Decreto Sobre La Justificación

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Concilio de Trento

DECRETO SOBRE LA JUSTIFICACIÓN

PROEMIO

Habiéndose difundido en estos tiempos, no sin pérdida de muchas almas, y grave detrimento de
la unidad de la Iglesia, ciertas doctrinas erróneas sobre la Justificación;
el sacrosanto, ecuménico y generalConcilio de Trento, congregado legítimamente en
el Espíritu Santo, y presidido a nombre de nuestro santísimo Padre y señor en Cristo, Paulo por
la divina providencia Papa III de este nombre, por
los reverendísimos señores Juan María de Monte, Obispo de Palestina,
y Marcelo, Presbítero del título de santa Cruz en Jerusalén, Cardenales de
la santa Iglesia Romana, y Legados Apostólicos a latere, se propone declarar a todos
los fieles cristianos, a honra y gloria de Dios omnipotente, tranquilidad de la Iglesia,
y salvación de las almas, la verdadera y sana doctrina de la Justificación, que el sol de justicia
Jesucristo, autor y consumador de nuestra fe enseñó, comunicaron sus Apóstoles,
y perpetuamente ha retenido la Iglesia católica inspirada por el Espíritu Santo; prohibiendo con
el mayor rigor, que ninguno en adelante se atreva a creer, predicar o enseñar de otro modo que
el que se establece y declara en el presente decreto.

Cap. I. Que la naturaleza y la ley no pueden justificar a los hombres.


Ante todas estas cosas declara el santo Concilio, que
para entender bien y sinceramente la doctrina de la Justificación, es necesario conozcan todos
y confiesen, que habiendo perdido todos los hombres la inocencia en
la prevaricación de Adán, hechos inmundos, y como
el Apóstol dice, hijos de ira por naturaleza, según se expuso en el decreto del pecado original;
en tanto grado eran esclavos del pecado, y estaban bajo el imperio del demonio, y de la muerte,
que no sólo los gentiles por las fuerzas de la naturaleza, pero ni aun los Judíos por la
misma letra de la ley de Moisés, podrían levantarse, o lograr su libertad; no obstante que
el libre albedrío no estaba extinguido en ellos, aunque sí debilitadas sus fuerzas,
e inclinado al mal.

Cap. II. De la misión y misterio de la venida de Cristo.


Con este motivo el Padre celestial, Padre de misericordias, y Dios de todo consuelo, envió a
los hombres, cuando llegó aquella dichosa plenitud de tiempo, a Jesucristo,
su hijo, manifestado, y prometido a muchos santos Padres antes de la ley, y en el tiempo de ella,
para que redimiese los Judíos que vivían en la ley, y los gentiles que no aspiraban a la santidad,
la lograsen, y todos recibiesen la adopción de hijos. A este
mismo propuso Dios por reconciliador de nuestros pecados, mediante la fe en su pasión, y
no sólo de nuestros pecados, sino de los de todo el mundo.

Cap. III. Quiénes se justifican por Jesucristo.


No obstante, aunque Jesucristo murió por todos, no todos participan del beneficio de su muerte,
sino sólo aquellos a quienes se comunican los méritos de su pasión. Porque así como
no nacerían los hombresefectivamente injustos, si no naciesen propagados de Adan;
pues siendo concebidos por él mismo, contraen por esta propagación su propia injusticia; del
mismo modo, si no renaciesen en Jesucristo, jamás serían justificados; pues en
esta regeneración se les confiere por el mérito de la pasión de Cristo, la gracia con que
se hacen justos. Por
este beneficio nos exhorta el Apóstol a dar siempre gracias al PadreEterno, que
nos hizo dignos de entrar a la parte de la suerte de los santos en la gloria,
nos sacó del poder de las tinieblas, y nos transfirió al reino de su hijo muy amado, en el
que logramos la redención, y el perdón de los pecados.

Cap. IV. Se da idea de la justificación del pecador, y del modo con que se hace en
la ley de gracia.

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En las palabras mencionadas se insinúa la descripción de la justificación del pecador:


de suerte que es tránsito del estado en que nace el hombre hijo del primer Adan,
al estado de gracia y de adopción de los hijos de Dios por
el segundo Adan Jesucristo nuestro Salvador. Esta traslación, o tránsito no se puede lograr,
después de promulgado el Evangelio, sin el bautismo, o sin el deseo de él;
según está escrito: No puede entrar en el reino de los cielos sino el que haya renacido del agua,
y del Espíritu Santo.

