dónde
estaba Hampstead y si conocía un pub llamado el Castillo de Jack
Straw. Me dijo que Hampstead estaba muy lejos, en algún lugar al
norte de Londres, pero que nunca había oído el nombre del pub.
La verdad es que era comprensible, pues los chicos de nuestra
edad conocían los nombres de los cines de barrio y las cafeterías,
pero no de los pubs. Angel, contento de poder hablar de otra cosa
que no fuese el chico mutilado, me siguió diciendo que podía ob-
tener un mapa del metro cuando nos bajásemos en la estación de
St. James’s Park, un poco más tarde.
Un poco más tarde resultó ser mucho más tarde. Pese a lo
mucho que me gustaba Angel, y me gustaba de verdad, empezaba
a aburrirme, y se me empezaba a notar. Se esforzaba por distraer-
me contándome chistes y anécdotas del correccional, y yo hice el
esfuerzo de contarle mis propios chistes e historias de mi infancia
en Liverpool. Al final, empezamos a contarnos historias bélicas,
pues ambos habíamos nacido en plena guerra. Por lo menos,
teníamos una especie de vínculo, algo que nos unía a los dos. Am-
bos éramos «niños de la guerra» de 1943 y tal como descubrí, a
los dos nos chiflaba todo lo americano, especialmente los cómics
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americanos. ¿Qué diablos estaban haciendo dos niños de la guerra


dando vueltas y más vueltas por la línea de Circle?
A las nueve salimos a St. James’s Park y nos detuvimos junto a
una parada de autobús, como si estuviéramos esperando uno. Al
cabo de minutos, un coche se nos acercó, cargamos las maletas en
el maletero y nos aproximamos a la ventanilla, donde vi al tipo
que Angel había descrito como el pederasta. Le dio a mi amigo un
periódico, nos guiñó un ojo a ambos, se despidió con un amigable
gesto y se fue con el coche como alma que lleva el diablo. Escondi-
das en el interior del periódico había veinte libras, todas en bil-
letes de una. Nos repartimos el dinero y, una vez liberados de la
preocupación y de la carga, nos encaminamos hacia el Dilly como
si fuéramos un par de chiquillos de vacaciones, cantando el
«Move it» de Cliff Richard.

Vamos, cariño, vamos a moverlo, vamos a vibrar.


Menéalo cariño, menéalo cielo, por favor no lo pierdas.
El ritmo que se te mete en el alma y en el corazón,
déjame decirte, cariño, se llama rock 'n' roll.
Dicen que va a morir, pero cariño, por favor,
afrontémoslo,
es que no saben qué lo va a sustituir…

Angel sabía prácticamente todo lo que hay que saber sobre el


sexo. ¡Joder, si hasta sabía deletrear las palabras! Sin embargo, su
dualidad me confundía: era dos personas a la vez. En el mismo
corazón de su persona había un niño trágico y atrapado en algo
sobre lo cual no ejercía ningún tipo de control. Lo sé porque, en
ese sentido, éramos hermanos, igual que él y el Bufón se habían
convertido en hermanos. Incluso cantaba cancioncillas infantiles
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y tonadas de patio de colegio; sin embargo y al igual que muchos


de nosotros, era un maestro artesano maduro y experimentado,
especializado en el arte de trabajar con sus experiencias, un
mundo que podía controlar. Se trataba de un mundo que yo res-
petaba y con el que podía identificarme, en el que podía vivir,
pues era simple y comprensible. No era un mundo de imaginación
y fantasía ya que ése —sabréis—, era el mundo real, el mundo en
el que vivían otras personas… el mundo en el que vivía Alexander.
El mundo de Angel, mi mundo interior, era un lugar donde —y
no lo digo en broma—, donde éramos reyes, vaqueros o estrellas
del rock ‘n’ roll. Mientras enfilábamos el camino hacia el Soho,
éramos Cliff Richard, tan real como podía serlo en realidad, y An-
gel era más atractivo.
Cuando descubrí que Angel no había oído habla del bar Two
'I's, me volví loco de alegría, por fin había llegado mi oportunidad
de ser yo el maestro para variar. Le expliqué que el rock ‘n’ roll
británico le debía sus orígenes al Two 'I's y que Tommy Steele y
Cliff Richard habían empezado cantando allí. Angel demostró ser
mejor maestro que discípulo, pues cada vez que empezaba a sentir
que algo escapaba a su campo de conocimientos, cada vez que
sentía que su mundo artesanal estaba en peligro, volvía a cambiar
de tema para hablar de sexo, de modo que para poder explicarle
algo más sobre el rock ‘n’ roll, tuve que escuchar una retahila in-
terminable de historias de transexuales o dejar que me describi-
era con pelos y señales las bondades del sexo oral. Se trataba de
un intercambio justo, pues no había perdedores y nuestros re-
spectivos mundos interiores permanecían intactos.
De hecho, si no hubiese sido por mi insistencia en ir al Two
'I's, puede que no hubiese descubierto nunca lo que significaba
«untar la nata», y el hecho de no saberlo me habría puesto por lo
menos un año por detrás de Angel en el panorama del mundo de
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la prostitución masculina, del mismo modo que Angel se hallaba


un año por detrás de mí en sus escasos conocimientos de la his-
toria del rock 'n’ roll. «Untar la nata» es cuando el chapero intro-
duce su polla erecta en un bote de nata fresca y lo ofrece para el
deleite oral del cliente. Angel siguió explicándome, con gesto
grave, que también podía utilizarse miel y mermelada, pero que la
nata era lo mejor, con diferencia. Tuve que prometerle que se lo
diría la primera vez que lo probase.
Para mi gran desilusión, Angel ya conocía el café exprés y se
pidió un refresco de cola en su lugar. Nos sirvió el propietario del
Two Ts en persona, Tom Littlewood. Nos dijo que el Soho era el
centro del mundo, pero eso ya lo sabíamos. Tom se había
marchado de Leeds y había llegado a Londres a principios de los
cincuenta, y había ganado suficiente dinero trabajando de espe-
cialista en el cine para abrir el Two 'I's. Explicándonos aquello,
captó toda nuestra atención. Empezamos a hacerle preguntas
sobre cómo era la vida de un especialista y sobre todos los
famosos que conocía. Le suplicamos que nos contase todos los
trapos sucios, todos los cotilleos sobre la gente guapa que tan bien
conocía y que no sabía nadie más. Al principio opuso una leve res-
istencia pero luego, después de prometerle que no se lo diríamos a
nadie, cedió encantado y empezó a contarnos historias que es-
tábamos deseosos de escuchar. Nos sentamos y nos lo tragamos
todo, al igual que nos tragamos hasta el último sorbo de los inter-
minables refrescos de cola y cafés exprés. Le pregunté cómo era
Cliff Richard.
—Es majo. Tiene futuro en el mundo del espectáculo, pero no
llegará tan lejos como Tommy Steele, porque imita demasiado a
Elvis la Pelvis. Se pasará la vida haciendo versiones de los éxitos
norteamericanos y la verdad es que eso no es un gran porvenir,
¿no os parece?
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—Pues yo creo que es fantástico. ¡El mejor! ¡No va a haber otro


igual en la música de este puñetero país! No hay más que ver lo
que corre por ahí, me refiero a Lonnie Donnegan y esas tonterías
que canta —protesté enérgicamente.
Angel repuso igual de enérgicamente que el skiffle enterraría
al rock 'n' roll y no tuve más remedio que seguirle la corriente por
miedo a que se pusiese a hablar del sexo oral.
En el camino de vuelta al piso en taxi (Angel me explicó que
los chaperos toman un taxi siempre que pueden) le pedí que me
hablase de las maletas.
—No hay nada que saber, Poeta ¿vale? Los hermanos Dalton
nos las dan, nosotros cargamos con los trastos por ahí y nos pagan
por llevarlas. Es un poco peligroso hacer demasiadas preguntas
—me advirtió, indicándome que daba por zanjada la
conversación.
A regañadientes, decidí no hablarle más del tema y lo animé a
hablar de sexo. Aquella noche nos acostamos juntos y probamos a
untar la nata, experimento que resultó un tanto engorroso
porque, como no había nata, empleamos leche en su lugar.
Cuando Angel se durmió, eché mano de mi cuaderno y me dirigí a
la cocina para preparar mi bebida favorita: té. Desde la habitación
del Motorista se oía el inevitable sonido de Radio Luxemburgo y
la voz de Cliff Richard cantando su último tema: «High Class
Baby». Abrí mi cuaderno y tomé unas cuantas notas que más ad-
elante se convirtieron en un nuevo poema.

Círculos angélicos

En pleno fragor
aparece un chico con cuerpo de ninfa
que acoge un beso lácteo,
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elocuente, existencialista…
¿Londres? Un juguete flácido,
intransigente y cabreado,
que forma una lona catalítica
bajo la cual conviven
unos chicos de alquiler
a quien nadie echa de menos.
Viviendo como en una rueda,
eminentemente circular
y surrealista.

Antes de volver a la cama junto a Angel, lavé mi ropa interior,


mi camisa y mis calcetines y colgué una nota en la puerta de la co-
cina en la que le pedía al primero que se levantase que me
llamase. Sin embargo, fue mi reloj interior quien me despertó
hacia las siete y media, de modo que descolgué la nota yo mismo.
Encendí el horno y dejé mi ropa en la puerta del mismo para que
se secara mientras me daba un baño con agua tibia. Después,
mientras buscaba una plancha, me puse a observar a mis com-
pañeros dormidos. El Bufón estaba tumbado sobre su espalda,
roncando ligeramente, mientras que Angel estaba hecho un ovillo
en el centro de mi cama. ¿Cuántas veces no me habría despertado
yo mismo en aquella posición? En el otro cuarto, la cama del Ban-
quero estaba vacía, al igual que la del Aviador. El Motorista estaba
acurrucado en una postura incómoda con el cuerpo retorcido,
como si estuviera viviendo una horrible pesadilla. Había tirado de
una patada las mantas a los pies de la cama, de tal manera que su
piel blanca y desnuda quedaba al descubierto. Lo tapé y también
le coloqué las mantas de la cama del Banquero por encima. Ex-
presó su soñolienta gratitud dando un gemido y estuve tentado de
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inclinarme y darle un beso en la mejilla. Allí dormido, parecía el


más vulnerable de todos cuantos compartían el apartamento.
¿Por qué nuestro verdadero yo sólo aflora en los sueños? Al pare-
cer, el sueño es cuando nuestra cochambre presente y pasada se
concilia de algún modo con nuestra gloria potencial.
A pesar de que la puerta del cuarto de Actor estaba cerrada, no
tenía los candados echados, de modo que la abrí con cuidado y me
asomé a su interior. La habitación estaba llena de cajas y recipi-
entes de cartón bien ordenados a lo largo de las paredes. Aquello
era un verdadero almacén. Actor estaba dormido en una enorme
cama doble que había en el centro de la estancia. No vi ninguna
plancha, pero me fijé en cuatro maletas exactamente iguales a las
que Angel y yo habíamos estado arrastrando por la línea de Circle.
Qué curioso, pensé. ¿Debía acercarme y ver lo que había dentro?
Sentí la irresistible tentación de echar un vistazo; no podía ser
muy difícil, ¿o sí? Puede que las maletas estuviesen cerradas a cal
y canto y que despertase a Actor. Permanecí inmóvil unos
minutos y traté de decidirme. ¿Qué relación podía haber entre
Actor y los hermanos Dalton? ¿Y qué cojones tenía todo aquello
que ver conmigo de todas formas? De pronto, el Actor se movió en
la cama y decidió por mí. Salí de su habitación y cerré la puerta
con el mismo cuidado con que la había abierto. Sin embargo,
ahora sentía mucha más curiosidad que antes, pero también me
daba apuro ser un fisgón. Al fin y al cabo, aquel tipo había dejado
que me quedase en su piso, ¿no? Era asunto suyo, y no mío,
pero… ¡Dios! ¡Qué gran curiosidad sentía!
Hampstead resultó no estar tan lejos como Angel había dicho.
Llegué allí con más de una hora de antelación. Según las sencillas
instrucciones del revisor, podía llegar al Castillo de Jack Straw en
menos de quince minutos, por lo que disponía de bastante tiempo
antes de reunirme con Alexander. Entré en una tienda de libros
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de segunda mano. Había un viejo con sombrero de ala ancha or-


denando unas cajas de libros en el exterior de la tienda. En cada
una de las cajas había una pequeña nota y me fijé en la que llev-
aba un cartel que decía: «Todo a seis peniques». Rebusqué con los
dedos entre la pila polvorienta hasta dar con un libro que hablaba
de los orígenes de los dichos populares y los refranes. Vi que mis
dedos se demoraban entre sus páginas, diciéndole a mi cerebro
que cogiese aquel libro. Obedecí la orden y lo hojeé. La voz de An-
gel empezó a sonar en mi cabeza, cantando una tonada infantil.
¿Cómo era aquello que siempre cantaba? Oh, sí. «Los niños y las
niñas salen a jugar». Sí, eso era. Busqué la canción en el índice y
allí estaba, en la página 185.

Los niños y las niñas salen a jugar,


la luna brilla con fuerza sobre el mar,
olvídate de la cena y del sueño,
y vente a jugar con tus compañeros;
trae tu aro, ven dando gritos,
ven alegre o si no, ven calladito,
trepa por la escalera y los recodos,
con medio penique habrá para todos.

Según todos los expertos, el contenido y el significado de aquel


poema siempre había desconcertado a la gente. ¿Por qué —quería
saber el autor del libro— salían los niños a jugar a la luz de la
luna? Era una buena pregunta, y tanto yo como muchos otros chi-
cos de alquiler teníamos una respuesta. Al parecer, en el siglo
diecisiete se trataba a los niños como si fueran adultos en mini-
atura y por eso el autor se había aventurado a decir que tal vez los
niños «jugaban» en el único rato libre que tenían. ¡Tal vez! ¡Pero
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parecía un auténtico disparate! ¿Y qué había cambiado entre el


siglo diecisiete y el presente?, me pregunté. Todavía se trataba a
los niños como si fuesen una propiedad privada, sólo que algunos
clientes eran más honestos con su adquisición que muchos
padres. ¡Nada había cambiado! Los niños son lo que los adultos
quieren hacer de ellos, rara vez son ellos mismos. Me quedé in-
móvil mirando el libro un buen rato y empecé a sentir cómo una
ira irrefrenable se iba apoderando de mí. Me pareció que era el
libro más escandaloso que había visto por el Soho. Lo arrojé a la
pila y me marché de allí a todo correr, diciéndome que un día
haría algo para ayudar a que se entendiera mejor a los chicos de
alquiler, tanto ellos mismos como los demás. Me encaminé al
Castillo de Jack Straw mientras aquel poema seguía zumbando en
mi cabeza. ¡Maldita tonadilla! No conseguía librarme de ella.
Llegué al pub media hora antes de lo previsto, de modo que
extraje mi cuaderno consciente de que para deshacerme de
aquella musiquilla, debía hacerlo por escrito. Y así, escribí mi
propia versión de «Los niños y las niñas salen a jugar».

Los jóvenes chaperos salen a cazar,


el Dilly brilla con fuerza sobre el bar,
olvídate de ti mismo y del cansancio,
ven y tráete tu pus blenorrágico;
trae tu cuerpo, ven tres veces,
por un chavo no te entregues,
bájate los pantalones, quítate la camisa,
¿será ésta la noche en que olvides la risa?

Como no podía ser de otro modo, había aprendido el término


«pus blenorrágico» gracias a Angel. Es el flujo uretral purulento
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que acompaña a la gonorrea, pero para Angel también equivalía a


la clase de cliente con el que uno no debía irse jamás. El señor Pus
pertenecía a la clase obrera, no se lavaba nunca, bebía cerveza a
espuertas, le olía el aliento y representaba todo aquello que un
buen chapero quería evitar. De acuerdo con Angel, era el tipo de
persona con más probabilidades de padecer una ETS y, por lo
tanto, había que evitarlo a toda costa. Yo no sabía absolutamente
nada acerca de las ETS y, sin embargo, sentía pavor auténtico
hacia ellas. Tendría que pedirle que me explicase más cosas sobre
ese tipo de enfermedades. De hecho, era tan ignorante al respecto
que estaba convencido de que sólo podían transmitirlas las
mujeres aunque, por fortuna, no se me había ocurrido comentarlo
con Angel.
—Hola, ¿llevas mucho rato esperando?
Esa voz… ¡era Alexander! La furia que llevaba dentro y que me
había provocado la lectura del poema cedió ante el hermoso
sonido de su voz. Lo miré fijamente mientras mis emociones se
agitaban nerviosas hacia delante y atrás, como una pelota de
pimpón. ¡Habla! ¡Por el amor de Dios, di algo! Traté de guardar
mi cuaderno con torpeza mientras me quedaba embelesado mir-
ando sus brillantes ojos de avellana. Me estaba sonriendo y ofre-
ciendo su mano, que tomé enseguida. La suavidad sedosa de su
piel hizo que un escalofrío me recorriera la espina dorsal. Estaba
hablándome de nuevo.
—Ésta es mi hermana, Verity. Verity, éste es Scouse. Y éste de
aquí es Tramp —dijo, señalando un pequeño perro lanudo—. ¿An-
damos un poco?
Le estreché la mano a Verity y farfullé algo acerca de lo en-
cantado que estaba de conocerla y que sólo llevaba allí unos
minutos. Mis ojos escudriñaron los de Alexander. ¿Por qué se
había traído a su hermana? Lo del perro lo entendía, pero lo de su
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hermanita pequeña… Respondió a mis preguntas mudas enco-


giéndose de hombros. Obviamente, a él tampoco le hacía ninguna
gracia.
Echamos a andar hacia Hampstead Heath y Alexander soltó a
Tramp de la correa. A continuación, agarró un palo y lo tiró.
Tramp fue a buscarlo y lo trajo para dejarlo a nuestros pies e in-
vitarnos a seguir con aquel juego. Alexander lo complació unas
cuantas veces y luego dejó que su hermana se ocupara del perro.
Mientras la niña jugaba alegremente con el animal, igual de re-
tozón que ella, Alexander y yo nos adelantamos unos metros y nos
sentamos en la fría hierba.
—Mi madre insistió y tuve que traerla —dijo en voz baja mien-
tras sus ojos seguían a la niña—. ¿Qué podía hacer?
—Me alegro de que hayas venido, con o sin tu hermana.
—¿De verdad? Pues yo estoy furioso. ¿Lo dices en serio? —pre-
guntó al tiempo que sus ojos buceaban en los míos en busca de…
¿consuelo?
—De verdad. No te preocupes. Sean cuales sean las circunstan-
cias, me alegro de verte, sencillamente.
—¿Qué estabas escribiendo? Estabas tan absorto… —preguntó
aliviado.
—Nada, sólo era un poema —contesté, restándole importan-
cia—. La verdad es que sólo eran notas. —¿Cómo iba a decirle que
era una cancioncilla infantil?
—¿Me las enseñas? —me pidió al tiempo que consultaba su
reloj.
—Ya te enviaré otra cosa, algo especial, ¿vale? ¿A qué hora
tienes que estar en casa?
Con gran alivio por mi parte, la insinuación de que le enviaría
algo pareció complacerle, pero ahora tendría que enfrentarme a la
tarea de escribir algo «especial».
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—A las once. Es una lástima. ¿Te doy mi dirección? ¿Escribes


mucho?
—No tanto como me gustaría.
Le ofrecí una página en blanco de mi cuaderno y recé por que
no me pidiera la mía. Mientras escribía su nombre y dirección en
una meticulosa caligrafía de colegial, dijo como si estuviese hab-
lando para sus adentros:
—«Algo especial». —Al punto, poniendo en orden sus
pensamientos, sonrió y siguió hablando—: Nos conocimos en un
expreso especial, ¿recuerdas?
—¿Te refieres al tren?
—Sí, el tren expreso. Un tren especial, nuestro tren. —Se echó
a reír—. ¿Te gustan los trenes? A mí me apasionan. Bueno, las
máquinas de vapor en realidad. Si mis padres hubiesen querido,
habríamos tomado el siguiente tren, el Red Rose. Tiene catorce
vagones. El nuestro, el Merseyside Express, sólo tenía trece, pero
ahora nunca lo olvidaré. Me encantan los trenes de vapor como el
Merseyside y el Shamrock, pero salen demasiado temprano para
nosotros, a las 8:05 de la mañana, y llegan a las 12:15 a Londres.
Estuvimos a punto de tomar el Great Western que va a Padding-
ton. Estuvimos en un tris de no conocernos nunca, lo sabes, ¿ver-
dad? Mi padre quería que tomásemos el nuevo prototipo eléctrico
inglés, ¿sabes cuál es? El Deltic. Bueno es un diesel eléctrico y mi
padre dice que es el tren del futuro. Al final conseguí disuadirlo.
¿Te lo imaginas, ir subido en un diesel maloliente?
Estaba arrobado por su entusiasmo por los trenes. Se animaba
cada vez más a medida que iba hablando. Empecé a hacerle pre-
guntas y él me respondió con la misma erudición con la que Angel
hablaba de sexo. Me habló de las formas y los sonidos únicos de
las locomotoras, de la maravilla y la esencia del viaje en tren y de
la naturaleza individual y el ritmo de cada una de las locomotoras.
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—Hay gente capaz de distinguir una locomotora de otra sólo


por el ritmo y los movimientos —comentó con un entusiasmo no
exento de envidia.
Verity se acercó para sumarse a la conversación pero volvió a
alejarse inmediatamente.
—¡Otra vez los dichosos trenes! —exclamó al marcharse.
Alexander hizo caso omiso de ella salvo para realizar un
comentario desdeñoso.
—¡Chicas!
Podría haberme pasado todo el día escuchándole, pero el solo
hecho de pensar en el tiempo hizo que su disertación se detuviera
en seco. Alexander miró su reloj y yo empecé a maldecir para mis
adentros.
—Vaya, mira qué hora es ya. Será mejor que nos marchemos o
habrá problemas. ¿Me enviarás algo especial?
—Puedes estar seguro.
Los dejé en el otro extremo del Heath y los vi alejarse hacia su
dulce hogar. De mala gana, de mal humor, me encaminé hacia la
estación del metro y hacia el Soho.
El mundo de Alexander, tan diametralmente opuesto al mío,
era el mundo sobre el que había leído con avidez en los tebeos de
mi infancia. Un hermoso mundo de niños bien alimentados y
colegios privados, de amigos íntimos y familia seguras, de largas y
gloriosas vacaciones veraniegas y camisas blancas y almidonadas.
¿Me sentía atraído por Alexander o por su mundo? Creo que am-
bas cosas. En realidad, no lo envidiaba por lo que él y su familia
tenían, pero sí estaba furioso por las visibles diferencias que sep-
araban nuestros dos mundos. ¿Tan malo era eso? ¿Por qué había
semejante separación? ¿Por qué algunos de nosotros tenemos
padres alcohólicos y otros no? ¿Por qué algunos chicos acaban en
reformatorios y otros en internados privados? ¿Por qué diablos no
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estaba yo en alguna librería comprando libros sobre las cosas que


importaban a la mayoría de los chicos, como las máquinas de va-
por y los deportes? ¿Por qué tenía la sensación de que Alexander y
yo no nos conveníamos el uno al otro?
¿Acaso era yo como la jarra de la que había hablado el Bufón,
llena con la maldad de otros? Mi amigo tenía razón al decir que yo
nunca me había sentado a pensar: «¡Me voy a hacer chapero!». Y
por eso mismo es por lo que no seguir siendo lo que era no con-
sistía sencillamente en decirme a mí mismo: «Creo que voy a de-
jar de ser chapero». ¿O es que sólo estoy inventándome excusas
para ser fundamentalmente inmoral? Es decir, ¿mi voluntad mor-
al se ha sumergido en la jarra del Mal y ha alimentado mi propio
compost? ¿Puede una persona SER mala? ¿O acaso es el Mal algo
externo que influye y corrompe el alma viva desde el exterior?
¿Tan frágil es el alma? Yo quería ser un niño feliz en una familia
feliz, quería ir a una escuela feliz y hacer cosas felices. Quería ten-
er tiempo para que me interesasen las máquinas de vapor. Quería
ser un buen chico, de modo que… ¿por qué no lo era? ¿Por qué
era tantas personas distintas a la vez? Era esto, o lo otro. ¿Soy yo
mismo, o sólo un amante a quien pagan por horas? ¿Soy lo que al-
gunos dicen que soy, o soy los intersticios que hay entre los mun-
dos que utilizan para describirme? ¿Es así como es la gente? ¿Una
mezcla de esperanzas y sueños, del Bien y el Mal, de aflicciones y
búsquedas? ¿Por qué la tristeza domina siempre el pensamiento
verdadero? Hay tantas preguntas, tantos porqués danzando inces-
antemente en mi corazón y en mi cabeza…
Al pasar de nuevo por la librería de segunda mano, me detuve
para buscar el libro que había arrojado a la pila apenas unas horas
antes. Cuando lo encontré, garabateé mi propia versión del poema
justo encima de la versión impresa y volví a dejarlo en su sitio con
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cuidado. Una auténtica gamberrada, ¿verdad? No era la clase de


cosas que hacía un buen chico.
Dos semanas después de haberme puesto a trabajar en el
poema, encerrado en la biblioteca local y luego de haberme acost-
ado con unos pocos clientes, desvelé mi nombre auténtico y la dir-
ección del piso y le envié a Alexander el siguiente poema:

Algo especial

Algo especial,
nuestro navío, nuestro ser,
moviéndose, sensual,
derroche de erotismo;

y allí refleja,
la luz helenística,
abismos impenitentes,
aureola cegadora,
chiquillo harapiento y señor,
cetro y pichón,
espada protectora,
epopeya de amor.

Casandra espera
a su mellizo sin mácula, pero
Apolo propicia
la construcción de su prisión.

En el dorso escribí mi anterior composición, la que llevaba por


título «Alexander» y que me había valido el sobrenombre de
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Poeta. ¿Lo entendería él? Pero sólo podía esperar y dejar que mi
mente retozara con una fantasía interminable:
… su fascinación por los trenes, ¿quién la ama?, ¿quién la
teme? Sus palabras de humo, enloquezco, me abrumo… Vanas
esperanzas espoleadas por sus bridas, por las mías, cuerdas de
clase y de familia. Padre y madre, ebrio o sobrio, el chico des-
nudo querría ser otro… ¿Por qué me torturo así?
La fiesta del Aviador

La jodida fiesta del Aviador iba a ser el mejor baile de travestidos


que hubiese visto Londres, y todos los inquilinos del apartamento
habían sido reclutados para que así fuera. Habíamos invitado a
todo el mundo: chaperos y putas, travestidos y transexuales, drag
queens y lesbianas, jóvenes y viejos. Se suponía que todos debían
disfrazarse para la fiesta, las chicas de chicos y los chicos de
chicas. Por encima de cualquier otra cosa, tenía que ser algo abso-
lutamente escandaloso. Yo estaba aterrorizado.
Por suerte para mí, el Motorista compartía mi terror.
—¡No pienso ponerme ningún jodido vestido, joder, ni aunque
me lo pidiese el puto Dios en persona! —había asegurado.
Me hice eco de sus protestas y me uní a su diatriba masculina.
Los otros, sin embargo, tras alcanzar la unanimidad en su deseo
de disfrazarse, hicieron todo lo posible por convencernos a mí y al
Motorista hasta la mismísima noche de la fiesta. Las últimas pa-
labras del Motorista al respecto, poco antes de que diese comi-
enzo el provocador acontecimiento y puede que un tanto previs-
iblemente fueron:
—¡He dicho que no pienso disfrazarme! ¡Joder!
Un par de horas y de cervezas más tarde, el Motorista y yo es-
tábamos bastante guapos con nuestras improvisadas faldas de
paja y nuestros torsos desnudos. Incluso bailamos juntos. Se
armó una buena jarana. Se trataba simplemente de participar en
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el jolgorio mientras durara, de entrar en el torbellino de risas o de


hacer caso omiso de ellas. Todos los asistentes —y vinieron
muchísimos— trajeron bebidas. Algunos trajeron canutos, pero yo
decliné sus invitaciones, más por miedo que por conciencia.
A pesar de que sabíamos que lo único que pretendía el Ban-
quero era «ligar» con nosotros, el Motorista y yo le dejamos con-
vencernos para que nos pusiera un poco de maquillaje del Aviador
en la cara, el torso y las piernas, para darnos «un aire más nat-
ivo». ¡Qué cojones! Al fin y al cabo era una fiesta, ¿no? O, para
usar las palabras del Motorista: «¡Joder! ¡Hazlo, tío!». Y vaya si lo
hizo. Encerrados en el cuarto de baño, casi no podía contener su
risa al vernos de pie ante él, despojados de nuestras faldas de paja
y en calzoncillos. Primero untó al Motorista, por razones que se
hicieron evidentes una vez que lo envió de nuevo a la fiesta. A
solas con él en el cuarto de baño, el Banquero se arrodilló delante
de mí restregando aquel potingue sobre mi piel.
—Sería más fácil si te quitases los calzoncillos, ¿sabes? —me
sugirió con la mirada fija en ellos.
—Por favor, Banquero… ya sé por dónde vas —repuse rién-
dome en tono festivo.
—Lo digo porque puede que te manche los bordes… por aquí…
y por aquí… —dijo mientras rozaba mi piel justo por debajo de las
costuras—. Escucha, es que… eres un chico muy guapo… Tienes
una piel deliciosamente suave… Te pagaré… Ten… —añadió e hizo
el patético amago de sacar el dinero—. Me da lástima mancharte
esos calzoncillos blancos, ¿sabes? Deja que te ayude a
quitártelos…
Recordé lo que me había dicho Angel acerca de que el Ban-
quero era cliente suyo a veces, de modo que acepté el dinero y de-
jé que me los bajara hasta los tobillos. Me tomó en su boca y tuve
grandes dificultades para conseguir una erección mientras miraba
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a aquel chico travestido chupándome la polla flácida. Sin em-


bargo, la flacidez parecía complacerle, le daba algo en lo que con-
centrarse, supongo. Demostró ser todo un experto en la técnica y
muy pronto, para mi sorpresa, se me puso dura. Me corrí sin de-
masiados problemas pero sin ningún interés real tampoco.
Después me suplicó que no mencionase nada de lo que había pas-
ado a los demás y me dijo que me pagaría más la próxima vez y
que me presentaría a gente con «dinero de verdad» y con ganas
de gastárselo en un chico joven y guapo como yo.
Volví a la fiesta, me encontré con Angel y le conté que el Ban-
quero acababa de pagarme por hacerme una mamada.
—Eso esta muy bien, Poeta. ¿Y sin salir de casa, eh? ¿Qué te
parece? —Se echó a reír—. Seguro que luego se arrepintió
muchísimo. Siempre se arrepiente. Les pasa a todos los de su
calaña. ¿Dónde has guardado el dinero?
—¿Tú qué crees? —dije mientras me metía la mano por debajo
de la falda y daba un chasquido con la goma elástica de mis
calzoncillos.
—¡Ahí estarán muy calentitos! ¿Le concedes este baile a una
dama? —me preguntó al tiempo que me tomaba de las manos y se
ponía a bailar.
—¡Pareces un fantoche! —exclamé a voz en grito para que me
oyera a pesar de la música—. ¿De dónde has sacado ese vestido?
¿De un mercadillo?
—¡Mira quién habla! Aún no te has mirado a un espejo, ¿ver-
dad que no? Además, si es así como piensas hablarle a una dama,
no le vas a dar otra opción que darte un bofetón en esa bocaza que
tienes. Y ahora… ¡mueve el culo y empieza a bailar!
Bailé alegremente durante toda la noche y me quedé dormido
mientras la fiesta seguía a mi alrededor.
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Me desperté a mediodía del día siguiente y encontré al Mo-


torista, su novia, Angel y una oronda lesbiana amiga del Bufón
durmiendo en mi cama. La habitación estaba abarrotada de cuer-
pos que no paraban de roncar y que olían a ese aroma
característico post-fiesta: cerveza y vino rancios envueltos en olor
a cenicero. Todas las personas que ocupaban mi cama y las mis-
mas sábanas estaban embadurnadas de maquillaje, más aún del
que cubría mi cuerpo. Me encontraba estupendamente y me per-
mití el lujo de volver a ese plácido estado de duermevela.
Alguien estaba llamando a la puerta del piso y dando voces.
—¡Abrid esta maldita puerta de una vez! —La puerta se abrió y
un coro de voces se desparramaron por el apartamento.
—¡Preguntan por alguien llamado Richie! ¿Hay alguien aquí
que se llame Richie? Es Alexander no sé cuántos que pregunta por
un tal Richie.
Sorteé los cuerpos desperdigados por el suelo, me dirigí a toda
prisa hacia el recibidor, que también se había convertido en
dormitorio, y pasé por encima de las figuras durmientes de al
menos diez Miss Mundo hasta toparme cara a cara con un
hombre alto y bien vestido. Su cara me resultaba familiar, pero…
—¿Tú eres Richie McMullen?
—¿Quién quiere saberlo? ¿Quién es usted? —repuse, confuso y
aún medio dormido.
Extrajo una hoja de papel del bolsillo y la agitó en el aire para
enseñármela.
—¿Has escrito tú… esta… esta… porquería?
—¿De qué diablos me está hablando? ¿Qué porquería?
Me puso la hoja delante de la cara, la agarré y tardé una frac-
ción de segundo en descubrir que se trataba del poema que le
había enviado a Alexander.
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—¿De dónde ha sacado esto? ¿Quién es usted? —pregunté, a


pesar de que ya conocía la respuesta.
—No sé cómo lo has conocido, pero tú… ya veo qué clase de…
persona eres… —dijo mofándose y contemplando las figuras ahora
completamente despiertas—. Eres menor de edad para… todo es-
to… Tú le enviaste esta mierda a mi hijo. Me parece que la policía
tendrá mucho que decir acerca de lo que está pasando en este
piso. ¿Cuántos años tienes? ¡Tú y los de tu calaña deberíais estar
entre rejas!
Inmediatamente después de aquellas palabras, se armó la de
Dios es Cristo: la gente empezó a correr de acá para allá, reco-
giendo sus pertenencias, quitándose la ropa e imprecándome para
que me deshiciese de él.
—Usted… usted no lo entiende —imploré.
—Tienes toda la razón, no lo entiendo. Pero ¡mírate! ¿Has…?
¿Has tocado a mi hijo?
—¡Por supuesto que no! Mi poema, mi… mellizo sin mácula…
Si lo ha leído usted… habrá visto que…
—¿Poema dices? ¡Pornografía!
—Por favor… Lo siento, no estaba dirigido a usted…
—¡Pues claro que no! Es muy frecuente… en las familias de-
centes… que un hijo lleve el mismo nombre que su padre. Si
vuelvo a verte alguna vez McMullen, o si intentas ponerte en con-
tacto con mi hijo, te daré una paliza que no olvidarás en la vida.
—¡Pues tendrá que vérselas conmigo primero, amigo! —in-
tervino el Motorista, frío como el hielo.
—Motorista por favor, no te metas en esto —dije al tiempo que
me volvía para suplicarle a mi amigo que se calmase. Vi a Angel y
al Bufón flanqueándole.
—Uno para todos, y todos para uno, Poeta. Más vale que te lar-
gues cagando leches de aquí, amigo… —lo amenazó con una
89/259

malévola sonrisa al tiempo que sacaba un cuchillo—. Vete antes


de que te raje y me mee en tus jodidas tripas.
La escena era ridicula: ahí estaba el Motorista ataviado con
una falda de paja y flanqueado por dos chicos disfrazados de
mujer, defendiéndome. Me entraron ganas de echarme a reír a
carcajadas… ¿o lo que quería era llorar?
—¡Todavía no se ha dicho la última palabra! ¡Maricones per-
vertidos de mierda! —Salió a toda prisa y el Motorista cerró la pu-
erta de una patada tras él.
—¡No le hagas caso, Poeta! ¡Es la última vez que ves a ese hijo
de puta! —exclamó el Motorista tratando de consolarme mientras
Angel secaba mis lágrimas, que no trataba de ocultar.
—Venga, Poeta… —dijo Angel—, los chicos de alquiler no
lloran.
—¿Quién coño era ése? —preguntó el Bufón, arrancándome la
hoja de papel de la mano—. Vaya, mierda. Lo siento, Poeta.
—De hecho, yo también lo siento… De hecho… —intervino el
Actor—. ¿Cómo ha conseguido esta dirección? ¡Y sabía tu verda-
dero nombre, por el amor de Dios! Lo siento mucho, Poeta, pero
esto es intolerable. De hecho, lo último que necesitamos es una
visita de la bofia, ¿me comprendes? Lo que trato de decir es que
no es justo para los demás, ¿verdad que no? Y, de hecho, eso sig-
nifica que vamos a tener que… deshacernos… de ciertas cosas,
cuanto antes. Me consta que algunos van a tener que deshacerse
de… unas cuantas cosas. ¿Aviador? Hay personas… a ciertas per-
sonas… no les va a hacer mucha gracia todo esto, de hecho. ¿Me
comprendéis?
Mi mundo se estaba derrumbando a mi alrededor. Sentí
deseos de gritarle al Actor que se callara, pero sabía que tenía
razón. No tenía ningún derecho a poner en peligro a otras perso-
nas. Lo que había hecho había sido irreflexivo y desconsiderado.
90/259

Le dije al Actor que tenía razón y que lo sentía muchísimo, y que


me marcharía del piso en cuanto me lavase y me vistiese. Todo el
mundo le suplicó que me dejara quedarme, pero sólo era una
muestra simbólica de afecto, porque todos sabían que tenía razón.
Cuando estaba a punto de marcharme, el Banquero deslizó
algo de dinero en mi mano junto con una nota y me dijo que me
cuidase. Le di las gracias y quedé con Angel y el Bufón en vernos
más tarde, en el Dilly.
Al cabo de una hora estaba en la Chacinería, de pie en una es-
quina de la calle Glasshouse, solo, helándome de frío y desesper-
ado porque había perdido a Alexander. Quería morirme. ¿Y ahora
qué? ¿Qué haría a partir de entonces? Ahora tenía que valerme
por mí mismo y sobrevivir en Londres. Eso era lo que debía hacer.
John Tenis

¿Por qué el dolor del aislamiento le impide a un chico sentir el


frío? Puede que sea sencillamente porque el frío de su interior es
más frío que el del exterior. Mientras el resto del mundo se es-
tremece para entrar en calor, el chico del Dilly piensa y sueña
para entrar en calor. Piensa en los amores perdidos, sueña con la
hoguera del amor imaginado. Siente cómo su calor envuelve sus
sueños con absoluta protección. Sueña con lo que podría ser, pero
por estar pensando en su sueño, sabe que todo es ficticio y, como
el resto del mundo, acaba estremeciéndose él también con la ver-
dad. ¡Maldita verdad! La verdad es que prefiero mil veces estar
aquí solo, pasando frío, en una ciudad extraña, haciendo la calle,
que volver a Liverpool con mi padre.
Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo;
bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu
vientre, Jesús. ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda y mil veces mierda! Es-
tas oraciones fustigan mi yo interior con tanta regularidad que me
dan ganas de gritar a pleno pulmón para que cesen de una vez.
Pero nunca lo hacen. Siempre saben cuándo atacar, esperan hasta
que he bajado la guardia, cuando estoy un poco deprimido y
entonces me asaltan, irrumpen a través de mis defensas y cantan
su himno de victoria en mi consciencia. A los quince años, los
mensajes católicos están grabados con hierro candente en el in-
terior de mis huesos, viven allí, a sabiendas de que se hallan a
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salvo de cualquier amenaza y mientras permanecen allí, yo no


puedo ser libre. Dominan mi identidad espiritual y soy su pri-
sionero, encerrado lejos de mi propio ser, incapaz de decidir
quién soy. Las poderosas palabras de mi madre se repiten como
un eco en mi cabeza: «¡Un católico lo es para siempre!», pero se
equivoca, tiene que estar equivocada. Si tiene razón, entonces es-
toy atrapado para siempre, atrapado en una especie de muerte en
vida, impuesta. Es como si una fuerza empujara a mi verdadero
yo a un lado, descastado, y este otro yo viniese a ocupar su lugar.
Se supone que esa fuerza es buena porque se supone que es Dios o
algo así, pero yo no lo siento así, de modo que no puede ser
buena, ¿no? Es decir, si es buena… ¿por qué me siento tan mal?
Supongo que es porque mi verdadero yo no tiene sitio para crecer
en mi interior, supongo que sabéis qué quiero decir. Lo que
quiero decir es que si es otra persona quien decide quiénes somos,
entonces nosotros morimos, así de sencillo. Estoy tan confundido
porque no sé qué parte de mí soy yo, ¿me comprendéis? Sé que el
Bufón lo entendería, pero no sé si volveré a verlo alguna vez. Los
adultos no sirven de ayuda, parece que dejan de hacer preguntas
en cuanto se hacen adultos. Se rinden, simplemente.
Las preguntas me atormentan. ¿Cómo es posible que algo
malo salga de algo bueno? Los poemas que le envié a Alexander
eran buenos, no me refiero a la poesía en sí, sino a la intención. Y
a pesar de ello, mirad lo que sucedió, mirad qué resultado. No sé,
mi mente se derrumba sólo de pensarlo.
Rebuscando entre mis bolsillos para encontrar un cigarrillo,
mis manos se topan con la nota que me dio el Banquero. En ella
hay escritos un nombre y un número de teléfono. Agradezco tener
algo en qué ocupar mi mente y, olvidándome de que he quedado
con el Bufón y Angel, decido en ese preciso instante telefonear.
Cualquier sitio es un mejor sitio en donde estar. Se llama John y
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me dice que tome un taxi para llegar a la dirección que me da por


teléfono; él pagará el taxi cuando llegue. ¡Perfecto!
Tiene unos cuarenta y cinco años, poco pelo, es agradable,
culto y educado y está un poco nervioso, lleva gafas y fuma sin
parar. Le tiembla la mano y sus tics corporales me recuerdan los
movimientos de un niño a quien acaban de pillar haciendo algo
malo. Tiene un piso enorme, amueblado con gusto y con calefac-
ción central. Después de enseñarme el piso me conduce a la gi-
gantesca cocina. Prepara el almuerzo y no hace ninguna alusión al
sexo, sino que me cuenta que su pasión en la vida es el tenis, que
estudió en la escuela privada y que trabaja en el Departamento de
Juventud. Su buena disposición para hablar tan libremente me
hace sentirme cómodo y lo escucho mientras este hombre extraño
y sensible se destapa, haciéndose cada vez más vulnerable. Sé que
es un cliente, sabe que yo sé que le gustan los chicos jóvenes, y sin
embargo, sigue sin mencionar ni una sola palabra sobre sexo. Me
imagino que es de los habladores, ya he estado con tipos así antes.
Sólo hablan y pagan bien. Me cuenta absolutamente todo sobre su
vida, me habla de su familia, de su pasión por el tenis, de su tra-
bajo y hasta de su atracción por los chicos, pero no me hace una
sola pregunta acerca de mí. Sigue hablando sin cesar, preparando
la comida y bebiendo vino, como si nos conociéramos de toda la
vida. Yo escucho y observo. Él mantiene las distancias sin invadir
mi espacio.
El almuerzo se compone de cinco primeros platos, cada uno
acompañado de un vino distinto. Él habla, yo escucho. Ambos es-
tamos satisfechos con este acuerdo. A medida que el vino hace su
efecto, empiezo a hacerle preguntas sobre el tenis, que responde
muy complacido. Es un anfitrión perfecto, pues presta toda su
atención a cada una de mis necesidades. Disfruto de su conversa-
ción, de su voz, de la música clásica que suena de fondo. Todas las
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señales no verbales indican seguridad, relajación, protección, in-


finitud del tiempo, confort, bienestar y placer. No permito que mi
mente empiece a vagabundear entre las recónditas horas del pas-
ado, sino que, con la ayuda del vino, celebro el presente y dejo que
mi mente se adentre en el futuro. Me imagino una vida como ésta,
una acogedora casa propia. ¿Acaso es mucho pedir?
Enseguida descubro que lo que a John le gusta es estar cerca
de un chico, observarle, estar a su alrededor. Seré yo quien tenga
que tomar la iniciativa con respecto al sexo, si es que va a haber
sexo, de modo que cuando me dice que puedo quedarme todo el
tiempo que quiera y que tendré mi propia habitación, acepto. Me
gusta, no es un pesado y eso me hace querer complacerle. A úl-
tima hora de la tarde, después de una ducha, me envuelvo en una
toalla y empiezo a pasearme por el apartamento, secándome el
pelo. Veo que se siente complacido. Son sus ojos los que me tocan,
y no sus manos. Me gusta exhibir mi cuerpo de chico ante su
mirada de admiración, complacida, y dejo caer la toalla desde mi
cintura hasta los pies. Me quedo de pie ante él, desnudo, le
ofrezco la toalla y le pregunto si quiere secarme el pelo y la es-
palda. Acepta gustoso y empieza a secarme con suavidad, como el
hombre tierno que es. Intuye mis necesidades y me dice que soy
guapo. Cuando lo hace, nuestras necesidades se funden la una en
la otra, como la mantequilla en una tostada de pan caliente. No
hay sexo, tan sólo dos personas vulnerables imbuyéndose mutua-
mente de la fuerza de la otra. Le doy las gracias y me voy a la
cama. Al cabo de cinco minutos me trae un vaso de leche caliente
y sale de la habitación diciéndome que «duerma calentito». Así lo
hago.
Por la mañana, me despierto y encuentro una nota, las llaves
del piso y algo de «calderilla». ¿Habría obtenido el mismo placer
mirándome mientras dormía que el que yo había obtenido
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mirando a Angel? Esperaba que sí. En la nota me explicaba que se


había ido a su oficina y que regresaría hacia las siete de la tarde.
Llamo a Alexander y descubro que se ha mudado de casa.
Un poco más tarde, en la calle Oxford, la «calderilla» me da
para comprar un par de vaqueros, una camisa, un par de pan-
taloncitos blancos para jugar a tenis, una camiseta de tenis
blanca, calcetines blancos y unas zapatillas de deporte que, me
imagino, me pondré para estar en el piso de John. Con
«calderilla» más que suficiente, me dirijo al bar Two Ts con la in-
tención de pasarme más tarde por el Dilly para compartir mi
buena fortuna con el Bufón y Angel. Después de dos hamburgue-
sas y dos cafés exprés, saco mi cuaderno y me pongo a escribir.

