Presentación El Papa Francisco y Los Pobres

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EL PAPA FRANCISCO

NOS HABLA DE LOS POBRES


Selección de textos:
Matilde Eugenia Pérez T
PRESENTACIÓN
El tema de los pobres y de la pobreza es recurrente en la
predicación del Papa Francisco. La razón es una y la da él
mismo: “los pobres son el centro del Evangelio”, y “el corazón
de Dios tiene un sitio preferencial para los pobres, tanto, que él
mismo se hizo pobre”.

La idea es clara: para quienes somos cristianos, los pobres no


constituyen un mero “dato social”, ni son un “problema” que
tenemos que enfrentar y resolver para bien de la sociedad y del
mundo. Todo lo contrario: su realidad y su presencia nos
interpelan constante y profundamente, y constituyen un
elemento propio e imprescindible de nuestra fe en Jesús, y de
nuestro seguimiento como discípulos suyos.
Los pobres son personas – hombres y mujeres, niños,
jóvenes, adultos y ancianos -, que sufren en su cuerpo y
en su alma, porque no tienen lo necesario para vivir y
desarrollarse como corresponde. Hombres y mujeres,
niños, jóvenes, adultos y ancianos, a quienes hemos
hecho víctimas de nuestro egoísmo, de nuestra
ambición desmedida, de nuestras injusticias reiterativas.

Los pobres son personas esencialmente iguales a


nosotros, a quienes tenemos que pedir perdón por
nuestro abandono y nuestra indiferencia frente a sus
necesidades. Hombres y mujeres, niños, jóvenes,
adultos y ancianos, a quienes debemos aprender a
mirar a la cara, sin miedo, y acoger en el corazón con
delicadeza y generosidad, ternura y compasión.
Los pobres son personas en quienes Jesús mismo se
hace presente en nuesto mundo y en nuestra historia
personal. Hombres y mujeres, niños, jóvenes, adultos y
ancianos, en quienes, por quienes y para quienes,
Jesús reclama nuestro amor atento y generoso.
Personas por quienes y con quienes Jesús nos invita a
construir su Reino de amor y de justicia, de solidaridad y
de servicio, de libertad y de paz.