Cap. V. De la necesidad que tienen los adultos de prepararse a la justificación, y de


dónde provenga.
Declara además, que el principio de la misma justificación de los adultos se debe tomar de
la gracia divina, que se les anticipa por Jesucristo: esto es, de su llamamiento, por el
que son llamados sin mérito ninguno suyo; de suerte que los que eran enemigos de Dios por
sus pecados, se dispongan por su gracia, que los excita y ayuda para convertirse a su
propia justificación, asintiendo y cooperando libremente a la misma gracia;
de modo que tocando Dios el corazón del hombre por la iluminación del Espíritu Santo, ni el
mismo hombre deje de obrar alguna cosa, admitiendo aquella inspiración,
pues puede desecharla; ni sin embargo pueda moverse sin la gracia divina a la justificación en
la presencia de Dios por sola su libre voluntad. De aquí es, que cuando se dice en
las sagradas letras: Convertíos a mí, y me convertiré a vosotros; se nos avisa de nuestra libertad;
y cuando respondemos: Conviértenos a ti, Señor, y seremos convertidos; confesamos que
somos prevenidos por la divina gracia.

Cap. VI. Modo de esta preparación.


Dispónense, pues, para la justificación, cuando movidos y ayudados por la gracia divina,
y concibiendo la fe por el oído, se inclinan libremente a Dios, creyendo ser verdad lo
que sobrenaturalmente ha revelado y prometido; y en primer lugar,
que Dios justifica al pecador por su gracia adquirida en la redención por Jesucristo; y en
cuanto reconociéndose por pecadores, y pasando del temor de la divinajusticia,
que últimamente los contrista, a considerar la misericordia de Dios, conciben esperanzas, de
que Dios los mirará con misericordia por la gracia de Jesucristo,
y comienzan a amarle como fuente de toda justicia; y por lo mismo se mueven contra
sus pecados con cierto odio y detestación; esto es, con aquel arrepentimiento que deben tener
antes del bautismo; y en fin, cuando proponen recibir este sacramento, empezar una vida nueva,
y observar los mandamientos de Dios. De esta disposición es de la que habla la Escritura,
cuando dice: El que se acerca a Dios debe creer que le hay, y que es remunerador de los que
le buscan. Confía, hijo, tus pecados te son perdonados. Y,
el temor de Dios ahuyenta al pecado. Y también: Haced penitencia, y reciba cada uno de
vosotros el bautismo en el nombrede Jesucristo para la remisión de vuestros pecados,
y lograréis el don del Espíritu Santo. Igualmente: Id pues, y enseñad a todas
las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y
del EspírituSanto, enseñándolas a observar cuanto os he encomendado. En
fin: Preparad vuestros corazones para el Señor.

Cap. VII. Que sea la justificación del pecador, y cuáles sus causas.
A esta disposición o preparación se sigue la justificación en sí misma: que no sólo es
el perdón de los pecados, sino también la santificación y renovación del hombre interior por
la admisión voluntaria de la gracia y dones que la siguen; de donde resulta que
el hombre de injusto pasa a ser justo, y de enemigo a amigo, para ser heredero en esperanza de
la vida eterna. Las causas de esta justificación son: la final, la gloria de Dios, y de Jesucristo, y
la vida eterna. La eficiente, es Dios misericordioso,
que gratuitamente nos limpia y santifica, sellados y ungidos con el Espíritu Santo, que
nos está prometido, y que es prenda de la herencia que hemos de recibir. La causa meritoria, es
su muy amado unigénito Jesucristo, nuestro Señor, quien por la excesiva caridad con que
nos amó, siendo nosotros enemigos, nos mereció con su santísima pasión en el árbol de