John Tenis

Un todo provisional con alma de Peter Pan,


enriquecido por el chico, por el gitanillo,
alimentado por el naturalismo y
entrenado sin escuela en el absurdo,
me invita a compartir mi pelo rubio y húmedo,
luego, brillante, el premio, sus delicados ojos,
cuando al unirse a mis necesidades acepta sin palabras
nuestra necesidad
el uno del otro, no como el amante, sino que
crea una calma idílica con los brazos abiertos, con
gentileza,
un espacio sin objetivo, en el que fluyo, en el que fluyo…

Al pasar las páginas de mi cuaderno, leo los poemas inspirados


en Alexander y no consigo encontrar la pornografía que su padre
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vio en ellos. ¿Pudiera ser que fuese ciego ante mi propia negat-
ividad? ¿O acaso el padre de Alexander, sencillamente, tiene
miedo de su propia imaginación?
Al hojear el cuaderno, veo el nombre de Joseph y su dirección
en el Ejército y decido escribirle unas líneas. Mientras, recuerdo
aquellos leves codazos, el pastel de carne que compartió conmigo,
sus cigarrillos, su dinero, su cálida preocupación por mi seguridad
en Londres y los chistes verdes. Utilizando la dirección del piso de
John, le digo a Joseph que he encontrado un sitio donde vivir y
que Londres no es nada del otro mundo, no supone ningún prob-
lema para mí. De camino al Dilly, entro en una oficina de correos
para enviar la carta, sin atreverme a esperar respuesta.
Una vez en la Chacinería, empiezo a pensar en Actor y en su
necesidad de «deshacerse» de ciertas cosas que hay en el aparta-
mento, sólo por si a la policía se le ocurre, «de hecho», hacerles
una visita. Debería haber fisgado en el interior de aquellas
maletas cuando tuve ocasión. Sin embargo, lo más probable es
que contuvieran revistas porno y cosas así, ¿no? El miedo se
apodera de mí al instante. Si es cierto que contienen revistas
porno, es posible que los hermanos Dalton me anden buscando en
ese mismo momento. No hay tiempo para ir vagando por ahí, de
modo que me dirijo al metro y regreso al piso de John.
Como hago siempre que me hallo bajo cualquier tipo de
presión o cuando me siento sucio por dentro, me quito la ropa y
me doy una ducha. El agua que lame mis heridas y me besa la piel
me recuerda los plácidos días de mi niñez, cuando mi madre me
bañaba. A medida que el agua empieza a arropar mi cuerpo con su
calor, empiezo a tararear y luego a cantar mi propia versión de
una tonada popular:
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Ahora los chicos son complacientes y los hombres son


ardientes,
y el sexo es un placer cuando lo pruebas por primera vez.
Pero conforme se hace más viejo, el sexo se vuelve gélido,
y se desvanece como el rocío de la mañana.

Ojalá, ojalá, vano deseo,


ojalá fuese puro de nuevo.
Pero puro otra vez ya no puedo ser,
hasta que los naranjos, manzanas den.

Vender mi cuerpo es fácil, vender mi cuerpo me libera,


y el dinero es poder, cuanto más gano,
pero conforme me hago más rico, mi salud es más
precaria,
y me arriesgo a irme a la tumba al más mínimo descuido.

Ojalá, ojalá, vano deseo,


ojalá fuese puro de nuevo.
Pero puro otra vez ya no puedo ser,
hasta que los naranjos, manzanas den.

Cuando John llamó para decir que volvería tarde, ya me había


calzado las zapatillas de deporte. Me dijo dónde encontraría algún
dinero suelto para que saliera y me divirtiera un poco. No puedo
explicarlo exactamente, pero sentí una ligera decepción por no
poder enseñarle a John mi atuendo. Sin embargo, podría verme al
día siguiente. Dejé las zapatillas de deporte encima de la cama,
me enfundé los vaqueros y la camisa nuevos, me rocié con el me-
jor after shave de John, comprobé que había cerrado bien la
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puerta del apartamento y me encaminé al West End para ver una


película. No quise llevarme más dinero de la casa, me había so-
brado suficiente «calderilla» para pasar el resto de la tarde.
Además, en el fondo me sentía un hombre rico.
Pese a todo, en cuanto mis pies pisaron las aceras del West
End, el miedo volvió a apoderarse de mí. La historia que me había
contado Angel acerca del chico al que los hermanos Dalton habían
mutilado hizo que un nuevo escalofrío me recorriera la espalda.
¿Habría ido a la policía el padre de Alexander? Seguramente. En
ese caso, ¿qué les habría ocurrido al Bufón y a Angel? Si los
habían detenido, sin duda volverían a encerrarlos en el reform-
atorio o, lo que era aún peor, los separarían y los meterían en cor-
reccionales distintos. Y todo sería por mi culpa. Tenía que
averiguarlo. Al diablo con la película, tenía que comprobarlo por
mí mismo.
Me puse a buscarlos por todo el West End y les pregunté a
otros chicos de la calle si conocían al Bufón o a Angel. ¡Nada! Es-
tuve esperando por la Chacinería un par de horas o así, pero
seguía sin haber ni rastro de ellos. Sólo podía hacer una cosa: ir al
apartamento de Earl’s Court. El Actor me abrió la puerta.
—Vaya, jamás habría imaginado que tuvieras la desfachatez de
presentarte aquí otra vez…
—Escucha, Actor, lo siento, de verdad. No quería venir, pero
necesito saber…
—¿Lo que ha pasado?
—Sí.
—Pues nada, de hecho —dijo, cruzándose de brazos.
—¿Qué quieres decir? ¿Dónde están el Bufón y Angel?
—¡Se han ido!
—Actor, por favor…
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—De hecho, recogieron sus cosas y se fueron, con el Motorista.


Se han ido a una casa de okupas de Islington. No me preguntes
dónde; de hecho, no lo sé. Pero te diré una cosa, vosotros los
chaperos dais muchos más problemas de los necesarios y
teniendo en cuenta que te abrí las puertas de mi casa de par en
par…
—¿Has dicho Islington?
—Ya te lo he dicho, no sé dónde. También se llevaron mi tet-
era, mis sartenes y mis mantas, esos malditos ladrones… ¡Sí, Is-
lington! Y cuando los veas, diles de mi parte que no se molesten
en volver.
—¿Y la policía? ¿Al final, vino, de hecho? —pregunté, em-
pleando su expresión favorita en un intento de suavizar las cosas.
—Pues no, aunque no gracias a ti, de hecho —repuso, utiliz-
ando el último «de hecho» para cortarme.
—¿Te… deshiciste de aquello? —pregunté con preocupación
sincera.
—De hecho, eso es asunto mío y no tuyo.
—Ya te dije que lo sentía y así es, de verdad.
—Bueno, pues entonces dejemos las cosas como están.
—No quiero meterme en líos, Actor. Voy a ser sincero contigo,
tengo miedo de que alguien quiera vengarse de mí por todo esto…
—Poeta, te estás ahogando en un vaso de agua. De hecho, no
tienes por qué tener miedo. Ya te he dicho que vamos a dejar las
cosas como están.
—¿Me estás diciendo que no me busca nadie?
—No, que yo sepa, aparte de tu papá y tu mamá. Como ya te he
dicho, Poeta, no ha pasado nada, no ha venido la poli, ni nadie
preguntando por ti para rajarte, nada de nada. Ese hombre era un
bocazas y sabe que si me trae a la policía, él también va a tener
que dar unas cuantas explicaciones, ¿no te parece? Y un caballero
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como él no quiere tener nada que ver con la policía, de modo que
considéralo una simple experiencia más y piensa un poco antes de
hacer las cosas la próxima vez, ¿vale? Ah, y por cierto, dile a Angel
que me debe una semana de alquiler y al Motorista que la tetera
iba a ir a la basura de todas formas. Y Poeta… cuídate, ¿lo harás?
—Gracias, Actor. Eres un buen amigo. No lo olvidaré, gracias.
Sonrió y me guiñó un ojo al cerrar la puerta. A pesar de toda
su ira anterior, plenamente justificada, por el lío que había ar-
mado, el Actor me acababa de salvar el pescuezo. Yo sabía —y él
sabía que lo sabía— que, de haber querido, habría podido conver-
tir mi vida en Londres en un infierno. Era un buen tipo.
Esperando a los amigos

En el fondo mismo de mi alma, he comprendido al fin lo que


había querido decir el Bufón cuando había dicho que Angel era
como un hermano. No es sólo que los eche de menos a ambos, es
que su ausencia mengua mi propia existencia. Sin ellos me siento
incompleto, fragmentado.
Así, me pongo a esperar en la Chacinería a que aparezcan,
para poder sentirme completo de nuevo. Mi imaginación me dice
que ellos también se sienten mutilados sin mí, aunque trato de no
albergar esa idea mucho tiempo en mi mente. Veréis, tengo miedo
de que no me necesiten tanto como yo los necesito a ellos. Ahora
el Motorista también forma parte de mí. Oigo su voz en mi cabeza,
el uso constante de esa palabra de cinco letras le confiere calidez.
Mis labios se mueven para pronunciarla, pero no es lo mismo: le
falta su pasión. Sin embargo, es al Bufón y a Angel a quienes
quiero ver, más que a ninguna otra persona. Necesito la sabiduría
del Bufón y el cariño simple de Angel. Espero, uno, dos, tres días.
Me convierto en parte de la Chacinería, y rechazo a un cliente tras
otro. Vivo prácticamente en la Chacinería y John Tenis apenas me
ve el pelo. Está preocupado. Le digo que estoy esperando a unos
amigos. Los días y las noches se funden en una sola mancha bor-
rosa y ya no distingo lo uno de lo otro, así de brillantes son las
luces que rodean la Chacinería. Paso de la ansiedad a la depresión
cuando me los imagino de camino al reformatorio o detenidos por
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la policía. Los oigo hablar entre ellos, diciéndose lo estúpido que


era el Poeta. Me veo relegado al tiempo pretérito en sus conversa-
ciones. Es tarde, muy tarde.
Me siento en el distribuidor automático de periódicos, ahora
cerrado, me recojo las rodillas a la altura del pecho y empiezo a
dar cabezadas de sueño. Tengo miedo de no volver a verlos nunca
más. Los clientes merodean a mi alrededor, atraídos por mi cre-
ciente vulnerabilidad. Finjo no saber qué pretenden. Los ignoro.
Al final, me quedo dormido, exhausto por la espera. ¿Cuánto
tiempo ha pasado? ¿Una semana? ¿Dos? No me importa. Deseo
que la policía me coja, no merezco otra cosa. Después de todo, el
Bufón y Angel deben de estar en algún maldito correccional. No
me importa lo que me ocurra a partir de ahora. Me rindo. Ni
siquiera tengo miedo mientras siento cómo todas mis defensas in-
ternas empiezan a derrumbarse. Ansio ver a mis amigos. Dejo de
volver a casa de John Tenis al final del día, ¿o es de noche? Me
quedo por la Chacinería con el temor de que el momento en que
me marche será el momento en que aparezcan. Dejo de comer y
me veo gorroneando cigarrillos y alguna que otra taza de café. Sin
defensas, con el estómago vacío y una terrible depresión por la
pérdida de mis amigos, oigo cómo mi propia voz acepta irse con
un cliente.
No presto ninguna atención a su cháchara ni a su coche. Me ll-
eva a una cafetería y mientras estoy en el baño vomitando una
nada verde, me pide algo de comida y un café. Voy picando de la
comida poco a poco, pero apuro el café de un solo trago. El tipo
pide más y yo me lo bebo. No le miro a la cara, sólo es un cliente,
fin de la historia. En su coche empiezo a encontrarme mal de
nuevo, sumiéndome en una extraña especie de sueño profundo,
un sueño donde soy consciente de todo cuanto sucede a mi
alrededor. Las formas se distorsionan, los sonidos emiten un eco
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extraño, los colores se vuelven brillantes, bailan fulgurantes a mi


alrededor. Oigo decir al tipo que hemos llegado y noto cómo me
ayuda a salir del coche. Entramos… ¿dónde? No es una casa, no es
un piso. Es como una enorme nave industrial vacía. En medio de
los colores brillantes y danzarines y la risa del tipo empiezo a sen-
tir un sueño profundo, muy profundo…
Lo primero que veo al despertar son las esposas que me apri-
etan las muñecas, luego mi desnudez y a continuación, las caden-
as que me rodean los tobillos y el cuello. Me estremezco de miedo
al instante, retorciéndome y gritando sin que un solo ruido logre
salir de mi garganta, porque estoy amordazado. El terror me in-
vade. Todos mis miedos inconfesados de chapero están ahí. Trato
desesperadamente de zafarme de las cadenas y tiro de ellas, pero
no lo consigo, agotado ya y sin fuerzas. Intento reconocer el espa-
cio que me rodea, aunque es imposible saber dónde estoy. Hablo
conmigo mismo, en mi cabeza, para tratar de tranquilizarme, pero
no logro centrar mis pensamientos porque el terror y el miedo me
dominan. Sé que voy a morir y no puedo hacer nada al respecto.
Luego me quedo paralizado, inmóvil, y observo la figura que se
acerca hacia mí. Se detiene fuera de mi línea visual y habla.
—Harás lo que yo te diga, de lo contrario, no tendré más
remedio que matarte. Harás todo lo que yo te diga, cuando yo lo
diga, y si me complaces, es posible que te deje vivir. Si no me obe-
deces, morirás. ¿Lo has entendido? ¡Te he preguntado si lo has
entendido!
Asiento enérgicamente con la cabeza. Creo todas las palabras
que me ha dicho. Debo sobrevivir. Haré cualquier cosa con tal de
sobrevivir, cualquier cosa. Estoy a merced de un completo chi-
flado y adivino lo que va a suceder, pero sobreviviré, lo haré.
Continúo asintiendo con la cabeza por miedo a que no me haya
visto la primera vez. Me obligo a pensar: «¡Sobreviviré!». Haz lo
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que él te diga, cualquier cosa es mejor que la muerte, tú sólo obe-


dece. Convéncete de que estás esperando a tus amigos y de que
esto es sólo una fantasía. Todo se acabará pronto. Maldita sea,
sólo es una pesadilla, te despertarás pronto y todo habrá
terminado.
Al cabo de un par de días, después de atroces experiencias y
vejaciones totales, me despierto y veo que las cadenas han desa-
parecido, que mi ropa está apilada a mi lado con un montón de
billetes de una libra encima de ella. Todavía aterrorizado y con-
vencido de que esto es sólo otra parte de su asqueroso juego, me
visto despacio y trato de avanzar con cautela entre las sombras,
buscando una salida. Una vez en el exterior, echo a correr más
rápido que en toda mi vida. A pesar de que el pecho me arde, sigo
corriendo. La gente me mira de un modo extraño y yo echo a cor-
rer más deprisa todavía. ¿Saben lo que acaba de suceder? Creo
que sí. Sigo corriendo sin parar, tratando de poner la máxima dis-
tancia entre ese lugar y yo. Al final, caigo al suelo desplomado, me
echo a llorar y la gente me rodea y me pregunta qué me pasa. Un
hombre me tiende la mano para ayudarme a levantarme y le
suelto toda clase de insultos y le digo que aparte sus asquerosas
manos de mí. Me pongo de pie y corro un poco más. Cuando al fin
recobro el sentido, me doy cuenta de que estoy en el East End de
Londres, cerca de los muelles. La vista y los ruidos me recuerdan
a Liverpool, de modo que me quedo allí largo rato, intentando no
pensar, esperando a mis amigos. Pero pienso. Pienso que no
puedo acudir a la policía, no me creerían. Además, ¿cómo iban a
creerme? ¿Quién iba a creer a un chapero que se ha escapado de
casa? Ni siquiera sería capaz de encontrar aquel lugar aunque lo
intentase, como tampoco podría describir al tipo ni su coche. ¿Me
drogó? De eso ni siquiera ahora estoy seguro, pero lo importante
es que sobreviví. Estoy vivo para contarlo. Pero… ¿a quién?
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¿Quién querría oírlo de todas formas? Y pese a todo, estoy vivo,


estoy vivo, estoy vivo. Al darme cuenta de que he salido con vida
de la experiencia, mi conciencia empieza a repetir el mensaje una
y otra vez. Si estás vivo… vive, vive, vive. Lárgate de aquí y vive.
Encuentra al Bufón y a Angel y vive. Ellos lo entenderán, sólo el-
los pueden entenderlo. Sólo ellos pueden ayudarme a luchar con-
tra la ira y el odio que me invaden, sólo ellos pueden impedir que
vuelva esas emociones en mi contra. Tengo que encontrarlos
antes de que esta sensación interior de suciedad y de culpa me en-
gulla para siempre. ¿Cómo era aquello que decía siempre el
Bufón? Vacía la jarra, no dejes que los demás la llenen por ti,
vacíala y llénala con cuanto desees que haya en su interior. Sin
embargo, ahora, cuanto hay en su interior es ira y odio y sed de
venganza, una violencia terrible, y quiero que permanezcan allí
por siempre.
John Tenis no me hace preguntas, y casi deseo que me las
haga para poder descargar el horror de lo que ha pasado. Pero
sólo se limita a cuidar de mí, mientras permanezco en cama más
de una semana. Cuando sale a trabajar o lo que sea, hablo solo,
para no sentirme sucio ni culparme. Me repito sin cesar que toda
la culpa es del hombre que me ha violado. El Bufón se sentiría or-
gulloso de mí si pudiera oírme. Oigo su voz en mi cabeza: «Puedes
echarle las culpas a quien corresponda, para empezar». Y así lo
hago. Maldigo aquel hombre a voz en grito. Lo escribo todo en
una hoja y quemo el papel. Yo no decidí ser un chapero, de modo
que me niego a aceptar la responsabilidad que eso conlleva.
¡Maldita sea! Aunque aceptase que soy lo que soy mediante un
acto de libre voluntad, eso no le da derecho a nadie a violarme,
¿no?
¡Tengo la puta razón! Juro que si vuelvo a ver a ese hombre, lo
mataré.
106/259

Empiezo a golpear los almohadones y la cama. No dejo de


aporrearlos hasta que, agotado, me quedo dormido llorando,
avergonzado por llorar con tanta facilidad. Al despertar, me digo
que no voy a permitir que ese hombre me dicte mis sentimientos,
con que mucho menos mis actos. Me doy cuenta de que el prob-
lema no es mío, sino suyo. No debo llegar a ser como él. No debo
odiar ni abusar de mi potencial violento. No debo confiar en la vi-
olencia, ni en su amenaza, para alcanzar mis fines, nunca jamás.
Debo dictarme a mí mismo con qué quiero llenar mi jarra, tal
como dijo el Bufón. Y lo último que quiero que haya en su interior
es violencia. Ya he tenido más violencia de la que puedo soportar.
No sé si seré capaz de deshacerme de toda la violencia, el odio y la
terrible sed de venganza, pero sí sé que voy a hacer todo lo jodida-
mente posible por sacarla toda. Por una vez, me permito rezar en
voz alta una plegaria, sin juicios morales. La dirijo al interior de
mi propio ser, por mí, pues en el mismísimo centro de mi corazón
se hallan el odio, la injuria, la duda, la desesperación, la oscuridad
y la tristeza. Además, es una de mis favoritas, de san Francisco de
Asís: «Donde haya odio, déjame sembrar amor; donde haya injur-
ia, perdón; donde haya duda, fe; donde haya desesperación, es-
peranza; donde haya oscuridad, luz; donde haya tristeza, alegría
(…)».
Esa noche me meto en la cama de John Tenis y le pido que me
abrace con fuerza. Sus brazos gentiles son lo que busco. John
debe de ser la persona menos violenta que conozco y, pese a ello,
uno de los hombres más fuertes que he conocido. Sabe quién es y
está satisfecho consigo mismo. Me da las gracias en un susurro
por permitirle amarme tan honestamente. En la seguridad de sus
brazos fuertes y cálidos le cuento lo sucedido y rodea con más
fuerza mis hombros temblorosos. No me hace ninguna pregunta,
pero me dice que admira mi coraje por hablar de ello, por
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enfrentarme a lo ocurrido, por liberarme de ello. Le digo que a


pesar de mi rechazo absoluto a la violencia, siento tantísimo odio
hacia ese hombre que sería capaz de matarle.
—Mi querido niño, al menos sabes lo que sientes y por qué lo
sientes, lo más probable es que él no. Al menos eres capaz de
identificar tu capacidad para ser violento y, por el mero hecho de
hacerlo, no lo eres. Lo más seguro es que las personas como él
nieguen que lo son, de modo que cuando se ponen violentos, es-
tán fuera de control. Mi querido niño, tú eres el más fuerte de los
dos porque podrás tomar una decisión sobre lo que haces al re-
specto de forma consciente, honesta y abierta, después de haber
reflexionado y de haber pensado en ello, tanto con tu mente como
con tu corazón, mientras que él sólo puede reaccionar de manera
subconsciente y seguirá siendo un consumidor de su propia
violencia.
No tienes que hacer absolutamente nada para contribuir a su
destrucción, pues en realidad, como todos los hombres violentos,
está destruyéndose a sí mismo cada vez que actúa así.
Mientras voy quedándome dormido, no estoy seguro de
haberle contado a John lo de la violación únicamente con el
propósito de encontrar un aliado fácil y dispuesto a ser mi cóm-
plice. ¿Por qué no puedo aceptar las cosas tal como son y ya está?
¿Por qué siempre tengo que dudar de la gente? En mi estado de
duermevela, decido no contárselo al Bufón ni a Angel, porque no
quiero aliados fáciles, sino sólo su amistad.
Durmiendo plácidamente en el seguro mundo de los sueños,
no me convierto en una estrella del pop ni en un héroe de guerra
sino en un pájaro, sobrevolando un campo lleno de gatos. Soy el
pájaro más hermoso y majestuoso de todos.
Cabalgo sobre el viento, volando en círculos sobre los gatos
hambrientos. Bato mis alas y me lanzo en picado sobre sus
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cabezas, sobre su gula. Trasciendo su mundo, pues me hallo por


encima de él. Cabalgo a lomos del aire cálido de su mundo y lo
transformo para adaptarlo al milagro de volar. Mi triunfo es mi
vuelo, y mi vuelo es el único poder que necesito. Realizo unos ri-
tos de celebración sobre los gatos y luego aterrizo en lo alto de la
loma, fuera de su alcance. Estoy satisfecho. Escondo mis alas y las
pliego sobre mi espalda, a sabiendas de que en un solo movimi-
ento puedo echarme a volar otra vez. No hay gato que pueda vivir
donde yo vivo, porque aquí el pájaro es el rey.
La autocompasión sólo sirve para debilitarme, no tiene otro
fin. Nunca he visto a un pájaro sentir lástima de sí mismo; aun
cuando lo atrapa el gato, sigue luchando y pelea hasta el final. Así,
al despuntar el alba, me levanto y preparo un desayuno para
John, que le sirvo en la cama junto con el correo de la mañana. Su
sonrisa me transmite su alegría, y esa misma sonrisa es recom-
pensa suficiente para el chico que, en sueños, ha descubierto que,
una vez más, es un pájaro.
Soldadito azul

En el correo de la mañana ha llegado una carta para mí. Es de


Joseph, el soldadito de los codazos cariñosos, y en ella me invita a
pasar un fin de semana con él. Me explica que tiene un pequeño
apartamento no demasiado lejos de su base en Farnborough, y
que puedo ir a visitarlo cuando quiera. Dice que lo llame por telé-
fono cualquier tarde a partir de las seis. ¿Cómo puedo ir? No
puedo. Me encantaría, pero… El timbre de la puerta interrumpe
mis pensamientos. John abre la puerta y saluda al Banquero con
el mismo entusiasmo con que saluda a todo el mundo. Cuando
John sale de la habitación para preparar el café, le doy las gracias
por haberme presentado a un hombre tan bueno.
—Oye, Banquero, ¿qué ha pasado con el Bufón y Angel?
¿Sabes dónde están? —le pregunto, temeroso de averiguar la
respuesta.
—No te preocupes por ellos, se han ido con el Motorista a casa
de su hermana, a Cornwall —dice al tiempo que empieza a rebus-
car en sus bolsillos.
—¿Están bien?
—Sí, el Bufón se fue con un cliente muy rico y ahora tienen un
montón de pasta —me contesta y extrae algo del bolsillo de su
chaqueta.
—No, no te pregunto si están bien de dinero. Quiero saber si
están bien por haber tenido que marcharse de la casa del Actor.
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—¿Te refieres a si están cabreados contigo? ¡No, hombre, no!


El Bufón me dijo que te diera esto. Dijo que estarías preocupado.
Abrí el sobre con sumo cuidado y muy despacio, temiéndome
lo peor y deseando lo mejor. En su interior estaba la dirección de
Islington y una nota que me convenció de que no había problemas
entre nosotros.

Querido Poeta:

No hemos podido encontrarte. ¿Dónde coño te has


metido? Hemos encontrado un sitio estupendo en Isling-
ton y tenemos una habitación reservada para ti para
cuando volvamos. Nos hemos ido con el Motorista a ver a
su hermana, está preocupado por ella. Tiene problemas
con un tío o algo así. Angel quiere saber si has untado
nata fresca últimamente. No sé cuándo volveremos, pero
tú te puedes instalar allí cuando quieras, ¿de acuerdo?
Sólo tienes que mencionarle mi nombre a la chica de allí.
Se llama Esbelta y te está esperando. Es muy maja. Te
echamos de menos, Poeta.

Con cariño,
El Bufón, Angel y el Motorista.

Cuando John volvió con una bandeja de café y la dejó en la


mesita que había junto al sofá, lo agarré del brazo y me puse a
bailar con él por toda la habitación. Se echó a reír y, sin pensarlo
dos veces, se sumó con entusiasmo a mi celebración, gritándole al
Banquero que pusiera música. Estábamos muertos de risa, pero
seguimos bailando al son de la música que el Banquero había
escogido. Puso lo primero que encontró; era la Chanson du
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toréador de Carmen, la ópera de Bizet. No olvidaré aquello en los


años que me quedan de vida. John se puso a cantar y el Banquero
lo imitó. Era uno de esos momentos explosivamente hermosos en
los que todas las diferencias y los problemas se desvanecen con el
abandono de uno mismo. Un momento que no se pierde jamás.
Me quedé con ese instante y seguí bailando como un poseso. Más
tarde, le di las gracias al Banquero por haberme traído la nota y le
dije que a partir de entonces siempre pensaría en él como en el
«Buen Mensajero» y en la persona que me dio a conocer los com-
pases de la ópera. Esa misma tarde llamé a Joseph y le dije que
iría a verlo el fin de semana siguiente.
John insistió en que utilizase una de sus maletas y me com-
prase ropa nueva. Me acompañó a la estación y me dijo que me lo
pasara bien. Joseph estaba esperándome, cosa que me hizo sen-
tirme querido. Iba vestido con su ropa informal de civil y casi no
lo reconocí. Estaba tan guapo y era tan alto… En cuanto me vio,
echó a correr en mi dirección y me abrazó.
—Deja que te lleve eso —dijo al tiempo que levantaba mi
maleta.
—¿Cómo estás, Joseph? —le pregunté, sin saber muy bien
cómo hablarle.
—Mucho mejor ahora que estás aquí, Scouse. —Me lanzó una
sonrisa radiante y me dio una palmada en el hombro.
Supongo que me ruboricé, porque me guiñó un ojo y se echó a
reír con su risa contagiosa mientras nos dirigíamos a la salida. De
repente, me detuve, horrorizado. Allí delante, a apenas dos pasos
de mí, había un oficial del ejército. Joseph se paró y me miró,
luego miró al oficial y se volvió de nuevo hacia mí.
—¿Lo conoces?
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—Sí, y él me conoce a mí —contesté, recordando su amenaza


de que me pegaría una paliza que no iba a olvidar en mi vida si in-
tentaba ver a Alexander de nuevo.
—¿Y de qué lo conoces?
—Es alguien que no entiende la poesía.
—¿Qué? —exclamó Joseph, perplejo.
—Nada. Ya te lo explicaré luego. Tengo que seguirle —dije, y
empecé a hacer lo que acababa de decir.
—Scouse, ¿qué pasa? ¿Por qué tienes que seguirle? ¿Quién es?
—dijo Joseph, agarrándome del brazo.
—Joseph, por favor, ayúdame. Tengo que averiguar dónde
vive. Luego te lo explicaré todo, pero ahora tengo que seguirle.
—Explícamelo ahora. Te ayudaré, claro que sí, pero ahora
explícame…
—Es el padre de un… amigo mío y no quiere que vuelva a ver a
su hijo. Joseph, tengo que verle, ¿lo entiendes?
—¿Alguien especial?
—Muy especial, y no sé dónde encontrarle. Tengo que seguir a
ese hombre… —repetí al tiempo que me zafaba del brazo de
Joseph.
—Escucha, cálmate. No hace falta que le sigas…
—¡Creía que lo entendías! —grité.
—Y lo entiendo. ¡Sé quién es!
—¿Lo sabes? ¿Sí? Dímelo, Joseph…
—No hace falta que le sigas, tranquilízate. Es comandante de
nuestro batallón, del mismo regimiento, mi compañero es su or-
denanza. Sé dónde vive. Tiene una mujer que está para comérsela,
dos hijos, un chico más o menos de tu edad y una niña de diez.
Tienen un perro…
—Sí, son ellos. ¿Está lejos? —le supliqué que me respondiese.
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—Vive a minutos escasos de mi casa, así que vamos allí


primero para que dejes la maleta y tengas un poco de tiempo para
poner tu cabeza en orden. Luego iré a ver a mi compañero y le
pediré el teléfono de tu amigo, ¿de acuerdo?
—Joseph, eres maravilloso. Debes de pensar que estoy como
una cabra o algo peor.
Me miró durante unos segundos que se me antojaron eternos
y luego empezó a hablar dulcemente, sin apartar sus ojos de los
míos, y sus palabras me llegaron al alma.
—No, no creo que estés loco. Sencillamente, reconozco las
señales. Sé por lo que estás pasando, eso es todo.
—Joseph, mi amigo… es especial. Lo sabes, ¿verdad?
—Sí, lo sé, no te preocupes. Pero tú también lo eres, ¿lo sabías?
—Joseph. —Eso fue todo cuanto acerté a decir. Sabía que él
sentía por mí lo mismo que yo sentía por Alexander y sin em-
bargo, ahí estaba, ayudándome a encontrar a la única persona en
el mundo capaz de impedir que algo surgiera entre nosotros.
Antes de que pudiera decir algo más, me dio un codazo en las
costillas.
—Vamos, Romeo.
No podía dejar que las cosas quedasen así, de modo que decidí
hablar.
—Espera un minuto, tenemos tiempo de sobra, ¿verdad? Así
que escúchame un momento, ¿de acuerdo? Mi amigo Alexander
es especial, muy especial, pero eso, Joseph, no debería interpon-
erse en nuestra amistad. Lo que quiero decir es que todas las
amistades deberían ser especiales, ¿no? Así que… ¿por qué no me
das un fuerte abrazo ahora mismo?
Dejó la maleta en el suelo y me rodeó con los brazos; le re-
spondí estrechando su cintura entre los míos y dándole un beso
en la mejilla. ¡Qué diablos! Me importaba un bledo lo que pensase
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la gente. Joseph me gustaba muchísimo y quería que él lo supiese.


Sin mirar a su alrededor para ver si alguien nos estaba mirando,
me devolvió el beso atrevidamente y me dijo que yo era especial.
Cuando por fin apartamos nuestras miradas, nos encontramos
rodeados por un grupo de viejas escandalizadas tocadas con
enormes sombreros que nos lanzaban miradas de desaprobación
por encima de los lentes. Acto seguido, le di a Joseph otro beso
para escandalizarlas aún más. Una locura, ¿verdad? Me refiero al
hecho de que un chico no debe darle un beso a otro hombre en
público. Siempre he aborrecido las reglas y las normas, sobre todo
las reglas sociales que sirven para que las cosas sigan tal como
han estado siempre. Me entran unas ganas incontenibles de
romper una regla en el preciso instante en que me ordenan obed-
ecerla. No me refiero a las reglas del tipo «No matarás», sino a es-
as reglas estúpidas y sin sentido como «Debes ser como los de-
más». Supongo que sabéis a qué me refiero. Hablo de esas reglas
conformistas, ¿me comprendéis?
La regla que me exige que sea algo que no soy es estúpida, lisa
y llanamente. Si está de moda llevar el pelo corto, yo me dejo
melena porque quiero ser yo, y no los demás. Veréis, detesto el
conformismo por encima de cualquier otra cosa. ¿Os habéis fijado
en los carteles que hay en los lugares públicos, en los lugares
donde juegan los niños? Todos empiezan con la palabra «prohi-
bido». Prohibido pisar la hierba, prohibido jugar a la pelota… ¿Me
entendéis? Pero lo cierto es que hay demasiados carteles cuando,
de hecho, nunca cuelgan los peores. Se supone que todo el mundo
conoce esas reglas en particular, como el cartel que dice: «Prohi-
bido practicar el sexo con una persona del mismo sexo».
Mientras Joseph iba a casa de sus compañeros para conseguir
el número de teléfono de Alexander, me di un baño en el diminuto
lavabo, que Joseph había pintado completamente de blanco. Al
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deshacer la maleta de John, me percaté de que había colocado


cinco billetes de una libra en el interior de una de las camisas. Le
di las gracias telepáticamente. El dormitorio estaba amueblado
con mucha delicadeza. En la repisa de la ventana había un jarrón
lleno de flores recién cortadas. La enorme cama doble y dorada
estaba cubierta por una colcha de patchwork hecha a mano en
delicados tonos pastel. No era lo que alguien esperaría de un
soldado, que digamos. En las paredes, enmarcados en sencillos
marcos de madera, había varios bocetos al carboncillo de chicos
semidesnudos, bastante bonitos. La habitación olía a cera, a
muebles recién encerados. Una especie de paz invadía la estancia,
y a mí también. Aquél podía ser mi hogar. Cuando Joseph re-
gresó, estaba sentado en el pequeño salón con una tetera lista.
—Parece como si siempre hubieses vivido aquí —me dijo,
como si pudiera ver a través de mí.
—Tienes una casa muy acogedora, Joseph. ¿Quién no iba a
sentirse aquí como en su propia casa?
—Aquí puedo ser yo mismo, pero ahora que ya he pagado el
alquiler de seis meses por adelantado, nos envían al extranjero. Te
daré una llave y podrás utilizar el apartamento cuando quieras.
Le di las gracias por su ofrecimiento, pero lo que en realidad
quería oír era el número de teléfono de Alexander.
—¿Adónde te envían? —le pregunté con el máximo y sincero
interés que fui capaz de reunir.
—No estoy seguro. A Extremo Oriente, creo, pero podría ser
cualquier parte. ¿Por qué no llamas a tu amigo mientras preparo
algo de comer? —sugirió al tiempo que me entregaba un trozo de
papel con la dirección y el teléfono de Alexander.
—Ya lo llamaré luego. Lo importante —dije mientras seguía a
Joseph a la cocina— es que tengo su número. Joseph, creía que lo
había perdido para siempre. Le envié un poema que su padre
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interceptó porque los dos se llaman igual, y no veas la que armó.


