La Opera Rock-Oco de Adolfo Cárdenas

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La ópera rock-ocó de Adolfo Cárdenas 1

Por: Ana Rebeca Prada

El que está predispuesto a no apoyarse en el discurso literario para conocer la


ciudad, me parece que la está conociendo de mal modo.
A. Cárdenas

[La lagartija emplumada]: Dice García Canclini que las ciudades tienen un
lado oculto, velado, que sólo ciertos discursos, como la literatura, logran
develar. En La Paz, específicamente, ¿cuál sería esta ciudad invisible?
[Cárdenas]: Probablemente es toda esa circunferencia de corte mágico que
tiene la ciudad, y que nos sumerge en una especie de crisis existencial. Es decir,
en términos de comportamiento, ¿qué hago?, ¿soy occidental o soy andino?,
¿soy mágico o soy racional? Yo creo que la parte fantasmagórica de esta
ciudad está dada por ese criterio de crisis existencial de absolutamente todos y
cada uno de los paceños.

Vale la pena detenerse un poco en la reciente aparición de Periférica Blvd. Ópera rock-ocó de Adolfo
Cárdenas Franco, dada, por un lado, la importancia que reviste la novela en el contexto de la
literatura contemporánea boliviana y, por otro, la reflexión que ella puede dejarnos elaborar en torno
a un creciente interés en las ciencias sociales por elementos que la literatura ha estado explorando ya
hace tiempo y con bastante intensidad. Nos remitimos a lo que cierto psicoanálisis ha establecido, y
lo que algunos filósofos reconocen: qué difícil transcurrir en los ámbitos de los saberes en torno al
sujeto, en torno a su constitución, su proyección, sus recorridos, sin apelar a la literatura y a las artes,
al vasto territorio de la creatividad y la imaginación humana. Sorprende siempre la distancia que
establecen los cientistas sociales, los historiadores, entre su actividad investigativa y lo que la
literatura dice, instaura, proyecta.

Es necesario que los importantes espacios ganados por las ciencias sociales en el ámbito de la
investigación, la educación superior y de los foros de debate, espacios muchos más amplios e
influyentes que los que ocupan las artes y los saberes abocados a ellas, tal vez porque se ha generado
en torno a las ciencias sociales un aura de lo urgente, de lo realmente importante, de lo centralmente
real, continúen abriéndose —porque no puede decirse que hayan estado absolutamente cerrados— a
perspectivas renovadoras y reformuladas, más amplias en lo que hace al análisis de las culturas y
realidades culturales, de las dimensiones de la experiencia humana y social, de los discursos, de los
imaginarios que constituimos y que nos constituyen. Al no incorporar las ciencias sociales una

1
Artículo publicado en T’inkazos: Revista boliviana de ciencias sociales 17 (La Paz: PIEB, noviembre de 2004).
Una primera versión de este artículo fue la presentación de la novela, leída en la Escuela Superior de Bellas
Artes de La Paz, publicada en Fondo Negro (“Una ópera rock-ocó” ¿????2004).
mirada mucho más compleja y abarcadora en cuanto a modos de leer, objetos de investigación, áreas
de conocimiento que rompan con la supuesta preminencia de sólo parte de la experiencia humana y
social, están participando de una fragmentación de los saberes, de una compartimentalización del
conocimiento necesariamente conservadora, paralizadora, en sentido de que el sujeto sigue siendo
diseccionado sólo en ciertas facetas de su experiencia, y nunca tratado orgánicamente, como realidad
plena, amplia, multidimensional2.

Cierto lugar de la investigación social ha comenzado a enfocar —en lo que hace a la construcción de
sus objetos de exploración— en los jóvenes y en comportamientos y usos que no hacen tanto a
temas, por ejemplo, de educación o participación política en sentido tradicional —esto es, la
juventud en tanto sujetos de las instituciones tradicionalmente vinculadas al Estado—, sino que
remiten a los cuerpos, las sensibilidades, los gestos, los erotismos, los rituales, los recorridos urbanos,
formas de violencia, etc.3, estableciendo —sin dejar los objetivos del conocimiento social— un lugar de
inquisición largamente explorado por la literatura y las artes en La Paz. De hecho, el desplazamiento
hacia exploraciones en torno a la corporalidad, la sensualidad, las sensaciones, la forma de construir
espacios e intersubjetividades alternativas, en el contexto urbano, ya más allá de los adolescentes y
los jóvenes, es una trama ricamente elaborada por lo mejor de nuestra literatura.