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la cruz la justificación, y satisfizo por nosotros a Dios Padre. La instrumental, además de estas,
es el sacramento del bautismo, que es sacramento de fe, sin la cual ninguno jamás
ha logrado la justificación. Ultimamente la única causa formal es la santidad de Dios, no aquella
con que él mismo es santo, sino con la que nos hace santos; es a saber, con la que dotados por
él, somos renovados en lo interior de nuestras almas, y no sólo quedamos reputados justos, sino
que con verdad se nos llama así, y lo somos, participando cada uno de nosotros
la santidad según la medida que le reparte el Espíritu Santo, como quiere, y según la
propia disposición y cooperación de cada uno. Pues aunque nadie se puede justificar, sino aquel
a quien se comunican los méritos de la pasión de nuestro Señor Jesucristo; esto, no obstante,
se logra en la justificación del pecador, cuando por el mérito de la
misma santísima pasión se difunde el amor de Dios por medio del Espíritu Santo en
los corazones de los que se justifican, y queda inherente en ellos. Resulta de aquí que en la
misma justificación, además de la remisión de los pecados, se difunden al mismo tiempo en
el hombre por Jesucristo, con quien se une, la fe, la esperanza y la caridad; pues la fe, a
no agregársele la esperanza y caridad, ni lo une perfectamente con Cristo, ni
lo hace miembro vivo de su cuerpo. Por esta razón se dice con suma verdad: que
la fe sin obras es muerta y ociosa; y también: que para
con Jesucristo nada vale la circuncisión, ni la falta de ella, sino la fe que obra por
la caridad. Esta es aquella fe que por tradición de los Apóstoles, piden los Catecúmenos a
la Iglesia antes de recibir el sacramento del bautismo, cuando piden la fe que da vida eterna; la
cual no puede provenir de la fe sola, sin la esperanza ni la caridad. De aquí es,
queinmediatamente se les dan por respuesta las palabras de Jesucristo: Si quieres entrar en
el cielo, observa los mandamientos. En consecuencia de esto,
cuando reciben los renacidos o bautizados la verdadera y cristiana santidad, se
les manda inmediatamente que la conserven en toda su pureza y candor como la primera estola,
que en lugar de la que perdió Adan por su inobediencia, para sí y sus hijos, les
ha dadoJesucrito con el fin de que se presenten con ella ante su tribunal,
y logren la salvación eterna.

Cap. VIII. Cómo se entiende que el pecador se justifica por la fe, y gratuitamente.
Cuando dice el Apóstol que el hombre se justifica por la fe,
y gratuitamente; se deben entender sus palabras en aquel sentido que adoptó, y
ha expresado el perpetuo consentimiento de la Iglesia católicaa; es a saber, que en tanto
se dice que somos justificados por la fe, en cuanto esta es principio de
la salvación del hombre, fundamento y raíz de toda justificación, y sin la cual
es imposible hacerse agradables a Dios, ni llegar a participar de la suerte de hijos suyos. En
tanto también se dice que somos justificados gratuitamente, en cuanto ninguna de
las cosas que preceden a la justificación, sea la fe, o sean las obras, merece la gracia de
la justificación: porque si es gracia, ya no proviene de las obras: de
otro modo, como dice el Apóstol, la gracia no sería gracia.

Cap. IX. Contra la vana confianza de los herejes.


Mas aunque sea necesario creer que los pecados ni se perdonan, ni jamás se han perdonado,
sino gratuitamente por la misericordia divina, y méritos de Jesucristo; sin embargo no
se puede decir que se perdonan, o se han perdonado a ninguno que haga ostentación de
su confianza, y de la certidumbre de que sus pecados le están perdonados, y se fíe sólo en esta:
pues puede hallarse entre los herejes y cismáticos, o por mejor decir, se halla en
nuestros tiempos, y se preconiza con grande empeño contra la Iglesia católica,
esta confianza vana, y muy ajena de toda piedad. Ni tampoco se puede afirmar que
los verdaderamente justificados deben tener por cierto en su interior, sin
el menor género de duda, que están justificados; ni que nadie queda absuelto de sus pecados, y
se justifica, sino el que crea con certidumbre que está absuelto y justificado; ni que
con sola esta creencia logra toda su perfección el perdón y justificación; como dando a entender,
que el que no creyese esto, dudaría de las promesas de Dios, y de la eficacia de
la muerte y resurrección de Jesucristo. Porque así como ninguna persona piadosa debe dudar de

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la misericordia divina, de los méritos de Jesucristo, ni de la virtud y eficacia de los sacramentos:


del mismo modo todos pueden recelarse y temer respecto de su estado en gracia,
si vuelven la consideración a sí mismos, y a su propia debilidad e indisposición;
pues nadie puede saber con la certidumbre de su fe, en que no cabe engaño, que
ha conseguido la gracia de Dios.

Cap. X. Del aumento de la justificación ya obtenida.


