Murray N. Rothbard - La Gran Depresión PDF
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DE LA LIBERTAD
LA GRAN
DEPRESIÓN
Título original: America’s Great Depression, 5th edition
(M ises Institute, 2000)
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A Joey, el marco indispensable
ÍNDICE
ÍNDICE DE TÉRMINOS
AGRADECIMIENTOS
PREFACIO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA, por Jesús Huerta de Soto
PRÓLOGO, por Juan Ramón Rallo
INTRODUCCIÓN A LA QUINTA EDICIÓN EN INGLÉS
INTRODUCCIÓN A LA CUARTA EDICIÓN EN INGLÉS
INTRODUCCIÓN A LA TERCERA EDICIÓN EN INGLÉS
INTRODUCCIÓN A LA SEGUNDA EDICIÓN EN INGLÉS
INTRODUCCIÓN A LA PRIMERA EDICIÓN EN INGLÉS
PARTE I
LA TEORÍA DEL CICLO ECONÓMICO
CAPÍTULO 1. LA TEORÍA POSITIVA DEL CICLO ECONÓMICO
I. CICLOS ECONÓMICOS Y FLUCTUACIONES EMPRESARIALES
II. EL PROBLEMA: EL CLÚSTER DE ERRORES
III. LA EXPLICACIÓN: EL AUGE Y LA DEPRESIÓN
IV. FACTORES SECUNDARIOS DE LA DEPRESIÓN: LA CONTRACCIÓN DEFLACIONARIA DEL CRÉDITO
V. LA POLÍTICA DEL GOBIERNO EN LA DEPRESIÓN: LAISSEZ-FAIRE
VI. PREVENIR LAS DEPRESIONES
VII. PROBLEMAS EN LA TEORÍA AUSTRIACA DEL CICLO ECONÓMICO
PARTE II
EL AUGE INFLACIONARIO: 1921-1929
CAPÍTULO 4. LOS FACTORES INFLACIONARIOS
I. LA DEFINICIÓN DE OFERTA DE DINERO
II. INFLACIÓN DE LA OFERTA MONETARIA, 1921-1929
III. GENERANDO INFLACIÓN I: LOS REQUERIMIENTOS DE RESERVAS
IV. GENERANDO INFLACIÓN II: LAS RESERVAS TOTALES
V. EL DINERO DEL TESORO
VI. LETRAS DESCONTADAS
VII. LETRAS COMPRADAS - ACEPTACIONES BANCARIAS
VIII. TÍTULOS DEL GOBIERNO DE LOS ESTADOS UNIDOS
CAPÍTULO 9. 1930
I. MÁS INFLACIÓN
II. LA TARIFA SMOOT-HAWLEY
III. HOOVER EN LA SEGUNDA MITAD DE 1930
IV. LA CAMPAÑA POR LA OBRA PÚBLICA
V. LA CARGA FISCAL DEL GOBIERNO
Si bien el problema de 1929 ha sido por mucho tiempo de mi interés así como del
interés de la mayoría de los norteamericanos, dirigí mi atención por primera vez al
estudio de la Gran Depresión cuando el Sr. Leonard E. Read, presidente de la
Foundation for Economic Education, me pidió, años atrás, que preparara un breve
artículo sobre el tema. Le estoy muy agradecido al Sr. Read porque, con ese pedido, él
se transformó en la chispa que encendió la llama del presente libro. Luego de escribir
el artículo, dejé descansar el tema por muchos años debido a la presión de otros
trabajos. Tiempo después, y tras el cálido aliento del Sr. Richard C. Cornuelle, de la
Foundation for Voluntary Welfare, me avoqué a la tarea de expandir el artículo y
transformarlo en el presente trabajo, una transformación que ha dejado pocos rastros
del bosquejo original. Estoy en deuda particularmente con la Earhart Foundation, sin
cuya ayuda este estudio jamás habría podido llevarse a cabo.
Además, mi deuda suprema es con el profesor Ludwig von Mises, cuya monumental
teoría de los ciclos económicos he utilizado para explicar la, de otra forma, misteriosa
depresión de 1929. De todas las notables contribuciones del profesor Mises a la
ciencia económica, su teoría de los ciclos económicos es definitivamente una de las
más importantes. No es una exageración decir que cualquier estudio del ciclo
económico que no se base en este marco teorético está condenado a ser una tarea
infructuosa.
La responsabilidad por este trabajo es, por supuesto, enteramente mía.
PREFACIO
A LA EDICIÓN ESPAÑOLA
El colapso de Wall Street entre septiembre y octubre de 1929 y la Gran Depresión que
le siguió estuvieron dentro de los acontecimientos más importantes del siglo XX.
Hicieron que la Segunda Guerra Mundial fuera posible, aunque no inevitable, y al
afectar a la confianza en la eficacia del mercado y del sistema capitalista, ayudaron a
explicar por qué el absurdamente ineficiente y cruel sistema de comunismo soviético
sobrevivió por tanto tiempo. De hecho, podría argumentarse que las consecuencias
emocionales e intelectuales últimas de la Gran Depresión no pudieron ser del todo
eliminadas de la mente de la Humanidad sino hasta finales de la década de los ‘80,
cuando la alternativa colectivista soviética al capitalismo cayó en una ruina inevitable y
el mundo entero aceptó que no había sustituto para el sistema de mercado.
Dada la importancia de estos acontecimientos, entonces, la incapacidad de los
historiadores para explicar tanto su magnitud como su duración es uno de los grandes
misterios de la moderna historiografía. Para empezar, el quiebre de Wall Street en sí
mismo no era en absoluto extraordinario. La economía norteamericana se había
expandido rápidamente desde el último retroceso en 1920 gracias a la asistencia
inflacionaria de los banqueros y el Gobierno federal. En consecuencia, era necesaria
una corrección. De hecho, era muy necesaria. La economía, en concreto, dejó de crecer
en junio y era inevitable que este cambio en la economía real se reflejara en el mercado
de acciones.
El mercado alcista se terminó efectivamente el 3 de septiembre de 1929, cuando los
astutos operadores regresaron de sus vacaciones y echaron un vistazo a las cifras
subyacentes. Las posteriores alzas fueron meros espasmos en una tendencia
consistentemente bajista. El lunes 21 de octubre, por primera vez, el teletipo bursátil no
pudo seguirle el paso a las noticias de las caídas y jamás pudo recuperarse. Las
llamadas de margen habían comenzado a ser enviadas por telegrama el sábado anterior
y, hacia el comienzo de la semana, los especuladores comenzaron a darse cuenta que
podrían perder sus ahorros e incluso sus viviendas. El jueves 24 de octubre las
acciones cayeron verticalmente al no haber ningún comprador, al mismo tiempo que las
posiciones de los especuladores se liquidaban dada su ausencia de respuesta a la
llamada de margen. Luego llegó el Martes Negro, el 29 de octubre, y la primer oleada
de ventas de acciones sólidas con el objetivo desesperado de incrementar la tan
necesitada liquidez.
Hasta el momento todo era explicable y fácilmente podría haberse predicho. Esta
corrección particular del mercado tenía que ser severa dada la cantidad de
especulación sin precedentes que las regulaciones de Wall Street permitían entonces.
En 1929, 1.548.707 clientes tenían cuentas abiertas en las 29 Bolsas de Comercio de
los Estados Unidos. En una población de 120 millones, cerca de 30 millones de
familias tenían un vínculo activo con el mercado y un millón de inversores podrían ser
llamados especuladores. Más aún, cerca de un tercio de estos estaban operando en el
margen: esto es, con fondos que o bien no poseían, o bien no podían fácilmente
producir.
El peligro de este crecimiento en la operatoria en el margen se componía del encanto
alucinógeno de los fondos de inversión que marcaron la última etapa del mercado
alcista. Tradicionalmente, las acciones se valoraban cerca de diez veces el valor de sus
ganancias. Con la operatoria de grandes márgenes, las ganancias sobre las acciones, de
solo un 1 o 2%, eran ampliamente menores que el interés del 8 o 10% de los créditos
utilizados para comprarlas. Esto significaba que cualquier beneficio se derivaba
solamente de las ganancias capitales, de la diferencia entre compra y venta de la
acción. De ahí que Radio Corporation of America, que jamás había pagado dividendos,
fuera de 85 a 410 puntos en 1928. En 1929, algunas acciones estaban vendiéndose a un
ratio de 50 veces las ganancias. Un auge bursátil basado completamente en las
ganancias capitales es meramente una forma de esquema piramidal. Hacia finales de
1928, los nuevos fondos de inversión llegaban al mercado a un ritmo de uno por día, y
prácticamente todos eran arquetípicas pirámides invertidas. Tenían un «alto
apalancamiento» —término nuevo en 1929— a través de sus supuestamente inteligentes
inversiones, y aseguraron un crecimiento fenomenal de la Bolsa sobre la base de un
pedestal muy pequeño de crecimiento real. La United Founders Corporation, por
ejemplo, había sido creada por una bancarrota con una inversión de 500 dólares, y en
1929 sus recursos nominales, que determinaban el precio de su acción, ascendían a
686.165.000 dólares. Otro fondo de inversión tenía un valor de mercado de más de mil
millones de dólares, pero su activo principal era una compañía eléctrica que en 1921
estaba valorada en solo 6 millones. Estos fondos, cuyos activos eran casi por completo
papeles de dudosa calidad, le dieron al auge una superestructura adicional de
especulación pura, y una vez que el mercado quebró, el «alto apalancamiento» funcionó
a la inversa.
De ahí que el despertar del sueño fuera necesariamente doloroso, y no sorprende que
al final del día 24 de octubre once reconocidos hombres de Wall Street se suicidaran.
El pánico inmediato continuó el 13 de noviembre, cuando el mercado ya había caído
desde los 452 a los 224 puntos. Esa fue realmente una corrección fuerte, pero debe
recordarse que en diciembre de 1928 el índice estaba en 245, solo 21 puntos más
arriba. Las bajas en las Bolsas de Valores y en los negocios cumplen funciones
económicas esenciales. Deben ser fuertes, pero no necesariamente deben ser duraderas
porque se autoajustan. Todo lo que necesitan de parte del gobierno, de la comunidad de
negocios y del público es paciencia. La recesión de 1920 se autoajustó en un lapso de
un año. No había ninguna razón para pensar que la crisis de 1929 tuviera que durar
mucho más, ya que la economía norteamericana era fundamentalmente sólida. Si se
hubiera dejado que la recesión se ajustara a sí misma, como debería haberlo hecho
hacia finales de 1930 de acuerdo con la anterior analogía, la confianza habría regresado
y la debacle mundial jamás habría ocurrido.
En cambio, el mercado bursátil se convirtió en el motor del desastre, llevando a la
destrucción a toda la nación y, tras ella, al mundo. Hacia el 8 de julio de 1932, el índice
industrial del New York Times había caído de 224 puntos al final del pánico inicial a
58. La US Steel, la acerera más grande y más eficiente del mundo, que había llegado a
estar en 262 puntos antes del estallido en 1929, ahora solo estaba en 22. General
Motors, una de las compañías manufactureras más exitosas y mejor administradas del
mundo, había caído desde 73 a 8 puntos. Estas estrepitosas caídas fueron reflejándose
gradualmente en la economía real. La producción industrial, que estaba en un nivel de
114 en agosto de 1929, estaba en 54 en marzo de 1933, una caída de más del doble,
mientras que la producción de bienes durables manufacturados cayó un 77%, casi
cuatro quintos. El negocio de la construcción cayó de 8,7 mil millones en 1929 a 1,4
mil millones de dólares en 1933.
En el mismo período, el desempleo subió de un mero 3,2 al 24,9% en 1933 y al
26,7% el año siguiente. En un momento dado, 34 millones de hombres, mujeres y niños
se encontraban sin ningún tipo de ingreso, y esta cifra no incluye a las familias del
sector agrícola, que también habían sido duramente golpeadas. Los ingresos en la
ciudad colapsaron. Escuelas y universidades cerraron sus puertas o se declararon en
quiebra, y la malnutrición llegó al 20%, algo que no había sucedido jamás en la historia
de los Estados Unidos —ni siquiera en los días de los primeros asentamientos
coloniales.
Este patrón se repetía a través de todo el mundo industrializado. Era la peor
depresión de la Historia, y la más prolongada. Y, en efecto, no hubo una recuperación
natural. Francia, por ejemplo, no recuperó sus niveles de producción industrial hasta
mediados de los años ’50. La economía mundial, si es que siquiera podemos decir esto,
fue salvada por la guerra, o quizás por sus preparativos. La primera economía
importante en revitalizarse fue la alemana que, con el advenimiento del régimen nazi de
Hitler en enero de 1933, se embarcó en un programa de rearme inmediato. En el lapso
de un año, Alemania había recuperado el pleno empleo. Ningún otro país tuvo tanto
éxito. Inglaterra comenzó a rearmarse en 1937 y, a partir de ese momento, el desempleo
fue reduciéndose de manera gradual, aunque todavía se encontraba en niveles
históricamente máximos cuando la guerra comenzó el 3 de septiembre de 1939. Esa fue
la fecha en que Wall Street, anticipando las lucrativas ventas de armamentos y la
eventual participación norteamericana en la guerra, regresó finalmente a sus niveles de
1929.
Es una historia sombría y no creo que ningún historiador la haya explicado de manera
satisfactoria. ¿Por qué fue tan profunda? ¿Por qué tan prolongada? Hasta el día de hoy,
no lo sabemos realmente. Pero el escritor que, a mi juicio, más se ha acercado a
proveer un análisis satisfactorio es Murray N. Rothbard en La Gran Depresión.
Durante medio siglo, la explicación convencional, provista por John Maynard Keynes y
sus seguidores, era que el capitalismo era incapaz de salvarse a sí mismo y que el
gobierno había hecho demasiado poco para rescatar un sistema de mercado
intelectualmente quebrado como consecuencia de su propia insensatez. Este análisis se
va volviendo cada vez menos convincente a medida que pasan los años, especialmente
cuando el keynesianismo mismo ha perdido bastante crédito.
Mientras tanto, en 1963, Rothbard trabajó en una explicación que ha puesto patas
arriba la explicación tradicional. La severidad del colapso de Wall Street, argumenta,
no se debió a la irrestricta capacidad de un capitalismo filibustero, sino a la insistencia
del gobierno para mantener el boom artificialmente inyectando créditos inflacionarios.
La caída en las acciones continuó y la economía real comenzó la caída libre, no porque
el gobierno hubiera intervenido demasiado poco, sino porque el gobierno había
interferido demasiado. Rothbard fue el primero en puntualizar que, en este contexto, el
espíritu de la época en los años ‘20, y aún más en la década del ’30, favorecía que el
gobierno planificara, manipulara, ordenara, y exhortara. Fue la resaca de la Primera
Guerra Mundial, y el propio presidente Hoover, que había adquirido prominencia
internacional en la guerra al administrar los programas de alivio y que había ocupado
altos puestos en el departamento económico durante los ’20 antes de llegar a la Casa
blanca en 1929, que fue un planificador, manipulador, ordenador y exhortador nato.
El departamento de Hoover fue el único del Gobierno federal en expandirse de
manera constante en poder y en cifras a los largo de los ’20, y constantemente había
instado al presidente Harding y al presidente Coolidge para que tuvieran un rol más
activo en el manejo de la economía. Coolidge, un genuino minimalista en términos de
gobierno, se quejaba: «Por seis años, este hombre me ha provisto de consejos no
pedidos, todos ellos erróneos». Cuando Hoover se hizo cargo finalmente de la Casa
Blanca, siguió sus propios consejos y la convirtió en un motor de intervención, en
primer lugar inyectando más crédito en una economía que ya estaba sobrecalentada y
luego, cuando la burbuja se pinchó, haciendo todo lo que estuvo a su alcance para
organizar operaciones gubernamentales de rescate.
Vemos ahora, gracias al enfoque de Rothbard, que el período Hoover-Roosevelt fue
en realidad un continuum: muchas de las supuestas innovaciones del New Deal fueron,
de hecho, expansiones o intensificaciones de las soluciones, o pseudo-soluciones, de
Hoover. La administración de Franklin Delano Roosevelt difería de la administración
de Herbert Hoover solo en dos aspectos importantes: era infinitamente más exitosa en
el manejo de las relaciones públicas y gastaba más dinero del contribuyente. Y, de
acuerdo con Rothbard, el efecto neto de ese continuo en las políticas de Hoover y
Roosevelt fue el de hacer más seria la depresión y prolongarla prácticamente hasta
finales de los años ‘30. La Gran Depresión no fue un fallo del capitalismo, sino del
Estado hiperactivo.
No arruinaré el placer del lector adentrándome más profundamente en los argumentos
de Rothbard. Su libro es un tour de force intelectual ya que consiste, de principio a fin,
en una tesis respaldada, presentada con una lógica implacable, abundantes ilustraciones
y gran elocuencia. Conozco pocos libros que den al mundo de la Historia Económica
tanta vida y que contengan tantas lecciones tan contundentes, válidas aún en nuestros
días. Es también una mina rica en conocimiento interesante y arcano, y recomiendo a
los lectores explorar sus notas a pie de página, que contienen deliciosas citas tanto de
los maestros como de los insensatos de aquellos días, tres cuartos de siglo atrás. No
debe sorprendernos que el libro se esté editando nuevamente. Ha pasado la prueba del
tiempo con éxito, incluso con estilo, y me siento honrado de haber sido invitado a
presentárselo a una nueva generación de lectores.
PAUL JOHNSON
1999
INTRODUCCIÓN
A LA CUARTA EDICIÓN EN INGLÉS
Parecería haber un ciclo en las nuevas ediciones de este libro. La segunda edición se
publicó en medio de la recesión inflacionaria de 1969-70; la tercera, durante la
poderosa recesión inflacionaria de 1973-75. La economía se encuentra ahora
atravesando una nueva recesión con inflación al menos tan severa, y tal vez incluso
peor, que la contracción de 1973-75, que había sido la peor desde la crisis del ‘30.
La confusión y la desazón intelectual que notábamos en la introducción a la tercera
edición ahora se han intensificado. Por lo general, se admite que el keynesianismo se
encuentra intelectualmente en la bancarrota, y se nos hace presenciar el espectáculo de
algunos veteranos keynesianos que piden un aumento de los impuestos durante la
depresión, un cambio de frente que pocos consideran que valga la pena comentar y
mucho menos intentar explicar.
Gran parte de la perplejidad general es debida al hecho de que la depresión actual de
1981-83 llegó muy rápidamente después de la recesión de 1979-80, con lo que
comenzó a parecer que la rápida recuperación de 1980-81 podría haber sido solo un
interludio en medio de una recesión crónica que duró hasta 1979. La producción está
estancada desde hace años, la industria automotriz no se encuentra en buena forma, las
cajas de ahorro quiebran todas las semanas y el desempleo ha alcanzado su nivel más
alto desde la crisis del ‘30.
Una característica notable de la depresión de 1981-83 es que, al contrario que la de
1973-75, el pensamiento económico y la política económica no han ido en la dirección
de la planificación colectivista sino que se han movido hacia una supuesta política
económica de libre mercado. La Administración Reagan dio inicio a un show de
supuestos recortes drásticos presupuestarios y de impuestos, lo que sirvió para
disfrazar un masivo aumento del gasto y de los impuestos, de tal modo que ahora el
presidente Reagan se enfrenta a los déficits presupuestarios más grandes de la Historia
de los Estados Unidos. Si los keynesianos y ahora la Administración Reagan están
pidiendo una subida de impuestos para disminuir el déficit, entonces nos enfrentamos al
espectáculo igualmente bizarro de veteranos economistas liberales clásicos que en los
primeros días de la misma administración se disculpaban por los déficits pero sin
darles importancia. Si bien es teóricamente cierto que los déficits financiados por la
venta de bonos al público no son una medida inflacionaria, también es cierto que los
grandes déficits a) presionan enormemente a la Fed para que monetice la deuda; y b)
paraliza la inversión privada desplazando el ahorro privado y canalizándolo hacia el
innecesario e improductivo despilfarro estatal que también requerirá la imposición de
más altos impuestos en el futuro.
Los dos sellos distintivos de la economía de Reagan (Reaganomics) hasta ahora han
sido los enormes déficits y los tipos de interés considerablemente altos. Mientras que
los déficits suelen ser inflacionarios y siempre son perniciosos, resolverlos mediante la
subida de los impuestos equivale a curar una enfermedad matando al paciente. En
primer lugar, los impuestos más altos simplemente darán al gobierno más dinero para
gastar, de manera que el gasto y, en consecuencia, el déficit, tenderán a subir todavía
más. Recortar los impuestos, por otro lado, pone gran presión sobre el Congreso y la
administración para que se ajusten y recorten el gasto.
Pero de manera más directa, es absurdo sostener que un impuesto es mejor, desde el
punto de vista del consumidor-contribuyente, que el aumento del precio de un bien. Si
el precio de un producto sube a causa de la inflación, el consumidor sufre, pero al
menos puede disfrutar del bienestar que le produce el bien adquirido. Pero si el
gobierno sube los impuestos para evitar esa subida de los precios, el consumidor no
obtiene nada a cambio. Simplemente pierde su dinero sin obtener ningún servicio, con
la excepción de recibir eventualmente las órdenes de las autoridades gubernamentales
que ha sido forzado a subsidiar. Ceteris paribus, la subida de los precios siempre es
preferible a la subida de los impuestos.
Pero, finalmente, la inflación, como señalamos en este trabajo, no está causada por el
déficit sino por el incremento de la oferta monetaria debido a la Reserva Federal. Es
decir, es muy probable que un aumento de los impuestos no tenga ningún efecto sobre la
inflación.
Los déficits, entonces, deben eliminarse, pero solamente mediante el recorte de los
gastos estatales. Si los impuestos y el gasto público se recortan, entonces el bienvenido
resultado será reducir la carga parasitaria que estos representan sobre las actividades
productivas del sector privado.
Esto nos atrae hacia un nuevo punto de vista económico que ha surgido desde nuestra
última edición: «la economía del lado de la oferta» y su variante más extrema, la curva
de Laffer. Cuando los economistas del lado de la oferta señalan que una bajada de los
impuestos estimulará el trabajo, el ahorro y la productividad, solo están destacando
verdades subyacentes largamente conocidas por los economistas clásicos y austriacos.
Pero hay un problema con los economistas del lado de la oferta y es que, mientras piden
una gran reducción en el impuesto al ingreso, sostienen que el gasto público debe
mantenerse intacto, de manera que la carga que implica la transferencia de recursos
desde el sector privado productivo hacia el gasto improductivo del gobierno se
mantenga igual.
El ala de la curva de Laffer del grupo de los economistas que están del lado de la
oferta añade la noción de que una reducción en el impuesto al ingreso incrementará
tanto la recaudación fiscal gracias a las ganancias de producción que el presupuesto
seguirá balanceado. Existe poca discusión entre los lafferistas, sin embargo, acerca de
cuánto tiempo debe tomar este proceso, y no hay evidencia de que el ingreso suba lo
suficiente como para equilibrar el presupuesto o, siquiera, de que vaya a subir. Si, por
ejemplo, el gobierno decidiera ahora subir los impuestos un 30%, ¿alguien cree
sinceramente que la recaudación total vaya a caer?
Otro problema es que uno se pregunta si la meta principal de la política fiscal
debiera ser la de maximizar el ingreso del gobierno. Un objetivo mucho más sano
debería ser el de minimizar la recaudación y los recursos que el sector público absorbe
al sector privado.
De todos modos, la curva de Laffer ha sido poco probada por la administración
Reagan, ya que los tan cacareados recortes de impuestos al ingreso, además de verse
truncados y reducidos desde el plan original de Reagan, se han visto más que
contrarrestados por el programado aumento en los impuestos a la Seguridad Social y
por el cambio en las categorías fiscales de los trabajadores. Un cambio de este tipo
existe cuando la inflación hace que la gente pase a una categoría de ingreso nominal
(que no real) mayor y deba pagar automáticamente mayores impuestos.
Es un hecho generalmente aceptado que la recuperación de esta depresión no ha
llegado todavía porque los tipos de interés se han mantenido en niveles muy elevados, a
pesar de la caída en la tasa de inflación originada en la depresión. Los seguidores de
Milton Friedman han decretado que las tasas de interés «reales» (las tasas de interés
nominales menos la tasa de inflación) siempre se encuentran alrededor del 3%. Cuando
la inflación cae con fuerza, entonces, desde 12 a 5% (o menos), los monetaristas
predicen con confianza que el tipo de interés debería caer dramáticamente desatando
una recuperación cíclica. Sin embargo, las tasas de interés real han permanecido muy
por encima del 3%. ¿Cómo es esto posible?
La respuesta es que las expectativas son puramente subjetivas y no pueden capturarse
mediante el uso mecanicista de gráficos y regresiones. Después de varias décadas de
continua y agravada inflación, el público norteamericano se ha acostumbrado a esperar
más inflación crónica. Los respiros temporales durante las depresiones, la propaganda
y el alboroto de los políticos ya no son suficientes para revertir esas expectativas. A
medida que estas expectativas inflacionarias persistan, la inflación esperada
incorporada a las tasas de interés se mantendrá alta y las tasas de interés no caerán por
un largo período.
La Administración Reagan sabía, por supuesto, que debían revertirse las expectativas
inflacionarias, pero se equivocaron al creer que esto se podía conseguir con una
propaganda sin sustancia. De hecho, todo el programa económico de Reagan podría ser
considerado una lección de maestría escénica sobre los impuestos y el gasto, detrás del
cual los monetaristas, en control de la Fed y del Departamento del Tesoro, reducirían
supuestamente el ritmo de crecimiento de la cantidad de dinero. En teoría, esto
revertiría las expectativas inflacionarias; el gradualismo eliminaría la inflación sin
hacer que la economía sufriera el dolor de la recesión o de la depresión. Los
friedmanitas nunca entendieron el concepto austriaco de la necesidad de una recesión
para liquidar las malas inversiones realizadas durante el boom inflacionario. Como
resultado, el intento del gradualismo friedmanita para hacer una sintonía fina de la
economía y llevarla hacia una desinflación-sin-recesión terminó de manera similar a la
sintonía fina keynesiana que los monetaristas criticaron por décadas. La sintonía fina de
los seguidores de Friedman nos trajo una «desinflación» temporal acompañada de otra
severa depresión.
De esta forma, el monetarismo no logró ni una cosa ni la otra. La disminución en el
ritmo de crecimiento de la oferta monetaria fue lo suficientemente fuerte como para
precipitar la inevitable recesión, pero demasiado débil y gradual como para terminar
con la inflación de una vez por todas. En lugar de una recesión fuerte pero breve para
liquidar las malas inversiones realizadas durante el auge previo, ahora tenemos una
prolongada y crónica recesión que se suma al estancamiento continuo de la
productividad y el crecimiento económico. Un gradualismo pusilánime nos ha metido en
el peor de los mundos: inflación continua y una fuerte recesión, alto desempleo y
estancamiento crónico.
Una de las razones de esta recesión crónica y estancamiento es que el mercado
aprende. Las expectativas de inflación son una respuesta aprendida luego de décadas
de inflación y le agregan una prima a la tasa de interés pura. Como resultado, el
tradicional método de reducir los tipos de interés mediante la expansión del crédito y la
oferta monetaria no puede funcionar por mucho tiempo, ya que simplemente elevará las
expectativas de inflación y elevará los tipos de interés en lugar de reducirlos. Hemos
llegado al punto en que todo lo que hace el gobierno es contraproducente; la
conclusión, por supuesto, es que el gobierno no debe hacer absolutamente nada, es
decir, debe retirarse rápidamente del escenario monetario y económico y dejar que la
libertad y el mercado libre funcionen.
Además, ya es tarde para el gradualismo. La única solución fue expuesta por F.A.
Hayek, decano de la Escuela Austriaca de Economía, en su crítica al igualmente
desastroso gradualismo del régimen de Tatcher en Gran Bretaña. La única forma de
salir del embrollo actual es «pisar el freno» para parar en seco la inflación monetaria.
Después, la inevitable recesión será fuerte, pero pasará rápido y el mercado libre,
limpio de distorsiones, traerá la sólida recuperación en un tiempo asombrosamente
rápido. Solo un drástico y creíble frenazo puede realmente revertir las expectativas
inflacionarias del público norteamericano. Pero para que el frenazo pueda ser
realmente creíble debe tener lugar una cirugía general de las instituciones monetarias
norteamericanas, una cirugía similar en su objetivo a la creación del rentemark alemán,
que logró terminar con la inflación desbocada de 1923. Una medida importante sería
desnacionalizar el dólar fiat haciendo que vuelva a estar expresado en unidades de peso
en oro. Una política corolario de lo anterior debería ser prohibir a la Reserva Federal
la reducción de los requerimientos de reservas e impedir que vuelva alguna vez a
comprar activos; o, mejor aún, eliminar la Reserva Federal y separar por completo al
gobierno y a la oferta de dinero.
En cualquier caso, no hay signos de este tipo de políticas en el horizonte. Después de
un breve coqueteo con el oro, la Comisión del Oro que estableció el presidente, repleta
de friedmanitas defensores del dinero fiat en complicidad con los keynesianos, lo
rechazó por un margen abrumador. La política económica de Reagan —una mezcla de
monetarismo y keynesianismo fiscal envuelta en una retórica liberal clásica— de
ninguna manera podrá resolver el problema de la depresión con inflación o el del ciclo
económico.
Pero si la política de Reagan está condenada al fracaso, ¿qué pasará después?
¿Reviviremos la Gran Depresión de los años ‘30 como muchos están comenzando a
predecir? Es cierto que existen ominosas señales y paralelismos. El hecho de que la
administración Reagan no pueda reducir los tipos de interés le pone un freno constante
al mercado bursátil que ha estado en medio de un caos constante desde mediados de los
‘70 y cada vez se encuentra en peor forma. El mercado de bonos va camino del
colapso. El mercado inmobiliario por fin ha detenido su marcha gracias a los altos
intereses hipotecarios y lo mismo sucedió con muchos artículos de colección. El
desempleo está más alto en cada década y ahora se encuentra en el punto más alto desde
la Gran Depresión, sin indicios de mejorar. El auge inflacionario de las últimas tres
décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial ha cargado a la economía con malas
inversiones y con una opresiva montaña de deuda internacional, comercial, de consumo
e hipotecaria. En las décadas recientes, los comercios se han apoyado en la inflación
para liquidar la deuda, pero si la «desinflación» (la disminución de la inflación de
1981 y la primera mitad de 1982) continúa, ¿qué sucederá con la deuda? Cada vez más,
la respuesta serán las quiebras y una recesión más profunda. El índice de bancarrotas es
ya el más elevado desde la Gran Depresión. Las cajas de ahorro atrapadas entre las
altas tasas de interés que deben pagarle a sus depositantes y los bajos tipos que cobran
a las hipotecas de largo plazo, comenzará a entrar en bancarrota o se verán forzadas a
entrar en fusiones con otras cajas de ahorro igualmente quebradas. Incluso los bancos
comerciales, por cincuenta años bajo el manto de seguridad de la FDIC (Corporación
Federal de Seguros de Depósitos) comienzan ahora a irse por el desagüe, arrastrados
por sus propios malos créditos del pasado.
El tema está todavía peor en el frente internacional. Durante el gran auge del crédito,
los bancos norteamericanos han prestado irresponsablemente dólares inflados a
instituciones y gobiernos poco sensatos y altamente riesgosos del extranjero,
especialmente a gobiernos comunistas y gobiernos del Tercer Mundo. La Ley de
Control de Depósitos de 1980, que no muestra signos de que vaya a ser vetada por el
gobierno de Reagan, permite que la Reserva Federal compre cantidades ilimitadas de
moneda extranjera (o cualquier otro activo) para reducir los requerimientos de reservas
bancarias a cero. En otras palabras, prepara el escenario para una inflación ilimitada
de dinero y crédito por parte de la Fed. El rescate del gobierno polaco y el rechazo del
gobierno norteamericano de declararlo en bancarrota para que el contribuyente (o
poseedor de dólares) siga pagando la cuenta por tiempo indefinido es un presagio para
el futuro. Solo la masiva inflación podrá eventualmente rescatar a los deudores
internacionales de los bancos norteamericanos.
Dado que el gradualismo monetarista no permitirá una recesión suficientemente
aguda como para cancelar toda la deuda, esto significa que la economía norteamericana
se verá cada vez más enfrentada a dos alternativas: una depresión deflacionaria enorme
como la de 1929 para limpiar la deuda o un rescate inflacionario masivo por parte de la
Reserva Federal. Con retórica de conservadurismo monetario o sin ninguna retórica, la
timidez y la confusión de la economía de Reagan deja muy claro cuál será la elección:
una masiva inflación en la cantidad de dinero y crédito y, de aquí, un regreso a la
inflación de dos dígitos (si no más), lo que llevará a los tipos de interés a niveles
incluso superiores, hasta el punto de que terminarán por inhibir la recuperación. Una
administración demócrata probablemente infle con un entusiasmo todavía mayor. En
perspectiva, entonces, no tenemos precisamente una depresión del estilo de la de 1929,
sino una depresión inflacionaria de proporciones gigantescas. Hasta entonces, el
programa austriaco de solidez monetaria, patrón oro, abolición de la Fed y mercado
libre habrá sido rechazado por todos (economistas, políticos y el público en general)
por ser demasiado draconiano. Pero las políticas austriacas son cómodas y moderadas
si se las compara con el infierno económico de la inflación permanente, el
estancamiento, el elevado desempleo y la depresión inflacionaria adonde los
keynesianos y los friedmanitas neo-keynesianos nos han llevado. Tal vez este
holocausto económico presente y futuro haga que el público norteamericano se aleje de
las viejas y fallidas medicinas y se acerque al análisis y a las conclusiones de política
económica de la Escuela Austriaca de Economía.
MURRAY ROTHBARD
Stanford, California
Septiembre de 1982
INTRODUCCIÓN
A LA TERCERA EDICIÓN EN INGLÉS
Los Estados Unidos se encuentran ahora en el medio de una recesión inflacionaria total.
La recesión inflacionaria de 1969-71 ha sido rápidamente reemplazada por una
depresión todavía más inflacionaria que comenzó cerca de noviembre de 1973 y luego
se transformó en una severa depresión cerca de otoño de 1974. A partir de allí, la
producción física cayó de manera sostenida y sustancial mientras que la tasa de
desempleo se elevó a cerca del 10%, e incluso por encima en algunas áreas industriales
clave. El desesperado intento por parte del establishment político y económico de
darle un halo de optimismo a la depresión más dura desde la década del ‘30 se basa en
dos argumentos: a) que las estadísticas laborales son inadecuadas; y b) que las cosas
estaban mucho peor después del crack de 1929. Lo primero es cierto pero es
irrelevante; a pesar de lo malas que puedan ser las estadísticas, la rápida y marcada
subida del desempleo desde una tasa por debajo del 6% hasta el 10% en el período de
solo un año (desde 1974 a 1975) es elocuente respecto de la espeluznante situación. Es
cierto que la economía estaba peor en los años ‘30, pero esa fue la depresión más dura
de la Historia de los Estados Unidos; ahora nos encontramos en medio de una depresión
que, con seguridad, no sería considerada moderada con los estándares previos a 1929.
La depresión inflacionaria actual les ha mostrado con dureza a los economistas de la
nación que sus preciadas teorías —adoptadas y aplicadas desde los años ‘30 hasta hoy
— son trágica y fundamentalmente incorrectas. Por cuarenta años, los libros de texto,
las publicaciones académicas y los discursos de nuestros principales asesores de
política económica nos han dicho que el gobierno tiene las herramientas para eliminar
fácilmente la inflación y la recesión. Nos han dicho que manipulando la política
monetaria y fiscal, el gobierno puede hacer una «sintonía fina» de la economía para así
abolir los ciclos económicos y asegurar una prosperidad permanente sin inflación. En
esencia —y librándonos de jergas, ecuaciones y gráficos—, el establishment
económico sostuvo durante todo este período que si la economía parece dirigirse hacia
la recesión el gobierno solo necesita pisar el acelerador fiscal y monetario —para
inyectarle a la economía más dinero y más gasto— y así eliminar la recesión. Y, por el
contrario, si la economía se está volviendo inflacionaria, todo lo que el gobierno
necesita hacer es pisar el pedal del freno monetario y fiscal —sacando el gasto y el
dinero fuera de la economía— y así eliminar la inflación. De esta forma, los
planificadores económicos del gobierno podrían guiar a la economía a través de un
camino preciso y cuidadoso entre los dos males opuestos de la recesión y el desempleo
por un lado y de la inflación por el otro. ¿Pero qué puede hacer el gobierno si la
economía sufre, al mismo tiempo, de una depresión y una inflación severa? ¿Qué dice
la teoría económica convencional al respecto? ¿Puede nuestro conductor designado, el
Gobierno Grande, apretar los pedales del acelerador y del freno al mismo tiempo?
Frente a esta cruel destrucción de todas sus esperanzas y planes, y rodeados de los
escombros de sus falaces teorías, los economistas de la nación han caído en una
profunda confusión y desesperanza. Dicho con crudeza, no tienen idea de qué hacer ni
de cómo explicar el caos económico actual. Puestos en acción, todo lo que pueden
hacer es alternar acelerador y freno con asombrosa velocidad a la espera de que algo
funcione (por ejemplo, el llamamiento del presidente Ford para que se incrementen los
impuestos a los ingresos en 1974 seguido del llamamiento para que estos se reduzcan
unos meses después). La teoría económica tradicional está en quiebra: más aún,
habiendo reemplazado los cursos de ciclos económicos con cursos de
«macroeconomía» en las escuelas de posgrado a lo largo y ancho del país, los
economistas ahora tienen que enfrentar la dura realidad y ver que los ciclos económicos
sí existen y que ellos no tienen las herramientas necesarias para comprenderlos.
Algunos economistas, líderes sindicales y empresarios, sin ninguna esperanza en el
mercado libre, han comenzado una campaña para tomar un giro radical hacia la
colectivización de la economía norteamericana (se destaca la Iniciativa del Comité
para la Planificación Económica Nacional, que incluye en sus filas a economistas como
Wassily Leontief, líderes sindicales como Leonard Woodcock y líderes empresarios
como Henry Ford II).
En medio de este ambiente cargado de oscuridad y desesperanza hay una escuela de
pensamiento económico que predijo el caos que vivimos en la actualidad, que tiene una
teoría convincente para explicarla y que ofrece el camino de salida. Un camino de
salida que, lejos de agredir a la libre empresa y favorecer la planificación colectivista,
defiende la restauración de un sistema puro de libre empresa, lejos de la intervención
gubernamental que ha sufrido por décadas. Esta escuela de pensamiento es la teoría
«austriaca» presentada en este libro. La perspectiva austriaca sostiene que la inflación
persistente aparece después del continuo y crónico aumento de la oferta monetaria,
orquestado por el Gobierno federal. Desde la aparición del Sistema de la Reserva
Federal en 1913, la oferta de dinero y crédito bancario de los Estados Unidos pasó a
estar totalmente bajo el control del Gobierno federal; un control que se ha visto
adicionalmente fortalecido después de que Estados Unidos repudiaran el patrón oro
doméstico en 1933, así como el patrón oro detrás del dólar en las transacciones
internacionales en 1968 y, finalmente, todo vestigio del patrón oro en 1971.
Abandonado el patrón oro, no hay necesidad de que la Reserva Federal o sus bancos
respalden los dólares con oro, con lo que la Fed puede expandir la oferta de dólares en
papel o en dinero bancario tanto como lo desee. A mayor expansión, mayor tendencia
de los precios a acelerarse hacia arriba, generando una descoordinación en la economía
y empobreciendo a todos aquellos cuyos ingresos no suben tanto como la tasa de
inflación.
La teoría austriaca muestra, además, que la tasa de desinflación no es la única
consecuencia lamentable de la expansión gubernamental del dinero y el crédito, ya que
esa expansión distorsiona la estructura de la inversión y la producción, generando una
inversión excesiva en proyectos que no son viables en la industria de bienes de capital.
Esta distorsión se refleja en el hecho bien conocido de que, en los períodos de auge, los
precios de los bienes de capital suben más que los precios de los bienes de consumo.
Los períodos de recesión del ciclo económico se vuelven, entonces, inevitables dado
que la recesión es el proceso correctivo necesario a través del cual el mercado liquida
las malas inversiones del auge y redirige los recursos desde las industrias de bienes de
capital hacia las industrias de bienes de consumo. A mayor duración de la distorsión
inflacionaria, mayor severidad tendrá el proceso de ajuste recesivo. Durante la
recesión, la migración de recursos se da a través de la caída relativa de los precios de
los bienes de capital respecto de los precios de los bienes de consumo. Durante la
depresión de 1974-1975 hemos visto que esto ocurrió con las materias primas
industriales cayendo rápida y profundamente, con los precios mayoristas manteniéndose
o cayendo levemente, pero con los precios de los bienes de consumo subiendo con
rapidez. En resumen, la depresión con inflación.
¿Qué debe hacer el gobierno entonces si la teoría correcta es la austriaca? En primer
lugar, solo pude resolver el problema de la inflación crónica y potencialmente
descontrolada de una forma: dejando de inflar. Es decir, frenar su propia expansión de
la oferta monetaria a través de la manipulación de la Reserva Federal que reduce los
requerimientos de reservas o compra activos en el mercado abierto. El responsable de
la inflación no es el monopolio empresarial, la agitación de los sindicatos, las
corazonadas de los especuladores o la «codicia» de los especuladores; la responsable
de la inflación es la operatoria de falsificación legalizada del propio gobierno. Es que
el gobierno es la única institución de la sociedad con el poder de falsificar; es decir, de
crear nuevo dinero. Y mientras siga utilizando ese poder, seguiremos padeciendo la
inflación, incluso niveles de inflación descontrolada que destruyan totalmente la
moneda. Como mínimo, deberíamos pedirle al gobierno que deje de utilizar el poder de
inflar. Sin embargo, como todo poder que se posea será utilizado y abusado, una
metodología mucho mejor para terminar con la inflación sería impedir por completo
que el gobierno utilizase este poder de falsificación, bien aprobando una ley que
prohíba a la Fed comprar nuevos activos o reducir los requerimientos de reservas o
bien, más fundamentalmente, aboliendo por completo el Sistema de la Reserva Federal.
Vivimos sin tal sistema de banca centralizada antes de 1913 y lo hicimos con
inflaciones y depresiones mucho menos desenfrenadas. Otra reforma vital sería regresar
al patrón oro, y así regresar a un dinero basado en un bien producido no en las
imprentas del gobierno sino en el mercado. En 1933, el Gobierno federal tomó y
confiscó el oro del público diciendo que sería una medida temporal debida a la
emergencia del momento; esa emergencia se terminó hace 40 años, pero el oro de la
gente sigue fuera de su alcance en Fort Knox.
