Fenómenos Culturales e Identidad
Fenómenos Culturales e Identidad
Fenómenos Culturales e Identidad
Cultura es todo aquello que forma parte de la sociedad, es decir, sus tradiciones,
costumbres, creencias, religiones, valores, su calor humano y por supuesto su gente. No
existe si no se tiene una identidad, porque si nosotros como parte de la sociedad no
sabemos ni quiénes son nuestros antepasados, no tenemos identidad cultural ni histórica.
Para conocer cuál es la identidad cultural de El Salvador debemos conocer nuestras
tradiciones, el náhuatl, la música folclórica salvadoreña, las leyendas, creencias,
religiones, los platillos típicos, el ave y la flor nacional, el árbol nacional, los próceres
salvadoreños, la cultura maya y pipil, conocer los sitios arqueológicos, entre otros
aspectos. Para los salvadoreños también es identidad cultural ver los partidos de la selecta
o ir a cantar el himno a todo pulmón al estadio.
Conservar todo lo anterior sería tan fácil si todos nos uniéramos y trabajamos en eso en
realidad. Hoy en día, lastimosamente, se está perdiendo el factor más importante de
nuestra identidad cultural: la sociedad salvadoreña, ya se por falta de seguridad, empleo,
calidad de vida y tanta pelea entre las personas. El Salvador se ha caracterizado por el
trabajo en equipo, su unión, su calidez humana para recibir a los visitantes y por ser el
pulgarcito de América; tan pequeño, pero tan grande en cultura, naturaleza e historia.
El llamado es para que todos los salvadoreños nos unamos y conservemos cada uno de los
factores que forma nuestra identidad cultural, así como promoverla a nivel nacional e
internacional para que seamos nuevamente reconocidos por la identidad cultural y no por
lo negativo. Tenemos una riqueza cultural, natural e histórica que debemos cuidar y
proteger como parte de nuestra identidad.
Es la identidad cultural, natural e histórica la que nos hace diferentes, únicos en el mundo
y nos diferencia en Centroamérica. Todos somos parte de ella.
CULTURA DE EL SALVADOR
Se le denomina cultura a los conjuntos de saberes, creencias y pautas de conducta de un grupo
social, incluyendo los medios materiales que usan sus miembros para comunicarse entre sí y
resolver necesidades de todo tipo.
GASTRONOMÍA
CULTURA DEL MAÍZ; EL GRANO SAGRADO
La dieta básica del salvadoreño consistía hasta fechas recientes en «tortillas» (ruedas de masa de
maíz, de unos quince centímetros de diámetro y uno de ancho, cocidas sobre el comal), la sal y los
frijoles «parados» o frijoles sancochados. En la actualidad, la dieta se ha ampliado con arroz,
verduras y algunas carnes. Durante los cortes de café aún se suelen dar las chengas, tor
tillas mucho más grandes y gruesas que las anteriores, hechas de maíz muy oscuro o de maicillo
(gramínea de granos pequeños en haces), sobre las que se ponen frijoles y sal; algunas veces
también llevan queso y otro aditamento. Estos forman parte del «con qué» o acompañamiento de
las tortillas. Sería impensable una comida típica salvadoreña sin las famosas pupusas, tortillas
rellenas con queso, chicharrón molido o frijoles,arroz,las más comunes («revueltas» son las que
tienen más de un ingrediente). Otras, menos comunes, llevan chipilín (pequeñas hojas
comestibles), pepescas (pescaditos fritos), ayotes (especie de calabaza). El plato está completo
cuando a las pupusas se le echa «curtido», picadillo de repollo preparado en vinagre; se le suele
agregar rodajas de cebolla y zanahoria. Algunos curtidos son especialmente picantes, al gusto del
cliente. Ahora bien, las pupusas constituyen sólo uno de los muchísimos derivados del maíz. Este
cereal nativo americano sigue siendo el grano sagrado se lo prepara de múltiples maneras. A la
mazorca se le llama elote y se puede comer asada a las brasas, con limón y sal; cocida, se suele
preparar con mayonesa, queso y otros aditamentos: son los elotes locos que se venden en las ferias
populares, con un palito que atraviesa la mazorca para poder agarrarlo. Continúa el desfile de los
derivados del maíz con los tamales. Los clásicos son los de gallina y consisten en unos rectángulos
de masa de maíz de unos quince centímetros de largo por cinco de ancho envueltos en hojas de
huerta (plátano o guineo) y rellenos con carne de pollo; algunas veces, hasta con papas, ciruelas,
alcaparras, chile y recaudo (salsa). Los tamales se cuecen en peroles grandes. Los tamales de elote
son elaborados con una masa compacta de maíz tierno, aunque algunas veces se tornan blanditos
porque llevan leche. Se preparan en tusas (piel de la mazorca) y se comen acompañados con
crema. Un miembro poco común de la familia es el conocido como tamal de viaje, tamal pisque,
tamal de ceniza o nixtamal. Es mucho más grande que el de pollo y se supone que se preparaba
para comerlo durante el viaje en carreta o tren por varios días, aunque es común su preparación en
semana santa. Dada su sólida consistencia, el nixtamal se puede partir en pequeñas rodajas;
algunas veces lleva frijoles molidos en su interior.
BEBIDAS DE MAÍZ
En épocas prehispánicas se hacían los totopostes, bolas, bolas endurecidas de masa de maíz que
llevaban los campesinos cuando se trasladaban a trabajar en su milpa (cultivo del maíz); a la hora
del almuerzo sumergían los totopostes en agua y de esta manera se formaba una especie de sopa
fría, muy rica en calorías. En la actualidad, los totopostes son como panes de maíz, pero simples
(insípidos). Vienen luego la especie de atoles. El más conocido es el atol de elote, líquido pastoso
preparado a veces con leche; se suele acompañar con elotes cocidos o con riguas (tortas dulces de
maíz). El shuco es un atol de maíz oscuro al que se le agrega un poco de alhuashte (pasta a base de
semillas de ayote), unos cuantos frijoles y chile. El shuco suele venderse durante las madrugadas o
al atardecer. El chilate con nuégados consiste en un atol simple (insípido), que se sirve
tradicionalmente en un huacal (tazón grande) de morro, y que suele acompañarse con panecillos
de yuca bañados en miel (nuégados). La chicha es otra bebida derivada del maíz a la que se pone a
fermentar en vasijas que se entierran durante varias semanas. Dependiendo del tiempo que haya
estado bajo tierra, la chicha puede ser sólo un refresco algo dulce o bien una bebida con un alto
grado de alcohol. Por eso, y por fabricarse clandestinamente para no pagar impuestos, las
«sacaderas de chicha» fueron perseguidas. Hasta una policía especial, la policía de Hacienda,
recibió el mote de «La chichera» por especializarse en controlar los expendedores de la típica
bebida. Otra bebida de maíz es el tiste que se hace de maíz y cacao se puedo tomar fría o caliente.
ADOBOS DE AVE, DE FLOR, DE CERDO...
Otra ejemplo de la cocina popular salvadoreña es el gallo en chicha, plato singular en cuanto que
consiste en carne adobada con frutas y caldo de sabor dulce. Los panes con chumpe atraen
permanentemente la atención de los paladares salvadoreños; se los adoba con salsas y ensaladas, y
hay puestos de ventas que funcionan todo el año. Curiosa es la costumbre de comer la flor de
izote, una estructura de flores blancas que parece un arbolito de navidad. Con ellas se hace sopa,
se envuelve con huevo, y hasta las yemas y capullos son preparados en curtido para degustarlos
luego con bastante limón y sal. La yuca con chicharrones o con pepesca sigue siendo un platillo
bastante; se sirve tradicionalmente en hojas de huerta y consiste en trozos de yuca cocida,
acompañados de curtidos y chicharrones (gordura asada del cerdo) y/o pepesca (pescaditas de río).
BEBIDAS
Entre las bebidas más populares pueden citarse la horchata (hecha con semillas de Ayotesemillas
de morro/cutuco —pepitoria—, cebada, cacao y arroz; a veces se le agrega leche), la cual suele ir
acompañada con marquezote (pan dulce muy compacto) en fiestas infantiles o en rezos
(novenarios); el fresco de Chan (de semillitas carnosas), el de marañón, de mango, de tamarindo
(semillas ácidas de color café), de melón, de piña; el fresco de ensalada es muy singular porque
lleva picadillo de marañón, piña y otras frutas. A pocos les gustan ya los refrescos de Carao (frutas
que se da en largas vainas y que tiene un olor y sabor muy penetrantes) o de Achote (de color rojo
intenso y sabor algo urticante).Otra de los refrescos populares son"la chicha", una bebida natural
que se forma a partir de la fermentación de la fruta(chicha) dicha bebida pude ser fermentada
según la preferencia de cada quien, si se quiere normal o con poca fermentación esta se debe dejar
al menos una semana, también se puede dejar por dos semanas, pero con dos semanas de
fermentación esta pude llegar a ser una bebida alcohólica, aunque no tanto como la cerveza o los
licores de fábrica.
DULCES
El pan dulce es obligado cuando se toma el café del desayuno o de las cuatro de la tarde. Dentro
de la categoría de pan dulce entran: la semita (placas largas, rectangulares de harina, manzanas,
peras colocadas en canastitas o en cajas decoradas. Por tradición, hay familias que fabrican esta
clase de dulces, junto con otros como los dulces de leche, de toronja, conservas de coco, conservas
de papaya, coservas de nance etcétera. Las hay de estas familias en Santa Ana y en San Vicente,
ciudad especializada en los dulces de camote (tortitas o volcancitos hechos de azúcar y rellenos
con jalea de camote). En las ferias aparecen profusamente los dulces pintados, elaborados a base
de moldes con forma de hojas, flores y aún rostros y figuras humanas. Son de consistencia dura
pero quebradiza, de color blanco, y sobre ellos se trazan rayas de colores, recalcando los rasgos
del objetos representado. La canasta no estaría completa sin otros dulces comunes en las fiestas,
como los de tamarindo, de nance, de zapote. A todo ello hay que añadir la preparación casera que
aún se estila: mangos, jocotes e higos en miel; dulce de cáscara de naranja o de limón; dulce de
ayote o de chilacayote (otra especie de calabaza) y de sandía. En fin, uno puede acabar
empalagado si además prueba algunos postres caseros como el arroz con leche o el majar blanco
(dulce de leche, de consistencia pastosa, adornado con polvo de canela).
IDIOMA
En El Salvador el idioma oficial es el idioma castellano. La forma de hablar puede mezclar
palabras de origen indígena como en la gastronomía, ocasionando lo que son los diferentes
modismos o salvadoreños.[3] Una pequeña cantidad de la población habla idioma pipil, como en
Izalco y otros pueblos,[4] actualmente no toma la necesidad de aprenderlo, o sólo es recordada por
personas mayores. Entre las lenguas precolombinas están chorotega, cacaopera, idioma chortí,
idioma xinca, lenca, idioma pocomam.
LA TOPONIMIA PIPIL
Conviene comenzar por el nombre con el que asimismo se conoce al país: Cuscatlán. Algunos lo
traducen como «tierra de premios, tesoros o preseas», otros por «lugar junto a la joya».[5] Joya
por antonomasia era, para los pipiles, el jade, el chalchihuite. Debido a su color verde intenso,
también algunas lagunas eran consideradas joyas, de modo que Cuscatlán hace referencia a un
lugar ubicado cerca de un lago o de una laguna especialmente hermosa. Allí, junto a una laguna de
color verde jade y rodeada de vegetación exuberante, fundaron los pipiles la capital de su reino.
Otros nombres de raíz pipil especialmente significativos son: Cojutepeque (cerro de las pavas o
faisanes), Acelhuate (río de ninfas y lilas), Soyapango (lugar amurallado de palmeras),
Chalchuapa (laguna de los jades o chalchihuites), Guazapa (río del guas o halcón reidor), Apopa
(lugar de vapores de agua), Ususlután (tierra de ocelotes o tigrillos), Suchinango (lugar defendido
por flores), Zacamil (lugar sembrado de hiervas), Suchitoto (lugar del pájaro-flor)... Y así,
centenares y centerares de topónimos pipiles resuenan incluso debajo de la advocación de santos
cristianos: Santiago Texacuangos (Valle de altas piedras), San Juan Tepezontes (en lo estrecho del
cerro), San Pedro Masahuat (donde abundan los venados), San Pedro Nonualco (los de la lengua
extraña).[5] Los pipiles, lencas, pokomames, chortís, ulúas o apay que habitaron El Salvador
precolombino no fueron portadores ni representantes de una alta cultura.[5] Ocuparon más bien un
lugar periférico y marginal respecto de los grandes centros y metrópolis de Mesoamérica. Sin
embargo, esos hombres y mujeres sencillos lograron impregnar de color y poesía los cerros, ríos,
valles y quebradas por donde pasaban o en los que se establecían.
TOPÓNIMOS LENCAS, ULÚAS, APAY Y POKOMAMES
Algunos nombres procedentes de la toponimia lenca son los siguientes: Jocoaitique (cerro poblado
de mimbres), Guascatique (cerro de piedras y manantiales), Chilanguera (ciudad de las
nostalgias), Gualococti (cerro de palmeras y ríos). Los ulúas o kakawiras, por su parte, han dejado
los siguientes topónimos: Jocoro (bosque de los pinos orientales), Cacaopera (cerro de los cacaos),
Mililihua (vertiente de los zenzontles), Jucuarán (cerro de las hormigas guerreras), Carranpinga
(cerro de las flores de ilusión), Goascorán (cero de los sapos).[5] Los apay o chortís no se
quedaron atrás en eso de ponerle nombres hermosos a los lugares: Anguiatú (cerca del cerro de las
arañas, Güija (laguna rodeada de cerros), Poy (espanto o animal nocturno).[5] Finalmente, de los
pokomames ha quedado alguna toponimia: Pampe (lugar de flores de jardín).[5]
OTRAS PRESENCIAS INDÍGENAS EN LA LENGUA
Ahora bien, en El Salvador el sustrato indígena no se limitó a invadir el topónimo de la lengua.