Justificados pues así, hechos amigos y domésticos de Dios, y caminando de virtud en virtud,
se renuevan, como dice el Apóstol, de día en día; esto es, que mortificando su carne,
y sirviéndose de ella como
de instrumento para justificarse y santificarse, mediante la observancia de
los mandamientos de Dios, y de la Iglesia, crecen en la misma santidad que por
la gracia de Cristo han recibido, y cooperando la fe con las buenas obras, se justifican más;
según está escrito: El que es justo, continúe justificándose. Y en otra parte: No
te receles de justificarte hasta la muerte. Y además: Bien veis que el hombre se justifica por
sus obras, y no solo por la fe. Este es
el aumento de santidad que pide la Iglesia cuando ruega: Danos, Señor, aumento de fe, esperanz
a y caridad.

Cap. XI. De la observancia de los mandamientos, y de cómo


es necesario y posible observarlos.
Pero nadie, aunque esté justificado, debe persuadirse que está exento de la observancia de
los mandamientos, ni valerse tampoco de aquellas voces temerarias,
y prohibidas con anatema por los Padres, es a saber: que la observancia de
los preceptos divinos es imposible al hombre justificado. Porque Dios no manda imposibles; sin
o mandando, amonesta a que hagas lo que puedas, y a que pidas lo que no puedas; ayudando al
mismo tiempo con sus auxilios para que puedas; pues no son pesados los mandamientos de
aquel, cuyo yugo es suave, y su carga ligera. Los que son hijos de Dios, aman a Cristo; y los
que le aman, como él mismo testifica, observan sus mandamientos. Esto por cierto,
lo pueden ejecutar con la divina gracia; porque aunque en
esta vida mortal caigan tal vez los hombres, por santos y justos que sean, a lo menos
en pecados leves y cotidianos, que también se llaman veniales; no por esto dejan de ser justos;
porque de los justos es
aquella voz tan humilde como verdadera: Perdónanos nuestras deudas.Por lo que tanto
más deben tenerse los mismos justos por obligados a andar en el camino de la santidad, cuanto
ya libres del pecado, pero alistados entre
los siervos de Dios, pueden, viviendo sobria, justa y piadosamente, adelantar en
su aprovechamiento con la gracia de Jesucristo, qu fue quien les abrió la puerta para entrar en
esta gracia. Dios por cierto, no abandona a los que una vez llegaron a justificarse con su gracia,
como estos no le abandonen primero. En consecuencia,
ninguno debe engreírse porque posea sola la fe, persuadiéndose de que sólo por
ella está destinado a ser heredero, y que ha de conseguirla herencia, aunque no
sea partícipe con Cristo de su pasión, para serlo también de su gloria; pues aun el
mismo Cristo, como dice el Apóstol: Siendo hijo de Dios aprendió a ser obediente en las
mismas cosas que padeció, y consumada su pasión, pasó a ser la causa de
la salvación eterna de todos los que le obedecen. Por esta razón amonesta el mismo Apóstol a
los justificados, diciendo: ¿Ignoráis que los que corren en
el circo, aunque todos corren, uno solo es el que recibe el premio? Corred, pues, de modo que
lo alcancéis. Yo en efecto corro, no como a objeto incierto; y peleo, no como
quien descargagolpes en el aire; sino mortifico mi cuerpo, y lo sujeto; no sea que predicando a
otros, yo me condene. Además de esto, el Príncipe de
los Apóstoles san Pedro dice: Anhelad siempre por asegurar con
vuestras buenas obras vuestra vocación y elección; pues procediendo así, nunca pecaréis. De
aquí consta que se oponen a la doctrina de la religión católica los que dicen que el justo peca en
toda obra buena, a lo menos venialmente, o lo que es más intolerable,

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que merece las penas del infierno; así como los que afirman que los justos pecan en todas
sus obras, si alentando en la ejecución de ellas su flojedad, y exhortándose a correr en
la palestra de esta vida, se proponen por premio la bienaventuranza, con el objeto de
que principalmente Dios sea glorificado; pues la Escritura dice: Por
la recompensa incliné mi corazón a cumplir tus mandamientos que justifican. Y
de Moisés dice el Apóstol, que tenía presente, o aspiraba a la remuneración.

Cap. XII. Debe evitarse la presunción de creer temerariamente su propia predestinación.


Ninguno tampoco, mientras se mantiene en esta vida mortal, debe estar
tan presuntuosamente persuadido del profundo misterio de la predestinación divina,
que crea por cierto es seguramente del número de los predestinados; como si
fuese constante que el justificado, o no puede ya pecar, o deba prometerse, si pecare,
el arrepentimiento seguro; pues sin especial revelación, no se puede sabe quiénes son los
que Dios tiene escogidos para sí.

Cap. XIII. Del don de la perseverancia.