De nada nos valdrá llevar una vida muy apegada a las


reglas y a los ritos externos, si no abrimos nuestro
corazón a los pobres y a sus necesidades materiales y
espirituales, con prontitud, porque en ellos vive y actúa
Jesús, que nos dice claramente: “Lo que hicieron a uno
de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo
hicieron” (cf. Mateo 25)
LA REALIDAD DE LOS POBRES
Y DE LA POBREZA
No podemos olvidar que la
mayoría de los hombres y
mujeres de nuestro tiempo,
vive precariamente el día a
día, con consecuencias
funestas.
¡Cuántos pobres hay por nuestras
calles! No sólo piden para el
sustento, que es el más básico
de los derechos, sino también,
redescubrir el valor de la propia
vida, que la pobreza tiende a
hacer olvidar, y recuperar la
dignidad que el trabajo confiere.
La miseria tiene rostro de niños,
tiene rostro de familias, tiene
rostro de jóvenes y ancianos.
Tiene rostro en la falta de
oportunidades y de trabajo de
muchas personas; tiene rostro
de migraciones forzadas, casas
vacías o destruídas.
Los pobres tienen el rostro
de mujeres, hombres y
niños, explotados por viles
intereses, pisoteados por la
lógica perversa del poder y
del dinero.
Doblemente pobres son las mujeres
que sufren situaciones de exclusión,
maltrato y violencia, porque
frecuentemente se encuentran con
menores posibilidades de defender
sus derechos. Sin embargo, también
entre ellas encontramos
constantemente los más admirables
gestos de heroísmo cotidiano, en la
defensa y el cuidado de la fragilidad
de sus familias.
No existe peor pobreza
material – me urge
subrayarlo -, no existe
peor pobreza material, que
la que no permite ganarse
el pan y priva de la
dignidad del trabajo.
Es intolerable que todavía
miles de personas mueran
cada día de hambre, a
pesar de las grandes
cantidades de alimentos
disponibles y, a menudo
desperdiciados.
No podemos dormir
tranquilos, mientras haya
niños que mueren de
hambre, y ancianos sin
asistencia médica.
Nuestras exigencias,
aunque sean legítimas,
nunca serán tan urgentes
como las de los pobres, que
carecen de lo necesario
para vivir.
ALGUNAS CAUSAS
DE LA POBREZA
EN EL MUNDO ACTUAL
¿Hasta cuándo se seguirán
defendiendo, sistemas de
producción y de consumo
que excluyen a la mayor
parte de la población
mundial, incluso de las
migajas que caen de las
mesas de los ricos?
Entre las principales causas de la
pobreza, hay un sistema económico
que saquea la naturaleza. Pienso
particularmente en la
deforestación, pero también en las
catástrofes ambientales y en la
pérdida de la biodiversidad.
No podemos olvidar las
graves implicaciones de los
cambios climáticos: ¡son los
más pobres quienes sufren
con mayor dureza las
consecuencias!
La corrupción de los potentes
acaba por ser pagada por los
pobres, que por habilidad de
los otros, terminan sin lo que
necesitan y a lo que tienen
derecho.
Quien roba a los pobres,
envenena las raíces mismas
de la sociedad.
Se acusa de violencia a los
pueblos pobres, pero, sin
igualdad de oportunidades, las
diversas formas de agresión y
de guerra, encontrarán un
caldo de cultivo que tarde o
temprano provocará su
explosión.
LA REALIDAD DE LOS POBRES
NOS INVITA A ACTUAR
La necesidad de resolver
las causas estructurales de
la pobreza, no puede
esperar. La inequidad es la
raíz de todos los males
sociales.
El creciente número de personas
marginadas y que viven en gran
precariedad, nos interpela y nos
llama a una mayor solidaridad
para ofrecerles el apoyo material
y espiritual que necesitan.
La gran tradición bíblica
prescribe a todos los pueblos el
deber de escuchar la voz de los
pobres y de romper las cadenas
de la injusticia y la opresión, que
dan lugar a flagrantes e incluso
escandalosas desigualdades
sociales.
Vivimos en sociedades en las que
frente a inmensas riquezas,
prospera, silenciosamente, la
más deningrante pobreza; donde
rara vez se escucha el grito de
los pobres; y donde Cristo nos
sigue llamando, pidiéndonos que
lo amemos y sirvamos, tendiendo
la mano a nuestros hermanos
necesitados.
A imitación de nuestro Maestro,
los cristianos estamos llamados a
mirar las miserias de los
hermanos, a tocarlas, a
hacernos cargo de ellas, y a
realizar obras concretas a fin de
aliviarlas.
Cada cristiano y cada comunidad
están llamados a ser
instrumentos de Dios para la
liberación y promoción de los
pobres, de manera que puedan
integrarse plenamente en la
sociedad... Hacer oídos sordos a
este clamor... nos sitúa fuera
de la voluntad del Padre y de su
proyecto.
El Señor nos reconocerá si nosotros
lo hemos reconocido en el pobre, en
el hambriento, en los indigentes y
marginados, en quien sufre y está
solo... Este es uno de los criterios
fundamentales para la verificación
de nuestra vida cristiana, con el que
Jesús nos invita a medirnos cada
día.
Si deseamos ofrecer nuestro
aporte efectivo al cambio de la
historia, generando un desarrollo
real, es necesario que
escuchemos el grito de los
pobres y nos comprometamos a
sacarlos de su situación de
marginación.
Es necesario “desnaturalizar”
la miseria, y dejar de
asumirla como un dato más de
la realidad.
Ninguna familia sin vivienda,
ningún campesino sin tierra,
ningún trabajador sin
derechos, ninguna persona
sin la dignidad que da el
trabajo.
Asistir a los pobres es bueno y
necesario, pero no basta. Los animo
a multiplicar sus esfuerzos en el
ámbito de la promoción humana, de
modo que todo hombre y mujer
llegue a conocer la alegría que viene
de la dignidad de ganar el pan de
cada día y de sostener la propia
familia.
Pido que se haga mucho más por los
pobres. Que se trate a los pobres
de manera justa. Que se respete su
dignidad. Que las medidas políticas y
económicas sean equitativas e
inclusivas. Que se desarrollen
oportunidades de trabajo y
educación, y que se eliminen los
obstáculos para la prestación de los
servicios sociales.
Animo a los expertos financieros
y a los gobernantes de los países
a considerar las palabras de un
sabio de la antigüedad: "No
compartir con los pobres los
propios bienes es robarles y
quitarles la vida. No son nuestros
los bienes que tenemos, sino
suyos”.
El imperativo de escuchar el
clamor de los pobres se hace
carne en nosotros cuando se
nos estremecen las entrañas
ante el dolor ajeno.