También la botánica, la zoología y aun la vida cotidiana y doméstica quedaron desde entonces
enriquecidas.[5] Aparecieron para quedarse animales como el quetzal (ave de hermosísimo
plumaje), el tacuacín (zarigüella u opossum), la masacuata (culebra con cuernos como de venados,
culebra que come venaditos o culebra que corre como venado), el guas (halcón que se ríe), el
tecolote (búho de mala suerte), el tenguereche (lagarto o dragoncillo), la chachalaca (gallina
montesa muy alborotadora), la chiltota (oropéndola), el azacuán (halcón peregrino) y muchos
animales más.[5] Al idioma español le crecieron plantas y árboles de variadas características y
utilidades: el chilamate (árbol mezcla de chile y amate), el quequeishque (planta de hojas grandes
acorazonadas), el jiote (árbol que se despelleja), el amate (árbol de cuya corteza se hacía papel), el
achiote (árbol cuyo fruto produce un tinte rojo), el ṕashte (enredadera cuyo fruto es como una
esponja).[5] Se multiplicaron frutos a cual más sabroso: el zapote, el guayabo, el aguacate, la
zunza, el cacao, la guanaba, el güisquil, la jícama, el jocote, el ujushte, el chile, el cuchampere, el
ayote, el tomate y muchos otros dignos de figurar en una larguísima cornucopia.[5] En las casas y
vidas cotidianas de los salvadoreños más cercanos al campo o a la vida sencilla aún se hace uso de
objetos y productos raigambre indígena.[5] Así, el comal (laja redonda para cocer, sobre todo,
productos derivados del maíz), el metate (piedra para moler), el yagual (trapo enrollado sobre la
cabeza para sostener el canasto o cesta), el tapexco (armazón para guardar alimentos, utensilios o
ropa), el tecomate (calabaza en forma de pera grande para llevar agua), lo caites (sandalias
rústicas), el petate (estera para dormir), amén de los alimentos y productos para la cocina
conocidos por todos los salvadoreños.[5] Curioso es el repertorio de nahualismos que comienzan
con «ch» o «sh» usados por todos los salvadoreños indistintamente:[5] chirimol (picadillo de
tomate y cebolla para echarle a la carne asada), chingaste (residuos del polvo de café ya cocido),
shuco (atol de maíz oscuro), chipuste (pedazo pequeño de excremento), chindondo (inflamación
debida a golpe), chiche (pecho femenino), chagüiste (lodazal), chilate (atol, insípido o simple),
etcétera. Y siempre en lo referente al español que se habla en El Salvador, es de notar el uso de
arcaísmos de las gentes del campo:[5] «Aloye» por ¿oye?, «agora» por ahora, «lo vide» por lo vi,
«fierro» por hierro, «alzar» por guardar, «apiar» por bajar. Ciertas palabras son, por los demás, tan
típicas de la jerga salvadoreña que prácticamente funcionan como señas de identidad.
Dondequiera que se oigan, ahí está un salvadoreño.[5] La lista es larga, por lo que a continuación
se citan las más típicas.[5] Palabras para designar a un niño «cipote», «bicho», «mono». Aunque
ahora se oyen también palabras de origen mexicano (chavo, chamaco), también sigue
escuchándose «chero» para referirse al amigo o a cualquier persona que se mencione. «Maishtro»
(maestro) es un apelativo para referirse a determinado señor o para llamar la atención de alguien
que no se conoce. «Bayunco» es aquel que se viste o comporta con mal gusto. «Chabelear» parece
ser el verbo preferido de los salvadoreños porque en él se indican todas aquellas operaciones
destinadas a fabricar imitaciones o reconstrucciones de objetos originalmente provenientes del
exterior.
DANZA
Son los bailes populares que cumplen una función social, uno de los bailes más conocidos es el
"Torito Pinto". También se encuentran "El carnaval de San Miguel", "Adentro Cojutepeque",
"Ahuachapan", "El Carbonero"... Que son de los más populares. También existen otros tales
como: "Las Cortadoras", "Las Floreras del Boquerón", entre otros. Estos bailes en cierta forma
comprenden gran parte de la cultura salvadoreña. Se utiliza la vestimenta tradicional, y pueden
representar diferentes sucesos históricos o actividades rurales, como agricultura, ganadería, son
bailados por varias parejas. Pueden tener diferente coreografía dependiendo de lo que se va a
representar, acompañados con música tradicional. Se suelen celebrar en distintas fechas y en
diferentes lugares.[6] la clasificación de estas danzas es: Autóctonas y Tradicionales.
LITERATURA
Los escritores Francisco Gavidia (1863–1955), Alberto Masferrer, Salvador Salazar Arrué,
Claudia Lars, Alfredo Espino y Manlio Argueta, y el poeta Roque Dalton están entre los artistas
más importantes que provienen de El Salvador.
Y naturalmente las comidas como pupusas u otros cosas son como una de las principales
características del país Salvadoreño, por ejemplo:
-la Danza, la literatura, música, pinturas, etcetera.
La literatura salvadoreña es la acaecida a partir de la segunda mitad del siglo XIX. Con
anterioridad a esa fecha, el actual territorio salvadoreño formaba parte de otras entidades políticas,
razón por la que carece de sentido hablar de una identidad propia que aspirara a expresarse
literariamente. No fue sino a partir del triunfo liberal que una élite de intelectuales asumió la
función de la conciencia nacional y, con ello, fundó el espacio de una cultura nacional donde la
literatura tendrá u La literatura durante la colonia
En los siglos correspondientes a la colonia hubo un florecimiento literario considerable en la
metrópoli ibérica; reflejo de lo cual, también en las posesiones americanas se verificó un notable
cultivo de las artes, especialmente la arquitectura, la plástica y la música. Existieron, empero,
obstáculos importantes para un despunte comparable en la literatura. Entre ellos resaltaba el celo
con que la autoridad religiosa controlaba las vidas de sus feligreses recién convertidos al
cristianismo. El cultivo de la palabra debía estar al servicio de la fe y bajo el cuidadoso escrutinio
de sus guardianes. A pesar de ello tuvo lugar una vida literaria secular de importancia en las cortes
virreinales de México y Lima. Esta literatura cortesana tendía a reproducir de forma mimética los
cánones metropolitanos, aunque ocasionalmente nutría una voz original y memorable como la de
sor Juana Inés de la Cruz, la poeta mexicana.
El territorio salvadoreño se encontraba lejos de los centros de cultura. Se puede conjeturar que la
literatura habría gozado de adeptos entre reducidos círculos de criollos cultos, pero de ello apenas
existe evidencia, y cuando la hay, confirma que su cultivo tuvo un carácter esporádico, efímero y
hasta accidental. Ejemplo de los últimos es el caso del andaluz Juan de Mestanza, quien ocupó la
Alcaldía Mayor de Sonsonate entre 1585 y 1589, mencionado en "El Viaje al Parnaso" de Miguel
de Cervantes.1 Las investigaciones de Pedro Escalante Arce y Carlos Velis revelan que en los
años de la Colonia hubo una considerable actividad teatral, parte central del entretenimiento
popular en las festividades de los asentamientos de regular importancia. Durante estas fiestas se
representaban piezas de tema religioso o comedias de propósito educativo, aunque de vez en
cuando se representase la creación del origen americano según las versiones indígenas.
Algunos de los escritores salvadoreños fueron:
MÚSICA Y BAILES
Está la música autóctona y la música popular. El Xuc (se pronuncia Suc), conocida también como
la Música folklorica de salvadoreña, es un baile típico de El Salvador, que fue creado por Paquito
Palaviccini en compañía de Hugo Parrales, en Cojutepeque ubicado en el departamento de
Cuscatlán en 1942, este ritmo nació con la famosa canción salvadoreña “Adentro Cojutepeque”, y
fue compuesta en honor a las fiestas de la caña de azúcar.
PINTURA
Se considera que la pintura comenzó con el autor Francisco Wenceslao Cisneros. En esa época era
un tiempo de diferentes fenómenos, como terremotos o de cáracter social como el neoliberalismo.
Juan Cisneros (como el padre de Francisco) participó en una reunión presidida por José Matías
Delgado en la que se firmó un acta protestando contra de la anexión de Centroamérica al Imperio
Mexicano.[7] De todos esos sucesos, este pintor se mueva a Francia, con diferentes sufrimientos
que ha tenido en la vida y su porvenir[8]
ARTESANÍAS
TRABAJOS EN BARRO
Una artesanía salvadoreña son las sorpresas. Bajo tapaderas que simulan frutas, huevos o gallinas
(de unos cinco centímetros de alto por tres de ancho) se esconden muñecos de barro en miniatura
que representan vendedoras de telas, frutas, de tortillas, de shuco, de pupusas, parejas casándose,
nacimientos y hasta «picardías» de temas eróticos. Ha habido familias en Ilobasco especializadas
en la fabricación de sorpresas realmente exquisitas. Lástima que la desaparición de los ancianos de
la familia (caso de doña Dominga Herrera) y la urgencia de hacer grandes cantidades de sorpresas
derivara en un descenso generalizado de su calidad artística. Siempre dentro del género de trabajo
de barro hay quienes se dedican a la fabricación de comales, ollas, cántaros, los cuales cumplen
primariamente con la labor práctica (como es en su origen todo arte popular): sirven para cocinar
o para guardar alimentos y bebidas en las casas de campesinos o de gentes sencillas, pero
secundariamente pueden ser comercializadas como adornos exóticos o típicos para las casas de
salvadoreños de las clases media o alta. Es el caso de la cerámica de Guatajiagua, en el
departamento de Morazán: desde hace unos pocos años se ha puesto de moda los comales, tarros y
ollas enormes de color negro azabache para decorar la cocina o el salón del comedor de alguna
casa elegante.
TALLADO DE MADERA
En La Palma, departamento de Chalatenango, además del barro para elaborar jarros y animalitos
de todo tipo, desde hace un tiempo se trabaja también la madera en talleres artesanales que hacen
toda clase de adornos: cofrecitos, cuelga-llaves, servilleteros, nacimientos... También trabajan la
semilla de copinol (de unos dos centímetros de largo por uno de ancho), sobre la que se pintan
escenas religiosas o campestres. El hecho es que proyectos artesanales como el de La Semilla de
Dios, iniciado por Fernando Llort, han dado a conocer las artesanías de la región a escala
internacional. Por lo que respecta a la madera, también hay que señalar la existencia de lugares
donde se fabrican imágenes para las iglesias. Tradición que viene desde la época colonial, aún
ahora encuentra continuadores: cristos e imágenes de santos se elaboran por encargo en Izalco,
Sonsonate y Ataco, departamento de Ahuchapán. También las máscaras para historiantes se
elaboran en esos talleres de larga tradición. Los cayucos o lanchas son típicos de zonas lacustres o
costeras, como en Puerto El Triunfo, departamento de Usulután; se hacen del tronco del árbol de
conacaste e implican una larga y paciente labor de tallado.
TEJIDOS Y CESTERÍA
Respecto a los tejidos merecen destacarse los de hilo y los de fibra. Entre los primeros debe
distinguirse entre tejidos elaborados con el telar de cintura y los hechos con el telar de palanca. El
de cintura es de neta procedencia indígena; manipulado por las mujeres servía y sirve aún para
elaborar superficies más bien estrechas: tapados (mantas pequeñas para cubrirse la cabeza) y fajas
delgadas para atarse a la cintura. Todavía en Panchimalco, departamento de San Salvador, queda
alguna tradición en ese sentido. El telar de palanca fue introducido por los europeos y sirve para
hacer tejidos más anchos, como las colchas que se fabrican en San Sebastián, departamento de San
Vicente, o como las hamacas (de nailon, henequén o algodón) salidas de talleres de Cacaopera,
departamento de Morazán. Lo tejidos de fibra comprenden muchos productos y objetos. Los
sombreros se hacen de palma y presentan gran variedad de formas y colores. La fabricación del
sombrero sigue siendo importante porque esa prenda es parte indispensable del atuendo
campesino; el sombrero sirve para librarse del sol y de la lluvia, y hasta de «contra» para los
malos espíritus. En Tenancingo, departamento de Cuscatlán, hay familias especializadas en su
elaboración. Las escobas se fabrican con fibra de sorgo. Candelaria de la Frontera, en el
departamento de Santa Ana, es un lugar con vocación de ayudar en la limpieza de los hogares
salvadoreños y aun guatemaltecos, ya que de ahí parte una regular cantidad de escobas. Las
tombillas de barril y las tombillas cuadradas están hechas a base de vara de bambú y de carrizo y
tiene múltiples usos, pues al ser como barriles de casi un metro de alto y unos sesenta centímetros
de ancho, sirven para guardar ropa, juguetes y hasta papeles. Nahuizalco, en el departamento de
Sonsonate, se caracteriza, entre otras cosas, por sus tombillas. Los canastos son cestos grandes
hechos con vara de castilla o de bambú. Tiene múltiples usos: desde portadores de fruta y verduras
hasta acompañantes obligados para los cortadores y cortadoras, quienes se afanan en llenarlos
hasta el tope, con los granos rojos y mieludos del café. En Zacatecoluca, departamento de La Paz,
se fabrican canastos baratos y resistentes. El mimbre se utiliza también en la fabricación de
canastas, paneras y adornos en forma e animales. Con mimbre se hacen asimismo unos muebles
muy elegantes en Nauhizalco, departamento de Sonsonate. Termina el recorrido por los tejidos de
fibra con la mención de los petates (esteras) y las alfombras a base de fibra de yute. De la fibra de
henequén salen redes y costales o sacos que sirven para transportar cerámica, frutas y granos.
Objetos de metal y otros tipos de materiales
El hierro y otros metales sirven para la fabricación de armas y adornos. El corvo o machete largo y
delgado ha sido otro amigo y compañero fiel del campesino salvadoreño. Hecho de hierro y
profusamente decorado, tanto en la parte metálica como en la vaina, es ahora un souvenir muy
codiciado en El Salvador. Sin embargo la historia del corvo está teñida también de sangre, y
todavía se recuerda los «indios machetudos» que intentaron botar al gobierno en 1932, o a los
«macheteros» que resolvían sus querellas de juego de azar volándole la cabeza al oponente. La
cuma (machete corto, ancho y de punta curvada) sirve para cortar zacate y grama; más que un
arma es un instrumento de labranza que se ha llevado consigo los campesinos que llegan buscando
suerte a las ciudades. Corvos y cumas se fabrican a escala industrial en fábricas especializadas y
casi muy poco tiene que ver ya con las verdaderas artesanías. Con hierro se elaboran candelabros,
lámparas y balcones en talleres que conservan aún el sabor artesanal. Pero el trabajo que ha
captado la atención de nacionales y extranjeros por su originalidad ha sido la forja de la chatarra o
fibras metálicas de desecho. Del morro se hacen cucharas, cucharones y guacales. Santiago de
María, en el departamento de Usulután, se pinta para eso. Aunque en cuanto al morro pintado,
propiamente, queda algún lugar que otros taller en Izalco, departamento de Sonsonate. Todavía
salen de ahí maracas y animalitos como tuncos de monte, recordándonos que esa tradición
artesanal viene desde épocas precolombinas. En San Alejo, departamento de La Unión, se fabrican
metales o piedras de moles, las formas de esos implementos caseros muy poco han cambiado
desde las remotas épocas en que se habitó Joya de Cerén, en el departamento de La Libertad.
Flores de papel, puros (tabaco) y toda la gama de dulces y aún comidas constituyen la expresión
de un pueblo diestro en manejar las manos, hábil para hacer cualquier «tontera»: un muñeco o un
adorno bonito.