No me atrevía a ponerme en contacto con él y luego, cuando al fin
le llamé, me dijeron que se habían ido y que sólo habían alquilado
la casa durante un par de semanas. Lo conocí en el mismo tren
donde te conocí a ti.
—Pues ahora lo has encontrado y me alegro por ti, Scouse, de
verdad. Me alegro mucho. Sólo espero que sepa la suerte que
tiene. Y no lo olvides, puedes utilizar este piso cuando yo me vaya.
No me gustaría haber pagado el alquiler en vano.
—Sólo hemos hablado dos veces. La primera, en el tren, y la
segunda, en el parque, y su hermana vino con nosotros.
—¿O sea, que nunca has estado a solas con él?
—No, es una pena, ¿verdad?
—En ese caso, tus deseos se harán realidad, amigo mío. Puedes
invitarlo a venir aquí.
—¿Aquí? Pero…
—No hay pero que valga. Voy a salir y a pasar la tarde con al-
guno de mis amigos. Llámalo y dile que venga.
—Pero… —protesté—. Y nosotros, ¿qué?
—Mañana tendremos todo el día para nosotros. Llámalo.
Nos comimos la merienda y Joseph escuchó mi cháchara ner-
viosa sobre Alexander. La ternura de aquel soldado grande y
fuerte era algo digno de ver y su acento galés era música para mis
oídos. La mayoría de la gente habla, y muy mal, por cierto, pero
los galeses y los habitantes de la margen del Tyne… ¡cantan! ¡Qué
maravilla! La próxima vez que tengáis ocasión de oír a un galés o
a alguien del Tyneside, escuchad cómo los sonidos vocálicos nat-
urales suben y bajan en el registro. ¡Es pura magia! Escuché a
Joseph, embobado, mientras me contaba cómo se había enrolado
en el Ejército siendo un soldado raso, y cómo le habían pagado
para nadar, correr y divertirse con miles de chicos jóvenes y
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guapos. Hacía que todo aquello pareciese tan maravilloso…


Cuanto más se entusiasmaba, más subía el registro de su voz. De-
cidí que no era el momento más adecuado para señalar que el ser
un soldado significa aceptar órdenes, conformarse, estar pre-
parado para matar y hacer de la violencia un atributo humano
aceptable, así que opté por preguntarle por sus amigos y lo que
hacía con ellos.
—Eso no es apto para menores, jovencito.
De modo que sí tenía escarceos sexuales. Nunca había
pensado demasiado en ello, lo cierto es que no tenía necesidad de
hacerlo, pero tantos hombres juntos… en fin, debe de haber en sus
filas una gran cantidad de hombres a quienes les guste el sexo con
otros hombres, ¿no?
—Tus llaves están en el gancho de la cocina. Son tuyas, quéd-
atelas. Nos vemos después de las once, ¿vale?
—Vale, soldadito. Nos vemos luego. Ah, por cierto, Joseph.
Gracias.
—Olvídalo. Hasta luego. Pásalo bien.
Luego se fue. Solo en el piso, no me atrevía a acercarme a le-
vantar el auricular del teléfono, de modo que fregué los platos y
arreglé un poco la cocina. Luego me fumé un pitillo, limpié un
poco más, después me duché, me fumé otro cigarrillo y luego me
lavé los dientes. ¿De qué tenía miedo? Del rechazo, creo. ¿Y si no
quería verme? Eso era absurdo. Bueno, antes había sentido el
mismo miedo y él había estado encantado de verme, ¿no? Sin em-
bargo, ahora… Tal vez su padre le había dicho algo. Todavía in-
capaz de coger el maldito teléfono, extraje mi cuaderno y me puse
a escribir.

Soldadito azul
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Ponte firme, soldadito azul,


un paso al frente, tripulación de gánsteres,
hijos amantísimos que juegan con armas,
cumplen con su deber, el pelo encanece,
ejércitos incestuosos que joden unos con otros,
recluta al chico para que cocine a su hermano.
Un robot para todos y todos los robots para uno,
en eso se convierten los chicos que obedecen la llamada,
perdiendo en su victoria y agotando el éxtasis juvenil.
Todos los ejércitos matan la libertad.

Descubro al cerrar mi cuaderno que tengo los ojos anegados


en lágrimas. Descubro que estoy llorando al próximo soldado
muerto, donde sea, en cualquier parte. El dolor me envuelve y la
ira me invade ante la absoluta estupidez de la raza humana. Cómo
nos engañamos con la creencia de que matar una vida puede justi-
ficarse de alguna forma. Que no se me malinterprete: si alguien
intentase matarme, sé que sería capaz de matar para defenderme.
Pero yo me pregunto: ¿cuántos asesinatos están justificados en
realidad? ¿Es un absurdo idealista y emocional? Puede que sí,
puede que no.
Despierta con dulzura mi corazón

Con todo el coraje que soy capaz de reunir, marco el número. Una
voz femenina me contesta. Me quedo paralizado.
—¿Diga?
¡Contrólate! ¡Contesta!
—Hola —digo con la voz quebrada—, ¿puedo hablar con
Alexander?
—Sí, un momento. ¿De parte de quién?
¿Qué voy a decir? No me atrevo a decir Scouse. A punto estoy
de decir Poeta. Vamos, piensa.
—Mark, Mark Crosbie —suelto, empleando el nombre de mi
antigua calle.
—Espera un momento, ahora se pone.
Cuando deja el teléfono en espera al otro lado del hilo, siento
la tentación de colgar. Estoy a punto de hacerlo. ¿Qué pensará
cuando le digan que le llama un tal Mark Crosbie?
—Hola, ¿quién es?
—Alexander, soy yo, Scouse…
—¿De verdad? ¿De verdad eres tú, Scouse? ¿Cómo me has en-
contrado? Creí que nunca volvería a tener noticias tuyas. He es-
tado esperando que me enviases mi poema…
—Oh, me alegro tanto de volver a oír tu voz de nuevo… Es-
cucha, ya te lo explicaré todo más tarde, ¿puedes salir?
—Sí, pero… ¿dónde estás?
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—Aquí mismo, en Farnborough. Me han dejado un aparta-


mento. Verás, es muy complicado de explicar. ¿Quieres venir
aquí? Sólo me lo han dejado para esta tarde.
—Sí, sí, por supuesto. Quiero verte. ¿Tienes mi poema? Bueno,
dame la dirección, rápido. Aquí hay demasiada gente, no puedo
hablar.
Cuando le doy la dirección, me dice que estará aquí en menos
de veinte minutos. A continuación, cuelga el teléfono. El
cosquilleo que me recorre la espina dorsal me recuerda la sensa-
ción que tuve cuando nuestros labios se encontraron un instante
en el tren.
Acabo de terminar de escribir sus poemas cuando llama a la
puerta, sin resuello. Su impresionante belleza es tal como la re-
cordaba. Su pelo oscuro brilla como si estuviese empapado de luz.
Sus pupilas de color de avellana se acomodan de manera perfecta
en el blanco niveo de sus ojos. Su rostro joven, lleno de palpitante
color, esboza una sonrisa y sus dientes blanquísimos exhiben su
refulgente perfección. Está radiante. No podemos hacer otra cosa
que mirarnos el uno al otro, él todavía en el descansillo y yo en el
interior del piso, aguantando la puerta. Yo también le sonrío y nos
quedamos allí, sonriéndonos el uno al otro, como si esto mismo ya
nos bastase, como si esto mismo fuese el clímax de nuestra
amistad. La unión mutua de nuestra risa espontánea me permite
hacerme a un lado para que entre.
Con la puerta cerrada, nos abrazamos y nos besamos. Sus la-
bios son tan suaves y delicados como el pétalo de una flor bañado
en rocío una mañana de primavera. Sabe a gloria, a juventud, a
frescura y a pura vida. Nuestros brazos y manos exploran nuestras
respectivas caras y la suavidad de sus manos en mis mejillas envía
mensajes de felicidad táctil al centro mismo de mi ser. A medida
que despierta con dulzura mi corazón, empiezo a saber que lo
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quiero. Este momento, aunque nunca podría haberlo imaginado,


es el momento que he estado esperando toda mi vida. Lo sé
porque moriría con tal de retenerlo para siempre. Si merece la
pena vivir por algo, seguramente también merece la pena morir
por ese algo. Echa la cabeza hacia atrás y mientras nos abrazamos
por la cintura, nos miramos el uno al otro. No hace falta pensar,
pues los instintos naturales de la juventud nos dictan que em-
pecemos a besarnos el uno al otro, tanteando, en los labios, en la
cara, en los ojos, en el cuello… Mis manos, obedeciendo el mo-
mento, se deslizan en el interior de su chaqueta abierta y suben
hasta su pecho firme, hasta sus hombros, bajan por sus brazos y la
chaqueta cae al suelo dócilmente. Como si ya fuéramos uno solo,
empezamos a desabrocharnos los botones de la camisa, empez-
ando por el primero. Con cuatro botones desabrochados, inclina
el cuerpo hacia delante y me besa el pecho desnudo. Luego, per-
cibiendo mi placer, empieza a lamerme la piel, alrededor de los
pezones. Deslizando mis dedos entre su cabello, le pido que lo
haga de nuevo. Obedece y le oigo decir: «Tienes una piel tan
suave…». Con cuidado, apoyo mi mano en su mentón y levanto su
cabeza para poder besar los mismos labios que me han besado
antes. Unos labios tan redondos y voluptuosos como sólo un
chiquillo puede tener. Nos abrazamos, aferrándonos con fuerza a
los brazos del otro. Sería capaz de estallar de felicidad, pues tiene
el poder de convertirme en cantor, es soberano y es una flor. Es
puro y adolescente, más de lo que cantarse puede. Sus ojos
cautivan mi corazón, es la dicha y el galardón. Le tomo de la mano
y lo conduzco al dormitorio, donde le digo, en voz muy baja:
—Me muero de ganas de verte desnudo.
—Y yo a ti también.
Con los ojos clavados en los del otro, en perfecta armonía,
primero nos quitamos la camisa. Su torso lampiño de piel
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aceitunada está perfectamente modelado para ser un chico tan


joven. Sus hombros fuertes y musculosos y su pecho se asientan
con delicadeza y proporción sobre su cintura estrecha. Su es-
tómago, tan plano y sólido, parece labrado en un lomo de tierra
musculoso. No puedo creer que esto esté sucediendo, que un
chico tan hermoso esté quitándose la ropa a escasos centímetros
de mí. Nunca antes me había sentido así, nunca. Tirando los zapa-
tos y los calcetines a un lado, nuestras manos se dirigen a los pan-
talones del otro. Nuestros rostros se aproximan y le beso en el
cuello y en la nuca. Nos bajamos las cremalleras y los pantalones
caen al suelo sin ayuda. Apartándonos de ellos, apretamos
nuestras caderas el uno contra el otro. A través del fino tejido
blanco que aún lleva puesto, noto su masculinidad erecta y palpit-
ante haciendo presión contra la mía. Da un paso hacia atrás,
mientras sus ojos penetran a través de los míos hasta llegar al
fondo de mi alma, y luego, llevando sus dedos a la cintura de sus
calzoncillos, espera a que yo haga lo mismo y entonces, con un
lento y uniforme movimiento, se deslizan hasta el suelo.
Por fin, estamos completamente desnudos, erectos y orgullo-
sos. Qué gozo. Esta vez es él quien toma mi mano y me conduce
hasta la enorme cama. Al encaramarme en las blancas sábanas si-
ento su carne cálida sobre la mía mientras nos tumbamos, cara a
cara, y nuestras manos exploran la suave piel del otro. No hay
ningún plan preconcebido. No nos preguntamos con palabras lo
que el otro quiere, sino que exploramos y escuchamos el lenguaje
de nuestros cuerpos. Es el único lenguaje que necesitamos, y más.
Ese idioma me dice que le gusta que recorra su pecho, su es-
tómago plano e imberbe y sus muslos con mi lengua. Sé que le
gusta cuando acaricio el bosque de vello negro que rodea su erec-
ción palpitante, pues sus caderas se yerguen para encontrarse con
mis labios y mis manos. Ahora sé lo que quiere. Empezando por la
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parte interna de sus suaves muslos, no dejo de lamer y besar su


piel hasta llegar a sus firmes testículos, paso por encima de ellos y
recorro con la lengua el volumen henchido de su pene. Me de-
tengo allí largo rato, succionado y besando con suavidad. Sus ca-
deras se alzan cada vez que me acerco al promontorio rojo y or-
gulloso de su glande, de manera que, una vez domino con fluidez
el lenguaje, lo llevo al interior de mi boca, consciente de que es-
tamos en perfecta armonía. Muevo mis labios abiertos y ansiosos
arriba y abajo y luego me detengo y espero que sea él mismo
quien se mueva, dentro y fuera, dentro y fuera. Completo el movi-
miento y sigo el compás. Cuando se mueve hacia dentro, deslizo
mi boca por su erección cálida y húmeda. Sus manos, que me
tocan la nuca y la espalda, me dicen que está a punto. Un movimi-
ento más me dice que quiere que pare. Cuando lo libero de mi
boca, me atrae hacia sí y sus labios se ciernen con premura sobre
los míos, mientras su lengua entra y sale sin parar. Deslizándose
por mi pecho y mi estómago, me lleva directamente a su cálida
boca y casi estallo instantáneamente. Él lo intuye y se limita a
retenerme ahí, lamiéndome.
Me tumbo sobre mi espalda para dejarle sitio y su boca
empieza a jugar con mi erección. Mi cabeza, a punto de explotar
de gozo, se mueve de izquierda a derecha de manera que mis
mejillas golpean casi desesperadamente cada lado de la almo-
hada. Le toco la espalda y, captando lo que eso significa, se desliza
por mi cuerpo prieto y dispuesto hasta colocarse encima de mí.
Nuestras erecciones se frotan la una contra la otra y el momento
se acerca. Nos apoyamos en el estómago del otro, palpitando, per-
didos en el tiempo. Luego, en perfecta armonía, nos corremos,
despidiendo un chorro que apunta cada vez más alto. Nuestros es-
tómagos se convulsionan, y nuestros pechos laten con fuerza
mientras sentimos cómo nuestras respectivas descargas se funden
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en un solo arroyo glorificado que fluye entre ambos. Per-


manecemos así diez minutos largos, al tiempo que nuestras erec-
ciones expelen de manera espontánea los últimos restos de se-
men. Aun cuando ya no queda nada más, nuestros miembros
parecen ajenos al hecho y siguen expulsando las últimas gotas.
Nos quedamos en brazos del otro y escuchamos el lenguaje que
sigue hablando entre nosotros. No hacen falta palabras mientras
nos quedamos sumidos en un apacible y ligero sueño.
Me despierto y lo encuentro acariciándome el torso y los
muslos. Siento cómo sus labios me rozan el cuello. Por un mo-
mento, como si aún estuviera dormido, sigo allí tendido dis-
frutando de la magia de aquel hermoso chico haciéndome el
amor. Mi cuerpo, sin embargo, sin atender los mandatos de mi
cabeza, responde por sí mismo y me incorporo en su busca. Em-
pezamos a hacer el amor de nuevo y no quiero que se acabe
nunca, pero termina y al cabo de dos horas estamos compartiendo
la bañera. Nos reímos y nos tocamos sin parar. Nos frotamos el
uno al otro con jabón. Me dice que me quiere.
Más tarde, ya vestidos y en el salón, aunque no llevamos zapa-
tos ni calcetines, le cuento a Alexander lo que pasó con su padre y
las cosas que dijo. Le explico que el poema cayó en manos de su
padre y le doy la nueva versión que acabo de escribir. Le explico
de nuevo cómo lo encontré y le digo que le amo y que no quiero
separarme de él nunca más. Sus ojos tristes me dicen que hay un
problema. Le suplico en silencio que me lo cuente.
—Nos marchamos al extranjero muy pronto, a Singapur.
—¿Cuándo? ¿Por cuánto tiempo?
Sus hermosos ojos se llenan de lágrimas al hablar.
—Es terrible. No es justo. Acabamos de encontrarnos…
Pero siempre tendremos este día, nuestro día. Nos marchamos
pronto, dentro de un par de semanas. Es un destino de tres años.
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Lo abrazo y le digo que dondequiera que vaya, hallaré el modo


de encontrarlo.
—Igual que te he encontrado aquí. —Aunque entonces se me
ocurre que tuve mucha suerte de encontrarme con su padre en la
estación—. No permitiré que estemos separados mucho tiempo.
Te quiero más de lo que puedas imaginar.
Creo en mis propias palabras apasionadamente, pero las lágri-
mas también asoman a mis ojos y veo cuán difícil es librar esta
batalla. ¿Cómo demonios puede un poeta chapero sin un penique
en el bolsillo llegar a Singapur? Su silencio me dice que él también
sabe que es una tarea imposible. Chico de Singapur, ahora te vas;
canta, pobre chico, canta tu letanía de náufrago.
Más tarde, las lágrimas ya secas, acompaño a Alexander el
trecho máximo que nos atrevemos a andar juntos hasta su casa.
Le doy el número y la dirección de John Tenis y le repito que en-
contraré la manera de estar juntos. Le recuerdo que si por cu-
alquier motivo, no puedo ponerme en contacto con él ni él con-
migo, me envíe un mensaje a través del ordenanza de su padre.
Nos despedimos en la esquina de la calle y veo cómo lo engulle el
portón de su casa. Juro por mi propia vida que lo veré en
Singapur, aunque sea lo último que haga.
Cuando Joseph llegó con una caja de pescado con patatas
fritas, nos sentamos en la cocina y comimos mientras le contaba
la historia completa con Alexander. Me escuchó atentamente y
aceptó actuar como intermediario con su amigo el ordenanza en
caso necesario. Me confesó que no tenía idea de que estuviese tan
sumamente enamorado y que eso hacía que su amor por mí fuese
aún más fuerte. Más tarde, en la cama, compartí unas horas de
sexo con él, de la manera en que uno se acuesta con un simple
amigo. No es hacer el amor, sino compartir el instinto sexual sin
tener de qué avergonzarse en el ámbito más humano, y no es
126/259

menos importante ni menos gratificante por eso. Pasamos un


buen rato y después dormimos a pierna suelta. Ciertamente, era
un buen amigo a quien merecía la pena querer.
En el camino de vuelta a Londres escribí a Joseph dándole las
gracias por ser como era y por todo lo que había hecho por mí.
Luego sentí la imperiosa necesidad de escribir sobre Alexander,
pero no logré plasmar una sola palabra en mí cuaderno, pues hay
cosas demasiado grandes como para poder expresarlas con palab-
ras. Son lo que son, momentos hermosos y deberían sentirse así,
deberían quedar así. Sentía que había compartido una experiencia
con otro chico que me tenía embrujado, como cautivo de un hech-
izo, pues en esa experiencia yo era amor y él era amor. Algo muy
difícil de palpar con las manos. Sentí un dolor inmenso al pensar
que jamás volvería a verlo. ¿Cómo puede semejante amor no ser
capaz de atreverse a gritar su nombre en voz alta? ¿Cómo puede
pensarse en semejante amor como en algo inferior a cualquier
otro amor? Cuando nos dijimos el uno al otro que nos queríamos,
sólo estábamos empleando palabras para encontrar el modo de
decir lo que sabíamos era una realidad sublime, superior a todo lo
demás. Estaba más allá de cualquier interpretación, más allá de
cualquier invención. Por primera vez en mi vida llegué a creer que
sabía lo que significaba «estar enamorado». Significa que yo soy
amor, que él es amor, que juntos somos amor, que lo que hacemos
es amor y que lo que queremos para el otro es amor.
También descubrí que el amor engendra amor porque es
desinteresado, como también sé que nunca volveré a ser el
mismo. No sé cómo, pero sé que a pesar de su inherente nat-
uraleza adictiva, tengo que salir del mundo de la calle. Tengo que
seguir el consejo del Bufón y vaciar mi jarra de todo cuanto no sea
algo bueno elegido por mí mismo. Tengo que amar mediante otra
clase de vida, y no vivir mediante una clase pagada de amor. Mi
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cuerpo entero se entusiasma ante el descubrimiento revelador de


que puedo tomar las riendas de mi propia vida, pero en el fondo
de esa maldita jarra mía hay una voz que grita, diciéndome que
pienso así porque acabo de acostarme con un chico guapo. ¡Pero
no es cierto! No lo es, ¿o sí?
Brixton Billy

John Tenis me escucha mientras le hablo de la marcha de Alexan-


der al extranjero. Como siempre, me brinda su apoyo. No emite
ningún juicio, sino que me dice que debo hacer lo que creo que es-
tá bien y que, pase lo que pase, puedo contar con él. Sin embargo,
no sé qué hacer. Lo único que sé es que el chico a quien quiero se
marcha lejos de aquí, tres años nada menos.
Al cabo de un par de días de holgazanear en el piso de John,
decido que ya va siendo hora de que deje de autocompadecerme y
salga a tomar el aire. Echo de menos a mis amigos y necesito ver
al Bufón, Angel y el Motorista. Es muy curioso el modo en que la
ausencia es capaz de hacer aflorar la esencia de la amistad, sólo
entonces conoce uno la verdadera naturaleza de la misma.
De igual modo, ahora parezco entender mejor a mi padre y mi
cultura de Liverpool, más de lo que los entendía cuando me
hallaba cerca de ambos. Con el tiempo y la distancia entre mi
padre y yo, me he vuelto más tolerante y comprensivo. Hasta el
sonido de la ciudad en mi cabeza, Liverpool, adquiere una nueva
calidez, un nuevo significado. Es como si en alguna parte de mi
corazón hubiese dotado al lugar de cualidades no visibles ni ac-
cesibles dentro de la propia ciudad. Puede que las cualidades pa-
sionales que confiero al lugar sólo sean accesibles desde la lejanía
o desde mi propia imaginación.
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Como una paloma mensajera, me dirijo al Dilly y a la Chacin-


ería y decido dar una vuelta para ver si aparecen el Bufón y los de-
más. De lo contrario, trataré de ir a su casa de okupas y buscar a
la chica que el Bufón mencionó en su nota. ¿Cómo se llamaba?
Recuerdo que era un nombre extraño. ¡Ah, sí! Esbelta. Bueno,
supongo que es igual de extraño que llamarse Poeta, Apuesto a
que fue el Bufón quien le puso ese nombre. El haber vuelto a la
Chacinería me sumerge en una especie de unión espiritual con
mis amigos, de modo que dejo que esa sensación me invada para
así desterrar de mi mente el recuerdo de la sórdida violación. Me
permito pensar un solo instante en aquello. Aquel hombre debía
estar igual de enfermo que una víctima de cáncer.
Después de encender un pitillo, centro mi atención en la
búsqueda de mis amigos y trato de encontrar una frase adecuada
que decirles para cuando aparezcan, pero todas suenan igual de
cursis en mi cabeza, así que las desecho y opto por darles un ab-
razo bien fuerte. Tocar, me figuro, vale más que mil palabras.
Justo cuando estoy a punto de arrojar al suelo la colilla de mi ci-
garrillo, un chico de unos trece años se me acerca y me la pide. Le
miro. Parece un poco gallito y un pillo. Tiro la colilla y le ofrezco
un cigarrillo entero. Lo acepta y me pregunta si hay buenos cli-
entes por ahí. No puedo evitar verme a mí mismo en él, apenas un
par o tres de años atrás. Le digo que estoy esperando a unos ami-
gos y que la verdad es que no he estado prestando demasiada
atención a los tipos qué pasan por allí.
—La otra noche me tiré a uno de puta madre. Veinte libras y lo
único que tuve que hacer fue meneársela. Veinte libras.
—¿Por hacerle una paja? ¿Veinte libras? ¡Venga ya! —bromeo
con el chico.
¿Cuántas veces me habré oído a mí mismo y a otros chaperos
contar esa misma mentira? Demasiadas.
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—Sí, tío. Me dice: «Te daré veinte libras». Con que yo le digo:
«¡Vale!». Era el manager o algo así de un vejestorio de ésos del
cine. ¿Sabes ése que sale en todas las pelis? ¿El que sale en la
portada de esa revista?
Le menciono los nombres de algunas estrellas cinemato-
gráficas famosas.
—Sí, ése es —me contesta.
No le pregunto a cuál se refiere. No quiero obligarle a invent-
arse más cosas de las estrictamente necesarias, de modo que le
pregunto cómo se llama y de dónde es. Su hermosa carita negra
me dice que no es de Mayfair.
—Billy, de Brixton. ¿Y tú?
—Poeta, de Liverpool.
—Entonces, ¿eres poeta?
—Bueno, algo así.
—Bueno, pues recítame uno —me pide, incrédulo.
Miro al chico y me entusiasmo con su inocencia y vulnerabilid-
ad. Supongo que lo que veo en él es lo mismo que Joseph vio en
mí. Parece seguro de sí mismo y espabilado, pero también parece
carne de cañón.
—No me salen así como así —le explico, sonriendo.
—Entonces no eres poeta, ¿no?
—Pues supongo que no.
—Vamos, di uno.
—Pero si has dicho que no soy poeta, lo has dicho tú mismo.
—Di uno, venga.
—Tendré que inventármelo.
—¿Qué? ¿Así? ¿De repente?
—Es un limerick.
—¿Eso es un poema?
—Algo así. Es un tipo de poema irlandés, un poema divertido.
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—O sea, que eres irlandés, ¿no?


—No, soy inglés, igual que tú. ¿Quieres oírlo o no?
—Sí, venga. Yo nací aquí, ¿sabes?
—Ya lo suponía. Yo también.
—Mis padres son de fuera.
—Y los míos.
—Pero tú eres blanco.
—¿Y?
—¿De dónde son los tuyos?
—De Irlanda.
—Eso no es ser de fuera. Me refiero a sitios como Jamaica. Eso
sí que es ser de fuera.
—Supongo que tienes razón, nunca me lo había planteado
—confieso.
—Bueno, venga, dilo.
—¿El limerick?
—Sí, venga.
—Vale, pero recuerda que me lo voy a ir inventando sobre la
marcha, ¿vale?
—Sí, ya me lo has dicho. Venga, haz uno sobre mí.
—¿Sobre ti?
—Sí, eres poeta, ¿no?
—A mí me parece que el poeta eres tú.
—No me líes. Todavía voy al colegio. Anda, dilo.
—Un chiquillo de Brixton dijo un día…
—Ese soy yo, ¿a que sí?
—Todavía no he terminado. ¿Puedo seguir?
—Sí, anda, sigue —dice, echándose a reír.

Un chiquillo de Brixton dijo un día,


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de buena gana en la cama me quedaría,


en vez de andar entre rufianes,
recostándome en sus divanes,
así que decidió que a la escuela iría.

—¿Ya está? ¡Estás de guasa! ¿A la escuela? ¡Ni hablar! Oye, ¿y


qué es un rufián?
—Es en lo que te convertirás si sigues merodeando por aquí,
en un maleante, en un ladrón, en un pequeño granuja.
—Entonces, ¿tú eres un rufián? No tienes pinta de rufián, sólo
haces la calle, ¿verdad?
—Sí, y muchas gracias —digo, haciéndome el ofendido.
—Bueno, es que salta a la vista, ¿no? Además, fuiste tú quien
preguntó primero, ¿no? ¿Cómo te llamas?
—Ya te lo he dicho, Poeta.
—No, me refiero a tu verdadero nombre.
—¿Cuánto tiempo hace que te dedicas a esto, Billy?
—El suficiente.
—¿El suficiente como para saber que nunca hay que pregun-
tarle a otro chapero su verdadero nombre?
—Ya lo sabía. Sólo estaba poniéndote a prueba, ¿eh?
—Sí, claro.
—¡De verdad! Además, Billy no es mi verdadero nombre.
—Ya, claro —repuse, siguiéndole la corriente.
—Sí, odio mi verdadero nombre porque es el mismo que el de
mi padre, así que nunca lo uso.
—Qué bien. ¿Y cómo se llama tu padre?
—Igual que yo, tonto del culo. No me pillarás así de fácil,
¿sabes? Te veo venir de lejos.
—Eres un chico listo —le digo, y le ofrezco otro cigarrillo.
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—Ya lo sé, Poeta. Ya lo sé —se echa a reír, indicando que está a


punto de irse.
—Ya veo. Oye, Billy… cuídate, ¿vale?
—No te preocupes por mí, estoy bien. De verdad.
Luego se marchó y se perdió entre la multitud, llevándose con-
sigo su inocencia y su poesía, junto con otro de mis cigarrillos.
Meneo la cabeza asombrado por la seguridad de este pillo y su at-
ractiva aunque aterradora vulnerabilidad.
Billy es la nueva clase de chapero y, casualmente, también el
primer chapero negro que conozco. Vive en casa con sus padres y
hace la calle sin que nadie lo sepa. Entra y sale de este submundo
cuando le da la gana. Los Billys de este mundo no huyen sino que
llevan una doble vida. Un buen número de chicos a quienes les
gusta acostarse con otros chicos y con otros hombres adoptan un
estilo de doble vida similar. Existen los que van en busca de una
buena experiencia sexual, quienes de algún modo emiten la señal
no verbal de que están en el panorama del sexo por dinero, de
modo que cuando triunfan, cuando se les acerca un hombre y les
ofrece dinero, es posible que se sorprendan pero también pueden
pedir dinero la próxima vez. La señal no verbal que emite un
chapero es muy similar a las señales que emite un chico que va en
busca de una aventura con alguien de su mismo sexo. Se convierte
en parte de la farsa, en parte del juego, pero es un juego distinto al
que el Bufón, Angel, el Motorista y yo practicamos. Nosotros es-
tamos en el juego de la supervivencia, mientras que ellos se hallan
en una especie de viaje placentero o hedonista.
A los adultos, es decir a los padres, no les gusta pensar en sus
hijos adolescentes como en seres sexuados, por no hablar de la
posibilidad de que sean homosexuales. Así, cuando un adoles-
cente quiere explorar una experiencia con alguien de su mismo
sexo, suele recurrir a un chapero porque sabe dónde buscar. Es
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más frecuente de lo que los chicos quieren creer. Es algo extraño


cuando te vas con un cliente de tu misma edad más o menos. Es
decir, ya lo imagino, un chico atractivo que podría tener a quien
quisiera, paga a otro chico por acostarse con él. He llegado a tener
clientes más jóvenes que yo, y eso que sólo tengo quince años, y
tampoco son niños ricos. Algunos pagan sólo para saber si les
gusta, otros para poner a prueba sus propias inclinaciones
sexuales de una forma que no les resulte amenazadora. Ya se
sabe, es probar con un chapero a quien no tendrás que ver nunca
más y que no sabe absolutamente nada de tu vida. Mientras que
otros, como muchos clientes adultos, pagan para sentir un mayor
control de la situación. Carecen de confianza y seguridad en sí
mismos y no pueden obtenerla a menos que se sientan al mando
de lo que está ocurriendo.
Antes estaba diciendo cómo me suelo derretir en los brazos de
un cliente especialmente meloso, sobre todo cuando me dice que
soy guapo o algo así, bueno, pues esos clientes se derriten igual
que yo cuando les dices que son muy sexys.
El mejor de los planes

Perdido en mis pensamientos sobre el mundo de la prostitución,


no veo ni oigo a la figura que me asalta por detrás. Casi me da un
infarto cuando unas manos me tapan los ojos y una voz, una voz
que reconozco al instante, empieza a hablarme en un tono famili-
ar e imitando a Winston Churchill: —Cuando un amigo regresa a
tu vida y se alegra de verte, no puede haber duda alguna acerca
del valor auténtico de su amistad. Sólo quiero que lo sepas, joven
Poeta, que me alegro de verte y que tú, incapaz de controlar tu di-
cha, te alegras de verme también, ¿o no? Habla, vamos, ¡di algo!
No quería hablar, sólo quería oír su voz y sentir el tacto de sus
manos sobre mi cara, pero dio una vuelta a mi alrededor para que
estuviéramos frente a frente. No acerté a hacer otra cosa que
echarme a reír, tan aliviado como estaba de verle, y luego hablé.
—Te he echado de menos, a ti y a tus frasecitas. Te he echado
mucho de menos, de verdad. ¿Cómo está Angel? ¿Está bien? ¿Y el
Motorista? ¿También está bien? Joder, sabes perfectamente que
me alegro de verte, claro que sí.
Seguimos tocándonos y sonriéndonos.
—El Motorista todavía está en casa de su hermana y en cuanto
a Angel, ahora mismo debe de estar… —me explicó, consultando
su reloj— poniéndose la ropa de nuevo, en algún lugar de Knights-
bridge. Vas a alucinar con el nuevo piso, y con la Esbelta también.
Es americana y se describe a sí misma como una bruja maricona
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gorda. Yo lo que creo es que le gustan los chaperos, sencillamente;


bueno, en cualquier caso, es la dueña del piso… bueno, lo tiene
alquilado, y debe de pesar cien kilos o más, por eso la llamamos la
Esbelta. Y respondiendo a tu siguiente pregunta, no, no es una
casa de okupas. Le dijimos eso al Actor y a los demás para que ni
él ni sus colegas se acercaran por allí. Me refiero a los hermanos
Dalton, los conoces, ¿no? Es un sitio fabuloso y hasta podemos
hacer negocios allí, no hay problema. Lo único que falta eres tú,
¿dónde cojones te habías metido?
—Te he echado tantísimo de menos, Bufón, ni te lo imaginas.
Deja que te invite a comer o algo y así podremos hablar. ¿Tienes
hambre?
—¿Estás de cachondeo o qué? Vámonos directos a MacDuff.
Después de comer acabamos en el bar Two 'I's y le conté al
Bufón todo lo que me había pasado desde la última vez que nos
habíamos visto. Incluso le conté lo de la violación. Estaba con un
amigo y todo me salió de forma natural y sin censuras. El Bufón
me pidió que le describiera al hombre como mejor pudiese para
que él hiciese correr la voz. Mis descripciones eran imprecisas e
inconexas, pero a medida que el Bufón iba sonsacándome más de-
talles, empecé a hacer un retrato más fiel del hombre y de su
coche. Después de centrarme en el automóvil y su salpicadero, el
Bufón supuso que se trataba de un Ford Consul o un Zephyr. El
color tenía que ser azul o negro. Era asombroso los detalles que
pude recordar con la ayuda de mi amigo. Después de tomarnos el
café, ya nos habíamos hecho una idea más o menos precisa del
hombre que había que buscar.
Hacia el final del tercer café exprés, el Bufón entendió la inten-
sidad de mi amor por Alexander y mi necesidad de ir a Singapur.
—En ese caso, lo que necesitas es conseguir toda la pasta que
puedas, tan rápido como puedas, ¿no te parece?
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—Sí, eso es.


—Entonces, tienes que organizarte, ¿verdad?
—Verdad.
—Bueno, pues podrás empezar a hacerlo en cuanto te vengas a
vivir con nosotros, los clientes pueden venir al piso. Podríamos
montar algo realmente bueno, entre los tres. Podríamos montar
nuestro propio garito y hacer una fortuna, ¿verdad?
—¿Te refieres a abrir un burdel?
—Una casa del placer para los hombres de negocios cansados.
No emplees palabras gastadas como «burdel», por favor. Rebaja
la categoría, ¿me comprendes?
—¿De verdad podríamos hacer un montón de pasta
rápidamente?
—Joder, eso está hecho, chaval.
—¿Lo suficiente para poder largarme a Singapur?
—¿Por qué no?
—Entonces, adelante. Vamos a por ello —convine—. Pero no
me puedo ir a vivir con vosotros inmediatamente.
—¿Por qué no?
—Por John Tenis, es un buen tipo, no puedo largarme de su
casa así como así. Además, se ha portado muy bien conmigo, de-
centemente, ¿sabes?
—Entonces, ¿cuándo?
—Dame una semana, se lo debo, ¿vale?
—Tómate el tiempo que necesites, Poeta, John es majo. Pero
toma esto, puede que te haga falta.
El Bufón me entregó unos papeles.
—¿Qué es?
—Una nueva identidad, por si te pillan. Dale las gracias al Mo-
torista, parece que le has caído en gracia.
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Entre los papeles había un carnet de conducir, una partida de


nacimiento y un montón de cartas dirigidas a un tal Edwin Lar-
kin, de dieciocho años. El Bufón me dijo que me aprendiera los
datos de memoria, sobre todo la fecha de nacimiento y la direc-
ción, de Manchester, y que llevara los documentos conmigo a to-
das horas, sólo por si acaso.
—Y si te pillan, no olvides hablar como si fueras de
Manchester, y deshazte de todos los documentos que lleven tu
verdadero nombre. —Viendo mi gesto de preocupación, siguió
hablando—. No te preocupes, no corres ningún riesgo, el Mo-
torista los obtuvo de un buen amigo suyo, un tipo de fiar.
—¿Y tú?
—Yo ya tengo los míos, hace años. Todos los chaperos organiz-
ados tienen documentos de identidad falsos, y Angel y yo estamos
bien organizados. ¿Cómo crees que nos las hemos arreglado hasta
ahora para que no nos pille la poli? Y recuerda, vamos a ganar una
fortuna trabajando juntos. Hablando de trabajo… Sólo hay dos
razones por las que hay que trabajar, Poeta: la primera, porque
estás haciendo con tu vida lo que realmente quieres hacer y la se-
gunda, para conseguir el dinero con el que hacer lo que realmente
quieres hacer. Y eso es justo lo que vas a hacer, ¿no? Te vas a ir a
Singapur, ¿no?
—¡Pues claro que sí! —exclamé al tiempo que le arrojaba los
brazos al cuello.
—Tranquilo, Poeta, a veces la gratitud es la obligación que si-
enten aquellos que no están seguros de sus amigos o quienes son
incapaces de detectar la trampa cuando reciben un regalo de un
cliente. Al Motorista le gustas, es así de sencillo. No quiere verte
entre rejas. Dijo algo sobre una mañana en que le tapaste en la
cama.
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—Estaba muerto de frío y parecía tan asustado… Sólo le tapé


con su manta, eso es todo, aunque estuve a punto de darle un
beso en la frente.
—¡Y con las otras mantas, de la otra cama!
—Sí, es cierto pero ¿cómo sabe que fui yo? Estaba dormido
como un tronco.
—Nos lo preguntó cuando nos levantamos, y puesto que no
había sido ninguno de nosotros, tenías que ser tú. Dijo que era la
primera vez que se había despertado sintiéndose calen-tito y arro-
pado, y que además preparas unas tostadas estupendas. Ése es el
Motorista.
—Es una persona muy frágil, ¿verdad?
—Todos lo somos, Poeta, pero ya sé a qué te refieres. Se es-
fuerza mucho por colocarse esa coraza de tipo duro, pero sólo es
un niño asustado, como el resto de nosotros. Sin embargo, su
miedo habita muy cerca de la superficie, se ve cómo lo prueba
cada vez que respira. No es que hable mucho, pero una vez, un día
que estaba un poco cabreado, le oí decirle a otro chico del Dilly:
«No tengo miedo de nadie, no importa lo grande o lo duro que
sea, pero estoy aterrorizado de mí mismo». El chico le preguntó
qué había querido decir con aquello, de modo que le contestó:
«Puedo pelearme con esos cabrones cuando los agarro, pero en tu
cabeza no puedes agarrarlos». El chico se alejó atemorizado,
como haríamos cualquiera de nosotros, y el Motorista se limitó a
echarse a reír.
Dejé al Bufón en el Dilly y al cabo de una semana, después de
mucho meditar mi marcha del piso de John Tenis, me mudé al
nuevo apartamento. John me dijo que allí siempre habría un sitio
para mí, cuando lo necesitase. No creí necesario explicarle mis
planes, aunque sí le dije que tenía que ir a Singapur, y que haría
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todo cuanto hiciese falta para conseguirlo. Creo que lo


comprendió.
Para mi recibimiento, la Esbelta preparó un auténtico festín de
bienvenida. Más tarde, Angel entró en mi habitación con un bote
de nata fresca cuando el resto de los inquilinos estaban dur-
miendo. Era su forma de celebrar mi regreso al hogar, de modo
que nos pasamos la noche untando la nata y nos quedamos dor-
midos en los brazos del otro. Me sentía estupendamente en casa.
A lo largo de los meses siguientes, organizamos a la perfección
nuestra casa del placer. Le pagábamos al Banquero un porcentaje
por cada cliente que nos traía y a la Esbelta una cantidad similar
por cuidar de nosotros. Nos acostábamos con los chicos individu-
almente en nuestra propia habitación o a veces Angel y yo traba-
jábamos en pareja, haciendo espectáculos para los clientes más ri-
cos. De vez en cuando montábamos verdaderas orgías para los
que tenían ganas de dilapidar su fortuna. Cuando el Motorista re-
gresó de casa de su hermana, se acostaba con los clientes a los que
les gustaba que los pegaran y ese tipo de cosas, o se lo montaba
con su novia para los que les gustaba mirar. El dinero entraba a
espuertas y lo guardábamos en la caja de seguridad de la Esbelta.
Los clientes llegaban a la casa, hacíamos lo que querían que
hiciésemos, se marchaban satisfechos y luego nos preparábamos
para recibir a los siguientes, igual de satisfechos.
Reconocíamos a algunos de los tipos de los periódicos o de la
televisión, pero nunca hicimos ningún comentario. Tenían
derecho a su fiesta particular, igual que todo el mundo. No hay
duda de que si todos los chaperos y las putas decidiesen hacer
públicos los nombres de sus clientes, el mundo de la política,
entre otros, sufriría una buena convulsión. Sin embargo, el
destapar los secretos de los demás no era ni es mi fuerte. Eso lo
dejo a las almas puras e incorruptas.
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Así, sin preocuparnos demasiado por quiénes eran nuestros


clientes, hicimos todo lo posible por satisfacer sus necesidades,
siempre y cuando pudiesen pagar el precio impuesto, que no era
negociable, salvo si era para pagar más. Experimentábamos con
diversas formas de complacer a nuestros huéspedes, y siempre los
tratábamos como tales. Para quienes venían con tiempo, les
dábamos masajes con aceites corporales (una idea de Angel). Y a
los que venían con el tiempo justo, les dejábamos que se corrieran
tan rápido como quisiesen. Nuestra filosofía era simple: obtener
grandes ingresos y conseguir un rápido regreso. Es decir, pre-
tendíamos sacar el mayor beneficio y hacer que el cliente quisiese
repetir muy pronto. También nos esforzábamos por obtener el
máximo placer sexual posible de todas las situaciones y escenas
que ideábamos. Cuanto más disfrutábamos, más disfrutaba el
cliente.
La única escena en la que siempre me negaba a participar era
cuando el cliente quería atarme. Sencillamente, no podía hacerlo
y perdí mi erección la vez que lo intenté con uno de mis clientes
fijos. Sin embargo, la mayoría obtenían lo que querían, con cuatro
chicos y una chica donde elegir. Sin lugar a dudas, la historia que
más les gustaba escuchar a los clientes era cómo nos lo hacíamos
con otros chicos en la escuela. Cuando el tipo se ponía realmente
cachondo y estaba más dispuesto que nunca a aflojar la pasta, le
ofrecíamos compartir la cama con otro de los chicos. Angel y yo
practicamos el ritual de la nata fresca tantas veces que casi perdi-
mos el interés en practicarlo nosotros solos, aunque las
variaciones nos permitían seguir disfrutando de sus placeres.
El dinero dejó de ser un problema, y mientras los demás se
gastaban el suyo en ropa y cosas así, yo ahorraba el mío y se lo
confiaba a la Esbelta. Ella opinaba que mi plan de ir a Singapur
para estar con Alexander era «sencillamente divino». Ésa era su
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palabra favorita: «divino». También le parecía «divino» que le en-


viase a John Tenis pequeños regalos por haberme enviado la
nueva dirección de Joseph en Singapur.
A veces me tomaba la molestia de ir a ver los chaperos de la
calle, para hablar con ellos, sobre todo cuando las cosas no les
iban bien, y les invitaba a comer o les daba unas cuantas libras.
Les pregunté a los demás si también ellos hacían lo mismo con
otros chicos del mundillo y sentí un gran alivio al descubrir que
no sólo lo consideraban algo perfectamente normal sino también
una especie de obligación de compartir la buena fortuna de uno
con los demás. O, en palabras del propio Bufón:
—¿Qué otra persona está preparada para ayudar a un chapero
sin que tarde o temprano quiera también su culo o su alma o
ambos?
—Te lo digo en serio, Bufón, llegará el día en que haré algo por
ayudar a los chicos que se dedican a la prostitución. Crear una in-
stitución o un proyecto o algo así.
—Eso está muy bien, Poeta, pero te crucificarán si lo intentas.
¿Un chapero ayudando a otros chaperos? ¡Ni lo sueñes!
Supuestamente desaparecido.

