Antropología

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A modo de introducción

1. Algunas precauciones para el uso


El ambiente: he aquí un término que aparecerá a menudo a lo
largo de este libro; por eso, tal vez sea útil decir algunas palabras so-
bre el ambiente que ha presidido en la elaboración del mismo.
Yo empecé una de mis obras anteriores poniéndome bajo el pa-
trocinio de Savonarola. Hoy invocaré, más bien, la memoria de Ma-
quiavelo, haciendo referencia a lo que él llama «el pensamiento de
la plaza pública». Para aquellos que leen, o que saben leer, se ofrece
de este modo una reflexión de largo aliento que, a través de las nocio-
nes de potencia, socialidad, cotidiano, imaginario, pretende mostrar-
se atenta a lo que funda en profundidad la vida corriente de nuestras
sociedades en este momento en que toca a su conclusión la era mo-
derna. Los jalones que se ponen ahora permiten orientar nuestros pa-
sos en la dirección de la cultura, que se debe entender en el sentido
fuerte del término y que actualmente está en trance de imponerse al
enfoque económico-político. Se hará aquí particular hincapié en los
múltiples rituales, la vida banal, la duplicidad, los juegos de la apa-
riencia, la sensibilidad colectiva, el destino; en una palabra, en la te-
mática dionisíaca, y si bien es verdad que todo ello ha sido objeto de
alguna que otra sonrisita capciosa, no es menos cierto que es utiliza-
do a menudo de diversas maneras en numerosos análisis contemporá-

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neos. Cosa normal, pues la historia del pensamiento muestra a las cla-
ras que, junto con determinados mimetismos intelectuales o autolegi-
timaciones apriorísticas, corren parejas legitimidades que se construyen
con el uso. Unos administran un saber capitalizado; otros, en el sen-
tido etimológico del término, «inventan», es decir, sacan a la luz lo
que ya existe pero que nosotros tenemos ciertas dificultades para dis-
cernir.
No existen razones, sin embargo, para mostrarse triunfalistas. Este
discernimiento no es nada fácil. Expresión de una prudencia sin duda
necesaria pero a menudo demasiado mortífera, el espíritu de seriedad
domina de manera absoluta sobre nuestras disciplinas. No deja, por
lo demás, de ser interesante notar cómo a veces hace buenas migas
con la desenvoltura más pretenciosa. Por cierto, ¿existe una gran di-
ferencia entre lo que M. Weber llamara el «pequeño engranaje» de
un pensamiento tecnocrático y el «pasotismo» o inhibicionismo que
redescuenta con beneficio lo que él (u otros) sembraron bastante tiem-
po atrás? En realidad, ambas cosas no hacen sino confortarse mutua-
mente, y el hecho de que sean ensalzadas por un público estulto merece
atención. ¿Se debe, entonces, como hacen algunos, vilipendiar una
época abúlica y un tanto ignara? No seré yo, por mi parte, quien cai-
ga en esta solución facilona. Es normal que algunos representen el
papel de bufones ante periodistas apresurados. Después de todo, esto
forma también parte del dato social. Pero se puede igualmente imagi-
nar que haya otros con otras ambiciones distintas: dirigirse a aqué-
llos que tienen ganas de pensar por sí mismos y que hallan en
determinado libro, o en determinados análisis, una ayuda o un tram-
polín que les permita epifanizar su propio pensamiento. ¿Ingenuidad,
pretenciosidad? El tiempo lo dirá. Sólo algunos espíritus avisados sa-
ben anticipársele por poco.
Ya se habrá adivinado que no es otra la ambición de la presente
obra; a saber, dirigirse misteriosamente, sin falsa simplicidad ni inú-
til complicación, a la comunidad de espíritus que, al margen de capi-
llas, camarillas y sistemas, pretende pensar esa hommerie de que
hablaba el sabio Montaigne y que es también su suerte y predicamen-
to. Espíritus libres, por supuesto, pues, como se verá en las deriva-
ciones que siguen, es menester ser dueño de los propios movimientos

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para que el pensamiento discurra de manera venturosa. Freischwe-
bende Intelligentsia. Es ésta una perspectiva que puede ser poco tran-
quilizadora, pero que no carece de interés para quienes conceden a
dicha aventura la calidad que le es debida. En una palabra, yo no ten-
go ninguna gana de hacer uno de esos libros que, como decía G. Ba-
taille, «invitan a la facilidad a aquéllos que los leen... (uno de
esos libros que) agradan las más de las veces a los espíritus va-
gos e impotentes que quieren huir y dormir» (Oeuvres Completes,
t. VIII, 583).
No se trata de ningún estado anímico, sino más bien de precisio-
nes que no es inútil ofrecer, pues aquí no se respetará la tradicional
compartimentación disciplinaria; lo cual, naturalmente, no permitirá
ya beneficiarse de esa tranquilidad intelectual que suele traer pareja.
Pero es precisamente el objeto abordado el que reclama esta trans-
gresión. En efecto, en la actualidad suele aceptarse la afirmación de
que la existencia social, que aquí nos ocupa, se presta malamente a
la compartimentación conceptual. Dejemos esto a los notarios del sa-
ber, que creen hacer ciencia por presidir la partición clasificada de
lo que supuestamente toca a cada cual. No tiene importancia que el
reparto se haga en función de las clases, de las categorías socio-
profesionales, de las opiniones políticas o de otras determinaciones
apriorísticas. Empleando un término un poco bárbaro, que tratare-
mos constantemente de explicitar, o desplegar, intentaremos mante-
ner aquí una perspectiva «holística»: eso que, dentro de una constante
reversibilidad, une la globalidad (social o natural) con los distintos
elementos (medio y personas) que la constituyen. Lo que, en el itine-
rario de la temática que yo reivindico, equivale a unir los dos extre-
mos de la cadena: el de una ontología existencial y el de la más simple
de las trivialidades1. La primera iluminará, como si se tratara de un
rayo láser, las distintas manifestaciones de la segunda.

1. Reconocemos aquí un planteamiento que adoptaron pensadores como A. Schutz,


G. H. Mead y E. Goffman; sobre este tema remito a HANNERZ (U.), Explorer la
ville, París, Minuit, cap. VI, y sobre el vaivén en concreto, p. 277. Podemos citar asi-
mismo a BERGER (P.) y LUCKMAN (Th.), La Construction sociale de la réalité, Mé-
ridiens Klincksieck, 1968.

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Resulta obvio que, en la perspectiva de la «separación», que aún
sigue jugando un papel dominante, este procedimiento es inquietan-
te, por preferirse enfoques ya monográficos ya deliberadamente teó-
ricos. Yo, sin embargo, dejaré a un lado las delicias intelectuales de
cada una de estas actitudes, confiando en que el hecho de que ciertas
consideraciones «inactuales» puedan hallarse en perfecta adecuación
con su tiempo. Por lo que aquí nos ocupa, permítaseme citar a Lévi-
Strauss, quien, con el acierto de todos sabido, mostró que no conve-
nía exacerbar la división clásica entre magia y ciencia, y que la prime-
ra, al acentuar los «datos sensibles», había contribuido en no poca
medida al desarrollo de la segunda2. Por mi parte, yo intentaré lle-
var hasta el límite la lógica de semejante comparación, o cuanto me-
nos aplicarla a otros tipos de polaridad parecidos. Me explicaré al
respecto de una manera más detallada en el capítulo final, señalando
por ahora que late en ello una paradoja fecunda, además de útilísima
a la hora de apreciar configuraciones sociales que se fundan cada vez
más en la sinergia de lo que antes se tenía tendencia a separar.
La antinomia entre el pensamiento erudito y el sentido común
parece darse por descontada. Y, naturalmente, al primero le suele pa-
recer enfermo el segundo: cuando no se lo califica de «falsa concien-
cia», el sentido común es, en el mejor de los casos, débil y titubeante.
El desprecio a las «almas candidas» es la piedra de toque de la actitud
intelectual. En otra ocasión ya me he pronunciado sobre tal fenóme-
no, pero ahora quisiera mostrar que esto explica a menudo la incapa-
cidad que se puede tener a la hora de comprender lo que, a falta de
un término mejor, llamaremos la vida. Referirse a la vida en general
es una cosa sin duda muy arriesgada. Puede conducir, en particular,
a una ensoñación sin ningún horizonte; pero, en la medida en que sea-
mos capaces de lastrar esta puesta en perspectiva con los «datos sen-
sibles» evocados más arriba, tendremos esperanzas de abordar la ribera
de esta existencia concreta, tan ajena a los raciocinios desencarnados.
Al mismo tiempo, es importante conservar la posibilidad de practicar
la navegación de altura: es así como se «inventan» nuevas tierras. Lo

2. LEVI-STRAUSS (C), La Pensée sauvage, París, Plon, 1962, pp. 59 sig.

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cual resulta posible merced a la categoría general. Tal es, pues, la apor-
tación, o la apuesta, de la sinergia en cuestión: proponer una sociolo-
gía vagabunda que, al mismo tiempo, no carezca de objeto.
El movimiento reversible que va del formismo a la empatia pue-
de permitir igualmente dar cuenta del deslizamiento de importancia
que se está operando desde un orden social esencialmente mecanicis-
ta hacia una estructura compleja de predominio orgánico; estamos
asistiendo a la sustitución de la Historia lineal por el mito redundan-
te. Se trata de una vuelta al vitalismo, cuyas distintas modulaciones
intentaremos mostrar. Los diferentes términos evocados se encabal-
gan, por lo demás, los unos sobre los otros; la organicidad remite al
élan vital o a esa vida universal tan cara a Bergson, quien, no convie-
ne olvidarlo, propuso la intuición directa para dar cuenta del mismo.
M. Scheler y G. Simmel compartieron asimismo esta visión de la uni-
dad de la vida3. Volveré frecuentemente sobre semejante puesta en
perspectiva, pues además de que ésta permite comprender el panvita-
lismo oriental presente en numerosos pequeños grupos contemporá-
neos, da igualmente cuenta de la emoción y de la dimensión «afectual»
que los estructuran como tales.
Se ve, pues, el gran interés que encierra la llamada de atención
lanzada más arriba: el hecho de que el dinamismo social no adopte
ya los métodos propios de la Modernidad no significa que haya deja-
do de existir. Y, siguiendo el trayecto antropológico que he indicado
antes, podemos estar asimismo en condiciones de mostrar que hay una
vida casi animal que recorre en profundidad las diversas manifesta-
ciones de la socialidad. De ahí la insistencia en la «religancia» o reli-
giosidad, parte esencial del tribalismo que nos va a ocupar.
Sin acudir a ningún contenido doctrinal, se puede hablar a este
respecto de una verdadera sacralización de las relaciones sociales, de
eso que, a su manera, el positivista Durkheim llamara lo «divino so-
cial». Es así como, por mi parte, yo entiendo la Potencia de la socia-
lidad, la cual, mediante la abstención, el silencio y la astucia, se opone

3. SCHELER (M.), Nature et formes de la sympathie, contribution á l'étude des


lois de ¡a vie émotionnelle, París, Payot, 1928, p. 117.

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al Poder de lo económico-político. Concluiré esta primera aproxima-
ción con una iluminación aportada por la cabala, para la cual, las «po-
tencias» (Sefirot) constituyen la divinidad. Según G. Scholem, estas
potencias son los elementos primordiales «en los que se funda todo
lo real»; así, «la vida se expande hacia el exterior y vivifica la crea-
ción permaneciendo al mismo tiempo en el interior de manera pro-
funda; y el ritmo secreto de su movimiento, de su pulso, es la ley de
la dinámica de la naturaleza»4. Este pequeño apólogo permite resu-
mir lo que, a mi juicio, es el papel de la socialidad: más acá o más
allá de las formas instituidas, que siempre existen y que a veces domi-
nan, existe una centralidad subterránea informal, que garantiza el per-
durar de la vida en sociedad. Es hacia esta realidad hacia la que
conviene que volvamos nuestras miradas. No estamos acostumbra-
dos a ella, toda vez que nuestros instrumentos de análisis están un
poco anticuados; sin embargo, existen múltiples indicadores, que yo
intentaré formalizar en este libro, en el sentido de que es este conti-
nente el que conviene explorar. Se trata de una verdadera apuesta pa-
ra las décadas venideras. Ya lo sabemos: es siemprepostfestum cuando
se empieza a reconocer lo que es; con todo, es menester mostrarnos
lo suficientemente lúcidos y lo suficientemente desprovistos de pre-
venciones intelectuales para que este plazo no resulte demasiado im-
portante.

2. Quomodo
En efecto, es preciso concordar, en la medida de lo posible, nues-
tras maneras de pensar con los objetos (re)nacientes que se pretende
acostar. ¿Cabe hablar a este respecto de revolución copernicana? Tal
vez. En cualquier caso, hay que hacer alarde de una buena dosis de
relativismo, aun cuando sólo sea para mostrarnos receptivos a un nue-
vo estado de cosas5.

4. SCHOLEM (G.), La Mystique juive, París, cerf, 1985, pp. 59 sig.


5. Yo he dedicado un libro a este problema: MAFFESOLI (M.), La Connaissan-
ce ordinaire, París, Méridiens Klincksieck, 1985.

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En un primer planteamiento, y para ir a contrapelo de una acti-
tud harto extendida en la Modernidad, quizás haya que aceptar ser
deliberadamente inútiles; prohibirse cualquier cortocircuito con la prác-
tica y negarse a participar en un conocimiento instrumental. Recuer-
do, a este respecto, el ejemplo, curiosamente olvidado, de los padres
fundadores de la sociología, quienes, según frase de ese gran historia-
dor de la disciplina que es R. Nisbet, «no dejaron en ningún momen-
to de ser artistas». Y no conviene olvidar tampoco que las ideas que
pueden con posterioridad estructurarse como teoría proceden ante todo
«del ámbito de la imaginación, de la visión, de la intuición»6. Es un
consejo oportuno, pues es así como, a finales del siglo pasado, los
pensadores aludidos, en la actualidad autores canónicos, fueron ca-
paces de proponer sus pertinentes y plurales análisis de lo social. Aun-
que sólo fuera por la fuerza de las cosas, es decir, cuando nos vemos
confrontados a cualquier (re)novación social, es de suma importan-
cia practicar cierto laisser aller teórico, sin que por ello, según he se-
ñalado anteriormente, se abdique del espíritu o se favorezca la pereza
y la fatuidad intelectual. En la tradición comprensiva, que yo hago
mía, se procede siempre mediante verdades aproximativas. Esto es tan-
to más importante cuando se trata del ámbito de la vida coriente. Aquí,
con más razón que en otros ámbitos, no tenemos por qué preocupar-
nos de lo que podría ser la verdad última. La verdad de una cosa es
relativa, tributaria de la situación. Se trata de un «situacionismo» com-
plejo, pues el observador está a la vez, aunque sólo sea parcialmente,
integrado en la situación concreta que él describe. La competencia y
la apetencia corren parejas, y la hermenéutica supone que «se es» de
eso mismo que se describe: se necesita una «cierta comunidad de pers-
pectiva»7. Los etnólogos y los antropólogos han insistido hasta la sa-
ciedad en este fenómeno; ya es hora de que lo aceptemos para las
realidades que nos tocan de cerca.
Pero como todo lo que acaba de nacer es frágil, incierto y apare-
ce plagado de imperfecciones, nuestro planteamiento ha de tener tam-

6. NISBET (R.), La Tradition sociologique, París, P.U.F., 1981, p. 33.


7. Sobre este tema, «a certain community of outlook», remito al libro de OUTH-
WAITE (W.), Understanding social Ufe, Londres, Alien and Unwin, 1975.

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bien estas mismas cualidades. De ahí la apariencia de ligereza. Un te-
rreno movedizo exige un procedimiento que sea consecuente con él,
por lo que no es ninguna vergüenza practicar surfing sobre las olas
de la socialidad. Es, incluso, una cuestión de prudencia, que además
no deja de revelarse eficaz. A este respecto, la utilización de la metá-
fora es perfectamente pertinente. Además de que ésta posee sus pro-
pios títulos de nobleza, y de que encontramos su utilización en las
producciones intelectuales de todos los períodos de efervescencia, per-
mite esas cristalizaciones específicas que son las verdades aproximati-
vas y momentáneas. Se ha dicho que Beethoven solía buscar en la calle
los motivos de sus más bellas citas; ¡y qué buen resultado le dio! ¿Por
qué no escribir nosotros también nuestras partituras a partir del mis-
mo mantillo?
Al igual que ocurre con la persona y sus máscaras en la teatrali-
dad cotidiana, la socialidad es estructuralmente astuta e inasible; de
ahí la desazón de los universitarios, los hombres políticos o los perio-
distas, que la descubren en otras partes cuando creían haberla ya asi-
do. En una carrera casi desesperada, los más honrados se deciden
entonces a cambiar de teoría y a producir otro sistema explicativo y
completo para poder captarla de nuevo. ¿No sería mejor, como he
dicho hace poco, «serlo» y practicar igualmente la astucia? En vez
de abordar de frente —positivizándolo o criticándolo— un dato so-
cial huidizo, utilizar una táctica hecha de matices y atacar de manera
sesgada. Tal es la práctica de la teología apofática, que no habla de
Dios sino mediante evitaciones. Así, en vez de querer, de una ma-
nera ilusoria, aprehender firmemente un objeto, explicarlo y ago-
tarlo, es mejor contentarse con describir sus contornos, sus mo-
vimientos, sus vacilaciones, sus logros y sus diversos sobresaltos.
Pero como todo se interpenetra, esta astucia podrá asimismo
aplicarse a los distintos instrumentos que se utilizan tradicional-
mente en nuestras disciplinas y conservar de ellos lo que tienen
de útiles, si bien procurando superar su rigidez. A este respecto,
me gustaría hacer lo que hizo ese otro outsider que fue Goffman.
Este inventó conceptos, si bien a veces prefirió «utilizar palabras
antiguas prestándoles un sentido nuevo o haciéndolas entrar en
combinaciones originales que rompieran con la pesadez de los

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neologismos»8. Preferir los «miniconceptos» o las nociones a las cer-
tidumbres establecidas, aun cuando esto pueda resultar chocante, tal
es, a mi juicio, la garantía de una actitud mental que pretenda situar-
se lo más cerca posible de esa marcha llena de altibajos que es propia
de toda vida social.

3. Obertura
Así queda, pues, esbozado a grandes rasgos el cuadro general en
el que se van a mover las diversas consideraciones sociológicas siguien-
tes. El ambiente de una época y, por consiguiente, el ambiente de una
investigación. Esta se extiende a lo largo de varios años. De manera
regular, los resultados provisionales fueron «comprobados» por va-
rios colegas y por varios jóvenes investigadores tanto en Francia co-
mo en numerosas universidades extranjeras. Descansa en una paradoja
de base: el constante vaivén que se establece entre la masificación cre-
ciente y el desarrollo de esos microgrupos que yo doy en llamar
«tribus».
Se trata aquí de una tensión fundadora que, a mi juicio, caracte-
riza la socialidad de este fin de siglo. A diferencia del proletariado
o de otras clases, la masa, o el pueblo, no responde a una lógica de
la identidad; sin un objetivo preciso, no es el sujeto de una historia
en marcha. La metáfora de la tribu permite, como tal, dar cuenta del
proceso de desindividualización, de la saturación de la función que
le es inherente y de la acentuación del rol que cada «persona», tam-
bién en el sentido latino de la palabra, está llamada a desempeñar en
su seno. Se da por supuesto que, así como las masas se hallan en per-
petua ebullición, las tribus que se cristalizan en ellas no son estables
y que las personas que componen estas tribus pueden moverse entre
una y otra.
Se puede dar una idea del deslizamiento que está produciéndose
en la actualidad y de la tensión que éste suscita bajo la forma del es-
quema siguiente:

8. HANNERZ (V.), op. cit., p. 263.

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Social Socialidad

Estructura mecánica Estructura compleja u orgánica


(Modernidad) (Post-Modernidad)

Organización económico-Pol. Masas


(Versus)
Individuos Personas
(función) (rol)

Agrupamientos contractuales Tribus afectuales

(ámbitos cultural, productivo, cultual, sexual, ideológico)

Es en función de esta doble hipótesis (deslizamiento y tensión)


como, fiel a mi manera, haré intervenir diversas lecturas teóricas o
investigaciones empíricas que me parecen útiles para nuestra reflexión*.
Como ya he indicado, no pretendo hacer aquí ninguna discrimina-
ción al respecto, por lo que, junto con las obras sociológicas, filosó-
ficas o antropológicas, se cita con igual derecho la novela, la poesía
o la anécdota cotidiana. Lo esencial es hacer aparecer algunas formas
que, por «irreales» que puedan parecer, sean capaces de permitir la
comprensión, en el sentido más fuerte del término, de esta multiplici-
dad de situaciones, de experiencias, de acciones lógicas y no-lógicas
que constituyen la socialidad.
Entre las formas analizadas figura, por supuesto, la del tribalis-
mo, la cual se halla en el centro de esta obra. Dicha forma va precedi-
da por las de la comunidad emocional, la potencia y la socialidad que

*Existe un aspecto exotérico y un aspecto esotérico en todo planteamiento. El apa-


rato crítico en su expresión.
Con el fin de no recargar el cuerpo del texto, este aparato, en el que se exponen
de manera más pormenorizada mis consideraciones, ha quedado relegado al final de
la obra. Estas referencias, además de los elementos ilustrativos que pretenden suminis-
trar, pueden permitir a los lectores abundar en sus propias investigaciones.

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la funda; y va seguida por las del policulturalismo y la proxemia que
son sus consecuencias. Yo propongo, in fine, y para los particular-
mente interesados por él, un «método» teórico para poder guiarse a
través de la jungla inducida por el tribalismo. No cabe duda de que,
en los asuntos abordados, hay una cierta monotonía y también una
cierta redundancia, y ello en función del objeto estudiado. Al igual
que las «imágenes obsesivas» que se pueden descubrir en toda obra
literaria, poética, cinematográfica, etcétera, cada época repite, de ma-
nera lancinante, múltiples variaciones alrededor de algunos temas co-
nocidos. Así, en cada una de las formas abordadas se descubren las
mismas preocupaciones, siendo solamente la perspectiva la que cam-
bia. De este modo, espero poder dar cumplida cuenta del aspecto po-
ücromático del todo social. En una notoria acusación contra la
maquinaria causal, G. Durand ha hablado de la «teoría del recital»,
que sería la manera más adecuada de plasmar la redundancia del re-
lato o recitación mítica, así como de sus dobletes y de las variantes
que difunde9. Esta teoría conviene perfectamente al conocimiento or-
dinario que elaboramos aquí, que se conforma con repetir y recitar
la eflorescencia y el abigarramiento repetitivo de un vitalismo que,
de manera cíclica, lucha contra la angustia de la muerte repitiendo
lo mismo.
Pero esta teoría del recital, en tanto que estética, no está hecha
para quienes creen que es posible esclarecer la acción de los hombres,
y menos aún para quienes, confundiendo al estudioso con el político,
piensan que es posible actuar. Es, más bien, una determinada forma
de quietismo, que se conforma con reconocer lo que es y lo que acae-
ce; una especie de valoración del primum vivere. Como ya he dicho
más arriba, estas páginas están forzosamente reservadas a los happy
few. Reconocer la nobleza de las masas y de las tribus es patrimonio
de una cierta aristocracia del espíritu. Quiero precisar, no obstante,
que dicha aristocracia no se confunde necesariamente con una deter-

9. DURAND (G.), «La Beauté comme présence paraclétique: essai sur les résur-
fcaces d'un bassin sémantique», en Éranos, 1984, vol. 53, Insel Verlag, Frankfurt-Main,
B K , p. 128. Sobre el tema de las «imágenes obsesivas» utilizado más arriba, cf. MAU-
•ON (Ch.), Des métaphores obsédanles au Mythe personnel, París, J. Corti, 1962.

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minada capa social ni con un determinado gremio profesional (y me-
nos aún de especialistas). Numerosos debates, coloquios y entrevistas
me han enseñado que se encuentra equitativamente repartida entre un
gran número de estudiantes, trabajadores sociales, personal «decisor»,
periodistas y, naturalmente, todos los que son simplemente gente de
cultura. Es a todos éstos a quienes me dirijo, haciéndoles la adverten-
cia de que el presente libro no pretende ser sino una simple iniciación
para penetrar lo que es. Si es ficción, es decir, si va hasta el límite
de una cierta lógica, no «inventa» más que lo que existe; lo que, ob-
viamente, le prohibe proponer una solución cualquiera para los tiem-
pos venideros. Por el contrario, al tratar de plantear diversas
cuestiones, que pretenden ser esenciales, propone un debate en el que
no tienen cabida las evasivas, las aprobaciones mediocres ni, por últi-
mo, pero no menos importanes, los silencios socarrones.
Hay épocas que viven en la efervescencia y que, por ello mismo,
tienen necesidad de impertinencias roborativas, a lo cual yo espero
también haber contribuido por mi parte. Son asimismo períodos en
los que las utopías se banalizan, se realizan, y en los que se multipli-
can los actos de soñar despierto. ¿Quién ha dicho que estos momen-
tos soñaban a los siguientes? Tal vez menos como proyecciones que
como ficciones hechas de retazos dispersos, de constructos inacaba-
dos, de tentativas más o menos logradas. Por supuesto, conviene ha-
cer una nueva interpretación de estos sueños cotidianos. No es otra
la ambición de este libro. ¡Soñadora sociología!

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2

La potencia subterránea

1. Aspectos del vitalismo


Hay una observación del sentido común de Emile Durkheim que,
pese a su banalidad, merece nuestra atención: «Si la existencia perdu-
ra es porque, en general, los hombres la prefieren a la muerte»44.
No es éste el momento de detenernos sobre la incapacidad de nu-
merosos intelectuales para comprender este potente querer vivir (la
potencia) que, a pesar de las diversas imposiciones, o tal vez gracias
a ellas, sigue irrigando el cuerpo social; en cambio, sí cabe preguntar-
se, ya que no por qué, al menos qué es lo que hace que no podamos
seguir ignorando esta pregunta. Permaneceremos en el orden de las
banalidades, aunque sólo sea para irritar a esos pedantes de la uni-
versidad que juegan a aprendices de científico para olvidar la increí-
ble vulgaridad de su pensamiento. Ciertos historiadores de arte hacen
hincapié en que existen períodos en que dominan las «artes táctiles»,
y otros en que prevalecen las «artes ópticas», o también un arte que
debe ser «visto de cerca» y otro que exige una «perspectiva» para ser
apreciado debidamente. Fue apoyándose en dicha dicotomía como W.

44. DURKHEIM (E.), Les Formes élementaires de la vie religieuse, París, P.U.F.,
1968.

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Worringer elaboró su célebre oposición entre la abstracción y la em-
patia {Einfühlung); en una palabra, todo lo que se refiere a la empa-
tia remite a la intuición para lo que respecta a las representaciones,
y a lo orgánico para lo que es del orden de la estructuración. Asimis-
mo, y a partir de la idea del Kunstwollen, este autor hace referencia
al pueblo y a la fuerza colectiva que lo anima; en definitiva, a ese vi-
talismo que merece aquí nuestra atención particular45.
Es evidente que hay que considerar esta clasificación de una ma-
nera arquetípica; es decir, sólo existente bajo una forma pura: se tra-
ta de una «irrealidad» que tiene como única función la de servir de
revelador de situaciones corrientes, que, por su parte, son bien
«reales».
Así, para contestar a la pregunta que acabamos de plantear, es
posible que, tras un período en el que prevaleció la perspectiva o «pe-
ríodo óptico», que se podría llamar también, haciendo referencia a
su etimología, con el nombre de período teórico (theorein), estemos
a punto de entrar en una época «táctil», en la que sólo importa la
proxemia. En términos más sociológicos, se puede decir que descu-
brimos aquí un deslizamiento de lo global hacia lo local, o un paso
del proletariado, sujeto histórico activo, al pueblo, en modo alguno
responsable del porvenir; lo que nos obliga a contemplar la satura-
ción de la cuestión del poder (es decir, de lo político) en su función
proyectiva, así como la emergencia de la cuestión de la potencia, que
mueve en profundidad a la multiplicidad de las comunidades disper-
sas o estalladas, si bien ligadas unas a otras en una arquitectónica di-
ferenciada que se expresa en lo que he dado en llamar «la armonía
conflictual»46. Es en esta perspectiva esquemática en la que convie-
ne apreciar la readopción del vitalismo; a saber, el hecho de que haya
vida en vez de nada. Hartos ya de tanta «separación», de tanta alie-
nación, y de la actitud crítica que le sirve de expresión, es ahora im-

45. Cf. los desarrollos con relación a la historia del arte en WORRINGER (W.),
Abstraction et Einfühlung, trad. fr. Klincksieck, París, 1978, prólogo de Dora Vallier,
pp. 13-14.
46. Cf. MAFFESOLI (M.), Essais sur la violence, 2.a ed., Líb. des Méridiens,
París, 1984.