Quienes han hallado un objeto renovado de estudio en las contraculturas alteñas y paceñas, en los
comportamientos alternativamente normados y codificados de adolescentes y jóvenes, en los ámbitos
entre marginales y lumpen de esta colectividad, en las escrituras anónimas sobre la piel de la ciudad,
en los recorridos nocturnos y extraños de muchos de los habitantes de estos parajes, seguramente
encontrarían en nuestra narrativa un vasto y sorprendente territorio de aprendizaje. Para decirlo, así,
sólo de pasada, quien se sumerge en las subjetividades marginales, contraculturales, lumpen del
territorio urbano paceño y alteño no puede sino visitar El Loco de Arturo Borda; Imágenes paceñas,
Felipe Delgado, Los cuartos, Vidas y muertes, La piedra imán, Los papeles de Narciso Lima-Achá, El señor
Balboa y Santiago de Machaca de Jaime Saenz; En el país del silencio, De la ventana al parque, Los tejedores
de la noche de Jesús Urzagasti; los cuentos de René Bascopé Aspiazu y su novela La tumba infecunda;
los cuentos de Germán Araúz; Alcoholatum y Borracho estaba, pero me acuerdo de Víctor Hugo Viscarra;
American visa de Juan de Recacoechea; y los cuentos de Fastos marginales y de Chojcho con audio de rock
p’ssahdo de Adolfo Cárdenas, además de su reciente novela Periférica Blvd. Y no porque en esta
narrativa el cientista social vaya necesariamente a confirmar nada, sino que allí encontrará cuerpos,

2
Lejos de una actitud “neo-arielista”, como caracteriza John Beverley este reclamo de los estudiosos de la
literatura y las artes, supuestamente divorciados del poderoso impacto de los movimientos sociales y
nostalgiosos de aquellos días en que literatos e intelectuales tenían roles centrales en la esfera pública, una
esfera pública conservadora y elitista —por letrada, por esteticista—, creo que lo que se propone aquí es algo
muy simple: el no divorcio de las diversas dimensiones que hacen a nuestras realidades complejas, que están
constituidas por los comportamientos cotidianos, por las jergas, por las manera de hacer política, de subvertir
el orden, de resistir la violencia estatal, de construir identidad en medio de la discriminación; pero también por
la manera en que nos conducimos creativamente en términos de las prácticas artísticas más diversas y más
pluralmente concebidas (desde el graffiti, pasando por el cómic, el docu-ficción, el cine el teatro, el rock, hasta
las formas más tradicionales de arte y literatura). Mi posición definitivamente se aparta de todo concepto que
convierta lo estético en algo inútil, secundario o meramente elitista: es otra forma de dividir al sujeto,
escindiéndolo de su lado creativo, soñador, mítico, delirante, ficcionalizador, cuentero, poético. Y de todo
concepto que convierta lo estético en algo automáticamente apolítico —o automáticamente reaccionario—.
3
Pienso, por ejemplo, en las investigaciones auspiciadas por el PIEB en torno a los jóvenes de El Alto y La
Paz, entre otras, la de Alex López et al. sobre los jailones y la de Alfredo Balboa sobre los ch‟ojchos, pero
también en el trabajo de Verónica Auza en torno al graffiti, y de María Galindo y Raúl Prada Alcoreza en
torno a los jóvenes y las tomas, saqueos y quemas de febrero de 2003. Y no olvidar los libros de testimonio,
como los elaborados ya hace décadas con los niños y adolescentes de la calle, o como el de Mónica Navia y los
estudiantes aymaras alteños de la Normal de La Paz.
sensibilidades, hablas, muertes, recorridos, despeñamientos, sueños, fracasos, profunda oscuridad e
insospechada luz que interpelarán descarnadamente las preguntas de base de su investigación. De
pronto habrá dicho ya la literatura, en algún diálogo, en algún fragmento, en alguna imagen
fulgurante lo que no termina de revelarse a la mirada inquisitiva de la elaboración científica. ¿Por
qué no aliar las pesquisas de esta elaboración a lo que ya desde hace tanto tiempo vienen escribiendo
en torno al tránsito de los cuerpos por la ciudad y con lucidez alarmante los escritores mencionados
—y con seguridad muchas y muchos otros, y en los más diversos géneros artísticos—?

En todo caso, vale la pena, decía, considerar la aparición de Periférica Blvd como un evento de
múltiples connotaciones para la literatura y para otras áreas de reflexión.