IDENTIDAD CULTURAL
Según cita Gregorio Bello Suazo, la noción de identidad tiene que considerar los siguientes
elementos: es un sistema de relaciones y representaciones, un proceso dinámico y cambiante que
se elabora en el marco de un conjunto de relaciones que se establecen, históricamente, entre
individuos y entre grupos sociales. Es un proceso de construcción en el que se asimilan y desechan
símbolos y valores. También al hablar de “Identidad” debemos tener en cuenta determinadas
referencias históricas que contribuyen a conformar tal o cual identidad, pues tampoco se puede
hablar de la “Identidad” o de una identidad, sobre todo en los países como El Salvador, que
evidencia enormes diferencias sociales, económicas y culturales. Más bien se trata de identidades,
de múltiples identidades, pues los miembros de una sociedad eligen libremente sus símbolos, sus
gustos, sus creencias, etc., es decir, aquellas referencias con las que se identifican. Plantearse la
formación de una identidad, por ejemplo, la salvadoreñidad, significa como la homogeneidad de la
cultura que plantea la globalización.
Al hablar de la identidad cultural latinoamericana y salvadoreña representa una verdadera
polémica por las diferentes interpretaciones que se han producido. Se tiene para el caso, desde los
que afirman que no hay una verdadera identidad latinoamericana, pasando por los que se adhieren
a ciertos rasgos identitarios del ser latinoamericano, hasta los que consideran que si hay una
“Identidad Latinoamericana”. La primera perspectiva se puede objetar a partir del hecho de que la
persona latinoamericana y salvadoreña tienen rasgos culturales, físicos, históricos, sociales,
políticos que han sido afines en el devenir histórico de la región. Sin olvidar, las particularidades y
peculiaridades de cada país, surgidas de su propia conformación histórica, social y cultural.
Se considera que hay cierta identidad latinoamericana y salvadoreña, porque basta con realizar
una retrospección histórica para refutar a los que niegan este planteamiento. Hay muchos
antecedentes históricos que son comunes a la mayoría de los países latinoamericanos: la conquista
y colonización por los españoles y portugueses (Brasil), el hecho de que se hable un mismo
idioma, que se tenga una misma religión con sus diversas corrientes; iguales problemas sociales,
políticos, económicos y culturales. La herencia del mestizaje, sus atavismos y taras socioculturales
en su mayoría producto del cruce entre «indio-español», y en los países donde hay fuerte
presencia de población negra, las diversas mezclas raciales.
Pese a lo antes dicho, tampoco se considera que haya una “Identidad Latinoamericana” en el
sentido escrito, ya que en el devenir histórico de cada país hay acontecimientos particulares que
configuraron su propia historia e identidad nacionales. Para el caso, se tiene que en Centroamérica
(Guatemala y El Salvador), México, Argentina y Chile, la población negra es casi nula. Situación
que difiere en el resto de los países donde hay fuerte población de origen africano. También está el
caso de los países donde hay una gran presencia de población indígena, no aculturada y mezclada
drásticamente: Guatemala, México, Ecuador, Perú, Bolivia, Paraguay. Igualmente, están las
naciones latinoamericanas en donde la población indígena es menor: Argentina, Uruguay, El
Salvador, etc. Asimismo, se tiene el caso de Argentina, Uruguay, Brasil e inclusive Chile, países
que han tenido fuertes olas migratorias de Europa.
Las anteriores situaciones y otras, hacen considerar que dentro de la región latinoamericana existe
una diversidad cultural, multiétnica, y cierta homogeneidad cultural, por lo que se ha hablado de
subregiones culturales al interior de América Latina. Así, según el mexicano Leopoldo Zea, se
tienen “Seis Zonas Geo-Culturales”: Cuenca de La Plata, Brasil, Centroamérica, México, Países
Andinos y el Caribe.
En el ámbito de América Latina el debate sobre la Identidad Cultural ha sido tema de muchas
polémicas e interpretaciones. Para Enrique Gomáriz Moraga, son cuatro los planteamientos que
han tenido mayor aceptación en cuanto a la explicación de esta situación:
a) La Identidad referida al origen remoto. Al establecer la identidad latinoamericana sobre esta
base, este tipo de aproximaciones adoptan generalmente tres versiones: la indigenista, la
hispanista y la mestiza temprana;
b) La identidad nunca constituida, trunca o muy débil: América Latina no tendría una identidad
cultural desarrollada, porque tal identidad nunca llegó a constituirse, o porque su proceso de
desarrollo quedo trunco, bien porque es constitutivamente débil o porque evoluciona en un estado
de crisis continua. La identidad cultural latinoamericana nunca se formó o quedo trunca porque se
abandonó la fuente fundamental de identidad: indígena o hispana;
c) La Identidad dividida o muy heterogénea: la disfuncionalidad o la pérdida de foco de la
identidad cultural tiene en América Latina una larga historia, que va de la identidad escindida
«dividida», hasta las visiones que se circunscriben en el énfasis de la heterogeneidad. Por un lado,
se tiene que Latinoamérica siempre ha tenido una cultura dominante frente a la dominada
«español–indígena» y «Europa/EE.UU.–Latinoamérica». Asimismo, la concepción de la
diversidad cultural o heterogeneidad tiene dos fuentes principales: la multiculturalidad procedente
de la multietnicidad constituida históricamente, y la surgida de las formas modernas de
segmentación y organización de la cultura en sociedades contemporáneas;
d) Una identidad marcada por un rasgo dominante: la negación del otro. Dicha dialéctica se haya
enraizada largamente en la historia de la región, comienza con el momento del descubrimiento, se
prolonga con la conquista, la evangelización y la colonización, y no cede con la transición hacia
los Estados republicanos ni tampoco en las dinámicas discontinuas de modernización
experimentadas en la región. La dialéctica de la negación del otro tiene su fundamento en la
negación cultural: de la mujer, del indio, el negro, el mestizo, el campesino, el marginal urbano,
etc.
Dado que al pretender analizar la “Identidad Sociocultural Salvadoreña”, resulta muy apropiado
hacer una breve alusión a la debatida “Identidad Cultural Latinoamericana”, para tener un marco
de referencia sobre la particular cultura y desarrollo histórico que ha permitido la configuración de
un ser salvadoreño y de ciertos rasgos culturales nacionales. Hay varios trabajos que han tratado
de explicar lo que significa ser salvadoreño, desde apologías chauvinistas etnocéntricas y líricas,
hasta estudios serios de marcada inspiración científica.
Como ya se indicó que la construcción de la identidad cultural, es ante todo un producto histórico–
social, por lo que hablar de identidad salvadoreña a finales de siglo XX y principios del XXI, es
muy diferente a la que poseían las personas salvadoreñas de tiempos pasados, sin que esto
signifique que no haya elementos comunes entre ambos, ya que cierto es que la cultura material es
más fácil de cambiar, pero no así, la cultura inmaterial que tiende a permanecer y perdurar más
que la primera.
Por lo tanto, ¿Qué significa ser salvadoreño(a) a finales del siglo XX e inicios del XXI? Los
procesos y sucesos nacionales e internacionales han contribuido a la configuración y
transformación de esa “Identidad Sociocultural Salvadoreña”. La pasada Guerra Civil, los
Acuerdos de Paz, la migración a Estados Unidos, las urbanizaciones, la globalización y sus
diferentes dimensiones, son situaciones que han contribuido a la conformación de la actual y
futura salvadoreñidad.
Ya quedó atrás el salvadoreño de las composiciones líricas aldeanas, inmerso en un ámbito
netamente campestre o si se quiere del mundo tradicional, rodeado de mitos y tradiciones de
marcada influencia rural. Ahora, es un “nuevo salvadoreño” dentro de otro contexto político,
económico, social, tecnológico, geográfico y cultural. Si bien es cierto que el mundo rural no ha
desaparecido, ha perdido relevancia y espacio territorial y cultural ante lo urbano y moderno.
Es evidente que la “Cultura Material” en la que vive el salvadoreño actual, es marcadamente
diferente a la de sus predecesores. Pero, la duda surge sobre la “Cultura Inmaterial” de hoy día, si
es diametralmente distinta a la de tiempos pretéritos o si hay vestigios culturales que indiquen que
el salvadoreño de antes es un tanto similar al del presente.
En esta perspectiva, se debe considerar a la persona salvadoreña de ahora con su propia identidad,
pero no se excluyen ciertos rasgos culturales que le han sido heredados de sus antepasados.
Muchos científicos sociales nacionales plantean que la persona salvadoreña contemporánea posee
una “Identidad Cultural Débil o Frágil”, lo que ha permitido que la cultura nacional sea muy
permeable ante otras culturas foráneas. Esta situación puede explicar la tendencia del salvadoreño
a la transculturación y desculturación. En esta misma línea, se puede explicar por qué la persona
salvadoreña es fácil presa de las modas externas, de su adopción a la cultura estadounidense, de su
fácil adhesión a ideologías externas, llámense Liberalismo, Neoliberalismo e inclusive Socialismo.
La frágil identidad salvadoreña puede explicarse desde diversos orígenes y enfoques: históricos,
sociales, culturales, psicológicos (bio-psicológicos), etc. Una interpretación de entre muchas
puede ser la siguiente: como se evidencia que la población actual de El Salvador es sobre todo
mestiza, producto del cruce entre indígena-español y mestizo-mestizo, la población indígena es
mínima salvo en algunas comunidades que se encuentran diseminadas en el territorio nacional y
que poseen cierto número significativo de naturales: Panchimalco, Santo Domingo de Guzmán,
Cacaopera, Nahulingo, Guaymango, Ataco, Tacuba y por supuesto Nahuizalco e Izalco. La
restante población indígena se encuentra inmersa en la sociedad salvadoreña, la gran mayoría
“aculturada” y “ladinizada” culturalmente, por lo que El Salvador es una nación mestiza, racial y
mentalmente, cultural y emocionalmente.
La ambigua “Identidad Salvadoreña” se explica a partir del fenómeno biológico, psicológico,
social y cultural del “mestizaje”. La raza nueva, surgida de las dos vertientes, indígena y español,
es difícil de comprender, ya que se establece que el mestizaje conlleva estigmas, ansiedades y
atavismos que pesan, el mestizo no se siente indígena pero tampoco español, aunque por razones
histórico-sociales busca identificarse con las segundos.
Como manifiesta Francisco Andrés Escobar, el mestizaje es un hecho biológico, psicológico,
social y cultural. El mestizo, como nuevo ente humano cuya filogénesis contiene tantos hilos, de
tantas sangres «indígena, español, negro, judío, musulmán», en el turbio aluvión de su naturaleza.
En su densidad más radical y última, subyacen los contenidos de los inconscientes colectivos
fusionados, contenidos que se van expresando en los sueños, en el arte, en la liturgia, en las
utopías y en tantas otras zonas de formalización, donde la realidad de lo uno a partir de lo
múltiple, se expresa cotidianamente. Si en los turbios hilos de su sangre el mestizo contiene los
cromosomas de su pasado americano, español, judío, musulmán y negroide, en su psiquismo lleva
también los contenidos inconscientes de sus antepasados. Por eso el pensamiento, la conducta y
las diversas formalizaciones con que se expresa el mestizo resultan desconcertantes, alucinantes:
son síntesis de una enorme pluralidad antigua en una unidad nueva.
La cultura es la totalidad de las formas, los modelos o los patrones, explícitos o implícitos, a
través de los cuales una sociedad regula el comportamiento de las personas que la conforman.
Incluye costumbres, prácticas, códigos, reglas, vestimenta, religión, rituales, normas de
comportamiento y creencias. La cultura nos hace humanos, racionales, críticos y éticamente
comprometidos, efectuar opciones, expresarnos, ser concientes, autocuestionarnos, resignificar y
crear obras trascendentes. Las culturas comprenden subculturas diversas en respuesta a los
intereses, códigos, normas y rituales que comparten ciertos grupos dentro de ella.
La Identidad Cultural, es el conjunto de valores, tradiciones, símbolos, creencias y modos de
comportamiento que cohesionan a un grupo social y que actúan como sustrato para que los
individuos que lo forman puedan fundamentar su sentimiento de pertenencia.
En Latinoamérica la identidad cultural se inició histórica–socialmente desde la conquista y
colonización por los españoles y portugueses, se comparte la religión, los problemas sociales,
políticos, económicos y culturales. La población actual de El Salvador resulta del cruce entre
indígenas y españoles, la población indígena se concentra en Panchimalco, Santo Domingo de
Guzmán, Cacaopera, Nahulingo, Guaymango, Ataco, Tacuba, Nahuizalco e Izalco. Pese a la
marginación y las diferencias de clase, grupo, género, etc., hay rasgos socioculturales compartidos
por los diferentes sectores sociales, económicos, regionales, etc., que se constituyen en la
“Identidad Sociocultural Salvadoreña”, “Salvadoreñidad” o “Identidad Nacional”.
El filósofo salvadoreño José Humberto Velásquez plantea dos rasgos culturales de la persona
salvadoreña: a) La Imprevisión o “Atenimiento”. b) El Machismo. El sociólogo, Segundo Montes,
agrega el “Compadrazgo”. El psicólogo Ignacio Martín Baró, plantea cuatro rasgos psico-
socioculturales del salvadoreño y cuatro femeninos: a) genitalidad; b) agresividad; c) El
“Valeverguismo”; d) “Guadalupismo” (devoción a la Virgen y a la madre). A la mujer le adjudica
el “Hembrismo”, con estos estereotipos: a) Enclaustramiento, b) virginidad. c) Servir al macho y a
sus hijos. d) Sensibilidad Emocional y Religiosidad. Otros autores incluyen: adaptabilidad,
ubicuidad, autodescalificación por su pasado racial, impulsivo, veleidoso, multifacético, tendencia
a migrar, politización, nepotismo, su “Identidad Cultural” es frágil, ambigua, confusa e incierta,
no se siente indígena ni español y tiende al “malinchismo cultural”.
El patrimonio cultural está constituido por los bienes y valores culturales que expresan la
identidad de un pueblo, tales como la tradición, las costumbres y los hábitos, así como el conjunto
de bienes inmateriales y materiales, muebles e inmuebles, que poseen un especial interés histórico,
artístico, plástico, arquitectónico, urbano, arqueológico, ambiental, lingüístico, musical,
audiovisual, científico, documental, literario, museológico, antropológico y las manifestaciones,
los productos y las representaciones de la cultura popular.
enculturación es el proceso en el que el ser humano, desde la niñez, se culturiza.
Aculturación es el resultado de un proceso en el cual una persona o un grupo de ellas adquiere una
nueva cultura (o aspectos de la misma), generalmente a expensas de la cultura propia y de forma
involuntaria. Una de las causas externas tradicionales ha sido la colonización. En la aculturación
intervienen diferentes niveles de destrucción, supervivencia, dominación, resistencia,
modificación y adaptación de las culturas nativas tras el contacto intercultural.