— 70 —
portante analizar «la afirmación» de la vida, el querer vivir en socie-
dad, que, aunque sea de una manera relativista, sirve de soporte a
la vida cotidiana «vista de cerca».
Retomando el esquema que he propuesto en otro lugar para la
figura emblemática de Diónysos, me parece que el rol de la «poten-
cia» no deja nunca de estar presente. No obstante, su acción es ya
secreta ya discreta ya ostensiva. Cuando no se expresa en esas formas
de efervescencia que son las revueltas, las fiestas, los levantamientos
y otros momentos calientes de las historias humanas, se concentra en
forma hiper en el secreto de las sectas y las vanguardias, sean éstas
las que sean, o en forma hipo en las comunidades, las redes, las tri-
bus; en una palabra, en las menudencias de la vida corriente, que son
vividas por sí mismas y no en función de cualquier finalidad47. Se tra-
ta aquí de la tradición mística o gnóstica, en cuanto que se opone a
la rama crítica o racionalista; pero de la gnosis antigua a la gnosis
de Princeton, pasando por la mística de Bóhme y de Loisy48, o de los
desbocamientos de los sentidos y de las costumbres a las medicinas
suaves y a las contemporáneas exploraciones astrológicas, estamos en
el fondo ante un mismo hilo rojo ininterrumpido: el de la potencia;
si bien podríamos calificar de «dionisíaca» la actitud espiritual, mien-
tras que la perspectiva más sensual remitiría por su parte a lo «dioni-
síaco», actitudes estas dos que descansarían, no obstante, sobre el
primado de la experiencia, sobre un vitalismo profundo y sobre una
visión más o menos explícita de la organicidad de los diversos elemen-
tos del cosmos. Numerosos problemas relacionados con la saturación
de lo político, el trastueque de los valores, el fracaso del mito progre-
sista, el resurgir de lo cualitativo, la importancia que se puede atri-
buir al hedonismo, el perdurar del prurito religioso, la fuerza

47. He empleado este movimiento pendular entre lo «hiper» y lo «hipo», tomado


de la endocrinología de Brown Sequart, en mi libro L'Ombre de Diónysos, Lib. des
Méridiens, París, 1982. Debo esto a DURAND (G.), sobre todo en su articulo «La no-
áóa de Limite», en Éranos, 1980, Jahrbuch ed Insel, Frankfurt am Main, 1981, pp.
35-79.
48. Cf., por ejemplo, FAIVRE (A.), Echartshausen et la théosophie chrétiene,
Kfincksieck, París, 1969, p. 14; o el estudio sobre Loisy de POULAT (E.), Critique
el Mystique, Le Centurión, París, 1984.

— 71 —
compulsiva de la imagen, que creíamos totalmente evacuada y que cada
vez se impone con mayor contundencia en nuestra vida cotidiana (pu-
blicidad, televisión), todos estos problemas tienen como telón de fon-
do eso que se puede llamar la potencia irreprimible. Se trata de una
fuerza bastante difícil de explicar, pero cuyos efectos se pueden cons-
tatar en las diversas manifestaciones de la socialidad: astucia, actitud
de reserva, escepticismo, ironía y jocosidades trágicas en el seno de
un mundo supuestamente en crisis cuando, en realidad, la crisis la tie-
nen los poderes en lo que tienen de imposición vertical, de abstracto.
Es esta oposición entre el poder extrínseco y la potencia intrínseca lo
que tenemos que pensar con rigor, y que es la traducción sociológica
de la dicotomía estética (óptica-táctil) apuntada más arriba. Con re-
lación a este movimiento pendular que permite comprender el resur-
gimiento y el desgaste de los problemas en el ciclo en espiral del retorno
de lo mismo, nos podemos remitir a un autor canónico, Célestin Bou-
glé, quien, sin dejar de mostrarse hombre de su tiempo (el principio
de este siglo racionalista) y de su medio (la escuela positivista france-
sa), no dejó de subrayar las cualidades presentes en lo que no es la
estricta tradición occidental. Así, en su análisis matizado del régimen
de castas, sobre el que tendremos ocasión de volver, tras señalar que
«la tierra de las castas» podría ser la cuna del mito de Diónysos (p.
156), muestra a las claras que existe una oscilación entre la «existen-
cia llena de realidad» del mundo griego (y, podríamos añadir noso-
tros, de sus herederos) y el hecho de que esta existencia no sea más
«que una ilusión decepcionante» para el hindú (p. 154). Sin embar-
go, esta concepción escéptica se expresa asimismo dentro de un «háli-
to de sensualidad», y a veces también de «brutalidad» (p. 155); por
eso, más allá de las observaciones de rigor, no puede por menos de
afirmar que un no-activismo (que no pasividad) puede ser dinámico.
No podemos detenernos aquí sobre esta cuestión, lo que no nos impi-
de reconocer una vez más, junto con Bouglé, que a la «razón ordena-
dora» puede oponerse «la imaginación amplificadora» (p. 191), y que
cada una de sus especificidades puede tener su propia fecundidad49.

49. Cf. BOUGLE (C), Essais sur le Régime des costes, 4. a ed., Prólogo de L.
Dumont, P.U.F., París, 1969. Remito igualmente a DANIELOU (A.), Shiva et Diónysos.

— 72 —
Podemos ciertamente extrapolar esta idea y superar el marco es-
trecho de las «razas» para darle la dimensión socio-antropológica que
nos interesa aquí. Es posible que la potencia actualmente en acción
no sea ajena a la fascinación que ejercen, sin ningún género de duda,
el pensamiento y los modos de vida orientales. No es que se les con-
voque para hacerles jugar el papel monopolista que caracterizó al mo-
delo europeo, y que todavía sigue caracterizando al american way of
Ufe, sino para que, según modalidades diferenciadas, puedan entrar
(ya han entrado de hecho) en una composición intercultural que no
podrá por menos de reactivar el debate sobre tradición y moderni-
dad. A este respecto, es un índice sumamente esciarecedor el lugar
que ocupa Japón en el imaginario contemporáneo; a mi juicio, sus
excelentes resultados industriales, así como su dinamismo conquista-
dor, son incomprensibles si no se tiene en cuenta la fuerte carga tradi-
cional y la dimensión ritual que atraviesan de una a otra parte las
diferentes modulaciones de su vida colectiva, cuya importancia todos
conocemos. El traje de tres prendas hace buenas migas con el kimono
en el guardarropa del manager eficiente. Una vez más, podemos re-
petir que estamos aquí en presencia de un «arraigo dinámico»50.
Así, en el momento en que es de buen tono lamentarse (o ale-
grarse, lo que viene a ser lo mismo) por el fin de lo social, es necesa-
rio, con sentido común y lucidez, recordar que el fin de una cierta
forma social, la evidente saturación de lo político, puede permitir so-
bre todo la reaparición de un instinto vital, que, por su parte, dista
mucho de apagarse. El catastrofismo ambiente sigue siendo de hecho
demasiado dialéctico (hegeliano), lineal (positivista) o también cris-
tiano (parusía) para apreciar las múltiples explosiones de vitalismo que
caracterizan a todos esos grupos o «tribus» en constante fermenta-
ción que toman a su cargo, lo más cerca posible de sí mismos, múlti-
ples aspectos de su existencia colectiva. Esto es puro politeísmo. Pero
esto es una cosa que, como suele suceder demasiadas veces, los in-

50. Es el título que he dado a mi tesis de tercer ciclo, Grenoble, 1973, cuyas
partes esenciales reaparecen en MAFFESOLI (M.), Lógica de la dominación, Ed. 62,
1977.

— 73 —
telectuales, y más concretamente los sociólogos, sólo lo comprende-
rán post festum...
Arriesguemos algunas metáforas: a la manera del fénix antiguo,
el declive de una forma conjura siempre la eclosión de otra. Por su
parte, «la imaginación amplificadora», a la que se ha hecho antes men-
ción, puede permitirnos ver con claridad que la muerte de la monova-
lencia histórica o política puede ser la ocasión de investir de nuevo
la matriz natural. Ya he indicado anteriormente el proceso: desliza-
miento de la economía omnipresente a la ecología generalizada, o tam-
bién, en la formulación de la escuela de Francfort, paso de la
naturaleza como objeto (gegenstand) a la naturaleza como pareja {ge-
genspieler). A este respecto, los movimientos ecologistas (ya se estruc-
turen o no en partidos), la moda de los alimentos biológicos o
macrobióticos y los diversos naturalismos en boga son indicadores par-
ticularmente instructivos. Y no se trata de ningún rodeo inútil en el
marco de nuestra reflexión, sino más bien de un parámetro de gran
importancia que suele hurtarse a los voceros del catastrofismo, salvo
en los casos en que lo reducen a su dimensión política. Se puede pen-
sar en E. Jünger y en su fascinación por los minerales, o hacer refe-
rencia igualmente a ese poeta que es J. Lacarriére, cuando subraya
con especial fuerza y belleza el resurgir de la Gran Diosa Tierra:

«Yo he encontrado siempre un cierto parecido entre los mi-


tos y los corales: sobre un tronco común y vivo que... se mi-
neraliza con los siglos..., brotan floraciones vivas,
ramificaciones de tentáculos..., en una palabra, varicosida-
des orales y efímeras que prolongan sin cesar la pulsión abis-
mal delphylum» (J. Lacarriére, L'Etégrec, Plon, París, 1976,
p. 148).

El conjunto de este bello libro, que se podría comparar con el


Coloso de Marussi de H. Miller, se mueve en el mismo tono; en él
se da cuenta de un reencantamiento del mundo mostrándose la estre-
cha relación existente entre la arborescencia —pese a ser mineral—
de la naturaleza y la explosión de la vida, cuyo índice es el mito. El
Phylum mencionado nos recuerda, con plena consciencia, que, si las

— 74 —
civilizaciones son mortales o todavía efímeras, el sustrato en el que
echan sus raíces es, por su parte, invariante, al menos con respecto
al sociólogo. No está de más acordarse de esta banalidad, que nues-
tro «ombliguismo» tiende a hacernos olvidar.
Sólo así será posible comprender lo que yo doy en llamar «el per-
durar sociedal», expresión un tanto bárbara por la que entiendo la
capacidad de resistencia de las masas. Esta capacidad no es forzosa-
mente consciente: está incorporada; mineral en cierto modo, sobrevi-
ve a las peripecias políticas. Yo me aventuraría incluso a decir que
existe en el pueblo un «saber de fuente segura» o una «dirección ase-
gurada», a la manera heideggeriana, que hacen de él una entidad na-
tural que supera con creces sus diversas modulaciones históricas o
sociales. Es ésta una entidad un tanto mística; pero sólo de esta ma-
nera nos puede permitir explicar el hecho de que, a pesar y a través
de las carnicerías y las guerras, de las migraciones y las desaparicio-
nes, de los esplendores y las decadencias, el animal humano siga pros-
perando. Ahora que hemos perdido el miedo a las invectivas y a los
procesos de intención, y que los terrorismos teóricos no paralizan ya
las aventuras del pensamiento (ni los pensamientos aventureros), no
está de más que los sociólogos analicen con rigor aquella perspectiva
global y holística que se proclamó en el acto fundacional de nuestra
disciplina. El reconocimiento de un vitalismo irreprimible puede ser
de este número. No se trata de hacer aquí una lista exhaustiva de las
investigaciones en este sentido51; bástenos con indicar que, siguien-
do la estela del tema goetheano del Natur-Got o Dios-Naturaleza, es-
te vitalismo siguió estando presente en la psicología de las
profundidades, cuya importancia fue capital para nuestro siglo XX.
Es algo que se descubre a las claras en el pensamiento de C. G.
Jung, cuya fecundidad se vuelve a reconocer en nuestros días; no obs-
tante, y en las lindes del movimiento freudiano, el «principio organi-
zador de la vida» se halla también en el centro mismo de la obra de
Groddeck. Así, según uno de sus comentadores, éste siempre habría

51. La tesis de Estado en curso de Tufan Orel (Universidad de Compiégne) sobre


d vitalismo aportará ciertamente notables esclarecimientos.

— 75 —
manifestado «un gran interés por la physis; es decir, por el crecimien-
to espontáneo, o el cumplimiento efectuado de un devenir, tanto en
la naturaleza como en el ser humano»52. Si he citado a Groddeck en
la tradición psicoanalítica es porque, de un lado, se inspira en Nietz-
sche, cuya actualidad nunca se apreciará lo suficiente, pero también
porque el adagio en el que se inspiró: Natura sanat, medicus curat,
se halla en la base misma de los movimientos alternativos que, desde
todos los rincones del globo, están a punto de trastocar por completo
la configuración social. Y también a esto tenemos que estar atentos
si queremos calibrar debidamente la pertinencia de lo que he llamado
la potencia. Cabe imaginar que este «logro» en el seno del dato natu-
ral, a saber, la arborescencia o crecimiento siempre continuados, no
carecerá de efecto en el dato social. Al redescubrir las virtudes de una
naturaleza-madre, lo que se reinviste es el sentido de la globalidad.
Se da reversibilidad, pero no dominio unilateral. Es esto lo que per-
mite decir que todos los grupos para los que la naturaleza está consi-
derada como una compañera son fuerzas alternativas que a la vez
rubrican el declive de cierto tipo de sociedad, si bien apelan al mismo
tiempo a un renacimiento irresistible.
Este, naturalmente, que nosotros vemos in statu nascendi, es com-
pletamente cahotique (escabroso), desordenado y efervescente. Pero
sabemos, desde Durkheim, que la efervescencia es el indicio más se-
guro de lo que es prospectivo, de lo que está llamado a durar y, a
veces también, a institucionalizarse. El hormigueo es para Bachelard
una «imagen primera»; recuerda además este autor que, en el siglo
XVIII, la palabra caos se escribía en francés cahot (escabrosidad, sa-
cudida...). Aproximación bastante ilustrativa cuando se sabe que el
caos es eso mismo sobre lo que se erige el cosmos y posteriormente
ese microcosmos que es el dato social. El hormigueo es signo de ani-
malización, pero también de animación53. G. Durand lo ilustra abun-

52. Cf. LALIVE D'EPINAY (M.), Groddeck, Ed. Universitaires, París, 1984,
p. 24. Cf. pp. 125-134, para la buena bibliografía suministrada.
53. Cf. el análisis de DURAND (G.), Les Structures anthropoíogiques de l'ima-
ginaire, París, Bordas, 1969, pp. 76 sig., y las citas que hace de BACHELARD (G.),
La Terre et les réveries du repos, Corti, París, 1948, pp. 56, 60 y 270.

— 76 —
dantemente. El hormigueo que se puede observar actualmente y que
tiene una fuerte connotación natural puede entenderse como expre-
sión de la potencia o del querer vivir, que son causa y efecto del phylum
vital. Como dice el psicoanalista alemán: «Kot is nicht Tot, es ist An-
fang von allem».
Precisando un poco más, digamos que, si existe declive de las
grandes estructuras institucionales y activistas —desde los partidos
políticos, como mediación necesaria, hasta el proletariado en
cuanto sujeto histórico—, existe, en cambio, desarrollo de lo que
podemos llamar de una manera muy general con el nombre de
comunidades de base; ahora bien, éstas descansan esencialmente
en una realidad proxémica cuya forma acabada es la naturaleza.
Con mucha acuidad, G. Simmel muestra que «el apego sentimental
a la naturaleza» y «la fascinación de la potencia» suelen acabar trans-
formándose en religión. Existe, stricto sensu, comunión en la belleza
y la grandeza54. La religión es aquí el elemento que liga; y liga por-
que se da el codo a codo, porque existe físicamente proximidad.
Así, a diferencia de la «extensión» de la historia, que descansa en
conjuntos vastos y cada vez más impersonales, la naturaleza favorece
la «in-tensión» (in-tendere), con el investimiento, el entusiasmo y el
calor que ello entraña. La referencia, tal vez algo desenvuelta, a la
naturaleza y a la «religión» que ésta segrega tiene por única ambición
el indicar que, más allá del corte arbitrario entre vida física y vida
psíquica, y, por consiguiente, entre ciencias de la naturaleza y
ciencias del espíritu, cortes impuestos por el siglo XIX, estamos
volviendo a descubrir una perspectiva global, que es a todas luces pros-
pectiva.
Son numerosos los científicos (físicos, astrofísicos, biólogos) que
trabajan activamente en favor de tal revisión. Algunos incluso, co-
mo, por ejemplo, el premio Nobel F. Capra o el biólogo R. Sheldra-
ke, hacen referencia al Tao y al pensamiento hindú para desplegar
sus hipótesis. Por su lado, el físico J. E. Charron pretende mostrar

54. Cf. SIMMEL (G.), «Problémes de la sociologie des religions», trad. fr. en
Archives de sociologie des religions, CNRS, París, n.° 17, 1964, p. .15.

— 77 —
que «el espíritu es inseparable de las investigaciones en el campo de
la física». Por falta de competencia, no me es obviamente posible en-
trar en este debate. En cambio, sí puedo a mi vez utilizar, de manera
metafórica, sus diferentes análisis para ilustrar mejor la pista del vi-
talismo o de la potencia que se manifiestan en el campo social; sobre
todo, en lo que se refiere a los «agujeros negros», esas estrellas que,
por densificación vertiginosa, mueren para nuestro espacio-tiempo pa-
ra nacer «en un nuevo espacio-tiempo», lo que él llama «espacio-
tiempo complejo»55. Acudiendo a una imagen, y como respuesta a
los que se preguntan sobre el declive de los modos clásicos de las es-
tructuraciones sociales, podemos sugerir que es la densidad de la so-
cialidad, eso que acabo de llamar su «in-tensión» (in-tendere), la que
la hace acceder a otro espacio-tiempo, en la que se mueve a sus an-
chas. Dicha densidad existe siempre: la experiencia en sus diversas di-
mensiones, la vivencia en toda su concreción, el sentimiento y la pasión
que, en contra de lo que se suele admitir, constituyen lo esencial de
todas las agregaciones sociales. En general, esta densidad encuentra
dónde expresarse a través de las delegaciones, de las representaciones
que puntúan las historias humanas (asambleas generales, consejos, de-
mocracias directas, parlamentos en sus inicios, etcétera); pero, con
el tiempo, y en virtud de la rigidificación ineluctable de las insti-
tuciones, asistimos a una separación creciente, que puede conducir
al divorcio. Es entonces cuando la «densidad» se exila a otro espacio-
tiempo en espera de encontrar nuevas formas de expresión. En efec-
to, adoptando el término que E. Bloch aplicara a otros fenómenos,
existe muy a menudo «no contemporaneidad» entre una institución
y su soporte popular. Así, en nuestros países democráticos, lo que al-
gunas bellas almas llaman el desarrollo del antiparlamentarismo no
es quizá más que un cansancio respecto de la libido dominandi que
anima a la vida pública, o también una saturación del juego político,
que no se considera más que por eso por lo que es todavía interesan-
te; a saber, por sus actuaciones teatrales.

55. Cf. CHARON (J.E.), L'Esprit, cet inconnu, AlbinMichel, París, pp. 65-78
y 83.

— 78 —
No obstante, dejando a un lado a los que viven de sus juegos pue-
riles, es de todo punto necesario preguntarse por «la importancia de esos
«agujeros negros» de la socialidad». Esto tiene al menos el mérito de
obligarnos a volver nuestras miradas hacia esta fase, demasiadas veces
ignorada, de nuestra disciplina. Pasemos de la arquitectura celeste a la
que constituye nuestras ciudades. Reflexionando sobre el intervalo, G.
Dorflés, que se inspira en numerosos estéticos, declara que no existe ar-
quitectura «sin espacio interior». Por cierto, él amplía el debate al mos-
trar que esta espacialidad interior posee un importante arraigo
antropológico (gruta, nicho, abrigo) y psicolótico (seno materno, útero,
aparato digestivo). La reflexión sobre el «laberinto», que ha sido parti-
cularmente bien ilustrada por los surrealistas y los situacionistas, o tam-
bién los «huecos» de los que habla G. Durand, todo ello subraya el hecho
de que se necesita «el interior» para que haya una construcción
cualquiera56. Lo que se dice de la arquitectura se puede extrapolar a la
arquitectónica de la socialidad. Se trata en este caso de la hipótesis cen-
tral de mi investigación desde hace ya varios años; a saber, de la necesi-
dad de una centralidad subterránea. El que los arquitectos o los urbanistas
contemporáneos hayan redescubierto la necesidad del espacio perdido,
del agora, del paso subterráneo, de los pórticos, de los patios, etcétera,
no es sino la transcripción constructivista de esta imperiosa necesidad
de «huecos». Ya lo he sugerido antes: el mundo (mundus), antes de ser
lo que sabemos que es, fue ese «agujero» al que se arrojaban a las vícti-
mas sacrificadas a los dioses, a los niños rechazados por sus padres y
las inmundicias57; en una palabra, a todas las cosas que prestan senti-
do a la ciudad.

56. Cf. DORFLES (G.), L'Intervalleperdu, trad. fr. Librairie des Méridiens, París,
1984, pp. 71 sig.; cf. también DURAND (G.), Les Structures anthropologiques de l'ima-
gmaire, op. cit., p. 55. Sobre el situacionismo y el laberinto, cf. Internationale situa-
tionisme, Van Gennep, Amsterdam, 1972.
Yo también he dirigido personalmente una pequeña monografía sobre el laberinto
en Genova, Doct. Polycop. U.E.R. d'urbanisation, Universidad de Grenoble, 1973.
Cf. igualmente la importancia de las grutas para explicar la vitalidad napolitana:
MEDAM (A.), Arcanes deNaples, Ed. Autres, París, 1979, p. 46, y MATTEUDI (J.F.),
La Cité des cataphiles, Librairie des Méridiens, 1983.
57. Cf. MAFFESOLI (M), La Conquéte du présent, donde se encontrará una

— 79 —
Un hecho (que parece fútil a los urbanistas de la actualidad pero
que no careció de efectos con posterioridad) que alimentó innumera-
bles debates con mis grenobleses (como es el caso de C. Verdillon)
merece ser destacado a este respecto. Cuando la municipalidad de Gre-
noble decidió construir la «Villeneuve» o villa nueva, laboratorio de
una nueva manera de vivir la ciudad, o de vivir en ciudad, pidió a
los urbanistas que previeran largas «crujías» que unieran los aparta-
mentos con los ascensores, así como «galerías» que permitieran a la
gente poder encontrarse. Se convirtieron en lugar de fuertes corrien-
tes de aire, de carreras a pie y de pánico mortal. Asimismo, de acuer-
do con la ley, se previeron «metros cuadrados sociales». De este modo,
además de los equipamientos socio-educativos, se dejó una habita-
ción libre en el extremo de cada crujía. Se la destinaba a reuniones,
asociaciones o talleres. En realidad, estas habitaciones fueron ocupa-
das rápidamente, de manera informal, para actividades anodinas o
contrarias a la moral clásica. En cualquier caso, fueron lugares en los
que se pensaba —mediante proyección o construcción fantasma-
górica— que ocurrían cosas inauditas, si bien completamente necesa-
rias a toda vida de grupo. Mundus est immundus. Así, los «metros
cuadrados sociales» eran lo inmundo que permitía la comunicación,
la diatriba o la vida por poderes. Lógicamente, aquello duró muy po-
co, y se pusieron candados a aquellos lugares de libertad, que fueron
puestos a disposición de los animadores sociales. ¡Triste final donde
los haya!
Sin embargo, más allá de esta noticia anecdótica, lo que preten-
do dejar aquí bien claro es que siempre hay, por tomar la expresión
de Simmel, «un comportamiento secreto del grupo respecto del exte-
rior»58. Es éste, según las épocas más o menos afirmado, el que está
en el origen del perdurar de la sociedad y que, más allá de cualquier
declive puntual, garantiza la peremnidad del phylum. Repitiéndolo

sociología de la vida cotidiana, P.U.F., París, 1979, cap. III, «L'espace de la sociali-
té», pp. 61-74.
58. SIMMEL (G.), «La société secrete», en Nouvelle Revue depsychanalyse, Ga-
Uimard, n.° 14, 1976, p. 281.

— 80 —
una vez más, se trata naturalmente de un tipo ideal que no existe bajo
su forma pura y que raramente se presenta como tal por parte de los
propios protagonistas, cosa bastante normal por cierto; y, sin embar-
go, es sin duda alguna este «secreto» el que permite medir la vitalidad
de un conjunto social. En efecto, es preservando las etapas de una
revolución, los motivos de una conspiración o, más simplemente, la
resistencia pasiva o la conspicua actitud de reserva respecto de cual-
quier poder establecido (político, administrativo, simbólico) como se
crea una comunidad. Explosiva o silenciosa, se trata de una violencia
cuyos aspectos fundadores no se han destacado lo suficiente. Es igual-
mente de la potencia de lo que se trata aquí.
Resumiendo estas pocas observaciones, se puede decir que el «vi-
talismo», que nunca deja de asombrarnos y que, en cualquier caso,
es la condición de posibilidad para comprender la potencia de la vida
sin atributos, no puede comprenderse más que abandonando la acti-
tud enjuiciadora (o normativa), que es en general la que caracteriza
al detentador del saber y del poder. Al hablar acerca de la versatili-
dad de la muchedumbre, Julien Freund propone clasificarla «bajo la
categoría de lo privativo»; es decir, que ésta no sería ni negativa ni
positiva, sino que podría ser «al mismo tiempo socialista y naciona-
lista»59. Yo traduciría esto a mi lenguaje diciendo que la muchedum-
bre se halla en hueco, que es la vacuidad propiamente tal, y que en
esto mismo reside su potencia. Al rechazar la lógica de la identidad,
que transforma al pueblo en proletariado (en «sujeto» de la Histo-
ria), la muchedumbre puede ser, de manera secuencial o simultánea,
la muchedumbre de los bobalicones o de los rebeldes, la muchedum-
bre racista o llena de generosidad, la muchedumbre ilusionada o tra-
pacera. Filosóficamente se trata de una «incompletud» que, como tal,
es rica en porvenir. Sólo la imperfección es signo de vida, mientras
que la perfección es sinónimo de muerte. Es por su abigarramiento,
su efervescencia y su aspecto desordenado y estocástico, por no decir
también por su ingenuidad enternecedora, por lo que nos interesa aquí
el vitalismo popular. Es por ser esa nada que presta fondo al todo

59. FREUND (J.), Sociologie du conflit, P.U.F., París, 1983, p. 214.

— 81 —
por lo que, de manera relativista, se puede ver en él la alternativa al
declive; pero al mismo tiempo es anunciador de una muerte: de la
muerte de la Modernidad.

2. Lo divino social
Cabe preguntarse por otro aspecto de la potencia popular: por
lo «divino social», término mediante el cual E. Durkheim designaba
esa fuerza agregativa que se halla en la base de cualquier tipo de so-
ciedad o de asociación. Se la podría denominar también con el térmi-
no de «religión», empleando este término para designar lo que nos
une a una comunidad; se trata menos de un contenido, que es del or-
den de la fe, que de un continente, es decir, de algo que es matriz co-
mún o que sirve de soporte al «estar juntos». Permítaseme adoptar
a este respecto una definición de Simmel: «El mundo religioso echa
sus raíces en la complejidad espiritual de la relación entre el indivi-
duo y sus semejantes o grupo de semejantes...; estas relaciones cons-
tituyen los más puros fenómenos religiosos en el sentido convencional
del término»60.
No se trata de hacer aquí sociología de la religión; por cierto,
los especialistas de este ámbito se muestran más bien reticentes en cuan-
to oyen hablar de resurgimientos de lo religioso. Por mi parte, me
guardaré bien de entrometerme en su temática propia, limitándome
tan sólo a permanecer en un terreno vago, borroso; en la nebulosa
del sentimiento religioso. Y de manera deliberada, por lo demás, pues
ello nos permitirá estar atentos al desarrollo religioso stricto sensu (en
concreto a sus manifestaciones no institucionales), así como a la im-
portancia concedida a lo imaginario y a lo simbólico, cosas todas ellas
que incitan a los espíritus apresurados o prevenidos a hablar de la vuel-
ta del irracionalismo.
Se puede afirmar, en primer lugar, que existe una relación indu-
dable entre la vuelta de lo natural (del naturalismo) y el reencanta-

60. SIMMEL (G.), «Problémes de la sociologie des religiones», en Archives de


sociologie des religions, CNRS, París, n.° 17, 1964, p. 24.