Se trata de un guiñol kitsch que nos obliga a entregarnos gozosamente a su farsa lúdica, a su juego
bufo, a su demolición paródica. Se trata de un libro que rechaza una lectura cargada de demasiados
preconceptos sobre la marginalidad urbana, la tragedia de los miserables, el llanto de los pobres, pues
él mismo se ocupa en varias ocasiones de horadar esa solemnidad, esas pretensiones, ese despiste
intelectual. Resultaría grave acceder a esta ópera rock-ocó con demasiadas ínfulas intertextualistas,
formalistas y discursivistas, pues la propia novela se ocupa en diversos momentos de recibir este
acceso con sarcasmo, desinflando explícitamente la formalidad académica y sus protocolos de
interpretación.

Estamos en el ámbito de las contraliteraturas, como Cárdenas gusta llamar a la suya. Dice: “los que
no valoran la contraliteratura mean fuera del tiesto” (Bajo 2004: 4, 5). Y esas contraliteraturas están
vinculadas a Joyce y a Burguess, es decir, a radicales exploraciones en el lenguaje literario y sus
mundos posibles. El autor percibe como “juicios ahistóricos”, “errados” (y “prejuicios aldeanos”) a
aquellos que no ven literatura en su ópera bufa. Se trata de lectores de literatura dominante, de
“modos estéticos ya establecidos, ya periclitados”, que no pueden acceder a la lógica de lo
contraliterario.

Imposible no reconocer en la jocosidad y el juego superlativo un trabajo atrevido, agresivo, radical


con el lenguaje. Imposible no reconocer la manera en que el lenguaje de la novela incorpora,
acapara, engulle —a la manera de una verdadera máquina diabólica— materiales de toda especie
para armarse como un gigante patchwork estridente y jubiloso. Al autor le gusta remitirse a esa
secular y profundamente latinoamericana tradición, el barroco, para explicar su propia apuesta: “esa
posibilidad de encerrar —quiero entrecomillar esto de encerrar— una multiplicidad de información,
para luego tratar de traducirla en un texto, es un acto que, de pronto, nos define como proposición
estética. Siempre he sido un convencido de que el acto libertario que podríamos tener frente a las
influencias que vienen de afuera, que vienen de adentro, no sé, es esta asunción del barroco
americano como proposición estética”; y agrega: “El barroco vendría a ser el desafío que tiene el
artista para llenar absolutamente todo vacío posible. Ahora, en el tramo del llenado de esos vacíos, te
tienes que apoyar, necesariamente, en absolutamente toda la información que tú tengas, esta
información puede ser práctica, puede ser dramática, puede ser melodramática, puede ser irónica y,
de alguna manera, eso es lo que yo trato de hacer, llenar todo vacío posible y, al mismo tiempo,
ironizar esa forma del ser barroco que tiene una profunda enemistad, un profundo divorcio, con el
silencio” (Lagartija 2004: 8-9). No es casual, pues, que la crítica haya acudido al concepto del neo-
barroco para referirse a la obra de Eltit4 y de Perlongher —aunque este autor prefería hablar de lo
suyo más bien como “neobarroso”5—, los que, como digo más adelante, pertenecerían a ese ámbito
de exploraciones al que también pertenece Cárdenas generacional y estéticamente en Latinoamérica.

Luego de los ya menciondos Fastos marginales (1989) y Ch’ojcho con audio de rock p’ssahdo (1992), que
ubicaron al autor entre los más importantes cuentistas contemporáneos, Cárdenas propone con
Periférica Blvd. el género de la novela, una novela que tiene tanto de urbana y policial, como de
novela de neovanguardia (su generación, ya lo decíamos, es la de Néstor Perlongher y Diamela Eltit;
también la de Pedro Lemebel y Luis Rafael Sánchez). En Bolivia, su tribu es obviamente la de R.
Bascopé A., V. H. Viscarra, H. Quino, E. Arandia, M. Gutiérrez, G. Araúz, B. Aiza, con quienes
creo reconocer un diálogo intenso. Hay una conversación con ellos en la textura la obra, así como no
deja de rondar —entre el homenaje y la desmitificación— la obra de los dos grandes maestros de
nuestra literatura: Borda y Saenz.

