La Historia Silenciada de Estad - Oliver Stone PDF
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La Historia Silenciada de Estad - Oliver Stone PDF
Como muestran estas ilustraciones, hacia finales del siglo XIX las naciones
europeas ampliaron enormemente sus imperios. En 1878 los europeos y sus
antiguas colonias dominaban el 67 por ciento de la superficie de la Tierra;
en 1914, y resulta pasmoso, un 84 por ciento.
En el último tercio del siglo estallaron las luchas laborales más sangrientas
de la historia de la nación. En 1877, con el apoyo de toda la clase trabajadora,
una huelga de empleados ferroviarios paralizó la mayor parte de los trenes del
país. Los capitalistas, obsesionados con el recuerdo de los revolucionarios
fundadores de la Comuna de París de 1871, vieron cómo sus peores pesadillas se
hacían realidad cuando en varias ciudades importantes como Chicago y San Luis
los trabajadores declaraban huelgas generales que tenían un amplio seguimiento.
En Washington el periódico The National Republican publicó un editorial
titulado «La comuna americana» que decía: «Es obvio y manifiesto que en
América las ideas comunistas están muy difundidas entre los trabajadores de
minas, fábricas y ferrocarriles». La huelga de ferroviarios era, «cuando menos,
comunismo de la peor calaña». Y no solo era «ilegal y revolucionaria, sino
también antiamericana[25]». The Republican, el periódico más vendido de San
Luis, estaba de acuerdo: «Es un error llamarla huelga: es una revolución[26]».
Cuando las milicias locales se mostraron incapaces de sofocar las revueltas, o no
quisieron hacerlo, el presidente Rutherford B. Hayes, que debía en parte su
elección a los magnates del ferrocarril, mandó al ejército. La batalla campal
posterior se saldó con cien trabajadores muertos y una nación amargamente
dividida.
Las Filipinas son nuestras para siempre […]. Ese imperio insular es el
último de los territorios libres de todos los océanos […]. A partir de ahora,
Asia debe ser nuestro mayor mercado comercial. El Pacífico es nuestro
océano. Europa siempre podrá fabricar cuanto necesite, sus colonias le
garantizan la mayor parte de lo que consume. ¿Dónde debemos buscar
nosotros a quien consuma nuestros excedentes? La respuesta nos la ofrece
la geografía. China es nuestro cliente natural […]. Las Filipinas son un
trampolín a las puertas de Oriente […]. El comercio será la causa de la
mayoría de las guerras futuras. Por eso la potencia que domine el Pacífico
dominará el mundo. Con las Filipinas, esa potencia será siempre la
República Americana […]. Son los designios del Señor: el pueblo
americano es el pueblo elegido y liderará la regeneración del mundo. Esa es
la divina misión de América, y nos dará todos los beneficios, toda la gloria
y toda la felicidad que el hombre pueda alcanzar. Somos los guardianes del
progreso del mundo, los gendarmes de su justa paz. Somos los destinatarios
de la sentencia del Señor: «Si en lo poco has sido fiel, en tus manos lo
mucho Yo pondré[43]».
Cuatro hombres los tumban de espaldas, les sujetan por los brazos y las
piernas y luego les abren la boca con un palo redondo y vuelcan dentro un
balde de agua; y, si no se rinden, otro balde más. Se hinchan como sapos.
Les aseguro que es una tortura espantosa[46].
A finales del siglo XIX y principios del XX, la United Fruit Company y otras
corporaciones insistieron en la conveniencia de contar en la zona con gobiernos
estables y sumisos que protegieran sus intereses. Los estadounidenses se
hicieron con plantaciones de café y de plátano y con minas, ferrocarriles y
empresas de otros sectores. Dedicaron tanto terreno a los productos de
exportación que muchos países latinoamericanos llegaron a depender de los
alimentos de importación para dar de comer a sus ciudadanos. Los ingresos por
venta de materias primas al menos les permitían ir devolviendo su creciente
deuda con los bancos extranjeros.
Uno pensaría que, tras casi cuatro años de guerra, tras las crónicas más
detalladas y realistas sobre los combates del Somme y Verdún, por no
hablar de la diaria agonía de la guerra de trincheras, nadie querría prestar
servicio si no le obligaban a ello. Pero no fue eso lo que sucedió. Nosotros,
y muchos miles de hombres más, nos presentamos voluntarios […]. Apenas
puedo recordar una sola conversación seria sobre la política americana u
otros asuntos importantes de la guerra. A los soldados, jóvenes en nuestra
mayoría, simplemente nos fascinaba la perspectiva de la aventura y el
heroísmo. La mayoría, creo, teníamos la sensación de que la vida, si
sobrevivíamos para contarlo, discurriría con la misma rutina de siempre.
Pero allí teníamos nuestra gran oportunidad para la emoción y el riesgo. Y
no podíamos permitirnos el lujo de dejarla escapar[24].
Lo que antes era tolerable ahora es intolerable. Lo que antes era desliz
ideológico ahora es sedición. Lo que antes era disparate ahora es traición
[…]; no hay ni habrá plaza en la Universidad de Columbia, ni en los corpus
de profesores ni en las comunidades de alumnos, para las personas que se
opongan o aconsejen a otros que se opongan a la aplicación efectiva de las
leyes de Estados Unidos, o a quien cometa traición de obra o de palabra
dicha o escrita. Dichas personas serán apartadas de la Universidad de
Columbia de inmediato, en cuanto se descubra su delito[39].
El propio Hitler tuvo muchos seguidores en Estados Unidos. Entre los más
notorios se encontraba Louis T. McFadden, otro congresista republicano por
Pensilvania. En mayo de 1933 tomó la palabra ante la cámara para denunciar la
conspiración internacional de los judíos. Cogió Los protocolos de los sabios de
Sion, bazofia antisemita que aspiraba a demostrar la existencia de una
conspiración judía para conquistar el mundo, y leyó algunos pasajes, que luego
figurarían en el Libro de Sesiones. A continuación anunció que abandonar el
patrón oro —como había hecho el presidente— era lo mismo que «entregar el
oro y el dinero legítimo de este país a los banqueros judíos internacionales, de
quien Franklin D. Roosevelt es pariente». «Este país está en manos de los
prestamistas internacionales —acusó—. ¿No es verdad que hoy en Estados
Unidos son los gentiles los que compran las papeletas y los judíos los que cobran
el premio? ¿Y no es verdad también que este proyecto de ley de repudio ha sido
redactado por prestamistas judíos internacionales y está diseñado para perpetuar
su poder?»[20].
Charles Coughlin, el tristemente famoso «cura de la radio» de Royal Oak,
Michigan, propagó a través de las ondas sus chovinistas ideas, cada vez más
antisemitas. Su semanal Social Justice publicó Los protocolos de Sion en varias
entregas mientras instaba a sus simpatizantes a unirse a la milicia armada del
Frente Cristiano. Según una encuesta realizada por Gallup, en 1938 el 10 por
ciento de las familias norteamericanas con radio escuchaban los sermones de
Coughlin con asiduidad y el 25 por ciento lo hacían de vez en cuando. El 83 por
ciento de los oyentes más fieles, por lo demás, comulgaban con las ideas de ese
cura[21]. En 1940 Social Justice todavía superaba los doscientos mil lectores
semanales[22].
Más a la derecha de Coughlin se situaban los llamados shirt movements,
inspirados en los camisas negras de Mussolini y los camisas pardas de Hitler. La
Silver Legion [Legión de Plata] de Dudley Pelley llegó a contar con veinticinco
mil seguidores en 1933. En Kansas Gerald Winrod, «el Jaykawk[23] nazi», editor
del diario Defender, que llegó a contar con cien mil lectores, concentró el 21 por
ciento del voto republicano en las primarias al senado de Kansas de 1938[24].
Con los Knights of the White Camelia [Caballeros de la Blanca Camelia] de
West Virginia, los Khaki Shirts [Camisas Kaki] de Filadelfia, los Crusader White
Shirts [Camisas Blancas de Cruzado] de Tennessee y los Christian Mobilizers
[Movilizadores Cristianos] de Nueva York daba la impresión de que Estados
Unidos se iba llenando de extremistas[25]. De todas estas organizaciones, la
Black Legion [Legión Negra] del Medio Oeste, escindida del Ku Klux Klan en
1925, era una de las más violentas. En 1935 esta legión, que vestía como el Ku
Klux Klan solo que con túnicas negras en vez de blancas, sumaba entre sesenta
mil y cien mil simpatizantes. En 1937 el gobierno disolvió esta asociación, pero
antes su cabecilla, el electricista Virgil Effinger, hablaba abiertamente de la
necesidad de exterminar en masa a los judíos norteamericanos[26]. Con
anterioridad, y aunque finalmente no llegara a formar parte de ningún grupo de
camisas, un mercero fracasado llamado Harry Truman pensó en afiliarse al Klan.
Por fortuna se lo pensó dos veces y no lo hizo.
En realidad, la influencia de Hugh Johnson en el New Deal fue breve y
pasajera y la extrema derecha apenas tuvo ningún peso. El New Deal no solo
rechazaba soluciones fascistas, sino que se resistía a todo intento por imponer
una filosofía coherente, unificada. Fue más una mezcolanza de organismos.
Raymond Moley escribió que considerar que el New Deal era producto de un
plan bien organizado era «lo mismo que pensar que la colección de animales
disecados, los cromos de béisbol, los banderines escolares, las viejas zapatillas
de tenis, las herramientas de marquetería, los libros de geografía y los tubos de
ensayo de la clase de química que se acumulan en el dormitorio de un niño
responden al diseño de un decorador de interiores». Roosevelt no era un hombre
de ideas, sino más bien un pragmático. Y quería que el gobierno desempeñara un
papel mucho más importante del que cualquiera de sus antecesores llegó a
concebir[27].
Roosevelt centró su política en el despegue de la economía y la recuperación
del empleo. Los problemas internacionales quedaron relegados a un segundo
término. Lo dejó manifiestamente claro en la Conferencia Económica Mundial
de Londres de julio de 1933. En abril había dado órdenes de liberar la política
monetaria norteamericana de las restricciones del patrón oro, pero albergaba la
esperanza de que Estados Unidos y, si era posible, el resto del mundo volvieran a
ese patrón. En verano, sin embargo, cambió de opinión. Cuando tuvo que elegir
entre un programa nacional de recuperación económica basado en la inflación y
aceptar la petición de Europa en favor de una estabilización monetaria y la
restauración del antiguo patrón oro internacional, optó por lo primero. Los
cincuenta y cuatro dirigentes que asistían a la cumbre de Londres se llevaron una
sorpresa mayúscula cuando, el 3 de julio, el presidente norteamericano anunció
que Estados Unidos no tomaría parte en la estabilización de los tipos de cambio
y no volvería al patrón oro. La conferencia se disolvió y la mayoría de
participantes europeos se llevaron una amarga decepción. Muchos, incluido
Hitler, sacaron la conclusión de que Roosevelt había tomado la decisión de no
intervenir en los asuntos internacionales.
En Estados Unidos se produjeron todo tipo de reacciones. Grandes magnates
de la empresa y de la banca como Frank A. Vanderlip, J. P. Morgan e Irénée du
Pont respaldaron la medida, al menos públicamente[28]. Raymond Moley
calculaba que nueve de cada diez banqueros —«hasta los de la parte baja de
Manhattan», es decir, los de Wall Street— apoyaron la decisión de Roosevelt de
no volver al patrón oro[29]. En cambio Al Smith, excandidato demócrata a la
Casa Blanca reconvertido en crítico del New Deal, rechazó la política monetaria
de Roosevelt calificándola de compromiso con el «dinero de vellón» en lugar de
con el «dólar de oro». Manifestó así su asombro: «El Partido Demócrata está
condenado a ser el partido de los defensores del patrón plata, del dinero de papel,
de los aficionados a extender cheques sin fondos y de los chiflados[30]».
Pese a las garantías dadas por Moley, la banca se opuso a las medidas de
Roosevelt. El comité asesor de la Reserva Federal, del que formaban parte
banqueros de toda la nación, advirtió a la Junta de la necesidad de volver al
patrón oro para consumar la recuperación. «La inflación monetaria y la
subsiguiente inflación crediticia —aseguró— se basan en una argumentación que
una y otra vez ha demostrado no ser más que una trágica ilusión[31]». La condena
más rotunda tanto de Roosevelt como de sus decisiones en política monetaria
provino, sin embargo, de la Cámara de Comercio. Tras rechazar una resolución
en apoyo del presidente, la Cámara de Comercio del estado de Nueva York
aplaudió a Leonor F. Loree, propietaria de varios ferrocarriles, cuando declaró:
«La renuncia al patrón oro ha minado nuestra confianza y niega la letra de la ley
tanto como, en la guerra, la invasión alemana negó la neutralidad belga[32]». En
el mes de mayo, y tras verse coaccionado por un aluvión de críticas, Roosevelt
se vio obligado a enviar una carta a la convención anual de la Cámara de
Comercio de Estados Unidos en la que pedía a sus miembros que dejaran de
«sembrar la alarma» y cooperasen «en la recuperación[33]». Pero arreciaron los
ataques del mundo de la empresa a Roosevelt y su New Deal.
En octubre de 1934, la revista Time señaló que los empresarios empezaban a
sentir por Roosevelt una animosidad personal: «El conflicto ya no es “La
Empresa contra el Gobierno”, ahora se trata de “La Empresa contra Franklin
Delano Roosevelt[34]”».
Que a Roosevelt le preocupaba sobre todo la política interior era obvio y
evidente. Se retractó de su anterior apoyo a la participación de Estados Unidos
en la Sociedad de Naciones y sacrificó de buena gana el comercio exterior para
estimular la recuperación interna. Dio incluso pasos para reducir un ejército ya
escaso —ciento cuarenta mil hombres— y motivó una apresurada visita del
secretario de Guerra, Georges Dern. Dern llegó a la Casa Blanca acompañado
del general Douglas MacArthur, quien dijo al presidente que estaba poniendo en
peligro la seguridad nacional. En sus memorias, MacArthur recordaba:
El mundo hizo muy poco para impedir la agresión japonesa a China en 1937
aunque muchos testigos la contemplaron horrorizados. Tras empezar con el
incidente del puente de Marco Polo en el mes de julio, la lucha se extendió a
otras regiones. Con las fuerzas de Jiang Jieshi (Chiang Kai-shek) en retirada,
Japón torturó a la población civil china. Cabe destacar sobre todo las atrocidades
cometidas en Shanghái y Nankín, con orgías de violaciones, saqueos y
asesinatos.
Con las fuerzas fascistas y militaristas en marcha, el mundo se precipitaba
rápidamente hacia la guerra. Motivadas en algunos casos por simpatía por los
fascismos, en otros por el odio al comunismo soviético y en otros distintos por el
temor a hundirse en los mismos abismos que habían motivado el sufrimiento de
la contienda anterior, las democracias occidentales observaban con pasividad
cómo Italia, Japón y Alemania se preparaban para inclinar por la fuerza la
balanza del poder mundial.
CAPÍTULO 3. LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL.
¿QUIÉN DERROTÓ EN REALIDAD A
ALEMANIA?
Las diferencias afloraron en las discusiones sobre Polonia, que fue el tema de
siete de las ocho sesiones plenarias de Yalta. Stalin hizo la siguiente declaración:
«La cuestión polaca no es solo un asunto de honor, sino de seguridad. A lo largo
de su historia, Polonia ha sido el corredor por el que el enemigo ha entrado en
Rusia». Dominar Polonia era «cuestión de vida o muerte» para la Unión
Soviética[83].
Stalin quería que se reconociera el gobierno provisional de mayoría
comunista que operaba en Lublin, al este de Polonia. Su campaña contra la
oposición interna había prendido la chispa de la guerra civil. Roosevelt y
Churchill respaldaban al gobierno en el exilio de Londres, constituido en su
mayoría por anticomunistas acérrimos. Stalin los acusaba de terroristas y, para
debilitarlos, perpetró dos atrocidades: matar a miles de oficiales polacos en el
bosque de Katyn en 1940 y detener al Ejército Rojo a orillas del Vístula en 1944
dando tiempo así a los alemanes a sofocar el Levantamiento de Varsovia.
Los tres líderes acordaron la instauración de un gobierno provisional de
unidad nacional. El pacto decía: «El gobierno provisional que ahora opera en
Polonia debería, por tanto, organizarse sobre una base democrática más amplia
con la participación de dirigentes democráticos de la propia Polonia y de los
polacos del exilio». Luego los embajadores británico, norteamericano y soviético
fueron a consultar a los mandatarios polacos y se convocaron elecciones libres a
las que podían presentarse «todos los partidos democráticos y antinazis[84]». Los
embajadores aceptaron la Línea Curzon como frontera oriental del país pese a las
objeciones del gobierno en el exilio de Londres, pero la frontera occidental daba
más problemas y su demarcación se pospuso. El acuerdo fue voluntariamente
laxo. El almirante Leahy, un veterano de la guerra con España en el Caribe y de
la Primera Guerra Mundial que había estado destinado en las Filipinas, China,
Panamá y Nicaragua antes de volver del retiro para convertirse en jefe del
Estado Mayor de Roosevelt, advirtió a este: «Es un acuerdo tan elástico que los
rusos lo pueden estirar de Yalta a Washington sin que, técnicamente, llegue a
romperse». Roosevelt estaba de acuerdo: «Ya lo sé, Bill, ya lo sé. Pero es cuanto
puedo hacer por Polonia de momento[85]».
En Teherán, Roosevelt escribió a Stalin una nota personal con la siguiente
promesa: «Estados Unidos nunca prestará ningún tipo de apoyo a ningún
gobierno provisional de Polonia contrario a sus intereses[86]». Sin embargo, el
gobierno polaco en el exilio, compuesto por anticomunistas convencidos, era
claramente contrario a los intereses soviéticos tal y como Stalin los percibía.
Roosevelt comprendió cuán poca influencia podía ejercer en Yalta. Prefería
que Stalin participara en la «Declaración de la Europa Liberada», que apoyaba la
instauración de gobiernos de amplia representación elegidos democráticamente.
Aunque no actuaron ojo por ojo con Alemania, los Tres Grandes pactaron la
división del país conquistado en cuatro zonas militares, una de las cuales sería
controlada por Francia. Incapaces de alcanzar un acuerdo sobre las
indemnizaciones de guerra a imponer a Alemania, decidieron organizar una
comisión de estudio. Hablaron de veinte mil millones de indemnización, la mitad
de los cuales serían para la Unión Soviética. Stalin accedió a entrar en guerra
con Japón tres meses después de terminar la guerra en Europa. A cambio,
Estados Unidos prometió concesiones económicas y territoriales en Asia con las
que Rusia recuperaría la mayor parte de los territorios cedidos en la guerra ruso-
japonesa de 1904-1905.
Las noticias llegadas de Yalta infundieron un optimismo desconocido en
décadas. El expresidente Herbert Hoover dijo que la Conferencia era «una gran
esperanza para el mundo». William Shirer, corresponsal de guerra de la CBS,
que más tarde escribió un célebre superventas, Auge y caída del Tercer Reich,
comentó que se trataba de un «hito en la historia de la humanidad[87]». Roosevelt
se dirigió al pleno del Congreso a su vuelta y dijo:
Los diarios soviéticos, incluidos los que leían los soldados, abandonaron su
línea habitual para publicar la siniestra crónica de esos horrores. Cuando
llegaron a tierras alemanas, las tropas soviéticas apenas podían reprimir la
cólera. Stalin ni dio su consentimiento ni condenó a sus soldados y no hizo nada
por detenerlos.
Lejos de imponer desde un principio regímenes comunistas, Stalin intentó
contener a los defensores de un cambio revolucionario en toda Europa,
instándoles a formar coaliciones de amplio espectro. Más nacionalista que
revolucionario internacional, pensaba ante todo en los intereses de la Unión
Soviética. Esperaba el apoyo de Estados Unidos para la reconstrucción de
posguerra y necesitaba la cooperación de los Aliados para evitar la recuperación
militar de Alemania, que para él era todavía la principal amenaza de la Unión
Soviética. Pidió, por tanto, a sus aliados comunistas que no siguieran el modelo
bolchevique, sino que avanzaran hacia el socialismo bajo «otros sistemas
políticos como, por ejemplo, la democracia, una república parlamentaria o,
incluso, una monarquía constitucional[127]». Por nada quería echar a perder su
alianza con Estados Unidos y Gran Bretaña. Por ese motivo en la Europa
liberada por los soviéticos instauró gobiernos afines a la Unión Soviética, pero
sin predominio de los comunistas.
Truman empezaba también a ser más conciliador. Tras sus reuniones con
Davies y algunas conversaciones con Harry Hopkins y Henry Wallace, que era a
la sazón secretario de Comercio, hizo un esfuerzo por mejorar las relaciones con
los soviéticos. Tanto él como sus asesores militares resistieron las presiones de
Churchill por mantener tropas en posiciones avanzadas hasta arrancar ciertas
concesiones a Moscú. Poco a poco fue descubriendo que la interpretación de
Stalin de los acuerdos de Yalta se atenía más a la verdad que la suya. Byrnes
reconoció que había abandonado Yalta antes del último acuerdo y que no había
participado en muchas reuniones decisivas. Truman supo también que en
realidad Roosevelt había accedido a ceder a los soviéticos una esfera de
influencia en Europa Oriental y que no veía base para exigir un gobierno distinto
en Polonia. Enviado personalmente por el presidente, Harry Hopkins se
entrevistó con Stalin a finales de mayo y ambos elaboraron una fórmula para
Polonia similar a la ya acordada para Yugoslavia. En el nuevo gabinete
participaría el antiguo primer ministro Stanislaw Mikolajczyk, ahora en calidad
de viceprimer ministro, y otros tres políticos no comunistas, amén de otros
diecisiete ministros designados por los comunistas y sus aliados. Truman dijo a
los periodistas que eso demostraba un «grato cambio de actitud, más flexible»
por parte de Stalin, lo cual era un buen augurio para una futura colaboración
entre Estados Unidos y la Unión Soviética[128].
Cuando Truman salió hacia Potsdam en el mes de julio, el optimismo por
una alianza en la posguerra era mucho mayor que hacía dos meses. Pero algunos
preferían la cautela. La revista Life advertía ese mismo mes —solo dos años
después de que Stalin apareciera en su portada retratado como un héroe—:
«Rusia es el problema número uno para Estados Unidos porque es el único país
del mundo con poder suficiente para plantar cara a nuestra concepción de la
verdad, la justicia y la vida[129]».
Aunque amistosa en apariencia, la conferencia de Potsdam supuso un revés
para las esperanzas de cooperación a largo plazo. Los resultados positivos de las
pruebas de la bomba atómica convencieron a Truman de que Estados Unidos
podría seguir su camino solo, prescindiendo de los intereses soviéticos, y ese era
el mensaje que dejaba entrever su manera de comportarse con Stalin. Tras la
reunión, volviendo a Washington a bordo del USS Augusta, comentó a un grupo
de oficiales que la obstinación de los soviéticos importaba poco, «porque
Estados Unidos ha desarrollado un arma totalmente nueva, de tal potencia y
naturaleza que ya no necesita a los rusos ni a ningún otro país[130]».
CAPÍTULO 4. LA BOMBA. LA TRAGEDIA DE UN
HOMBRE BAJITO
Ese verano les entró un miedo cerval y optaron por detener el proyecto.
Durante las deliberaciones posteriores, los físicos se percataron de pronto de que
una detonación atómica podría quemar el hidrógeno de los océanos o el
nitrógeno de la atmósfera e incendiar el planeta. En su libro sobre Oppenheimer
y el físico Ernest Lawrence, Nuel Pharr Davis describe cómo el pánico se
apoderó de la estancia donde se encontraban: «Oppenheimer se quedó mirando
la pizarra con estupor, el rostro de los demás, incluido Teller, fue reflejando el
mismo pavor […]. Los cálculos de Teller sobre el calor que produciría una
bomba de fisión eran correctos. Oppenheimer se dio cuenta de que, con o sin
cubierta de deuterio, la atmósfera podría incendiarse; y ninguno de los presentes
pudo demostrar que estuviera equivocado[9]». Oppenheimer se trasladó a
continuación a la costa Este para hablar con Compton. En sus memorias, Atomic
Quest [La investigación atómica], Compton explicaba que Oppenheimer y él
coincidieron: «A no ser que diéramos con una solución estable y fiable y
nuestras bombas atómicas no destruyesen el aire o el mar —escribió—, no
debíamos fabricarlas». Se hacía la siguiente reflexión: «Mejor la esclavitud nazi
que correr el riesgo de echar el telón a la humanidad[10]». Al volver a Berkeley,
Bethe hizo algunos cálculos adicionales y descubrió que Teller no había tenido
en cuenta el calor que sería absorbido por radiación, que hacía que las
probabilidades de destruir el mundo disminuyeran a tres entre un millón —un
riesgo que sí estaban dispuestos a correr.
El 2 de diciembre de 1942, los científicos del Met Lab lograron la primera
reacción nuclear en cadena de cierta duración. Teniendo en cuenta que no
tomaron las debidas precauciones, fue un milagro que no destruyeran Chicago.
Szilard y Enrico Fermi se estrecharon la mano ante los reactores mientras, en
vasos de papel con Chianti, todos brindaban a la salud del expatriado italiano,
que marcaba el camino a seguir. Szilard, no obstante, era consciente de que, en
realidad, era un momento muy amargo y le dijo a Fermi que aquel 2 de
diciembre pasaría a la historia como «el día más negro de la historia de la
humanidad[11]». Y tenía razón.
Aunque había emprendido la carrera atómica con retraso, Estados Unidos
inició un programa de urgencia, el Proyecto Manhattan, que desde finales de
1942 se encargó de dirigir el general de brigada Leslie Groves. Este general puso
a Oppenheimer al frente de la organización y dirección del principal laboratorio
del proyecto, el de Los Álamos, en los hermosos montes Sangre de Cristo de
Nuevo México. La mayoría de los testigos aseguraban que la relación entre
Oppenheimer y Groves era la de un matrimonio celebrado en el infierno. Eran
polos opuestos en todo. Groves duplicaba en corpulencia a Oppenheimer, que,
flaco como un galgo y de más de uno noventa de estatura, pesaba sesenta kilos al
comienzo del proyecto y poco más de cincuenta a su conclusión. Groves venía
de familia pobre, Oppenheimer de familia rica. No compartían creencias
religiosas, ni el gusto por fumar y por beber; no disfrutaban con las mismas
comidas. Diferían en política: Groves era un conservador convencido,
Oppenheimer un izquierdista irredento, la mayoría de cuyos familiares, amigos y
alumnos eran comunistas. Admitía ser miembro de todos los grupos importantes
del Partido Comunista de la Costa Oeste y durante un tiempo estuvo entregando
el 10 por ciento de su salario al partido para financiar a las tropas republicanas
de España.
Harry Truman (aquí a los trece años) superó una infancia complicada que
acabó dejando huella. Siempre se esforzó por conseguir el afecto de su
tosco padre. Se vio obligado a llevar gafas con cristales de culo de vaso y
no podía practicar deporte ni complicarse en ninguna pelea con otros
chicos, que se metían con él. «La verdad es que yo era un poco mariquita»,
recordaría.
Pero la intolerancia del presidente Truman con los asiáticos era muy anterior
a las noticias de las brutalidades perpetradas por los japoneses. De joven,
mientras cortejaba a su futura esposa, escribió: «Creo que un hombre es tan
bueno como cualquier otro en tanto sea honrado y decente y no sea ni negro ni
chino. El tío Will dice que el señor hizo al hombre blanco del polvo y al negro
del barro, y que luego tiró lo que le sobraba y de ahí salió un chino. Odia a los
chinos y a los japoneses. Como yo. Supongo que son prejuicios racistas[51]».
Truman llamaba normalmente a los judíos kikes en tono peyorativo, a los
mexicanos, greasers [«sudacas»], y empleaba denominaciones igualmente
despectivas para otros grupos étnicos. Merle Miller, su biógrafo, escribió: «En
privado, el señor Truman siempre dice nigger; o, al menos, lo ha hecho siempre
que ha hablado conmigo[52]».
Más allá del racismo de Truman, es justo criticar el inconcebible
comportamiento de los japoneses durante la guerra. No obstante, es también
necesario señalar que los norteamericanos tuvieron conductas indefendibles.
Edgar Jones, corresponsal de guerra en el Pacífico, detalló las atrocidades
cometidas en un artículo publicado en febrero de 1946 en The Atlantic Monthly:
«De todas formas, ¿qué clase de guerra creen los civiles que estamos librando?
Matamos prisioneros a sangre fría, vaciamos hospitales, ametrallamos botes
salvavidas, asesinamos a civiles enemigos o los maltratamos, rematamos a
muchos enemigos heridos, echamos a moribundos a las fosas de los muertos, y
en el Pacífico hervíamos cráneos, les quitábamos la piel y hacíamos con ellos
adornos para el mueble aparador de nuestras novias o con los huesos
fabricábamos abrecartas[53]».
El racismo mostró también su rostro más cruel en el trato dispensado a los
norteamericanos de origen japonés que vivían en Estados Unidos en el momento
de estallar la guerra. Sufrieron la discriminación en el voto y a la hora de buscar
empleo y colegios para sus hijos durante décadas. La ley de inmigración de 1924
negaba a los nipones llegados a Estados Unidos a partir de 1907 el derecho a
nacionalizarse y prohibía la entrada de nuevos inmigrantes desde Japón. Antes
incluso de Pearl Harbor, en la costa Oeste muchos imaginaban fantasiosos
sabotajes por parte de los norteamericanos de origen japonés en el caso de que se
llegase a la guerra. Un periodista escribió: «Cuando la hora cero sacuda el
océano Pacífico, los estadounidenses de origen japonés se pondrán a trabajar al
unísono. Sus botes de pesca sembrarán de minas la entrada de nuestros puertos.
Misteriosas explosiones destruirán los astilleros de la Marina y los aeródromos y
parte de nuestra flota […]. Los granjeros japoneses, que prácticamente tienen el
monopolio de la producción de verduras de California, pondrán arsénico en
guisantes, patatas y naranjas y los mandarán al mercado». Después de Pearl
Harbor, corrieron rumores y las groserías de mal gusto proliferaron. Una
barbería de California ofrecía «afeitado gratis a los japos», aunque, eso sí, si se
producía algún accidente, la casa no se hacía responsable. Una funeraria
anunciaba: «Prefiero hacer negocios con un japo que con un americano[54]».
Earl Warren, fiscal general de California, encabezó la carga para alejar a los
norteamericanos de origen japonés de los estados occidentales. Warren opinaba
que los japoneses del sur de California podrían ser «el talón de Aquiles de todo
el sistema de defensa civil[55]». El teniente general John L. DeWitt, comandante
del 4.º Ejército y jefe del Western Defense Command [Mando de Defensa
Occidental], que había participado en la estrategia elaborada en 1921 por la War
Plans Division [División de Planes de Guerra] para internar a todos «los
enemigos extranjeros» en las islas Hawái, apoyó al fiscal. El 9 de diciembre
anunció que aviones de guerra japoneses habían sobrevolado San Francisco la
noche anterior y el peligro de ataque era inminente. En una reunión del Civil
Defense Council [Consejo de Defensa Civil] dijo: «Es muy probable que la
muerte y la destrucción se abatan sobre esta ciudad en cualquier momento». El
contraalmirante John Berger informó a los presentes de que se habían «salvado
de una terrible catástrofe por la gracia de Dios». «¿Por qué no lanzaron sus
bombas? —se preguntó De Witt—. Pues no lo sé». Pues porque la incursión
japonesa no llegó a producirse, lo que también podría explicar por qué las tropas
norteamericanas jamás derribaron ningún avión en San Francisco y por qué
cuando los aviones del Ejército y la Marina salían en busca de portaaviones
japoneses, volvían con las manos vacías. Pero De Witt estaba furioso con los
ciudadanos de San Francisco porque no se tomaban la orden de apagón
defensivo demasiado en serio. Los habitantes de San Francisco le parecían
«necios, idiotas y estúpidos», y amenazó: «Si estos hechos no se les meten en la
cabeza con palabras, tendré que echarles encima a la policía para que entren a
base de porra[56]».