En cuanto a evitar las depresiones, el remedio es simple: nuevamente, evitar la
inflación quitándole a la Fed el poder de inflar la oferta monetaria. Si nos encontramos
en una depresión, como estamos ahora, el único camino correcto para seguir es el de
evitar la interferencia estatal y permitir que el proceso de recesión y ajuste se complete
tan rápido como sea posible, restaurando así un sistema económico próspero y
saludable. Antes de la masiva intervención estatal de los años ‘30, todas las recesiones
eran breves. La fuerte depresión de 1921, por ejemplo, se terminó tan rápido que el
secretario de comercio Hoover, a pesar de sus inclinaciones a favor del
intervencionismo, no fue capaz de convencer al presidente Harding de que interviniera
con suficiente rapidez; en el momento en que Harding se convenció de que debía
intervenir, la depresión ya había pasado y la prosperidad había regresado. Cuando el
mercado bursátil colapsó en octubre de 1929, Herbert Hoover, ahora presidente,
intervino tan rápidamente y tan masivamente que el proceso de ajuste del mercado se
paralizó y las políticas del New Deal de Hoover y Roosevelt consiguieron perpetuar la
enorme depresión, de la que fuimos rescatados solamente con la llegada de la Segunda
Guerra Mundial. El laissez-faire —una política estricta de no intervencionismo— es el
único camino que puede asegurar una rápida recuperación en cualquier situación de
crisis.
En estos tiempos de confusión y desazón, entonces, la Escuela Austriaca nos ofrece
tanto una explicación como una prescripción para nuestros padecimientos actuales. Es
una prescripción que es tan radical y tal vez tan políticamente inadmisible como la idea
de destruir la economía libre e ir hacia un sistema totalitario e impracticable de
planificación económica colectivista. La prescripción austriaca es precisamente el
extremo opuesto: solo podremos sobreponernos a la crisis actual y a la venidera si
terminamos con la intervención estatal en la economía y, específicamente, si
eliminamos el control gubernamental de la inflación y de la oferta monetaria así como
su injerencia en cualquier proceso de ajuste recesivo. En tiempos de crisis, no es
suficiente con meras reformas superficiales; debemos dar el paso radical hacia delante
y sacar al gobierno de la escena económica, separar al gobierno por completo de la
oferta monetaria y de la economía y avanzar hacia una economía de empresarios y hacia
un mercado libre sin ataduras.
MURRAY N. ROTHBARD
Palo Alto, California
Mayo de 1975
INTRODUCCIÓN
A LA SEGUNDA EDICIÓN EN INGLÉS
En los años que han pasado desde la publicación de la primera edición, el ciclo
económico ha vuelto a surgir en la conciencia de los economistas. Durante la década
del ‘60 nos prometieron nuevamente, como en la Nueva Era de los años ‘20, la
abolición del ciclo económico gracias a la aplicación de políticas keynesianas y otras
sofisticadas técnicas de intervención gubernamental. La marcada recesión que comenzó
alrededor de noviembre de 1969 y de la cual, al momento de esta recesión, no nos
hemos recuperado aún, ha sido un duro pero bienvenido recordatorio de que el ciclo
todavía está vivo.
Una característica de la recesión actual que ha sido particularmente sorprendente y
desagradable es el hecho de que los precios de los bienes de consumo hayan seguido
creciendo durante la recesión. En el ciclo clásico, los precios caen durante las
recesiones o las depresiones y esta caída de los precios es una bienvenida ventaja que
los consumidores pueden aprovechar en momentos de pesadumbre generalizada. En la
recesión actual, sin embargo, hasta esta ventaja ha sido removida, y el consumidor
ahora sufre una combinación de los peores rasgos de la recesión y la inflación.
Ni los establecidos keynesianos ni la contemporánea escuela «monetarista» pudo
anticipar o puede proveer una explicación satisfactoria de este fenómeno de «recesión
inflacionaria». Sin embargo, la teoría «austriaca» contenida en este libro no solo
explica esta particularidad, sino que demuestra que es una tendencia general y universal
durante las recesiones, ya que la esencia de la recesión, como muestra la teoría
austriaca, es un reajuste de la economía para liquidar las distorsiones instaladas
durante el auge —en particular, la excesiva inversión en las industrias de bienes de
capital y la subinversión en las industrias de bienes de consumo. Una de las formas en
las que el mercado redirige los recursos desde las industrias de bienes de capital hacia
las industrias de bienes de consumo es a través de una relativa caída de los precios en
las primeras y una subida relativa de los precios en las segundas. Las quiebras y la
contracción relativa de los salarios y los precios en los inflados y mal invertidos
órdenes superiores de bienes de capital redirigirán los recursos de la tierra, el trabajo y
el capital hacia los bienes de consumo y así se reestablecerá la respuesta eficiente a las
demandas de los consumidores. Es decir, se reestablecerá la condición normal de una
economía de mercado libre.
En resumen, los precios de los bienes de consumo siempre tienden a subir, en
relación con los precios de los bienes de producción, durante las recesiones. El motivo
por el cual este fenómeno no se había observado con anterioridad es que durante las
recesiones pasadas los precios habían caído de manera generalizada. Si, por ejemplo,
los precios de los bienes de consumo caen un 10% y los precios de, digamos, el
cemento caen un 20%, nadie se preocupa por una «inflación» durante la recesión; pero,
en realidad, los precios de los bienes de consumo, en este caso, también han subido en
relación con los precios de los bienes de producción. Los precios en general caían
durante las recesiones porque la deflación monetaria y bancaria solía ser una
característica invariable de las contracciones económicas. Pero en las últimas décadas,
la deflación monetaria se ha visto estrictamente restringida por la expansión
gubernamental del crédito y de las reservas bancarias, y el fenómeno de caída real de
la oferta monetaria se ha convertido, en el mejor de los casos, en un débil recuerdo. El
resultado de la prohibición de la deflación por parte del gobierno es que el nivel de
precios no cae más, ni siquiera durante las recesiones. En consecuencia, el ajuste entre
los bienes de consumo y los bienes de capital que debe tener lugar durante una
recesión, ahora debe darse sin el manto compasivo de la deflación. De esta forma, los
precios de los bienes de consumo todavía suben en términos relativos, pero ahora, en
ausencia de la deflación generalizada, deben subir también en términos absolutos y con
total visibilidad. La intromisión del gobierno para prevenir la deflación, entonces, ha
impedido que el público goce de una de las grandes ventajas de las recesiones: la caída
en el coste de vida. La intervención del gobierno para contrarrestar la deflación nos ha
traído el desagradable fenómeno de la recesión con inflación.
Junto con el renovado énfasis en el ciclo económico, la última parte de la década del
‘60 fue testigo del surgimiento de la Escuela «monetarista» de Chicago, liderada por
Milton Friedman, un importante competidor del énfasis keynesiano en la política fiscal
compensatoria. Mientras que el enfoque de Chicago provee un bienvenido retorno al
énfasis pre-keynesiano en el rol crucial del dinero en los ciclos económicos, en esencia
no es más que un recrudecimiento de la teoría «puramente monetaria» de Irving Fisher y
Sir Ralph Hawtrey de las décadas de 1910 y 1920. Siguiendo los modos de los
economistas clásicos ingleses, los monetaristas separan estrictamente el «nivel de
precios» de los movimientos de los precios a nivel individual; las fuerzas monetarias
determinan, supuestamente, al primero, mientras que la oferta y la demanda de los
bienes en particular determinan a los segundos. De aquí que, para los monetaristas, las
fuerzas monetarias no tengan ningún efecto significativo o sistemático sobre el
comportamiento de los precios relativos o sobre la estructura de la producción. De esta
forma, mientras los monetaristas ven que un incremento en la cantidad de dinero y
crédito tenderá a elevar el nivel general de precios, ignoran que luego se requiere de
una recesión para eliminar las distorsiones y las malas inversiones llevadas a cabo en
el precedente boom. En consecuencia, los monetaristas no tienen una teoría causal del
ciclo económico; cada etapa del ciclo se transforma en un evento no correlacionado con
la etapa siguiente.
Además, al igual que en el caso de Fisher y Hawtrey, los monetaristas de hoy
también sostienen que el ideal ético y económico debe ser la mantención de un nivel de
precios estable y constante. Se supone que la esencia del ciclo económico está en las
subidas y las bajadas —los movimientos— del índice general de precios. Dado que
este nivel está determinado por las fuerzas monetarias, los monetaristas sostienen que si
el gobierno logra mantener estable el nivel de precios, el ciclo económico
desaparecerá. Friedman, por ejemplo, en su A Monetary History of the United States,
1867-1960 (1963), emula a sus mentores al alabar a Benjamin Strong por mantener
estable el nivel de precios mayoristas durante los años ‘20. Para los monetaristas, la
inflación del dinero y del crédito bancario comandada por Strong no tuvo efectos
adversos ni relación alguna con el ciclo de auge y recesión; por el contrario, la Gran
Depresión fue causada por la política monetaria conservadora que vino luego de la
muerte de Strong. Así, mientras que tanto los monetaristas de Chicago influidos por las
ideas de Fisher como los austriacos se enfocan en el rol vital que tuvo el dinero durante
la Gran Depresión y que tiene en otros ciclos económicos, la relación causal y las
conclusiones de política económica son diametralmente opuestas. Para los austriacos,
la inflación monetaria de la década del ‘20 preparó el escenario de manera inevitable
para la depresión, una depresión que luego se vio agravada (y donde se mantuvieron las
malas inversiones) por los esfuerzos de la Reserva Federal por seguir inflando durante
los ‘30. Los de Chicago, por el otro lado, al no ver una relación causal que vaya desde
el boom hacia la recesión, alaban la política de los años ‘20 de mantener el nivel de
precios estable y creen que la depresión se podría haber curado con rapidez si solo la
Reserva Federal hubiera inflado de una manera mucho más intensa durante la
depresión.
La tendencia de largo plazo de las economías de libre mercado no afectadas por la
expansión monetaria es una caída suave del nivel de precios a medida que la
productividad y la producción de bienes y servicios siguen creciendo. La política
austriaca de abstenerse todo el tiempo de incurrir en una expansión monetaria
permitiría que la tendencia del mercado libre siguiera su camino y removería por tanto
las disrupciones de los ciclos económicos. El objetivo de Chicago del nivel de precios
estable, que solo puede obtenerse gracias a una continua expansión del dinero y del
crédito, generará inconscientemente, al igual que durante la década de 1920, el ciclo de
auge y recesión que ha demostrado ser tan destructivo durante los últimos 200 años.
MURRAY N. ROTHBARD
Nueva York
1971
INTRODUCCIÓN
A LA PRIMERA EDICIÓN EN INGLÉS
CAPÍTULO 1
LA TEORÍA POSITIVA
DEL CICLO ECONÓMICO
El estudio de los ciclos económicos debe estar basado en una satisfactoria teoría del
ciclo. Mirar un montón de estadísticas sin «prejuicio» es una actividad fútil. El ciclo
tiene lugar en el mundo económico y, en consecuencia, una teoría del ciclo económico
que sea práctica debe estar integrada con una teoría económica general. Aun así, tal
integración, e incluso los intentos de integración, es la excepción y no la regla. En las
últimas dos décadas, la economía se ha dividido en una cantidad de compartimentos
herméticos, cada uno de ellos muy poco relacionado con los demás. Solo en las teorías
de Schumpeter y Mises, la teoría del ciclo económico se ha integrado a la economía en
general.[10]
La mayoría de los especialistas en ciclos económicos que rechazan cualquier
integración sistemática por imposiblemente deductiva y demasiado simplificada, están,
de ese modo, voluntaria o involuntariamente rechazando el análisis económico en sí
mismo. Si uno elabora una teoría del ciclo con poca o ninguna relación con la ciencia
económica en general, entonces significa que la economía en general debe ser
incorrecta, ya que no es capaz de brindar una explicación para un fenómeno tan vital.
Para los institucionalistas —los recolectores de datos puros— y para muchos otros,
esta conclusión es bienvenida. Sin embargo, incluso los institucionalistas tienen que
utilizar la teoría económica de tanto en tanto en sus análisis y recomendaciones; aunque,
en realidad, terminan utilizando un mejunje de corazonadas y enfoques ad hoc
arrancados de manera asistemática de jardines teóricos muy diversos. Muy pocos
economistas se han dado cuenta de que la teoría del ciclo económico de Mises no es
solamente otra teoría sino que es, de hecho, una teoría que encaja perfectamente con la
teoría general del sistema económico.[11] La teoría de Mises es, de hecho, el análisis
económico de aquellas consecuencias necesarias de la intervención en el mercado
libre por parte de la expansión crediticia de los bancos. Los seguidores de la teoría de
Mises han mostrado, a menudo, excesiva modestia al presentar sus alegatos.
Generalmente, han considerado que la teoría es «solo una de las muchas posibles
explicaciones de los ciclos económicos» y que cada ciclo puede ser explicado por una
teoría causal diferente. En esta situación, así como en tantas otras, el eclecticismo
queda fuera de lugar. Dado que la teoría de Mises es la única que se desprende de una
teoría económica general, es la única que puede proveer una explicación correcta. Así
que, a menos que estemos preparados para abandonar la teoría general, debemos
rechazar todas las explicaciones propuestas que no estén dentro de la teoría económica
general.
Existen dos críticas keynesianas estándar a la teoría del ciclo de Mises. Una acusa a los
seguidores de Mises de identificar el ahorro con la inversión. El ahorro y la inversión,
argumentan los keynesianos, son procesos totalmente diferenciados, llevados a cabo
por dos tipos de personas con muy poco vínculo, si es que existe alguno, entre ellas. La
identificación clásica entre ahorro e inversión es, por tanto, ilegítima. Los ahorros
restan a la corriente de consumo y gasto; las inversiones se suman desde alguna otra
fase del consumo. El mandato del gobierno durante las depresiones es, de acuerdo con
los keynesianos, estimular la inversión y desincentivar el ahorro de manera que el
consumo total se incremente.
El ahorro y la inversión están indisolublemente vinculados. No es posible incentivar
uno y desincentivar el otro. Dejando de lado el crédito bancario, la inversión no puede
venir de otro lado que no sea del ahorro (ya hemos visto qué sucede cuando la
inversión es financiada por la expansión crediticia). Los consumidores no solo ahorran
de manera directa sino también según su capacidad como emprendedores
independientes o como dueños de grandes corporaciones. ¿Pero no es posible que el
ahorro sea atesorado? Esta, sin embargo, es una engañosa manera de plantear el asunto.
Considérese la asignación posible de los activos monetarios de una persona:
Dicha persona puede 1) gastar su dinero en consumo; 2) gastarlo en inversión; 3)
aumentar sus saldos de tesorería o sustraer de saldos de tesorería previos. Estas son
todas las alternativas. El keynesianismo asume, de manera algo artificial, que primero
la persona decide cuánto quiere consumir, llamando ahorro a aquello que no usará para
el consumo, y luego decidirá cuánto invertirá y cuánto se perderá en atesoramiento.
Esto, por supuesto, es neokeynesianismo, en lugar de la pura ortodoxia keynesiana que
echa el atesoramiento por la puerta principal para hacerlo entrar por la puerta trasera.
Este enfoque es altamente artificial y confirma la acusación de Sir Dennis Robertson de
que los keynesianos son incapaces de «visualizar más de dos márgenes al mismo
tiempo».[50] Es evidente que nuestro individuo decide en un mismo acto acerca de
cómo asignar su ingreso a las tres alternativas. Más aún, asigna su dinero a estas
categorías de acuerdo a dos factores fundamentales: su preferencia temporal decide la
asignación al consumo o la inversión (es decir, entre el gasto en consumo presente o el
gasto en consumo futuro), y la utilidad subjetiva del dinero decide acerca de cuánto
mantendrá como saldos de tesorería. Si quiere invertir recursos en el futuro, debe
restringir su consumo y ahorrar fondos. Esta restricción son sus ahorros y es por ello
que el ahorro y la inversión son conceptos equivalentes. Ambos términos pueden ser
utilizados indistintamente.
Estas diversas valoraciones individuales dan como resultado un nivel social de
preferencia temporal y una demanda social de dinero. Si la demanda de saldos de
tesorería se incrementa, no consideramos que esto sea ahorro que se esté perdiendo
porque se está atesorando, sino que simplemente decimos que la demanda de dinero se
ha incrementado. En términos agregados, los saldos de caja totales solo pueden
aumentar en la medida en que aumente la oferta total de dinero, dado que ambos son
idénticos. Pero los saldos de tesorería reales pueden aumentar debido a una subida en
el valor del dólar. Si se permite que el valor del dólar aumente (es decir, se permite
que los precios caigan) sin interferencia, este aumento en la demanda no generará una
mala asignación y no agravará la depresión. La doctrina keynesiana asume
artificialmente que cualquier incremento (o disminución) del atesoramiento se
corresponderá con una caída de (o un aumento de) los fondos invertidos. Pero esto no
es correcto. La demanda de dinero no tiene ninguna relación con los grados de
preferencia temporal que la gente pueda tener. Un aumento en el atesoramiento,
entonces, podría simplemente ser la consecuencia de una reducción del consumo o una
reducción en las inversiones. En resumen, las proporciones de ahorro-consumo-
inversión están determinadas por la preferencia temporal de los individuos y las
proporciones de gasto-saldos de tesorería están determinadas por su demanda de
dinero.
I. LA «TRAMPA» DE LA LIQUIDEZ
El último arma en el arsenal keynesiano de explicaciones para las depresiones es la
trampa de la liquidez. Esta no es precisamente una crítica a la teoría de Mises, pero sí
es la última línea de defensa keynesiana de sus curas inflacionistas para las
depresiones. Los keynesianos sostienen que la preferencia por liquidez (demanda de
dinero) puede ser tan persistentemente alta que no haya ningún nivel del tipo de interés
suficientemente útil para estimular la inversión y sacar a la economía de la recesión.
Esta afirmación asume que el tipo de interés está determinado por la preferencia por
liquidez en lugar de la preferencia temporal, y también asume, de nuevo, que el vínculo
entre el ahorro y la inversión es demasiado endeble, apenas manifestándose en el tipo
de interés. Por el contrario, sin embargo, no es una cuestión de cómo el ahorro y la
inversión son afectados por el tipo de interés. De hecho, el ahorro, la inversión y el tipo
de interés, todos y cada uno de ellos, están simultáneamente determinados por las
preferencias temporales de los individuos en el mercado. La preferencia por la liquidez
no tiene nada que ver en este asunto. Los keynesianos sostienen que si la demanda
especulativa de dinero en efectivo aumenta durante una depresión, esto incrementará los
tipos de interés. Pero esto no es para nada necesario. El aumento del atesoramiento
puede provenir tanto de fondos anteriormente consumidos como de fondos
anteriormente invertidos, o bien de una mezcla de los dos que deje intacta la vieja
proporción de consumo e inversión. A menos que la preferencia temporal se modifique,
la última alternativa será siempre la que prevalezca. De aquí que el tipo de interés
dependa solamente de la preferencia temporal, y en absoluto de la preferencia por
liquidez. De hecho, si el incremento del atesoramiento proviene principalmente del
consumo, un aumento en la demanda de dinero generará que el tipo de interés caiga,
porque la preferencia temporal ha caído.
En su énfasis en la trampa de la liquidez como un factor clave en el agravamiento de
la depresión y en la perpetuación del desempleo, los keynesianos se alarman por el
hecho supuesto de que la gente, durante una crisis financiera, espere una subida en el
tipo de interés y entonces atesore dinero en lugar de comprar bonos y contribuir a
mantener los tipos bajos. Es este atesoramiento especulativo el que constituye la trampa
de la liquidez y supuestamente indica la relación entre la preferencia por la liquidez y
el tipo de interés. Sin embargo, los keynesianos incurren en un error aquí debido a su
superficial tratamiento del tipo de interés como el precio de los contratos de préstamo.
El tipo de interés fundamental, como hemos indicado anteriormente, es el tipo natural;
es decir, el diferencial de beneficios existente en el mercado. Dado que los préstamos
son simplemente una forma de inversión, el tipo sobre los préstamos no es más que un
pálido reflejo del tipo natural. ¿Qué es lo que significa, entonces, una subida esperada
del tipo de interés? Significa que la gente espera incrementos en el margen de ganancias
netas en el mercado a través de la reducción de los salarios o de una caída en los
precios de los bienes de producción que se dé más rápidamente que la de los bienes de
consumo. Pero esto no requiere una explicación laberíntica: los inversores esperan que
los salarios y los precios de otros factores productivos caigan y, por tanto, están
demorando su inversión en esos factores hasta que la caída efectivamente suceda. Pero
esto no es más que una clásica especulación derivada de un cambio esperado en los
precios. Esta expectativa, lejos de ser un elemento problemático, sirve para acelerar el
ajuste. De la misma forma en que cualquier especulación acelera el ajuste hacia los
niveles correspondientes, esta expectativa también adelanta la caída en los salarios y en
los precios de otros factores, acelerando la recuperación y permitiendo que la
prosperidad normal regrese mucho más rápido. Lejos de ser el fantasma de la
depresión, el atesoramiento especulativo es, entonces, el bienvenido estímulo para una
pronta recuperación.[51]
Algunos neokeynesianos tan inteligentes como Modigliani conceden que una
preferencia infinita por liquidez (una demanda infinita de dinero) impediría el regreso
al equilibrio con pleno empleo en un mercado libre.[52] Sin embargo, como hemos
visto, una fuerte demanda especulativa de dinero acelera el proceso de reajuste.
Además, la demanda de dinero no puede jamás ser infinita, debido a que la gente
siempre debe seguir consumiendo, al menos en alguna proporción, más allá de
cualquier expectativa. Dado que la mayoría de la gente sigue consumiendo, también
deberán seguir produciendo, de manera que pueda haber ajuste y pleno empleo sin
importar el nivel de atesoramiento. El error de yuxtaponer el atesoramiento y el
consumo nuevamente emana de la errónea creencia keynesiana de que el atesoramiento
solo reduce la inversión pero no el consumo.
En un artículo brillante sobre el keynesianismo y la flexibilidad de precios, el
profesor Hutt señala:
Jamás ha sido reconocida una condición clara que siquiera se parezca a una
elasticidad infinita de la demanda de activos monetarios. Yo creo que las
expectativas generales siempre han concebido a) la aparición en el futuro no muy
distante de una escala de precios determinada; o b) un declive de los precios tan
gradual que ninguna posposición acumulada del gasto ha resultado rentable.
Pero incluso ante un incremento de la demanda semejante:
Si uno se imaginara seriamente [esta situación] (…) con una inflación de los
valores reales agregados de los activos monetarios y con precios cayendo de
manera catastrófica, entonces uno podría, con la misma legitimidad (y la misma
extravagancia), imaginarse una coordinación continua de los precios que
acompañe el surgimiento de tal posición. Podemos concebir, entonces, una caída
veloz de los precios que siga el paso de las expectativas sobre la caída de los
precios, pero que nunca lleguen a cero, con una utilización plena de los recursos
manteniéndose durante todo el proceso.[53]
Algunos economistas admiten que la versión austriaca puede a veces explicar los ciclos
de auge y depresión, pero agregan que otras instancias pueden explicarse con teorías
diferentes. Sin embargo, como hemos mencionado anteriormente, creemos que esto es
un error: sostenemos que el análisis austriaco es el único que puede explicar los ciclos
económicos y otros fenómenos similares. Ciertas crisis específicas pueden, de hecho,
ser provocadas por otro tipo de acción o intervención gubernamental en el mercado. De
ahí que Inglaterra padeciera la crisis de su industria textil algodonera cuando la Guerra
Civil Norteamericana puso fin a la provisión de algodón crudo. Por otro lado, un
incremento brusco de los impuestos puede deprimir a la industria y derribar el
incentivo para invertir, precipitando una crisis. O bien la gente puede, repentinamente,
perder la confianza en los bancos y desatar una estampida deflacionaria contra el
sistema bancario. Sin embargo, en general, las estampidas solo ocurren después de que
la depresión ya haya debilitado la confianza, y esto fue particularmente cierto en 1929.
Estos ejemplos, por supuesto, no son eventos cíclicos sino crisis simples que no
cuentan con un boom que las preceda. Son siempre fáciles de identificar y no crean
ningún misterio respecto de las causas subyacentes. Cuando W.R. Scott investigó los
anales de los negocios de los primeros siglos, encontró explicaciones para las crisis
económicas tan contemporáneas como la hambruna, la plaga, la confiscación de oro por
parte de Carlos I, las pérdidas de la guerra, las estampidas bancarias, etc. Debido a que
no existe ningún desastre tan obvio que pueda explicar las modernas depresiones, se
hace necesaria la búsqueda de una teoría causal más profunda para la crisis del ’29 y
para las que le siguieron. Entre todas estas, solo la de Mises pasa la prueba.[65]
I. SOBREPRODUCCIÓN GENERALIZADA
La sobreproducción es una de las explicaciones favoritas de las depresiones. Se basa
en la observación, llena de sentido común, de que la crisis está marcada por las
existencias de bienes no vendidas, la capacidad ociosa de las fábricas y el desempleo
de la mano de obra. ¿No significa esto que el sistema capitalista produce demasiado
durante el auge hasta que, finalmente, las enormes fábricas exceden el límite? ¿No es la
depresión un período de descanso que permite que el inflamado aparato industrial
espere hasta que una actividad económica menor agote el exceso de inversión y vacíe
su exceso de inventario?
Esta explicación, sea o no popular, es un absoluto sinsentido. Fuera del Jardín del
Edén, no existe tal cosa como la sobreproducción. En la medida en que todos los
deseos económicos sigan insatisfechos habrá necesidad y demanda de producción. Es
evidente que este punto imposible de saciedad universal no había sido alcanzado en
1929. Sin embargo, estos teóricos podrían objetar que no sostienen que todos los
deseos deban haber desaparecido, sino que todavía existen, pero la gente no tiene el
dinero para ejercer su demanda. Pero algo de dinero todavía sí existe, incluso en la
más profunda deflación. ¿Por qué no puede este dinero ser utilizado en la compra de los
bienes sobreproducidos? En un mercado libre no hay razón para que los precios no
caigan lo suficiente para vaciar el mercado y vender todos los bienes disponibles.[66]
Si los empresarios deciden mantener sus precios altos, es porque están especulando con
una subida en los precios del mercado. Es decir, en resumen, que están invirtiendo
voluntariamente en inventario. Si desean vender su stock excedente, solo necesitan
reducir sus precios lo suficiente para vender toda su producción.[67] ¿Pero no sufrirán
pérdidas de esta forma? Por supuesto que sí, pero ahora la discusión ha pasado a un
plano diferente. No nos enfrentamos a la sobreproducción, sino a unos precios de venta
que están debajo de su coste de producción. Pero dado que los costes están
determinados por los precios de venta futuros esperados, esto significa que,
anteriormente, los empresarios habían ofrecido pagar más por sus factores de
producción, empujando los costes demasiado hacia arriba. El problema, entonces, no es
de demanda agregada o sobreproducción, sino de diferenciales entre costes y precios.
¿Por qué los empresarios cometieron el error de ofrecer más por los factores
productivos de lo que los precios de venta futuros podían admitir? La teoría austriaca
explica este clúster de errores y la excesiva subida de los costes, la teoría de la
sobreproducción no. De hecho, hubo una sobreproducción de bienes específicos, pero
no generalizada. Las malas inversiones generadas por la expansión crediticia desviaron
la producción hacia líneas que resultaron no ser rentables (es decir, líneas donde los
precios de venta eran menores que los costes) e impidieron a esta dirigirse hacia líneas
donde sí habría sido rentable. Así que hubo una sobreproducción de algunos bienes
específicos relacionados con el deseo del consumidor, pero una subproducción de
otros bienes específicos.
II. SUBCONSUMO
La teoría del subconsumo es extremadamente popular, pero formaba parte del submundo
de la economía hasta que fue rescatada, de algún modo, por Lord Keynes. La teoría
sostiene que algo sucede durante el boom —en algunas versiones, demasiada inversión
y demasiada producción; en otras, una proporción del ingreso demasiado elevada
dirigida hacia los grupos de mayores ingresos— que causa que la demanda del
consumidor sea insuficiente para comprar los bienes producidos. Ergo, crisis y
depresión. Existen muchas falacias involucradas en esta teoría. En primer lugar, en
tanto la gente exista, algún nivel de consumo persistirá. Aun cuando la gente de repente
consumiera menos y atesorara a cambio, deben consumir cierto monto mínimo. Dado
que el atesoramiento no puede llegar al punto en que termine por eliminar el consumo
en su totalidad, algún nivel de consumo se mantendrá y, consecuentemente, algún flujo
monetario de demanda del consumidor persistirá. No hay motivos para suponer que, en
un mercado libre, los precios de todos los diversos factores de producción, así como
también los precios finales de los bienes de consumo, no puedan adaptarse a este nivel.
Cualquier pérdida, entonces, solo será temporal durante el cambio hacia el nuevo nivel
de consumo. Si el cambio se anticipa, no hay necesidad alguna de pérdidas.
En segundo lugar, anticiparse a la demanda del consumidor es el negocio del
empresario y no hay motivos por los cuales no pueda predecir la demanda del
consumidor tan bien como realiza otras predicciones y ajusta, en función de estas, su
estructura productiva. La teoría del subconsumo no puede explicar el clúster de errores
de una crisis. Aquellos que abrazan esta teoría sostienen, a menudo, que la producción
durante el boom corre más rápido que la demanda del consumidor, pero 1) dado que no
estamos en un estado Nirvana, siempre habrá demanda para una producción adicional y
2) la pregunta no respondida todavía persiste: ¿por qué subieron tanto los costes que el
producto dejó de ser rentable a los precios actuales? La máquina de producción se
expande porque así lo desea la gente, porque la gente desea tener un estándar de vida
superior en el futuro. Es por tanto absurdo sostener que la producción puede superar a
la demanda de consumo de manera generalizada.
Una variante común de la teoría del subconsumo encuentra el problema crucial en un
supuesto cambio del ingreso relativo hacia las ganancias y hacia los grupos de ingresos
superiores durante el boom. Dado que los ricos presumiblemente consumen menos que
los pobres, la masa no tiene suficiente poder de compra para recomprar la nueva
producción. Ya hemos visto que: 1) marginalmente, investigaciones empíricas ponen en
duda la afirmación de que los ricos consumen menos que los pobres y 2) no hay
necesariamente una transferencia de los ricos a los pobres durante un período de auge.
Pero incluso concediendo estos argumentos debemos recordar que: a) los empresarios y
los ricos también consumen y b) que el ahorro constituye la demanda de bienes de
producción. El ahorro, que luego se vuelca a la inversión, es por tanto tan necesario
para sostener la estructura productiva como el consumo. Aquí solemos confundirnos
porque la contabilidad del ingreso nacional solo opera en términos netos. Ni siquiera el
producto interior bruto es realmente bruto, solo se incluye la inversión neta durable,
mientras que las compras brutas para inventario están excluidas. No es cierto, como los
subconsumistas suelen asumir, que el capital se invierte y luego fluye hacia el mercado
en la forma de producción, y allí termina su trabajo. Por el contrario, para que un nivel
de vida superior sea sostenible, la estructura productiva —la estructura del capital—
debe ser permanentemente prolongada. A medida que más y más capital se añade a las
economías desarrolladas, más y más fondos deben utilizarse solo para mantener y
reemplazar la estructura más grande. Esto implica un ahorro bruto superior, un ahorro
que debe ser sostenido e invertido en cada una de las etapas de producción superior. De
aquí que los minoristas deban seguir comprándole a los mayoristas, los mayoristas a los
distribuidores, etc. Los mayores ahorros, entonces, no se desperdician sino que, por el
contrario, son vitales para mantener un estándar de vida civilizado.
Los subconsumistas afirman que el incremento de la producción trae un efecto
depresivo para la economía porque los precios tenderán a caer. Pero la caída en los
precios no es un factor depresor. Por el contrario, dado que la caída en los precios
debida al incremento de la inversión y la productividad se ve reflejada en una bajada
en los costes unitarios, la rentabilidad no tiene por qué sufrir. La caída de los precios
simplemente distribuye, entre todos, los frutos de una mayor productividad. El curso
natural del desarrollo económico es —a menos que haya inflación— la caída en los
precios en respuesta a una acumulación mayor de capital y a una mayor productividad.
Los salarios monetarios también tenderán a caer debido a que la cantidad dada de
dinero debe realizar un mayor trabajo a través de un número mayor de etapas
productivas. Pero los salarios monetarios caerán menos que los precios de los bienes
de consumo y, como resultado, el desarrollo económico terminará por aumentar los
salarios reales e incrementar el ingreso real de toda la economía. Al contrario de la
teoría del subconsumo, un nivel de precios estable no es la norma, e inflar la cantidad
de dinero y crédito para evitar que el nivel de precios caiga solo puede conducir a
todos los desastres del ciclo económico.[68]
Si el subconsumo fuera una explicación válida para cualquier crisis, habría una
depresión en las industrias de bienes de consumo, donde los inventarios se acumulan y,
al menos, una relativa prosperidad en la industria de bienes de producción. Aun así,
suele admitirse que es la industria de los bienes de producción y no la de bienes de
consumo la que más sufre durante una depresión. El subconsumismo no puede explicar
este fenómeno, mientras que la teoría de Mises lo explica de manera precisa.[69], [70]
Toda crisis está signada por las malas inversiones y el subahorro, no el subconsumo.
CAPÍTULO 4
LOS FACTORES INFLACIONARIOS
La mayoría de los que escriben acerca de la depresión de 1929 cometen el mismo error
grave que afecta a todos los estudios económicos en general: el uso de estadísticas
históricas para probar la validez de una teoría económica. Hemos intentado indicar que
esta es una metodología radicalmente defectuosa para la ciencia económica y que la
teoría solo puede comprobarse o refutarse a priori. Los hechos empíricos ingresan en la
teoría pero solo en el nivel de los axiomas básicos y sin tener relación con los hechos
históricos y estadísticos utilizados comúnmente por los economistas actuales. El lector
tendrá que dirigirse a otro lugar —notablemente a los trabajos de Mises, Hayek o
Robbins— para una elaboración y defensa de esta epistemología. Aquí será suficiente
decir que las estadísticas nada pueden probar puesto que reflejan la interrelación entre
numerosas fuerzas causales. «Refutar» la teoría austriaca indicando que el tipo de
interés no se redujo en determinada situación, por ejemplo, es cuanto menos exagerado.
Solo quiere decir que otras fuerzas —tal vez un incremento del riesgo, tal vez la
expectativa de una subida en los precios— fueron lo suficientemente fuertes para elevar
los tipos de interés. Pero el análisis austriaco del ciclo económico sigue en
funcionamiento a pesar de los efectos de estas otras fuerzas. De hecho, lo importante es
que los tipos de interés estén más bajos de lo que estarían sin la expansión crediticia.
Del análisis teórico sabemos que este es el efecto de toda expansión crediticia por
parte de los bancos; pero estadísticamente estamos indefensos: no podemos utilizar las
estadísticas para estimar cuál habría sido el tipo de interés. Las estadísticas solo
pueden registrar eventos pasados; no pueden describir sucesos posibles pero aún no
acaecidos.
De la misma forma, la descripción de la década del ’20 como un período de boom
inflacionario podría incomodar a aquellos que entiendan la inflación como un aumento
de los precios. Los precios, en general, se mantuvieron estables e incluso cayeron
levemente durante el período. Pero debemos darnos cuenta de que había dos grandes
fuerzas operando durante los años ‘20: la inflación monetaria, que impulsaba los
precios al alza, y el incremento de la productividad, que reducía costes y precios. En
una sociedad puramente libre, el incremento de la productividad incrementa la oferta de
bienes y reduce los costes y los precios, proporcionando un mejor nivel de vida a todos
los consumidores. Pero esta tendencia fue contrarrestada por la inflación monetaria, que
sirvió para estabilizar los precios. Esta estabilización fue y es una meta deseada por
muchos, pero a) impidió que ese mejor nivel de vida se esparciera tanto como debería
haberlo hecho en un mercado libre y b) generó el auge y la depresión del ciclo
económico. Entonces, una marca distintiva de los auges inflacionarios es que los
precios son más altos de lo que lo habrían sido en un mercado libre y no intervenido.
Una vez más, las estadísticas no pueden revelar los procesos causales en
funcionamiento.
Si estuviésemos escribiendo una historia económica del período 1921-1933, nuestra
tarea estaría enfocada en tratar de aislar y explicar todos los hilos causales en una tela
de estadísticas y otros hechos históricos. Analizaríamos diversos precios, por ejemplo,
para identificar los efectos de la expansión crediticia por un lado y, por el otro, los del
incremento de la productividad. Y trataríamos de rastrear los procesos del ciclo
económico junto con todas las demás fuerzas económicas cambiantes (tales como los
cambios en la demanda de productos agrícolas, de nuevas industrias, etc.) que afectaron
la actividad económica. Pero nuestra tarea en este libro es mucho más modesta:
localizar con exactitud las fuerzas cíclicas específicas que estuvieron en
funcionamiento, mostrar cómo el ciclo fue generado y perpetuado durante el boom y
cómo el proceso de ajuste fue intervenido y la depresión, por tanto, agravada. Dado que
el gobierno y su control sobre el sistema bancario son totalmente responsables por el
boom (y también por generar la subsecuente depresión), y dado que el gobierno es muy
responsable por el empeoramiento de la depresión, debemos concentrarnos
necesariamente en los actos de intervención del gobierno en la economía. Un mercado
libre de intervenciones no generaría auges y depresiones y, enfrentado con una
depresión generada con anterioridad por alguna intervención, terminaría rápidamente
con la depresión y, particularmente, erradicaría el desempleo. Nuestra preocupación,
entonces, no es tanto el estudio del mercado sino el estudio de las acciones de los
culpables y responsables de generar e intensificar la depresión: el gobierno.
Teniendo esto en cuenta, abajo están los incrementos en las distintas categorías para
el período:
Entonces, vemos que, infaliblemente, las categorías más activas de depósitos a plazo
eran precisamente las que se incrementaron más en los años ’20, ya que esta
correlación se mantiene en todas las categorías. La más activa —las cuentas de los
Bancos Centrales de Reserva Urbanos— se incrementó en un 450%.[109]
IV. GENERANDO INFLACIÓN II: LAS RESERVAS TOTALES
Dos influencias pueden generar inflación bancaria: un cambio en los requerimientos de
reservas efectivos y un cambio en las reservas totales depositadas en la Reserva
Federal. La fuerza relativa de estos dos factores durante los años ‘20 puede estimarse a
partir del Cuadro 6.
Es evidente que los primeros cuatro años de este período fueron años de una
expansión monetaria mayor que la de los segundos cuatro. La contribución de los
bancos miembros a la oferta monetaria se incrementó en 6,9 mil millones de dólares, o
un 37,1% durante la primera mitad de nuestro período, pero solo en 3,9 mil millones o
15,3% durante la segunda mitad. Claramente, la expansión de los primeros cuatro años
se financió exclusivamente con las reservas totales, ya que el ratio de reservas se
mantuvo relativamente estable alrededor del 11,5: 1. Las reservas totales se
expandieron un 35,6% desde 1921 hasta 1925 y los depósitos de los bancos miembros
crecieron un 37,1%. En los últimos cuatro años, las reservas solo se expandieron un
8,7%, mientras que los depósitos crecieron un 15,3%. Esta discrepancia se explica por
el incremento en el ratio de reservas de 11,7: 1 a 12,5: 1, de manera que cada dólar de
reserva cubriera más dólares en depósitos. Podemos juzgar cuán importantes eran los
cambios en los requerimientos de reserva durante el período si multiplicamos las
reservas finales: 2,36 mil millones de dólares por 11,6, la ratio original de depósitos
sobre reservas. El resultado es 27,4 mil millones de dólares. Entonces, de los 29,4 mil
millones de dólares depositados en junio de 1929 en los bancos miembros, 27,4 mil
millones pueden ser considerados reservas totales, mientras que los restantes 2 mil
millones de dólares pueden explicarse por el cambio en las reservas. En resumen, un
cambio en las reservas explica 2 mil millones de un total de 10.8 mil millones de
dólares de incremento, o el 18,5%. El 81,5% restante de inflación se debió al
incremento en las reservas totales.
De ahí que el factor principal en la generación de la inflación de los años ‘20 haya
sido el incremento de las reservas bancarias totales: esto generó la expansión de los
bancos miembros y de los bancos no miembros, que mantenían sus reservas como
depósitos en los bancos miembros. Fue el incremento del 47,5% en las reservas totales
(de 1,6 mil millones de dólares a 2,36 mil millones) el principal responsable del
incremento de la oferta monetaria total (de 45,3 a 73,3 mil millones de dólares).
Podemos explicar a través de la naturaleza de nuestro sistema bancario controlado por
el gobierno que un mero aumento de 760 millones de dólares en las reservas pudiera
ser tan poderoso. Pudo generar aproximadamente 28 mil millones de incremento en la
oferta monetaria.
¿Qué generó, entonces, el incremento de las reservas totales? La respuesta a esta
pregunta debe ser el objetivo primero en nuestra búsqueda de factores explicativos del
boom inflacionario. Podemos hacer una lista de los más conocidos «factores de
aumento y descenso» de las reservas totales, pero prestando especial atención a si estos
pueden ser controlados o deben ser no controlables por la Reserva Federal o las
autoridades del Tesoro. Las fuerzas no controlables emanan del público en general,
mientras que las controladas emanan desde el gobierno.
Existen diez factores de aumento o descenso de las reservas bancarias:
1. El stock monetario de oro. Este es, en realidad, el único factor de incremento que
no puede ser controlado por el gobierno: un incremento del stock de oro incrementa
las reservas totales en la misma proporción. Cuando una persona deposita oro en un
banco comercial (como libremente podía hacer en los ‘20), el banco lo deposita en
el Banco de la Reserva Federal y aumenta sus reservas en ella por ese monto.
Mientras que algunos ingresos y salidas de oro eran domésticos, la gran mayoría
eran transacciones internacionales. Una caída en el stock monetario de oro genera
una caída equivalente de las reservas bancarias. El comportamiento de las reservas
de oro no está controlado —es decir, lo decide el público— aunque a largo plazo
las políticas del gobierno influyen en su movimiento.
2. Compra de activos por parte de la Reserva Federal. Este es el factor de
incremento más prominente y es totalmente controlado por las autoridades de la
Reserva Federal. Cuando la Reserva Federal compra un activo, cualquiera que sea,
puede hacerlo tanto a través de los bancos como a través del público. Si compra el
activo a un banco (miembro), lo compra y, a cambio, le garantiza al banco un
incremento en sus reservas. Claramente, las reservas se incrementan en el mismo
monto que los activos de la Reserva Federal. Si, por otro lado, la Reserva compra
el activo a un miembro del público, extiende un cheque contra sí misma al vendedor
individual. El individuo toma el cheque y lo deposita en su banco, incrementando
las reservas de este en un monto equivalente al del incremento en los activos de la
Reserva. Si el vendedor decide quedarse con el efectivo en lugar de depositarlo,
entonces este factor se ve exactamente contrarrestado por un incremento en la
circulación monetaria por fuera de los bancos (un factor de decrecimiento).