La neovanguardia —para insistir un poco en las vinculaciones de la escritura de Cárdenas con cierta
vertiente de su generación literaria a nivel latinoamericano—, un término muy general y abarcativo,
estaría vinculada a una experiencia posterior y hostil al proyecto del boom, aunque no
necesariamente a algunos de sus más periféricos integrantes, como Salvador Elizondo. Una libertad
experimental, sospechosa de la apuesta política totalizante y épica del boom, de su fe en un sujeto
latinoamericano pleno y vital, caracteriza esta vertiente, marcada por el quiebre de la gran narrativa
de los sesenta y por la macabra huella de las dictaduras y el advenir del neoliberalismo recalcitrante.
Parte de su proyecto es la fragmentación del sujeto y de las perspectivas de futuro; es la mirada a lo
hondo de lo civil (despojado, sin horizonte), lejos de lo estatal; es la apuesta por las hablas y los
cuerpos excéntricos, desechados, externos a un orden comunitario (orden regido estatalmente por el
consumo, la moda, lo occidental). Por ello tal vez (y precisamente) Cárdenas diga: “El pretender que
el barroco es eminentemente festivo, eminentemente celebratorio, es una afirmación bastante
positivista […]. En el barroco existe un tema central, que puede ser el festivo, pero en los términos
periféricos, en los términos marginales, en los términos de circunferencia, se manejan los pequeños
dramas que van llenando lo que va a ser la representación total. En ese sentido […], La Paz es
también, a su modo, una ciudad muy trágica” (Lagartija, 2004: 10). Es claro, con todo, que Cárdenas
va a apostarle fuerte a la parodia y, en general, a un mordaz y demoledor humor; es claro, asimismo,
que comparte la mirada despiadada de sus congéneres: “una de las cosas que debemos haber
mantenido en La Paz, es esa centralidad en el término de la oferta cultural, pero ahoritita, la única
oferta cultural que tiene La Paz son los prostíbulos de la Pérez Velasco” (Ibid.: 12) —bien lejos de
esta declaración está la fe en la cultura como totalizante y como horizonte común; de la política
como vía de redención; de la urbe como lugar de encuentro colectivos—; “nuestros problemas, a
estas alturas del partido, no creo que los vayamos a arreglar de ninguna manera, y esta forma de
tratamiento tendría que ver con las percepciones que yo tengo con respecto a la realidad total de este

4
Eltit declara: “pienso en lo literario como un campo múltiple de opciones y prácticas, soy una incondicional
admiradora de la gran tradición literaria de la lengua española, especialmente de la literatura medieval y el
impresionante barroco y, a la vez, me siento relacionada con aquellas literaturas en las que el lenguaje y
sentido comparten un espacio privilegiado de despliegue y repliegue, en un juego no exento de opacidad y
misterio. Pienso en el lector. Siento al lector como una cifra cómplice del texto, como un operador de la tarea
de desentrañamiento, quiero decir, el acto de leer no puedo imaginarlo sino como una gran aventura en la que
lo más importante es aventurar y aventurar y aventurarse” (2000: 187).
5
A la pregunta “¿Cuáles son los rasgos definitorios de su estilo?”, el escritor argentino contesta: “Pregunta
de/a crítico literario. Arriesgo: cierto embarrocamiento (no decir nada „como viene‟, sino complicarlo hasta la
contorsión) amanerado o manierista y, al mismo tiempo, una voluntad de hacer pasar el aullido, la intensidad.
Una forma rigurosa (volutas voluptuosas) para una forma en torbellino. Y siempre el desafío de perderme en
las maromas de la letras, efluvio saltarín, en el límite de la insensatez, del sinsentido. Ya hablé de un „barroco
de trinchera‟, cable a tierra. O de un „neobarroso‟, que se hunde en el lodo del estuario” (1997: 15).
espacio que nos ha tocado vivir” (Ibid.: 6). No hay, en todo caso, una renuncia política: la fe en los
proyectos políticos colectivos se habría deslizado a asuntos de ética y política personal; se trata de un
apuesta personal, individual, en el trabajo mismo como escritor y con las palabras. Respecto al uso
de managers, por ejemplo, de parte de los escritores más empresarios, dice Cárdenas: “La verdad es
que detrás de todo esto hay una posición política. Yo jamás utilizaría los servicios de un manager
[…]. No pues, nuestras acciones, probablemente, son más ingenuas y, en ese sentido, un poquito más
libertarias”. También, en lo referente a la escritura per se: “la escritura de una novela es una especie
de escritura abierta que, a momentos, está condicionada a ciertos fenómenos externos […]. [E]n la
novela evidentemente hay una pretensión, no precisamente de denuncia, sino de confesión, de
ideología, a momentos política y a momentos estética. En última instancia pretendo que, sobre todo,
la novela […] estaría manejando una confrontación estética” (Ibid.: 8).