La desconfianza de DeWitt hacia los habitantes de San Francisco era
inofensiva. Su desconfianza hacia los japoneses era patológica. En principio, la
evacuación masiva de ciudadanos norteamericanos de origen japonés le pareció
«una soberana tontería». Pero la presión de la opinión pública aumentó con la
publicación del informe del gobierno sobre el ataque a Pearl Harbor preparado
por el juez del Tribunal Supremo Owen Roberts. El espionaje, alegaba ese
informe, había facilitado la operación japonesa. Si la mayoría de la información
relevante para el ataque la había proporcionado la oficina del cónsul japonés,
algunos hawaianos de ascendencia japonesa habían desempeñado un papel
importante. Ese informe reforzó las dudas ya existentes sobre la lealtad de los
norteamericanos de origen japonés. El clamor resultante transformó según
parece a DeWitt en un apasionado defensor de las expulsiones. En su opinión, el
hecho de que los japoneses, de origen norteamericano o no, todavía no hubieran
llevado a cabo ningún sabotaje demostraba que se habían conjurado para atacar
en el futuro. Otras personalidades, como Stimson y McCloy, también se
manifestaron públicamente para pedir a Roosevelt que tomase medidas antes de
que fuera demasiado tarde[57].
Quienes no defendían la idea «No podemos fiarnos de los japos» contaban
también con un inopinado aliado: el director del FBI J. Edgar Hoover. Hoover
dijo al fiscal general Francis Biddle que no le parecía necesario llevar a cabo
evacuaciones masivas. Todos los riesgos para la seguridad se habían sopesado.
Biddle, por tanto, comunicó a Roosevelt que «no había motivos para emprender
evacuaciones masivas[58]».
Roosevelt, sin embargo, hizo caso omiso de ese consejo. Aunque no existía
ninguna prueba de sabotajes perpetrados por ciudadanos de origen japonés, el 19
de febrero de 1942, Roosevelt firmó la Orden Ejecutiva 9066 y a partir de ese
momento se pusieron en marcha los preparativos para evacuar y recluir a los
japoneses y norteamericanos de origen japonés de los estados de California,
Oregón y Washington, dos tercios de los cuales eran ciudadanos estadounidenses
de nacimiento. Aunque esa orden no mencionaba expresamente raza o etnia
alguna, era evidente a qué sector de la población iba dirigida.
Las autoridades, sin embargo, renunciaron a la evacuación de la numerosa
población japonesa de Hawái cuando los ricos propietarios de las plantaciones
de ananás y caña de azúcar protestaron porque no querían perder su mano de
obra. Aun así, el gobierno impuso la ley marcial, suspendió el hábeas corpus y
encerró a unos dos mil kibei, los ciudadanos de ascendencia japonesa que habían
visitado Japón por motivos educativos y de aculturación.
Por esos mismos días, Szilard, el premio Nobel de química Harold Urey y el
astrónomo Walter Bartky intentaron entrevistarse con Truman para aconsejarle
que no emplease la bomba. Los desviaron a Spartanbourg, Carolina del Sur, para
hablar con Byrnes, cuya respuesta dejó estupefacto a Szilard: «El señor Byrnes
no argumentó la necesidad de utilizar la bomba contra las ciudades japonesas
para ganar la guerra. Era consciente, como el resto del gobierno, de que Japón
estaba derrotado […]. En aquellos momentos, al señor Byrnes le inquietaba
mucho más la influencia rusa en Europa e insistió en que, gracias a que nosotros
poseíamos la bomba y la utilizaríamos, Rusia sería mucho más manejable en ese
continente[80]». Groves admitió también que, en el fondo, para él, el enemigo
siempre había sido la Unión Soviética: «Aproximadamente a las dos semanas de
encargarme de este proyecto, dejé de hacerme ilusiones y comprendí que nuestro
enemigo era Rusia y que esta idea había impulsado todo nuestro trabajo[81]». El
general dejó perplejo a Joseph Rotblat cuando, mientras cenaban juntos en
marzo de 1944, le dijo: «Doy por hecho que tú ya sabes que el principal objetivo
de este proyecto es amansar a los rusos[82]». Los comentarios de Byrnes y
Groves revelan sin la menor sombra de duda el significado de las palabras que el
13 de abril el primero le dirigió a Truman a propósito de la bomba atómica:
«[Con la bomba] bien podríamos estar en disposición de dictar nuestras
condiciones una vez termine la guerra[83]».
Mientras en Los Álamos unos científicos trabajaban febrilmente para
terminar la bomba, otros empezaban a dudar de haber hecho lo correcto. En
junio los empleados del Met Lab de Chicago organizaron varios comités para
estudiar los diversos aspectos de la energía atómica. El que se encargaba de
analizar sus consecuencias sociales y políticas, que presidía el premio Nobel
James Franck, redactó un informe, muy influido por Leo Szilard, que
cuestionaba la conveniencia de recurrir a la bomba atómica durante la guerra[84]
[85]. Este informe señalaba también que, puesto que tras la fabricación de la
Paul Tibbets (en el centro, con pipa), piloto del Enola Gay, con su
tripulación.
El almirante Toyoda era de la misma opinión: «Creo que, más que las
bombas atómicas, fue la entrada de los rusos en la guerra lo que aceleró la
rendición». El teniente general Sumihisa Ikeda, director de la Agencia de
Planificación General de Japón, comentó: «Al saber que los soviéticos habían
entrado en guerra, comprendí que ya no teníamos ninguna posibilidad». El
ministro del Ejército respondió en el mismo sentido a una pregunta directa del
cuartel general: «La entrada de los soviéticos en la guerra tuvo un efecto directo
en la decisión de rendirse[136]». Un estudio del Departamento de Guerra
norteamericano en enero de 1946 llegaba a la misma conclusión: «Poca mención
se hizo […] de la bomba atómica en las discusiones que desembocaron en la […]
decisión […]. Es prácticamente una certidumbre que los japoneses habrían
capitulado tras la incorporación de Rusia a la guerra[137]».
Convencidos, erróneamente, de que las armas atómicas habían puesto fin a la
guerra, el 85 por ciento de los norteamericanos aprobaron su uso. Casi un 23 por
ciento deseaba que los japoneses no se hubieran rendido tan rápidamente para
que Estados Unidos pudiera haberles lanzado más bombas. Pero lo que la
mayoría de la opinión pública desconocía es que buen número de integrantes de
la cúpula militar consideraban que las bombas habían sido militarmente
innecesarias o moralmente reprobables. El jefe del Estado Mayor de Truman, el
almirante William Leahy, que era quien presidía las reuniones del Estado Mayor
Conjunto, fue quien más rotundamente se opuso. Para él, la bomba y las armas
químicas y bacteriológicas suponían una violación «de toda la ética cristiana y
de todas las leyes de la guerra conocidas». Leahy afirmó que «los japoneses ya
estaban derrotados y dispuestos a rendirse […]. El empleo de esa arma bárbara
en Hiroshima y Nagasaki no fue ninguna ayuda material en nuestra guerra contra
Japón. Al ser los primeros en utilizarla, nos rebajamos a un nivel moral
semejante al de los bárbaros de la Edad Media». «No me enseñaron a hacer la
guerra así. No se puede ganar una guerra matando a mujeres y niños[138]». En
1949 Leahy confesó enfadado al periodista Jonathan Daniels: «Truman me dijo
que habían llegado a la conclusión de que la utilizarían […] solo contra objetivos
militares. Por supuesto, siguieron adelante y mataron tantas mujeres y tantos
niños como pudieron, que era lo que pretendían desde un principio[139]».
El general Douglas MacArthur siempre sostuvo que la guerra podría haber
terminado varios meses antes si Estados Unidos hubiera modificado las
condiciones de rendición. En 1960 dijo a Herbert Hoover que si Truman hubiera
hecho caso al «sabio memorándum, digno de un estadista» que él, el
expresidente, le envió el 30 de mayo de 1945 abogando por un cambio en las
condiciones de la rendición, «podrían haberse evitado las matanzas de
Hiroshima y Nagasaki y buena parte de la destrucción […] que causaron
nuestros bombarderos. Los japoneses lo habrían aceptado de buena gana. De eso
no tengo ninguna duda[140]».
El general Henry Hap Arnold escribió: «En todo momento tuvimos la
impresión de que con bomba atómica o sin ella, los japoneses estaban a punto de
derrumbarse[141]». Poco después de la guerra, el general Curtis LeMay
argumentó lo siguiente: «Incluso sin la bomba atómica y sin la entrada de Rusia
en la guerra, Japón se habría rendido en dos semanas». «La bomba atómica no
tiene nada que ver con el fin de la guerra[142]». El general Carl Tooey Spatz,
comandante de la fuerza aérea estratégica en el Pacífico, escribió en su diario
dos días después del bombardeo de Nagasaki: «Cuando me hablaron por primera
vez de la bomba atómica en Washington, yo comenté que no estaba a favor. De
igual modo que nunca he estado a favor de destruir ciudades porque sí matando a
todos sus habitantes[143]».
Muchos almirantes coincidían con los generales de las Fuerzas Aéreas.
Ernest King, almirante en jefe de la Marina, comentó a su ayudante: «Creo que
esta vez no deberíamos hacerlo. No es necesario». Y a un periodista le dijo: «A
mí no me gustaba ni la bomba atómica ni nada que tuviera que ver con ella[144]».
El almirante Chester Nimitz, comandante en jefe de la Flota del Pacífico,
comentó en una manifestación celebrada ante el Monumento a Washington poco
después de la guerra: «En realidad, los japoneses ya habían pedido la paz antes
de que el mundo conociera la existencia de la bomba atómica con la destrucción
de Hiroshima y Nagasaki y antes de que los rusos entraran en guerra[145]». El
almirante William Bull [Toro] Halsey, comandante de la Flota del Sur del
Pacífico, comentó al año siguiente: «La primera bomba atómica fue un
experimento innecesario […]. Lanzarla fue un error […]. Mató a muchos japos,
pero anteriormente y muchas veces, los japos habían sugerido a través de Rusia
que querían la paz[146]».
El general de brigada Carter Clarke, encargado de preparar los resúmenes de
los cables diplomáticos interceptados, comentó: «Para llevarlos a la más absoluta
derrota, nos bastaron el rápido hundimiento de su flota mercante y el hambre que
provocó. Y cuando no necesitábamos hacerlo y sabíamos que no necesitábamos
hacerlo y ellos sabían que nosotros sabíamos que no necesitábamos hacerlo, los
utilizamos para probar dos bombas atómicas[147]».
Seis de los siete generales y almirantes de cinco estrellas de Estados Unidos
que recibieron su quinta estrella en la Segunda Guerra Mundial —los generales
MacArthur, Eisenhower y Arnold y los almirantes Leahy, King y Nimitz— no
estaban de acuerdo con que las bombas atómicas fueran necesarias para poner
fin a la guerra. Por desgracia, sin embargo, apenas existen pruebas de que le
manifestaran su opinión a Truman antes de los lanzamientos.
El general Groves, sin embargo, sí estaba al corriente de su opinión. Antes de
Hiroshima, preparó una orden pidiendo a todos los comandantes de campo que
conciliasen las declaraciones sobre la bomba atómica con el Departamento de
Guerra, porque, como él mismo reconocía, no tenían ninguna intención de que
MacArthur y los demás manifestaran «que la guerra podría ganarse sin la
bomba[148]».
A finales de agosto, incluso Jimmy Byrnes admitía que no hacía falta la
bomba para acabar la guerra. The New York Times publicó que había «citado lo
que llamó “la prueba rusa”, es decir, que los japoneses ya eran conscientes de su
derrota antes del lanzamiento de la primera bomba atómica sobre
Hiroshima[149]».
El Vaticano no tardó en condenar los bombardeos. Catholic World calificó el
uso de la bomba atómica de «atroz y abominable […]. El peor golpe que jamás
le hayan asestado a la civilización cristiana y a las leyes morales». John Foster
Dulles, presidente del Federal Council of Churches [Consejo Federal de Iglesias]
y futuro secretario de Estado del presidente Eisenhower —político de línea dura,
además—, manifestó su preocupación: «Si nosotros, una nación declaradamente
cristiana, nos sentimos moralmente libres de emplear la energía atómica de esa
manera, los demás países pensarán que no hay ningún tipo de reparos.
Considerarán que las armas atómicas son una parte normal del arsenal de guerra
y habremos creado las condiciones para la súbita y definitiva destrucción de la
humanidad[150]».
Otras personalidades también condenaron los bombardeos atómicos. Robert
Hutchins, rector de la Universidad de Chicago, participó en una mesa redonda
organizada por su universidad titulada «La energía atómica, su significado para
la humanidad», que la cadena televisiva NBC retransmitió el 12 de agosto, es
decir, solo tres días después del bombardeo de Nagasaki. Declaró: «Es el tipo de
arma que solo se debería utilizar, si es que se debiera utilizar alguna vez, como
último recurso y en defensa propia. Ha sido lanzada en un momento en que las
autoridades norteamericanas sabían que Rusia iba a participar en la guerra. Se
decía, además, que Japón estaba aislado y sus ciudades habían sido arrasadas.
Todo lo que sabemos apunta al hecho de que el uso de la bomba era innecesario.
Por lo tanto, Estados Unidos ha perdido su prestigio moral[151]».
Norteamericanos jóvenes y valientes como Paul Fussell y sus equivalentes
soviéticos y británicos derrotaron a Japón en la Segunda Guerra Mundial y
muchos perdieron la vida en la empresa. Pero Truman, Stimson y otros
difundieron el mito de que la bomba atómica fue la causante de la victoria aliada
y de que salvó la vida a centenares de miles de soldados estadounidenses al
permitir que la guerra terminase sin una invasión. En 1991 el expresidente
George Herbert Walker Bush llegó al extremo de defender la decisión «dura y
calculada» de Truman, porque «salvó la vida a millones de
norteamericanos[152]». Los hechos, sin embargo, demuestran otra cosa. Aunque
no hay duda de que las bombas atómicas contribuyeron a la rendición japonesa,
no fueron en realidad más que un complemento de la estrategia que había
permitido conquistar isla tras isla, de los bombardeos y el bloqueo naval y del
profundo impacto sobre los japoneses de la invasión soviética del 9 de agosto,
que convenció al Gobierno nipón de que aferrarse a la opción de una última
batalla decisiva en territorio metropolitano no era viable. En realidad, tampoco
lo era para los norteamericanos. El almirante Leahy confesó: «Desde el punto de
vista de la defensa nacional, yo me veía incapaz de justificar una invasión de un
país ya plenamente derrotado[153]».
Por otra parte, las bombas de Hiroshima y Nagasaki no lograron que la
Unión Soviética se volviera más flexible. Sirvieron, simplemente, para que
Stalin se convenciera de que Estados Unidos no se detendría ante nada e
impondría su voluntad y de que tenía que acelerar la fabricación de su propia
bomba atómica para disuadir a los agresivos norteamericanos.
Y, en lo que para muchos no es más que una cruel ironía, Estados Unidos
permitió que Japón mantuviera al emperador, cuya figura, según creía la mayoría
de expertos, era esencial para conservar la estabilidad social en la posguerra. Al
contrario de lo que le había advertido Byrnes, además, la decisión no tuvo
ninguna repercusión política para Truman.
La carrera nuclear que Leo Szilard y otros tantos se habían temido había
comenzado. Truman había contribuido a que su espeluznante visión de un
mundo al borde de la aniquilación se hiciera realidad. En 1947, al defender los
bombardeos, Stimson abundaba en ello: «Con esta última gran acción de la
Segunda Guerra Mundial obtuvimos la prueba definitiva de que la guerra es la
muerte. A lo largo del siglo XX, la guerra se ha ido acercando paulatinamente
cada vez más a la barbarie, a la destrucción y a la degradación en todos sus
aspectos. Hoy, con la liberación de la energía atómica, la capacidad del hombre
para destruirse es casi absoluta[154]».
Truman afirmó siempre que no sentía ningún remordimiento. Se jactaba
incluso de que la decisión no le había «quitado el sueño en ningún
momento[155]». Cuando el célebre periodista televisivo Edward R. Morrow le
preguntó: «¿Algún remordimiento?», contestó: «Ninguno. Ninguno en
absoluto[156]». Cuando otro entrevistador le preguntó si, desde un punto de vista
moral, la decisión había resultado difícil, respondió: «¡Demonios, no! Fue tan
fácil como esto», dijo, chascando los dedos[157].
El general Douglas MacArthur con el emperador Hirohito. En lo que para
muchos era una cruel ironía, Estados Unidos permitió a Japón conservar a
su emperador, que para los expertos era esencial para mantener la
estabilidad social en la posguerra. Pese a los augurios de James Byrnes, la
decisión no tuvo ninguna consecuencia política para Truman.
«Es muy probable que dentro de un siglo a todos los hombres y mujeres del
mundo la Guerra Fría les resulte tan oscura e incomprensible como hoy nos
resulta a nosotros la Guerra de los Treinta Años, aquel conflicto terrible que
devastó gran parte de Europa no hace tanto tiempo. Al estudiar el siglo XX —
observó muy sabiamente Arthur Schlesinger, Jr.—, es muy posible que nuestros
descendientes se queden perplejos ante la desproporción entre las causas de la
Guerra Fría, que bien podrían parecer triviales, y sus consecuencias, que habrían
podido desembocar en el fin de la historia[1]». ¿Tuvo que librarse la Guerra Fría
como se libró cuando las armas nucleares de norteamericanos y soviéticos
amenazaban con la destrucción mutua de ambos y con acabar con el resto de la
humanidad a modo de daño colateral? ¿Se pudo evitar? ¿Había estadistas
capaces de ofrecer un punto de vista radicalmente distinto del mundo de
posguerra, una visión basada en una competencia pacífica y amistosa que
mejoraría al conjunto de la humanidad?
En principio, la Guerra Fría estalló por el choque entre dos concepciones
diametralmente opuestas del papel de Estados Unidos en el mundo: la
perspectiva hegemónica de Henry Luce, que imaginaba el siglo XX como «el
siglo americano»; y la visión utópica de Henry Wallace, que soñaba con que el
XX fuera «el siglo del hombre corriente». Era mucho lo que había en juego.
El 2 de septiembre de 1945, la Segunda Guerra Mundial terminó de forma
oficial. Aunque en todo el mundo los norteamericanos celebraron la noticia con
júbilo, sobre la nación pendía una extraña sensación de amenaza: todos temían
que el futuro fuera un reflejo de las abrasadas ruinas de Hiroshima y Nagasaki.
El 12 de agosto, Edward R. Murrow, célebre presentador de noticias de la cadena
CBS, observó: «Muy raramente, si es que ha llegado a ocurrir alguna vez, ha
terminado una guerra dejando en los vencedores semejante sensación de
incertidumbre y miedo, al comprender que les aguarda un futuro sombrío y que
la supervivencia no está asegurada». Los comentarios de la opinión pública
estaban trufados de presagios apocalípticos. Entre los norteamericanos cundía
eso que el historiador Paul Boyer llamó «miedo primario a la extinción[2]». Al
St. Louis Post-Dispatch le inquietaba que la ciencia pudiera haber firmado «la
sentencia de muerte del planeta de los mamíferos». John Campbell, director de la
revista Astounding Science Fiction, admitió que llevaba quince años
contemplando esa posibilidad y añadió: «Francamente, tengo miedo». La bomba
atómica no era solo un nuevo explosivo, además, tenía «el poder de destruir a la
especie humana[3]». The New York Times se lamentó de que ahora los seres
humanos pudieran «destruirse a sí mismos y, tal vez, convertir el planeta en una
nube de polvo[4]». The Washington Post se quejaba de que la expectativa de vida
de la especie humana hubiera «menguado de forma inconmensurable en el curso
de dos breves semanas[5]».
El fin de la guerra dejó gran parte de Europa y de Asia reducidas a cenizas.
Habían muerto setenta millones de personas, dos terceras partes de ellas, civiles.
El número de víctimas soviéticas no tenía parangón, las tropas alemanas en
retirada habían destruido todo a su paso. Años más tarde, el presidente John F.
Kennedy dijo: «En la historia de la guerra, ninguna nación ha sufrido tanto como
la Unión Soviética en la Segunda Guerra Mundial. Al menos veinte millones de
rusos perdieron la vida. Muchos más perdieron a su familia y sus casas fueron
quemadas o saqueadas. Una tercera parte del territorio soviético, incluidos dos
tercios de su base industrial, se convirtió en un erial; una pérdida equivalente a la
destrucción de todo este país al este de Chicago[6]».
Solo Estados Unidos escapó a la devastación. La economía norteamericana
estaba en estado de ebullición. Las exportaciones y el PIB duplicaban o más los
niveles previos a la guerra. La producción industrial se disparó durante el
conflicto a un ritmo récord: el 15 por ciento anual. Estados Unidos poseía dos
terceras partes de las reservas de oro del mundo y concentraba tres cuartas partes
de las inversiones de capital. Producía un fabuloso 50 por ciento de los
productos y servicios del planeta. Pero los empresarios y políticos estaban
preocupados: el fin de la contienda y de los gastos bélicos auguraban un regreso
a las condiciones previas a la guerra, a la Depresión. Temían particularmente las
consecuencias de que Europa se decantara por esferas de actividad económica
cerradas a la inversión y el comercio norteamericanos.
Con Franklin Roosevelt al timón, Estados Unidos se había situado
hábilmente entre Gran Bretaña y la Unión Soviética. La mayoría de los
norteamericanos observaba con recelo el imperialismo británico y desaprobaba
las represivas políticas británicas en Grecia y la India, y en todas partes. Muchos
desconfiaban también del socialismo soviético y censuraban la política de mano
dura en Europa del Este. Al terminar la guerra, Estados Unidos concedió a Gran
Bretaña un crédito de tres mil setecientos cincuenta millones de dólares para
rescatar al imperio británico, que obtendría así acceso a los bienes y al capital
estadounidenses. Canceló asimismo la deuda contraída por Gran Bretaña con la
Ley de Préstamo y Arriendo. Pero la Unión Soviética estaba decepcionada. No le
habrían dispensado el mismo trato aunque Estados Unidos hubiera dejado caer la
posibilidad de un gran crédito en las conversaciones previas al final de la guerra.
Harry Truman, por desgracia, no poseía la destreza de Roosevelt para trazar un
rumbo independiente y se desvió cada vez más hacia el modo de hacer británico
haciendo caso omiso de las necesidades soviéticas en una época de máxima
fuerza para Estados Unidos y relativa debilidad para la URSS.
Ruinas de Londres, Varsovia y Kiev. El final de la Segunda Guerra
Mundial dejó gran parte de Europa y Asia destrozadas y un número de
víctimas superior quizá a los setenta millones, un 60 por ciento de ellas no
combatientes.
Churchill y Truman saludan desde el tren que les lleva a Fulton, Misuri,
donde el primero pronunció su célebre y belicoso discurso sobre el «Telón
de acero». Primeros de marzo de 1946.
Henry Wallace intentó detener esa locura. En julio de 1946, redactó un largo
memorándum para Truman en el que lamentaba «la creciente sensación» de que
se avecinaba «otra guerra» y de que la única forma de abordar el problema era
armarse «hasta los dientes». «Toda la historia pasada —proseguía— indica que
una carrera armamentística no conduce a la paz, sino a la guerra». Y añadía:
«Los meses siguientes serán muy posiblemente un periodo crucial que decidirá
si el mundo civilizado se embarca en la destrucción cuando, transcurridos los
cinco o diez años necesarios, varias naciones se hayan armado con bombas
atómicas». Instaba, además, a Truman a pensar en el modo en que se tomaban
las medidas que habían adoptado los norteamericanos «desde el día de la
Victoria» y recordaba «los trece mil millones de dólares de presupuesto de los
departamentos de Guerra y Marina, las pruebas atómicas del atolón de Bikini, la
ininterrumpida producción de bombas atómicas, el plan de armar a
Latinoamérica, la producción de bombarderos B-29, la futura producción de
bombarderos B-36 y la iniciativa de instalar bases aéreas en una mitad del
planeta desde las cuales poder bombardear la otra mitad […]. Por esos motivos
podría parecer que o bien 1) nos estamos preparando para ganar una guerra que
consideramos inevitable, o bien 2) intentamos conseguir la supremacía de la
fuerza intimidando al resto de la humanidad. ¿Qué pensaríamos si Rusia
dispusiera de la bomba atómica y nosotros no?, ¿y si Rusia tuviera bombarderos
de más de quince mil kilómetros de autonomía y bases aéreas a poco más de mil
kilómetros de nuestras costas y nosotros no?».
[…] pacifista al cien por cien. Quiere licenciar las fuerzas armadas,
revelar a Rusia el secreto de la bomba atómica y que confiemos en la
pandilla de aventureros del Politburó. No comprendo cómo se puede ser tan
«soñador». La Liga Germano-Americana de Fritz Kuhn no era ni la mitad
de peligrosa. Parece que los rojos, los farsantes y los bolcheviques de
pacotilla han organizado una banda y son un peligro para el país. Me temo
que sean el frente de sabotaje del tío Joe Stalin[62].
Con la salida de Wallace del gobierno desapareció la última oportunidad de
evitar la Guerra Fría y la carrera nuclear. Esa noche, la del 20 de septiembre de
1946, Wallace dijo en un programa de radio nacional:
Ganar la paz es más importante que todos los cargos, más importante
que cualquier política de partido. Del éxito o fracaso de nuestra política
exterior dependen la vida y la muerte de nuestros hijos y nietos, la vida y la
muerte de la civilización, la supervivencia o la extinción del hombre y del
mundo. Es por tanto de suprema importancia, y todos deberíamos
considerarlo un deber sagrado, unirnos a la lucha por ganar la paz […].
Quiero dejar claro una vez más que estoy en contra de todo tipo de
imperialismo y de agresión, provengan de Rusia, Gran Bretaña o Estados
Unidos […]. El éxito de cualquier política reside en última instancia en la
confianza y la voluntad del ciudadano. La única base de ese éxito es que el
ciudadano conozca y comprenda los problemas, sepa los hechos y tenga
oportunidad de tomar parte en la formulación de la política exterior a través
de un debate intenso y abierto. Dentro de ese debate hemos de respetar los
derechos e intereses de otros pueblos, de igual manera que nosotros
esperamos que se respeten los nuestros. La forma de resolver este debate,
como dije en el discurso que di en Nueva York, no determinará que
vivamos en «un solo mundo», sino, simplemente, que vivamos. Tengo
intención de seguir adelante en esta lucha por la paz[63].
Tanta controversia sirvió para que a Wallace le llovieran los apoyos. Albert
Einstein escribió: «No puedo dejar de expresarle mi enorme e incondicional
admiración por su carta del 23 de julio al presidente. Transmite usted una
profunda comprensión de los hechos y situación psicológica y tiene un sagaz
punto de vista sobre la presente política exterior norteamericana. Su valiente
intervención merece toda la gratitud de quienes observamos la presente actitud
de nuestro gobierno con honda preocupación[64]».
Sin Wallace en el gobierno, Estados Unidos se zambulló de cabeza en la
Guerra Fría tanto en el exterior como en el interior del país. El 24 de septiembre
se hizo público el esperado informe de Clark Clifford, asesor de la Casa Blanca,
y George Elsey, su ayudante. La exhaustiva enumeración de las acciones,
intenciones y potencial soviéticos pretendía demostrar que Moscú había
incumplido sistemáticamente todos sus compromisos. El informe ofrecía
también una atrevida descripción de las medidas tomadas por los soviéticos
«para debilitar la posición de Estados Unidos e Europa, Asia y Sudamérica, y
destruir su prestigio», para poder dominar el mundo y sembrar la discordia entre
los propios norteamericanos por medio del Partido Comunista. Era necesaria, por
tanto, una respuesta contundente: aumentar el arsenal atómico, ampliar la red de
bases en el extranjero, fortalecer la capacidad militar y movilizar recursos para
«ayudar a todas las democracias a las que la URSS amenaza o pone en peligro
de la forma que sea». En lo relativo a los compromisos adquiridos por Moscú,
los autores del informe no documentaban la perfidia soviética: «Es difícil aducir
pruebas directas de violaciones literales [de los acuerdos]», admitían[65].
En una aguda crítica al distorsionado informe, el historiador Melvyn Leffler
escribió: «Clifford y Elsie ignoran hechos que podrían haber inyectado matices
de gris en su caracterización en blanco y negro de la política exterior soviética»,
como, por ejemplo, las numerosas ocasiones en que los soviéticos habían
honrado sus compromisos o se habían excedido en su cumplimiento retirando
sus tropas, permitiendo elecciones libres e impidiendo la actividad
insurreccional. «Clifford y Elsey incurren repetidamente en el doble rasero y en
el autoengaño», afirmaba Leffler y añadía:
Una vez más, fue Henry Wallace quien lideró la oposición. El día posterior a
la intervención de Truman en el Congreso, habló en la cadena de radio NBC y
denunció que era una «soberana tontería» afirmar que los Gobiernos turco y
griego eran democráticos, y acusó a Truman de «traicionar» la idea de paz
mundial de Roosevelt. «Cuando el presidente Truman proclama el conflicto
mundial entre Oriente y Occidente —advirtió—, está diciendo a los dirigentes
soviéticos que nos estamos preparando para una posible guerra». En el mundo
entero abundaban el hambre y la inseguridad y se pedía un cambio. Querer
abortar ese cambio no solo era inútil, sino también contraproducente. «En cuanto
Estados Unidos opte por la oposición al cambio —profetizó—, estamos
perdidos. Nos convertiremos en el país más odiado del mundo». La ayuda militar
no era la respuesta. «La política de Truman —predijo— difundirá el comunismo
por Europa y por Asia. Cuando Truman ofrece ayuda incondicional al rey Jorge
de Grecia, se convierte en el mejor vendedor del comunismo en toda su
historia[77]».
Los soviéticos reaccionaron con rabia. Pravda acusó a Estados Unidos de
«expansionismo imperialista disfrazado de caridad» y de «ampliar la Doctrina
Monroe al Viejo Continente[78]». Howard K. Smith, que se encontraba en Moscú
para cubrir para la CBS la conferencia de la Reunión de Ministros de Exteriores,
escribió que el discurso de Truman había alterado la atmósfera de la cita y de
toda Europa del Este. A finales de mayo, los soviéticos patrocinaron un golpe de
Estado comunista para derribar al gobierno electo de Hungría. The New York
Times opinó: «El golpe de Hungría es la respuesta rusa a nuestra intervención en
Grecia y Turquía[79]».
La guerra civil griega se hizo más cruenta y, en junio de 1947, empezó a
llegar personal militar norteamericano a la zona. El ejército aprovechó Grecia
para probar tácticas nuevas y antiguas que luego emplearía en Vietnam, como el
aniquilamiento de los sindicatos, torturas, destrucción de pueblos con napalm,
deportaciones en masa a campos de concentración sin juicio ni acusaciones,
encarcelamiento masivo de las mujeres e hijos de los subversivos, ejecuciones en
masa ordenadas por cortes marciales y censura de la prensa. Y así se consiguió
que Grecia quedase en manos de los monárquicos y de acaudalados empresarios
que, en muchos casos, habían colaborado con los nazis. La mayoría de las
víctimas, en cambio, eran trabajadores y campesinos que habían opuesto
resistencia a las tropas hitlerianas.
La lucha se prolongó otros dos años. Para el historiador George Herring fue
«un conflicto especialmente salvaje con atrocidades por ambos bandos y donde
los niños hicieron de meros peones[80]». Amén de mandar un gran contingente
de «asesores», Estados Unidos armó a la monarquía griega, de derechas, hasta
los dientes.
Durante un tiempo, la Unión Soviética prestó ayuda a las fuerzas de
izquierdas, pero luego dejó de hacerlo. En febrero de 1948, Stalin ordenó a Josip
Broz Tito, mariscal de Yugoslavia, que dejara de apoyar al «movimiento de
guerrilla» de Grecia, y precipitó así un abierto enfrentamiento con su más
estrecho aliado. Cuando los yugoslavos insistieron en seguir con la asistencia
militar, Stalin bramó: «[Los comunistas de Grecia] no tienen ninguna
posibilidad. ¿Qué se cree usted, que Gran Bretaña y Estados Unidos (¡Estados
Unidos, la nación más poderosa del mundo!) van a permitir que usted interrumpa
su línea de comunicaciones en el Mediterráneo? ¡Es una locura! Y no tenemos
flota. Hay que detener el levantamiento de Grecia lo antes posible». Cuando Tito
se negó a plegarse a las exigencias soviéticas, el Cominform expulsó a
Yugoslavia[81]. El Departamento de Estado informó: «La comunidad
internacional cuenta, quizá por primera vez en la historia, con un estado
comunista […] independiente de Moscú […]. En el movimiento comunista
mundial aparece un nuevo factor de profundo y fundamental significado al
demostrarse que uno de sus secuaces puede plantar cara al Kremlin y salir bien
parado[82]». Aunque proporcionó ayuda encubierta a Tito, Estados Unidos nunca
modificó su retórica para reflejar el hecho de que la internacional comunista no
fuera tan monolítica como antaño se había creído.