Trasplante, es un fenómeno folklórico que es trasladado de su ámbito geográfico y cultural por sus
portadores y protagonistas, a otros ambientes, por lo general urbanos, donde es cultivada en forma
personal o en el seno de círculos familiares, de amigos, de compatriotas, perdiendo alguno de sus
rasgos originarios. El trasplante está desarticulado del nuevo destino, puesto que una nueva
geografía obliga a adaptarse a nuevos materiales, ritmos, gustos.
Proyección folclórica, es la expresión de fenómenos folklóricos producida fuera de su ámbito
natural y cultural, por personas que se inspiran en la realidad folklórica, para un público
generalmente urbano, al cual se transmiten por medios técnicos e institucionalizados,
manifestándose en la creación artística (literatura, música, danza, artes plásticas, teatro, cine,
televisión, etc.), en la industria cultural (tejeduría, cestería, platería, etc), en la moda, la enseñanza,
etc. Ejemplos: danzas de proyección folclórica; “El Carbonero” de Pancho Lara.
El folclore puede contener elementos religiosos, mitológicos, prácticos y esotéricos. La mitología
y el folclore sirven para clasificar los relatos figurativos que no se corresponden con la estructura
de creencias dominante. Según Jung, las historias populares pueden surgir de una tradición
religiosa y corresponder a patrones psicológicos inconscientes, instintos o arquetipos mentales.
El folclore está muerto si corresponde a una cultura extinta. Es moribundo si sólo los ancianos del
grupo lo conservan, está vivo si se practica en la vida cotidiana en su cultura de origen y es
naciente, si hay rasgos culturales recientes, que se convertirán en tradicionales.
La globalización es un proceso mundial complejo en lo económico, social, polí-tico, jurídico,
ecológico, tecnológico y cultural. Se erosionan las culturas populares, provocando una
“amalgama cultural” o “aleación cultural”. Hoy se evidencia una crisis de identidad en las
instituciones: familiares, laborales, educativas, religiosas, etc., hay cesantía, delincuencia,
inseguridad, angustia, incertidumbre, pesimismo, escepticismo, individualismo, desilusión,
fugacidad e inmediatez. El sujeto actual se identifica por lo que consume, no cree en las
instituciones y rechaza las normas, vive el día sin tabúes y no se considera parte de un grupo ni
actor de su vida. Los valores, pautas de consumo, estilo de vida extranjeros son asimilados por
las/los salvadoreños/as migrantes e influyen en sus parientes en El Salvador. La conciencia de una
identidad común dentro de una cultura o práctica cultural implica que existe un impulso hacia la
preservación de esta identidad, contra la otredad, contra otras culturas, ese impulso debe ser
aprovechado desde las instituciones: la familia, los centros educativos e involucrar a los medios de
comunicación. La utopía denuncia el carácter distorsionador y encubridor de las ideologías
triunfantes. Una sociedad no se mantiene sin normas, ni sin un discurso unificador. Sólo el sujeto
que tiene identidad cultural reconoce la unidad de su relato biográfico, su responsabilidad moral,
se respeta a si mismo y apoya a su comunidad.
1. EL CONCEPTO DE GLOBALIZACIÓN
La mayor parte de los estudios acerca de la globalización se inician reconociendo el carácter
impreciso e indefinido del término. Una especie de comodín que se emplea sin demasiado rigor
científico. En palabras de Beck es "la palabra (...) peor empleada, menos definida, probablemente
la menos comprendida, la más nebulosa y políticamente la más eficaz de los últimos –y sin duda
también de los próximos– años".3
Una buena aproximación al universo conceptual que el término designa puede ser distinguir entre
globalismo, por una parte, y globalización y globalidad, por la otra.
Beck define globalismo como "(...) la concepción según la cual el mercado mundial desaloja o
sustituye al quehacer político; es decir, la ideología del dominio del mercado mundial o la
ideología del liberalismo".
Por su parte, el término globalización alude a "los procesos en virtud de los cuales los Estados
nacionales soberanos se entremezclan e imbrican mediante actores transnacionales y sus
respectivas probabilidades de poder, orientaciones, identidades y entramados varios".Mientras la
globalización es un fenómeno (empírico) que sucede en nuestro mundo en el plano económico,
político, cultural y social; el globalismo es la ideología de la globalización, según la cual todos los
problemas pueden resolverse con el mercado global (neoliberalismo).
La globalidad supone que vivimos en una sociedad mundial, en la que no hay espacios cerrados y
ningún grupo ni país puede vivir al margen de los demás. La globalidad es, pues,
pluridimensional, afecta a los planos social, político, cultural, económico, ecológico. Sólo con una
comprensión de cada dimensión, y de las interrelaciones entre ellas "se puede acabar con el
hechizo despolitizador del globalismo"6. El carácter irreversible de la globalidad es lo que
diferencia la primera de la segunda modernidad, en opinión de Beck. A partir de ahora, ya no
existirán fenómenos sociales aislados, locales.
En esta línea de la globalidad, Antonio González afirma que en la actualidad “asistimos a una
transición semejante a la que se produjo entre la polis griega a los estados nacionales modernos.
Este tránsito no es un cambio instantáneo, sino que más bien describe procesos sociales que
ocupan toda una época. Tampoco es un proceso unilineal, sino que puede conocer avances y
retrocesos. Sin embargo, el sentido fundamental de estas transformaciones sociales viene impuesto
por tendencias intrínsecas al sistema económico capitalista. Se trata de un sistema que en su
misma estructura fundamental está orientado hacia el crecimiento y hacia la expansión. El
capitalismo globaliza los vínculos sociales de una forma que, a largo plazo, resulta inevitable
mientras se mantengan las características fundamentales de este sistema económico”. 7
En virtud de este proceso, las acciones cotidianas y las formas de vida de cada uno, anterior a la
cultura y al universo simbólico de cada cual, están lastradas y forman sistemas con
acontecimientos que ocurren en el otro lado del planeta y con formas de vida absolutamente
dispares. Hoy nadie escapa a la afectación de un solo sistema mundial. Incluso las pocas culturas
indígenas autárquicas existentes están ecológicamente afectadas. Y esta afectación del otro, es un
hecho independientemente de la conciencia o del universo simbólico del afectado, o de los
individuos y grupos humanos involucrados en dicha afectación.
En la década de los setenta, Ignacio Ellacuría destacaba el hecho de que en el momento presente
se ha llegado a la constitución de una historia mundial única en la que no sólo hay simultaneidad
de distintas historias parciales, sino una sola historia mundial que dinamiza unitariamente
cualquier proceso realmente histórico.8 En la visión ellacuriana, el proceso histórico ha ido
unificando fácticamente a la humanidad hasta desembocar en la universalidad histórica del
presente, en la que ya no hay prácticamente ámbitos completamente estancos y en la que se da
realmente una presencialidad física de los otros en las acciones de los diversos individuos y
grupos humanos, por más segregados o aislados que éstos se consideren.9
Hay que recalcar que la globalización como globalismo es una construcción ideológica (en el
sentido marxista de falsa conciencia) del neoliberalismo.10 Implica una visión unidimensional y
lineal de la globalización, pues la considera sólo desde el punto de vista económico y, además,
basa su desarrollo en la continua expansión del mercado mundial libre. Considera que el mercado
es el mejor instrumento para aumentar la riqueza mundial y disminuir las desigualdades, al
extender la competencia y, por tanto, reducir costes, con lo que todos pueden beneficiarse.
Consecuentemente, esta ideología “enaltece el fundamentalismo del mercado, exalta la libertad de
comercio, impulsa el flujo libre de los factores de la producción (excepción hecha de la mano de
obra, que continua sometida a numerosas restricciones de diverso tipo), propugna el
desmantelamiento del Estado, asume la monarquía del capital, promueve el uso de las nuevas
tecnologías, favorece la homologación de las costumbres y la imitación de las pautas de consumo
y fortalece la sociedad consumista”.
Hay que diferenciar, por tanto, la globalización como un fenómeno que afecta todas las
dimensiones de la vida social, y el globalismo como una ideología que busca legitimar el proyecto
de dominación hegemónica a escala planetaria de determinados países y grupos particulares. O
como dice Alain Touraine, “constatar el aumento de los intercambios mundiales, el papel de las
nuevas tecnologías y la multipolarización del sistema de producción es una cosa; (pero) decir que
la economía escapa y debe escapar a los controles políticos es otra muy distinta. Se sustituye (en
este caso) una descripción exacta por una interpretación errónea" e ideológicamente interesada,
cuando se afirma y se propaga normativamente, que nada ni nadie debe controlar el proceso global
del capital y que se deben despolitizar las redes económicas y financieras.
Hechas estas distinciones conceptuales, se puede definir más rigurosamente la globalización como
“el proceso de desterritorialización de sectores muy importantes de las relaciones sociales a escala
mundial o, lo que es lo mismo, la multiplicación e intensificación de relaciones supraterritoriales,
es decir, de flujos, redes y transacciones disociados de toda lógica territorial y de la localización
en espacios delimitados por fronteras. Así entendida, la globalización implica la reorganización (al
menos parcial) de la geografía macro-social, en el sentido de que el espacio de las relaciones
sociales en esta escala ya no puede ser cartografiado solamente en términos de lugares, distancias
y fronteras territoriales”.13
Aquí es conveniente resaltar tres dimensiones del fenómeno de la globalización.14 Primero está la
dimensión de ampliación de los efectos de las actividades económicas, políticas y culturales a
lugares remotos. Segundo está la dimensión de intensificación de los niveles de interacción e
interconexión entre los estados y naciones. Tercero está la dimensión del reordenamiento del
espacio y el tiempo en la vida social. El desarrollo de redes globales de comunicación y de
complejos sistemas globales de producción e intercambio disminuye el poder de las circunstancias
locales sobre la vida de la gente y ésta se ve crecientemente afectada por lo que ocurre en otros
lados.
Según G. Giménez, los soportes o puntos del entramado de redes supraterritoriales que definen a
la globalización son las llamadas ciudades mundiales, “que conforman en conjunto un sistema
metropolitano jerarquizado de cobertura global. Estas ciudades son centros donde se concentran
las corporaciones transnacionales más importantes, juntamente con las mayores compañías de
servicios especializados que les prestan apoyo (bancos, bufetes de abogados, compañías de
seguros y de publicidad…), así como también las organizaciones internacionales de envergadura
mundial, las corporaciones mediáticas más poderosas e influyentes, los servicios internacionales
de información y las industrias culturales. Es muy importante señalar que las ciudades mundiales
funcionan también como superficie de contacto (interfase) entre lo global y lo local. En efecto,
disponen del equipamiento requerido para canalizar los recursos nacionales y provinciales hacia la
economía global, pero también para retransmitir los impulsos de la globalización a los centros
nacionales y provinciales que constituyen su hinterland local”.15
Esto significa que la globalización tiene fundamentalmente una dimensión urbana, y se nos
manifiesta en primera instancia como una gigantesca red virtual entre las grandes metrópolis de
los países industrializados avanzados, debido a la supresión o a la radical reducción de las
distancias.
Una consecuencia inmediata de lo anterior es lo que el mismo Giménez llama, siguiendo a David
Harvey, compresión del tiempo y del espacio, expresión que se usa para designar dos cosas: a) la
aceleración de los ritmos de vida provocada por las nuevas tecnologías, como las
telecomunicaciones y los transportes aéreos continentales e intercontinentales, que han modificado
la topología de la comunicación humana comprimiendo el tiempo y el espacio como resultado de
la supresión de las distancias; b) la alteración que todo esto ha provocado en nuestra percepción
del tiempo y del espacio.
“El resultado de este fenómeno ha sido la polarización entre un mundo acelerado, el mundo de los
sistemas flexibles de producción y de sofisticadas pautas de consumo, y el mundo lento de las
comarcas rurales aisladas, de las regiones manufactureras en declinación y de los barrios
suburbanos social y económicamente desfavorecidos, todos ellos muy alejados de la cultura y de
los estilos de vida de las ciudades mundiales”.16
Así comprendida, la globalización tiene múltiples dimensiones, aunque la mayoría de los autores
admite que la dimensión económico-financiera es el motor real del proceso en su conjunto.17 Se
pueden así distinguir, por lo menos, tres dimensiones básicas:
- La globalización económica, que se asocia con la expansión de los mercados financieros
mundiales y de las zonas de libre comercio, con el intercambio global de bienes y servicios y con
el rápido crecimiento y predominio de las corporaciones transnacionales. En este contexto, el
capital transnacional productivo y, en concreto, el financiero especulativo son los nuevos señores
que operan, íntimamente relacionados y casi sin restricciones, en todo el planeta.
- La globalización política, que se relaciona con la cesión de soberanía de los estados nacionales a
organizaciones supraestatales, regionales o globales, que son las que toman en la actualidad
muchas de las grandes decisiones antes reservadas a dichos estados. Dentro de la dinámica de la
globalización, el papel del Estado se reestructura y se supedita a las nuevas lógicas del capital,
perdiendo soberanía para definir autónomamente su actividad. Esto es especialmente cierto en los
países de la Periferia, y lo es cada vez más en los países del Centro, aunque algunos poderes
estatales (EE.UU., y en mucha menor medida Japón) o supranacionales (como la Unión Europea)
conserven todavía un considerable margen de maniobra, que no obstante se ponen cada vez
16 Ibídem.
más al servicio del capital transnacional, pues es en estos espacios donde se concentra el poder
económico y financiero y desde donde se proyecta su capacidad de dominio sobre el mundo
entero.
- La globalización cultural, que se relaciona, por una parte, con la interconexión creciente entre
todas las culturas (particulares o mediáticas) y, por otra, con el flujo de informaciones, de signos
y símbolos a escala global. La televisión por cable y por satélite son la avanzada de esta
dimensión de la globalización. Su idioma universal es el inglés, que sin desplazar a las otras
lenguas las hegemoniza y las usa. Las formas de entretención y ocio en todo el mundo están
crecientemente dominadas por imágenes electrónicas que son capaces de cruzar con facilidad
fronteras lingüísticas y culturales y que son absorbidas en forma más rápida que otras formas
culturales escritas. Las artes gráficas y visuales, especialmente a través de los computadores,
televisores y juegos electrónicos, reconstituyen la vida cotidiana y sus entretenimientos en todas
partes.