Lo mismo se ha de creer acerca del don de la perseverancia, del que dice la Escritura: El
que perseverare hasta el fin, se salvará: lo cual no se puede obtener de otra mano que de la de
aquel que tiene virtud de asegurar al que está en pie para que continúe así hasta el fin, y
de levantar al que cae. Ninguno se prometa cosa alguna cierta con seguridad absoluta;
no obstante que todos deben poner, y asegurar en los auxilios divinos la más firme esperanza de
su salvación. Dios por cierto, a no ser que los hombres dejen de corresponder a su gracia, así
como principió la obra buena, la llevará a su perfección, pues es el que causa en
el hombre la voluntad de hacerla, y la ejecución y perfección de ella. No obstante, los que
se persuaden estar seguros, miren no caigan; y procuren su salvación con temor y temblor,
por medio de trabajos, vigilias, limosnas, oraciones, oblaciones, ayunos y castidad: pues deben
estar poseídos de temor, sabiendo que han renacido a la esperanza de la gloria,
mas todavía no han llegado a su posesiónsaliendo de los combates que les restan contra
la carne, contra el mundo y contra el demonio; en los que
no pueden quedar vencedores sino obedeciendo con la gracia de Dios al Apóstol san Pablo,
que dice: Somos deudores, no a la carne para que vivamos según ella: pues si viviéreis según
la carne, moriréis; mas si mortificareis con el espíritu las acciones de la carne, viviréis.

Cap. XIV. De los justos que caen en pecado, y de su reparación.


Los que habiendo recibido la gracia de la justificación, la perdieron por
el pecado, podrán otra vez justificarse por los méritos de Jesucristo, procurando, excitados con
el auxilio divino, recobrar la graciaperdida, mediante el sacramento de la Penitencia.
Este modo pues de justificación, es la reparación o restablecimiento del que ha caído en pecado;
la misma que con mucha propiedad han llamado los santosPadres segunda tabla después
del naufragio de la gracia que perdió. En efecto, por los que después del bautismo caen en
el pecado, es por los que estableció Jesucristo el sacramento de la Penitencia,
cuando dijo: Recibid el Espíritu Santo: a los que perdonáreis los pecados,
les quedan perdonados; y quedan ligados los de aquellos que dejeis sin perdonar. Por
esta causa se debe enseñar, que es mucha la diferencia que hay entre
la penitencia del hombre cristiano después de su caída, y la del bautismo; pues aquella
no sólo incluye la separación del pecado, y su detestación, o el corazón contrito y humillado;
sino también la confesión sacramental de ellos, a lo menos en deseo para hacerla a su tiempo, y
la absolución del sacerdote; y además de estas,
la satisfacción por medio de ayunos, limosnas, oraciones y otros piadososejercicios de
la vida espiritual: no de la pena eterna, pues esta se perdona juntamente con la culpa o por
el sacramento, o por el deseo de él; sino de la pena temporal, que
según enseña la sagrada Escritura, no siempre, como sucede en el bautismo, se perdona toda a
los que ingratos a la divina gracia que recibieron, contristaron al Espíritu Santo, y no
se avergonzaron de profanar el templo de Dios. De esta penitencia es de la
que dice la Escritura: Ten presente de qué estado has caído: haz penitencia,

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y ejecuta las obras que antes. Y en otra parte: La tristeza que es


según Dios, produce una penitencia permanente para conseguir la salvación. Y
además: Haced penitencia, y haced frutos dignos de penitencia.

Cap. XV. Con cualquier pecado mortal se pierde la gracia, pero no la fe.
Se ha de tener también por cierto, contra los astutos ingenios de algunos
que seducen con dulces palabras y bendiciones los corazones inocentes, que la gracia que se
ha recibido en la justificación, se pierde no solamente con la infidelidad, por la que perece aún
la misma fe, sino también con cualquiera
otro pecado mortal, aunque la fe se conserve: defendiendo en esto la doctrina de la divina ley,
que excluye del reino de Dios, no sólo los infieles, sino también los fieles que caen en
la fornicación,
los adúlteros, afeminados, sodomitas, ladrones, avaros, vinosos, maldicientes, arrebatadores, y
todos los demás que caen en pecados mortales; pues pueden abstenerse de ellos con el auxilio de
la divina gracia, y quedan por ellos separados de la gracia de Cristo.

