RMCM - Los Chicos de Alquiler No Lloran
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Time Out
Richie McMullen
quería ser esa otra, llevar ropas caras como Alexander y disponer
de mozos que me llevasen el equipaje como aquellos mozos llev-
aban ahora el de su familia. Decidí, justo en ese momento, vivir y
viajar en primera clase en cuanto pudiese. No supe decir si se
volvió o no para despedirse porque la muchedumbre empezó a
empujarme y yo me limité a quedarme quieto y dejar que siguier-
an arrastrándome a empellones. Oí una voz a mis espaldas que
me llamaba.
—¡Scouse! ¡Eh, Scouse! —Era el codazos. Se precipitó sobre mí
y depositó un sobre en mis manos—. Cuídate, monicaco —me dijo
mientras se iba corriendo para alcanzar a sus amigos. Me despedí
con la mano, pero pronto lo perdí de vista entre la multitud y
luego desapareció. El sobre contenía un billete de una libra y una
breve carta con su dirección.
Querido Scouse:
¿O debería llamarte ya «carne de estupro»? Sabes por
dónde voy, ¿no? Ja, ja, ja. Tómatelo con calma en el Dilly.
Te lo digo en serio, aunque me encantaría acariciarte esa
melena rubia. Eres un buen chico y me preocupa que estés
pasando una mala racha, así que espero que aceptes lo
que hay en el sobre. Sé que no es mucho pero es que acabo
de venir de permiso. Me caes bien, Scouse, y si alguna vez
te sientes solo, escríbeme unas líneas. Me gustaría verte
otra vez, de verdad. Echo de menos a alguien como tú.
Tuyo siempre,
Taff (Joseph)
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Leí y releí la carta mientras mis lágrimas caían sin ningún pu-
dor sobre la página del cuaderno de Joseph. ¡Así que lo sabía!
¿Cómo lo había sabido? ¡Había visto en mi interior! ¡Quería estar
cerca de mí! ¡Lo sabe! Me voy a ese lugar llamado «el Dilly» y él
sabe por qué y, a pesar de ello, ¡quiere estar conmigo!
Después de lo que me pareció apenas un segundo, fui la única
persona que quedaba en el andén. Miré a mi alrededor, era más
grande que Liverpool. Un miedo súbito se apoderó de mí, de
modo que me serené, recordé que los chicos de alquiler no lloran
y me dirigí a la salida.
Había llegado. Estaba en Londres y ahora ya no había marcha
atrás.
Oda al bufón
Alexander
Alexander, creo
que te quiero;
pese a ser un extraño
en tu universo.
Dondequiera que estés, allí
estar yo querría, aunque sea
una dicotomía.
Tuyo siempre,
Richie.
Esa sola página contenía dos secretos muy especiales para mí:
mi amor por un muchacho de pelo oscuro y mi amor por los
sonidos y las formas de las palabras. A pesar de que no era la per-
sona más extrovertida ni sociable del mundo, lo cierto es que
tenía una facilidad interior para crear imágenes en mi mente.
Aquel don era producto de la necesidad, era una forma de huir de
la cruda realidad de mi padre y de su violencia alcohólica, de
modo que me adentraba en un viaje interior hacia un mundo más
bello. Un mundo de color y palabras de encantamiento. Un
mundo donde podía emplear los vocablos a mi antojo. Tal como
descubriría más adelante, otros consideraban dichas palabras
poesía y, sin embargo, yo siempre había aborrecido la «poesía» y,
por lo general, cuando hablaba con otra gente, casi siempre lo
hacía con monosílabos. ¿Por qué lo hacía? Lo siento, ya estoy otra
vez con mis porqués. No puedo evitarlo, de verdad. Tal vez
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a cal y canto y que, según el Bufón, eran motivo del mayor prob-
lema de convivencia en el, por lo demás, cordial arreglo. Me contó
que el Motorista había amenazado más de una vez con «echar
abajo la jodida puerta» para ver cuál era el gran misterio que se
ocultaba detrás de sus paneles.
Las reglas del apartamento eran simples; no había más que
una sola: no podían entrar clientes. Por lo demás, era una casa
muy abierta. Podíamos hacer cuanto quisiésemos, dormir cuanto
y cuando nos viniese en gana. Si nos lo podíamos permitir, se
suponía que teníamos que comprar comida.
Ninguno de los compañeros de piso me hizo preguntas sobre
mi recién adquirido nombre. Para ellos, yo era el Poeta. Aquello
me abochornaba y me divertía a la vez. Por un simple poema, me
había convertido en todo un poeta. Sin embargo, el reconocimi-
ento instantáneo e incuestionable supuso para mí una inyección
de confianza en mí mismo. Tal vez el Bufón tuviese razón, tal vez
uno podía crearse su propio mundo siendo sencillamente uno
mismo. El truco consistía en hacer elecciones constantes y coher-
entes para ser lo que uno quisiera ser. Por encima de todo, el
Bufón quería ser feliz, mientras que yo quería huir del rechazo a
base de violencia y golpes. ¿Acaso había alguna diferencia?
De vuelta en la cocina —y más relajado tras de comprobar que,
después de todo, lo desconocido no era tan malo—, presencié
junto a Angel, que iba entrando y saliendo de la cocina, una nueva
imitación improvisada de Churchill con la que nos deleitaba el
Bufón. Lo escuchaba embelesado.
—Deberías escribir sobre chaperos, Poeta, pues tal como decía
Henry Miller: «El poema es el sueño hecho carne, por partida
doble además: como obra de arte y como vida, que es una obra de
arte…». Y nosotros somos sueños hechos carne. Somos los sueños
con los que sueñan los hombres hastiados y solitarios, la mayoría
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—¡Vaya! Eres muy sutil… —No tenía más remedio que recono-
cer su habilidad, de modo que abandoné la calidez de las mantas
para enfundarme mi ropa helada y meterme en una cocina aún
más fría. Aquello parecía una leonera. ¿Por qué será que los ad-
olescentes nunca friegan los platos después de comer? Mientras
esperaba a que la tetera arrancase a hervir, eché un vistazo a la
otra habitación. En la oscuridad, unos cuerpos se agitaban en un
sueño irregular. La puerta de la habitación del Actor estaba cer-
rada con el candado. Debía de haber salido temprano. Angel salió
disparado del cuarto de baño, me dio una palmada en la espalda,
me guiñó un ojo y desapareció del piso, todo en cuestión de se-
gundos hiperactivos.