El oro no está incluido dentro de estos activos; fue incluido en la primera
categoría (Stock Monetario de Oro) y generalmente es depositado en los bancos de
la Reserva Federal en lugar de ser comprado por ella. Los activos más importantes
comprados por la Reserva son las «Letras Compradas» y los «Títulos del Gobierno
Estadounidense». Los títulos de deuda son los instrumentos más populares para
realizar «operaciones de mercado abierto»; las compras por parte del Banco
Central incrementan las reservas bancarias y las ventas las disminuyen. Las Letras
Compradas eran aceptaciones que la Reserva Federal compraba abiertamente
debido a una política de subsidio que prácticamente creó de novo este tipo de
instrumento en los Estados Unidos. Algunos autores tratan a este instrumento como
un factor no controlable porque la Reserva Federal anunciaba una tasa a la cual
compraría todas las aceptaciones presentadas. Ninguna ley, sin embargo, la obligaba
a adoptar esta política de compra ilimitada; entonces debe ser contada como una
creación pura de la política de la Reserva y considerado un factor controlable.
3. Letras Descontadas por la Reserva Federal. Estas letras no se compran, pero
representan los préstamos a los bancos miembros. Son letras de redescuento y
avances a los bancos en sus pagarés. Si bien son un claro factor de incremento, no
son tan bienvenidas por los bancos puesto que luego deben ser repagadas al sistema.
Sin embargo, cuando quedan ociosas, proveen reservas tan efectivamente como
cualquier otro activo. Las Letras Descontadas, de hecho, pueden prestarse rápida y
precisamente a aquellos bancos que se encuentran en aprietos y son, por tanto, un
poderoso y eficaz medio de apuntalar a los bancos en problemas. Los escritores
suelen clasificar a las Letras Descontadas como un factor no controlable porque la
RF (Reserva Federal) siempre está dispuesta a prestar a los bancos contra los
activos admitidos como avales y prestará cantidades casi ilimitadas dada cierta
tasa. Por supuesto que es cierto que la RF fija esta tasa de redescuento y que lo
hace a un tipo más bajo cuando estimula los préstamos bancarios, pero suele
sostenerse que esta es la única manera en que el sistema puede controlar este factor.
Pero la ley de la RF no obliga, sino que solo autoriza, a la RF a prestar a los bancos
miembros. Si las autoridades quieren ejercer un rol inflacionario como
«prestamistas de última instancia» a los bancos en problemas, elige hacerlo por sí
misma. Si quisiera, podría simplemente negarse a prestarle a los bancos. Cualquier
expansión de las Letras Descontadas, entonces, debe atribuirse a la voluntad de las
autoridades de la RF.
Por otro lado, los bancos miembros mismos han controlado largamente la
velocidad de repago de los préstamos del Banco Central. Cuando los bancos son
más prósperos, generalmente reducen su endeudamiento con la RF. Las autoridades
podrían obligar a que las cancelaciones fueran más rápidas, pero han decidido
prestarle libremente a los bancos e influenciarlos cambiando sus tipos de
redescuento.
Para separar los factores controlables y los factores no controlables de la mejor
manera posible, entonces, estamos dando un paso drástico hacia adelante al
considerar cualquier expansión de las Letras Descontadas como un factor
controlado por el gobierno, y cualquier reducción como no controlable y
determinada por los bancos. Por supuesto, las cancelaciones estarán en parte
influenciadas por la cantidad de deuda previa, pero esta parece ser la división más
razonable. Debemos dar este paso, entonces, aun cuando complique el registro
histórico. De ahí que si las Letras Descontadas se incrementan en 200 millones de
dólares en un período de tres años, podemos decir que hubo una subida controlada
de 200 millones, si consideramos solamente este registro general. Por otro lado, si
dividimos el total en años, puede haber pasado que las letras primero se
incrementaran 500 millones, después en el segundo año se redujeran 400 millones y
luego volvieran a incrementarse en 100 millones de dólares el último año. Cuando
consideramos la base anual, entonces, el incremento controlado de reservas fue de
600 millones, mientras que la caída no controlada fue de 400 millones. Cuanto más
finamente dividamos el registro, entonces, mayores serán las cantidades tanto de los
incrementos controlados del gobierno como de las caídas no controladas impulsadas
por los bancos. Tal vez el mejor modo de resolver este asunto sea dividir el registro
en los períodos más significativos. Lo más sencillo sería considerar todas las Letras
Descontadas como controladas y dejarlo así, pero esto distorsionaría el registro
histórico de una manera inadmisible ya que premiaría inmerecidamente a la Reserva
Federal por reducir —a comienzos de los años ‘20— el endeudamiento de los
bancos miembros cuando esta reducción la hicieron, en su mayoría, los bancos por
cuenta propia.
Podemos entonces dividir las Letras Descontadas en Nuevas Letras Descontadas
(factores controlables de incremento) y Letras Repagadas (factores no controlables
de caída).
4. Otros Créditos de la Reserva Federal. En su mayoría, este apartado serían los
float o los cheques en los bancos que todavía no han sido recolectados por la
Reserva Federal. Esta es una forma de prestar a los bancos sin interés y, por lo
tanto, es un importante factor de incremento en poder de la Reserva Federal. Su
importancia fue insignificante en los años ‘20.
5. Dinero en circulación fuera de los bancos. Este fue el principal factor de caída
de reservas: un incremento en este concepto equivale a una caída en las reservas
totales. Este es el dinero total en manos del público y está totalmente determinado
por el lugar relativo que la gente desea dar al papel moneda en lugar de a los
depósitos bancarios. Es, entonces, un factor no controlable, decidido por el público.
6. Dinero del Tesoro. Cualquier incremento del dinero emitido por el tesoro (Deuda
del Tesoro) se deposita en la cuenta que el tesoro tiene en la Reserva Federal. A
medida que se usa para financiar el gasto público, el dinero tiende a fluir de nuevo
hacia las reservas de los bancos comerciales. El Dinero del Tesoro es, por tanto, un
factor de incremento y está controlado por el tesoro (o por estatuto federal). Su
elemento más importante son los certificados de plata, respaldados al 100% por
lingotes de plata o por dólares de plata.
7. Tenencias de efectivo del tesoro. Cualquier incremento en las tenencias de
efectivo del tesoro representa una salida de reservas bancarias, mientras que una
caída en las tenencias de efectivo del tesoro, a medida que se gastan en la economía,
tiende a aumentar las reservas. Por lo tanto, se trata de un factor de caída de
reservas controlado por el tesoro.
8. Depósitos del Tesoro en la Reserva Federal. Este factor es muy similar a las
tenencias de efectivo anteriormente descritas; un incremento de los depósitos del
tesoro en la Reserva Federal representa una salida de las reservas bancarias,
mientras que un declive en los depósitos implica que más dinero se agrega a la
economía y que vuelve a las reservas bancarias. Este es, por tanto, un factor de
reducción controlado por el Tesoro.
9. Depósitos de los Bancos no Miembros en la Reserva Federal. Este factor actúa
de manera similar a los Depósitos del Tesoro. Un incremento de los depósitos de
los bancos que no son miembros de la Reserva Federal reduce las reservas de los
bancos miembros, ya que representa un traspaso desde los bancos miembros a estas
nuevas cuentas. Una caída en estos depósitos incrementará las reservas de los
bancos miembros. Estos depósitos están hechos principalmente por los bancos que
no son miembros, y por gobiernos y bancos extranjeros. Son un factor de caída, pero
no es controlado por el gobierno.
10. Fondos de Capital no Gastados de la Reserva Federal. Son los fondos de
capital que la Reserva Federal todavía no gastó en comprar activos (principalmente
infraestructura y gastos de operación). Este capital se drena de los bancos
comerciales y, por tanto, si no se gasta, representa una quita de reservas. Casi
siempre, este es un factor insignificante; claramente está bajo el control de las
autoridades de la Reserva Federal.
En resumen, los siguientes son los factores de cambio de las reservas de los bancos
miembros[110]:
Un sondeo general del período 1921-1929 no brinda una imagen precisa de las
grandes fuerzas detrás de los movimientos en las reservas totales. Por un tiempo, las
reservas totales siguieron incrementándose.
Hubo fluctuaciones continuas entre las diversas categorías, con algunas en
crecimiento y otras en declive en distintos períodos y con diversos factores
predominando en distintos momentos. Los Cuadros 7 y 8 ilustran las fuerzas que
ocasionaron los cambios en las reservas totales durante los años ‘20. El cuadro 7
divide el período 1921-1929 en 12 sub-períodos, muestra los cambios en cada factor
causal y los cambios consecuentes en las reservas de los bancos miembros para cada
sub-período. El cuadro 8 transforma la información del cuadro 7 en cifras mensuales,
permitiendo la comparación con las tasas relativas de cambio para los diferentes
períodos.
Las reservas totales de los bancos miembros totalizaron 1,6 mil millones de dólares
en junio de 1921 y llegaron a 2,356 mil millones después de ocho años. A través de los
doce sub-períodos, las reservas no controlables cayeron 1,04 mil millones de dólares,
mientras que las reservas controladas se incrementaron en 1,79 mil millones. Los
factores no controlables, entonces, fueron en sí mismos factores deflacionarios; la
inflación fue claramente precipitada deliberadamente por la Reserva Federal. Así se
derrumba la idea de que la de los años ‘20 había sido una «inflación del oro» que la
Reserva Federal no había podido contrarrestar. El oro nunca fue el problema principal,
y en ninguno de los sub-períodos aparece como el factor crucial de incremento de
reservas.
En los doce sub-períodos, los factores no controlables cayeron siete veces y
subieron cinco. Los factores controlables, por otro lado, subieron en ocho de los doce
sub-períodos y cayeron en cuatro. De los factores controlables, las Letras Compradas
jugaron un rol vital en la modificación de las reservas en nueve de los sub-períodos,
los Títulos Públicos en siete, las Letras Descontadas en cinco y el Dinero del Tesoro en
tres (los tres primeros). Si sumamos más allá del signo aritmético, el impacto total de
cada uno de los factores controlables en las reservas a lo largo de los doce sub-
períodos, encontramos que los títulos públicos estuvieron a la cabeza (2,24 mil
millones de dólares), las Letras Compradas apenas por detrás (2,16 mil millones) y los
Nuevos Descuentos detrás (1,54 mil millones de dólares).
Al principio del período de ocho años, las Letras Descontadas totalizaban 1,75 mil
millones, las Letras Compradas ascendían a 40 millones, los títulos públicos 259
millones, el Dinero del Tesoro 1,75 mil millones, el Stock Monetario de Oro era de 3
mil millones y el Dinero en Circulación era de 4,62 mil millones de dólares.
Los cuadros 7 y 8 están organizados de esta forma: Letras Descontadas, Letras
Compradas, Títulos Públicos en poder de la Reserva Federal y Otros Créditos
constituyen el Crédito de la Reserva Federal. Los cambios en el Crédito de la Reserva
Federal (excepto por las reducciones netas en las Letras Descontadas), más los
cambios en el Dinero del Tesoro, Efectivo del Tesoro, Depósitos del Tesoro en la
Reserva Federal y Fondos de Capital Inesperados de la Reserva constituyen los
cambios controlados en las reservas de los bancos miembros. Los cambios en el Stock
Monetario de Oro, Dinero en Circulación y Otros Depósitos en la Reserva Federal
constituyen los cambios no controlables, y el efecto resultante constituye el cambio en
las reservas bancarias. Los símbolos aritméticos (+, -) de los cambios reales de los
factores de decrecimiento están puestos a la inversa para que coincidan con sus efectos
en las reservas; de ahí que una reducción de 165 millones de dólares en Dinero en
Circulación de 1921-1929 se vea en la tabla como un +165 millones en reservas.
Cualquier división en períodos históricos es en cierto modo arbitraria. Sin embargo,
las subdivisiones de los cuadros 7 y 8 se eligieron porque el autor cree que coinciden
con los períodos más importantes de la década del ‘20, sub-períodos que son
demasiado distintos para reflejarlos adecuadamente en un estudio agregado. Las
siguientes son las características singulares de cada uno de estos sub-períodos:
1. Junio 1921-1922 (las fechas son todas del último día del mes). Las Letras
Descontadas, que venían cayendo desde 1920, continuaron una caída precipitada de
1.751 millones en junio de 1921 a un suelo de 397 millones en agosto de 1922. El
Crédito Total de la Reserva también cayó hasta llegar a un suelo en julio de 1922, al
igual que el Dinero en Circulación, que tocó su suelo en julio de 1922. Julio fue, por
ello, elegido como cierre del período.
2. Julio 1922 - diciembre 1922. El Crédito Total de la Reserva subió bruscamente,
llegando a su pico en diciembre, al igual que las reservas totales. Las Letras
Descontadas tocaron su pico en noviembre.
3. Diciembre 1922 - octubre 1923. Las Letras Descontadas siguieron su camino
ascendente, llegando a su pico en octubre. Mientras tanto, los Títulos Públicos
cayeron bruscamente hasta llegar al mínimo de 92 millones de dólares en octubre
que se mantuvo para todo el período.
4. Octubre 1923 - junio 1924. Las Letras Compradas cayeron bruscamente para
tocar su nivel mínimo en julio. El Crédito de Reserva Total tocó su mínimo en junio.
5. Junio 1924 - noviembre 1924. Las Letras Descontadas, que habían venido
cayendo desde octubre de 1923, siguieron cayendo, tocando un suelo en noviembre
de 1924. Los Títulos del Tesoro Norteamericano treparon hasta su máximo en el
mismo mes. El Stock Monetario de Oro también tocó su máximo en noviembre de
1924. Las Letras Compradas llegaron a su pico en diciembre de 1924, al igual que
el Crédito de la Reserva y las reservas totales.
6. Noviembre 1924 - noviembre 1925. Las Letras Descontadas subieron nuevamente
a su pico en noviembre. Los Títulos del Tesoro cayeron hasta su mínimo en octubre
y el Crédito de Reserva Total tocó su máximo en diciembre.
7. Noviembre 1925 - octubre 1926. Los Títulos Públicos tocaron el mínimo en
octubre y las Letras Descontadas un pico en el mismo mes. Durante el período los
dos ítems quedaron pululando alrededor de esos niveles.
8. Octubre 1926 - julio 1927. Las Letras Compradas cayeron a un mínimo en julio, y
las Letras Descontadas tocaron un mínimo en agosto. El Crédito de Reserva Total
alcanzó su mínimo en mayo.
9. Julio 1927 - diciembre 1927. Los Títulos del Tesoro llegaron a un máximo en
diciembre, al igual que las Letras Descontadas, el Crédito de Reserva Total y las
reservas totales.
10. Diciembre 1927 - julio 1928. Las Letras Compradas tocaron un máximo en
diciembre, al igual que las reservas totales, mientras que las Letras Descontadas y
el Crédito de Reserva tocaron un pico en noviembre.
11. Julio 1928 - diciembre 1928. Las Letras Compradas alcanzan un pico en
diciembre, al igual que las Reservas Totales, mientras que las Letras Descontadas y
la Reserva de Crédito alcanzaron un pico en noviembre.
12. Diciembre 1928 - junio 1929. Concluye el período bajo estudio.
Al usar estos sub-períodos y sus cambios, podemos ahora analizar con precisión el
curso de la inflación monetaria de la década de 1920.
En el período 1 (desde junio de 1921 hasta julio de 1922) una mirada superficial
podría llevar a uno a pensar que el principal factor inflacionario era el ingente influjo
de oro combinado con una Reserva Federal que simplemente no lo contrarrestó de
manera suficiente. Un análisis más profundo, sin embargo, muestra que los bancos
pagaron sus deudas con una rapidez tal que hicieron caer a los factores no controlables
en 303 millones de dólares. Si el gobierno se hubiera mantenido completamente pasivo
frente a esta situación, entonces las reservas de los bancos miembros habrían
disminuido en 3,03 mil millones. En lugar de eso, el gobierno activamente inyectó 462
millones de dólares de nuevas reservas, lo que resultó en un incremento neto de 157
millones de dólares (las diferencias provienen del redondeo). Los canales principales
del incremento fueron las compras de títulos públicos (278 millones), Dinero del
Tesoro (115 millones) y de Letras Compradas (100 millones de dólares).
El período 2 (julio de 1922 a diciembre de 1922) vio una rápida aceleración de la
inflación de reservas. Si bien en el período 1 la tasa promedio de aumento era de 12
millones de dólares mensuales, en el período 2 esta tasa fue de 35 millones. Una vez
más, los factores no controlables cayeron en 295 millones, pero fueron más que
contrarrestados por los incrementos en las reservas controlables inyectadas en la
economía. Estas consistieron en Letras Descontadas (212 millones); Letras Compradas
(132 millones) y Dinero del Tesoro (93 millones de dólares).
Los períodos 3 y 4 (diciembre de 1922 a junio de 1924) fueron testigos del freno
virtual a la inflación. Las reservas cayeron levemente (a un ritmo de 4 millones de
dólares por mes) en el período 3 y subieron levemente (a una tasa de 6 millones
mensuales) en el período 4. Al mismo tiempo, los depósitos bancarios se mantuvieron
sin modificaciones, con los depósitos a la vista alrededor de 13,5 mil millones de
dólares. Los depósitos totales y la oferta monetaria total, sin embargo, crecieron más en
este período a medida que los bancos utilizaban los depósitos a plazo fijo para permitir
el incremento. Los depósitos a la vista crecieron en 450 millones de dólares desde
junio de 1923 a junio de 1924, pero los plazos fijos crecieron por valor de 1,5 mil
millones de dólares. La oferta monetaria total creció en 3 mil millones de dólares. La
economía respondió al estancamiento de la inflación con una recesión menor que se
extendió desde mayo de 1923 hasta julio de 1924.
La leve caída de las reservas durante el período 3 tuvo su origen en la venta de
títulos públicos (-344 millones de dólares) y en la reducción de la cantidad de letras en
poder (-67 millones de dólares). Esta, de hecho, fue una caída positiva, ya que
contrarrestó los factores no controlables, que se habían incrementado en 132 millones.
La caída en las reservas habría sido más efectiva si la Reserva Federal no hubiera
incrementado sus descuentos (266 millones de dólares) y el Dinero del Tesoro no se
hubiera incrementado (47 millones de dólares).
El período 4 (que va de octubre de 1923 a junio de 1924) comienza a repetir el
patrón del período 1 y continúa la marcha de la inflación. Los factores no controlables
cayeron en esta oportunidad por valor de 149 millones de dólares, pero fueron más que
contrarrestados por un incremento controlado de 198 millones de dólares, guiado por
una fuerte compra de títulos públicos (339 millones); fue la compra promedio mensual
más grande jamás vista hasta el momento para el período (42,4 millones).
El período 5 representó la más rápida inflación de reservas hasta la fecha,
sobrepasando el techo de 1922. Las reservas crecieron 39,8 millones de dólares por
mes. Una vez más, la inflación fue deliberada, los factores no controlables cayeron por
valor de 262 millones pero fueron contrarrestados por el incremento deliberado de 461
millones. El factor crítico de la inflación fueron las Letras Compradas (277 millones de
dólares) y los Títulos del Tesoro (153 millones de dólares).
El ritmo de la inflación se desaceleró bastante en los siguientes tres períodos, pero
no obstante continuó. Desde el 31 de diciembre de 1924 al 30 de junio de 1927, las
reservas crecieron 750 millones de dólares; los depósitos a la vista, ajustados, de todos
los bancos, crecieron 1,1 mil millones de dólares. Pero los depósitos a plazo crecieron
4,3 mil millones de dólares en el mismo período, enfatizando la capacidad de los
bancos de inducir a sus clientes a cambiar y realizar depósitos a plazo en lugar de
depósitos a la vista. A todo esto se le suma el incremento de 4,3 mil millones de
dólares en acciones de asociaciones de ahorro y crédito y reservas de compañías de
seguros de vida. En 1926, hubo una decidida desaceleración de la tasa de inflación de
la oferta monetaria, lo que llevó a otra recesión menor en el período 1926-1927.
El período 6 (noviembre 1925 - octubre 1926) fue el primero después del período 3
en el que las reservas no controlables sirvieron para incrementar la cantidad de
reservas. Pero, en contraste, esta vez la Reserva Federal no logró contrarrestar
suficientemente estos factores, aunque el grado de inflación fue realmente leve (solo 2,4
millones de dólares mensuales).
Durante el período 8 (octubre 1926 - julio 1927) el grado de inflación fue bajo pero,
ominosamente, la Reserva Federal avivó el fuego de la inflación en lugar de intentar
controlarlo; los factores controlables crecieron, al igual que los no controlables. Los
culpables, esta vez, fueron los títulos del tesoro norteamericano (91 millones) y Otros
Créditos (30 millones de dólares).
El período 9 fue otro período de acelerada y fuerte inflación, sobrepasando los picos
previos de finales de 1922 y 1924. El incremento mensual de reservas a fines de 1927
fue de 41 millones de dólares. Una vez más, los factores no controlables cayeron, pero
fueron más que contrarrestados por el gran incremento de las reservas controlables,
principalmente Letras Compradas (220 millones), Títulos Públicos (225 millones) y
Letras Descontadas (140 millones de dólares).
El período 10 fue el período más deflacionario (en reservas) de la década de 1920.
Los factores no controlables aumentaron, pero fueron más que contrarrestados por la
caída de los factores controlados. Las Letras Descontadas subieron (409 millones),
mientras que la baja fue liderada por los títulos públicos (-402 millones) y las Letras
Compradas (-230 millones). La caída de 200 millones en reservas generó una caída de
cerca de 600 millones de dólares en los depósitos a la vista de los bancos miembros.
Los depósitos a plazo, sin embargo, crecieron en cerca de mil millones y las reservas
de las aseguradoras aumentaron en 550 millones, de manera que la oferta monetaria
total subió, significativamente, en 1,5 mil millones de dólares desde fines de 1927 hasta
mediados del año siguiente.
Con un boom ya entrado en años y ganando momentum, era imperativo que la Fed
acelerara su presión deflacionaria si se deseaba evitar una gran depresión. La deflación
de reservas de la primera mitad de 1928, como hemos visto, no fue ni siquiera
suficiente para contrarrestar el movimiento hacia los depósitos a plazo y los otros
factores que estaban incrementando la oferta monetaria. Aun así, de manera desastrosa,
la Fed continuó por su senda inflacionista durante la segunda mitad de 1928. En el
período 11, una tendencia hacia abajo de las reservas no controlables se vio
contrarrestada por un positivo y deliberado incremento (364 millones de reservas
controladas, contra una caída de 122 millones de dólares de reservas no controlables).
El factor principal en este nuevo programa fueron las Letras Compradas, que crecieron
en 327 millones de dólares, mientras que todos los otros activos de reserva solo
crecían lentamente. De todos los períodos de la década, el período 11 registró el más
agudo incremento de Letras Compradas (65,4 millones).
Durante el período 12, la ola finalmente se revirtió, de manera definitiva y brusca.
Los factores no controlables crecieron en 390 millones, pero fueron contrarrestados por
no menos que 423 millones de caída de las reservas controladas, principalmente una
caída de 407 millones en Letras Compradas. Las reservas totales cayeron 33 millones
de dólares. Los depósitos a la vista de los bancos miembros, que también tocaron su
máximo en diciembre de 1928, cayeron cerca de 180 millones de dólares. El total de
depósitos a la vista cayó en 540 millones de dólares.
Hasta aquí no vemos ninguna razón por la que esta deflación pueda haber tenido un
efecto mayor que la deflación del período 10. De hecho, las reservas totales solo
cayeron 33 millones en comparación con los 228 millones del período mencionado. Los
depósitos de los bancos miembros cayeron menos (180 millones contra 450 millones) y
los depósitos a la vista totales cayeron aproximadamente en la misma cantidad (540
millones contra 470 millones). La diferencia crucial, sin embargo, es esta: en el
período 10, los depósitos a plazo crecieron en mil cien millones de dólares, asegurando
un aumento en el total de moneda y depósitos de 600 millones de dólares. Sin embargo,
en el período 12, los depósitos a plazo, lejos de crecer, cayeron cerca de 70 millones
de dólares. Los depósitos totales, entonces, cayeron 510 millones, mientras que la
oferta monetaria total creció muy levemente, gracias al continuo crecimiento de las
reservas de las aseguradoras. Los depósitos a plazo no volvieron más al rescate como
lo habían hecho en 1923 y 1928, y la oferta monetaria total creció solo desde 73 mil
millones a fines de 1928, hasta 73,26 mil millones a mediados de 1929. Por primera
vez desde junio de 1921, la oferta monetaria dejó de crecer y se mantuvo virtualmente
constante. El gran auge de los años ‘20 ahora estaba terminado, y la Gran Depresión
había comenzado. El país, sin embargo, no se dio cuenta del cambio hasta que el
mercado bursátil finalmente colapsó en octubre.
Hemos visto cómo los factores principales de modificación de las reservas jugaron
papeles decisivos durante el boom de los años ‘20. El dinero del tesoro tuvo un rol
fundamental durante los primeros años debido a la política de compra de plata
heredada de la administración de Woodrow Wilson. Las letras descontadas fueron
deliberadamente estimuladas durante todo el período por la violación por parte de la
Reserva Federal de la tradición de los bancos centrales de mantener los tipos de
redescuento por debajo de los niveles de mercado. Las aceptaciones bancarias fueron
escandalosamente subsidiadas, con la Reserva comprando todas las órdenes ofrecidas
por las pocas entidades a muy baja tasa. Las compras en el mercado abierto de títulos
públicos comenzaron como una forma de incrementar los activos rentables de los
bancos de la Reserva Federal, pero rápidamente pasaron a ser un medio para promover
la expansión monetaria. Ahora estamos en condiciones de pasar de la anatomía de la
inflación de los años ‘20 a la genética discusión del verdadero curso del auge,
incluyendo una investigación acerca de algunas de las razones de la política
inflacionaria.
I. PRÉSTAMOS INTERNACIONALES
El primer brote inflacionario de finales de 1921 y comienzos de 1922 —el comienzo
del auge— fue liderado, como puede verse en el cuadro 7, por la compra de bonos del
tesoro por parte de la Reserva Federal. Se promovió la inflación con la intención de
acelerar la recuperación posterior a la recesión de 1920-1921. En julio de 1921, la RF
anunció que aumentaría el crédito para la cosecha y el comercio agrícola en la cantidad
que fuera legítimamente necesaria. Poco tiempo después, el Secretario Mellon propuso
de manera privada que los negocios también fueran estimulados por el crédito barato.
[151]
Otro motivo para la inflación fue el que, veremos, será recurrente y crucial durante
los años ‘20: el deseo de ayudar a los gobiernos extranjeros y a los exportadores
norteamericanos (en especial, a los agricultores). El proceso operaba de la siguiente
manera: la inflación y el crédito barato en los Estados Unidos estimulaba la emisión de
créditos extranjeros en el país. Uno de los motivos más fuertes que impulsó a Benjamin
Strong a realizar operaciones de mercado abierto en 1921-1922 fue estimular los
préstamos internacionales. La inflación también ayudó a frenar el influjo de oro de
Europa y el resto de los países, un influjo causado por las políticas de inflación de
dinero fiat seguidas por los países extranjeros, lo que generaba salidas de oro al elevar
los precios y reducir el tipo de interés. El estímulo artificial a los préstamos
internacionales en los Estados Unidos también ayudó a incrementar o sostener la
demanda extranjera de exportaciones agrícolas estadounidenses.
El primer gran boom de préstamos internacionales coincidió, entonces, con la
inflación de la Reserva Federal de finales de 1921 y comienzos de 1922. La caída en
los rendimientos de los bonos durante el período estimuló el repentino aumento en los
créditos al extranjero, cuando los rendimientos de los bonos del gobierno caían desde
el 5,27% en junio de 1921 a 4,24% en junio de 1922 (los bonos corporativos cayeron
de 7,27% a 5,92% durante el mismo período). Las emisiones de bonos extranjeros,
cerca de 100 millones de dólares por trimestre durante 1920, se duplicaron a 200
millones por trimestre en la última parte de 1921. Este auge fue seguido de «un diluvio
de declaraciones de fuentes oficiales, industriales y bancarias realzando la necesidad
que los Estados Unidos tenían de este tipo de créditos».[152]
En conclusión, la inflación del período 1921-1922 se generó para aliviar la recesión,
estimular la producción y la actividad comercial, ayudar a los productores
agropecuarios y al mercado de préstamos internacionales.
En la primavera de 1923, la Reserva Federal reemplazó su expansión previa por una
contracción del crédito, pero la restricción fue considerablemente debilitada por un
incremento en los descuentos de la propia Reserva, lo que se vio alimentado porque la
tasa de redescuento se mantuvo por debajo del nivel del mercado. A pesar de todo, tuvo
lugar una pequeña recesión que se prolongó hasta mediados de 1924. El rendimiento de
los bonos subió ligeramente y los préstamos internacionales cayeron
considerablemente, por debajo de la tasa de cien millones de dólares por trimestre
durante 1923. Las que estuvieron particularmente deprimidas fueron las exportaciones
norteamericanas hacia Europa. En parte, este declive fue consecuencia de la tarifa
Fordney-McCumber de septiembre de 1922, que se apartó de la tarifa Demócrata, que
era relativamente baja, y fue en la dirección de crear una política proteccionista.[153]
La creciente protección contra las manufacturas de origen europeo fue un golpe para la
industria de Europa y también hizo que la demanda europea de exportaciones de origen
norteamericano permaneciera por debajo de donde habría estado sin mediar la
interferencia estatal.
Para proveer a los países extranjeros de los dólares necesarios para comprar las
exportaciones de los Estados Unidos, el gobierno decidió no bajar tarifas, como
hubiera indicado la sensatez, sino promover una política de dinero fácil en casa,
estimulando así el crédito internacional y controlando el influjo de oro desde el
exterior. En consecuencia, el resurgimiento de la inflación norteamericana a gran escala
en 1924 creó un auge en los préstamos internacionales, que alcanzaron un pico a
mediados de 1928. Además, promovió el comercio exterior de los Estados Unidos pero
no sobre una base sólida de intercambio recíproco y productivo, sino en una febril
promoción de créditos que luego demostraron no ser rentables.[154] Los países
extranjeros se vieron perjudicados en su afán de venderle productos a los Estados
Unidos, pero se vieron incentivados a tomar créditos en dólares. Sin embargo, después
no podían vender los bienes para repagar esos créditos; solo podían intentar pedir
nuevos créditos a un ritmo acelerado para repagar los anteriores. De ahí que, de una
manera indirecta pero no por ello poco clara, la política proteccionista norteamericana
debería cargar con la responsabilidad de la política inflacionaria de los años ‘20.
¿Quién se benefició y quién se perjudicó por la política de proteccionismo con
inflación en lugar de la alternativa racional del libre comercio y la moneda fuerte? Con
seguridad, la mayoría de la población norteamericana se vio perjudicada, tanto en su
faceta de consumidora de productos importados como en su calidad de víctimas de la
inflación y la subsiguiente depresión. Los que se beneficiaron fueron las industrias
protegidas por las tarifas, las industrias de exportación antieconómicamente
subsidiadas por los créditos internacionales y los banqueros de inversión que emitían
los bonos extranjeros cobrando sus cuantiosas comisiones. Ciertamente, la crítica del
profesor F.W. Fetter sobre la política exterior económica de los Estados Unidos durante
la década de 1920 no era exagerada:
De los productores de las líneas en las cuales los extranjeros competían con
nosotros «se ocuparon» las altas tarifas aduaneras y las promesas de la
Comisión de Tarifas de elevar aún más las tarifas si «fuera necesario». Y
aquellos interesados en el comercio exterior sabían, porque así lo había
anunciado el Departamento de Comercio, que este abriría enorme cantidad de
mercados extranjeros. Los préstamos internacionales fueron glorificados por los
mismos líderes que querían mayores y mejores restricciones al comercio,
ignorando por completo los problemas que implicaba la cancelación de dichos
préstamos (…)
Un volumen tremendo de préstamos internacionales hicieron posible que las
exportaciones superaran en gran medida a las importaciones (…) y el secretario
Mellon y otros defensores de la política tarifaria señalaban con sorna a aquellos
que habían pronosticado que la ley Fordney-McCumber iba a tener efectos
negativos sobre nuestro comercio exterior.[155]
La administración republicana, a menudo incorrectamente considerada como una
administración defensora del libre mercado, intervino activamente en el mercado de
crédito internacional a lo largo de los ‘20. Los préstamos internacionales eran una cosa
extraña para los Estados Unidos antes de la Primera Guerra Mundial, y el gobierno
norteamericano no tenía autoridad para interferir en ellos durante tiempos de paz. A
pesar de ello, el gobierno sí intervino, aunque de manera ilegal. El 25 de mayo de
1921, a pedido del secretario de comercio Hoover, el presidente Harding y su gabinete
organizaron una conferencia con diversos banqueros de inversión norteamericanos en la
que Harding pidió ser informado por adelantado de todas las emisiones públicas de
bonos extranjeros, de manera que el gobierno pudiera «expresarse en relación a estas».
[156] Los banqueros aceptaron. El Estado ya había preparado todo para realizar esta
intervención durante una reunión de gabinete cinco días antes:
El gabinete discutió el problema de favorecer las exportaciones y la
deseabilidad de la aplicación de los beneficios obtenidos de los préstamos
internacionales generados en nuestros propios mercados financieros al objetivo
de exportar nuestros productos.[157]
En resumen, el gabinete quería que los bancos que emitieran bonos extranjeros
dejaran que parte de sus beneficios se gastaran en el país. Y Herbert Hoover estaba tan
entusiasmado con el subsidio a los préstamos internacionales que comentó que incluso
los malos créditos ayudarían a las exportaciones norteamericanas y, entonces,
proveerían una forma barata de alivio y empleo; una forma «barata» que luego trajo
carísimas suspensiones de pagos y grandes problemas financieros.[158]
En enero de 1922, el secretario de comercio Hoover se impuso a los banqueros de
inversión de los Estados Unidos e hizo que aceptaran que agentes del Departamento de
Comercio investigaran primero las condiciones de los países que solicitaran préstamos,
ya fueran estos entes públicos o privados. El postulante también tendría que
comprometerse a comprar materiales en los Estados Unidos y el cumplimiento de este
acuerdo estaría supervisado por un agregado comercial estadounidense en el país que
solicitara el crédito. Felizmente, fue muy poco el alcance que tuvo este acuerdo.
Mientras tanto, el pedido de Harding fue ignorado en repetidas oportunidades y, en
consecuencia, el Departamento de Estado envió una circular a los banqueros en marzo
de 1922, repitiendo el pedido presidencial y admitiendo que no había manera de
hacerlo cumplir por la vía legal, pero declarando que los «intereses nacionales»
exigían que el Departamento de Estado ofreciera sus objeciones a cualquier nueva
emisión de bonos. Durante los meses de abril y mayo, el secretario Hoover se quejó
por la indecisión de los banqueros e instó a que los bancos fueran obligados a
establecer las reglas que él quería para los préstamos internacionales, o de otra forma
el Congreso tomaría el control. Harding y Coolidge, sin embargo, se contentaron con
una forma de intimidación informal mucho más moderada.
A menudo, cuando se le preguntaba por el tema, el gobierno negaba cualquier intento
de regulación sobre los préstamos internacionales. Pero el Departamento de Estado
admitió en muchas oportunidades que estaba ejerciendo un control benéfico y admitió
que se había opuesto a un gran número de préstamos. La prohibición más notable fue la
de todos los préstamos a Francia, un castigo impuesto porque Francia todavía tenía
deudas impagas con Estados Unidos. Fue una prohibición que, sin embargo, los
banqueros pudieron evadir a menudo. El secretario de estado, Kellogg, intentó pero no
pudo obtener una regulación legal del crédito internacional.
Con conocimiento de que el Departamento de Estado estaba interviniendo en el
mercado de préstamos internacionales, el público estadounidense erróneamente
comenzó a creer que todo tipo de crédito internacional tenía el sello de aprobación del
Gobierno federal y que, por tanto, era una buena compra. Esto, por supuesto, estimuló
todavía más la emisión imprudente de bonos.
Los préstamos internacionales de los años ‘20 fueron casi todos privados. En 1922,
sin embargo, en un heraldo de lo que vendría después, el secretario de estado Hughes
instó al Congreso a aprobar un préstamo directo para el gobierno de Liberia, algo que
el Senado no aprobó.
¿Cuál era la razón detrás de esta particular política inflacionaria que favorecía el
mercado de aceptaciones bancarias? Por un lado, se adecuaba al sesgo cualitativista de
la administración y, por el otro, era ostensiblemente avanzada como manera de ayudar a
los productores agrícolas norteamericanos. Igualmente, parece que el argumento de la
ayuda al sector agrícola se utilizó nuevamente como cortina de humo para cubrir la
política inflacionista. En primer lugar, el incremento en la tenencia de aceptaciones,
comparada con la misma estación del año anterior, estaba mucho más concentrado en
las aceptaciones puramente internacionales y menos en las aceptaciones basadas en las
exportaciones norteamericanas. En segundo lugar, los granjeros ya habían alcanzado su
límite de endeudamiento para la estación antes de agosto, por lo que no se beneficiaron
en absoluto de las bajas tasas de las aceptaciones. De hecho, como señala Beckhart, la
política inflacionista de las aceptaciones fue reinstituida siguiendo «una nueva visita
del gobernador Norman».[200] De ahí que, una vez más, la pezuña hendida de Montagu
Norman ejerciera su influencia sobre la escena norteamericana y, por última vez,
Norman estuvo en la posición de darle un nuevo ímpetu al auge de los años ‘20. Gran
Bretaña también estaba ingresando en una depresión y, aun así, sus políticas
inflacionistas habían resultado en un severo drenaje de oro durante junio y julio.
Norman pudo entonces volver a conseguir una línea de crédito por 250 millones de
dólares de un consorcio de bancos norteamericanos, pero el drenaje continuó durante
septiembre y gran parte del oro se dirigió a los Estados Unidos. Continuando con su
ayuda a Gran Bretaña, el Banco de la Reserva Federal de Nueva York compró con
vehemencia letras denominadas en libras desde agosto hasta octubre. El nuevo subsidio
del mercado de aceptaciones, entonces, permitió una mayor ayuda a Gran Bretaña a
través de la compra de estas letras. La política de la Reserva Federal durante la última
mitad de 1928 y 1929 estuvo, en resumen, signada por el deseo de mantener el crédito
abundante en aquellos mercados favorecidos, como el de las aceptaciones, y contraerlo
en otros campos, como el mercado bursátil (por ejemplo, a través de la «persuasión
moral»). Hemos visto que tal política solo podía fracasar, y un excelente epitafio de
estos esfuerzos fue descrito por A. Wilfred May:
Una vez que el sistema de crédito se vio infectado por el dinero barato, fue
imposible recortar algunos créditos en particular sin recortar todo el crédito,
porque es imposible mantener los diferentes tipos de dinero separados en
compartimentos herméticos. Fue imposible hacer que el dinero fuera escaso para
la Bolsa mientras que, simultáneamente, se deseaba que se mantuviera abundante
para uso comercial (…) Cuando el crédito de la Reserva se creó, no había
manera posible de dirigirlo a usos específicos, una vez que fluyó hacia los
bancos comerciales y a la corriente general del crédito.[201]
Y así terminó el boom inflacionario de la década del ‘20. Debería estar claro que la
responsabilidad por la inflación recae totalmente sobre el Gobierno federal. En primer
lugar, sobre las autoridades de la Reserva Federal y, en segundo, sobre el Tesoro y la
Administración.[202] El gobierno de los Estados Unidos había sembrado el viento y el
pueblo de los Estados Unidos cosechó la tempestad: la Gran Depresión.
CAPÍTULO 6
TEORÍA E INFLACIÓN:
LOS ECONOMISTAS Y EL SEÑUELO
DE UN NIVEL DE PRECIOS ESTABLE
Una de las razones por las que la mayoría de los economistas de los años ‘20 no vieron
la existencia de un problema inflacionario fue por la adopción generalizada, como meta
y criterio para la política monetaria, de un nivel de precios estable en el tiempo. El
grado en el que la Reserva Federal fue guiada por el deseo de mantener un nivel estable
de precios ha sido un asunto de considerable debate. Mucho menos controversial es el
hecho de que más y más economistas comenzaran a considerar como meta última de la
política monetaria el mantenimiento de un nivel de precios libre de alteraciones. El
hecho de que los índices generales de precios se mantuvieran relativamente estables
durante la década de 1920 indicó a la mayoría de los economistas que no existía una
amenaza inflacionaria y, por ello, los sucesos de la Gran Depresión los tomó
completamente por sorpresa.
En realidad, la expansión crediticia de los bancos genera sus pícaros efectos al
distorsionar las relaciones entre los precios y al aumentar y alterar los precios
subvirtiendo cómo se habrían comportado de no mediar la expansión. Estadísticamente,
entonces, solo podemos identificar un incremento en la oferta monetaria, un hecho
simple. No podemos probar la inflación señalando incrementos en los precios. Solo
podemos aproximar explicaciones de movimientos complejos en los precios al
emprender un estudio económico e histórico de una era (una tarea que excede el área de
este trabajo). Es suficiente decir que la estabilidad de los precios mayoristas durante la
década de 1920 era el resultado de la inflación monetaria contrarrestada por la
productividad, que redujo el coste de producción e incrementó la oferta de bienes. Pero
este «contrarresto» fue meramente estadístico; no eliminó el ciclo de auge y recesión
sino que solo lo oscureció. Los economistas que enfatizaron la importancia de un nivel
estable de precios estaban, por tanto, especialmente engañados, ya que deberían
haberse concentrado en lo que estaba sucediendo con la oferta de dinero. En
consecuencia, los economistas que encendieron sus alarmas durante los ‘20 fueron, en
su mayoría, los cualitativistas. Habían sido tildados de irremediablemente pasados de
moda por los economistas más «nuevos», que se daban cuenta de la abrumadora
importancia de lo cuantitativo en los sucesos económicos. El problema no reside en el
crédito particular de ciertos mercados particulares (como la Bolsa o el mercado
inmobiliario); el boom de la Bolsa y del mercado inmobiliario reflejaba la teoría de
Mises: un auge desproporcionado en el precio de los títulos sobre los bienes de capital,
originado por el incremento de la oferta monetaria, tiene la responsabilidad de la
expansión crediticia de los bancos.[203]
La estabilidad del índice de precios durante los años ‘20 se demuestra por el índice
de precios al productor de la Oficina de Estadísticas Laborales, que cayó a 93,4 (100 =
1926) en junio de 1921, subió a un pico de 104,5 en noviembre de 1925 y luego volvió
a caer a 95,2 hacia junio de 1929. El índice de precios, en resumen, subió levemente
hasta 1925 y cayó levemente de allí en adelante. Los índices de precios al consumidor
se comportaron de una forma similar.[204] Por otro lado, el Índice «Synder» del nivel
de precios general, que incluía todo tipo de precios (inmuebles, acciones, rentas y
salarios, así como precios mayoristas) subió considerablemente durante el período, de
158 en 1922 (1913 = 100) a 179 en 1929, un aumento del 13%. La estabilidad se
alcanzó, entonces, solamente en los índices de precios al consumidor y al productor,
pero estos eran y aún son los campos considerados de especial importancia por la
mayoría de los economistas.