— 82 —
miento del mundo que se observa en la actualidad. Más allá de las
demistificaciones y de las «desmitologizaciones», que han tenido adep-
tos en el seno mismo de las reflexiones teológicas, ese «husmeador»
social que es el sociólogo no puede por menos de considerar todos
esos múltiples elementos que privilegian a la suerte, el destino, los as-
tros, la magia, el tarot, los horóscopos, los cultos a la naturaleza, et-
cétera. Es asimismo cierto que el desarrollo de los juegos de azar, tal
y como se conoce en muchos países europeos, de los juegos populares
(loto, primitiva, quinielas, lotería nacional) siguiendo la moda de los
casinos, participa de este mismo proceso. Se trata aquí de pistas que
merecerían investigaciones precisas. No vale, a este respecto, poner-
nos a chillar como ratas. Recordemos, en efecto, un «postulado
esencial de la sociología» para E. Durkheim: «Una institución huma-
na no puede descansar en el error y en la mentira; de lo contrario,
sería incapaz de durar. Si no estuviera fundada en la naturaleza de
las cosas, habría encontrado [...] resistencias sobre las que no habría
podido triunfar»61. Esta sabia observación se puede aplicar también
a nuestro asunto. El sentido común, la constatación empírica, los ar-
tículos periodísticos..., todo el mundo está de acuerdo sobre la multi-
plicación de los fenómenos religiosos. Conviene abordarlos, pues, sin
exagerar forzosamente su alcance, pero tampoco sin descalificarlos
a priori.
En primerísimo lugar, porque esto remite a actitudes ampliamente
extendidas en todos los medios. Con relación al «populacho», esto
se entiende fácilmente; pero, aun cuando se practique con discreción,
no es incongruente, entre la iníelligentsia, ponerse a hablar del pro-
pio horóscopo, o llevar en el cuello, o alrededor de la muñeca, un amu-
leto cualquiera. En cuanto a las demás capas sociales, numerosos
estudios actualmente en curso pondrán de manifiesto estos fenóme-
nos. Permítaseme señalar, a título de anécdota lo siguiente: hace unos
días, en el transcurso de una cena en la que se habían dado cita varios
miembros de la alta función pública (más algunos personajes «de ador-

61. DURKHEIM (E.), Les Formes elementares de la vie religieuse, 5.a ed.,P.U.F.,
París, 1968, p. 3.

— 83 —
no», como eran un obispo, un universitario y una astróloga) tuve oca-
sión, por una parte, de departir largamente con esta astróloga famo-
sa, la cual me enumeró todos los hombres políticos, de todas las
convicciones o partidos, que eran clientes suyos, y, por la otra, de
oír las confidencias de un prefecto, hombre racionalista donde los ha-
ya, quien me habló del escalofrío mágico, verdadera droga semanal,
que le producía escuchar los números premiados de la «loto». Natu-
ralmente, para limitar el compromiso total, es su chófer el encargado
de ir a comprar el boleto fatídico. Todo esto puede ser todo lo anec-
dótico que se quiera, pero se trata de hechos bien candentes, aun cuan-
do minúsculos, que, mediante sucesivas sedimentaciones, constituyen
lo esencial de la existencia individual y colectiva a la vez. Lo que, en
cualquier caso, ponen muy bien de manifiesto es la existencia de una
relación con el entorno natural o cósmico muy distinta a la que nos
tenía acostumbrados un pensamiento puramente racionalista. Y, ob-
viamente, esta otra relación no puede por menos de tener consecuen-
cias palpables en nuestras relaciones con los demás (familia, oficina,
fábrica, calle), y ello es tan cierto que es la manera como es vivido
y representado «el ser/estar (ahí-arrojado) en el mundo» lo que de-
termina su puesta en escena; queriendo decir con ello la gestión de
las situaciones que, cada vez más, constituyen la concatenación exis-
tencial. Si se puede, pues, hablar de reencantamiento del mundo, es
porque esto «se da por supuesto». Este naturalismo o connivencia me-
recen que se les preste especial atención; es eso que permite hablar
de «dato» social o también, según la expresión de Schütz, de «Taken
for Granted» (dado por supuesto)62. Participamos, mal que bien, y
somos de un mundo miserable e imperfecto, aunque, al fin y a la pos-
tre, preferible a «nada». Visión trágica donde las haya, que supone
menos el cambio (reforma, revolución) que la aceptación de lo que
hay, del statu quo. Fatalismo, dirán algunos; y en parte llevan razón;

62. Sobre el «dato» social, cf. MAFFESOLI (M.), La Vióleme totalitaire, P.U.F.,
París, 1979.
Cf. las obras de SCHUTZ (A.), Collected Papers, vols. 1,2 y 3, ed. Martinus Nij-
hoff, Amsterdam.

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pero al contrario que el activismo (¿anglosajón?), que pone en liza
a individuos opuestos, este fatalismo (¿mediterráneo?), mediante una
integración en la matriz natural, refuerza el espíritu colectivo. Preci-
so al respecto que, si lo «divino» humano o social (a partir de Feuer-
bach, y luego a través de Comte o de Durkheim) es una preocupación
del pensamiento social, se puede no obstante establecer un paralelis-
mo con cierta tradición mística, según la cual a lo que hay que llegar
es a la pérdida en el «gran todo». Dicha actitud remite, por una par-
te, al naturalismo de que se ha hablado anteriormente, mientras que,
por la otra, sirve de fundamento a la constitución de pequeños gru-
pos (comunión, fusión erótica o sublimada, sectas, congregaciones,
etc.), que no dejan de tener relación con lo que se puede observar en
nuestros días63. No hay que olvidar (la expresión teológica da perfecta
cuenta de este proceso) que «la comunión de los santos» descansa esen-
cialmente en la idea de participación, de correspondencia, de analo-
gía, nociones éstas que parecen perfectamente pertinentes para analizar
los movimientos sociales, que no se dejan ya reducir a sus dimensio-
nes racionales o funcionalistas. Ese gran sociólogo que fue Roger Bas-
tide, cuyos análisis vuelven a jugar un papel capital, habló de la religión
en términos de «evolución arborescente»64. Aquí también, además de
la imagen naturalista que está en causa, nos vemos remitidos a la idea
de elementos ligados orgánicamente (ramas que forman un árbol), de
anillos y de concatenación, así como de comunidades que se imbrican
unas a otras en un conjunto más vasto. Es la antigua figura bíblica
de la Jerusalén mítica, «en la que todo junto forma cuerpo», y que
prefigura por ello mismo la convivialidad el paraíso por venir. ¿Se
puede, a partir de estas someras observaciones, extrapolar y estable-
cer una relación con la potencia popular? Creo que es éste un proceso
legítimo, y ello tanto más cuanto que la característica esencial de

63. Sobre este tema, cf. las investigaciones de ZYLBERBERG (J.), y MONTMINY
(J.P.), «L'esprit, le pouvoir et les femmes...», en Recherches sociographiques, Que-
bec, XXII.l, enero-abril 1981.
64. BASTIDE (R.), Eléments de sociologie religieuse, p. 197, citado por LALI-
VE D'EPINAY (C), «R. Bastide et la sociologie des confins», en L'Année sociologi-
que, vol. 25, 1974, p. 19.

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la religión, que puede modularse de manera diferente, sigue siendo
no obstante intangible: se trata siempre de transcendencia. Ya se si-
túe ésta en un más allá o bien sea una «transcendencia inmanente»
(el grupo, la comunidad que transciende a los individuos), la cosa si-
gue siendo fundamentalmente la misma. Ahora bien, nuestra hipóte-
sis, contrariamente a quienes se lamentan del final de los grandes
valores colectivos y de la reducción al individuo, cosa que ponen en
paralelismo abusivamente con la importancia dada a la vida coti-
diana, consiste precisamente en que el hecho nuevo que se destaca (y
que se desarrolla) resulta ser la multiplicación de los pequeños grupos
de redes existenciales; una especie de tribalismo que descansa a la vez
en el espíritu de religión (re-ligaré) y en el localismo (proxemia, natu-
raleza). Quién sabe si, ahora que se acaba la civilización individualis-
ta inaugurada por la Revolución francesa, no estemos asistiendo a lo
que no pasara de un intento abortado (Robespierre); a saber, a aque-
lla «religión civil» que Rousseau deseaba con toda su alma. Esta hi-
pótesis no carece, ni mucho menos, de fundamento, si se tiene sobre
todo en cuenta que, como observa E. Poulat, no dejó de preocupar,
a lo largo de todo el siglo XIX, a pensadores de la talla de Pierre Le-
roux, Comte por supuesto, Loisy o también Ballanche, quien
pensaba que «la humanidad sería llamada a formar una cuarta per-
sona en los cielos»65. Inspirándonos en un término aplicado a
Lammenais, podemos decir que esta perspectiva «demoteísta»*
puede permitir comprender la potencia del tribalismo, o la po-
tencia de la socialidad, incomprensible para los analistas económico-
políticos.
Como se sabe, a Durkheim le preocupó constantemente el lazo
religioso. «Cómo se sostiene una sociedad a la que nada transciende
pero que transciende a todos sus miembros»: esta bella fórmula de
Poulat (ibid., p. 241) resume a la perfección la temática de la transce-
dencia inmanente. La causalidad o el utilitarismo no pueden explicar

65. POULAT (E.), Critique et mystique, Ed. du Centurión, París, 1984, pp. 219
y 230, y las referencias a Ballanche, Essais de Palingénésie sacíale, y a Lammenais,
Paroles d'un croyant, nota 26.
* El pueblo es dios, o también lo «divino social».

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por sí solos la propensión a asociarse. A pesar de los egoísmos y de
los intereses particulares, existe una argamasa que asegura el perdu-
rar. Tal vez haya que buscar su fuente en el sentimiento compartido.
Según las épocas, este sentimiento apuntará a ideales lejanos y, por
consiguiente, de débil intensidad, o a objetivos más potentes por es-
tar más próximos. En este último caso no podrá estar unificado, y
menos aún racionalizado; y su estallido no hará sino poner aún más
de manifiesto la coloración religiosa. Así, la «religión civil», que re-
sulta difícil aplicar a toda una nación, puede ser vivida perfectamen-
te, a nivel local, por una multiplicidad de ciudades o polis (ejemplo
griego), o de agrupamientos particulares. En cuyo caso, la solidari-
dad que engendra adopta un sentido concreto. Es en este sentido co-
mo una cierta indiferenciación consecutiva a la mundialización y a
la uniformización de los modos de vida, y a veces también del pensa-
miento, puede ir pareja con la acentuación de valores particulares,
que, éstos sí, son investidos, con intensidad, por algunos. Así, pode-
mos asistir a una mass-mediacion creciente, a un vestir estandarizado
o a unfastfood invasor y, al mismo tiempo, al desarrollo de una co-
municación local (radios libres, TV por cable), al éxito de un tipo de
ropa determinado, de productos o platos locales, todos ellos momen-
tos concretos, en que cada cual se reapodera de su propia existencia.
Es precisamente esto lo que pone de manifiesto que el avance tecno-
lógico no consigue neutralizar la potencia de la ligazón (de la religión),
sirviéndole a veces incluso de ayuda.
Es porque existe saturación de los fenómenos de abstracción, de
los valores impuestos desde arriba, de las grandes maquinarias eco-
nómicas o ideológicas por lo que se puede observar, sin que éstos se
pongan en tela de juicio (lo que equivaldría a atribuirles demasiada
importancia), un recentrarse en objetivos al alcance de la mano, en
sentimientos realmente compartidos, cosas todas éstas que constitu-
yen un mundo (hecho de costumbres, de rituales) aceptado como tal
ítaken for granted).
Es precisamente esta proximidad la que confiere su sentido ple-
no a eso que se llama lo «divino social». Este no tiene nada que ver
con ningún dogma ni inscripción institucional; reinviste más bien la
fibra pagana que, por mucho que pueda disgustarla los historiadores,

— 87 —
no ha llegado a desaparecer nunca por completo en las masas popula-
res. Al igual que ocurre con los dioses lares, causa y efecto de la reu-
nión familiar, lo divino de que se trata aquí permite en las inhumanas
y frías metrópolis recrear cenáculos en los que se está caliente y espa-
cio de socialidad. El desarrollo vertiginoso de las grandes metrópolis
(megalópolis sería la palabra justa) que nos anuncian los demógrafos
no puede sino favorecer esta creación de «aldeas en la ciudad», por
parafrasear un título conocido. El sueño de Alphonse Aliáis se ha rea-
lizado: las grandes ciudades se han convertido en campos en los que
los barrios, los ghettos, las parroquias, los territorios y las diversas
tribus que los habitan han sustituido a los pueblos, aldeas, munici-
pios y partidos judiciales de antaño. Pero como es necesario reunirse
alrededor de una figura tutelar, el santo patrón que se venera y feste-
ja es sustituido por el gurú, la celebridad local, el equipo de fútbol
o la secta de dimensiones modestas. El hecho de «estar calientes» es
una manera de aclimatarse o de domesticar un entorno que, sin ello,
sería amenazador. Varias investigaciones empíricas realizadas en me-
dios urbanos han puesto de manifiesto estos fenómenos. En su análi-
sis de los cambios sociales consecutivos a las migraciones urbanas de
una ciudad de Zambia, Bennetta Jules-Rosette llama la atención so-
bre el hecho de que existen «habitantes que siempre han participado
activamente» en la reorganización y el crecimiento de la comunidad.
Y, precisa la autora: «The most distinctive characteristic shared by
many of these residents is their membership in indigenous African
churches». Es, por cierto, esta participación la que hace que estos sub-
grupos sean los más visibles de la comunidad66. Así, el cambio urba-
no es quizá correlativo con una descristianización galopante; pero no
deja de propiciar un sincretismo religioso, de efectos aún incalculados.
En un texto de una asombrosa actualidad sobre la «concepción
social de la religión», Durkheim, para quien «la religión es el más pri-

56. JULES-ROSETTE (B.), Symbols ofchange: Urban transition in a Zambian


community, Ablex Publishing, Nueva Jersey, 1981, p. 2. Sobre la importancia de las
religiones sincretistas en las grandes aglomeraciones urbanas, como Recite, cf. Motta
(R.), Cidade e devogao, Recife, 1980.

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mitivo de todos los fenómenos sociales», tras constatar el final de los
viejos ideales o divinidades, no puede por menos de resaltar que es
menester sentir «por debajo del frío moral que reina en la superficie
de nuestra vida colectiva, las fuentes de calor de que nuestras socie-
dades son portadoras», fuentes de calor que él sitúa «en las clases po-
pulares»67. Se trata de un diagnóstico que se inscribe precisamente en
la misma línea de nuestra argumentación (diagnóstico que es compar-
tido cada vez más por numerosos investigadores): la deshumanización
real de la vida urbana segrega convocatorias específicas para compartir
la pasión, los sentimientos. No lo olvidemos: los valores dionisíacos,
que parecen gozar de actualidad, atañen al sexo, pero también a los
sentimientos religiosos, ambas cosas modulaciones de la pasión.
Es porque lo «divino social» posee en modo menor una función
de adaptación, o de conservación en cierto modo, por lo que lo redes-
cubrimos en modo mayor en las explosiones de rebeldía. En otro lu-
gar ya he abordado este tema, junto con la noción de «revolución
ourobora»68, al mostrar que ha existido siempre una fuerte carga re-
ligiosa en los fenómenos revolucionarios, los cuales han sido califica-
dos con posterioridad como únicamente políticos. En el caso de la
Revolución francesa esto resulta evidente, como fue también el caso
durante los distintos «48» europeos, toda vez que H. de Man ha mos-
trado cómo la propia revolución bolchevique no se libró de lo mis-
mo. La Guerra de los campesinos puede considerarse como el
paradigma de lo que venimos diciendo, y el bellísimo libro de E. Bloch
sobre la misma se nos antoja un análisis insoslayable. Por cierto, a
este respecto Manheim no dudó en hablar de «energías orgiástico-
extáticas», que tenían «sus raíces en planos [...] profundos y vitales
del alma»69. Y, ¿por qué íbamos a hacer referencia a estos momen-
tos de efervescencia sino para indicar que existe un constante vaivén

67. MANNHEIM (K.), Idéologie et utopie, Ed. Riviére, París, 1956, pp. 157 sig.
Sobre la temática explosión-distensión, cf. DURKHEIM (E.), Les Formes elementa-
res de la vie religieuse, París, P.U.F., 1968.
68. Para ser más precisos, en la gradación de las relaciones, de toda vida social,
de toda sociabilidad y de toda socialidad.
69. LE BON (G.), Psychologie des Foules, Retz, París, 1975, p. 73.

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entre explosiones y distensiones, y que este proceso es causa y efecto
del vínculo religioso; es decir, del hecho de compartir la pasión? En
efecto, la religión así entendida es la matriz de toda vida social70.
Es como el crisol en que se realizan las diversas modulaciones
del estar juntos. Los ideales pueden, en efecto, envejecer, y los valo-
res colectivos saturarse, toda vez que el sentimiento religioso segrega
siempre y de nuevo esa «transcendencia inmanente» que permite ex-
plicar el perdurar de las sociedades a través de las historias humanas.
Es sin ningún género de duda en este sentido como se revela un ele-
mento de esa misteriosa Potencia que nos preocupa aquí.
He hablado antes de actitud extática, que conviene entender, stric-
to sensu, como salida de sí. En efecto, el perdurar del que se acaba
de hablar descansa esencialmente en el hecho de que existe masa, o
pueblo. G. Le Bon no duda en hablar de la «moralización del indivi-
duo por la muchedumbre», y aduce algunos ejemplos en este
sentido71. Es algo que comprendieron bastante bien los teólogos ca-
tólicos, para quienes la fe era secundaria respecto a la expresión de
dicha fe en el marco de la Iglesia. Por emplear un lenguaje de mora-
lista, diré que, para ellos, el «fuero externo» (o fuero eclesiástico) era
más importante que el «fuero interno». Y, empleando ahora un len-
guaje que me es más familiar, y que he teorizado anteriormente a pro-
pósito de lo que he llamado «el inmoralismo ético», diré que, sean
cuales sean la situación y la calificación moral, que, como se sabe,
son efímeras y localizadas, la verdadera argamasa de la sociedad es el
compartir sentimientos; ello puede conducir a un levantamiento polí-

70. DURKHEIM (E.), La Conception sociale de la religión, dans le sentiment re-


ligieux a l'heure actuelle, París, Vrin, 1919, pp. 104 sig., citado por POULAT (E.),
Critique et mystique, op. cit., p. 240. Varios estudios en curso del C.E.A.Q. pretenden
patentizar esta convivialidad («darse calor») en el seno de las sectas urbanas. Cf. tam-
bién la siguiente definición: «Nosotros llamamos elementos religiosos a los elementos
emocionales que forman el aspecto interno y externo de las relaciones sociales», SIM-
MEL (G.), Problémes de la sociologie des religions, op. cit., p. 22.
71. MAFFESOLI (M.), La violence totalitaire, París, P.U.F., 1979, cap. II, pp.
70-115, y BLOCH (E.), Thomas Münzer, théologien de la révolution, Julliard, París,
1964.

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tico, a una revuelta puntual, a la lucha por el pan, a una huelga por
solidaridad, como puede también expresarse en la fiesta o en la bana-
lidad corriente. En todos estos casos constituye un ethos, que hace
que, contra vientos y mareas, y a través de matanzas y genocidios,
el pueblo se mantenga tal y como es, y sobreviva a las peripecias polí-
ticas. Este «demoteísmo» está aquí exagerado (caricaturizado); pero
es, a mi juicio, conveniente para comprender debidamente la extraor-
dinaria resistencia a las imposiciones multiformes que constituyen la
vida en sociedad. Llevando aún más adelante nuestra hipótesis, po-
demos, a partir de lo que se acaba de decir, proponer un cambio mí-
nimo en el adagio clásico y sustituir el deo por el populo. Así, para
el sociólogo que se esfuerza por comprender el vitalismo de la sociali-
dad, el sésamo podría ser: «Omnis potestas a populo». En efecto, y
es aquí donde la socio-antropología puede tener una dimensión pros-
pectiva, por no decir incluso profética, es posible que la estructura-
ción social en una multiplicidad de pequeños grupos que se acoplan
unos con otros permita eludir, o al menos relativizar, las instancias
de poder. Es ésta la gran lección del politeísmo, sobre la que tantos
análisis se han realizado, pero que todavía nos propone una nueva
pista de investigación sumamente fecunda. Para ser más precisos, po-
demos imaginar un poder en vías de mundialización, bi- o tricéfalo,
disputándose y repartiéndose las zonas de influencia económico-
simbólicas, jugando a la intimidación atómica y, más acá o al lado,
podemos imaginar también la proliferación de agrupamientos de in-
terés diversos, la creación de baronías específicas y la multiplicación
de teorías e ideologías opuestas entre sí. Por un lado, la homogenei-
dad y, por el otro, la heterogeneización. O también, repitiendo una
vieja imagen: la dicotomía en el plano universal entre un «país legal»
y un «país real». Esta perspectiva es rechazada actualmente por la ma-
yoría de los politistas y de los observadores sociales, en concreto por
contravenir a sus esquemas de análisis surgidos de los pensamientos
positivistas o dialécticos del siglo pasado. Pero si estamos en condi-
ciones de interpretar índices (index: el dedo que señala) tales como
el masivo descompromiso político o sindical, el atractivo cada vez ma-
yor que ejerce el presente, el hecho de considerar el juego político co-
mo lo que en realidad es (actividad teatral o varietés de mayor o menor

— 91 —
interés), la inversión en nuevas aventuras económicas, intelectuales,
espirituales o existenciales, todo ello debería incitarnos a pensar que
la socialidad que está emergiendo no debe nada al viejo mundo (que
es aún el nuestro) político-social.
La ciencia ficción es, a este respecto, un ejemplo instructivo: en
ella encontramos, bajo un ropaje tecnológico-gótico, la heterogenei-
zación y la insolencia con relación a los conformismos de los que aca-
bamos de hablar72.
A través de esta autonomización respecto de los poderes de arri-
ba se puede expresar la divinidad social. En efecto, evitando plantearse
la cuestión de lo que «debe ser» la sociedad futura, se sacrifica a «dio-
ses» locales (amor, comercio, violencia, territorio, fiesta, actividades
industriosas, alimentación, belleza, etc.) que pueden haber cambiado
de nombre desde los tiempos de la antigüedad grecorromana pero cu-
ya carga emblemática sigue siendo idéntica a sí misma. Es precisa-
mente en este sentido como se opera la reapropiación de la existencia
«real» que está en la base de eso que he dado en llamar la potencia
popular. Con gran confianza en sí mismos y una buena dosis de tes-
tarudez, de una manera tal vez algo animal —es decir, expresando
más un instinto vital que una facultad crítica—, los grupos, las pe-
queñas comunidades y las redes de afinidad o de vecindad se preocu-
pan de las relaciones sociales próximas, y lo mismo ocurre respecto
del entorno natural. Así, aunque se pueda parecer alienado por el le-
jano orden económico-político, se garantiza la propia soberanía so-
bre la existencia próxima. En esto desemboca lo «divino social», que
es al mismo tiempo el secreto del perdurar: es en lo secreto, en lo pró-
ximo, en lo insignificante (lo que se hurta a la finalidad macroscópi-
ca) donde se ejerce el dominio de la socialidad. Se puede afirmar
incluso que los poderes no pueden ejercerse más que en tanto en cuanto
que no se distancien demasiado de esta soberam'a. A este «soberano»

72. Cf., a este respecto, la excelente obra de THOMAS (L.V.), Fantasmes au quo-
tidien, París, Méridiens, 1984, así como la investigación en curso en el C.E.A.Q. (Pa-
rís V) y la de V. GAUDIN-GAGNAC sobre este mismo tema. Cf. también MAFFESOLI
(M.), La conquéte du présent, París, P.U.F., 1979, «Le fantastique au jour le jour»,
pp. 85-91.

— 92 —
se le puede enfocar, y comprender, desde la perspectiva contractual
de J. J. Rousseau, lo que le presta una dimensión unanimista y algo
idílica73.
Lo podemos contemplar también como algo que es una «armo-
nía confliótual» o, por efecto de una acción-retroacción, como un con-
junto que, mal que bien, ajusta los elementos naturales, sociales y
biológicos que lo componen y, por ello mismo, garantiza su estabili-
dad. La teoría de los sistemas y la reflexión de E. Morin muestran
con rigor la actualidad y pertinencia de dicha perspectiva. Así, aun-
que para muchos se trate de una figura de estilo, la aproximación que
se puede establecer entre el pueblo y el soberano está perfectamente
fundada. Por lo demás, ya sea mediante el levantamiento, la acción
violenta, la vía democrática, el silencio y la abstención, el desconoci-
miento despreciativo, o el humor y la ironía, son múltiples las mane-
ras que tiene el pueblo de expresar su potencia soberana. Y todo el
arte del político consiste en obrar de manera que estas expresiones no
revistan demasiada amplitud.
El poder abstracto puede triunfar de manera puntual. Y es cierto
que se puede plantear la pregunta de La Boétie, ¿qué es lo que funda
la «servidumbre voluntaria»? La respuesta la encontramos sin ningu-
na duda en esta autoconfianza incorporada por la que el cuerpo so-
cial sabe que, a largo plazo, el Príncipe, sea cual sea su forma
(aristocracia, tiranía, democracia, etcétera), es siempre tributario del
veredicto popular. Si el poder es cosa de individuos, o de una serie
de individuos, la potencia es patrimonio del phylum y se inscribe en
la continuidad. Es en este sentido como lo último es una característi-
ca de lo que podríamos llamar lo «divino social». Todo se resume en
una cuestión de anterioridad. Hablar de potencia, de soberanía o de
lo divino a propósito del pueblo equivale a reconocer, tomando de
nuevo una expresión de Durkheim, «que el derecho surge de las cos-
tumbres, es decir, de la vida como tal»74, o también que son «las cos-

73. DURKHEIM (E.), Montesquieu et Rousseau, précurseurs de la sociologie,


Lib. Marcel Riviére, París, 1966, pp. 40 y 108.
74. Cf., por ejemplo, la presentación que hace del problema FREUND (J.), So-
ciologie du conflit, P.U.F., París, 1983, p. 31.

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tumbres las que hacen la verdadera constitución de los Estados». Es-
ta prioridad vitalista en la pluma de este vitalista donde los haya me-
rece ser subrayada; fue ciertamente dicha reflexión la que le permitió
destacar la importancia del vínculo religioso en la estructuración so-
cial. Se trata, obviamente, de una idea general que exige ser actuali-
zada; pero reconocer que la íntima relación entre el vitalismo
(naturalismo) y lo religioso constituye una verdadera vis a tergo que
empuja a los pueblos y les garantiza perennidad y potencia, es algo
de suma transcendencia en un momento en el que la comunicación,
el ocio, el arte y la vida cotidiana de las masas imponen una nueva
configuración social.

3. La actitud de reserva popular


Cuando consideramos las historias humanas solemos decir que
lo político, en cuanto ajustamiento de los individuos y de los grupos
entre sí, es una estructura insuperable. Y sobre este punto no pode-
mos sino estar de acuerdo con Julien Freund cuando habla de «Esen-
cia de lo Político». Ello no obsta para que ésta, además de ser
permanente, sea igualmente movediza. Existen, en efecto, distintas
modulaciones de lo político. Según las situaciones y los valores que
predominan durante cierto tiempo, el orden político tiene mayor o
menor importancia en el juego social. Naturalmente, esta importan-
cia depende, en gran parte, de la actitud de los gobernantes. Reto-
mando una expresión aplicada al pensamiento sociológico de Pareto,
se puede decir que, mientras exista un «vínculo fisiológico» entre los
gobernantes y las masas seguirá ejerciéndose una cierta reversibilidad;
habrá, ya que no consenso, sí al menos intercambio y legitimación75.
Se trata de un fenómeno que no es excepcional: desde las jefaturas
antiguas hasta cierto paternalismo patronal, pasando por la ecuani-

75. Sobre la relación entre élite y masa, cf. el análisis de ALBERTONI (E.A.),
Les mases danslepensée des doctrinaires des Élites, (Mosca-Pareto-Michels), en: Doc-
trine de la classe politique et théorie des élites. París, Méridiens Klincksieck, 1987.