La noche en que Angel no apareció por el piso, ninguno de noso-


tros se preocupó demasiado, pues todos nos tomábamos nuestras
horas libres de vez en cuando para nuestros propios asuntos sin
dar explicaciones. A veces necesitábamos espacio para nosotros
mismos. Angel no era ninguna excepción: en ocasiones salía por
su cuenta a hacer la calle, igual que yo. Era una especie de adic-
ción que sentíamos por aquel submundo. Necesitábamos tocarlo
de cerca sólo para asegurarnos de que todavía estábamos en
forma. No es que necesitásemos el dinero, era más complicado
que eso. Los chicos como Angel y yo llevábamos en la calle tanto
tiempo que la llevábamos en la sangre, formaba parte de nosotros,
y no estar en contacto con ella de vez en cuando era como no ser
nosotros mismos.
No fue hasta al cabo de dos días cuando empezamos a expres-
ar nuestra preocupación en voz alta. ¿Lo habrían detenido? ¿Lo
habrían secuestrado, como me había pasado a mí? ¿Habría vuelto
a algún correccional desconocido? Ninguno de nosotros lo sabía, y
sólo podíamos hacer conjeturas al respecto. El Motorista estaba
convencido de que la policía lo había atrapado y lo había
mandado de nuevo al reformatorio.
Comenzamos la búsqueda. Fuimos a todos los lugares que
sabíamos que le gustaban. Llamamos a varios clientes y fuimos a
los sitios que no le gustaban. Nada. Ninguna de nuestras
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pesquisas dio resultado. El Motorista, convencido como estaba de


que lo habrían mandado a algún correccional, persuadió al Bufón
para que telefonease a todos ellos, aunque lo cierto es que no le
hizo falta demasiado poder suasorio para convencerlo. Llamó a su
asistente social, que pretendía que el mismo Bufón se entregase y
volviese por su propia voluntad al reformatorio. El Bufón lo es-
cuchó con frustración y al final le arrancó la promesa de que com-
probaría si habían detenido a Angel. Cuando el Bufón volvió a
telefonearle a la hora acordada, supimos por su cara que Angel no
estaba en comisaría ni en ningún correccional. El Bufón colgó el
aparato y nos miró, ansioso y azorado. No se le ocurría ninguna
frase ingeniosa para la ocasión. Le dije a la Esbelta que me diera
el dinero que había estado guardándome y lo repartí entre el
Bufón, el Motorista, su chica, la propia Esbelta y varios chicos de
la calle. Enseguida me quedé sin un penique y seguíamos sin ten-
er ni idea del paradero de Angel.
Decidimos emprender la búsqueda por distintas partes de la
ciudad y regresamos al piso al final de la noche con las manos
vacías y una ansiedad creciente. El Bufón nos dijo que había in-
tentado que el Banquero le diese los nombres y direcciones de to-
dos los clientes que preferían irse con los más jovencitos, pero el
Banquero se había negado a dárselos. La solución que ideó el Mo-
torista era expeditiva e inmediata a la vez: él y yo irrumpiríamos
en el piso de Earl’s Court al día siguiente y nos llevaríamos la
agenda.
Llegamos a Earl’s Court hacia mediodía y esperamos un rato
para ver si veíamos movimiento por el piso. El Actor salió con la
colada a cuestas: aquello nos dejaba un margen de una hora.
Después de comprobar si la llave estaba en el sitio de costumbre,
el Motorista soltó un exabrupto, pues no lo estaba. Aporreó la pu-
erta para ver si había alguien dentro y, como no respondiera
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nadie, se puso manos a la obra. Sacó una barra de acero del interi-
or de su abrigo y en un abrir y cerrar de ojos, forzó la puerta. Diri-
giéndome directamente a la cama del Banquero, encontré su
agenda de direcciones casi con demasiada facilidad. Estaba en-
cima de un montón de libros. El Motorista, animado por la emo-
ción de haber entrado por la fuerza en la casa, empezó a registrar
todo el apartamento en busca de… bueno, ya os lo podéis imagin-
ar. Estaba excitadísimo. Antes de darme tiempo siquiera a prote-
star, ya había forzado los cerrojos de la puerta de la habitación del
Actor y estaba en su interior como si fuera un harón persiguiendo
un conejo. Sabía exactamente lo que quería y se fue directo a las
maletas. Sin más ceremonias, abrió una de ellas por la fuerza.
—Échale un vistazo a esto, Poeta —dijo, asombrado.
—Déjalo, Motorista. Ya tenemos lo que hemos venido a buscar.
Larguémonos de aquí.
—Tenemos mucho tiempo todavía, vamos, sé que sientes la
misma curiosidad que yo. Ven a ver esto.
Por supuesto, tenía razón. Miré por encima de su hombro y
mis ojos se detuvieron en el contenido de la maleta.
—¿Qué es eso? —pregunté—. Parece mazapán.
—Creo que son explosivos. ¡Explosivos plásticos!
—Déjalo, Motorista. Eso no es asunto nuestro.
—Dame un minuto —dijo al tiempo que abría otra de las
maletas.
—¡Detonadores! ¡Joder, Poeta! ¡Es un puto arsenal! Nos han
tenido dando vueltas con suficiente mierda como para volar diez
bancos. ¿El cliente del Actor? ¿Lo has conocido personalmente?
—¡No, ni ganas! Larguémonos de aquí a toda leche, por favor,
Motorista. No puedo soportarlo.
—Debe de estar compinchado con los hermanos Dalton, ¿no
crees?
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—¡Motorista! Me importa un carajo quién está compinchado


con esos dos. Vámonos. Ya tenemos lo que queríamos. ¡Motorista!
Es Angel quien nos interesa, y no esta maldita mierda.
—No creas que es tan sencillo, Poeta. Lo sabrán, él lo sabrá,
me refiero al Actor. Sabrán que hemos sido nosotros los que
hemos forzado la puerta.
—¿Ah, sí? A ver, dime cómo coño lo van a saber.
—Venga, Poeta. ¿Quién si no iba a hacerlo?
—Bueno, ¿y qué hacemos? No tenemos mucho tiempo, ¿no?
—Le prendemos fuego al piso y hacemos que parezca un
accidente.
—La puerta principal… ¡La hemos forzado, por el amor de
Dios! Eso no parecerá un accidente. Por Dios santo, Motorista,
puede haber gente en el piso de arriba. ¡Déjalo! ¡Déjalo y
vámonos!
—¡Pero vendrán a por nosotros!
—¡No si lo dejamos todo tal como lo encontramos!
—No seas estúpido, Poeta. Escucha, tenemos que protegernos,
¿verdad? Supongo que no hace falta que te recuerde lo que le
hacen a la gente, ¿no?
—¿Y por qué no le damos el chivatazo a la poli?
—¿Qué? ¿Hacer que encuentren este alijo?
—¿Por qué no? Parecería como si supiesen lo que andaban
buscando.
—No soy ningún soplón, Poeta.
—Escucha, Motorista, sólo quiero salir de aquí y encontrar a
Angel, y soplarnos a la poli es mucho menos peligroso que pren-
derle fuego al piso, ¿vale? ¿De verdad crees que el Actor no sabía
nada de todo esto? Bueno, vámonos de aquí. Vámonos he dicho,
¿vale?
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—¡Yo digo que le peguemos fuego! —exclamó mientras tiraba


la barra de acero en lo alto de una caja—. Nos han tenido trans-
portando esta mierda por todo el puto metro por una miseria.
¡Podrían habernos matado!
—¡Te digo que no, Motorista! Por favor, sólo lo estás utilizando
como excusa. Sólo piensas que te han estado engañando y esta-
fando. Es evidente que tu vida debe de haber sido un infierno y
que te habrán estafado un millón de veces. ¡Pero si quieres pren-
derle fuego al mundo entero, por amor de Dios! Lo pasado, pas-
ado está, ¿vale? Déjalo ya.
—¡Sólo pienso que quiero seguir con vida mañana y que no me
corten las pelotas! —gritó al tiempo que abría una caja de cerillas.
—Hasta cierto punto, de acuerdo, tienes razón, pero no hagas
algo que podría matar a gente inocente, porque te arrepentirías
durante el resto de tu vida. Escucha, se necesita más valor para
salir como si tal cosa de este piso, y tú lo sabes. Así que vamos, yo
sé que no eres ningún gallina. Vámonos de aquí. ¡Maldita sea,
Motorista, no hablaría así si no me importases! ¡Tú sabes que me
importas! Tú me enviaste esos documentos de identidad con el
Bufón porque estabas preocupado por mí. Bueno, pues ahora soy
yo quien está preocupado por ti. Tú sólo confía en mí, deja que me
ocupe de ti ahora mismo porque no estás pensando con claridad.
Y ahora, vámonos, ¿vale?
—Eso no es justo, Poeta.
—¡Tú cierra esas maletas y vámonos de aquí! Además, la ex-
plosión haría volar por los aires todos los edificios de la puta calle,
mira cuánta mierda hay aquí. Piénsalo. Yo me voy, contigo o sin
ti.
—Eso es un golpe bajo, Poeta. Juegas sucio.
—Sólo con las personas a las que quiero, Motorista. Venga,
vámonos.
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Con gran alivio por mi parte, el Motorista guardó las cerillas y


me siguió hasta el exterior del cuarto del Actor y del piso. De-
jamos la puerta tal como estaba, abierta de par en par. Mientras
nos dirigíamos a la estación de metro, no pude evitar pensar que
es mejor no saber ciertas cosas. El saber las cosas implica que
luego hay que tomar decisiones y que nada vuelve a ser lo mismo
de nuevo. Ahora conocíamos el gran secreto del Actor: era un al-
macenista para los matones de Londres. Estaba metido en el ajo
hasta el cuello y, teniendo en cuenta los vínculos que había entre
el Banquero y su cliente, seguramente el propio el Banquero tam-
bién estaba metido en el asunto. Era mejor para nosotros no saber
nada. Podríamos haber estado transportando algo tan inofensivo
como unas cuantas revistas porno por el metro, pero por otra
parte… en fin, ¿quién sabe?
En la agenda del Banquero sólo había un par de nombres y
direcciones que no conociésemos entre todos. Mientras el Bufón y
yo nos dirigíamos a una de ellas, el Motorista salió con su novia a
ver qué sabían de Angel en la otra. De camino a la primera, puse
al Bufón en antecedentes acerca del secreto del Actor. No pareció
impresionarle mucho, estaba demasiado inquieto por la ausencia
de Angel. El cliente resultó ser un tipo al que conocíamos con otro
nombre y nos dijo que la última vez que había visto a Angel había
sido en nuestro piso. Las indagaciones del Motorista resultaron
igual de infructuosas, con el agravante de que el tipo al que había
ido a ver se había cagado en los pantalones ante la sola idea de
que pudiesen implicarlo en un asunto tan sórdido.
—Sólo nos queda una alternativa, Poeta. Tenemos que encon-
trar esa fábrica del East End donde ese cabrón te retuvo —dijo el
Bufón esa noche—. Nos equiparemos y nos pondremos en marcha
mañana mismo.
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Equiparse significaba echar mano de todas las armas que


pudiésemos y así lo hicimos: el Motorista con su barra de acero, el
Bufón con un martillo y yo mismo con un cuchillo. Nos encamin-
amos hacia el East End y los muelles con paso decidido y mientras
seguíamos andando y recorriendo todas las calles, mis dos amigos
me preguntaban y me animaban a recordar, pero todo era inútil.
Todos los edificios me parecían iguales. Cuando estábamos a
punto de darnos por vencidos, al cabo de unas seis horas, el Bufón
habló de repente.
—¿Y ése, Poeta?
—Podría ser, no estoy seguro. Todos los coches se parecen
mucho.
—¡Pero éste está aquí, Poeta! ¿Qué me dices del color? Es
azul… Dijiste que te parecía que el coche era azul.
Al asomarme al interior del coche, me vinieron a la mente los
recuerdos de todo lo ocurrido. Era el mismo coche.
—¡Es éste!
—¿Estás seguro? —me preguntó el Bufón.
—Si él lo dice, con eso me basta —dijo el Motorista entre
dientes.
—Estoy seguro, éste es el coche —dije, atragantándome con las
palabras.
El Bufón me rodeó los hombros con el brazo y trató de
tranquilizarme.
—Tómate el tiempo que necesites, Poeta. ¿Qué edificio es?
Tranquilo, no te precipites. Sólo mira a tu alrededor y trata de re-
cordar. No hace falta que entres.
—¡Pero quiero entrar! ¡Quiero ir! ¡Quiero enfrentarme cara a
cara con él! No estoy seguro, pero tiene que estar abandonado,
vacío, con las ventanas tapiadas. ¡Como ese de ahí!
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El edificio era un viejo almacén aparentemente vacío. Sin


hacer ruido, comprobamos las ventanas y las puertas hasta que
descubrimos un tablón suelto sobre una ventana rota. Como si
fuéramos ratones, entramos en silencio y nos quedamos de pie en
la oscuridad, dejando que nuestros ojos se acostumbrasen a la
falta de luz. Al igual que un viejo aparato de televisión que aca-
base de encenderse, una escena empezó a dibujarse a nuestro
alrededor, muy despacio. Delante de nosotros había un estrecho
pasillo al fondo del cual se abría una puerta entornada. El corazón
me palpitaba con fuerza en el pecho y los latidos retumbaban en
mis oídos como si fuese un tambor. A mitad de camino por el
pasillo, nos quedamos paralizados al oír una voz sorda. ¡Re-
conocía aquella voz! ¡Era él! Extraje mi cuchillo del cinturón y es-
tuve a punto de abalanzarme sobre la puerta, pero el Motorista
me agarró y me empujó con firmeza pero con suavidad contra la
pared. En mi interior, había perdido el control por completo.
Sentía deseos de matar a aquel mal nacido, y el Motorista había
reconocido los signos. Mientras el Motorista me susurraba que
me tranquilizase, el Bufón empezó a acariciarme el rostro.
—Cálmate, Poeta. Ése no va a ir a ninguna parte. Ahora me
toca a mí cuidar de ti, ya te llegará tu oportunidad. Cuando ab-
ramos la puerta, nos separaremos y le atacaremos desde distintos
ángulos, pero no hagáis nada hasta que yo dé la señal, ¿de
acuerdo?
Nos separamos entre las sombras mientras aquel canalla le
hablaba con su voz canalla a la figura agazapada que había en el
suelo, debajo de él. Ese ser mezquino y asqueroso debe morir, y
voy a encargarme de que así sea, pensé. En mi mente vi la imagen
del cuchillo clavándose hasta el fondo del corazón de aquel ser de-
spreciable, poniendo fin a su pervertida existencia para siempre.
Si el Motorista no actuaba pronto, sería yo mismo quien me
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abalanzase sobre el monstruo, yo solo. Ya no podía esperar más.


Me lancé hacia el espacio vacío y oí al Motorista gritar.
—¡Vamos a por ese cabrón!
El Motorista llega allí primero y deja caer su barra con fuerza
sobre la espalda del miserable. A continuación, el Bufón golpea
con su martillo el codo del ruin e infame mal nacido. El mal
nacido grita y sus aullidos de dolor son como música para mis oí-
dos. Quiero oírle implorar piedad antes de matarle. Lo embisto,
con el cuchillo apuntándole al pecho, y tropiezo con el cuerpo que
hay debajo de mí. Caigo a su lado y descubro que es Angel. Está
perdido en algún mundo narcotizado y obviamente aterrorizado
por cuanto está sucediendo a su alrededor. Para que todos me
oigan pese al ruido de los puñetazos, los golpes y los insultos,
tengo que ponerme a gritar con todas mis fuerzas.
—¡Es Angel! ¡Es Angel! ¡Es Angel!
Inmediatamente, los otros dos dejan de golpear el cuerpo mal-
trecho e inconsciente del canalla que hay en el suelo.
—¡Necesitamos luz! —exclamo.
El Motorista rompe uno de los postigos y la luz penetra en el
interior y nos muestra la escena a plena luz del día. Angel está
acurrucado en la misma postura en que había estado yo y no
parece reconocernos. No deja de asentir con la cabeza. Sé lo que
está haciendo: quiere vivir, está tratando de sobrevivir. El Mo-
torista registra el cuerpo del mal nacido y encuentra las llaves
para liberar a Angel.
—Vamos a asearle un poco y a vestirle —dice el Bufón con un
hilo de voz y con la cara húmeda por la rabia y las lágrimas, temb-
lando sin cesar.
Busco el cuchillo a tientas en el suelo y cuando mis manos lo
encuentran, me abalanzo sobre el pecho del canalla. El Motorista
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por poco me rompe la muñeca de una patada y el cuchillo sale


despedido por los aires.
—¡Tiene que morir! —grito.
—Tal vez —dice el Motorista mientras recoge el cuchillo y me
lo ofrece con la mano—. No, tienes razón. ¡Debe morir! Adelante,
Poeta, mátalo. ¡Clávale el cuchillo, híncaselo hasta que muera! ¿A
qué estás esperando? ¡Hazlo! ¡Mata a ese cabrón! ¿A qué esperas?
—grita, blandiendo el cuchillo en el aire.
Crispado por la ira, el Motorista me muestra una imagen de mí
mismo y me quedo paralizado de horror ante lo que ven mis ojos.
Miro al pobre Angel, completamente drogado, luego al Bufón,
luego al cuerpo ensangrentado y tendido en el suelo de aquel ser
despreciable y por fin, de nuevo al Motorista. Chillando, pror-
rumpo en un llanto incontrolado.
—Tiene que morir, tiene que morir… —digo entre sollozos,
mirando el cuerpo de Angel, que el Bufón estrecha entre sus
brazos.
Pese al dolor que siente, el Motorista se pone al frente de la
situación.
—Bufón, viste a Angel. Vamos, yo te ayudaré. Poeta, busca las
llaves del coche y trae el martillo y la barra.
Mientras el Bufón y yo sostenemos a Angel, el Motorista en-
cadena al mal nacido a un poste que hay en medio del suelo y ar-
roja las llaves al otro extremo de la habitación. Acto seguido,
como si tuviéramos todo el tiempo del mundo, se pone a rebuscar
en los bolsillos del canalla y le quita todo el dinero. Echando
mano del cuchillo, le deja la ropa hecha jirones y con toda calma
empieza a limpiar nuestras pisadas y cualquier otra huella.
—Volverá en sí dentro de un par de horas y hará sonar la voz
de alarma. Va a tener que dar un montón de explicaciones. No le
quedarán ganas de tocar a otro chapero en una buena temporada.
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Nos llevaremos a Angel a casa y luego nos desharemos del coche.


Vámonos.
No fue hasta más tarde, en el coche, mientras me curaba las
heridas de la muñeca, cuando me di cuenta del modo en que el
Motorista había logrado salvar la situación. Le di las gracias y dijo
que cualquiera de nosotros habría hecho lo mismo. Era una per-
sona generosa hasta el límite, pues dudo que, en su lugar, yo hu-
biese sido capaz de detenerle. El saber que había estado a un paso
de asesinar a alguien me daba escalofríos de terror. Supe entonces
que era capaz de matar a otro ser humano.
El Bufón y yo nos acomodamos en el asiento de atrás con
nuestro narcotizado amigo entre ambos. El Bufón no dejaba de
hablarle, diciéndole que todo había terminado y que ya estaba a
salvo, y los dos lo acariciábamos. En un momento dado, el Bufón
me miró a los ojos y dijo que ahora entendía todo lo que había
tenido que pasar.
—Lo más terrible —empecé a decir mirando al respaldo del
asiento delantero— es que creía haber eliminado todo el odio que
llevaba dentro. Creía que había superado lo ocurrido, que tenía
mis instintos violentos bajo control, pero de no haber sido por ti,
Motorista, lo habría matado. Crecí rodeado de violencia y la
odiaba con todas mis fuerzas, y sin embargo, he estado a punto de
convertirme en un asesino.
El Motorista me miró por el espejo retrovisor.
—Oye, después de lo que debes de haber pasado y de lo que
Angel debe de haber pasado, cualquiera habría reaccionado igual
que tú. Cualquiera. ¿Verdad, Bufón?
—Es cierto, Poeta. Pero ahora ya lo has exteriorizado, ya está
fuera de ti y sabes que puedes enfrentarte a ello.
—Sí, Poeta. Es como aquello que me dijiste el otro día. Lo pas-
ado, pasado está, ¿recuerdas?
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—Lo sé, pero estoy muy confuso. Lo que quiero decir es que no
entiendo cómo alguien que odia la violencia puede querer matar a
otra persona. Es una locura, ¿no? —pregunté, aunque no esperaba
una respuesta.
—¡Eso es! ¡Tú mismo lo has dicho! —exclamó el Motorista—.
Es una locura. Todo lo que ha ocurrido era una locura. Es una lo-
cura, así que ¿cómo puedes esperar comportarte como una per-
sona cuerda en una situación completamente irracional? Si lo
hicieses, eso sí sería una auténtica locura, ¿no te parece? No fui-
mos nosotros quienes creamos la locura, recuérdalo, lo único que
hicimos fue enfrentarnos a ella del mejor modo posible e hicimos
lo que teníamos que hacer, nada más y nada menos.
—¡Pero me da pánico saber que soy capaz de matar! —grité.
—Todos somos capaces de matar, Poeta, todos. No estás solo
—dijo el Motorista mirando al retrovisor—. En determinadas cir-
cunstancias, hasta tu abuela sería capaz de matar. Tienes suerte
de haberlo descubierto ahora que aún eres un niño.
—Tiene razón, Poeta —intervino el Bufón tomándome de la
mano—. Y no olvides que las palabras son del todo inútiles
cuando el enemigo habla otro idioma. Sí, claro que utilizamos la
violencia, pero nos detuvimos antes de que la violencia nos util-
izase a nosotros. Hay una gran diferencia.
—Pero yo no quería detenerme. Quería oírle implorar miseri-
cordia y quería verlo muerto. Para serte sincero, aún quiero. —De
pronto, el Motorista paró el coche a un lado de la carretera.
—Mierda, mirad quién está ahí —dijo al tiempo que golpeaba
el volante.
Entrando en la parte de atrás de un coche, un coche que todos
reconocimos, justo en la puerta de nuestro piso, estaban el Actor y
el Banquero. En el asiento del conductor iba el pederasta de los
hermanos Dalton y junto a él iba otro hombre con aspecto de tipo
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duro. El Bufón creía que era el viejo rico amante del Actor. Nin-
guno de ellos parecía excesivamente contento. Una vez más, de-
jamos la situación en manos del Motorista. Nos dijo a mí y al
Bufón que esperásemos en el coche mientras él comprobaba que
no hubiese moros en la costa. Regresó al cabo de unos minutos.
—Tenemos pista libre. Vosotros dos llevad a Angel adentro y
yo aparcaré el coche en la esquina. Tengo el presentimiento de
que vamos a necesitarlo.
Después de darle a Angel un baño y de meterlo en la cama,
acordamos que uno de nosotros debía quedarse con él hasta que
se le pasase el efecto de las drogas. No logramos conciliar el sueño
y a la mañana siguiente supimos que teníamos que desaparecer de
Londres por una temporada. Lo único que la Esbelta supo de-
cirnos era que habían venido unos tipos preguntando por noso-
tros, pero con aquello teníamos más que suficiente: evidente-
mente, sabían que habíamos sido nosotros quienes habían en-
trado en el apartamento de Earl’s Court. Cuando Angel se desper-
tó, lo pusimos al corriente de los últimos acontecimientos y estuvo
de acuerdo con nosotros en que teníamos que marcharnos. El Mo-
torista aconsejó a la Esbelta que les dijera a los hombres la verdad
la próxima vez que viniesen buscándonos, que nos habíamos ido y
que ella no tenía ni idea de dónde estábamos. Le dimos un beso y
la abrazamos y al cabo de una hora íbamos de camino al Norte,
fuera de Londres. Angel se sentó junto a mí y yo lo rodeé con mis
brazos. No hacían falta palabras. Me limité a acariciarlo y a de-
jarlo tranquilo. En mi mente y en mi corazón, se convirtió en to-
dos los chaperos que lo han sido algún día y en los que van a serlo.
Algún día, algún día la gente lo sabrá. Cuando Angel se echó a
llorar, yo hice lo mismo, y también el Bufón, e incluso el duro del
Motorista. Algún día, algún día.
La hora de hacer balance

Cuando se hizo evidente que no teníamos ningún sitio adonde ir,


le dije al Motorista que se dirigiera a Farnborough, al piso de
Joseph. Todavía tenía las llaves y, con el alquiler pagado por ad-
elantado, era el escondite perfecto, al menos hasta que decidiése-
mos qué hacer a partir de entonces. Sin embargo, debo confesar
que retrasé el momento de mencionarles el lugar tanto como
pude. El llevar a otras personas, aunque fuesen amigos, al lugar
donde Alexander y yo habíamos hecho el amor me hacía sentir
una extraña sensación…
Después de abrir la puerta y meterme las llaves en el bolsillo,
me tropecé con la pequeña pila de cartas que había en el suelo y
me detuve en el recibidor. Inspiré hondo. Percibía el recuerdo de
Alexander con mis cinco sentidos. Lo veía quitándose la camisa
blanca… Olía… Notaba el tacto y el sabor de sus labios rozando los
míos…
—Vamos, Poeta. Enséñanos esto —dijo Angel interrumpiendo
mi ensoñación.
—Aquí es —acerté a decir mientras los demás entraban en el
piso—. Aquí estaremos a salvo.
La mayoría de las cartas eran para Joseph, pero había una con
mi nombre escrito en el sobre. Sólo mi nombre. Evidentemente,
alguien la había traído en mano. Dejé las otras y rasgué el sobre.
157/259

Mi querido Richie:

Imploré y supliqué a mis padres que me enviasen a


estudiar a Inglaterra, pero insistieron en que me fuese con
ellos. Me siento tan vacío y perdido al saber que nos van a
separar… Lo cierto es que ni siquiera sé si recibirás esta
carta, eres tan escurridizo… De modo que he enviado una
copia a la dirección que me diste, la de Londres, al piso de
John. Ni siquiera tengo ninguna foto tuya. Espero que no
pienses que tengo un aspecto ridículo en la mía. Odio el
uniforme de la escuela, pero es el único retrato del que he
podido echar mano con las prisas. Creo que mi padre so-
specha de nosotros. Evita hablar del tema y sólo hace el
ridículo, ya sabes cómo son los padres… Creo que te vio el
otro día, cuando me acompañaste a casa. De todos modos,
me trae sin cuidado lo que piense porque te quiero con
toda mi alma. Te escribiré a casa de John y te mandaré la
dirección de Singapur en cuanto lleguemos. Por favor,
cuídate mucho amor mío, y escribe cuando puedas.

Te quiere,
Tu querido Alexander.

Leí y releí la carta una docena de veces, mirando la fotografía


de vez en cuando. Mis amigos se quedaron de pie en un extremo
de la habitación, observando y esperando. Los tres empezaron a
carraspear y a mover los pies, ruidos que me devolvieron a la real-
idad, ¿o era a la fantasía?
—Es de él, del chico del que os hablé, Alexander. ¿Os acordáis?
Es una carta de él. De Alexander.
158/259

—O sea, que has recibido una carta de él, ¿no es eso? —dijo el
Bufón con sorna.
—Sí, es de él. Es su letra.
—Apártala de mi vista. Joder, ¿no os dan ganas de vomitar?
¿El amor? ¡Puaj! Me revuelve las tripas —exclamó fingiéndose
asqueado—. Es de él —me imitó—. La carta es de él. ¡Oh, Dios
mío! ¡Es de él!
Agarré lo primero que encontré a mano, que resultó ser un
cojín, y se lo arrojé al Motorista. Lo atrapó en el aire y me lo tiró.
Acto seguido, decidí lanzárselo al Bufón quien, a su vez, empezó a
imitarnos. Era maravilloso volver a ver reír a Angel, era maravil-
loso que todos tuviéramos ganas de reír. A pesar de sus burlas, los
tres quisieron ver la foto de Alexander y fue Angel quien resumió
su silenciosa aprobación.
—¡Muy guapo! ¡Está francamente bien, Poeta!
Era estupendo que la risa fuese lo primero en aparecer en
nuestro nuevo escondrijo: rompió el maleficio de las pasadas lá-
grimas de un modo que todos podíamos entender y compartir.
Supuse que aquello tenía que ser un buen augurio, así que recé
una oración dando gracias a un dios en el que no creía. La risa nos
permitió aliviarnos de algún modo, cambió el estado de ánimo de
todos nosotros.
No tardamos en sentarnos con una taza de té en las manos
para planear dónde dormiría cada cual. El Motorista y el Bufón
decidieron que Angel y yo debíamos quedarnos con la cama y que
ellos dos se las arreglarían en el salón. Al principio, Angel y yo
protestamos un poco, pero cedimos enseguida cuando el Mo-
torista señaló con mucho tacto que los dos habíamos pasado por
un infierno. Aceptamos. Era un buen amigo, hasta había enviado
a su chica a casa de su hermana para que pudiéramos estar
juntos.
159/259

Cada uno de nosotros colocamos encima de la mesita del café


nuestras pertenencias en forma de montoncitos de dinero. La pila
del Motorista nos recordó de dónde había salido aquello y todos
sentimos un escalofrío, pero el Motorista hizo algún comentario
jocoso acerca de mi carta y el buen humor volvió a reinar en el
ambiente. Teníamos lo suficiente para ir tirando durante un par
de semanas siempre y cuando no nos excediésemos en los gastos.
Incluso teníamos dinero suficiente para alquilar un televisor,
señaló Angel, de manera que acordamos que así lo haríamos.
El Bufón dijo que tenía que ponerse en contacto con su asist-
ente social para informarle de que Angel había aparecido. Nos lo
explicó como si estuviese pidiendo nuestra aprobación, de modo
que todos asentimos. El teléfono del piso estaba desconectado, así
que el Bufón salió en busca de una cabina. También se llevó algo
de dinero para hacer algunas compras. A su regreso, le ayudé a
deshacer las bolsas en la cocina mientras Angel y el Motorista
leían los cómics que había traído. Intuí que el Bufón quería de-
cirme algo, así que dejé de moverme y me dispuse a esperar a que
hablara.
—Quiere que nos veamos.
—¿El asistente social?
—Sí, se reunirá conmigo donde yo quiera. Dice que está pre-
ocupado y todo ese rollo.
—¿Y qué le has dicho?
—Que lo pensaría.
—¿Por qué está preocupado? ¿Por Angel? —pregunté, tratando
de facilitarle la labor de contármelo todo.
—Verás, le conté lo que os pasó a ti y a Angel y me dijo:
«Puedo encontrar un centro de acogida decente para que tú y
Philip (ése es el verdadero nombre de Angel) podáis estar juntos».
160/259

Y yo le contesté: «Sí, bueno, ya lo pensaré». Así que me dijo:


«Tenemos que vernos y hablar», y yo le respondí que lo pensaría.
Los ojos del Bufón escudriñaron los míos tratando de adivin-
arme el pensamiento. Extendí el brazo para tocarle.
—Hablar no suele hacer ningún daño. ¿Por qué no te reúnes
con él? —pregunté, presintiendo que aquello era lo que mi amigo
quería hacer de todos modos—. Yo no creo que vuelva a Londres,
¿sabes? Creo que ya he tenido bastante, ¿me entiendes?
—Ya sé qué quieres decir. ¿Y qué vas a hacer? ¿Volver a tu
casa?
—¡La marina! ¡La marina mercante! Puede que vuelva a casa
una temporada breve, pero creo que me alistaré en la marina mer-
cante. ¿Cómo si no voy a volver a ver a Alexander?
—¿Tanto significa para ti?
—Es alguien especial, Bufón. Llevo pensándolo bastante
tiempo. Lo más curioso es que el dueño de este piso, Joseph, ya
me lo sugirió cuando llegué a Londres por primera vez. Parece
que haga siglos. A John Tenis también le pareció una buena idea.
Supongo que de no haber sido por ti y por Angel, me habría enro-
lado hace tiempo.
—Hace siglos que nos conocimos. Han pasado tantas cosas…
¿Te acuerdas de la primera vez que te vi en el Dilly?
—¿Y cuando yo te pregunté cómo te llamabas? —dije, riendo.
—Y yo te contesté: «En boca cerrada no entran moscas». Sabía
que eras nuevo. Mi verdadero nombre es Morris. Es horroroso,
¿verdad? Hace que me sienta como si fuera un jodido coche o algo
así.
—Es un nombre precioso, pero siempre serás el Bufón para mí.
¡Bufón el sabio! Cuidaste de mí, Bufón, y nunca lo olvidaré. ¿Vas a
quedar con el asistente?
161/259

—No podemos seguir así siempre, ¿no crees? Al fin y al cabo,


quiero una educación, ¿no? Pero quiero seguir con Angel.
—Te lo mereces, Bufón. Además, Angel siempre estará a tu
lado. Te necesita tanto como tú lo necesitas a él.
—Si pudiéramos ir al mismo sitio, tal como dice ese asistente,
podríamos seguir juntos y no tardaríamos en cumplir la mayoría
de edad. A lo mejor podría ir a la universidad… Podríamos encon-
trar un piso juntos…
—Ya verás cómo lo conseguirás, y Angel hará lo que tú digas.
Quiere lo mejor para ti, eso lo sabes.
Al cabo de dos días, a pesar de que todos seguíamos sin ex-
presar nuestros deseos con palabras, algo se respiraba en el ambi-
ente, y fue el Motorista el primero en romper el hielo.
—Me largo a casa de mi hermana. No tiene ningún sentido
volver a Londres, ¿verdad? Necesito a mi mujer, ¿no?
—¡Sí! —convinimos todos.
—Estoy pensando en enrolarme en la marina mercante —me
aventuré a decir, mirando a Angel.
Angel me miró a mí y luego al Bufón.
—Y nosotros… ¿qué? —preguntó.
El Bufón titubeó un poco de modo que fui yo quien le contestó.
—¿Por qué no intentáis que os metan en otro centro de aco-
gida, pero a los dos juntos?
El silencio se hizo ensordecedor hasta que Angel, sin apartar la
vista del Bufón, volvió a hablar.
—¿Tú qué dices, Bufón?
—Depende de ti, ¿a ti qué te parece?
Angel me miró y le lancé una mirada de ánimo. Angel agachó
la cabeza y su cuerpo entero respondió.
—Estoy harto de ser un chapero, Bufón.
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—¿Estás seguro? —preguntó el Bufón al tiempo que nos mira-


ba al Motorista y a mí.
—Bueno, yo me voy a casa de mi hermana y me llevo el puto
coche —dijo el Motorista con determinación—, y el Poeta se va a
alistar en la marina mercante, así que sólo quedáis vosotros dos.
No podéis pasaros la vida huyendo, ¿no os parece? Bueno, sí que
podéis, pero… ¿adonde os conducirá eso? Piénsalo, Bufón.
—¡Pero sólo si nos dejan estar juntos! —exclamó Angel.
—En ese caso, llamaré al asistente social y concertaré una cita.
¿Qué te parece, Angel? ¿Te parece bien?
—Sí, estupendo. Hagámoslo.
Una sensación de alivio invadió el apartamento y nuestros
corazones mientras el Bufón y Angel se abrazaban. Tenía los ojos
llenos de lágrimas cuando me dirigí a la cocina para preparar más
té. ¡Estarán a salvo! ¡Eso es lo único que importa!
El Bufón quedó con el asistente social en la estación de ferro-
carril al cabo de dos días y, si todo iba bien, lo traería al piso. El
Motorista decidió marcharse a la mañana siguiente, de modo que
todos bajamos a la calle para despedirlo. Era triste ver marcharse
a un amigo, sobre todo cuando en el fondo de tu corazón sabes
que no volverás a verlo nunca más.
Al día siguiente, Angel y yo nos arreglamos y esperamos a que
el Bufón vuelva acompañado del asistente social. No tengo ni idea
de cómo es uno de esos tipos y siento curiosidad por conocerlo.
Me imagino que será un tanto esnob y que no tendrá la menor
idea de lo que significa ser un chapero. Mientras esperamos, An-
gel y yo nos sentamos cerca el uno del otro; sin embargo, mi
mente vagabundea hasta regresar a mis primeras fantasías de
cuando era aún más joven. Solía escaparme de la realidad realiz-
ando un viaje a mi interior, a mi propia imaginación. Me con-
vencía de que un día mis verdaderos padres vendrían y me
163/259

rescatarían de la vida que me había visto obligado a vivir. Era un


deseo tan real que llegaba incluso a trascender el dolor de la cor-
rea de mi padre para ayudarme a escapar a un mundo interior
lleno de colores. Tal vez porque presiente que estoy en alguna otra
parte, Angel me rodea con el brazo y, unidos, nos besamos afectu-
osamente. Todavía seguimos abrazados cuando la puerta se abre y
entra el Bufón con el asistente social. No tiene pinta de ser un es-
nob ni nada parecido, y sus vaqueros y sus zapatillas de deporte
me pillan por sorpresa, al igual que su saludo.
—Tu debes de ser el Poeta. El Bufón me ha hablado de ti.
¿Podríais darme una taza de té? Estoy muerto de sed. Ah, por
cierto, me llamo Andy.
Al estrecharle la mano le digo algo parecido a que estoy en-
cantado de conocerle y si toma azúcar con el té. Angel me sigue a
la cocina y se queda junto a mí mientras preparo la tetera. Al
volver al salón, nos sentamos junto al Bufón, en el extremo op-
uesto de la habitación donde está Andy. Me resulta extraño llamar
por su nombre de pila a un adulto que no es un cliente. El ambi-
ente está tenso a causa de las expectativas.
—Me he enterado de que últimamente habéis pasado un mal
trago —nos dice Andy a Angel y a mí, interrumpiendo nuestra
charla sobre asuntos triviales.
Angel me toca con la mano, de modo que soy yo quien
responde.
—Sí, supongo que se podría decir así.
—Pero por lo menos os teníais el uno al otro, ¿no?
Me oigo a mí mismo decir «sí». Estoy enfadado conmigo
mismo por mostrarme tan alelado ante la autoridad. Toco a Angel
y éste dice algo.
—Bueno, ¿cuántas posibilidades tenemos?
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—¿De encontraros a ti y al Bufón una nueva casa? Pues yo


diría que bastantes, si eso es lo que los dos queréis.
—¿Qué importa lo que nosotros queramos? —pregunta Angel.
—Bueno, la verdad es que mucho. Ya habéis demostrado que
sabéis cómo fugaros de los sitios, así que no tiene mucho sentido
enviaros, buscaros un nuevo hogar si no sois felices allí, ¿no os
parece? Os escaparías más rápidamente que del anterior. Veréis,
nos interesa a todos hacerlo lo mejor posible. ¿Me seguís?
—¿Y si no nos gusta? —apunta Angel, poniéndolo a prueba.
—Vayamos por partes. Por lo que a mí me consta, os escapas-
teis de aquel sitio porque… en fin, porque los demás chicos se en-
teraron de vuestra relación sexual y de la que manteníais con un
miembro del personal del centro.
—¿Y qué? ¿Qué hay de malo en ello? —suelta Angel—. Allí to-
dos follaban entre ellos, de todos modos. ¡Y no somos unos niños!
—Nunca llegó a demostrarse nada, pero se exigió la dimisión
de ese miembro del personal, cosa que hizo sin rechistar.
—Ése no es nuestro problema —dice el Bufón—. Deberían pre-
ocuparse más por la gente a quien contratan para trabajar para
ustedes. Los chicos ya tienen bastante con lo suyo.
—¡Completamente de acuerdo! Creo que tienes razón —con-
cede Andy—. El caso es que tenemos un contacto en Kent. Un sitio
fabuloso, ubicado en montones de acres de magníficas tierras, y
creemos que podríamos meteros allí. Conocemos al personal y no
tendréis esa clase de problemas.
—¿De verdad? Bueno, lo que quiero decir es que no podemos
dejar de ser como somos, ¿no? No podemos cambiar así como así
—se ríe el Bufón.
—Me temo que no te entiendo —dice Andy al tiempo que toma
un sorbo de té.
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—Verá, tenemos nuestras inclinaciones sexuales y no podemos