Más tarde, Churchill le dijo a un periodista norteamericano: «Stalin nunca
rompió la palabra que me dio. Llegamos a un acuerdo sobre los Balcanes. Yo le
dije que podía quedarse con Rumanía y Bulgaria y él respondió que nosotros
podíamos quedarnos con Grecia […]. Firmó en un trozo de papel y nunca
rompió su palabra. Así salvamos a Grecia[83]».
Cuando Stalin dejó de prestarles apoyo, los rebeldes estaban condenados, y
Truman anunció la victoria de Estados Unidos. Los griegos, sin embargo, no
estaban tan de acuerdo. Hubo más de cien mil muertos y ochocientos mil
refugiados. La intervención en Grecia tuvo, además, consecuencias
preocupantes. Aunque se trataba mayormente de un conflicto surgido en el
interior del país, Truman lo trató como si fuera parte de un plan soviético para
dominar del mundo y se preparó para ayudar a otros gobiernos de derechas en
nombre del anticomunismo. Estados Unidos sustituyó la diplomacia por la
fuerza, abrazó el unilateralismo en vez de las Naciones Unidas y la represión en
detrimento de la lucha contra las causas socioeconómicas del descontento
popular. El historiador Arnold Offner extrajo la siguiente conclusión: «La
intervención norteamericana dejó un legado: durante unas tres décadas, los
sucesivos gobiernos griegos se valieron del aparato del Estado (poder legislativo,
policía, ejército y un Servicio Central de Información organizado a imagen de la
CIA) para perseguir sistemáticamente a sus viejos enemigos y negarles el
sustento y los derechos básicos[84]».
Marshall enfocó la crisis desde un punto de vista más positivo e invitó a los
países europeos a elaborar un plan de recuperación económica y desarrollo que
financiaría Estados Unidos. Diecisiete naciones de Europa solicitaron veintisiete
mil millones de dólares. Estados Unidos acabó gastando trece mil entre 1948 y
1952[85]. Gran Bretaña, Francia y Alemania fueron los que más se beneficiaron,
aunque con ello se reavivó el miedo de los soviéticos a la recuperación de
Alemania como potencia y a la formación de un bloque occidental. Invitaron a
participar en el plan a la Unión Soviética y los países del este de Europa, pero
con condiciones que sabían que Stalin rechazaría. Los soviéticos se dieron
cuenta de que sus antiguas expectativas de que la unidad de Occidente encallara
en los bajíos de la rivalidad imperialista no se iban a hacer realidad.
Truman dijo que su nueva doctrina y el Plan Marshall eran las «dos caras de
la misma moneda[86]». Abandonando toda esperanza de colaboración prolongada
con Europa Occidental y Estados Unidos, Moscú ofreció a Europa Oriental su
Plan Molotov. Además, tomaron otras medidas enérgicas. En Bulgaria
expulsaron del gobierno a los últimos no comunistas. A principios del año
siguiente, el Ejército Rojo contribuyó a acabar con el Gobierno checo poniendo
fin a la democracia en ese país.
George Kennan dio la justificación teórica de la nueva política
norteamericana. Su artículo «The Sources of Soviet Conduct» [«Los orígenes de
la conducta soviética»] apareció en el número de julio de Foreign Affairs bajo el
pseudónimo «X». Kennan, experto en la Unión Soviética que había trabajado en
Moscú en las décadas de 1930 y 1940, hizo hincapié en el apetito globalizador
de la URSS y elaboró un plan para «contener» su expansión con el objetivo de
debilitarla y preservar la hegemonía de Estados Unidos. El mes de octubre
anterior había sido menos rotundo. Escribió: «Creo que es un error afirmar que
los dirigentes soviéticos desean establecer regímenes comunistas en el anillo de
países que rodean a la Unión Soviética por el oeste y por el sur. Lo que sí desean
es consolidar en esos estados gobiernos permeables a su influencia y autoridad.
Lo principal es que dichos gobiernos acepten el liderazgo de Moscú […]. En
ciertos países que ya se hallan bajo influencia soviética, como, por ejemplo,
Polonia, Moscú todavía no ha intentado establecer lo que podría llamarse una
forma de gobierno comunista[87]».
En agosto de 1949, la URSS probó con éxito una bomba atómica, asestando
con ello un golpe brutal a la sensación de superioridad militar e invulnerabilidad
de Estados Unidos. La sorprendente noticia cogió por sorpresa a la mayoría de
estrategas norteamericanos. Truman no quiso creer lo evidente. Una vez
convencido, sin embargo, aprobó con celeridad nuevos planes para ampliar el
arsenal atómico.
El Estado Mayor Conjunto, respaldado por los físicos Edward Teller, Ernest
Lawrence y Luis Álvarez, pidió el desarrollo de una bomba de hidrógeno. La
Atomic Energy Commission, AEC [Comisión de Energía Atómica], bajo la
dirección de David Lillienthal, declaró de los defensores de la «superbomba»:
«Babean ante la idea y están “sedientos de sangre[4]”». En sesión secreta, el
general James McCormack, director de la Division of Military Application
[División de Usos Militares] de la AEC, dijo a los miembros del Congreso que
esa bomba sería «infinita. Del tamaño que sea, hasta el sol[5]».
La perspectiva de una bomba semejante espantaba a Lilienthal y a muchos
científicos importantes. En octubre, los ocho pertenecientes al comité asesor de
la AEC, encabezados por J. Robert Oppenheimer, manifestaron su oposición
unánime a la fabricación de la bomba de hidrógeno porque su consecuencia
principal sería «el exterminio de la población civil». La mayoría consideraban
que esta arma pertenecería a «una categoría completamente distinta de la bomba
atómica» y «podría ser una herramienta de genocidio». Con su ilimitada
capacidad de destrucción, representaría «una amenaza para el futuro de la
especie humana». Los miembros del comité Enrico Fermi e I. I. Rabi declararon
que supondría «un peligro para la humanidad en su conjunto […], un invento
malvado bajo cualquier punto de vista[6]».
Entre quienes rechazaban de plano la producción de la bomba de hidrógeno
se encontraba George Kennan, el especialista en asuntos soviéticos del
Departamento de Estado, que opinaba que la URSS quizá estuviera dispuesta a
llegar a un acuerdo para un control exhaustivo de las armas nucleares, e instó a
Dean Acheson, nuevo secretario de Estado, a trabajar para lograrlo. Acheson
respondió con desdén: «Dimite de tu cargo del Departamento de Estado, ponte
un hábito de monje, coge una escudilla, plántate en la calle y grita: “¡El fin del
mundo está cerca!”[7]». Disgustado por el sesgo cada vez más militarista de la
política norteamericana, Kennan, en efecto, dimitió como director de
planificación política del Departamento de Estado el 31 de diciembre de 1949.
El 31 de enero de 1950, Truman anunció su decisión de proseguir con las
investigaciones de la bomba de hidrógeno. Dos semanas más tarde, Albert
Einstein apareció en el programa de televisión de Eleanor Roosevelt para
advertir: «Si esas investigaciones se saldan con éxito, el envenenamiento
radiactivo de la atmósfera y, por tanto, la aniquilación de toda la vida del planeta
entrará en el ámbito de lo que es técnicamente factible[8]». El físico Leo Szilard
hizo comentarios todavía más aterradores al declarar en una emisora de radio de
alcance nacional que la fusión de quinientas toneladas de deuterio en una bomba
de hidrógeno-cobalto bastaría para «aniquilar a todos los habitantes de la
tierra[9]».
Tales advertencias se cobraron un tremendo peaje en la psique humana.
William Faulkner observó en diciembre de 1950, en su discurso de recepción del
Nobel: «Hoy nuestra tragedia consiste en un miedo físico generalizado, universal
y reprimido desde hace tanto tiempo que ya casi ni podemos soportarlo. Los
problemas del espíritu han dejado de existir. Ahora solo una pregunta tiene
sentido: ¿cuándo saltaré por los aires?»[10].
Se ha dicho […] que soy un belicista. Nada podría estar más lejos de la
realidad. Conozco la guerra como muy pocos hombres vivos la conocen y
nada podría repugnarme más. Defiendo desde hace mucho su completa
abolición. Por la destrucción que causa en uno mismo y en el adversario se
ha convertido en un medio inútil para zanjar disputas internacionales […].
El mundo ha cambiado muchas veces desde que presté juramento […] en
West Point, pero aún recuerdo lo que decía una de las canciones que más
cantábamos en el cuartel en aquellos días en que, orgullosos,
proclamábamos que «los viejos soldados no mueren nunca, solo se
apagan». Como el viejo soldado de la canción, doy ahora por terminada mi
carrera militar, como un viejo soldado que intentó cumplir con su deber
mientras Dios le dio luz suficiente para comprender cuál era. Adiós[55].
El discurso fue transmitido por radio a toda la nación. «Hemos visto a una
magnífica criatura de Dios encarnada y hemos oído la voz de Dios», dijo,
obnubilado, el congresista por Misuri Dewey Short[56]. Truman, sin embargo,
comentó que «los malditos congresistas lloraron como un puñado de plañideras»
por lo que era «un montón de mierda[57]».
La referencia de MacArthur a la balada «Old Soldiers Never Die» despertó el
furor por la música popular. Para el ejecutivo de Remick Music Corporation, que
poseía los derechos del tema, la reacción fue un «terremoto», de modo que
ordenó la edición de cincuenta mil copias de la canción. El cantante Gene Autry
abandonó pitando el rodaje de una película para grabar una versión para
Columbia Records de la que se vendieron veinticinco mil copias en un solo día.
Decca publicó apresuradamente dos versiones, una de Red Foley y otra de Herb
Jeffries. RCA Victor también publicó otra versión, cantada esta vez por Vaughn
Monroe. Capitol Records se subió al carro con otra versión más, la de Jimmy
Wakely. Bing Crosby cantó el tema en directo en su programa de radio.
Columbia y RCA Victor editaron el discurso de MacArthur, que se vendía en
cuanto llegaba a las tiendas.
En el Congreso, las sesiones dedicadas a la destitución de MacArthur y a la
política en Asia se prolongaron dos meses. Los demócratas y los generales, sin
embargo, rechazaron con solidez la argumentación de MacArthur. El general
Bradley negó la utilidad de la guerra con China que proponía MacArthur y dijo
que se trataba de «una guerra equivocada, en un lugar equivocado, en un
momento equivocado y contra un enemigo equivocado». Después de esa
declaración, el brillo de MacArthur se fue apagando rápidamente. Truman, pese
a ello, nunca recuperó la popularidad, que batió registros a la baja hasta quedar
en un pobre 22 por ciento. Acheson declararía luego que la guerra de Corea «fue
una derrota incalculable para la política exterior norteamericana y destruyó el
gobierno de Truman[58]».
MacArthur fue sustituido por el general Matthew Ridgway, que solicitó
treinta y ocho bombas atómicas en mayo de 1951. Pero aquella primavera y
aquel verano, sin embargo, y con ayuda de Stalin, Estados Unidos, China y las
dos Coreas iniciaron conversaciones de paz —que se prolongarían otros dos
años—. La guerra aérea, no obstante, proseguía sin interrupción con una
campaña de bombas incendiarias similar a la de Japón cinco años antes. En esta
ocasión, el arma escogida fue el napalm. George Barrett, reportero de The New
York Times, describió los efectos de un ataque con napalm contra una aldea de
doscientos habitantes al norte de Anyang, que calificó de «macabro tributo a la
guerra moderna en su totalidad»:
Todos los habitantes que se encontraban en el pueblo y los campos
fueron sus víctimas. Murieron y se quedaron en la postura exacta que tenían
cuando cayó el napalm: un hombre a punto de subir a una bicicleta,
cincuenta niños y niñas jugando en un orfanato, un ama de casa que,
curiosamente, no tenía ningún rasguño con una página de un catálogo de
Sears-Roebuck donde había escrito a lápiz la referencia de su encargo:
3.811.294; 2,98 dólares, «una colcha preciosa, verde coral[59]».
Casi todas las poblaciones importantes de Corea del Norte fueron arrasadas.
Los supervivientes se refugiaron en cuevas. A los surcoreanos les fue un poco
mejor. El anuario del Ejército británico de 1951 decía: «La guerra se libró sin
tener en cuenta a los surcoreanos y su infortunado país se convirtió en la arena
de un coliseo más que en una nación que había que liberar. Como consecuencia,
los combates fueron implacables, y no es exagerado decir que Corea del Sur ya
no existe como país. Sus ciudades han sido destruidas, la mayor parte de sus
medios de producción han sido aniquilados, el pueblo se ha visto reducido a una
lúgubre masa que depende de la caridad. Por desgracia, a los surcoreanos se les
ha tomado por “chinitos”, como a sus primos, los que viven al norte del paralelo
38[60]». El número de bajas varía mucho según los cálculos, pero murieron entre
tres y cuatro millones de coreanos de una población total de treinta millones, y
también murieron un millón de chinos y treinta y siete mil norteamericanos.
[Estos habían] deslizado una amable nota por debajo de la puerta del
Pentágono. Esa nota decía: «Miren, vamos para allá […]: quemamos cinco
de las mayores ciudades de Corea del Norte —que en realidad no son muy
grandes— y con eso paramos todo este asunto». Pues bien, la respuesta a
esa nota consistió en cuatro o cinco aspavientos: «Vais a matar a muchos no
combatientes», «es espantoso». Luego, a lo largo de los tres años siguientes,
más o menos […] hemos quemado todas las poblaciones de Corea del
Norte y Corea del Sur […]. Pero hacer eso a lo largo de tres años resulta
digerible. Eso sí, matar a unos pocos para impedir que esto ocurriera…
mucha gente no tiene estómago para soportarlo[61].
Corea era solo una pieza más del rompecabezas de Asia, que rápidamente se
iba desentrañando. Estados Unidos había decidido aumentar su apoyo a los
franceses en Indochina, lo cual supuso la entrega de diez millones de dólares a
Bao Dai, emperador títere de París en Vietnam. En las Filipinas también se
acumulaban los problemas. Estados Unidos respaldaba al presidente Manuel
Roxas y a su sucesor, Elpidio Quirino, que habían combatido a la población
campesina insurgente. Tras colaborar con los japoneses durante la guerra, Roxas
se puso del lado de los grandes terratenientes y de la Iglesia católica. Estados
Unidos creó el Ejército filipino y puso en marcha una exitosa campaña contra los
insurgentes encabezada por el mayor Edward Lansdale, que contó con el apoyo
aéreo de la aviación norteamericana. Flamante ejecutivo del mundo de la
publicidad que había trabajado para la OSS y la CIA, y fue inmortalizado en dos
famosas novelas, Lansdale encabezaría posteriormente operaciones de
contrainsurgencia en Vietnam y Cuba, aunque, sin duda, con peores resultados.
En realidad, incluso en las Filipinas el éxito por haber vencido a los Huk no hay
que concedérselo a él, sino al presidente Ramón Magsaysay, que emprendió una
reforma agraria y atrajo a los Huk de nuevo al seno del sistema político.
La guerra de Corea allanó el camino a la espectacular remilitarización de la
sociedad norteamericana. Truman aprobó el documento NSC 68 y el presupuesto
de defensa del año fiscal 1951 casi cuadruplicó al anterior, pasando de trece mil
quinientos a cuarenta y ocho mil doscientos millones de dólares. A los seis
meses de haber empezado la guerra, el gasto en defensa se elevó a cincuenta y
cuatro mil millones, lo cual supuso un tremendo impulso para los sectores
armamentístico y aeroespacial en todo el país y particularmente en California.
En el condado de Los Ángeles, ciento sesenta mil personas trabajaban en las
fábricas de aviones y los sectores mencionados daban empleo al 55 por ciento de
los residentes del condado de Los Ángeles. En San Diego el sector de la defensa
acaparaba casi el 80 por ciento de la producción total[62]. La OTAN se
transformó en una organización militar estable con un comandante supremo
norteamericano y tropas estadounidenses acantonadas en Europa.
A causa de dos decisiones de Washington, rearmar a Alemania y firmar un
tratado de paz con Japón sin contar con ellos, la enemistad con los soviéticos
aumentó. Y lo hizo hasta el punto de que el recién nombrado embajador en
Moscú, George Kennan, diría más tarde: «Habíamos contribuido […], a raíz de
la sobremilitarización de nuestra política y declaraciones, a que Moscú creyera
que nuestra intención era ir a la guerra[63]».
Dada la hipermilitarización de la vida en Estados Unidos, no resultaba
extraño que uno de los grandes generales de la nación se presentara a las
elecciones a la presidencia. Las elecciones de 1952 enfrentaron al gobernador de
Illinois Adlai Stimson con el general Dwight Eisenhower. Eisenhower escogió
como compañero de candidatura a un esbirro anticomunista de California: el
senador Richard Nixon. Durante la campaña, Nixon le hizo el trabajo sucio:
denunció al «conciliador de Adlai», que se había «doctorado en la cobarde
universidad de la política de moderación con el comunismo con Dean
Acheson[64]». El senador Joseph McCarthy abundaba en la misma línea y
llamaba «Alger», por Alger Hiss, al candidato demócrata[65]. McCarthy deseaba
cobrarse su particular venganza contra el general George Marshall, a quien
culpaba de «perder» China mientras fue secretario de Estado de Truman.
Eisenhower defendió a su amigo y mentor de las calumnias de que fue objeto en
Wisconsin, el estado de McCarthy. Pero Eisenhower se abstuvo de una
confrontación con el demagogo anticomunista y, de forma pusilánime, quitó un
párrafo de elogio a Marshall de su discurso inaugural. Al parecer era consciente
de que una pasmosa mayoría de congresistas republicanos (ciento ochenta y
cinco de doscientos veintiuno) habían pedido su inclusión en el Comité de
Actividades Antiamericanas[66].
Eisenhower, que denunció la corrupción de los demócratas, llegó a su nadir
en septiembre cuando su campaña se tambaleó al conocerse que varios hombres
de negocios conservadores habían beneficiado a Nixon con una donación secreta
de dieciocho mil dólares. Los asesores de Eisenhower se hicieron eco del clamor
ciudadano y pidieron la expulsión de Nixon. En un último esfuerzo por
recuperarse, Nixon pronunció el famoso discurso «Del juego de las damas» ante
cincuenta y cinco millones de telespectadores.
Su sentimentalismo le salvó. Eisenhower, sin embargo, le dejó en la cuerda
floja un poco más. Le pidió que se reuniera con él en Virgina Occidental. Nixon
redactó una carta de renuncia, pero lamentó ante un ayudante: «¿Qué más
quiere? No pienso arrastrarme, ni hincarme de rodillas delante de él». Al día
siguiente, Eisenhower se reunió con él en un aeropuerto y le dijo: «Dick, tú eres
mi chico[67]». Nixon se echó a llorar.
Eisenhower ganó las elecciones con holgura, consiguiendo la mayoría en
treinta y nueve estados. Las relaciones con los soviéticos pasaban por un
momento de extraordinaria tensión cuando asumió el cargo en enero de 1953. Ni
él ni John Foster Dulles, su nuevo secretario de Estado, habían hecho apenas
nada por rebajar la temperatura durante la campaña. Al contrario, habían avivado
las llamas de lo antisoviético con su llamada a pasar de la «contención» de los
demócratas a la «liberación» de los republicanos.
Pero Eisenhower no siempre fue un anticomunista convencido. Había
defendido con insistencia la apertura del segundo frente en 1942 y
posteriormente desarrolló una relación de amistad con el mariscal Gueorgui
Zhukov. Después de la guerra siguió confiando en que las relaciones amistosas
con la Unión Soviética se prolongarían. Stalin, que le tenía en alta estima,
comentó de él al embajador Averell Harriman: «El general Eisenhower es un
gran hombre. No solo por lo que militarmente ha conseguido, sino por cómo es:
humano, amable, amigable, franco[68]». Eisenhower visitó Moscú en agosto de
1945 y lo recibieron como a un héroe. Stalin le concedió el honor de ser el
primer extranjero en contemplar un desfile en la Plaza Roja desde el estrado
situado sobre la tumba de Lenin. Más tarde, en su último informe como jefe del
Estado Mayor del Ejército, el general rechazó, por simplista, la ecuación
«potencia militar igual a seguridad nacional»:
Con cada cañón que fabricamos, cada buque de guerra que botamos,
cada cohete que disparamos es como si robásemos a quienes se mueren de
hambre y no tienen qué comer, a quienes pasan frío y no tienen qué
ponerse. Este mundo […] derrocha el sudor de sus trabajadores, el genio de
sus científicos, la esperanza de sus niños. Un bombardero moderno vale
tanto […] como un colegio nuevo en treinta pueblos distintos, como dos
centrales eléctricas para sendas ciudades de sesenta mil habitantes, como
dos hospitales completamente equipados. Equivale a ochenta kilómetros de
carretera. Un solo avión de caza equivale a medio millón de fardos de trigo,
un solo destructor; a nueve con capacidad para más de ocho mil personas
[…]. Esto no es forma de vivir […]. Bajo la nube de la guerra que nos
amenaza, es la humanidad quien cuelga de una cruz de hierro[74].
El Informe Gaither, que a día de hoy sigue siendo alto secreto, retrata a
unos Estados Unidos ante el más grave peligro de su historia. Describe el
temible rumbo de la nación, que acabará siendo una potencia de segunda
clase. Muestra una Norteamérica expuesta a la amenaza casi inmediata de
una Unión Soviética erizada de misiles. Revela un futuro catastrófico a
largo plazo frente a un poder militar soviético cada día mayor, refrendado
por una economía y una tecnología eficaces y en crecimiento […]. Para
evitar lo que no puede sino ser un inevitable cataclismo, el Informe Gaither
solicita con urgencia un enorme incremento del gasto militar, desde ahora
mismo hasta 1970[17].
[…] por primera vez en su historia, Estados Unidos cuenta con una
industria de guerra permanente […]. Y no solo eso. Almirantes y generales
retirados a corta edad ocupan cargos en un complejo industrial basado en la
guerra, concretan sus objetivos y deciden su rumbo. Así corremos el peligro
de que lo que los comunistas siempre han dicho de nosotros se haga
realidad. Debemos tener cuidado y asegurarnos de que «los mercaderes de
la muerte no lleguen a dictar la política nacional[58]».
En 1962 lo último que los soviéticos querían era una confrontación militar
directa con los norteamericanos. Con poco más de diez misiles intercontinentales
con fiabilidad suficiente para alcanzar Estados Unidos y entre trescientas y
quinientas cabezas nucleares, no tendrían la menor oportunidad frente a los
bombarderos, las cinco mil bombas nucleares y los casi dos mil misiles
intercontinentales de Norteamérica[124]. Temiendo que Washington diera el
primer golpe, los soviéticos jugaron la carta de los misiles de Cuba con la doble
intención de evitar un ataque a la URSS y de, al mismo tiempo, proteger Cuba
de la invasión que auguraban. A Kruschev, además, le parecía una manera barata
de aplacar a los halcones del Kremlin. Tras engañar a Kennedy con la repetida
promesa de que no instalaría misiles en Cuba, aseguró que deseaba darles a los
norteamericanos «un poquito de su propia medicina» y demostrarles que había
pasado mucho tiempo desde que podían «darles unas bofetaditas como a un niño
pequeño» y que ahora podían «darles a ellos un buen azote en el culo[125]».
Kruschev equiparaba los misiles de Cuba con los que Estados Unidos tenía en
Turquía y Europa Occidental, cerca en ambos casos de la frontera de la Unión
Soviética. Tenía intención de anunciar su instalación el 7 de noviembre en el
cuadragésimo quinto aniversario de la Revolución bolchevique[126].
Foto de Cuba tomada por un U-2, el avión espía, el 14 de octubre de 1962.
La imagen revela que los soviéticos habían instalado en la isla misiles
balísticos de alcance intermedio con capacidad para armar una cabeza
nuclear de un megatón. El descubrimiento dio pie a la llamada crisis de los
misiles.
Estados Unidos había estado a punto de invadir Cuba. Finalmente resultó que
los mandatarios norteamericanos apenas tenían idea de lo que en tal caso se
habrían encontrado. Los aviones de reconocimiento habían logrado fotografiar
solo treinta y tres de cuarenta y dos misiles balísticos de alcance medio SS-4 y
no encontraron cabezas nucleares, aunque también había. Tampoco habían
localizado misiles de alcance intermedio SS-5, con una autonomía de más de tres
mil kilómetros y capacidad para caer en casi todo el territorio continental de
Estados Unidos. El Gobierno norteamericano ignoraba por completo el hecho de
que los soviéticos habían emplazado aproximadamente cien armas nucleares
tácticas en Cuba para repeler un posible desembarco[140]. Entre esas armas había
ochenta misiles de crucero FKR armados con cabeza nuclear de doce kilotones,
doce cohetes Luna tierra-tierra con cabeza nuclear de dos kilotones y seis
bombas de doce kilotones para bombarderos Il-28 con una autonomía de mil
doscientos kilómetros. Suponiendo que sus tropas se enfrentarían a cien mil
soldados cubanos armados y a diez mil militares soviéticos, en caso de invasión,
Estados Unidos preveía dieciocho mil bajas, con cuatro mil quinientos muertos.
Cuando, más tarde, McNamara supo que el personal militar soviético contaba en
realidad con cuarenta y tres mil efectivos y el Ejército cubano con doscientos
cincuenta mil, elevó su cálculo de bajas y habló de veinticinco mil muertos. En
1992, es decir, treinta años después de la crisis, McNamara supo también que los
soviéticos habían activado armas nucleares tácticas y que muy probablemente las
habrían empleado contra sus invasores. Palideció y dijo que en esas
circunstancias habrían muerto cien mil norteamericanos y el gobierno habría
respondido barriendo del mapa a Cuba con «elevado riesgo» de guerra nuclear
contra los soviéticos. Habrían perecido cientos de millones de personas, quizá
toda la humanidad. Hace poco se ha descubierto también que en la isla de
Okinawa un gran contingente de misiles Mace con cabeza nuclear de 1,1
megatones y cazabombarderos F-100 armados con bombas de hidrógeno estaban
preparados para intervenir. Y probablemente su objetivo no fuera la Unión
Soviética, sino China[141].
Como Daniel Ellsberg ha señalado certeramente, Kruschev cometió un error
de proporciones épicas al no divulgar el hecho de que las cabezas nucleares
estaban ya en Cuba antes del bloqueo y más tarde, y lo que es todavía más
desconcertante, al no anunciar que también había desplegado misiles balísticos y
tácticos de crucero. Al mantener en secreto estos hechos, había despreciado el
efecto disuasorio de las armas nucleares. Si los dirigentes norteamericanos
hubieran sabido que los misiles balísticos ya estaban equipados con su cabeza
nuclear, habrían dudado si atacar y poner en marcha una operación disuasoria.
De igual modo, de haber sabido que los cubanos disponían de misiles nucleares
tácticos para utilizarlos contra los soldados desembarcados, es probable que
hubieran renunciado a la invasión. De hecho, el Kremlin dio en un principio a
los comandantes soviéticos de campo autoridad para lanzar los misiles tácticos
según su criterio en caso de desembarco. Más tarde retiró esa autorización, pero
eso no evitó el riesgo de un lanzamiento no autorizado. Aunque en otras
circunstancias, este temible escenario de catastróficas consecuencias se parecía
mucho al que Stanley Kubrick planteó prácticamente un año después en su obra
maestra de la sátira Teléfono rojo, ¿volamos hacia Moscú?
Los generales norteamericanos recibieron con furia el final de la crisis
porque había terminado sin un ataque a Cuba. Acusaron a Kennedy en varias
ocasiones de cobardía por oponerse a sus recomendaciones. McNamara
recordaba su acritud en la reunión que tuvieron con Kennedy el día después de
que los soviéticos accedieran a retirar sus misiles: «El presidente llamó a los
jefes a su despacho para darles las gracias por el apoyo prestado durante la crisis
y se montó una escena de mil demonios. Curtis LeMay saltó y dijo: “Hemos
perdido. ¡Tendríamos que entrar en guerra hoy mismo y acabar con ellos!”[142]».
Kennedy veía las cosas de otra forma. En privado se jactaba de haberle
«arrancado las pelotas» personalmente a Kruschev[143]. Kruschev fue
vilipendiado por su exceso de moderación. Los chinos lo acusaron de cobardía
por haberse plegado a las exigencias de Estados Unidos. Algunos altos cargos
del Kremlin coincidían y dijeron que Kruschev se había «cagado en los
pantalones[144]». Creyendo que la firme voluntad de Estados Unidos de ir a la
guerra había obligado a los soviéticos a dar media vuelta con el rabo entre las
piernas, muchos políticos norteamericanos opinaban que su superioridad de
fuerzas bastaría también en otros lugares, incluido Vietnam. Los soviéticos
extrajeron la conclusión opuesta: tomaron la decisión de no volver a humillarlos
de esa manera ni forzarlos a capitular por pura debilidad y pusieron en marcha
un ambicioso programa nuclear para alcanzar la paridad con Estados Unidos.
Debilitado por la crisis, Kruschev se vería obligado a dimitir al año siguiente.
Consternado por lo cerca que había estado el mundo del holocausto nuclear,
Kruschev escribió a Kennedy otra larga carta el 30 de octubre. «El mal nos ha
deparado algún bien —decía—. Ese bien consiste en que ahora la gente ha
sentido de manera más tangible el aliento de las llamas ardientes de la guerra
termonuclear y se da perfecta cuenta de la amenaza que se cierne sobre ella si no
detenemos la carrera armamentística». Daba por supuesto, además, que los
norteamericanos sentían «la misma inquietud y ansiedad de otros pueblos ante la
perspectiva de que en cualquier momento pudiera estallar un conflicto
termonuclear». A la luz de ese temor, Kruschev lanzaba una serie de audaces
propuestas para eliminar «todos los elementos de nuestra relación que pudieran
generar una nueva crisis». Sugería un tratado de no agresión entre la OTAN y el
Pacto de Varsovia. Aun mejor, decía, ¿por qué no «desmantelar los bloques
militares»? Deseaba emprender de inmediato la redacción de un tratado que
supusiera el cese de las pruebas nucleares… en la atmósfera, en el espacio, bajo
el agua, bajo tierra. Supondría una transición hasta completar el desarme.
Proponía, además, una fórmula para resolver la cuestión alemana, todavía más
peligrosa: la aceptación formal de las dos Alemanias basándose en las fronteras
existentes. Instaba a Estados Unidos a reconocer a China y a permitir que
ocupara su legítimo lugar en las Naciones Unidas. Animaba a Kennedy a ofrecer
propuestas propias para avanzar hacia una resolución pacífica de los problemas
que amenazaban a la humanidad[145]. Pero la tibia respuesta de Kennedy y su
insistencia en inspecciones adicionales antes de suscribir el tratado de
prohibición de pruebas nucleares frustró al dirigente soviético.
Norman Cousins, director de Saturday Review y activista antinuclear, ayudó
a romper el impasse. Kruschev le había invitado —Cousins asistía a menudo a
las reuniones entre norteamericanos y soviéticos— a visitarlo en diciembre de
1962. Antes de viajar, Kennedy le pidió que hiciera cuanto pudiese por
convencer a Kruschev de que era sincero cuando decía que deseaba mejorar las
relaciones bilaterales y firmar el tratado de prohibición de pruebas. En una
reunión que duró más de tres horas, Kruschev le dijo: «La paz es el objetivo más
importante del mundo. Si no tenemos paz y empiezan a caer bombas nucleares,
¿qué importará que seamos comunistas, católicos, chinos, rusos o americanos?
¿Quién será capaz de diferenciar a unos de otros? ¿Quién quedará para poder
diferenciarnos a unos de otros?»[146].