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midad de los Antoninos o por cierto populismo eclesiástico, existe un
determinado tipo de poder que descansa ante todo en la realidad de
los deberes que incumben a los jefes76. Estos son responsables de su
autoridad y deben responder igualmente de las hambrunas o catás-
trofes naturales que del desorden económico o social. La función sim-
bólica que ejercen cesa, o se ve fisurada, en cuanto deja de funcionar
el equilibrio del que son garantes.
No es posible desarrollar aquí esta pista de investigación. La in-
dico únicamente para que sirva de revelador de esa forma de la po-
tencia popular que es la actitud reservada y distante. En efecto, es
al dejar de existir el orden de la reversibilidad (y el análisis de este
acabamiento no puede, obviamente, reducirse a consideraciones mo-
ralistas) cuando vemos desarrollarse actitudes de repliegue.
Para comprender esto, conviene referirnos una vez más a esa me-
táfora de los «agujeros negros» que muchos de nosotros (Baudrillard,
Hillman, Maffesoli) hemos tomado prestada a la astrofísica. Como
es sabido, en un libro, no de vulgarización sino de divulgación, el fí-
sico J. Charron ha mostrado claramente que se trata de una estrella
cuya densidad creciente da origen a otro espacio77. Un «nuevo uni-
verso», dice él en concreto. Procediendo por analogía (práctica que
algunos rechazan pero que no deja, sin embargo, de tener interés pa-
ra nuestras disciplinas), podemos lanzar la hipótesis de que, en deter-
minados períodos, al no entrar ya la masa en interacción con los
gobernantes, o también al disociarse la potencia por completo del po-
der, asistimos a la muerte del universo político y a la entrada en el
orden de la socialidad. Creo, además, que se trata de un movimiento
pendular que procede por saturación: por una parte, predomina la
participación ya directa ya por delegación; por la otra, se impone la
acentuación de valores más cotidianos. En este último caso, se puede
decir que la socialidad es el conservatorio de las energías que, en el

76. Sobre esta temática, cf., a título de ejemplo, el análisis de POULZT (E.), so-
bre la iglesia, Catholicisme, démocratie et socialisme, Castermann, 1977, p. 121, o el
de RENÁN (E.), Marc-Auréle, París, 1984, cap. II, p. 40.
77. CHARRON (J.E.), L'esprit cet inconnu, Albin-Michel, París, 1977, p. 216.

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orden de lo político, tenían tendencia a extenderse al dominio público.
Es, por cierto, bastante interesante notar que, en general, esta
retención respecto a la inversión pública corre pareja con un «gasto»
en el orden existencia! (goce, hedonismo, carpe diem, cuerpo, sol);
mientras que en el burguesismo es más bien lo contrario lo que se puede
observar: encogimiento, economía de (y en) la existencia, y gasto ener-
gético en el dominio público (economía, servicio público, grandes ideo-
logías motivadoras...)» el cual sí triunfa.
Sea como fuere, lo cierto es que es en función de este telón de
fondo como conviene apreciar toda una serie de hechos que destacan
el desinterés creciente respecto de una cosa pública general y abstrac-
ta. La «mayoría silenciosa», que en realidad no es más que un con-
glomerado de grupos y de redes yuxtapuestos o secantes, no puede
seguir definiéndose mediante los retos comunes abstractos y decidi-
dos fuera de ella. No puede seguir caracterizándose a partir de un ob-
jetivo a realizar; es decir, ser el proletariado, agente de una sociedad
venidera, o ser el objeto de un estigma estructural y congénito: el po-
pulacho atrasado y/o infantil que hay que conducir o proteger. Entre
estos dos polos se mueven numerosas ideologías y acciones que toda-
vía siguen adoptando muchos políticos (conservadores, revoluciona-
rios, reformistas), administradores del Estado, trabajadores sociales
y responsables económicos. En realidad, el debate se sitúa ya en otra
parte. Así, prosiguiendo con la hipótesis de la saturación del orden
político, se puede explicar la actitud de la masa —que tanto inquieta
a los analistas y comentadores políticos— por el hecho de que, de ma-
nera latente, se da una cierta reticencia antropológica hacia todos los
poderes, que no deja de expresarse puntualmente con mayor o menor
eficacia, según el tiempo y el lugar. De manera paroxística, es decir,
para comprender bien este fenómeno, podemos hacer referencia a esos
países —como es el caso de la Sicilia tal y como aparece en el Gato-
pardo de Lampedusa— que han sabido conservar su originalidad a
causa o gracias a las múltiples invasiones que los dejaron sumergi-
dos. Por haber sabido doblar el espinazo y actuar con astucia, han
mantenido vivas sus particularidades. O consideremos también este
análisis de Bouglé a propósito de la India: «Todas las clases de auto-
ridad se han ensayado sobre estas masas inmensas; éstas han visto [...]

— 96 —
sucederse los imperios y multiplicarse los principados. Lo que es in-
dudable es que todos los gobiernos [...] parecen haber descansado siem-
pre en la superficie del mundo hindú. No lo han alcanzado [...] en
sus profundidades». Y la actualidad de este texto resulta aún mayor
cuando el sociólogo explica la imposibilidad de dominar el país «real»
por el hecho de que existen compartimentos de castas. He aquí una
observación muy sabrosa: los hindúes parecen, por este motivo, «he-
chos para ser subyugados por todo el mundo, sin dejarse asimilar ni
unificar por nadie»78; pero, aun a riesgo de que Bouglé se pueda asus-
tar dentro de su tumba, podemos, de manera heurística, extrapolar
esta observación y afirmar que la «no domesticación» de las masas,
o su baluarte más sólido ante las distintas dominaciones, descansan
ante todo en el pluralismo. En el ejemplo de la India, éste podría ser
el sistema de castas; en el de Sicilia, la fuerza del localismo, y de los
distintos «países» y «familias» que la componen; mientras que en el
caso de nuestras sociedades podrían ser las distintas redes, grupos de
afinidad y de interés, y demás lazos de vecindad que estructuran nues-
tras megalopolis. Sea como fuere, lo que está en juego es la potencia
contra el poder, aun cuando aquélla no pueda avanzar más que dis-
frazada para no verse aplastada por éste. Haciendo referencia a los
ejemplos históricos, que se podrían multiplicar a placer, se puede de-
cir no obstante que lo que actualmente no está más que punteado,
lo que se puede ver in statu nascendi, seguirá afirmándose en las dé-
cadas venideras. Cada vez que hay resurgimiento de ese «politeísmo
de los valores» de que hablara M. Weber y que, a parte de algunos
investigadores lo suficientemente audaces como para hacer frente a
los conformismos ambientes79, parece inquietar a tantas almas bellas,
asistimos a la relativización de las estructuras y de las instituciones
unificantes. No es motivo suficiente para asustarse, sino más bien al
contrario, pues la efervescencia inducida por este politeísmo es, en
general, claro indicio de un dinamismo renovado en todos los ámbi-

78. BOUGLE (C), Essais sur le régime des costes, 4. a ed., París, P.U.F., 1969,
p. 140. Sobre la Sicilia, cf. mi análisis, MAFFESOLI (M.), Logique de la domination,
rA r -F., París, 1976, pp. 85 sig.
79. Cf., por ejemplo, AUGE (M.), Legénie dupaganisme, Gallimard, París, 1983.

— 97 —
tos de la vida social, ya sea en la economía, la vida espiritual e inte-
lectual o, naturalmente, en las nuevas formas de socialidad. Y es cu-
rioso observar cómo, por regla general, el distanciamiento respecto
de lo político sirve de revelador del dinamismo de que acabamos de
hablar. Este distanciamiento, o retirada, es en realidad la reactiva-
ción del instinto vital de conservación, de conservarse en el ser. Es
la figura demoníaca que encontramos en todos los mitos y en todas
las religiones; el Satán de la tradición bíblica que dice no a la sumi-
sión. Pero si es puntualmente destructora, la figura satánica no deja
por ello de poseer una función fundadora. Y en este sentido remite
directamente a la «potencia» popular. Ya he dicho en otra parte que
existe una «sabiduría demoníaca» siempre actuante en el cuerpo so-
cial, a la que, sin ningún miedo a equivocarnos, podemos atribuir parte
de esta facultad de retiro, de no pertenencia estructural. Podemos se-
ñalar que, incluso en el siglo XIX, en el momento en que se origina
y organiza el movimiento obrero, éste se expresa a través de una mul-
tiplicidad de tendencias: comunista, anarquista, cooperativista, uto-
pista, cada cual dividida a su vez hasta el infinito. ¿Qué viene a decir
esto sino que ninguna instancia política puede pretender detentar el
monopolio? Como ha observado atinadamente E. Poulat, «las ma-
sas populares guardan, más o menos, una parte en reserva, con lo que
no hacen sino devolver la moneda a las clases superiores»80; y yo aña-
diría: aun cuando algunos miembros de estas clases pretendan hablar
en nombre del pueblo o, lo que viene a ser lo mismo, a dirigirlo. En
los que «no son» del pueblo no se llega nunca a confiar por comple-
to, pues se sabe, con memoria inmemorial, que quienes, animados por
la libido dominandi, se apoyan en el pueblo para llegar al poder no
hacen sino, en nombre de razones unas más válidas que las otras, prac-
ticar una real politik que sólo guarda relaciones muy remotas con las
aspiraciones populares.
Podríamos alargarnos hasta el infinito con este tema; bástenos

80. POULAT (E.), Eglisecontre bourgeoisie, Casterman, 1977, p. 131. Sobre es-
ta actitud de reserva, cf. MAFFESOLI (M.), Essaissur la violence báñale etfondatri-
ce, Méridiens, París, 1984, cap. III, p. 139. Sobre la «Sabiduría demoníaca», cf. mi
artículo «Perrance et la conquéte du monde», íbid., p. 157.

— 98 —
señalar que la actitud reservada es mucho más tenaz que las adhesio-
nes puntuales, o superficiales, a un determinado partido o a una de-
terminada política. Por mi parte, yo veo en ello una estructura
antropológica que, a través del silencio, la astucia, la lucha, la pasivi-
dad, el humor o la irrisión, sabe resistir con eficacia a las ideologías,
enseñanzas o pretensiones de quienes intentan ya dominar ya realizar
la felicidad del pueblo, lo que para el caso no representa gran dife-
rencia. Esta actitud de reserva no quiere decir que no se preste ningu-
na atención al juego (de lo) político, sino todo lo contrario, pues se
considera a éste como tal. En otro lugar he propuesto llamar a esto
«la política del Bel Canto»: lo que importa no es tanto el contenido
como la manera, «bella», de interpretar la canción. Todos sabemos
que, para los partidos políticos, tiene cada vez más importancia «ha-
cer tragar el mensaje», y menos afinar este último; no vamos a alar-
garnos aquí sobre este problema, pero es muy posible que se trate
simplemente de una expresión del relativismo popular. Como respuesta
al descompromiso y a la marcha atrás, se cuida la imagen. Hay ma-
yor tendencia a dirigirse a la pasión que a la razón, y, con ocasión
de las grandes convocatorias, el espectáculo de variedades o show es
más importante que el discurso de la personalidad política, la cual a
menudo tiene que conformarse con jugar un papel de estrella ame-
ricana.
Si se tiene esto bien presente se podrá comprender entonces que
es posible hacer «como si», sin por ello dejar de pensar en la acción
y en la sinceridad del vendedor de sopa política. En mi libro sobre
la vida cotidiana he mostrado la importancia de la categoría de la du-
plicidad: ese trivial doble juego que informa en profundidad a todas
nuestras existencias (La Conquétedu Présent, pp. 138-148). Es en es-
te marco en el que se pueden apreciar las actitudes del «como si» en
cuanto manifestaciones de Potencia. La duplicidad es lo que permite
existir; recordemos al respecto el famoso aforismo de Nietzsche:

«Todo lo que es profundo ama el disfraz...; todo lo que es


profundo tiene necesidad de un disfraz. Yo diría aún más:
alrededor de todo espíritu profundo crece y se desarrolla sin
cesar un disfraz».

— 99 —
Este aforismo no se aplica solamente al genio solitario; es tam-
bién aplicable al genius colectivo. Y dar cuenta de ello equivale a in-
troducir en sociología un vitalismo ontológico. Así, tenemos la
trapacería campesina, la guasa obrera o, de manera más general, la
multiplicidad de los «sistemas D», cosas todas ellas que, sin llegar a
verbalizarla, manifiestan una desconfianza estructural respecto a lo
que está instituido a la vez que afirman el aspecto irreprimible de la
vida. Pero como no es posible expresar abiertamente esta desconfian-
za y este querer vivir, se utiliza el procedimiento «perverso» (per via
= camino desviado) del consentimiento aparente.
Se trata de una vieja estructura antropológica; a saber, la de la
magia, que se descubre aún en los rituales y en las prácticas supersti-
ciosas que se resisten a morir. Se participa y al mismo tiempo se guar-
dan las distancias. Es esto lo que hace que tales rituales resuman
técnicamente la ambivalencia del hombre: sapiens y demens a la vez.
Aplicándola a otro objeto, E. Morin habla de «participación estéti-
ca»81 para resaltar este doble juego. Y se puede pensar que, por ejem-
plo, la afición enfermiza del público a los seriales televisivos tipo
Dallas, es la expresión clara de este ludismo profundamente incorpo-
rado. Si dicha actitud «estética» se ejerce respecto de esos poderes sim-
bólicos que son la televisión, el arte o la escuela, no hay razón alguna
para que no se aplique también al ámbito de lo político, aunque sólo
sea en función de lo que hemos dicho anteriormente acerca de su de-
venir espectacular o teatral. El voto a un determinado diputado o par-
tido puede correr parejo con la profunda convicción de que nada
cambiará con relación a la «crisis» económica, a eso que se ha dado
en llamar la inseguridad o al desarrollo del paro. Pero al hacer «co-
mo si», participamos mágicamente en un juego colectivo que nos re-
cuerda que esa cosa que es la «comunidad» ha podido, puede o podrá
existir. Esto tiene que ver a la vez con el esteticismo y la irrisión, con
la participación y la reticencia. Es, sobre todo, la afirmación mítica
de que el pueblo es fuente de poder. Este juego, o este sentimiento

81. MORIN (E.), L'Esprit du temps, Le Livre de Poche, 1984, p. 87. Sobre la
televisión, cf. WOLTON (D.), La folie du logis, Gallimard, París, 1983.

— 100 —
estético, es puesto en escena colectivamente tanto para sí mismo co-
mo para el poder que lo orquesta. Esto permite al mismo tiempo re-
cordar a este último que se trata de un juego, y que existen límites
que no se deben franquear. Eso que se llama la versatilidad de las masas
(un voto a la izquierda, otro voto a la derecha) puede interpretarse
en este sentido, y no deja de expresarse en ocasiones de manera paro-
xística. Todos los pensadores políticos se han preguntado acerca de
este fenómeno. Esta versatilidad, verdadera espada de Damocles, es
la que lleva constantemente la batuta, ya que obsesiona a las mentes
de los políticos, que van a determinar su estrategia o su táctica en fun-
ción de ella; y es, también, una de las modulaciones de la Potencia,
la cual, stricto sensu, determina al Poder. Hay una observación sin-
gular de Montesquieu que resume esto a la perfección: «El pueblo tiene
siempre demasiada acción o demasiado poca. Unas veces, con cien
mil brazos trastorna todo; y otras, con cien mil pies no anda sino co-
mo los insectos» (Sobre el espíritu de las leyes, 1.a parte, libro II, cap.
II). Así pues, pasividad y actividad, y ello de una manera que se hur-
ta a numerosos razonamientos lógicos. Desde una perspectiva pura-
mente racional, no se puede confiar en dicha versatilidad. Apoyándose
en algunos ejemplos históricos, J. Freund pone bien de manifiesto es-
ta ambivalencia, particularmente observable en situaciones paroxísti-
cas: guerras, alborotos, luchas de facción, revoluciones82. En
realidad, desde la perspectiva que yo he desarrollado aquí, lo que po-
dríamos llamar el proceder estocástico de la masa es la expresión de
un verdadero instinto vital: a imagen y semejanza de los combatien-
tes en el campo de batalla, sus zigzags le permiten esquivar las balas
de los poderes.
Haciendo referencia a una figura emblemática particularmente
viva en Italia, podemos comparar la versatilidad del pueblo con Poli-
chinela, que resume en su figura la unidad de los contrarios: «Mi des-
tino es el de ser una veleta; servidor y rebelde, cretino y genial, valiente
y cobarde». Ciertas versiones de su mito hacen de él incluso un her-
mafrodita; y también el hijo de un grande de este mundo y/o un hijo
de la plebe. Lo que es indudable es que encarna a la perfección la du-

82. FREUND (J.), Sociologie du conflit, P.U.F., París, 1983, pp. 212 sig.

— 101 —
plicidad absoluta (doble, duple), que permite eludir las diversas im-
posiciones o recuperaciones políticas. Por supuesto, no es accidental
que fuera el Ñapóles populoso y vivo la ciudad que eligió este perso-
naje como lugar de residencia83.
Constatamos, por lo demás, cómo su perpetua ambigüedad se
expresa a través del escarnio respecto de los poderes o de todas las
formas instituidas, políticas, por descontado, pero también familia-
res, económicas y sociales. Extrapolando un poco, se puede decir que
en esta actitud no cabe el ataque frontal a los poderes de arriba, asunto
más propio de las organizaciones políticas, sino más bien la astucia
o el rodeo. Digamos, empleando una expresión situacionista, que, en
vez de «luchar contra la alienación con medios alienados» (burocra-
cia, partidos, militancia, hipoteca del goce), se practica la burla, la
ironía, la risa, cosas todas ellas que, de manera subterránea, contra-
vienen a la normalización o a la domesticación, cometido propio de
todos los garantes del Orden decidido desde el exterior y, por ende,
abstracto. Por lo que respecta a nuestras sociedades, esta domestica-
ción de las costumbres aboca a lo que he dado en llamar «la asepsia
social» (La violence totalitaire, pp. 146-167), que tiene como conse-
cuencia la crisis ética o la desestructuración social que conocemos en
la actualidad.
Pero la ironía impide precisamente que esta domesticación sea
total. Desde la risa dionisíaca de las bacantes contra el sabio gestor
Penteo hasta la sonrisa dolorosa del bravo soldado Schweik, reactua-
lizado en la Checoslovaquia contemporánea, existe una lista intermi-
nable de las actitudes de espíritu que testimonian la no adhesión. Esto
resulta particularmente irritante para los poderes que pretenden, na-
turalmente, dominar los cuerpos, pero que saben perfectamente que,
para que su dominio se inscriba en la larga duración, es menester que
éste vaya acompañado de la sujeción de los espíritus. La actitud de
reserva propia de la ironía, aun cuando sea de una manera menor,
introduce un fallo en la lógica de la dominación. Las ocurrencias, los

83. Cf. las observaciones y las referencias sobre Polichinela en MEDAN (A.), Ar-
carles de Naples, Ed. des Autres, París, 1979, pp. 84 y 118 sig.

— 102 —
chismes, los panfletos, las canciones y demás juegos de palabras po-
pulares, así como los arranques de eso que se ha dado en llamar «la
opinión pública», están ahí para medir la evolución de esta falla. Y,
que yo sepa, no existe ninguna época ni ningún país en el que, en un
plazo más o menos largo, este mecanismo de defensa no haya dado
algún resultado positivo; como hemos podido ver estos últimos años,
en Francia o en Estados Unidos por ejemplo, podrá ser mediante el
estallido de escándalos de inevitables repercusiones políticas; pero tam-
bién puede tomar la forma de una descalificación que vaya royendo
progresivamente la legitimidad del poder establecido. Señalemos, de
pasada, que, como fue el caso de la Francia de finales del siglo XVIII
o de la Rusia de principios del XX, este clima de ironía subversiva
suele preceder a los grandes levantamientos revolucionarios.
En su excelente libro sobre la formación de la sociedad brasile-
ña, Gilberto Freyre suministra numerosos ejemplos de lo que él llama
la «malicia popular»; así, en un país en el que el color de la piel revis-
te una gran importancia, los apodos y los juegos de palabras ponen
de manifiesto «los rasgos negroides de las grandes familias aristocrá-
ticas», así como toda una serie de rasgos que tienen relación con el
alcoholismo, la avaricia y la erotomanía de las mismas84. No es se-
guro que se trate en este caso de reacciones moralistas, sino más bien
de una manera, por simbólica que sea, de relativizar el poder; sobre
todo, en el último ejemplo, al hacerse hincapié en todo lo que, a pe-
sar de sí mismas —o de sus ideologías esgrimidas—, deben las clases
dominantes a las torpezas o a las debilidades de la humana naturaleza.
Con lo cual volvemos a encontrarnos con una de las hipótesis que
están en la base de esta reflexión previa sobre la Potencia popular;
a saber, la de un vitalismo o un desarrollo natural, que no hace sino
traducir en el plano social toda la dinámica de la physis. La risa y
la ironía son explosión de vida, incluso y sobre todo cuando ésta está

84. Cf. FREYRE (G.), Maítres et esclaves, donde se habla de la formación de


la sociedad brasileña, trad. fr. Gallimard, París, Nueva Ed. 1974. por ej. p. 253.
Sobre el reír subversivo, remito a mi libro MAFFESOLI (M.), Essais sur la vio-
lence báñale et fondatrice, Librairie des Méridiens, París, 2. a ed., 1984, p. 78.

— 103 —
explotada y dominada. La burla pone de manifiesto que, hasta en las
condiciones más difíciles, puede uno, en contra o al lado de quienes
son los responsables de ello, apropiarse de su existencia, y tratar, de
una manera relativa, de gozar de ella: perspectiva trágica donde las
haya, que pretende menos cambiar el mundo que acomodarse a él o
«torearlo»; tanto es así que, si no se cambia la muerte (forma paro-
xística de la alienación), sí es posible acostumbrarse a ella, ser astuto
con ella o dulcificarla.
La ironía y el humor desembocan, pues, de manera natural en
la dimensión festiva, cuyo aspecto trágico, no hay que olvidarlo, tie-
ne suma importancia. Se puede decir, empleando la terminología de
G. Bataille, que el «gasto» resume a la vez el vitalismo natural del
pueblo y el aspecto irrisorio del poder (cf. los mecanismos de inver-
siones, fiestas de los locos, etcétera). Ahora bien, el «gasto» no es
más que una manera paroxística de expresar la ironía, la risa o el hu-
mor, y ello de una manera casi institucional. Al mismo tiempo, es causa
y efecto de esa energía social que no se agota en los juegos y arcanos
del poder. Platón, que no se interesaba más que por las almas de éli-
te, se preocupaba poco del hombre ordinario e incluso pensaba que,
para no exponer al pueblo a las tentaciones del poder, le hacía falta
un «hedonismo inteligente», que era «la mejor regla practicable de
una vida satisfactoria»85. Esta lección fue escuchada por numerosos
tiranos y poderes diversos, que no dejaron de suministrar al popula-
cho su quantum de juegos para mantenerlo tranquilo. Y hay autores
que, no sin razón, afirman que sigue siendo ése el papel que se le atri-
buye a los distintos espectáculos, deportes y demás emisiones televisi-
vas de gran audiencia: el de calmantes. En el estado de totalitarismo
suave que conocemos, los concursos televisivos han ocupado el lugar
de los sangrientos juegos circenses. Esta temática no es falsa, si bien
no tiene en cuenta la ambivalencia estructural de la existencia huma-
na, que es a la vez esto y aquello. El todo o nada que ha prevalecido

85. Cf. el análisis de DODDS (E.R.), Les grecs et l'irrationnel, Flammarion, Pa-
rís, 1959, cap. VII; Platón, el alma irracional, p. 209 más la cita de Platón en nota
11, p. 224. Para un análisis del «tiempo libre» contemporáneo, cf. J. DUMAZEDIER.

— 104 —
en la perspectiva crítica, surgida de la Ilustración y que aún sigue do-
minando en nuestras disciplinas, no está en condiciones de compren-
der el conflicto de los valores que zarandea en profundidad a toda
existencia social. Podemos, no obstante, estar convencidos de que la
fecundidad de la sociología se halla en esa vía. A este respecto, es in-
teresante citar un bellísimo análisis del sociólogo H. Lefébvre, repre-
sentante emérito de esa perspectiva crítica, pero que no puede por
menos de subrayar la «doble dimensión de lo cotidiano: vulgaridad
y profundidad». Con un lenguaje algo anticuado, y rebajando un po-
co sus constataciones, se ve obligado a reconocer que «en las cotidia-
nidades, las alienaciones, los fetichismos, las reificaciones... producen
todos sus efectos. Al mismo tiempo, las necesidades, al convertirse
(hasta cierto punto) en deseo, se encuentran con los bienes y se los
apropian»86. Al hacer esta cita, pretendo ante todo acentuar el hecho
de que es imposible reducir la polisemia de la existencia social, pues
su Potencia descansa precisamente en el hecho de que cada uno de
sus actos es a la vez expresión de cierta alienación y de cierta resisten-
cia. Es una mezcolanza de banalidad y excepción, de morosidad y ex-
citación, de efervescencia y distensión. Y esto resulta particularmente
sensible en lo lúdico, que puede ser a la vez «mercancía» y lugar de
un sentimiento colectivo real de reapropiación de la existencia. En cada
uno de mis libros anteriores he tratado de explicarme sobre este fenó-
meno. Me parece que es una de las características esenciales del pue-
blo; característica más o menos evidente, pero que traduce, mucho
más allá de la separación heredada del judeocristianismo (bien-mal,
Dios-Satán, verdadero-falso), el hecho de que existe una organicidad
de las cosas, y de que, de una manera diferencial, todo concurre a
su unicidad. Junto a los festivales de la cultura tradicional, no deja
de ser instructiva la multiplicación de las verbenas pueblerinas, de las
convocatorias folklóricas o, mejor aún, de las reuniones festivas alre-
dedor de los productos agroalimentarios de tal o cual «comarca». En
efecto, la celebración del vino, de la miel, de las nueces, de la aceitu-

86. LEFÉBVRE (H.), Critique de la vie quotidienne, t, II, l'Arche éditeur, París,
1961, pp. 70-71. Estos pasajes son sintomáticos del engorro que siente el autor ante
d hecho de que lo real no cuadre con sus aprioris.

— 105 —
na, etcétera, durante la temporada turística a la vez que es sumamen-
te comercial estrecha los vínculos colectivos al mostrar lo que éstos
deben a la naturaleza y a sus productos. En el Quebec francófono,
la sociedad de los Festivales populares ha puntuado de esta forma el
año con toda una serie de convocatorias que, a través del pato, el fai-
sán, el aciano, la manzana... reinterpretan el ciclo natural a la vez
que confortan el sentimiento colectivo que tiene el Quebec de sí mismo.
Vemos, así pues, en qué puede ser indicio de resistencia y de Po-
tencia un «gasto», por comercializado que esté el mismo, o recupera-
do, como les gusta decir a algunos espíritus tristes. Gozar el día de
hoy, tener sentido del presente, aprovecharse de este presente, tomar
la vida por el lado bueno, esto es lo que cualquier analista que no esté
demasiado desconectado de la existencia corriente puede observar en
todas las situaciones y ocasiones que puntúan la vida de las socieda-
des. «Los miembros de las clases populares han sido, desde siempre,
unos epicúreos de la vida cotidiana». Observación harto pertinente
de R. Hoggart, que suministra en su libro múltiples ejemplos en este
sentido. Y subraya también que dicho epicureismo está directamente
relacionado con la desconfianza que se muestra hacia esos políticos
que pretenden hacer la felicidad del pueblo; sus acciones se acogen
en general con consciencia del carácter ilusorio de sus promesas, cons-
ciencia que suele ir acompañada de una buena dosis de escepticismo
e ironía. «Se puede morir uno de la noche a la mañana»; por eso,
en contra de los que piensan siempre en el mañana o en función del
mañana, existe un claro empeño por afirmar los derechos, por preca-
rios que puedan ser, del presente. Es una filosofía, nacida de las du-
ras realidades de la vida, que sirve de soporte a la actitud de reserva
y al hedonismo populares87.

87. HOGGART (R.), La Culture du pauvre, trad. fr. Ed. de Minuit, 1970, p.
183. Nunca insistiremos lo bastante en el interés de este libro, producido por un autor
surgido del mismo medio que describe.

— 106 —
4

£1 tribalismo

1. La nebulosa afectual
«Noi siamo la splendida realta». Esta inscripción, escrita torpe-
mente y hallada en un rincón perdido de la Italia meridional, a la que
nada autoriza para tales pretensiones, resume a la perfección lo que
hay en juego en la palabra socialidad. Encontramos en ella, en escor-
zo, los distintos elementos que la caracterizan: relativismo del vivir,
grandeza y tragedia de lo cotidiano, pesadez del dato mundano, que
se asume mal que bien, todo ello expresado en un «nosotros» que sir-
ve de argamasa y que ayuda precisamente a soportar al conjunto. Se
ha insistido tanto en la deshumanización, el desencanto del mundo
moderno y la soledad que engendra que casi no estamos ya en condi-
ciones de ver las redes de solidaridad que se constituyen en él.
Por más de un concepto, la existencia social está alienada y so-
metida a las injunciones de un Poder multiforme; pero esto no impi-
de que exista una Potencia afirmativa, que, a pesar de los pesares,
redice el «juego (siempre) recomenzado del solidarismo o de la reci-
procidad». Se trata de un «residuo» que merece particular
atención123. De manera sucinta, se puede decir que, según las épocas,

123. Sobre la relación Poder-Potencia, remito a mi análisis: MAFFESOLI (M.),


La Violencia totalitaire, París, P.U.F., 1979, pp. 20-69, aquí. p. 69.