Benditas las manos que se
abren para acoger a los
pobres y ayudarlos; son manos
que traen esperanza.
El Evangelio nos llama a
hacernos “prójimos” de los
pobres y abandonados, para
ofrecerles una esperanza
concreta.
La verdadera caridad es un
poco atrevida; no tengamos
miedo a ensuciarnos las manos
para ayudar a los más
necesitados.
Tú, da de lo tuyo.
Da aquello que te cuesta.
Esto es involucrarse con el
pobre.
Hay que defender a los
pobres, y no, defenderse de
los pobres. Hay que servir a
los débiles, y no, servirse de
los débiles.
Solidaridad con los pobres es pensar
y actuar en terminos de comunidad,
de prioridad de la vida de todos,
sobre la apropiación de los bienes
por parte de algunos. Y es también,
luchar contra las causas
estructurales de la pobreza: la
desigualdad, la falta de un trabajo y
de una casa, la negación de los
derechos sociales y laborales.
Es posible un mundo sin
pobres. Debemos luchar
por esto.
EN LOS POBRES
ESTÁ PRESENTE JESÚS MISMO
Los pobres no son una
fórmula teórica del
partido comunista. Los
pobres son el centro del
Evangelio. ¡Son el centro
del Evangelio!
El corazón de Dios tiene un
sitio preferencial para los
pobres, tanto que Él mismo se
hizo pobre. Todo el camino de
nuestra redención está
signado por los pobres.
Hay que decir sin vueltas,
que existe un vínculo
inseparable entre nuestra
fe y los pobres. Nunca los
dejemos solos.
Ningún mensajero ni ningún
mensaje podrán sustituír a los
pobres que encontramos en el
camino, porque en ellos nos
viene al encuentro Jesús
mismo.
De nuestra fe en Cristo hecho
pobre y siempre cercano a los
pobres y excluidos, brota la
preocupación por el desarrollo
integral de los más abandonados
de la sociedad.
Los cristianos van al encuentro de
los pobres y de los débiles, no para
obedecer a un programa ideológico,
sino porque la palabra y el ejemplo
del Señor nos dice que todos somos
hermanos. Éste es el principio del
amor de Dios y de toda justicia
entre los hombres.
Los pobres son para
nosotros una ocasión
concreta de encontrar al
mismo Cristo; de tocar su
carne que sufre.
En el pobre, la carne de Cristo
se hace de nuevo visible como
cuerpo martirizado, llagado,
flagelado, desnutrido, en fuga...
para que nosotros lo
reconozcamos, lo toquemos, y lo
asistamos con cuidado.
Cuando en nuestro corazón
hay cabida para el más
pequeño de nuestros
hermanos, es el mismo Dios
quien encuentra puesto.
Cuando a ese hermano se le
deja fuera, el que no es bien
recibido es Dios mismo.
Jesús nos enseña a no tener
temor de tocar al pobre y al
excluido, porque Él está en ellos.
Tocar al pobre puede
purificarnos de la hipocresía, y
hacer que nos preocupemos por
su condición.
No sería digno de la Iglesia ni
de un cristiano, pasar delante de
los pobres y pretender tener la
conciencia tranquila sólo porque
se ha rezado, porque hemos ido
a Misa el domingo.
El amor y el servicio a los
pobres es signo del Reino
de Dios que Jesús vino a
traer.
El amor a los pobres está al
centro del Evangelio. Tierra,
techo y trabajo... son
derechos sagrados. Reclamar
esto no es nada raro; es la
doctrina social de la Iglesia.
La solidaridad con los pobres es
un elemento esencial de la vida
cristiana. Debe permear los
corazones y las mentes de los
fieles, y reflejarse en todos los
aspectos de la vida eclesial.
AYUDAR Y SERVIR A LOS POBRES
ES AYUDAR Y SERVIR A CRISTO
En los pobres vemos el
rostro de Cristo que se
hizo pobre por nosotros.
En los pobres y en los
últimos vemos el rostro de
Cristo; amando y ayudando
a los pobres, amamos y
servimos a Cristo.
Estamos llamados a descubrir a
Cristo en los pobres, a
prestarles nuestra voz en sus
causas, pero también a ser sus
amigos, a escucharlos, a
interpretarlos y a recoger la
misteriosa sabiduría que Dios
quiere comunicarnos a través de
ellos.
Hoy, Jesús se hace voz de los que no
tienen voz y dirige a cada uno de
nosotros un llamamiento afligido a abrir
el corazón y a hacer nuestros los
sufrimientos y las angustias de los
pobres, de los hambrientos, de los
marginados, de los prófugos, de los
derrotados por la vida, de cuantos son
descartados por la sociedad y por la
prepotencia de los más fuertes.
Los más pequeños, los más débiles,
los más pobres, deben
enternecernos: tienen “derecho” a
tomarnos el alma y el corazón. Sí,
ellos son nuestros hermanos y como
tales debemos amarlos y tratarlos.
Cuando sucede esto, cuando los
pobres son como de casa, nuestra
propia fraternidad cristiana vuelve a
tomar vida.
Pidamos al Señor ternura
para mirar a los pobres con
comprensión y amor, sin
cálculos y sin temores.
Tenemos que aprender a
estar con los pobres. No
nos llenemos la boca con
hermosas palabras sobre
los pobres; acerquémonos a
ellos, mirémoslos a los
ojos, escuchémoslos.
No sirve una pobreza teórica,
sino la pobreza que se
aprende tocando la carne de
Cristo pobre, en los humildes,
en los pobres, en los
enfermos, en los niños.
Hoy y siempre, los pobres son
los destinatarios privilegiados del
Evangelio, y la evangelización
dirigida gratuitamente a ellos es
signo del Reino que Jesús vino a
traer.
Cada vez que nos hemos
inclinado ante las necesidades
de los hermanos, hemos dado
de comer y beber a Jesús;
hemos vestido y visitado al
Hijo de Dios.
EVANGELIZAR A LOS POBRES.
SER EVANGELIZADOS
POR LOS POBRES
Quiero una Iglesia pobre para
los pobres. Ellos tienen mucho
qué enseñarnos. Es necesario
que todos nos dejemos
evangelizar por ellos.
El cuidado de los pobres es un
elemento esencial de nuestra
vida y del testimonio
cristiano.
Los pobres conocen bien los
sentimientos de Jesucristo
porque, por experiencia,
conocen al Cristo que sufre…
Hay muchas familias pobres que con
dignidad buscan conducir su vida
cotidiana, a menudo confiando
abiertamente en la bendición de Dios...
Es casi un milagro que, también en la
pobreza, la familia continúe formándose,
e incluso que hasta conserve - como
puede - la humanidad especial de sus
uniones... Son una verdadera escuela de
humanidad que salva las sociedades de la
barbarie.
Las personas a quienes
ayudamos: pobres, enfermos,
huérfanos, tienen mucho qué
darnos.
Puedo decir que los gozos
más bellos y espontáneos
que he visto en mis años
de vida, son los de
personas muy pobres, que
tienen poco a qué
aferrarse.