Kruschev confirmó su impaciencia por firmar cuanto antes el tratado de
prohibición de pruebas y confiaba en que norteamericanos y soviéticos pudieran
«acordar el tipo de inspección» que satisficiera a ambos bandos, sin que los
primeros se sintieran engañados y los segundos, espiados[147]. Las perspectivas
de firmar un tratado parecían buenas hasta que las negociaciones encontraron un
escollo: Kennedy, bajo presiones de los halcones de Washington, dobló el
número de inspecciones en suelo soviético. Con la esperanza de salvar el
acuerdo, Cousins regresó a la URSS en abril de 1963 y mantuvo una entrevista
de seis horas con el premier soviético. Kruschev le habló de las presiones de los
halcones del Kremlin. Cuando Cousins estaba informando a Kennedy de las
quejas de Kruschev, el presidente observó: «Una de las mayores ironías de toda
esta situación es que el señor Kruschev y yo prácticamente ocupamos la misma
posición política en el seno de nuestros gobiernos. A él le gustaría evitar una
guerra nuclear, pero sufre las fuertes presiones de su ala dura, que interpreta
como debilidad cada paso en esa dirección. Y yo tengo problemas muy
similares[148]». Ese mes de abril, el subsecretario de Estado Averell Harriman,
antiguo embajador en Moscú, habló también con Kruschev y luego telegrafió a
Kennedy para decirle que el dirigente soviético «hablaba muy en serio y tenía
verdadera intención de lograr la coexistencia pacífica[149]». Harriman y
Kruschev interrumpieron sus reuniones para asistir en el Estadio Lenin a una
reunión atlética entre un equipo soviético y un equipo amateur norteamericano.
Cuando los atletas de ambas naciones que tan recientemente se habían visto al
borde de la guerra nuclear desfilaron cogidos del brazo, la multitud se volvió
loca de contento. Harriman y Kruschev se pusieron en pie en medio de una gran
ovación. Harriman dijo luego que había visto que Kruschev tenía los ojos llenos
de lágrimas[150].
Tras sus dos visitas a Kruschev, Cousins informó a Kennedy de que el
dirigente soviético era sincero al pedir un nuevo tipo de relación con Estados
Unidos, pero que la falta de respuesta del presidente le dejaba un rastro de
amargura. Kennedy preguntó a Cousins qué podía hacer para superar el punto
muerto. Cousins le sugirió que pronunciara un discurso ofreciendo al pueblo
ruso «una asociación totalmente nueva, pidiendo el fin de la Guerra Fría y que
las relaciones entre los dos países empezaran de cero». Cousins le mandó incluso
un borrador de dicho discurso y Ted Sorensen incorporó una gran parte a la
histórica versión definitiva que Kennedy leyó en la apertura del año escolar de la
American University[151]. Aunque más vacilante al principio que su homólogo
soviético, Kennedy daba muestras de que también él estaba dispuesto a abordar
una reestructuración fundamental de las relaciones entre los bloques capitalista y
comunista.
Para Kennedy, Vietnam no era el sitio para dar un paso atrás en la política de
confrontación, pero sabía que la situación era complicada. Entre los primeros
cargos de la administración que cuestionaron la intervención en Vietnam se
encontraba John Kenneth Galbraith, a la sazón embajador en la India. Tras leer
un informe de Galbraith, a primeros de 1962 Kennedy dio instrucciones a
Harriman y a Michael Forrestal, miembro de la plantilla del Consejo de
Seguridad Nacional, de «aprovechar cualquier momento favorable para reducir
nuestro nivel de compromiso». El Estado Mayor Conjunto rechazó con
rotundidad las sugerencias de Galbraith. McNamara pidió al general Paul
Harkins un plan para completar la instrucción de tropas sudvietnamitas y retirar
las unidades norteamericanas hacia finales de 1965. Es importante darse cuenta
de que, según los planes del secretario de Defensa, la retirada se produciría con
victoria o sin ella. En su relato oral para la Oficina de la Secretaría de Defensa,
declaró: «En mi opinión, debíamos formar esas tropas en la medida en que en
efecto podíamos, pero, habiéndolo hecho, debíamos abandonar el país. Y si esas
tropas bien entrenadas no podían solventar el problema, la subversión de
Vietnam del Norte, no debíamos, en mi opinión, mandar a nuestro ejército en
apoyo de los sudvietnamitas, aunque a estos les esperara “la derrota[152]”».
Kennedy manifestó dudas poco después. A finales de 1962 pidió al senador
Mike Mansfield que visitase Vietnam para evaluar la situación. Mansfield
regresó con una valoración muy pesimista y recomendó la retirada de las tropas.
O’Donnell describe la reacción del presidente: «Al presidente la inesperada
argumentación del senador le dejó tan perplejo que no pudo responder. Luego,
comentando la conversación, me dijo: “Estaba enfadado con Mike por disentir
tan completamente de nuestra política y estaba enfadado conmigo porque me di
cuenta de que estaba de acuerdo con él[153]”». En abril de 1963, Kennedy dijo al
periodista Charles Barlett: «No tenemos ninguna posibilidad en Vietnam. No
tenemos ninguna posibilidad de imponernos en ese país. Esa gente nos odia.
Antes o después nos vamos a tener que marchar con el rabo entre las piernas.
Pero no puedo entregarles tanto territorio a los comunistas así sin más y
pretender que el pueblo americano me reelija[154]».
McNamara, entretanto, empezó a presionar al reacio Estado Mayor en favor
de un plan de retirada en varias fases. Kennedy dio su aprobación a ese plan en
mayo de 1963. A finales de ese año había que retirar al primer millar de
hombres. En septiembre Kennedy envió al secretario de Defensa y a Maxwell
Taylor en un viaje de diez días por Vietnam para que pudieran sopesar la
situación. El 2 de octubre recibió su informe. Pedía el comienzo de la retirada
antes de terminar 1963 y el final para últimos de 1965. Kennedy insistió en que
el comunicado de prensa incluyera dichas fechas y formalizó su compromiso en
el NSAM 263, que firmó el 11 de octubre de 1963[155].
El debate de las verdaderas intenciones de Kennedy en Vietnam a veces se
ha tornado muy agrio. Las propias contradicciones del presidente y sus señales
en sentidos opuestos han contribuido a la confusión. Evidentemente, Kennedy se
encontraba bajo una presión enorme y en Vietnam era muy difícil cambiar el
rumbo. El Estado Mayor Conjunto daba escalofriantes señales de que la pérdida
de Vietnam del Sur se saldaría con el dominio comunista de todo el Sudeste
Asiático, y de otras regiones, y pedía el envío de tropas de tierra. Kennedy hizo
todo lo posible por convencer a los ciudadanos de que era esencial que Estados
Unidos prevaleciera. En julio de 1963 dijo en rueda de prensa: «Para nosotros,
retirarnos, abandonar ese esfuerzo, sería derrumbarnos no solo en Vietnam, sino
en el Sudeste Asiático[156]». El hecho de que, al hablar de la retirada, la hiciera
depender de llevarla a cabo de forma victoriosa alimenta también la opinión de
que no tenía ninguna intención de cambiar de política.
Kennedy demostró su determinación de retirar las tropas de Vietnam con
rotunda claridad en privado, en conversaciones con varios de sus confidentes y
asesores más estrechos. Pero, por consideraciones políticas, decidió posponer la
medida hasta pasadas las elecciones de 1964. En varios casos, dichas
consideraciones convencieron también a sus amigos de que convenía aplazar
todo comentario hasta pasado el tiempo en que divulgar lo que sabían quizá
habría contribuido a evitar la pesadilla posterior. Kennedy explicó a Kenneth
O’Donnell los cálculos políticos de su a la postre lamentable táctica dilatoria:
«Si intentase abandonar Vietnam ahora, nos veríamos ante un nuevo “pánico Joe
McCarthy”, pero puedo hacerlo después de la reelección[157]».
Entre quienes más tarde confirmaron las intenciones de Kennedy de retirarse
de Vietnam se encontraban Robert Kennedy, Robert McNamara, Arthur
Schlesinger, Jr., Ted Sorensen, Mike Mansfield, Tip O’Neill y el subsecretario de
Estado Roger Hilsman. Cuando Daniel Ellsberg le entrevistó en 1967 antes de la
Ofensiva del Tet y del cambio generalizado de la opinión pública respecto de la
guerra, Robert Kennedy explicó que su hermano «había tomado la
determinación de no mandar unidades de tierra». Ellsberg le preguntó a
continuación si el presidente habría aceptado, como consecuencia de la retirada
de las tropas, una derrota a manos de los comunistas y el antiguo fiscal general
contestó: «Habríamos disfrazado todo el asunto. Habríamos conseguido un
gobierno que nos pidiera que nos fuésemos, o que hubiera negociado con el otro
bando. Habríamos hecho lo mismo que en Laos». Respondiendo a la pregunta de
Ellsberg de por qué el presidente comprendía tan bien la situación cuando la
mayoría de sus asesores estaban convencidos de que había que insistir en el
problema de Vietnam, Robert Kennedy fue tan tajante que Ellsberg saltó de su
asiento: «¡Porque habíamos estado allí! Estuvimos en Vietnam en 1951 y vimos
lo que pasaba con los franceses. Con nuestros propios ojos. Y mi hermano tomó
la determinación, la absoluta determinación, de que a nosotros nunca nos
sucedería algo así[158]». El presidente Kennedy llegó a decirle a Wayne Morse, el
más activo opositor a la guerra en el Congreso, que tenía «toda la razón» en sus
críticas a la política del propio Kennedy en Vietnam. «He decidido salir de allí.
¡Definitivamente!», le aseguró[159].
Kennedy nunca respondió de forma más elocuente a la petición de paz de
Kruschev que en su discurso de junio de 1963 ante los alumnos y profesores de
la American University. Con la ayuda de sus asesores redactó aquel discurso sin
injerencias ni del Estado Mayor Conjunto, ni de la CIA, ni del Departamento de
Estado. Quizá se trate del discurso más lúcido de todos los presidentes
norteamericanos del siglo XX:
Jean Daniel pasó tres semanas en Cuba, pero sus esfuerzos por ver a Castro
no dieron ningún fruto. Cuando estaba a punto de marcharse, Castro se presentó
inesperadamente en su hotel. Estuvieron seis horas hablando y Castro quiso oír
todos los detalles de la entrevista con Kennedy. Aunque Castro criticó tanto la
conducta de Kennedy como Kennedy había criticado la de Castro, también él
confiaba en el cambio. Dos días antes del asesinato de Kennedy, declaró:
En poco más de un año desde que terminó la crisis de los misiles, Jack
Kennedy, el viejo cold warrior, había experimentado una apreciable
transformación. Nikita Kruschev y él habían dado pasos suficientes para aflojar
las tensiones de la Guerra Fría, algo que en octubre de 1962, o en cualquier
momento de los dieciséis años anteriores, parecía inconcebible. Los dos se
habían hecho enemigos prestos a abalanzarse sobre ellos. El 7 de noviembre de
1963, Nelson Rockefeller, gobernador de Nueva York, había anunciado
públicamente que se presentaba a las presidenciales por el Partido Republicano.
Las dos semanas siguientes lanzó un ataque sin tregua a todas las políticas de
Kennedy. El presidente, acusó, era blando con los comunistas. Era lo bastante
ingenuo para creer que los dirigentes soviéticos serían «razonables, [estarían]
dispuestos al compromiso y deseosos de llegar a un pacto importante con
Occidente». Como consecuencia de ello, siguió Rockefeller, «los cimientos de la
sociedad norteamericana» se habían «debilitado». Kennedy no había detenido la
agresión comunista en Laos; tampoco había proporcionado apoyo aéreo en la
bahía de Cochinos y contempló «de brazos cruzados la construcción del Muro de
Berlín». Más tarde, el Tratado de Prohibición Parcial de Pruebas Nucleares
causó «profunda consternación» entre los aliados europeos de Estados
Unidos[174].
Pero la furia de Rockefeller no podía ni compararse con la de la CIA y el
Estado Mayor Conjunto, a los que Kennedy había provocado sistemáticamente
desde los primeros días de legislatura. En el verano de 1962, Kennedy leyó un
ejemplar de muestra de la novela Siete días de mayo, de Fletcher Knebel y
Charles Bailey, que pronto se convertiría en un superventas, que trata de un
golpe militar ocurrido en Estados Unidos. A Knebel se le ocurrió la idea tras
entrevistar al general Curtis LeMay. Kennedy le dijo a un amigo:
Es posible. Podría pasar en este país […]. Si, por ejemplo, el país
tuviera un presidente joven, y el presidente se tuviera que enfrentar a una
bahía de Cochinos, se produciría cierta inquietud. Puede que los generales
le criticaran un poco a sus espaldas, pero se hablaría de ello como de la
típica incomodidad de los militares ante el control civil. Luego, si se
produjera otra bahía de Cochinos, el país reaccionaría: «¡Es demasiado
joven! ¡Tiene muy poca experiencia!». Los generales pensarían que casi por
obligación patriótica debían estar preparados para preservar la integridad de
la nación, y sabe Dios qué segmento de la democracia querrían defender si
optaban por echar abajo al establishment. Luego, si se produjera una tercera
bahía de Cochinos, podría ocurrir[175].
Ante una situación política que se les iba de las manos, Johnson y sus
asesores decidieron, otra vez, mandar más tropas. En una reunión del 22 de julio
calcularon que a largo plazo necesitarían entre medio millón y seiscientos mil
hombres, y eso suponiendo que China siguiera sin intervenir. Si los chinos
entraban en la guerra, harían falta otros trescientos mil hombres. A corto plazo,
coincidían todos, sería necesario contar en Vietnam con cien mil efectivos hacia
finales de 1965 y con otros cien mil en enero de 1966, y aun así solo para evitar
el empeoramiento de la situación y una posible derrota. En el gobierno y el
ejército todos sintieron gran alivio al comprobar que el presidente accedía por fin
a poner al corriente a la ciudadanía de que Estados Unidos se disponía a
embarcarse en una guerra de calado. Johnson se dirigió a la nación el 28 de julio.
Anunció que enviaría de inmediato cincuenta mil efectivos a Vietnam, lo cual
haría un total de ciento veinticinco mil soldados norteamericanos en ese país.
Como más tarde haría falta mandar nuevas tropas, además, ordenaría un
incremento del número de reclutas del reemplazo mensual, que pasaron de
diecisiete mil a treinta y cinco mil. De momento, sin embargo, dijo, prefería no
llamar a los reservistas.
Rusk quizá le tuviera a Johnson la lealtad que este exigía, pero un número
cada día mayor de norteamericanos habían tenido ya bastante de aquella guerra
atroz y de su perturbador impacto en la sociedad. La América negra estaba al
borde de la rebelión. Si antes la mayoría de la población contemplaba pasiva los
acontecimientos, ahora los altercados eran cada vez más numerosos. En el
verano de 1967 estallaron veinticinco disturbios distintos de dos días de duración
o más y treinta de menor importancia. Se produjeron incendios provocados y
corrió la sangre por las calles. Agentes de la policía y de la Guardia Nacional
mataron a veintiséis afroamericanos en Newark y a cuarenta y tres en Detroit[42].
En 1967 Oliver Stone (centro) se alistó en el ejército y se presentó
voluntario para combatir en Vietnam, donde prestó servicio quince meses y
le hirieron en dos ocasiones. Fue condecorado con la Estrella de Bronce al
valor en combate y con el Corazón Púrpura con Hojas de Roble.
El ruido de las bombas que lanzaban los B-52 reventaba los tímpanos a
un kilómetro. Muchos habitantes de la selva se quedaron sordos para
siempre. A un kilómetro, la onda expansiva tumbaba a las víctimas y las
dejaba sin sentido. En medio kilómetro a la redonda, cualquier bomba era
capaz de derribar los muros de un búnker no reforzado y la gente que había
dentro moría enterrada viva. Las bombas dejaban cráteres gigantescos, de
diez metros de ancho y casi lo mismo de profundidad […]. Los primeros
ataques de B-52 que viví […] eran como si llegara el Apocalipsis. Era el
terror absoluto. Se perdía el control de las funciones corporales y la cabeza
gritaba órdenes incomprensibles. ¡Sal corriendo de aquí ahora mismo!, te
pedía[45].
Johnson y Walt Rostow, consejero de Seguridad Nacional, estudian un
plano de Khe Sanh. Estados Unidos respondió a la incursión del FLN con
uno de los mayores bombardeos aéreos de la historia. Los B-52 lanzaron
cien mil toneladas de bombas, cohetes y explosivos sobre esa población
sudvietnamita.
Cuando el asedio de Khe Sanh llevaba setenta y siete días y era el blanco de
todas las miradas, el FLN desencadenó la Ofensiva del Tet, que cogió a Estados
Unidos completamente por sorpresa. El FLN sufrió muchas bajas, pero, aunque
para los norvietnamitas acabara en derrota militar, el Tet fue una victoria política
para Hanói y sus aliados del sur. Washington y Saigón pasaron del optimismo a
la desesperanza. Era duro comprobar que, como habían supuesto, la victoria no
estaba al alcance de la mano. Los norteamericanos en general se dieron cuenta
de que quedaba muy lejos, de que tal vez no pudieran obtenerla en las
circunstancias en que se encontraban.
En Estados Unidos volvió a estallar la controversia sobre el uso de armas
nucleares. En una cena en la Casa Blanca, el primer ministro británico Harold
Wilson aprovechó el brindis para vituperar la temeridad de esa táctica. Luego, en
su aparición televisiva en Face the Nation, fue rotundo: «Todo intento de elevar
la intensidad de la guerra sería extraordinariamente peligroso […]. En cuanto a
la propuesta de emplear armas atómicas tácticas, es una auténtica locura. No solo
resultaría desastroso para Estados Unidos, sino que correríamos el riesgo de
padecer una escalada bélica en todo el mundo[46]».
Una manifestación contra la guerra a las puertas del Pentágono en 1967.
Cuando la oposición popular a la guerra de Vietnam se desbordó, el FBI
trató de desbaratar el movimiento antibelicista.
Los niños del baby boom de posguerra habían empezado a llenar las aulas
universitarias en 1964. Imbuidos del idealismo de la juventud, inspirados por el
movimiento pro derechos civiles y los dogmas contra la Guerra Fría, sus
protestas recorrieron el país de punta a cabo. En abril de 1968, los alumnos de la
Universidad de Columbia ocuparon varios edificios del campus en abierto
desafío al trato que la Universidad daba a la comunidad negra del barrio
circundante y al apoyo académico a la investigación con fines militares. Grayson
Kirk, el rector, declaró: «Un número alarmante de nuestros jóvenes parecen
rechazar toda figura de autoridad […] y se han refugiado en un nihilismo tácito y
turbulento que solo tiene metas destructivas. No conozco ningún otro momento
de nuestra historia en que el abismo generacional haya sido tan profundo y
potencialmente peligroso[6]».
Kirk se encontraba en lo cierto con respecto al abismo generacional, pero en
lo referente al nihilismo no podía estar más lejos de la verdad. Al cabo de ocho
días, la policía de Nueva York sacó violentamente a los manifestantes del
campus de Columbia. Hubo ochocientos detenidos y más de cien heridos. De las
protestas, Nixon dijo que se trataba de «la mayor escaramuza revolucionaria.
Quieren tomar las universidades de este país y transformarlas en santuarios para
radicales y vehículos para lograr metas revolucionarias en lo político y lo
social[7]». La virulencia de la represión pareció confirmar la opinión de los
estudiantes radicales en el sentido de que, cuando la presión resultara excesiva,
los políticos recurrirían a la violencia contra sus conciudadanos, que era lo
mismo que hacían por defender los intereses empresariales y geopolíticos de
Norteamérica en Vietnam e Indonesia.
Agosto de 1968, convención nacional del Partido Demócrata en Chicago.
Unos policías armados con porras cargan indiscriminadamente no solo
contra los manifestantes, sino también contra los transeúntes y la prensa
en lo que posteriormente una comisión especial llamaría «los disturbios de
la policía».
Por una apabullante diferencia de dos a uno, sin embargo, la opinión pública
se puso del lado de la policía frente a los manifestantes. Para Nixon, esa opinión
pública constituía «la mayoría silenciosa» y se valió de su resentimiento para
llegar a la Casa Blanca derrotando a Humphrey por muy escaso margen. Los
altercados acabaron definitivamente con la esperanza de Johnson de que, en el
último momento, una convención muy reñida le apoyara. Porque pese a todo
seguía dominando el aparato del partido y pudo bloquear la plataforma
moderada sobre Vietnam que Humphrey necesitaba desesperadamente. Clark
Clifford afirmó que la derrota de dicha plataforma supuso «un desastre para
Humphrey[8]». Tampoco ayudó mucho a Humphrey esperar hasta finales de
septiembre para distanciarse de la impopular política de Johnson en Vietnam.
Nixon, en cambio, insistía en que tenía un plan secreto para poner fin a la guerra,
aunque se negaba a divulgar los detalles. En realidad, ese «plan», como luego
admitiría el secretario de Defensa Melvin Laird, se reducía a poco más que una
estrategia para sojuzgar a Vietnam del Norte[9].
Las últimas semanas de campaña, Johnson reanudó las conversaciones de
paz, estancadas desde hacía tiempo, y ordenó la interrupción de los bombardeos
de Hanói y la vuelta a la mesa de negociaciones. Temiendo precisamente esa
«sorpresa de octubre», Nixon sumó a su equipo para mediar con el Gobierno
sudvietnamita a Anna Chennault, viuda del afamado general Claire Chennault,
héroe de la Segunda Guerra Mundial. Johnson la puso bajo vigilancia y a finales
de octubre supo que había recomendado al presidente de Vietnam del Sur,
Nguyen Van Thieu, que se retirase de las conversaciones porque con Nixon
obtendría mejores condiciones. Para Johnson, Nixon se portó como un traidor.
Pero a falta de pruebas concluyentes, Hubert Humphrey, un tanto estúpidamente,
se negó a sacar a la luz sus maquinaciones. «Johnson estaba furioso», comentaría
Joseph Califano, un empleado de la Casa Blanca. No revelar la «traición» de
Nixon fue, en opinión del presidente, «la mayor tontería del mundo» y
demostraba que Humphrey no tenía «pelotas, aguante, ni firmeza». Y tal vez ese
silencio le costase la presidencia[10].
A menos de una semana de las elecciones, Thieu y el vicepresidente Ky se
levantaron finalmente de la mesa de negociaciones, sellando el destino de
Humphrey —años después, Anna Chennault, ya copresidenta de la organización
Republican Women for Nixon [Mujeres Republicanas con Nixon], confesó cuál
había sido su papel—. Hasta ese día, Johnson en realidad apenas intervino a
favor de Humphrey. Que Nixon continuase con su política en Vietnam parecía lo
más probable. Humphrey, en cambio, buscaría, o eso declaró, la paz a cualquier
precio. Johnson obligó incluso al FBI a pinchar los teléfonos del candidato
demócrata para saber si pensaba oponerse a la guerra.
Nixon tenía otra fuente de información. Henry Kissinger, a la sazón profesor
en Harvard, que había sido asesor de Nelson Rockefeller, gobernador de Nueva
York y adversario del propio Nixon en las primarias del Partido Republicano.
Cuando Nixon consiguió la designación, Kissinger se echó a reír: «Ese hombre
es […] un desastre […]; si sale elegido, el país entero se convertirá también en
un desastre». Y añadió: «Ese hombre no vale para presidente[11]». Esa opinión,
sin embargo, no le impidió ofrecerle información secreta sobre las
conversaciones de paz de París, información que Nixon utilizó para sabotearlas.
A primeros de octubre, además, le alertó de que avanzaban por buen camino y de
que, gracias a eso, la interrupción de los bombardeos era inminente. La
delegación de Estados Unidos en París, le dijo, estaba «descorchando
champán[12]».
Kissinger colaboraba al mismo tiempo con la candidatura de Humphrey. Dijo
a Zbigniew Brzezinski: «Mire, hace años que odio a Nixon»; y le ofreció ver
«esos archivos con toda la mierda [de Rockefeller]» que estaban en manos de
Nixon[13]. Humphrey creía, ingenuamente, que Kissinger trabajaba para él.
Luego diría que, en caso de ganar las elecciones, le nombraría consejero de
Seguridad Nacional.
Nixon apenas se interesaba por la política interior, que en cierta ocasión
desdeñó diciendo que era como «hacer retretes en Peoria» [la pequeña ciudad de
Illinois[14]]. Su programa en ese aspecto siempre fue moderado y marginó a los
conservadores más acérrimos. Pero donde esperaba dejar huella era en política
exterior. Kissinger y él decidieron prescindir de los «imposibles bujarrones[15]»
del Departamento de Estado y gestionarla desde la Casa Blanca exclusivamente.
Nixon escogió a su secretario de Estado atendiendo a este criterio y eligió al
abogado William Rogers, que le había confesado que apenas sabía nada de la
materia. Nixon dijo luego: «Por su ignorancia le di el cargo[16]»; y Kissinger
montó en cólera: «Pocos secretarios de Estado habrán sido elegidos por la fe
ciega de su presidente en su ignorancia[17]» y se aseguró de que Rogers quedase
al margen del grupo que estaba al tanto de los datos básicos de los servicios de
inteligencia y, por tanto, se encargaba de las decisiones cruciales. La política de
la pareja Nixon/Kissinger, finalmente, fue menos ideológica de lo esperado. «La
democracia de estilo americano —declaró el presidente en 1967— no tiene por
qué ser necesariamente la mejor forma de gobierno para los pueblos de Asia,
África y Latinoamérica, con una historia y unas circunstancias completamente
distintas a las nuestras[18]», y aconsejó a Kissinger que se despreocupara de
África. «Henry —le dijo—, deja que Rogers se ocupe de los negritos, que ya nos
ocuparemos nosotros del resto del mundo[19]».
Durante el traspaso de poderes, Kissinger encargó a RAND Corporation, la
organización independiente dedicada a diseñar estrategias, que pensara en varias
opciones para Vietnam. RAND asignó el trabajo a Daniel Ellsberg, que acababa
de terminar un estudio secreto para Robert McNamara sobre la intervención
norteamericana en la guerra que acabaría llamándose The Pentagon Papers [Los
papeles del Pentágono]. Al elaborar el nuevo encargo, Ellsberg se negó por
principio a incluir la opción nuclear, o la opción de la victoria, porque la victoria
le parecía inalcanzable.
El segundo informe de Ellsberg, NSSM 1, planteaba una serie de
interrogantes. Como respuesta, el Estado Mayor Conjunto declaró que, como
mucho, Estados Unidos podía pensar en tener el control de Vietnam del Sur en
ocho o trece años, pero a costa de un altísimo precio en vidas y en dólares. Ante
dicha perspectiva, Nixon tomó la decisión de salir de Vietnam lo antes posible,
pero insistió en hacerlo con sus condiciones —«con honor»—, aunque
significara asolar el Sudeste Asiático en tanto se alcanzaba la paz[20].
Poco a poco, Nixon fue trasladando el peso de la lucha de las tropas del
Ejército estadounidense, que contaban con quinientos cuarenta y tres mil
hombres, a los soldados vietnamitas entrenados y equipados por los
norteamericanos, si bien dejó claro a Hanói que eso no significaba que tuviera
menos interés en la victoria. Primero intensificó los bombardeos de Vietnam del
Sur y Laos, y luego, en marzo de 1969, empezó a bombardear campamentos
norvietnamitas en Camboya. Era la manera de anunciar que no se detendría ante
límites establecidos y que podía actuar de modo irracional en caso de ser
provocado. Al explicarle la «teoría del loco» a Bob Haldeman en 1968, destacó
la importancia de la amenaza nuclear[21].
Tampoco está claro que solo fuera un farol. J. Robert Oppenheimer se
entrevistó con Nixon siendo este vicepresidente de Eisenhower y al poco tiempo
le dijo a un amigo: «Acabo de tener una reunión con el hombre más peligroso
que he conocido en mi vida[22]». Nixon, de hecho, apoyó el empleo de bombas
atómicas para ayudar a los franceses en Dien Bien Phu.
Con enorme arrogancia, los políticos dieron por supuesto que la superioridad
de Estados Unidos en recursos, tecnología y potencia de fuego prevalecería,
causaría tales sufrimientos que los vietnamitas recurrirían al cálculo racional y
deducirían que el precio de la victoria excedía a los beneficios. En realidad, los
norteamericanos ignoraban completamente la historia y la cultura de Vietnam, y
Nixon tenía cierto grado de responsabilidad. Como miembro fundador del lobby
chino en Washington —fanáticos anticomunistas del Congreso, el ejército, la
prensa y el mundo empresarial que culpaban al Departamento de Estado de la
«pérdida» de China en 1949—, en la década de 1950 Nixon reunió a los mayores
expertos en China y Lejano Oriente del Departamento de Estado. Más tarde, al
explicar los errores de Estados Unidos en Vietnam, Robert McNamara dijo:
Glen dirigió su carta al mayor Colin Powell, que estaba destinado en Chu Lai
y restó importancia a sus quejas. «Como refutación directa al retrato que usted
ofrece —contestó Powell—, le recuerdo el hecho de que las relaciones entre los
soldados de la División Americana y el pueblo vietnamita son excelentes[49]».
El movimiento antibelicista siguió creciendo. Setecientas cincuenta mil
personas acudieron a Washington para la marcha de noviembre de 1969, ciento
cincuenta mil se manifestaron en San Francisco. Pese a la magnitud de las
protestas, las consecuencias embrutecedoras de la guerra se extendieron más allá
del campo de batalla endureciendo el corazón de la masa. Según una encuesta, al
65 por ciento de los norteamericanos no les molestó la masacre de My Lai. La
paulatina deshumanización que Dwight Macdonald describió de forma tan
elocuente al hablar del bombardeo de ciudades japonesas en la Segunda Guerra
Mundial volvió a infectar a la mayor parte de la nación.
Al conocerse la matanza de My Lai se abrió la puerta a un torrente de
noticias terribles. La opinión pública supo de las «zonas de fuego a discreción»,
donde los soldados podían disparar a todo lo que se movía. Supo también de las
decenas de miles de personas que había matado la CIA como pare del Phoenix
Program y supo de las «jaulas de tigre» en que se encarcelaba y torturaba a
presos políticos. Supo que entre la población campesina de Vietnam había cinco
millones de desplazados que habían sido reubicados en campos de refugiados
con alambradas. Supo que la tortura era generalizada y gratuita, y supo de otros
delitos que hirieron la sensibilidad de al menos algunos norteamericanos y
suscitaron la petición de juicios por crímenes de guerra.
La explosión del sentimiento antibelicista tal vez le forzara a cancelar Duck
Hook, pero el 30 de abril de 1970 Nixon anunció la invasión de Camboya por
tropas norteamericanas y sudvietnamitas con el objetivo de destruir bases
norvietnamitas en la frontera; e insistió en que Estados Unidos no actuaría
«como un gigante lastimoso e impotente[50]».
Nixon buscó valor para tomar la decisión en la bebida y con el repetido y
obsesivo visionado de la película Patton. Parecía particularmente agitado cuando
a la mañana siguiente se dirigió al Pentágono para asistir a la cita prevista.
Primero dijo que los estudiantes que se manifestaban eran unos «maricones» que
estaban «reventando» las universidades y «quemando los libros[51]». Luego
interrumpió de pronto la reunión, a la que había convocado a los jefes de Estado
Mayor, y declaró en repetidas ocasiones que iba a «asaltar todos esos
santuarios». Y añadió: «Hay que epatar a la gente con decisiones audaces. La
historia se hace a base de decisiones audaces. Como la carga de Teddy Roosevelt
en la colina de San Juan, un acontecimiento menor pero espectacular. La gente
tomó nota». Y concluyó su diatriba, salpicada de tacos, con un «¡Vamos a
mandarlos al infierno!»; y los generales y Kissinger se le quedaron mirando con
pasmo y estupor[52].
Los campus eran un hervidero. Alumnos y profesores iban a la huelga. Más
de una tercera parte de las facultades y universidades del país suspendieron las
clases. Estalló la violencia. La Guardia Nacional de Ohio abrió fuego sobre los
manifestantes en la Kent State University con el resultado de cuatro muertos y
nueve heridos. La policía estatal de Misisipi disparó sobre la multitud en Jackson
State College matando a dos personas e hiriendo a otras doce.
Las protestas y los enfrentamientos se sucedieron en más de setecientas
universidades. The Washington Post publicó: «El torrente de emociones era casi
incontenible. La nación ha sido testigo de lo que ha resultado ser una huelga
general virtual y descoordinada de sus universitarios[53]». Centenares de miles de
personas marcharon sobre Washington. Kissinger dijo que la capital era «una
ciudad sitiada» y que «el mismo tejido gubernamental» se estaba
deshilachando[54]. Warren Hickel, el secretario de Interior, instó por carta a
Nixon a acceder a las peticiones de los manifestantes. Cuando la misiva se filtró
a la prensa, Nixon lo echó del gobierno.