Dentro del agregado de los precios al productor, la comida y los productos agrícolas
subieron mientras que los metales, el combustible, los químicos y los elementos de
decoración cayeron de manera considerable. Que el auge se sintiera en las industrias de
bienes de capital puede verse (a) en la multiplicación por cuatro de los precios de las
acciones durante el período; y (b) por el hecho de que la producción de los bienes
durables más el hierro y el acero creciera cerca del 160%, mientras que la producción
de bienes no durables (en su mayoría bienes de consumo) se incrementara solo en un
60%. De hecho, la producción de bienes tales como la comida procesada o las prendas
de vestir crecieron solo un 48 y un 36% respectivamente desde 1921 a 1929. Otra
ilustración de la teoría de Mises es que los salarios subieron mucho más en las
industrias de bienes de capital. La puja hacia arriba de los salarios y otros costes es un
factor distintivo del análisis de Mises del comportamiento de las industrias de bienes
de capital durante el boom. La paga horaria promedio, de acuerdo con el índice
elaborado por el Conference Board, subió en las manufacturas seleccionadas desde
0,52 dólares en julio de 1921 a 0,59 dólares en 1929, un 12% de incremento. Entre este
grupo, los salarios en las industrias de bienes de consumo como las botas o los zapatos
se mantuvieron constantes; subieron un 6% en la industria de muebles, menos del 3% en
la industria del empaquetamiento de carnes, y 8% en la industria de producción de
pequeñas herramientas. Por otro lado, en las industrias de bienes de capital tales como
las de máquinas y herramientas para máquinas, los salarios se incrementaron un 12%,
un 19% en la industria maderera, un 22% en la química y un 25% en la industria del
acero y del hierro.
En consecuencia, la expansión crediticia de la Reserva Federal, intencionada o no,
se las ingenió para mantener el nivel de precios estable en un contexto de incremento de
la productividad que —en un mercado libre— habría terminado en la caída de los
precios y la expansión de la mejora en los estándares de vida a todos los miembros de
la sociedad. La inflación distorsionó la estructura de la producción y llevó al posterior
período de depresión y ajuste. Además, impidió a la gente disfrutar del fruto del
progreso en la forma de menores precios y aseguró que solo aquellos que disfrutaban
de salarios e ingresos monetarios más elevados pudieran beneficiarse del incremento
de la productividad.
Abunda la evidencia que tomamos de Phillips, McManus y Nelson en relación a que
«el resultado final del que probablemente fue el mayor experimento de estabilización
de precios de la Historia resultó ser, simplemente, la mayor depresión».[205] Benjamin
Strong fue convertido a la filosofía de la estabilización del nivel de precios en 1922.
En enero de 1925, Strong escribió en su privacidad:
Lo que yo creía, y creo que era compartido por todos en la Reserva Federal, era
que toda nuestra política en el futuro, así como en el pasado, se destinaría a la
estabilización de los precios tanto como fuera posible para nosotros influir en
ellos.[206]
Cuando le preguntaron, durante la Audiencia de Estabilización de 1927, si el Comité
de la Reserva Federal podía «estabilizar el nivel de precios todavía más» que en el
pasado, a través de operaciones de mercado abierto, el gobernador Strong respondió:
Personalmente creo que la administración del sistema de la Reserva Federal,
desde la reacción de 1921, se ha enfocado tanto como el saber humano puede
hacerlo precisamente hacia ese objetivo.[207]
Al parecer, el gobernador Strong tuvo un rol principal a principios de 1928 en el
borrador del proyecto de ley del representante James G. Strong (no tienen relación
familiar) que compelía a la Reserva Federal a promover un nivel de precios estable.
[208] El gobernador estaba enfermo en estas fechas y ya no controlaba la Fed, pero
escribió el borrador final de la ley junto con el representante Strong. En compañía del
congresista y del profesor John R. Commons, uno de los teóricos líderes de la
estabilización del nivel de precios, Strong discutió la ley con miembros del Comité de
la Reserva Federal. Cuando el Comité la rechazó, Strong sintió la necesidad de,
públicamente, seguir la línea del comité.[209] Debemos destacar, además, que Carl
Snyder, un seguidor leal y casi devoto del gobernador Strong, director del departamento
de estadísticas del Banco de la Reserva Federal de Nueva York, fue uno de los
principales defensores del control monetario y crediticio por parte de la Reserva
Federal para estabilizar el nivel de precios.[210]
Como era de esperar, los principales economistas británicos del momento creían
firmemente que la Reserva Federal estaba deliberadamente, y con éxito, estabilizando
el nivel de precios. John Maynard Keynes consideraba la administración exitosa del
dólar por parte del sistema de la Reserva Federal desde 1923 a 1928 como un «triunfo»
para la administración central de la moneda. D.H. Robertson concluyó en 1929 que
«aparentemente se había seguido una política monetaria destinada concienzudamente a
estabilizar el nivel de precios con algo de éxito por parte del comité de la Reserva
Federal en los Estados Unidos desde 1922».[211] Pero mientras que Keynes continuó
defendiendo la política de la Fed por algunos años después de comenzada la Gran
Depresión, Robertson comenzó a criticarla:
En retrospectiva (…) la gran «estabilización» norteamericana de 1922-1929 fue
en realidad un gran intento por desestabilizar el valor del dinero en términos de
esfuerzo humano mediante un programa colosal de inversión (…) que tuvo éxito
por un tiempo sorprendentemente largo, pero que ningún ingenio humano podría
haber manejado de manera indefinida sobre bases sólidas y equilibradas.[212]
El canto de sirena del nivel de precios estable atrajo a los políticos, por no decir a
los economistas, desde 1911. Fue entonces cuando el profesor Irving Fisher lanzó su
carrera como líder del movimiento del «dinero estable» en los Estados Unidos.
Rápidamente, ganó el apoyo de los líderes políticos y de los economistas para
comenzar una comisión internacional que estudiara el problema de los precios y del
dinero. Los que apoyaban el movimiento eran el Presidente William Howard Taft, el
Secretario de Guerra Henry Stimson, el Secretario del Tesoro Franklin MacVeagh, el
Gobernador Woodrow Wilson, Gifford Pinchot, siete senadores y los economistas
Alfred Marshall, Francis Edgeworth, y John Maynard Keynes en Inglaterra. El
presidente Taft envió un mensaje especial al Congreso en febrero de 1912 que urgía a la
apropiación de semejante conferencia internacional. El mensaje fue escrito por Fisher,
en colaboración con el Secretario de Estado Asistente Huntington Wilson, un converso
al dinero estable. El Senado aprobó la ley, pero murió en casa de los representantes.
Woodrow Wilson mostró su interés en el plan pero abandonó la idea presionado por
otros asuntos.
En la primavera de 1918, el Comité del Poder Adquisitivo del Dinero de la
Asociación Económica de Norteamérica respaldó el principio de la estabilización. A
pesar de encontrar oposición por parte del sector bancario, encabezado por A. Barton
Hepburn del Chase National Bank, Fisher comenzó a organizar la Liga por el Dinero
Estable a finales de mayo de 1921 (a comienzos de nuestra era de la inflación). Newton
D. Baker, Secretario de Guerra bajo el mandato de Wilson, y el profesor James Harvey
Rogers de la Universidad Cornell fueron dos de los primeros organizadores. Otros
prominentes políticos y economistas que jugaron papeles importantes en la Liga del
Dinero Estable fueron el profesor Jeremiah W. Jenks, su primer presidente; Henry A.
Wallace, editor del Wallace’s Farmer, y más tarde Secretario de Agricultura; John G.
Winant, posteriormente gobernador de New Hampshire; el profesor John R. Commons,
su segundo presidente; George Eastman de la familia Eastman-Kodak; Lyman J. Gage,
ex Secretario del Tesoro; Samuel Gompers, presidente de la Federación
Norteamericana del Trabajo; el senador Carter Glass de Virginia; Thomas R. Marshall,
vicepresidente del país bajo el mandato de Wilson; el congresista Oscar W.
Underwood; Malcolm C. Rorty; y los economistas Arthur Twining Hadley, Leonard P.
Ayres, William T. Foster, David Friday, Edwin W. Kemmerer, Wesley C. Mitchell,
Warren M. Persons, H. Parker Willis, Allyn A. Young, y Carl Snyder.
El ideal de un nivel de precios estable es relativamente inocuo en el medio de una
situación de incremento en los precios cuando puede ayudar a los defensores del dinero
sano a intentar controlar el auge; pero es altamente problemático cuando los precios
están queriendo bajar y los estabilizadores piden inflación. Aun así, la estabilización
siempre es más popular cuando los precios están cayendo. La Liga del Dinero Estable
fue fundada en 1920-1921, mientras los precios caían durante la depresión. Pronto, los
precios comenzaron a incrementarse y algunos conservadores comenzaron a ver en el
dinero estable un movimiento útil para usar contra los extremos inflacionistas. Como
resultado, la Liga cambió su nombre al de Asociación Monetaria Nacional en 1923,
pero siguió contando con la misma gente, con el profesor Commons como presidente.
Hacia 1925, el nivel de precios había alcanzado su pico y comenzado a caer, lo que
generó que los conservadores dejaran de apoyar a la organización, la cual volvió a
cambiar su nombre por el de Asociación del Dinero Estable. Entre los distintos nuevos
líderes de la asociación se encontraban H. Parker Willis, John E. Rovensky,
vicepresidente ejecutivo del Bank of America, el profesor Kemmerer y «el tío»
Frederic W. Delano. Otros líderes eminentes de la Asociación fueron el profesor
Willford I. King; el presidente de la Universidad de Columbia Nicholas Murray Butler;
John W. Davis, candidato demócrata a la presidencia en 1924; Charles G. Dawes,
director de la Oficina de Presupuesto durante el mandato de Harding y vicepresidente
de Coolidge; William Green, presidente de la Asociación Norteamericana del Trabajo;
Charles Evans Hughes, Secretario de Estado hasta 1925; el banquero Otto H. Kahn;
Frank O. Lowden, ex gobernador republicano de Illinois; Elihu Root, ex Secretario de
Estado y senador; James H. Rand, Jr.; Norman Thomas, del Partido Socialista; Paul M.
Warburg y Owen D. Young. Desde el exterior vinieron Charles Rist del Banco de
Francia; Eduard Benes de Checoslovaquia, Max Lazard de Francia; Emile Moreau del
Banco de Francia; Louis Rothschild de Austria; y Sir Arthur Balfour, Sir Henry
Strakosch, Lord Melchett, y Sir Josiah Stamp de Gran Bretaña. En servicio como
vicepresidentes honoríficos de la asociación estaban los presidentes de las siguientes
organizaciones: la Asociación Americana de Legislación Laboral, la Asociación
Americana de Bares, la Federación de la Oficina Agrícola Norteamericana, la
Hermandad del Ferrocarril Trainmen, la Asociación Nacional de Hombres de Crédito,
la Liga Nacional de Consumidores, la Asociación de Educación Nacional, el Consejo
Americano de Educación, los Trabajadores Mineros Unidos de Norteamérica, la Granja
Nacional, la Asociación de Comercio de Chicago, la Asociación de Comerciantes de
Nueva York, y las asociaciones de banqueros de 43 estados y del distrito de Columbia.
El director ejecutivo y cabeza operativa de esta asociación con tan formidable
respaldo era Norman Lombard, traído por Fisher en 1926. La Asociación esparció su
hechizo a lo largo y a lo ancho. Fue asistida por la publicidad que se le dio a la
propuesta de Thomas Edison y Henry Ford de un dólar respaldado por «commodities»
en 1922 y 1923. Otros prominentes estabilizacionistas del período fueron los
profesores George F. Warren y Frank Pearson de Cornell, Royal Meeker, Hudson B.
Hastings, Alvin Hansen, y Lionel D. Edie. En Europa, además de los ya mencionados,
otros defensores de la estabilización eran: el profesor Arthur C. Pigou, Ralph G.
Hawtrey, J.R. Bellerby, R.A. Lehfeldt, G.M. Lewis, Sir Arthur Salter, Knut Wicksell,
Gustav Cassel, Arthur Kitson, Sir Frederick Soddy, F.W. Pethick-Lawrence, Reginald
McKenna, Sir Basil Blackett, y John Maynard Keynes. Keynes fue particularmente
influyente por su propaganda a favor de una «moneda administrada» y un nivel de
precios estabilizado, como delinea en su A Tract on Monetary Reform, publicado en
1923.
Ralph Hawtrew demostró ser uno de los genios perversos de los años ‘20. Influyente
economista en una tierra donde los economistas habían moldeado la política de manera
mucho más directa que en los Estados Unidos, Hawtrey, Director de Estudios
Financieros en el Tesoro Británico, defendió el control internacional del crédito por
parte de los bancos centrales para alcanzar un nivel de precios estable desde 1913. En
1919, Hawtrey fue uno de los primeros en demandar la adopción del «patrón oro-
cambio» por parte de los países europeos en conjunto con la cooperación de los bancos
centrales. Hawtrey fue uno de los principales trompetistas europeos de las proezas del
gobernador Benjamin Strong. Hacia 1932, mientras Robertson se daba cuenta de las
maldades de la estabilización, Hawtrey declaró: «El experimento americano de
estabilización de 1922 a 1928 mostró que un tratamiento temprano puede controlar una
tendencia tanto hacia la inflación como a la deflación (…) El experimento
norteamericano fue un gran avance respecto de las prácticas del siglo diecinueve»,
cuando el ciclo económico se aceptaba pasivamente.[213] A la muerte del gobernador
Strong, Hawtrey afirmó que el suceso era «un desastre para el mundo».[214]
Finalmente, Hawtrey fue la principal inspiración para las resoluciones de
estabilización de la Conferencia de Génova en 1922.
Era inevitable que esta gran cantidad de opiniones favorables se transformara en
presión legislativa, cuando no en acción legislativa. El representante T. Alan
Goldsborough de Maryland introdujo un proyecto de ley para «estabilizar el poder
adquisitivo del dinero» en mayo de 1922, que era esencialmente la propuesta del
profesor Fisher, que Goldsborough había conocido gracias al ex vicepresidente
Marshall. Los testigos del proyecto eran los profesores Fisher, Rogers, King y
Kemmerer, pero el proyecto no fue aprobado en su comisión. A principios de 1924,
Goldsborough lo intentó nuevamente y el representante de Dakota del Norte, O.B.
Burtness, introdujo un proyecto de estabilización similar. Ninguno prosperó. El
siguiente gran esfuerzo fue el proyecto de ley del congresista James G. Strong de
Kansas, introducido en junio de 1926, bajo la urgencia del veterano estabilizacionista
George H. Shibley, quien venía promoviendo la causa de los precios estables desde
1896. En lugar de la propuesta de Fisher a favor de un «dólar compensado» para
manipular el nivel de precios, el proyecto de Strong instaba a la Reserva Federal a
actuar directamente para estabilizar el nivel de precios. Se llevaron a cabo audiencias
desde marzo de 1926 hasta febrero de 1927. A favor del proyecto declararon Shibley,
Fisher, Lombard, el Dr. William T. Foster, Rogers, Bellerby y Commons. Commons,
Strong y el gobernador Strong reescribieron después el proyecto, como se explicó más
arriba, y se llevaron a cabo audiencias sobre el segundo proyecto de Strong en la
primavera de 1928.
El punto álgido de los testimonios favorables al proyecto fue el del profesor sueco
Gustav Cassel, cuya eminencia llenó la sala de audiencias del Congreso. Cassel había
estado promoviendo la estabilización desde 1903. El consejo de este sabio era que el
gobierno no empleara medidas ni cualitativas ni cuantitativas para controlar el auge,
puesto que estas reducirían el nivel de precios. En una serie de conferencias en los
Estados Unidos, Cassel también pidió que los ratios de reservas exigidos por la Fed
fueran menores, así como también demandó una mayor cooperación de los bancos
centrales a nivel mundial para estabilizar el nivel de precios.
La ley Strong tuvo la misma suerte que sus predecesoras y nunca salió del comité.
Pero la presión ejercida durante las numerosas audiencias, así como el peso de las
opiniones y el punto de vista del gobernador Strong, sirvieron para empujar a las
autoridades de la Reserva Federal a tratar de manipular el crédito con el objetivo de
estabilizar los precios.
La presión internacional fortaleció el camino hacia un nivel de precios estable. La
acción oficial comenzó con la Conferencia de Génova, en la primavera de 1922. La
Conferencia fue convocada por la Liga de las Naciones, bajo la iniciativa del premier
Lloyd George, quien estaba inspirado por la figura dominante de Montagu Norman. La
Comisión Financiera de la Conferencia adoptó una serie de resoluciones que, como
describió Fisher, «sirvieron por años como poderoso arsenal para los abogados del
nivel de precios estable alrededor del mundo».[215] Las resoluciones impulsaron la
colaboración entre los bancos centrales para estabilizar el nivel mundial de precios y
también sugirieron el cambio hacia un patrón oro-cambio. En la Comisión Financiera se
encontraban estabilizacionistas tales como Sir Basil Blackett, el profesor Casse, el Dr.
Vissering y Sir Henry Strakosch.[216] La Liga de las Naciones, de hecho, fue
rápidamente tomada por los partidarios de la estabilización. El Comité Financiero de la
Liga fue inspirado mayormente por el gobernador Montagu Norman, quien trabajó muy
estrechamente con dos asociados, Sir Otto Niemeyer y Sir Henry Strakosch. Sir Henry
era, como indicamos, un prominente defensor de la estabilización.[217] Además, el
principal asesor de Norman en asuntos internacionales, Sir Charles S. Addis, era
también un fervoroso estabilizacionista.[218]
En 1921, un Comité Conjunto de Crisis Económica fue formado por la Conferencia
General del Trabajo, la Oficina Internacional del Trabajo (ILO, por sus siglas en
inglés) de la Liga de las Naciones y el Comité Financiero de la Liga. En este comité
conjunto había tres líderes del movimiento de estabilización: Albert Thomas, Henri
Fuss y el Alcalde J.R. Bellerby. En 1923, un reporte de Thomas advertía que una caída
en el nivel de precios «casi invariablemente» generaba desempleo. Henri Fuss, del
ILO, difundía la idea de la estabilización a través de la International Labour Review de
1926. El comité conjunto se reunió en junio de 1925, para afirmar los principios de la
Conferencia de Génova. Mientras tanto, dos organizaciones internacionales privadas, la
Asociación Internacional para la Legislación Laboral y la Asociación Internacional del
Desempleo, se reunieron en el Congreso Internacional de la Política Social, en Praga,
en octubre de 1924. El Congreso demandó la adopción generalizada de los principios
de la Conferencia de Génova, la estabilización del nivel de precios. La Asociación
Internacional para el Progreso Social adoptó un reporte durante su reunión en Viena en
septiembre de 1928, preparado por el defensor de la estabilización, Max Lazard, del
banco de inversión Lazard Frères de París, que clamaba por la estabilidad del nivel de
precios. La ILO hizo lo propio en 1929, suscribiendo la teoría de la caída del nivel de
precios como causa del desempleo. Por último, el Comité Económico Consultivo de la
Liga adoptó los principios de Génova en el verano de 1928.
De la misma forma que los profesores Cassel y Commons no querían ninguna
restricción crediticia en 1928 y 1929, el representante Louis T. McFadden, poderoso
presidente de la Comisión de Banca y Dinero del Congreso, ejerció una presión similar
pero más poderosa sobre las autoridades de la Reserva Federal. El 7 de febrero de
1929, el día después del aviso del comité de la Reserva Federal para los bancos de la
Reserva Federal respecto de la especulación bursátil, McFadden mismo advirtió a la
Cámara de Representantes acerca de una reacción adversa de los comercios a esta
maniobra. Señalaba que, como no había habido ningún aumento en el nivel de precios
de las materias primas, ¿cómo era posible que existiera el riesgo de inflación? La Fed,
advirtió rápidamente, no debería preocuparse por el mercado de valores o los
préstamos al mercado bursátil. Tenía miedo de que se produjera una caída generalizada.
Una política monetaria más restrictiva haría que la financiación del capital se
dificultara y, junto con la resultante pérdida de confianza, precipitaría la depresión. De
hecho, McFadden declaró que la Fed debería estar preparada para rebajar los tipos de
interés en cuanto apareciera el menor signo de caída del nivel de precios o del nivel de
empleo.[219] Otras voces influyentes que se levantaron en contra de cualquier
restricción crediticia fueron las de W.T. Foster y Waddill Catchings, líderes
estabilizacionistas conocidos por sus teorías del subconsumo. Catchings era un
prominente banquero (de Goldman Sachs and Co.) y magnate del hierro y el acero, y
ambos hombres eran cercanos a la administración Hoover. Como veremos, su «plan»
para solucionar el problema del desempleo fue adoptado por Hoover. En abril de 1929,
Foster y Catchings advirtieron que cualquier restricción del crédito redundaría en una
baja del nivel de precios y dañaría a los comercios. El mercado alcista, aseguraban al
público —junto con Fisher, Commons y los demás— estaba sustentado en la sólida
base de confianza y crecimiento norteamericano.[220] Los operadores que especulaban
con la subida, por supuesto, se hicieron eco de la idea de que todos deberían «invertir
en Norteamérica». Cualquiera que criticara el auge era considerado un apátrida e
inmediatamente acusado de «vender en corto a los Estados Unidos».
Cassel representaba la típica opinión europea al insistir en que la Reserva Federal
debería recurrir aún más a maniobras inflacionarias. Sir Ralph Hawtret, en su visita a
Harvard durante 1928-1929, esparció el hechizo de la estabilización del nivel de
precios a su audiencia norteamericana.[221]
Un influyente laborista británico, Philip Snowden, instó en 1927 a los Estados
Unidos a unirse al plan mundial de estabilización para prevenir una prolongada caída
de los precios. Ambos periódicos, el Statist y el Nation, de Londres, se lamentaban de
la «deflación» de la Reserva Federal. Tal vez el más extremo fue el artículo
inflacionista del entonces respetado profesor Allyn A. Young, un norteamericano que
enseñaba en la Universidad de Londres. Young, en enero de 1929, advirtió sobre la
tendencia secular a la baja de los precios, e instó a todos los bancos centrales a no
«atesorar» oro, a abandonar el «viejo fetiche de la elevada ratio de reservas» y a inflar
al máximo posible. «Los bancos centrales del mundo», declaró, «parecen tenerle miedo
a la prosperidad. Y en tanto sigan en esa postura influenciarán negativamente el ritmo
de crecimiento de la producción».
En una era de locura, el artículo del profesor Young fue, tal vez, la cereza del postre;
mucho más censurable que los evidentes errores de economistas tales como Irving
Fisher o Charles A. Dice acerca de la supuesta «nueva era» de prosperidad de la bolsa
de valores. Extrapolar las condiciones presentes del mercado bursátil solamente no es,
después de todo, tan reprensible como considerar que la deflación era la amenaza
principal en el medio de una era de inflación rampante. Pero esa era la lógica
conclusión de la posición estabilizacionista.
Podemos concluir que las autoridades de la Reserva Federal, al promulgar sus
políticas inflacionistas, estaban motivadas no solo por el deseo de ayudar a que la
inflación británica subsidiara a los productores agrícolas del país, sino que también
estuvo guiada —o mejor dicho, mal guiada— por la teoría económica de moda que
pregonaba un nivel de precios estable como meta de la manipulación monetaria.[222]
PARTE III
LA GRAN DEPRESIÓN:
1929-1933
CAPÍTULO 7
EL PRELUDIO:
EL SR. HOOVER Y EL LAISSEZ-FAIRE
A partir de lo visto hasta aquí, podemos concluir que cuando la depresión llegó,
prologada por el estallido de la Bolsa el 24 de octubre de 1930, el Presidente Hoover
estaba listo para enfrentarse a la prueba, listo para lanzar un programa de intervención
gubernamental sin precedentes enfocado en la obra pública, los salarios elevados y la
reafirmación de principios poco sostenibles que cristalizarían luego en el denominado
New Deal. Como recuerda el mismo Hoover:
La pregunta más importante estaba en torno a si el Presidente y la Reserva
Federal debían llevar adelante la investigación y brindar un remedio para los
males del momento (…) Ningún presidente jamás había creído que hubiera una
responsabilidad gubernamental en estas situaciones. Sin importar la urgencia de
las ocasiones previas, los presidentes mantuvieron categóricamente que el
Gobierno federal era ajeno a tales inconvenientes (…) entonces tuvimos que ser
los pioneros en un nuevo campo.[267]
Como sus biógrafos y admiradores, Myers y Newton, declaran: «El presidente
Hoover fue el primero de la historia en ofrecer liderazgo federal para movilizar los
recursos económicos de la gente». Por supuesto, no sería el último. Como Hoover más
tarde proclamó, fue un «programa sin parangón en la historia de las depresiones de
cualquier país y época».
Existió una oposición dentro de la administración, encabezada sorprendentemente
(considerando sus intervenciones durante el boom), por Mellon, el Secretario del
Tesoro. Mellon fue la cabeza visible del grupo que Hoover denominó con desprecio
«liquidacionista». Mellon quería «liquidar el trabajo, liquidar los stocks, liquidar a los
granjeros, liquidar el mercado inmobiliario» y, de esa forma, «purgar la podredumbre»
de la economía, reducir el alto coste de vida y fomentar el trabajo duro y la eficiencia
empresarial. Mellon recordó la eficiencia de este proceso durante la depresión de
1870. Si bien fue presentado en términos un poco espeluznantes, este era el camino
correcto que el gobierno tenía que tomar. Sin embargo, la asesoría de Mellon no fue
escuchada por Hoover, quien encontró apoyo en el Subsecretario del Tesoro Ogden
Mills, el Secretario de Comercio Robert Lamont, el Secretario de Agricultura Hyde y
otros.
I. LAS CONFERENCIAS EN LA CASA BLANCA
Hoover actuó con rapidez y decisión. Su acción más relevante fue la convocatoria de
una serie de conferencias en la Casa Blanca, donde asistieron los líderes financieros e
industriales del país, a los que se indujo a mantener los salarios e incrementar sus
inversiones. Pero una expansión tal solo podría traer aparejadas pérdidas para los
negocios y, en consecuencia, agravar la depresión. Hoover describió el objetivo
general de las conferencias como «la coordinación de los negocios y el gobierno para
la acción conjunta». La primera conferencia se dio el 18 de noviembre, junto con los
presidentes de las más grandes compañías ferroviarias del país. Los asistentes en
representación del gobierno fueron Hoover, Mellon y Lamont, aunque también participó
William Butterworth, Presidente de la Cámara de Comercio de los Estados Unidos. Los
magnates del negocio ferroviario le aseguraron a Hoover que expandirían sus
programas de construcción y mantenimiento y anunciaron públicamente este
compromiso el 19 de noviembre. Más tarde, los ejecutivos de las compañías se
reunieron en Chicago para establecer un programa formal para ponerlo todo en marcha.
La conferencia más importante que tuvo lugar en la Casa Blanca se dio el 21 de
noviembre. Todos los líderes industriales del país estaban allí, incluyendo personajes
tales como Henry Ford, Julius Rosenwald, Walter Teagle de la Standard Oil, Matthew
Sloan, Owen D. Young, Edward Grace, Alfred P. Sloan, Jr., Pierre DuPont y William
Butterworth. Los empresarios le pidieron a Hoover que estimulara la cooperación entre
el gobierno y la industria. Hoover señaló que el desempleo ya había alcanzado a dos o
tres millones de personas, que una larga depresión sobrevendría, ¡y que los salarios
debían mantenerse elevados! Hoover
explicó que la inmediata «liquidación» del trabajo había sido la política
industrial durante las depresiones anteriores; que su instinto se oponía tanto al
término como a la política, puesto que el trabajo no era un commodity sino que
representaba los hogares de los seres humanos (…) Además, desde el punto de
vista económico, una acción de ese tipo profundizaría la depresión al reducir el
poder adquisitivo.
Hoover insistió en que, si los salarios eventualmente se reducían, debían hacerlo «ni
más ni menos rápidamente que el coste de vida (de manera que) la carga no cayera
principalmente sobre los trabajadores». En resumen, debía evitarse que los salarios
reales cayeran. Hoover insistía en que el primer shock de la depresión recayera sobre
los beneficios y no sobre los salarios (precisamente a la inversa de la política sensata,
ya que los beneficios son la razón de ser de la actividad empresarial). En ese momento,
entonces, los salarios no debían reducirse en absoluto, pero la industria debía mantener
a todos empleados y cualquier reducción del trabajo debía repartirse de igual manera
sobre todos los empleados reduciendo su semana de trabajo. La reducción de la semana
laboral solo expande la situación de paro y frena la presión de los desempleados sobre
los salarios, lo que por sí solo habría restaurado el pleno empleo genuino y el
equilibrio del mercado de trabajo. Si la industria seguía este camino, «se evitarían el
sufrimiento y las dificultades sociales y económicas del futuro». Los industriales en
conjunto acordaron llevar adelante las políticas de Hoover y buscaron coordinar
esfuerzos en su nombre durante una conferencia en Washington, el 5 de diciembre.
El acuerdo también fue anunciado públicamente y, además, la industria telefónica, la
del acero y la automotriz declararon que expandirían sus programas de construcción.
Los industriales de la conferencia se comprometieron a no reducir los salarios, y
recomendaron que todos los empleadores de la nación hicieran lo mismo. Henry Ford,
de hecho, anunció con mucho coraje un incremento salarial. Pero la cooperación
industrial no fue dejada al azar. Los representantes de las empresas se apuntaron en un
comité de asesoría temporaria junto con el Secretario de Comercio Lamont. Después, el
grupo, junto con los representantes de varias asociaciones de comercio, se fusionó y
transformó en un Comité Ejecutivo dirigido por Mr. Julius Barnes, director de la
Cámara de Comercio de los Estados Unidos, para que coordinase la colaboración
industrial del programa de Hoover.
El 22 de noviembre, Hoover convocó una conferencia en la Casa Blanca donde
invitaron a los principales representantes de las industrias inmobiliaria y de la
construcción, quienes también se comprometieron a mantener los niveles salariales e
incrementar su actividad económica. El 27 de noviembre, el presidente convocó a una
conferencia similar a los principales ejecutivos de los servicios públicos, quienes
unánimemente se comprometieron a mantener salarios e incrementar los planes de
construcción. Esta última conferencia incluyó también a los representantes de la
Asociación Norteamericana de Gas (AGA, por sus siglas en inglés), la Asociación
Nacional de Luz Eléctrica de Norteamérica (NELA, por sus siglas en inglés), y las
asociaciones de Ferrocarriles Eléctricos y Ferrocarriles Norteamericanos (ERA y
ARA, respectivamente, por sus siglas en inglés).
En un rapto de ingenuidad, Hoover recuerda que los líderes del sector de los
trabajadores, convocados a la conferencia en la Casa Blanca del día 21 de noviembre,
también acordaron cooperar con el programa y no pedir futuras subidas salariales,
siendo este gesto, en teoría, un signo de su «patriotismo» básico. Entre estos líderes se
encontraban William Green, Matthew Woll, John L. Lewis, William Hutcheson, A.F.
Whitney y Alvanley Johnston. Sin embargo, el acuerdo puso muy poca presión sobre
este supuesto patriotismo, ya que el programa de Hoover estaba hecho a medida para
encajar en la doctrina misma que, desde hacía años, venían reclamando los líderes
sindicales. En un mercado no intervenido, no había ninguna posibilidad de incrementar
los salarios. El punto es que los sindicatos no tenían el poder para imponer pisos
salariales a través de la industria (los sindicatos en esta época eran débiles,
constituyendo cerca del 7% de la fuerza de trabajo y concentrándose en unas pocas
industrias) con lo que el Gobierno federal estaba proponiendo imponerlos en su lugar.
Pero incluso en un acuerdo tan favorable para los sindicatos, los líderes sindicales
estaban listos para abandonar su parte de la negociación cuando se presentara la
primera oportunidad. William Green escribió a los sindicatos afiliados el 27 de
noviembre, destacando que el acuerdo alcanzado con Hoover no era vinculante y
asegurando a sus colegas que ellos eran libres de solicitar salarios más elevados en sus
negociaciones colectivas.[268]
En su discurso anual frente al Congreso el 3 de diciembre, Hoover señaló que las
depresiones habían estado siempre marcadas por la retracción de la construcción y la
reducción de los salarios, pero que ahora las cosas eran distintas:
He instituido (…) una sistemática (…) cooperación con los empresarios (…)
para que los salarios y, por tanto, el poder de compra no se vean reducidos, y
para que se haga un esfuerzo especial que expanda la construcción (…) así se ha
evitado un alto grado de sufrimiento individual y desempleo.
El 5 de diciembre, Hoover convocó una gran conferencia de líderes industriales en
Washington para que pusieran en marcha su programa. Al referirse a la conferencia,
Hoover la describió como:
Un avance en toda la concepción de la relación entre los negocios y el bien
común. Ustedes representan a los negocios de los Estados Unidos, que intentan
mediante su propia acción voluntaria contribuir con algo muy concreto al avance
de la estabilidad y el progreso de nuestra vida económica. Esto es muy distinto a
la actitud arbitraria y caníbal del mundo de los negocios de hace treinta o
cuarenta años.
Con todos los industriales comprometidos a mantener los salarios, expandir la
construcción y repartir toda carga laboral que debiera reducirse, no es nada extraño que
la Federación Americana del Trabajo alabara el nuevo programa. En su publicación
especializada, titulada American Federationist, se podía leer en enero de 1930:
La conferencia del presidente le ha dado a los líderes industriales un nuevo
sentido de su responsabilidad (…) Nunca antes habían sido convocados para
actuar en conjunto (…) en las recesiones anteriores, habían actuado de manera
individual para proteger su propio interés y (…) habían profundizado las
depresiones.[269]
En marzo, la Federación alababa la nueva actitud hacia los salarios, con
empleadores que se daban cuenta —en contraste con la depresión de 1921— que no era
buen negocio destruir el poder de compra de los consumidores, y saludaba el hecho de
que ninguna gran corporación hubiera pensado en reducir los salarios como una forma
de reducir los costes unitarios de producción. La AFL proclamó que los negocios
estaban ahora adoptando la prédica de W.T. Foster y declaró que los Estados Unidos
«serían recordados en la Historia por crear una época en la marcha de la civilización:
la de los salarios elevados».[270]
A comienzos de 1930, la gente en general estaba convencida de que había motivos para
preocuparse. Las decisivas acciones de Hoover en tantos frentes distintos —salarios,
construcción, obra pública, subsidios agrícolas, etc.— indicaban al público que, esta
vez, una planificación nacional rápida modificaría la situación. Los precios agrícolas
comenzaban a recuperarse y el desempleo no había alcanzado proporciones
catastróficas aún, promediando el 9% de la fuerza de trabajo durante ese año. Líderes
tales como Hoover, William Green y Charles Schwab lanzaron alegres declaraciones
acerca de la temprana recuperación, mientras que Hoover era visto por todos como un
gran estadista. A fines de junio, Hoover impulsó nuevas acciones desde los Estados y
las ciudades para expandir la obra pública y terminar con el desempleo. El 3 de julio,
el Congreso autorizó gastos por 915 millones de dólares para un gigantesco programa
de obra pública, incluyendo la Represa Hoover en el río Colorado.
I. MÁS INFLACIÓN
El Dr. Anderson recuerda que, hacia finales de diciembre de 1929, los principales
directores de la Reserva Federal se inclinaban por perseguir una política de laissez-
faire: «la disposición era dejar que el mercado de dinero esperara inquieto y que el
alivio monetario llegara a través del saludable proceso de liquidación». La Reserva
Federal estaba lista para dejar que el mercado monetario encontrara su propio nivel,
sin proveer estímulos artificiales que solo podrían prolongar la depresión.[294] Pero a
principios de 1930, el gobierno lanzó un masivo programa de dinero fácil. Los tipos de
redescuento de la Fed de Nueva York cayeron desde 4,5% en febrero a 2% hacia
finales de año. Las tasas de compra en las aceptaciones y la tasa de los préstamos
repagables bajo demanda cayeron de manera similar. Hacia finales de agosto, renunció
el gobernador del Comité de la Reserva Federal, Roy Young, y fue reemplazado por un
concienzudo inflacionista, Eugene Meyer Jr., quien había estado muy activo en cuanto a
los préstamos gubernamentales para el sector agrícola. Durante todo el año 1930, las
reservas de los bancos miembros subieron 116 millones de dólares. Las reservas
controladas subieron 209 millones de dólares, 218 de los cuales consistían en un
incremento en la tenencia de títulos públicos. El stock de oro creció 309 millones y
hubo un crecimiento neto de las reservas de los bancos miembros de 116 millones de
dólares. A pesar de este incremento de reservas, la oferta monetaria total (incluyendo
todos los sustitutos monetarios) permaneció casi constante durante el año, cayendo muy
levemente de 73,52 mil millones de dólares a finales de 1929 a 73,27 mil millones
hacia finales de 1930. De no ser por los tambaleantes bancos, que fueron forzados a
contraer sus operaciones debido a la depresión generalizada, la oferta habría tenido un
incremento sustancial. La emisión de valores creció y, por un tiempo, los precios de las
acciones subieron nuevamente, pero finalmente volvieron a caer con fuerza al tiempo
que la producción y el empleo siguieron cayendo de manera sostenida.
Uno de los líderes de la política de dinero fácil de 1929 y 1930 fue, una vez más, la
Reserva Federal de Nueva York, liderada por el gobernador George Harrison. La
Reserva Federal, de hecho, inició la política inflacionista por su cuenta. La inflación
sería mayor en 1930 de no ser por el colapso de la Bolsa durante la primavera y por la
oleada de quiebras bancarias de finales del año.[295] Los inflacionistas no estaban
satisfechos con los hechos y, a finales de octubre, Business Week lanzó una denuncia
contra los supuestos «deflacionistas que estaban al mando», supuestamente inspirados
por los más grandes bancos comerciales y de inversión.[296]
Todos los políticos y los economistas estaban convencidos de que en el año 1931
llegaría la recuperación. Sin embargo, 1931 trajo consigo una crisis más profunda y una
depresión. De ahí el adecuado término que empleó el Dr. Benjamin Anderson al
describirlo como «el año trágico». Particularmente dramática fue la crisis económica y
financiera que golpeó a Europa ese año. Europa fue golpeada con fuerza en parte como
reacción a su propia inflación previa, en parte por la inflación inducida por los
préstamos extranjeros y el incentivo y la ayuda de la Reserva Federal, y en parte por
las altas tarifas norteamericanas que impidieron a Europa vender bienes para pagar sus
deudas.
La crisis externa comenzó en el Boden-Kredit-Anstalt, el banco más importante de
Austria y Europa del Este que, como sus pares, también se había expandido demasiado.
[317] Había atravesado serios problemas en 1929, pero había recibido ayuda tanto del
gobierno como de otras fuentes, guiado por la experiencia ciega del momento de que un
banco tan grande no podía dejarse caer. En octubre de 1929, el tambaleante Boden-
Kredit-Anstalt se fusionó con el más antiguo y poderoso Oesterreichische-Kredit-
Anstalt, con nuevo capital provisto por un sindicato internacional de bancos que incluía
al J.P. Morgan and Company, al Schroeder de Inglaterra, y que estaba encabezado por
Rothschild de Vienna. El gobierno austriaco también garantizó algunas de las
inversiones del Boden. Esto apuntaló al banco de manera temporal. La crisis llegó
cuando Austria se volvió hacia su aliado natural, Alemania, y, en un mundo de
crecientes barreras al comercio y restricciones, declaró una unión aduanera con
Alemania el 21 de marzo de 1931. El gobierno francés temió y odió este desenlace y, en
consecuencia, el Banco de Francia y otros bancos franceses más pequeños insistieron
repentinamente en la redención de sus deudas de corto plazo con Alemania y Austria.
El destructivo móvil político del gobierno francés no puede avalarse, pero el acto en
sí mismo estaba totalmente justificado. Su Austria le debía a Francia, los deudores
austriacos eran los responsables de tener suficientes fondos disponibles para afrontar
cualquier pasivo que pudiera ser reclamado. La culpa del colapso, por tanto, solo es
atribuible al banco mismo y a los diversos gobiernos y financistas que intentaron
apuntalarlo y que, consecuentemente, habían empeorado su posición. El Kredit-Anstalt
sufrió una estampida a mediados de mayo, pero el Banco de Inglaterra, el gobierno de
Austria, Rothschild y el Banco de Pagos Internacionales (BIS, por sus siglas en inglés)
—asistido por la Reserva Federal de Nueva York— nuevamente concedieron varios
millones de dólares para afrontarla. Nada de esto fue suficiente. Finalmente, el
gobierno de Austria votó una garantía de 150 millones de dólares para el banco a
finales de mayo, pero el crédito del gobierno austriaco ahora no valía nada y Austria
declaró pronto la bancarrota nacional al salirse del patrón oro.
No hay motivos para extenderse en cuanto a las dificultades internacionales que se
juntaron en Europa más tarde en 1931 llevando finalmente a Alemania, Inglaterra y a la
gran mayoría de los países europeos a renunciar a sus obligaciones y abandonar el
patrón oro. El colapso europeo afectó a los Estados Unidos monetaria y
financieramente 1) al generar desconfianza en la gente sobre la firmeza de la adhesión
del país al patrón oro; y 2) por los vínculos entre los bancos norteamericanos y sus
colegas europeos. Los bancos estadounidenses tenían 2 mil millones de dólares en
aceptaciones bancarias alemanas, y la Reserva Federal de Nueva York había
participado en las infructuosas operaciones de apuntalamiento. La caída de las
importaciones europeas como resultado de la depresión no fue la causa principal de la
profundización de la depresión en los Estados Unidos. Las exportaciones
norteamericanas en 1929 constituían menos del 6% de los negocios del país, así que si
bien la agricultura del país se vio afectada por los acontecimientos internacionales, la
parte principal de la depresión norteamericana fue causada por problemas y políticas
estrictamente norteamericanas. Los gobiernos extranjeros solo contribuyeron en una
pequeña medida a la crisis en Estados Unidos, pero la responsabilidad principal hay
que atribuírsela al gobierno de los Estados Unidos.