Cap. XVI. Del fruto de la justificación; esto es, del mérito de las buenas obras, y de
la esencia de este mismo mérito.
A las personas que se hayan justificado de este modo,
ya conserven perpetuamente la gracia que recibieron, ya recobren la que perdieron,
se deben hacer presentes las palabras del Apóstol san Pablo: Abundad en
toda especie de obras buenas; bien entendidos de que vuestro trabajo no es en vano para
con Dios; pues no es Dios injusto de suerte que se olvide de vuestras obras, ni
del amor que manifestásteis en su nombre. Y: No perdáis vuestra confianza,
que tiene un gran galardón. Y esta es la causa porque a los que obran bien hasta la muerte,
y esperan en Dios, se les debe proponer la vida eterna, ya como gracia
prometida misericordiosamente por Jesucristo a los hijos de Dios, ya como premio con que
se han de recompensar fielmente, según la promesa de Dios, los méritos y buenas obras. Esta es,
pues, aquella corona de justicia que decía el Apóstol le estaba reservada para obtenerla después
de su contienda y carrera, la misma que le había de adjudicar el justo Juez, no solo a él, sino
también a todos los que desean su santo advenimiento. Pues como el
mismo Jesucristo difunda perennemente su virtud en los justificados, como la cabeza en
los miembros, y la cepa en los sarmientos; y constante que su virtud siempre
antecede, acompaña y sigue a las buenas obras, y sin ella no podrían ser
de modo alguno aceptas ni meritorias ante Dios; se debe tener por cierto, que ninguna
otra cosa falta a los mismos justificados para creer que han satisfecho plenamente a
la ley de Dios con aquellas mismas obras que han ejecutado, según Dios,
con proporción al estado de la vida presente; ni para
que verdaderamente hayan merecido la vida eterna (que conseguirán a su tiempo,
si murieren en gracia): pues Cristo nuestro Salvador dice: Si alguno bebiere del agua que yo
le daré, no tendrá sed por toda la eternidad, sino logrará en sí mismo
una fuente de agua que corra por toda la vida eterna. En consecuencia de esto, ni
se establece nuestra justificación como tomada de nosotros mismos, ni se desconoce,
ni desecha la santidad que viene de Dios; pues la santidad que llamamos nuestra,
porque estando inherente en nosotros nos justifica, esa misma es de Dios: porque Dios nos
la infunde por los méritos de Cristo. Ni tampoco debe omitirse, que aunque en
la sagrada Escritura se de a las buenas obras tanta estimación,
que promete Jesucristo no carecerá de su premio el que de a uno de
sus pequeñuelos de beber agua fría; y testifique el Apóstol, que el peso de la tribulación que en
este mundo es momentáneo y ligero, nos da en
el cielo un excesivo y eterno peso de gloria; sin embargo no permita Dios que
el cristiano confíe, o se gloríe en sí mismo, y no en el Señor; cuya bondad es tan grande para
con todos los hombres, que quiere sean méritos de estos los que son dones suyos. Y por cuanto
todos caemos en muchas ofensas, debe cada uno tener a la vista así como
la misericordia y bondad, la severidad y el juicio: sin que nadie sea capaz de calificarse a sí

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mismo, aunque en nada le remuerda la conciencia; pues no se ha de examinar ni juzgar toda


la vida de los hombres en tribunal humano, sino en el de Dios, quien iluminará los secretos de
las tinieblas, y manifestará los designios del corazón y
entonces logrará cada uno la alabanza y recompensa de Dios, quien,
como está escrito, les retribuirá según sus obras.
Después de explicada esta católica doctrina de la justificación, tan necesaria, que si alguno no
la admitiere fiel y firmemente, no se podrá justificar,
ha decretado el santo Concilio agregar los siguientescánones, para que todos sepan no sólo lo
que deben adoptar y seguir, sino también lo que han de evitar y huir.