Más de doscientos agentes del Foreign Service [Servicio Exterior] firmaron
una protesta por la invasión de Camboya. Nixon dio órdenes a un subsecretario
de despedirlos «¡a todos!». Cuatro de los principales ayudantes de Kissinger
dimitieron en señal de protesta, y lo mismo hizo Morton Halperin, asesor del
Consejo de Seguridad Nacional. Morris lamentó no haberse dirigido a la prensa
con documentos porque creía que Kissinger tenía una influencia disuasoria en
los diarios. A Daniel Ellsberg le dijo: «Tendríamos que haber abierto las cajas
fuertes y habernos revelado a voz en grito, porque aquello no tenía nombre[55]».
Más tarde diría que la crueldad de Kissinger no tenía límites.
Una delegación de amigos de Kissinger de Harvard le comunicó que no
volverían a asesorarle. Thomas Schelling explicó: «Tal como nosotros lo vemos,
solo hay dos posibilidades: una, o el presidente no se dio cuenta de que al invadir
Camboya estaba invadiendo otro país, o dos, se daba cuenta. Y no sabemos cuál
da más miedo[56]».
Nixon en la conferencia de prensa del 30 de abril de 1970 donde anunció
la invasión de Camboya. La decisión del presidente suscitó protestas en
todas las universidades del país y dio pie a una oleada de manifestaciones.
Señor director:
Intrigado por su maravilloso titular, tan de la Guerra Fría, «Amenaza
marxista en las Américas», leí el artículo en cuestión por ver quién está
amenazado. Al parecer, algunas empresas del cobre norteamericanas, la
compañía telefónica y varias juntas militares. La verdad: yo no estoy
demasiado asustado. Si estoy, sin embargo, irritado por su insistente
presunción de que cualquier forma de marxismo que disfrute de cualquier
forma de éxito en cualquier parte del mundo supone, ipso facto, una
amenaza. Esta manera de pensar nos condujo a Vietnam. E ignora lo
evidente: en general, los políticos no marxistas no han logrado satisfacer las
necesidades de los pueblos. Sugiero que dejemos que nuestra humanidad
trascienda nuestros reflejos de Guerra Fría y confiemos en que los pueblos
de Latinoamérica encuentren la solución a sus problemas. Nosotros no
hemos servido de gran ayuda[71].
Sato había sido socio bien avenido de la remilitarización deseada por Estados
Unidos —quizá demasiado bien avenido—. Era primer ministro desde
noviembre de 1964, es decir, desde un mes antes de la primera prueba atómica
china. Se había entrevistado con Lyndon Johnson en enero de 1965 y había
declarado: «Si los chicoms [chinos comunistas] tuvieran armas nucleares, los
japoneses también deberíamos tenerlas». Y añadió: «En estos momentos, la
opinión pública no lo admitiría, pero creo que a la ciudadanía, y en especial a la
generación más joven, se la puede “educar”». Los dirigentes japoneses del
Partido Democrático Liberal, el suyo, coincidían en su mayor parte con él. Por
encargo de Yasuhiro Nakasone, su director y futuro primer ministro, la Agencia
de Defensa del Japón elaboró un informe que concluía: «Desde un punto de vista
legal podríamos disponer de armas nucleares tácticas puramente defensivas y de
corto alcance sin violar la Constitución». Asimismo, sin embargo, la agencia
recomendaba posponer el asunto, y Johnson estaba completamente de
acuerdo[93].
Pero Sato trató de engatusar a los japoneses haciéndoles creer que, cuando en
diciembre de 1967 propuso ante la Dieta sus «Tres Principios No Nucleares», era
completamente sincero. Según tales principios, Japón no fabricaría ni poseería
armas nucleares en su territorio ni permitiría su introducción. En realidad, luego
Sato incumpliría sistemáticamente dicho compromiso, que además, según le
comentó a Alexis Johnson, el embajador norteamericano, le parecía una
«tontería». En 1970, cuando hubo firmado el Tratado de No Proliferación de
Armas Nucleares, Tokio consiguió de Washington la promesa de que no
«interferiría en el propósito de desarrollar un programa nuclear civil propio con
capacidad de procesamiento independiente[94]». Dada la capacidad tecnológica
de Japón y sus reservas de combustible nuclear gastado, siempre estaría «a una
vuelta de tuerca» de disponer de armas atómicas.
No todos aplaudieron el acercamiento de Nixon a China y a la Unión
Soviética. Los norvietnamitas temían quedarse aislados hasta morir de inanición.
Como señaló un editorial de The New York Times: «El presidente Mao recibió al
presidente Nixon poco después de la reanudación de la campaña de bombardeo
de Vietnam del Norte; el secretario general Breznev lo recibió poco después de
que Estados Unidos minara los puertos norvietnamitas. Pocas palabras le harán
falta a Hanói para comprender que chinos y soviéticos anteponen sus propios
intereses a los de Vietnam[95]».
Aunque una mayoría de norteamericanos acogió de buen grado sus audaces
iniciativas, Nixon tuvo que hacer frente a la «revuelta» de antiguos aliados de la
derecha que se tomaron como una traición la visita a China, los tratados de
control de armas nucleares que permitían a la Unión Soviética alcanzar la
paridad atómica, la retirada de la mayoría de las tropas de Vietnam, la salida del
país del patrón oro, la regulación de precios y salarios y el hecho de abrazar una
política económica de corte keynesiano. También les molestó la fundación de la
Occupational Safety and Health Administration, OSHA [Administración de
Salud y Seguridad Ocupacional] y la Environmental Protection Agency, EPA
[Agencia de Protección Medioambiental], la instauración de una renta mínima
anual para todas las familias, el apoyo a la Equal Right Amendment [Enmienda
por la Igualdad de Derechos] y la Endangered Species Act [Ley de Especies en
Peligro de Extinción], y el refuerzo de la Voting Rights Act [Ley de Derecho al
Voto].
Quienes se oponían a la distensión y al control de armas contraatacaron
espoleados por Albert Wohlstetter, experto nuclear que había colaborado con
RAND Corporation, el órgano consultivo de estrategia militar. Aplicando la
teoría de juegos y el análisis de sistemas a la política de defensa, Wohlstetter
basó sus proyecciones no en lo que era probable que los soviéticos hicieran, sino
en lo que eran capaces de hacer —por irracional o destructivo que fuera—. Le
preocupaba que los bombarderos del SAC y los misiles intercontinentales fueran
vulnerables a un ataque nuclear soviético por sorpresa y apostó por un sistema
de misiles antibalísticos (ABM), para defenderse. McNamara había abandonado
los planes de un sistema ABM a gran escala al saber que las armas defensivas
eran cinco veces más caras que los misiles que neutralizaban y que el
lanzamiento de más misiles podía eliminar sus cualidades defensivas. Todos los
científicos del país se movilizaron contra esta propuesta. Les parecía cara,
innecesaria, poco operativa y, con mucha probabilidad, susceptible de acelerar la
carrera armamentística. McNamara sabía que la capacidad disuasoria de Estados
Unidos era más que adecuada. Cuando, en 1964, declaró que una fuerza nuclear
de cuatrocientos megatones bastaría para destruir la Unión Soviética, el arsenal
norteamericano multiplicaba por 42,5 esa cifra y continuaba creciendo.
Albert Wohlstetter y Paul Nitze, veterano halcón de Washington, organizaron
el Committee to Maintain a Prudent Defense Policy [Comité para el
mantenimiento de una Política Defensiva Prudente] y emprendieron iniciativas
para anular el tratado de limitación de misiles. Reclutaron a Richard Perle,
Edward Luttwak, Peter Wilson y Paul Wolfowitz. Llevado por el entusiasmo,
Dean Acheson, uno de los componentes de dicho comité, los llamaba «nuestros
cuatro mosqueteros[96]». Wilson y Wolfowitz habían estudiado con Wohlstetter
en la Universidad de Chicago, donde este enseñaba Ciencias Políticas. Perle se
convirtió en su discípulo cuando todavía estaba en el instituto.
Cuando no pudieron impedir la firma del tratado, Perle empezó a trabajar en
el poderoso Permanent Subcommittee on Investigations [Subcomité Permanente
de Investigaciones] del senador demócrata Henry Scoop Jackson. Operando
desde lo que llamaban «The Bunker», el equipo de política exterior de Jackson
acabó por integrar a una auténtica manada de neoconservadores. A Jackson y a
sus acólitos se les ponían los pelos de punta pensar que el SALT permitía a los
soviéticos una ventaja temporal en tamaño y número de misiles. Preferían
ignorar que Estados Unidos llevaba la delantera en tecnología y número de
cabezas nucleares, amén de una proporción de tres a uno en bombarderos.
Jackson acusó a los negociadores norteamericanos de ceder ante sus homólogos
soviéticos. Quiso añadir al SALT una enmienda que estipulara que, en el futuro,
ningún tratado pudiera permitir que Estados Unidos no guardara paridad
numérica en algún aspecto armamentístico con la URSS. Jackson presionó a la
Casa Blanca para que despidiera a una cuarta parte de los miembros de la Arms
Control and Disarmament Agency, ACDA [Agencia de Desarme y Control de
Armas], incluidos los que habían intervenido en las negociaciones del SALT —
alrededor de una docena—. Fred Ikle, el nuevo director de la ACDA, mucho más
conservador, reclutó a Wolfowitz para cubrir una de las vacantes. En 1974 los
partidarios de Jackson aprobaron la Enmienda Jackson-Vanik, que negaba
beneficios comerciales a toda nación comunista que restringiera el derecho de
sus ciudadanos a emigrar con libertad. Kissinger estaba furioso. Dicha
enmienda, según sus palabras, «perjudicó las relaciones con los soviéticos a
partir de entonces», que era precisamente lo que Jackson, Perle y sus acólitos
pretendían[97].
En junio de 1971, The New York Times empezó a publicar Los papeles del
Pentágono, la historia secreta de la guerra de Vietnam escrita por el
Departamento de Defensa que demostraba que el gobierno había mentido
sistemáticamente a la opinión pública desde que empezó el conflicto. Daniel
Ellsberg, analista de RAND, era una de las pocas personas que tuvieron acceso a
esos documentos en el verano de 1969. Cuanto más leía la historia de las
invasiones, primero de los franceses y luego de los norteamericanos, más
comprendía que la postura de Washington era indefendible. En septiembre
extrajo varias conclusiones definitivas: la guerra era «norteamericana casi desde
el principio»; era una «lucha de los vietnamitas […] contra la política
norteamericana y la financiación e injerencia norteamericanas y los técnicos,
armas, soldados y pilotos norteamericanos». Solo el dinero, el armamento y la
presencia de tropas de Estados Unidos desde 1954 hicieron que la violencia
política condujera a la «guerra». Y, lo más importante, Ellsberg comprendió que:
Cada vez que había un bombardeo nos llevábamos a la gente a ver los
cráteres, a ver lo grandes y profundos que eran, a ver cómo habían
reventado y calcinado la tierra […]. La gente normal se cagaba literalmente
en los pantalones cuando caían las bombas más potentes. Se quedaban en
blanco, aturdidos, y estaban tres o cuatro días dando vueltas sin decir
palabra. Aterrorizados y medio locos, estaban dispuestos a creer cualquier
cosa. Cooperaban con los jemeres rojos por su miedo a los bombardeos. Por
los bombardeos se unían a los jemeres y nos mandaban a sus hijos […]. A
veces, las bombas mataban a los niños, y sus padres eran capaces de hacer
de todo por los jemeres rojos[110].
Pero ¿de verdad quería Estados Unidos otra guerra? Aún se lamía las heridas
de la humillante derrota de Vietnam, un país del que Kissinger había dicho que
era «una potencia de cuarta categoría[3]». No es de extrañar su pesimismo
respecto al futuro del imperio americano. Al cabo de dos meses en el gobierno
de Ford, le confesó a James Reston, de The New York Times: «Como historiador
hay que ser consciente del hecho de que todas las civilizaciones han acabado por
derrumbarse. La Historia es una crónica de esfuerzos fracasados, de aspiraciones
que no se concretaron, de deseos cumplidos y convertidos en otra cosa. Como
historiador, digo, hay que convivir con la sensación de que la tragedia es
inevitable[4]».
Vietnam del Norte inició la ofensiva definitiva en marzo de 1975. El sur
ofreció poca resistencia. Sin unos norteamericanos que libraran sus batallas y
reforzaban su determinación, el Ejército sudvietnamita huyendo simplemente se
derrumbó. Un oficial habló de derrota aplastante, «única en los anales de la
historia militar». Con las tropas sudvietnamitas huyendo en desbandada, el caos
se apoderó de la mayor parte del país. Los soldados mataban a los oficiales, a
otros soldados y a civiles. James Schlesinger, el secretario de Defensa, le dijo a
Ford que la derrota solo se podía evitar con armas nucleares tácticas. Ford
resistió la tentación. El periodista Jonathan Schell comprendió que aquella caída
revelaba «la verdadera naturaleza de la guerra». De Vietnam del Sur escribió:
«Era una sociedad sin la menor cohesión, sostenida únicamente por armas
extranjeras, dinero extranjero, la voluntad política de un país extranjero. Una vez
privada de ese sostén, se enfrentó sola a su adversario y el espejismo se
desvaneció[5]».
A raíz de las presiones de Washington, Nguyen Van Thieu dimitió el 21 de
abril de 1975. El 30 el general Duong Van Minh se rindió al coronel Bui Tin. Le
dijo: «Llevo esperándole desde esta mañana temprano para entregarle el poder».
Bui Tin respondió: «No se puede entregar lo que no se tiene[6]». La imagen de
los soldados sudvietnamitas abriéndose paso a tiros para subirse a unos aviones y
de los marines golpeando a ciudadanos desesperados que trataban de escapar
subiéndose a los últimos helicópteros que despegaban del tejado de la embajada
han quedado indeleblemente grabadas en la memoria colectiva de Estados
Unidos. Dos años antes, en la Conferencia de Paz de París, Nixon había firmado
un protocolo secreto en el que prometía entre cuatro mil doscientos cincuenta y
cuatro mil setecientos cincuenta millones de dólares en ayudas de posguerra «sin
ninguna condición política». Nixon y William Rogers, a la sazón secretario de
Estado, negaron la existencia de dicho protocolo. «No hemos adquirido ningún
compromiso para la reconstrucción o rehabilitación [de Vietnam]», aseguró
Rogers[7]. Ford citó la victoria de los norvietnamitas como prueba de que Hanói
había renegado de los Acuerdos de París e impidió el envío de la ayuda
prometida. Además, impuso un embargo sobre toda Indochina, congeló los
activos vietnamitas en Estados Unidos y vetó el ingreso de Vietnam en las
Naciones Unidas.
Jimmy Carter y Leónidas Breznev firmando el SALT II. Pese a que fue
anunciado a bombo y platillo, ese tratado solo fue un éxito a medias,
porque permitía que los arsenales nucleares de Estados Unidos y la URSS
siguieran aumentando, aunque fuera a menor ritmo.
Si los soviéticos triunfan, y cada vez parece más posible que lo hagan,
todo el Cuerno de África quedará bajo su influencia, si no bajo su control. A
partir de ahí pueden amenazar las rutas marítimas por las que llega petróleo
a Europa y Estados Unidos, cuando y como quieran. Y, a corto plazo, el
control del Cuerno de África permitiría a Moscú desestabilizar a los
gobiernos de la península arábiga que han demostrado un fuerte
anticomunismo […]; a los pocos años podemos vernos ante un imperio de
dominios y protectorados soviéticos desde Addis Abeba hasta Ciudad del
Cabo[46].
Durante cincuenta años El Salvador fue gobernado por los ricos y los
militares, que formaron una alianza brutal y corrupta. La joven revuelta de
oficiales de 1979 intentó acabar con esa alianza. Pero entonces Reagan
renovó la tolerancia y la aceptación de la extrema derecha que condujo a la
creación de la Alianza Republicana Nacionalista, ARENA, y la llegada al
poder del comandante Roberto D’Aubuisson.
ARENA es un partido fascista y violento formado a imagen y
semejanza de los nazis y de ciertos grupos comunistas revolucionarios […].
Sus fundadores y principales partidarios son ricos exiliados salvadoreños de
Miami y activistas que viven en el país. El brazo militar de ARENA está
integrado por oficiales y soldados de las fuerzas de seguridad y el Ejército
salvadoreños […]. La embajada dedicó considerables recursos a identificar
el origen de la violencia de derechas y sus contactos con Miami […]. Los
Seis de Miami explicaron […] que para reconstruir el país primero había
que echarlo totalmente abajo: se tenía que hundir la economía, el desempleo
tenía que ser masivo, había que acabar con la Junta y había que poner en el
poder a un «buen» oficial que llevase a cabo una limpieza completa
matando a trescientas, cuatrocientas o quinientas mil personas […].
¿Quiénes son esos locos y cómo actúan? […]. Los más importantes son seis
antiguos terratenientes inmensamente ricos […]. Traman conjuras,
organizan reuniones constantemente y dan instrucciones a D’Aubuisson[35].
Pero hay una atrocidad de aquella guerra encubierta que destaca por encima
de las demás. Tropas salvadoreñas formadas y equipadas por Estados Unidos
mataron a los setecientos sesenta y siete habitantes del pueblo del Mozote a
finales de 1981. Las víctimas, incluidos trescientos cincuenta y ocho niños
menores de trece años, fueron acuchilladas, decapitadas y ametralladas. A las
mujeres y a las niñas las violaron. Cuando Raymond Bonner, corresponsal de
The New York Times, quiso publicar la noticia, The Wall Street Journal y otros
dos diarios favorables a Reagan pusieron en duda su credibilidad. El Times cedió
a las presiones y sacó a Bonner de El Salvador. Los funcionarios del gobierno
ayudaron a encubrir la masacre. Pero la situación empeoraba. A finales de 1982,
el COHA informó de que El Salvador y Guatemala eran los dos países donde se
producían más violaciones de los derechos humanos en toda América Latina:
«Decapitación, tortura, destripamiento, desapariciones y otras formas de
crueldad son norma en la forma de proceder de las organizaciones paramilitares
y el Gobierno salvadoreño las aprueba[37]». Sin embargo, Elliott Abrams,
subsecretario de Estado de Derechos Humanos, testificó en el Congreso que los
informes sobre las actividades de los escuadrones de la muerte no eran
«creíbles[38]».
A George Bush le resultaba complicado empatizar con el sufrimiento de los
ciudadanos del patio trasero de Estados Unidos. Antes de la visita del papa Juan
Pablo II a Centroamérica comentó que no podía comprender cómo podía el clero
católico conciliar sus creencias con la filosofía marxista y las tácticas de los
insurgentes y apoyarlos. El reverendo Theodore Hesburgh, rector de la
Universidad de Notre Dame, intentó explicarle que no era tan difícil que la
pobreza y la injusticia social condujeran a los sacerdotes a respaldar a los
marxistas o a cualesquiera otros que se opusieran al statu quo. «Puede que eso
me convierta en una persona de extrema derecha —respondió Bush—, pero
estoy perplejo. Sencillamente: no lo comprendo[39]».
La ayuda económica y militar norteamericana siguió aumentando a un ritmo
regular en esos años espoleada a partir de 1984 por la Commission on Central
America [Comisión sobre Centroamérica] de Henry Kissinger. El senador Jesse
Helms era su punta de lanza en el Congreso. Funcionarios del gobierno
ocultaban deliberadamente documentos que afectaban a la Policía Nacional, a la
Guardia Nacional y a la Policía del Tesoro de El Salvador para que la afluencia
de dinero continuara. Con Carter y Reagan, el Congreso envió unos seis mil
millones de dólares a tan pequeño país, lo que le convirtió en el mayor receptor
de ayuda norteamericana per cápita del mundo. Entretanto, los escuadrones de la
muerte seguían hollando una senda de destrucción que se cobró setenta mil
vidas. Casi medio millón de salvadoreños intentaron escapar de la violencia
emigrando a Estados Unidos en la década de 1980, pero la mayoría tuvieron que
volver. En 1984 las autoridades de inmigración norteamericanas admitían
aproximadamente a uno de cada cuarenta salvadoreños, mientras que todos los
anticomunistas que huían de Nicaragua eran bienvenidos.
En 1980 Commentary, principal revista neoconservadora de Estados Unidos,
publicó una serie de ensayos sobre el llamado «síndrome de Vietnam»: rechazar
el uso de la fuerza para resolver conflictos internacionales por la repulsión que
aún inspiraba la guerra de Vietnam. Reagan estaba de acuerdo: «Hemos vivido
ya demasiado tiempo bajo el “síndrome de Vietnam” […]. Llevan casi diez años
denunciando que fuimos los agresores, que ansiábamos conquistas imperiales
[…]. Es hora de que nos demos cuenta de que, en realidad, luchamos por una
causa noble […]. Cuando cedemos al sentimiento de culpa, deshonramos la
memoria de los cincuenta mil jóvenes norteamericanos que murieron por esa
causa[40]».
Enfangado en las guerras encubiertas de Nicaragua y El Salvador, Reagan
ansiaba una victoria militar fácil para recuperar la confianza y librarse del
espectro de Vietnam de una vez por todas. En 1983 le llegó la oportunidad
cuando en Granada, minúscula isla caribeña de cien mil habitantes, una facción
radical echó al gobierno revolucionario de Maurice Bishop. Antes de su muerte a
manos de los asaltantes, Bishop declaró que «las despiadadas bestias del
imperialismo», es decir, Estados Unidos, habían puesto en marcha una campaña
para desestabilizar su país[41]. Aprovechando la inestabilidad resultante como
pretexto para intervenir, el Gobierno norteamericano optó por la invasión para
expulsar al nuevo gobierno pese a la oposición de las Naciones Unidas y la
OEA, y hasta de Margaret Thatcher. Y presionó a las reacias naciones caribeñas
para que se manifestaran a favor de la intervención.
Por otro lado, la suerte ayudó al gobierno. Mientras se preparaba la invasión,
Estados Unidos sufrió un humillante revés cuando un camión cargado con
bombas hizo estallar por los aires un cuartel de los marines en el Líbano,
dejando doscientos cuarenta y un muertos. Comprendiendo que había llegado el
momento oportuno, Reagan anunció la necesidad de invadir Granada para
rescatar a los estudiantes de Medicina norteamericanos que se encontraban en la
isla. Esos estudiantes, sin embargo, no corrían ningún peligro. Cuando el decano
de la Facultad de Medicina les consultó, nueve de cada diez le dijeron que
preferían quedarse donde estaban. Para evitar el meticuloso escrutinio sufrido
por el ejército en Vietnam, el gobierno prohibió a los medios acompañar a los
soldados «por su propia seguridad» y les ofreció películas filmadas por las
tropas. Los siete mil invasores norteamericanos encontraron más resistencia de
la que esperaban de una pequeña fuerza de cubanos deficientemente armados.
Toda la operación fue un fiasco logístico desde el primer momento. Murieron
veintinueve soldados y más de cien resultaron heridos. Se perdieron nueve
helicópteros y la mayoría de las tropas se retiraron rápidamente.
Tenemos por tanto a un joven teniente coronel que, a solas y sin poder
comunicarse con nadie, porque el sistema ha sido destruido, oye «bum»,
«bum», «bum», y todo tiembla a su alrededor. Si no pone en marcha el
procedimiento, no habrá contraataque. Pero ¿qué sentido tiene responder
cuando el planeta ya ha saltado por los aires? ¿Debe él destruir la otra
mitad? No, no tiene ningún sentido. Llegado a ese punto, ese teniente
coronel podría decirse: «No, no voy a apretar el botón». Nadie le condenará
por ello, ni acabará ante ningún pelotón de fusilamiento. Si yo estuviera en
su lugar, haría lo mismo: no apretaría el botón.
Los principales actores del caso, aparte de Reagan y Bush, fueron William
Casey, director de la CIA, Robert McFarlane, consejero de Seguridad Nacional,
y el teniente coronel Oliver North, veterano condecorado en Vietnam que al
parecer sufrió una crisis nerviosa al volver de la guerra por la que tuvo que pasar
veintidós días en el Hospital Naval de Bethesda. North, asignado al Consejo de
Seguridad Nacional en 1981, era un marine patriotero, un tanto megalómano y
con gusto por la hipérbole que, tras regresar de Vietnam, se convirtió en
fundamentalista cristiano. Fue él quien dirigió toda la operación y organizó una
red formada por agentes de la CIA, activistas, traficantes de armas y los
peculiares individuos de derechas que la financiaron.
La CIA intentó burlar el veto del Congreso a ese tipo de acciones, pero fue
torpe y no supo ocultar las huellas de su intervención. Cometió el error de
recuperar a veteranos de las Fuerzas Especiales retirados que habían prestado
servicio en Vietnam. En un episodio bochornoso, estos convencieron a la
agencia de que tradujera al español un viejo cómic para campesinos vietnamitas
con instrucciones para hacerse con el control de su aldea asesinando al alcalde,
al jefe de policía y a la milicia, y la agencia distribuyó este «manual del soldado
de la libertad» entre los contras. Alguno de esos «manuales» acabó en manos de
personas que se oponían a las guerras de Estados Unidos en Centroamérica y lo
hicieron público[105]. Los norteamericanos se enteraron también de que la CIA
había minado los puertos de Nicaragua, lo que provocó que Barry Goldwater,
icono de la política conservadora, amonestara a William Casey: «Estoy cabreado
—escribió—. Es una violación de la legalidad internacional. Es un acto de
guerra[106]».
El Congreso reaccionó en octubre de 1984 reforzando las disposiciones de la
Enmienda de Boland e interrumpiendo la ayuda a los contras. Para atarle las
manos a Casey, la cámara prohibió expresamente que los servicios de
inteligencia solicitasen fondos a «cualquier nación, grupo, organización,
movimiento o individuo». James Baker, jefe del Estado Mayor, temía pese a todo
que «los locos» del gobierno pidieran fondos a otros países, que fue
precisamente lo que hicieron Casey, McFarlane y North. Arabia Saudí fue la que
más dinero aportó, pero otras naciones, como Sudáfrica, Israel y Taiwán,
colaboraron con varios millones de dólares. Shultz advirtió a Reagan de que
insistir en las ayudas constituiría motivo más que suficiente para pedir su
destitución, pero Casey, Bush y Reagan hicieron caso omiso[107].
Reagan pidió a sus colaboradores que hicieran todo lo que pudieran. A
Robert McFarlane, consejero de Seguridad Nacional, le dijo: «Quiero que hagas
lo que tengas que hacer para ayudar a esa gente a seguir adelante[108]».
McFarlane no tardó en encontrar la manera de cumplir los deseos del presidente.
En el verano de 1985 se entrevistó con David Kimche, director general del
Ministerio de Asuntos Exteriores de Israel, y este le dijo que estaba cooperando
con «moderados» iraníes dispuestos a hacerse con el poder cuando el anciano
ayatolá Jomeini pasara a mejor vida. Kimche le sugirió que, a cambio de armas,
los iraníes podían contribuir a la liberación de los rehenes norteamericanos
retenidos en el Líbano por Hezbolá, grupo chií proiraní. Entre esos rehenes se
encontraba William Francis Buckley, jefe de la delegación de la CIA en Beirut.
Pero, sin que Washington tuviera conocimiento de ello, Buckley había sido
torturado y había muerto en junio. A mediados de 1985, Reagan, que en público
se oponía a negociar con los secuestradores, autorizó a Israel la entrega a Irán de
proyectiles antitanque TOW. A partir de entonces y durante catorce meses, Israel
siguió siendo el intermediario que los norteamericanos utilizaron para vender
armas a Irán. En ese tiempo, Irán puso en libertad a algunos rehenes
norteamericanos, pero atrapó a otros, de modo que el número total de rehenes
apenas varió. Israel, por lo demás, también envió en secreto armas de fabricación
propia al régimen del ayatolá[109].
La idea de tratar con los «moderados» de Irán iba ganando apoyos entre altos
cargos de la administración, que empezaban a pensar en cómo quedaría ese país
a la muerte de Jomeini. En junio de 1985, la CIA elaboró un informe titulado
«Irán: perspectivas de inestabilidad al término de la legislatura», que sugería que
Irán no era un país estable y Jomeini podía tener los días contados. El Consejo
de Seguridad Nacional hizo suyo este punto de vista y elaboró una directiva de
seguridad que sugería que los «moderados» de Irán quizá se inclinasen a favor
de Estados Unidos. Caspar Weinberger, secretario de Defensa, escribió en su
copia de ese informe: «Demasiado absurdo, no merece comentarios. Se basa en
la presunción de que en Irán va a producirse un cambio importante y de que
podremos ocuparnos de ello de un modo racional. Es como invitar a Gadafi a
una merienda para confraternizar[110]».
Los iraníes pidieron, y los norteamericanos se los enviaron, cohetes
antiaéreos HAWK y otras armas. En 1986 solicitaron y recibieron ayuda de los
servicios de inteligencia en su enfrentamiento directo con el Ejército iraquí. Y
pagaron un precio desorbitado por ella.
A rebosar de dinero gracias a la venta de armas a Irán y a los fondos saudíes,
la CIA incrementó el apoyo militar a la contra nicaragüense, en la que los
anticastristas cubanos Félix Rodríguez y Luis Posada Carriles desempeñaban un
papel muy relevante. Rodríguez era asociado de Donald Cregg, exagente de la
CIA y asesor del vicepresidente Bush sobre asuntos de seguridad nacional. En
Venezuela Posada había evitado la cárcel por su participación en el asesinato de
setenta y tres personas en el bombardeo de un avión de pasajeros cubano en
1976. El Congreso norteamericano autorizó también cien millones de dólares
para operaciones en Centroamérica tras la revocación, a instancias de Dick
Cheney, de la Enmienda de Boland.
El 5 de octubre, toda la operación empezó a derrumbarse. Ese día, un joven
soldado nicaragüense abatió un avión de carga C-123 que llevaba armas a la
contra y el exmarine Eugene Hasenfus, único superviviente, confesó a sus
captores sandinistas que trabajaba para la CIA. El 4 de noviembre, día de las
elecciones presidenciales en Estados Unidos, el presidente del Parlamento iraní,
Alí Akbar Hashemi Rafsanjani, reveló en público los tratos de su gobierno con
Washington. Al día siguiente, Bush consignó en su diario: «Hemos llevado la
operación con mucho, mucho sigilo, así que espero que no haya
filtraciones[111]».
Pero era demasiado tarde. Los detalles del turbio e intrincado dispositivo
salpicaron todos los periódicos y cadenas de televisión de Estados Unidos. La
Casa Blanca, entretanto, negaba inútilmente los hechos. El 13 de noviembre,
Reagan admitió lo sucedido, al menos en parte: «[Se han] trasladado pequeñas
cantidades de armas defensivas», pero «no, repito, no hemos intercambiado
armas, ni ninguna otra cosa, por rehenes, ni lo haremos».
Las mentiras continuaron cuando Casey y el contraalmirante John Poindexter
testificaron en el Congreso. Varios implicados, como Poindexter, Oliver North y
el general Richard Secord, se deshicieron de miles de páginas de documentos
incriminatorios. El 25 de noviembre, Reagan ofreció lo que el historiador Sean
Wilentz llamó «la peor interpretación de su presidencia cuando no de su carrera»
al leer ante la prensa una breve declaración que decía que, basándose en las
conclusiones preliminares del fiscal general Edwin Meese, no le «habían
informado plenamente de la naturaleza de una de las actividades realizadas en
relación con esa iniciativa». Anunció el cese de John Poindexter como Consejero
de Seguridad Nacional y el relevo de Oliver North y añadió: «Como ya he
declarado, creo que nuestros objetivos políticos con respecto a Irán estaban bien
fundamentados. Sin embargo, la información que ayer me transmitieron me ha
convencido de que, en cierto aspecto, la implementación de esa política adolecía
de fallos fundamentales». Tras la lectura, dejó solo a Meese y se marchó con los
periodistas haciendo preguntas a voz en grito[112]. Una semana después, Gallup
publicó que el índice de aprobación de la gestión de Reagan había bajado
veintiún puntos solo en un mes hasta quedar en un 46 por ciento.
Y empezaron las investigaciones. En todas aparecía Reagan directamente,
pero siempre dando la impresión de que apenas había intervenido, de que tenía
menos conocimiento de lo que sucedía que sus subordinados. El pertinente
comité del Congreso concluyó: «Es posible que el presidente no supiera lo que
sus asesores de Seguridad Nacional tenían entre manos, pero debería haberlo
sabido». Lawrence Walsh, consejero independiente, declaró: «El presidente
Reagan creó las condiciones que facilitaron esos delitos al desviarse en secreto
de su política declarada con Irán y los rehenes y por la determinación con que
quiso apoyar a la contra nicaragüense a pesar de la legislación que prohibía
hacerlo[113]».