— 133 —
predomina un determinado tipo de sensibilidad: un estilo que especi-
fica las relaciones que establecemos con los demás. Esta puesta en pers-
pectiva estilística está siendo cada vez más subrayada (P. Brown, P.
Veyne, G. Durand, M. Maffesoli)124. En concreto, permite dar cuenta
del paso de la «.polis al tiaso», o también del orden político al de la
fusión. Mientras que el primero privilegia a los individuos y a sus aso-
ciaciones contractuales y racionales, el segundo pone el acento en la
dimensión afectiva y sensible: por un lado, lo social, que posee una
consistencia propia, una estrategia y una finalidad; por el otro, una
masa en la que se cristalizan agregaciones de todos los órdenes, pun-
tuales, efímeras y de contornos indefinidos.
La constitución de lo social y su reconocimiento teórico no fue-
ron, en absoluto, una cosa fácil. Lo mismo ocurre en la actualidad
con esa nebulosa que llamamos socialidad; lo cual explica que una
investigación puede ser aproximativa, parcial, a veces irregular, a ima-
gen de esas congregaciones de gente sobre las que no se sabe nada con
certeza. Pero lo que hay en juego, una vez más, tiene suma importan-
cia; y me permito apostar que el futuro de nuestras disciplinas depen-
derá esencialmente de nuestra capacidad de saber dar cuenta del
hervidero en cuestión.
Por mi parte, estimo que la excesiva insistencia en el narcisismo
o en el desarrollo del individualismo, lugares comunes de numerosos
análisis sociológicos y periodísticos, obedece a un pensamiento con-
vencional, a no ser que exprese el malestar profundo de los intelec-
tuales por no comprender ya nada de la sociedad que es su razón de
ser, intentando así dotarla de nuevo sentido en términos adecuados
al campo moral y/o político en el que destacan respectivamente. No
voy a sumarme aquí a un combate de retaguardia; baste con indicar,
aunque sea de manera un tanto tajante, que la experiencia del otro
funda comunidad, aun cuando ésta sea conflictiva. Espero que se me

124. Sobre el estilo, cf. BROWN (P.), Genése de l'Antiquité tardive, París, Ga-
Uimard, 1983, p. 16; y el prólogo de P. Veyne. DURAND (G.), La Beauté commepré-
senceparaclétique, Éranos, 1984, Insel Verlag, Frankfurt, 1986, pp. 129; MAFFESOLI
(M.), «Le Paradigme esthétique», en Sociologie et Sociétés, Montreal, vol. XVII, n.°
2, oct. 1985, p. 36.

— 134 —
comprenda bien: no pretendo participar en la elaboración de este cal-
do moral, muy a la moda en los tiempos que corren, sino ofrecer más
bien las pautas generales de lo que podría ser una lógica de la fusión,
metáfora ésta donde las haya, pues, al igual que podemos ver a pro-
pósito de la masa, puede operarse sin que exista eso que, tradicional-
mente, se llama diálogo, intercambio y demás garambainas de la misma
laya. La fusión de la comunidad puede ser perfectamente desindivi-
dualizante; crea una unión en punteado que no implica la plena pre-
sencia ante el otro (lo que remite a lo político), sino que establece más
bien una relación en hueco o lo que yo llamaría relación táctil: en la
masa nos cruzamos, nos rozamos, nos tocamos, se establecen inte-
racciones, se operan cristalizaciones y se forman grupos.
Podemos parangonar esto a lo que W. Benjamín dice del Nuevo
Mundo Amoroso de Fourier, un «mundo en el que la moral no tiene
ya nada que hacer», un mundo en el que «las pasiones se engranan
y se mecanizan entre sí», y un mundo en el que, empleando los mis-
mos términos de Fourier, se observa un orden de combinaciones y de
asociaciones indefinidas e indiferenciadas125. Y, sin embargo, estas re-
laciones táctiles no dejan de crear, mediante sucesivas sedimentacio-
nes, un ambiente especial: eso que yo he dado en llamar una unión en
punteado. Para mejor comprender nuestra reflexión, avanzo la siguiente
imagen: en su nacimiento, el mundo cristiano es una nebulosa de pe-
queñas entidades desparramadas por todo el imperio romano. El hor-
migueo que esto induce segrega entonces esa bella teoría que es la
«comunión de los santos»; una unión a la vezflexibley firme que, en
cualquier caso, garantiza la solidez del cuerpo eclesial. Es esta eferves-
cencia grupal, y su ethos específico, lo que va a dar origen a la civiliza-
ción que todos conocemos de sobra. Podemos imaginar que hoy en
día nos hallamos ante una forma de «comunión de los santos». Las
mensajerías informáticas, las redes sexuales, las distintas solidaridades
y las convocatorias deportivas y musicales son sendos índices de un et-
hos en formación. No es otra cosa lo que delimita este nuevo Espíritu
del Tiempo que se puede llamar con el nombre de socialidad.

125. Cf. BENJAMÍN (W.), Essais, París, Denoél-Gonthier, 1983, p. 40.

— 135 —
Precisamente, ante todo, que la tradición fenomenológica y com-
prensiva lleva ya largo tiempo abordando este problema. Estoy pen-
sando, en concreto, en A. Schutz, quien, en numerosos análisis suyos,
y más precisamente en su artículo titulado «Making music together»,
ha estudiado la «relación de sintonía» (mutual tuning in relation-ship)
según la cual los individuos en interacción se epifanizan en un «noso-
tros muy fuertemente presente» (in vividpresencé). Naturalmente, en
la base encontramos la situación cara a cara; pero, por contamina-
ción, es el conjunto de la existencia social el que se ve afectado por
esta forma de empatia126. Además, ya sea por medio del contacto,
de la percepción o de la mirada, siempre aparece lo sensible en la re-
lación de sintonía. Como veremos más adelante, es este elemento sen-
sible el que sirve de sustrato al reconocimiento y a la experiencia del
otro. Desde ahora, se puede afirmar ya que es a partir de ahí como
se elabora «la relación de los espíritus», otra manera de nombrar la
comprensión, en su sentido más fuerte. Aunque resulte una banali-
dad decirlo —pero yo creo que nunca se insistirá en ello lo suficiente—,
la originalidad del proceder sociológico consiste en que descansa en
la materialidad del Estar juntos.
Dios (y la teología), el Espíritu (y la filosofía) y el individuo (y
la economía) dejan paso al reagrupamiento. El hombre no está ya con-
siderado aisladamente. Y, aunque se dé prioridad a lo imaginario —
cosa que yo me inclino a hacer—, no hay que olvidar que éste proce-
de de un cuerpo social y que se materializa en él a su vez. No existe,
propiamente hablando, eso que se llama autosuficiencia, sino más bien
una constante retroacción. Toda vida mental nace de una relación,
y de su juego de acciones y de retroacciones. Toda la lógica comuni-
cacional o simbolista se funda en esto: es lo que O. Spann ha llamado
«la idea de emparejamiento» (Gezweiung). Es un efecto de pareja que
se puede ver entre los padres y el niño, el maestro y los discípulos,

126. SCHUTZ (A.), «Faire de la musique ensemble. Une étude des rapports
sociaux», trad. fr. en Sociétés, París, Masson, 1984, vol. I, n.° 1, pp 22-27.
Extracto de «Making music together», Collected Paper II, Nijhoff, La Haya, 1971,
pp. 159-178.

— 136 —
o el artista y sus admiradores127, dando por descontado, naturalmen-
te, que este efecto de pareja transciende los elementos que lo compo-
nen. Esta transcendencia es característica de la perspectiva sociológica
en su fase inicial, la cual, como es bien sabido, se vio obnubilada por
la comunidad medieval. Sin embargo, como quiera que el burguesis-
mo triunfante tenía al individualismo como vector esencial, este mo-
delo comunitario se vio paulatinamente reprimido, o no sirvió, a
contrario, más que para justificar el aspecto progresista y liberador
de la modernidad. Pero eso no es óbice alguno para que los mitos cor-
poratista o solidarista asomen, como la estatua del Comendador, por
el horizonte de nuestra argumentación. Hasta el más positivista de los
sociólogos, A. Comte, hace con ellos una nueva formalización en su
religión de la humanidad. Ya conocemos su influjo en Durkheim y
la sociología francesa; pero tendemos a olvidar que, por mediación
de W. G. Sumner, el mito solidarista halló eco en el pensamiento
americano128.
Sin intención alguna de alargarnos al respecto, se puede no obs-
tante señalar que el solidarismo o la religión de la humanidad pueden
servir de telón de fondo a los fenómenos grupales con los que nos ve-
mos confrontados en nuestros días. Y ello principalmente en lo que
a la lógica de la identidad se refiere; ésta ha servido de pivote al orden
económico, político y social que ha imperado durante dos siglos. Pe-
ro, aunque todavía sigue funcionando, su efecto apisonadora no tie-
ne ya, ni mucho menos, la misma eficacia. Así, para captar bien el
sentimiento y la experiencia compartidos, presentes en numerosas si-
tuaciones y actitudes sociales, conviene tomar ya otro ángulo de ata-
que: el de la estética me parece el menos malo. Tomo la palabra estética
en su acepción etimológica; a saber, como la facultad común de sen-

127. Cf., a título de ejemplo: GUMPLOWICZ, Précis de sociologie, París, 1896,


pp. 337 sig. sobre O. Spann; cf. el análisis que hace JOHNSTON (W.), L'Esprit vien-
nois (une histoire intellectuelle et sociale), 1848-1938, París, P.U.F., 1985, p. 365.
128. Sobre la fascinación por lo comunitario en la sociología, cf. NISBET (R.A.),
La Tradition sociologique, París, P.U.F., 1984, p. 30; sobre un precursor de la socio-
logía americana, cf. St-ARNAUD (P.), W.G. Sumner etles debuts de la sociologie amé-
ricaine, Presse Universitaire Laval, Quebec, 1984, p. 107.

— 137 —
tir o experimentar. A pesar de su racionalismo, Adorno observó en
su día que la estética podía permitir «defender lo no-idéntico, opri-
mido en la realidad por el condicionamiento de la identidad»129. Im-
posible describir mejor la eflorescencia y la efervescencia del
neotribalismo, que, bajo sus distintas formas, se niega a reconocerse
en cualquier tipo de proyecto político, no se inscribe dentro de ningu-
na finalidad y tiene como única razón de ser la preocupación por un
presente vivido colectivamente. Basta, para convencerse de ello, con
echar un vistazo a las investigaciones y monografías realizadas sobre
los grupos de jóvenes, sobre los círculos de afinidad o sobre las pe-
queñas empresas industriales; y todavía quedan por realizar otras pes-
quisas sobre las redes telemáticas para confortar el aspecto prospectivo
de las relaciones de sintonía.
Las distintas lamentaciones de los hombres políticos, de la gente
de iglesia o de los periodistas a propósito de la creciente desindivi-
dualización son un índice a favor de realidades «suprasingulares» o
«supraindividuales». Al margen de cualquier valoración normativa,
conviene saber sacar las distintas consecuencias de lo anterior. A par-
tir de experimentos psicológicos llevados a cabo en los años setenta,
Watzlawick ha hablado del «deseo ardiente e inquebrantable de estar
de acuerdo con el grupo». Actualmente no se trata ya sólo de deseo,
sino de un ambiente que nos impregna; y lo que era experimental en
los grupos californianos se ha tornado en realidad común en la vida
de todos los días. El deseo apelaba todavía a un sujeto, que era su
portador; pero esto ha dejado ya de ser el caso. El prurito de confor-
midad es una consecuencia de la masificación, siendo en el interior
de ésta donde se operan, de manera incidental y aleatoria, los distin-
tos reagrupamientos. Antes he hablado de la «materialidad» del estar-
juntos; pues bien, el vaivén-masa-tribu es una perfecta ilustración de
ello. Es posible imaginar que, en vez de con un sujeto-actor, estamos

129. ADORNO (T.W.), Théorie esthétique, París, Klincksieck, 1974, p. 13. Cf.,
sobre la manera como yo defino la estética, MAFFESOLI (M.), «Le Paradigme esthé-
tique», en Sociologie et Sociétés, Presses Université Montréal, vol. XVII, n.° 2, 1985,
pp. 34-41.

— 138 —
confrontados con una embutición de objetos. Como si de una muñe-
ca rusa se tratara, el gran objeto-masa encubre pequeños objetos-
grupos, que se difractan hasta el infinito.
Al elaborar su ética de la simpatía, M. Scheler se esfuerza por
mostrarnos que ésta no es ni esencial ni exclusivamente social. Sería
como una forma englobadora o, por así decir, matricial. Es ésta la
hipótesis que yo voy a formular a mi vez. Siguiendo el movimiento
pendular de las historias humanas, esta forma, tras haberse visto mi-
nusvalorada, se halla nuevamente presente, privilegiando la función
emocional y los mecanismos de identificación y de participación que
le son subsiguientes. Lo que él llama la «teoría de la identificación
de la simpatía» permite explicar las situaciones de fusión, esos mo-
mentos de éxtasis que pueden ser puntuales, pero que pueden igual-
mente caracterizar el clima de una época130. Esta teoría de la
identificación, o de la salida extática de uno mismo, se halla en per-
fecta congruencia con el desarrollo de la imagen, con el del espectá-
culo (del espectáculo propiamente como tal a los shows políticos) y,
naturalmente, con el de las muchedumbres deportivas, las muchedum-
bres turísticas o, simplemente, las muchedumbres de papanatas. En
todos estos casos asistimos a una superación del principium indivi-
duationis, que fue el áureo número de toda organización y teoriza-
ción sociales.
¿Hay que establecer, como propone M. Scheler, una graduación
entre «fusión», «reproducción» y «participación» afectivas? A mi jui-
cio, sería mejor, aunque sólo fuera a título heurístico, hablar de una
nebulosa «afectual», de una tendencia orgiástica o, como ya lo he ana-
lizado antes, dionisíaca. Las explosiones orgiásticas, los cultos de po-
sesión o las situaciones fusiónales han existido desde toda la vida. Sin

130. Cf. WARTZLAWICK (P.), La Réalité de la réalité, París, 1978, p. 91 y


SCHELER (M.), Nature et Formes de la sympathie, París, Payot, 1928, en particular
pp. 35, 83 sig., 88 y 113. Sobre las muchedumbres, cf. BEAUCHARD (J.), La Puis-
sance des foules, París, P.U.F., 1985. Sobre el deporte, cf. EHRENBERG (A.), «Le
Football et ses imaginaires», en Les Temps modernes, noviembre 1984, y SANSOT
(P.), Les Formes sensibles de la vie sociale, París, P.U.F., 1986. Sobre el turismo, cf.
la revista Sociétés, n.° 8, París, Masson, vol. 2, n.° 2, 1986.

— 139 —
embargo, a veces adoptan un aspecto endémico y se tornan preemi-
nentes en la conciencia colectiva. Nosotros vibramos al unísono so-
bre al asunto que sea. Halbwachs habla, a este respecto, «de
interferencias colectivas»131. Lo que a nosotros nos parece una sim-
ple opinión personal, es en realidad la de tal o cual grupo, al que no-
sotros pertenecemos. De ahí la creación de esas doxas que son la marca
característica del conformismo y que descubrimos en todos los gru-
pos particulares, inclusive en el que se declara más despegado: el de
los intelectuales.
Esta nebulosa «afectual» permite comprender la forma específi-
ca que adopta la socialidad en nuestros días: el vaivén masas-tribus.
En efecto, a diferencia de lo que ha prevalecido en los años setenta
—con esos puntos fuertes que fueron la contracultura californiana y
las comunas estudiantiles europeas—, se trata menos de agregarse a
una banda, a una familia o a una comunidad que de revolotear de
un grupo a otro. Esto puede dar la impresión de una atomización,
y también puede hacer hablar, sin razón, de narcisismo. En efecto,
en contra de la estabilidad inducida por el tribalismo clásico, el neo-
tribalismo se caracteriza por la fluidez, las convocatorias puntuales
y la dispersión. Sólo así se puede describir el espectáculo callejero de
las megálópolis modernas. El adepto e&jogging, t\punk, el que tiene
un look retro, el típico «niño pijo», los saltimbanquis callejeros, to-
dos ellos nos invitan a un incesante travelling. A través de sucesivas
sedimentaciones, se constituye el ambiente estético del que se ha ha-
blado anteriormente; y es en el seno de dicho ambiente donde, de ma-
nera puntual, se pueden operar las «condensaciones instantáneas»
(Hocquenghem-Scherer) y frágiles, pero que, en un momento preci-
so, son objeto de una fuerte implicación emocional. Es este aspecto
secuencial lo que permite hablar de superación del principio de indi-

131. SCHELER (M.), op. cit., pp. 149-152. Sobre la tendencia dionisíaca, cf. MAF-
FESOLI (M.), L'Ombre deDionysos, contribution á une sociologie de l'orgie, París,
Librairie des Méridiens, 2.a ed., 1985, y MANNHEIM (K.), Idéologie et utopie, París,
M. Riviére, 1956, donde se habla, en p. 154, sobre «quiliasmo orgiástico». Y también
HALBWACHS (M.), LaMémoire collective, París, P.U.F., 1968, p. 28, sobre las «in-
terferencias colectivas».

— 140 —
viduación. Acudamos de nuevo a una imagen: en una bella descrip-
ción de las autopistas americanas, y de su tráfico, J. Baudrillard da
cuenta de este extraño ritual y de la «regularidad de esos flujos que
ponen fin a los destinos individuales». Según él, la «única sociedad
verdadera, el único calor que se descubre aquí es el de una propul-
sión, de una compulsión colectiva»132. Esta imagen puede ayudarnos
bastante a pensar. De una manera cuasi animal, sentimos una fuerza
que trasciende las trayectorias individuales o, más bien, que hace que
éstas se inscriban en un vasto ballet, cuyas figuras, por estocásticas
que nos parezcan, forman al fin y a la postre una constelación cuyos
distintos elementos se ajustan en sistema sin que la voluntad ni la con-
ciencia tengan nada que ver. Tal es el arabesco de la socialidad.
Característica de lo social: el individuo podía tener una función
en la sociedad y funcionar en un partido, una asociación o un grupo
estable.
Característica de la socialidad: la persona —pienso también en
el sentido etimológico— juega papeles tanto en el interior de su acti-
vidad profesional como en el seno de las distintas tribus en las que
participa. Como su traje de escena cambia, esta persona se dispon-
drá, según sus gustos (sexuales, culturales, religiosos o amistosos), a
ocupar su lugar, cada día, en los distintos juegos del theatrum mundi.
Nunca se insistirá lo suficiente en ello: a la autenticidad dramáti-
ca de lo social responde la trágica superficialidad de la socialidad. Ya
he mostrado antes, a propósito de la vida cotidiana, cómo podía ocul-
tarse la profundidad en la superficie de las cosas. De ahí la importan-
cia de la apariencia. No se trata de abordarla aquí como tal, sino tan
sólo de indicar brevemente que es el vector de agregación. En el senti-
do indicado más arriba, la estética es un medio de experimentar o de
sentir en común. Es, asimismo, un medio para reconocerse. ¿Parva
esthetica? En cualquier caso, el abigarramiento indumentario, los ca-
bellos multicolores y otras manifestaciones punk sirven de argamasa.

132. Cf. HOCQUENGHEM (G.)-SCHERER (R.), L'Ame atomique, París, Al-


bín Michel, 1987, p. 17, y BAUDRILLARD (J.), Amérique, París, Grasset, 1986, p.
107. Cf. asimismo los trabajos MOLES (A.), Instituto de Psicología social de la Uni-
versidad de Estrasburgo I, sobre la calle, el comefuego, etcétera.

— 141 —
El culto al cuerpo, al igual que los juegos de apariencia, sólo valen
en cuanto que se inscriben en una amplia escena en la que cada cual
es a la vez actor y espectador. Parafraseando a Simmel y su sociolo-
gía de los sentidos, se trata de una escena que es «común a todos».
Se hace hincapié menos en lo que particulariza que en la globalidad
de los efectos133.
Lo propio del espectáculo es acentuar, de manera ya directa ya
eufemística, la dimensión sensible o táctil de la existencia social. Estar-
juntos permite tocarse. «La mayoría de los placeres populares son pla-
ceres de multitud o de grupo» (A. Ehrenberg); y no se puede com-
prender esta extraña compulsión a congregarse si no se tiene in mente
esta constante antropológica. Volviendo a la dicotomía desarrollada
por W. Worringer entre abstracción y Einfühlung, se puede decir que
hay momentos abstractos, teóricos y puramente racionales, y otros
en los que la cultura, en el sentido más amplio del término, que inclu-
so también el de «cultivo», es una cuestión de participación y de «tac-
tilidad». La vuelta de la imagen y de lo sensible en nuestras sociedades
remite sin ningún lugar a dudas a una lógica del tacto.
Es bajo esta rúbrica como hay que entender el resurgir, aunque
sea de una manera más o menos «mercanciada», de las fiestas popu-
lares, del carnaval y de otros momentos de efervescencia. A través
de una fórmula feliz, que merece reseñarse aquí, R. da Matta ha po-
dido observar que, en tales momentos, «los hombres se transforman
e inventan eso que nosotros llamamos el pueblo o la masa»134. In-
vención que hay que tomar aquí strictissimo sensu: hacer venir o ha-

133. Sobre la apariencia, remito a mis propios análisis en MAFFESOLI (M.),


La Conquete du présent, París, P.U.F., 1979. Cf. también PERROT (Ph.), Le
Travail des apparences, París, Ginebra, 1984. Sobre la «Parva estethica», cf. G. HOC-
QUENGHEM y SCHERER, op. cit., p. 25. Sobre lo sensible, SANSOT (P.), Les for-
mes sensibles de la vie sociale, op. cit. Para una aproximación a la sociología
de los sentidos, cf. SIMMEL (G.), Mélanges dephilosophie relativiste, París, Félix Al-
can, 1912.
134. DA MATTA (R.), Carnavals, bandits et héros, París, Seuil, 1983, p. 116.
Cf. asimismo EHRENBERG (A.), «Le Football et ses imaginaires», en Les Temps Mo-
dernes, op. cit., p. 859.

— 142 —
llar (in-venire) lo que existe. El paroxismo del carnaval, así como su
teatralidad y tactilidad exacerbadas, ponen de manifiesto con espe-
cial fuerza el mecanismo que estamos tratando de descubrir aquí: el
de marea de fondo de las multitudes y, en el seno de ésta, las peque-
ñas nudosidades que se forman, actúan e interactúan unas sobre otras.
El espectáculo asegura, bajo estas distintas modulaciones, una fun-
ción de comunión. Circo y círculo tienen el mismo origen etimológi-
co; y, de manera metafórica, se puede decir que ambas cosas se
refuerzan recíprocamente. Ahora bien, lo que caracteriza a nuestra
época es precisamente el entrecruzamiento flexible de una multiplici-
dad de círculos cuya articulación forma las figuras de la socialidad.
Es esta teatralidad, la del circo y la del círculo, o esta concatena-
ción de los círculos lo que caracteriza otro aspecto de la socialidad:
el de la religiosidad, término éste que conviene tomar en su sentido
más simple, el de religancia (Bolle de Bal), y con referencia a una de
sus etimologías: religare, religar. No se trata en absoluto, en esta so-
ciología soñadora que pretende ser la mía, de competir con los espe-
cialistas. Sin hacer ninguna distinción entre lo religioso como tal y
lo «religioso por analogía» (J. Séguy), pretendo describir con este tér-
mino la relación orgánica en la que interactúan la naturaleza, la so-
ciedad, los grupos y la masa135. Utilizando una imagen anteriormente
citada, se trata de una nebulosa que, como toda nebulosidad (¿radioac-
tiva?) va y viene, está quizá siempre ahí, pero ejerce más o menos efecto
en el imaginario colectivo. No se puede negar su efecto certero en nues-
tros días.
Digamos, precisando un poco más, que esta religiosidad puede
correr pareja con la descristianización u otra forma de desinstitucio-
nalización. Y, con razón, la socialidad designa precisamente la satu-

135. Sobre esta relación orgánica remito a mi trabajo, MAFFESOLI (M.), La Con-
naissance ordinaire, París, Méridiens, 1985. Sobre la distinción de J. Séguy, cf. LALI-
VE D'EPINAY (C), «La Recherche aujourd'hui, pistes et contacts», en Sociétés, París,
Masson, vol. 2, n.° 2, 1986, n.° 8, p. 29. En lo que a mí respecta, considero que la
«vuelta de los dioses» está menos en la cabeza de los investigadores que en la de la
gente, y por eso es un problema para el investigador. Sobre la «religancia», cf. BO-
LLE DE BAL, La Tentation communautaire, Ed. Université de Bruxelles, 1985.

— 143 —
ración de los grandes sistemas y demás macroestructuras. Pero el he-
cho de huir o, al menos, de no prestar atención a las instituciones,
no significa en absoluto el final del religare. Este puede manifestarse
en otra parte. Es un debate de actualidad, en el que se hallan particu-
larmente enfrascados sociólogos como Y. Lambert y D. Hervieu136.
Añadiré, por mi parte, que esta religiosidad puede correr pareja con
el desarrollo tecnológico, e incluso ser confortada por éste (como es
el caso de la microinformática o el Miniteí).
Sea como fuere, y enlazando con el hilo conductor de nuestra
argumentación, diré que existe una cierta relación entre lo emocional
y la religiosidad; M. Weber dedica, a este respecto, un párrafo de su
Economía y Sociedad a la «comunidad emocional» o a la «religiosi-
dad de la comunidad». Entre el número de características que les atri-
buye encontramos la de «vecindad» y, sobre todo, la pluralidad e
inestabilidad de sus expresiones137. ¿Es abusar del derecho a la inter-
pretación relacionar esto con la proximidad, lo táctil o el aspecto efí-
mero que rigen a nuestras tribus contemporáneas? En lo que atañe
al nuevo mapa del cristianismo de nuestros días, se ha llegado a ha-
blar de «parroquias de afinidad» (D. Hervieu-Léger), lo que yo rela-
cionaría, por mi parte, con lo que doy en llamar la «socialidad
electiva». Se trata aquí de un paradigma que, como tal, puede ser me-
todológicamente utilizable. Ya no es posible ahorrar formas de sim-
patía que, junto a la relación de causalidad, dan una visión más
completa de un mundo cada vez más complejo.
De hecho, la relación simbólica que he esbozado aquí se inscribe
deliberadamente en un esquema vitalista próximo al querer-vivir de
Schopenhauer o del élan vital de Bergson. Asimismo, la socialidad
y el tribalismo que la constituye son esencialmente trágicos: los temas
de la apariencia, de lo afectivo y de lo orgiástico indican todos ellos

136. LAMBERT (Y.), Dieu change en Bretagne, París, Cerf, 1985, y HERVIEU-
LEGER (D.), Vers un nouveau christianisme, París, Cerf, 1986, p. 49, donde se obser-
van los rasgos específicos de la religiosidad obrera, y p. 217, donde se observa cierta
afinidad entre el mundo moderno y la religiosidad. Sobre las «parroquias de afinidad»,
cf. p. 12.
137. Cf. WEBER (M.), Economie et société, París, Plon, pp. 475 y 478.

— 144 —
la finitud y la precariedad; pero, como ha señalado atinadamente L.V.
Thomas, todos los ritos de muerte preparan el «paso hacia la vi-
da»138. Tal es el quid y la apuesta de la socialidad: permitir pensar
eso que es portador de futuro en el seno mismo de lo que se acaba.
El desencanto respecto de todo lo que tuvo la primacía en el burgue-
sismo no debe encubrir las formas particularmente vivaces que están
naciendo. Al morir a sí mismo, el individuo permite que perdure la
especie. Me remito aquí a la famosa fórmula de las Memorias de
Adriano:

«Creo que sería posible compartir la existencia de todos, y


esa simpatía sería una de las especies menos revocables de
la inmortalidad» (M. Yourcenar).

De manera parecida, al superar la categoría del individualismo,


la socialidad nos permite conocer, o nacer-con (según la etimología
francesa de connaítre), las nuevas formas de socialidad que están emer-
giendo.