Si bien debemos limitarnos en este trabajo a la crisis en Estados Unidos, podemos
hacer una breve pausa, dada su importancia internacional, y considerar las mezquinas
acciones del gobierno británico durante la crisis. Gran Bretaña —el gobierno que
indujo a Europa a meterse en el oscuro mundo del patrón oro-cambio en los años ‘20,
que indujo a los Estados Unidos a inflar con desastrosas consecuencias, que indujo a
Alemania a inflar a través de la inversión extranjera y que trató de establecer a la libra
como la principal moneda del mundo— se rindió y abandonó el patrón oro sin siquiera
luchar. Asistida por Francia y financieramente más fuerte que Alemania y Austria,
Inglaterra cínicamente repudió sus obligaciones sin ninguna resistencia, mientras que
Alemania y Austria al menos habían luchado frenéticamente por salvarse. Inglaterra no
consideró abandonar sus políticas de inflación y dinero barato, ni siquiera para
mantener una moneda sana. Durante la crisis de 1931, el Banco de Inglaterra mantuvo
su tasa de descuento muy baja, sin dejar que subiera nunca del 4,5% y, de hecho, infló
sus depósitos para que contrarrestaran las pérdidas de oro en el exterior. Durante otras
crisis financieras anteriores, los tipos de interés habrían subido mucho más rápido,
hasta el 10%, y la oferta monetaria se habría contraído en lugar de expandirse. El banco
aceptó préstamos por 650 millones de dólares por parte de los bancos de la Reserva
Federal y del Banco de Francia; y el Banco de Francia, forzado contra su mejor criterio
por el gobierno francés, mantuvo sus cuentas en libras en lugar de exigir la
convertibilidad en oro. Después, el 20 de septiembre, Gran Bretaña abandonó
descaradamente el patrón oro, generando grandes pérdidas en Francia, empujando al
mundo hacia el caos financiero y desbaratando los mercados internacionales. El
descaro era tal que dos días antes del abandono del patrón oro, el gobernador Montagu
Norman aconsejó al Doctor Vissering, director del Banco de Holanda, mantener sus
cuentas en libras esterlinas porque era casi seguro que Gran Bretaña se mantuviera
dentro del patrón oro. Si Holanda era engañada, era posible que se les informara
previamente a los rápidos amigos de Montagu Norman en los Estados Unidos ya que, en
el verano de 1931, el gobernador Norman fue a Quebec por «problemas de salud» y
visitó al gobernador Harrison de la Reserva Federal de Nueva York. Poco tiempo
después del regreso de Norman a Inglaterra, el país abandonó el patrón oro.[318]
Durante la crisis europea, la Reserva Federal, en particular el Banco de Nueva York,
hizo lo mejor que pudo para ayudar a los gobiernos europeos y apuntalar posiciones
financieras poco sólidas. A mediados de julio, el comité ejecutivo del Banco de Nueva
York tuvo una conferencia de todo un día con los líderes del J.P. Morgan y allí
decidieron ir detrás del «liderazgo» del Banco de Pagos Internacionales, el «club» de
bancos centrales europeos. De esta forma, prestaron dinero al Reichsbank para que
comprara aceptaciones bancarias alemanas e hiciera préstamos especiales a otros
bancos centrales con el fin de dar alivio a los activos allí congelados. La Reserva
Federal de Nueva York prestó, en 1931, 125 millones de dólares al Banco de
Inglaterra, 25 millones al alemán Reichsbank y montos menores a Hungría y Austria.
Como resultado, muchos activos congelados cambiaron para volverse una carga para
los Estados Unidos. La Reserva Federal también renovó los préstamos internacionales
cuando los deudores no pudieron afrontar los vencimientos.[319]
V. RESTRICCIONES A LA INMIGRACIÓN
La suspensión de la inmigración también ayudó a mantener los salarios elevados, con lo
que Hoover también fue diligente en este frente. En su mensaje de diciembre de 1930,
Hoover instó al Congreso a promulgar una ley de suspensión de la inmigración, lo que
le daría más firmeza a la medida que un decreto presidencial. Los proyectos de ley para
prohibir toda inmigración a excepción de los familiares de los residentes
estadounidenses fueron criticados por el secretario de Estado Stimson por ser
insuficientes. Stimson sugirió, en cambio, una reducción general del 90%.[335] Este
nuevo proyecto fue aprobado en la Cámara de Diputados, pero no logró sumar los votos
necesarios en el Senado.
I. EL AUMENTO DE IMPUESTOS
Con un déficit de 2 mil millones de dólares durante el año 1931, Hoover pensó en hacer
algo al año siguiente para combatirlo. El gasto deficitario es, de hecho, un problema,
pero un presupuesto balanceado no necesariamente es algo positivo, especialmente
cuando el «balance» se obtiene al incrementar los ingresos. Si quería balancear el
presupuesto, Hoover tenía dos opciones abiertas: reducir el gasto y, así, relevar a la
economía de parte de la carga que significa el gobierno o incrementar aún más esa
carga mediante un aumento de los impuestos. Hoover optó por esto último. En
diciembre de 1931, durante su última aparición como Secretario del Tesoro, Andrew
Mellon abogó por un drástico incremento de los impuestos, incluyendo los impuestos al
ingreso personal, los impuestos estatales, los impuestos a las ventas y las tasas
postales. Obedientes a las líneas trazadas por Mellon y Hoover, el Congreso aprobó, en
la Ley de Ingresos Fiscales de 1932, uno de los aumentos impositivos más grandes
jamás vistos en la Historia de los Estados Unidos en tiempos de paz. El rango del
incremento fue enorme. Muchos impuestos vigentes durante la guerra fueron
resucitados, se impusieron impuestos a las ventas de gasolina, cubiertas, coches,
energía eléctrica, malta, artículos de tocador, plumas, joyas y otros artículos; se
incrementaron los impuestos de admisión y transferencias de dominio; se crearon
impuestos a los cheques bancarios, a la transferencia de bonos, al teléfono, al telégrafo
y a los mensajes de radio; y el impuesto a los ingresos personales se subió
significativamente de la siguiente manera: el tipo normal se elevó desde un rango de 1,5
a 5%, a uno de 4 a 8%; las exenciones personales fueron drásticamente reducidas y fue
eliminado el crédito del 25% por Ingreso del Trabajo; y los sobreimpuestos se elevaron
enormemente, desde el máximo del 25% hasta el 63% para los ingresos más altos.
Además, el impuesto a las ganancias corporativas se incrementó desde 12 a 13,75% y
una exención para las pequeñas empresas fue eliminada; el impuesto a las sucesiones se
duplicó y el piso de exención se redujo a la mitad; además, el impuesto sobre las
donaciones, que había sido eliminado, se restauró y se llevó hasta el 33,3%.[360]
Hoover también hizo todo lo posible por imponer un impuesto a las ventas de
manufacturas, pero este fue satisfactoriamente objetado por los manufactureros.
Podemos mencionar aquí que para Hoover el incremento en el impuesto a las
sucesiones era un acto moral en sí mismo, además de su supuesta utilidad como medida
fiscal. El impuesto sobre las sucesiones, declaró Hoover, es «uno de los más
económica y socialmente deseables —o incluso necesarios— de todos los impuestos».
Se refirió sombríamente a las «maldades del poder económico heredado», a los
«astutos abogados» y a los «repugnantes» playboys: de ninguna manera se dio cuenta de
que un impuesto a la riqueza heredada es un impuesto a la propiedad del hábil o a la de
sus descendientes, quienes deben mantener su habilidad para preservar sus fortunas; no
tenía la más mínima comprensión sobre el hecho de que un impuesto puro sobre el
capital como el sucesorio era el peor impuesto posible desde el punto de vista de la
salida de la depresión.
El aumento de las tasas postales significó una carga adicional para el público y
ayudó a impulsar la facturación del monopolio gubernamental. Las tasas se elevaron
desde los 2 a los 3 céntimos a pesar del hecho de que la Oficina Postal ya mostraba
abultados beneficios en su correo de «primera clase». Los gastos de envío para el
correo de «segunda clase» fueron subidos en un tercio y las tarifas para el envío de
paquetes se incrementaron en un 25% para paquetes pequeños (a pesar de que las
tarifas de los paquetes grandes fueron reducidas suavemente).[361] Una de las críticas
más contundentes a los programas de Hoover fue la de la Cámara de Comercio de St.
Louis. Alarmada por la incesante insistencia en el aumento de impuestos, la Cámara
declaró:
Cuando el gobierno busca mantener los elevados niveles impositivos que se
alcanzaron en las buenas épocas en estos tiempos en los que el ingreso está
severamente dañado, el fantasma del aumento de los impuestos constituye uno de
los principales factores que disuaden la inversión.
Los contribuyentes, insistía, deberían obtener una reducción tanto de los impuestos
como del gasto público.[362] Por su parte, el periódico Atlanta Constitution tildó a la
ley impositiva de 1932 de «la ley más salvaje (…) jamás instalada en el país en
tiempos de paz».[363]
V. ALIVIO GUBERNAMENTAL
Si Hoover abrazó con entusiasmo el estatismo de la RFC, le dio espacio (aunque a
regañadientes) a un tema donde había defendido efusivamente el enfoque voluntario: el
socorro directo para paliar el desempleo. El gobernador Franklin D. Roosevelt de
Nueva York lideró el camino de los programas de subsidios directos en el invierno de
1931-32 e indujo a Nueva York a establecer la primera autoridad de asistencia: la
Administración de Subsidios Temporarios de Emergencia, provista de 25 millones de
dólares.[378] Otros Estados imitaron la iniciativa, y los senadores Costigan y
LaFollette presentaron un proyecto de ley para lanzar un programa de alivio federal por
500 millones de dólares.[379] El proyecto fue derrotado pero, con la depresión
profundizándose y la elección presidencial que se avecinaba, la administración no se
rindió y aprobó la Ley de Emergencia para el Apoyo y la Construcción en julio de
1932, siendo este el primer programa de alivio federal de la nación.[380] La ley no fue
tan lejos como los agitadores esperaban, extendiendo créditos para apoyos a los
Estados en lugar de subsidios directos, pero esta era una diferencia trivial. Los
préstamos a los Estados debería realizarlos la RFC al 3% sobre la base de la
«necesidad» bajo la petición de los respectivos gobernadores. A la RFC se la autorizó
a prestar hasta 300 millones de dólares para este propósito. Los subsidios rápidamente
se concedieron a Alabama, Georgia, Illinois, Montana, Dakota del Norte, Ohio, Utah,
Luisiana y Oregón. La RFC contrató un equipo de trabajadores sociales, dirigidos por
Fred Coxton, para administrar el programa.
Los Estados también extendieron sus programas de apoyo directo. Mientras que los
gastos estatales totales en concepto de ayudas de emergencia eran de 547 mil dólares
durante 1930-1931, totalizaron 57 millones en 1931-1932 y 90 millones durante el año
fiscal 1933. Nueva York, Nueva Jersey y Pennsylvania lideraron este tipo de
programas. Pennsylvania financió gran parte de esta ayuda mediante la creación de un
nuevo impuesto a las ventas. En total, el apoyo público en 120 de las áreas urbanas más
importantes ascendió a 33 millones de dólares en 1929, 173 millones en 1931 y 308
millones de dólares en 1932.[381]
El hecho de que Hoover buscara ser reelegido en medio de la peor y más profunda
depresión de la Historia de los Estados Unidos, con una tasa de paro sin precedentes,
no redujo su satisfacción a medida que repasaba su proceder. Después de todo, como
dijo en la ceremonia de aceptación de su candidatura presidencial:
Podríamos no haber hecho nada. Eso habría sido la ruina. En lugar de ello,
abordamos la situación con la propuesta a las empresas privadas y al Congreso
del programa más gigantesco de defensa y contraataque económico jamás visto
en la Historia de la República. Y lo llevamos a cabo.
Nadie podría acusarlo de haberse quedado corto en lo referente a su programa
económico intervencionista:
Ningún gobierno en Washington había pensado que tenía una responsabilidad tan
grande de liderazgo en tales circunstancias (…) Por primera vez en la historia de
la depresión, los dividendos, las ganancias y el coste de vida se habían reducido
antes de que los salarios sufrieran.
En la ciudad de St. Paul, al final de su campaña, Hoover resumió las medidas que
había tomado para combatir la depresión: subida de tarifas que protegieron a la
agricultura e impidieron un mayor desempleo, expansión crediticia por parte de la
Reserva Federal que —de alguna manera— Hoover identificó como la «protección del
patrón oro», el Sistema de Banca para la Vivienda que puso a disposición el capital de
largo plazo para las sociedades de préstamo y construcción y para los bancos de ahorro
permitiéndoles expandir el crédito y evitar las bancarrotas; bancos de crédito agrícola
que prestaron a los agricultores; préstamos de la Corporación de Reconstrucción
Financiera (RFC, por sus siglas en inglés) para bancos, Estados, agricultura y empleo
público; empleo público para frenar el paro; extensión de la construcción y la obra
pública; fortalecimiento de los Bancos Rurales Federales; y, especialmente, presión
para que los empleadores mantuvieran sus tasas salariales sin cambios. Los salarios
«se mantuvieron hasta que el coste de vida cayó y los beneficios empresariales
prácticamente desaparecieron. Son ahora los salarios reales más altos del mundo».
¿Había algún nexo causal entre este hecho y la tasa de paro más elevada en la Historia
norteamericana? Hoover nunca respondió esta pregunta.
Hoover había, de hecho, «puesto a la humanidad antes del dinero, a través del
sacrificio de las ganancias y los dividendos y no de los salarios». Sin embargo, a la
gente le costaba subsistir o prosperar en esa «humanidad». Hoover destacaba que había
trabajado por los desempleados, evitado quiebras, rescatado a los bancos y «luchado
contra la caída de precios». Es cierto que, «por primera vez», Hoover había evitado un
«inmediato ataque sobre los salarios como la base de la conservación de las
ganancias», pero el resultado de la eliminación de las ganancias empresariales y la
mantención de niveles salariales artificiales desembocó en una depresión crónica y sin
precedentes. Sobre la RFC, Hoover proclamó, como lo hizo para todo su programa, que
«nada había sido concebido en la Historia que hubiera hecho tanto por aquellos que el
Sr. Coolidge acertadamente bautizara “el hombre y la mujer común”». Sin embargo,
después de tres años de esta benevolente atención, el hombre común estaba peor que
nunca.
Hoover defendió enfáticamente las tarifas proteccionistas durante su campaña, y
declaró que su administración había mantenido con éxito los precios de los productos
agrícolas norteamericanos por encima de los precios internacionales gracias a las
tarifas sobre los productos agrícolas. No parecía ver que esta subida en el precio
reducía la demanda externa de materias primas norteamericanas. Aclamaba el sistema
de trabajo compartido sin ver que perpetuaba el desempleo y hablaba orgullosamente
de la expansión artificial de la construcción «más allá de las necesidades presentes»
durante 1929-30, sin ver las malas inversiones resultantes y las pérdidas empresariales.
Mientras alegaba defender el patrón oro, Hoover golpeó con fuerza la confianza
pública en el dólar y ayudó a fomentar la futura crisis monetaria al revelar en su
discurso inicial de campaña que el gobierno había estado muy cerca de abandonar el
patrón oro durante la crisis de noviembre de 1931, una afirmación fervorosamente
negada por el senador conservador-demócrata Carter Glass.
El espíritu de la política de Hoover tal vez podría resumirse en una declaración
pública realizada en mayo, antes de que la campaña comenzara, cuando utilizó un
recurso que luego se volvería muy familiar para los norteamericanos, la metáfora
militar:
La batalla para poner en funcionamiento nuestra maquinaria económica durante
este período de emergencia toma nuevas formas y requiere nuevas tácticas de
vez en cuando. Hemos utilizado tales poderes de emergencia para ganar la
guerra; y podemos utilizarlos para ganarle a la depresión.
Sin embargo, si el socialismo del New Deal era la lógica de la política de Hoover, él
solo llegó a extenderla de manera cauta. En St. Paul, Hoover advirtió las ideas extrañas
y radicales predominantes en el Partido Demócrata: los esquemas de manipulación
monetaria, la ley de pensiones, el dólar respaldado con materias primas, las leyes que
facilitaban el «favoritismo», los planes para garantizar bonos a los veteranos y más de
2 mil millones de dólares de emisión, esquemas para crear empleo y la agitación para
un amplio programa de obras públicas de 9 mil millones de dólares al año. También
debe decirse a favor de Hoover que resistió la presión de Henry Harriman, quien lo
urgió a adoptar el Plan Swope, un plan económicamente fascista, durante su campaña;
plan que pronto daría frutos bajo el nombre de Administración Nacional para la
Recuperación (NRA, por sus siglas en inglés).
Es por esto que decimos que los niveles salariales fueron mantenidos sin cambios
hasta la última mitad de 1931, mientras que los salarios reales se incrementaron en
realidad un 10%. Solo después apareció en escena la caída de los salarios monetarios
pero aún sin una reducción sensible en las tasas de salarios reales desde el pico de
1931. Debemos destacar aquí que, en contraste con las advertencias keynesianas, los
precios cayeron mucho menos drásticamente después de que los salarios comenzaran a
bajar. Desde julio de 1929 a junio de 1931 los precios mayoristas cayeron de 96,5 a
72,1 a un ritmo de 1 punto por mes, mientras que desde junio de 1931 a febrero de 1933
los precios cayeron a un ritmo de 0,65 por mes.[414]
Shaviro señala que los empresarios, en particular los grandes empleadores, fueron
absorbidos por la doctrina de que debían perseguir una «iluminada» política de
salarios elevados, una doctrina no solo alimentada por las solapadas amenazas del
presidente, sino también por economistas y líderes sindicales que se basaban en la idea
de «mantener el poder de compra» para combatir la depresión. La caída de los salarios
había sido mucho más extensa y mucho más veloz en la más suave depresión de 1921.
De hecho, incluso los salarios monetarios se incrementaron levemente durante
septiembre de 1930.[415] Dado que las empresas pequeñas estaban menos
«iluminadas» (además de estar más lejos del radar público y del gobierno), la
reducción de los salarios tuvo más lugar en ellas que en las empresas más grandes.
Además, los salarios de los ejecutivos se reducían considerablemente más que los
niveles salariales promedio. De hecho, una razón por la cual las eventuales caídas de
los salarios fueron ineficaces fue la seudohumanitaria moral que gobernaba los recortes
cuando finalmente se hacían: de ahí que las reducciones fueran automáticamente
graduadas de acuerdo al nivel de ingresos, sufriendo mayores reducciones los que
tuvieran ingresos más elevados. Y las reducciones también se suavizaban para los
trabajadores que tenían familiares que dependían de ellos. En resumen, en lugar de
tratar de ajustar los niveles salariales a la productividad marginal, como era
desesperadamente necesario, las empresas enfocaban «la pérdida en ingresos sobre la
base más equitativa y justa [sic] (…) de acuerdo al deseo de hacer que la carga del
ingreso reducido cayera lo menos posible en aquellos menos capaces de soportar la
pérdida». En pocas palabras, cada persona era penalizada en función de su habilidad y
subsidiada en función de la necesidad por la cual había asumido voluntariamente
responsabilidad (sus familiares).
Lo normal era que los salarios de los ejecutivos fueran los recortados de manera más
fuerte y rápida, incluso cuando el gran problema de desempleo no se ubicara entre los
ejecutivos sino entre los trabajadores no calificados. Como resultado de esta política
trágicamente mal direccionada, los recortes salariales no despertaron el resentimiento
de los trabajadores, pero poco hicieron para solucionar el problema del paro. En
resumen, la actitud de los gerentes no fue la de buscar qué «reducción podía hacerse de
manera más fácil, sino más bien cómo podía economizarse en la nómina con el menor
daño posible para todos los involucrados». Esta política solo agravó el daño general,
como siempre sucede cuando las empresas se apartan de su meta que es la
maximización del beneficio.[416]
Mientras la paga horaria real promedio subía, la cantidad real de horas trabajadas en
la industria cayó de manera dramática durante la depresión. Las horas trabajadas
promediaron cerca de 48 en 1929 y cayeron a menos de 32 para mediados de 1932. En
ninguna de las anteriores depresiones habían caído las horas trabajadas más del 10%.
Esta fue una forma de reducción del empleo causada por la política de salarios
elevados, una forma que, como hemos visto, fue recomendada con particular énfasis por
la administración Hoover. Como resultado de la caída en las horas trabajadas y en los
salarios monetarios, la paga semanal promedio cayó más del 40% durante la depresión
y la paga real semanal más del 30%. Pero la peor parte se la llevaron los parados, ya
que la tasa de desempleo llegó al 25% durante 1932-1933 y alcanzó el 47% en las
industrias manufactureras. La caída en las horas-hombre empleadas combinada con la
caída en los salarios horario promedio dieron origen a una brusca caída en el total de la
nómina de las fábricas (la base de aquel «poder de compra» que las políticas
«iluminadas» estaban destinadas a sostener). La nómina total cayó más del 29% en
1930, año en el que los niveles de salarios monetarios (salarios por hora, en promedio)
fueron más elevados que en 1929. La nómina total había caído casi un 71% en marzo de
1933. La nómina real había caído más de 60% durante el mismo período.
Los teóricos del poder de compra a menudo declaran que la clave para la
prosperidad nacional está en que el ingreso total se dirija más hacia los empleados y
menos hacia los resultados empresariales: esta condición se cumplió, para su felicidad,
durante la depresión, ya que los beneficios empresariales agregados fueron negativos
durante 1932 y 1933.
Si bien los sindicatos no eran particularmente relevantes durante aquellos años,
representando apenas el 6% de la fuerza de trabajo, el Profesor Levinson ha
demostrado que mantuvieron niveles salariales más elevados para sus empleados en
comparación a aquellos empleados no sindicalizados.[417] Esto demuestra el poder de
los sindicatos para mantener los salarios monetarios durante las depresiones,
agravando así el problema del desempleo y reforzando los efectos de las órdenes de
Hoover y la teoría económica «iluminada». Los salarios de los trabajadores
sindicalizados solo cayeron entre un 6 y un 12% entre 1929 y 1932, mientras que los
salarios de los demás cayeron entre un 14 y un 32% en el mismo período.
Levinson señala que existe una relación muy estrecha entre la fuerza de los sindicatos
y el mantenimiento sin cambios de los salarios en determinadas industrias. De ahí que
el sindicato de la industria textil masculina se haya visto debilitado durante los años
‘20 por el movimiento de las industrias desde las áreas con presencia de sindicatos
hacia áreas sin presencia de ellos, hasta el punto en que tuvo que aceptar reducciones
de salarios durante la depresión «para proteger la solvencia de los empleados
organizados»; los salarios en esta industria cayeron un 31% durante el período 1929-
32.
Reducir las horas de trabajo de los trabajadores como una manera de «compartir el
trabajo» fue otra panacea de la administración Hoover. Aun así, en 1931 el Comité de
Emergencia del Presidente para el Empleo reportó que, en una muestra manufacturera,
las fábricas con menos de mil empleados tenían problemas de desempleo en un 75%
mientras que el 96% de las fábricas con más de 5.000 empleados enfrentaba problemas
de desempleo. El 88% de las firmas más grandes habían implementado una política de
trabajo compartido, mientras que en las más pequeñas lo había hecho el 53%. En una
conferencia frente a empresarios e industriales el 26 de agosto de 1932, Hoover
anunció que el trabajo compartido se había aplicado a cientos de miles de trabajadores.
La conferencia terminó con un subcomité liderado por Walter Teagle, presidente de
la Standard Oil de Nueva Jersey, para promover el trabajo compartido con la esperanza
de devolver el empleo a dos millones de personas. La Standard Oil dio el ejemplo
contratando 3.000 trabajadores adicionales a una plantilla de 23.000. El lema adoptado
fue el de «seguridad en el empleo a través del trabajo compartido». En septiembre,
William J. Barrett del PECE (por sus siglas en inglés) divulgó un informe exhaustivo
sobre el trabajo compartido. Barrett admitió que «las empresas habían tenido que
enfrentar incrementos en los costes al proveer puestos de trabajo a trabajadores
adicionales». Además, reveló que la mayor proporción de trabajo compartido sucedió
en las industrias en situación más angustiosa; es decir, las industrias de bienes de
capital. Esto ilustra el rol que el trabajo compartido jugó a la hora de perpetuar y
agravar la situación del desempleo. De ahí que en una muestra de industrias, la mayor
proporción de trabajos de medio tiempo se ubicó en aquellos campos tales como la
maquinaria (84,9%), el caucho, el hierro y el acero (79,3%), los metales, la roca, la
arcilla y el vidrio, mientras que la proporción más pequeña se encontró en los caminos
(22,3%), el alimento (20,4%) y establecimientos comerciales minoristas y mayoristas
(20,4%). El promedio de trabajadores a tiempo parcial sobre el total de trabajadores
de toda la muestra fue de 56,1%.[418]
Nuestro próximo paso es encontrar el producto bruto del gobierno y de las empresas
públicas o el «ingreso proveniente del gobierno y de las empresas públicas». El
Cuadro 2 muestra estas cifras para los gobiernos federal, estatal y local y las empresas
gubernamentales respectivas.
El Cuadro 4 muestra nuestras estimaciones para el gasto del gobierno sin incluir las
empresas públicas. Como indicamos más arriba, los «intereses recibidos», que habían
sido deducidos de los «intereses pagados» por el gobierno para llegar a la cifra que el
Departamento de Comercio divulga como gasto público, fueron nuevamente incluidos.
Además, por motivos similares, el «superávit de las empresas de los gobiernos locales
y estatales», que el Departamento deduce del gasto agregado de los gobiernos estatales
y locales, fue adicionado nuevamente en nuestras estimaciones.
Las estimaciones de los gastos de las empresas públicas son divisibles en dos partes,
generadoras de ingresos (es decir, los salarios de los empleados), que están
disponibles en el Departamento de Comercio, y las compras a los proveedores, que no
están disponibles en absoluto. Ni el Departamento de Comercio ni el Tesoro tienen
ninguna cifra disponible para las compras a los proveedores. Las únicas estimaciones
que podamos obtener, por lo tanto, son muy vagas y arbitrarias. El profesor Fabricant
ha preparado las cifras para el año fiscal 1932 (hasta el momento, nosotros nos hemos
referido a los años del calendario) del total de compras por parte de los gobiernos
federal, estatales y locales, incluidas las empresas del gobierno.[422] Las estimaciones
de Fabricant para las compras totales del Gobierno federal a negocios privados y a las
empresas estatales arrojan un número de mil millones de dólares en 1931-1932. El
promedio de la cifra del Departamento de Comercio para las compras (generales) del
Gobierno federal en 1931 y 1932 era de 540 millones de dólares. Podemos, entonces,
estimar que el gasto de las empresas federales en comprar bienes de otras empresas fue
de 480 millones de dólares para el período de 1931-1932.
En los niveles local y estatal, Fabricant estima un gasto total de 4 mil millones de
dólares en productos de proveedores privados para el período 1931-1932; el promedio
de 1931-32 para las compras generales de los gobiernos estatales y locales fue de 3,48
mil millones de dólares (según el Departamento de Comercio). Esto nos deja una
estimación para el período de 600 millones de dólares en compras a proveedores por
parte de los gobiernos estatales y locales.
Lamentablemente, Fabricant no presenta datos para el resto de los períodos que
nosotros estudiamos en los niveles local y estatal. Fabricant estima que el total de
compras a comercios, por parte del Gobierno federal y las empresas estatales, fue de
880 millones de dólares en el año fiscal 1929. Desafortunadamente, no contamos con
información del año 1928. Si empleamos el calendario de 1929, entonces, obtenemos
360 millones de dólares según la estimación del Departamento de Comercio para el
gasto del gobierno con compras generales. Restando esto a la cifra de Fabricant,
obtenemos un estimado aproximado de 520 millones en compras del Gobierno federal a
sus proveedores, los comercios privados, durante 1929.
Extrapolar estas cifras incompletas para obtener las estimaciones de las empresas de
los gobiernos federal, estatales y locales de cada uno de estos años es, sin duda, algo
arbitrario. Pero sería incluso más arbitrario si simplemente ignoráramos el problema
por completo, y se les permitiera a las empresas estatales permanecer parcialmente
ocultas en el sector privado. Por lo tanto, vamos a suponer que, para cada uno de los
años, las empresas federales gastaron 500 millones de dólares en compras a
proveedores, mientras que las empresas locales y estatales gastaron 600 millones de
dólares. Nuestras estimaciones para los gastos de las empresas estatales se encuentran,
entonces, en el Cuadro 5.
El gran total de los gastos de las empresas estatales y el gobierno para estos años se
encuentra en el Cuadro 6.
¿Cuáles eran los ingresos del Gobierno durante esa época? Aquí podemos tomar la
información que brinda el Departamento de Comercio y adicionarle los «intereses
recibidos» de los gobiernos locales, estatales, y del Gobierno federal. En lo que
respecta a las empresas estatales, podemos simplemente asumir que sus ingresos se
cancelaban con sus gastos y estimarlos de la misma forma, excepto que sabemos por el
Departamento de Comercio el superávit corriente de las empresas públicas locales y
estatales, que podemos agregar a la cifra de ingresos. Las estimaciones totales para el
ingreso del gobierno y de las empresas estatales se presentan en el Cuadro 7.
Podría pensarse que, para llegar a la cifra agregada más alta de gastos o ingresos
públicos de cualquier año, simplemente debemos sumar los ingresos federales,
estatales y locales, y lo mismo para los gastos, y luego ver cuál es el más alto. Esto, sin
embargo, no es correcto. Cada vez que tenemos centros independientes de actividad
gubernamental, los déficits y superávits de estos centros no se anulan entre sí en su
impacto en la economía privada. Supongamos, hipotéticamente, que, en un año dado, el
gobierno del Estado de Illinois tiene un superávit fiscal de 200 millones de dólares,
mientras que Nueva York tiene un déficit de 200 millones de dólares. Si lo que nos
interesa es obtener una cifra que muestre el impacto combinado de los Estados de
Nueva York e Illinois, no podemos simplemente sumar ingresos y gastos y hacer la
comparación. Los impuestos que generan el superávit de Illinois son una extracción
para el sector privado, mientras que también lo es el déficit del Estado de Nueva York.
Lo ideal, entonces, es tomar el ingreso y el gasto de cada Estado y de cada localidad,
cualquiera sea mayor, y sumar cada una de estas cifras mayores, junto con la cifra más
alta del presupuesto federal, para dar con una estimación del impacto total de todos los
niveles de gobierno. Con la información que tenemos disponible, nosotros solo
podemos hacer esto en el nivel local y estatal, por un lado, y en el nivel federal, por el
otro.[423]
Ahora, finalmente, en el Cuadro 8 estamos listos para estimar la «depredación fiscal
del gobierno» para las autoridades federales, estatales y locales (incluyendo las
empresas estatales), y compararla con los datos del producto privado.
Aquí vemos, en un marcado contraste, el registro para el enorme incremento de la
carga fiscal del Gobierno durante la depresión, desde 1929 hasta 1932. El porcentaje
de la depredación federal sobre el producto privado subió desde aproximadamente el
5% hasta el 8% del Producto Privado Bruto, y del 6% al 10% del Producto Privado
Neto. Las depredaciones estatal y local subieron del 9 al 16% del PPB, y del 10 al
19% del PPN. El total de la depredación del Gobierno subió del 14 al 25% del PPB y
del 16 al 29% del PPN, ¡casi el doble de la carga!
[1] Véase Jesús Huerta de Soto, Dinero, crédito bancario y ciclos económicos, 5.ª edición, Unión Editorial, Madrid
2011.
[2] «Una de las cosas de las que más me arrepiento es de no haber criticado los Ensayos sobre economía positiva
de Milton Friedman, en cierto sentido un libro igualmente peligroso que La teoría general de Keynes». F.A. Hayek,
Hayek sobre Hayek: un diálogo autobiográfico, Vol. I de Obras Completas de F.A. Hayek, Unión Editorial,
Madrid 1997, pp. 139-140.
[3] La depresión de 1873-1879 fue un caso especial. Fue, en primer lugar, una recesión leve y, en segundo lugar, se
trató mayormente de una caída de los precios generada por la contracción monetaria debida al regreso al patrón oro de
la Preguerra Civil. Acerca de la suavidad de esta depresión, en la industria particularmente, véase V. Wells, «The
Depression of 1873-79», en Agricultural History 11 (1937), p. 240.
[4] Incluso en sí misma, la etapa de la «contracción» que se extendió de 1929 a 1933 fue inusualmente prolongada e
inusualmente dura, particularmente en cuanto a los niveles de desempleo
[5] Debe enfatizarse que Ludwig von Mises no es en absoluto responsable del contenido de este libro.
[6] De ninguna manera esto niega que las últimas premisas de la teoría económica, es decir, el axioma fundamental
de la acción humana o la variedad de recursos se deriven de la realidad experimentada. La teoría económica, sin
embargo, es a priori de todos los demás hechos históricos.
[7] Esta metodología «praxeológica» va en contra de la visión predominante. Una exposición de este enfoque, junto
con referencias a la literatura específica, puede encontrarse en Murray Rothbard, «In Defense of ”Extreme
Apriorism”», en Southern Economic Journal (enero, 1957), pp. 214-20; ídem, «Praxeology: Reply to Mr. Schuller»,
en American Economic Review (diciembre, 1951), pp. 943-46; e ídem, «Toward A Reconstruction of Utility and
Welfare Economics», en Mary Sennholz (ed.), On Freedom and Free Enterprise (Princeton, J.J.: D. Van Nostrand,
1956), pp. 224-62. Los trabajos metodológicos más importantes de esta escuela son: Ludwig von Mises: Human
Action (New Haven, Conn.: Yale University Press, 1949) [Trad. esp.: La Acción Humana, Unión Editorial, Madrid
2011]; Mises, Theory and History (New Haven, Conn.: Yale University Press, 1957) [Trad. esp.: Teoría e historia,
Unión Editorial, Madrid 2004]; F.A. Hayek, The Counterrevolution of Science (Glencoe, Ill.: The Free Press, 1952)
[Trad. esp.: La contrarrevolución de la ciencia, Unión Editorial, Madrid 2003]; Lionel Robbins, The Nature and
Significance of Economic Science (Londres: Macmillan, 1935); Mises, Epistemological Problems of Economics
(Princeton, N.J.: D. Van Nostrand, 1960); y Mises, The Ultimate Foundation of Economic Science (Princeton, N.J.:
D. Van Nostrand, 1962) [Trad. esp.: Los fundamentos últimos de la Ciencia Económica, Unión Editorial, Madrid
2012].
[8] De la misma forma, si la economía se hubiera recuperado, los defensores dirían que la teoría fue un éxito mientras
que los críticos afirmarían que la recuperación se produjo a pesar de la ceñuda influencia de la política gubernamental
y de manera más dolorosa y lenta de lo que podría haber sido de otra forma. ¿Cómo decidimos entre estas dos
posturas?
[9] Los únicos estudios que realmente valen la pena acerca de la depresión de 1929 son: Lionel Robbins, The Great
Depression (Nueva York: Macmillan, 1934), que se ocupa de los Estados Unidos solo de manera breve; C.A. Phillips,
T.F. McManus y R.W. Nelson, Banking and the Business Cycle (Nueva York: Macmillan, 1937); y Benjamin M.
Anderson, Economics and the Public Welfare (Nueva York: D. Van Nostrand, 1949), que no solo se ocupa de la
depresión, sino que recorre la Historia Económica del siglo XX. Por otro lado, la muy sobreestimada obra de Thomas
Wilson, Fluctuations in Income and Employment (3.ª ed., Nueva York: Pitman, 1948) provee casi la interpretación
«oficial» de la depresión y ha sido confrontada recientemente con la ingeniosa pero insustancial y superficial obra de
John K. Galbraith que narra la historia de la Bolsa durante la época previa al colapso de 1929, The Great Crash, 1929
(Boston, Houghton Mifflin, 1955) [Trad. esp.: El Crash de 1929, Editorial Ariel, 2008]. Esto, además de los muy
breves y poco luminosos abordajes de Slichter, Schumpeter y Gordon es casi todo lo que hay. Existen muchas
discusiones tangenciales, especialmente acerca de la supuesta «economía madura» de después de los años ‘30. Véase
también acerca de la depresión y el sistema de la Reserva Federal el breve artículo de O.K. Burrell, «The Coming
Crisis in External Convertibility in U.S. Gold», en Commercial and Financial Chronicle (23 de abril de 1959), pp. 5,
52-53.
[10] Varios neokeynesianos han desarrollado teorías del ciclo económico. Sin embargo, no las han integrado con la
teoría económica general sino con los sistemas holísticos keynesianos; sistemas que son, de hecho, muy parciales.
[11] No existe, por ejemplo, ningún atisbo de tal conocimiento en la famosa disquisición de Haberler. Ver Gottfried
Haberler, Prosperity and Depression (2.ª ed., Geneva, Suiza: League of Nations, 1939).
[12] F.A. Harper, Why Wages Rise (Irvington-on-Hudson, Nueva York.: Foundation for Economic Education, 1957),
pp. 118-19.
[13] Siegfried Budge, Grundzüge der Theoretische Nationalökonomie (Jena, 1925), citado en Simon S. Kuznets,
«Monetary Business Cycle Theory in Germany», Journal of Political Economy (abril, 1930), pp. 127-28.
Under conditions of free competition (…) the market is (…) dependent upon supply and demand (…) there
could [not] develop a disproportionality in the production of goods, which could draw in the whole economic
system (…) such a disproportionality can arise only when, at some decisive point, the price structure does not
base itself upon the play of only free competition, so that some arbitrary influence becomes possible.
El propio Kuznets critica la teoría austriaca del ciclo desde su punto de vista empirista y anti causa y efecto, y
erróneamente considera también que la teoría austriaca es «estática».
[14] Esta es la Teoría de la preferencia temporal pura del tipo de interés. Puede encontrarse en Ludwig von Mises,
Human Action (New Haven, Conn.: Yale University Press, 1949); en Frank A. Fetter, Economic Principles (Nueva
York: Century, 1915) y también «Interest Theories Old and New», en American Economic Review (marzo, 1914), pp.
68-92.
[15] Con la palabra «bancos» denominamos también a las asociaciones de ahorro y préstamo y a las compañías de
seguro de vida, ya que ambas crean nuevo dinero vía expansión crediticia a los negocios. Ver más abajo una discusión
más desarrollada acerca de la cuestión del dinero y la banca.
[16] Sobre la estructura productiva y su relación con la inversión y el crédito bancario, ver F.A. Hayek, Prices and
Production (2.ª ed., Londres: Routledge and Kegan Paul, 1935), disponible en español como Precios y Producción
(Ediciones Aosta, Madrid 1996); Mises, Human Action; y Eugen von Böhm-Bawerk, «Positive Theory of Capital», en
Capital and Interest (South Holland, Ill.: Libertarian Press, 1959), vol. 2, disponible en español como Teoría Positiva
del Capital (Ediciones Aosta, Madrid 1998).
[17] La inflación se define aquí como un incremento de la oferta de dinero que no consista en un incremento del
dinero metálico.
[18] Esta teoría del ciclo austriaca resuelve la antigua controversia económica respecto de si los cambios en la
cantidad de dinero podían afectar al tipo de interés. Da su apoyo a la moderna doctrina que afirma que un incremento
en la cantidad de dinero reduce el tipo de interés (si es que ingresa primero en el mercado de fondos prestables); por
otro lado, respalda la visión clásica de que, en el largo plazo, la cantidad de dinero no afecta el tipo de interés (o solo
puede hacerlo si la preferencia temporal se modifica). De hecho, el reajuste de la depresión es el regreso del mercado
al tipo de interés de libre mercado deseado.
[19] A menudo se sostiene que, dado que las empresas pueden encontrar nuevas oportunidades rentables durante
una depresión, la demanda de préstamos y, por tanto, los préstamos y la oferta de dinero se restringirán. Pero este
argumento deja de lado el hecho de que los bancos, si quieren hacerlo, pueden comprar acciones y así mantener la
oferta de dinero incrementando sus inversiones para compensar los menguantes préstamos. La presión contractiva
siempre se origina en los bancos y no en las empresas tomadoras de crédito.
[20] Los bancos están inherentemente quebrados porque emiten muchos más recibos de dinero (hoy en día en la
forma de depósitos redimibles en dinero bajo pedido) que el dinero que tienen disponible. De ahí que siempre sean
vulnerables a una estampida bancaria. Estas estampidas no son iguales al resto de las quiebras empresariales, porque
simplemente consisten en los depositantes reclamando su legítima propiedad que ahora los bancos no tienen.
Inherentemente quebrado, entonces, es una característica fundamental de cualquier sistema de reserva fraccionaria.
Como Frank Graham estableció:
El intento de los bancos de realizar los inconsistentes fines de prestar dinero, o meramente multiplicados
derechos al dinero, y aun así decir que el dinero está disponible a pedido del cliente es incluso más absurdo
que… comerse una tarta y tenerla en cuenta para el consumo futuro… La supuesta convertibilidad es una
falsa ilusión que depende de derechos que no están siendo muy bien ejercidos.
Frank D. Graham, «Partial Reserve Money and the 100% Proposal», American Economic Review (septiembre de
1936), p. 436.
[21] En un país con patrón oro (como Estados Unidos en 1929), los economistas austriacos aceptaron la contracción
crediticia tal vez como el precio necesario a pagar para seguir en el patrón oro. Pero pocos vieron virtud alguna en el
proceso de deflación en sí mismo.
[22] Algunos lectores se preguntarán: ¿por qué la contracción crediticia no genera malas inversiones, al generarse
una sobreinversión en bienes de orden inferior y una subinversión en los bienes de orden superior, revirtiendo así las
consecuencias de la expansión crediticia? La respuesta emana del análisis austriaco de la estructura de la producción.
No existe una elección arbitraria entre los bienes de los primeros órdenes y los bienes de órdenes superiores. Cualquier
incremento en la inversión debe ser hecho en los bienes de orden superior, debe alargar la estructura productiva. Una
cantidad menor de inversión en la economía simplemente reduce el capital de orden superior. De aquí que la
contracción crediticia no genere un exceso de inversión en los primeros órdenes, sino simplemente una estructura
productiva más corta de la que se establecería en ausencia de contracción.
[23] Dentro del patrón oro, la contracción crediticia está limitada al tamaño total del stock de oro.