Vale también la pena subrayar que la neovanguardia —como lo hiciera su matriz estética histórica, la
vanguardia y, más atrás, el barroco, al que muchos neo-vanguardistas se vinculan— exacerba su
apuesta en escrituras sumamente exigentes, que reclaman una nueva lectura (un nuevo lector), que
concentran la experiencia estética en la difícil decodificación de un lenguaje reconcentrado. Diamela
Eltit, por ejemplo, se refiere a ello de la siguiente manera: “La sensación de desprotección urbana —
en el interior de una Latinoamérica apenas entrevista— fue recayendo en la novela, desviándose
hacia otras formas de desamparo, hacia nuevas sensaciones de orfandad y sojuzgamiento. Fue
recayendo incluso en la misma escritura como cerco, soledad y margen, como ajenidad en medio de
sociedades que construyen su orden a través del consumismo, generando un asimétrico y
empobrecido sistema de satisfacción instanténea. Porque pienso que la manía inculcada
políticamente a consumir, a consumir, a consumir, es una forma de avidez que conduce a un injusto
y porgramático descalabro cultural y ético portando la destrucción de los objetos e incluso de los
cuerpos” (2000: 187)6.

Así, este relato de Cárdenas no sólo cuenta la historia del Lobo y el Severo, y su persecución del
chango que puede revelar el secreto del asesinato del Rey, esto es, la historia del oficial de policía, el
teniente Villalobos, cuyo pasado graffitero (en el que portaba el nom de guerre “El Lobo”) y cuya
rivalidad con otro graffitero, El rey, resurgen cuando en un ch‟ojcherío7 en la Ceja hay una batida y
el El Lobo logra finalmente eliminar a su rival, asesinándolo en medio de la conmoción de la fiesta.
Pero un chango ha sido testigo del asesinato y el teniente y su chofer, Severo, emprenden lo que será
el hilo que atraviesa los dieciséis capítulos de la novela: la persecución del único testigo de la
venganza contra El Rey; lo que será el recorrido delirante de la “periférica boulevard” textual, oral,
musical, corporal, gráfica —esta ópera estridentemente barroca: rock-ocó—8. No sólo cuenta la

6
Nelly Richard, crítica cultural chilena axialmente vinculada a la neovanguardia de su país —en la que están
incluidos, precisamente, Eltit y Lemebel, entre muchos otros—, habla del “desecho neobarroco” cuando se
refiere a la estética de cierto lugar de la neovanguardia: “Basuras, restos, sobras, desperdicios: lo que exhibe
marcas de inutilidad física o deterioro vital; lo que permanece como fragmento arruinado de una totalidad
desecha; lo que queda de un conjunto roto de pensamiento o existencia ya sin líneas de organicidad. Piezas
inválidas de una quebrada economía de sentido que han extraviado su rol o degenerado su función de
servicios. Los restos son también huellas y vestigios de una simbolización cultural trizada, de un paisaje
rasgado por alguna dimensión de catástrofe que debe entonces trasladar sus verdades hacia los bordes más
disgregados y oscurecidos del saber y de la experiencia”. Añade que, para entender las literaturas
postdictatoriales, construidas en el contexto del embate neoliberal, hay que entrar en las “desarmaduras de los
relatos, de sus quiebres narrativos, de sus trastocamientos del habla” (1998: 77-78).
7 Para utilizar el término que usa Alfredo Balboa para las fiestas a las que acuden los jóvenes ch‟ojchos de El

Alto (ver “El comportamiento ch‟ojcho”, T’inkazos 17, noviembre de 2004).


8
Alberto Rivera Vaca ha escrito la tesis “Adolfo Cárdenas Franco: neobarroco y teatralidad” (Carrera de
Literatura, UMSA, 2007). En ella intenta contraponer una lectura rigurosa de la aventura barroca del escritor a
una crítica que sólo ha visto, como digo más adelante, un ventriloquismo laderista y una fácil calca de las
novela, decía, esta historia, sino que se arma en la lógica de la cita bufa, que impúdicamente
desmorona monumentos y que, a la vez, celebra y traza complicidades —estableciendo una lógica
que abre y revela la conexión historia-discurso, jugando con esa conexión, precisamente; no dejando
que el lector caiga en la ilusión realista que separa la labor discursiva de una supuesta autonomía de
la historia—. Sin poder dejar de lado, por otra parte, ese otro lugar de la cita que es cierta tradición
literaria francesa y anglosajona (malévola y satírica: Aloysius Bertrand, Ambrose Bierce, John
Kennedy Toole…), que fulgura igualmente transgredida como festejada en el complicado tejido de
las alusiones e incorporaciones.