Entre los condenados por delinquir estaba Bud McFarlane, consejero de
Seguridad Nacional, que había intentado suicidarse; su sucesor, el
contraalmirante John Poindexter; el teniente coronel Oliver North, cerebro gris
de toda la operación; y el subsecretario de Estado Elliott Abrams. Caspar
Weinberger, el secretario de Defensa, fue imputado, pero resultó absuelto, y
William Casey, el director de la CIA, murió de un tumor cerebral al día siguiente
del comienzo de las sesiones de investigación del Congreso. Aunque había
desempeñado una función relevante en la operación, el vicepresidente George H.
W. Bush no fue inculpado. Robert Gates, subdirector de la CIA, se libró por
poco del proceso, aunque su manipulación y politización de los servicios de
inteligencia había allanado el camino a las desastrosas políticas de Reagan[114].
Más tarde, McFarlane lamentó no haber tenido «redaños» para advertir a
Reagan. «A decir verdad, lo más probable es que no lo hiciera porque, de
haberlo hecho, Bill Casey, Jeane Kirkpatrick y Cap Weinberger habrían dicho
que yo era una especie de commie[115]».
Tan sórdido asunto frustró las esperanzas de reanudar las conversaciones de
desarme. Gorbachov decidió salvar lo que pudo del naufragio desvinculando la
retirada de misiles balísticos de alcance intermedio de otras medidas a largo
plazo. Visitó Washington en diciembre de 1987 y firmó el Intermediate-Range
Nuclear Forces Treaty, INF [Tratado de Fuerzas Nucleares de Alcance
Intermedio], el mayor hito en las relaciones entre Estados Unidos y la Unión
Soviética. «Fue el primer pacto de la historia para destruir de mutuo acuerdo
todo un tipo de armas nucleares», diría luego el dirigente soviético[116].
Entretanto, los soviéticos empezaron a retirarse de Afganistán. Reagan y
Casey transformaron la tentativa de apoyar a los insurgentes afganos de Carter
en la mayor operación encubierta de la CIA hasta ese momento, con una
inversión superior a tres mil millones de dólares. La agencia canalizaba la ayuda
a través del presidente paquistaní Zia-ul-Haq, que enviaba los dólares y las
armas a la extremista facción islámica de Gulbudin Hekmatiar, hombre de
crueldad legendaria. Según James Forrest, director de estudios terroristas de la
academia de West Point, Hekmatiar «era conocido […] por recorrer los bazares
de Kabul con viales de ácido que arrojaba a la cara a todas las mujeres que
osaban salir a la calle sin burka[117]». También despellejaba vivos a sus
prisioneros[118]. Stephen Cohen, alto funcionario del Departamento de Estado,
admitió: «Apoyábamos a los muyahidines más fanáticos y repugnantes[119]».
Howard Hart, jefe de la delegación de la CIA en Islamabad, recordaría: «Fui el
primer jefe de delegación de la agencia al que mandaron al extranjero con la
orden: “¡Mate soldados soviéticos!”. Imagine lo encantado que estaba[120]». La
CIA suministró a los muyahidines entre dos mil y dos mil quinientos misiles
Stinger. WikiLeaks revelaría treinta años después que algunos se usaron para
derribar helicópteros de la OTAN.
Desde sus primeros días en el cargo, Gorbachov dejó claro que quería retirar
a las tropas de Afganistán y que pediría para ello la colaboración de Estados
Unidos. Le aseguró a Reagan que «no tenía la menor intención de aprovechar
Afganistán para tener acceso a ningún puerto en aguas cálidas, ni para ampliar su
influencia en el Golfo Pérsico, ni para comprometer los intereses
norteamericanos en modo alguno[121]».
Bush todavía no se había mudado a la Casa Blanca tras infligir una derrota
aplastante al gobernador de Massachusetts Michael Dukakis en las elecciones
presidenciales. Con diecisiete puntos de ventaja sobre su oponente según las
encuestas realizadas en verano, Bush trató durante la campaña de hacer olvidar
su imagen de «blando». Porque por un tiempo pareció que su elección dependía
de que los votantes decidieran si era demasiado blando para la presidencia o no.
Para algunos era muy extraño que Bush, condecorado con la Cruz por Servicios
Distinguidos, con cincuenta y ocho misiones como piloto de combate en la
guerra del Pacífico, fuera objeto de burlas precisamente en ese aspecto. Para
Newsweek era un hándicap potencialmente decisivo «esa percepción de que no
es ni lo bastante fuerte ni lo bastante duro para los retos del Despacho Oval[4]».
Ni el hecho de haber sido capitán del equipo de béisbol de Yale valía. Curt
Suplee, de The Washington Post, escribió: «Blanco y blando, anglosajón y
anglopelón, protestante y conformista, el primer marido de cualquier mujer…
son los manidos calificativos peyorativos que constituyen “el problema de
imagen” de George Bush, la vaga pero poderosa sospecha de muchos ciudadanos
de que el vicepresidente quizá sea demasiado débil e insustancial para liderar el
mundo libre[5]». «Lo han reducido a una caricatura», se quejó Jeb Bush, su
segundo hijo[6].
Los periodistas atribuían esa imagen al hecho de haber crecido en el seno de
una familia rica, de haber estudiado en las mejores universidades. Eso le
convertía, a ojos de muchos, en un niño mimado. Siempre serio y reservado, de
pequeño lo llamaban Poppy [«Amapola»]. Aunque había renunciado a sus
cargos en el Consejo de Relaciones Exteriores y en la Comisión Trilateral, no
pudo sacudirse la imagen de ser el candidato perfecto del establisment, el
candidato al que apoyaba David Rockefeller[7]. Además, obtuvo a dedo la mayor
parte de sus cargos políticos. Y tampoco se contagió minímamente del carisma
de Reagan, aunque fuera su vicepresidente. Resultaba, por otra parte, que
Reagan no lo quería como sucesor. Lo aceptó porque quienes él prefería, el
senador Paul Laxalt y el congresista Jack Kemp, no terminaron de imponerse.
Que Bush hubiera agachado la cabeza ante Reagan y aceptado políticas de
derechas que previamente rechazaba, incluida la que llamaba «economía vudú»,
le hizo parecer débil y sin principios. «Sigo al señor Reagan… ciegamente», le
dijo a un periodista el día de su designación[8]. Llegó al extremo de decir que
Oliver North, a quien antaño había despreciado, era su «héroe». Un comentarista
opinaba que se había abonado a «la más grosera filosofía de la derecha política
[…] con tal de acercarse al Despacho Oval[9]». Su victoria inicial en las
primarias de New Hampshire frustró las esperanzas de su principal oponente,
Bob Dole, que se tomó muy mal la derrota: «Dentro de la cabeza de ese hombre
no hay nada[10]».
Los ciudadanos pensaban que carecía de hogar, de comunidad —tenía su
domicilio oficial en un hotel de Houston—, y se mofaban de su tendencia a
terminar las frases con muletillas como «sea lo que sea» y «este tipo de cosas» y
de «los ruidos de su discurso, con lapsus y frases y palabras incompletas[11]».
Ann Richards, alegre gobernadora de Texas, tuvo la siguiente ocurrencia en la
convención nacional del Partido Demócrata: «Pobre George, nació con una
pantufla de plata en la boca[12]».
Cuando presumir de historial de guerra, defender el derecho a tener armas,
frecuentar barbacoas e inclinarse desvergonzadamente hacia la derecha política
no le ayudaron a cambiar de imagen, probó otra estrategia. Cuestionó el
patriotismo de Dukakis y optó por una campaña que empezó con un anuncio en
el que aparecía el asesino Willie Horton para suscitar el miedo del votante al
aumento de la criminalidad. Pero el verdadero cambio de tornas se produjo
cuando Dan Rather, famoso presentador de la CBS, le presionó sobre su relación
con el escándalo Irán-contra. Bush estuvo a punto de echársele al cuello. Puso en
duda la pertinencia de la pregunta y, con visible enfado, respondió: «No me
parece justo juzgar mi carrera a raíz de aquella chapuza con Irán. ¿Qué le
parecería a usted que yo juzgara la suya por aquellos siete minutos en Nueva
York en que usted se marchó del set?». La táctica funcionó. Los periodistas
hablaron del «manotazo en la mesa de Bush», de que se había comportado como
un auténtico abusón[13]. Muy pocos señalaron que las preguntas de Dan Rather
eran muy pertinentes. En campaña, Bush insistió en que él había estado
«apartado», en que no había tenido «ningún papel activo» en ninguna operación
ilegal. Pero en su diario grabado el exdirector de la CIA confesó: «Soy una de las
pocas personas que están al corriente de todos los detalles[14]». Más tarde, daría
las gracias al secretario de Defensa Gaspar Weinberger por no testificar sobre su
papel en el escándalo.
El equipo de Bush para política exterior estaba formado por James A. Baker
III como secretario de Estado, Dick Cheney como secretario de Defensa y el
general Brent Scowcroft como consejero de Seguridad Nacional. Scowcroft
eligió a Robert Gates como número dos. Paul Wolfowitz fue nombrado
subsecretario de Defensa encargado de la política del departamento.
Mientras se encontraba en Nueva York para hablar ante la ONU, Gorbachov
se reunió con Reagan y con Bush para pedirles ayuda en el control
armamentístico y la retirada de tropas. Los asesores de Bush, sin embargo,
mantenían su escepticismo, y la CIA, cuya capacidad se había visto degradada
tras años de asalto de la derecha, malinterpretó lo que estaba sucediendo. Más
tarde, Robert Gates admitiría en sus memorias: «En enero de 1989, el Gobierno
norteamericano, y en esto incluyo a la CIA, no tenía ni idea de que estábamos a
punto de ser barridos por la ola de la historia[15]». Gates y Cheney desconfiaban
de las iniciativas de Gorbachov y buscaban la forma de aprovechar su deseo de
reformar el régimen soviético. Y casi siempre prevaleció la voluntad del segundo
de no colaborar con el dirigente soviético. Cheney no quería una cumbre, o no en
una fecha temprana. Temía que las iniciativas de Gorbachov debilitaran la
resolución de Occidente. Bush optó por la estrategia de erosionar la potencia
militar de los soviéticos: Gorbachov pedía la eliminación de las armas nucleares
tácticas en Europa —oferta bien acogida por la mayoría de los europeos—, pero
Estados Unidos contraatacó exigiendo la retirada de trescientos veinticinco mil
soldados soviéticos a cambio de retirar ellos solo treinta mil. Pasó un año y la
cumbre no se concretó.
Al tiempo que rechazaba las ofertas soviéticas, Bush jugaba la carta de
China. Reforzó los lazos económicos y políticos que Reagan ya había forjado
con los dirigentes chinos, que contribuyeron a acabar con los gobiernos
prosoviéticos de Afganistán y Camboya, y como exembajador en China, siempre
se esforzó por tener buenas relaciones con Pekín. Pero sus planes estuvieron a
punto de irse al traste cuando el Gobierno chino acabó de forma brutal con una
manifestación en pro de la democracia. Ante las televisiones del mundo entero,
el Ejército Popular de Liberación masacró a los manifestantes de la plaza de
Tiananmén dejando tres mil muertos y diez mil heridos. A pesar de la matanza,
Bush se negó a imponer castigo alguno y en un principio incluso se opuso a
prorrogar el visado de un año a los cuarenta y tres mil jóvenes chinos que
estudiaban en Estados Unidos.
Gorbachov quería reactivar la economía soviética, que andaba moribunda
desde finales de los años setenta. Sabía que la Unión Soviética no podía seguir
sufragando la guerra de Afganistán y al mismo tiempo apoyar a sus aliados en el
Tercer Mundo y sostener a un establishment militar que consumía más del 20 por
ciento del PIB y más de la mitad de los gastos totales del Estado. Porque el
Gobierno soviético había decidido reducir gastos. Suprimieron la ayuda a las
tropas cubanas en Angola y Etiopía y al Ejército vietnamita en Camboya y a
principios de 1989 retiraron todas sus tropas de Afganistán. El Tercer Mundo,
escenario que se antojaba tan prometedor diez años antes, empezaba a rebelarse.
Los ciudadanos soviéticos estaban cansados de aventuras caras e inciertas. La
guerra de Afganistán había costado la vida a catorce mil compatriotas y a cientos
de miles de afganos, agotado recursos de por sí escasos y suscitado un
sentimiento antisoviético en el conjunto del mundo musulmán. Jóvenes que
antaño habían mirado al socialismo, se sumaban ahora a las filas del islamismo
radical. La vacilante economía soviética ya no constituía un modelo de
desarrollo viable. Harto de las gravosas y represivas políticas de muchos de sus
aliados en el Tercer Mundo, que se negaban a sus exigencias de cambio,
Gorbachov propuso que la URSS y Estados Unidos dejaran de injerir en los
asuntos de los países subdesarrollados y permitieran que todas las naciones
resolvieran sus diferencias amistosamente.
No hay pruebas de que Sadam intentase invadir Arabia Saudí. Colin Powell
admitió luego que las tres semanas siguientes a la invasión de Kuwait Sadam
podría haber entrado en Arabia sin que nada pudiera impedírselo. Coincidía,
además, con los dirigentes árabes y kurdos en que bastarían ciertas sanciones
para que Sadam volviera sobre sus pasos. El exsecretario de Defensa Robert
McNamara instó al Senado a recurrir a las sanciones y no a la guerra. En
realidad, las sanciones que la ONU ya le había impuesto a Irak estaban
resultando extraordinariamente onerosas. En octubre, William Webster, director
de la CIA, informó de que las sanciones suponían para Irak una reducción del 98
por ciento de las exportaciones de petróleo y, posiblemente, de un 95 por ciento
de sus importaciones. Zbigniew Brzezinski dijo que una invasión podía resultar
«contraproducente» no solo por el caos que se ocasionaría en la región, sino
porque los países árabes y Europa podían volverse contra Estados Unidos[35].
Rápidamente, Bush recibió presiones. Debía dar una respuesta. La prensa
israelí encabezó la carga. Este editorial de Hadashot es una muestra: «El
gobierno títere pro iraquí de Kuwait —arremetió— es la expresión de la
impotencia de Estados Unidos y de la debilidad del presidente George Bush.
Hasta ahora al menos, Bush se parece a Chamberlain en su cómplice
capitulación ante Hitler[36]».
Bush recurrió a la cansina analogía con el Pacto de Múnich. El 8 de agosto,
en un discurso televisado a la nación, dijo: «[Sadam] es un dictador agresivo que
amenaza a sus vecinos» y lo comparó con Hitler[37]. Y la retórica se mantuvo al
rojo vivo. El redactor de The Washington Post Charles Paul Freund diseccionó la
estrategia semántica del presidente: «La principal figura retórica de Bush en sus
argumentos contra la agresión ha sido Hitler […]. La súbita hitlerización de
Sadam Husein en los medios ha constituido […] un nuevo capítulo en un
proceso del que hemos sido testigos varias veces en los últimos años y que ha
afectado a personajes como Noriega, el “hombre fuerte” de Panamá, Jomeini, el
“fanático” de Irán, y Gadafi, el “loco” de Libia[38]».
Comparar a Sadam con la figura más justamente despreciable del siglo XX
era para muchos observadores poco razonable, incluso absurdo. En campaña
electoral, hasta en las elegantes zonas residenciales de Boston sugirió Bush que
Sadam era peor que Hitler por usar rehenes como «escudos humanos» en
posibles objetivos militares. Cuando le preguntaron por qué eso le hacía peor
que el máximo responsable del Holocausto, Bush se mostró equívoco: «Yo no he
mencionado el Holocausto, que es execrable. Pero también creo que torturar a
unos niños en una plaza de Kuwait es execrable. Me han dicho que Hitler no
usaba rehenes en potenciales blancos y que respetó (no respetó mucho más, pero
eso sí) la inviolabilidad de las embajadas. Así que hay una diferencia[39]».
Bush anunció también que tropas norteamericanas se dirigían al Golfo
Pérsico para tomar posiciones en Arabia Saudí. Y decidió actuar antes de que los
saudíes aportaran su propia solución de la crisis por temor a que una iniciativa
suya pusiera en peligro el dominio norteamericano de la región y sus recursos
petrolíferos. Dado el desdén de los saudíes por la oligarquía kuwaití, temía
también que una «solución árabe» terminara dejando a Irak en una posición de
fuerza[40].
Entretanto, el gobierno kuwaití contrató a la mayor empresa de relaciones
públicas del mundo, Hill & Knowlton, para que vendiera la guerra. Craig Fuller,
director de la sucursal de Washington, había sido jefe de gabinete de Bush
cuando este fue vicepresidente. Fue él quien ayudó a orquestar la mayor
iniciativa financiada con capital extranjero jamás emprendida para manipular a
la opinión pública norteamericana. El 10 de octubre, en las sesiones del Human
Rights Caucus [Grupo por los Derechos Humanos] del Congreso, una chica de
quince años testificó que había trabajado como voluntaria en un hospital kuwaití
cuando irrumpieron las tropas iraquíes. Y contó lo ocurrido: «Sacaron a los
bebés de las incubadoras y los dejaron en el suelo hasta que murieron». Bush
citó este hecho hasta la saciedad al defender la guerra: «Me revuelve las tripas
escuchar lo que cuentan las personas que han escapado a la brutalidad de Sadam,
el invasor. Ahorcamientos en masa. Bebés que sacan de su incubadora y
esparcen por el suelo como si fueran cualquier cosa». Más tarde se supo que la
joven testigo no solo mintió —no había estado en ningún hospital—, sino que
era la hija del embajador de Kuwait en Estados Unidos y pertenecía a la familia
real kuwaití[41]. Cuando el fraude salió a la luz, los bombardeos de Bagdad ya
habían empezado.
El 29 de noviembre, una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU
autorizó el empleo «de todos los medios necesarios» para forzar la retirada iraquí
de Kuwait. Los votos a favor no salieron baratos. Egipto enjugó una deuda de
catorce mil millones de dólares con Estados Unidos. Los países del Golfo, otra
de seis mil setecientos millones. Siria recibió dos mil millones de dólares de
Europa, Japón, Arabia Saudí y otros estados árabes. Arabia Saudí entregó a los
soviéticos mil millones de dólares y Estados Unidos garantizó el crédito. Por no
vetar la resolución, el ministro de Exteriores chino, persona non grata en Estados
Unidos desde la matanza de la plaza de Tiananmén, fue honrado con una
recepción en la Casa Blanca.
Por unirse a Cuba contra la resolución, Yemen fue severamente castigado.
Un importante diplomático norteamericano advirtió al embajador yemení: «Ha
sido el voto negativo más caro de su historia[42]». Tres días después, Estados
Unidos restó setenta millones de dólares a unas ayudas que Yemen necesitaba
desesperadamente. El Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional le
apretaron las tuercas y Arabia Saudí expulsó a ochocientos mil trabajadores
yemeníes.
Mientras comprendían la importancia de organizar los apoyos
internacionales para investir de «un velo de aceptación» su ofensiva, los
dirigentes norteamericanos dejaron claro que no dejarían el control de la
situación en manos de la ONU o de cualquier otro. Como Bush y Scowcroft
explican en sus memorias: «Era importante involucrar al resto del mundo, pero
aún más importante era que los hilos siguieran en nuestras manos[43]».
En Estados Unidos, la opinión pública estaba muy dividida. Eran cada vez
menos los ciudadanos que desaprobaban la gestión que Bush había hecho de la
crisis. A pesar de la retórica sobre las nobles causas de Estados Unidos, era
complicado vender la imagen de los despóticos dirigentes de Kuwait o Arabia
Saudí como dechados de democracia. Tampoco era fácil defender que estaban en
juego intereses cruciales para Norteamérica. A diferencia de Europa Occidental y
de Japón, Estados Unidos apenas dependía del petróleo kuwaití. En realidad, el
crudo kuwaití e iraquí combinados solo sumaba el 9 por ciento de las
importaciones de petróleo de Estados Unidos. Por lo demás, ni europeos ni
japoneses estaban muy ansiosos de entrar en guerra por Kuwait.
Ante una oposición cada día mayor, el gobierno inició una nueva estrategia
para asustar a la ciudadanía y a los funcionarios del gobierno aún reticentes. A
finales de noviembre, Dick Cheney y Brent Scowcroft aparecieron en diversas
tertulias de televisión y esgrimieron la amenaza nuclear. Cheney habló del
desarrollo del arma atómica en Irak y de la posibilidad de que ese país contara
con «algún tipo de ingenio rudimentario» en un año. El general Scowcroft
comentó en el programa de David Brinkley que Sadam podría lograr ese objetivo
«en unos meses». «Hay que asumir —añadió— que quizá esté más dispuesto a
usar armas nucleares que ninguna otra potencia». Al parecer, olvidaba qué
nación había empleado previamente bombas nucleares y había amenazado con
volver a hacerlo varias veces en el transcurso de los años. Y por si con la
amenaza nuclear no bastara, el general aludió también a la amenaza terrorista.
Brinkley le preguntó: «Se dice que Sadam ha reunido toda una colección de
terroristas en Irak y que esos terroristas esperan órdenes. ¿Es correcto?»; y
Scowcroft contestó: «Es correcto[44]».
A pesar de la insistencia de Cheney en que no era necesaria la aprobación del
Congreso para iniciar una guerra, Bush decidió llevar la medida a la cámara.
Con las calles llenas de manifestantes contrarios a la intervención, el Congreso
aprobó la resolución de ir a la guerra el 12 de enero de 1991 por doscientos
cincuenta frente a ciento ochenta y tres votos. El Senado también la aprobó, por
cincuenta y dos a cuarenta y siete.
A mediados de enero, Estados Unidos tenía en la región quinientos sesenta
mil soldados. Cuando terminó el conflicto, unos setecientos mil habían
intervenido. El cálculo del número de tropas iraquíes justificaba un contingente
tan inmenso. Colin Powell habló de medio millón de hombres, Cheney y
Schwarzkopf, de por lo menos el doble.
La resolución del Consejo de Seguridad concedía a los iraquíes hasta el 15
de enero para retirar sus fuerzas. Si Sadam hubiera sido más astuto, habría
burlado a los norteamericanos que querían la guerra. Judith Miller, reportera de
The New York Times, había descrito con anterioridad lo que un diplomático
europeo calificó de «escenario de pesadilla» para los estadounidenses: una
retirada iraquí que dejaría a Sadam en el poder y su arsenal intacto,
especialmente si venía acompañado de convocatoria de elecciones para
determinar la futura organización política de Kuwait. De haber ocurrido eso, el
cuidadoso plan norteamericano habría quedado al descubierto y Sadam habría
sobrevivido. Los saudíes se habrían visto obligados a pedir la retirada de las
tropas internacionales, cuya estancia en el país, según la promesa de Bush y el
rey Fahd, duraría en tanto persistiera el peligro. La familia real de Kuwait, los
Sabah, habría tenido que abandonar el poder o lo habría visto muy recortado.
Estados Unidos habría visto frustrados sus planes de consolidar su presencia en
el Golfo a largo plazo[45].
Los iraquíes pagarían un alto precio, porque Sadam no quiso una victoria
diplomática cuando todo anticipaba una derrota militar. La Operación Tormenta
del Desierto empezó el 17 de enero de 1991. Estados Unidos bombardeó las
defensas iraquíes cinco semanas con sus armas de última generación, como
bombas guiadas por láser y misiles de crucero y Tomahawk. Tras destrozar las
infraestructuras y las vías de comunicación iraquíes, tropas norteamericanas y
saudíes atacaron a las maltrechas, desmoralizadas y muy inferiores en número
fuerzas iraquíes en Kuwait, que opusieron muy poca o ninguna resistencia. Las
tropas norteamericanas masacraron a los iraquíes que huían por la llamada «ruta
de la muerte». Emplearon nuevos tipos de explosivos fabricados con uranio
empobrecido cuya radiactividad y toxicidad produce en sus víctimas cáncer y
defectos congénitos aun años después de haber sido detonadas. Entre esas
víctimas también hubo soldados norteamericanos, que padecieron lo que se
llamó el síndrome de la guerra del Golfo. Pero una gran parte de la Guardia
Republicana iraquí escapó a la matanza y Sadam conservó el poder.
Bush y sus asesores decidieron no seguir hasta Bagdad para acabar con el
régimen. Tal cosa, comprendieron, se saldaría con la hegemonía de Irán en la
región y con el antagonismo de los aliados árabes de Washington, y Estados
Unidos se vería inmerso en una complicada y costosa ocupación. Cheney
advirtió: «En cuanto crucemos la línea e intervengamos en una guerra civil […]
nos veremos en un atolladero y nos preguntaremos quién demonios puede
gobernar Irak». En otra ocasión razonó:
«¡Por Dios, nos hemos sacudido el síndrome de Vietnam de una vez para
siempre!», se alegraba Bush en público. En privado, sin embargo, era más
circunspecto. Cuando la guerra llegaba a su fin escribió en su diario que no
experimentaba «ninguna euforia». «El final no ha sido limpio —se lamentó—.
No ha habido ceremonia de rendición en ningún acorazado Missouri. Es lo que
falta para poder comparar esta guerra con la Segunda Guerra Mundial, para
diferenciar Kuwait de Corea y Vietnam[54]». Y con Sadam Husein bien refugiado
en el poder, la victoria parecía huera e incompleta.
Mientras tanto, Gorbachov tenía aún menos motivos para celebraciones. A
los pocos días de firmar el tratado START I, 18 de agosto de 1991, y mientras se
disponía a dotar de mayor autonomía todavía a las repúblicas soviéticas,
comunistas de línea dura lo pusieron bajo arresto domiciliario. Boris Yeltsin,
presidente de la República Rusa, lideró una revuelta popular que lo devolvió al
poder. Pero Gorbachov tenía los días contados. Había tomado la determinación
de aprovechar todo el tiempo que le quedaba para concretar su programa de
reducción de las armas nucleares. El START I limitaba el armamento de ambos
bandos a seis mil cabezas nucleares y mil seiscientos sistemas de lanzamiento.
El dirigente soviético, además, insistió en la eliminación de las cuarenta y cinco
mil armas nucleares tácticas que Estados Unidos y la URSS habían instalado
sobre todo en territorio europeo. Aunque menos peligrosas que las poderosas
armas estratégicas cuyo número se iba reduciendo poco a poco, esos explosivos
de batalla podían tener una potencia de hasta un megatón, es decir, un
equivalente a setenta bombas de Hiroshima. Colin Powell, jefe del Estado Mayor
Conjunto, encargó un estudio que recomendaba la supresión de ese tipo de
armas. Pero el Pentágono se negó: «El informe llegó al personal político del
Pentágono, reducto de la línea dura de la época de Reagan, y lo pisotearon, de
Paul Wolfowitz para abajo», escribió Powell en sus memorias. Por supuesto,
Dick Cheney también lo hizo[55]. A pesar de tantos reveses, ambos bandos
acometieron una importante reducción de sus arsenales atómicos, aunque no
eliminasen el peligro de cataclismo nuclear.
El día de Navidad, tras perder el apoyo de las bases del Partido Comunista,
Gorbachov dimitió. La Unión Soviética había dejado de existir. La Guerra Fría
había terminado. El dirigente más visionario y renovador del siglo XX había
dejado el poder. Incluso en Estados Unidos había personas que apreciaban su
inmensa contribución al progreso de la historia. En septiembre de 1990, James
Baker le había dicho: «Señor presidente […], nadie en el mundo ha intentado lo
que usted y sus partidarios están intentando hoy […]. He visto muchas cosas,
pero nunca he conocido a un político con tanto valor y coraje como usted[56]».
Por peligrosa y gravosa que resultara, sin embargo, la Guerra Fría deparaba
una suerte de orden y estabilidad. ¿Qué pasaría ahora? ¿Volverían la paz y la
tranquilidad? Estados Unidos llevaba cuarenta y seis años echando la culpa a la
Unión Soviética de toda la conmoción social y política del mundo. En realidad,
sin embargo, la mayoría de las veces los soviéticos habían ejercido una estrategia
de contención con sus aliados. Por otro lado, ¿qué sería del enorme
establishment militar de Estados Unidos, de sus servicios de inteligencia,
desarrollados para contrarrestar la amenaza soviética, deliberadamente
exagerada? ¿Cómo justificarían ahora los halcones el inflado presupuesto de
defensa, que durante décadas había desviado recursos del tan necesario
desarrollo para destinarlos a la fabricación de carísimas armas para pingüe
beneficio del sector? ¿Y qué sería de la promesa de Gorbachov de reducir el
antaño masivo arsenal nuclear soviético a menos de cinco mil cabezas
nucleares?
Pronto se sabrían las respuestas a esas preguntas. En 1992 Paul Wolfowitz,
en previsión de futuras amenazas a los intereses norteamericanos, supervisó la
elaboración de un nuevo Defense Planning Guidance [Directrices para la
Planificación de la Defensa]. El borrador inicial insistía en que Estados Unidos
no debía permitir la emergencia de ningún rival que pudiera amenazar su
hegemonía global y en que debía emprender acciones preventivas y unilaterales
contra todo estado que intentase adquirir armas de destrucción masiva. Ese
borrador describía siete escenarios bélicos potenciales y advertía de que había
que estar preparados para librar simultáneamente una guerra con Corea del Norte
y otra con Irak y, al mismo tiempo, oponerse a una incursión rusa en Europa. The
New York Times dijo: «Los documentos clasificados sugieren un número de
tropas y una cantidad de recursos que detendrían, si no invertirían, la tendencia a
la baja del gasto militar para mediados de la década de 1990[57]».
El plan suscitó una oleada de críticas dentro y fuera de Estados Unidos.
Defendía la imposición de una «Pax Americana», dijo el senador Joseph Biden:
«la vieja noción de Estados Unidos como policía del mundo». El senador Robert
Byrd aseguró que la estrategia del Pentágono era «miope, superficial y
decepcionante. El concepto básico en que se asienta todo el documento parecer
ser: “Nos encanta ser la única superpotencia que queda en el mundo y queremos
seguir siéndolo hasta el punto de poner en peligro la salud de nuestra economía y
el bienestar de nuestros ciudadanos”». The New York Times habló de
«unilateralismo de pecho henchido». El Pentágono dio marcha atrás tan aprisa
que se tropezó con sus propios embustes. Uno de sus portavoces aseguró que
Wolfowitz no había leído el plan —cuando era el autor del borrador— y Cheney
tampoco. Eso sí, admitió que estaba en consonancia con el pensamiento de
Cheney[58].
Bush y los miembros del PNAC de su gobierno sabían muy bien de quién era
el culo al que querían dar la patada. El 12 de septiembre, mirando ya más allá de
Al Qaeda, Osama bin Laden y sus aliados talibanes de Afganistán, Bush dio
instrucciones a Richard Clarke, máximo responsable de contraterrorismo: «Mira
a ver —le dijo— si ha sido cosa de Sadam. Mira a ver si está relacionado con
eso de alguna manera». Clarke, incrédulo, le contestó: «Pero, señor presidente, si
esto es cosa de Al Qaeda…». Bush insistió. Cuando contó lo sucedido en la
reunión, Clarke dijo que su ayudante, Lisa Gordon-Haggerty, al marcharse Bush
se quedó «con la boca abierta y los ojos fijos en el presidente: “Wolfowitz le ha
convencido[12]”».
Para lograrlo, el subsecretario de Defensa Paul Wolfowitz contó con mucha
ayuda. Su jefe, Donald Rumsfeld, había ordenado ya al ejército que elaborase un
plan de invasión de Irak. «Que sea a gran escala —dijo—. Hay que acabar con
todo. Lo que tenga que ver y lo que no[13]». Clarke pensó que Rumsfeld
bromeaba al decir que Irak ofrecía mejores objetivos que Afganistán. Pero no
bromeaba. La mañana del 12 de septiembre, George Tenet, el director de la CIA,
fue corriendo a ver a Richard Perle, que salía del Ala Oeste de la Casa Blanca.
Perle le dijo: «Irak tiene que pagar por lo de ayer. Es el responsable[14]». El 13
de septiembre, Wolfowitz anunció que la respuesta a los atentados no se limitaría
a Afganistán y «acabaría con los estados» que patrocinaban el terrorismo[15].
Esa misma tarde, cuando Rumsfeld habló de ampliar la misión para «tocar
Irak», Colin Powell, el secretario de Estado, insistió en que había que centrarse
en Al Qaeda. Clarke le dio las gracias y expresó su perplejidad por la obsesión
con Irak: «Habiendo sido atacados por Al Qaeda, que ahora vayamos a
bombardear Irak sería como invadir México cuando los japoneses atacaron Pearl
Harbor». Consciente de con quién se las veía, Powell negó con la cabeza: «Esto
todavía no ha terminado», dijo[16].