dejar de tenerlas, ¿no? Me parece que no lo comprende: lo cierto
es que disfrutamos practicando el sexo con otros hombres. No es
sólo que seamos chaperos. Creo que podemos dejar esa clase de
vida, pero no podemos evitar sentirnos atraídos por personas de
nuestro mismo sexo, ¿no?
—¿Me estás diciendo que sois todos homosexuales? ¿Es eso lo
que estás diciendo?
—¡Joder, claro que sí! —grita Angel, furioso.
—¡Espera un momento! —chilla el Bufón, enfurecido—. Lo que
he dicho es que nos gusta irnos a la cama con otros hombres. Es
usted quien quiere colgarle a eso una etiqueta, no nosotros. ¿Por
qué siente esa necesidad de colgarle una etiqueta a las cosas?
¿Cree acaso que así tendrá algún tipo de control sobre ello o qué?
¿Por qué no puede aceptar lo que decimos, sin más?
—¿De qué otro modo quieres llamarlo sino homosexualidad?
—pregunta Andy razonablemente—. ¡Eso es lo que es!
—¡Eso es una gilipollez! —grita el Bufón—. El hecho de de-
scribir la actividad no significa que se pueda aplicar la misma
descripción a la persona que realiza la actividad. Eso es una puta
solución demasiado fácil.
—No te sigo.
—Cuando hago algo homosexual significa que estoy haciendo
algo homosexual, pero no significa que tenga que ser homosexual
para disfrutar de ello o para hacerlo. Puede que sea homosexual,
pero eso es algo que deberán descubrir los hombres, y no sobre lo
que usted pueda especular. Escuche, las etiquetas son perman-
entes, ¿no? Excluyen todo lo demás y una vez que te la cuelgan,
no te puedes librar de ella jamás.
Andy da un sorbo a su taza de té y asiente con la cabeza.
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—Vale, de acuerdo, ya entiendo qué quieres decir. Estás di-


ciendo… a ver si lo he entendido bien, estás diciendo que es la act-
ividad la que debería etiquetarse, y no la persona. Porque si
etiquetamos a la persona, lo más probable es que nunca deje de
ser lo que dice su etiqueta. ¿Es eso lo que estás diciendo?
—¡Exactamente! —proclama el Bufón—. Es lo mismo para us-
ted, ¿no? Es usted asistente social, ¿verdad? Y distintas personas
reaccionan ante usted por la etiqueta, ¿no? Es decir, ¿cuántas per-
sonas llegan a verle a usted en realidad, a la persona? Seguro que
no muchas. Seguro que lo que ven es la etiqueta, ¿a que sí?
—Debo confesar que tienes razón.
Esto parece satisfacer la necesidad del Bufón de que le tomen
en serio, de que piensen en él como en una persona excepcional.
Se acomoda de nuevo en su silla y enciende un cigarrillo. Angel y
yo esperamos a que Andy continúe, igual que el Bufón.
—¿Te he entendido bien? ¿A los dos os preocupa que la
etiqueta de homosexual os quede colgada para siempre?
—A mí me importa un bledo que me quede colgada o no —rep-
lica Angel en tono resignado—. Lo único que me preocupa es que
no nos separen a mí y al Bufón. Es más, si alguien lo intenta, me
largaré al instante.
—Tienes mi palabra, nadie va a separaros —dice Andy con
gesto grave.
—Bueno, en ese caso, ya está decidido —dice Angel mirando al
Bufón.
Sin apartar la mirada de Angel, el Bufón se dirige a Andy.
—Quiero ir a la universidad o algo así y no quiero que me psi-
coanalice ningún psiquiatra por el hecho de ser un chapero o mar-
icón, o lo que sea. Si aceptan mis condiciones, yo aceptaré las
suyas hasta ser mayor de edad.
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Todas las miradas se volvieron hacia Andy. Estaba asintiendo


de nuevo con la cabeza.
—Estás diciendo que quieres estudiar y que no quieres que el
pasado te lo impida, ¿no es eso?
—¡Eso es! —exclama el Bufón.
—No te prometo nada. Sabes que es necesario elaborar in-
formes para que consten en tu expediente. Es probable que tengas
que hablar con algún especialista, con un psiquiatra seguramente,
pero, y es un «pero» importante, te prometo que haré todo cuanto
esté en mi mano por matricularte en un curso de la universidad, el
que sea. También recomendaré que sea en eso donde se inviertan
los recursos del centro, y no en acudir a un psiquiatra de manera
regular. Sin embargo, tal como ya he dicho, lo normal en estos
casos es acudir al psiquiatra en primer lugar. ¿Ambos aceptáis
eso?
—Yo haré lo que haga el Bufón —responde Angel con cautela.
—¿Bufón? —pregunta Andy.
—No estoy seguro. ¿Tú qué crees, Poeta?
—No lo sé, Bufón. A ver, yo puedo hacer lo que quiera, ¿no?
Puedo volver a casa y enrolarme en la marina mercante, ¿verdad?
No sé cómo se vive en uno de esos sitios.
—Sigo queriendo oír tu opinión, Poeta.
—Sé que te irá muy bien en la universidad y que vosotros dos
tenéis que permanecer juntos. Sé que sois dos de las personas más
fuertes que he conocido en mi vida y que sabréis enfrentaros a
quien ellos digan que tenéis que ver, siempre y cuando lo hagáis
con vuestro consentimiento, y eso es algo que debéis decidir voso-
tros. En resumidas cuentas, si aceptáis todos podremos empezar
en otra parte.
El Bufón presiona el labio inferior contra el superior y asiente
pensativamente conforme hablo. Sigue así durante un par o tres
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de minutos antes de hablar. Cuando por fin lo hace, se muestra,


como siempre, muy contundente.
—De acuerdo, volveremos con usted y lo intentaremos. Pero, y
éste también es un «pero» importante, a la primera cosa rara que
veamos, nos largaremos. ¿Hay trato?
—¡Trato hecho! —exclama Andy, estrechando primero la mano
del Bufón y luego la de Angel.
Todos nos ponemos a reír, pero en el fondo lo sabemos.
Sabemos que ya está. Ha llegado el momento. Ahora debo aban-
donar a mis mejores amigos. Es una realidad que aparece de re-
pente. Un sobresalto para mi conciencia, a pesar del hecho de que
lo había visto venir desde el momento en que el Bufón y yo hab-
lamos en la cocina. Ya ha llegado, ahora. De pronto me siento
vacío, perdido. Durante el tiempo que llevábamos conociéndonos,
se habían convertido en mi punto de referencia y de apoyo y ahora
se iban, juntos. Para cualquier persona, abandonar a los amigos
debe de ser la cosa más difícil del mundo: te parte el corazón en
pedazos y te deja fragmentado, incompleto. Y yo, aterrorizado por
todo eso, estando incompleto, sé que me verteré a mí mismo es-
cribiendo un poema tras otro en mi cuaderno, con la esperanza de
retener la esencia de lo que fue. En mi imaginación, ya estoy
pensando en términos de un pretérito indefinido e imperfecto,
pero el alivio que sienten mis amigos me imbuye de algo similar a
la esperanza, por ellos, por mí, por todos nosotros.
Quieren acabar con la tensión de vivir de su propio ingenio y
yo quiero que sean felices. A veces, según parece, cuando amas a
alguien debes dejarlo marchar, si quieres lo mejor para ese al-
guien. Me obligo a mí mismo a pensar, a pensar más allá de mis
propias necesidades. Recuerdo a esos padres que he visto aferrán-
dose a sus hijos, los que no están preparados para dejarlos
marchar hacia sus propios futuros únicos. Los retienen, como
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niños, con el mero propósito de retenerlos y, por supuesto, rara


vez lo consiguen. Los niños se marchan de casa, a veces para no
volver, por no hablar de los que nunca echan la vista atrás. Por
otra parte —siempre hay otra parte—, yo soy el vivo ejemplo de
que mis padres no sólo me dejaron marchar del nido demasiado
pronto sino que además nunca intentaron aferrarse a mí emo-
cionalmente. Era esta falta de aferramiento emocional lo que
siempre me hacía sentirme un niño no deseado, no querido. Es
esto lo que tiene la culpa de que quisiera caer en los brazos de cu-
alquier hombre capaz de mimarme un poco. Quería que me
amasen con tanta desesperación que aceptaba de buen grado las
proposiciones de cualquier hombre, siempre y cuando fuese am-
able y cariñoso.
Pensándolo bien, supongo que la forma sana de dejar que al-
guien se vaya es haciéndolo con un ligero dejo de lágrimas
auténticas, con un cálido abrazo y la certidumbre de que se puede
regresar en cualquier momento, en caso necesario. Sin embargo,
ninguno de nosotros vive en un mundo ideal. Tenemos que sacar
partido de todo cuanto se cruza en nuestro camino, eso es todo;
pero el maldito proceso de lamentarse por lo que pudo haber sido
dura una vida entera. No es algo que se pueda hacer de una vez
por todas y para siempre, no sé si me entendéis. A veces, cuando
llega la ocasión, como ahora mismo, como cuando tienes que de-
cir un adiós definitivo a tus amigos, en fin, no puedes evitar sino
enfrentarte cara a cara con emociones como el dolor y la separa-
ción. Cuando dichas emociones afloran a la superficie, traen con-
sigo todos los demás pedacitos de dolor y pena de las heridas que
aún siguen sin cerrarse, de manera que no tienes más remedio
que revivirlas. En verdad no tienes ni voz ni voto, ¿no os parece?
Por el hecho de que mis padres me dejaron de la forma en que lo
hicieron, más bien echándome de sus vidas que dejándome
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marchar libremente, el separarme de los seres queridos se me


antoja la cosa más difícil del mundo. Veréis, quiero que sepan bi-
en que, cuando los estoy dejando marchar, sigo queriéndoles, sigo
amándoles. Siempre me ha parecido una auténtica locura que
para conducir un coche tengas que aprobar un examen y sin em-
bargo, para traer hijos a este mundo no tengas más que follar.
Supongo que algún día, cuando el mundo esté superpoblado, tam-
bién habrá que aprobar un examen para ser padre. Puede que
entonces el mundo no sea un lugar tan jodidamente asqueroso
con respecto al sexo. Os parecerá una locura, pero espero que al-
gún día las personas disfruten del sexo por lo que es, sin querer ni
necesitar describirlo de una forma que resulte aceptable para la
mayoría, ni describirse así a ellos mismos tampoco.
Creo que el Bufón tiene razón, que el mero hecho de querer
colgarle una etiqueta descriptiva a una persona, basándose en lo
que esa misma persona ha estado haciendo hasta entonces con su
vida sexual, es más una forma de medir la inseguridad de quienes
colocan esa etiqueta que una descripción rigurosa de la persona y,
de hecho, puede que ni siquiera sea una descripción rigurosa de la
acción en sí. Tal como veo las cosas, lo normal se define por el
mayor número, eso es todo. Por tanto, consideran anormal a cu-
alquiera que no encaje y le animarán o lo obligarán a que vuelva a
incorporarse a las filas de la normalidad de nuevo. Si no lo hace,
lo meterán entre rejas o le colgarán otra etiqueta aún más espe-
luznante, esto es, la de enfermo mental. Prefiero la unicidad y la
individualidad de personas tan audaces y generosas como el
Bufón, Angel y el Motorista antes que la gente que se conforma
con todas las putas normas del reglamento destructor de almas de
esta maldita sociedad. Incluso aquí mismo, en esta página, me en-
cuentro aferrándome a mis amigos, asustado de dar un paso hacia
delante. En vez de eso, divago sobre esto y aquello todo el tiempo
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con tal de evitar el dejarlos marchar. ¿La verdad? Tengo miedo de


contaros lo que sucede después. Tal vez porque, si os lo cuento,
tendré que aceptar por fin algunas cosas. Pero os lo contaré, no
temáis. Al final, compartiré la verdad.
Regalos de despedida

Acordamos que el Bufón y Angel se irían con Andy al día siguiente


y éste salió en busca de un hotel cercano donde pasar la noche.
Después de invitarnos a cenar a los tres, se despidió de nosotros
en la esquina de la calle y nos dijo que nos vería a las diez de la
mañana.
De vuelta al piso de Joseph, el Bufón se paró en una bodega y
preguntó si teníamos suficiente dinero para comprar una botella
de vino. Teníamos de sobras. El Motorista ya se había encargado
de eso antes de marcharse: había repartido el dinero que le había
quitado al mal nacido. Yo tenía suficiente para volver a Liverpool,
e incluso algo más. Compramos dos botellas de tinto francés y las
descorchamos en cuanto llegamos al apartamento. Brindamos por
nosotros y por el futuro. El Bufón brindó por el mundo de los
chaperos y por todos los chicos que se «correrían» sus juergas en
él después de nosotros. Angel y yo teníamos ganas de reír y le
pedimos al Bufón que nos hiciese una de sus famosas imitaciones
de Winston Churchill. Se aclaró la garganta, levantó su copa de
vino y empezó a hablar inmediatamente con su voz de Churchill.
—Andy, nuestro querido asistente social es un hombre íntegro,
un buen hombre nada menos. Por encima de todo, es sincero, ¿no
estáis de acuerdo conmigo? Sí, por supuesto que lo es. Bien, ami-
gos míos, dejad que os cuente lo que un miembro del parlamento,
un hombre llamado Tom Driberg, escribió en cierta ocasión al
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respecto, a finales de los años treinta. Luego preguntaos qué opin-


ión debe merecernos la sinceridad de este sincero asistente social.
¿Es la sinceridad lo único necesario para convencernos? Tom
Driberg escribió lo siguiente: «La sinceridad es lo único que
cuenta. Es una herejía moderna generalizada. Piénsenlo bien: los
bolcheviques son sinceros, los fascistas son sinceros, los lunáticos
son sinceros, las personas que creen que la Tierra es plana son
sinceras… No todos pueden estar en lo cierto. Más vale asegurarse
antes de que tenemos algo con respecto a lo cual ser sinceros y
con…». Bien, y entonces, ¿con respecto a qué está siendo sincero
nuestro querido asistente social? ¿Podría ser acaso que estuviese
siendo sincero con respecto al hecho de que es sincero para que
podamos pensar que es un hombre sincero? Sinceramente, espero
que no, pero sinceramente, así lo creo. Y un hombre más sabio
que Driberg, un hombre llamado George Bernard Shaw afirmó lo
siguiente: «Es peligroso ser sincero a menos que también seas es-
túpido». ¿Acaso es estúpido nuestro querido asistente social?
Creo que no. Sin embargo, sinceramente, creo que él sí cree que lo
somos. Sólo puede haber una medida de la sinceridad y es que, al
igual que la Tierra pero a diferencia de los bolcheviques, los fas-
cistas y los lunáticos, es redonda. Cuando regresa y se une consigo
misma, ésa es la medida de la sinceridad, y no lo que aparente
uno. Y ahora, para finalizar y antes de recibir vuestra ovación,
para que no me consideréis poco sincero por el hecho de emplear
citas de otras personalidades, dejad que os cuente lo que este gran
hombre, Winston Churchill, dijo al respecto: «Es bueno que un
hombre inculto lea libros de citas». Y no puede haber duda de que
yo soy el más inculto de cuantos estamos aquí. Ahora bien, ami-
gos míos, al menos sé lo suficiente como para saber cómo
aprender.
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El Bufón se quedó en silencio y, doblándose sobre su es-


tómago, hizo una amplia reverencia dedicada a su público. Angel
y yo aplaudimos y dije que la actuación era absolutamente bril-
lante, y que él era la persona más sabía que había conocido. Angel
se limitó a echarle los brazos al cuello y lo besó afectuosamente.
Cuando estábamos apurando la última copa de vino, Angel le
preguntó al Bufón si de verdad creía que Andy estaba tratando de
embaucarnos.
—Tal vez no conscientemente. Es decir, puede que sea buena
persona, pero es obvio que una vez que haya conseguido llevarnos
de vuelta al redil… En fin, ya no estará en sus manos y será la gran
maquinaria la que se encargará de nosotros, ¿no?
—Y entonces… ¿qué hacemos? —preguntó Angel, confuso—.
¿Volvemos con él o no?
El Bufón apuró su copa con aire pensativo.
—Sí, sí, volveremos. Puede que todo salga bien, pero si in-
tentan separarnos, aunque sólo sea por una noche, pondremos
pies en polvorosa a la menor ocasión. Si eso ocurre, si tenemos
que escapar después de que nos hayan separado, dirígete al Dilly y
nos encontraremos allí, ¿de acuerdo? Angel, recuerda que somos
nosotros quienes vamos a decidir las cosas de ahora en adelante,
nosotros y nadie más, ¿vale?
—¡Vale! —exclamó Angel con una mezcla de entusiasmo y ali-
vio—. Y esta noche nos pertenece. Hagamos de ella un noche in-
olvidable. Vámonos a la cama, los tres juntos.
Puede que la mejor medida de cualquier amistad sean las in-
hibiciones que existen entre sus componentes. Entre el Bufón,
Angel y yo mismo, si había alguna inhibición, pronto se convirtió
en una cosa del pasado. Cuando nos encaramamos desnudos a la
cama, sólo queríamos lo que iba a suceder: a cada uno de noso-
tros. Ya lo habíamos hecho muchas veces, pero casi siempre había
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sido por darle gusto al cliente. Esta vez iba a ser una celebración
de nuestra amistad. Era para nosotros. Era nuestro regalo más
preciado, cada uno para los demás. Era nuestro regalo de despe-
dida. No conocíamos un regalo más precioso que dar que a noso-
tros mismos. ¿Qué más podíamos regalar? ¿Qué otra cosa
podíamos darnos los unos a los otros? Y si había alguna otra cosa,
¿cómo lo habríamos sabido?

Nuestro acto de amor no es pudoroso, amor masculino palpit-


ante, y cada uno de nosotros ocupa el centro de nuestro trío amor-
oso varias veces. Cuando uno ocupa el centro, los otros dos nos
dedicamos a él en cuerpo y alma para darle todo el placer y el gozo
posibles. Con suma facilidad, nos vamos cambiando de lugar. No
existe la parte activa ni la pasiva, sino que de forma mucho más
natural, somos tres amigos amándose de la manera más sensual
posible. Con el paso de los años, hemos aprendido a la perfección
nuestras dotes individuales y aquí, por primera vez, las comparti-
mos y aprendemos más y más. Nos preocupamos por el otro y
somos generosos. Cada una de nuestras acciones produce otra.
Cada gesto fluye con armonía del gesto anterior, sin planearlo, sin
ayudarnos con esfuerzos. Los tres moviéndonos y convirtiéndonos
en uno solo. Luego en dos, luego en uno y luego en tres. Nos aden-
tramos sin esfuerzo en el otro, fundiéndonos y alterando el sabor
y la forma. Nos hallamos más allá de toda regla, más allá de noso-
tros mismos. Nos entregamos al máximo y alcanzamos el único
momento posible, el momento cumbre. No tenemos ningún
miedo, pues sólo nos conduce a la gloria mayor de las libertades
desconocidas, a salvo, sin prejuicios. Aquí los chicos pueden amar
a otros chicos plenamente y con su propio consentimiento.
Cuando llega el sueño, también fluye de lo que ha sido.
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Por la mañana, al volver del cuarto de baño, la imagen de mis


dos hermosos amigos me inunda de amor. Los colores danzan en
mi mente y mi corazón, incontrolados y espontáneos. Sólo veo
belleza. Cuando se despiertan lentamente, unos brazos extendidos
me acogen con alegría en el hueco que hay entre ellos. Los beso y
les digo que pase lo que pase, siempre los querré. Me abrazan y
nos sumimos en el silencio satisfecho que sigue a todo acto de
amor creativo. Ninguno de nosotros tiene ganas de moverse y sólo
nos vemos obligados a hacerlo cuando alguien llama a la puerta.
Nos abrazamos aún más fuerte y dejamos que nuestros ojos
mudos se encarguen de hablar. Dicen: «¡Eres mi amigo! ¡Eres
parte de mí! ¡Siempre serás mi amigo!».
Sólo entonces nos levantamos de la cama de un salto y recoge-
mos nuestra ropa, las prendas externas de la conformidad. Me veo
obligado a vestirme, a colocarme el conformismo que disfraza mi
verdadera identidad. Cuando entra Andy volvemos a ser los res-
petables adolescentes que dejó la noche anterior. La tristeza in-
vade el apartamento como un monstruo depredador, infectán-
donos a todos. Arranca a mordiscos enormes pedazos de nuestra
confianza y tengo que pensar de manera consciente en el amor
que generamos la noche anterior, pues ya se está deslizando, ya
mismo, hacia el reino de la memoria. Ahora, temerosos de mir-
arnos a los ojos por miedo a querer recuperar de nuevo ese amor,
nos enfrascamos en la tarea de preparar nuestro equipaje. Intuy-
endo también la presencia del monstruo, Andy prepara un poco
de té en la cocina. Cuando lo sirve, me entrega un trozo de papel
donde ha escrito la nueva dirección de mis amigos y su propio
número de teléfono. Asiento con la cabeza en señal de gratitud y
tomo un sorbo de mi taza de té. Andy nos ofrece cigarrillos y abre
su periódico. Por lo menos él ha encontrado una vía de escape.
Dejo que mis ojos vaguen por el piso que tanta felicidad ha traído
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a mi vida. Aquí descubrí a Alexander, a Joseph y a mis dos me-


jores amigos. Miro en derredor y me pregunto si, de algún modo,
parte del amor que fuimos capaces de crear permanecerá allí para
siempre y pasará a formar parte de los tejidos. Miro al Bufón.
¡Qué apodo tan absurdo para alguien tan sabio! Miro a Angel.
¡Qué chico tan delicado para ser alguien tan fuerte! Miro a Andy y
mi mirada se detiene en su periódico. Allí, en el rincón inferior de
la primera plana, hay una fotografía de alguien a quien conozco.
Me pongo de pie de un salto, le arrebato el periódico a Andy y ex-
amino aquel rostro. Los otros, confusos, se miran unos a otros con
aire interrogador mientras observo la cara de Brixton Billy, el
chiquillo negro que me había pedido un cigarrillo en la
Chacinería.
Antes siquiera de leer el artículo, ya sé lo que va a decir. Me
obligo a mí mismo a leerlo. Me dice que han encontrado el cuerpo
semidesnudo de un chico en una zanja de Kent y que la policía ha
iniciado la búsqueda del asesino. Cuando mis manos se abaten a
ambos lados de mi cuerpo y el periódico cae al suelo, noto que me
falta el aire en los pulmones y me desplomo en la silla. Cuando
por fin logro responder a las preguntas cargadas de inquietud de
mis amigos, les digo que conocía a Billy y que podría haberle to-
cado a cualquiera de nosotros.
En mi interior, tiemblo y me estremezco. Grito con todas mis
fuerzas pero no sale un solo sonido. Ni el Bufón ni Angel conocían
a Billy, pero pese a ello también están deshechos por la noticia de
que era uno de nosotros, un chapero. No era el primero a quien
mataban, pero sí el primero que uno de nosotros conocía. Es
como si estuvieses viendo la muerte cara a cara, ¿sabéis? Po-
demos distanciarnos de las historias que leemos en la prensa,
pero no podemos hacerlo cuando hemos conocido a la persona.
Oigo su voz en mi cabeza diciéndome lo genial que era todo. Lo
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veo alejarse de mí y perderse entre la muchedumbre de camino


hacia su muerte. La rabia y los remordimientos se apoderan de
mí. ¿Por qué no me habría hecho cargo de él tal como el Bufón
había hecho conmigo? De haberlo hecho, tal vez ahora no estaría
muerto. Los chaperos deberían mantenerse unidos, ayudarse un-
os a otros. En mi egoísmo arrogante, no había llevado al chico al
círculo protector que yo mismo había encontrado. Les digo esto a
los presentes y es Andy quien me contesta. Dice algo de que no me
eche las culpas, de que no estaba en mis manos. Que si no hubiera
sido él, habría sido algún otro chico. Sé que tiene razón, pero tam-
bién sé que se equivoca.
—Los chaperos —sigue diciendo— deben de ser uno de los
«grupos de riesgo» más dejados de la mano de Dios de este país
hoy en día y sin embargo, sigue sin hacerse nada por ayudarlos ni
por comprenderlos. El Gobierno no invierte en ellos ni un solo pe-
nique. Cerramos los ojos ante estas cosas porque no podemos
afrontar la verdad. Nosotros, los asistentes sociales, los políticos,
todos los miembros de la sociedad, todos nosotros, los adultos con
derecho a voto, somos más culpables que tú, Poeta.
—Tiene razón, Poeta —interviene el Bufón—. Les importamos
una mierda. Vamos, Poeta, sabes que tiene razón. Es absurdo que
te culpes a ti mismo porque otros quieran mantener los ojos
cerrados.
—Sé que tiene razón, pero podría haberme hecho cargo del
chico tal como hiciste tú conmigo, Bufón. Es así de sencillo.
—Eso suponiendo que el chico estuviese de acuerdo, ¿no te
parece? —señala el Bufón razonablemente.
—Tal vez —le concedo.
—¿Tal vez? Sé sincero, mira atrás y piensa si eso es lo que el
chico parecía querer o necesitar. Vamos, Poeta, sé honesto.
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—Tal vez no. Era un chulito, un buen chico. No, no quería que
nadie cuidase de él, pero sí me pareció un chiquillo vulnerable.
—Dime algún chapero que no lo sea —dice Angel tomándome
del brazo—. Todos nosotros lo somos, ¿no?
—Supongo. Es sólo que es una pérdida tan terrible e irrepar-
able… Sólo era un crío, ¿sabéis?
—Lo sabemos, Poeta. De verdad, lo sabemos —responde el
Bufón al tiempo que se levanta y recoge sus bolsas.
Aunque resulta extraño, el hecho de que nuestra separación
esté rodeada de dolor, parece lo más apropiado. El dolor existe de
todos modos, pero ahora tenemos una razón más legítima para
justificar nuestras lágrimas. Junto al coche de Andy, nos besamos
y abrazamos y yo lloro, prometiendo escribirles y mandarles mi
dirección. Se suben al vehículo y éste arranca al cabo de escasos
minutos. Los rostros de mis amigos se asoman al parabrisas
trasero, sonriendo, llorando, riendo, animándome, enviándome
besos, haciéndose los fuertes y empequeñeciéndose cada vez más
hasta que al final desaparecen de mi vista.
De vuelta en el apartamento, me quito la ropa y me meto en la
cama que aún conserva el fresco aroma a chico de mis amigos,
para que me haga compañía.
Días de prisión

Cuando me despierto de mi estado inconsciente, lo hago casi a


regañadientes, pues al abandonar mi letargo, abandono también
mis sueños. Sueños de amigos de adolescencia y lealtad. Sueños
de obstáculos superados con la facilidad que sólo proporcionan
los sueños. Hace ya tiempo descubrí que los sueños son postes in-
dicadores que, a modo de contraste y compensación, señalan el
camino de la supervivencia. O eso o terribles pesadillas. Los
sueños convierten en poderosos a quienes se sienten impotentes y
a veces de un modo aterrador. Por suerte, cuando era niño, mis
sueños me transportaban a un mundo de indios y vaqueros, de
buenos y malos. Mediante una especie de mecanismo redentor, yo
casi siempre era el vaquero. Veréis, los vaqueros, por aquel
entonces, siempre eran los buenos o por lo menos eso era lo que
me decían los mensajes del cine. Las pesadillas, por el contrario,
son como advertencias sobre los peligros para la salud, las cosas
que más debería temer: sobre todo mi padre o el hecho de que-
darme atrapado en habitaciones infinitas con puertas incontables
que conducen a otras habitaciones y luego a varias más. A veces,
las pesadillas me advierten sobre mi yo potencialmente negativo.
El yo que emplea la violencia y el odio. Esta clase de pesadillas
son las peores de todas porque se alimentan de ese resquicio de
mí que se empeña en negar que puedo ser violento.
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Aunque parezca extraño, desde que estuve a punto de matar a


ese violador, he aceptado más o menos, gracias al Motorista, que
puedo ser igual de violento que cualquiera y las pesadillas casi
han cesado por completo. Es como si, por el hecho de reconocer
mi propio potencial violento, hubiese adquirido mayor control
sobre él y sobre mí mismo. Sé que tengo la capacidad o la fuerza
de matar, así que ya no necesito soñar que las tengo nunca más, al
menos eso es lo que espero. Siempre nos queda la esperanza,
¿verdad?
Apretando una almohada contra mi pecho desnudo, trato con
todas mis fuerzas de oler el amor que tres seres humanos han
compartido en esa misma cama, aunque puede que sólo esté in-
tentando aferrarme a las personas que se han ido. Es muy extraña
la forma en que la gente entra y sale de tu vida. Es como si estuvi-
era en una calle de dirección única y todos fuesen en el mismo
sentido, unos más rápidos que otros. Es así como nos conocemos,
unos adelantando a los otros. Se interponen en tu camino y te pis-
an. Nunca conoces a la gente que viene en la dirección contraria,
de vuelta. Todos se dirigen a alguna parte, cualquier sitio es un si-
tio mejor en donde estar, ¿no os parece? ¿Por qué demonios no
nos paramos todos aunque sea sólo un día y hablamos? Tal vez
porque la verdad nos asustaría demasiado, la certeza de que casi
todos están emprendiendo un viaje lejos de sí mismos.
Los adultos corren a nuestro alrededor tratando de conven-
cerse unos a otros de que el lugar adonde se dirigen es «el lugar
donde hay que estar», y algunos niños y también adultos los
siguen a ciegas, generación tras generación, creyendo a pies jun-
tillas que el lugar donde hay que estar es donde se hallan los adul-
tos aparentemente fuertes. Cuanto más los siguen, más razón
creen llevar los autoproclamados líderes. ¡No es que lo crean, lo
saben! Porque el camino está plagado de postes indicadores
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colocados por los viajeros anteriores a ellos en el tiempo. La may-


oría de las señales dicen: «Dinero y poder», mientras que las
otras, sólo para echarle más salsa al asunto, señalan: «Poder y
dinero». El único requisito a lo largo del camino consiste en que
cada viajero mantenga las señales bien pintadas y señalando la
dirección correcta, lejos del propio yo. De ese modo, las señales se
convierten en santuarios de homenaje y todos se sienten seguros
sabiendo que está bien vivir para poder recibir. De algún modo, es
más honesto y correcto ser un chapero que recibe para poder
vivir.
Después de arrojar la almohada ahora contaminada al otro ex-
tremo de la cama, retiro las sábanas y observo mi cuerpo des-
nudo. No acierto a comprender qué es lo que los demás encuen-
tran atractivo en mí. Tengo el pelo liso y rubio, los ojos azules y la
piel clara. La mata de vello púbico que hay bajo mi vientre es
como me gustaría que fuese el pelo de mi cabeza, oscura y rizada.
¿Por qué el vello púbico siempre es rizado? Lo acaricio con los de-
dos y me sorprende ver cuán mullido es. Mi otra mano explora el
pelo de mi cabeza. El contraste es extraño. La pequeña cantidad
de vello bajo cada una de mis axilas vuelve a ser distinta. Busco
los indicios de vello corporal sobre mi pecho y no encuentro nin-
guno. Rozo mi cara con la palma de mis manos y sé que pasarán
mucho años antes de que tenga que empezar a afeitarme. Tengo
algo de pelo en las pantorrillas, pero es tan rubio que apenas es
visible. Me siento muy extraño al contemplar con mis ojos de
viejo la carne del chico joven. Sé que es extraño porque el chico
debería ver al chico, ¿no? Lo que veo es a mí mismo como objeto
de todos los clientes. Un objeto de deseo para darles placer. ¿Soy
tan guapo como ellos dicen? ¿Mi piel suave y desnuda es tan fina
como el marfil del que siempre me hablan? ¿Mi erección enhiesta
es un signo de mis propias necesidades o sólo una respuesta a las
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de ellos? La palpitación entre mis piernas exige que me mueva, de


modo que se queda prieta contra mi vientre. Reclama ser tocada.
Al instante, el ojo de mi mente se llena con los colores gloriosos
de Alexander. Sus manos se deslizan entre las mías y se convier-
ten en las nuestras.
Oigo su voz en mi cabeza y dejo que sus manos recorran la
carne cálida que templa el lecho. Siento sus labios gruesos y vo-
luptuosos sobre los míos mientras sus dedos envuelven la prueba
que demuestra mi virilidad al cien por cien. Mientras se cierran a
mi alrededor, mis caderas se alzan en perfecta armonía cada vez
que sus dedos tiran hacia abajo. Me coloco de costado y siento
cómo lo embisto, mientras la firmeza de sus nalgas dibuja las
formas a las que me uno incondicionalmente. Mis caderas se apri-
etan hacia delante, nuestras manos se mueven cada vez más
rápido, mi aliento encuentra una nueva razón de ser mientras
gimo, repito su nombre sin cesar, una y otra vez, como si mi
corazón entero estuviese proclamando su existencia. Más tarde,
en el cuarto de baño, me miro al espejo y descubro el rubor de mis
mejillas, arrebol de placer, sin reparos, sin pudor.
Ahora el tiempo se me echa encima. Debo poner en práctica
mi plan para reunirme con Alexander. Dicho plan, como sabéis, es
bastante simple: me enrolaré en la marina mercante, tomaré un
barco con destino a Singapur y… Eso es cuanto me atrevo a ima-
ginar por el momento. Bueno, ¿y ahora, qué? Tengo que volver a
Londres un par de semanas al menos para juntar algo de dinero,
pues no puedo regresar a Liverpool sin un penique en el bolsillo.
Podéis llamarlo orgullo, porque eso es lo que es, pero no quiero
que mi gente me vea como a un perdedor. Cuando mis pies pisen
las calles de Liverpool deberán calzar zapatos nuevos.
Antes de marcharme de Farnborough llamé a John Tenis para
preguntarle si podía quedarme con él un par de semanas. No lo
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dudó un instante. Tampoco me hizo ninguna pregunta, como era


de esperar.
—Mi querido niño, la habitación estará esperándote.
Efectivamente, las sábanas limpias, las flores frescas y una tar-
jeta en la almohada me dieron la bienvenida. Le devolví su regalo
paseándome por el apartamento con el mínimo de ropa encima, a
veces incluso semidesnudo. Cuando le conté con más detalle mis
planes de alistarme en la marina mercante, me sugirió que no
tenía necesidad de regresar a Liverpool.
—¿Por qué tienes que ir a Liverpool? Mi querido niño, puedes
enrolarte desde aquí mismo. Puedes utilizar esta dirección.
—¿Y eso no te causará problemas? Ni siquiera sé por dónde
empezar…
—¿Problemas? ¡En absoluto! Estoy… ¿cómo se dice?… inmun-
izado contra esas cosas. Mañana te conseguiré toda la informa-
ción sobre cómo alistarte. Ahora, relájate.
Estaba encantado y me fui a toda prisa a mi habitación para
ponerme las zapatillas de tenis blancas. Al volver al salón, me
entusiasmó ver el brillo de placer en los ojos de John.
—Mi querido niño… Gracias… Estás guapísimo.
A lo largo de las tres semanas siguientes, con la ayuda de
John, rellené las solicitudes, tuve una entrevista y me aceptaron
en un programa de entrenamiento que debía celebrarse en un
lugar de Gloucester llamado Sharpness. En sólo dos meses me in-
corporaría al buque escuela «Vindicatrix» y a una nueva vida
completamente distinta.
Ansioso por compartir las buenas noticias con el Bufón y An-
gel, llamé al asistente social, Andy.
—¿Poeta? Me alegro de que hayas llamado.
—Escuche, tengo buenas noticias para el Bufón y para Angel…
—Poeta, verás, podrías tener serios problemas…
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—¿Qué? ¿Están bien? ¿Dónde están?