Tenemos mucho que recibir de los
pobres a los que nos acercamos y
ayudamos. Luchando con sus
dificultades, a menudo dan
testimonio de lo esencial, de los
valores familiares; son capaces de
compartir con aquellos que son más
pobres que ellos y lo saben
disfrutar, como he podido constatar
en mi viaje a Asia.
La indiferencia y el egoísmo
están al acecho. La atención a
los pobres nos enriquece
poniéndonos en un camino de
humildad y verdad.
Para hacer que a nadie le falte
el pan, el agua, el vestido, la
casa, el trabajo, la salud, es
necesario que todos nos
reconozcamos hijos del Padre que
está en el cielo, y por lo tanto,
hermanos entre nosotros, y nos
comportemos consecuentemente.
En los pobres, en su debilidad,
hay una fuerza salvadora. Y si a
los ojos del mundo tienen poco
valor, son ellos los que nos abren
el camino hacia el cielo; son
nuestro pasaporte al paraíso.
Los pobres son siempre los primeros
portadores de la esperanza. Y en
este sentido podemos decir que los
pobres, también los mendigos, son
los protagonistas de la historia. Para
entrar en el mundo, Dios ha
necesitado de ellos: de José y de
María, de los pastores de Belén.
La inmensa mayoría de los
pobres tienen una particular
apertura a la fe. Necesitan de
Dios, y la falta de atención
espiritual al tratarlos, constituye
la peor discriminación.
Si quitamos a los pobres del
Evangelio, no podemos
comprender plenamente el
mensaje de Jesucristo.
Los pobres son compañeros
de viaje de una Iglesia en
salida, porque son los
primeros que ella
encuentra.
Cuando se cuida, socorre y
ayuda a los pobres y a los
débiles a promoverse en la
sociedad, ellos revelan el
tesoro de la Iglesia y el
tesoro de la sociedad.
Los pobres tienen el derecho
a que se les hable de
Jesucristo. Tienen el derecho
al Evangelio y a la totalidad
del Evangelio.
LA LIMOSNA COMO AYUDA
A LOS POBRES
El ejercicio de la limosna nos
libera de la avidez, y nos
ayuda a descubrir que el otro
es mi hermano: nunca lo que
tengo es sólo mío.
Cada limosna es una ocasión
para participar en la
Providencia de Dios hacia sus
hijos.
No debemos identificar la
limosna con la simple
moneda ofrecida a prisa,
sin mirar a la persona, y
sin detenerse a hablar para
comprender de qué cosa
tiene necesidad.
La limosna es un gesto de amor.
Un gesto de atención sincera a
quien se acerca a nosotros y nos
pide nuestra ayuda, hecho en el
secreto donde sólo Dios ve y
comprende el valor del acto
realizado.
Cuando doy limosna, ¿dejo
caer la moneda sin tocar la
mano? Y si por casualidad la
toco, ¿la retiro de inmediato?
Cuando doy limosna, ¿miro a
los ojos de mi hermano, de mi
hermana?
LA INDIFERENCIA
FRENTE A LOS POBRES,
UN PECADO GRAVE
Ante las viejas y nuevas formas
de pobreza – el desempleo, la
emigración, los diversos tipos de
dependencias -, tenemos el
deber de estar atentos y
vigilantes, venciendo la tentación
de la indiferencia.
En los países más pobres, pero
también en las periferias de los
países más ricos, se encuentran
muchas personas desamparadas y
dispersas bajo el peso
insoportable del abandono y la
indiferencia.
A veces pasamos delante de
situaciones de dramática pobreza y
parece que no nos tocan. Es una
indiferencia que al final nos hace
hipócritas, y sin que nos demos
cuenta, termina en una forma de
letargo espiritual que hace insensible
el ánimo y estéril la vida.
¡Cuánto daño hace a los
necesitados la indiferencia
humana! Y aún peor, la de los
cristianos!
“Personas en situación de calle”.
Es curioso cómo en el mundo de
las injusticias, abundan los
eufemismos. No se dicen las
palabras con la contundencia y la
realidad que les corresponde, y
se busca el eufemismo que
disimula.
¡Cuántas veces nosotros, cuando
vemos tanta gente en la calle –
gente necesitada, enferma, que no
tiene qué comer -, sentimos fastidio!
¡Cuántas veces nosotros, cuando nos
encontramos ante tantos prófugos y
refugiados, sentimos fastidio! Es una
tentación... Todos nosotros sentimos
esto... También yo...
No puede ser que no sea
noticia que muere de frío
un anciano en situación
de calle, y que sí lo sea
una caída de dos puntos
en la bolsa. Eso es
exclusión.
Cuántas veces vemos tanta
gente apegada a los gatos,
a los perros, y después
dejan sin ayuda el hambre
del vecino.
Cuando una sociedad
ignora a los pobres, los
persigue, los criminaliza...
esa sociedad se
empobrece hasta la
miseria, pierde la libertad
y deja de ser cristiana.
No se puede mirar para otro
lado y dar la espalda para no ver
muchas formas de pobreza que
piden misericordia. Girarse para
otro lado para no ver el hambre,
las enfermedades, las personas
explotadas. ¡Esto es un pecado
grave!
¡Cuántas veces, tanta
gente finge no ver a los
pobres! Para ellos, los
pobres no existen.
¡Ignorar al pobre es
despreciar a Dios!
No podemos permanecer en
silencio frente al sufrimiento
de millones de personas, ni
podemos seguir avanzando
como si la propagación de la
pobreza y de la injusticia no
tuvieran ninguna causa.
¿Qué sentimos en el corazón cuando
vamos por el camino y vemos a un sin
techo, o a niños solos que piden
limosna?... ¿Esto forma parte del
panorama, del paisaje de una ciudad,
como una estatua, la parada del
autobús, la oficina del correo?...
Cuando estas cosas resuenan en
nuestro corazón como normales, el
camino no va bien.
Nadie puede sentirse
eximido de la preocupación
por los pobres y por la
justicia social.
Tenemos a disposición tantas
informaciones y estadísticas sobre
las tribulaciones humanas. Existe el
riesgo de ser espectadores
informadísimos y desencarnados de
estas realidades, o también, de
hacer bellos discursos que se
concluyen con soluciones verbales y
un desinterés con respecto a los
problemas reales.
A nosotros se nos pide
permanecer vigilantes como
centinelas, para que no suceda
que, frente a las pobrezas
producidas por la cultura del
bienestar, la mirada de los
cristianos se debilite y sea
incapaz de ver lo esencial.
Les pido perdón en nombre de los
cristianos que no leen el Evangelio
encontrando la pobreza en el centro.
Les pido perdón por todas las veces
que los cristianos, delante de una
persona pobre, o de una situación de
pobreza, miramos para otro lado.
¡Perdón!
ANEXO
MENSAJE
DEL PAPA FRANCISCO
PARA LA SEGUNDA
JORNADA MUNDIAL
DE LOS POBRES