Pero no son sólo la literatura y el arte los que están aquí densamente citados, sino una compleja
trama de elementos de la cultura popular urbana que va desde las diversas jergas que a manera, otra
vez, de un patchwork conjugan las hablas de la ciudad y las músicas del más diverso rango que
habitan con extrema estridencia los diferentes espacios de la urbe, así como los olores de la ciudad,
sus tugurios, cavernas, chinganas, calles lodosas, lupanares, etc., y lo que está dibujado en los
cuerpos y en los muros. Se trata de una gigante cámara de resonancias, no sólo entonces en el
sentido de la cita entendida literariamente, sino de la incorporación del trazo, el ruido, el sonido y el
olor. En cuanto a las hablas y jergas de la urbe (“rescate de las matelenguas urbanas”, le llama
Cárdenas), éstas provienen sobre todo de contextos alteños y paceños, pero también
latinoamericanos: “gran parte de la jerga es importada y los intermediarios de esta importación han
sido gente de la zona sur que han viajado a Miami, a México, a Los Ángeles y han traído un
lenguaje que ha sido introducido en el centro y el norte de la ciudad una vez que los de la zona sur
los han desechado y dejado resbalar desde el sur” (Bajo, 2004: 4).

No han faltado quienes perciben en la obra de Cárdenas, en su complejo trabajo con el lenguaje, un
simple ventriloquismo laderista o una mera crónica marginalista; al hacerlo, se pierden, creo, entre
otras cosas, lo esencial del desafío, que es el de ingresar a esta gigante cámara de resonancias y
arriesgar atravesarla vulnerabilizándose a su coro disonante, al chillido de sus parlantes, a la
suciedad de sus vericuetos, al olor de sus meandros, al insostenible fluorecer de sus lentejuelas, a la
metamorfosis de los cuerpos y de las identidades, a la risa lumpen de sus imágenes, al palimpsesto de
su sistema de alusiones, a su balbuceo alcohólico, a su delirio travesti, a su sátira de los sentimientos
y a su crueldad sardónica.

Respecto al cómic, al rock y al graffiti, elementos que hacen también a la novela, artes populares y
modos anónimos de expresión por excelencia, de fuerte presencia en lo urbano-popular
latinoamericano, especialmente entre los jóvenes, dice Cárdenas, a partir de una postura siempre
polémica: “[los tres] están ya presentes en las culturas occidentales urbanas. Desde momentos tristes
y a ratos dignos, han prendido para ser manifiestas. El rock ha generado un estilo, el rock latino, en
el que no creo pues me parece que no forma parte de una integridad absoluta, nuestra tradición latina
musical es diferente a eso que se ha llamado rock latino. El cómic boliviano no cuenta tampoco con
una gran presencia, como lo hace en México o Argentina, así que creo que la literatura debe rescatar
estas metalenguas, que se perderían por no tener tradición de cómic. La literatura debe hacerse cargo
de esta responsabilidad. Y el graffiti es una de los formas más libres y anarquistas de comunciación
pues no observa límites porque es clandestina y anónima. El graffiti no es un ejercicio de estilo, es la
expresión total de la emocionalidad de un individuo” (Bajo, 2004: 5).

realidades marginales paceñas en esta escritura. Reconociendo su vinculación con las neo-vanguardias y,
dentro de ellas, con el neo-barroco latinoamericano, Rivera recorre las estridencias y acumulaciones delirantes
de esta escritura —que se torna en graffiti, en música popular, en habla coloquial, en imagen—, quebrando su
propia naturaleza para hibridizarse, para admitir en su seno otros códigos de la comunicación y la expresión
urbanas.
El conjunto de elementos que hemos venido describiendo ha sido percibido por algunos como un
pernicioso hermetismo. Creo que este hermetismo se imbrica en una larga tradición de hermetismos
transgresores y fértiles que han trizado la lengua para airearla, potenciarla, desquiciarla —
recordemos lo que el autor refería sobre las contraliteraturas líneas más arriba—. Curiosamente, no
escucho quejas en contra de hermetismos prestigiosos, mundialmente celebrados; sí las escucho aquí
adentro, cuando se trata de lo nuestro. ¿Por qué de pronto el hermetismo de los barrocos cubanos, de
los estetas rioplatenses, de los sátiros galeses o anglosajones es tolerable, y no el de nuestros artistas
locales? “Yo me pregunto, por ejemplo —dice el autor—, quién ha entendido a Joyce a cabalidad,
quién ha visto Dublin como Joyce lo ha visto. Es solamente una percepción que puede tener, a
momentos, el poder de influir en el lector posible, y entonces, necesariamente, vas a tener que leer
una ciudad a través de los ojos del escritor” (Lagartija, 2004: 12).