2. El estar-juntos «sin ocupaciones»


De manera también sucinta, y para que sirva de fundamento a
lo que puede ser la estructura socio-antropológica del tribalismo, puede
ser interesante recordar que, de manera directa o a contrario, es siem-
pre con relación al grupo como acaba determinándose la vida social;
banalidad, si se quiere, pero que, insisto, conviene recordar. Hay quie-
nes han llegado a decir que la sociedad medieval, como sistema de
organización orgánica, constituyó el modelo de «la utopía sociológi-
ca». Así, limitándonos solamente a un par de ejemplos, cabe recor-
dar que es esta sociedad la que sirve de telón de fondo al análisis que
hace Tocqueville de la democracia americana. También se sirve de ella
Le Play para elaborar su concepto de «familias tronco»; y otro tanto
se puede decir de la «comunidad» de Tónnies o de las «asociaciones

138. THOMAS (L.-V.), Rites de morí, París, Fayard, 1985.

— 145 —
intermedias» de Durkheim139. Me parece que, más que a un material
de comparación, esta nostalgia medievalista recuerda que, contraria-
mente a las perspectivas mecanicistas e individualistas, propias del po-
sitivismo del siglo XIX, la perspectiva orgánica no puede ser totalmente
evacuada.
Se ha dicho que K. Marx se sintió fascinado por la única re-
volución que, a su juicio, había triunfado: la Revolución burguesa
de 1789; fascinación de la que se habría resentido su obra, que des-
cansa en categorías esencialmente burguesistas. Tal vez sea posible afir-
mar algo parecido respecto a Durkheim y el medievalismo. Es decir,
que, sin dejar de ser un claro exponente del primado del papel de la
razón y del individuo en la sociedad, no puede por menos de consta-
tar de facto la importancia del sentimiento y de la comunidad. Me
parece que la distinción que establece Durkheim entre «solidaridad
mecánica» y «solidaridad orgánica», y sobre todo la aplicación que
hace de ésta, no son de especial pertinencia. En cambio, sí es impor-
tante subrayar que él se sintió verdaderamente obnubilado por esa
realidad que es la solidaridad140. Lo cual no es cosa de poca monta.
En efecto, aunque esto no haya sido analizado suficientemente por
los que se reclaman del fundador de la Escuela francesa de sociolo-
gía, es indudable que el problema del consenso prerracional y prein-
dividualista es, según él, una base sobre la que puede construirse, y
de hecho se construirá, la sociedad. De ahí la importancia que otorga
a la conciencia colectiva o a esos momentos específicos (fiestas,
acciones comunes) mediante los cuales tal o cual sociedad va a
confortar «el sentimiento que ella tiene de sí misma». Sobre esto ha
insistido bastante Nisbet, cosa laudable pues se olvida con demasiada
frecuencia que esta perspectiva de la communitas sobrepasa el as-

139. Sobre medievalismo y sociología, cf. el análisis y los ejemplos de NISBET


(R.A.), La Tradition sociologique, París, P.U.F., 1984, p. 30.
140. Con relación a K. MARX, cf. LEVY (F.), K. Marx, histoire d'un bourgeois
allemand, París, Grasset, 1973.
Sobre Durkheim, cf. NISBET (R.), íbid., pp. 110-111.
Sobre el problema de las solidaridades mecánica y orgánica, £f. MAFFESOLI (M.),
La Violence íotalitaire, París, P.U.F., p. 120.

— 146 —
pecto utilitarista y funcionalista que prevalece en el economismo am-
biente.
No deja de ser interesante notar cómo es desde esta perspectiva
desde la que M. Halbwachs analiza la permanencia del grupo, que
es algo distinto a un mero «ensamblaje de individuos». Lo que él dice
de un grupo formado a partir de la Escuela (Normal Superior de la
parisina rué d'Ulm, ¡por supuesto!) valdría para el estudio de cual-
quier tipo de mafia. Comunidad de ideas, pues, preocupaciones im-
personales, estabilidad de la estructura que supera a las particularidades
y a los individuos: he aquí sendas características esenciales del grupo,
el cual descansa ante todo en el sentimiento compartido. Existe en es-
te análisis una lógica de la despersonalización algo mística. Esta «sus-
tancia impersonal de los grupos duraderos»141, de fuerte connotación
erótica y pasional, se inscribe en la perpectiva holística que es propia
de la comunidad orgánica; todo contribuye a su conservación, inclu-
sive la disensión y los disfuncionamientos. Basta con observar la or-
ganización de los grupos primarios (familiares, amistosos, religiosos,
políticos...) para convencernos de la pertinencia de dicha dinámica.
Esta superación o relativización del individuo la podemos encontrar
en la sociología alemana (en Tónnies, por supuesto, pero también en
M. Weber y K. Manheim). Esto es evidente en el caso de G. Simmel,
quien, sobre todo a partir de las sociedades secretas, ha mostrado per-
fectamente a la vez la dimensión afectiva y sensible de las relaciones
sociales y su florecimiento en los pequeños grupos contemporáneos.
Se trata de un hecho cultural, que puede ser de sumo interés para la
comprensión del devenir comunicacional de nuestras sociedades. El
análisis de las estructuras elementales o de los microgrupos sociales
permite, en efecto, valorar a la baja el papel del individuo, que tanto
se ha hinchado desde la época del Renacimiento. Rana de la fábula,
que quiere hacer olvidar que se sitúa en un conjunto del que es parte
integrante y no elemento esencial. En efecto, parafraseando a Platón

141. Cf. HALBWACHS (M.), La Mémoire collective, París, P.U.F., 1968, pp.
119-120. Sobre el no-individualismo en G. Simmel me he explicado ya en mi artículo:
MAFFESOLI (M.), «Le paradigme esthétique», en Sociologie et Société, Montreal,
vol XVII, n.° 2, oct. 1985.

— 147 —
en su contestación a Protágoras, se puede formular la siguiente pre-
gunta: ¿por qué ha de ser el individuo la medida de todas las cosas
y no el cerdo que le sirve de alimento? En efecto, la lógica comunica-
cional y la interacción, particularmente visibles en los grupos, tien-
den a privilegiar el todo, así como la arquitectónica y la comple-
mentariedad fruto de él. Es esto lo que nos permite hablar de un alma
colectiva, o de una matriz de base que engloba y vivifica al conjunto
de la vida de todos los días.
Sin arredrarnos ante la simplicidad de la afirmación, ni de su as-
pecto repetitivo, tal vez podemos hablar de una socialidad natural,
insistiendo precisamente en el aspecto paradójico de la expresión. En
efecto, aun cuando esto adopte la forma de la agresividad o el con-
flicto, existe una clara propensión a reagruparse: es eso que Pareto
llamará el instinto de la combinación, y es también ese «instinto in-
terno» que, según Locke, se halla en la base de toda sociedad. Sin
pronunciarnos sobre el contenido de esta inclinación, podemos con-
siderar que la comunicación, a la vez verbal y no verbal, constituye
una amplia red que une a los individuos entre sí. Naturalmente, el
prevalecimiento de una perspectiva racionalista hacía considerar que
sólo la verbalización tenía estatuto de vínculo social, en cuyo caso era
fácil observar que había numerosas situaciones «silenciosas» que se
hurtaban a este vínculo. Es, sin ningún lugar a dudas, una de las ra-
zones adelantadas por la ideología individualista, heredera del Siglo
de las Luces y completamente ajena a los modos de vida populares,
a las costumbres festivas y banales y al habitus, cosas todas ellas que
estructuran en profundidad, aunque sin estar forzosamente verbali-
zadas, la vida de todos los días. Las investigaciones contemporáneas
sobre el lenguaje corporal, sobre la importancia del ruido y de la mú-
sica y sobre la proxemia enlazan, por una parte, con las perspectivas
místicas, poéticas o utópicas de la correspondencia y la arquitectóni-
ca, y, por la otra, con las consideraciones de la física teórica sobre
lo infinitamente pequeño142. ¿Qué quiere decir esto sino que la reali-

142. Cf. BASARAB (Nicolescu), Nou, laparticule et le monde, París, Ed. Le Mail,
1985; sobre la sincronicidad, cf. HALL (E.T.), Au-delá de la culture, París, Seuil, 1979,

— 148 —
dad es una amplia disposición de elementos homogéneos y heterogé-
neos, continuos y discontinuos? Hubo un tiempo en que se puso de
relieve lo que se distinguía en un conjunto dado, o lo que se podía
separar y particularizar; en la actualidad, nos damos cada vez más
cuenta de que es mejor considerar la sincronicidad o la sinergia de
las fuerzas operantes en la vida social. Así, por lo que a nuestro tema
hace, vemos que el individuo no puede estar aislado, sino que está
ligado, mediante la cultura, la comunicación, el ocio o la moda, a una
comunidad que tal vez no tenga las mismas cualidades que las de la
Edad Media, pero que sí tiene su misma forma. Es esta forma lo que
conviene poner bien de manifiesto. Inspirándome en G. Simmel, he
propuesto ver en la forma el «vínculo de reciprocidad» que entreteje
a los individuos. Se trata, en cierto modo, de un vínculo en el que
el entrecruzamiento de las acciones, de las situaciones y de los afectos
forma un todo. De ahí la metáfora: dinámica de la tesitura y estática
del tejido social. Así, al igual que la forma artística se crea a partir
de la multiplicidad de los fenómenos reales o fantasmales, la forma
sociedal podría ser también una creación específica a partir de los he-
chos minúsculos que componen la vida corriente. Este proceso hace,
pues, de la vida común una forma pura, un valor en sí. «Impulso de
socialidad» (Geselligkeit) irreprimible e infrangibie, que, para expre-
sarse, adopta, según los momentos, la vía regia de la política y del
acontecimiento histórico, o la vía subterránea, aunque no menos in-
tensa, de la vida banal.
Desde esta perspectiva, la vida puede considerarse como una obra
de arte colectiva, ya sea ésta de mal gusto, hortera, folklórica o inclu-
so fruto de las distintas manifestaciones del mass entertainment con-
temporáneo. Todo esto puede parecer fútil, huero y vacío de sentido.
Sin embargo, si es innegable que existe una sociedad «política» y una
sociedad «económica», existe una realidad que no tiene necesidad de

p. 75. Sobre el habitus, cf. MAFFESOLI (M), La Connaissance ordinaire, París, Li-
tnirie des Méridiens, 1985, pp. 225 sig. Sobre los orígenes tomistas del habitus, cf.
UST (G.), «La Notion médiévale á'habitusdans la sociologie de P. Bourdieu», Revue
Emnpéenne des Sciences Sociales, Ginebra, Droz, t. XXII, 1984, 67, pp. 201-212.

— 149 —
calificativo: la de la coexistencia social como tal, que yo propongo
llamar socialidad, y que podría ser la «forma lúdica de la socializa-
ción»143. En el marco del paradigma estético, a que tan aficionado
soy, lo lúdico sería eso que no se preocupa por ningún tipo de finali-
dad, de utilidad, de «practicidad», o de eso que se suele llamar «rea-
lidades»; pero sería al mismo tiempo eso que estiliza la existencia,
poniendo de relieve su característica esencial. Así, el estar-juntos es,
a mi entender, un dato de base. Antes que cualquier otra determina-
ción o calificación, es esa espontaneidad vital lo que garantiza a una
cultura su fuerza y su solidez específicas. Esta espontaneidad podrá
luego artificializarse, es decir, civilizarse y producir obras (políticas,
económicas o artísticas) notables. Pero siempre conviene, aunque só-
lo sea para apreciar mejor sus nuevas orientaciones (o reorientacio-
nes), volver a esa forma pura que es «el estar-juntos sin ocupación».
Esto puede servir, en efecto, de telón de fondo o de revelador de los
nuevos modos de vida que renacen bajo nuestros ojos: nuevo mapa
relativo a la economía sexual, a la relación laboral, a la palabra com-
partida, al tiempo libre, a la solidaridad sobre los reagrupamientos
de base. Para poder entender bien todo esto, necesitamos esa palanca
metodológica que es la perspectiva orgánica del grupo.

3. El modelo «religioso»
Cuando Durkheim describe las Formas elementales de la vida re-
ligiosa, no pretende hacer un análisis exhaustivo de la religión de las
tribus australianas. Su ambición es comprender el hecho social. Lo
propio cabe decir de M. Weber; su ética protestante es objeto de nu-
merosas críticas por parte de una sociología o de una historia
de las religiones stricto sensu. Pero no es ése en absoluto su obje-
tivo. ¡Y qué decir del Tótem y tabú de Freud! En cada uno de

143. Sigo aquí un análisis, muy pertinente, de SIMMEL (G.), Sociologie et Epis-
témologie, París, P.U.F., 1981, p. 125. Contrariamente a lo que hace la traductora
Mme. L. Gasparini, yo propongo traducir Geselligkeit por socialidad y no por socia-
bilidad.

— 150 —
estos casos, si bien con metas distintas, se trata de poner al día una
lógica: la de «la atracción social»144. Esta es la perspectiva desde la
que yo hablo de modelo religioso. Perspectiva metafórica donde las
haya, como prueba el hecho de que, más allá de toda especialización,
y sin invalidarlas en modo alguno, es importante servirse de imágenes
religiosas para captar in nuce las formas de agregación social.
Mirada transversal, o comparatismo en cierto sentido, que constata
que es a partir de un imaginario vivido en común como se inauguran
las historias humanas. Aun cuando la etimología sea dudosa, la reli-
gión (re-ligare) o re-ligancia es una manera pertinente de com-
prender el vínculo social. Esto podrá irritar a los puristas, pero
yo sigo en esto a P. Berger y T. Luckrnann cuando afirman:
«The sociological understanding of «reality» falls somewhere in the
middle between that of the man in the street and that of the philo-
sopher»145.
Además, cuando se observan censuras importantes en la historia
de las mentalidades, resulta fácil observar que la efervescencia, que
es su causa y efecto, es muy a menudo patrimonio de los pequeños
grupos religiosos que se viven como totalidad, o que viven y actúan
a partir de un punto de vista de totalidad. La separación política/ideal
no tiene ya sentido. Los modos de vida se viven como tales, como
ese «concreto más extremo», según la expresión de W. Benjamín, en
el que se juegan día tras día la banalidad y la utopía, la necesidad y
el deseo, el cerrarse en la «familia» y el abrirse al infinito. Se ha di-
cho más de una vez que los «tiasos» dionisíacos propios del final del
helenismo, o las pequeñas sectas del inicio del cristianismo, fueron
la base de la estructuración social que siguió. Tal vez sea posible decir
lo mismo en lo que atañe a la multiplicación de los reagrupamientos
afectivo-religiosos que caracterizan nuestra época. Así, la utilización

144. No es útil citar las obras de Durkheim, Weber o Freud. Tomo prestada esta
expresión a TACUSSEL (P.), L'Attraction sociale, París, Librairie des Méridiens, 1984.
145. BERGER (P.), y LUCKMANN (T.), The social Construction ofReality, Nue-
ra York, Anchor Books ediciones, 1967, p. 2. Trad. ff- La Construction sociale de
la réalité, París, Méridiens-Klincksieck.

— 151 —
de la metáfora religiosa puede compararse a la de un rayo láser que
permite una lectura completísima en el corazón mismo de una estruc-
tura dada.
Todos los que se han interesado por el culto de Diónysos han des-
tacado su llegada tardía al panteón griego y, en numerosos aspectos,
su carácter extraño. Por lo que aquí nos interesa, y subrayando su
aspecto emblemático, podemos considerarlo como el paradigma de
la alteridad fundadora: eso que a la vez cierra e inaugura. A este res-
pecto, es interesante observar que los «tiasos», que son reagrupamien-
tos religiosos encomendados a esta divinidad extraña y extranjera,
tienen esta doble función. Así, contrariamente al laminado político
tradicional, los tiasos son transversales, rechazan las discriminacio-
nes sociales, raciales y sexuales, para luego integrarse en la religión
de la polis146. Por una parte, congregan y constituyen nuevas agre-
gaciones; por la otra, revivifican la nueva sociedad. Doble actitud que
caracteriza a toda fundación. Se trata de un procedimiento que no
deja de repetirse regularmente, sobre todo siempre que se observa la
saturación de una ideología o, más precisamente, de una episteme par-
ticular.
Con respecto al período del cristianismo naciente, E. Renán mues-
tra atinadamente cómo son los pequeños grupos los que van a dar
origen a lo que se convertirá después en el cristianismo: «Sólo las sec-
tas poco numerosas logran fundar algo». Las compara a «pequeñas
masonerías», y su eficacia descansa esencialmente en el hecho de que
la proximidad de sus miembros crea vínculos profundos, lo que en-
traña una verdadera sinergia de las convicciones de cada cual147. Ais-

146. Sobre este punto, cf. BOURLET (M.), «L'orgie sur la montagne», Nouve-
lleRevue d'Etnopsychiatrie, París, 1983, n.° l,p. 20. Para una utilización más general
de la figura de Diónysos, cf. mi libro MAFFESOLI (M.), L'Ombre de Diónysos, con-
tribution á une sociologie de l'orgie, París, Librairie des Méridiens, 1982 (2.a ed., 1985).
Cf. asimismo RENAUD (G.), A l'ombre du rationnalisme, Montreal, Ed. St Martin,
p. 171: «La confrontación con el extranjero, con el Otro... cuestiona el empobreci-
miento de una identidad nacional que se cierra cada vez más en sí misma...»
147. RENÁN (E.), MarcAuréle ou la fin du Monde Antigüe, París, Le Livre de
poche, 1984, pp. 317-318.

— 152 —
lados o no, lo que equivale a lo mismo, y perdidos en una estructura-
ción demasiado amplia, un individuo y su ideal acaban teniendo po-
co peso; por el contrario, imbricados en una estrecha y próxima
conexión, su eficacia se ve desmultiplicada por la de los demás miem-
bros de la «masonería». Es esto, por cierto, lo que permite afirmar
que las ideas tienen fecundidad propia, cosa que, por regla general,
el positivismo del siglo XIX, bajo sus distintas variantes (marxismo,
funcionalismo), puso fuertemente en tela de juicio. Es verdad que la
lógica económica que prevaleció en la Modernidad, y que privilegió
a la vez el proyecto político y la atomización individual, no podía en
absoluto integrar la dimensión de un imaginario colectivo; a lo sumo,
pudo concebirla como un suplemento anímico, una «gachí de lujo»
para uso privado y redundante. Esto desembocó, de manera suave y
natural, en el «desencanto del mundo» (Entzauberung) que todos sa-
bemos y que triunfó, en particular, en la teoría social, lo que no per-
mitió ver toda la carga mítica (utópica) que se hallaba encerrada dentro
del movimiento obrero.
El pequeño grupo, en cambio, tiende a restaurar, de manera es-
tructural, la eficacia simbólica. Y vemos cómo, cada vez con mayor
insistencia, se está constituyendo una red mística de hilos finos pero
sólidos, que permite hablar del resurgir de lo cultural en la vida so-
cial. Tal es la lección esencial que nos dan estas épocas de masa, épo-
cas que descansan principalmente en la concatenación de grupos con
intencionalidades dispersas pero exigentes. Y esto es lo que yo pro-
pongo que llamemos el reencantamiento del mundo.
El sociólogo E. Troeltsch, dando muestra de una gran sutileza,
ha establecido una distinción entre el «tipo secta» y el «tipo Iglesia».
Llevando aún más lejos esta tipología, y tal vez también acentuando
su carácter tajante, se puede decir que, así como hay épocas que pue-
den caracterizarse a partir del «tipo Iglesia», así también hay otras
que se reconocen ante todo en el «tipo secta». Respecto a este último,
es el aspecto instituyente lo que se privilegia. Ahora bien, lo que ca-
racteriza a lo instituyente es, por una parte, la fuerza siempre renova-
da del estar-juntos y, por la otra, la relativización del futuro así como
la importancia que se da al presente en la tríada temporal. Esto no
deja de entrañar consecuencias organizacionales: así, la secta es ante

— 153 —
todo una comunidad local que se vive como tal y que no tiene necesi-
dad de una organización institucional visible. Basta con que esta co-
munidad se siente parte integrante de la comunión invisible de los
creyentes; lo que remite a una concepción mística de la «comunión
de los santos». Así pues, se trata de un grupo pequeño que funciona
en la proximidad y que sólo es en punteado como se inscribe en un
conjunto más amplio.
Otro aspecto del «tipo secta» es la relativización del aparato
burocrático. Pueden existir jefes carismáticos y gurús; pero el
hecho de que sus poderes no descansen en una competencia racional
(saber teológico) o en una tradición sacerdotal, los fragiliza y
no favorece su inscripción en la larga duración. Esto permite decir
eso de que «en la secta, todo es asunto de todos»148. Quizá resulte
difícil hablar a este respecto de actitud democrática, pues se trata, de
hecho, de un sistema jerárquico y orgánico que hace que todos y cada
uno sean indispensables en la vida del grupo. Es, por cierto, esta re-
versibilidad la que garantiza el dinamismo constante del conjunto. Las
estructuras instituidas por el mecanismo de delegación que suscitan
tienen tendencia a favorecer la tibieza de sus miembros. En cambio,
el «tipo secta» torna a cada cual responsable de todos los demás. De
ahí la conformidad y el conformismo que no deja de suscitar. Presen-
te, proximidad, sentimiento de participar en un todo, responsabili-
dad: he aquí otros tantos caracteres esenciales operantes en el
grupo-secta. Son estos caracteres los que permiten que los grupos en
cuestión puedan constituirse en «masa». En efecto, el imperialismo
de la institución no se comprende si no existe una estructura rígida,
orientada hacia la larga duración y dirigida por un poder sólida-
mente asentado. Si, por el contrario, prevalece el localismo, es muy
posible que se dé un acomodo a otras entidades que funcionen
según los mismos principios. De ahí la imagen de federalismo o, al
menos, de cohabitación que da en general la estructuración en
red.

148. SEGUY (J.), Christianisme et Société (Introduction á la sociologie de Ernst


Troeltsch), París, Cerf, 1980, p. 112. Cf. mi análisis del «tipo secta», p. 111 sig.

— 154 —
Con relación a lo que acabo de indicar, es igualmente interesante
notar la base popular del «tipo secta». Es una constatación con la que
están de acuerdo todos los que analizan este fenómeno, desde la An-
tigüedad tardía hasta nuestros días. Esto salta a la vista en particular
cuando se observan las sectas cristianas durante los cuatro primeros
siglos de su existencia. Es de sobra sabido que, en su? inicios, el cris-
tianismo atrae ante todo al pueblo menudo y a los esclavos. Así, cuan-
do Juliano el Apóstata decide combatir al cristianismo, cree que se
las tiene que ver con unos grupos incultos que no gozan de ningún
apoyo por parte de esas élites que son para él los filósofos. Otro tan-
to cabe decir de las sectas medievales, e incluso se podría decir que
parece ser una constante a lo largo de la historia. Se puede afirmar,
en efecto, que la estructura sectaria es opuesta, o al menos indiferen-
te, respecto al clero y a las clases dirigentes en general149; y ello en
función de la ideología de la proximidad a la que nos hemos referido
antes. En el conformismo y en la reticencia respecto del poder verti-
cal volvemos a encontrar, pues, la perspectiva general de la lógica anar-
quista: el orden sin el Estado.
Es en este sentido como podemos desarrollar la proposición de
Troelsch acerca del tipo sectario ideal. Este permite resaltar esa for-
ma social que es la red: conjunto inorganizado y, no obstante, sóli-
do, invisible y, sin embargo, osamenta de cualquier tipo de conjunto.
Como se sabe, la historiografía ha tendido a pasar por alto el vivero
de la historia cotidiana para fijarse exclusivamente en unas cuantas
cristalizaciones emergentes (hombres o acontecimientos). Lo mismo
cabe decir de las ciencias sociales (politología, economía, sociología),
las cuales desdeñan todo lo que está inorganizado o, lo que es más
grave, niegan su importancia. El «tipo secta» pone de relieve, por su
dimensión popular, que existe un cristianismo de masa que se puede
considerar como una especie de tabla subterránea que irriga en pro-
fundidad esas instituciones particulares que pueden ser las iglesias,

149. Cf. GIBBON, (E.)Histoire du déclin et de la chute de l'Empire Romain, Pa-


rís Ed. Laffont, 1983, t. 1, capítulo XXIII, pp. 632 sig. Sobre las sectas medievales,
cf. SEGUY (J.), op. cit., p. 176-179.

— 155 —
las sectas u otros movimientos cualificados150. El resurgir de las co-
munidades de base, o de grupos de afinidad en las Iglesias contempo-
ráneas, muestra a la perfección que dicha tabla subterránea dista
mucho de haberse agotado. Existen momentos en los que no se la cui-
da, o en los que la gente se sirve de ella para saquearla. También exis-
ten otros momentos más «ecológicos» en los que nos damos cuenta
de todo lo que le debemos; pienso en concreto en esa sólida argamasa
que son la puesta en común y la ayuda mutua o la solidaridad desin-
teresadas. Es esto lo que permite, a largo plazo, el perdurar de la so-
cialidad. El grupo pequeño ofrece el modelo acabado de dicha
construcción arquitectónica; en ella encontramos en escorzo, y fuera
de toda sistematización teórica, la actualización de los caracteres a
la que acabamos de referirnos.
El «compañerismo» {compagnonnagé), cuya raigambre en las
cofradías religiosas es de sobra conocida, o también esas antiguas
subdivisiones parroquiales que son las «fratrías», remiten clara-
mente al reparto fraterno. Son, además, etimologías que insisten
todas ellas de manera particular en la convivialidad, la solidaridad fa-
miliar o el pequeño reagrupamiento que halla su origen en la remota
repartición ciánica151. También en este caso, dicha estructura de ba-
se, después de haber sido olvidada —si bien quizá con otros
nombres—, vuelve a conocer una nueva actualidad o unas nuevas mo-
dulaciones, si bien la forma sigue siendo esencialmente religiosa (re-
ligante).

150. La expresión «capa freática» es aplicada por POULAT (E.) al catoli-


cismo popular en Catholicisme, démocratie et socialisme, París, Casterman, 1977, p.
486. Sobre la permanencia del «país real» y de la base del catolicismo, cf. POULAT
(E.), Eglise contre bourgeoisie, París, Casterman, 1977, p. 155. Cf. asimismo los tra-
bajos del Prof. J. Zylbergberg y de Mme. P. Cote, Université Laval, Quebec, Fac. de
Ciencias Sociales.
151. Sobre el compagnonnagé, cf. el artículo de GUEDEZ (A.), «Une société en
clair obscur: Le compagnon francais». en Revista de Ciencias Sociais, U.F.C., Forta-
leza, Brasil, vol. V, 2.°, 1974, p. 36. Sobre las «fratrías», cf. LAMBERT (Y.), Dieu
change en Bretagne, París, Cerf, 1985, pp. 40 y 264.

— 156 —
Eso que hemos llamado el «tipo secta» se puede entender co-
mo una alternativa a la pura gestión racional de la institu-
ción. Esta alternativa, que vuelve a cobrar importancia de
manera regular, acentúa el papel del sentimiento en la vida
social, lo cual favorecerá el juego de la proximidad y el as-
pecto cálido de lo que se halla en estado naciente.

Es en este sentido en el que el modelo religioso es pertinente para


describir el fenómeno de redes que se hurta a cualquier especie de cen-
tralidad, y a veces incluso de racionalidad. Los modos de vida con-
temporáneos, no nos cansaremos de repetirlo una y otra vez, no se
estructuran ya a partir de un polo unificado. De manera un tanto es-
tocástica, son tributarios de ocasiones, experiencias y situaciones harto
variadas; cosas todas ellas que inducen reagrupamientos de afinidad.
Todo transcurre como si «el amor loco» y el «azar objetivo» del Su-
rrealismo, o el encuentro y la «deriva» del Situacionismo, se hubie-
ran capilarizado progresivamente en el conjunto del cuerpo social152.
La vida como obra ya no es patrimonio de unos cuantos, sino que
se ha convertido en un proceso de masa; y ello dando por supuesto
que la estética invocada no puede resumirse en una cuestión de gusto
(gusto estético bueno o malo) ni de contenido (el objeto estético). Es
la forma estética pura la que nos interesa; a saber, la manera cómo
se vive y se expresa la sensación colectiva.

4. La socialidad electiva
Se puede decir que es a partir de la concepción que se forma una
época de la Alteridad cómo puede determinarse la forma esencial de
una determinada sociedad. Así, de manera correlativa a la existencia

152. Se puede interpretar en el sentido de las historias cotidianas conceptos histo-


ricistas tales como «situational determination» o «seat in life», propuestos por BER-
GER (P.) y LUCKMANN (T.), The social construction ofreality, op. cit., p. 7. Cf.
asimismo, sobre el Surrealismo y el Situacionismo, TACUSSEL (P.), L'Attraction so-
ciale, op. cit.