Domingo XXXIII
del Tiempo Ordinario
18 de noviembre de 2018

Este pobre gritó


y el Señor lo escuchó
(Salmo 34, 7)
1. Las palabras del salmista se vuelven también las
nuestras a partir del momento en que somos
llamados a encontrar las diversas situaciones de
sufrimiento y marginación en las que viven tantos
hermanos y hermanas, que habitualmente
designamos con el término general de “pobres”.
Quien escribe tales palabras no es ajeno a esta
condición, al contrario. Él tiene experiencia directa
de la pobreza y, sin embargo, la transforma en un
canto de alabanza y de acción de gracias al Señor.
Este salmo permite también a nosotros hoy
comprender quiénes son los verdaderos pobres a
los que estamos llamados a volver nuestra mirada
para escuchar su grito y reconocer sus
necesidades.
Se nos dice, ante todo, que el Señor escucha los
pobres que claman a Él y que es bueno con
aquellos que buscan refugio en Él con el corazón
destrozado por la tristeza, la soledad y la exclusión.
Escucha a cuantos son atropellados en su dignidad
y, a pesar de ello, tienen la fuerza de alzar su
mirada hacia lo alto para recibir luz y consuelo.
Escucha a aquellos que son perseguidos en
nombre de una falsa justicia, oprimidos por políticas
indignas de este nombre y atemorizados por la
violencia; y aun así saben que en Dios tienen a su
Salvador. Lo que surge de esta oración es ante
todo el sentimiento de abandono y confianza en un
Padre que escucha y acoge. En la misma onda de
estas palabras podemos comprender más a
fondo lo que Jesús proclamó con las
bienaventuranzas: «Bienaventurados los pobres en
el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos»
(Mt 5, 3).