El Bufón se levantó para tomarse el té y se echó una manta por
los hombros. Volví a la cama e hice lo mismo. Decidí arriesgarme
y hacerle una pregunta directa:
—Oye, eso que le estabas diciendo a Angel… Eso de que
siempre llega tarde a todos los sitios… Dices que lleva años pre-
guntándote la hora por las mañanas. Ya sé que no es asunto mío
pero ¿cuánto tiempo hace que os conocéis?
Lejos de sentirse ofendido por la suspicacia de mi pregunta,
me tranquilizó con su respuesta:
—No somos amantes ni nada por el estilo si te refieres a eso,
aunque como amigos, nos acostamos de vez en cuando, pero es un
poco extraño. Somos como hermanos, ¿sabes?
Siguió explicándome que su fraternal amistad había surgido
cuando se conocieron en un reformatorio del cual ambos se
habían escapado. Me senté en silencio y le escuché, petrificado. El
Bufón era hijo único, pero nunca había conocido a su padre bioló-
gico. Su madre había vuelto a casarse cuando él tenía diez años.
Su nuevo «padre» había mostrado un interés especial por él desde
el principio, dedicándole todo su tiempo y esfuerzos. Era una
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no estoy diciendo que todos los chicos de los que han abusado
sexualmente acaben siendo chaperos, como tampoco que todos
los chaperos sufriesen abusos sexuales de pequeños, pero ¿no te
parece un poco extraño que tanto tú, como yo, como Angel los su-
friésemos de hecho, por utilizar la palabra favorita de Actor?
¿Crees que es una coincidencia que Angel y yo creciésemos en un
correccional? ¿Sabes cuántos chaperos pasaron su infancia en
correccionales? Yo te lo diré: de esta habitación, Angel, el Urraca
y yo. Del otro cuarto, tanto el Motorista como el Aviador.
Respecto al Banquero, no lo sé con seguridad. Nadie lo sabe. En
cuanto al Actor, como si la hubiera pasado, porque le dieron la
condicional. Y tú… ¿crees que es otra coincidencia que tu viejo sea
un borracho agresivo? ¡Y un jamón! Estamos aquí por todo lo que
nos ha pasado antes. Todos nos hemos convertido en productos
de consumo y la única salida consiste en admitir la verdad, en
ganar a esos cabrones jugando a su mismo juego y en llegar a ser
los artífices de nuestra propia identidad. ¡Tenemos que vaciar la
maldita jarra y llenarla con lo que queremos! Decidir quiénes
somos y serlo. Romperles los esquemas. ¿Lo entiendes ahora?
Dime que sí, porque estoy a punto de mearme encima. Habla,
hermano, di algo.
—Me gustan las cosas que dices. No siempre las entiendo, pero
creo que… espera un momento, creo que empiezo a entender lo
que dices, ¿vale? Pero tienes que ser paciente. No todos somos tan
agudos y socarrones como tú. No me extraña que te llamen Bufón.
Pero un diez en complejo de culpa católico quedaría estupenda-
mente en una solicitud de empleo, ¿no te parece?
Cuando salía disparado hacia el baño, le oí decir:
—Genial, ¿y qué me dices de un cero en hacerse pajas?
Mientras el Bufón estaba en el baño hice las tres camas y llevé
las tazas a la cocina. Era lo único que se me ocurría para
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Oda al Bufón
Ocasionalmente
Disfrutan los chicos de alcanzar
A comprender la razón
Lamentablemente conocer
Bien a fondo
Un lado inmutable,
Fuente de disipación,
Oscuro rostro,
Núcleo del libertinaje.
Círculos angelicales
Círculos angélicos
En pleno fragor
aparece un chico con cuerpo de ninfa
que acoge un beso lácteo,
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elocuente, existencialista…
¿Londres? Un juguete flácido,
intransigente y cabreado,
que forma una lona catalítica
bajo la cual conviven
unos chicos de alquiler
a quien nadie echa de menos.
Viviendo como en una rueda,
eminentemente circular
y surrealista.
Algo especial
Algo especial,
nuestro navío, nuestro ser,
moviéndose, sensual,
derroche de erotismo;
y allí refleja,
la luz helenística,
abismos impenitentes,
aureola cegadora,
chiquillo harapiento y señor,
cetro y pichón,
espada protectora,
epopeya de amor.
Casandra espera
a su mellizo sin mácula, pero
Apolo propicia
la construcción de su prisión.
Poeta. ¿Lo entendería él? Pero sólo podía esperar y dejar que mi
mente retozara con una fantasía interminable:
… su fascinación por los trenes, ¿quién la ama?, ¿quién la
teme? Sus palabras de humo, enloquezco, me abrumo… Vanas
esperanzas espoleadas por sus bridas, por las mías, cuerdas de
clase y de familia. Padre y madre, ebrio o sobrio, el chico des-
nudo querría ser otro… ¿Por qué me torturo así?
La fiesta del Aviador
John Tenis
vio en ellos. ¿Pudiera ser que fuese ciego ante mi propia negat-
ividad? ¿O acaso el padre de Alexander, sencillamente, tiene
miedo de su propia imaginación?
Al hojear el cuaderno, veo el nombre de Joseph y su dirección
en el Ejército y decido escribirle unas líneas. Mientras, recuerdo
aquellos leves codazos, el pastel de carne que compartió conmigo,
sus cigarrillos, su dinero, su cálida preocupación por mi seguridad
en Londres y los chistes verdes. Utilizando la dirección del piso de
John, le digo a Joseph que he encontrado un sitio donde vivir y
que Londres no es nada del otro mundo, no supone ningún prob-
lema para mí. De camino al Dilly, entro en una oficina de correos
para enviar la carta, sin atreverme a esperar respuesta.