— 157 —
de una sensación colectiva se va a presenciar el desarrollo de una lógi-
ca de la red; es decir, que los procesos de atracción y de repulsión
se van a hacer según elección. Asistimos a la elaboración de eso que
yo he propuesto llamar una «sociedad electiva». No cabe duda algu-
na de que este mecanismo ha existido siempre; pero, en lo que se re-
fiere a la Modernidad, por ejemplo, se hallaba atemperado por el
correctivo político, que hacía intervenir el pacto y la finalidad a largo
plazo, más allá de los intereses particulares y del localismo. La temá-
tica de la vida cotidiana o de la socialidad (yersus lo político y lo so-
cial) pone, en cambio, de manifiesto que el problema esencial del dato
social es el relacionismo, lo que puede traducirse de manera trivial
en el codo a codo de individuos y de grupos. Por supuesto, la religan-
do propiamente como tal es más importante que los elementos que
se religan. Lo que va a prevalecer es menos el objetivo a alcanzar que
el hecho de estar juntos. Desde la óptica simmeliana, se puede expre-
sar con las preposiciones für-mit-ge-geneinander. De ahí la necesidad
de eso que yo he dado en llamar la sociología formista; es decir, un
pensamiento que levante acta de las formas o de las configuraciones
existentes, sin ánimo de criticarlas ni juzgarlas. Esta fenomenología
es la actitud estética que responde a una estetización de la vida co-
rriente. Esto induce un procedimiento estocástico que, empleando
ejemplos sacados de ámbitos y lugares variados, no es más que una
variación musical sobre el tema del Zusammensein153. Pero no hay
que tener miedo a parecer machacones y a volver a la carga desde dis-
tintos ángulos, pues resulta bastante difícil aprehender un fenómeno

153. A la vez que reconozco el primado del relacionismo en G. Simmel, me opongo


aquí a la interpretación individualista que da de él SEGUY (J.), «Aux enfances de la
Sociologie des Religions: Georg Simmel», en Archives de sociologie des Religions, Pa-
rís, C.N.R.S, 1964, n.° 17, p. 6.
Para todo lo relacionado con el estetismo, cf. mi artículo MAAFESOLI (M.), «Le
Paradigme esthétique», en Sociologie et Société, Montreal, vol XVII, n.° 2, oct. 1985,
Cf. asimismo ATOJI (Y.), «La philosophie de l'Art de Georges Simmel: son optique
sociologique», en Sociétés, París, Masson (de próxima aparición). El término «religancia»
está tomado de BOLLE DE BAL (M.), La Tentation communautaire, Universidad de
Bruselas, 1985.

— 158 —
grupal con instrumentos de análisis que han sido elaborados funda-
mentalmente desde una perspectiva política. Esto hace, por cierto, que
se cometa con frecuencia la siguiente equivocación: analizar el dis-
tanciamiento respecto de la política o la pérdida del sentido social en
términos del resurgir del individualismo. Sigamos, pues, nuestra de-
riva poniendo sobre todo de relieve el aspecto afectivo o «afectual»
(M. Weber) de los reagrupamientos.
Es curioso observar cómo, en su momento fundador, la sociali-
dad es particularmente intimista. Lo mismo ocurre cuando queremos
estrechar lazos o recordar eso que nos es común a todos. A este res-
pecto, la comida es un verdadero sacramento, «eso que torna visible
una gracia invisible», como reza el catecismo: técnica simbólica por
excelencia, diremos de una manera más moderna. Y desde la eucaris-
tía hasta los banquetes políticos, pasando por las pequeñas comidas
amistosas, tenemos una larga lista de procedimientos de anamnesis
que sellan alianzas, borran oposiciones o restauran amistades quebran-
tadas. La comida es aquí metáfora de los lugares que se crean en el
interior de los pequeños cenáculos en los períodos de efervescencia.
Desde la multiplicación de los cultos privados al estrecho tejido de
pequeñas células que ofrecen hospitalidad a los cabecillas de la nueva
religión cristiana o a los revolucionarios de los tiempos modernos154,
las nuevas agregaciones sociales, el nacimiento de los valores alterna-
tivos pasa por lo que se puede llamar la lógica de la red; es decir, por
todo lo que pone de relieve el calor afectivo, o al menos lo que mues-
tra que éste ocupa un lugar preferente en la estructuración o el objeti-
vo social.
La existencia de dicha pulsión afectiva es innegable en el juego
político, como no nos hemos cansado de repetir. Puede ser interesan-
te señalar de pasada que dicha pulsión no deja de actuar en el orden
económico. Es esto lo que analiza Célestin Bouglé en su ensayo sobre
las castas. Desde una perspectiva próxima a lo que se ha dicho res-

154. Sobre el ejemplo del culto privado, cf. DODDS (E.R.), Les Grecs et l'irra-
tionnel, París, Flammarion, 1959, p. 240. Cf. asimismo BROWN (P.), La Vie de Saint
Augustin, París, Seuil, 1971, p. 51, sobre las redes de los maniqueos.

— 159 —
pecto a las corporaciones de oficios, o al compagnonnage, éste mues-
tra que la casta no es sino la forma paroxística o «petrificada» del
gremio medieval. De todos es sabido el papel que juegan ambas cosas
en la estructuración de la industria y de la economía occidentales o
hindúes. Pues bien, este papel sólo puede existir porque existen prác-
ticas de convivialidad, de solidaridad, de ayuda mutua jurídica, así
como otras tantas formas de expresión culturales o cultuales155. Así,
el orden económico se halla sustentado por todo lo que generalmente
se coloca en el apartado de lo simbólico. Este ejemplo muestra per-
fectamente que la sociedad mundana es un todo que no sirve para na-
da cortar en rodajas, y que, dentro de este todo, el estar-juntos
convivial, festivo o banal ocupa un lugar nada desdeñable.
Hasta el propio Durkheim reconoce el papel importante que jue-
ga el afecto. Ya lo he mostrado en otra parte (cf. L 'Ombre de Diony-
sos) con relación al análisis que éste hace de las fiesta corrobori en
las Formas elementales de la vida religiosa. Sorprende bastante el lu-
gar que le asigna en la División del trabajo social. Así, de una manera
un tanto vitalista, atribuye al grupo una «fuente de vida sui generis.
De éste se desprende un calor que calienta o reanima los corazones,
que los abre a la simpatía...» Como vemos, no se puede ser más pre-
ciso; además, pronostica que las «efusiones del sentimiento» ocupa-
rán también un lugar importante en las «corporaciones del futuro».
Casi se podría leer aquí un análisis de las redes contemporáneas. Lo
que sí es cierto, en cualquier caso, es que la famosa teoría de los cuer-
pos intermedios, que es tal vez la aportación más relevante de Durk-
heim, es totalmente incomprensible si no integramos esta dimensión
afectiva. Además, resulta evidente que la acentuación del grupo es una
deconstrucción del individualismo, el cual parece prevalecer en quie-
nes se reclaman del positivismo durkheimiano. Este individualismo
existe —es innegable— y permite explicar a la sociología naciente la
dinámica propia de la Modernidad; pero, al mismo tiempo, se halla
compensado por su contrario, o, más exactamente, por la remanen-

155. Cf. BOUGLE (C), Essaissurle régime des costes, París, P.U.F., 1969, pp.
32-35. Sobre el «juego de las pasiones humanas en la sociedad quebequesa», cf. RE-
NAUD (G.), A l'ombre du rationalisme, Montreal, Ed. St Martin, 1984, p. 167.

— 160 —
cia de elementos alternativos. Esta tensión paradójica es, por cierto,
la que garantiza la tonicidad de una sociedad.
De este modo se comprende mejor el vitalismo que se encuentra
de manera regular en la obra de Durkheim. ¿Nostalgia de la comuni-
dad? Quizá. En cualquier caso, dicho autor hace hincapié en que, a
imagen del cuerpo individual, el cuerpo social es un organismo com-
plejo en el cual el funcionamiento y el disfuncionamiento se ajustan
de maravilla. Así, en la comparación que hace entre la división del
trabajo social y la división del trabajo fisiológico, estas divisiones só-
lo aparecen «en el seno de masas policelulares, que ya están dotadas
de cierta cohesión»; concepción orgánica donde las haya, que no du-
da en apoyarse en «la afinidad de la sangre» y en «el apego a un mis-
mo suelo»156. Este su apelar a la espontaneidad y a las fuerzas
impulsivas que superan la simple racionalidad contractual pone, así,
de relieve el relacionismo y la unión de series de atracciones y de re-
pulsiones como elementos básicos de todo conjunto social. Como se
sabe, se han analizado los constructos eróticos del divino marqués de
Sade como sendas combinaciones químicas que prevalecen sobre ca-
da uno de sus elementos. Esta metáfora paroxística puede sernos útil
aquí: el eros o la pasión favorecen los reagrupamientos de elementos,
y ello en función de la «valencia» propia de estos últimos. Puede existir
saturación, y entonces asistimos al nacimiento de otra combinación.
Así, en el orbe del vitalismo espontáneo se pueden ver operando la
conjunción y/o la tensión paradójica de lo estático —la comunidad,
el espacio— y de lo dinámico —nacimiento y muerte de los grupos
que forman la comunidad y viven en dicho espacio—. El viejo debate
sobre la estructura y la Historia se ve sustituido entonces por el deba-
te sobre el azar y la necesidad de las historias cotidianas.
La sociedad así comprendida no se resume en una mecanicidad
racional cualquiera, sino que vive y se organiza, en el sentido fuerte

156. DURKHEIM (E.), De la División du Travail Social, París, Librairie Félix


Alean, 1926, p. 261. Sobre el grupo como «fuente de vida», cf. prólogo a la 2.a edi-
ción, p. XXX. Sobre el entrecruzamiento de los grupos, cf. HALBWACHS (M.), La
Mémoire collective, op. cit., p. 66.

— 161 —
del término, a través de encuentros, situaciones y experiencias en el
seno de los distintos grupos al que pertenece cada individuo. Estos
grupos se entrecruzan unos con otros y constituyen a la vez una masa
indiferenciada y polaridades muy diversificadas. Sin salimos del es-
quema vitalista, podríamos hablar de una realidad protoplásmica sur-
gida de la estrecha conjunción existente entre la sustancia alimenticia
y el núcleo celular. Estas imágenes tienen la ventaja de subrayar a la
vez la importancia del afecto (atracción-repulsión) en la vida social
y mostrar que éste es «no consciente» o, en términos de Pareto, «no
lógico». Conviene insistir en dicha organicidad, pues es ésta la que
condiciona múltiples actitudes calificadas de irracionales que se ob-
servan en nuestros días. Y, sin que nos sea posible dar una definición
exacta (de ahí el empleo de metáforas), digamos que es a partir de
dicha nebulosa como se puede comprender eso que vengo proponien-
do llamar, desde hace ya varios años, con el nombre de socialidad.
Así como he hablado de semejante remanencia en Durkheim, así
también se puede decir que existe en el romanticismo hegeliano una
constante teórica que descansa en la nostalgia de la comunidad.
Más allá del igualitarismo y del contrato social, existe una pers-
pectiva «concéntrica» de la sociedad; es decir, que los diferentes cír-
culos que la componen se ajustan unos a otros, y sólo valen en tanto
en cuanto que están ligados. Así, el Estado es para Hegel una especie
de communitas communitatum; los primeros no son los individuos,
sino antes bien sus relaciones157. Esta idea de interconexión es digna
de notarse, pues privilegia el papel de argamasa que puede jugar lo
afectivo o el codo a codo. En este sentido, y contrariamente a la lec-
tura tradicional que suele hacerse de él, el Estado hegeliano podría
no ser más que un conjunto vacío, una idea teórica cuya única fun-
ción consistiría en poner de relieve la disposición espontánea de los
distintos elementos que, de manera progresiva, constituyen el todo.
Naturalmente, esta disposición dista mucho de ser uniforme (es caó-
tica en muchos aspectos); pero ello no le impide dar cumplida cuenta

157. Cf., a este respecto, el análisis sociológico que hace NISBET (R.), La Tradi-
tion sociologique, París, P.U.F., 1984, p. 78.

— 162 —
de una sociedad, sin duda nada ideal pero mal que bien existente. Se
puede decir, en efecto, que la lógica de la red, y el afecto que le sirve
de vector, son esencialmente relativistas. ¿Hay que afirmar, como se
oye decir a menudo, que los grupos que constituyen las masas con-
temporáneas carecen de ideal? Tal vez sería mejor sugerir que care-
cen de una visión de lo que debe ser en el absoluto una sociedad. Cada
grupo es para sí mismo su propio absoluto. Este es el relativismo afec-
tivo que se traduce, sobre todo, en la conformidad de los estilos de
vida.
Pero esto supone que existe una multiplicidad de estilos de vida,
como una especie de multiculturalismo. De manera a la vez conflicti-
va y armónica, estos estilos de vida se imponen y oponen unos a otros.
Es ésta una autosuficiencia grupal que puede dar la impresión de cer-
co; pero lo que sí es cierto es que la saturación de una actitud proyec-
tiva, de una intencionalidad vuelta hacia el futuro o «ex-tensiva», se
halla compensada por un aumento de la calidad de las relaciones que
son más «in-tensivas» y vividas en el presente. Al multiplicar la posi-
bilidad de las relaciones sociales, la Modernidad las había en parte
vaciado de todo contenido real. Esto fue, sobre todo, una caracterís-
tica de las metrópolis modernas; y ya se sabe que este proceso tuvo
su buena parte de responsabilidad en la soledad gregaria de que tanto
se ha hablado. La postmodernidad, por su parte, tiende a favorecer
en las megalópolis contemporáneas a la vez el encogimiento en el gru-
po y un ahondamiento de las relaciones en el interior de estos grupos.
Por supuesto, este ahondamiento no es en modo alguno sinónimo de
unanimismo, como prueba el hecho de que el conflicto juega también
su papel en él. De todos modos, no reside ahí la cuestión: baste con
retener que la atracción y la repulsión son causas y efectos del rela-
cionismo. Es este último el que sirve de vector a la «masa policelular»
(Durkheim) o «concéntrica» (Hegel) a que nos hemos referido antes.
Naturalmente, esta estructuración en redes de afinidad no tiene ya nada
que ver con el presupuesto voluntario que encontramos, en general,
en la base de la asociación económico-política.
En efecto, lo que hay que tener bien presente es que la nebulosa
«afectiva» («afectual») que se describe no implica un prejuicio hu-
manista ni tampoco antropomórfico. Repito eso que para mí es una

— 163 —
especie de delenda carthago est; a saber, que el individuo y sus distin-
tas teorizaciones no tienen nada que ver en la cuestión, como tampo-
co, por cierto, la acción de dicho individuo en la Historia en marcha.
En el marco de la temática de lo dionisíaco, cuyo paroxismo es la con-
fusión, las masas efervescentes (promiscuidades sexuales, festivas, de-
portivas) o las masas corrientes (multitudinarias, banales, consu-
midoras, seguidistas...) superan las características del principio de in-
dividuación. A buen seguro, no es falso decir que las intencionalida-
des particulares juegan cierto papel en el proceso de interacción; pero
esto no debe impedirnos ver que, en cuanto «forma» social, este pro-
ceso está constituido por una «multitud de minúsculos canales cuya
existencia escapa a la conciencia individual». G. Simmel llama a esto
«efecto de composición» (Zusammenschluss)158. Efectivamentej si
bien no se puede determinar qué es lo primero, sí es cierto que la pree-
minencia del grupo y la primacía del afecto permiten poner de relieve
que la densidad de la vida cotidiana es, ante todo, cosa de fuerzas
impersonales. Por lo demás, es esto lo que explica la denegación de
que ha sido objeto por parte de todos los intelectuales que, desde el
siglo XVIII, vienen reflexionando sobre la existencia social.
Y, sin embargo, esta vida cotidiana, en su frivolidad y superfi-
cialidad, es sin lugar a dudas la condición de posibilidad de toda for-
ma de agregación. Como ya he indicado antes, el Exis o el Habitus,
tan bien descritos por M. Mauss, determinan los usos y costumbres
que nos constituyen, determinando el medio en el que nadamos, cual
plasma nutritivo. Ahora bien, estos últimos no son en modo alguno
conscientes. Están ahí, imperativos y condicionantes a causa de su ca-
rácter macizo. Los vivimos sin verbalizarlos. Tal vez, por qué no de-
cirlo, revelan una vida algo animal. Esto es, pues, lo que nos recuerda
la lógica de las redes que opera en las masas contemporáneas. La im-
personalización —sería mejor decir la desindividualización— que es-
to induce es, por cierto, perceptible en el hecho de que cada vez son
más las situaciones que se analizan a partir de la noción de atmósfe-

158. SIMMEL (G.), Les Problémes de laphilosophie de l'histoire, París, P.U.F.,


1984., p. 75.

— 164 —
ra. La identidad y la precisión del rasgo prevalecen menos que la bo-
rrosidad, la ambigüedad, la calificación en términos de «meta...» o
de «trans...»; y ello en numerosos ámbitos: modas, ideologías, sexua-
lidad, etcétera.
La multiplicación de las investigaciones científicas y de los artí-
culos periodísticos que hacen referencia al «ambiente» (feeling, Stim-
mung) es, a este respecto, bastante instructiva; lo cual no deja de tener
sus consecuencias para nuestros métodos de análisis, sobre todo en
lo que atañe a la modestia teórica que tiende cada vez más a caracte-
rizarlos. No es éste el momento adecuado para desarrollar dicho pro-
blema; bástenos con saber que es consecutivo al hecho de que, a un
conjunto civilizacional con confianza en, y conciencia de, sí mismo,
o, si se quiere, a un conjunto de representaciones dominadas por la
claridad del concepto y la seguridad de la razón, está a punto de suce-
derle eso que podríamos llamar el claroscuro de los modos de organi-
zación y de las maneras de pensar el mundo. Como todo claroscuro,
éste tiene su encanto, pero tiene también sus leyes, que no conviene
ignorar si queremos poder reconocernos en él.

5. La ley del secreto


Una de las características, y no de las menores, de la masa mo-
derna es ciertamente la ley del secreto. En una pequeña broma socio-
lógica que escribí en 1982 (Cahiers Internationaux de Sociologie, vol.
LXXIII, p. 363), traté de mostrar que la mafia podía considerarse co-
mo la metáfora de la socialidad. Se trataba de algo más que de un
simple prívate joke para uso de unos cuantos, sobre todo al insistir,
por una parte, en el mecanismo de protección respecto del exterior,
es decir, respecto de las formas impuestas desde arriba por el poder,
y al mostrar, por la otra, cómo el secreto que esto inducía no era sino
una manera de confortar al grupo. Trasladando la imagen a un terre-
no apenas menos inmoral (o, al menos, que saque menos provecho
de su inmoralidad), podríamos decir que las tribus pequeñas que co-
nocemos, elementos estructurantes de las masas contemporáneas, pre-
sentan características parecidas. A mi entender, la temática del secreto

— 165 —
es, sin lugar a dudas, una manera privilegiada de entender el juego
social que discurre ante nuestros ojos. Esto puede parecer paradójico
cuando se piensa en Ja gran importancia que tiene la apariencia o la
teatralidad en la escena cotidiana. El carácter abigarrado de nuestras
calles no debe hacernos olvidar que puede existir una dialéctica sutil
entre el mostrar y el ocultar y que, al igual que ocurre en La Carta
robada de Poe, una ostentación manifiesta puede ser el medio más
seguro de no ser descubierto. A este respecto, se puede decir que la
multitud y la agresividad de los looks urbanos, a imagen del borsali-
no de los mafiosos, es el índice más nítido de la vida secreta y densa
de los microgrupos contemporáneos.
En su artículo sobre «la sociedad secreta», G. Simmel insiste, por
lo demás, en el papel de la máscara, de la que se sabe que, entre otras
funciones, tiene la de integrar a la persona en una arquitectura de con-
junto. La máscara puede ser una cabellera extravagante o coloreada,
un tatuaje original, la reutilización de ropa retro o también el confor-
mismo del típico «niño pijo». En todos estos casos, subordina a la
persona a esa sociedad secreta que es el grupo de afinidad que ha es-
cogido. Tenemos aquí una clara «desindividualización», o participa-
ción, en el sentido místico del término, en un conjunto más amplio159.
Como veremos más adelante, la máscara hace del yo un conspirador
contra los poderes establecidos; pero podemos afirmar desde ahora
mismo que esta conspiración une al yo con los demás, y ello de mane-
ra no accidental, sino estructuralmente operante.
Nunca me cansaré de recalcar la función unificante del silencio,
el cual llegó a ser entendido por los grandes místicos como la forma
por excelencia de la comunicación. Y, aunque la aproximación eti-
mológica se preste a controversia, se puede recordar que existe una
cierta relación entre el misterio, la mística y lo mudo; y que esta rela-
ción es la de la iniciación que permite compartir un secreto. Que éste

159. Remito a los capítulos que he dedicado a la teatralidad en MAFFESOLI (M.),


La Conquéte duprésent, para una sociología de la vida cotidiana, París, P.U.F., 1979.
Sobre el secreto, cf. el notable artículo de SIMMEL (G.), «La société secrete»,
trad. fr. enNouvelleRevue dePsychanalyse, París, Gallimard, 1976, n.° 14, pp. 281-305.

— 166 —
sea anodino o incluso objetivamente inexistente, es algo que no cam-
bia esencialmente las cosas. Basta con que, aunque sólo sea de mane-
ra fantasmal, los iniciados puedan compartir algo. Es esto lo que les
da fuerza y lo que dinamiza su acción. E. Renán mostró con tino el
papel del secreto en la constitución de la red cristiana en sus orígenes:
no cabe duda de que resultó inquietante, si bien ejerció al mismo tiem-
po un gran atractivo, y contribuyó en buena medida a su consabido
éxito.160. Cada vez que se quiere instaurar, restaurar o corregir un or-
den de cosas, o una comunidad, se topa uno con el secreto que forta-
lece y conforta la solidaridad de base. Es tal vez el único punto que
han visto atinadamente los que hablan del «encogimiento» en la vida
cotidiana. Pero su interpretación es errónea: el recentrarse en lo que
está próximo, así como en el iniciático compartimiento inducido, no
son en modo alguno signos de debilidad; son, antes bien, el índice
más seguro de un acto de fundación. El silencio que afecta a lo políti-
co apela al resurgimiento de la socialidad.
En las antiguas comensalías, la comida tomada en común impli-
caba el saber guardar el secreto respecto del exterior. Desde los «asun-
tos de familia», ya sean los de la familia stricto sensu, los de la familia
ampliada o los de la mafia; de dichos asuntos, pues, no se habla. Con
este secreto se hallan confrontados muy a menudo los policías, los
educadores o los periodistas en general. Y es cierto que las travesuras
infantiles, los crímenes de pueblo y tantos otros sucesos suelen resul-
tar de difícil acceso. Lo propio ocurre respecto a la encuesta socioló-
gica. Aunque sólo sea de manera alusiva, conviene señalar que existe
siempre una cierta reticencia a mostrarse a las miradas ajenas; se tra-
ta en este caso de un parámetro que es importante integrar en nues-
tros análisis. Así, yo contestaré a quienes invalidan (aunque sólo sea
a nivel semántico) el «encogimiento» en lo cotidiano diciendo que es-
tamos en presencia de una «collective privacy», de una ley no escrita,
de un código de honor, o de una moral ciánica, que, de manera casi
intencional, se protege contra lo que viene de fuera o de arriba161. Se

160. Cf. RENÁN (E.), MarcAuréle ou la fin du monde antique, op. cií., p. 294.
161. Sobre el sociólogo «extranjero», cf. MORIN (E.), La Métamorphose de Plo-
zeneí, París, Fayard, 1967, Livre de poche, p. 37. Sobre la comensalía, remito a POU

— 167 —
trata de una actitud que no deja de ser pertinente para nuestro pro-
pósito.
En efecto, lo propio de esta actitud es el favorecer la conserva-
ción de uno mismo: «egoísmo de grupo» que hace que éste pueda de-
sarrollarse de manera casi autónoma en el seno de una entidad más
amplia. Esta autonomía, en contra de la lógica política, no se hace
en «pro» ni en «contra», sino que se sitúa deliberadamente al lado.
Esto se expresa mediante una clara repugnancia al enfrentamiento,
una saturación del activismo y una distancia respecto del militantis-
mo, cosas todas ellas que se pueden observar en la actitud general de
las jóvenes generaciones hacia lo político, y que se descubre asimis-
mo en el seno de esos neófitos de la temática de la liberación que son
los movimientos feministas, homosexuales o ecológicos. Son nume-
rosas las bellas almas que califican esto de claudicación, degeneración
o hipocresía. Como siempre, el juicio normativo es de poco interés;
en nuestro caso, no permite captar la vitalidad operante en estos mo-
dos de vida «por evitación». En efecto, esta evitación o este relativis-
mo pueden ser tácticas para asegurar lo único de lo que la masa se
siente responsable: el perdurar de los grupos que la constituyen.
De hecho, el secreto es la forma paroxística de la actitud de re-
serva popular cuya continuidad socio-antropológica ya mostré con
anterioridad162. En cuanto «forma» social (no hablo de sus actuali-
zaciones particulares, que pueden ser justo lo opuesto), la sociedad
secreta permite la resistencia. Mientras que el poder tiende a la cen-
tralización, a la especialización y a la constitución de una sociedad
y de un poder universales, la sociedad secreta se sitúa siempre en el
margen, siendo resueltamente laica, descentralizada e incapaz de te-
ner un cuerpo de doctrinas dogmáticas e intangibles. Es sobre esta
base sobre la que la resistencia surgida de la actitud de reserva popu-

LAT (E.), Intégrisme et catholicisme integral, París, Casterman, 1969. Sobre el fan-
tasma reductor del sociólogo, cf. RENAUD (G.), A l'ombre du rationalisme: «La so-
ciedad se convierte en un labratorio y tiene que conformarse a la realidad definida por
el sociólogo», (p. 235).
162. Cf. mi libro, MAFFESOLI (M.), La Conquéte du présent, op. cit. Sobre
el «egoísmo de grupo», cf. el artículo de SIMMEL, op. cit., p. 298.

— 168 —
lar puede proseguir, de manera invariante, a través de los siglos. Va-
rios ejemplos históricos, como es el caso del taoísmo163, muestran a
la perfección la relación que une estos tres términos: secreto, popu-
lar, resistencia. Lo que es más, la forma organizacional de esta con-
junción resulta ser la red, causa y efecto de una economía, de una
sociedad e incluso de una administración paralelas. Existe aquí, pues,
una fecundidad propia que merece especial atención, aun cuando és-
ta no se exprese a través de las categorías a las que nos había acos-
tumbrado la politología moderna.
Se trata de una pista de investigación que puede resultar rica en
enseñanzas, pese a que (y dado que) raras veces se le suele prestar aten-
ción. Esta, que yo llamo la hipótesis de la cenlralidad subterránea,
se puede formular así:

A veces el secreto puede ser el medio de establecer contacto


con la alteridad en el marco de un grupo restringido; al mis-
mo tiempo, condiciona la actitud de este último respecto de
cualquier tipo de exterior.

Esta hipótesis es la de la socialidad, y, si sus expresiones pueden


ser sin duda alguna muy diferenciadas, su lógica no deja por ello de
mostrarse constante: el hecho de compartir una costumbre, una ideo-
logía o un ideal determina el estar-j untos y permite que esto sea una
protección contra la imposición, venga ésta de donde venga. En con-
tra de una moral impuesta y exterior, la ética del secreto es a la vez
federativa e igualizadora. El rudo canciller Bismark164, refiriéndose
en cierta ocasión a una sociedad de homosexuales de Berlín, no deja
de notar este «efecto igualizador de la práctica colectiva de la prohi-
bición». La homosexualidad no estaba entonces de moda, como tam-

163. Cf., a este rspecto, SCHIPPER (K.), Le Corps taoiste, París, Fayard, 1982,
pp. 28-37. Este muestra perfectamente cómo las sociedades secretas se apoyan en el
«país real».
164. Cf. los recuerdos de Bismark citados por SIMMEL (G.), La Sociétésecrete,
op. cit., p. 303. Para una buena introducción a la homosexualidad, cf. MENARD (G.),
L'Homosexualitédémystifiée, Otawa, Leméac, 1980.