Tenía razón. Los neocons pronto abandonarían la excusa de la implicación
iraquí en los atentados. El 20 de septiembre, el PNAC redactó una carta a Bush
en la que declaraba que «aunque no hubiera pruebas que vinculen directamente a
Irak con los atentados, cualquier estrategia que se proponga la erradicación del
terrorismo y sus patrocinadores debe incluir la firme determinación de destituir a
Sadam Husein[17]». El número del 15 de octubre de The Weekly Standard
contenía un reportaje de portada, «La causa del imperio americano», en el que el
historiador militar Max Boot culpaba de los atentados al hecho de que Estados
Unidos no hubiera conseguido imponer su voluntad al mundo. Pero Boot sabía
cómo enmendar el error: «El debate de si Sadam Husein ha intervenido en los
atentados del 11 de septiembre es absurdo. ¿A quién le importa si Sadam ha
tenido algo que ver con esa barbarie en particular?»[18].
Tras ser atacado por Al Qaeda en Afganistán, Estados Unidos se preparaba
para contraatacar en Irak, cuyo máximo dirigente, Sadam Husein, era enemigo
declarado tanto de Al Qaeda como del régimen antiamericano de Irán. Richard
Clarke admitió: «Al principio, yo me negaba a creer que estuviéramos hablando
de otra cosa que de atrapar a Al Qaeda. Luego me di cuenta, y fue casi un dolor
físico, de que Rumsfeld y Wolfowitz querían sacar provecho de aquella tragedia
nacional para imponer sus planes sobre Irak[19]».
Clarke subestimaba a Bush, Cheney, Rumsfeld y Wolfowitz. Su agenda iba
mucho más allá de Irak. Desde las ruinas humeantes de las Torres Gemelas,
Bush proclamó: «Nuestra responsabilidad con la historia está clara. Debemos
reaccionar a estos atentados y librar del mal al mundo[20]».
Cheney apareció en el programa Meet the Press [Encuentro con la prensa]
para decir: «Pero también nosotros tenemos que trabajar, digamos, que en el lado
oscuro […]. Tenemos que pasar tiempo en la sombra del mundo del espionaje. Si
queremos vencer, es necesario hacer gran parte de lo que hay que hacer en
silencio, calladamente, sin debates, recurriendo a las fuentes y métodos con que
cuentan nuestros servicios de inteligencia. Ese es el mundo en que opera esa
gente, de modo que, básicamente, es vital para nosotros utilizar cualquier medio
a nuestra disposición para lograr nuestro objetivo[21]».
El gobierno entró en ese «lado oscuro» casi con impaciencia. Al día
siguiente, Bush dio autorización a la CIA para organizar fuera de Estados Unidos
un centro de detención donde estarían permitidos la tortura y otros métodos de
interrogatorio. Cuatro días más tarde, el presidente anunció en sesión conjunta
del Congreso que Estados Unidos se embarcaba en una guerra global contra el
terrorismo que afectaría «a cualquier nación» que siguiera «apoyando a
terroristas o dándoles cobijo[22]». Dentro de esta política de excepcionalidad
legal, la CIA empezó a detener a sospechosos contra los que no había
procedimiento penal alguno y los llevaba a emplazamientos secretos del mundo
entero.
La agencia pidió y recibió la autorización del presidente para buscar, capturar
y matar a miembros de Al Qaeda y de otros grupos terroristas en cualquier país
del planeta. En octubre un agente importante le dijo a Bob Woodward, de The
Washington Post, que Bush había ordenado a la CIA que emprendiese «la acción
encubierta más letal y ambiciosa desde su fundación en 1947». «Se acabaron las
contemplaciones —comentó el agente—. El presidente ha dado a la agencia luz
verde para hacer lo que sea necesario. Operaciones letales impensables antes del
11 de septiembre están ahora en marcha». Cheney dio testimonio de otro cambio
importante. «No es lo mismo que en la guerra del Golfo —le dijo también a
Woodward—, en el sentido de que podría no terminar nunca. O, al menos, no en
lo que a nosotros nos queda de vida[23]».
Efectivamente, muchas cosas impensables antes del 11 de septiembre de
2001 empezaron a ocurrir. En primer lugar, y fue lo más importante, la Casa
Blanca se arrogó un poder sin precedentes, amenazando el orden constitucional.
Para hacerlo posible, Bush explotó el clima de miedo e incertidumbre reinante
tras los atentados. Los días posteriores al 11 de septiembre, el gobierno detuvo, y
retuvo, a mil doscientas personas en Estados Unidos, musulmanes o de origen
árabe o asiático. Interrogó, además, a otras ocho mil. Russ Feingold, senador por
Wisconsin, exigió la interrupción de este procedimiento. «Es una hora oscura
para las libertades civiles en América —señaló—. Por lo que me cuentan
norteamericanos musulmanes y de procedencia árabe o surasiática, y otros,
existe un miedo al gobierno desconocido hasta ahora[24]».
Bush presentó en el Congreso la USA Patriot Act [Ley Patriota de los
Estados Unidos de América] con la mayor celeridad. La versión para el Senado
fue aprobada sin discusión, debate ni sesiones. Sumidos en una atmósfera de
crisis, solo Feingold tuvo el valor de votar que no. E insistió: «Es crucial
preservar las libertades civiles de este país. En caso contrario, me temo que el
terrorismo ganará la batalla sin disparar un solo tiro». La Cámara de
Representantes aprobó el texto de la ley por trescientos treinta y siete votos a
favor y setenta y nueve en contra[25], y Bush firmó su entrada en vigor el 26 de
octubre. En 2002 el presidente concedió permiso a la National Security Agency,
NSA [Agencia Nacional de Seguridad], para llevar a cabo escuchas telefónicas,
lo cual suponía una violación de la Foreign Intelligence Surveillance Act, FISA
[Ley de Vigilancia de Información Secreta del Extranjero], y para supervisar el
correo electrónico de todos los ciudadanos[26].
Para convencer a los ciudadanos de que aceptaran tan flagrante infracción de
sus libertades y privacidad, la administración los bombardeó constantemente con
señales de alarma, el aumento de las medidas de seguridad y un sistema de
alertas diario codificado en cinco colores que cambiaban en función de la
presunta inminencia de atentado. Donald Rumsfeld y John Ashcroft, el fiscal
general, manipulaban tan patentemente dicho sistema que Tom Ridge, encargado
de la seguridad interior, se sintió impelido a dimitir tras un episodio
particularmente notorio[27]. La administración empezó también a identificar
puntos vulnerables y elaboró una lista de ciento sesenta posibles blancos del
terrorismo. Hacia finales de 2003, esa cifra había aumentado hasta mil
ochocientos cuarenta y nueve. Un año más tarde, a veintiocho mil trescientos
setenta. En 2005, a setenta y ocho mil, y en 2007, a trescientos mil. Ni siquiera
el corazón de la nación permaneció inmune. Por asombroso que pueda parecer,
Indiana, el discreto estado del Medio Oeste del país, encabezaba el ránking de
vulnerabilidad con ocho mil quinientos noventa y un blancos, es decir, casi el
triple que California. Entre todos esos blancos potenciales figuraban lugares
como zoológicos de mascotas, tiendas de donuts, puestos de palomitas,
heladerías y el Mule Day Parade [Desfile del Día de la Mula] de Columbia,
Tennessee[28].
Bush dejó bien claro que se trataba de un nuevo tipo de guerra, de un
conflicto que no se libraba contra ninguna nación, ni siquiera contra ninguna
ideología, sino contra una táctica: el terrorismo. Ronald Spiers, embajador
retirado, dijo que esa forma de plantearlo era deliberada y perniciosa. Elegir la
metáfora de la «guerra», escribió en 2004, no era «correcto ni inocuo», porque
toda guerra tiene «un final: la victoria o la derrota»: «De una “guerra contra el
terrorismo” no se vislumbra el final, ni cuenta con una estrategia de salida, ni
tiene enemigos y objetivos concretos, ni siquiera tácticas concretas […]. El
presidente ha encontrado esta “guerra” útil y la aprovecha para justificar todo lo
que desea o no desea hacer […]. Me recuerda a la guerra vaga e interminable del
Gran Hermano de 1984, la novela de George Orwell[29]».
Era también un nuevo tipo de guerra por el sacrificio que exigía a la
abrumadora mayoría de norteamericanos. El peso de la lucha recaería en los
miembros de un ejército de voluntarios reclutado mayormente entre los
estamentos inferiores de la sociedad. Su coste tendrían que asumirlo las
generaciones futuras.
Si al comienzo de la Segunda Guerra Mundial Franklin D. Roosevelt
advirtió: «La guerra cuesta dinero […]. Eso se traduce en impuestos y bonos y
en bonos e impuestos, en recortar los lujos y todo lo que no es esencial[30]»,
Bush veía las cosas de manera muy distinta. Recortó los impuestos a los ricos y
pidió al ciudadano que viajara a «los grandes destinos de América» y disfrutara
de la vida como los estadounidenses desean disfrutarla[31]. Frank Rich,
columnista de The New York Times, captó lo irreal de dicha petición: «Nadie nos
pide que paguemos una buena seguridad de los vuelos o frente al bioterrorismo,
ni que reduzcamos el consumo de combustible ni nuestra dependencia del
petróleo de Arabia Saudí, cuyo segundo artículo de exportación en importancia
son los terroristas. Al contrario, se nos pide que vayamos de compras, que
vayamos al cine y al teatro, que vayamos a Disneylandia[32]».
Bush pedía al pueblo norteamericano una difícil elección: qué visitar
primero: ¿Disneylandia o Disneyworld? A los talibanes les planteaba otro
dilema: o entregaban a los líderes de Al Qaeda o los bombardeaba hasta
devolverlos a la Edad de Piedra, de la que, en realidad, la mayor parte nunca
había salido. «Bombardear Afganistán hasta el retorno a la Edad de Piedra… —
escribió Tamim Ansary, afgano que llevaba treinta y cinco años viviendo en
Estados Unidos y era enemigo declarado de Bin Laden y los talibanes— ya se ha
hecho. Los soviéticos tuvieron buen cuidado de ello. ¿Que sufran los afganos?
Ya sufren. ¿Arrasar sus casas? Ya están arrasadas. ¿Destruir sus infraestructuras?
¿Negarles el acceso a la atención sanitaria y a medicamentos? Demasiado tarde.
Ya se han encargado de ello. Más bombas solo servirían para remover los
escombros que dejaron las anteriores. Pero al menos conseguirán acabar con los
talibanes… Es poco probable[33]».
Críticos de la precipitada guerra recordaron que entre los diecinueve
secuestradores de los aviones del 11 de septiembre no había ningún afgano.
Había quince saudíes, un libanés, un egipcio y dos ciudadanos de Emiratos
Árabes Unidos. Habían vivido en Hamburgo y habían asistido a clases de vuelo
y se habían entrenado sobre todo en Estados Unidos.
El 7 de octubre de 2001, menos de un mes después de los atentados, Estados
Unidos y sus aliados lanzaron la Operación Enduring Freedom [Libertad
Duradera]. Los dirigentes talibanes captaron el mensaje y pidieron negociar. El
15 de octubre, Wakil Ahmed Muttawakil, ministro de Exteriores talibán a quien
la embajada norteamericana en Islamabad consideraba próximo al mulá
Mohamed Omar, líder talibán, ofreció entregar a Bin Laden a la Organización de
la Conferencia Islámica para que fuera juzgado. Hay pruebas que sugieren que el
mulá Omar llevaba un tiempo intentando frenar a Bin Laden y que las relaciones
entre Al Qaeda y los afganos se habían deteriorado. De hecho, representantes del
Gobierno norteamericano habían mantenido más de veinte reuniones con cargos
del estado talibán los tres años anteriores para tratar la entrega de Bin Laden para
que lo juzgaran. Funcionarios estadounidenses llegaron a la conclusión de que
los talibanes habían llegado a un punto muerto. Milton Bearden, antiguo jefe de
delegación de la CIA que en los años ochenta había supervisado la guerra
encubierta en Afganistán desde su base en Pakistán, disintió y culpaba a Estados
Unidos de torpeza e inflexibilidad. «No llegamos a saber lo que querían decirnos
—declaró a The Washington Post—. No nos entendíamos, no hablábamos el
mismo lenguaje. Nosotros decíamos: “Entregad a Bin Laden”. Y ellos decían:
“Haced algo que nos ayude a entregarlo”». Funcionarios de la embajada y del
Departamento de Estado se citaron con Hamid Rasoli, jefe de seguridad talibán,
en una fecha tan avanzada como agosto de 2001. «No tengo la menor duda de
que querían librarse de él», declaró Bearden en octubre. Pero Estados Unidos no
llegó a ofrecer nunca lo que los talibanes necesitaban, las medidas que les
permitieran salvar el tipo[34].
La guerra de alta tecnología de Rumsfeld logró reducir el número de bajas
significativamente, pero la escasez de tropas permitió que Bin Laden, Omar y
muchos de sus partidarios se le deslizaran entre los dedos cuando los tenía
atrapados en Tora Bora en diciembre de 2001. Muchos civiles afganos no
tuvieron tanta suerte y murieron unos cuatro mil —es decir, más que en los
atentados de las Torres Gemelas y el Pentágono juntos—, según Marc Herold,
profesor de la Universidad de New Hampshire[35]. En meses posteriores,
además, es muy posible que esa cifra se multiplicara por cinco.
Aunque Bush pronto perdió interés en Afganistán para centrarse en Irak, la
guerra se prolongaría el resto de su presidencia. Hamid Karzai gobernó por
mediación de brutales señores de la guerra y de funcionarios corruptos, y el país
se convirtió en el mayor productor de opio del mundo —en 2004 acumulaba el
87 por ciento del total—.[36] En 2009 Afganistán era, solo por detrás de Somalia,
el segundo país más corrupto del mundo[37]. Minados por la corrupción y
agotados por la guerra, muchos afganos se alegraron del regreso de los talibanes
a pesar del rechazo inicial a sus represivas políticas.
Aunque los autores intelectuales de los atentados del 11 de septiembre se les
habían escapado, la CIA y el ejército acorralaron a miles de personas en
Afganistán y otros lugares. Las condiciones en que vivían, además, indicaba
hasta qué extremos eran capaces de llegar Bush y Cheney en nombre de Estados
Unidos, un país que siempre había considerado que el buen trato a sus
prisioneros era distintivo de su superioridad moral. Bush llamaba a los detenidos
«combatientes enemigos ilegales», no prisioneros de guerra cuyos derechos
había que respetar, y los encerraba en la base naval de la bahía de Guantánamo,
en Cuba, o en las cárceles «negras», es decir, clandestinas, de la CIA en todo el
mundo, donde podía retenerlos sine díe. A los menos afortunados, que eran
víctimas de torturas aún peores, los entregaban a gobiernos aliados conocidos
por su crueldad como el Egipto de Hosni Mubarak y la Siria de Bashar al Asad.
Bush impidió el procedimiento en el mismo campo de batalla para determinar si
un cautivo era civil o militar que exigía la Convención de Ginebra. En
consecuencia, muchas personas que no tenían relación alguna ni con Al Qaeda ni
con los talibanes eran capturadas por afganos e iraquíes sin escrúpulos en busca
de una cuantiosa recompensa. Los prisioneros inocentes no tenían forma de
protestar. Siguiendo los consejos de Alberto Gonzales, asesor de la Casa Blanca
en asuntos legales, Bush declaró que el Convenio de Ginebra relativo al trato de
los prisioneros de guerra, que Estados Unidos había ratificado en 1955, no se
aplicaba a los talibanes sospechosos ni a los miembros de Al Qaeda[38], lo cual
escandalizó entre otros muchos a Richard Myers, jefe del Estado Mayor
Conjunto.
La CIA recibió instrucciones de emplear diez métodos de interrogatorio
mejorados, producto de cincuenta años de investigación de la tortura psicológica.
Aparecían detalladas en Kubark: Counterintelligence Interrogation Manual
[Kubark: Manual de Interrogatorios de Contrainteligencia], editado por la
propia CIA en 1963 y perfeccionado por los aliados de Estados Unidos en Asia y
Latinoamérica en los años sesenta, setenta y ochenta. Los norteamericanos
habían abandonado la tortura psicológica al terminar la Guerra Fría y la habían
repudiado en 1994 tras firmar la Convención de las Naciones Unidas contra la
tortura. Tras los atentados del 11 de septiembre la recuperaron, a menudo para ir
más allá de lo estrictamente «psicológico[39]».
Arthur Schlesinger Jr. declaró a la periodista Jane Mayer que para él la nueva
política de torturas era «el desafío más rotundo, prolongado y radical al estado
de derecho de la historia de Estados Unidos[40]». Más tarde, la CIA describió sus
métodos de castigo al detalle. Tras el arresto se privaba al sospechoso «de visión
y de oído» con un capuchón y unas orejeras. Si se negaba a cooperar, lo
desnudaban, lo metían en una sala con luz cegadora y un ruido superior a los
setenta y nueve decibelios y lo mantenían despierto durante un periodo que
podía llegar a las ciento ochenta horas. En cuanto se convencía de que no tenía
ningún dominio de sí mismo, empezaba el interrogatorio. A continuación, unos
guardias le ponían grilletes en brazos y piernas y un collarín, y le quitaban el
capuchón. Los interrogadores le daban bofetadas y, agarrándolo por el collarín,
le golpeaban hasta treinta veces la cabeza contra la pared. Posteriormente
también lo empapaban, le negaban el uso de lavabo e inodoro, le obligaban a
llevar pañales sucios, lo encadenaban al techo y le hacían permanecer de pie o de
rodillas en posturas incómodas y dolorosas durante periodos de tiempo
prolongados[41]. El Comité Internacional de la Cruz Roja informó de que a los
presos de Guantánamo se les decía que los llevaban en un viaje «de ida y vuelta
al borde de la muerte[42]».
En casos especiales se empleaba el waterboarding, a veces repetidamente, a
pesar del hecho de que Estados Unidos había condenado a militares japoneses
por emplear esa técnica contra prisioneros norteamericanos durante la Segunda
Guerra Mundial. Malcolm Nance, experto en interrogatorios que fue instructor
del programa Survival, Evasion, Resistance and Escape, SERE [Supervivencia,
Evasión, Resistencia y Fuga], del Ejército norteamericano, describió en qué
consistía:
[…]. Uno no puede defender las medidas del equipo de Obama al llegar
al gobierno. La nueva legislación y la política apuntan en una sola
dirección: poner a los bancos sistemáticamente peligrosos en manos de la
Federal Deposit Insurance Corporation [Corporación Federal de Garantía de
Depósitos] y de su presidenta, Sheila Bair. De haber garantizado los
depósitos, sustituido la dirección, despedido a los representantes de los
lobbies, auditado los libros, perseguido el fraude y reestructurado y
reducido las instituciones, ahora el sistema financiero estaría limpio y
habríamos noqueado a los grandes bancos como fuerza política.
Pero el equipo de Obama no ha hecho ninguna de esas cosas. En su
lugar anunció unas «pruebas de estrés» diseñadas sobre todo para ocultar la
verdadera situación de los bancos, presionó al organismo federal encargado
del control bancario para que permitiera que la banca hiciera caso omiso del
valor de mercado de sus activos tóxicos, no cambió la dirección y nadie ha
sido imputado. Además, la Reserva Federal ha reducido los tipos de interés
a cero. Y el presidente justifica todo esto repitiendo hasta la saciedad que la
meta de su política es «que vuelva a fluir el crédito».
Los bancos han organizado una verdadera fiesta. Los beneficios se han
disparado, como las primas de los directivos. Con financiación gratuita, la
banca ha podido hacer dinero sin riesgo, y prestarle ese dinero al Tesoro. La
bolsa ha vuelto a subir. Las inversiones empiezan de cero. Las pérdidas de
las hipotecas se ocultan[7].
Los afganos no solo aborrecían a las fuerzas invasoras, sino también sus
tácticas, especialmente en la fase de la guerra en que se centró en la lucha contra
la guerrilla. Aborrecían que soldados norteamericanos, y afganos, entraran en
sus casas por la noche derribando las puertas y rompiendo el precepto musulmán
de no invadir la privacidad de las mujeres. Las incursiones nocturnas, que
aumentaron exponencialmente en cuanto Obama llegó al poder, tenían por
objetivo a los jefes talibanes y a individuos sospechosos de formar parte del
movimiento insurgente en un intento por acabar con los «gobiernos en la
sombra» que operaban en todo el país. Lo que el geógrafo israelí Eyal Weizman
dijo de esas tácticas cuando se aplicaron en Palestina e Irak es igualmente válido
para Afganistán, si no más: «La población civil de Palestina ha sufrido la
inesperada irrupción de la guerra en el dominio privado del hogar, que es la
modalidad más profunda de trauma y humillación[112]».
Para complicar las cosas, las incursiones nocturnas, como los drones, con
frecuencia se cobraban la vida de civiles inocentes. En mayo de 2011, la OTAN
mató en una de esas incursiones a un policía de Jalalabad identificado por error
como líder talibán. En el ataque murió también su sobrina de doce años Nelofar,
que dormía en el patio huyendo del calor sofocante. Un oficial de la OTAN se
disculpó de inmediato por tan trágico accidente, pero el padre de la niña apenas
encontró consuelo en sus disculpas: «Han matado a mi inocente hija de doce
años y a mi cuñado y me dicen: “Lo sentimos mucho”. ¿Qué quieren decir?
¿Qué dolor pueden curar esas palabras, “lo siento”?»[113]. Que ese año los
nativos talibanes fueran culpables de más muertes que el invasor extranjero no
servía para mitigar el encono de los afganos con las tropas de la OTAN.
Constantemente llegaban rumores de soldados norteamericanos que se
habían pasado de la raya y matado gratuitamente a civiles inocentes, como ya
sucediera en Irak. Un soldado canadiense de veintiún años que se ausentó de su
unidad sin permiso describió del siguiente modo el proceso que conducía a la
erosión de la empatía:
Juro que no fui capaz ni por un segundo de ver a aquella gente como
otra cosa que seres humanos. La mejor manera de forjar a un pequeño y
duro dick como yo —dick es el acrónimo de dedicated infantry combat
killer [esforzado asesino de infantería de combate[114]]— es sencilla y
consecuencia de un adoctrinamiento racista. Coge a algún cabeza hueca de
las calles de L. A. o de Brooklyn —o quizá de algún pueblecillo de
Tennessee—, de que en estos días en América no andamos escasos. Yo era
uno de esos productos «no-tiene-hijos». Pero a lo que vamos… Coges a ese
cabeza hueca y haces que se muera de miedo, lo conviertes en poco más
que en nada, cultivas el hermanamiento y la camaradería con quienes sufren
a su lado, y le llenas la cabeza de tonterías racistas como que todos los
árabes, iraquíes y afganos son unos hajj[115] y te odian, que los hajj quieren
matar a su familia, que los niños hajj son los peores porque están todo el
rato mendigando… La propaganda más ridícula y perniciosa, vamos. Pero
te sorprendería comprobar lo efectiva que resulta para espabilar a los
soldados de mi generación[116].
Obama dio la bienvenida a las tropas que volvían a casa en Fort Bragg. Pero
en lugar de referirse a la guerra de Irak como el desastre sin paliativos que había
sido, de extraer las lecciones pertinentes y de dar las gracias a los soldados por
sus sacrificios, el presidente se sintió impelido a adornar el fin del conflicto con
una retórica patriotera que recordaba las evocadoras palabras de Rudyard
Kipling, antiguo defensor del imperio que en la Primera Guerra Mundial
convenció a su hijo para que se alistase solo para verle morir en su primer día de
combate. En su poema «Epitafios de la guerra», Kipling escribió: «Si algunos os
preguntan por qué morimos / decidles: porque nuestros padres mintieron[171]».
Las mentiras de Obama eran igual de insidiosas. «Dejamos atrás un Irak
soberano, estable y que confía en sí mismo, con un gobierno representativo
elegido por el pueblo», dijo, elogiando la «extraordinaria hazaña» de las tropas.
La «lección más importante —prosiguió— […] tiene que ver con nuestro
carácter como nación […]. Porque no hay nada que nosotros, los americanos, no
podamos hacer cuando actuamos unidos […]. Por eso el Ejército de Estados
Unidos es la institución más respetada de este país». Felicitó a los soldados por
su predisposición al sacrificio, «sobre todo teniendo en cuenta que lo habéis
hecho por un pueblo al que no conocíais». Ese sacrificio, insistió, «forma parte
de lo que nos hace especiales como americanos. A diferencia de los viejos
imperios, nosotros no hacemos tales sacrificios para obtener territorios ni
recursos. Los hacemos porque es lo justo. No puede haber expresión más plena
del apoyo de América a la autodeterminación que haber dejado Irak en manos
del pueblo. Eso habla de cómo somos». Tras haber reescrito la historia de Irak,
puso el punto de mira en Afganistán, afirmando que las tropas habían «quebrado
el ímpetu de los talibanes». Las guerras de Irak y Afganistán, aseguró, habían
hecho a «América más fuerte y del mundo, un lugar más seguro». Recurriendo a
la reserva de mitos sagrados de Estados Unidos, aclamó la fuente de su
grandeza: «Los valores recogidos en nuestros documentos fundacionales y una
voluntad única entre las naciones de pagar un elevado precio por el progreso, la
libertad y la dignidad del hombre. Eso es lo que somos. Eso es lo que, unidos,
hacemos los americanos». Y recordó a los soldados presentes: «Sois parte de un
linaje ininterrumpido de héroes que se remonta dos siglos, desde los colonos que
derribaron un imperio, hasta vuestros abuelos y padres, que hicieron frente al
fascismo y al comunismo y acabaron con ellos. Y luego estáis vosotros, hombres
y mujeres que habéis luchado por los mismos principios que ellos en Faluya y
Kandahar y que habéis impartido justicia a quienes atentaron contra nosotros el
11 de septiembre de 2001».
Resulta complicado saber por dónde empezar a diseccionar las distorsiones y
a desenmascarar las mixtificaciones, pero, como ya hemos demostrado a lo largo
de este libro, el presunto altruismo, benevolencia y sacrificio de los
norteamericanos podrían ser un buen lugar para hacerlo, especialmente cuando
se combinan con un desmentido explícito del interés por los territorios y los
recursos. Obama identificó en su discurso de Fort Bragg la singularidad de
Estados Unidos por su «voluntad única entre las naciones de pagar un elevado
precio por el progreso, la libertad y la dignidad del hombre». Las guerras de Irak
y Afganistán, declaró, de forma absurda, habían hecho a «América más fuerte y
del mundo, un lugar más seguro». Comparó a las tropas que habían matado a
centenares de civiles iraquíes en Faluya con los colonos «que derribaron un
imperio» y con la generación de la Segunda Guerra Mundial, que hizo frente al
fascismo y al comunismo y acabó con ellos. Quizá no hubiera visto arder la
bandera americana para júbilo de la muchedumbre en Faluya el Día de la
Resistencia y la Libertad, que conmemora la salida de las tropas norteamericanas
de Irak. Quizá no hubiera leído las crónicas de los marines sobre la matanza
gratuita y a menudo indiscriminada de civiles iraquíes, mujeres y niños
incluidos, en Haditha y otros lugares. Quizá no hubiera reparado en la
explicación del comandante de las tropas norteamericanas en la provincia de
Anbar de por qué no investigaba el asesinato de veinticuatro civiles iraquíes por
los soldados norteamericanos en esa ciudad, Haditha. «Porque ocurre a todas
horas […] —dijo este militar—, en todo el país». Y en lo que fue o bien la
mentira más despreciable desde los primeros días de la administración Bush o
bien fruto de una retórica aguada e insensible, congratuló a las tropas por haber
luchado «por los mismos principios que ellos [sus predecesores en el ejército] en
Faluya y Kandahar», y por haber impartido justicia a quienes atentaron contra
Estados Unidos el 11 de septiembre de 2001, con lo cual daba crédito a la
invención de la pareja Bush-Cheney según la cual la invasión de Irak estaba en
cierto modo justificada por el apoyo de Sadam Hussein a Al Qaeda y perpetuaba
la peligrosa fantasía de que la ocupación de Irak y de Afganistán tenía algo que
ver con los atentados de la organización de Bin Laden[172].
Obama había acabado apenas de pronunciar su discurso cuando el «estable»
Irak se sumió en el caos. En pocos días se vio al borde de la guerra civil y
sacudido por una serie de atentados suicidas que dejaron decenas de muertos y
cientos de heridos. Los suníes se sentían particularmente agraviados. El gobierno
de coalición que los funcionarios norteamericanos finalmente habían conseguido
reunir casi ocho meses después de las elecciones de 2010 se había derrumbado.
El primer ministro, Nuri Kamal al Maliki, chií, había emitido una orden de
arresto del vicepresidente, Tariq al Hashimi, suní, acusándole de dirigir un
escuadrón de la muerte, y había intentado acabar también con el vice primer
ministro, otro suní. Hashimi huyó a Kurdistán para evitar la detención. Las
fuerzas de seguridad de Al Maliki ya habían arrestado a centenares de dirigentes
de la oposición suní y a antiguos miembros del Partido Baaz las semanas previas
mientras Al Maliki afianzaba su control del ejército y la policía. La oposición lo
acusó de querer convertirse en un dictador. Los suníes y otros críticos seculares
boicotearon el Parlamento. Las provincias suníes llevaban meses pidiendo mayor
autonomía y los kurdos se habían establecido en Kurdistán, región rica en
petróleo que contaba con fuerzas de seguridad, Parlamento y presidente propios.
El país amenazaba con escindirse en tres estados distintos.
El desdén de los iraquíes por el «sacrificio» de los soldados norteamericanos,
que les había servido para deshacerse de un dictador aborrecible, pero que había
tenido la consecuencia de centenares de miles de compatriotas muertos o
heridos, se reflejó en el hecho de que la mayoría de los cargos invitados a lo que
The Washington Post llamó «desfile al parecer interminable de ceremonias
militares» no respondieran a la invitación. En realidad, las grandes ceremonias
de clausura de las bases militares se habían interrumpido la primavera anterior
porque los insurgentes las aprovechaban para perpetrar atentados. Una de dichas
convocatorias resultó particularmente sangrienta. El 17 de diciembre, oficiales
norteamericanos e iraquíes se reunieron para la ceremonia de cesión a las
Fuerzas Aéreas de Irak de la base militar de Adder, último emplazamiento de
estas características de los norteamericanos en Irak, que había albergado a doce
mil soldados y diverso personal de seguridad. Greg Jaffe, de The Washington
Post, describió así la escena: «[En primer lugar] una banda iraquí de seis
músicos ataviados con sucios uniformes azules tocó una desafinada marcha con
sus abollados trombones y trompetas […]. Un oficial iraquí profirió vítores en
árabe y dio palmadas y zapateó. Al poco, la mayoría de los iraquíes allí reunidos
cantaban y vitoreaban con él […]. Un oficial norteamericano se sentaba, rígido,
en el estrado tras un cartelito donde podía leerse: “Coronel” […]. Luego, el
maestro de ceremonias iraquí gritó: “Es el final de la ocupación americana. Que
Dios se apiade de nuestros mártires”». Los últimos soldados norteamericanos se
escabulleron al amparo de la noche en lo que el Post llamó «secreto convoy de
madrugada a Kuwait[173]».
the American Empire, vol. 1, U.S. Diplomatic History to 1901, Rand McNally
College Publishing, Chicago, 1976, p. 108. <<
[2] Alfred W. McCoy, Francisco A. Scarano y Courtney Johnson, «On the Tropic
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y la reconfiguración del orden mundial, trad. de J. P. Tosaus Abadía, Paidós
Ibérica, Barcelona, 2011]. <<
[15] Max Boot, «American Imperialism? No Need to Run Away from Label»,
York, 2004, pp. 14-15. [Coloso: auge y decadencia del imperio americano, trad.
de M. Chocano Mena, Debate, Barcelona, 2005]. <<
[17] Paul Kennedy, «The Eagle Has Landed», Financial Times, 22 de febrero de
2002. <<
[18] Jonathan Freedland, «Is America the New Rome?», The Guardian, 18 de
Dominance and Dependence, Basic Books, Nueva York, 1973, p. 23. <<
[21] Amiya Kumar Bacgchi, Perilous Passage: Mankind and the Global,
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272. <<
[22] Paul Kennedy, The Rise and Fall of the Great Powers: Economic Change
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150. [Auge y caída de las grandes potencias, Madrid, Globus comunicación,
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[23] Lars Schoultz, Beneath the United States: A History of U.S. Policy Toward
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[26]
Philip Sheldon Foner, The Great Labor Uprising of 1877, Nueva York,
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[27] Philip Sheldon Foner, History of the Labor Movement in the United States,
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[32] Robert L. Beisner, Twelve Against Empire: The Anti-Imperialists 1898-1900,
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[38]
Stephen Kinzer, Overthrow: America’s Century of Regime Change from
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[39]
George Frisbie Hoar, Autobiography of Seventy Years, vol. 2, Charles
Scribner’s Sons, Nueva York, 1905, p. 304. <<
[40] «Gain for the Treaty», The New York Times, 6 de febrero de 1899. <<
[41] Kinzer, Overthrow, pp. 52-53. <<
[42]
David Howard Bain, Sitting in Darkness: Americans in the Philippines,
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[43] Congressional Record, Senate, 56.º Cong., 1.ª Ses., 1900, vol. 33, 1.ª P., p.