Una vez en la Chacinería, empiezo a pensar en Actor y en su
necesidad de «deshacerse» de ciertas cosas que hay en el aparta-
mento, sólo por si a la policía se le ocurre, «de hecho», hacerles
una visita. Debería haber fisgado en el interior de aquellas
maletas cuando tuve ocasión. Sin embargo, lo más probable es
que contuvieran revistas porno y cosas así, ¿no? El miedo se
apodera de mí al instante. Si es cierto que contienen revistas
porno, es posible que los hermanos Dalton me anden buscando en
ese mismo momento. No hay tiempo para ir vagando por ahí, de
modo que me dirijo al metro y regreso al piso de John.
Como hago siempre que me hallo bajo cualquier tipo de
presión o cuando me siento sucio por dentro, me quito la ropa y
me doy una ducha. El agua que lame mis heridas y me besa la piel
me recuerda los plácidos días de mi niñez, cuando mi madre me
bañaba. A medida que el agua empieza a arropar mi cuerpo con su
calor, empiezo a tararear y luego a cantar mi propia versión de
una tonada popular:
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como él no quiere tener nada que ver con la policía, de modo que
considéralo una simple experiencia más y piensa un poco antes de
hacer las cosas la próxima vez, ¿vale? Ah, y por cierto, dile a Angel
que me debe una semana de alquiler y al Motorista que la tetera
iba a ir a la basura de todas formas. Y Poeta… cuídate, ¿lo harás?
—Gracias, Actor. Eres un buen amigo. No lo olvidaré, gracias.
Sonrió y me guiñó un ojo al cerrar la puerta. A pesar de toda
su ira anterior, plenamente justificada, por el lío que había ar-
mado, el Actor me acababa de salvar el pescuezo. Yo sabía —y él
sabía que lo sabía— que, de haber querido, habría podido conver-
tir mi vida en Londres en un infierno. Era un buen tipo.
Esperando a los amigos
Querido Poeta:
Con cariño,
El Bufón, Angel y el Motorista.
Soldadito azul
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Con todo el coraje que soy capaz de reunir, marco el número. Una
voz femenina me contesta. Me quedo paralizado.
—¿Diga?
¡Contrólate! ¡Contesta!
—Hola —digo con la voz quebrada—, ¿puedo hablar con
Alexander?
—Sí, un momento. ¿De parte de quién?
¿Qué voy a decir? No me atrevo a decir Scouse. A punto estoy
de decir Poeta. Vamos, piensa.
—Mark, Mark Crosbie —suelto, empleando el nombre de mi
antigua calle.
—Espera un momento, ahora se pone.
Cuando deja el teléfono en espera al otro lado del hilo, siento
la tentación de colgar. Estoy a punto de hacerlo. ¿Qué pensará
cuando le digan que le llama un tal Mark Crosbie?
—Hola, ¿quién es?
—Alexander, soy yo, Scouse…
—¿De verdad? ¿De verdad eres tú, Scouse? ¿Cómo me has en-
contrado? Creí que nunca volvería a tener noticias tuyas. He es-
tado esperando que me enviases mi poema…
—Oh, me alegro tanto de volver a oír tu voz de nuevo… Es-
cucha, ya te lo explicaré todo más tarde, ¿puedes salir?
—Sí, pero… ¿dónde estás?
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—Sí, tío. Me dice: «Te daré veinte libras». Con que yo le digo:
«¡Vale!». Era el manager o algo así de un vejestorio de ésos del
cine. ¿Sabes ése que sale en todas las pelis? ¿El que sale en la
portada de esa revista?
Le menciono los nombres de algunas estrellas cinemato-
gráficas famosas.
—Sí, ése es —me contesta.
No le pregunto a cuál se refiere. No quiero obligarle a invent-
arse más cosas de las estrictamente necesarias, de modo que le
pregunto cómo se llama y de dónde es. Su hermosa carita negra
me dice que no es de Mayfair.
—Billy, de Brixton. ¿Y tú?
—Poeta, de Liverpool.
—Entonces, ¿eres poeta?
—Bueno, algo así.
—Bueno, pues recítame uno —me pide, incrédulo.
Miro al chico y me entusiasmo con su inocencia y vulnerabilid-
ad. Supongo que lo que veo en él es lo mismo que Joseph vio en
mí. Parece seguro de sí mismo y espabilado, pero también parece
carne de cañón.
—No me salen así como así —le explico, sonriendo.
—Entonces no eres poeta, ¿no?
—Pues supongo que no.
—Vamos, di uno.
—Pero si has dicho que no soy poeta, lo has dicho tú mismo.
—Di uno, venga.
—Tendré que inventármelo.
—¿Qué? ¿Así? ¿De repente?
—Es un limerick.
—¿Eso es un poema?
—Algo así. Es un tipo de poema irlandés, un poema divertido.
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nadie, se puso manos a la obra. Sacó una barra de acero del interi-
or de su abrigo y en un abrir y cerrar de ojos, forzó la puerta. Diri-
giéndome directamente a la cama del Banquero, encontré su
agenda de direcciones casi con demasiada facilidad. Estaba en-
cima de un montón de libros. El Motorista, animado por la emo-
ción de haber entrado por la fuerza en la casa, empezó a registrar
todo el apartamento en busca de… bueno, ya os lo podéis imagin-
ar. Estaba excitadísimo. Antes de darme tiempo siquiera a prote-
star, ya había forzado los cerrojos de la puerta de la habitación del
Actor y estaba en su interior como si fuera un harón persiguiendo
un conejo. Sabía exactamente lo que quería y se fue directo a las
maletas. Sin más ceremonias, abrió una de ellas por la fuerza.
—Échale un vistazo a esto, Poeta —dijo, asombrado.
—Déjalo, Motorista. Ya tenemos lo que hemos venido a buscar.
Larguémonos de aquí.
—Tenemos mucho tiempo todavía, vamos, sé que sientes la
misma curiosidad que yo. Ven a ver esto.
Por supuesto, tenía razón. Miré por encima de su hombro y
mis ojos se detuvieron en el contenido de la maleta.
—¿Qué es eso? —pregunté—. Parece mazapán.
—Creo que son explosivos. ¡Explosivos plásticos!