[24] En los últimos años, especialmente en la literatura de los países en vías de desarrollo, ha habido fuertes
discusiones en torno a las inversiones del gobierno. Sin embargo, dicha inversión no puede existir. La inversión se
define como el gasto realizado no para el consumo directo de aquellos que la hacen sino para otros consumidores
últimos. Las máquinas no se producen para servir al emprendedor, sino para servir a los consumidores últimos, que a
cambio remuneran al emprendedor. Pero el gobierno adquiere sus fondos tomándolos de los individuos; el gasto de
esos fondos, entonces, satisface el deseo de los funcionarios estatales. Los funcionarios han cambiado el destino de la
producción, ya que antes satisfacía a los consumidores privados y ahora se satisfacen ellos; su gasto es, entonces, puro
consumo, y no puede, de ninguna manera, ser denominado inversión. Por supuesto, en la medida en que los
funcionarios públicos no se dan cuenta de esto, su consumo es, en realidad, un despilfarro.
[25] Para mayor información sobre los problemas de la banca con reserva fraccionaria, ver abajo.
[26] Ver W.H. Hutt, «The Significance of Price Flexibility, in Henry Hazlitt», ed., The Critics of Keynesian
Economics (Princeton, N.J.: D. Van Nostrand, 1960), pp. 390-92.
[27] Estoy en deuda con el Sr. Rae C. Heiple II por señalarme esto.
[28] ¿Puede el gobierno incrementar la ratio inversión-consumo de alguna manera mediante la subida de los
impuestos? No podría gravar solo el consumo aun cuando así lo deseara. Puede demostrarse (y el profesor Harry
Gunnison Brown ha recorrido un largo camino para hacerlo) que cualquier impuesto ostensible al consumo se
transforma, en el mercado, en un impuesto a los ingresos, dañando el ahorro tanto como el consumo. Si asumimos que
los pobres consumen una mayor porción de sus ingresos que los ricos, podríamos decir que un impuesto a los pobres
empleado para subsidiar a los ricos incrementará la ratio inversión-consumo y, por tanto, ayudará a solucionar la
depresión. Por otro lado, los pobres no tienen necesariamente una preferencia temporal más alta que la que tienen los
ricos, y los ricos podrían también tratar los subsidios gubernamentales como ganancias inesperadas listas para ser
consumidas. Harold Lubell, incluso, ha sostenido que los efectos de un cambio en la distribución del ingreso serían
insignificantes en el consumo social aun cuando la proporción absoluta de consumo sea mayor entre los pobres. Véase
Harry Gunnison Brown, «The Incidence of a General Output or a General Sales Tax», en Journal of Political
Economy (abril, 1939), pp. 254-62; Harold Lubell, «Effects of Redistribution of Income on Consumers’ Expenditures»,
en American Economic Review (marzo, 1947), pp. 157-70.
[29] La defensa de cualquier política gubernamental debe descansar, en el último de los análisis, en un sistema de
principios éticos. No nos proponemos discutir ética en este libro. Aquellos que deseen alargar la depresión, por
cualquier motivo, apoyarán con entusiasmo las intervenciones gubernamentales, así como todos aquellos cuyo principal
objetivo sea el incremento del poder en manos del gobierno.
[30] Véase el clásico tratado sobre hiperinflación de Constantino Bresciani-Turroni, The Economics of Inflation
(Londres: George Allen and Unwin, 1937).
[31] Véase Mises: La Acción Humana, pp. 429-45, y La Teoría del Dinero y del Crédito (2.ª ed., Unión Editorial,
Madrid 2012).
[32] Cuando el oro —anteriormente las reservas de los bancos— se transfiere a un Banco Central recientemente
establecido, este último se queda solo con una reserva fraccionaria, y así la base total del crédito y la oferta monetaria
potencial se incrementa. Véase C.A Phillips, T.F. McManus, y R.W. Nelson, Banking and the Business Cycle
(Nueva York: Macmillan, 1937), pp. 24 y ss.
[33] Muchos bancos estatales fueron inducidos a unirse al Sistema de la Reserva Federal mediante proclamas
patrióticas y ofertas de servicios gratuitos. Sin embargo, incluso los bancos que no se unieron son efectivamente
controlados por el Sistema ya que, para obtener papel moneda, deben mantener sus reservas en algún banco miembro.
[34] El promedio de reservas calculado sobre todos los bancos antes de 1913 se estimaba en aproximadamente 21%.
A mediados de 1917, cuando el SRF había tomado forma por completo, el promedio requerido era del 10%. Phillips y
otros estiman que el impacto inherentemente inflacionario del SRF (señalado en la nota a pie número 23) incrementó el
poder expansivo del sistema bancario por tres. De ahí que estos dos factores (el impacto inherente y la deliberada baja
de los requerimientos de reservas) se combinaran para inflar el potencial monetario del sistema bancario
norteamericano por seis como resultado del Sistema de la Reserva Federal. Véase Phillips y otros, Banking and the
Business Cycle, pp. 23 y ss.
[35] Los horrores de la banca alocada en Estados Unidos antes de la Guerra Civil se explican por dos factores,
ambos debidos al gobierno y no a la banca libre: 1) Desde el comienzo del negocio bancario en 1814, y luego en cada
estampida que se produjera, los gobiernos permitían que los bancos continuaran operando, prestando y tomando
créditos, etc, sin la necesidad de redimir sus obligaciones en especie. Así pues, los bancos estaban privilegiados al no
tener que saldar sus deudas; 2) las prohibiciones a la banca interestatal (que existen aún hoy), unidas a un sistema de
transporte deficiente, impidió que los bancos acudieran rápidamente a bancos más distantes para la redención de sus
billetes.
[36] Mises, Human Action, p. 440.
[37] Una analogía común establece que los bancos simplemente cuentan con que la gente no irá a retirar toda su
propiedad al mismo tiempo y que los ingenieros que construyen puentes también operan con el principio de que no
todos los habitantes de una ciudad desean cruzar el puente al mismo tiempo. Pero los casos son muy distintos. La
gente que cruza el puente simplemente están solicitando un servicio: no están tratando de tomar posesión de su
legítima propiedad, como lo están los depositantes de los bancos. Una analogía más precisa sería la de defender a los
estafadores que no hubieran sido atrapados de no ser por una fortuita inspección de los libros. El crimen aparece
cuando el crimen o el fraude se comete, no cuando finalmente se descubre.
[38] Tal vez un sistema legal libertario consideraría un contrato de depósito irregular (que permite que un almacén
devuelva cualquier bien homogéneo al depositante) como contratos de depósitos específicos que, como las órdenes de
reparto, las papeletas de empeño, o los certificados de depósitos de los muelles, etc., establecen la propiedad de bienes
específicos y claramente identificados. Como Jevons estableció: «Solía ser una regla general del derecho que cualquier
certificado de tenencia de bienes que no estuvieran en existencia no tenía validez». Véase W. Stanley Jevons, Money
and the Mechanism of Exchange (Londres: Kegan Paul, 1905), pp. 207-12. Para una discusión excelente acerca de
los problemas del dinero de reserva fraccionaria, ver Amasa Walker, The Science of Wealth (3.ª ed., Boston: Little,
Brown, 1867), pp. 126-32, en la edición en español: pp. 139-41.
[39] Algunos escritores se preocupan demasiado por la ficción legal de que la Fed es propiedad de los bancos
miembro. En la práctica, esto simplemente significa que a esos bancos se les cobra impuestos para ayudar a mantener
la Reserva Federal. Si los bancos privados realmente fueran los dueños de la Fed, ¿entonces cómo es posible que sus
gobernantes sean elegidos por el gobierno? Los bancos de la Reserva Federal deben ser vistos como agencias
gubernamentales.
[40] Véase Mises, Human Action, pp. 576-78. El profesor Hayek, en su famosa (y excelente) exposición de la teoría
austriaca del ciclo, ha mostrado con anterioridad cómo la teoría se aplica por completo a la expansión crediticia aun
durante la existencia de factores ociosos. Véase Hayek, Prices and Production, pp. 96-99. [Trad. esp.: Precios y
Producción, Ediciones Aosta, Madrid 1996].
[41] Haberler, Prosperity and Depression, capítulo 3. [Trad. esp.: Prosperidad y Depresión, Fondo de Cultura
Económica, México 1945)].
[42] Mises: pp. 662-63. Mises también refuta la vieja idea de que el auge se caracteriza por una indebida conversión
del capital circulante al capital fijo. Si eso fuera cierto, entonces la crisis revelaría una escasez de capital circulante y
elevaría en gran medida los precios de, por ejemplo, las materias primas industriales. Sin embargo, estos materiales son
los que durante la crisis resultan ser excesivamente abundantes; es decir, los recursos se invirtieron mal tanto en
capital circulante como en capital fijo en las etapas más alejadas del consumo.
[43] Una interesante discusión sobre alguno de estos procesos se encuentra en Ludwig M. Lachmann, Capital and
its Structure (Londres: London School of Economics, 1956).
[44] Para conocer la postura pro-bancaria al respecto, véase F.A. Hayek, Monetary Theory and the Trade Cycle
(Nueva York: Harcourt, Brace, 1933), pp. 144-48; Fritz Machlup, Stock Market, Credit, and Capital Formation
(Nueva York: Macmillan, 1940), pp. 247-48; Haberler, Prosperity and Depression, pp. 64-67. Para conocer la postura
contraria, ver los breves comentarios de Mises: Human Action, pp. 570, 789n.; y Phillips y otros, Banking and the
Business Cycle, pp. 139 y ss.
[45] El error de los seguidores de Mises se explica porque estos no adoptan la teoría pura de la preferencia temporal
de Fetter y Mises y, además, porque incorporan eclécticos y pegajosos elementos de productividad en sus
explicaciones del interés. Véanse las referencias mencionadas en la nota a pie de página número 5, más arriba.
[46] Mises señala (Human Action, p. 789n) que si los bancos simplemente redujeran los tipos de interés que cobran
sin expandir el crédito, estarían entregando regalos a los deudores y no generarían el ciclo económico.
[47] Walker, The Science of Wealth, pp. 145 y ss. También ver p. 159.
Los bancos deben estar constantemente deseosos de aumentar sus créditos al emitir su propio crédito en la
forma de circulante y depósitos. Cuanto más puedan colocar, más grande será su ingreso. Este es el principal
motor que asegura la expansión constante de la moneda mixta (reserva fraccionaria) hasta su límite máximo.
Los bancos siempre incrementarán su endeudamiento cuando puedan, mientras que solo lo contraerán cuando
no les quede otra alternativa.
[48] Para un análisis similar de los flujos internacionales de oro, véase F.A. Hayek, Monetary Nationalism and
International Stability (Nueva York: Longmans, Green, 1937), pp. 24 y ss. [Trad. esp.: El Nacionalismo Monetario
y la Estabilidad Internacional, Ediciones Aosta, Madrid 1996]. Véase también, Walker, The Science of Wealth, p.
160.
[49] F.A. Hayek sometió el Tratado del Dinero de John Maynard Keynes (una obra relativamente olvidada bajo el
brillo de la Teoría General) a una profunda y profusa crítica, gran parte de la cual es aplicable a su volumen posterior.
En su crítica, Hayek señalaba que Keynes simplemente asumía que una ganancia agregada igual a cero era suficiente
para mantener el capital, mientras que las ganancias en las etapas más cercanas al consumo combinadas con pérdidas
iguales en las etapas más alejadas del consumo reducirían la estructura del capital. Keynes ignoraba las etapas de la
producción, ignoraba los cambios en el valor del capital e ignoraba la identidad entre emprendedores y capitalistas;
daba por sentado el reemplazo de la estructura de capital, ignoraba que los diferenciales de precios entre las distintas
etapas productivas eran la fuente del tipo de interés y no reconocía que, en última instancia, el dilema frente al cual se
enfrenta el empresario no es si invertir en bienes de consumo o bienes de capital, sino si es conveniente invertir en
bienes de capital que producirán bienes de consumo en una fecha más cercana o más lejana. En general, Hayek criticó
a Keynes por ignorar la teoría del capital y la del tipo de interés real, particularmente la de Böhm-Bawerk. Una crítica
que se corroboraría en los comentarios de Keynes respecto de la teoría del interés de Mises. The General Theory of
Employment, Interest, and Money (Nueva York: Harcourt, Brace, 1936), pp. 192-93. [Trad. esp.: La Teoría General
del Empleo, el Interés y el Dinero, Ediciones Aosta, Madrid 1998]; F.A. Hayek, «Reflections on the Pure Theory of
Money of Mr. J.M. Keynes», en Economica (agosto, 1931), pp. 270-95; e ídem, «A Rejoinder to Mr. Keynes», en
Economica (noviembre, 1931), pp. 400-02.
[50] Dennis H. Robertson, «Mr. Keynes and the Rate of Interest», en Readings in the Theory of Income
Distribution (Filadelfia: Blakiston, 1946), p. 440. Ver también el artículo de Carl Landauer, «A Break in Keynes’s
Theory of Interest», en American Economic Review (junio, 1937), pp. 260-66.
[51] Más acerca del efecto equilibrador de la caída en los salarios en la próxima sección.
[52] Uno de los golpes más fuertes recibidos por el sistema keynesiano provino de una amistosa, pero implacable,
fuente neokeynesiana: Franco Modigliani, «Liquidity Preference and the Theory of Interest and Money», en Henry
Hazlitt, (ed.), The Critics of Keynesian Economics (Princeton, N.J.: D. Van Nostrand, 1960), pp. 131-84; Erik
Lindahl, «On Keynes’ Economic System», en Economic Record (mayo y noviembre de 1954), pp. 19-32, 159-71.
Como resume Hutt:
La aparente revolución keynesiana posterior a 1936 ha sido contestada por una pacífica contrarrevolución
dirigida inconscientemente por destacados críticos que hicieron lo posible por mantenerse fieles. La respuesta
acerca de si esto traerá algún beneficio a nuestra ciencia que compense la destrucción que la revolución dejó
a su paso es una que los historiadores de la economía del futuro tendrán que proveer.
W.H. Hutt, «The Significance of Price Flexibility», en Hazlitt, The Critics of Keynesian Economics., p. 402.
[53] Hutt, «The Significance of Price Flexibility», en pp. 397n. y 398.
[54] Véase Modigliani, «Liquidity Preference and the Theory of Interest and Money» y Lindahl, «On Keynes’
Economic System», ibíd.
[55] Véase L. Albert Hahn, The Economics of Illusion (Nueva York: Squier, 1949), pp. 50 y ss., 166 y ss.
[56] En realidad, las zonas de indeterminación son amplias allí donde solo dos o tres personas habitan una isla
desierta, pero va haciéndose más pequeña a medida que la población crece y avanza el sistema económico. Ninguna
zona especial existe para el contrato de trabajo.
[57] No es significativo para nuestro argumento si el autor cree, o no, que la mística sea moralmente absurda.
[58] Los controles de salarios máximos, como los que existieron en siglos anteriores y en la Segunda Guerra Mundial,
crearon escaseces artificiales de la mano de obra a través de la economía; es decir, lo contrario a las leyes de salario
mínimo.
[59] Véase Hutt, «The Significance of Price Flexibility», pp. 390 y ss.
[60] Muchos estudios empíricos han sostenido que la demanda agregada de mano de obra es altamente elástica
durante una depresión, pero el argumento aquí no descansa en ellos. Véase Benjamin M. Anderson, «The Road Back
to Full Employment», en Paul T. Homan y Fritz Machlup, (eds.), en Financing American Prosperity (Nueva York:
Twentieth Century Fund, 1945), pp. 20-21.
[61] Véase Hutt, «The Significance of Price Flexibility», p. 400.
[62] Nótese que, en la Figura 1, la línea SLSL se detiene antes de llegar al eje horizontal. En realidad, la línea debería
detenerse en el salario que provea un ingreso mínimo de subsistencia. Debajo de esa línea, nadie trabajará y, por lo
tanto, la curva de oferta de trabajo será, en realidad, horizontal en un mercado libre en el nivel mínimo de subsistencia.
Existen tres razones por las cuales no sería posible, para la abstención de contratación especulativa, reducir los salarios
hasta el nivel de subsistencia: a) esta abstención especulativa casi siempre resulta en atesoramiento, que reduce los
precios en todo el mercado y que, entonces, reducirá el salario monetario de equilibrio sin reducir el salario real de
equilibrio, es decir, el salario relevante para el nivel de subsistencia; b) los empresarios se darán cuenta que su
especulación ha cruzado la línea mucho antes de alcanzar el nivel de subsistencia; c) esto es especialmente cierto en
una economía capitalista avanzada, donde los salarios están muy por encima del nivel de subsistencia.
[63] Por otro lado, si los salarios son mantenidos por encima de los niveles del mercado libre, se desincentivará la
inversión y entonces se tenderá a incrementar el atesoramiento a expensas del ahorro y la inversión. Esta caída en la
ratio inversión-consumo empeora aún más la depresión. Si los salarios caen libremente, esto permitirá que las
inversiones regresen a sus proporciones previas, añadiendo así otro impulso importante para la recuperación. Véase
Frederic Benham, British Monetary Policy (Londres: P.S. King and Son, 1932), p. 77.
[64] A menudo se ha sostenido que un nivel decreciente de precios daña las empresas porque agrava la carga de la
deuda monetaria fija. Sin embargo, los acreedores de una firma son los dueños de esta tanto como sus accionistas. El
accionista tiene menos patrimonio de la empresa gracias a sus deudas. El tenedor de bonos (acreedores de largo plazo)
es simplemente otro tipo de dueño, parecido a los poseedores de acciones preferidas, que ejerce su propiedad de
manera distinta. Los acreedores ahorran dinero y lo invierten en una empresa, de la misma forma en la que lo hacen
los accionistas. Ergo, ningún cambio en el nivel de precios por sí mismo ayuda o daña a una empresa; el dueño-
acreedor y el dueño-deudor pueden simplemente dividir sus ganancias (o pérdidas) en proporciones distintas. Esta son
meras controversias intrapropietarias.
[65] Véase la discusión de Scott en Wesley C. Mitchell, Business Cycle: The Problem and its Setting (Nueva York:
National Bureau of Economic Research, 1927), pp. 75 y ss.
[66] Véase C.A. Phillips, T.F. McManus y R.W. Nelson, Banking and the Business-Cycle (Nueva York:
Macmillan, 1937), pp. 59-64.
[67] En la teoría keynesiana, el «equilibrio agregado» se alcanza por dos vías: ganancias y pérdidas e inversión o
desinversión «no intencionada» en inventarios.
[68] A menudo nos encontramos con el argumento de que la oferta monetaria debe incrementarse de manera que le
siga el ritmo al incremento en la oferta de bienes. Pero los bienes y el dinero no son para nada proporcionales y, por
tanto, toda la propuesta carece de sentido. No hay forma en la cual el dinero pudiera ser comparado con los bienes.
[69] Para ver una crítica brillante del subconsumismo véase F.A. Hayek, «The “Paradox” of Savings» en Profits,
Interest and Investment (Londres: Routledge and Kegan Paul, 1939), pp. 199-263. Hayek señala la grave pero
ignorada debilidad de la teoría del capital, el interés y la estructura productiva de los subconsumistas Foster y
Catchings. Véase también Phillips y otros, Banking and the Business Cycle, pp. 69-76.
[70] El enfoque keynesiano enfatiza la carencia de gasto en lugar de enfatizar solamente el subconsumo. Respecto
del atesoramiento, la dicotomía keynesiana entre ahorro e inversión y el enfoque keynesiano sobre los salarios y el
paro, ver arriba.
[71] O eso, o que la expansión ocurrió en alguna década previa después de la cual la empresa —o la economía en
su conjunto— ingresó en un estado estacionario.
[72] Véase su crítica brillante del principio del acelerador en W.H. Hutt, «Coordination and the Price System» (no
publicado, pero disponible en la Foundation for Economic Education, Irvington-on-Hudson, Nueva York, 1955), pp. 73-
117.
[73] Este no es meramente un problema del tiempo necesario para producir máquinas. Es la pregunta mucho más
amplia aún acerca de la gran variedad de alternativas referentes al período en el cual realizar una inversión. Pero esto
nos remite a otra falacia expuesta por los aceleracionistas: que la producción de máquinas nuevas es virtualmente
instantánea.
[74] Los aceleracionistas, por lo general, confunden el consumo con la producción de bienes de consumo y se
refieren a uno cuando el relevante es el otro.
[75] El Teorema de Cobweb es otra doctrina construida sobre el supuesto de que todos los empresarios son tontos
que reaccionan ciegamente en lugar de especular y tener éxito en la predicción del futuro.
[76] Los economistas angloamericanos sufren de esta deficiencia. El sistema marshaliano se apoya en una teoría
parcial de la industria, mientras que los economistas modernos se fragmentan aún más para abordar la firma de
manera aislada. Para remediar esta situación, los keynesianos y los sistemas econométricos posteriores abordan la
economía en términos de algunos agregados holísticos. Solo el sistema misiano y el walrasiano son realmente
generales, basándose en los intercambios interrelacionados de los individuos. El esquema walrasiano es poco realista,
consistiendo solamente en un análisis matemático de irrealizable (si bien importante) sistema de equilibrio.
[77] Otro defecto de la explicación aceleracionista del ciclo es su énfasis en los bienes de capital durables como la
actividad más fluctuante. En realidad, como hemos mostrado más arriba, el boom no se caracteriza por una exagerada
presión en el capital durable; de hecho, ítems no durables tales como la materia prima industrial fluctúan tan fuerte
como los bienes de capital fijo. La fluctuación se da en los bienes de producción industriales (el énfasis austriaco) y no
solo en los bienes de producción durables (el énfasis aceleracionista).
[78] Véase Hutt, «Coordination and the Price System», p. 109.
[79] El principio del acelerador también dice explicar la supuesta tendencia del declive en los bienes de capital a
liderar el declive en la actividad de los bienes de consumo. Sin embargo, solo puede hacerlo, incluso en sus propios
términos, bajo el muy especial —y casi nunca realizado— supuesto de que la venta de los bienes de consumo describe
una curva sinusoidal sobre el ciclo económico. Otras curvas posibles no dan lugar a ningún liderazgo.
Sobre el principio del acelerador, véase también: L. Albert Hahn, Common Sense Economics (Nueva York:
Abelard-Schuman, 1956), pp. 139-43; Ludwig von Mises, Human Action (New Haven, Conn.: Yale University Press,
1949), pp. 581-83; y Simon S. Kuznets, «Relation Between Capital Goods and Finished Products in the Business
Cycle», en Economic Essays in Honor of Wesley C. Mitchell (Nueva York: Columbia University Press, 1935), pp.
209-67.
[80] Alvin H. Hansen, «Economic Progress Declining Population Growth», en Readings in Business Cycle Theory
(Filadelfia: Blakiston, 1944), pp. 366-84.
[81] Para un ejemplo, véase George Terborgh, The Bogey of Economic Maturity (Chicago: Machinery and Allied
Products Institute, 1945).
[82] Curiosamente, estas mismas preocupaciones no hicieron que el gobierno abandonara sus políticas de
conservación, que condujeron al cierre a millones de acres de dominio público de manera permanente.
[83] Ahorrar, no expansión monetaria. Un país atrasado, por ejemplo, no puede industrializarse emitiendo cantidades
ilimitadas de papel moneda o depósitos bancarios. Eso solo puede traer aparejado una inflación desenfrenada.
[84] La suerte económica de un país pequeño que produzca un solo producto para el mercado estará, por supuesto,
dominada por el curso de acontecimientos de esa industria particular.
[85] La teoría pura de Schumpeter fue presentada en su famosa obra Theory of Economic Development
(Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1934). [Trad. esp.: La Teoría del Desenvolvimiento Económico,
Fondo de Cultura Económica, México, 1944, 1.ª ed. 1911]. Luego apareció como la primera aproximación de un
elaborado análisis que, en realidad, fue la confesión de un fracaso en el que introdujo una abundante cantidad de
nuevas falacias al argumento. La versión última constituyó su Business Cycles, 2 volúmenes (Nueva York: McGraw-
Hill, 1939).
[86] Sin lugar a dudas, el «modelo puro» schumpeteriano postula explícitamente un conocimiento perfecto y, por
tanto, una ausencia de errores empresariales. Pero este es un postulado sumamente contradictorio con el modelo del
propio Schumpeter ya que la mismísima razón de la depresión en el modelo puro es el hecho de que el riesgo se
incrementa, las viejas firmas repentinamente se caen del mapa, etc., y nadie innova nuevamente hasta que la situación
se calma.
[87] Schumpeter fue lo suficientemente inteligente para ver que el ahorro voluntario solo podría causar crecimiento
económico simple y no podría dar lugar al surgimiento de ciclos económicos.
[88] Véase Carolyn Shaw Solo, «Innovation in the Capitalist Process: A Critique of the Schumpeterian Theory», en
Quarterly Journal of Economics (agosto, 1951), pp. 417-28.
[89] Esto refuta la defensa de Schumpeter hecha por Clemence y Doody contra las críticas de Kuznet de que el
clúster de innovaciones asume un clúster de habilidad empresarial. Clemence y Doody identificaron tal habilidad
solamente en la creación de innovaciones y en el establecimiento de nuevas firmas. Véase Richard V. Clemence y
Francis S. Doody, The Schumpeterian System (Cambridge, Mass.: Addison Wesley Press, 1950), pp. 52 y ss.; S.
Kuznets, «Schumpeter’s Business Cycles», en American Economic Review (junio, 1940), pp. 262-63.
[90] Schumpeter también discute una «oleada secundaria» superpuesta a su modelo puro. Esta oleada toma en
consideración la inflación, la especulación en los precios, etc., pero no hay nada particularmente schumpeteriano en
esta discusión y, si desechamos tanto el modelo puro como el enfoque multicíclico, la teoría schumpeteriana está
acabada.
[91] De ahí que a finales de la década de 1920, cuando los bancos, influenciados por las doctrinas del crédito
cualitativo, intentaron cortar el flujo de crédito para la Bolsa de Valores específicamente, el mercado pudo tomar
créditos de suculentos fondos de los que no eran banqueros; fondos que eran suculentos debido a los años de inflación
crediticia de los bancos.
[92] Acerca de todo esto, véase Machlup, The Stock Market, Credit, and Capital Formation. Un bróker individual
puede tomar préstamos para pagarle a otro bróker, pero en la imagen agregada, las transacciones interbróker se
cancelan y el total de créditos a brókeres refleja solo la relación entre el bróker y el cliente.
[93] Los valores de los bienes raíces a menudo se comportarán de manera similar, ya que se trata de unidades de
capital en la tierra.
[94] Véase Schumpeter, Business Cycles, vol. 1., cap. 4.
[95] V. Lewis Bassic, «Recent Developments in Short-Term Forecasting», en Short-Term Forecasting, Studies in
Income and Wealth (Princeton, N.J.: National Bureau of Economic Research, 1955), vol. 17, pp. 11-12. Véanse
también pp. 20-21.
[96] Véase Lin Lin, «Are Time Deposits Money?», en American Economic Review (marzo, 1937), pp. 76-86. Lin
señala que los depósitos a la vista y los depósitos a plazo son intercambiables a la par y en dinero y así también son
considerados por el público. Véase también Gordon W. McKinley, «The Federal Home Loan Bank System and the
Control of Credit», en Journal of Finance (septiembre, 1957), pp. 319-32 e ídem, «Reply», en Journal of Finance
(diciembre, 1958), p. 545.
[97] El gobernador George L. Harrison, cabeza de la Reserva Federal de Nueva York, testificó en 1931 que
cualquier banco que sufriera una estampida debía pagar tanto sus depósitos a la vista como sus cajas de ahorro bajo
demanda. Cualquier pedido por una demora de treinta días probablemente ocasionaría que el Estado o el Interventor de
la Moneda cerraran el banco de inmediato. Harrison concluía: «en efecto y en sustancia estas cuentas son depósitos a
la vista». Charles E. Mitchell, cabeza del National City Bank of New York estaba de acuerdo en que «ningún banco
comercial podría permitirse la invocación del derecho a demorar el pago de estos depósitos». Y, de hecho, las fuertes
estampidas bancarias de 1930-1931 se dieron tanto en los depósitos a la vista como en los depósitos a plazo. «Senate
banking and Currency Comitte«, Hearings on Operations of National and Federal Reserve Banking Systems,
Part I (Washington, D.C., 1931), pp. 36, 321-22; y Lin Lin, «Are Time Deposits Money?».
[98] Los depósitos a plazo, además, se utilizan a menudo para hacer pagos de manera directa. Los individuos pueden
obtener cheques de caja del banco y usarlos directamente como dinero. Incluso D.R. French, quien trató de negar
que los depósitos a plazo eran dinero, admitió que algunas firmas utilizaban los depósitos a plazo para emplearlos en
«pagos grandes y especiales como los impuestos luego de una notificación al banco». D.R. French, «The Significance
of Time Deposits in the Expansion of Bank Credit, 1922-1928», en Journal of Political Economy (diciembre, 1931),
p. 763. Véase también Senate Banking-Currency Committee, Hearings, pp. 321-22; Committee on Bank Reserves,
«Member Bank Reserves», en Federal Reserve Board, 18 th Annual Report, 1932 (Washington, D.C., 1933), pp. 27 y
ss.; Lin Lin, «Are Time Deposits Money?», en Business Week (16 de noviembre de 1957).
[99] Véase Lin Lin, «Professor Graham on Reserve Money and the One Hundred Percent Proposal», en American
Economic Review (marzo, 1937), pp. 112-13.
[100] Como señaló Frank Graham, el intento por mantener los depósitos a plazo como un activo totalmente líquido y
también como una inversión que genere intereses es tratar de comerse una tarta y conservarla al mismo tiempo. Esto
se aplica a los depósitos a la vista, las cuotas parte de las asociaciones de ahorro y crédito y también al valor de
rescate en efectivo de las pólizas de las compañías de seguros. Véase Frank D. Graham, «One Hundred Percent
Reserves: Comment», en American Economic Review (junio, 1941), p. 339.
[101] Véase McKinley, «The Federal Home Loan Bank System and the Control of Credit», pp. 323-24. Sobre
aquellos economistas que incluyen y aquellos que no incluyen los depósitos a plazo en la oferta de dinero véase:
Richard T. Selden, «Monetary Velocity in the United States», en Milton Friedman, (ed.), Studies in the Quantity
Theory of Money (Chicago: University of Chicago Press, 1956), pp. 179-257.
[102] En su última exposición al respecto, McKinley se aproxima al reconocimiento del valor cash surrender de las
pólizas de seguro de vida como parte de la oferta monetaria en un sentido amplio. Gordon W. McKinley, «Effects of
Federal Reserve Policy on Nonmonetary Financial Institutions», en Herbert V. Prochnow (ed.), The Federal Reserve
System (Nueva York: Harper and Bros., 1960) pp. 217m., 222.
[103] Solo son confiables los datos interanuales para las sociedades de ahorro y préstamo y los de las compañías de
seguros de vida: la información para el semestre fue estimada por el autor de la interpolación. Estrictamente, la oferta
monetaria del país es igual a los datos de arriba menos la cantidad de dinero en efectivo y depósitos a la vista que se
encuentren en poder de las sociedades de ahorro y préstamo y de las compañías aseguradoras. Estas últimas cifras no
se encuentran disponibles, pero su ausencia no altera los resultados de manera significativa.
[104] Sobre la renuencia de los bancos a realizar préstamos al consumo durante esta época, ver Clyde W. Phelps,
The Role of the Sales Finance Companies in the American Economy (Baltimore, Maryland: Commercial Credit,
1952).
[105] Como explica McKinley:
Así como la última fuente de reservas para los bancos comerciales consiste en depósitos en los bancos de la
Reserva Federal, la última fuente de reservas de las instituciones no bancarias consiste en depósitos en los
bancos comerciales. La oferta monetaria [es](…) dos pirámides invertidas, una encima de la otra. La
Reserva Federal está en la base de la pirámide inferior y (…) al controlar el volumen de sus propios
depósitos, los bancos de la Reserva Federal influyen no solo en los depósitos de los bancos comerciales, sino
también en los depósitos de todas aquellas instituciones que usan los depósitos de los bancos comerciales
como reservas de dinero en efectivo.
«The Federal Home Loan Bank», p. 326. Véase también Donald Shelby, «Some Implications of the Growth of
Financial Intermediaries», en Journal of Finance (diciembre, 1958), pp. 527-41.
[106] Podría preguntarse, desesperadamente: si las supuestas instituciones «de ahorro» (cajas de ahorro, compañías
de seguros, sociedades de ahorro y préstamo, etc.) deben someterse a un requerimiento de reservas del 100%, ¿qué
ahorros permitiría una sociedad libertaria? La respuesta es: ahorros genuinos; por ejemplo, la emisión de acciones en
una compañía de inversiones o la venta de bonos u otros debentures, o pagarés para los ahorristas que caducaran en
una fecha determinada en el futuro. Entonces, estos fondos genuinamente ahorrados estarían invertidos en una
empresa comercial.
[107] Banking and Monetary Statistics, pp. 370-71. El exceso registrado para 1929 promediaba cerca de cuarenta
millones de dólares o casi un 2% del balance total de reservas.
[108] Banking and Monetary Statistics, pp. 34 y 75. Los depósitos calculados son los «depósitos a la vista
ajustados» (demand deposits adjusted) más los depósitos del gobierno norteamericano. Un cambio desde un banco
miembro a un banco no miembro tendería a reducir el encaje efectivo y a incrementar el excedente de reservas y la
oferta monetaria. Véase Lauchlin Currie, The Supply and Control of Money in the United States (2.ª ed.,
Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1935), p. 74.
[109] Sobre los depósitos a plazo durante los ‘20, véase Benjamin M. Anderson, Economics and the Public
Welfare (Nueva York: D. Van Nostrand, 1949), pp. 128-31; también C.A. Phillips, T.F. McManus, y R.W. Nelson,
Banking and the Business Cycle (Nueva York, Macmillan, 1937), pp. 98-101.
[110] La muy conocida categoría de «Crédito de la Reserva Federal» está compuesta por los Activos Comprados
por la Reserva Federal y por las Letras Descontadas.
[111] Sobre la Ley de Pittman, véase Edwin W. Kemmerer, The ABC of the Federal Reserve System (9.ª ed.,
Princeton, N.J.: Princeton University Press, 1932), pp. 258-62.
[112] H. Parker Willis, «Conclusions,» en H. Parker Willis, et al., «Report of an Inquiry into Contemporary Banking
in the United States» (mecanografiado, Nueva York, 1925), vol. 7, pp. 16-18.
[113] Véase Seymour E. Harris, Twenty Years of Federal Reserve Policy (Cambridge, Mass.: Harvard University
Press, 1933), vol. 1, pp. 3-10, 39-48.
[114] Ibíd., pp. 108 y ss.
[115] Federal Reserve, Annual Report, 1923, p. 10; citado en ibíd., p. 109.
[116] Véase Phillips, et al., Banking and the Business Cycle, pp. 93-94.
[117] Harris, Twenty Years, p. 91.
[118] Oliver M.W. Sprague, «Immediate Advances in the Discount Rate Unlikely,» The Annalist (1926), p. 493.
[119] Véase H. Parker Willis, «Politics and the Federal Reserve System,» Banker’s Magazine (enero, 1925), pp.
13-20; ídem, «Will the Racing Stock Market Become A Juggernaut?», The Annalist (24 de noviembre de 1924), pp.
541-42; y The Annalist (10 de noviembre de 1924), p. 477.
[120] La Corporación de Financiación de Guerra había sido dominante hasta 1921, cuando el Congreso expandió su
poder de crédito autorizado y lo reorganizó para que realizara préstamos de capital a las cooperativas agrícolas.
Además, el sistema de Bancos de Tierras Federales, establecido en 1916 para otorgar créditos hipotecarios a
asociaciones agrícolas, siguió prestando y se autorizaron más fondos del Tesoro para servir como capital. Finalmente,
el bloque agrícola presionó para que se apruebe la ley de Créditos Agrícolas de 1923, que establecía doce Bancos de
Crédito Intermediario gubernamentales para realizar préstamos a asociaciones agrícolas. Véase Theodore Saloutos y
John D. Hicks, Agricultural Discontent in the Middle West 1900-1939 (Madison: University of Wisconsin Press,
1951), pp. 324-40.
[121] Véase Harris, Twenty Years, p. 209.
[122] Charles E. Mitchell, entonces director del National City Bank de Nueva York, fue ridiculizado durante años
por desafiar supuestamente al FRB y frustrar la política de persuasión moral, al animarse a prestarle al mercado
bursátil durante la amenazante crisis de fines de marzo. Sin embargo, ahora parece que Mitchell y otros bancos líderes
de Nueva York actuaron con la aprobación del gobernador de la Reserva Federal de Nueva York y de todo el consejo
directivo de la Reserva Federal, que claramente ni siquiera tuvo el coraje para mantener sus propias convicciones.
Véase Anderson, Economics and the Public Welfare, p. 206.
[123] Véase Charles O. Hardy, Credit Policies of the Federal Reserve System (Washington, D.C.: Brookings
Institution, 1932), pp. 122-38. El Dr. Lawrence E. Clark, un seguidor de H. Parker Willis, acusó al señor Gates
McGarrah, director de la Reserva Federal de Nueva York, de oponerse a la persuasión moral porque él mismo estaba
involucrado en la especulación del mercado bursátil y en los créditos destinados a tal efecto. Si esta fuera la razón, sin
embargo, McGarrah difícilmente habría sido —como fue— uno de los principales proponentes de la subida del tipo de
redescuento. En lugar de eso, habría estado en contra de todo tipo de control a la inflación. Véase Lawrence E. Clark,
Central Banking Under the Federal Reserve System (Nueva York: Macmillan, 1935), p. 267n.
[124] La política de la persuasión moral fue inquisitivamente criticada por el ex director del FRB W.P.G. Harding. La
política continuó, sin embargo, probablemente por la insistencia del secretario Mellon, quien se opuso con fuerza a
cualquier incremento del tipo de redescuento. Véase Anderson, Economics and the Public Welfare, p. 210.
[125] Véase Clark, Central Banking, p. 382. La tasa call raramente estuvo por encima del 8% en 1928 o por
encima del 10% en 1929. Véase Adolph C. Miller, «Responsibility for Federal Reserve Policies: 1927-1929,»
American Economic Review (septiembre, 1935).
[126] Ralph W. Robey, «The Capeadores of Wall Street,» Atlantic Monthly (septiembre, 1928).
[127] Las aceptaciones son vendidas por los deudores a los comerciantes de aceptaciones o a los «bancos de
aceptaciones», quienes a cambio venden sus letras a inversores finales (en este caso, el Sistema de la Reserva
Federal).
[128] De ahí que, el 30 de junio de 1927, más del 26% del total de aceptaciones bancarias pendientes estaban en
poder del sistema de Reserva Federal por su cuenta propia y otro 20% estaba en poder de la Fed por las cuentas
exteriores (de los bancos centrales extranjeros). Así, el 46% de todas las aceptaciones bancarias estaban en poder de
la Reserva Federal, y la misma proporción se mantuvo en junio de 1929. Véase Hardy, Credit Policies, p. 258.
[129] Véase de la Comisión de Dinero y Banca del Senado, Hearings On Operation of National and Federal
Reserve Banking Systems (Washington, D.C., 1931), Apéndice, Parte 6, p. 884.
[130] Véase Harris, Twenty Years, p. 324n.
[131] Cerca de la mitad de las aceptaciones del Sistema de la Reserva Federal estaban en poder de la Reserva
Federal de Nueva York; más importante, casi todas las compras de aceptaciones se hacían en el Banco de Nueva
York y luego se distribuían en proporciones definidas al resto de los bancos de reserva. Véase Clark, Central
Banking, p. 168.
[132] Véase el discurso de Warburg frente al Consejo Norteamericano de Aceptaciones del 19 de enero de 1923, en
Paul M. Warburg, The Federal Reserve System (Nueva York: Macmillan, 1930), vol. 2, p. 822. Por supuesto, Warburg
habría preferido un subsidio todavía mayor. Incluso la perceptiva advertencia de Warburg sobre la inflación en
desarrollo de marzo de 1929 se vio marcada por su crítica simultánea a la «incapacidad de desarrollar un mercado de
letras a lo largo de la nación». Commercial and Financial Chronicle (9 de marzo, 1929), pp. 1443-44; véase también
Harris, Twenty Years, p. 324.
[133] Véase Lester V. Chandler, Benjamin Strong, Central Banker (Washington, D.C.: Brookings Institution,
1958), p. 39 y passim. Fue solo por la insistencia de Warburg y de Henry Davison del J.P Morgan que Strong decidió
aceptar el puesto.
[134] Véase H. Parker Willis, «The Banking Problem in the United States,» en Willis y otros, Report of an Inquiry
into Contemporary Banking in the United States, pp. 1, 31-37.
[135] Véase A.S.J. Baster, «The International Acceptance Market,» American Economic Review (junio, 1937), p.
298.
[136] Véase Charles Cortez Abbott, The Nueva York Bond Market, 1920-1930 (Cambridge, Mass.: Harvard
University Press, 1937), pp. 124 y ss.
[137] Véase Hardy, Credit Policies, pp. 256-57. También Hearings, Operation of Banking Systems, Apéndice,
Parte C, pp. 852 y ss.
[138] La Fed también compró letras denominadas en libras esterlinas para ayudar a Gran Bretaña. Por ejemplo, 16
millones de dólares a finales de 1929 y 10 millones de dólares en el verano de 1927. Véase Hardy, Credit Policies, pp.
100 y ss.
[139] El auge de los préstamos a Alemania comenzó en 1924, con el «Préstamo Dawes», parte del Plan Dawes de
Reparación, con 110 millones de dólares de crédito concedido por un sindicato de bancos liderado por J.P. Morgan and
Company.
[140] Schacht visitó personalmente Nueva York a finales de 1925 para que los bancos siguieran este curso de
acción. Él mismo, Gilbert y algunos funcionarios del Tesoro alemán enviaron un mensaje a los bancos de Nueva York a
tono con la reclamación. El responsable de créditos del Chase National Bank obedeció la petición. Véase Anderson,
Economics and the Public Welfare, pp. 150 y ss. Véase también Garet Garrett, A Bubble That Broke the World
(Boston: Little, Brown, 1932), pp. 23-24, y Lionel Robbins, The Great Depression (Nueva York: Macmillan, 1934), p.
64.
[141] «En 1925, los agentes de catorce distintos bancos de inversión estaban en Alemania solicitando créditos para
los Estados y municipalidades alemanas». Anderson, Economics and the Public Welfare, p. 152. Véase también
Robert Sammons, «Capital Movements,» en Hal B. Lary and Associates, The United States in the World Economy
(Washington, D.C.: U.S. Government Printing Office, 1943), pp. 95-100; y Garrett, A Bubble That Broke the World,
pp. 20, 24.