En virtud de esta experiencia única y, en muchos


sentidos, inmerecida e imposible de describir por
completo, nace por cierto el deseo de contarla a
otros, en primer lugar a aquellos que son, como el
salmista, pobres, rechazados y marginados. En
efecto, nadie puede sentirse excluido del amor del
Padre, especialmente en un mundo que con
frecuencia pone la riqueza como primer objetivo y
hace que las personas se encierren en sí mismas.
2. El salmo caracteriza con tres verbos la actitud
del pobre y su relación con Dios. Ante todo, “gritar”.
La condición de pobreza no se agota en una
palabra, sino que se transforma en un grito que
atraviesa los cielos y llega hasta Dios. ¿Qué
expresa el grito del pobre si no es su sufrimiento y
soledad, su desilusión y esperanza? Podemos
preguntarnos: ¿cómo es que este grito, que sube
hasta la presencia de Dios, no alcanza a llegar a
nuestros oídos, dejándonos indiferentes e
impasibles? En una Jornada como esta, estamos
llamados a hacer un serio examen de conciencia
para darnos cuenta si realmente hemos sido
capaces de escuchar a los pobres.
El silencio de la escucha es lo que necesitamos
para poder reconocer su voz. Si somos nosotros los
que hablamos mucho, no lograremos escucharlos.
A menudo me temo que tantas iniciativas, aunque
de suyo meritorias y necesarias, estén dirigidas
más a complacernos a nosotros mismos que a
acoger el clamor del pobre. En tal caso, cuando los
pobres hacen sentir su voz, la reacción no es
coherente, no es capaz de sintonizar con su
condición. Se está tan atrapado en una cultura que
obliga a mirarse al espejo y a cuidarse en exceso,
que se piensa que un gesto de altruismo bastaría
para quedar satisfechos, sin tener que
comprometerse directamente.
3. El segundo verbo es “responder”. El Señor, dice el
salmista, no sólo escucha el grito del pobre, sino que
responde. Su respuesta, como se testimonia en toda la
historia de la salvación, es una participación llena de
amor en la condición del pobre. Así ocurrió cuando
Abrahán manifestaba a Dios su deseo de tener una
descendencia, no obstante él y su mujer Sara, ya
ancianos, no tuvieran hijos (cf. Gén 15, 1-6). Sucedió
cuando Moisés, a través del fuego de una zarza que se
quemaba intacta, recibió la revelación del nombre divino y
la misión de hacer salir al pueblo de Egipto (cf. Éx 3, 1-
15). Y esta respuesta se confirmó a lo largo de todo el
camino del pueblo por el desierto: cuando el hambre y la
sed asaltaban (cf. Éx 16, 1-16; 17, 1-7), y cuando se caía
en la peor miseria, la de la infidelidad a la alianza y de la
idolatría (cf. Éx 32, 1-14).
La respuesta de Dios al pobre es siempre una
intervención de salvación para curar las heridas del
alma y del cuerpo, para restituir justicia y para
ayudar a retomar la vida con dignidad. La respuesta
de Dios es también una invitación a que todo el que
cree en Él obre de la misma manera dentro de los
límites de lo humano. La Jornada Mundial de los
Pobres pretende ser una pequeña respuesta que la
Iglesia entera, extendida por el mundo, dirige a los
pobres de todo tipo y de toda región para que no
piensen que su grito se ha perdido en el vacío.
Probablemente es como una gota de agua en el
desierto de la pobreza; y sin embargo puede ser un
signo de compartir para cuantos pasan necesidad,
que hace sentir la presencia activa de un hermano
o una hermana.
Los pobres no necesitan un acto de delegación, sino del
compromiso personal de aquellos que escuchan su
clamor. La solicitud de los creyentes no puede limitarse a
una forma de asistencia – que es necesaria y providencial
en un primer momento –, sino que exige esa «atención
amante» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 199) que honra
al otro como persona y busca su bien.