Finalmente, una característica central de la globalización, como proceso vinculado al desarrollo
de una nueva fase del capitalismo mundial, es su carácter polarizado y desigual18; y la
consideración de esta característica es fundamental para cualquier acercamiento crítico a este
fenómeno. Una de las asimetrías más denunciada en los últimos años, por su aplastante evidencia
y dramatismo, es la asimetría de la "desigualdad". La globalización genera cada vez mas, y cada
vez más intensamente, desigualdad económica, empobrecimiento e injusticia social entre los seres
humanos y entres los diferentes países. Las "desigualdades globales" o los déficit igualitarios son
cada vez más evidentes y alarmantes, tanto en los ámbitos domésticos de cada país como en las
escalas internacionales.
Según el PNUD, una quinta parte de la población del mundo, viviendo en los países ricos, dispone
del 86 por ciento del Producto Nacional Bruto, del 82 por ciento de los mercados de exportación,
del 68 por ciento de la inversión extranjera directa, y del 74 por ciento de las líneas telefónicas.
Otra quinta parte sólo dispone de alrededor de un 1 por ciento en cada sector. En 1999, las 200
personas más ricas del mundo acumulaban una riqueza igual a la renta del 45 por ciento de la
población mundial, unos 2,400 millones de personas.19 En la actualidad, la disparidad en la
distribución de la riqueza es cada día más extrema, tanto en el Centro como, fundamentalmente,
en las periferias Sur y Este. Y el creciente endeudamiento de personas, de grupos de pequeña
actividad productiva e incluso de sociedades en su conjunto, conforma un mecanismo perverso
que bombea la riqueza de abajo arriba, lo que beneficia a una minoría cada vez más exigua en el
ámbito mundial.20
Esta desigualdad hace que sólo un pequeño porcentaje de la población mundial forme parte de la
network society, “no todos estamos conectados por Internet, ni somos usuarios habituales y
distinguidos de las grandes líneas aéreas internacionales. El mundo de la inmensa mayoría sigue
siendo el mundo lento de los todavía territorializados, y no el mundo hiperactivo y acelerado de
los ejecutivos de negocios, de los funcionarios internacionales o de la nueva “clase transnacional
de productores de servicios”.21 Algunos sociólogos afirman que las tecnologías de la información
han penetrado hasta tal punto nuestra sociedad, que han llegado a convertirse en “parte integral de
toda actividad humana” y, por ende, de la vida cotidiana.22 Una afirmación exagerada si tomamos
en cuenta el acceso desigual en el mundo a las computadoras, al internet y al ciberespacio. Z.
Einsenstein demuestra hasta qué punto dicho acceso está condicionado cultural, racial y
demográficamente, e incluso en términos de clase y de género:
El 84% de los usuarios de computadoras se encuentran en Norteamérica y en Europa… De éstos,
el 69% son varones que tienen, en promedio, 33 años, y cuentan con un ingreso familiar, en
promedio, de $59,000. […] Es también palpable el elitismo racial de las comunidades
cibernéticas. En los Estado Unidos, sólo el 20% de los afroamericanos tienen computadoras en su
casa, y 20 Datos recientes de Naciones Unidas señalan que más de 1000 millones de personas
intentan sobrevivir en el mundo con menos de un dólar al día, 2700 millones lo hacen con dos
dólares y 840 millones se van a la cama con hambre, de los que 300 millones son niños. Por no
dejar de mencionar los 1000 millones que no tienen acceso a agua potable, los 11 millones de
niños que mueren cada año por malaria, diarrea o neumonía, o los seis millones que fallecen por
malnutrición.
sólo el 3% están abonados a los servicios online. Antes que una superautopista, el Internet parece
más bien una calle privada y de uso restringido [...] “Aproximadamente el 80% de la población
mundial carece todavía de acceso a la telecomunicación básica […]. Hay más líneas telefónicas en
Manhattan que en todo el África sub-sahariana. […] Pero hay más: sólo alrededor del 40% de la
población mundial tiene acceso diario a la electricidad.23
Según estudios más recientes24, sólo el 10 por ciento de la población mundial tiene acceso a
Internet. En 2002, Europa tenía por primera vez el mayor número de usuarios de Internet en el
mundo. Hay 185.83 millones de europeos online, comparados con 182.83 en Estados Unidos y
Canadá y 167.86 millones en la región Asia / Pacífico. El estudio también indica que la brecha
digital entre países desarrollados y en desarrollo es mayor que nunca. Mientras los europeos
cuentan con el 32 por ciento del total de usuarios en el mundo, América Latina sólo cuenta con el
6 por ciento, y el Medio Oriente juntamente con África sólo con el 2 por ciento. Según el mismo
estudio, estas dos últimas regiones son también las que registran el menor incremento de usuarios
de Internet, debido fundamentalmente a la carencia de infraestructura adecuada para las
telecomunicaciones.
A menudo, cuando se utiliza el término “global” en relación con los medios o la industria de la
comunicación, éste se refiere primordialmente a la extensión de la cobertura, y así la popularidad
de la televisión por satélite y las redes de computación sirven como evidencia para demostrar la
globalización de la comunicación.
Efectivamente, nunca antes en el curso de la historia había sido posible sintonizar el mismo canal
de televisión en más de 150 países, y tampoco había habido un medio de comunicación que
lograra atraer a centenas de millones de usuarios. Sin embargo, como señala Ferguson25, los
vínculos creados por el así llamado proceso de globalización se limitan principalmente a los países
de la OCDE y del G7, los cuales constituyen un tercio de la población mundial. Y aún cuando un
medio, por ejemplo CNN, puede anotar a más
de 150 países en su mapa, el grado de penetración y consumo real presenta un panorama bastante
distinto. Como apunta Street26, el hecho de que un producto esté presente en todos lados no
garantiza que logre el mismo nivel de popularidad, ni tampoco adquiera la misma importancia,
significación o respuesta. No es ningún secreto que las audiencias de CNN normalmente sólo
incluyen a un fragmento pequeño de la población nacional.
2. GLOBALIZACIÓN Y CULTURA
Para esclarecer el estatuto de la cultura dentro de la globalización es necesario precisar
previamente lo que se entiende por cultura.
Según G. Giménez, la cultura es “la organización social de significados interiorizados por los
sujetos y los grupos sociales, y encarnados en formas simbólicas, todo ello en contextos
históricamente específicos y socialmente estructurados”.27 Esta definición nos permite distinguir,
por una parte, entre formas objetivadas (“bienes culturales”, “artefactos”, “cultura material”) y
formas subjetivadas de la cultura (disposiciones, actitudes, estructuras mentales, esquemas
cognitivos, etc.); pero por otra parte nos hace entender que las formas objetivadas de cultura no
son una mera colección de cosas que tienen sentido en sí mismas y por sí mismas, sino en relación
con la experiencia de los sujetos que se las apropian, sea para consumirlas, sea para convertirlas
en su entorno simbólico inmediato. “Con otras palabras, no existe cultura sin sujeto ni sujeto sin
cultura”.28
Una de los defectos de muchos estudios dedicados a la globalización de la cultura radica
precisamente en la tendencia a privilegiar sus formas objetivadas –productos, imágenes,
artefactos, informaciones-, sin hacer la más mínima referencia al significado que les confieren sus
productores, usuarios o consumidores en un determinado contexto de recepción. Así, al referirse a
las manifestaciones de la cultura globalizada29, dichos estudios elaboran una enorme lista de los
llamados iconos de la globalización (Mac Donald’s, Coca-Cola, Disney, Kodak, Sony, Gillette,
Mercedes-Benz, Levi’s, Microsoft y Marlboro), “sin la menor referencia a los significados que
revisten estos productos para los sujetos que se los apropian o consumen”,30 y soslayando el
hecho de que el mero consumo bienes “desterritorializados” de circulación mundial no convierte a
nadie en partícipe de una supuesta cultura global de masas, “como beber Coca-Cola no convierte a
un ruso en norteamericano, ni comer sushi convierte a un americano en japonés”.31
En el proceso de globalización se pueden observar dos tendencias aparentemente contradictorias:
por una parte la tendencia a la convergencia u homogeneización cultural, ligada a la cultura
mediática, al mercantilismo generalizado y al consumismo; y por otra la tendencia a la
proliferación y a la heterogeneidad cultural.
La primera tendencia se fundamenta en el hecho de que con la globalización el vínculo entre
cultura y territorio se ha ido gradualmente rompiendo y se ha creado un espacio cultural
electrónico sin un lugar geográfico preciso. La transmisión de la cultura occidental,
crecientemente mediatizada por los medios de comunicación, ha ido superando las formas
personales y locales de comunicación y ha introducido un quiebre entre los productores y los
receptores de formas simbólicas. La existencia de conglomerados internacionales de
comunicaciones que monopolizan la producción de noticias, series de televisión y películas es un
aspecto relevante de este quiebre.32 En virtud de todo esto algunos interpretan esta tendencia
como un proceso convergente hacia la conformación de una única cultura global capitalista o
como expresión de un imperialismo cultural.
Según datos de la UNESCO, en 1990 de las 300 empresas más importantes de información y
cumunicación, 144 eran norteamericanas, 80 de la Unión Europea y 49 japonesas, es decir, la
inmensa mayoría. De las 75 primeras empresas de prensa, 39 eran norteamericanas, 25 europeas y
8 japonesas. De las 88 primeras firmas de informática, 39 eran norteamericanas, 19 europeas y 7
japonesas. De las 158 primeras empresas fabricantes de material de comunicación, 75 eran de
Estados Unidos, 36 europeas y 33 japonesas. Datos tomados de J.A. Zamora, “Globalización y
cooperación al desarrollo: desafíos éticos.
Como crítica a esta interpretación hay que señalar que la supuesta existencia y hegemonía de una
cultura capitalista global no deben extrapolarse a partir de la mera localización urbana o
suburbana de bienes de consumo global introducidos mediante el libre comercio, las franquicias,
la publicidad y la inmigración internacional. La omnipresencia de la Pizza Hutt o el Burger King
en el ámbito urbano no implica por sí misma la norteamericanización o la globalización cultural
capitalista, y mucho menos cambios en la identidad cultural. Como ya se destacó antes, “los
productos culturales no tienen significado en sí mismos y por sí mismos, al margen de su
apropiación subjetiva; y nuestra cultura / identidad no se reduce a nuestros consumos
circunstanciales”.34
Sin embargo, el capitalismo transnacional puede inducir, mediante el concurso convergente de los
medios de comunicación, de la publicidad y del marketing incesante, una actitud cultural
ampliamente difundida y estandarizada que puede llamarse mercantilista o consumista. En este
caso ya se puede hablar de un proceso de homogeneización cultural orientado a la conformación
de lo que algunos llaman una cultura del mercado, entendida como “un determinado conjunto de
modos de pensar, de comportamientos y de estilos de vida, de valores sociales, patrones estéticos
y símbolos que contribuyen a reforzar y consolidar en las personas la hegemonía de la economía
de mercado”.35
En efecto, la cultura de mercado atribuye a las mercancías un valor simbólico y no sólo la
inmediata finalidad de satisfacer una necesidad humana. Se trata de consumir marcas a las cuales
se les atribuye un predicado simbólico,”una cualidad inmaterial (más elevada), que no está
presente en la cosa misma, pero que constituye su imagen, y que la reviste de un valor económico
superior a las demás mercancías”.36 Esto estimula a las personas a desear más de lo que necesitan
para su vida, pues se crea una confusión entre deseo (siempre abierto e insaciable) y necesidades
(necesidades humanas básicas, impostergables), y les exacerba una especie de impulso mimético
que las lleva “a buscar sistemáticamente la identificación con los patrones de vida,
comportamientos, gustos y valores de las clases más ricas”.
Como consecuencia de la extensión e influjo de esta cultura, se puede observar en importantes
segmentos de población de las sociedades occidentales el avance de lo que algunos llaman la
“corrosión del carácter”38, el sálvese quien pueda y el consumismo más alienante, mientras que,
paralelamente, proliferan las crisis personales y la infelicidad colectiva. En la “sociedad del
espectáculo”39, los individuos se relacionan entre sí a través del espectáculo, y en función de éste,
configurándose una sociedad de masas, crecientemente atomizada y pasiva. La banalidad y el
hedonismo insolidario de la sociedad del “entretenimiento” se consolidan, al mismo tiempo que
progresa la decrepitud moral individual y colectiva. Lo cual crea el caldo de cultivo idóneo para la
proliferación de toda suerte de comportamientos asociales, individuales y colectivos. 40
Ignacio Ellacuría ya nos había advertido sobre esta "malicia intrínseca" del capitalismo, inserta en
los dinamismos reales del sistema capitalista: “modos abusivos y/o superficiales y alienantes de
buscar la propia seguridad y felicidad por la vía de la acumulación privada, del consumismo y del
entretenimiento; sometimiento a las leyes del mercado consumista, promovido
propagandísticamente en todo tipo de actividades, incluso en el terreno cultural; insolidaridad
manifiesta del individuo, de la familia, del Estado en contra de otros individuos, familias o
Estados... La dinámica fundamental de venderle al otro lo propio al precio más alto posible y de
comprarle lo suyo al precio más bajo posible, junto con la dinámica de imponer las pautas
culturales propias para tener dependientes a los demás, muestra a las claras lo inhumano del
sistema, construido más sobre el principio del hombre lobo para el hombre que sobre el principio
de una posible y deseable solidaridad universal”.