[142] Véase Clark, Central Banking, p. 333. En 1924, la FRB había sugerido que las aceptaciones de crédito
norteamericanas financiaran la exportación de algodón a Alemania.
[143] Véase H. Parker Willis, The Theory and Practice of Central Banking (Nueva York: Harper and Bros.,
1936), pp. 210-12, 223.
[144] Hearings, Operation of Banking Systems, pp. 852 y ss.
[145] Clark, Central Banking, pp. 242-48, 376-78; Hardy, Credit Policies, p. 248.
[146] Hearings, Operation of Banking Systems, Apéndice, Parte 6, pp. 847, 922-23.
[147] Y sin embargo, no del todo no intencionada, ya que el gobernador Strong escribió en abril de 1922 que una de
las mayores razones para las compras en el mercado abierto era «establecer un nivel de tipos de interés (…) que
facilitaría el crédito internacional en este país (…) y facilitaría la mejora de los negocios». Benjamin Strong al
subsecretario del tesoro S. Parker Gilbert, 18 de abril, 1922. Chandler, Benjamin Strong, Central Banker, pp. 210-11.
[148] Harold L. Reed, Federal Reserve Policy, 1921-1930 (Nueva York: McGraw-Hill, 1930), pp. 20 y 14-41. El
gobernador Miller respaldó la posición al afirmar «que a pesar de que los precios se estaban moviendo hacia arriba,
también lo estaban haciendo la producción y el comercio, y tarde o temprano la producción le ganaría a la subida de los
precios». Ibíd., pp. 40-41.
[149] Véase Chandler, Benjamin Strong, Central Banker, pp. 222-33, esp. p. 233. Véase también Hardy, Credit
Policies, pp. 38-40; Anderson, Economics and the Public Welfare, pp. 82-85, 144-47.
[150] Véase H. Parker Willis, «What Caused the Panic of 1929?», en North American Review (1930), p. 178; y
Hardy, Credit Policies, p. 287. La exención impositiva a los títulos públicos también fomentó la compra por parte de
los bancos. Véase Esther Rogoff Taus, Central Banking Functions of the United States Treasury, 1789-1941
(Nueva York: Columbia University Press, 1943), pp. 182 y ss.
[151] Seymour E. Harris, Twenty Years of Federal Reserve Policy (Cambridge, Mass.: Harvard University Press,
1933), vol. 1, p. 94.
[152] Robert L. Sammons, «Capital Movements», en Hal B. Lary and Associates, The United States in the World
Economy (Washington, D.C.: Government Printing Office, 1943), p. 94.
[153] Véase Abraham Berglund, «The Tariff Act of 1922», en American Economic Review (marzo, 1923), pp. 14-
33.
[154] Véase Benjamin H. Beckhart, «The Basis of Money Market Funds», en Beckhart, et al., The New York
Money Market (Nueva York: Columbia University Press, 1931), vol. 2, p. 70.
[155] Frank W. Fetter, «Tariff Policy and Foreign Trade», en J.G. Smith, (ed.), Facing the Facts (Nueva York: G.P.
Putnam’s Sons, 1932), p. 83. Véase también George E. Putnam, «What Shall We Do About Depressions?», en
Journal of Business (abril, 1938), pp. 130-42; y Winthrop W. Aldrich, The Causes of the Present Depression and
Possible Remedies (Nueva York, 1933), pp. 7-8.
[156] Jacob Viner, «Political Aspects of International Finance», en Journal of Business (abril, 1928), p. 170. Véase
también Herbert Hoover, The Memoirs of Herbert Hoover (Nueva York: Macmillan, 1952), vol. 2, pp. 80-86.
[157] Jacob Viner, «Political Aspects of International Finance, Part II», en Journal of Business (julio, 1928), p. 359.
[158] Harris Gaylord Warren, Herbert Hoover and the Great Depression (Nueva York: Oxford University Press,
1959), p. 27.
[159] Como indicamos con anterioridad, un tercer motivo para la expansión del crédito de 1924 fue el de promover
una recuperación en la agricultura y el sector comercial después de una moderada recesión en 1923.
[160] Véase Lionel Robbins, The Great Depression (Nueva York: Macmillan, 1934), pp. 77-87; Sir William
Beveridge, Unemployment, A Problem of Industry (Londres: Macmillan, 1930), cap. 16; y Frederic Benham, British
Monetary Policy (Londres: P.S. King and Son, 1932).
[161] Lawrence E. Clark, Central Banking Under the Federal Reserve System (Nueva York: Macmillan, 1935),
pp. 310 y ss.
[162] Charles Rist, «Notice Biographique», en Revue d’Économie Politique (noviembre-diciembre, 1955), p. 1005.
[163] Lester V. Chandler, Benjamin Strong, Central Banker (Washington, D.C.: Brookings Institution, 1958), pp.
147-49.
[164] Sir Henry Clay, Lord Norman (Londres: Macmillan, 1957), pp. 140-41.
[165] El anterior secretario del tesoro, Oscar T. Crosby, atacó este crédito en su momento porque creaba un
precedente peligroso para los préstamos intergubernamentales. Commercial and Financial Chronicle (9 de mayo,
1925), pp. 2357 y ss.
[166] El crédito del Morgan fue, aparentemente, instigado por el propio Strong. Véase Chandler Benjamin Strong,
Central Banker, pp. 284 y ss., 308 y ss., 312 y ss. Las relaciones entre la Reserva de Nueva York y la Casa de
Morgan fueron muy cercanas durante este período. Strong había trabajado muy cerca de los intereses del Morgan
antes de obtener su puesto en la Reserva Federal. Es por ello significativo que «J.P. Morgan and Company había sido
el agente fiscal de los gobiernos extranjeros en este país y había cerrado ‘cercanos acuerdos de trabajo’ con el Banco
de Reserva de Nueva York». Clark, Central Banking Under the Federal Reserve System, p. 329. En particular, los
Morgan eran agentes del Banco de Inglaterra. Véase también Rist, «Notice Biographique». En su favor, sin embargo,
los Morgan habían rechazado seguir adelante con el esquema Strong-Norman para prestarle dinero al gobierno de
Bélgica de manera que empujara el tipo de cambio belga hacia una tasa sobrevaluada para, así, subsidiar las políticas
inflacionistas de Bélgica.
[167] Robbins, The Great Depression, p. 80.
[168] Strong a Mellon, 27 de mayo de 1924. Citado en Chandler, Benjamin Strong, Central Banker, pp. 283-84,
293 ss.
[169] Véase Benjamin H. Beckhart, «Federal Reserve Policy and the Money Market, 1923-1931», en The New
York Money Market, vol. 4, p. 45.
[170] Norman a Strong, 16 de octubre de 1924. Citado en Chandler, Benjamin Strong, Central Banker, p. 302.
[171] Norman a Hjalmar Schacht, 28 de diciembre, 1926. Citado en Clay, Lord Norman, p. 224.
[172] Melchior Palyi, «The Meaning of the Gold Standard», en Journal of Business (julio, 1941), pp. 300-01. Véase
también Aldrich, The Causes of the Present Depression and Possible Remedies, pp. 10-11.
[173] Palyi, «The Meaning of the Gold Standard», en p. 304; Charles O. Hardy, Credit Policies of the Federal
Reserve System (Washington, D.C.: Brookings Institution, 1932), pp. 113-17.
[174] «La facilidad con la que se puede instaurar el patrón oro-cambio, especialmente con dinero prestado, ha
llevado a muchas buenas naciones durante la década pasada a “estabilizar” (...) a una tasa muy elevada» H. Parker
Willis, «The Breakdown of the Gold Exchange Standard and its Financial Imperialism», en The Annalist (16 de
octubre, 1931), pp. 626 y ss. Sobre el patrón oro-cambio, véase también William Adams Brown, Jr., The International
Gold Standard Reinterpreted, 1914-1934 (Nueva York: National Bureau of Economic Research, 1940), vol. 2, pp.
732-49.
[175] William Adams Brown, Jr., The International Gold Standard Reinterpreted, 1914-1934 (Nueva York:
National Bureau of Economic Research, 1940), vol. 1, p. 355.
[176] Esto no es para respaldar el Plan Blackett, que también proponía un préstamo de oro por 100 millones de libras
a la India concedido por los gobiernos de Estados Unidos y Gran Bretaña. Véase Chandler, Benjamin Strong, Central
Banker, pp. 356 y ss.
[177] Véase Beckhart, «The Basis of Money Market Funds», p. 61.
[178] Entrada del 6 de febrero de 1928. Chandler, Benjamin Strong, Central Banker, pp. 379-80. Norman no
insistió con el control de la Liga de las Naciones, pero él y Strong se pusieron de acuerdo, en diciembre de 1927, en
financiar la estabilización de la lira italiana extendiendo conjuntamente un crédito de 75 millones de dólares al Banco de
Italia (30 millones del Banco de Nueva York), además de un crédito por 25 millones de dólares del Morgan y un crédito
similar otorgado por banqueros privados de Londres. El Comité de la Reserva Federal, así como el secretario Mellon,
aprobaron estos subsidios. Ibíd., p. 388.
[179] Véase Benjamin M. Anderson, Economics and the Public Welfare (Nueva York: D. Van Nostrand, 1949), p.
167.
[180] Durante el otoño de 1925, Norman también había reducido la tasa bancaria. En ese momento, Strong se había
mostrado crítico, y el boom de Estados Unidos también lo llevó a elevar los tipos de descuento en casa. Para
diciembre, la tasa bancaria de Gran Bretaña subió nuevamente hasta el nivel anterior.
[181] Muchas de estas libras se habían acumulado como resultado de la fuerte expansión crediticia inglesa de 1926.
[182] El Banco de Francia había adquirido esas libras en un intento por estabilizar el franco a una tasa de cambio
muy baja, pero sin declarar la convertibilidad en oro. El último paso se dio finalmente en junio de 1928.
[183] Rist, «Notice Biographique», pp. 1006 y ss.
[184] Véase Clark, Central Banking Under the Federal Reserve System, p. 315. El tributo que Paul Warburg le
rindió a Strong fue incluso más generoso. Warburg describió a Strong como un pionero en «juntar a los bancos
centrales en un grupo íntimo». Concluyó que «los miembros del Consejo Norteamericano de Aceptaciones lo
recordarían con mucha estima». Paul M. Warburg, The Federal Reserve System (Nueva York: Macmillan, 1930), vol.
2, p. 870.
En el otoño de 1926, uno de los banqueros más importantes de la época admitió que se seguirían negativas
consecuencias de la política de dinero fácil, pero dijo: «no podemos hacer nada contra eso. Es el precio que tenemos
que pagar para ayudar a Europa». H. Parker Willis, «The Failure of the Federal Reserve», en North American
Review (1929), p. 553.
[185] Véase Anderson, Economics and the Public Welfare, pp. 182-83; Beckhart, «Federal Reserve Policy and the
Money Market», pp. 67 y ss.; y Clark, Central Banking Under the Federal Reserve System, p. 314.
[186] O. Ernest Moore a Sir Arthur Salter, 25 de mayo, 1928. Citado en Chandler, Benjamin Strong, Central
Banker, pp. 280-81.
[187] Clark, Central Banking Under the Federal Reserve System, p. 198. Hemos visto que las facturas de libras
esterlinas fueron compradas en cantidades considerables en 1927 y 1929.
[188] Véase Harold L. Reed, Federal Reserve Policy, 1921-1930 (Nueva York: McGraw-Hill, 1930), p. 32.
[189] Clark señala que el crédito barato tuvo particular éxito en ayudar al sector financiero, a la banca de inversión y
a los intereses especulativos con los que Strong y sus asociados estaban estrechamente asociados. Clark, Central
Banking Under the Federal Reserve System, p. 344.
[190] Anderson (Economics and the Public Welfare) seguramente se equivoca cuando sugiere que el mercado
bursátil se había escapado a estas alturas, y que las autoridades ya no podían hacer nada más. Más vigor hubiera
logrado terminar con el boom ahí mismo.
[191] Véase Harris, Twenty Years of Federal Reserve Policy, vol. 2, pp. 436 y ss.; Charles Cortez Abbott, The
New York Bond Market, 1920-1930 (Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1937), pp. 117-30.
[192] Strong a Walter W. Stewart, 3 de agosto, 1928. Chandler, Benjamin Strong, Central Banker, pp. 459-65.
Para la perspectiva opuesta, véase Carl Snyder, Capitalism, the Creator (Nueva York: Macmillan, 1940), pp. 227-28.
El Dr. Stewart, debemos destacar, pasó rápidamente de ser el director de la División de Investigaciones del Sistema de
la Reserva Federal a un puesto como Asesor Económico del Banco de Inglaterra algunos años después; puesto desde
el cual le escribió a Strong advirtiéndole sobre las excesivas restricciones sobre el crédito bancario norteamericano.
[193] Véase Review of Economic Statistics, p. 13.
[194] El mercado inmobiliario es otro gran mercado en donde se intercambian títulos sobre el capital. Acerca del
boom inmobiliario de los años ‘20, véase Homer Hoyt, «The Effect of Cyclical Fluctuations upon Real Estate
Finance», en Journal of Finance (abril, 1947), p. 57.
[195] De manera significativa, el principal especulador al alza de la época, William C. Durant, quien fracasó
estrepitosamente durante el colapso, elogiaba a Coolidge y a Mellon por ser los espíritus líderes del programa de dinero
barato. Commercial and Financial Chronicle (20 de abril, 1929), pp. 2557 y ss.
[196] Hoover, The Memoirs of Herbert Hoover, vol. 2, pp. 16 y ss.
[197] Véase Joseph Stagg Lawrence, Wall Street and Washington (Princeton, N.J.: Princeton University Press,
1929), pp. 7 y ss., y passim.
[198] Véase Irving Fisher, The Stock Market Crash-And After (Nueva York: Macmillan, 1930), pp. 37 y ss.
[199] «La política de la «persuasión moral» se inauguró luego de una visita de Montagu Norman a este país».
Beckhart, «Federal Reserve Policy and the Money Market», p. 127.
[200] Ibíd., pp. 142 y ss.
[201] A. Wilfred May, «Inflation in Securities», en H. Parker Willis y John M. Chapman, (eds.), The Economics of
Inflation (Nueva York: Columbia University Press, 1935), pp. 292-93. Véase también Charles O. Hardy, Credit
Policies of the Federal Reserve System (Washington, D.C.: Brookings Institution, 1932), pp. 124-77; y Oskar
Morgenstern «Developments in the Federal Reserve System», en Harvard Business Review (octubre, 1930), pp. 2-3.
[202] Para una excelente discusión acerca de la Reserva Federal, y acerca de su eliminación y los controles
naturales a la inflación de los bancos comerciales, véase Ralph W. Robey, «The Progress of Inflation and “Freezing”
of Assets in the National Banks», en The Annalist (27 de febrero de 1931), pp. 427-29. Véase también C.A. Phillips,
T.F. McManus, y R.W. Nelson, Banking and the Business Cycle (Nueva York: Macmillan, 1937), pp. 140-42; y C.
Reinold Noyes, «The Gold Inflation in the United States», en American Economic Review (junio, 1930), pp. 191-97.
[203] El aspecto cualitativo del crédito es importante puesto que los créditos bancarios deben hacerse a los
negocios, y no al gobierno o a los consumidores, para poner en marcha el ciclo económico.
[204] El índice de precios al consumidor del National Industrial Conference Board (NICB) subió de 102,3 (1923 =
100) en 1921 a 104,3 en 1926 y luego cayó a 100,1 en 1929. El índice de precios de la Oficina de Estadísticas
Laborales, cayó de 127,7 (1935-1939 = 100) en 1921 a 122,5 en 1929. Historical Statistics of the U.S., 1789-1945
(Washington, D.C.: U.S. Department of Commerce, 1949), pp. 226-36, 344.
[205] C.A. Phillips, T.F. McManus, y R.W. Nelson, Banking and the Business Cycle (Nueva York: Macmillan,
1937), pp. 176 y ss.
[206] Lester V. Chandler, Benjamin Strong, Central Banker (Washington, D.C.: Brookings Institutions, 1958), p.
312. En su perspectiva, por supuesto, Strong era respaldado por Montagu Norman, ibíd., p. 315.
[207] Véase también ibíd., pp. 199 y ss. Charles Rist recuerda que, en sus conversaciones privadas «Strong estaba
convencido de que era capaz de fijar el nivel de precios a través de sus políticas de crédito e interés». Charles Rist,
«Notice Biographique», en Revue d’Èconomie Politique (noviembre-diciembre, 1955), p. 1029.
[208] De ahí que Strong superara su anterior escepticismo respecto a cualquier mandato legislativo acerca de la
estabilización de los precios. Antes de esto, había preferido dejar el tema estrictamente a la discreción de la Fed.
Véase Chandler, Benjamin Strong, Central Banker, pp. 202 y ss.
[209] Véase Irving Fisher, ibíd., pp. 170-71. Commons escribió sobre el gobernador Strong: «lo admiraba tanto por su
apertura en su ayuda con la redacción de la ley como por su decisión de acompañar a sus colegas».
[210] Véase el panegírico de Fisher sobre Snyder, Stabilized Money, pp. 64-67; y Carl Snyder, «The Stabilization of
Gold: A Plan», en American Economic Review (junio de 1923), pp. 276-85; idem, Capitalism the Creator (Nueva
York: Macmillan, 1940), pp. 226-28.
[211] D.H. Robertson, «The Trade Cycle», en Encyclopaedia Britannica, 14.ª ed. (1929), vol. 22, p. 354.
[212] D.H. Robertson, «How Do We Want Gold to Behave?», en The International Gold Problem (Londres:
Humphrey Milford, 1932), p. 45; citado en Phillips, et al., Banking and the Business Cycle, pp. 186-87.
[213] Ralph O. Hawtrey, The Art of Central Banking (Londres: Longmans, Green, 1932), p. 300.
[214] Un líder del movimiento de estabilización, Norman Lombard, también destacó los supuestos logros de Strong:
«Al aplicar los principios expuestos en este libro (…) él (Strong) mantuvo en los Estados Unidos un nivel relativamente
estable de precios y una situación favorable para el bienestar económico generalizado desde 1922 a 1928». Norman
Lombard, Monetary Statesmanship (Nueva York: Harpes, 1934), p. 32n. Sobre la influencia de las ideas acerca de la
estabilización del nivel de precios en la política de la Reserva Federal véase también David Friedman, «Study of Price
Theories Behind Federal Reserve Credit Policy, 1921-1929» (Tesis de Máster sin publicar, Columbia University, 1938).
[215] Fisher, Stabilized Money, p. 282. Nuestros registros relativos al crecimiento del movimiento del dinero estable
se basan en gran parte en el trabajo de Fisher.
[216] Mientras que Hawtrey era la inspiración principal de las resoluciones, las criticó por ser demasiado tibias.
[217] Véase Paul Einzig, Montagu Norman (London: Kegan Paul, 1932), pp. 67, 78.
[218] Sir Henry Clay, Lord Norman (Londres: Macmillan, 1957), p. 138.
[219] Citado en Joseph Stagg Lawrence, Wall Street and Washington (Princeton, N.J.: Princeton University Press,
1929), pp. 437-43.
[220] Commercial and Financial Chronicle (abril, 1929), pp. 2204-06. Véase también Beckhart, «Federal Reserve
Policy and the Money Market», en Beckhart et al., The New York Money Market (Nueva York: Columbia University
Press, 1931), vol. 2, pp. 99 y ss.
[221] Véase Joseph Dorfman, The Economic Mind in American Civilization (Nueva York: Viking Press, 1959),
vol. 4, p. 178.
[222] Seymour Harris, Twenty Years of Federal Reserve Policy (Cambridge, Mass.: Harvard University Press,
1933), vol. 1, 192 y ss., y Aldrich, The Causes of the Present Depression and Possible Remedies (Nueva York,
1933), pp. 20-21.
[223] Una apreciación de la importancia de este hecho para la historia monetaria de los Estados Unidos puede verse
en Vera C. Smith, The Rationale of Central Banking (Londres: P.S. King and Son 1936).
[224] Extractos de su discurso de aceptación el 11 de agosto y de su discurso de campaña en Des Moines el 4 de
octubre. Para un recuento total de los discursos de Hoover y de su programa anti-depresión, véase William Starr
Myers y Walter H. Newton, The Hoover Administration (Nueva York: Scholarly Press, 1936), parte uno. William
Starr Myers, (ed.), The State Papers of Herbert Hoover, (Nueva York: Macmillan, 1937), vol. 3.
[225] Véase Joseph Dorfman, The Economic Mind in American Civilization (Nueva York: Viking Press, 1959),
vol. 14, p. 27.
[226] Hoover, Memoirs, vol. 2, p. 29. La evasiva retórica de Hoover era típica: «Yo insistí en que estas mejoras
pudieran implementarse sin control gubernamental, pero el gobierno debe cooperar mediante la investigación, el
liderazgo intelectual (sic), y las prohibiciones frente al abuso de poder».
[227] Véase Arthur Schlesinger, Jr., The Crisis Old Order, 1919-1933 (Boston: Houghton Miffin, 1957), pp. 81 y
ss.; Harris Gaylord Warren, Herbert Hoover and the Great Depression (Nueva York: Oxford University Press,
1959), pp. 24 y ss.
[228] Hoover recuerda que la «extrema derecha» estaba en contra de esas propuestas y, comprensiblemente y de
manera notable, la Cámara de Comercio de Boston. Véase también Eugene Lyons, Our Unknown ExPresident (New
York: Doubleday, 1948, pp. 213-14.
[229] Hoover a Wesley Mitchell, 29 de julio de 1921. Lucy Sprague Mitchell, Two Lives (Nueva York: Simon and
Schuster, 1953), p. 364.
[230] Warren, Herbert Hoover and the Great Depression, p. 26.
[231] Véase Hoover, Memoirs, vol. 2; Warren, Herbert Hoover and the Great Depression; y Lloyd M. Graves,
The Great Depression and Beyond (Nueva York: Brookmire Economic Service, 1932), p. 84.
[232] Hoover, Memoirs, vol. 2, pp. 41-42.
[233] Véase Joseph H. McMullen, «The President’s Unemployment Conference of 1921 and its Results» (Tesis
doctoral no publicada, Columbia University, 1922), p. 33.
[234] Véase Graves, The Great Depression and Beyond.
[235] Véase E. Jay Howenstine, Jr., «Public Works Policy in the Twenties», en Social Research (diciembre, 1946),
pp. 479-500.
[236] Véase Lyons, Our Unknown Ex-President, p. 230.
[237] En realidad, la obra pública solo prolonga la depresión, agrava las malas inversiones e intensifica la escasez de
ahorros al despilfarrar más capital. Además, también prolonga el desempleo ya que eleva los salarios. Véase Mises,
Human Action (New Haven, Conn.: Yale University Press, 1949), pp. 792-94.
[238] El pago de salarios de caridad (charity wages), tan altos como los salarios de mercado, comenzó en la
depresión de 1893; la obra pública como remedio para la depresión empezó a nivel municipal en la recesión de 1914-
1915. El secretario del Comité del Desempleo de Nueva York del Alcalde John Purroy Mitchell clamó por la obra
pública en 1916 mientras que Nathan J. Stone, estadístico jefe del Comité de Tarifas de los Estados Unidos exhortó a
la creación de una reserva para la obra pública nacional y el desempleo en 1915. Inmediatamente después de la
guerra, el gobernador de Nueva York, Alfred E. Smith, y Frank O. Lowden, gobernador de Illinois, instaron al
lanzamiento de un programa nacional de estabilización de la obra pública. Véase Raphael Margolin, «Public Works as
a Remedy for Unemployment in the United States» (tesis de máster sin publicación, Universidad de Columbia, 1928).
[239] McMullen, «The President’s Unemployment Conference of 1921 and its Results», p. 16.
[240] Pennsylvania había establecido el primer programa de estabilización y obra pública en 1917, inspirado en gran
parte en Mallery; pero luego fue rechazado. Mallery también había sido designado jefe de la nueva División de
Desarrollo de la Obra Pública por los Estados y las Ciudades Durante el Período de Transición, durante la presidencia
de Wilson. Véase Dorfman, The Economic Mind in American Civilization, vol. 4, p. 7.
[241] Véase John B. Andrews, «The President’s Unemployment Conference- Success or Failure?», en American
Labor Legislation Review (diciembre, 1921), pp. 307-10. Y también «Unemployment Survey», en ibíd, pp. 211-12.
[242] American Labor Legislation Review (marzo de 1922), p. 79. Otros oficiales de la AALL fueron Jane
Addams, Thomas L. Chadbourne, el profesor John R. Commons, el profesor Irving Fisher, Adolph Lewisohn, Lillian
Wald, Felix M. Warburg, Woodrow Wilson, y Rabbi Stephen S. Wise.
[243] Lyons, Our Unknown ExPresident, p. 230.
[244] El Consejo Norteamericano de la Construcción (ACC, por sus siglas en inglés) fue creado en respuesta a la
alicaída situación de la construcción en Nueva York por el estado y las autoridades federales durante la depresión de
1920-21. Los gobiernos acusaron a la industria de «fijación de precios» y de tener «excesivas ganancias». Juntos,
Hoover y Roosevelt formaron el consejo en verano de 1922 para estabilizar y organizar la industria. El objetivo era
«cartelizar» la construcción, imponer diversos códigos de operaciones y de «ética» y planificar la totalidad de la
industria. Franklin Roosevelt, como Presidente del Consejo, aprovechó varias oportunidades para denunciar la
búsqueda de beneficios y el fuerte individualismo. Los «códigos de prácticas limpias» fueron ideados por Hoover.
Véase Daniel R. Fusfeld, The Economic Thought of Franklin D. Roosevelt and the Origins of the New Deal
(Nueva York: Columbia University Press, 1956), pp. 102 y ss.
[245] Wesley C. Mitchell, «Unemployment and Business Fluctuations», en American Labor Legislation Review
(marzo, 1923), pp. 15-22.
[246] Los siguientes economistas, empresarios y demás líderes habían servido, hasta ese entonces, como oficiales de
la American Association for Labor Legislation, además de aquellos nombrados más arriba: Ray Stannard Baker,
Bernard M. Baruch, Mrs. Mary Beard, Joseph P. Chamberlain, Morris Llewellyn Cooke, Fred C. Croxton, Paul H.
Douglas, Morris L. Ernst, Herbert Feis, S. Fels, Walton H. Hamilton, William Hard, Ernest M. Hopkins, Royal W.
Meeker, Broadus Mitchell, William F. Ogburn, Thomas I. Parkinson, Mrs. George D. Pratt, Roscoe Pound, Mrs.
Raymond Robins, Julius Rosenwald, John A. Ryan, Nahum I. Stone, Gerard Swope, Mrs. Frank A. Vanderlip, Joseph
H. Willits, y John G. Winant.
[247] Ralph Owen Brewster, «Footprints on the Road to Plenty-A Three Billion Dollar Fund to Stabilize Business»,
en Commercial and Financial Chronicle (28 de noviembre de 1928), p. 2527.
[248] El plan Foster-Catching demandó un programa organizado de obras públicas por 3 mil millones de dólares, de
manera de suavizar el ciclo económico y estabilizar el nivel de precios. La iniciativa individual, decidieron los autores,
puede estar muy bien, pero en una situación de este tipo «debemos tener liderazgo colectivo». William T. Foster y
Waddil Catchings, The Road To Plenty (Boston: Houghton Mifflin, 1928), p. 187. Una crítica brillante de las teorías
subconsumistas de Foster y Catchings puede encontrarse en F.A. Hayek, «The “Paradox” of Savings», en Profit,
Interest, and Investment (Londres: Routledge and Kegan Paul, 1939), pp. 199-263.
[249] Véase Dorfman, The Economic Mind in American Civilization, vol. 4, pp. 349-50.
[250] Véase «Hoover’s Plan to Keep the Dinner-Pail Full», en Literary Digest (8 de diciembre de 1928), pp. 5-7.
[251] William T. Foster y Waddill Catchings, «Mr. Hoover’s Plan —What It Is and What It Is Not— The New
Attack on Poverty», en Review of Reviews (abril, 1929), pp. 77-78. Un informe laudatorio de las perspectivas en favor
de la obra pública sostenidas por Hoover en los años 20, escrito por un oficial de la AALL, véase George H. Trafton,
«Hoover and Unemployment», en American Labor Legislation Review (septiembre, 1929), pp. 267 y ss.; e ídem,
«Hoover’s Unemployment Policy», en American Labor Legislation Review (diciembre, 1929), pp. 373 y ss.
[252] Irving Bernstein, The Lean Years: A History of the American Worker, 1920-1933 (Boston: Houghton
Mifflin, 1960), p. 147. En 1909, Hoover describía a los sindicatos como los «correspondientes antídotos para las
organizaciones ilimitadamente capitalistas», ibíd., p. 250.
[253] Warren, Herbert Hoover and the Great Depression, p. 28.
[254] Lyons, Our Unknown Ex-President, p. 231.
[255] Véase Marshall Olds, Analysis of the Interchurch World Movement Report on the Steel Strike (Nueva
York: G.P. Putnam and Sons, 1922), pp. 417 y ss.
[256] Lyons, Our Unknown Ex-President, p. 231.
[257] También fue ignorado el hecho de que los salarios eran parte de la discusión, así como el horario. Los
trabajadores querían trabajar menos horas pero con un «salario que permita vivir» o, como lo puso el Inquiry Report,
«un salario de confort mínimo»; en resumen, querían mayores salarios por hora. Véase Samuel Yellen, American
Labor Struggles (Nueva York: S.A. Russell, 1956), pp. 255 y ss.
[258] Sobre el episodio de la jornada de doce horas, véase Frederick W. MacKenzie, «Steel Abandons the 12-Hour
Day», en American Labor Legislation Review (septiembre, 1923), pp. 179 y ss.; Hoover, Memoirs, vol. 2, pp. 103-
04; and Robert M. Miller, «American Protestantism and the Twelve-Hour Day,» Southwestern Social Science
Quarterly (septiembre, 1956), pp. 137-48. En el mismo año, el gobernador Pinchot de Pennsylvania, forzó a las minas
de carbón del Estado a adoptar la jornada de ocho horas.
[259] Para una mirada desde el lado de los sindicatos, véase Donald R. Richberg, Labor Union Monopoly
(Chicago: Henry Regnery, 1957), pp. 3-28; véase también Hoover, Memoirs, vol. 2.
[260] Véase McMullen, «The President’s Unemployment Conference of 1921 and its Results», p. 17.
[261] Hoover, Memoirs, vol. 2, p. 108.
[262] Uno de estos industriales era el mismísimo Charles M. Schwab, director de Bethlehem Steel, quien había
luchado amargamente contra Hoover durante la disputa por la jornada de ocho horas. De aquí que, a principios de
1929, Schwab opinara que el modo de mantener la prosperidad era «pagarle al trabajador los salarios más altos
posibles». Commercial and Financial Chronicle 128 (5 de enero de 1929), p. 23.
[263] National Industrial Conference Board, Salary and Wage Policy in the Depression (Nueva York: Conference
Board, 1932), p. 3; Leo Wolman, Wages in Relation to Economic Recovery (Chicago: University of Chicago Press,
1931), p. 1.
[264] Committee on Recent Economic Changes, Recent Economic Changes in the United States (Nueva York:
McGraw-Hill, 1929), vol. 1, p. xi.
[265] Committee on Recent Economic Changes, Recent Economic Changes in the United States, (Nueva York:
McGraw-Hill, 1929), vol. 2; Henry Dennison, «Management», p. 523.
[266] Otro importante anticipo de la posterior Ley Nacional de Recuperación (NRA, por sus siglas en inglés) fue el
uso de Hoover del Departamento de Comercio durante los años ‘20 para ayudar a que las asociaciones comerciales
crearan «códigos», respaldados por la Comisión Federal de Comercio (FTC, por sus siglas en inglés), de manera de
eliminar la competencia bajo el emblema de eliminar las prácticas comerciales «injustas».
[267] Hoover, Memoirs of Herbert Hoover (Nueva York: MacMillan, 1937), vol. 3, pp. 29 y ss. En aras de
simplificar, todas las citas y referencias están basadas en las Memoirs, The Hoover Administration de Myers y
Newton, The Hoover Policies de Wilbur y Hyde, o The State Papers of Herbert Hoover, de Herbert Hoover, y no
serán referenciadas de aquí en adelante.
[268] Irving Bernstein, The Lean Years: A History of the American Worker, 1920-1933, (Boston: Houghton
Mifflin, 1960), p. 253.
[269] Además de las fuentes citadas sobre las conferencias de Hoover, véase: Robert P. Lamont. «The White
House Conferences», en The Journal of Business (julio, 1930), p. 269.
[270] The American Federationist 37 (marzo, 1930), p. 344.
[271] J.M. Clark, «Public Works and Unemployment», en American Economic Review, Papers and Proceedings
(mayo, 1930), pp. 15 y ss.
[272] Véase Theodore Saloutos y John D. Hicks, Agricultural Discontents in the Middle West, 1900-1939
(Madison: University of Wisconsin Press, 1951), pp. 321-48; y Murray R. Benedict, Farm Policies of the United
States, 1790-1950 (Nueva York: Twentieth Century Fund, 1953), pp. 145-75, para información sobre el bloque
agrícola y los programas agrícolas de la década del ‘20 y durante la depresión. Véase también Alice M. Christensen,
«Agricultural Pressure and Governmental Response in the United States, 1919-1929», en Agricultural History 11
(1937), pp. 33-42; y V.N. Valgren, «The Agricultural Credits Act of 1923», en American Economic Review
(septiembre, 1923), pp. 442-60.
[273] Parte de la presión para este ataque hacia los productores de carne vino de los empresarios minoristas,
quienes elevaron el grito harto conocido de la «competencia desleal» contra sus eficientes rivales. Véase Benedict,
Farm Policies of the United States, 1790-1950, p. 150n. Para instancias similares, véase Charles F. Phillips,
Competition? Yes But... (Irvington-on-Hudson, N.Y.: Foundation for Economic Education, 1955).
[274] El presidente Wilson había suspendido y luego vetado en vano la renovación de la WFC por orden del
Secretario del Tesoro David Houston, quien tenía una oposición de principios a que hubiera cualquier tipo de
continuación de la intervención de la época de guerra en la economía en tiempos de paz. Incluso después de que el
Congreso superara el veto, Houston consiguió mantener un férreo control de las actividades de la WFC. Cuando
Harding asumió como presidente, volvió a designar a Eugene Mayer como cabeza de la WFC y, bajo la inspiración de
Mayer, apoyó la expansión posterior. Véase Gerald D. Nash, «Herbert Hoover and the Origins of the RFC», en
Mississippi Valley Historical Review (diciembre, 1959), pp. 459-60.
[275] Joseph Dorfman, The Economic Mind in American Civilization (Nueva York: Viking Press, 1959), vol. 4, p.
40.
[276] Véase James H. Shideler, Farm Crisis 1919-1923 (Berkeley: University of California Press, 1957), pp. 50-
51, 55-56.
[277] Podrá sorprender a muchos saber que gran parte de la campaña del cartel no vino de parte de los productores
de algodón. Vino de parte de los comerciantes y los banqueros que tenían grandes inventarios de algodón entre sus
posesiones y que no sufrirían las reducciones de superficie. Ibíd., p. 85.
[278] La Federación de la Oficina Rural de Iowa resolvió presentar, en junio de 1922, el caso a favor de la reducción
de la superficie cultivada de maíz frente a sus miembros, pero agregaron que «confiamos en que cada granjero ajuste
su superficie de acuerdo a su propio juicio.» Ibíd., p. 87.
[279] Véase Benedict, Farm Policies of the United States 1790-1950, pp. 186n. y 194 y ss.
[280] En 1924, Gray Silver, un poderoso lobista rural de Washington, intentó crear una nueva cooperativa nacional de
granos al establecer la Compañía de Comercio de Granos (GMC, por sus siglas en inglés). La GMC tenía por objetivo
convertirse en un holding de las firmas comercializadoras privadas más importantes, pero los productores no apoyaron
el plan y la compañía murió al cabo de un año.
[281] Véase Shideler, Farm Crisis 1919-1923, p. 21.
[282] En 1924, además de Peek, Johnson, los dos Henry Wallace —padre e hijo— y Bernard Baruch, también
apoyaban el proyecto McNary-Haugen la Asociación Agrícola de Illinois, la mayoría de los journals del agro
occidental, la Federación de la Oficina Agrícola Norteamericana, la Granja Nacional, el Comité Nacional de
Organizaciones Agrícolas, la Asociación de Productores Norteamericanos de Trigo y el prominente banquero Otto H.
Kahn.
[283] Véase: Saloutos and Hicks, Agricultural Discontents in the Middle West, 1900-1939, pp. 286-91; y John D.
Black, Agricultural Reform in the United States (Nueva York: McGraw-Hill, 1929), pp. 337, 351 y ss.
[284] Detrás del escenario, Bernard Baruch también venía abogando que el Comité Federal Agrícola elevara los
precios de los productos agrícolas al organizar la agricultura bajo la tutela del gobierno, comenzando por el algodón y el
trigo. También se mostró activo al urgir una Comisión de Agricultura, establecida conjuntamente por la Cámara de
Comercio y por el Comité Ejecutivo Industrial Nacional. La Comisión estaba segura de que el «laissez-faire es cosa
del pasado». Véase Dorfman, The Economic Mind in American Civilization, vol. 4, pp. 79-80.
[285] «Hoover eligió al directorio a partir de una lista de hombres propuesta por las organizaciones agrícolas, como
lo requirió la administración». Véase Edgar E. Robinson, «The Hoover Leadership, 1929-1933» (manuscrito sin
publicación), pp. 128 y ss. Después del primer año en funciones, Legge se retiró y Stone se convirtió en director.
Teague y McKelvie fueron reemplazados por dos altos oficiales de la Federación Norteamericana de la Oficina
Agrícola, Frank Evans y el agresivo Sam H. Thompson.
[286] Esta pasó a ser una pregunta permanente para las personas sensatas, y todavía no hay signos de que alguien
quiera responderla. Desde el punto de vista del público en general, por supuesto, estas políticas son contradictorias e
irracionales. Pero desde el punto de vista de la burocracia estatal, ambas medidas incrementan su poder e inflan sus
números.
[287] El FFB forzó al Comité de Comercio de Chicago a prohibir la venta por parte de gobiernos extranjeros, como
el de Rusia.
[288] Harris Gaylord Warren, Herbert Hoover and the Great Depression (Nueva York: Oxford University Press,
1959), p. 175.
[289] A su favor, algunas organizaciones se opusieron amargamente al FFB durante esos años. Entre estas se
encontraban la Unión de Granjeros de Nebraska, que acusó al FFB de ser una gran burocracia explotadora, el Comité
del Cinturón de Maíz y la Oficina Agrícola de Minnesota.
[290] Murray R. Benedict y Oscar C. Stine, The Agricultural Commodity Programs (Nueva York: Twentieth
Century Fund, 1956), pp. 235-36.
[291] A finales de 1931, el secretario de agricultura Hyde proponía reemplazar nuestra tradicional agricultura «no
planificada» por un programa de compras gubernamentales y reforestación de tierras submarginales. «Hyde, sin
embargo, había rechazado por su incompatibilidad con la libertad de los Estados Unidos la propuesta del senador
Arthur H. Vandenberg (R., Michigan) de forzar a los granjeros a recortar su producción». Gilbert N. Fite, «Farmer
Opinion and the Agricultural Adjustment Act, 1933», en Mississippi Valley Historical Review (marzo, 1962), p. 663.
[292] También hubo «huelgas lecheras» en algunas áreas, con camiones lecheros que eran frenados en las rutas y a
los que se obligaba a tirar su cargamento. En 1932, Wisconsin y California fueron los primeros Estados en establecer
controles lecheros; es decir, la cartelización obligatoria a nivel estatal. Véase Benedict y Stine, The Agricultural
Commodity Programs, p. 444.
[293] Véase Fred A. Shannon, American Farmers’ Movements (Princeton, N.J.: D. Van Nostrand, 1957), pp. 88-
91, 178-82.
[294] Benjamin M. Anderson, Economics and the Public Welfare (Nueva York: D. Van Nostrand, 1949), pp. 222-
23.
[295] La Reserva Federal de Nueva York también continuó liderando la colaboración con los bancos centrales
extranjeros, incluso en contra de los deseos de la administración. De ahí que el Banco de Pagos Internacionales, una
suerte de banco central de bancos centrales internacional, instigado por Montagu Norman, tratara al Banco de Nueva
York como si fuera el Banco Central de los Estados Unidos. El jefe del primer comité organizado por el BIS (por sus
siglas en inglés) fue Jackson E. Reynolds, director de la Reserva Federal de Nueva York, y su primer presidente fue
Gates W. McGarrah, quien renunció como gobernador del Banco de Reserva de Nueva York en febrero del año ‘30
para asumir el cargo. J.P. Morgan and Company fue el principal capitalista norteamericano del nuevo Banco. En
noviembre, el Gobernador Harrison realizó un «viaje de negocios de rutina» al extranjero para encontrarse con otros
banqueros centrales y discutir préstamos a gobiernos extranjeros. En 1931, la Fed de Nueva York concedió créditos al
BID. Sin embargo, no había hasta el momento ninguna sanción legislativa que avalara nuestra participación en el
Banco.
[296] Business Week (22 de octubre de 1930). El Dr. Virgil Jordan era el economista en jefe de Business Week,
entonces, como ahora, un líder de la opinión empresarial «iluminada».
[297] Herbert Hoover, Memoirs of Herbert Hoover (Nueva York: Macmillan, 1952), vol. 2, pp. 291 y ss. Véase
John H. Fahey, «Tariff Barriers and Business Depressions», en Proceedings of the Academy of Political Science
(junio, 1931), pp. 41y ss.
[298] Véase Frank W. Taussig, «The Tariff Act of 1930», en Quarterly Journal of Economics (noviembre, 1930),
pp. 1-21; e ídem, «The Tariff, 1929-1930», en Quarterly Journal of Economics (febrero, 1930), pp. 175-204.
[299] Robert A. Divine, American Immigration Policy, 1924-1952 (New Haven, Conn.: Yale University Press,
1957), p. 78.
[300] El movimiento de sindicatos de trabajadores aplaudió el programa, con William Green demandando al
Congreso que concediese más poder a la patrulla fronteriza para que mantuviera fuera a los inmigrantes. En California
se golpeó y disparó a las manos de los trabajadores filipinos como forma de evitar que trabajasen en los valles
agrícolas. Irving Bernstein, The Lean Years: A History of the American Worker, 1920-1933 (Boston: Houghton
Mifflin, 1960), p. 305.
[301] En el mismo mes, octubre, sin embargo, el asistente de Hoover, Edward Eyre Hunt, escribiéndole al coronel
Woods, fue crítico de cualquier reducción salarial ya ocurrida. Berstein, The Lean Years: A history of The American
Worker, 1920-1933, p. 259.