—Déjalo, Motorista. Eso no es asunto nuestro.
—Dame un minuto —dijo al tiempo que abría otra de las
maletas.
—¡Detonadores! ¡Joder, Poeta! ¡Es un puto arsenal! Nos han
tenido dando vueltas con suficiente mierda como para volar diez
bancos. ¿El cliente del Actor? ¿Lo has conocido personalmente?
—¡No, ni ganas! Larguémonos de aquí a toda leche, por favor,
Motorista. No puedo soportarlo.
—Debe de estar compinchado con los hermanos Dalton, ¿no
crees?
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—Lo sé, pero estoy muy confuso. Lo que quiero decir es que no
entiendo cómo alguien que odia la violencia puede querer matar a
otra persona. Es una locura, ¿no? —pregunté, aunque no esperaba
una respuesta.
—¡Eso es! ¡Tú mismo lo has dicho! —exclamó el Motorista—.
Es una locura. Todo lo que ha ocurrido era una locura. Es una lo-
cura, así que ¿cómo puedes esperar comportarte como una per-
sona cuerda en una situación completamente irracional? Si lo
hicieses, eso sí sería una auténtica locura, ¿no te parece? No fui-
mos nosotros quienes creamos la locura, recuérdalo, lo único que
hicimos fue enfrentarnos a ella del mejor modo posible e hicimos
lo que teníamos que hacer, nada más y nada menos.
—¡Pero me da pánico saber que soy capaz de matar! —grité.
—Todos somos capaces de matar, Poeta, todos. No estás solo
—dijo el Motorista mirando al retrovisor—. En determinadas cir-
cunstancias, hasta tu abuela sería capaz de matar. Tienes suerte
de haberlo descubierto ahora que aún eres un niño.
—Tiene razón, Poeta —intervino el Bufón tomándome de la
mano—. Y no olvides que las palabras son del todo inútiles
cuando el enemigo habla otro idioma. Sí, claro que utilizamos la
violencia, pero nos detuvimos antes de que la violencia nos util-
izase a nosotros. Hay una gran diferencia.
—Pero yo no quería detenerme. Quería oírle implorar miseri-
cordia y quería verlo muerto. Para serte sincero, aún quiero. —De
pronto, el Motorista paró el coche a un lado de la carretera.
—Mierda, mirad quién está ahí —dijo al tiempo que golpeaba
el volante.
Entrando en la parte de atrás de un coche, un coche que todos
reconocimos, justo en la puerta de nuestro piso, estaban el Actor y
el Banquero. En el asiento del conductor iba el pederasta de los
hermanos Dalton y junto a él iba otro hombre con aspecto de tipo
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duro. El Bufón creía que era el viejo rico amante del Actor. Nin-
guno de ellos parecía excesivamente contento. Una vez más, de-
jamos la situación en manos del Motorista. Nos dijo a mí y al
Bufón que esperásemos en el coche mientras él comprobaba que
no hubiese moros en la costa. Regresó al cabo de unos minutos.
—Tenemos pista libre. Vosotros dos llevad a Angel adentro y
yo aparcaré el coche en la esquina. Tengo el presentimiento de
que vamos a necesitarlo.
Después de darle a Angel un baño y de meterlo en la cama,
acordamos que uno de nosotros debía quedarse con él hasta que
se le pasase el efecto de las drogas. No logramos conciliar el sueño
y a la mañana siguiente supimos que teníamos que desaparecer de
Londres por una temporada. Lo único que la Esbelta supo de-
cirnos era que habían venido unos tipos preguntando por noso-
tros, pero con aquello teníamos más que suficiente: evidente-
mente, sabían que habíamos sido nosotros quienes habían en-
trado en el apartamento de Earl’s Court. Cuando Angel se desper-
tó, lo pusimos al corriente de los últimos acontecimientos y estuvo
de acuerdo con nosotros en que teníamos que marcharnos. El Mo-
torista aconsejó a la Esbelta que les dijera a los hombres la verdad
la próxima vez que viniesen buscándonos, que nos habíamos ido y
que ella no tenía ni idea de dónde estábamos. Le dimos un beso y
la abrazamos y al cabo de una hora íbamos de camino al Norte,
fuera de Londres. Angel se sentó junto a mí y yo lo rodeé con mis
brazos. No hacían falta palabras. Me limité a acariciarlo y a de-
jarlo tranquilo. En mi mente y en mi corazón, se convirtió en to-
dos los chaperos que lo han sido algún día y en los que van a serlo.
Algún día, algún día la gente lo sabrá. Cuando Angel se echó a
llorar, yo hice lo mismo, y también el Bufón, e incluso el duro del
Motorista. Algún día, algún día.
La hora de hacer balance
Mi querido Richie:
Te quiere,
Tu querido Alexander.
—O sea, que has recibido una carta de él, ¿no es eso? —dijo el
Bufón con sorna.
—Sí, es de él. Es su letra.
—Apártala de mi vista. Joder, ¿no os dan ganas de vomitar?
¿El amor? ¡Puaj! Me revuelve las tripas —exclamó fingiéndose
asqueado—. Es de él —me imitó—. La carta es de él. ¡Oh, Dios
mío! ¡Es de él!
Agarré lo primero que encontré a mano, que resultó ser un
cojín, y se lo arrojé al Motorista. Lo atrapó en el aire y me lo tiró.
Acto seguido, decidí lanzárselo al Bufón quien, a su vez, empezó a
imitarnos. Era maravilloso volver a ver reír a Angel, era maravil-
loso que todos tuviéramos ganas de reír. A pesar de sus burlas, los
tres quisieron ver la foto de Alexander y fue Angel quien resumió
su silenciosa aprobación.
—¡Muy guapo! ¡Está francamente bien, Poeta!
Era estupendo que la risa fuese lo primero en aparecer en
nuestro nuevo escondrijo: rompió el maleficio de las pasadas lá-
grimas de un modo que todos podíamos entender y compartir.
Supuse que aquello tenía que ser un buen augurio, así que recé
una oración dando gracias a un dios en el que no creía. La risa nos
permitió aliviarnos de algún modo, cambió el estado de ánimo de
todos nosotros.