Cánones sobre la justificación


CAN. I. Si alguno dijere, que el hombre se puede justificar para con Dios por
sus propias obras, hechas o con solas las fuerzas de la naturaleza, o por la doctrina de la ley, sin
la divina gracia adquirida por Jesucristo; sea excomulgado.
CAN. II. Si alguno dijere, que la divina gracia, adquirida por Jesucristo,
se confiere únicamente para que el hombre pueda con mayor facilidad vivir en justicia,
y merecer la vida eterna; como si por su libre albedrío, y sin la gracia pudiese adquirir uno y
otro, aunque con trabajo y dificultad; sea excomulgado.
CAN. III. Si alguno dijere, que el hombre, sin que se
le anticipe la inspiración del Espíritu Santo, y sin su auxilio, puede creer, esperar, amar,
o arrepentirse según conviene, para que se le confiera la gracia de la justificación;
sea excomulgado.
CAN. IV. Si alguno dijere, que el libre albedrío del hombre movido y excitado por Dios,
nada coopera asintiendo a Dios que le excita y llama para que
se disponga y prepare a lograr la gracia de la justificación; y que
no puede disentir, aunque quiera, sino que como un ser inanimado, nada absolutamente obra,
y solo se ha como sujeto pasivo; sea excomulgado.
CAN. V. Si alguno dijere, que el libre albedrío del hombre está perdido y extinguido después
del pecado de Adán; o que es cosa de solo nombre, o más bien nombre sin objeto, y en
fin ficción introducida por el demonio en la Iglesia; sea excomulgado.
CAN. VI. Si alguno dijere, que no está en poder del hombre dirigir mal su vida, sino
que Dios hace tanto las malas obras, como las buenas, no sólo permitiéndolas,
sino ejecutándolas con toda propiedad, y por sí mismo; de suerte que no es menos
propia obra suya la traición de Judas, que la vocación de san Pablo; sea excomulgado.
CAN. VII. Si alguno dijere, que todas las obras ejecutadas antes de la justificación, de
cualquier modo que se hagan, son verdaderamente pecados, o merecen el odio de Dios; o que
con cuanto mayor ahincoprocura alguno disponerse a recibir la gracia, tanto
más gravemente peca; sea excomulgado.
CAN. VIII. Si alguno dijere, que el temor del infierno, por el cual doliéndonos de los pecados,
nos acogemos a la misericordia de Dios, o nos abstenemos de pecar, es pecado, o hace peores a
los pecadores; sea excomulgado.
CAN. IX. Si alguno dijere, que el pecador se justifica con sola la fe, entendiendo que no
se requiere otra cosa alguna que coopere a conseguir la gracia de la justificación; y que
de ningún modo es necesario que se prepare y disponga con el movimiento de su voluntad;
sea excomulgado.
CAN. X. Si alguno dijere, que los hombres son justos sin aquella justicia de Jesucristo, por la
que nos mereció ser justificados, o que son formalmente justos por aquella misma;
sea excomulgado.
CAN. XI. Si alguno dijere que los hombres se justifican o con sola la imputación de
la justicia de Jesucristo, o con solo el perdón de los pecados, excluida la gracia y caridad que
se difunde en sus corazones, y queda inherente en ellos por el Espíritu Santo; o también que
la gracia que nos justifica, no es otra cosa que el favor de Dios; sea excomulgado.
CAN. XII. Si alguno dijere, que la fe justificante no es otra cosa que la confianza en
la divina misericordia, que perdona los pecados por Jesucristo; o que sola aquella confianza es
la que nos justifica; sea excomulgado.