—No estoy autorizado para decírtelo, pero escucha…
—¿De qué diablos me está hablando? ¿Que no está autorizado
dice? Pero nos prometió…
—El asunto se me ha ido de las manos…
—Pero usted prometió…
—¡Poeta, podrías tener sífilis!
—¿Qué?
—Lamento ser tan franco, Poeta, pero tienes que ir a una clín-
ica especializada en enfermedades venéreas cuanto antes. El
hecho es que tanto el Bufón como Angel están infectados y…
—¿Dónde están? Tengo que hablar con ellos…
—Eso no va a ser posible, lo siento. ¿Vas a ir a que te hagan un
reconocimiento?
—¡Pues claro que iré! ¿Les dará un recado de mi parte?
—Lo siento, Poeta, tengo instrucciones muy estrictas…
—¡Y una mierda! Nos prometió…
—Lo siento de veras, Poeta.
En mi acceso de ira, estuve a punto de romper el auricular del
teléfono contra la horquilla. ¡El Bufón estaba en lo cierto! La sin-
ceridad del asistente social era una patraña. El Bufón y Angel
pronto se darían cuenta y se largarían de dondequiera que es-
tuviesen retenidos. No había ninguna duda, estaban retenidos en
contra de su voluntad, como tampoco había duda de que se es-
caparían a la menor ocasión.
Al día siguiente me dirigí a la clínica aterrorizado, no por
miedo a tener gonorrea, sino por la experiencia misma de acudir a
un sitio así. Lo desconocido siempre es lo que nos provoca mayor
miedo. Le dije al médico que creía que podía tener sífilis y que era
un chapero. Me pidió que me desvistiera, me examinó las manos y
los pies y luego habló por fin.
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—Tienes razón, pero hay que hacer unas cuantas pruebas para
estar seguros.
Las manos y los pies eran las últimas partes de mi cuerpo que
podía imaginar que me examinarían. Cuando le pregunté por qué
esas partes en particular, me contestó que podía haber manchas
justo debajo de la epidermis, una especie de sarpullido bajo la su-
perficie de la piel. Las otras pruebas se ajustaban más a mis ex-
pectativas. Me tomaron muestras del pene, la garganta y el culo.
Me hicieron un análisis y al cabo de media hora confirmaron el
primer diagnóstico. El tratamiento consistía en acudir a la clínica
todos los días durante dos semanas para que me pusieran una in-
yección y evitar cualquier contacto sexual. También me pidieron
que fuese a ver a un asistente social, pero me negué en redondo.
Insistieron. Me mantuve en mis trece. Me explicaron que tenían
que ponerse en contacto con las personas con quienes había
mantenido relaciones sexuales. Les dije que no sabía sus
nombres. Lo dejaron así. Sin embargo, un nombre se repetía sin
cesar en mi interior, como un eco infinito: Alexander.
Así pues, cada mañana durante las dos semanas siguientes,
entraba en la clínica, me ponían una inyección y me pasaba el
resto del día merodeando por el Dilly. Me esforzaba por no pensar
en Alexander, pero todos los días lo veía reflejado en mi alma,
ajeno al hecho de que podía padecer una enfermedad de trans-
misión sexual. ¿Podía la vida ser tan cruel? ¡Yo sabía que sí! Al
cabo de dos semanas, después de ponerme todas las inyecciones y
de realizarme todas las pruebas imaginables, me dieron un certi-
ficado que atestiguaba mi curación. ¡Me sentí fatal! No podía
haber nada más terrible que el hecho de que, a través de un acto
de amor, hubiese infectado precisamente a la persona a quien
tanto amaba. Además, por si fuera poco, seguía sin tener noticias
suyas y sin saber cómo ponerme en contacto con él. Me sentía
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muy mal conmigo mismo y me dije que tenía que arreglármelas


como fuese para dejar la calle.
Sin embargo, esa misma noche descubrí que hay todo un
abismo entre el mundo de las intenciones y el mundo de las de-
terminaciones. Puedes sacar al chapero de su mundo, pero no
puedes sacar el mundo del interior del chapero. Lo verdadero del
caso es que me acosté con un cliente de cincuenta libras que pagó
por adelantado. Me folló hasta hacerme daño. Me sentía tan mal
conmigo mismo que casi disfruté con el dolor y el tipo se excitó
aún más al ver mis lágrimas. Tanto fue así que me dio veinte lib-
ras más y me suplicó que nos viéramos otro día. Le dije que nunca
repetía dos veces con un mismo cliente y que, además, prefería a
los chicos de mi edad. Aquello le volvió loco y me ofreció can-
tidades exorbitantes de dinero por participar en el trío conmigo y
el otro chico. En un intento por deshacerme de él, le pedí quini-
entas libras. Aceptó el trato sin rechistar. El tipo estaba loco por
mí y además tenía el dinero para satisfacer sus locuras. Le dije
que nos veríamos la noche siguiente. Afrontémoslo, quinientas
libras es un dineral para un chapero de quince años. Lo único que
tenía que hacer era encontrar a otro chapero de mi edad, lo cual
no podía ser demasiado difícil. Vamos a ver, ¿cuántos chaperos
serían capaces de rechazar doscientas cincuenta libras? Ninguno.
Encontré a un chico de mi edad al día siguiente dispuesto a to-
mar parte en el asunto por la mitad de la pasta. El chico creía que
le había tocado la lotería y estaba entusiasmado por la suerte que
había tenido. Le dije que su entusiasmo desanimaría al cliente y
que tenía que actuar como si no estuviese disfrutando en absoluto
y que cuando se lo estuviese follando, intentase llorar si podía. El
chico conocía el percal e interpretó su papel a la perfección. El cli-
ente se quedó más que satisfecho.
188/259

Más tarde, cuando los tres nos hubimos dado un baño y to-
mado unas cuantas copas, el tipo nos entregó a ambos un sobre.
Yo quería esperar hasta habernos marchado para contar mi parte,
pero el chico abrió su sobre al momento.
—¿Qué coño es esto? —inquirió, mirando primero al cliente y
luego a mí—. ¿Es una broma o qué?
Abrí el mío y conté el dinero. Cincuenta libras.
—Esto no es lo que acordamos. El trato eran quinientas libras.
El cliente llenó nuestras copas y sonrió mientras colocaba la
botella en el centro de la mesa. Parecía bastante seguro de sí
mismo al hablar.
—Vamos a hablar en serio. Los dos tenéis cincuenta libras
cada uno, más de lo que ganáis normalmente, así que tomad el
dinero y dejemos las cosas como están, ¿vale?
Naturalmente, tenía razón, un cliente de cincuenta libras era
un sueño hecho realidad, pero…
—¡Vete a la mierda, cabronazo! Le dijiste a este chaval quini-
entas libras y eso es lo que vas a pagar, ¿lo has entendido? —ex-
clamó mi nuevo compañero, furioso.
—Te equivocas. Hazte un favor a ti mismo y considéralo otra
experiencia más. —Se puso en pie mientras hablaba y nos señaló
que debíamos irnos.
Me levanté, derrotado y listo para marcharme. ¿Qué otra cosa
cabía hacer? La respuesta a esa pregunta vino en forma del es-
trépito que hizo la botella al estrellarse contra el costado de la
cabeza del cliente. La sangre dibujó un arco agrietado en el aire,
como si la escena se desarrollase a cámara lenta, y el cliente lo
siguió de la misma manera. Chocó contra la pared con tanto im-
pulso que los cuadros salieron despedidos y cayeron alrededor del
charco ensangrentado del suelo. La situación, bastante confusa ya
de por sí, empeoró aún más con los gritos que se sucedieron:
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primero, los chillidos de ira violenta del chico mientras golpeaba


al cliente y luego, los aullidos de dolor de aquel hombre cuando la
botella se estrelló contra su cabeza, seguidos de mis propias ex-
clamaciones de horror al ver la sangre brotar de la enorme brecha
en la cabeza del tipo. Inmediatamente, como aguardando una
respuesta, se produjo un silencio ensordecedor. El chico me miró,
yo miré al cliente y éste miró al chico. Tuve que tomar la
iniciativa.
—¡Por Dios santo! ¿Por qué cojones has hecho eso?
Antes de haber terminado de formular mi pregunta, supe que
el chico no tenía ninguna respuesta. Había sido un acto reflejo
ante el hecho de que lo hubiesen engañado. En muchos sentidos,
no había sido una reacción demasiado distinta de cuando yo
mismo había querido matar a aquel cabrón en el almacén. La-
mentablemente, fue esta idea la que rigió mis siguientes actos.
—¡Larguémonos de aquí!
Sin embargo, el chico tenía otras cosas en mente. Arrojó la
botella rota al suelo y se puso a registrar la casa del tipo. ¿En
busca de qué? De dinero, supongo. Mientras ponía la casa patas
arriba, el cliente me miró y percibí su dolor.
—Llamaré a una ambulancia —acerté a decir. El cliente hizo
un gesto de gratitud, lo cual me hizo sentir aún peor. Quise decirle
que en realidad no conocía a aquel chico, que no era amigo mío ni
nada por el estilo, que yo no tenía nada que ver con lo que había
hecho, pero sabía que era demasiado tarde para eso. Recogí mi
abrigo y me encaminé hacia la puerta, seguido por el chico y su
botín. A pesar de lo que él había hecho, yo intuía que estaba con
quien debía estar. Pertenecíamos al mismo mundo. Él era un idi-
ota, claro, pero era un chapero. Jamás en mi vida me había sen-
tido tan desgarrado por dentro. Quise quedarme allí para ayudar
al pobre diablo, Dios sabe que eso es lo que debería haber hecho,
190/259

pero en vez de eso, me identifiqué con otro chapero y me largué


de allí a todo correr.
Maldita sea, sé que me equivoqué, pero… ¿en quién coño se
supone que debe confiar un chapero en apuros si no en otro
chapero? ¿Cómo es posible tener razón y estar equivocado al
mismo tiempo? Lo correcto era marcharse y lo correcto era
quedarse. El destino, consciente acaso de mi conflicto, se hizo
cargo de la situación y encontró un modo de resolver el problema.
Cuando abrimos la puerta principal, caímos en los brazos de dos
agentes que pasaban por allí. Debo confesar que sentí un gran ali-
vio cuando los polis descubrieron que el chico llevaba los bolsillos
llenos de objetos robados. Al cabo de una hora los dos estábamos
en el calabozo de la comisaría.
Nos acusaron de provocar lesiones corporales graves y de robo
y, puesto que una vez más decidí seguir el ejemplo del chico y,
como un tonto, declararme inocente, decretaron prisión pre-
ventiva para los dos en la unidad de delincuencia juvenil de la cár-
cel de Brixton mientras la policía llevaba a cabo sus
investigaciones.
Para llevarnos a la prisión, nos colocaron las esposas y nos
subieron a un furgón para el traslado de presos. El furgón, más bi-
en del tamaño de un autobús, tenía un estrecho pasillo que recor-
ría toda su longitud y que estaba flanqueado por pequeñas celdas
individuales de poco más de cien centímetros cuadrados. Apenas
había espacio para sentarse en el banco de madera desnudo. El
minúsculo ventanuco disponía de cristales tintados para que la
gente no pudiera ver su interior. Cuando cerraron la puerta, el
terror de estar en un espacio tan sumamente reducido se apoderó
de mis huesos. Los viejos sueños de estar encerrado, atrapado y
sin poder salir, inundaron mi mente con vividas imágenes de la
infancia. Para poder soportarlo, me recordé que yo era el único
191/259

responsable de hallarme en semejante situación. Me había equi-


vocado y ahora debía pagar por ello. No tenía ningún derecho a
quejarme de las consecuencias. Cuando volviéramos ante el juez,
me declararía culpable.
La cárcel es un sitio deprimente. Su tenebrosa estructura vic-
toriana parece infectar a todo aquel que entra, incluyendo a los
miembros del personal. El hecho de estar bajo el control de esas
personas es aún más deprimente, pues la mayoría carece de cu-
alquier sentido de lo que significa ser humano y dan las instruc-
ciones más básicas como si fuésemos animales irracionales: «Des-
núdate, báñate, ponte esto, nada de hablar, ven aquí». Se
pavonean y posan como si fueran pavos reales de feria y hacen
tintinear sus llaves con la esperanza de que todo el mundo pueda
oír su derroche de autoridad. ¡Qué criaturas tan tristes y patéticas
son cuando se esfuerzan por impresionarse unos a otros!
Miro a mis compañeros presos y sospecho, por lo que me
cuentan sus ojos, que todos somos prisioneros aquí. La única
diferencia entre los guardias y nosotros es que ellos están aquí
porque quieren, llevan distintas ropas y unas llaves amarradas al
cinto. Nosotros, por el contrario, estamos aquí porque aquí nos
han enviado. Al observar el comportamiento de los guardias, llego
a la conclusión de que el ingrediente básico que se necesita para
llegar a ser celador es la necesidad de ejercer poder sobre los de-
más. Y sólo son las personas impotentes quienes satisfacen los re-
quisitos. En este sentido, no son demasiado distintos de aquellos
a quienes vigilan.
Un guardia que no me mira a los ojos me encierra en una
celda, solo. Me dice que la cama sólo se puede utilizar por las
noches, por lo que, durante el día, debe plegarse contra la pared.
La celda mide poco menos de un metro cuadrado, tiene las
paredes cubiertas de azulejos, un suelo frío y duro y una ventana
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demasiado alta para poder mirar por ella. Aparte de la cama, que
ya está plegada en la posición reglamentaria, los únicos enseres
adicionales son una mesita de madera tosca, una silla y un orinal.
Podría estar en el siglo pasado y no me daría cuenta. Los únicos
ruidos son el sonido de las botas al chocar contra el cemento, el
tintineo de las llaves y el ruido de las puertas al cerrarse. Pruebo
la silla y me parece muy incómoda. La cama se me antoja más at-
ractiva, así que decido sentarme en ella. Como si ya estuviera
previsto, pues saben de qué va la historia, un guardia aparece en
la mirilla de la puerta y me ordena que me levante de la cama.
Oigo el dejo de regodeo en su voz y el odio en mi corazón.
Sin libros, sin papel donde escribir ni cigarrillos que fumar,
me tienen encerrado veintitrés horas al día. Me traen la comida a
la celda y los guardias no sólo siguen sin mirarme a los ojos sino
que tampoco me hablan. Permanecen inmóviles, en actitud vigil-
ante, mientras el preso me tiende una bandeja. Me percato de que
si me miran a los ojos, me verán. Obviamente, eso es lo último
que desean, de modo que observan el movimiento de las bandejas
pasando de unas manos a otras. Hay poco que hacer aparte de
comer, dormir y jugar conmigo mismo. La masturbación debe de
ser la terapia más común, la mejor manera de encontrar un poco
de alivio en prisión. Pronto descubro que el verdadero arte con-
siste en meneársela lentamente y no correrse hasta al cabo de
mucho rato. Cuanto más largo es el proceso de meneársela, más
alivio y consuelo obtiene uno. Las pajas de la cárcel no sólo se
convierten en un acto sexual sino también en uno mental y emo-
cional. Es un mecanismo para mantenerse cuerdo. Consiste en
proporcionarse a uno mismo consuelo en un entorno cruel y de-
shumanizado. Me la machaco todo el tiempo. Al menos hasta que
de pronto, sin venir a cuento, me dan unos cigarrillos, un libro y
utensilios para escribir. Los cigarrillos consisten en tabaco de liar.
193/259

Aprendo enseguida a liar cigarrillos muy finos y divido las cerillas


en cuatro. El libro es una porquería de novela del oeste, pero leo
cada puta palabra al menos tres veces. Con los utensilios para es-
cribir, redacto una carta para John Tenis. Al cabo de unos días
viene a visitarme y me trae unos cuantos libros decentes, cigarril-
los y papel de escribir. Me dice que ha llegado una carta de
Singapur. Le pido que me la guarde.
Intento explicarle a John qué se siente estando encerrado dur-
ante veintitrés horas al día, día sí y día también, semana tras
semana.
—Prueba a sentarte en una habitación vacía durante un par de
días y sabrás a qué me refiero.
Por suerte, al cabo de unas semanas me presenté en el juzgado
con el otro chico y ambos nos declaramos culpables. La espera
había acabado. John Tenis se presentó como testigo de referencia
y le explicó al juez que iba a iniciar un periodo de instrucción en la
marina. El juez dijo que lo tendría en cuenta y me puso una multa
de quince libras. Al otro chico le impuso otra de cuarenta. John
pagó la mía y me invitó a una auténtica comilona. Como siempre,
no me hizo preguntas, no quiso juzgarme y se mostró tan digno de
confianza como de costumbre.
Esa noche, en la placidez de mi cama, descubro que no puedo
dormir ni abrir la carta de Singapur. Coloco el sobre encima de la
mesita de noche y me quedo mirándola, lleno de odio hacia mí
mismo. Los pensamientos invaden mi mente desde lo más hondo
de mi corazón mientras doy vueltas en la cama tratando de de-
shacerme de ellos. Vuelvo a clavar la mirada en aquella carta. ¡No
logro decidirme a abrirla! Mis emociones son demasiado fuertes
mientras vuelvo a revivir mi vida en Londres en mi cabeza. En el
tiempo que llevo en Londres, y a pesar de que aún no he cumplido
los dieciséis, me han torturado y violado, he estado a punto de
194/259

matar a un hombre, he tenido sífilis, seguramente se la he conta-


giado a Alexander, han asesinado a un joven chapero negro, me
han perseguido los hermanos Dalton y he probado la vida en
prisión. Y sin embargo, en el fondo de mi corazón, sé que no soy
una mala persona. ¿O acaso me estoy engañando? Podéis juzgar
por vosotros mismos, yo estoy demasiado confuso para
averiguarlo. Es decir, si soy malo… ¿cómo he llegado a serlo? Y si
lo soy, entonces tal vez sólo debería dedicarme a ello con más
ahínco. Sí, ya sabéis, ser muy bueno en ello.
A las tres de la mañana me incorporo de golpe en la cama, su-
dando y jadeando. Me doy cuenta en ese momento de que en
lugar de haberme librado con una pequeña multa, podría estar
cumpliendo cadena perpetua por asesinato. El hombre podía
haber muerto por el impacto de la botella en su cráneo y por el
mero hecho de haber estado allí, me habrían declarado igual de
culpable que al otro chico. ¡Dios, tengo que salir como sea de esta
clase de vida! La marina mercante no podría haber llegado en me-
jor momento. Estoy realmente harto del mundo de los chaperos y
de la mierda que lo acompaña.
No quiero que se me malinterprete, no estoy tan harto de
practicar el sexo por dinero como de aguantar toda la mierda que
conlleva. El problema es la clase de vida, y no la venta del sexo.
Maldita sea, al fin y al cabo todo el mundo vende algo de sí
mismo, sea cual sea su profesión. ¡Todo el mundo está metido
hasta el cuello! Recuesto la cabeza sobre la almohada con la es-
peranza de que el mundo de los chaperos y yo lleguemos a un
acuerdo de divorcio o al menos a una sentencia de separación.
Con renovada valentía, abro la carta de Singapur a la mañana
siguiente.
195/259

Mi querido Richie:

¡Cuánto te echo de menos! Ni siquiera te lo imaginas.


Te quiero mucho y pienso en ti todo el tiempo. ¿Piensas tú
en mí? Si me quisieras la mitad de lo que yo te quiero a ti,
con eso tendría suficiente. Aquí la situación es insosten-
ible. Mi padre no deja de referirse a ti de un modo que me
hace pensar que sabe más de lo que debería saber. No le
he dicho nada, naturalmente. He tenido una especie de in-
fección en las partes pudendas pero después de muchas
inyecciones, ahora ya estoy curado del todo. Esas son las
novedades en Singapur. Me tuvieron en cama un par de
semanas, lo cual fue muy aburrido, sobre todo teniendo
en cuenta que en realidad no me encontraba mal ni nada
parecido. Pero quédate tranquilo, estoy fuerte como un
roble y sanísimo. Para no correr riesgos innecesarios,
creo que lo mejor será que no seas demasiado explícito en
tus cartas. Mi padre es un verdadero incordio. Idearé una
especie de código secreto y te lo enviaré cuando lo tenga
listo. Entonces podremos decir cuanto queramos sin tener
que preocuparnos por los demás. Te quiero. Escribe
pronto.

Tuyo,
Alexander

Todavía estaba llorando de alegría cuando John entró en mi


cuarto con la bandeja del desayuno. Le di la carta. La leyó y luego
me abrazó.
—Mi querido niño, todo saldrá bien. Un amor como el vuestro
sabrá cómo arreglárselas para salir adelante —me dijo.
196/259

Mientras hablaba, recé por que tuviera razón. Sin embargo, mi


experiencia me advertía que era un imposible. Pero a pesar de to-
do, le escribí mi respuesta ese mismo día, con el corazón
rebosante de esperanza.
El Vindi

Es la primera vez en mi vida que percibo el significado simbólico


de hacer el equipaje: con cada una de las prendas, perfectamente
dobladas y colocadas una encima de otra en la maleta, siento
cómo un pedazo de mí se va de Londres y emprende el camino
hacia Singapur. También siento que estoy diciéndole adiós al
mundo de la prostitución para siempre. La sensación de estar
abandonando lo que ha sido mi vida hasta entonces es tan intensa
que mis movimientos físicos se ven ralentizados por una llamada
que procede de lo más hondo de mi alma. Saborea este momento.
No olvides nunca este momento. Vívelo tan intensamente como
puedas, el mayor tiempo posible. Estos momentos, lo sé, son
raros y delicados.
El último objeto que introduzco en la maleta es el cuaderno en
el que tan poco tiempo he tenido para escribir últimamente. Lo
sostengo entre mis manos como se podría, como se debería sos-
tener algo frágil y precioso, y me permito hojear sus páginas,
ahora ya muy gastadas. Con cierta extrañeza, siento que me estoy
sosteniendo a mí mismo en mis manos, leyéndome a mí mismo.
De repente, tengo la certeza de que en los días que estoy demasi-
ado ocupado como para escribir algo en mi pequeño librito, eso
significa que no estoy haciendo lo correcto con esos días. Así es
como han sido las cosas últimamente, ¿verdad? Sin tiempo para
pensar ni para escribir. Me siento obligado, por mi propio
198/259

bienestar y paz interior, a escribir algo en el cuaderno. Se trata de


lo siguiente:

Adiós, chaperos

Adiós, adiós, chaperos, amantes sin parangón,


Duele, es hora de abandonar toda simulación, para luego
Irse, marcharse, volar hacia una nueva ontología.

Oscuras luces atraviesan los cuerpos del Soho, mientras


Salaces noches confiesan con arrojo una verdad cargada
Con sueños utópicos entre usureros vómitos.

Hasta la vista, adiós, hermano helénico, y


Acuérdate de aquel que rompió el cerco,
Para enterrar anhelos con cuerdas sujetos.

Entona canciones Neptuno, bendito dios del mar, para


Rotundas victorias, buenas nuevas, celebrar, de un
Obsceno muchacho que en pos de otro muchacho va.
Separémonos ahora amigos, hasta siempre.

Tras guardar mi cuaderno, mi salvaguarda contra la locura, en


la maleta, vacilo un poco antes de cerrarla, pues siento que les es-
toy dando la espalda a aquellos que más se asemejan a mí, más
que cualquier otro grupo de personas que pueda encontrar a
bordo del buque escuela. Sin embargo, cierro fuertemente la
maleta con absoluta convicción y siento un gran alivio.
Puesto que no quiero una larga despedida en la estación, le
digo adiós a John en la puerta de su casa y tomo un taxi. Al doblar
la esquina le pido al taxista que vayamos por el Soho y alrededor
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de Picadilly Circus. Los rostros y las escenas que tan bien conozco
aparecen ante mí de manera intermitente mientras me despido de
ellos en silencio. Este lugar quedará grabado para siempre en mi
alma, en lo más hondo de mi corazón, lo sé. También sé que lo ll-
evaré conmigo dondequiera que vaya, igual que llevo a cuestas
buena parte de mi infancia y demasiados recuerdos de Irlanda y
Liverpool.
Me gusta el tren porque avanza cada vez más rápido, aleján-
dose de Londres cada minuto que pasa. Sé que la gente dice que la
vida es un viaje, pero yo sólo soy plenamente consciente de ello
cuando viajo de veras. No importa demasiado cuál sea el medio de
transporte. Lo más importante es la sensación física de movimi-
ento mezclada con las esperanzas y los anhelos de lo que podrá
ser. Es una especie de libertad. Puede que también sea un hacerse
ilusiones. Ojalá, ojalá, vano deseo, ojalá fuese puro de nuevo.
Pero puro otra vez ya no puedo ser, hasta que los naranjos,
manzanas den. Aunque quizá, sólo quizá, en la próxima curva,
en el siguiente monte, en el próximo bosque, tal vez allí, envuelto
en un halo de misterio, haya un naranjo cargadito de manzanas.
En Gloucester tengo que realizar un transbordo con destino a
Sharpness y al hacerlo, reconozco a otros chicos que se dirigen a
mi mismo buque escuela. Nos apiñamos educadamente en el
pequeño tren, evitando las miradas de unos y de otros. Cuento
unos cincuenta muchachos y oigo a muchos hablar con acento de
Liverpool. Es todo un enigma saber cuánto tiempo más seguire-
mos siendo educados los unos con los otros, puesto que el otro
acento dominante proviene de los labios de chicos de Glasgow.
Cuando el tren arranca, comienzan las bromas. Los muchachos se
juntan con los de su misma procedencia: los de Liverpool con los
de Liverpool y los escoceses con los suyos. Mantengo la boca bien
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cerrada y miro por la ventanilla. En el reflejo del cristal, veo a un


chico haciendo lo mismo y le lanzo una sonrisa.
Su sonrisa de respuesta, larga y acompasada, viene acom-
pañada por un movimiento de la cabeza en dirección al alboroto
del pasillo, con el que parece decir que no quiere tener nada que
ver con las facciones que hay a su alrededor. Asiento, de acuerdo
con él. Sonríe de nuevo y ambos volvemos a nuestras vistas pan-
orámicas por la ventanilla.
En Sharpness nos recibe un oficial del buque escuela que luce
un aspecto impresionante con su uniforme. Nos llaman por
nuestros nombres y tomamos asiento en un autobús que nos es-
pera. Localizo un asiento vacío lejos de los liverpoolienses y los
escoceses, pensando que todo el mundo debería tomarse su
tiempo y examinar a los miembros de un mismo grupo antes de
sumarse a él. El hecho de identificarse con la gente al instante
sólo porque provenga del mismo sitio que uno siempre me ha
parecido una inequívoca señal de inseguridad. Sin embargo, una
vez más, creo que es comprensible. Además, debo recordarme a
mí mismo que soy un viajero avezado y veterano. Mi recompensa
por este acto de independencia es que el chico sonriente del tren
se acerca hasta mí y me tiende la mano.
—Hola, me llamo Sean. He oído que decían tu nombre. ¿Te lla-
mas Richard?
—Richie —le corrijo al tiempo que mi nuevo amigo toma asi-
ento junto a mí.
—Richie, de acuerdo. Pues encantado de conocerte, Richie
—dice, todavía extendiendo la mano.
Cuando nuestras manos se unen, nuestras miradas también se
encuentran y permanecen así esas milésimas de segundo imper-
ceptibles para cualquiera que nos esté observando pero que para
nosotros significan que acabamos de conocer a alguien especial.
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Resulta que Sean es hijo de inmigrantes irlandeses, nacido en


Estados Unidos, de modo que hacemos buenas migas enseguida.
Su acento es una mezcla de irlandés y de ligero inglés americano.
Hablamos de los problemas de haber nacido en un país extraño.
Tenemos mucho en común.
En la escuela de instrucción nos dividen en distintos grupos.
Al igual que en el tren, los oriundos de Liverpool se agrupan con
sus paisanos y los escoceses hacen lo propio. Siento un gran alivio
al ver que, puesto que he subido al tren en Londres, me colocan
junto al resto y, por lo tanto, con Sean. Permanecemos juntos to-
do el tiempo para indicarles a los demás que pretendemos seguir
así.
La escuela de instrucción se parece más a un campamento mil-
itar que a una escuela. Nos alojan en diversos barracones, que su-
man unos veinte en total. Hay una plaza de armas y las astas de
bandera habituales. Los chicos vestidos con el uniforme del ejér-
cito, de color azul oscuro, desfilan de un lugar a otro dirigidos por
instructores uniformados en elegantes trajes navales. El campa-
mento alberga a casi quinientos chicos de la misma edad más o
menos. En uno de los extremos y al pie de una profunda pendi-
ente, atracado en un muelle cerrado justo en la orilla del río
Severn, se halla el buque escuela, el Vindicatrix. La eficiencia y el
orden son los elementos preponderantes. Los bordillos pintados
de blanco relucen alrededor de cada uno de los barracones, como
todo lo demás. Cada barracón sirve de alojamiento a unos cuar-
enta chicos en literas. Sean y yo nos apropiamos de una de ellas al
fondo de uno de los barracones. Entre los barracones hay otros
más pequeños: las letrinas. Los demás barracones sirven para los
entrenamientos. Uno de ellos es una iglesia y otro, un cine. Un par
de horas después de nuestra llegada, ya llevamos el uniforme,
hemos limpiado el barracón, nuestro instructor ya nos ha pasado
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revista y el capitán nos ha dado un discurso de bienvenida. Nos


explica que a lo largo de los dos meses siguientes, nos impartirán
una instrucción completa, a algunos como marineros y a otros
como camareros de a bordo. Sean y yo vamos a ser camareros.
Durante su discurso menciona que Tommy Steele recibió la in-
strucción allí algunos años atrás. Al parecer, Sean va a dormir en
su antigua litera.
Al final del primer día, y puesto que somos los novatos, somos
las víctimas de numerosas e inofensivas bromas por parte de los
demás chicos, sobre todo de la quinta anterior a la nuestra. Sus
chanzas nos enseñan muchas cosas sobre lo que significa convivir
con tantísimas personas: nos hablan del «anti-pajas» que, al pare-
cer, se mezcla con la bebida a base de chocolate de la noche. Tam-
bién descubrimos que el no formar parte de uno de los dos grupos
dominantes significa sufrir los abusos de ambos. Las peleas entre
los de Liverpool y los escoceses se organizan casi todos los días,
detrás de uno de los barracones, cuando se apagan las luces. No
obstante, obligan a boxear a todo aquel que sorprenden peleando
delante del resto del campamento. Se habla mucho de sexo y to-
dos fanfarronean sobre quién ha hecho qué. Me imagino que el
lugar debe de ser un hervidero de actividad sexual. Quinientos
chicos encerrados durante meses no pueden pasarse los días de-
pendiendo de la energía de su mano derecha, ¿no? Antes de acost-
arnos esa noche, un instructor nos informa de que debemos lav-
arnos antes de irnos a la cama y que debemos ponernos un pijama
sin ropa interior.
Después de lavarnos, el instructor nos ordenó ponernos firmes
junto a nuestras literas y nos dijo que iba a pasar revista. Avanzó
por la fila de chicos e inspeccionó la parte delantera de los pi-
jamas de cada uno. Les ordenó a los que todavía llevaban los
calzoncillos puestos que se los quitasen inmediatamente. Mi
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experiencia en el mundo de la prostitución masculina me dijo al


instante que aquél era el perfecto prototipo de cliente. El placer
que obtenía viendo a unos chicos semidesnudos obedecer sus
órdenes, aunque disfrazado bajo una cara de póquer, era demasi-
ado evidente para mí, de modo que cuando llegó hasta donde yo
estaba, me deshice el nudo del cordón que sujetaba el pijama a mi
cintura y dejé que los pantalones cayeran al suelo de golpe. Se
quedó paralizado. Permanecí así largo rato y lo miré directamente
a los ojos. Tengo que derrotar a este tipo en su propio terreno.
Cuando al fin su mirada se encontró con la mía, le guiñé un ojo.
Volvió a mirarme la polla, y decidí menearla un poco. Su cara es-
taba roja como la grana. Cuando levantó la vista de nuevo, volví a
guiñarle un ojo. Rápidamente pasó a inspeccionar al próximo
muchacho y luego al siguiente. Cuando al final salió del barracón,
seguía estando rojo como un tomate. Sabía que lo habían calado y
no volvió a pasarnos revista de ese modo nunca más.
La disciplina en el campamento no se parecía en nada a la del
ejército. Por lo general, los chicos y los instructores se llevaban a
las mil maravillas. El castigo más severo consistía en sancion-
arnos con una sesión de «trabajos forzados», lo cual consistía a su
vez en bajar al buque escuela y ponerse a pelar patatas durante un
par de horas por la noche, mientras todos los demás se estaban
divirtiendo. Todos lo hacíamos de vez en cuando. No era ningún
suplicio, ni mucho menos; de hecho, en compañía de un amigo,
era un verdadero placer. Con un amigo podías pelar todas las pa-
tatas con mucha rapidez y luego podías quedarte por allí tomando
todo el té y las tostadas que quisieras. Fue en una noche de ésas,
solos Sean y yo, cuando tuvimos ocasión de conocernos un poco
mejor. Sugirió que fuésemos a dar un paseo, lejos del campa-
mento, por la playa, hacia la arboleda. Mientras paseábamos, le
dije que pronto iba a cumplir los dieciséis años.
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—Eso es estupendo —exclamó, me rodeó los hombros con el


brazo y lo dejó allí mientras seguíamos caminando por la hierba,
cerca de la playa.
—¿Sabes una cosa, Sean? Creo que me gustas mucho —me
aventuré a decir a través de la oscuridad.
—A mí me pasa igual. Es decir, tú también me gustas. Deber-
íamos ser amigos siempre.
—¿Amigos? Sí, siempre.
—¡Siempre! —repitió al tiempo que unía nuestros hombros
con su musculoso brazo.
—¿Sean?
Intuyendo algo, ambos nos detuvimos.
—Sean, me gusta el tacto de tu brazo en mi hombro.
—¿Sí?
—Sí. Hace que me sienta seguro. ¿Te parece ridículo?
—No. En absoluto.
—No lo dirías si no lo creyeses así, ¿verdad?
Sujetándome por los hombros con las manos extendidas, me
volvió para que estuviéramos frente a frente, escudriñando mi
rostro. Pasaron siglos antes de que me contestara.
—Richie, dímelo. Vamos.
Tartamudeé, tratando de encontrar las palabras adecuadas.
—Es que… bueno… me gustan… me gustan tus brazos… me
gusta tu…
Atrayéndome hacia sí, me envolvió en sus brazos.
—¿Y esto? ¿Te gusta esto?
—Sí —le confesé al oído, mientras sus manos acariciaban mi
espalda.
—Entonces, esto seguro que te va a gustar. —Sus labios me
rozaron la nuca con un beso vacilante.
—Sí.
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—¿Qué más? ¿Qué más te gusta? —me susurró al oído.


—Tú. Me gustas tú.
—Dímelo. Dime lo que te gusta.
—Sean… —balbucí.
—Dímelo. Quiero oírtelo decir. Sé valiente —dijo, besándome
el cuello de nuevo.
—Me gustaría…
—Sí, dímelo. Quiero complacerte. Dímelo.
—Me gustaría poner mis manos…
—¿Dónde?
—En tu pecho, en tu pecho desnudo.
—Entonces, hazlo —murmuró.
Apartando sus manos de mis hombros pero manteniendo la
cabeza enterrada en mi cuello, sin dejar de besarme, se quitó la
chaqueta de su traje de campaña y se arrancó el corbatín.
—Hazlo tú. Desabróchame los botones —dijo, adueñándose de
la situación.
Mis manos le obedecieron gustosamente y, muy despacio, los
botones fueron cediendo uno a uno.
—Ahora, quítamela.
Temblé mientras mis manos tiraban de los faldones de su
camisa y de los hombros hasta que ésta se deslizó hasta el suelo
por detrás de él.
—Tócame —ordenó su joven voz.
El tacto de su piel suave y desnuda era electrizante. Mientras
exploraba su torso al descubierto con mis manos, se quitó los zap-
atos de un puntapié y luego, subiendo sus piernas una a una, por
detrás, tiró de sus calcetines.
—Arrodíllate.
Sus manos me guiaron hasta que caí de rodillas ante él.
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—Desabróchame el cinturón. Yo sé lo que te gusta, ¿a que sí?


—dijo con firmeza.
Asentí con la cabeza. Su cinturón se soltó y colgó abierto bajo
su vientre liso y plano.
—Levántate.
Me puse de pie y miré a mi hermoso amigo.
—Quítate la ropa. Quiero verte desnudo, como tu madre te
trajo al mundo.
Inclinó el cuerpo hacia delante al hablar. Sus labios rozaron
los míos. Empecé a desvestirme siguiendo el mismo orden con
que él se había quitado la ropa. Cuando llegué a los pantalones,
vacilé unos instantes.
—Quítatelos, ahora.
Obedecí y me quedé de pie ante él en calzoncillos.
—Eso también. Te he dicho completamente desnudo.
Sólo había una forma de estar en manos de un chico tan
apuesto y seguro de sí mismo que sabía exactamente lo que estaba
haciendo. Deslicé mis calzoncillos hacia abajo y me quedé en
cueros delante de él. Mi erección se erguía en el aire.
—Arrodíllate.
Me arrodillé.
—Quítame los pantalones.
Se deslizaron por sus piernas lampiñas con toda facilidad y dio
un paso para salir de ellos. Mi cara, ahora justo en frente del bulto
de sus calzoncillos, empezó a acalorarse. El aire fresco a nuestro
alrededor me enviaba sensaciones insólitas por todo el cuerpo.
—¿Quieres bajármelos?
—Sí —acerté a decir.
—Entonces pídemelo. Quiero oír cómo me lo pides.
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Sentí palpitar mi erección y me oí a mí mismo tartamudear,


tratando de encontrar las palabras mientras mis manos se aprox-
imaban a su estrecha cintura.
—¡Pídemelo!
—¿Puedo quitarte los calzoncillos?
—Sí, bájamelos. Déjame desnudo, igual que tú.
Mis manos se deslizaron en el interior de la cinturilla elástica y
se los bajé. Era magnífico. Era un puro gozo ver su orgullo des-
nudo. Ayudé con mis manos a quitárselos de los tobillos y mi cara
rozó su enhiesta erección. Ya no necesitaba recibir más instruc-
ciones, pues sabía perfectamente qué quería mi compañero. Tomé
su polla en mi boca y empecé a chupársela. Caímos sobre la hierba
que había a nuestros pies y su boca imitó las acciones de la mía,
realizando una exploración acompasada de lamidos y succiones.
Nos colocamos el uno encima del otro, besándonos, sintiéndonos,
tocándonos… Nuestras extremidades se enroscaban alrededor de
nuestra orgullosa virilidad, resbalando por la piel suave del otro
como si estuviera recubierta de aceite corporal. En un enorme es-
tallido triunfante, explotamos el uno sobre el otro y las pal-
pitaciones de nuestras respectivas erecciones volvieron a latir
normalmente al unísono. Permanecimos tendidos en la hierba,
sin hablar, otra media hora, abrazados, satisfechos.
Más tarde, le pregunté dónde había aprendido a llevar la
batuta de esa manera. Me dijo: «En casa» y me siguió explicando
que un muchacho mayor de su escuela se lo había enseñado
haciendo lo mismo.
—Tenía que hacer lo que él dijese. Aquello me ponía muy
cachondo. ¿Te ha gustado?
—¿Bromeas? ¡Ha sido fantástico! ¿Cuándo podemos hacerlo
de nuevo?
Se echó a reír.
208/259

—Ya te avisaré, ¿vale? —dijo.


—De acuerdo, como tú digas —convine.
—Bien, aprendes muy rápido, chaval.
Me había topado con muchos clientes a quienes les gustaba ser
dominados y solía interpretar mi papel sin llegar a disfrutar de-
masiado. Ahora, sin embargo, en manos de un hermoso
muchacho de dieciséis años, había tenido la oportunidad de ex-
plorar, sin amenazas ni prejuicios de ninguna clase, esa parte de
mi yo sexual que clamaba a gritos no tener que llevar la iniciativa,
aunque sólo fuese por una vez. Había descubierto que vale la pena
explorar la energía y la imaginación sexual de otra persona
cuando uno se siente seguro con ella.
A medida que fueron transcurriendo las semanas, aprendí el
arte de poner y servir la mesa. Sin duda, la colocación de la
cubertería de plata es todo un arte. También aprendí los secretos
de la marcha militar y a participar en el desfile de la iglesia los
domingos. Con creciente seguridad, empecé a gastar bromas yo
también a los chicos de las nuevas quintas, y con cada vez más
práctica, Sean y yo aprendimos a elaborar los juegos sexuales más
maravillosos. La tercera semana recibí mi primera carta: era de
John Tenis y contenía una carta de Singapur. Decidí guardar la
carta de Singapur y leer primero la de John.

Mi querido niño:

Perdóname. Rezo por que ojalá seas capaz de hacerlo.


Ayer recibí la visita de dos caballeros que querían saberlo
todo acerca de ti y tu paradero. Naturalmente, me negué
a darles cualquier información y les rogué que se fueran,
pero ellos, dada la clase de caballeros que eran, me orden-
aron que «cerrase el pico». ¿Te lo puedes creer? Al
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parecer, pretendían desvelar mis secretos y mis preferen-


cias en determinados círculos a menos que me aviniese a
hacer lo que decían. Mi querido niño, ¿qué podía hacer
yo? Les dije lo que querían saber acerca de tus «activid-
ades» en el West End. Se marcharon después de amenaz-
arme un poco más y de decirme que no me metiese en líos.
Gracias a mi cobardía, ahora saben dónde estás. De lo
que estoy prácticamente seguro es de que no eran policías.
¿Podrás perdonarme? A pesar de mis temores, confio en
no haber hecho nada que pueda perjudicarte.

Tuyo siempre,
John

Me quedé desconcertado. ¿Quiénes podían ser? De repente,


caí en la cuenta de que podían ser los hermanos Dalton. ¿Por qué
querrían saber lo que hacía y dónde estaba? El episodio en el piso
de Actor había ocurrido hacía siglos y no podían estar seguros de
que yo hubiese tenido algo que ver con aquello, ¿o sí? Además,
¿para qué armar tanto jaleo sólo con el propósito de encon-
trarme? Supuse que lo descubriría tarde o temprano y me guardé
la nota en el bolsillo. Ahora mismo, la otra carta era más
importante.

Mi querido Richie:

No puedo creer que todavía no hayas contestado mi úl-


tima carta. ¿Ocurre algo malo? Seguro que sí. Lo presi-
ento. ¿Podría ser que las cartas tarden mucho tiempo en
llegar desde Inglaterra? Por favor, escribe. Por favor,
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dime cómo estás. Estoy trabajando con ahínco en el


código secreto y muy pronto te enviaré una copia, pero
por favor, escribe y dime si estás vivo. Con una postal
será suficiente. Me muero de ganas de saber de ti. Te
quiero muchísimo. ¿Acaso todo es imposible para noso-
tros? Escribe pronto, mi amadísimo amor.