Lo cierto es que esta novela ofrece, como hicieran antes los cuentos de Cárdenas, un reto específico,
una carga de exigencia vinculada a muchos de los escritores de su generación a nivel
latinoamericano que responden a una llamada hacia el trabajo artesanal, manual con el lenguaje —
como diría Eltit, y también Margo Glantz de México—. No se trata de complacer a los lectores, sino
de trabajar una masa indómita y canalizarla potenciándola. Y al hacerlo a su manera, Cárdenas es,
efectivamente, irrespetuoso, agresivo, violento. Su hermetismo es parte de la libertad que se toma
con su material, de la irreverencia rigurosa con la que ejerce su oficio. Las hablas, los cuerpos y los
sonidos de la calle, de la anonimia citadina, impactan la materialidad de la letra de la manera en la
que la larga tradición vanguardista nos enseñó hace mucho y que ahora tiene nuevos y renovados
cultores. Sé que gran parte de la novela sería intraducible a otra lengua9: ancla esta lengua en decires
locales que se tornan enigmáticos. Al trabajar ciertos registros del habla, la obra de Cárdenas
resuelve acceder a su humus extraño, híbrido, explosivo y no renuncia a su posible ilegibilidad. Así
están las cosas en el taller de este artista: no quiere renunciar a ciertas dimensiones de sus materiales,
a ciertas tonalidades de sus colores.

Hallo por lo menos curioso que cierta línea de la crítica más erudita de nuestro medio haya
coincidido con la que suele imperar en los concursos literarios en su juicio sobre esta avezada
aventura verbal. Creo que esto señala a la necesidad de un cierto tipo de lector, de un cierto tipo de
lectura, que no es, precisamente, la que intenta imponer la industria globalizada del libro. Dice
Cárdenas al respecto: “Las multinacionales, Alfaguara en nuestro país, buscan siempre textos
promedios, que sean fácilmente consumidos por el gran público. Se tienen en cuenta a la hora de
premiar y publicar los valores económicos, por encima de los literarios” (Bajo, 2004: 5)10. Emerge,

9 Curiosamente, algunos estudiantes de la Carrera de Literatura de la UMSA se han dado a la tarea de traducir
uno de los capítulos más herméticos de la novela, “Sueño de reyes” (Ver La lagartija emplumada, 2004: 14-22).
Se trataría de una traducción del aymarallano al castellano. Esta voluntad de traducir lo supuestamente
“ilegible” de la novela halla eco en la siguiente declaración del autor: “La intención de la novela es que se
entienda a partir de ciertos referentes, pero también admito que está dirigida al público lector de La Paz, es
posible que determinados lectores no entiendan algunas voces de la novela. Si es así, es que esos lectores no
están viviendo su ciudad adecuadamente” (Bajo, 2004: 4).
10
Y Eltit agrega: “La turbulencia del mercado literario. Las editoriales latinoamericanas, responsables de parte
de los mateirales simbólicos, luchan por permanecer en los „nuevos órdenes‟ y para evitar su desaparición
institucional parecen promover una literatura que construya y se construya en el „sentido común‟ del fin de
siglo. Un discurso literario cuyas imágenes tengan la transparencia de la moda, el desenfado propio de su decir,
el material lingüístico de la clase compradora. Una literatura que se consuma con el vértigo del último (y
único) producto, una literatura cuyo relato mantenga el tono del „lugar común‟. Pero si Latinoamérica está
también signada por su opacidad, si su palabra oficial es el resultado de una batalla por la lengua, si la
memoria de su derrota (o de su triunfo según se piense) es el mestizaje, si su racialidad es su diferencia (hablo
del particular código facial), si su regionalización origina la jerga (esa parte cifrada del lenguaje, su historia
espacial), ¿cómo hacer de la palabra en el „Tercer Mundo‟, su primera y única palabra comercial? No lo sé.
insisto, la necesidad de un cierto tipo de lector, de un cierto tipo de lectura —creo que la mejor
literatura siempre exige lectores muy específicos, con destrezas precisas; toda buena obra construye a
su manera su propio lector, inaugura un nuevo lector—. De ahí que el lector, la lectora siempre sean
de alguna forma agredidos, convulsionados. De lo que se trata en este caso es que esta convulsión
abra, ensanche, airée, arriesgue, juegue. Nos regala esta Periférica Blvd. precisamente eso: aire, campo
abierto y una dosis de risa demoledora que remite a lo mejor de nuestra herencia literaria. Eltit se
refiere a ello al decir: “sigo pensando lo literario más bien como una disyuntiva que como una zona
de respuestas que dejen felices y contentos a los lectores. El lector (ideal) al que aspiro es más
problemático, con baches, dudas, un lector más bien cruzado por incertidumbres. Y allí el margen,
los múltiples márgenes posibles marcan, entre otras cosas, el placer y la felicidad, pero además el
disturbio y la crisis” (2000: 174).