No tardamos en sentarnos con una taza de té en las manos
para planear dónde dormiría cada cual. El Motorista y el Bufón
decidieron que Angel y yo debíamos quedarnos con la cama y que
ellos dos se las arreglarían en el salón. Al principio, Angel y yo
protestamos un poco, pero cedimos enseguida cuando el Mo-
torista señaló con mucho tacto que los dos habíamos pasado por
un infierno. Aceptamos. Era un buen amigo, hasta había enviado
a su chica a casa de su hermana para que pudiéramos estar
juntos.
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sido por darle gusto al cliente. Esta vez iba a ser una celebración
de nuestra amistad. Era para nosotros. Era nuestro regalo más
preciado, cada uno para los demás. Era nuestro regalo de despe-
dida. No conocíamos un regalo más precioso que dar que a noso-
tros mismos. ¿Qué más podíamos regalar? ¿Qué otra cosa
podíamos darnos los unos a los otros? Y si había alguna otra cosa,
¿cómo lo habríamos sabido?
—Tal vez no. Era un chulito, un buen chico. No, no quería que
nadie cuidase de él, pero sí me pareció un chiquillo vulnerable.
—Dime algún chapero que no lo sea —dice Angel tomándome
del brazo—. Todos nosotros lo somos, ¿no?
—Supongo. Es sólo que es una pérdida tan terrible e irrepar-
able… Sólo era un crío, ¿sabéis?
—Lo sabemos, Poeta. De verdad, lo sabemos —responde el
Bufón al tiempo que se levanta y recoge sus bolsas.
Aunque resulta extraño, el hecho de que nuestra separación
esté rodeada de dolor, parece lo más apropiado. El dolor existe de
todos modos, pero ahora tenemos una razón más legítima para
justificar nuestras lágrimas. Junto al coche de Andy, nos besamos
y abrazamos y yo lloro, prometiendo escribirles y mandarles mi
dirección. Se suben al vehículo y éste arranca al cabo de escasos
minutos. Los rostros de mis amigos se asoman al parabrisas
trasero, sonriendo, llorando, riendo, animándome, enviándome
besos, haciéndose los fuertes y empequeñeciéndose cada vez más
hasta que al final desaparecen de mi vista.
De vuelta en el apartamento, me quito la ropa y me meto en la
cama que aún conserva el fresco aroma a chico de mis amigos,
para que me haga compañía.
Días de prisión
—Tienes razón, pero hay que hacer unas cuantas pruebas para
estar seguros.
Las manos y los pies eran las últimas partes de mi cuerpo que
podía imaginar que me examinarían. Cuando le pregunté por qué
esas partes en particular, me contestó que podía haber manchas
justo debajo de la epidermis, una especie de sarpullido bajo la su-
perficie de la piel. Las otras pruebas se ajustaban más a mis ex-
pectativas. Me tomaron muestras del pene, la garganta y el culo.
Me hicieron un análisis y al cabo de media hora confirmaron el
primer diagnóstico. El tratamiento consistía en acudir a la clínica
todos los días durante dos semanas para que me pusieran una in-
yección y evitar cualquier contacto sexual. También me pidieron
que fuese a ver a un asistente social, pero me negué en redondo.
Insistieron. Me mantuve en mis trece. Me explicaron que tenían
que ponerse en contacto con las personas con quienes había
mantenido relaciones sexuales. Les dije que no sabía sus
nombres. Lo dejaron así. Sin embargo, un nombre se repetía sin
cesar en mi interior, como un eco infinito: Alexander.
Así pues, cada mañana durante las dos semanas siguientes,
entraba en la clínica, me ponían una inyección y me pasaba el
resto del día merodeando por el Dilly. Me esforzaba por no pensar
en Alexander, pero todos los días lo veía reflejado en mi alma,
ajeno al hecho de que podía padecer una enfermedad de trans-
misión sexual. ¿Podía la vida ser tan cruel? ¡Yo sabía que sí! Al
cabo de dos semanas, después de ponerme todas las inyecciones y
de realizarme todas las pruebas imaginables, me dieron un certi-
ficado que atestiguaba mi curación. ¡Me sentí fatal! No podía
haber nada más terrible que el hecho de que, a través de un acto
de amor, hubiese infectado precisamente a la persona a quien
tanto amaba. Además, por si fuera poco, seguía sin tener noticias
suyas y sin saber cómo ponerme en contacto con él. Me sentía
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Más tarde, cuando los tres nos hubimos dado un baño y to-
mado unas cuantas copas, el tipo nos entregó a ambos un sobre.
Yo quería esperar hasta habernos marchado para contar mi parte,
pero el chico abrió su sobre al momento.
—¿Qué coño es esto? —inquirió, mirando primero al cliente y
luego a mí—. ¿Es una broma o qué?
Abrí el mío y conté el dinero. Cincuenta libras.
—Esto no es lo que acordamos. El trato eran quinientas libras.
El cliente llenó nuestras copas y sonrió mientras colocaba la
botella en el centro de la mesa. Parecía bastante seguro de sí
mismo al hablar.
—Vamos a hablar en serio. Los dos tenéis cincuenta libras
cada uno, más de lo que ganáis normalmente, así que tomad el
dinero y dejemos las cosas como están, ¿vale?
Naturalmente, tenía razón, un cliente de cincuenta libras era
un sueño hecho realidad, pero…
—¡Vete a la mierda, cabronazo! Le dijiste a este chaval quini-
entas libras y eso es lo que vas a pagar, ¿lo has entendido? —ex-
clamó mi nuevo compañero, furioso.
—Te equivocas. Hazte un favor a ti mismo y considéralo otra
experiencia más. —Se puso en pie mientras hablaba y nos señaló
que debíamos irnos.
Me levanté, derrotado y listo para marcharme. ¿Qué otra cosa
cabía hacer? La respuesta a esa pregunta vino en forma del es-
trépito que hizo la botella al estrellarse contra el costado de la
cabeza del cliente. La sangre dibujó un arco agrietado en el aire,
como si la escena se desarrollase a cámara lenta, y el cliente lo
siguió de la misma manera. Chocó contra la pared con tanto im-
pulso que los cuadros salieron despedidos y cayeron alrededor del
charco ensangrentado del suelo. La situación, bastante confusa ya
de por sí, empeoró aún más con los gritos que se sucedieron:
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demasiado alta para poder mirar por ella. Aparte de la cama, que
ya está plegada en la posición reglamentaria, los únicos enseres
adicionales son una mesita de madera tosca, una silla y un orinal.