Tuyo,
Alexander

La inmensa pena de saber que no había recibido mi carta me


desgarraba el cuerpo y me partía el corazón en mil pedazos. ¿Qué
clase de tortura era ésta? Le escribí una respuesta ahí mismo y le
envié dos copias separadas. También escribí a John diciéndole
que había hecho lo único que podía hacer bajo aquellas circun-
stancias. Ahora sólo podía esperar. Esperar a que los hermanos
Dalton viniesen a por mí. Esperar a ver si Alexander recibía mis
cartas.
Embargado por la ira y el dolor, empujé a un chico al entrar en
la letrina y al cabo de unos segundos estaba enzarzado en una
pelea. El ruido de los puñetazos no sólo atrajo a los demás chicos,
curiosos, sino también a un instructor, que nos informó de que
tendríamos que pelear fuera en el cuadrilátero esa misma noche.
A mí me dio igual. Por desgracia, al otro chico también le daba
igual. Iba a ser una pelea clásica: un chico de Glasgow con un
chico de Liverpool.
Al caer la noche, ya hacía rato que me había dado cuenta de lo
estúpido que había sido y media hora antes del momento pactado
para la pelea, traté de hacer las paces con el otro chico, pero
cometí el error de hacerlo delante de todos los demás. El chico no
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tuvo más remedio que enviarme al carajo. Me llamó gallina y me


dijo que me iba a dar una paliza de muerte. Le creí. Fui en busca
de Sean para que me ofreciera su apoyo, pero éste se limitó a
decir:
—Puedes ganarle si te lo propones.
La pelea iba a consistir en asaltos de tres minutos cada uno.
Bajo el ojo atento de un instructor, nos prepararon a los dos y nos
encaminamos hacia el gimnasio. El hecho de aparecer ante quini-
entos chicos me dejó aterrorizado y, más que cualquier otra cosa,
fue este terror el que hizo que la adrenalina se me agolpara en el
cerebro. Si el chico sabía boxear, estaba perdido, pero si, tal como
ocurría en la mayoría de los casos, los dos éramos unos novatos,
entonces tenía una oportunidad. Cuando sonó la campana, el
chico salió disparado desde su esquina y me pegó un puñetazo en
el costado de la cabeza. Me dolía horrores. El siguiente golpe ater-
rizó en mi estómago y me doblé de dolor. Por suerte, vi venir el
próximo y me aparté a un lado. El chico dio un golpe en el aire.
Quinientas voces clamaban sangre, y el siguiente puñetazo las sat-
isfizo. Me dio un gancho izquierdo que fue a parar directamente a
mi cara. La nariz empezó a sangrarme y el chico esbozó una son-
risa triunfante. Una mezcla de orgullo, miedo e ira enviaba escalo-
fríos por todo mi sistema nervioso. Sonó la campana y me fui a la
esquina equivocada. Un instructor me llamó para que acudiese a
la esquina correcta.
—Puedes devolverle los golpes, ¿sabes? Lo dice el reglamento
—me soltó.
Aquello me enfureció y empecé a gritar con rabia.
—¡Váyase a la mierda! ¿Qué cojones cree que estoy intentando
hacer? ¿Bailar con él o qué? No es mi tipo.
El instructor se echó a reír y me pasó un paño húmedo por la
cara.
212/259

—Guárdate tu rabia para él, hijo. Si no le pegas en este asalto,


te destrozará.
Sonó la campana y el instructor me empujó hacia delante. En
mis días de estudiante, me había acostumbrado a pelear con la
cabeza, con los pies o con alguna clase de arma, pero aquello era
completamente distinto. El chico se abalanzó sobre mí tal como
había hecho en el primer asalto. Uno tras otro, los golpes fueron
cayendo sobre mi cuerpo y mi cara. Me abracé a él para tener un
respiro y me llamó gallina. ¡Mi cara estaba a escasos centímetros
de la suya y me había llamado gallina! Me resbalé y lo embestí ac-
cidentalmente. Una pequeña herida se abrió justo encima de su
ojo izquierdo y una oleada de dolor inundó su cara. Durante una
fracción se segundo, apartó su vista de mí y miró al instructor.
Aproveché esas décimas de segundo para golpearle en el es-
tómago y luego en la cara. Esta vez fue él quien se abrazó a mí.
Nuestras cabezas entrechocaron de nuevo. Trató de zafarse de mí,
pero le di un puñetazo bajo la caja torácica y luego otro en la
herida abierta. Sonó la campana y esta vez acudí al rincón que me
correspondía. El instructor no dijo nada; se limitó a pasarme el
paño por la cara. Yo no quería perder. Ya había perdido demasia-
das veces.
Un asalto cada uno. El tercero sería decisivo. Nos embestimos
el uno al otro con todas nuestras fuerzas. Sólo se veían puños,
cabezas y codos. Era la clase de peleas con las que había crecido.
No tenía la menor duda de que el otro chico se sentía como en
casa, igual que yo. Nos entregamos al máximo, y cuando sonó la
campana de nuevo, no la oímos a causa del griterío que había en
el gimnasio. Tuvieron que separarnos y nos levantaron el brazo a
ambos. Había sido un empate. Miré al otro chico y éste me sonrió.
Le devolví la sonrisa. Había sido una buena pelea. Era un
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resultado con el que ambos podíamos vivir. Más tarde descubrí


que se llamaba Tam. Nos hicimos buenos amigos.
Después de una pelea, resulta extraño el modo en que puedes
hablar con la misma persona contra la que has luchado. Es como
la clase de honestidad que uno tiene con un amante después de
haber hecho el amor de la manera más sublime. Me lo contó todo
sobre sí mismo y su familia. Le dije a Tam que era homosexual.
Simplemente, me salió.
—¿Estás seguro? —fue su respuesta—. No lo pareces y, desde
luego, no peleas como si lo fueras.
—Estoy seguro, créeme. Además, ¿qué pinta tiene que tener un
homosexual?
Se echó a reír y me dio un golpe en el brazo como gesto de
aceptación total.
—La misma que tú, supongo —dijo.
Me guardó el secreto y no tuvimos necesidad de aludir a ello
de nuevo. Él era quien era y yo era quien era, podíamos aceptar-
nos el uno al otro.
Sean creyó que había sido una insensatez por mi parte confi-
arle a Tam mi secreto y estaba preocupado por que lo hubiese
mencionado a él. Le aseguré que nunca haría una cosa así y me
pidió perdón en el acto.
Como anticipo de mi cumpleaños, que iba a ser al cabo de dos
días, Sean me dijo que me reuniera con él en el lugar de cos-
tumbre cuando apagaran las luces. Tenía planeado obsequiarme
como nunca antes nadie me había obsequiado y tenía un plan es-
pecial para mi cumpleaños. Yo estaba entusiasmado y me
presenté antes de la hora prevista.
Una tenue niebla caía suspendida sobre el río Severn y entur-
biaba el puente del ferrocarril que se erguía sobre sus poderosas
patas de hierro Victoriano. El puente abarcaba la totalidad del río
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con un glorioso esplendor de hierro. Lo habíamos cruzado a


bordo del tren unas semanas atrás. La inmensa y plana extensión
del caudaloso río había crecido y menguado bajo el puente dur-
ante casi un centenar de años. Era una vista majestuosa. Mientras
esperaba a Sean, me senté a contemplar el espectáculo, maravil-
lado al pensar en los ingenieros que lo habían construido. Cuando
Sean llegó, intuyó el carácter especial de aquel momento y se sen-
tó a mi lado, contemplando el puente. Sobraban las palabras. A
veces, sólo es necesario observar y experimentar el momento.
Aquél era uno de esos momentos. Permanecimos en silencio y en-
cendimos un cigarrillo. El aire fresco de la noche se llevó colina
arriba nuestro humo con su brisa, lejos, muy lejos, hasta fundirlo
con la espesura de la niebla. No sé muy bien por qué, pero me
vino a la mente la vez que me había sentado con el Bufón y el Mo-
torista en la cocina del piso de Earl’s Court, cuando el Motorista
se puso tenso y dijo algo acerca de alguien paseándose por encima
de su tumba. Aquella sensación no parecía tener ningún sentido,
de modo que decidí centrar mi atención en Sean. Me respondió
insinuándome cuál iba a ser el juego sexual de la noche, lo cual
me excitó al instante.
Tenía que adentrarme en el bosque iluminado por la luna y
quitarme la ropa. Él me seguiría, vestido, pero seguiría oculto. Al
verme desnudo, me seguiría adonde yo estuviera y me vería mas-
turbarme. Entonces, en la cumbre de mi éxtasis sexual, atraído
por mi disfrute de la música de la masturbación y a la señal de
verme tendido sobre la hierba húmeda, saldría de su escondite y
entonces yo tendría que hacer lo que él quisiera. Su imaginación
bastaba para excitarme. Su belleza y su juventud eran dos bazas
adicionales. Sentí sus ojos clavados en mí mientras me despojaba
de mis ropas, las doblé con cuidado y me introduje en el bosque.
Le perdí de vista en cuanto entró en el espíritu de nuestra
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aventura y se escondió. Sabía que estaba allí, que podía verme,


pero yo no podía verlo a él. Era electrizante. Cuando al final se
acercó a mí, trajo consigo su tremenda libertad y disfrutamos de
una velada de sexo magnífico.
El juego se prolongó durante una hora larga y nos lo pasamos
en grande. Después nos sentamos y hablamos de nuestros planes
para la noche siguiente. Reímos y fumamos hasta que ya no
podíamos reír más. Cogidos de la mano, caminamos por la playa
de vuelta hacia el campamento.
De pronto, como si fuera una voz procedente del mismísimo
infierno, se oyó el escalofriante estruendo de una explosión entre
la niebla que provenía del puente del ferrocarril. Un resplandor
iluminó el cielo y otra explosión sacudió la ribera del río. Bajo la
luz del resplandor vimos dos barcos inmovilizados bajo el puente.
Dos gigantescos arcos del puente chocaban entre sí en el aire y se
derrumbaban sobre el lecho del río. Los barcos eran dos petroler-
os y su carga salía a borbotones de sus entrañas como si fueran las
visceras de dos cadáveres destripados. Las llamas cubrían la su-
perficie del agua y empezaban a propagarse en todas direcciones.
Transportada por el viento y la corriente, la marea negra y
llameante se abría paso por el río como si ella misma estuviese
tratando de escapar de la masacre. Sean y yo nos quedamos paral-
izados. Oímos gritos y vimos a varios hombres saltando de los
barcos, que estaban a punto de hundirse, hacia las llamaradas.
Era un espectáculo atroz, verdaderamente horrible. Echamos a
correr, puesto que era lo único que parecía tener sentido hacer, y
nos dirigimos a nuestro buque escuela.
Al llegar vimos que había otros chicos, cientos de ellos, algun-
os a medio vestir y la mayoría en pijama. Las voces doloridas de
las víctimas nos llegaban con toda claridad entre el aire de la
noche, y otras voces agonizantes clamaban pidiendo auxilio. Sin
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pensarlo dos veces, docenas de nosotros (¿o éramos cientos?) ar-


rojamos al río una lancha de salvamento que estaba amarrada al
muelle. La llegada de un instructor seguramente salvó muchas vi-
das. Ordenó que nadie subiese a aquel bote y, al instante, todos
empezamos a proferir insultos contra él. Empezó a gritarnos él
también, y antes de que hubiesen salido las últimas palabras de su
boca, las llamas ya habían devorado la lancha. Al cabo de unos
minutos, ya había desaparecido de la vista, como también habían
desaparecido los gritos procedentes del río. Durante unos diez
minutos, nadie dijo una sola palabra. Las implacables llamas nos
tenían embrujados. Me abracé a Sean, que estaba llorando, como
yo. Me atreví a mirar al resto de los cientos de otros chicos y vi
que ellos también estaban haciendo lo mismo: llorando. Algunos
se habían puesto de rodillas y otros rezaban sin disimulo. Otros,
como Sean y yo, se abrazaban a sus amigos más queridos. Los in-
structores llegaron con otros chicos y ellos tampoco pudieron
hacer otra cosa más que llorar.
El horror de aquella noche me acompañará mientras viva. Al
día siguiente descubrimos que entre los cinco desaparecidos se
hallaba un chico de diecisiete años llamado Malcolm Hart. Los
dos petroleros habían chocado entre sí y luego contra el puente. El
primer barco, el Arkendale, transportaba 295 toneladas de crudo,
mientras que el Westdale llevaba 320 toneladas de gasolina. Una
combinación mortal.
Ya no hubo más risas ni más peleas. Lo único que podíamos
hacer era hablar unos con otros. La experiencia de formar parte
de un grupo de quinientos chicos deprimidos por el horror y el su-
frimiento que acaban de presenciar es algo que no le deseo a
nadie. Durante el resto del periodo de instrucción, no era extraño
ver a un chico prorrumpir en llanto de repente. Nadie gastaba
bromas ni decía nada. Tan sólo los abrazos servían de consuelo y
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de apoyo. Pasó mi cumpleaños sin que nadie lo festejara. Ni


siquiera me di cuenta.
Poco después de aquello, finalizó nuestro periodo de entre-
namiento. Me despedí de Sean y nos prometimos, sin demasiada
convicción, seguir en contacto. Tam me, dio un fuerte abrazo en la
estación. El tocarse ya no era un tabú. El dolor neutraliza los
tabúes y los borra sin dejar rastro. Para entonces, ya me había
olvidado por completo de los dos tipos que habían ido a visitar a
John Tenis. La segunda carta de Alexander había llegado dos días
después de la tragedia. Todavía seguía sin recibir ninguna de mis
misivas, pero ahora aquello carecía de importancia. Además, tenía
que ponerme en camino hacia Liverpool y, con un poco de suerte,
si había una plaza libre, embarcar en el Blue Funnel, un barco que
me llevaría a Extremo Oriente y a Singapur.
La idea de regresar, casi al cabo de un año después, a la ciudad
que había creído abandonar para siempre, me daba escalofríos.
Suponía que se debía a una especie de temor a volver atrás en el
tiempo: regresar a un padre borracho que me daba unas palizas
de muerte con su correa. Sin embargo, el año que había pasado
fuera había obrado grandes cambios en mí. Se había marchado la
víctima y regresaba el superviviente. Se había marchado el chico
inseguro, el que no sabía quién era, y regresaba un muchacho que
estaba casi completamente seguro de ser homosexual. Se había
marchado el chico que se escondía en el interior de su propia ima-
ginación y regresaba un joven convencido de que, con el tiempo,
llegaría a escribir.
Sin embargo, el temor de volver atrás en el tiempo me aterror-
izaba de veras. Mi confianza apenas recubría la superficie, pero
aun así, eso era más de la seguridad que tenía en mí mismo al
marcharme. No había forma de saber cómo reaccionarían mis
padres cuando me vieran. Por supuesto, siempre podía alojarme
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en una pensión para así evitar tener que verlos, pero a pesar de
todo lo sucedido, lo cierto es que quería verlos, sobre todo a mi
madre. En mi empeño por huir de mi padre, ni siquiera le había
prestado atención a ella. En el último año, no nos habíamos
puesto en contacto ni una sola vez. ¿Querría verme? Pronto lo
averiguaría.
El primer viaje

¡Liverpool! ¡La estación central de ferrocarril de Lime Street! Me


quedé de pie en el andén y me dispuse a asimilar las imágenes que
me rodeaban. No estaba tan mal después de todo’. Observé las es-
cenas que se sucedían a mi alrededor y reparé en una imagen de
mí mismo, reflejada en la ventanilla del tren: bien vestido, una
gabardina por encima del hombro, un corte de pelo elegante,
dinero, un título de capacitación de la marina mercante en el
bolsillo y dos maletas llenas de ropa de primerísima calidad… ¡No
estaba nada mal! No estaba mal para un chico de dieciséis años.
Eché a andar hacia la salida principal, dejando atrás la parada de
taxis y me dirigí a Lime Street. De pie en el mismo lugar donde
solía traficar con mi cuerpo, saqué un cigarrillo y lo encendí. No
había vuelta atrás posible. La calle familiar, con el bullicio del
tráfico, me retuvo allí más tiempo del que había pretendido en un
principio. No estoy seguro de si la sensación que tenía era de tri-
unfo o de dolor. Puede que de ambas cosas. Recorrí la manzana y
me metí en la cafetería donde tantas veces me había sentado en
las noches frías. El té estaba tan malo como de costumbre. Al cabo
de unos minutos, un crío de unos diez u once años se sentó a mi
lado. Le ofrecí mi paquete de cigarrillos deslizándolo por encima
de la mesa.
—Hola, colega —dijo al tiempo que tomaba un cigarrillo.
—Quédatelos.
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—¿Qué? ¿El paquete entero?


—El paquete entero. Es tuyo.
—¡Qué bien!
—¿Cuántos años tienes? —le pregunté, sin pensar.
—Acabo de cumplir once. ¿Te gusto?
—¿Once?
—Acabo de cumplirlos.
—Sí, sí que me gustas, pero la pregunta es: ¿te gustas a ti
mismo?
—¿Que si qué?
—Olvídalo. ¿Cómo te llamas?
—Me llaman Rod.
—Pero ése no es tu verdadero nombre, ¿a que no?
—Todo el mundo me llama Rod. Bueno, y entonces… ¿te
gusto?
—¿Todo el mundo?
—Todo el mundo de por aquí, vaya.
—¿Cuánto?
—¿Qué?
—¿Cuánto?
—Ah, sí. Ya sabía yo que te gustaba. ¿Dos libras?
—¿Dos libras?
—Sí. Es que necesito el dinero…
—No hace falta, Rod —dije mientras abría mi cartera. Extraje
dos billetes de una libra y se los tendí por encima de la mesa al re-
flejo de mi yo más joven. El chico agarró los billetes, se los metió
en el bolsillo y esperó a que yo hiciese el próximo movimiento.
Éste suele ser el momento en que el cliente te lleva a su casa o al
lavabo público más cercano. Me puse de pie.
—Cuídate mucho, Rod. ¿Me oyes?
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El chaval parecía confuso cuando salí de la cafetería y levanté


el brazo para llamar a un taxi. Lo saludé con la mano para des-
pedirme desde el interior del taxi y me lanzó una enorme y cálida
sonrisa. ¿Cambiará Liverpool alguna vez? Lo dudo. Mientras haya
pobreza, habrá padres borrachos y violentos y hombres con
dinero dispuestos a pagar por los niños que no quiere nadie más.
Cuando falla todo lo demás, siempre queda el sexo, ¿no es así? Es
decir, cuando a uno no le queda nada más por vender, siempre
tiene el sexo como solución. Todo el mundo lo necesita, ¿verdad?
Recé en silencio por que Rod no tuviera que esperar tanto tiempo
como yo para obtener un poco de placer personal del sexo.
Esperaba que él fuese uno de los afortunados y escapase de la vida
en las calles antes de que ésta lo destrozase por completo. ¿Qué
parte de su verdadero yo sobreviviría?
Cuando el taxi abandonó Stanley Road para enfilar Hertford
Road el corazón empezó a latirme desbocado. El taxista me hizo
una pregunta.
—¿Qué numero?
Tuve que respirar hondo para que me salieran las palabras.
—El cuarenta y ocho.
El vehículo se detuvo justo enfrente de la casa que creía haber
abandonado para siempre. La gente que había en la calle, los
niños y los adultos a quienes conocía, me miraron y asintieron
con la cabeza. Les devolví el saludo mientras seguían mirándome,
mientras hablaban entre ellos. Podía adivinar lo que estaban di-
ciendo. Como no tenía llaves, tuve que pulsar el timbre. La puerta
se abrió y la figura de mi madre apareció ante mí. Su rostro mudó
de expresión miles de veces.
—Hola, mamá. He vuelto a casa a pasar unos días.
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Se quedó inmóvil en su sitio y noté cómo las lágrimas


asomaban a mis ojos al tiempo que las suyas empezaban a resbal-
ar sin pudor por su bello rostro irlandés.
—Jesús, María y José. Oh, Dios mío. Eres tú… —Su forma de
recibir las buenas noticias no había cambiado.
Me echó los brazos al cuello y ambos dimos rienda suelta a
nuestras emociones. Empezamos a llorar a mares y nuestros
fuertes abrazos casi nos rompieron las costillas.
—Oh, gracias a Dios. He rezado a san Antonio todos los días.
He rezado a san Simón y a san Judas Tadeo por que estuvieras
sano y salvo. Sabes que son tus santos protectores, ¿verdad? Les
puse unas velas el día de tu cumpleaños. Oh, Dios mío, ya tienes
dieciséis. Mírate. Deja que te eche un vistazo. Oh, gracias a Dios
que estás bien. Alabado sea el Señor porque hayas vuelto a casa
sano y salvo.
—Estoy aquí mamá, eso es lo que importa. Mamá, te quiero
muchísimo.
—Oh, Jesús, María y José. Creía que me odiabas.
—No, mamá. A ti no. Nunca te he odiado —dije entre sollozos,
hablando con el corazón en la mano.
Sacando su diminuto pañuelo del bolsillo de su delantal, em-
pezó a secar mis lágrimas y las suyas al tiempo que seguía dando
las gracias a todos los santos del santoral. De no haber agarrado
mis maletas y a ella y haberlas empujado a las tres al interior de la
casa, se habría ido derecha a la iglesia a realizar alguna ofrenda.
Naturalmente, cuando me llegó el turno de explicar qué había
hecho durante todo aquel año, mentí como un bellaco. Le conté
que había ido a la universidad a Londres para hacer un curso de
poesía, que había conseguido un trabajo a tiempo parcial en una
pequeña cafetería y que había asistido a un programa de instruc-
ción de la marina mercante. Cuando le expliqué que esperaba
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embarcar rumbo a Extremo Oriente al cabo de una semana aprox-


imadamente, rompió a llorar de nuevo. Sin embargo, puesto que
veía que estaba sano y salvo, se calmó enseguida y entendió por
qué un chico quería zarpar a bordQ de un barco para adentrarse
en alta mar. Los habitantes de las ciudades portuarias compren-
dían muy bien la llamada del mar. Sin embargo, no era la llamada
del mar el motivo de mi marcha, como bien sabéis, pero no me at-
reví a decirle la verdad. En vez de eso, decidí contarle algo que
pudiese asimilar: empecé a hablarle del romanticismo del océano,
de los viajes a tierras lejanas y de todas esas cosas. Lo entendió.
—¿Y tu fe? ¿Le has estado dedicando tiempo a tu fe? —me pre-
guntó mientras sujetaba mis manos entre las suyas.
—Sí, por supuesto —mentí—. Bueno, casi todo mi tiempo.
—Has estado yendo a misa, ¿verdad? ¿Has cumplido con tus
deberes de la Pascua?
—Claro que sí, mamá.
—Alabado sea Dios. ¿Sabes una cosa? Siempre creí que tú ser-
ías el sacerdote de la familia. ¿Has pensado en serlo alguna vez?
Siempre has tenido madera de sacerdote.
—No creo, mamá. Yo no.
—Yo quería ser monja —dijo, rememorando su juventud.
—Ya lo sé. ¿Qué fue lo que te lo impidió?
—Tuve que ponerme a trabajar. Así eran las cosas entonces,
bien lo sabe Dios. Bueno, ya basta de melancolías. Te prepararé
un té. ¿Todavía es tu bebida favorita? Quiera Dios que aún lo sea.
—Todavía lo es, no te preocupes.
—Gracias a Dios.
—¿Dónde está él?
—¿Tu padre?
—¿Quién si no?
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—No deberías ser demasiado duro con él. Ahora mismo está
trabajando en Blackburn. La compañía tiene un contrato para re-
construir una cosa u otra, sabe Dios el qué. No volverá hasta el
mes que viene. Sentirá no haberte visto.
—Lo dudo. Yo no siento no haberlo visto.
—¡Que el Señor nos asista! ¡No hables así! No quiero que mi
familia se vuelva en contra de su propia sangre.
—Mamá, ¿cuándo vás a abrir los ojos?
—No lo toleraré, ¿me oyes? Él es tu padre y no se hable más.
Todos tenemos nuestra cruz, y tu padre no es ninguna excepción.
—Muy bien, te oigo. ¿Qué me dices de una buena taza de Earl
Grey para el hijo pródigo?
Su rostro se animó y esbozó una enorme y radiante sonrisa.
—Eso es muy poético, ¿verdad?
Ambos nos echamos a reír.
—Sí señora, bien lo sabe Dios —la imité, con mi mejor acento
irlandés.
—Vaya, vaya… ¿Qué te parece? —exclamó con orgullo,
colocándose las manos en las caderas—. Poesía por Dios. Quién lo
habría dicho…
Era estupendo estar con ella de nuevo, charlando. Nos
quedamos levantados hasta las tantas, intercambiando historias y
peripecias. Me explicó que mi padre todavía tenía problemas con
la bebida y que se había vuelto un hombre muy triste. Ella lo res-
istía, según decía, porque tenía a Dios y a todos los santos para
ayudarla. Antes de irse a la cama me estrechó entre sus fuertes
brazos y me pidió que rezase una oración por mi padre. Lo hice
por ella.
Antes de dormirme, pensando en el joven Rod y en tantos
otros chicos como él, como yo, abrí mi cuaderno y después de
quedarme pensativo largo rato, me decidí a escribir.
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Chicos de Liverpool

Los chicos de Liverpool se alzan y arrojan piedras


por las calles de Liverpool, calles sabías y desconocidas.
Arriesgaos, destrozad todo cuanto halléis a vuestro paso,
ampliad vuestros horizontes, que Inglaterra salde su
deuda.
Atreveos a escapar de una vez del lodo,
echad abajo la ciudad antes de haceros viejos.
Los grupos organizados se preparan para la tropa,
pero abrid sus ojos, exigid cosas mejores,
chicos de Liverpool, todos vosotros reyes.
Luchad por traer el cambio mientras podáis,
la opresión exige que compartamos un mismo plan.
La juventud es el momento en que los jóvenes apuran su
paso,
luchan por salir adelante, como los chicos fuertes que son.

A la mañana siguiente, antes de salir hacia la oficina de la


marina mercante, también conocida como el Bote, llamé a Andy a
su despacho de asistente social.
—¡Poeta, me alegro de oírte! ¿Fuiste?
—¿A dónde?
—¡A la clínica!
—Ah, eso. Sí, sí que fui. Ningún problema.
—¿Los has visto? ¿Están contigo?
—¿Quiénes? ¿Te refieres al Bufón y a Angel?
—Sí. Escucha, Poeta… Verás, las cosas no salieron según lo
previsto…
—¿Y qué esperaba? Usted nos engañó.
—Lo siento de veras. ¿Están contigo?
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—No. ¿Cuándo se escaparon?


—Hace una semana más o menos. De centros de acogida
distintos.
—No debería haberlos separado.
—Ahora lo sé. Sólo iba a ser por una breve temporada, hasta
que se elaborase una evaluación.
—No debería haberles mentido. No son tontos, ¿sabe?
—Lo sé, lo sé. ¿Puedes ponerte en contacto con ellos?
—No, no puedo. Y aunque pudiera, tampoco se lo diría —dije,
y colgué inmediatamente.
En cuanto hube colgado, lo descolgué de nuevo. Llamé a John
Tenis y le pregunté si sabía algo del Bufón o de Angel.
—Mi querido niño… ¡Cuánto me alegra oír tu voz! Espera un
momento…
—Poeta, ¿eres tú?
Era el Bufón.
—Bufón, ¿qué ha pasado? ¿Angel está bien?
—Nos separaron y nos encerraron en reformatorios diferentes.
Angel está aquí. Está bien, no te preocupes. Nos vamos a ir a casa
de la hermana del Motorista. No nos buscarán allí. ¿Y tú cómo es-
tás? Me han dicho que has estado de entrenamiento…
Le expliqué cuanto pude acerca de la instrucción y de que iba a
embarcar muy pronto. El Bufón me dio la dirección de la hermana
del Motorista y me dijo que escribiera a menudo. Me contó cómo
habían escapado y se habían reunido más adelante. Le pregunté al
Bufón si sabía quiénes podían ser los dos tipos que andaban tras
de mí. No tenía la menor idea. Le sugerí quiénes creía yo que
podían ser y me sorprendió su respuesta.
—No pueden ser los hermanos Dalton, eso es imposible. Están
en España y llevan allí mucho tiempo. Celebraron una gran fiesta
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antes de marcharse. La cosa está mucho más tranquila desde que


se fueron.
—En ese caso… ¿quién diablos puede estar buscándome?
—No se me ocurre nadie, Poeta. Pero yo que tú no me preocu-
paría; vas a salir del país muy pronto, ¿no?
—Sí, es cierto —convine, aún muy preocupado.
Estuve mucho rato al teléfono hablando con el Bufón, Angel y
John Tenis. Despedirme de ellos era tan difícil… Ninguno de
nosotros quería poner fin a la conversación. Me vi obligado a col-
gar cuando mi madre regresó de hacer la compra. Le ofrecí un par
de libras por el coste de la llamada, pero se negó a aceptarlas. Las
puse bajo el listín telefónico. John Tenis se había portado muy bi-
en conmigo después de todo. Se había asegurado de que tuviese
dinero de sobras durante y después del periodo de instrucción.
Estaba muy nervioso en el Bote. Había varios veteranos char-
lando animadamente en grupos. Se veía a la legua que yo era un
novato. Aquélla iba a ser mi primera travesía a bordo de un barco.
Lo primero que tenía que hacer era afiliarme al Sindicato Nacion-
al de Marinos. Sin tarjeta de afiliación no había barco. Una vez
que me sellaron la tarjeta, me dirigí a la oficina principal y le dije
al tipo que había tras el mostrador, lo más seriamente que pude,
que quería un barco con destino a Singapur. El tipo se echó a reír
y me preguntó si quería cortinas en el ojo de buey de mi camarote.
Me ruboricé y le contesté que no me importaba adonde fuese el
barco con tal de que hiciese una parada en el puerto de Singapur.
—¿Es tu primer viaje? —me preguntó, esforzándose por
mantener una expresión grave.
—Sí.
—Sí —repitió, sonriendo.
—Bueno, ¿y entonces? Tiene que haber algo, un Blue Funnel o
algo así, ¿no?
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—¿Un barco Blue Funnel? ¿Te refieres a uno de los de Alfred


Holt?
—No lo sé.
—Bueno, escucha, la línea Blue Funnel pertenece a Alfred Holt
y Compañía y se encarga de los barcos de la compañía naviera Ch-
ina Mutual Steam. Uno de sus barcos, el Memmon, nuevecito, de
la clase «M», hélices de acero, zarpa con destino a Singapur, entre
otros puertos, la semana que viene. ¿Te interesa?
—Sí.
—Bien. Necesitan a dos camareros auxiliares. Lleva esta tarjeta
a Birkenhead e inscríbete.
—¿Cuándo?
—No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy, ¿no te
parece?
—Sí, supongo que sí. Gracias. Por cierto, ¿cuánto pagan?
El tipo hojeó unos cuantos papeles con la innecesaria eficien-
cia aparente de alguien que trata de impresionar a otro.
—Ayudante de camarero… déjame ver… Sí, aquí está: catorce
libras, doce chelines y seis peniques.
—¿A la semana?
—¡Al mes! ¿Algún problema?
—No, está bien, gracias. —El sueldo era lo de menos.
Al salir de su oficina, el tipo me deseó buen viaje.
—Y si alguien quiere enseñarte el río de oro, echa a correr.
Buena suerte, chico.
Al oír aquello, los veteranos empezaron a aullarme y a silbar.
Algunos también me gritaron.
—¡Ten cuidado con tu tesoro, pipiolo!
Me paré en seco, inspiré hondo, me volví y pregunté:
—¿Qué es un pipiolo?
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Aquello provocó las carcajadas burlonas de los veteranos, que


se echaron a reír como locos. Me ruboricé y me fui de allí a todo
correr. Tengo que averiguarlo antes de zarpar o mi vida será un
infierno.
Tras muchos esfuerzos, sin saber lo inmensos que eran los
muelles de Birkenhead, encontré el Memmon. Era muy bonito.
Antes de enfilar la plancha del barco, le pregunté a uno de los est-
ibadores del muelle si sabía algo de aquel barco. No, no sabía
nada. Le pregunté qué era un pipiolo. Sonrió y me contestó.
—Tú tienes toda la pinta de serlo, hijo.
Me inscribí y descubrí que había otros tres novatos a bordo,
dos marineros y un ayudante de camarero. Por lo menos, eso era
todo un alivio. Debíamos zarpar al cabo de una semana, el 20 de
noviembre, el día del cumpleaños de mi hermana pequeña. Tam-
bién descubrí que lady Jenkins lo había botado el 28 de octubre
de 1958, el día que había cumplido los quince. Supuse que sin
duda aquél debía de ser un buen presagio. El que fuera mi viaje
iniciático a bordo de un barco para el cual también aquél era su
primer viaje parecía tener mucho sentido. El barco era un car-
guero, pero también transportaba a doce pasajeros. El capitán era
un hombre con aspecto de persona segura de sí misma y re-
spondía al nombre de E. M. Robb. Yo debía incorporarme al barco
el día antes de zarpar. El corazón me vibraba con entusiasmo al
pensar que por fin iba a ver a Alexander.
Esa noche escribí cuatro cartas: una a Alexander, otra a
Joseph, una tercera para el Bufón y Angel y otra para John Tenis.
Estaba tan nervioso que no conseguí pegar ojo y me pasé toda la
noche leyendo y escribiendo retazos de poemas. Llegué incluso a
buscar «pipiolo» en mi rudimentario diccionario pero, por
supuesto, no lo encontré. Traté de adivinar qué podía querer de-
cir. Tal vez porque parecía tener catorce años en lugar de
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dieciséis, quisiese decir que era muy joven, aunque a lo mejor sólo
era un sinónimo de novato. Era imposible que hiciese alusión al
hecho de ser homosexual, ¿no? ¿Tanto se me notaba? Tam no lo
había creído así. No, no podía ser eso. Debía de tener algo que ver
con el hecho de ser inexperto en algo. Sin duda se referían a que
era un novato a bordo de aquel barco. No tardaría en averiguarlo.
El 19 de noviembre recogí mi equipaje y me dirigí al barco que
iba a ser mi hogar durante los tres o cuatro meses siguientes. Me
sentía como un viajero experimentado, como un aventurero en
busca de su amor perdido.
Me tocó compartir el camarote con otro chico el cual, según mi
opinión, no tenía ningún encanto. Veréis, tenía el pelo de color
rojo panocha. No sé por qué, pero lo cierto es que no puedo so-
portar el cabello pelirrojo. A pesar de este gran inconveniente, en-
seguida hicimos buenas migas, tal vez por la sencilla razón de que
era nuestro primer viaje para ambos, de que los dos éramos auxil-
iares de camarero y, lo más importante, compartíamos un ca-
marote. Cuando el barco empezó a avanzar por el río Mersey, el
Panocha y yo nos quedamos apoyados en la barandilla sin hablar.
Vi a otros dos chicos en la cubierta principal y supuse que debían
de ser los nuevos marineros. Al ver pasar los sitios que ambos
conocíamos tan bien, tuve que secarme las incipientes lágrimas
con el dorso de la mano. Esperaba que el Panocha no lo hubiese
advertido, pero si así fue, lo cierto es que nunca llegó a
mencionarlo.
Las barreras entre los distintos miembros de la tripulación me
confundían enormemente. No sólo eran físicas sino también so-
ciales: cada uno de los miembros permanecía siempre en su parte
del barco y junto a los de su misma especie. Los oficiales sólo se
codeaban con otros oficiales y con los pasajeros. Los marineros
tenían su propia sección y los camareros, otra. Los maquinistas
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también tenían la suya y una pequeña tripulación china tenía una


sección en la popa del barco. Cada grupo hacía rancho aparte en
su propia sala, es decir, en un comedor donde además de comer
se dedicaban a hacer vida social. Después de una cena, que el
Panocha y yo servimos y después recogimos, nos sentamos con los
demás camareros en nuestra sala, aterrorizados. No tuvimos que
esperar demasiado rato. Empezaron a acribillarnos a preguntas:
de dónde éramos, dónde habíamos hecho las maniobras de in-
strucción. Al parecer, logramos pasar la prueba.
—Sois dos pipiolos, ¿verdad? —preguntó el capitán de los
camareros.
Mantuve la boca cerrada y esperé que el Panocha dijese algo.
Así lo hizo.
—¿Qué quiere decir?
Aquello bastó para que toda actividad cesara de inmediato y
las cabezas de los demás camareros se volvieran para mirarnos.
—¿Nunca habéis echado uno?
Así que era eso. No tenía de qué preocuparme. Sin embargo, el
Panocha siguió preguntando.
—¿Un qué?
—¡Un polvo!
El Panocha se ruborizó y sentí lástima por él. Obviamente, el
chico era virgen. Supuse que probablemente yo tenía más experi-
encia sexual que la mayoría de ellos. Sólo había una forma de salir
airoso de aquella situación, así que decidí hablar sin dejar de reír.
—Si la pregunta es si me he acostado con una chica alguna vez,
la respuesta es no. Así que supongo que sí, soy un pipiolo, pero no
hay que perder las esperanzas, ¿no?
Se produjo una carcajada general y se oyeron varios coment-
arios con la intención de provocar más risas. Había salido del
atolladero. El silencio del Panocha hablaba por sí solo, pero los
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demás, algunos con los dieciocho recién cumplidos, querían oírlo


de sus propios labios.
—¿Y tú qué?
El Panocha cometió el error de tomarse las cosas demasiado
en serio.
—Lo que haya hecho con mi vida sexual no es de vuestra
incumbencia.
Por supuesto, tenía razón, pero la chanza sólo tenía como ob-
jeto romper el hielo. Los otros le dieron la espalda y el Panocha
salió como un rayo de la habitación. Nadie dijo una sola palabra.
¿Debía ir tras él? No tuve tiempo de reaccionar, pues uno de los
hombres me pidió que le preparase un café. Sentí un gran alivio.
Cuando se lo traje, me indicó que me sentase a su lado. Estaba
jugando a las cartas y me preguntó si sabía jugar. Le contesté que
sí y dijo algo de que, evidentemente, yo era un chico de buena fa-
milia. Era muy popular entre los otros hombres, porque no de-
jaron de repetir su nombre durante toda la noche. Se llamaba
Jake, tenía alrededor de veinticinco años, era alto, musculoso y
tenía el pelo negro azabache y rizado. Por el color de su piel de-
duje que debía de llevar muchos años en alta mar. Se mostraba
seguro y tranquilo a la vez en su forma de dirigirse a los demás.
Parecía respetar a la gente. No dejé de llenarle su taza de café y
empecé a llevar la cuenta de los tantos que se apuntaba en su
juego de naipes. Se hacía querer muy fácilmente. Trabamos una
sólida amistad esa misma noche y me enseñó muchos de los
secretos de la vida a bordo de un barco. Supongo que yo también
le caí en gracia.
Nuestra primera parada fue en el puerto de Rotterdam. Sólo
nos quedamos un par de días y zarpamos de nuevo el 25 de
noviembre. Nadie parecía interesado en bajar a tierra y el
Panocha y yo estábamos demasiado ocupados trabajando en la
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cocina como para desembarcar. Hice todo lo posible para que el


Panocha no se tomase las cosas tan a pecho, para que aprendiera
a aguantar una broma. Supongo que, sencillamente, estaba
asustado por estar lejos de casa porque, por las noches, en la in-
timidad de nuestro camarote, no dejaba de hablar de su familia.
Casi envidiaba su añoranza del hogar. Le pedí a Jake que conven-
ciese a los demás para que ayudasen al Panocha a sentirse un
poco más cómodo, pero me dijo que las cosas no funcionaban así
en los barcos.
—El Panocha tendrá que arreglárselas él solito. Cuando la
gente, vea que se está esforzando, a nadie le importará echarle
una mano, pero si no lo hace, estará solo todo el viaje. Así van las
cosas por aquí.
—Jake, ¿cuándo llegaremos a Singapur?
—Dentro de un mes, más o menos. ¿Por qué lo preguntas?
—Bueno, es que parece que todo el mundo habla maravillas
del lugar. —¿Me estaba ruborizando?
—Sí, es un sitio estupendo. Te encantará.
—Seguro que sí. Bueno, supongo que sí… Vaya, que espero que
sí.
—Chico, te expresas de maravilla.
—Lo que quiero decir es que tengo muchas ganas de llegar a
Singapur.
—Bien, porque para entonces ya te habrás acostumbrado a los
vaivenes del barco. ¿No te has mareado todavía?
No, todavía no me había mareado, pero no tardé en ponerme a
la altura de cualquier lobo de mar que se precie. Cuando el barco
abandonó las tranquilas aguas costeras de Francia y empezó a
surcar el golfo de Vizcaya, el Panocha y yo nos turnamos para en-
caramarnos a las barandillas del barco y arrojar nuestras tripas al
viento. En la parte norte del golfo se decía que el movimiento del
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mar solía ser de moderado a ligero. Para cuando atravesamos la


mitad, los informes meteorológicos nos informaron de que se
acercaba una fuerte marejada. Cuando alcanzamos la parte meri-
dional y las aguas costeras de España y Portugal, los vientos con
intensidad de tormenta empeoraron aún más las cosas. Yo estaba
mareado casi todo el tiempo. Sentí un gran alivio al descubrir que
un buen número de veteranos lobos de mar estaban igual que yo.
Curiosamente, había tenido suerte, porque a partir de entonces ya
no volvería a marearme en un barco nunca más. La peor parte no
eran los vómitos, sino el hecho de obligarte a comer alimentos
que no te apetecían en absoluto con el fin de tener algo que vomit-
ar. Cuando rodeamos la punta meridional de España y nos aden-
tramos en el estrecho de Gibraltar, el mar se calmó a una suave
mareta. El Mediterráneo trajo consigo una considerable reducción
del oleaje y un necesario respiro para todos cuantos estábamos a
bordo, que se vio incrementado con la intensidad del calor del sol.
Pasé mi primera tarde libre tumbado en la cubierta, empapán-
dome con los gloriosos rayos táctiles del astro rey. Habría pagado
de buen grado a la compañía naviera Blue Funnel catorce libras,
doce chelines y seis peniques al mes sólo por la experiencia de
aquella tarde.
En el extremo oriental del Mediterráneo atracamos en Port
Said y nos embarcamos a bordo de un velero cuya tripulación es-
taba dando la vuelta al mundo. De hecho, los habían recogido
para hacer una travesía por el canal de Suez. También a bordo se
hallaba el mago Gilly Gilly, un mago árabe que sacaba polluelos
recién nacidos de los sitios más insospechados. Realizaba sus ac-
tuaciones para la tripulación y los pasajeros y todos le pagaban
una pequeña cantidad de dinero. El Panocha le dio un paquete de
cigarrillos. Salimos de Port Said a las dos de la mañana del 5 de
diciembre y entramos en el canal de Suez. Cuando me desperté a
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las seis para empezar a trabajar, la vista me dejó estupefacto. La


vasta inmensidad del desierto. Miles de hombres transportaban
cestos entretejidos llenos de arena lejos de la orilla del canal para
mantener limpias sus estrechas aguas. Tardamos cuatro días en ir
de un extremo al otro, antes de alcanzar Adén y el mar Rojo. El
calor del sol era casi insoportable y nos pasábamos el día en pan-
talones cortos. Me alegré de haber traído conmigo mis calzones de
tenis blancos. Iba con el torso desnudo y me calzaba mis chanclas
de reciente adquisición. Cada vez me sentía más cómodo, como en
mi propia casa, en alta mar. Desde el mar Rojo debíamos surcar el
mar de Omán hasta llegar al océano Índico, bordear la punta me-
ridional del golfo de Bengala, bajar por el estrecho de Malaca,
llegar a Malasia y atracar en Singapur. Llegaríamos a nuestro pu-
erto de destino hacia la tarde del 17 de diciembre. Casi no podía
esperar.
Con la imagen de Singapur firmemente grabada en mi mente,
emprendía mis tareas diarias con el alma satisfecha. Me levantaba
minutos antes de las seis de la mañana y bregaba con alegría, can-
tando, durante las catorce horas que duraba mi jornada laboral.
Mi buen humor llegó incluso a ejercer sus efectos sobre el
Panocha, que ahora se estaba esforzando por formar parte de la
tripulación. Cantaba canciones populares de Liverpool y tonadas
irlandesas. El jefe de cocina y el panadero, que también las
conocían, cantaban conmigo con voz fuerte y animosa. Cuando
me inventaba mis propias canciones, se echaban a reír, pero
pronto se aprendían la letra. Ésta es la canción que sirvió de ay-
uda para que el Panocha rompiera el hielo.

Soy un pipiolo, soy un pipiolo,


Y estoy muy lejos de mi querido hogar;
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Y si no te caigo bien, déjame en paz.


Me haré una paja cuando me dé la gana,
Me haré una paja con una palangana;
Y si el Panocha no se ríe pronto, le cortaré la garganta.