Por esta razón fundamental, para Ellacuría el problema de la universalización de la forma de vida
occidental no es sólo ecológico, sino principalmente un problema cultural e ideológico, que tiene
que ver con el mismo modelo de ser humano que promueve el capitalismo y la oferta de
humanización y de libertad que hacen los países ricos a los países pobres: “[...] el estilo de vida
propuesto en y por la mecánica de su desarrollo no humaniza, no plenifica ni hace feliz, como lo
demuestra, entre otros índices, el creciente consumo de drogas, constituido en uno de los
principales problemas del mundo desarrollado. Ese estilo de vida está movido por el miedo y la
inseguridad, por la vaciedad interior, por la necesidad de dominar para no ser dominado, por la
urgencia de exhibir lo que se tiene, ya que no se puede comunicar lo que se es”.42
No cabe duda de que hay elementos de verdad en la interpretación de la globalización cultural
como una tendencia hacia la conformación de una monocultura capitalista a escala global, pero es
necesario matizarlos, porque la idea de una cultura mundial capitalista, desterritorializada y
convergente no considera suficientemente el hecho de que las culturas de los países periféricos no
han sido ajenas a los conflictos, las imposiciones, las “colonizaciones”, las disoluciones
coercitivas, etc., ya antes de su contacto con la cultura occidental. Todas las culturas tienen un
carácter híbrido y están sometidas a imposiciones exteriores, lo que no excluye la existencia de
formas propias de recepción, adaptación y resistencia, por lo que se no se puede afirmar que la
globalización conlleve necesariamente una integración homogeneizadora, ni un proceso de
nivelación mundial.43
En consecuencia, en lo que se refiere a la segunda tendencia de la globalización cultural que
mencionamos, hay que afirmar que la globalización va siempre acompañada de localización y
heterogeneidad. Como dice U. Beck, “‘global’ significa traducido y ‘conectado a tierra’, ‘en
muchos lugares a la vez’ y, por lo tanto es sinónimo de translocal.”44 Roland Robertson expresa
esto mismo con su neologismo “glocalización”, una mezcla de globalización y localización, dos
fenómenos que no son mutuamente excluyentes. Si bien es cierto existen algunas formas de
homogenización cultural en el mundo, ellas nunca reducen las culturas locales a lo
“norteamericano” o a lo “internacional”. Robertson critica así las nociones comunes del
imperialismo cultural. Estas asocian, en síntesis, globalización con homogeneización en cuanto
occidentalización o americanización del planeta. Sin negar las relaciones asimétricas de poder
entre culturas, Robertson enfatiza cuatro aspectos: 1) la capacidad de los individuos y grupos
locales de procesar de muy distintas formas la comunicación que reciben desde el Centro; 2) la
forma en que los mayores productores de cultura global adaptan sus productos a los mercados
locales; 3) la conversión de símbolos nacionales en objeto de interpretación y consumo globales,
perdiendo así su "esencia nacional"; 4) la importancia de los flujos de ideas y prácticas
provenientes de la Periferia.45
Beck comparte en líneas generales la postura desarrollada por Robertson. La siguiente cita podría
ser una buena síntesis de la postura de ambos autores: "(..) Las generalizaciones a nivel mundial,
así como la unificación de instituciones, símbolos y modos de conducta (por ejemplo, McDonald,
los vaqueros, la democracia, la tecnología de la información, la banca, los derechos humanos, etc.)
y el nuevo énfasis, descubrimiento e incluso defensa de las culturas e identidades culturales
(islamización, renacionalización, pop alemán y rai norteafricano, carnaval africano en Londres o
la salchicha blanca de Hawai), no constituyen ninguna contradicción".46
Además, como señala G. Giménez, no es cierto que en nuestras ciudades “no se puede ir a otro
sitio que no sea a las tiendas”47. La cultura consumista sólo afecta a una franja reducida de la
población urbana, y ni siquiera agota la totalidad de sus manifestaciones culturales. La ciudad
latinoamericana es también el lugar de la diferenciación, de la balcanización y de la
heterogeneidad cultural. En ella encontramos una compleja yuxtaposición de las culturas más
diversas: la cultura cosmopolita de la elite transnacional, la cultura consumista de la clase media
adinerada y de los receptores de remesas, la cultura-pop de amplios sectores juveniles, las culturas
religiosas mayoritarias o minoritarias, la cultura de masas inducida por complejos sistemas
mediáticos nacionales y transnacionales, la cultura artística de las clases cultivadas, las culturas
étnicas de los enclaves indígenas, la cultura obrera de las zonas industriales, las culturas populares
de las comunidades de origen campesino, las culturas barriales y municipales de antigua
sedimentación, etc.
Aunque esta proliferación de culturas urbanas aparentemente dispersas, segmentadas y
descentradas se encuentra implícita o explícitamente jerarquizada por poderosos actores culturales
(el Estado, las Iglesias, los medios de comunicación, las industrias culturales, etc.), se hace muy
difícil postular la existencia en nuestras ciudades de una masa culturalmente homogénea y con una
sola identidad colectiva.48
Hay que entender que la globalización cultural no es un fenómeno teleológico, es decir, no se trata
de un proceso que conduce inexorablemente a un fin que sería la comunidad humana universal
culturalmente integrada, sino que es un proceso contingente y dialéctico que avanza engendrando
dinámicas contradictorias. Al mismo tiempo que universaliza algunos aspectos de las sociedades
occidentales, fomenta la intensificación de diferencias. “Por una parte introduce instituciones y
prácticas parecidas pero por otra las reinterpreta y articula en relación con prácticas locales. Crea
comunidades y asociaciones transnacionales pero también fragmenta comunidades existentes;
mientras por una parte facilita la concentración del poder y la centralización, por otra genera
dinámicas descentralizadoras; produce hibridación de ideas, valores y conocimientos pero también
prejuicios y estereotipos que dividen”.
En este sentido, G. Giménez señala “que nuestras ciudades modernas se parecen un poco a la
ciudad antigua oriental descrita por Max Weber como un agregado de pobladores de origen
externo, procedentes de las periferias rurales, cargando cada cual con sus respectivos dioses y
cultos familiares. Estos pobladores podían habitar el uno junto al otro y mantener entre sí
relaciones funcionales y utilitarias relacionadas con el mercado y la administración citadina, pero
desde el punto de vista cultural constituían una masa heterogénea, carente de identidad colectiva.
Según Max Weber, sólo en la ciudad medieval se produce una fusión cultural significativa,
conducente a un profundo sentido de identidad colectiva, gracias a la acción del cristianismo que
le aporta sus catedrales, sus obispos, sus ritos festivos y sus santos patronos... En resumen: la
ciudad moderna, como la ciudad antigua oriental, es el lugar de las memorias débiles y
fragmentadas y, por eso mismo, de la evaporación lenta de las identidades colectivas. Por eso la
sentimos cada vez menos como “place”, es decir, como lugar existencialmente apropiado, y cada
vez más como espacio abstracto, como jungla, como “no lugar”.
Todo lo anterior no significa que la dinámica del capitalismo global no represente una amenaza a
la diversidad cultural del planeta. En principio puede afirmarse que la pluralidad y diversidad de
identidades culturales pertenece a la forma de ser esencialmente histórica de los seres humanos y
que esa diversidad no es eliminable. Esto no significa que las identidades culturales sean
realidades estáticas e inmutables. Más bien se encuentran en permanente transformación y
contacto. Sin embargo, este argumento no puede utilizarse para minimizar las consecuencias de
las formas hegemónicas de contacto cultural. La consecuencia está bien patente en la actualidad:
la rápida extinción de muchas lenguas, la destrucción total o parcial de los mecanismos materiales
y sociales tradicionales de reproducción, el eclipse de las culturas étnicas y campesinas, la
imposición desde posiciones de poder de los patrones culturales de los “invasores” o de los
“conquistadores”, como en los casos recientes de Afganistán e Irak.
Por otra parte, J. A. Zamora destaca que “los trabajos etnográficos que muestran las diferentes
maneras de reaccionar y apropiarse los productos culturales de la industria mediática, no pueden
obviar que dicha industria puede convertir a cualquier personaje de una serie televisiva en
elemento cotidiano del universo simbólico de millones de seres humanos de distintos pueblos y
culturas, independientemente de cómo éstos interpreten luego su figura. Y tampoco que la
posibilidad de que las culturas que carecen del respaldo económico y técnico de la occidental sólo
puedan hacerse presentes en el universo mediático global en formas devaluadas de presencia, que
dichas culturas escasamente pueden controlar”.
De ahí que haya que matizar un poco las tesis de Beck y Robertson sobre la relación entre lo
global y lo local. Dada la asimetría evidente en el plano cultural, lo que se puede afirmar es que lo
global restringe lo local. Lo segundo puede efectivamente determinar lo primero, pero es más
fuertemente determinado por éste, lo que no quiere decir que lo global lo asimile y lo homogenice,
“sino que lo global en el espacio de sus posibilidades prácticas de darse forma y expandirse
establece el espacio (im)posible de conformarse y expresarse lo local. Las diferencias espacio-
temporales no desaparecen, pero son modificadas con arreglo a la racionalidad propia de la
actividad globalizada correspondiente”. 51
3. GLOBALIZACIÓN E IDENTIDAD
En este apartado abordaremos brevemente el problema del impacto de la globalización sobre las
identidades individuales y colectivas. Este problema se relaciona estrechamente con lo dicho sobre
el estatuto de la cultura dentro de la globalización, “porque la identidad, que se predica siempre de
sujetos o de actores sociales, resulta en última instancia de la interiorización distintiva y
contrastiva de una determinada matriz cultural”.52
Cuando hablamos de identidad nos referimos, no a una especie de alma o esencia con la que
nacemos, sino que a un proceso de construcción en la que los individuos y grupos se van
definiendo a sí mismos en estrecha relación con otras personas y grupos.53 La construcción de
identidad es así un proceso social en un doble sentido: primero, los individuos se definen a sí
mismos en términos de ciertas categorías sociales compartidas, culturalmente definidas, tales
como familia, religión, género, clase, etnia, sexualidad, nacionalidad que contribuyen a especificar
al sujeto y a su sentido de identidad. Estas categorías podríamos llamarlas identidades culturales o
colectivas, y constituyen verdaderas “comunidades imaginadas”.54 Segundo, la identidad implica
una referencia a los “otros” en dos sentidos. Primero, los otros son aquellos cuyas opiniones
acerca de nosotros internalizamos, cuyas expectativas se transforman en nuestras propias
autoexpectativas. Pero también son aquellos con respecto a los cuales queremos diferenciarnos.
Así define a la nación Benedict Anderson, pero esta definición puede extenderse a otras
identidades culturales. Estas comunidades son imaginadas en el sentido de que los sentimientos de
lealtad y compromiso nunca implican un conocimiento real de todos sus miembros.
La identidad de los individuos es así multidimensional, y no “fragmentada” en múltiples
identidades, como afirman los teóricos postmodernos.55 De aquí la necesidad de precisar, cuando
se habla del impacto de la globalización sobre las identidades, si se está hablando desde la
perspectiva de los sujetos individuales, o se está enfocando directamente a sujetos colectivos tales
como grupos étnicos, movimientos sociales, comunidades religiosas, organizaciones políticas o
colectivos nacionales.
Si se asume el punto de vista de los individuos, se pueden reconocer, por ejemplo, la presencia de
identidades cosmopolitas, que correspondería a aquellos individuos pertenecientes a una elite
urbana sumamente abierta a los cambios de escala global, que habla inglés y comparte modos de
consumo, estilos de vida, empleos del tiempo y hasta expectativas biográficas similares. Aquí se
ubicarían las identidades de los individuos pertenecientes a la “nueva clase transnacional
productora de servicios”57 y las identidades de los integrantes de la elite internacional integrada
por altos diplomáticos, jefes de Estado, funcionarios de organismos humanitarios mundiales y
representantes de organizaciones internacionales.
Para algunos postmodernistas como Kellner la redefinición de la identidad en la postmodernidad
tiene carácter radical. Si la identidad moderna era un “asunto serio”, que definía a la persona en
aspectos fundamentales y no se cambiaba fácilmente, la identidad postmoderna parece un juego de
imágenes y de entretención basado en las apariencias y el consumo, que se puede cambiar a
voluntad según los saltos de la moda. Así, la identidad hoy día, según Kellner, ha llegado a ser un
juego libremente elegido, una presentación teatral del sí mismo, en la cual uno puede presentarse
en una variedad de roles, imágenes y actividades, relativamente despreocupado de las alteraciones,
transformaciones y cambios dramáticos. Piensa que en la época actual la gente ha aumentado su
libertad para jugar con su propia identidad y para cambiar su vida en forma dramática, pero
también entiende que esto puede llevar a una vida desarticulada y fragmentada, sujeta a modas y
campañas publicitarias. El problema está en que Kellner parece entender por identidad la mera
apariencia externa. Es cierto que uno puede jugar con su apariencia externa tratando de imitar
modelos culturales -uno puede cultivar una imagen-, pero esto no siempre toca los aspectos más
básicos de la identidad.
Según Giménez, los individuos de esta clase son los que participan frecuentemente de reuniones
internacionales, reciben y envían una gran cantidad de faxes y correos electrónicos, toman
decisiones en materia de inversiones y transacciones de alcance transnacional, editan noticias,
diseñan y lanzan al mercado global nuevos productos, y viajan por el mundo entero por motivos
de negocios o de placer. Poseen así una identidad totalmente funcional a la dinámica de la
globalización capitalista.
Se pueden observar también identidades de individuos que combinan sin mayores conflictos su
inserción funcional en redes desterritorializadas con otras dimensiones más tradicionales y
territorializadas de su identidad personal. Gilberto Giménez cita como caso emblemático de este
tipo de identidades el caso de Papu, un empresario hindú cuya acción como hombre de negocios,
ligada al comercio internacional, “se inscribe en el interior de sus comunidades locales próximas y
ordenadas en círculos concéntricos: su familia, la comunidad jaïn a la que pertenece juntamente
con toda su parentela, y la India como nación. Por eso este hombre, aún cuando se encuentra
trabajando en su oficina, rodeado de computadoras, se vuelve de tanto en tanto con las manos
juntas hacia el templo hinduista cercano e invoca, según su estado de ánimo, a diferentes
divinidades hindúes”.59
Finalmente, se puede observar el impacto que produce en la subjetividad y la identidad personal
de nuestros emigrantes legales e ilegales el tipo de trabajo que realizan en las empresas
norteamericanas con las que entran en contacto. Según datos aportados por Giménez, los
trabajadores experimentan su inserción en dichas empresas “como la entrada a una prisión donde
se los discrimina social y racialmente, se les obliga a someterse a la dura e inhumana disciplina de
trabajo impuesta por los patrones, y se los mantiene bajo control y vigilancia permanente”.60
Como consecuencia de esto, los trabajadores se adaptan exteriormente a las exigencias del trabajo,
pero mantienen íntimamente las dimensiones más profundas de su identidad, como su pertenencia
familiar, étnica o religiosa. Así estos trabajadores piensan frecuentemente en su lugar de origen, y
se lo representan como un espacio de libertad que contrasta con su actual situación, pero también
como un espacio donde la supervivencia resulta problemática.
Respecto a las identidades colectivas, hay que desechar la idea de una identidad global. El
obstáculo mayor para poder hablar de “identidad global” o de “identidades globales” radica en la
dificultad de detectar un repertorio cultural propiamente global, cuya apropiación subjetiva y
distintiva por parte de los actores sociales pudiera dar lugar a un sentimiento de pertenencia
también global ad intra, y de diferenciación ad extra, con respecto a un “afuera”. Toda identidad
implica no sólo compartir una memoria y un repertorio de símbolos comunes, sino también
establecer fronteras con respecto a un “afuera”, a un espacio exterior.61
Ya hemos señalado que no existe una cultura global, sino sólo una cultura globalizada en el
sentido de la interconexión creciente entre todas las culturas en virtud de las tecnologías de
comunicación. En el ámbito global, el panorama de la cultura se nos presenta más bien como una
inmensa pluralidad de culturas locales crecientemente interconectadas entre sí, aunque siempre
jerarquizadas por la estructura del poder62, a las que se añaden, también en forma creciente,
numerosos y variados flujos culturales desprovistos de una clara vinculación con un determinado
territorio. El prototipo de estas culturas desterritorializadas sería el intercambio de bienes,
informaciones, imágenes y conocimientos, sustentado por redes globales de comunicación y
dotado de cierta autonomía al nivel mundial. Aquí se ubicarían tanto la cultura que corresponde a
la cultura de los bienes de consumo de circulación mundial como la que corresponde a la “cultura
popular” norteamericana y europea, es decir, la cultura transmitida por los medios masivos de
comunicación.