Podría estar en el siglo pasado y no me daría cuenta. Los únicos
ruidos son el sonido de las botas al chocar contra el cemento, el
tintineo de las llaves y el ruido de las puertas al cerrarse. Pruebo
la silla y me parece muy incómoda. La cama se me antoja más at-
ractiva, así que decido sentarme en ella. Como si ya estuviera
previsto, pues saben de qué va la historia, un guardia aparece en
la mirilla de la puerta y me ordena que me levante de la cama.
Oigo el dejo de regodeo en su voz y el odio en mi corazón.
Sin libros, sin papel donde escribir ni cigarrillos que fumar,
me tienen encerrado veintitrés horas al día. Me traen la comida a
la celda y los guardias no sólo siguen sin mirarme a los ojos sino
que tampoco me hablan. Permanecen inmóviles, en actitud vigil-
ante, mientras el preso me tiende una bandeja. Me percato de que
si me miran a los ojos, me verán. Obviamente, eso es lo último
que desean, de modo que observan el movimiento de las bandejas
pasando de unas manos a otras. Hay poco que hacer aparte de
comer, dormir y jugar conmigo mismo. La masturbación debe de
ser la terapia más común, la mejor manera de encontrar un poco
de alivio en prisión. Pronto descubro que el verdadero arte con-
siste en meneársela lentamente y no correrse hasta al cabo de
mucho rato. Cuanto más largo es el proceso de meneársela, más
alivio y consuelo obtiene uno. Las pajas de la cárcel no sólo se
convierten en un acto sexual sino también en uno mental y emo-
cional. Es un mecanismo para mantenerse cuerdo. Consiste en
proporcionarse a uno mismo consuelo en un entorno cruel y de-
shumanizado. Me la machaco todo el tiempo. Al menos hasta que
de pronto, sin venir a cuento, me dan unos cigarrillos, un libro y
utensilios para escribir. Los cigarrillos consisten en tabaco de liar.
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Mi querido Richie:
Tuyo,
Alexander
Adiós, chaperos
de Picadilly Circus. Los rostros y las escenas que tan bien conozco
aparecen ante mí de manera intermitente mientras me despido de
ellos en silencio. Este lugar quedará grabado para siempre en mi
alma, en lo más hondo de mi corazón, lo sé. También sé que lo ll-
evaré conmigo dondequiera que vaya, igual que llevo a cuestas
buena parte de mi infancia y demasiados recuerdos de Irlanda y
Liverpool.
Me gusta el tren porque avanza cada vez más rápido, aleján-
dose de Londres cada minuto que pasa. Sé que la gente dice que la
vida es un viaje, pero yo sólo soy plenamente consciente de ello
cuando viajo de veras. No importa demasiado cuál sea el medio de
transporte. Lo más importante es la sensación física de movimi-
ento mezclada con las esperanzas y los anhelos de lo que podrá
ser. Es una especie de libertad. Puede que también sea un hacerse
ilusiones. Ojalá, ojalá, vano deseo, ojalá fuese puro de nuevo.
Pero puro otra vez ya no puedo ser, hasta que los naranjos,
manzanas den. Aunque quizá, sólo quizá, en la próxima curva,
en el siguiente monte, en el próximo bosque, tal vez allí, envuelto
en un halo de misterio, haya un naranjo cargadito de manzanas.
En Gloucester tengo que realizar un transbordo con destino a
Sharpness y al hacerlo, reconozco a otros chicos que se dirigen a
mi mismo buque escuela. Nos apiñamos educadamente en el
pequeño tren, evitando las miradas de unos y de otros. Cuento
unos cincuenta muchachos y oigo a muchos hablar con acento de
Liverpool. Es todo un enigma saber cuánto tiempo más seguire-
mos siendo educados los unos con los otros, puesto que el otro
acento dominante proviene de los labios de chicos de Glasgow.
Cuando el tren arranca, comienzan las bromas. Los muchachos se
juntan con los de su misma procedencia: los de Liverpool con los
de Liverpool y los escoceses con los suyos. Mantengo la boca bien
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Mi querido niño:
Tuyo siempre,
John
Mi querido Richie:
Tuyo,
Alexander
en una pensión para así evitar tener que verlos, pero a pesar de
todo lo sucedido, lo cierto es que quería verlos, sobre todo a mi
madre. En mi empeño por huir de mi padre, ni siquiera le había
prestado atención a ella. En el último año, no nos habíamos
puesto en contacto ni una sola vez. ¿Querría verme? Pronto lo
averiguaría.
El primer viaje
—No deberías ser demasiado duro con él. Ahora mismo está
trabajando en Blackburn. La compañía tiene un contrato para re-
construir una cosa u otra, sabe Dios el qué. No volverá hasta el
mes que viene. Sentirá no haberte visto.
—Lo dudo. Yo no siento no haberlo visto.
—¡Que el Señor nos asista! ¡No hables así! No quiero que mi
familia se vuelva en contra de su propia sangre.
—Mamá, ¿cuándo vás a abrir los ojos?
—No lo toleraré, ¿me oyes? Él es tu padre y no se hable más.
Todos tenemos nuestra cruz, y tu padre no es ninguna excepción.
—Muy bien, te oigo. ¿Qué me dices de una buena taza de Earl
Grey para el hijo pródigo?
Su rostro se animó y esbozó una enorme y radiante sonrisa.
—Eso es muy poético, ¿verdad?
Ambos nos echamos a reír.
—Sí señora, bien lo sabe Dios —la imité, con mi mejor acento
irlandés.