Esta canción, con sus muchas otras estrofas, cada una ded-
icada a una persona en particular, se convirtió en un auténtico
éxito y cada vez que había una fiesta, me obligaban a cantarla. A
bordo del barco, las fiestas podían empezar en cualquier mo-
mento y sólo eran una forma de romper con la monotonía inter-
minable del ciclo de trabajo. Jake nos vigilaba a los más jóvenes y
sólo nos permitía beber una pequeña cantidad de alcohol. El com-
poner canciones sólo era una forma aceptable de puertas afuera
de satisfacer mi creciente necesidad interior de escribir poemas y
cuentos. Tanto fue así que empecé a escribir delante de los demás
miembros de la tripulación, quienes creían que sólo estaba traba-
jando en otra ridicula canción. Mis cuadernos se convirtieron en
mis posesiones más preciadas, y supongo que todavía lo son.
Cuando abandonamos las aguas del océano Índico para diri-
girnos al golfo de Bengala, el clima era estupendo y el humor que
reinaba a bordo del barco, inmejorable. Vestido únicamente con
mis pantaloncitos cortos y mis chanclas, estaba en la cocina pre-
parando café, lo cual significaba que tenía que vérmelas con una
docena o más de cafeteras a la vez. Las ordené tal como hacía to-
dos los días, colocándolas en fila, y vertí el agua hirviendo en su
interior. Lo que sucedió a continuación pilló a todos cuantos es-
taban en la cocina por sorpresa. Una ola tremenda y repentina en
un mar por lo demás tranquilo, zarandeó el barco, que se alzó en
la marejada y luego descendió de golpe haciendo un ruido sordo
que hizo vibrar todos y cada uno de los rincones del navio. En
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apenas unos instantes, las cafeteras que estaban perfectamente


ordenadas en filas quedaron suspendidas en el aire, ante mí,
como si alguna fuerza inexplicable las sujetase con hilos invis-
ibles. El panadero, que ya tenía experiencia en casos similares, me
gritó que me apartara de ellas inmediatamente, pero su aviso
llegó demasiado tarde. Las cafeteras aterrizaron de nuevo en la
superficie de trabajo con tanta fuerza que todas reventaron y me
arrojaron el líquido hirviente por la totalidad de mi cuerpo.
Cuando sentí cómo el fluido burbujeante me escaldaba la cara, el
pecho y las piernas, me puse a chillar con todas mis fuerzas. Acto
seguido, el panadero me arrojó un cubo de agua salada por en-
cima, y luego otro y otro más. Todavía seguía chillando. El dolor
era tan intenso que me desgarraba la piel y aporreaba mi cerebro
con su mensaje. El jefe de cocina se sumó a la tarea de arrojarme
agua fría. No lo supe entonces, pero de no haber sido por aquellos
dos hombres, me habría abrasado vivo.
Me llevaron a la enfermería en estado de shock y me dejaron
en manos de un hombre que supuse sería el médico. En realidad
se trataba de un enfermero, y uno muy bueno, por cierto. Fue muy
eficiente y logró tranquilizarme y aliviar un poco mi dolor. En un
abrir y cerrar de ojos, estaba cubierto de vendajes de pies a
cabeza. Por suerte, mis pantalones cortos habían evitado que se
quemaran las partes más delicadas de mi cuerpo. El enfermero se
quedó a mi lado, hablándome para ayudarme a superar el trauma
emocional. Era el hombre más afeminado que había conocido.
Después de veinticuatro horas de permanecer bajo su supervisión
(en todo ese tiempo no se había separado de mí un solo instante)
me dijo que no me iban a quedar cicatrices pero que iba a tener
que permanecer en cama durante una semana o dos como mín-
imo. ¡Íbamos a llegar a Singapur al día siguiente! Le supliqué que
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me dejase levantarme de la cama, pero él insistió amablemente en


que si lo hacía, me quedarían cicatrices.
—Tienes que moverte lo menos posible.
Lo único que podía hacer era hablar a través de la rendija de
las vendas.
—Usted no lo entiende. Tengo que bajar a tierra en Singapur.
—Tesoro mío, no vas a levantarte de esa cama hasta que yo lo
diga, puedes estar seguro, tan seguro como que me llamo Judy
Garland.
—Por favor, se lo suplico. Ayúdeme. Tengo que hacerlo.
—Tranquilízate, tesoro. Ya tendrás tiempo de eso. Tienes que
ponerte bien. Ya irás a Singapur en otra ocasión.
—Por favor, escúcheme. Tiene que entenderlo, tiene que
ayudarme…
—Pues claro que te ayudaré, para eso estoy aquí.
—No, escuche… por favor…
—Soy todo oídos, tesoro. ¡Mira qué lóbulos!
—Hay un chico…
—¿Dónde, tesoro?
—En Singapur…
—Hay chicos en todas partes, tesoro. Si lo sabré yo…
—Es mi…
—¿Amigo?
—¡Un amigo muy especial!
—¿Especial? Tesoro, ¿me estás diciendo que somos hermanas
tú y yo?
—Tengo que verle. Tengo que verle como sea.
—¡Somos hermanas! Vaya, vaya… Cada vez son más jóvenes.
¿Quién lo habría dicho? ¡Tan joven y tan machote!
—Tengo que confiar en usted. Le quiero muchísimo. Se llama
Alexander. Su padre está destinado aquí, con el ejército. —Tenía
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los ojos anegados en lágrimas y empecé a llorar a mares—. Tengo


que verle. Por favor, ayúdeme. Le quiero. ¿Lo entiende? ¿En-
tiende que quiero a otro chico? ¡Le quiero! ¡Le quiero!
Mi enfermero ideal me abrazó mientras lloraba. Cuando volvió
a hablarme, lo hizo con el corazón en la mano.
—Sí, lo entiendo. Sé lo que significa querer a otro chico. Te doy
mi palabra, haré todo lo posible por ayudarte, pero debo serte sin-
cero: no puedes moverte. Tienes que quedarte en esta cama una
semana al menos.
—Oh, Dios mío…
—Pero puedo llevarle un recado de tu parte. Puedo llevarle una
nota, lo entenderá. ¿Siente lo mismo que tú? ¿Sabe cuánto signi-
fica para ti?
—Nos queremos. Él me quiere y yo le quiero a él. Somos dos
maricones en un puto mundo normal de mierda.
—No es tan normal como crees, tesoro, créeme.
—Lo sé, la verdad es que lo sé, pero… en fin, ya sabes cómo es
esto.
—Sí, tesoro… ¡Maravilloso!
—¿Maravilloso? ¡Y una mierda!
—¡De verdad, tesoro! No ahora, no ahora que estás enfermo…
No pude reprimir una carcajada.
—Cuando estés mejor, entonces… —siguió hablando, sin dejar
de sonreír.
—¿De verdad que le llevarás un recado de mi parte?
—Como la hermanita de la caridad que soy, te lo prometo, te-
soro. Y sí, es maravilloso ser lo que eres, no lo olvides. Nunca te
avergüences de ser tú mismo.
—Pero…
—Nada de peros, tesoro. Somos lo que somos.
—Ojalá fuese tan sencillo —repliqué con tristeza.
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—¡Lo es!
—¡No, no lo es!
—¡Lo es! ¿Quién lo va a saber mejor que tu enfermero?
—¡Me he pasado los tres jodidos últimos años haciendo la
calle! ¡No lo es!
—Bravo por ti, tesoro. ¿No es eso?
—¡Sí, eso es! —exclamé.
—¿Y qué? ¿Adónde quieres ir a parar?
—Lo que quiero decir es que… yo no quería que las cosas
fuesen así…
—Ninguno de nosotros quiere que sean «así», tesoro. A nadie
le gustan las cartas con las que le toca jugar. Escúchame, tesoro,
escucha a una tiíta experta, no podemos cambiar las personas que
somos. Tú has hecho la calle, pues bien, todos hemos hecho la
calle alguna vez. Todos y cada uno de nosotros. Es lo que hacemos
ahora lo que importa, no lo que hicimos en el pasado. Tenemos
que construir nuestra vida sobre los cimientos de nuestro pasado,
como las capas de una tarta. Ahora deja que te traiga un papel y
un bolígrafo y escribe a ese chico al que quieres.
Como correspondía al hombre sensible y comprensivo que era,
mi enfermero me dejó a solas un rato, lo suficiente para que me
desahogase un poco, lo bastante para que llorase un poco más.
Primero escribí a Joseph, explicándole por qué no podía bajar
a tierra y pidiéndole que le hiciese llegar la nota adjunta a Alexan-
der como fuese. Cuando atrapamos en Singapur, mi enfermero se
llevó consigo las notas y la dirección de Joseph. Volvió cuatro hor-
as más tarde diciendo: «¡Misión cumplida!» y me dio un beso en
la frente.
Zarpamos de Singapur el 21 de diciembre y tomamos rumbo al
Norte, al golfo de Tailandia. Atracamos en Bangkok dos días antes
de Navidad. Mi enfermero retiró los vendajes y me dio el alta
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médica. La iniciativa del panadero y el jefe de cocina, junto con


sus excelentes cuidados médicos, demostraron haber sido
eficaces. No me quedó ni una sola marca y me alegré de poder
volver al trabajo. Sin embargo, todos cuantos me rodeaban
mostraban una actitud extremadamente protectora y me
impedían trabajar a la menor ocasión. Cada vez que intentaba le-
vantar algo por mis propios medios, el Panocha lo levantaba en
mi lugar. No había hecho nada ese día todavía cuando el jefe de
los camareros entró en la cocina y me dio un permiso para los tres
días que debíamos permanecer en Bangkok: la Nochebuena, el día
de Navidad y el 26 de diciembre. Supongo que aquello debería de
haberme entusiasmado, pero mis pensamientos y mi alma entera
seguían en Singapur. Jake me llevó a tierra en Nochebuena y me
enseñó la ciudad. Suponía que mi bajo estado de ánimo se debía
al periodo de recuperación y se esforzó al máximo por levantarme
la moral. No tuve valor para contarle la verdad.
El almuerzo de Navidad era un acontecimiento de primera
magnitud, y todos los oficiales y los demás miembros de la tripu-
lación, y hasta los pasajeros, iban ataviados con trajes de etiqueta.
Me nombraron invitado de honor en la mesa de los camareros y
en aquella ocasión fueron los oficiales y los pasajeros quienes sir-
vieron nuestra mesa. El vino fluía como el agua y Jake me animó
a beber todo cuanto quisiese. La comida era sensacional y perdí la
cuenta del número de platos. También perdí la cuenta del número
de copas de vino que me había tomado. Después de comer, bebi-
mos brandy y me fumé el primer puro de mi vida. Fue en algún
momento de la sobremesa cuando oí al Panocha, entre la nube de
humo del habano, decir algo acerca de las ganas que tenía de re-
gresar a Singapur al mes siguiente.
—¿Vamos a volver a Singapur? —grité desde el otro extremo
de la mesa.
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—Sí, dentro de un mes…


Me puse a cantar inmediatamente y, al ver mi entusiasmo, to-
dos cuantos me rodeaban se sumaron al jolgorio. Si Dios existe,
no puede ser tan malo, ¿verdad? Siempre queda la esperanza, ¿no
es así? Al final de las canciones, Jake se puso en pie e hizo un
brindis.
—Por los que están a punto de perder la flor.
Todos los comensales que estaban sentados a la gigantesca
mesa se pusieron de pie, levantaron sus copas en mi dirección y
repitieron el brindis. Sin estar muy seguro de lo que estaba ocur-
riendo, me levantaron en volandas de mi silla y me llevaron hasta
mi camarote. Todo el mundo se quedó en la puerta y ordenaron
silencio. Jake dijo: «Feliz Navidad» y, después de abrir la puerta
de mi camarote, me empujó adentro. Me volví y vi cerrarse la pu-
erta tras de mí. Cuando di media vuelta y eché un vistazo a mi ca-
marote, mis ojos se detuvieron en una hermosa muchacha de un-
os quince años. Me sonrió y yo me ruboricé. Me volví hacia la pu-
erta y noté su mano sobre mi antebrazo. Me obligó a volver sobre
mis pasos y me atrajo hacia sí.
—Tú… ¿pipiolo?
—Sí, yo pipiolo.
—Tú… ¿bueno pipiolo?
—Yo, no bueno pipiolo —contesté, tratando de que mis palab-
ras tuvieran algún sentido para ella.
Empezó a quitarse la ropa. Tirando hacia abajo de la cremal-
lera lateral de su ajustado vestido, lo hizo caer hasta el suelo y
luego lo dobló sobre una silla. Se quedó de pie completamente
desnuda, con los brazos abiertos y una pierna ligeramente flexion-
ada hacia dentro.
—Tú… ¿pipiolo?
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Tal vez fuese a causa de la bebida, pero lo cierto es que me


parecía preciosa. La larga melena oscura y sedosa le caía sobre sus
pechos firmes y turgentes. Su esbelta cintura daba paso a unas ca-
deras sinuosas y redondas. La miré durante largo rato, tanto, que
se me antojó una eternidad. ¿Podía aquello estar sucediendo real-
mente? ¿Me estaba excitando una chica? Fuese un sueño o no,
empecé a desvestirme y a avanzar hacia ella desnudo yo también.
Nos besamos. Sus voluptuosos labios tenían un sabor exquisito.
Nos acercamos a la litera y ella se tumbó. Me quedé de pie un se-
gundo, mirándola, sin poder creer lo que estaba ocurriendo. In-
clinándome sobre ella, volví a besar sus labios, y luego sus senos,
primero uno y luego el otro. Mis manos exploraron sus suaves ca-
deras mientras las suyas se alzaban para acariciar mi erección. Me
atrajo hacia sí y mi cuerpo la cubrió. Tomando mi erección entre
sus manos, la guio hasta el interior de su cuerpo y la retuvo allí
con exquisita habilidad. Cuando se movió y alteró el ritmo de ese
control, yo apenas podía creer que existiese esa sensación. Ningún
chico podía hacer aquello. Nuestros labios se entrelazaron en be-
sos apasionados y mi instinto, siguiendo sus propios dictados,
movió mis caderas primero hacia arriba y luego hacia abajo. Al
moverme hacia abajo, la chica me agarró fuertemente. Seguí pen-
etrándola, poco a poco, muy despacio. Recorrió mi espalda con
sus dedos arriba y abajo, una vez tras otra, empujándome aún
más hondo en el interior del misterio que se albergaba entre sus
piernas. Yo no podía contenerme. No quería contenerme. Levantó
sus caderas para apretarse contra mí. No podía contenerme. No
podía contenerme. Exploté en su interior, una y otra vez, sin
poder parar. Cuando por fin me quedé inmóvil, siguió estruján-
dome con movimientos delicados y sincopados.
Todavía estaba dentro de ella cuando la puerta del camarote se
abrió de golpe y los demás camareros se precipitaron en el
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interior. Los flashes de sus cámaras nos cegaron a los dos. Escon-
dimos la cabeza, pero ya nos habían sacado las fotos. Me volví y
empecé a gritar, furioso.
—¿Por qué no crecéis de una puta vez? ¡Iros a la mierda!
Se marcharon inmediatamente y le pedí disculpas a la chica
que estaba debajo de mí, que me abrazó con más fuerza y dijo:
—Tú, bueno pipiolo.
Se tomó la invasión con buen humor y ambos nos pusimos a
reír. No lo habían hecho con mala intención. Hablamos como
pudimos sobre nuestras vidas. Me explicó que había venido de
Camboya a Bangkok para buscar trabajo y que se había tenido que
dedicar a hacer la calle. Intenté explicarle que yo también había
hecho la calle, pero no creo que entendiera el concepto, o puede
que no me entendiera a mí. Tal vez me creyese un chico demasi-
ado acomodado, por el hecho de ser europeo, como para haber
tenido que buscarme la vida haciendo de prostituto. Cuando se
fue, la eché de menos inmediatamente, pues seguía deseándola.
Jake asomó la cabeza por la puerta y me arrojó un paquete.
—Es un botiquín antivenéreas. Las instrucciones están dentro.
Ve al baño, mea, dúchate y úsalo, ¿vale? Pero mea primero.
Tras la ducha, seguí las instrucciones. El tubito de crema tenía
una cánula pequeña y delgada que debía introducirme en el
glande para luego inyectar un tercio de la crema. Debía frotarme
el resto por encima de la polla y las pelotas. Una vez hecho esto y
cuando me dirigía de nuevo hacia mi camarote, me pregunté qué
tipo de tratamiento podría seguir la chica, si es que existía tal cosa
para ella. Los hombres, al pasar junto a mí por los pasillos, me
guiñaban un ojo con complicidad y me daban palmaditas en la es-
palda. Ahora era uno de ellos, uno de los chicos. El último en feli-
citarme fue Jake.
—Bueno, ¿y qué? ¿Cómo te ha ido? —me preguntó, sonriendo.
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Todavía no sé por qué lo hice, pero le contesté:


—Ha estado bien, muy bien, pero no tanto como hacerlo con
un chico.
La expresión del rostro de Jake se mudó de golpe y yo entré en
mi camarote y cerré la puerta.
Bueno, así que eso era el sexo heterosexual. Estaba bien, era
cierto, pero no era menos cierto lo que le había dicho a Jake:
prefería el sexo con hombres. Me alegraba haberlo probado con
una chica y sabía que volvería a probarlo, pero nunca podía ser
tan bueno como con los chicos, nunca.
Zarpamos de Bangkok un día antes de lo previsto y cruzamos
el golfo de Tailandia, avanzamos por las aguas costeras de Cam-
boya, dejando atrás la capital, Phnom Penh, y rodeamos la punta
de Bai Bung y el delta del Mekong. Al pasar junto a Saigón, pusi-
mos rumbo hacia el misterioso mar de la China Meridional.
Atracamos en el puerto de Manila, en el norte de las Filipinas, la
mañana del 29 de diciembre. ¡Qué belleza más espectacular! Traté
de eludir como pude mis obligaciones para poder absorber la va-
porosa magia del lugar desde la barandilla del barco. Sin duda,
debe de ser uno de los lugares más hermosos de la Tierra, capaz
de conservar su belleza natural. Una armoniosa música pro-
cedente del cielo inundaba el aire mientras las olas acariciaban y
besaban la nave. Por desgracia, sólo permanecimos allí un día y
pronto nos pusimos en camino hacia el mar de la China Oriental y
el corazón de la mismísima China comunista. Las celebraciones
del año nuevo adquirieron un nuevo y extraño significado para
mí. Cada vez me convencía más de que las fronteras nacionales no
eran más que una ilusión creada por los temores insulares.
Atracamos en Shangai la tarde del 2 de enero del nuevo año, 1961.
Shangai me dejó anonadado. De pie en cubierta, en mi lugar
favorito de la barandilla, contemplé la vasta y confusa ciudad que
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se extendía ante mí. Lo que parecían millones de trabajadores, to-


dos vestidos de la misma forma, de negro, parecían levantar los
edificios. El color se me antojó de lo más apropiado. Las mujeres
trabajaban codo con codo con los hombres. Trepaban por el and-
amiaje de bambú como si fueran atletas en pleno entrenamiento.
Los camiones, cada uno con una gigantesca cisterna de gasolina
en lo alto, que alimentaba los vehículos, correteaban en todas dir-
ecciones, llenos hasta los topes. Eso es justamente lo que pensé de
Shangai: una ciudad abarrotada a más no poder.
Tuvieron que arrastrarme de vuelta a mis obligaciones, que
consistían en preparar el pan para la cena. Retiré las cortezas
como de costumbre y estaba a punto de colocar el pan en
bandejas cuando vi las manos. Puede que sólo fuesen un par de
docenas de manos extendidas, pero para mí era como si todas las
manos de China tratasen desesperadamente de abrirse paso por
las portillas. Era evidente lo que andaban buscando: comida. Miré
a mi alrededor y descubrí que estaba solo. Tenía que tomar una
decisión, lo cual no me llevó mucho tiempo. Agarré la bandeja del
pan y recorrí con ella el perímetro de la cocina, levantando la
bandeja para ponerla al alcance de aquellas manos hambrientas.
Al cabo de unos segundos, la bandeja estaba completamente
vacía, así que empecé de nuevo. Fue en la tercera tanda cuando ir-
rumpieron los guardias. Cuando las manos hubieron desapare-
cido de los ojos de buey, me encontré con dos metralletas y una
retahila de insultos en chino. Cada uno de los guardias llevaba
una correa de balas entrecruzada en el pecho, como si acabaran
de salir de una película bélica. Sin embargo, aquello no era nin-
guna película. Me apresaron y me ordenaron salir del barco. Me
arrojaron a la parte trasera de un camión y me llevaron a un edifi-
cio que había en un apartado extremo del muelle. Me obligaron a
permanecer de pie mientras varios soldados me hablaban, uno
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tras otro. Luego me llevaron frente a un escritorio vacío mientras


un oficial de alta graduación me leía un papel. A continuación, me
encerraron en una celda.
¿Que si estaba asustado? No, estaba aterrorizado. ¡Nunca
antes me habían apuntado con un arma en las narices!
Horas más tarde, cuando llegó el capitán del barco acom-
pañado de tres oficiales, me informaron de que me habían acus-
ado de insultar a la República Popular China y que podían envi-
arme a la cárcel con una condena de hasta cinco años. A través del
intérprete, me sermonearon diciéndome lo autosuficiente que era
China y que lo último que necesitaba su pueblo eran las sobras de
un barco inglés. La expresión del rostro del capitán me decía que
mantuviese la boca cerrada. Escuchamos un sermón de dos horas
largas. A falta de cualquier otra cosa, disponían de todo el tiempo
del mundo. El capitán Robb les pidió disculpas con la máxima
sinceridad posible y les explicó que yo era sólo un crío estúpido en
su primer viaje a bordo de un barco de la marina. Hice lo posible
por poner cara de estúpido, aunque me pareció que se había exce-
dido un poco en su descripción. Al final, tras mucha charla poli-
cial, acordaron ponerme en libertad si firmaba un papel present-
ando una disculpa formal a la República Popular. Por absurdo
que parezca, estuve a punto de negarme. Sin embargo, el capitán
Robb me obligó a coger un bolígrafo y sólo dijo una palabra:
—¡Firma!
Firmé la declaración y me escoltaron de vuelta al barco. El
capitán Robb, lejos de estar furioso conmigo, que era lo que yo
había esperado, se limitó a decirme que lo considerase una exper-
iencia más y que siguiese con mi trabajo. ¿Qué otra cosa podía
hacerse? Le obedecí y proseguí con mis tareas. Al cabo de dos
días, dejamos aguas chinas y nos dirigimos rumbo a Filipinas para
atracar al norte de Manila, en San Fernando. Durante los diez días
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siguientes, nos movimos muy poco, sin abandonar las Filipinas


pero yendo de puerto en puerto, de isla en isla: Mindoro, Culion,
Palawan. Próxima parada: Singapur.
Arribamos a Singapur a las 18:42 del 19 de enero y no de-
bíamos zarpar de nuevo hasta al cabo de dos semanas. ¡La esper-
anza es lo último que se pierde!, me dije de nuevo. Siempre queda
la esperanza, ¿no es cierto? Ya había esperado demasiado para
ver, para abrazar a mi chico, al dueño de mi corazón.
¡Tenía que esperar tres días más! ¡Tres días! Tres largos días
antes de que me dieran permiso para bajar a tierra. Pensé seria-
mente en saltar y escaparme del barco, pero Jake me lo impidió al
decirme que, efectivamente, nos quedaríamos en Singapur dos se-
manas enteras. Conseguí, a través de la hermana Judy Garland de
la enfermería, hacerle llegar una nota a Joseph con otro mensaje
para Alexander. En él le pedía que se reuniese conmigo en el hotel
Raffles a las tres de la tarde, tres días después.
El Panocha, después de dos meses enteros a bordo del barco,
por fin estaba dando muestras de estar siendo aceptado entre sus
compañeros. Se sentó con el resto de nosotros en el comedor
mientras intercambiábamos la ronda de bromas y chistes verdes
habituales. Cuando le llegó el turno al Panocha, no lo dudó un
instante.
—¿Sabéis la historia del marinero que hacía largos viajes a
bordo de un petrolero? Echaba tanto de menos follar con su
mujer que se compró una de esas muñecas hinchables. Sí, ésas
que tienen lo más esencial, ya me entendéis. Bueno, pues el caso
es que al cabo de dos meses de estar en el barco, sacó la muñeca y
la infló. Justo cuando estaba a punto de metérsela, la muñeca se
desinfló, así que la hinchó de nuevo, y luego un vez más. Cada vez
que intentaba tirársela, se desinflaba. Al cabo de catorce meses, al
final de la travesía, la llevó a la tienda donde la había comprado y
249/259

le dijo al dependiente: «Cada vez que intento metérsela a esta


muñeca de mierda, se desinfla y se me pone a la altura de los co-
jones». El dependiente, creyendo que la muñeca tenía «vida»
propia, lo miró y le contestó: «Pues si lo llego a saber, le habría
cobrado el doble».
¡El Panocha lo había conseguido! Todos empezamos a tron-
charnos de risa con su chiste. Sintiendo que se había quitado un
peso de encima, el Panocha empezó a preparar café para todos y
luego se sentó lo más cerca posible de Jake, quien lo recibió con
una cálida y amigable sonrisa y luego me guiñó un ojo.
La mañana del tercer día, me duché y me lavé el pelo. Después
de planchar mi ropa, una camisa blanca y un par de pantalones
negros, le pedí prestado un poco de after shave a Jake y me rocié
con él el vello púbico. Volví a sacarles brillo a mis zapatos negros.
Cuando me miré al espejo, recordé que no había planchado mi
pañuelo. Lo rocié también con un poco del after shave de Jake y
luego lo planché dos veces, sólo para quedarme más tranquilo.
Volví a mirarme al espejo. Comprobé mis bolsillos y conté el
dinero que llevaba en ellos de nuevo. Aquello bastaría para pagar
una pequeña habitación. Al ver todos mis preparativos, Jake me
dio otro botiquín antivenéreas. Le aseguré que no lo necesitaba,
pero él insistió, así que me lo guardé en el bolsillo. Me peiné el
pelo por enésima vez y volví a mirarme al espejo. Estaba listo o,
por lo menos, lucía el mejor aspecto posible teniendo en cuenta
las circunstancias. Cuando estaba a punto de salir del barco, oí
una voz procedente de la enfermería.
—Buena suerte, tesoro. No hagas nada que yo no haría.
Me volví y me despedí de mi maravilloso enfermero, que es-
taba abrazándose y lanzando besos en todas direcciones. Crucé los
dedos y levanté la mano. Él hizo lo mismo. Al menos había una
persona a bordo que me entendía.
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Una vez que hube cruzado la verja del muelle, tomé un taxi
para ir al mundialmente famoso hotel Raffles. Su esplendor me
pilló por sorpresa. Aún con todo el dinero que les había pedido
prestado a Jake y a mi enfermero, sólo tenía lo justo para pagar
una noche en una habitación doble y comprar una botella de vino.
Tomé mi llave con nerviosismo y me dirigí a la habitación. Eran
las dos y media. Un joven botones me indicó el camino transport-
ando la botella de vino en una cubitera sobre una bandeja de plata
con un par de copas.
Los treinta minutos siguientes fueron los más largos de toda
mi vida. Por muchas veces que consultase mi reloj, las manecillas
no parecían moverse. Me paseé arriba y abajo por la habitación.
Me atusé el pelo, peinándomelo una y otra vez. Tamborileé con
los dedos sobre la mesita del café que había junto a la butaca.
Caminé un poco más. Cuando faltaba un minuto para las tres, es-
taba a punto de explotar de los nervios. A las tres en punto, llama-
ron a la puerta. Me quedé paralizado y me oí a mí mismo inspirar
hondo. ¿Qué le iba a decir? ¿Qué diría él? ¿Me sonreiría como
había hecho en Farnborough? ¿Sería todo igual de maravilloso
que entonces? Me levanté y eché a andar hacia la puerta. Me froté
las manos para secarme el sudor y luego repetí el mismo movimi-
ento contra mis pantalones. Retuve el pomo de la puerta en mis
manos. Sólo tenía que hacerlo girar y entonces lo vería. Abrí la
puerta de golpe, dispuesto a echarle mis brazos al cuello y a sus
fuertes hombros.
Ante mí, vestido con el uniforme militar, no se hallaba Alexan-
der, sino su padre. Mi cuerpo entero se quedó paralizado por el
terror. Tomó la iniciativa y se decidió a hablar.
—¿Puedo pasar?
Sin embargo, no esperó una respuesta y, sin más dilación, en-
tró tranquilamente en la estancia. Yo me había quedado sin habla,
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y él lo sabía. Se sentó en la butaca y se colocó el maletín sobre las


rodillas, esperando. Miró la botella de vino y luego le dio la vuelta
para leer la etiqueta. Al parecer, no era de su aprobación. Me miró
igual que había mirado la etiqueta.
—¿Es que no vas a cerrar la puerta? —preguntó con calma.
Miré el pasillo. Estaba vacío.
—He venido solo, te lo aseguro.
Su tono de voz no era desagradable. Por lo visto, esta vez no
tenía intención de insultarme ni de amenazarme. Cerré la puerta y
apoyé la espalda contra ella, sintiendo curiosidad. Una vez que
hubo captado toda mi atención, abrió el maletín, extrajo una car-
peta y la abrió. Contenía muchas páginas. No tardó en empezar a
leer.
—«Richie McMullen, alias Richard John McMullen, Mark
Crosbie y Poeta. Nacido el 28 de octubre de 1943 en Liverpool, de
ascendencia irlandesa…».
—¿Qué diablos significa esto? —pregunté con enfado.
—«Detenido, acusado y hallado culpable de cometer un acto
de lesiones corporales graves. Retenido bajo arresto y multado…».
—¿Qué es lo que pretende demostrar? ¿De dónde ha sacado
esa información?
—«Trabajó de manera activa como prostituto común tanto en
Liverpool como en Londres por un periodo no superior a tres
años, antes de ingresar en la Escuela de Instrucción de la Marina
Mercante de Gloucester. Se incorporó a la tripulación del Mem-
mon en noviembre del pasado año…».
—¿Qué es lo que intenta hacer? ¿Asustarme?
—«Contrajo y transmitió una enfermedad de transmisión
sexual a otras personas…».
—Así que me ha estado espiando. Muy listo. Supongo que esos
dos gorilas trabajaban para usted, ¿no?
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—Acabemos con esto de una vez. Has venido aquí para encon-
trarte con mi hijo, con quien ya has cometido un acto de suprema
indecencia, con la esperanza de cometerlo de nuevo. A Dios gra-
cias, él no tiene la más mínima intención de verte otra vez des-
pués de haber leído todo esto. —Levantó el expediente en el aire y
lo agitó con gesto triunfante ante él.
—¡Es usted un cabrón de mierda!
—Sí, por supuesto, hice que una prestigiosa agencia de detect-
ives privados de Londres te investigase. ¿Qué esperabas? ¿Que te
permitiese arrastrar a mi hijo contigo al fango en el que vives? Tu
querido amiguito no sé qué Tenis, ¿es así como hay que llamarlo?
¿Amiguito? Nos sirvió de gran ayuda.
—¿Qué cojones quiere?
—¿Que qué quiero? No quiero nada. Ahora mi hijo lo sabe to-
do, sabe la verdad. Sabe lo que eres. ¿Querer? No quiero nada de
ti ni de los de tu calaña.
—¿Y espera que me lo crea?
—Me importa un bledo lo que creas o dejes de creer. Alexander
ha visto el contenido de esta carpeta y, te lo aseguro, no quiere
tener nada que ver contigo. ¿Me he explicado con claridad?
—Oh, sí. Se ha explicado con mucha claridad. Ha hecho todo lo
posible para impedir que Alexander y yo…
—¿Os veáis? Por Dios, pues claro que he hecho todo lo posible.
—¿Por qué…?
—¿Por qué? No lo estarás preguntando en serio, ¿verdad?
—¿Por qué me odia tanto?
—No espero que lo entiendas.
—¿El odio? No, no entiendo el odio.
—¿Por qué los de tu especie salís de vuestras sucias cloacas
para corromper a niños…?
—¿Niños? ¿De verdad cree que Alexander es un niño?
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—¡Sí, por supuesto! ¡Es mi niño! ¡Es el niño de su madre!


—Y pretende que siga siendo así, ¿no es cierto?
—¡Todo el tiempo que haga falta!
—¡Pues ya es demasiado tarde! ¿Se entera?
—¡Cierra esa asquerosa boca!
—¡Ha crecido, por el amor de Dios! ¡Sabe perfectamente lo que
es!
—¡Cállate de una puta vez!
—¿O qué?
—¡O haré oue el contenido de esta carpeta llegue a las manos
adecuadas! ¿Me he explicado bien?
—Es usted un estúpido.
—¡Lo digo en serio!
—¿De verdad cree que me importa?
—¡Me trae sin cuidado si te importa o no! Tu enfermiza rela-
ción con mi hijo se ha terminado para siempre y tú… tú deberías
acudir a un psiquiatra, ¿me oyes?
Meneé la cabeza con impotencia, temiendo que el poder de
aquel hombre hubiese destruido por completo lo que Alexander y
yo habíamos tenido una vez. De no haber sido un cobarde, le
habría contado a Alexander la verdad yo mismo. Ahora era de-
masiado tarde. ¡Era demasiado tarde! Mi ira abandonó mi cuerpo
y un sentimiento de pena inconmensurable vino a ocupar su
lugar.
Presintiendo su triunfo, se puso en pie, guardó la carpeta con
cuidado y la devolvió al interior del maletín. Antes de cerrarlo del
todo, extrajo un sobre y lo colocó encima de la mesita. ¿Sería una
carta de Alexander? Me precipité hacia la mesa y abrí el sobre con
impaciencia. En su interior había alrededor de cien libras en bil-
letes de una libra. Me quedé mirando a mi verdugo, exigiéndole
una explicación.
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—Soy una persona razonable. Comprendo que debes de haber


sufrido lo tuyo, durante tu infancia…
Antes de dejarle acabar de hablar, le arrojé el sobre a la cara
con virulencia y el dinero cayó meciéndose en el aire a su
alrededor.
—¡Llévese sus treinta monedas de plata y métaselas donde le
quepan! ¡No me vendo por tan poco!
No había nada más que decir. Salí como un torbellino de la
habitación y luego del hotel.
Volví en mí, horas más tarde, caminando por una zona que se
hallaba a kilómetros del centro de la ciudad. Un coche de policía
se detuvo a mi lado y me preguntó si me había perdido. Debí de
haberles llamado la atención, un chico blanco llorando. Me ll-
evaron a los muelles y señalaron con el dedo los barcos ingleses.
Les di las gracias y eché a andar hacia el Memmon. Una vez a
bordo, me encerré en mi camarote y me quité la ropa. Me sentía
cómodo con mis pantalones cortos de tenis de nuevo sobre mis
caderas. ¿En verdad estaba tan enfermo como él había dicho? Re-
paré en mi imagen en el espejo y sólo a vi a un muchacho
asustado y frágil. Todo había sido en vano. Todos los esfuerzos
para ir a Singapur, todo el periodo de instrucción, mi inscripción
a bordo del barco… Tendría que haber ido a que me visitase un lo-
quero por haberme permitido pensar siquiera que podía salir algo
bueno de una relación entre un chapero y un chico como Alexan-
der. No podía culparle. Tenía que haberle impresionado mucho lo
que había descubierto de mí y la manera en que lo había
averiguado. No podía culparle. Sólo podía culparme a mí mismo.
Hay algo reconfortante en el hecho de echarse las culpas a uno
mismo. La culpa, actuando hacia el interior del yo, se filtra a
través de la ira y emerge en forma de una vieja y cómoda de-
presión, en la que puedes confiar por completo. Luego, la
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depresión le permite a uno mismo odiarse con todas sus fuerzas.


Nunca sería capaz de odiar a Alexander, pero desde luego, sabía
cómo odiarme a mí mismo. Ni siquiera podía odiar a su padre
porque, a fin de cuentas, estaba haciendo lo que en el fondo de su
corazón creía que era lo mejor para su hijo, ¿o no?
Me sumí en mi depresión como un buen estudiante se entrega
a sus estudios, sólo que con mayor dedicación. Le di el resto de
mis días de permiso al Panocha y me dediqué en cuerpo y alma a
mi trabajo. La cocina nunca había estado tan limpia, ni el
Panocha tan confuso. Cuando zarpamos de Singapur, me quedé
en la cocina, trabajando. No quería ver cómo mis sueños se per-
dían en el horizonte para siempre. No había nada que ver, ya
habían desaparecido. Me maldije a mí mismo por creer en la es-
peranza. No permitiría que ese delirio me engañase nunca más.
El dolor del rechazo de Alexander me acompañaría a todas
partes. El 10 de febrero, después de habernos adentrado de nuevo
en las aguas del océano Índico, avistamos el precioso puerto nat-
ural de Trincomalee, en el extremo nororiental de Sri Lanka. Jake
me obligó a ir a nadar con el resto de la tripulación. Pese a mis es-
fuerzos y los suyos por tratar de que lo pasara bien, al cabo de un-
os minutos estaba llorando en el agua. Es un buen lugar para llor-
ar, porque nadie puede ver tus lágrimas. Nadé muchísimo ese día.
Al cabo de tres días zarpamos rumbo a Colombo, en la parte occi-
dental de la isla, y me sumé a un grupo de chicos nativos en la
playa, que estaban jugando a fútbol y bañándose. Más que cu-
alquier otra cosa, me pasé el rato bañándome.
Guardo pocos recuerdos de nuestro viaje de vuelta por el mar
de Arabia hacia el golfo de Adén, como también son escasos los
recuerdos de la travesía por el mar Rojo. El canal de Suez había
perdido toda su magia para mí por aquel entonces. El Mediter-
ráneo trajo consigo un descenso en las temperaturas y la
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obligación de volver a vestirnos con pantalones largos. Me moría


de ganas de llegar a Inglaterra. Evité las reuniones en el comedor
y las bromas. Las canciones en la cocina ahora se me antojaban
más ridiculas que nunca, de modo que decidí no sumarme al coro
de alegres voces. El 4 de marzo entramos en el río Mersey y hacia
las once de la mañana ya habíamos atracado en el muelle de Glad-
stone, en la ribera norte, mi ribera del río, la ribera de Liverpool.
De niño había robado comida en esos mismos muelles y conocía
hasta el último centímetro como la palma de mi mano. Era estu-
pendo estar de vuelta en mi sitio otra vez.
A media tarde, con los petates colgados al hombro, los miem-
bros de Liverpool de la tripulación acudimos a la plancha para
que nos pagasen nuestros salarios y para desearnos una feliz
vuelta al hogar. El segundo camarero, tablilla en mano, seleccionó
a los que querían volver para el próximo viaje. Me preguntó si
quería embarcar en el Memmon de nuevo y le contesté que no. Me
dijo que había sido un buen trabajador y que me pagarían más en
el próximo viaje. Le di las gracias y repuse que no iba a volver ni a
éste ni a cualquier otro barco, que mi días como lobo de mar
habían terminado para siempre.
—¿Qué? ¿Un solo viaje y ya echas el ancla?
Asentí con la cabeza y se alejó, riendo. Fui a la enfermería para
despedirme de mi enfermero y, abrazándolo, le dije que io echaría
mucho de menos. Nos besamos y dejamos escapar unas lágrimas.
Jake, como el hombretón que era, me estrechó la mano y me dijo
que dejase de ir por ahí haciendo pucheros. Le di las gracias por
su amistad y le dije que era un buen hombre. Me dio un golpe en
la espalda, como hacen los hombres que no han aprendido a ab-
razar a otros hombres. Esperé a que se fueran los demás y, una
vez solo, me encaminé hacia la verja del muelle. El policía de la
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verja inspeccionó mis papeles y me despidió con un gesto. Estaba


de vuelta pisando el suelo de Liverpool.
Miré los coches aparcados junto a la verja en busca de un taxi.
La portezuela de un coche se abrió y de su interior salió una figura
que me resultaba familiar. Dejé caer mi petate al suelo, inspiré
hondo el frío aire de Liverpool y eché a correr hacia allí. Los
brazos de Alexander me estrecharon con fuerza y los míos
rodearon su cuerpo. Aquél no era un momento para llorar así que,
¿por qué diablos estábamos llorando como magdalenas? Nos ab-
razamos, nos besamos y nos abrazamos de nuevo.
—Richie, te quiero tanto…
—¡Por todos los santos! ¿Cómo has llegado hasta aquí?
—Le dije a mi padre, después de que fuera a verte, que si no
me dejaba volver a casa les diría a todos sus compañeros oficiales
que soy homosexual. No podía soportar la idea de enfrentarse a
semejante vergüenza, así que… aquí estoy. Tenemos un piso, tú y
yo, con el beneplácito de mi madre, en Londres. ¿Vendrás a vivir
conmigo? Es muy pequeño, pero es nuestro. Dime, ¿vendrás?
—¿Contigo? Pero ya sabes que yo…
—Sí, me enseñó el informe. Lo sé todo de ti y también sé que te
quiero. Te quiero. Mi padre interceptó tus cartas, pero yo nunca
perdí la esperanza. Sabía que encontraríamos la forma de estar
juntos.
—Iré contigo. Te quiero con toda mi alma, y dondequiera que
tú vayas, allí iré yo.
Cuando el coche de su madre arrancó, mientras los dos nos
abrazábamos en el asiento de atrás, recordé aquella frase: «La es-
peranza es lo último que se pierde, ¿verdad? ¡Siempre nos queda
la esperanza!».
RICHIE MCMULLEN es psicoterapeuta. En 1984 fundó Street-
wise Youth Project, con base en Londres, siendo el primero en
Gran Bretaña en ocuparse de las necesidades de las jóvenes ante
la prostitución. En 1987 cofundó Survivors, el primer grupo de
Gran Bretaña de ayuda a jóvenes violados. Ha publicado un en-
sayo donde aborda el espinoso tema de la violación, «Male Rape:
Breaking the Silence on the Last Taboo» (GMP, 1990). Su
primera novela fue «Enchanted Boy» (GMP, 1989).
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