4. El tercer verbo es “liberar”. El pobre de la Biblia vive


con la certeza de que Dios interviene en su favor para
restituirle dignidad. La pobreza no es buscada, sino
creada por el egoísmo, el orgullo, la avaricia y la injusticia.
Males tan antiguos como el hombre, pero que son
siempre pecados, que involucran a tantos inocentes,
produciendo consecuencias sociales dramáticas.
La acción con la cual el Señor libera es un acto de
salvación para quienes le han manifestado su propia
tristeza y angustia. Las cadenas de la pobreza se rompen
gracias a la potencia de la intervención de Dios. Tantos
salmos narran y celebran esta historia de salvación que
se refleja en la vida personal del pobre: «Él no ha mirado
con desdén ni ha despreciado la miseria del pobre: no le
ocultó su rostro y lo escuchó cuando pidió auxilio» (Sal
22, 25). Poder contemplar el rostro de Dios es signo de
su amistad, de su cercanía, de su salvación. «Tú viste mi
aflicción y supiste que mi vida peligraba, […] me pusiste
en un lugar espacioso» (Sal 31, 8-9). Ofrecer al pobre un
“lugar espacioso” equivale a liberarlo de la “red del
cazador” (cf. Sal 91, 3), a alejarlo de la trampa tendida en
su camino, para que pueda caminar expedito y mirar la
vida con ojos serenos.
La salvación de Dios toma la forma de una mano
tendida hacia el pobre, que ofrece acogida, protege
y hace posible experimentar la amistad de la cual
se tiene necesidad. Es a partir de esta cercanía,
concreta y tangible, que comienza un genuino
itinerario de liberación: «Cada cristiano y cada
comunidad están llamados a ser instrumentos de
Dios para la liberación y promoción de los pobres,
de manera que puedan integrarse plenamente en la
sociedad; esto supone que seamos dóciles y
atentos para escuchar el clamor del pobre y
socorrerlo» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 187).
5. Me conmueve saber que muchos pobres se han
identificado con Bartimeo, del cual habla el
evangelista Marcos (cf. 10, 46-52). El ciego
Bartimeo «estaba sentado al borde del camino
pidiendo limosna» (v. 46), y habiendo escuchado
que pasaba Jesús «empezó a gritar» y a invocar el
«Hijo de David» para que tuviera piedad de él (cf. v.
47). «Muchos lo increpaban para que se callara.
Pero él gritaba más fuerte» (v. 48). El Hijo de Dios
escuchó su grito: «“¿Qué quieres que haga por ti?”.
El ciego le contestó: “Rabbunì, que recobre la
vista!”» (v. 51). Esta página del Evangelio hace
visible lo que el salmo anunciaba como promesa.
Bartimeo es un pobre que se encuentra privado de
capacidades básicas, como son la de ver y trabajar.
¡Cuántas sendas conducen también hoy a formas
de precariedad! La falta de medios básicos de
subsistencia, la marginación cuando ya no se goza
de la plena capacidad laboral, las diversas formas
de esclavitud social, a pesar de los progresos
realizados por la humanidad… Como Bartimeo,
¡cuántos pobres están hoy al borde del camino en
busca de un sentido para su condición! ¡Cuántos se
cuestionan sobre el porqué tuvieron que tocar el
fondo de este abismo y sobre el modo de salir de
él! Esperan que alguien se les acerque y les diga:
«Ánimo. Levántate, que te llama» (v. 49).
Lastimosamente a menudo se constata que, por el
contrario, las voces que se escuchan son las del
reproche y las que invitan a callar y a sufrir. Son
voces destempladas, con frecuencia determinadas
por una fobia hacia los pobres, considerados no
sólo como personas indigentes, sino también como
gente portadora de inseguridad, de inestabilidad, de
desorden para las rutinas cotidianas y, por lo tanto,
merecedores de rechazo y apartamiento. Se tiende
a crear distancia entre ellos y el proprio yo, sin
darse cuenta que así se produce el alejamiento del
Señor Jesús, quien no los rechaza sino que los
llama así y los consuela.
Con mucha pertinencia resuenan en este caso las
palabras del profeta sobre el estilo de vida del
creyente: «soltar las cadenas injustas, desatar los
lazos del yugo, dejar en libertad a los oprimidos y
romper todos los yugos; […] compartir tu pan con el
hambriento, […] albergar a los pobres sin techo,
[…] cubrir al que veas desnudo» (Is 58, 6-7). Este
modo de obrar permite que el pecado sea
perdonado (cf. 1Pe 4, 8), que la justicia recorra su
camino y que, cuando seremos nosotros lo que
gritaremos al Señor, Él entonces responderá y dirá:
¡Aquí estoy! (cf. Is 58, 9).
6. Los pobres son los primeros capacitados para
reconocer la presencia de Dios y dar testimonio de
su proximidad en sus vidas. Dios permanece fiel a
su promesa, e incluso en la oscuridad de la
opresiva condición de pobreza es necesario que
ellos perciban la presencia de los hermanos y
hermanas que se preocupan por ellos y que,
abriendo la puerta del corazón y de la vida, los
hacen sentir amigos y familiares. Sólo de esta
manera podremos «reconocer la fuerza salvífica de
sus vidas» y «ponerlos en el centro del camino de
la Iglesia» (Exhort. apost. Evangelii gaudium, 198).
En esta Jornada Mundial estamos invitados a hacer
concretas las palabras del Salmo: «los pobres
comerán hasta saciarse» (Sal 22, 27). Sabemos
que en el templo de Jerusalén, después del rito del
sacrificio, tenía lugar el banquete. En muchas
Diócesis, esta fue una experiencia que, el año
pasado, enriqueció la celebración de la primera
Jornada Mundial de los Pobres. Muchos
encontraron el calor de un una casa, la alegría de
una comida festiva y la solidaridad de cuantos
quisieron compartir la mesa de manera simple y
fraterna. Quisiera que también este año y en el
futuro esta Jornada fuera celebrada bajo el signo
de la alegría por redescubrir el valor de estar
juntos.
Orar juntos y compartir la comida el día domingo.
Una experiencia que nos devuelve a la primera
comunidad cristiana, que el evangelista Lucas
describe en toda su originalidad y simplicidad:
«Todos se reunían asiduamente para escuchar la
enseñanza de los Apóstoles y participar en la vida
común, en la fracción del pan y en las oraciones.
[…] Todos los creyentes se mantenían unidos y
ponían lo suyo en común: vendían sus propiedades
y sus bienes, y distribuían el dinero entre ellos,
según las necesidades de cada uno» (Hch 2, 42.
44-45).
7. Son innumerables las iniciativas que diariamente
emprende la comunidad cristiana para dar un signo
de cercanía y de alivio a las variadas formas de
pobreza que están ante nuestros ojos. A menudo la
colaboración con otras realidades, que no están
motivadas por la fe sino por la solidaridad humana,
hace posible brindar una ayuda que solos no
podríamos realizar. Reconocer que, en el inmenso
mundo de la pobreza, nuestra intervención es
también limitada, débil e insuficiente hace que
tendamos la mano a los demás, de modo que la
colaboración mutua pueda alcanzar el objetivo de
manera más eficaz.
Nos mueve la fe y el imperativo de la caridad, pero
sabemos reconocer otras formas de ayuda y
solidaridad que, en parte, se fijan los mismos
objetivos; siempre y cuando no descuidemos lo que
nos es propio, a saber, llevar a todos hacia Dios y a
la santidad. El diálogo entre las diversas
experiencias y la humildad en el prestar nuestra
colaboración, sin ningún tipo de protagonismo, es
una respuesta.