—Vaya, vaya… ¿Qué te parece? —exclamó con orgullo,
colocándose las manos en las caderas—. Poesía por Dios. Quién lo
habría dicho…
Era estupendo estar con ella de nuevo, charlando. Nos
quedamos levantados hasta las tantas, intercambiando historias y
peripecias. Me explicó que mi padre todavía tenía problemas con
la bebida y que se había vuelto un hombre muy triste. Ella lo res-
istía, según decía, porque tenía a Dios y a todos los santos para
ayudarla. Antes de irse a la cama me estrechó entre sus fuertes
brazos y me pidió que rezase una oración por mi padre. Lo hice
por ella.
Antes de dormirme, pensando en el joven Rod y en tantos
otros chicos como él, como yo, abrí mi cuaderno y después de
quedarme pensativo largo rato, me decidí a escribir.
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Chicos de Liverpool
dieciséis, quisiese decir que era muy joven, aunque a lo mejor sólo
era un sinónimo de novato. Era imposible que hiciese alusión al
hecho de ser homosexual, ¿no? ¿Tanto se me notaba? Tam no lo
había creído así. No, no podía ser eso. Debía de tener algo que ver
con el hecho de ser inexperto en algo. Sin duda se referían a que
era un novato a bordo de aquel barco. No tardaría en averiguarlo.
El 19 de noviembre recogí mi equipaje y me dirigí al barco que
iba a ser mi hogar durante los tres o cuatro meses siguientes. Me
sentía como un viajero experimentado, como un aventurero en
busca de su amor perdido.
Me tocó compartir el camarote con otro chico el cual, según mi
opinión, no tenía ningún encanto. Veréis, tenía el pelo de color
rojo panocha. No sé por qué, pero lo cierto es que no puedo so-
portar el cabello pelirrojo. A pesar de este gran inconveniente, en-
seguida hicimos buenas migas, tal vez por la sencilla razón de que
era nuestro primer viaje para ambos, de que los dos éramos auxil-
iares de camarero y, lo más importante, compartíamos un ca-
marote. Cuando el barco empezó a avanzar por el río Mersey, el
Panocha y yo nos quedamos apoyados en la barandilla sin hablar.
Vi a otros dos chicos en la cubierta principal y supuse que debían
de ser los nuevos marineros. Al ver pasar los sitios que ambos
conocíamos tan bien, tuve que secarme las incipientes lágrimas
con el dorso de la mano. Esperaba que el Panocha no lo hubiese
advertido, pero si así fue, lo cierto es que nunca llegó a
mencionarlo.
Las barreras entre los distintos miembros de la tripulación me
confundían enormemente. No sólo eran físicas sino también so-
ciales: cada uno de los miembros permanecía siempre en su parte
del barco y junto a los de su misma especie. Los oficiales sólo se
codeaban con otros oficiales y con los pasajeros. Los marineros
tenían su propia sección y los camareros, otra. Los maquinistas
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Esta canción, con sus muchas otras estrofas, cada una ded-
icada a una persona en particular, se convirtió en un auténtico
éxito y cada vez que había una fiesta, me obligaban a cantarla. A
bordo del barco, las fiestas podían empezar en cualquier mo-
mento y sólo eran una forma de romper con la monotonía inter-
minable del ciclo de trabajo. Jake nos vigilaba a los más jóvenes y
sólo nos permitía beber una pequeña cantidad de alcohol. El com-
poner canciones sólo era una forma aceptable de puertas afuera
de satisfacer mi creciente necesidad interior de escribir poemas y
cuentos. Tanto fue así que empecé a escribir delante de los demás
miembros de la tripulación, quienes creían que sólo estaba traba-
jando en otra ridicula canción. Mis cuadernos se convirtieron en
mis posesiones más preciadas, y supongo que todavía lo son.
Cuando abandonamos las aguas del océano Índico para diri-
girnos al golfo de Bengala, el clima era estupendo y el humor que
reinaba a bordo del barco, inmejorable. Vestido únicamente con
mis pantaloncitos cortos y mis chanclas, estaba en la cocina pre-
parando café, lo cual significaba que tenía que vérmelas con una
docena o más de cafeteras a la vez. Las ordené tal como hacía to-
dos los días, colocándolas en fila, y vertí el agua hirviendo en su
interior. Lo que sucedió a continuación pilló a todos cuantos es-
taban en la cocina por sorpresa. Una ola tremenda y repentina en
un mar por lo demás tranquilo, zarandeó el barco, que se alzó en
la marejada y luego descendió de golpe haciendo un ruido sordo
que hizo vibrar todos y cada uno de los rincones del navio. En
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—¡Lo es!
—¡No, no lo es!
—¡Lo es! ¿Quién lo va a saber mejor que tu enfermero?
—¡Me he pasado los tres jodidos últimos años haciendo la
calle! ¡No lo es!
—Bravo por ti, tesoro. ¿No es eso?
—¡Sí, eso es! —exclamé.
—¿Y qué? ¿Adónde quieres ir a parar?
—Lo que quiero decir es que… yo no quería que las cosas
fuesen así…
—Ninguno de nosotros quiere que sean «así», tesoro. A nadie
le gustan las cartas con las que le toca jugar. Escúchame, tesoro,
escucha a una tiíta experta, no podemos cambiar las personas que
somos. Tú has hecho la calle, pues bien, todos hemos hecho la
calle alguna vez. Todos y cada uno de nosotros. Es lo que hacemos
ahora lo que importa, no lo que hicimos en el pasado. Tenemos
que construir nuestra vida sobre los cimientos de nuestro pasado,
como las capas de una tarta. Ahora deja que te traiga un papel y
un bolígrafo y escribe a ese chico al que quieres.
Como correspondía al hombre sensible y comprensivo que era,
mi enfermero me dejó a solas un rato, lo suficiente para que me
desahogase un poco, lo bastante para que llorase un poco más.
Primero escribí a Joseph, explicándole por qué no podía bajar
a tierra y pidiéndole que le hiciese llegar la nota adjunta a Alexan-
der como fuese. Cuando atrapamos en Singapur, mi enfermero se
llevó consigo las notas y la dirección de Joseph. Volvió cuatro hor-
as más tarde diciendo: «¡Misión cumplida!» y me dio un beso en
la frente.