El espacio donde aparentemente se manifiesta con mayor nitidez la globalización es en este último
tipo de cultura, es decir, el espacio de los flujos de imágenes, narrativas, dramaturgias,
espectáculos, programas musicales, entretenimientos e informaciones transmitidas por las redes
mundiales de los media (periódicos, revistas, televisión, cine, etc.). Los mismos artistas, la misma
música, las mismas películas y los mismos programas de televisión son difundidos por un grupo
reducido de corporaciones trasnacionales63 y consumidos en prácticamente todos los países del
mundo.
Sin embargo, no se puede afirmar que exista una cultura popular global bajo una forma unitaria.64
Lo que se presenta como una cultura global no es más que la cultura dominante de ciertas partes
del globo a la que no todos los habitantes del planeta tienen igual acceso. Se trata de una cultura
que emerge en su mayor parte de lugares específicos del mundo (Estados Unidos y Europa), y es
manufacturada y distribuida por corporaciones radicadas en los EE.UU., Europa y Japón.
Además, como ya lo apuntamos más arriba, los procesos de producción y de circulación de los
mensajes son efectivamente globales, pero su apropiación adquiere siempre un sentido localmente
contextualizado.65 El consumo de la cultura popular o “cultura de masas” tiene siempre un
significado local y contextual. Así, el proceso de globalización puede definir la distribución, pero
no el consumo de los productos culturales. Esto quiere decir que la idea de una cultura global
unitaria es también vulnerable frente al argumento de que no existe un proceso global de
interpretación cultural. El mismo producto visual o musical no provoca la misma respuesta en
todos los lugares donde se lo ve o se lo oye. “En la cultura popular, el contexto de recepción es
determinante y vital”.66
De lo anterior se concluye “la necesidad de deslindarse de cierta retórica hiperbólica que no sólo
da por hecho la emergencia de una cultura global, sino también la celebra con acentos triunfalistas
y cuasi-utópicos”.67 Es la retórica discursiva que circula difusamente en el ámbito de las
corporaciones transnacionales, de los especialistas en publicidad y de los expertos en marketing,
que difunde una especie de ideología de la comunidad global.
Así como no se puede afirmar la existencia de identidades globales, tampoco se puede afirmar la
existencia supuestas identidades macro-regionales, como la Unión Europea, el Caribe o la
América Latina. Como señala Giménez, lo más que se puede conceder es que se trata de
identidades colectivas frágiles y más bien metafóricas, incapaces de ser movilizadas como actores
colectivos en función de algún proyecto o ideal común. En lo que respecta particularmente a
América Latina, el “sueño de Bolívar” nunca pudo concretarse debido a la heterogeneidad
extrema y a la balcanización temprana de la región.69
Lo anterior significa que, pese a la globalización, la mayor parte de la población mundial sigue
identificándose por referencia a una comunidad nacional, aunque hayan cambiado o se hayan
debilitado las funciones del Estado-nación.
En lo que respecta a identidades colectivas, el fenómeno más relevante es la formación de lo que
Manuel Castells llama “identidades de resistencia”, que serían aquellas identidades formadas en
reacción directa contra los efectos excluyentes y polarizantes de la globalización. Castells parte de
una concepción de la identidad como construcción de sentido y experiencia para el actor social
dentro de un contexto marcado por relaciones de poder. 70 A partir de esto Castells propone una
distinción crucial entre identidades legitimadoras e identidades de resistencia. Las primeras son
promovidas por las instituciones dominantes de la sociedad para sustentar y expandir su
dominación. Las segundas se generan por actores que están en posiciones devaluadas y
estigmatizadas por la lógica de la dominación y surgen como una forma comunitaria de resistencia
contra la opresión. 71
La revolución tecnológica y la globalización económica son los rasgos más destacados de la
sociedad emergente, que Castells denomina sociedad-red. Pero, al mismo tiempo, afirma Castells,
ha habido "una marejada de vigorosas expresiones de identidad colectiva que desafían la
globalización y el cosmopolitismo en nombre de la singularidad cultural y del control de la gente
sobre sus vidas y entornos".72 Es el caso de los movimientos progresistas, como el feminismo o el
ecologismo, pero también de "movimientos reactivos que construyen trincheras de resistencia en
nombre de Dios, la nación, la etnia, la familia, la localidad, esto es, las categorías fundamentales
de la existencia milenaria, ahora amenazadas bajo el asalto combinado y contradictorio de las
fuerzas tecnoeconómicas y los movimientos sociales transformadores"73
De esta forma han ido surgiendo el fundamentalismo islámico, el fundamentalismo cristiano
norteamericano, los nacionalismos de la modernidad tardía que terminaron por fragmentar a la
Unión Soviética y Yugoslavia, el movimiento Zapatista en México, el culto de Aum Shinrikyo en
Japón, los movimientos ecologistas y feministas, movimientos gay, etc. Todos ellos expresan
identidades de resistencia de colectivos que resienten la pérdida de control sobre sus vidas, sus
trabajos y sus países. Como se puede notar, estas identidades son múltiples y muy diversificadas;
además, pueden ser progresistas o reaccionarias, y utilizan cada vez más las tecnologías de la
comunicación. En todas partes estas nuevas identidades desafían la globalización y al
cosmopolitismo, reivindicando el particularismo cultural y el control de los pueblos sobre su vida
y su entorno ecológico.
En suma, la globalización y la lógica dominante de la sociedad de redes ha engendrado sus
propios desafíos que han tomado la forma de identidades colectivas de resistencia, o, lo que es lo
mismo, ha determinado el paso de las identidades de legitimación a las identidades de resistencia.
En este contexto, Castells apuesta a la formación de identidades progresistas y prospectivas bajo la
forma de movimientos sociales de resistencia a la globalización capitalista.
Cultura e identidad: una pareja conceptual indisociable
En esta conferencia me propongo desarrollar la relación simbiótica que, en mi opinión, existe
entre cultura e identidad. Así formulado, el tema exige lógicamente definir primero qué
entendemos por cultura e identidad, porque sólo así podremos precisar sus relaciones recíprocas.
Ya adelanto desde ahora que, si bien defenderé la indisociabilidad conceptual entre cultura e
identidad, también afirmaré que, si se asume una perspectiva histórica o diacrónica, no existe una
correlación estable o inmodificable entre las mismas, porque vistas las cosas en el mediano o largo
plazo, la identidad se define primariamente por sus límites y no por el contenido cultural que en
un momento determinado marca o fija esos límites.
Por último, si tenemos tiempo abordaré, a la luz de las grandes tesis previamente planteadas, un
tema más concreto que suele estar muy presente en los debates contemporáneos sobre la cultura y
que puede interesar particularmente a los promotores culturales: el multiculturalismo.
Comenzaré planteando la tesis fundamental que me propongo sustentar: los conceptos de cultura e
identidad son conceptos estrechamente interrelacionados e indisociables en sociología y
antropología. En efecto, nuestra identidad sólo puede consistir en la apropiación distintiva de
ciertos repertorios culturales que se encuentran en nuestro entorno social, en nuestro grupo o en
nuestra sociedad. Lo cual resulta más claro todavía si se considera que la primera función de la
identidad es marcar fronteras entre un nosotros y los “otros”, y no se ve de qué otra manera
podríamos diferenciarnos de los demás si no es a través de una constelación de rasgos culturales
distintivos. Por eso suelo repetir siempre que la identidad no es más que el lado subjetivo (o,
mejor, intersubjetivo) de la cultura, la cultura interiorizada en forma específica, distintiva y
contrastiva por los actores sociales en relación con otros actores.
Por consiguiente, para entender la identidad se requiere entender primero qué es cultura, y eso es
lo que vamos a hacer a continuación.
5. IDENTIDADES INDIVIDUALES
Como acabamos de señalar, la identidad es siempre la identidad de determinados actores sociales
que en sentido propio sólo son los actores individuales, ya que estos últimos son los únicos que
poseen conciencia, memoria y psicología propias. Pero ello no obsta a que el concepto de
identidad se aplique también, analógicamente, a grupos y colectivos carentes de conciencia propia
porque constituyen más bien “sistemas de acción”.
Para ambos casos, el concepto de identidad implica por lo menos los siguientes elementos: (1) la
permanencia en el tiempo de un sujeto de acción (2) concebido como una unidad con límites (3)
que lo distinguen de todos los demás sujetos, (4) aunque también se requiere el reconocimiento de
estos últimos.
Ya hemos hablado de la distinción crucial entre identidades individuales e identidades colectivas.
Por lo tanto, el problema de la identidad puede ser abordado a escala de los individuos o a escala
de los grupos u otros colectivos. Se trata de puntos de vista diferentes que toda investigación debe
tomar en cuenta so pena de caer en confusiones lamentables. Comencemos por las identidades
individuales
En la escala individual, la identidad puede ser definida como un proceso subjetivo y
frecuentemente auto-reflexivo por el que los sujetos individuales definen sus diferencias con
respecto a otros sujetos mediante la auto-asignación de un repertorio de atributos culturales
generalmente valorizados y relativamente estables en el tiempo.
Pero debe añadirse de inmediato, como señalamos más arriba y remacharemos después, una
precisión capital: la auto-identificación del sujeto del modo susodicho requiere ser reconocida por
los demás sujetos con quienes interactúa para que exista social y públicamente. Por eso decimos
que la identidad del individuo no es simplemente numérica, sino también una identidad cualitativa
que se forma, se mantiene y se manifiesta en y por los procesos de interacción y comunicación
social (Habermas, 1987: Vol. II: 145)
Desarrollemos brevemente las implicaciones de la definición inicial. Si aceptamos que la
identidad de un sujeto se caracteriza ante todo por la voluntad de distinción, demarcación y
autonomía con respecto a otros sujetos, se plantea naturalmente la cuestión de cuáles son los
atributos diacríticos a los que dicho sujeto apela para fundamentar esa voluntad. Diremos que se
trata de una doble serie de atributos distintivos, todos ellos de naturaleza cultural:
1) atributos de pertenencia social que implican la identificación del individuo con diferentes
categorías, grupos y colectivos sociales;
2) atributos particularizantes que determinan la unicidad idiosincrásica del sujeto en cuestión.
Por lo tanto, la identidad de una persona contiene elementos de lo “socialmente compartido”,
resultante de la pertenencia a grupos y otros colectivos, y de lo “individualmente único”. Los
elementos colectivos destacan las semejanzas, mientras que los individuales enfatizan las
diferencias, pero ambos se conjuntan para constituir la identidad única, aunque multidimensional,
del sujeto individual.
Por lo que toca a la primera serie de atributos, la identidad de un individuo se define
principalmente por el conjunto de sus pertenencias sociales. G. Simmel ilustra este aserto del
siguiente modo:
“El hombre moderno pertenece en primera instancia a la familia de sus progenitores; luego, a la
fundada por él mismo, y por lo tanto, también a la de su mujer; por último, a su profesión, que ya
de por sí lo inserta frecuentemente en numerosos círculos de intereses […] Además, tiene
conciencia de ser ciudadano de un Estado y de pertenecer a un determinado estrato social. Por otra
parte, puede ser oficial de reserva, pertenecer a un par de asociaciones y poseer relaciones sociales
conectadas, a su vez, con los más variados círculos sociales…” (citado por Pollini, 1987: 32).
Vale la pena subrayar esta contribución específicamente sociológica a la teoría de la identidad,
según la cual las pertenencias sociales constituyen, paradójicamente, un componente esencial de
las identidades individuales. Más aún, según la tesis de Simmel, la multiplicación de los círculos
de pertenencia, lejos de diluir la identidad individual, más bien la fortalece y circunscribe con
mayor precisión, ya que
“cuanto más se acrecienta su número, resulta menos probable que otras personas exhiban la misma
combinación de grupos y que los numerosos círculos (de pertenencia) se entrecrucen una vez más
en un solo punto” (citado por Pollini, ibid., p. 33)
¿Pero cuáles son, concretamente, esas categorías o grupos de pertenencia? Según los sociólogos,
los más importantes – aunque no los únicos – serían la clase social, la etnicidad, las colectividades
territorializadas (localidad, región, nación), los grupos de edad y el género. Tales serían las
principales fuentes que alimentan la identidad personal. Los sociólogos también añaden que,
según los diferentes contextos, algunas de estas pertenencias pueden tener mayor relieve y
visibilidad que otras. Así, por ejemplo, para un indígena mexicano su pertenencia étnica –
frecuentemente delatada por el color de su piel – es más importante que su estatuto de clase,
aunque objetivamente también forme parte de las clases subalternas.
Cabe añadir todavía que, ya según los clásicos, la pertenencia social implica compartir, aunque sea
parcialmente, los modelos culturales (de tipo simbólico-expresivo) de los grupos o colectivos en
cuestión. No se pertenece a la Iglesia católica, ni se es reconocido como miembro de la misma, si
no se comparte en mayor o menor grado sus dogmas, su credo y sus prácticas rituales. Esta
observación adicional nos permite precisar en qué sentido la cultura interviene como nutriente de
la identidad: no, por cierto, en términos generales y abstractos, sino en cuanto se condensa en
forma de “mundos concretos y relativamente delimitados de creencias y prácticas” propias de
nuestros grupos de pertenencia, como es el caso de la Iglesia católica en el ejemplo interior.
(Sewell, Jr., 1999: 52).
Revisemos ahora rápidamente la segunda serie de atributos: los que hemos llamado “atributos
particularizantes”. Éstos son múltiples, variados y también cambiantes según los diferentes
contextos, por lo que la enumeración que sigue debe considerarse abierta, y no definitiva y
estable.
Las personas también se identifican y se distinguen de los demás, entre otras cosas: (1) por
atributos que podríamos llamar “caracteriológicos”; (2) por su “estilo de vida” reflejado
principalmente en sus hábitos de consumo; (3) por su red personal de “relaciones íntimas” (alter
ego); (4) por el conjunto de “objetos entrañables” que poseen; y (5) por su biografía personal
incanjeable.
Los atributos caracteriológicos son un conjunto de características tales como “disposiciones,
hábitos, tendencias, actitudes y capacidades, a los que se añade lo relativo a la imagen del propio
cuerpo” (Lipiansky, 1992: 122). Algunos de estos atributos tienen un significado preferentemente
individual (v.g., inteligente, perseverante, imaginativo), mientras que otros tienen un significado
relacional (v.g. tolerante, amable, comunicativo, sentimental).