Retomando lo citado en los epígrafes, para Cárdenas, este lector ideal sería aquel que, consciente de
su oscilación crítica ante lo occidental, lo andino, lo mágico y lo racional navegue por este texto
participando de sus vericuetos velados, intentando sonderar lo oculto —acudiendo, por cierto, creo
yo, a la experiencia de hecho más cotidiana y auténtica de esta ciudad contundentemente bilingüe,
trabalenguada, abigarrada; haciendo de la crisis que es vivir en una ciudad tan múltiple, tan densa,
también una forma de lectura —. “La verdad es que el texto éste, Periférica Blvd., es una novela que
tiene como entorno la ciudad de La Paz. La pretensión de que la entienda alguien ajeno a la ciudad,
por lo menos en mí, no existe, está dedicada exclusivamente a un lector paceño”11 (Lagartija, 2004:
7).

De hecho, será un lector bien claro en cuanto al profundo racismo y a las frontales intolerancias y
discriminación que se viven como pan de cada en La Paz, el que pueda acceder con mayor fluidez a
la novela. Uno de los elementos más mordaces de la novela es la relación del teniente Villalobos (El
Lobo) y su chofer aymara, Severo. Un racismo de la peor especie se arma en los diálogos del superior
con este subalterno que, en última instancia, sin embargo, vuelca la tortilla a su favor al comprender
que la persecución del chango testigo del asesinato de El Rey no es por sospechoso de asesinato, sino
porque ha sido testigo del asesinato cometido por el teniente. En todo caso, más allá del desenlace
que vuelca al mazo a favor del subalterno, la realidad dominante del intercambio entre los dos
personajes principales es el de una humillación persistente. “No hay que esforzarse demasiado para
percibir que se respira racismo en nuestra sociedad”, dice el autor. Sin embargo, como lo establece la
máquina demoledora del lenguaje de la novela, incluso este elemento es saturado de humor, tal vez
porque, en verdad, el racismo es una bala enloquecida que alcanza a los de un lado y a los del otro.
“Bolivia es nuestra pequeña Sudáfrica […]. Pero estas actitudes también generan un contraracismo,
una actitud de eterno confrontamiento, que sale de ambos lados” —agrega Cárdenas—; “[c]omo
metáfora, hay un fondo representacional del mestizo que cabalga entre dos cosas, se esfuerza por ser
lo uno o lo otro” (Bajo, 2004: 4).

Pero este es el dilema que hoy promueve el mercado (literario) porque se trata, en definitiva, de la implantación
de un „nuevo‟ proyecto político” (2000: 181). Cárdenas continúa: “Tenemos que reconocer que somos
tercermundistas, en ese sentido, totalmente dominados por discursos impositivos, y, así, lo único que nos
queda es satirizar esas imposiciones. Eso es lo que hago a través de eso que se puede llamar, digamos, sentido
del humor” (Lagartija, 2004: 6).
11
Partiendo del análisis que realiza Raúl Prada Alcoreza de la complejidad de los eventos de septiembre y
octubre de 2003 en Largo octubre, sobre todo del planteamiento en torno a que “la ciudad de El Alto contiene
a la nación”, que “la historia de Bolivia se condensa en esta ciudad”, y que “El Alto contiene a la nación de
modo sacrificial, poer también de una forma volitiva” (2004: 39-40), puede decirse que estas afirmaciones de
Cárdenas no remiten tanto a una residencia paceña, como a un lugar de lectura, a una actitud de lectura, a una
cierta visión de las cosas: una forma “adecuada” de vivir la ciudad. Habitar la ciudad implicaría habitar sus
lenguajes en su extrema complejidad; no hacerle el quite a la violencia de sus laberintos.
BIBLIOGRAFÍA

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2004 “Los que no valoran la contraliteratura mean fuera del tiesto‟. Así es Adolfo Cárdenas,
autor de Periférica Blvd, finalista del Premio Nacional de Novela. Una obra paródica para
el público lector de La Paz”, Fondo Negro, Año 3, No. 217, 12-IX-2004, La Paz.
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2004 Largo octubre. La Paz: Enlace Consultores/Plural.
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1998 “Desecho neobarroco: costra y adornos”, Residuos y metáforas (ensayos de crítica cultural
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2007 Adolfo Cárdenas Franco: neobarroco y teatralidad. Tesis de Grado. Carrera de Literatura-
UMSA.

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