— 169 —
poco lo estaba, para el caso, la igualdad; y cuando se conozca el sen-
tido de las distancias sociales que tenían los junkers prusianos, se po-
drá apreciar mejor, en el sentido que acabo de indicar, la naturaleza
y función del secreto en dicha sociedad de homosexuales. La confian-
za que se establece entre los miembros del grupo se expresa mediante
rituales y signos de reconocimiento específicos que no tienen otro ob-
jetivo que el de fortificar al grupo pequeño contra el grande. Como
se ve, se repite el doble movimiento formulado más arriba; desde la
criptolalia sabia hasta el «verlau» (lenguaje «al revés») de nuestros
«macarras», el mecanismo es el mismo: el secreto compartido del afec-
to permite, a la vez que conforta los vínculos próximos, resistir a las
tentativas de uniformización. La referencia al ritual destaca el hecho
de que la cualidad esencial de la resistencia de los grupos y de la masa
es la de ser más astuta que ofensiva. Así, ésta puede expresarse a tra-
vés de prácticas pretendidamente alienadas o alienantes. Eterna am-
bigüedad de la debilidad, que puede ser la máscara de una fuerza
innegable, cual mujer sometida que no tiene necesidad de dar mues-
tras manifiestas de su poder, segura como está de ser una verdadera
tirana doméstica. En este mismo contexto hay que situar el análisis
que hace E. Canetti a propósito de Kafka: cómo una humillación apa-
rente garantiza, en contrapartida, una fuerza real a quien se somete
a ella. En su combate contra las concepciones conyugales de Felice,
Kafka practica una obediencia a contratiempo. Su mutismo y su gus-
to por el secreto «han de considerarse como ejercicios necesarios en
su obstinación»165. Se trata de un procedimiento que encontramos en
la práctica grupal. La astucia, el silencio, la abstención o el «vientre
blando» de lo social son armas temibles de las que hay motivos para
no fiarse. Otro tanto ocurre con la ironía y la risa, que, ya a medio
ya a largo plazo, tantas opresiones han acabado desestabilizando.
La resistencia adopta un perfil bajo con relación a las exigencias
de una batalla frontal, si bien tiene la ventaja de favorecer la compli-
cidad entre quienes la practican, y ahí está lo esencial. El combate
supone siempre un más allá de sí mismo, un más allá de quienes lo

165. CANETTI (E.), La Conscience des mots, París, Albín Michel, 1984, p. 164.

— 170 —
emprenden: siempre hay un objetivo que alcanzar. En cambio, las
prácticas del silencio son, ante todo, orgánicas; es decir, que el ene-
migo tiene menos importancia que la atadura social que segrega. En
el primer caso contemplado, nos hallamos en presencia de una histo-
ria que se hace, en soledad o en asociación contractual; en el segundo
caso, nos hallamos ante un destino que afrontamos colectivamente,
aun cuando sólo sea por la fuerza de las cosas. En este último caso,
la solidaridad no es más que una abstracción o el fruto de un cálculo
racional; es una imperiosa necesidad que hace actuar pasionalmente.
Es un trabajo de largo aliento que suscita la obstinación y la astucia
a que nos hemos referido; pues, al no tener un objetivo particular,
el pueblo no tiene más que uno solo, y esencial: el de asegurar a muy
largo plazo la supervivencia de la especie. Por supuesto, este instinto
de conservación no es una cosa consciente; es decir, no implica una
acción ni una determinación racionales. Sin embargo, para poder ser
más eficaz, este instinto ha de ejercerse en el plano más próximo. Es
precisamente esto lo que justifica la relación que yo postulo entre los
grupos pequeños y la masa. Y es precisamente lo que hace que eso
que yo he dado en llamar los «modos de vida», que pertenecen al or-
den de la proxemia, tengan la actualidad que todos sabemos.
Volveremos después sobre esta cuestión de manera más precisa;
pero por ahora se puede afirmar ya que la conjunción «conservación
del grupo-solidaridad-proximidad» halla una expresión privilegiada
en la noción de familia; noción que hay que entender, naturalmente,
en el sentido de familia ampliada. A este respecto, es curioso obser-
var cómo esta constante antropológica no deja de tener gran eficacia,
y ello pese a que los historiadores o los analistas sociales tienen dema-
siada tendencia a olvidarlo. Pues bien, desde las ciudades de la anti-
güedad hasta nuestras urbes modernas, la «familia» así entendida tiene
la función de proteger, de limitar la intrusión del poder vertical y de
servir de baluarte contra el exterior. Toda la temática de los padroni,
del clientelismo y de las distintas formas de mafia encuentra aquí su
origen. Volviendo al período de la Antigüedad tardía, tan pertinente
para nuestro asunto, se puede destacar cómo San Agustín concibe su
papel de obispo precisamente en este sentido: la comunidad cristiana
es la familia Dei. En parte, la extensión inicial de la Iglesia se debe

— 171 —
a la calidad de sus patrones y de sus redes de solidaridad, que supie-
ron protegerla contra las exacciones del Estado166.
Pero si esta estructuración social está particularmente bien repre-
sentada en la cuenca mediterránea, y si adopta aquí formas paroxísti-
cas ello no significa que se limite a esto. Hay que afirmar con fuerza
que, aunque se hallen atemperadas por la preocupación de objetivi-
dad, las estructuraciones sociales de que nos hablan las historias, in-
cluidas las más contemporáneas o las más racionales, están todas ellas
atravesadas por los mecanismos de afinidad a que acabamos de refe-
rirnos. El familiarismo y el nepotismo, en el sentido estricto y en el
metafórico, hallan aquí su sitio, y no cesarán, a través de los «cuer-
pos», de las escuelas, de los gustos sexuales y de las ideologías, de
recrear nichos protectores o territorios particulares en el seno de los
grandes conjuntos políticos, administrativos, económicos o sindica-
les. Es la eterna historia de la comunidad o de la «parroquia» que
no se atreven a reconocerse. Y, para este fin, naturalmente no se es-
catima ningún tipo de medios, por poco honorables que éstos sean.
Son varias las encuestas que han puesto de relieve el procedimiento
informal del «enchufe» en favor de la «familia». Y, desde los altos
ejecutivos salidos de las escuelas de élite hasta los estibadores de las
grandes ciudades portuarias que utilizan el filón sindical, la ayuda mu-
tua es exactamente la misma y, para el caso que nos ocupa aquí, ex-
presa igual de bien un mecanismo de astucia que conforta una
socialidad específica167. No carecería de interés poner de manifiesto
este ilegalismo tal y como opera en el seno de las capas sociales que
se declaran garantes de la más pura moral: altos cargos del Estado,
alta intelligentsia, editorialistas de grandes rotativos y demás altas con-

166. Cf., en este sentido, la notable biografía de BROWN (P.), La Vie de saint
Augustin, trad, fr., París, Seuil, 1971, p. 226.
167. Remito aquí al trabajo de investigación sobre los ejecutivos de WICKHAM
(A.) y PATTERSON (M.), Les Carriéristes, París, Ramsay, 1983. Sobre los estibado-
res, cf. los trabajos citados por YOUNG (M.) y WILLMOTT (P.), Le Village dans
la ville, trad, fr., París, C.C.I., Centro Georges Pompidou, 1983, pp. 124 sig. Sobre
la perversidad como astucia, cf. RENAUD (G.), A l'ombre du rationalisme, op. cit.,
p. 186.

— 172 —
ciencias. Bástenos con señalar que no existen «justos» a los ojos del
Universal; así que, mejor no hacerse ilusiones al respecto. Permítase-
me añadir que más vale así, pues, en definitiva, por poco que se con-
trarresten, estos distintos ilegalismos, a imagen de la guerra de los
dioses tan cara a M. Weber, se relativizan y neutralizan. Utilizando
una expresión de Montherland, se puede decir que siempre existe «una
cierta moral en el interior de la inmoralidad..., una cierta moral que
el clan se ha forjado para sí mismo» y que tiene como corolario la
indiferencia respecto de la moral en general168.
La reflexión en torno al secreto y a sus efectos, por anómicos que
sean, conduce a dos conclusiones que pueden parecer paradójicas: por
una parte, asistimos a la saturación del principio de individuación, con
las consecuencias económico-políticas que esto no deja de tener, y, por
la otra, podemos ver cómo se perfila un desarrollo de la comunicación.
Es este proceso lo que puede hacer decir que la multiplicación de los
microgrupos no es comprensible más que en un contexto orgánico. El
tribalismo y la masificación son dos cosas que van parejas.
Al mismo tiempo, en la esfera de la proximidad tribal, al igual que
en la de la masa orgánica, hay cada vez mayor tendencia a recurrir a
la «máscara» (en el sentido indicado más arriba). Cuanto más se avanza
enmascarado tanto más se conforta el vínculo comunitario. En efecto,
en un proceso circular, para poder reconocerse se necesita el símbolo
—es decir, la duplicidad—, el cual engendra reconocimiento169. Es así
como se puede explicar, a mi entender, el desarrollo del simbolismo —
bajo sus distintas modulaciones—que se observa en nuestro días.

Lo social descansa en la asociación racional de individuos


que tienen una identidad precisa y una existencia autónoma,
mientras que la socialidad cuenta, por su parte, con la ambi-
güedad fundamental de la estructuración simbólica.

168. Cf. MONTHERLANT (H. de) y PEYREFITTE (R.), Correspondíame, Pa-


rís, Plon, 1983, p. 53.
169. Sobre la duplicidad del símbolo, además de lo que ya sabemos respecto a la tra-
dición occidental, podemos remitir a la función de su equivalente chino expresado por la
palabra «Loco». Cf. SCfflPPER (K.), La Corps taoiste, op. cit., p. 287, nota 7.

— 173 —
Prosiguiendo el análisis, se puede decir que la autonomía aban-
dona el orden individual y se desplaza en dirección de la «tribu» o
el pequeño grupo comunitario. Numerosos analistas políticos han ob-
servado esta autonomización galopante (lo que les inquieta bastante
la mayoría de las veces). En este sentido, se puede considerar el secre-
to como una palanca metodológica para la comprensión de los mo-
dos de vida contemporáneos, pues, repitiendo una fórmula lapidaria
de Simmel, «la esencia de la sociedad secreta es la autonomía», auto-
nomía que él aproxima a la anarquía170. Baste con recordar, a este
respecto, que la anarquía es ante todo la búsqueda de un «orden sin
Estado». Esto es, en cierta manera, lo que se perfila en la arquitectó-
nica que vemos operar en el interior de los microgrupos (tribalismo)
y entre los distintos grupos que ocupan el espacio urbano de nuestras
megalópolis (Masa).
A modo de conclusión, se puede afirmar que el «desarreglo» —o
tal vez sería mejor decir la desarreglamentación— introducido por el
tribalismo y la masificación, así como el secreto y el clientelismo in-
ducidos por este proceso, todo ello ha de considerarse no como algo
completamente nuevo ni tampoco de una manera puramente negati-
va. Por una parte, se trata de un fenómeno que hallamos frecuente-
mente en las historias humanas, sobre todo en los períodos de cambio
cultural (el ejemplo de la Antigüedad tardía es, a este respecto, ins-
tructivo); por la otra, al romper la relación unilateral con el poder
central, o con sus delegados locales, la masa, a través de sus grupos,
va a jugar a la competencia y a la reversibilidad: competencia de los
grupos entre sí y, en el interior de éstos, competencia de los distintos
«patrones»171. Es este politeísmo el que, por lo demás, puede hacer
decir que la masa es mucho menos involutiva que dinámica. En efec-
to, el hecho de formar «banda a parte», como se puede ver en las re-
des sociales, no implica el final del estar-juntos, sino simplemente que
éste se manifiesta en otras formas que no son las reconocidas por la le-

ño. SIMMEL (G.), La Sociéte secrete, op. cit., p. 293.


171. Sobre la aproximación con la antigüedad, cf. BROWN (P.), La Société et
le sacre dans l'Antiquité tardive, trad. fr., París, Seuil, 1985, p. 110.

— 174 —
galidad institucional. El único problema serio es el del umbral a par-
tir del cual la abstención —el hecho de formar «banda a parte»— pro-
voca la implosión de una sociedad dada. Se trata de un fenómeno que
ya hemos podido observar172 y que, por ende, no debe extrañar al so-
ciólogo, el cual, más allá de sus preferencias, de sus convicciones y
hasta de sus nostalgias, está atento ante todo a lo que se halla en tran-
ce de nacer.

6. Masas y estilos de vida


Ya se llame esto modos de vida o (sociología de la) vida cotidia-
na, lo cierto es que se trata de una temática que no se pude dejar apar-
cada; como tampoco cabe contentarse con hacer su critica, ya se haga
esta «crítica» en nombre de una vida no alienada o en nombre de una
lógica del deber ser. Por mi parte, estimo que este resurgir es suma-
mente significativo del cambio de paradigma que se está operando en
nuestros días. Más precisamente, yo pondría como postulado que el
dinamismo «sociedal» que, de manera más o menos subterránea, re-
corre el cuerpo social tiene que ponerse en relación con la capacidad
que tienen los microgrupos para crearse. Tal vez se trate de la crea-
ción por excelencia, de la creación pura. Es decir, que las «tribus»
que nos ocupan pueden tener un objetivo o una finalidad, pero que
no es eso lo esencial; lo importante es la energía gastada en la consti-
tución del grupo en cuanto tal. Así, elaborar nuevas maneras de vivir
es una creación pura a la que debemos mostrarnos particularmente
atentos. Conviene insistir en ello, pues es una «ley» sociológica el juz-
gar todas las cosas en función de lo que está instituido. Ley de la gra-
vedad que a menudo no nos permite ver lo que está naciendo. El vaivén
entre lo anómico y lo canónico es un proceso que no hemos descu-
bierto todavía en toda su riqueza. Así, y para precisar mejor mi
postulado, diré que la constitución en red de los microgrupos

172. Sobre las consecuencias del fenómeno de «banda a parte» en la sociedad ro-
mana, por ejemplo, cf. RENÁN (E.), MarcAuréle ou la fin du monde antique, París,
Livre de poche, 1984, p. 77.

— 175 —
contemporáneos es la expresión más acabada de la creatividad de las
masas.
Esto nos remite a la vieja noción de comunidad. Se diría que,
en cada momento fundador —ése que yo llamaré el momento cultu-
ral por oposición al momento civilizacional que le sigue—, la energía
vital se concentra en la creación de nuevas formas comunitarias. Apelo
a los historiadores: ¿acaso cada gran crisis en el devenir humano —
revolución, decadencia, nacimiento de imperio— no ve surgir una mul-
tiplicación de nuevos estilos de vida? Estos pueden ser efervescentes
ascéticos, pueden estar vueltos hacia el pasado o hacia el futuro, pue-
den tener como característica común, por una parte, cortar con lo que
está comúnmente admitido o, por la otra, acentuar el aspecto orgáni-
co de la agregación social. Es en este sentido en el que el «grupo en
fusión» del momento fundador se inscribe en el simbolismo a que nos
hemos referido anteriormente. A semejanza de la ciudad en el campo
del célebre humorista A. Aliáis, vemos desarrollarse eso que podría-
mos llamar «las aldeas en la ciudad»; es decir, esas relaciones cara
a cara que caracterizan a las células de base. Esto puede valer para
las solidaridades, la vida corriente, las prácticas culturales o incluso
las pequeñas asociaciones profesionales.
En estos distintos puntos, los análisis históricos podrían permi-
tir esclarecer el devenir de las megalópolis y de las metrópolis
contemporáneas173. En efecto, eso que se llama «La Crisis» no es qui-
zá sino el final de las grandes estructuraciones económicas, políticas
o ideológicas, Y, en cada uno de estos ámbitos, basta con remitirse
a las experiencias de todo tipo, a las descentralizaciones y a otras auto-
nomías minúsculas, o al estallido de los saberes y a la alta operativi-
dad de las entidades de tamaño humano, para apreciar la pertinencia
del paradigma tribal que yo propongo. Este paradigma, conviene su-

173. Sobre el «grupo en fusión» cf., naturalmente, SARTRE (J.P.), Critique de


la raison dialectique, París, Gallimard, 1960, p. 391. Para la creatividad de las formas
comunitarias con relación a la antigüedad, cf. BROWN (P.), Genése de l'Antiquité
tardive, trad. fr., París, P.U.F., 1984, p. 22. Sobre el perdurar de la solidaridad, cf.
RENAUD (G.), A l'ombre du rationalisme, La société québécoise, Montreal, Ed. St.
Martin, 1984, p. 179.

— 176 —
brayarlo bien, es completamente ajeno a la lógica individualista. En
efecto, contrariamente a una organización en la que el individuo pue-
de (de jure, por no decir también defacto) bastarse a sí mismo, el
grupo no se puede entender más que en el interior de un conjunto.
Se trata de una perspectiva esencialmente relacionista. El que la rela-
ción sea atractiva o repulsiva no cambia nada la cosa. La organicidad
de que se trata aquí es otra manera de hablar de la masa y de su equi-
librio.
Más allá de una relación dominante que acentúe la perspectiva
macropolítica o macroeconómica, la investigación de la vida urbana
contemporánea daría mejores muestras de inspiración poniendo al día
la relación simbólica que reestructura nuestros barrios. Y ello no sólo
de boquilla, sino de manera deliberada. La familia nuclear atomiza-
da y desarraigada, así como el aislamiento que resultaría de ello —
análisis todos éstos hechos, naturalmente, en nombre de buenas in-
tenciones reformadoras o revolucionarias—, no resisten a la observa-
ción, ni a la derivación urbana hecha sin prejuicios. Prueba de ello
es la «verdadera sorpresa» de Young y Willmott, quienes, en sus in-
vestigaciones sobre el Este londinense, hablan de un «sistema de pa-
rentesco y de comunidad casi tribal»174. Este «casi», perfectamente
prudente, ya no es de recibo, ahora que las barreras ideológicas están
derrumbándose y el tribalismo verificándose cotidianamente; para bien
y para mal, hay que convenir, pues, si la tribu es la garantía de la
solidaridad, también es la posibilidad del control, como también puede
ser la fuente del racismo y del ostracismo pueblerinos. Ser miembro
de una tribu puede llevar a uno a sacrificarse por el otro, pero tam-
bién a no tener más apertura mental que la que le permite el chovinis-
mo del tendero de la esquina. La caricatura del «papanatas» por Cabu
es a este respecto sumamente instructiva.

174. YOUNG (M.)-WILLMOTT (P.), Le Village dans la ville, trad. fr., Prais.
C.C.I., Centro G. Pompidou, 1983, p. 18 y p. 153. Cf. asimismo una investigación
más reciente, ROSEMBERG (S.), Ármales de la Recherche Urbaine, n.° 9, 1981.
Sobre los grupos religiosos de París y de Recife, cf. AUBREE (M.), «Les Nouve-
fcs tribus de la chrétienté», en Raison Présente, París n.° 72, 1984, pp. 71-87.

— 177 —
Sea como fuere, se puede afirmar, al margen de toda actitud en-
juiciadora, que el tribalismo, bajo estos aspectos más o menos relu-
cientes, está impregnando cada vez más los modos de vida. Y yo casi
me atrevería a decir que se está convirtiendo en un fin en sí mismo;
es decir, que, por mediación de bandas, clanes o pandillas, recuerda
la importancia del afecto en la vida social. Como lo señala atinada-
mente una investigación reciente sobre los «grupos secundarios», las
madres solteras y los movimientos de mujeres o de homosexuales no
buscan un «arreglo puntual de situaciones individuales», sino más bien
una «reconsideración de conjunto de las reglas de solidaridad»175. El
beneficio está relegado a un segundo lugar, y ni siquiera es seguro que
se desee verdaderamente el éxito, el cual amenazaría con desbaratar
el aspecto cálido del estar-juntos. Y lo que se acaba de decir respecto
a los movimientos organizados en cuestión tiene aún mayor validez
en lo que se refiere a la multiplicidad de los grupos dispersos, cuyo
único objetivo es el darse calor. Resulta que dicho objetivo no deja
de revertir constantemente sobre el conjunto social.
Es precisamente esta red la que une, como ya lo he indicado an-
tes, el grupo y la masa. Esta unión no tiene la rigidez de los modos
de organización que todos conocemos, sino que remite más bien a un
ambiente o a un estado de espíritu, expresándose preferentemente a
través de los estilos de vida que van a privilegiar la apariencia y las
«forma»176. Se trata, en cierto modo, de un inconsciente (o no cons-
ciente) colectivo, que sirve de matriz a la multiplicidad de las expe-
riencias, situaciones, acciones y deambulaciones grupales. A este
respecto, no deja de ser curioso observar cómo los ritos de masa con-
temporáneos son cosa de microgrupos que, por una parte, son muy

175. REYNAUD (E.), «Groupes secondaires et solidante organique: qui exerce


le controle social?», en L'Anné Sociologique, París, 1983, p. 194. Sobre la importan-
cia de los gangs, cf. MORIN (E.), L'Esprit du temps, París, Livre de poche, 1983, p. 130.
176. Cf. mi artículo MAFFESOLI (M.), «Le Paradigme esthétique: la sociologie
comme art», en Sociologie et Société, Montreal, vol. XVII, n.° 2, oct. 1985. Cf. asi-
mismo La Connaissance ordinaire, París, Librairie des Méridiens, 1985, capítulo IV:
Hacia un «formismo» sociológico.

— 178 —
distintos y, por la otra, forman un conjunto indistinto y un tanto con-
fusional —a esto nos remiten precisamente la metáfora orgiástica y
la superación de la identidad individual—.
Pero prosigamos con la paradoja: estos ritos de masa tribales
(ritos de masa y ritos tribales) son perceptibles en las diversas
citas deportivas que, a través del proceso «mediático», ad-
quieren la importancia que todo el mundo sabe. Los encontra-
mos también en la furia consumidora (¿consumadora?) de los
grandes almacenes, de los hipermercados o de los centros comer-
ciales que, por supuesto venden productos, pero que segregan
antes que nada simbolismo, es decir, la impresión de participar
en una especie común. Podemos advertirlo igualmente en esas deri-
vas sin meta precisa que constituyen algunas avenidas de nuestras gran-
des ciudades. Cuando lo observamos con atención, este codo a codo
indistinto, que se asemeja a las peregrinaciones animales, aparece de
hecho constituido por una multitud de pequeñas células que entran
en interacción; se halla asimismo puntuado por toda una serie de re-
conocimientos, de gentes y de lugares, que hacen de este caldo de sig-
nos de cultura un conjunto bien ordenado. Por supuesto, es preciso
que nuestro ojo sepa acostumbrarse a este flujo incesante; pero, si
sabe, cual cámara invisible, a la vez tomar en consideración una
globalidad y enfocar determinados detalles, no dejará de estar
atento a la potencia arquitectónica que estructura estas deam-
bulaciones. Recordemos, por lo demás, que estos fenómenos no son
nuevos: el Agora antigua o, más cerca de nosotros, lapassegiaía ita-
liana y el paseo vespertino de tantas ciudades mediterráneas presen-
tan las mismas características y son lugares de socialidad nada
desdeñables.
Por último, y en el mismo orden de ideas, esos rituales de
evasión que son las vacaciones veraniegas ofrecen el espectácu-
lo de playas atestadas, lo que no deja de entristecer a numero-
sos observadores, que deploran la promiscuidad y el engorro que
ocasiona este hacinamiento. También en este caso conviene re-
cordar que, por una parte, se trata de algo que permite vivir una
forma de comunión eufemística y, como indica G. Dorflés, «abolir
todo intervalo entre el yo y los demás, y construir una amalgama

— 179 —
única»177; y, por otra parte, este amontonamiento se halla sutilmen-
te diferenciado, de modo que los gustos indumentarios o sexuales, así
como los deportes, las bandas e incluso las regiones acuden a repar-
tirse el territorio costero, recreando así un conjunto comunitario de
funciones diversificadas y complementarias. En un país como Brasil,
en el que la playa es una verdadera institución pública, varias mono-
grafías han puesto de manifiesto cómo la numeración de los «Blo-
ques» (puestos de vigilancia escalonados a lo largo de todas las playas)
permiten reconocer el territorio propio (n.° X: «simpatía por la iz-
quierda», n.° Y: homosexuales, n.° Z: juventud dorada, etcétera);
de manera parecida, en Bahía las diferentes partes de las playas
son otros tantos lugares de encuentro según el grupo al que se per-
tenece.
Lo que se puede retener de estas anécdotas es que existe un cons-
tante movimiento de vaivén entre las tribus y la masa, que se inscribe
en un conjunto que tiene miedo al vacío. Este horror vacui, que se
manifiesta, por ejemplo, en la música non-stop de las playas, en los
comercios y en numerosas calles peatonales, es un ambiente que no
deja de recordar el ruido permanente y la agitación desordenada de
las ciudades mediterráneas y orientales. Sea como fuere, lo cierto es
que ningún ámbito se libra de este ambiente, y si, a modo de resumen
y de conclusión, convenimos en que el teatro es un buen espejo para
apreciar el estado de una sociedad dada, entonces nos bastará con re-
cordar, por una parte, lo que debe la agitación de nuestras ciudades
a los distintos espectáculos callejeros y, por la otra, el desarrollo del
«teatro bárbaro» y el resurgir de los distintos cultos de posesión de
origen africano, brasileño o hindú. No se trata de analizar aquí estos
fenómenos, sino tan sólo de indicar que todos ellos descansan en una
lógica tribal que, a su vez, no puede existir más que insertándose, me-
diante la concatenación de la red, en la masa178.

177. DORFLES (G.), L'Intervalperdu, trad. fr., París, Librairie des Méridiens,
1984, pp. 30 sig. Ni que decir tiene que no comparto la queja de G.D. respecto al triba-
lismo contemporáneo y su «miedo al vacío».
178. Sobre el «teatro bárbaro», cf. las referencias y las investigaciones a que re-
mite G. Dorfles, íbid., p. 163. El tarentismo está bien analizado por DE MARTINO

— 180 —
Todas estas cosas contravienen al espíritu de seriedad, al indivi-
dualismo y a la «separación» (en el sentido hegeliano del término) que
caracterizan el productivismo y el burguesismo modernos. Estos han
hecho todo lo posible para controlar o aseptizar las danzas de pose-
sión y demás formas de efervescencia popular. Ahora bien, tal vez
haya que ver en esto la justa venganza de los valores del sur sobre
los del norte: las «epidemias coreográficas» (E. de Martino) tienen
tendencia a desarrollarse. Hay que recordar que éstas tenían una fun-
ción agregativa. El hecho de lamentarse y de alegrarse en grupo tenía
como resultado a la vez el curar y reintegrar en la comunidad al miem-
bro enfermo. Estos fenómenos propios de la cuenca mediterránea (me-
nadismo, tarentismo, diversas bacanales), en la India (tantrismo) o
en el espacio africano o latinoamericano (Candomblé, Shango) son
de sumo interés a la hora de comprender las terapias de grupo, las
redes de medicinas paralelas, las distintas manifestaciones de eso que
Schutz llamaba making music together, o también el desarrollo secta-
rio, cosas todas ellas que son las modulaciones contemporáneas de
«la epidemia coreográfica».
En realidad, no son tales o cuales estilos de vida los que se pue-
den considerar proféticos, sino más bien el batiburrillo de los mismos.
En efecto, si es imposible decir qué es lo que se va a desgajar para
formar una nueva cultura, en cambio sí se puede afirmar que ésta se-
rá estructuralmente plural y contradictoria!. Bouglé veía en el sistema

(E.), La Terre de remoras, trad. fr., Gallimard, 1966. Sobre el candomblé,


remito a MATTA (R.), Cidade e Devocao, Recife 1980, y «Le Syllohisme du
Sacre», en Sociétés, París, Masson, 1985, n.° 5, y COSTA LIMA (V.), A
Famiglia de Santo nos candomblés, jeje-nagos do Bahia, Salvador, 1977.
De SCHUTZ, «making music together», está traducido en francés en la
revista Sociétés, París, Masson, vol. 1, n.° 1, 1984.
Sobre el trantrismo, cf. VARENNE (J.), Le Tantrisme, París, 1977.
Sobre las sectas, remito, naturalmente, al bellísimo artículo de ZYLBER-
BERG (J.), y MONTMINY (J.P.), L'Esprit, le pouvoir et lesfemmes, poli-
grafía de un movimiento cultural quebequés. R.A. XXII, 1, 1981, así como
a la tesis de COTE (P.), De la dévotion au pouvoir: lesfemmes dans le Re-
nouveau charismatique, Montreal, Université Laval, 1984.

— 181 —
de las castas la unión en el culto de la división. Tensión paradójica
que no deja de suscitar sentimientos colectivos intensos «que se ele-
van por encima de este polvo de grupos»179. ¡Bella lucidez, que, más
allá del juicio moral, puede ver la sólida organicidad de un conjunto!
Por nuestra parte, podríamos decir que la Modernidad ha vivido otra
paradoja: la de unir, borrándola, la diferencia y la división que ésta
induce; o, al menos, intentando atenuar sus efectos, lo que, como se
convendrá, no carece de grandeza y de generosidad. Todo el orden
de lo político está construido sobre esto; pero, a imagen de otras épo-
cas o de otros lugares, se puede imaginar que la argamasa de un con-
junto dado está precisamente constituida por lo que divide (cf. la
polemología conyugal). La tensión de las heterogeneidades, que ac-
túan unas sobre otras, aseguraría la solidez del conjunto. Los maes-
tros de obras de la Edad Media sabían bastante de ello ya que
construían sus catedrales sobre este principio. Tal es el orden de la
masa. Así, modos de vida ajenos entre sí pueden engendrar en pun-
teado una manera de vivir común. Y ello permaneciendo, curiosamen-
te, fieles a lo que es la especificidad de cada cual. Fue precisamente
esto lo que produjo, en la fase de fundación, la fecundidad de los gran-
des momentos culturales.

179. BOUGLE(C), Essais sur le systéme des castes, París, P.U.F., 1969, p. 152.

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