Los estilos de vida se relacionan con las preferencias personales en materia de consumo. El
presupuesto subyacente es el de que la enorme variedad y multiplicidad de productos promovidos
por la publicidad y el marketing permiten a los individuos elegir dentro de una amplia oferta de
estilos de vida. Por ejemplo, se puede elegir un “estilo ecológico” de vida, que se reflejará en el
consumo de alimentos (v.g., no consumir productos con componentes transgénicos) y en el
comportamiento frente a la naturaleza (por ejemplo, valorización del ruralismo, defensa de la
biodiversidad, lucha contra la contaminación ambiental). Nuestra tesis es la de que los estilos de
vida constituyen sistemas de signos que nos dicen algo acerca de la identidad de las personas. Son
“indicios de identidad”.
Una contribución de Edgar Morin (2001: 69) destaca la importancia de la red personal de
relaciones íntimas (parientes cercanos, amigos, camaradas de generación, novias y novios, etc.)
como operadora de diferenciación. En efecto, cada quien tiende a formar en rededor un círculo
reducido de personas entrañables, cada una de las cuales funciona como “alter ego” (otro yo), es
decir, como extensión y “doble” de uno mismo, y cuya desaparición (por alejamiento o muerte) se
sentiría como una herida, como una mutilación, como una incompletud dolorosa. La ausencia de
este círculo íntimo generaría en las personas el sentimiento de una soledad insoportable.
No deja de tener cierta analogía con el punto anterior otro rasgo diferenciador propuesto por el
sociólogo chileno Jorge Larraín (2000: 25): el apego afectivo a cierto conjunto de objetos
materiales que forman parte de nuestras posesiones: nuestro propio cuerpo, nuestra casa, un
automóvil, un perro, un repertorio musical, unos poemas, un retrato, un paisaje… Larraín cita a
este respecto un pasaje sugerente de William James:
“Está claro que entre lo que un hombre llama mí y lo que simplemente llama mío la línea divisoria
es difícil de trazar… En el sentido más amplio posible […] el sí mismo de un hombre es la suma
total de todo lo que él puede llamar suyo, no sólo su cuerpo y sus poderes psíquicos, sino sus
ropas y su casa, su mujer y sus niños, sus ancestros y amigos, su reputación y trabajos, su tierra y
sus caballos, su yate y su cuenta bancaria” (citado por Larraín, 2001: 26).
En una dimensión más profunda, lo que más nos particulariza y distingue es nuestra propia
biografía incanjeable, relatada en forma de “historia de vida”. Es lo que Pizzorno (1989: 318)
denomina identidad biográfica y Lipiansky (1992: 121) identidad íntima. Esta dimensión de la
identidad también requiere como marco el intercambio interpersonal. En efecto, en ciertos casos
éste progresa poco a poco a partir de ámbitos superficiales hacia capas más profundas de la
personalidad de los actores individuales, hasta llegar al nivel de las llamadas “relaciones íntimas”,
de las que las “relaciones amorosas” constituyen un caso particular (Brehm, 1984: 169). Es
precisamente en este nivel de intimidad donde suele producirse la llamada “auto-revelación”
recíproca (entre conocidos, camaradas, amigos o amantes), por la que al requerimiento de un
conocimiento más profundo (“dime quién eres: no conozco tu pasado”) se responde con una
narrativa autobiográfica de tono confidencial (self-narration).
Desarrollemos ahora brevemente, para terminar este apartado, la tesis complementaria según la
cual la autoidentificación del sujeto tiene que ser reconocida por los demás sujetos con quienes
interactúa para que exista social y públicamente, porque, como dice Bourdieu: “el mundo social es
también representación y voluntad, y existir socialmente también quiere decir ser percibido, y por
cierto ser percibido como distinto” (1982: 142). En términos interaccionistas diríamos que nuestra
identidad es una “identidad de espejo” (looking glass self:), es decir, que ella resulta de cómo nos
vemos y cómo nos ven los demás. Este proceso no es estático sino dinámico y cambiante.
El fenómeno del reconocimiento (la Anerkennung de Hegel) es la operación fundamental en la
constitución de las identidades. En buena parte – dice Pizzorno – nuestra identidad es definida por
otros, en particular por aquellos que se arrogan el poder de otorgar reconocimientos “legítimos”
desde una posición dominante. “En los años treinta lo importante era cómo las instituciones
alemanas definían a los judíos, y no cómo éstos se definían a sí mismos” (Pizzorno, 2000: 205 y
ss.)
Pero de aquí no se sigue que seamos “prisioneros” de cómo nos ven los demás. Irving Goffman,
por ejemplo, si bien postula la producción situacional (o dramatúrgica) del self, también subraya
su frecuente inconformismo: el yo-identidad no se limita a ratificar modelos de comportamiento
generalizados satisfaciendo las expectativas de otros. Pensemos en la imprevisibilidad, en la
desobediencia, en la terquedad y en el rechazo con que los niños, y más aún los adolescentes,
manifiestan a veces su insatisfacción por el modo en que son reconocidos. Por eso Hegel hablaba
también en su Fenomenología de la “lucha por el reconocimiento”: luchamos para que los otros
nos reconozcan tal como nosotros queremos definirnos, mientras que los otros tratan de
imponernos su propia definición de lo que somos.
De lo dicho se infiere que la identidad de los individuos resulta siempre de una especie de
compromiso o negociación entre autoafirmación y asignación identitaria, entre “autoidentidad” y
“exoidentidad”. De aquí la posibilidad de que existan discrepancias y desfases entre la imagen que
nos forjamos de nosotros mismos y la imagen que tienen de nosotros los demás. De aquí procede
la distinción entre identidades internamente definidas, que algunos llaman “identidades privadas”,
e identidades externamente imputadas, también llamadas “identidades públicas” (Hecht, 1993: 42-
43).
6. IDENTIDADES COLECTIVAS
Señalamos anteriormente que las identidades colectivas se construyen por analogía con las
identidades individuales. Esto significa que ambas formas de identidad son a la vez diferentes y en
algún sentido semejantes.
¿En qué se diferencian? En que las identidades colectivas (1) carecen de autoconciencia y de
psicología propias; (2) en que no son entidades discretas, homogéneas y bien delimitadas; y (3) en
que no constituyen un “dato”, sino un “acontecimiento” contingente que tiene que ser explicado.
El primer punto ya lo desarrollamos extensamente más arriba. En cuanto al segundo, diremos que
un grupo o una comunidad no constituyen una entidad discreta y claramente delimitada como
nuestro cuerpo, que es la entidad material y orgánica en la que se concreta nuestra identidad
individual. Yo sé dónde comienza y termina mi cuerpo, ¿pero dónde comienza y termina
realmente un vecindario, un barrio, un movimiento social o un partido político? Por lo que toca al
último punto, cualquiera que haya militado en un partido político o en grupos de participación
ciudadana, por ejemplo, sabe lo difícil que es mantener la cohesión grupal y la lealtad duradera de
los miembros. Hay que estar negociando permanente con todos ellos y organizando con frecuencia
manifestaciones, ritos de unidad y liturgias aglutinadoras. Con otras palabras: hay estar
construyendo permanente al partido político o al grupo en cuestión. A esto nos referimos cuando
hablamos de “macro o micropolíticas de grupalización”.
¿Y en qué se parecen las identidades colectivas y las individuales? En que, al igual que las
últimas, también las primeras tienen “la capacidad de diferenciarse de su entorno, de definir sus
propios límites, de situarse en el interior de un campo y de mantener en el tiempo el sentido de tal
diferencia y delimitación, es decir, de tener una ‘duración’ temporal” (Sciolla, 1983: 14).
Para definir la ontología peculiar de las identidades colectivas nos apoyaremos en una obra
reciente de Alberto Melucci - Challenging codes (2001) -, que además de representar su
testamento intelectual, constituye en nuestra opinión la contribución más significativa a la teoría
de las identidades colectivas.
Melucci construye el concepto de identidad colectiva – como categoría analítica - a partir de una
teoría de la acción colectiva. Ésta se concibe como un conjunto de prácticas sociales que: (a)
involucran simultáneamente a cierto número de individuos o – en un nivel más complejo – de
grupos; (b) exhiben características morfológicas similares en la contigüidad temporal y espacial;
c) implican un campo de relaciones sociales, así como también d) la capacidad de la gente
involucrada para conferir un sentido a lo que está haciendo o va a hacer (p. 20). Así entendida, la
acción colectiva abarca una gran variedad de fenómenos empíricos como movimientos sociales,
conflictos étnicos, acciones guerrilleras, manifestaciones de protesta, huelgas, motines callejeros,
movilizaciones de masa, etc.
Ahora bien, las acciones colectivas suponen actores colectivos dotados de identidad, porque de lo
contrario no se podría explicar cómo adquieren intencionalidad y sentido. ¿Pero en qué radica la
unidad distintiva que definiría la identidad de estos actores colectivos?
Melucci encuentra esta unidad distintiva en la definición interactiva y compartida concerniente a
las orientaciones de su acción y al campo de oportunidades y constreñimientos dentro del cual
tiene lugar dicha acción (p. 70). Por eso, lo primero que hace cualquier partido político al
presentarse en la escena pública es definir su proyecto propio - expresado en una ideología, en una
doctrina o en un programa -, y construirse una historia y una memoria que le confieran
precisamente estabilidad identitaria.
Desglosemos los elementos principales de esta definición. Para Melucci la identidad colectiva
implica, en primer término, definiciones cognitivas concernientes a las orientaciones de la acción,
es decir, a los fines, los medios y el campo de la acción. Pero el autor añade una consideración
importante: estos elementos son incorporados a un conjunto determinado de rituales, prácticas y
artefactos culturales, todo lo cual permite a los sujetos involucrados asumir las orientaciones de la
acción así definidas como “valor” o, mejor, como “modelo cultural” susceptible de adhesión
colectiva. Pensemos, por ejemplo, en los movimientos ecologistas que condensan su objetivo
último en la consigna “salvar la vida en el planeta”, y lo viven como un nuevo humanismo que
alarga el espacio temporal de la responsabilidad humana poniendo en claro que la suerte de los
seres humanos está ligada a la de las formas vivas no humanas, como las animales y las vegetales.
La observación anterior explica por qué se produce siempre cierto grado de involucramiento
emocional en la definición de la identidad colectiva. Este involucramiento permite a los
individuos sentirse parte de una común unidad. “Las pasiones y los sentimientos, el amor y el
odio, la fe y el miedo forman parte de un cuerpo que actúa colectivamente, de modo particular en
áreas de la vida social menos institucionalizadas, como aquellas donde se mueven los
movimientos sociales” – dice Melucci (p. 70-71). Por eso la identidad colectiva nunca es
enteramente negociable. En efecto, la participación en la acción colectiva comporta un sentido que
no puede ser reducido al cálculo de costo-beneficio, ya que siempre moviliza también emociones.
En conclusión, según Melucci la identidad colectiva define la capacidad para la acción autónoma
así como la diferenciación del actor respecto a otros dentro de la continuidad de su identidad. Pero
también aquí la autoidentificación debe lograr el reconocimiento social si quiere servir de base a la
identidad. La capacidad del actor para distinguirse de los otros debe ser reconocida por esos
“otros”. Resulta imposible hablar de identidad colectiva sin referirse a su dimensión relacional.
Vista de este modo, la identidad colectiva comporta una tensión irresuelta e irresoluble entre la
definición que un movimiento ofrece de sí mismo y el reconocimiento otorgado al mismo por el
resto de la sociedad. El conflicto sería el ejemplo extremo de esta discrepancia y de las tensiones
que genera. En los conflictos sociales la reciprocidad resulta imposible y comienza la lucha por la
apropiación de recursos escasos.
Éste es el esqueleto de una teoría de la identidad colectiva.
Las ideas precedentes pueden ser válidas en términos generales, pero las dificultades comienzan
cuando se desciende al terreno de las prácticas. Por ejemplo, tratándose de políticas de
inmigración, ¿cómo juzgar la legitimidad o ilegitimidad de prácticas ajenas a la cultura de la
sociedad de recepción? ¿Qué criterios aplicar para ello?
“El profesor canadiense Will Kymlicka ha elaborado en su obra Ciudadanía multicultural (1996)
una conceptualización que puede ayudar a dar respuesta a este tipo de interrogantes. Este autor
parte de la necesidad de otorgar derechos especiales a las minorías, pero desde una perspectiva
liberal. Esto es, desde un planteamiento que parte del imperio de los derechos individuales y del
valor fundamental de la libertad del sujeto. De este modo diseña un sistema en el que los derechos
colectivos (que él denomina derechos diferenciados en función de la pertenencia a un grupo) y los
derechos individualdes se complementan sin resultar contradictorios. En síntesis, su proyecto
intenta compatibilizar los valores liberales clásicos de libertad e igualdad con los derechos
especiales en función de la pertenencia a un grupo que una sociedad auténticamente multicultural
demanda.
Dicho de otra forma: los derechos civiles, políticos y sociales, aunque básicos en cualquier
sociedad que se llame a sí misma democrática, son insuficientes para asegurar el respeto a las
minorías.
Llegados a este punto, vale la pena resaltar las implicaciones críticas del multiculturalismo. En la
medida en que comporta la exigencia de respeto a las singularidades y diferencias de cada cultura,
subcultura o grupo social, se contrapone, por una parte, a las políticas asimilacionistas de los
Estados o culturas dominantes; y por otra, implica una crítica a la uniformidad que tiende a
imponer la cultura mayoritaria de cada sociedad. También se contrapone indirectamente al
eurocentrismo de Occidente y a la globalización a partir de valores y realidades mercantiles. En
resumen, en el corazón de esta doctrina está la defensa de los derechos de las minorías culturales,
y en esto radica su mayor título de nobleza.
Pero no se puede pasar por alto que el multiculturalismo también puede funcionar como una
ideología que encubre las desigualdades sociales (étnicas, de clase, etc.) dentro del ámbito
nacional bajo la etiqueta de “diferencias culturales”, lo que permite al Estado eludir con buena
conciencia sus responsabilidades redistributivas. A esto se refiere Zigmunt Bauman (2004:107))
cuando escribe:
“La nueva indiferencia a la diferencia es teorizada como reconocimiento del ‘pluralismo cultural’,
y la política informada y sustentada por esta teoría se llama a veces ‘multiculturalismo’.
Aparentemente el multiculturalismo es guiado por el postulado de la tolerancia liberal y por la
voluntad de proteger el derecho de las comunidades a la autoafirmación y al reconocimiento
público de sus identidades elegidas o heredadas. Sin embargo, en la práctica el multiculturalismo
funciona muchas veces como fuerza esencialmente conservadora: su efecto es rebautizar las
desigualdades, que difícilmente pueden concitar la aprobación pública, bajo el nombre de
‘diferencias culturales’, algo deseable y digno de respeto. De esta manera la fealdad moral de la
privación y de la carencia se reencarna milagrosamente como belleza estética de la variedad
cultural”