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CAN. XIII. Si alguno dijere, que es necesario a todos los hombres para alcanzar el perdón de
los pecados creer con toda certidumbre, y sin la menor desconfianza de su
propia debilidad e indisposición, que les están perdonados los pecados; sea excomulgado.
CAN. XIV. Si alguno dijere, que el hombre queda absuelto de los pecados, y
se justifica precisamente porque cree con certidumbre que está absuelto y justificado; o que
ninguno lo está verdaderamente sino el que cree que lo está; y que
con sola esta creencia queda perfecta la absolución y justificación; sea excomulgado.
CAN. XV. Si alguno dijere, que el hombre renacido y justificado está obligado a creer de fe que
él es ciertamente del número de los predestinados; sea excomulgado.
CAN. XVI. Si alguno dijere con absoluta e infalible certidumbre, que ciertamente ha de tener
hasta el fin el gran don de la perseverancia, a no saber esto por especial revelación;
sea excomulgado.
CAN. XVII. Si alguno dijere, que no participan de la gracia de la justificación sino
los predestinados a la vida eterna; y que todos los demás que son llamados, lo son en efecto,
pero no reciben gracia, pues están predestinados al mal por el poder divino; sea excomulgado.
CAN. XVIII. Si alguno dijere, que
es imposible al hombre aun justificado y constituido en gracia, observar los mandamientos de D
ios; sea excomulgado.
CAN. XIX. Si alguno dijere, que el Evangelio no intima precepto alguno más que el de la fe,
que todo lo demás es indiferente, que ni está mandado, ni está prohibido, sino que es libre; o que
los diez mandamientos no hablan con los cristianos; sea excomulgado.
CAN. XX. Si alguno dijere, que el hombre justificado, por perfecto que sea,
no está obligado a observar los mandamientos de Dios y de la Iglesia, sino sólo a creer; como si
el Evangelio fuese una mera y absoluta promesa de la salvación eterna sin
la condición de guardar los mandamientos; sea excomulgado.
CAN. XXI. Si alguno dijere, que Jesucristo fue enviado por Dios a
los hombres como redentor en quien confíen, pero no como legislador a quien obedezcan;
sea excomulgado.
CAN. XXII. Si alguno dijere, que el hombre justificado puede perseverar en
la santidad recibida sin especial auxilio de Dios, o que no puede perseverar con él;
sea excomulgado.
CAN. XXIII. Si alguno dijere, que el hombre una vez justificado no puede ya más pecar,
ni perder la gracia, y que por esta causa el que cae y peca nunca fue verdaderamente justificado;
o por el contrario que puede evitar todos los pecados en el discurso de su vida, aun los veniales,
a no ser por especial privilegio divino, como lo cree la Iglesia de
la bienaventurada virgen María; sea excomulgado.
CAN. XXIV. Si alguno dijere, que la santidad recibida no se conserva, ni tampoco
se aumenta en la presencia de Dios, por las buenas obras; sino que
estas son únicamente frutos y señales de la justificación que se alcanzó, pero no causa de que
se aumente; sea excomulgado.
CAN. XXV. Si alguno dijere, que el justo peca en cualquiera obra buena por lo
menos venialmente, o lo que es más intolerable, mortalmente, y que merece por esto
las penas del infierno; y que si no se condena por ellas, es precisamente porque Dios no
le imputa aquellas obras para su condenación; sea excomulgado.
CAN. XXVI. Si alguno dijere, que los justos por las buenas obras que hayan hecho según Dios,
no deben aguardar ni esperar de Dios retribución eterna por su misericordia,
y méritos de Jesucristo, si perseveraren hasta la muerte obrando bien,
y observando los mandamientos divinos; sea excomulgado.
CAN. XXVII. Si alguno dijere, que no hay más pecado mortal que el de la infidelidad, o que, a
no ser por este, con ningún otro, por grave y enorme que sea, se pierde la gracia que
una vez se adquirió; sea excomulgado.
CAN. XXVIII. Si alguno dijere, que perdida la gracia por el pecado, se pierde siempre, y al
mismo tiempo la fe; o que la fe que permanece no es verdadera fe, bien que no sea fe viva; o
que el que tiene fe sin caridad no es cristiano; sea excomulgado.

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Concilio de Trento

CAN. XXIX. Si alguno dijere, que el que peca después del bautismo no puede levantarse con
la gracia de Dios; o que ciertamente puede, pero que recobra la santidad perdida con sola la fe, y
sin el sacramento de la penitencia, contra lo que ha profesado, observado y enseñado hasta
el presente la santa Romana, y universal Iglesia instruida por nuestro Señor Jesucristo y
sus Apóstoles; sea excomulgado.
CAN. XXX. Si alguno dijere, que recibida la gracia de la justificación, de tal modo se
le perdona a todo pecador arrepentido la culpa, y se le borra el reato de la pena eterna, que no
le queda reato de pena alguna temporal que pagar, o en este siglo, o en el futuro en
el purgatorio, antes que se le pueda franquear la entrada en el reino de los cielos;
sea excomulgado.
CAN. XXXI. Si alguno dijere, que
el hombre justificado peca cuando obra bien con respecto a remuneración eterna;
sea excomulgado.
CAN. XXXII. Si alguno dijere, que las buenas obras del hombre justificado de
tal modo son dones de Dios, que no son también méritos buenos del mismo justo; o que este
mismo justificado por las buenas obras que hace con la gracia de Dios, y méritos de Jesucristo,
de quien es miembro vivo, no merece en realidad aumento de gracia, la vida eterna, ni
la consecución de la gloria si muere en gracia, como ni tampoco el aumento de la gloria;
sea excomulgado.
CAN. XXXIII. Si alguno dijere, que la doctrina católica sobre la justificación expresada en
el presente decreto por el santo Concilio, deroga en alguna parte a la gloria de Dios, o a
los méritos de Jesucristo nuestro Señor; y no más bien que se ilustra con ella la verdad de
nuestra fe, y finalmente la gloria de Dios, y de Jesucristo; sea excomulgado.

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