[302] La máxima contribución de Bernard fue la insistencia en la superioridad del término «empleo» en lugar de
«desempleo» en el nombre de la organización. Ibíd., pp. 302-03.
[303] El interés de Hoover por las represas estatales no comenzó de ninguna manera con la depresión, ya que en
diciembre de 1928 lazó orgullosamente la represa Boulder. Que las empresas con fines de lucro no son siempre
campeonas del mercado libre queda demostrado con la aprobación de la represa por parte de las compañías de
servicios públicos como la Southern California Edison Company, que esperaba beneficiarse con la compra de energía
barata, subsidiada por el gobierno. Además, las empresas privadas de energía consideraban que el proyecto era
riesgoso y que enfrentaba graves dificultades ingenieriles, con lo que estaban felices de que los contribuyentes
asumieran el riesgo.
Por otro lado, debe admitirse que Hoover se resistió obstinadamente a los intentos del Congreso durante 1931 y
1932 para embarcarse en un proyecto de producción socializada de energía en la Muscle Shoals, un proyecto que
encontró la firme oposición de las compañías privadas de energía y que luego se fue agrandado por el New Deal y se
convirtió en la Tenessee Valley Authority (TVA). Véase Harris Gaylord Warren, Herbert Hoover and the Great
Depression (Nueva York: Oxford University Press, 1959), pp. 64, 77-80.
[304] Commercial and Financial Chronicle 131 (2 de agosto, 1930), pp. 690-91.
[305] Joseph Stagg Lawrence, «The Attack on Thrift», en Journal of the American Bankers’ Association (enero,
1931), pp. 597 y ss.
[306] Commercial and Financial Chronicle 132 (17 de enero, 1931), pp. 428-29.
[307] Véase U.S. Senate, Committee on Banking and Currency, History of the Employment Stabilization Act of
1931 (Washington, D.C.: U.S. Government Printing Office, 1945); Joseph E. Reeve, Monetary Reform Movements
(Washington, D.C.: American Council on Public Affairs, 1943), pp. 1 y ss.; Senado de los EE.UU., Comisión Judicial,
71.º Congreso, 2.ª Sesión, Hearings on S. 3059 (Washington, D.C., 1930).
[308] Los economistas y otros profesionales que firmaron estas peticiones fueron:
Edith Abbott; Asher Achinstein; Emily Green Balch; Bruce Bliven; Sophinisba P. Breckenridge; Paul F.
Brissenden; William Adams Brown; Jr.; Edward C. Carter; Ralph Cassady; Jr.; Waddill Catchings; Zechariah Chafee;
Jr.; Joseph P. Chamberlain; John Bates Clark; John Maurice Clark; Victor S. Clark; Joanna C. Colcord; John R.
Commons; Morris L. Cooke; Morris A. Copeland; Malcolm Cowley; Donald Cowling; Jerome Davis; Davis F.
Dewey; Paul H. Douglas; Stephen P. Duggan; Seba Eldridge; Henry Pratt Fairchild; John M. Ferguson; Frank A.
Fetter; Harry A. Millis; Broadus Mitchell; Harold G. Moulton; Paul M. O’Leary; Thomas I. Parkinson; S. Howard
Patterson; Harold L. Reed; Father John A. Ryan; Francis B. Sayre; G.T. Schwenning; Henry R. Seager; Thorsten
Sellin; Mary K. Simkhovitch; Nahum I. Stone; Frank Tannenbaum; Frank W. Taussig; Ordway Tead; Willard Thorp;
Mary Van Kleeck; Oswald G. Villard; Lillian Wald; J.P. Warbasse; Colston E. Warne; Gordon S. Watkins; William O.
Weyforth; Joseph H. Willits; Chase Going Woodhouse; Matthew Woll; Edward A. Filene; Irving Fisher; Elisha M.
Friedman; A. Anton Friedrich; S. Colum Gilfillan; Meredith B. Givens; Carter Goodrich; Henry F. Grady; Robert L.
Hale; Walton Hamilton; Mason B. Hammond; Charles O. Hardy; Sidney Hillman; Arthur N. Holcombe; Paul T.
Homan; B.W. Huebsch; Alvin S. Johnson; H.V. Kaltenborn; Edwin W. Kemmerer; Willford I. King; Alfred Knopf;
Hazel Kyrk; Harry W. Laidler; Corliss Lamont; Kenneth S. Latourette; William Leiserson; J.E. LeRossignol; Roswell
C. McCrea; y Otto Tod Mallery.
Otros que también estuvieron involucrados en la campaña, por ser miembros u oficiales de la Asociación
Norteamericana de Legislación Laboral durante el período, fueron los siguientes economistas e intelectuales:
Harold M. Groves; Luther Gulick; Mrs. Thomas W. Lamont; Eduard C. Lindeman; William N. Loucks; Wesley C.
Mitchell; Jessica Peixotto; Donald Richberg; Bernard L. Shientag; Sumner H. Slichter; Edwin S. Smith; George Soule;
William F. Willoughby; Edwin E. Witte; Willard E. Atkins; C.C. Burlingham; Stuart Chase; Dorothy W. Douglas;
Richard T. Ely; Felix Frankfurter; Arthur D. Gayer.
[309] Bernstein, The Lean Years: A History of The American Worker, 1920-1933, p. 304.
[310] Véase Joseph Dorfman, The Economic Mind in American Civilization (Nueva York: Viking Press, 1959),
vol. 5, pp. 674-75.
[311] Al mes siguiente, cinco senadores progresistas convocaron una conferencia para promover un gigantesco
programa de obras públicas de 5 mil millones de dólares; la conferencia fue organizada por el alcalde de Detroit, el
progresista, Frank Murphy, el profesor Leo Wolman y el padre John Ryan. El senador LaFollette y William Randolph
Hearst también reclamaron que se tomasen medidas similares.
[312] Véase David Loth, Swope of GE (Nueva York: Simon and Schuster, 1958), pp. 198-200.
[313] Bernstein, The Lean Years: A History of The American Worker, 1920-1933, p. 304.
[314] En general, el gasto público se compara con el Producto Nacional Bruto (PNB) para medir el alcance fiscal de
la actividad del gobierno en la economía. Pero como el gasto del gobierno es más depredación que producción, es
necesario, primero, deducir la «producción originada en el gobierno y en las empresas estatales» del PNB para llegar al
Producto Bruto Privado. Igualmente, es posible que el gasto público total no deba restarse del PBP, porque este incluye
una doble contabilización del gasto público en el salario de los burócratas («producción originada en el gobierno»). Pero
esto no es una doble contabilización, ya que la gran cantidad de dinero gastada en los salarios de los funcionarios se
reúne gracias a los impuestos al sector privado y, por tanto, también incluye una depredación sobre la economía
privada. Nuestro método incluye una pequeña sobreestimación de la depredación, sin embargo, en la medida en que los
fondos para el gasto público provienen de los impuestos pagados por los mismos funcionarios y que, entonces, no se
deducen del producto privado. Este monto, particularmente en el período de 1929 a 1932, puede ignorarse sin
problemas, ya que no hay ningún método adecuado para estimarlo y no hay mejor manera para estimar la depredación
del gobierno sobre el sector privado.
Si los ingresos y los gastos del gobierno están equilibrados, entonces, obviamente, cada uno es una medida de la
depredación, ya que los fondos se adquieren vía impuestos y se canalizan hacia nuevos gastos. Si los gastos son
superiores a los ingresos, entonces el déficit debe financiarse con la emisión de nuevo dinero o mediante el crédito
pedido a particulares. En cualquier caso, el déficit constituye un drenaje de recursos desde el sector privado. Si hay un
superávit, entonces los impuestos que sobran son un drenaje desde el sector privado. Una discusión más extendida
sobre el tema y una tabulación de estimaciones de estas magnitudes para el período 1929-33, véase el apéndice.
[315] Si bien la información del apéndice más abajo muestra un aumento del gasto federal de 200 millones de
dólares, esta cifra es producto del redondeo. La verdadera cifra es el aumento de 133 millones de dólares.
[316] Véase Sidney Ratner, American Taxation (Nueva York: W.W. Norton, 1942), p. 443.
[317] Benjamin M. Anderson, Economics and the Public Welfare (Nueva York: D. Van Nostrand, 1949), pp. 232 y
ss.
[318] Las relaciones secretas entre el gobernador Norman y el presidente de la Reserva Federal de Nueva York
continuaron durante la depresión. En agosto de 1932, Norman aterrizó en Boston y viajó a Nueva York bajo el nombre
de «Profesor Clarence Skinner». No sabemos qué ocurrió durante esta conferencia con los líderes de la Reserva Fe-
deral, pero el Banco de Inglaterra felicitó a Norman a su regreso por haber «sembrado la semilla». Véase Lawrence
E. Clark, Central Banking Under the Federal Reserve System (Nueva York: Macmillan, 1935), p. 312.
[319] Clark sostiene convincentemente que el verdadero motivo para que la Reserva Federal realizara estas salvajes
operaciones era rescatar a aquellos bancos amigos de Nueva York que acumulaban una gran cantidad de activos
congelados en el exterior. Por ejemplo, aceptaciones bancarias alemanas. Ibíd., p. 343.
[320] Véase Winthrop W. Aldrich, The Causes of the Present Depression and Possible Remedies (Nueva York,
1933), p. 12.
[321] Joseph Dorfman, The Economic Mind in American Civilization (Nueva York: Viking Press, 1959), vol. 5, p.
675.
[322] Véase Irving Bernstein, The Lean Years: A History of the American Worker, 1920-1933 (Boston: Houghton
Mifflin, 1960) y Dorfman, The Economic Mind in American Civilization, vol. 5, p. 7n. Sin embargo, Hoover sí vetó
un proyecto apoyado por Woods, aprobado en marzo, que fortalecía el Servicio de Empleo de los Estados Unidos.
Véase Harris Gaylord Warren, Herbert Hoover and the Great Depression (Nueva York: Oxford University Press,
1959), pp. 24 y ss.
[323] E.P. Hayes, Activities of the President’s Emergency Committee for Employment, October 17, 1930-
August 19, 1931 (editado por el autor, 1936).
[324] El director del nuevo Consejo Federal de Estabilización del Empleo, D.H. Sawyer, fue crítico de la demora
inherente a los programas de obras públicas y prefirió dejar la obra pública a cargo de los gobiernos locales. Además,
J.S. Taylor, cabeza de la División de Construcción Pública, se opuso a la obra pública en principio. Bernstein, The
Lean Years: A History of The American Worker, 1920-1933, pp. 273-74.
[325] Congressional Record 75 (11 de enero, 1932), pp. 1655-57.
[326] Monthly Labor Review 32 (1931), pp. 834 y ss.
[327] La realidad es exactamente la opuesta; el poder de consumo es totalmente dependiente de la producción.
[328] Leo Wolman, Wages in Relation to Economic Recovery (Chicago: University of Chicago Press, 1931).
[329] El secretario de comercio Lamont declaró en abril de 1931: «He sondeado las principales industrias y no
encontré ningún movimiento a favor de reducir los niveles salariales. Por el contrario, existe el deseo de sostener la
situación de cualquier forma». Citado en Edward Anlgy, comp., Oh Yeah? (Nueva York: Viking Press, 1931), p. 26.
[330] National Industrial Conference Board, Salary and Wage Policy in the Depression (Nueva York: Conference
Board, 1933), p. 6.
[331] Angly, Oh Yeah?, p. 22.
[332] También debemos destacar que Keynes describió la actitud de la Reserva Federal como «totalmente
satisfactoria», es decir, satisfactoriamente inflacionista. Roy F. Harrod, The Life of John Maynard Keynes (Nueva
York: Harcourt, Brace, 1951), pp. 437-48.
[333] Véase John Oakwood, «Wage Cuts and Economic Realities», en Barron’s (29 de junio, 1931); y «How High
Wages Destroy Buying Power», en Barron’s (29 de febrero, 1932); Hugh Bancroft, «Wage Cuts a Cure for
Depression», en Barron’s (19 de octubre, 1931); y «Fighting Economic Law—Wage Scales and Purchasing Power»,
en Barron’s (25 de enero, 1932). Véase también George Putnam, «Is Wage Maintenance a Fallacy?», en Journal of
the American Bankers’ Association (enero, 1932), pp. 429 y ss.
[334] Véase Fred R. Fairchild, «Government Saves Us From Depression», en Yale Review (verano de 1932), pp.
667 y ss.; y Dorfman, The Economic Mind in American Civilization, vol. 5, p. 620.
[335] Stimson también agregó una nota racista, temiendo que permitir el ingreso de familiares pudiera permitir el
ingreso de muchas razas «sureñas» en lugar de aquellas «norteñas» o «nórdicas». Véase Robert A. Divine, American
Immigration Policy, 1924-1932 (New Haven, Conn.: Yale University Press, 1957), p. 78.
[336] Sobre los vigorosos intentos del Comité de Emergencia del Presidente para el Empleo por presionar a la Cruz
Roja para que brindara apoyo a los mineros del carbón, véase Bernstein, The Lean Years: A History of the American
Worker, 1920-1933, pp. 308 y ss.
[337] En junio, sin embargo, la Asociación Norteamericana de Alivio Público demandaba un programa de alivio
federal.
[338] Edith Abbott, Public Assistance (Chicago: University of Chicago Press, 1940), vol. 1, pp. 657-58, y 509-70.
Incluso la ayuda voluntaria, si se daba indiscriminadamente, prolongaría el desempleo al evitar la presión descendente
de los salarios, necesaria para limpiar el mercado de trabajo.
[339] Véase Arthur M. Schlesinger, Jr., The Crisis of the Old Order, 1919-1933 (Boston: Houghton Mifflin, 1957),
pp. 169, 507.
[340] Daniel R. Fusfeld, The Economic Thought of Franklin D. Roosevelt and the Origins of the New Deal
(Nueva York: Columbia University Press, 1956), p. 267.
[341] Monthly Labor Review 33 (1931), pp. 1341-42.
[342] Véase Paul F. Wendt, The Role of the Federal Government in Housing (Washington, D.C.: American
Enterprise Association, 1956), pp. 8-9.
[343] Nash sostiene que fue Meyer el que hizo esa promesa a los banqueros luego de que Hoover y Mellon se
retiraran de la sala. Meyer y el senador Joseph Robinson, líder demócrata del Senado, exigieron una sesión especial
para tratar el restablecimiento de la WFC, pero Hoover la rechazó. A esta altura, Meyer creó un equipo en secreto,
liderado por Walter Wyatt, consejero del Comité de la Reserva Federal, para bosquejar lo que luego sería la RFC.
Gerald D. Nash, «Herbert Hoover and the Origins of the RFC», en Mississippi Valley Historical Review (diciembre,
1959), pp. 461 y ss.
[344] Nash, «Herbert Hoover and the Origins of the RFC»; y Warren, Herbert Hoover and the Great Depression,
pp.140 y ss.
[345] Véase Monthly Labor Review 33 (1931), pp. 1049-57.
[346] Citado en Schlesinger, The Crisis of the Old Order, 1919-1933, pp. 182-83.
[347] J. George Frederick, Readings in Economic Planning (Nueva York: The Business Bourse, 1932), pp. 332 y
ss. Frederick era uno de los mejores discípulos de Swope.
[348] Ibíd.
[349] Véase Fusfeld, The Economic Thought of Franklin D. Roosevelt and the Origins of the New Deal, pp.
311 y ss.; David Loth, Swope of GE (Nueva York: Simon and Schuster, 1958), pp. 201 y ss.; Schlesinger, The Crisis
of the Old Order, 1919-1933, p. 200.
[350] Wallace B. Donham, Business Adrift (1931), citado en ibíd., p. 181. Nicholas Murray Butler también
consideraba que la Unión Soviética contaba con la «gran ventaja» de «un plan». Véase Dorfman, The Economic
Mind in American Civilization, vol. 4, pp. 631-32.
[351] Más tarde, la idea de Swope se convirtió en la NRA, con el mismísmo Swope escribiendo el borrador final y
quedándose en Washington para liderarla. De ahí que Swope se convirtiera en el principal industrial del «Grupo de
Cerebros» (Brain Trust). Henry I. Harriman, que contribuyó con el borrador de la NRA, también terminó siendo líder
del Brain Trust agrícola del New Deal. Otro discípulo de Baruch y amigo de Swope, el general Hugh S. Johnson, fue
elegido como líder de la NRA (junto con su viejo colega George Peek como director de AAA). Cuando Johnson fue
relevado, el propio Baruch recibió la oferta para ocupar su cargo. Véase Margaret Coit, Mr. Baruch (Boston:
Houghton Mifflin, 1957), pp. 220-21, 440-42; Loth, Swope of GE, pp. 223 y ss.
[352] Theodore M. Knappen, «Business Rallies to the Standard of Permanent Prosperity», en The Magazine of
Wall Street (14 de diciembre, 1929), p. 265.
[353] El informe —«Long-Range Planning for the Regularization of Industry»— fue preparado por el profesor John
Maurice Clark de la Universidad de Columbia y respaldado por George Soule, Edwin S. Smith, y J. Russell Smith.
Véase Dorfman, The Economic Mind in American Civilization, vol. 5, pp. 758-61.
[354] Rexford Guy Tugwell, The Democratic Roosevelt (Nueva York: Doubleday, 1957), p. 283.
[355] Hoover cuenta que Henry Harriman le advirtió que si seguía oponiéndose al Plan Swope, el mundo de los
negocios apoyaría a Roosevelt en la elección presidencial dado que este había aceptado llevar a cabo el plan. También
cuenta que los empresarios líderes concretaron su amenaza.
[356] Monthly Labor Review 33 (1931), pp. 1049-57.
[357] Schlesinger, The Crisis of the Old Order, 1919-1933, p. 186.
[358] Véase George W. Stocking, «Stabilization of the Oil Industry: Its Economic and Legal Aspects», en American
Economic Review, Papers and Proceedings (mayo, 1933), pp. 59-70.
[359] Si la industria del carbón no tuvo el mismo éxito que la petrolera en transformarse en un cártel no fue por falta
de intentos. C.E. Bockus, presidente de la Asociación Nacional del Carbón, escribió en un artículo, «La Amenaza de la
Sobreproducción», acerca de la necesidad de la industria del carbón «de asegurarse, mediante la acción cooperativa, el
ajuste continuo de la producción de carbón bituminoso a la demanda existente, desincentivando así los métodos de
producción y consumo que incurrieran en desperdicios (…) El método europeo para lidiar con esta situación es el
establecimiento de cárteles».
Citado en Ralph J. Watkins, A Planned Economy Through Coordinated Control of Basic Industries (octubre,
1931), pp. 54 y ss.
Hoover también redujo la producción en otros campos al agregar más de dos millones de acres a los virtualmente
inútiles bosques nacionales durante su régimen y al incrementar el área de inútiles parques nacionales y monumentos
en un 40%. Si el Congreso no se hubiera opuesto, Hoover habría secuestrado mucha más tierra utilizable. Véase
Harris Gaylord Warren, Herbert Hoover and the Great Depression (Nueva York: Oxford University Press, 1959),
pp. 64, 77-80.
[360] Véase Sidney Ratner, American Taxation (Nueva York: W.W. Norton, 1942), pp. 447-49.
[361] Véase Jane Kennedy, «Development of Postal Rates: 1845-1955», en Land Economics (mayo, 1957), pp. 93-
112; y del mismo autor, «Structure and Policy in Postal Rates», en Journal of Political Economy (junio, 1957), pp.
185-208. Hoover deliberadamente también utilizó un sistema de subsidios al correo aéreo para que la industria de
transporte aéreo quedara bajo tutela gubernamental. Para Hoover, este era un instrumento de «desarrollo ordenado»
de la industria aérea. Véase Harris Gaylord Warren, Herbert Hoover and the Great Depression (Nueva York:
Oxford University Press, 1959), p. 70.
[362] Congressional Record 75 (12 de enero, 1932), p. 1763. Véase también Russell C. Leffingwell, «Causes of
Depression», en Proceedings of the Academy of Political Science (junio, 1931), p. 1.
[363] Randolph Paul, Taxation in the United States (Boston: Little, Brown, 1954), p. 162.
[364] Sin lugar a dudas, fue esta vaguedad la que llevó a la liga a apoyar a figuras tan disparatadas como el
presidente Hoover, el gobernador Franklin D. Roosevelt, William Green, el dirigente rural Louis Taber, Calvin Coolidge,
director del Consejo Asesor de la Liga, Alfred E. Smith, Newton D. Baker, Elihu Root y el General Pershing. Véase
«Bank of the Manhattan Company», Chapters in Business and Finance (Nueva York, 1932), pp. 59-68. Véase
también National Economy League, Brief in Support of Petition of May 4, 1932. Sobre este comité y sobre el
parecido Comité de Acción Nacional, véase Warren, Herbert Hoover and the Great Depression, p. 162.
[365] Véase James M. Beck, Our Wonderland of Bureaucracy (Nueva York: Macmillan, 1932); Mauritz A.
Haligren, Seeds of Revolt (Nueva York: Alfred A. Knopf, 1933), pp. 274 y ss.
[366] Véase M. Slade Kendrick, A Century and a Half of Federal Expenditures (Nueva York: National Bureau
of Economic Research, 1955), pp. 77 y ss.
[367] Véase Lewis H. Kimmel, Federal Budget and Fiscal Policy, 1789-1958 (Washington, D.C.: Brookings
Institution, 1959), pp. 155 y ss.
[368] Congressional Record (16 de mayo, 1932), pp. 10309-39. Entre los que apoyaron la medida se encontraban
economistas tales como Edwin W. Borchard; Paul W. Brissenden, Morris L. Cooke, Richard T. Ely, Ralph C. Epstein,
Irving Fisher, Felix Frankfurter, Walton Hamilton, Horace M. Kallen, Frank H. Knight, William M. Leiserson, W.N.
Loucks, Broadus Mitchell, Harold G. Moulton, E.M. Patterson, Selig Perlman, E.R.A. Seligman, Sumner H. Slichter,
George Soule, Frank W. Taussig, Ordway Tead, Gordon S. Watkins, Myron W. Watkins, W.F. Willcox, y E.E. Witt.
[369] Véase Joseph E. Reeve, Monetary Reform Movements (Washington, D.C.: American Council on Public
Affairs, 1943), p. 19.
[370] Sobre la petición de los economistas, véase Joseph Dorfman, The Economic Mind in American Civilization
(Nueva York: Viking Press, 1959), vol. 5, p. 675.
[371] Véase Vladimir D. Kazakévich, «Inflation and Public Works», en H. Parker Willis y John M. Chapman, (eds.),
The Economics of Inflation (Nueva York: Columbia University Press, 1935), pp. 344-49.
[372] El recuento de las medidas de 1932 hecho por el Dr. Anderson es inexplicablemente débil, dado que él da un
giro de 180 grados a favor del programa de Hoover —incluyendo el NCC, la RFC y la ley Glass-Steagall— después
de oponerse a medidas similarmente estatistas e inflacionistas de los primeros años de Hoover. Véase Anderson
Economics and the Public Welfare, pp. 266-78.
[373] El senador Robinson había recibido de Hoover la promesa de nombrar a Meyer como director de la RFC en
agradecimiento por el apoyo demócrata en el Congreso. Gerald D. Nash, «Herbert Hoover and the Origins of the
RFC», en Mississippi Valley Historical Review (diciembre, 1959), pp. 461 y ss.
[374] Véase John T. Flynn, «Inside the RFC», en Harper’s Magazine 166 (1933), pp. 161-69. El grupo de Hoover
mantiene, sin embargo, que el General Dawes no quería el préstamo de la RFC, sino que los banqueros demócratas de
Chicago presionaron por este a los miembros del comité ejecutivo de la RFC.
[375] La Missouri Pacific aparentemente había falsificado sus registros contables antes de pedirle un crédito a la
RFC, mostrando de esta manera más dinero en efectivo del que realmente tenía. Ferdinand Lundberg, America’s Sixty
Families (Nueva York: Citadel Press, 1946), p. 233.
[376] Flynn, Inside the RFC. Otra consecuencia de los préstamos de la RFC a los ferrocarriles fue un paso hacia la
socialización directa derivada del interés como acreedor de la RFC en los ferrocarriles en situación de bancarrota y la
consecuente designación de directores representantes del gobierno en aquellos ferrocarriles que eran reorganizados.
Dewing sostiene que «el gobierno, a través de su poder como prestamista, se encontraba en una posición que le
permitía dominar la política de las líneas reorganizadas». Arthur Stone Dewing, The Financial Policy of
Corporations (5.ª ed., Nueva York: Ronald Press, 1953), vol. 2, p. 1263.
[377] J. Franklin Ebersole, «One Year of the Reconstruction Finance Corporation», en Quarterly Journal of
Economics (mayo, 1933), pp. 464-87.
[378] Véase Edith Abbott, Public Assistance (Chicago: University of Chicago Press, 1940).
[379] Costigan y LaFollette obtuvieron el material para su proyecto de la recientemente formada Conferencia del
Trabajo Social desde la Acción Federal sobre el Desempleo, dirigida por Linton B. Swift de la Asociación de Bienestar
de la Familia. La nueva organización simbolizaba el reciente cambio entre los trabajadores sociales profesionales en
favor de de los subsidios federales. La reunión de la Conferencia del Trabajo Social en mayo de 1932 revirtió la
oposición de 1931 a las ayudas federales. Irving Bernstein, The Lean Years: A History of the American Worker,
1920-1933 (Boston: Houghton Mifflin, 1960), pp. 462 y ss.
[380] Un factor particularmente influyente en el momento de inducir a Hoover a rendirse fue una petición de apoyo
federal, a principios de junio, por parte de los líderes industriales de Chicago. Como desde la legislatura de Illinois les
habían denegado el apoyo, estos chicaguenses se volvieron hacia el Gobierno federal. Entre ellos se encontraban los
directores ejecutivos de Armour, Cudahy, International Harvester, Santa Fe Railroad, Marshall Field, Colgate-
Palmolive-Peet, Inland Steel, Bendix, U.S. Gypsum A.B. Dick, Illinois Bell Telephone y el First National Bank.
Bernstein, The Lean Years: A History of the American Worker, 1920-1933, p. 467.
[381] Véase A.E. Geddes, Trends in Relief Expenditures, 1910-1935 (Washington, D.C.: U.S. Government
Printing Office, 1937), p. 31.
[382] Los defensores de la Ley Glass-Steagal podrían protestar porque la ley se adecuaba a la política cuantitativista
que consideraba la cantidad total en lugar de la calidad de los activos y, por tanto, los economistas «austriacos»
debían defender la medida.
[383] Lauchlin Currie, The Supply and Control of Money in the United States (2.ª ed., Cambridge Mass.:
Harvard University Press, 1935), p. 116.
[384] Para mantener nuestra perspectiva sobre la contracción monetaria de 1929-1932, la cual a menudo ha sido
señalada con asombro, debe recordarse que la oferta monetaria total cayó de 73,3 mil millones en junio de 1929 a 64,7
mil millones a finales de 1932, una caída de solo el 11,6%, o un 3,3% por año. Compárese eso con el incremento
inflacionario de 7,7% anual durante el período de boom de los años ‘20.
[385] Seymour E. Harris, Twenty Years of Federal Reserve Policy (Cambridge, Mass.: Harvard University Press,
1933), vol. 2, p. 700. Dorfman, The Economic Mind in American Civilization, vol. 5, pp. 720-21.
[386] Véase Frank D. Graham, The Abolition of Unemployment (1932), y Dorfman, The Economic Mind in
American Civilization, vol. 5, pp. 720-21.
[387] Es instructivo recordar los nombres y las afiliaciones de los más prominentes firmantes de tan monumental
insensatez. Ellos eran:
– Willard E. Atkins, de la Universidad de Nueva York.
– Frank Aydelotte, Presidente del Swarthmore College.
– C. Canby Balderston, de la Universidad de Pennsylvania.
– George E. Barnett, de Johns Hopkins, presidente de la Asociación Americana de Economía.
– John Bates Clark, de la Universidad de Columbia.
– Miss Joanna C. Colcord, de la Russell Sage Foundation.
– Morris A. Copeland, de la Universidad de Michigan.
– Paul H. Douglas, de la Universdad de Chicago.
– Howard O. Eaton, de la Universidad de Oklahoma.
– Frank Albert Fetter, de la Universidad de Princeton.
– Frank Whitson Fetter, de la Universidad de Princeton.
– Irving Fisher, de Yale.
– Walton H. Hamilton, de Yale.
– Paul U. Kellogg, Editor del Survey Graphic.
– Willford I. King, de la Universidad de Nueva York.
– William M. Leiserson, del Antioch College.
– Richard A. Lester, de Princeton.
– Harley Leist Lutz, de Princeton.
– James D. Magee, de la Universidad de Nueva York.
– Otto Tod Mallery.
– Broadus Mitchell, de la Universidad Johns Hopkins.
– Sumner H. Slichter, de Harvard.
– Charles T. Tippetts, de la Universidad de Buffalo.
– Jacob Viner, de la Universidad de Chicago.
– Charles R. Whittlesey, de Princeton.
– Joseph H. Willits, Decano del Wharton School, Universidad de Pennsylvania.
– Leo Wolman, de Columbia.
[388] New York Times (16 de enero de 1933), p. 23. El movimiento del trueque había comenzado como un intento
voluntario a nivel local y, por supuesto, había sido un enorme fracaso, un hecho que siempre empuja a los ideólogos a
urgir al gobierno para que el mismo sistema sea impuesto coactivamente por el Gobierno federal. El movimiento del
trueque como una cooperativa local había empezado con la Liga de Ciudadanos Desempleados de Seattle en julio de
1931 y pronto se expandió a más de la mitad de los Estados. Todos fracasaron rápidamente. Sistemas de cambio
similares basados en pagarés fracasaron también rápidamente después de la emisión de los supuestamente milagrosos
pagarés. El más prominente de estos sistemas fue la Asociación de Intercambio de Emergencia (Emergency
Exchange Association) de Nueva York, ampulosamente organizada por Stuart Chase y otros intelectuales y
profesionales. Véase Dorfman, The Economic Mind in American Civilization, vol. 5, pp. 624-677.
[389] Ibíd, pp. 675-76.
[390] Véase Quincy Wright (ed.), Gold and Monetary Stabilization (Chicago, University of Chicago Press, 1932).
[391] El grupo de economistas incluía a James W. Angell, Garfield V. Cox, Aaron Director, Irving Fisher, Harold D.
Gideonse, Alvin H. Hansen, Charles O. Hardy, Frank H. Knight, Arthur W. Marget, Harry A. Millis, Lloyd W. Mints,
Harold G. Moulton, Ernest M. Patterson, C.A. Phillips, Henry Schultz, Henry C. Simons, Charles S. Tippetts, Jacob
Viner, C.W. Wright, Ivan Wright y Theodore O. Yntema.
[392] H. Parker Willis, «Federal Reserve Policy in Depression», en Wright (ed.), Gold and Monetary
Stabilization, pp. 77-108.
[393] Gottfried von Haberler, «Money and the Business Cycle», en ibíd., pp. 43-74.
[394] En la misma conferencia, el profesor John H. Williams admitió que, durante la década del ’20, «puede
argumentarse que, de no haber sido por la expansión del crédito, los precios deberían haber caído y lo habrían hecho.
Fue sobre esa base que los economistas austriacos predijeron la depresión». John H. Williams, «Monetary Stabilization
and the Gold Standard», en ibíd., p. 149. Williams tampoco firmó la declaración final.
[395] Otra expresión llena de sensatez monetaria, aunque no tan penetrante como la de Haberler, llegó más tarde
ese mismo año, en septiembre. Un grupo de economistas emitió una declaración, criticando la inflación o cualquier tipo
de abandono del patrón oro, demandando un presupuesto balanceado a través de una reducción de los impuestos y los
gastos en lugar de a través del aumento de impuestos, atacando el apoyo del gobierno a empresas inviables que
deberían liquidarse rápidamente y atacando el experimento de Hoover con los precios mínimos para la agricultura.
Señalaron que los beneficios de la inflación son solo ilusorios, que simple y disruptivamente beneficiaban a un grupo a
expensas de otro y que, por tanto, no podían ser una cura para la depresión. También instaron a la reducción de las
tarifas aduaneras y al recorte de los salarios públicos, cuya paga desafortunadamente se había mantenido sin cambios
mientras que el ingreso de los contribuyentes había disminuido. Desviándose de la sensatez, sin embargo, estuvieron
sus propuestas para la creación de un sistema federal de trabajo, sus declaraciones a favor del subsidio al paro y la
aceptación de la continuidad de la RFC, los programas de alivio y estudios temporales para controlar la deflación.
Entre los firmantes se encontraban los economistas financieros W.W. Cumberland, Lionel D. Edie, Leland Rex
Robinson, Alexander Sachs, Rufus S. Tucker y Robert B. Warren; y académicos tales como Theodore E. Gregory de
la London School of Economics, Edwin W. Kemmerer de Princeton, el Decano Roswell C. McCrea de la Columbia
School of Business y el Decano A. Wellington Taylor de la NYU School of Business Administration. «Prosperity
Essentials», en Barrons (26 de septiembre, 1932).
[396] Véase J.E. McDonough, «The Federal Home Loan Bank System», en American Economic Review
(diciembre, 1934), pp. 668-85.
[397] Las modificaciones de 1933 debilitaron análogamente los derechos de propiedad de los acreedores de las
compañías ferroviarias. Sobre los cambios en la bancarrota, véase Charles C. Rohlfing, Edward W. Carter, Bradford
W. West y John G. Hervey, Busines and Government (Chicago: Foundation Press, 1934), pp. 402-30.
[398] Sobre esta oposición, véase Warren, Herbert Hoover and the Great Depression, p. 69.
[399] Robert A. Divine, American Immigration Policy, 1924-1952 (New Haven, Conn.: Yale University Press,
1957), pp. 84-89.
[400] Theodore Saloutos y John D. Hicks, Agricultural Discontent in the Middle West, 1900-1939 (Madison:
University of Wisconsin Press, 1951), p. 448.
[401] La contracción monetaria desde junio de 1929 hasta el final de 1933 fue del 16%, o 3,6% al año.
[402] Un comentario acertado sobre si los depósitos a plazo son dinero es esta declaración de dos banqueros de St.
Louis:
En realidad, todos nosotros estábamos tratando nuestros depósitos de ahorro y a plazo como depósitos a la
vista y todavía lo hacemos (…) todavía le pagamos a los ahorristas bajo pedido. Es significativo que las
estampidas contra los bancos fueran lideradas por los depósitos de ahorro y a plazo. Cuando el problema llegó
a su máximo en enero de 1933, prácticamente todos los bancos de St. Louis enfrentaron fuertes retiros de
(…) las cuentas de ahorro y tenían un mínimo de dificultad con sus cuentas corrientes. Esto era así en todo el
país.
F.R. von Windegger y W.L. Gregory, citado en Irving Fischer (ed.), 100% Money (Nueva York: Adelphi Press, 1935),
pp. 150-51.
[403] Véase Jesse H. Jones y Edward Angly, Fifty Billion Dollars (Nueva York: Macmillan, 1951), pp. 17 y ss.
[404] Detroit se había expandido en exceso especialmente durante el auge, y los esfuerzos de Hoover y su
administración junto con los industriales y los bancos de Nueva York para rescatar los mayores bancos de Detroit se
habían hecho trizas frente a la devoción por la empresa privada y la responsabilidad privada de Henry Ford y del
senador Couzens, quienes se negaron a subsidiar las prácticas bancarias irresponsables. Ver ibíd, pp. 58-65. También
ver Lawrence E. Clark, Central Banking Under the Federal Reserve System (Nueva York: Macmillan, 1935), pp.
226 y ss.; Benjamin M. Anderson, Economics and the Public Welfare (Nueva York: D. Van Nostrand, 1949), pp. 285
y ss. El doctor Anderson, supuestamente un defensor del laissez-faire, el dinero sano y los derechos de propiedad, se
movió tanto hacia la dirección contraria que hasta reprendió a los estados por no ir más lejos en la declaración de
feriados bancarios. Declaró que la moratoria bancaria debería haberse aplicado al 100% y no solo al 95% de los
depósitos bancarios. También atacó a la Cámara de Compensación por no emitir cantidades más grandes de papel
moneda durante la crisis.
[405] Véase H. Parker Willis, «A Crisis in American Banking», en Willis y John M. Chapman (eds.), The Banking
Situation (Nueva York: Columbia University Press, 1934), pp. 9 y ss. Las leyes respecto de los días festivos (a)
impedían que los bancos restituyeran su dinero al público; o (b) permitían que los bancos eligieran el porcentaje de
demandas que terminarían pagando; o (c) designaban la proporción de demandas de los depositantes a pagar.
[406] Ibíd, p. 11. En Nueva York, la presión para el cierre de los bancos vino de los bancos del norte del Estado y no
de los de Wall Street.
[407] Véase ibíd. El gobernador Comstock de Michigan, que había comenzado el furor, naturalmente extendió su
receso más allá del período de ocho días.
[408] Para que no se crean que Hoover jamás habría considerado tomar este camino, Jesse Jones reporta que
Hoover, durante la crisis bancaria, contemplaba seriamente invocar una ley olvidada de los tiempos de la guerra para
convertir el atesoramiento en una ofensa criminal. Ibíd, p. 18.
[409] Hoover y sus colegas fueron insistentes a la hora de echar la culpa de la depresión a una trama organizada por
sus enemigos políticos.
Hoover le atribuía parte de la crisis a los comunistas que difundían la desconfianza contra el sistema monetario
norteamericano (¡como si los comunistas fueran necesarios para que la desconfianza apareciera!), y Simeon D. Fess,
presidente del Comité Nacional Republicano, afirmó muy seriamente en 1930:
Los más importantes miembros de los círculos republicanos están comenzando a creer que existe un esfuerzo
concertado para utilizar al mercado bursátil como método de descrédito de la administración. Cada vez que
un oficial de la administración emite un comunicado optimista, el mercado inmediatamente cae.
Edward Angly, (comp.), Oh Yeah? (Nueva York, Viking Press, 1931), p. 27.
[410] Otra contribución de Hoover a los tiempos que corrían fue su intento secreto de impedir que la prensa
publicara toda la verdad acerca de la crisis bancaria y acerca de las perspectivas hostiles hacia su gobierno. Véase
Kent Cooper, Kent Cooper and the Associated Press (Nueva York: Random House, 1959), p. 157.
[411] De hecho, Ballantine escribió recientemente, un tanto orgulloso que «el abandono del oro no puede atribuírsele
a Franklin Roosevelt. Fuimos Odgen Mills —Secretario del Tesoro— y yo como su subsecretario quienes
determinamos que ello era necesario mucho antes de que Franklin Roosevelt se hiciera cargo del gobierno». New York
Herald-Tribune (5 de mayo de 1958), p. 18.
[412] Leonard P. Ayres, The Chief Cause of This and Other Depressions (Cleveland, Ohio: Cleveland Trust,
1935), pp. 26 y ss.
[413] Sol Shaviro, «Wages and Payroll in the Depression, 1929-1933» (Tesis no publicada, Columbia University,
1947).
[414] Véase C.A. Phillips, T.F. McManus, y R.W. Nelson, Banking and the Business Cycle (Nueva York:
Macmillan, 1937), pp. 231-32.
[415] «La conservación de los salarios elevados hizo que muchas empresas despidieran trabajadores en lugar de
enfrentar la vergüenza de ser los que reducían los salarios, y todo a pesar de que podrían haber conseguido continuar
con sus operaciones de haber llevado a cabo tales reducciones». Dale Yoder y George R. Davies, Depression and
Recovery (Nueva York: McGraw-Hill, 1934), p. 89.
[416] National Industrial Conference Board, Salary and Wage Policy in the Depression (Nueva York: Conference
Board, 1933), pp. 31-38.
[417] Harold M. Levinson, «Unionism, Wage Trends, and Income Distribution: 1914-1947», en Michigan Business
Studies (junio, 1951), pp. 34-37. Hoover y el Secretario Lamont intentaron que los industriales nacionales fueran más
receptivos a los sindicatos al empujarlos durante 1930 y 1931 a encontrarse formalmente con los líderes de las
organizaciones gremiales. Véase James O. Morris, «The A.F. of L. in the 1920s: A Strategy of Defense», en
Industrial Labor Relations Review (julio, 1958), pp. 577-78.
[418] Monthly Labor Review 35 (1932), pp. 489 y ss. y 790 y ss.
[419] Algunos, como el Profesor Due, argumentan de forma convencional que no hay que incluir los pagos de
transferencia del gobierno, por ejemplo, pagos de socorro, en ninguno de esos gastos deducidos porque los pagos de
transferencias no están incluidos en la cifra original del PNB. Sin embargo, el punto importante es que los impuestos (o
el déficit) para financiar los pagos de transferencias sí actúan como una extracción del producto nacional y, por lo
tanto, deben ser restados del PBP para poder obtener el PPR. Due sugiere que, al estimar el tamaño relativo de la
actividad gubernamental y la actividad privada, las transferencias no deben ser incluidas porque «solo se trata de un
cambio de poder adquisitivo» de un conjunto de manos privadas a otro, sin que el gobierno esté usando los recursos.
Pero este «simple cambio» es tanto una carga para los productores privados, y un cambio desde la producción
voluntaria hacia el privilegio creado por el Estado, como cualquier otro gasto gubernamental. Es una utilización de
recursos inducida por el Gobierno. John F. Due, Government Finance (Homewood, Illinois: Richard D. Irwin, 1954),
pp. 64, 76-77.
[420] El superávit sobreestima ligeramente el grado de depredación si se utiliza para desinflar la masa monetaria,
mientras que el gasto público exagera un poco el grado de depredación al contar la cantidad de impuestos que se cobra
a los mismos funcionarios del gobierno. La magnitud de la distorsión, sin embargo, es pequeña, sobre todo para el
período 1929-1932, y es menor que la distorsión de usar el PNB en lugar del PPB (Producto Privado Bruto), y así
contar el pago de salarios gubernamentales como «producción» del gobierno.
[421] Por supuesto, las cifras oficiales no siempre son estimaciones precisas de la depredación. Una convincente
discusión de las ventajas y desventajas de utilizar medidas brutas y netas puede encontrarse en The Tax Burden In
Relation To National Income and Product (Nueva York: Tax Foundation, 1957).
[422] Solomon Fabricant y Robert E. Lipsey, The Trend of Government Activity in the United States Since 1900
(Nueva York: National Bureau of Economic Research, 1952), pp. 222-34.
[423] Dado que, nuestros números agregan a los gobiernos estatales y locales, nuestras estimaciones, desde este
punto de vista, subestimarán la carga fiscal del gobierno sobre el sector privado.