Frente a los pobres, no es cuestión de jugar a ver


quién tiene el primado de la intervención, sino que
podemos reconocer humildemente que es el
Espíritu quien suscita gestos que son un signo de
la respuesta y cercanía de Dios. Cuando
encontramos el modo para acercarnos a los
pobres, sabemos que el primado le corresponde a
Él, que ha abierto nuestros ojos y nuestro corazón
a la conversión. No es protagonismo lo que
necesitan los pobres, sino ese amor que sabe
esconderse y olvidar el bien realizado. Los
verdaderos protagonistas son el Señor y los
pobres. Quien se pone al servicio es instrumento en
las manos de Dios para hacer reconocer su
presencia y su salvación.

Lo recuerda San Pablo escribiendo a los cristianos


de Corinto, que competían ente ellos por los
carismas, en busca de los más prestigiosos: «El ojo
no puede decir a la mano: “No te necesito”, ni la
cabeza, a los pies: “No tengo necesidad de
ustedes”» (1Cor 12, 21). El Apóstol hace una
consideración importante al observar que los
miembros que parecen más débiles son los más
necesarios (cf. v. 22); y que «los que consideramos
menos decorosos son los que tratamos más
decorosamente. Así nuestros miembros menos
dignos son tratados con mayor respeto, ya que los
otros no necesitan ser tratados de esa manera»
(vv. 23-24). Mientras ofrece una enseñanza
fundamental sobre los carismas, Pablo también
educa a la comunidad en la actitud evangélica
respecto a los miembros más débiles y
necesitados.
Lejos de los discípulos de Cristo sentimientos de
desprecio o de pietismo hacia ellos; más bien están
llamados a honrarlos, a darles precedencia,
convencidos de que son una presencia real de
Jesús entre nosotros. «Cada vez que lo hicieron
con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron
conmigo» (Mt 25, 40).

8. Aquí se comprende cuánta distancia existe entre


nuestro modo de vivir y el del mundo, el cual elogia,
sigue e imita a quienes tienen poder riqueza,
mientras margina a los pobres, considerándolos un
desecho y una vergüenza.
Las palabras del Apóstol son una invitación a darle
plenitud evangélica a la solidaridad con los
miembros más débiles y menos capaces del cuerpo
de Cristo: «¿Un miembro sufre? Todos los demás
sufren con él. ¿Un miembro es enaltecido? Todos
los demás participan de su alegría» (1Cor 12, 26).
Del mismo modo, en la Carta a los Romanos nos
exhorta: «Alégrense con los que están alegres, y
lloren con los que lloran. Vivan en armonía unos
con otros, no quieran sobresalir, pónganse a la
altura de los más humildes» (12, 15-16). Esta es la
vocación del discípulo de Cristo; el ideal al cual
aspirar con constancia es asimilar cada vez más en
nosotros los «sentimientos de Cristo Jesús» (Flp 2,
5).
9. Una palabra de esperanza se convierte en el
epílogo natural al que conduce la fe. Con frecuencia
son precisamente los pobres los que ponen en crisis
nuestra indiferencia, hija de una visión de la vida en
exceso inmanente y atada al presente. El grito del
pobre es también un grito de esperanza con el que
manifiesta la certeza de ser liberado. La esperanza
fundada sobre el amor de Dios que no abandona a
quien en Él confía (cf. Rom 8, 31-39). Santa Teresa
de Ávila en su Camino de perfección escribía: «La
pobreza es un bien que encierra todos los bienes del
mundo. Es un señorío grande. Es señorear todos los
bienes del mundo a quien no le importan nada» (2, 5).
Es en la medida que seamos capaces de discernir el
verdadero bien que nos volveremos ricos ante Dios y
sabios ante nosotros mismos
y ante los demás. Así es: en la medida que se
logra dar el sentido justo y verdadero a la riqueza,
se crece en humanidad y se vuelve capaz de
compartir.

10. Invito a los hermanos obispos, a los sacerdotes


y en particular a los diáconos, a quienes se les
impuso las manos para el servicio de los pobres (cf.
Hch 6, 1-7), junto con las personas consagradas y
con tantos laicos y laicas que en las parroquias, en
las asociaciones y en los movimientos hacen
tangible la respuesta de la Iglesia al grito de los
pobres, a que vivan esta Jornada Mundial como un
momento privilegiado de nueva evangelización. Los
pobres nos evangelizan, ayudándonos a descubrir
cada día la belleza del Evangelio.
No echemos en saco roto esta oportunidad de
gracia. Sintámonos todos, en este día, deudores
con ellos, para que tendiendo recíprocamente las
manos, uno hacia otro, se realice el encuentro
salvífico que sostiene la fe, hace activa la caridad y
permite que la esperanza prosiga segura en el
camino hacia el Señor que viene.

Vaticano, 13 de junio de 2018


Memoria litúrgica de San Antonio de Padua

Francisco

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