Zarpamos de Singapur el 21 de diciembre y tomamos rumbo al
Norte, al golfo de Tailandia. Atracamos en Bangkok dos días antes
de Navidad. Mi enfermero retiró los vendajes y me dio el alta
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interior. Los flashes de sus cámaras nos cegaron a los dos. Escon-
dimos la cabeza, pero ya nos habían sacado las fotos. Me volví y
empecé a gritar, furioso.
—¿Por qué no crecéis de una puta vez? ¡Iros a la mierda!
Se marcharon inmediatamente y le pedí disculpas a la chica
que estaba debajo de mí, que me abrazó con más fuerza y dijo:
—Tú, bueno pipiolo.
Se tomó la invasión con buen humor y ambos nos pusimos a
reír. No lo habían hecho con mala intención. Hablamos como
pudimos sobre nuestras vidas. Me explicó que había venido de
Camboya a Bangkok para buscar trabajo y que se había tenido que
dedicar a hacer la calle. Intenté explicarle que yo también había
hecho la calle, pero no creo que entendiera el concepto, o puede
que no me entendiera a mí. Tal vez me creyese un chico demasi-
ado acomodado, por el hecho de ser europeo, como para haber
tenido que buscarme la vida haciendo de prostituto. Cuando se
fue, la eché de menos inmediatamente, pues seguía deseándola.
Jake asomó la cabeza por la puerta y me arrojó un paquete.
—Es un botiquín antivenéreas. Las instrucciones están dentro.
Ve al baño, mea, dúchate y úsalo, ¿vale? Pero mea primero.
Tras la ducha, seguí las instrucciones. El tubito de crema tenía
una cánula pequeña y delgada que debía introducirme en el
glande para luego inyectar un tercio de la crema. Debía frotarme
el resto por encima de la polla y las pelotas. Una vez hecho esto y
cuando me dirigía de nuevo hacia mi camarote, me pregunté qué
tipo de tratamiento podría seguir la chica, si es que existía tal cosa
para ella. Los hombres, al pasar junto a mí por los pasillos, me
guiñaban un ojo con complicidad y me daban palmaditas en la es-
palda. Ahora era uno de ellos, uno de los chicos. El último en feli-
citarme fue Jake.
—Bueno, ¿y qué? ¿Cómo te ha ido? —me preguntó, sonriendo.
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Una vez que hube cruzado la verja del muelle, tomé un taxi
para ir al mundialmente famoso hotel Raffles. Su esplendor me
pilló por sorpresa. Aún con todo el dinero que les había pedido
prestado a Jake y a mi enfermero, sólo tenía lo justo para pagar
una noche en una habitación doble y comprar una botella de vino.
Tomé mi llave con nerviosismo y me dirigí a la habitación. Eran
las dos y media. Un joven botones me indicó el camino transport-
ando la botella de vino en una cubitera sobre una bandeja de plata
con un par de copas.
Los treinta minutos siguientes fueron los más largos de toda
mi vida. Por muchas veces que consultase mi reloj, las manecillas
no parecían moverse. Me paseé arriba y abajo por la habitación.
Me atusé el pelo, peinándomelo una y otra vez. Tamborileé con
los dedos sobre la mesita del café que había junto a la butaca.
Caminé un poco más. Cuando faltaba un minuto para las tres, es-
taba a punto de explotar de los nervios. A las tres en punto, llama-
ron a la puerta. Me quedé paralizado y me oí a mí mismo inspirar
hondo. ¿Qué le iba a decir? ¿Qué diría él? ¿Me sonreiría como
había hecho en Farnborough? ¿Sería todo igual de maravilloso
que entonces? Me levanté y eché a andar hacia la puerta. Me froté
las manos para secarme el sudor y luego repetí el mismo movimi-
ento contra mis pantalones. Retuve el pomo de la puerta en mis
manos. Sólo tenía que hacerlo girar y entonces lo vería. Abrí la
puerta de golpe, dispuesto a echarle mis brazos al cuello y a sus
fuertes hombros.
Ante mí, vestido con el uniforme militar, no se hallaba Alexan-
der, sino su padre. Mi cuerpo entero se quedó paralizado por el
terror. Tomó la iniciativa y se decidió a hablar.
—¿Puedo pasar?
Sin embargo, no esperó una respuesta y, sin más dilación, en-
tró tranquilamente en la estancia. Yo me había quedado sin habla,
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—Acabemos con esto de una vez. Has venido aquí para encon-
trarte con mi hijo, con quien ya has cometido un acto de suprema
indecencia, con la esperanza de cometerlo de nuevo. A Dios gra-
cias, él no tiene la más mínima intención de verte otra vez des-
pués de haber leído todo esto. —Levantó el expediente en el aire y
lo agitó con gesto triunfante ante él.
—¡Es usted un cabrón de mierda!
—Sí, por supuesto, hice que una prestigiosa agencia de detect-
ives privados de Londres te investigase. ¿Qué esperabas? ¿Que te
permitiese arrastrar a mi hijo contigo al fango en el que vives? Tu
querido amiguito no sé qué Tenis, ¿es así como hay que llamarlo?
¿Amiguito? Nos sirvió de gran ayuda.
—¿Qué cojones quiere?
—¿Que qué quiero? No quiero nada. Ahora mi hijo lo sabe to-
do, sabe la verdad. Sabe lo que eres. ¿Querer? No quiero nada de
ti ni de los de tu calaña.
—¿Y espera que me lo crea?
—Me importa un bledo lo que creas o dejes de creer. Alexander
ha visto el contenido de esta carpeta y, te lo aseguro, no quiere
tener nada que ver contigo. ¿Me he explicado con claridad?
—Oh, sí. Se ha explicado con mucha claridad. Ha hecho todo lo
posible para impedir que Alexander y yo…
—¿Os veáis? Por Dios, pues claro que he hecho todo lo posible.
—¿Por qué…?
—¿Por qué? No lo estarás preguntando en serio, ¿verdad?
—¿Por qué me odia tanto?
—No espero que lo entiendas.
—¿El odio? No, no entiendo el odio.
—¿Por qué los de tu especie salís de vuestras sucias cloacas
para corromper a niños…?
—¿Niños? ¿De verdad cree que Alexander es un niño?
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