704. <<
[44] William Jennings Bryan, Speeches of William Jennings Bryan, vol. 2, Funk
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[45] Stuart Creighton Miller, Benevolent Assimilation: The American Conquest of
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[1] William Appleman Williams, The Tragedy of American Diplomacy, W. W.
and Abroad Since 1750, W. W. Norton, Nueva York, 1989, p. 262; Lloyd C.
Gardner, Walter F. LaFeber y Thomas J. McCormick, Creation of the American
Empire, vol. 2: U.S. Diplomatic History Since 1893, Rand McNally, Chicago,
1976, p. 305. <<
[6] George C. Herring, From
Colony to Superpower: U.S. Foreign Relations
Since 1776, Oxford University Press, Nueva York, 2008, p. 390. <<
[7] Gardner, LaFeber y McCormick, Creation of the American Empire, vol. 2, pp.
Nueva York, 1980, p. 350. [Una historia popular del imperio Americano,
Ediciones Sinsentido, Madrid, 2010]. <<
[12] Nell Irvin Painter, Standing at Armageddon: The United States, 1877-1919,
de 1917. <<
[19] «Amazement and Bewilderment Caused by Proposal of Wilson for Peace
Pact for theWorld», The The Atlanta Constitution, 23 de enero de 1917. <<
[20] LaFeber, The American Age, p. 278; Carter Jefferson, Anatole France: The
New World Order, Oxford University Press, Nueva York, 1992, p. 118. <<
[22] Ibid., p. 120. <<
[23] Ibid., pp. 121-131. <<
[24] David M. Kennedy, Over Here: The First World War and American Society,
de 1918. <<
[33] «Spurns Sisson Data», The Washington Post, 22 de septiembre de 1918. <<
[34] Ross, Propaganda for War, pp. 241, 242. <<
[35] «The Sisson Documents», The Nation, 23 de noviembre de 1918; en Philip
<<
[42] «Quits Columbia; Assails Trustees», The New York Times, 9 de octubre de
1917. <<
[43] Ibid. <<
[44] Horace Cornelius Peterson and Gilbert Courtland Fite, Opponents of War,
Learning in America, Louisiana State University Press, Baton Rouge, 1975, pp.
213-214. <<
[46] «War Directed College Course to be Intensive», The Chicago Tribune, 1 de
57-59. <<
[48] «Bankers Cheer Demand to Oust Senator La Follette; “Like Poison in Food
the United States Since 1880, Oxford University Press, Nueva York, 1987, pp.
59, 60, 101; Connelly, p. 140; Kennedy, Over Here, p. 186. <<
[66] Brandt, ibid., pp. 101-106; Kennedy, Over Here, pp. 186-187. <<
[67] Brandt, ibid., pp. 116-119. <<
[68] Randolph Bourne, «Unfinished Fragment on the State», Untimely Papers,
Journal of the History of Ideas, n.º 31 (abril-junio de 1970), pp. 300-303. <<
[71] «Declaration (IV, 2) Concerning Asphyxiating Gases», documento n.º 3; en
Adam Roberts y Richard Guelff (eds.), Documents on the Laws of War, 3.ª ed.,
Oxford University Press, Nueva York, 2000, p. 60. <<
[72] «Crazed by Gas Bombs», The Washington Post, 26 de abril de 1915. <<
[73] «New and Peculiar Military Cruelties Which Arise to Characterize Every
of the Nuclear Age, Alfred A. Knopf, Nueva York, 1993, p. 44. <<
[76] David Jerome Rhees, «The Chemists’ Crusade: The Rise of an Industrial
«A Brief History of the American University Experiment Station and U.S. Navy
Bomb Disposal School, American University», Office of History, U.S. Army
Corps of Engineers, junio de 1994, p. 12. <<
[84] Hershberg, James B. Conant, pp. 46-47. <<
[85] Richard Barry, «America’s Most Terrible Weapon: The Greatest Poison Gas
Plant in theWorld Ready for Action When the War Ended», Current History
(enero de 1919), pp. 125-127. <<
[86] Robert Harris y Jeremy Paxman, A Higher Form of Killing: The Secret
History of Chemical and Biological Warfare, Random House, Nueva York, 2002,
p. 35. <<
[87] Barry, «America’s Most Terrible Weapon», pp. 127-128. <<
[88] Dominick Jenkins, The Final Frontier: America, Science, and Terror, Verso,
Co., Nueva York, 1921, pp. 37-38 (citas del original). <<
[97] «The Chemical Industry Show», The New York Times, 26 de septiembre de
1917. <<
[98] Daniel P. Jones, «American Chemists and the Geneva Protocol», Isis,
septiembre de 1980, pp. 432-438. <<
[99] Ibid., pp. 433-438; Tucker, War of Nerves, pp. 21-22. <<
[100] Tucker, War of Nerves, p. 20. <<
[101] Gardner, LaFeber y McCormick, Creation of the American Empire, p. 336.
<<
[102] «President Wilson’s Message to Congress on War Aims», The Washington
<<
[104] Ídem; Herring, From Colony to Superpower, p. 423. <<
[105]
Robert David Johnson, The Peace Progressives and American Foreign
Relations, Harvard University Press, Cambridge (Massachusetts), 1995, pp. 82-
83. <<
[106] «Our Men in Russia at Foch’s Demand», The New York Times, 10 de enero
de 1919. <<
[107] Johnson, The Peace Progressives and American Foreign Relations, pp. 84,
220. <<
[115] Gardner, LaFeber y McCormick, Creation of the American Empire, pp. 340-
341. <<
[116] Herring, From Colony to Superpower, pp. 418, 426. <<
[117] Gardner, LaFeber y McCormick, Creation of the American Empire, p. 341.
<<
[118] Knock, To End All Wars, pp. 223, 224 y 329, nota 76. <<
[119] Boller, Presidential Anecdotes, pp. 220-221. <<
[120]
John Maynard Keynes, The Economic Consequences of the Peace,
Harcourt, Brace and Howe, Nueva York, 1920, pp. 36, 37, 268. [Las
consecuencias económicas de la paz, trad. de Juan Uña, Folio, Barcelona, 1997].
<<
[121] John Lewis Gaddis, Russia, The Soviet Union, and the United States: An
p. 126. <<
[126] Olmsted, Real Enemies, p.19. <<
[127]
66.º Congreso, 1.ª sesión, Senate Documents: Addresses of President
Wilson, 11, 120 (mayo-noviembre de 1919), p. 206. <<
[128] Leroy Ashby, The Spearless Leader: Senator Borah and the Progressive
Movement in the 1920’s, University of Illinois Press, Urbana, 1972, p. 101. <<
[129] Herring, From Colony to Superpower, p. 429. <<
[130] Knock, To End All Wars, p. 186. <<
[131] Ron Chernow, The House of Morgan: An American Banking Dynasty and
the Rise of Modern Finance, Simon & Schuster, Nueva York, 1990, pp. 206-208.
<<
[132]
Sally Marks, The Illusion of Peace: International Relations in Europe,
1918-1933, St. Martin’s Press, Nueva York, 1976, pp. 13, 38, 39. <<
[133] David F. Schmitz, Thank God They’re on Our Side: The United States and
209-211. [Tres soldados, trad. de Mary Rowe, Plaza & Janés, Barcelona, 1985].
<<
[148] F. Scott Fitzgerald, This Side of Paradise, Charles Scribner’s Sons, Nueva
York, 1920, p. 282. [A este lado del paraíso, trad. de Juan Benet, Alianza
Editorial, Madrid, 2012]. <<
[149]
Ernest Hemingway, A Moveable Feast: The Restored Edition, Scribner,
Nueva York, 2009, p. 61. [París era una fiesta, trad. de Gabriel Ferrater i Soler,
Seix Barral, Barcelona, 2001]. <<
[150] Kennedy, Over Here, pp. 187-189; Loren Baritz, The Servants of Power: A
History of the Use of Social Science in American Industry, John Wiley & Sons,
Nueva York, 1974, pp. 43-46. <<
[151] Kennedy, Over Here, p. 188. <<
[152] Merle Curti, «The Changing Concept of “Human Nature” in the Literature
and War, 1929-1945, Oxford University Press, Nueva York, 1999, pp. 163-164.
<<
[2] «Looking to Mr. Roosevelt», The New York Times, 4 de marzo de 1933. <<
[3]
Arthur M. Schlesinger, Jr., The Coming of the New Deal, 1933-1935,
Houghton Mifflin Harcourt, Nueva York, 2003, p. 13. <<
[4] «Text of New President’s Address at Inauguration», Los Angeles Times, 5 de
1933; «More States Move to Protect Banks», The New York Times, 1 de marzo
de 1933; «Banks Protected in 5 More States», The New York Times, 2 de marzo
de 1933. <<
[6] Anne O’Hare McCormick, «Main Street Reappraises Wall Street», The New
1933. <<
[8]
Liaquat Ahamed, Lords of Finance: The Bankers Who Broke the World,
Penguin, Nueva York, 2009, p. 441; Jonathan Alter, The Defining Moment:
FDR’s Hundred Days and the Triumph of Hope, Simon & Schuster, Nueva York,
2007, p. 150. <<
[9] Barton J. Bernstein, «The New Deal: The Conservative Achievements of
Books, Nueva York, 1983, p. 158; Gary Orren, «The Struggle for Control of the
Republican Party», The New York Times, 17 de agosto de 1976. <<
[13] «The Nation: I’ve Had a Bum Rap», Time, 17 de mayo de 1976, p. 19. <<
[14] «National Affairs: Not Since the Armistice», Time, 25 de septiembre de
1931. <<
[19] Philip Jenkins, Hoods and Shirts: The Extreme Right in Pennsylvania, 1925-
1950, University of North Carolina Press, Chapel Hill, 1997, p. 91. <<
[20] Ibid., p. 118; «Ballot on Gold 283-5», The New York Times, 30 de mayo de
1933. <<
[21] Peter H. Amann, «A “Dog in the Nighttime” Problem: American Fascism in
the 1930s», The History Teacher, n.º 19, agosto de 1986, p. 572; Alan Brinkley,
Voices of Protest: Huey Long, Father Coughlin, and the Great Depression,
Vintage Books, Nueva York, 1983, pp. 266-277. <<
[22] Michael Kazin, The Populist Persuasion, Cornell University Press, Ithaca
de 1933. <<
[30] «Smith Hurls Broadside Against Gold Program», Los Angeles Times, 25 de
de 1934. <<
[37] «Borah Demands a Rebuilt Party», The New York Times, 9 de noviembre de
1934. <<
[38] Oswald Garrison Villard, «Russia from a Car Window», The Nation, 6 de
de 1931. <<
[40] «6000 Artisans Going to Russia, Glad to Take Wages in Roubles», Business
Week, 2 de septiembre de 1931; «Amtorg Gets 100,000 Bids for Russia’s 6,000
Skilled Jobs», Business Week, 7 de octubre de 1931. <<
[41] Stuart Chase, «The Engineer as Poet», The New Republic, 20 de mayo de
1931; Stuart Chase, A New Deal, Macmillan, Nueva York, 1932, p. 252. <<
[42] Edmund Wilson, Travels in Two Democracies, Harcourt, Brace, Nueva York,
Light: A Literary Chronicle of the Twenties and Thirties, Farrar, Straus & Young,
Nueva York, 1952, p. 408; Peter J. Kuznick, Beyond the Laboratory: Scientists
as Political Activists in 1930s America, University of Chicago Press, Chicago,
1987, pp. 106-143. <<
[44] Seguidores de A. J. Muste (1885-1967), clérigo defensor de los derechos
1934. <<
[47] Read Bain, «Scientist as Citizen», Social Forces, n.11, marzo de 1933, pp.
413-414. <<
[48] Kuznick, Beyond the Laboratory, pp. 101-102. <<
[49] Bernstein, «The New Deal», p. 271. <<
[50] Frank A. Warren, Liberals and Communism: The Red Decade Revisited,
véase Timothy Snyder, Bloodlands: Europe Between Hitler and Stalin, Basic
Books, Nueva York, 2010. [Tierras de sangre, trad. de Jesús de Cos, Galaxia
Gutemberg, Barcelona, 2011]. Millones de personas murieron durante la
hambruna de Ucrania, que Stalin indujo a propósito en 1932 y 1933, y miles se
vieron obligadas a recurrir al canibalismo. <<
[53] Kennedy, Freedom from Fear, pp. 278-279. <<
[54] «Text of Roosevelt’s Closing Campaign Speech at Madison Square Garden»,
de Hitler llevado a cabo en una cervecería de Múnich en 1923. (N. del T.). <<
[64]
Arthur M. Schlesinger, Jr., The Politics of Upheaval, Houghton Mifflin,
Nueva York, 1960, p. 83. «Gen. Butler Bares Fascist Plot to Seize Government
by Force», The New York Times, 21 de noviembre de 1934. <<
[65] Lichtman, White Protestant Nation, p. 70. <<
[66]
Kathryn S. Olmsted, Real Enemies: Conspiracy Theories and American
Democracy, World War I to 9/11, Oxford University Press, Nueva York, 2009, p.
30. <<
[67] «Probing War’s Causes», The Washington Post, 14 de abril de 1934. <<
[68]
Wayne Cole, Senator Gerald P. Nye and American Foreign Policy,
University of Minnesota Press, Minneapolis, 1962, pp. 71-73. <<
[69] John E. Wilz, In Search of Peace,The Senate Munitions Inquiry, 1934-36,
1934. <<
[79] «Arms Inquiry Just Starting, Nye Declares», The Washington Post, 29 de
1934. <<
[82]
Constance Drexel, «State Ownership Not Arms Problem Remedy», The
Washington Post, 4 de diciembre de 1934. <<
[83] «The Problem of Munitions», The Chicago Tribune, 18 de diciembre de
1934. <<
[89] «Roosevelt Backs Munitions Inquiry», The New York Times, 27 de diciembre
de 1934. <<
[90] «Urge Continuing Munitions Inquiry», The New York Times, 11 de enero de
1935. <<
[91] «Grace Challenges 100% War Tax Plan», The New York Times, 26 de febrero
de 1935; «Huge War Profits Laid to Bethlehem», The New York Times, 27 de
febrero de 1935. <<
[92]
Eunice Barnard, «Educators Assail Hearst “Influence”», The New York
Times, 25 de febrero de 1935; Eunice Barnard, «Nye Asks for Data for Press
Inquiry», The New York Times, 28 de febrero de 1935. <<
[93] L. C. Speers, «Issue of War Profits Is Now Taking Form», The New York
1935. <<
[98] «Nye Submits Bill for Big War Taxes», The New York Times, 4 de mayo de
1935. <<
[99] «The Communistic War Bill», The Chicago Tribune, 18 de septiembre de
1935. <<
[100] Newton D. Baker, «Our Entry into the War», The New York Times, 13 de
de 1936. <<
[108] Ray Tucker, «Hard Road to Peace Revealed by Inquiry», The New York
<<
[114] Cole, Senator Gerald P. Nye and American Foreign Policy, pp. 91-92. <<
[115] «Nye Group Urges U.S. Set Up Its Own Gun Plants», The Chicago Tribune,
Rise of the Third Reich, St. Martin’s Press, Nueva York, 2003, p. 226. <<
[117] Richard S. Tedlow, The Watson Dynasty: The Fiery Reign and Troubled
Legacy of IBM’s Founding Father and Son, HarperCollins, Nueva York, 2003, p.
129. <<
[118] «British, Nazi Trade Groups Reach Accord», The Chicago Tribune, 17 de
Making of IBM, John Wiley & Sons, Nueva York, 2003, p. 206. <<
[121] «Ford Says It’s All a Bluff», The New York Times, 29 de agosto de 1939;
Heredity, Alfred A. Knopf, Nueva York, 1985, p. 111; Black, Nazi Nexus, p. 25.
<<
[129] Kevles, In the Name of Eugenics, p. 16. <<
[130] Ben Aris and Duncan Campbell, «How Bush’s Grandfather Helped Hitler’s
Since 1776, Oxford University Press, Nueva York, 2008, pp. 503-504. <<
[137] Kennedy, Freedom from Fear, pp. 395-396. <<
[138] William L. Shirer, The Rise and Fall of the Third Reich: A History of Nazi
Origins of the Second World War, Ivan R. Dee, Nueva York, 2001, pp. 42-49. <<
[3] United States Holocaust Memorial Museum,
http://www.ushmm.org/wlc/en/article.php?ModuleId=10007411. <<
[4]
Frank L. Kluckhohn, «Line of 4,500 Miles», The New York Times, 4 de
septiembre de 1940. <<
[5] David M. Kennedy, Freedom from Fear: The American People in Depression
and War, 1929-1945, Oxford University Press, Nueva York, 1999, p. 456. [Entre
el miedo y la libertad: los EE.UU. de la gran depresión al fin de la Segunda
Guerra Mundial (1929-1945), trad. de. Eduardo Hojman, Edhasa, Barcelona,
2005]. <<
[6] John C. Culver y John Hyde, American Dreamer: The Life and Times of
1930s America, University of Chicago Press, Chicago, 1987, pp. 184-186, 205-
206. <<
[9] Samuel I. Rosenman, Working with Roosevelt, Harper & Brothers, Nueva
1940. <<
[12] George Bookman, «President Says Program Would Eliminate “Silly Foolish
de 1941. <<
[15] Ibid. <<
[16] Robert C. Albright, «President Calls Senator’s ‘Plow Under […] Youth’
1941. <<
[18]
George C. Herring, Aid to Russia 1941-1946: Strategy, Diplomacy, the
Origins of the Cold War, Columbia University Press, Nueva York, 1973, p. 5. <<
[19] Kennedy, Freedom from Fear, p. 475. <<
[20] «Basic Fear of War Found in Surveys», The New York Times, 22 de octubre
de 1939. <<
[21] David Kennedy eleva la cifra a tres millones seiscientos mil; cf., Kennedy,
1941. <<
[24] Herring, Aid to Russia 1941-1946, p. 12. <<
[25] «Our Alliance with Barbarism», The Chicago Tribune, 2 de septiembre de
and Abroad Since 1750, W. W. Norton, Nueva York, 1989, pp. 381-382. <<
[30] Justus D. Doenecke and John E. Wilz, From Isolation to War, 1931-1941
Battle for Postwar Asia, Random House, Nueva York, 2007, p. 95. <<
[32] Henry R. Luce, «The American Century», Life, febrero de 1941, pp. 61-65.
<<
[33] LaFeber, The American Age, p. 380. <<
[34] Henry A. Wallace, The Price of Vision: The Diary of Henry A. Wallace 1942-
1946, John Morton Blum (ed.), Houghton Mifflin, 1973, pp. 635-640. <<
[35] Herring, Aid to Russia 1941-1946, pp. 56-58. <<
[36] Herbert Feis, Churchill, Roosevelt, Stalin: The War They Waged and the
Peace They Sought, Princeton University Press, Princeton (Nueva Jersey), 1957,
p. 42. <<
[37] Lloyd C. Gardner, Walter F. LaFeber y Thomas J. McCormick, Creation of
the American Empire, vol. 2: U.S. Diplomatic History Since 1893, Rand
McNally, Chicago, 1976, p. 425. <<
[38]
John Lewis Gaddis, Russia, The Soviet Union, and the United States,
McGraw-Hill, Nueva York, 1990, p. 149. <<
[39] Kennedy, Freedom from Fear, p. 573. <<
[40]
Allan M. Winkler, Franklin D. Roosevelt and the Making of Modern
America, Longman, Nueva York, 2006, p. 235. <<
[41] Kennedy, Freedom from Fear, p. 574. <<
[42] Edward T. Folliard, «Molotov’s Visit to White House, Postwar Amity Pledge
1942. <<
[46] Mark Sullivan, «Mark Sullivan», The Washington Post, 12 de julio de 1942.
<<
[47] John Lewis Gaddis, The United States and the Origins of the Cold War,
Since 1776, Oxford University Press, Nueva York, 2008, p. 547. <<
[49]
Mark A. Stoler, The Politics of the Second Front: American Military
Planning and Diplomacy in Coalition Warfare, 1941-1943, Greenwood Press,
Westport (Connecticut), 1977, pp. 55-58, 110. <<
[50] Kennedy, Freedom from Fear, p. 570. <<
[51] «Hull Lauds Soviet Stand», The New York Times, 12 de diciembre de 1941.
<<
[52] Ralph Parker, «Russian War Zeal Lightens Big Task», The New York Times,
1942. <<
[54] Barnett Nover, «Twelve Months», The Washington Post, 22 de junio de
1942. <<
[55] Robert Joseph, «Filmland Salutes New Tovarichi», The New York Times, 5 de
1942. <<
[57] Leland Stowe, «Second Front Decision Held Imperative Now: All Signs
Point to Powerful Resistance in West if Allies Wait Until Spring», Los Angeles
Times, 25 de agosto de 1942. <<
[58] George Gallup, «Allied Invasion of Europe Is Urged», The New York Times,
1942. <<
[60] «C.I.O. Leaders Ask President to Open Second Front at Once», Los Angeles
<<
[64]
«2nd Front Demand Made at Red Rally», The New York Times, 25 de
septiembre de 1942. <<
[65] «43 May Be Too Late for 2nd Front-Wilkie», The Chicago Tribune, 27 de
Union and the Cold War, Hill and Wang, Nueva York, 2007, p. 26. [La guerra
después de la guerra: Estados Unidos, la Unión Soviética y la Guerra Fría, trad.
de Ferrán Steve Gutiérrez, Crítica, Barcelona, 2008]. <<
[68] Susan Butler (ed.), My Dear Mr. Stalin: The Complete Correspondence of
Franklin D. Roosevelt and Joseph V. Stalin, Yale University Press, New Haven
(Connecticut), 2005, p. 63. [Querido Mr. Stalin: la correspondencia entre
Franklin D. Roosevelt y Josef V. Stalin, trad. de Marta Pino Moreno, Paidós
Ibérica, Barcelona, 2007]. <<
[69] Frances Perkins, The Roosevelt I Knew, Harper & Row, Nueva York, 1946,
Wilson to Reagan, Oxford University Press, Nueva York, 1984, p. 63. <<
[71] Winston Churchill, Triumph and Tragedy: The Second World War, vol. 6,
Houghton Mifflin Company, Boston, 1953, pp. 214-215 [La Segunda Guerra
Mundial, trad. de María A. Devoto Carnicero, La Esfera de los Libros, Madrid,
2009]; Gaddis, Russia, The Soviet Union, and the United States, p. 154. <<
[72] Edward S. Mason y Robert E. Asher, The World Bank Since Bretton Woods:
The Origins, Policies, Operations, and Impact of the International Bank for
Reconstruction, Brookings Institution, Washington, D. C., 1973, p. 29. <<
[73]
Elizabeth Borgwardt, A New Deal for the World: America’s Vision for
Human Rights, Belknap Press, Cambridge (Massachusetts), 2005, p. 252. <<
[74] Warren F. Kimball, Forged in War: Roosevelt, Churchill, and the Second
p. 37. <<
[76] Warren F. Kimball, The Juggler: Franklin Roosevelt as Wartime Statesman,
Race to Build the Pentagon and to Restore It Sixty Years Later, Random House,
Nueva York, 2007, p. 42. <<
[80] Para The New York Times era «un gran donut de cemento». Newsweek criticó
su fachada, «propia de una cárcel». Años más tarde, Norman Mailer diría que el
edificio de «pálidos muros amarillos», que en su opinión es «el gran y verdadero
templo del complejo militar-industrial», daba la impresión de ser «una clavija de
plástico inserta en la carne, la cicatriz de una inconfesable operación». Véase
«Mammoth Cave, Washington, D. C.», The New York Times, 27 de junio de
1943; Vogel, The Pentagon: A History, p. 306; Norman Mailer, The Armies of
the Night: History as a Novel, the Novel as History, Signet, Nueva York, 1968,
pp. 116-132. [Los ejércitos de la noche: la historia como novela: la novela como
historia, trad. de Jesús Zulaika, Anagrama, Barcelona, 2013]. <<
[81] Churchill, Triumph and Tragedy, pp.227-228; Paul Johnson, Modern Times:
The World from the Twenties to the Nineties, Perennial, Nueva York, 2001, p.
434. [Tiempos modernos, trad. de Aníbal Leal Fernández, Homo Legens,
Madrid, 2007]. <<
[82] LaFeber, The American Age, p. 413. <<
[83] Howard Jones, Crucible of Power: A History of American Foreign Relations
from 1897, Rowman & Littlefield, Lanham (Maryland), 2008, p. 219. <<
[84] Churchill, Triumph and Tragedy, p. 338. <<
[85] Gaddis, The United States and the Origins of the Cold War, 1941-1947, p.
163. <<
[86] H. W. Brands, The Devil We Knew: Americans and the Cold War, Oxford
George W. Bush, Cornell University Press, Ithaca (Nueva York), 1983, p. 1. <<
[92] Harry S. Truman, Memoirs by Harry S. Truman: 1945: Year of Decisions,
New American Library, Nueva York, 1955, p. 31. [Memorias, trad. de José
Casán, Argos Vergara, Cerdanyola (Barcelona), 1956]. <<
[93]
Lloyd C. Gardner, Architects of Illusion: Men and Ideas in American
Foreign Policy, 1941-1949, Quadrangle Books, Nueva York, 1970, p. 56. <<
[94] Walter Millis (ed.), The Forrestal Diaries, The Viking Press, Nueva York,
State, of a Meeting at the White House, April 23, 1945», en Foreign Relations of
the United States, 1945, vol. 5, U.S. Government Printing Office, Washington,
D. C., 1967, p. 253. <<
[105] Truman, Memoirs by Harry S. Truman, p. 87. <<
[106] «WPB Aide Urges U.S. to Keep War Set-up», The New York Times, 20 de
205. <<
[111] Truman, Memoirs by Harry S. Truman, pp.102-103. <<
[112] Gaddis, Russia, The Soviet Union, and the United States, p. 157. <<
[113] Gaddis, The United States and the Origins of the Cold War, 1941-1947, p.
227. <<
[114] Martin J. Sherwin, A World Destroyed: Hiroshima and the Origins of the
Arms Race, Vintage, Nueva York, 1987, pp. 172-174, 180-183; Elizabeth
Kimball MacLean, Joseph E. Davies: Envoy to the Soviets, Praeger, Nueva York,
1992, pp. 136-140; Walter Isaacson y Evan Thomas, The Wise Men: Six Friends
and the World They Made: Acheson, Bohlen, Harriman, Kennan, Lovett,
McCloy, Simon & Schuster, Nueva York, 1986, p. 279. <<
[115] «Durable World Peace Fervent Aim of Stalin», The Atlanta Constitution, 22
de junio de 1945; «Russia Seen Eager for Lasting Peace», The New York Times,
22 de junio de 1945. <<
[116] Don Whitehead y John Beals Romeiser, Beachhead Don: Reporting the War
from the European Theater, 1942-1945, Fordham University Press, Nueva York,
2004, pp. 355-356. <<
[117] Harold Denny, «First Link Made Wednesday by Four Americans on Patrol»,
de 1945. <<
[122] «“I Am an American” Is Powerful Password in Poland or Russia», The
Army Soldiers, and the Nazi Extermination Camps», Russian Review, n.º 69,
julio de 2010, p. 438. <<
[127] Leffler, For the Soul of Mankind, p. 29. <<
[128] Offner, For the Soul of Mankind, p. 54. <<
[129] «America and Russia», Life, 30 de julio de 1945, p. 20. <<
[130] Gardner, Architects of Illusion, p. 58. <<
[1] Paul Fussell, «Thank God for the Atom Bomb: Hiroshima: A Soldier’s View»,
and the Crusade for Nuclear Arms Control, Helen S. Hawkins, G. Allen Greb,
and Gertrud Weiss Szilard (eds.), MIT Press, Cambridge (Massachusetts), 1987,
p. XXVI. <<
[6] Allan M. Winkler, Life Under a Cloud: American Anxiety About the Atom,
Szilard, the Man Behind the Bomb, University of Chicago Press, Chicago, 1992,
p. 245. <<
[12] Kai Bird y Martin J. Sherwin, American Prometheus:
The Triumph and
Tragedy of J. Robert Oppenheimer, Vintage Books, Nueva York, 2005, p. 185.
<<
[13]
Michael S. Sherry, The Rise of American Air Power: The Creation of
Armageddon, Yale University Press, New Haven (Connecticut), 1987, pp. 172,
236. <<
[14] Henry A. Wallace, «The Price of Free World Victory», en Henry A. Wallace,
The Price of Vision: The Diary of Henry A. Wallace, 1942-1946, John Morton
Blum (ed.), Houghton Mifflin, Boston, 1973, p. 636. <<
[15] Anthony Cave Brown, «C»: The Secret Life of Sir Stewart Graham Menzies,
Macmillan, Nueva York, 1987, pp. 481-484; Wallace, The Price of Vision, p.
385. En octubre de 1945, Wallace consignó en su diario las siguientes palabras
sobre Dahl: «Es un muchacho muy simpático y le tengo en gran aprecio, pero
examina los problemas desde el punto de vista de la política británica, y la
política británica pretende, claramente, provocar la máxima desconfianza entre
Estados Unidos y Rusia para allanar el camino de la tercera guerra mundial».
Wallace, The Price of Vision, pp. 492-493. <<
[16] Culver y Hyde, American Dreamer, pp. 298-300; «Costa Ricans Mass to
Cheer Wallace», The New York Times, 19 de marzo de 1943; «Wallace Sees Evil
If Few Hold Riches», The New York Times, 20 de abril de 1943. <<
[17] George Gallup, «The Gallup Poll», The Washington Post, 19 de marzo de
1943. <<
[18] Edwin W. Pauley, «Why Truman Is President» (lo que Pauley le contó a
Richard English). Existe una copia en Harry S. Truman Library, Papers of Harry
S. Truman, White House Central Files, Confidential Files. Bajo el título de «The
Pauley Conspiracy», el propio Pauley comenta: «Si hubo una conspiración, estoy
orgulloso de haberla organizado». <<
[19] Steve Kettmann, «Politics 2000», www.salon.com/politics2000/feature/2000/
03/20/rice. <<
[20] Robert J. Lifton y Greg Mitchell, Hiroshima in America: A Half Century of
1959, Robert H. Ferrell (ed.), University of Missouri Press, Columbia, 1998, pp.
80, 83; Ronald Takaki, Hiroshima: Why America Dropped the Atomic Bomb,
Little, Brown, Boston, 1995, pp. 109-111; Merle Miller, Plain Speaking: An
Oral Biography of Harry S. Truman, pp. 34-35, 51. Uno de los niños vecinos de
Truman, Morton Chiles, recordaba: «Solíamos llamarle mariquita. Llevaba gafas
y no jugaba con nosotros. Él llevaba un libro bajo el brazo y nosotros un bate de
béisbol». Cuando, años después, un niño le preguntó si era popular cuando era
«pequeño», Truman contestó: «Pues no, no lo fui nunca. A los niños populares
se les daban bien los deportes y tenían puños grandes y fuertes. Yo nunca fui así.
Cuando me quitaba las gafas, no veía ni tres en un burro, y, la verdad, yo era un
poco mariquita. Si alguna vez había riesgo de pelea, yo siempre salía corriendo».
<<
[22] Arnold A. Offner, Another Such Victory: President Truman and the Cold
1988. Bart Bernstein, que fue quien nos recomendó el artículo de Truman, nos
advirtió que Margaret Truman pudo alterar las palabras exactas de su padre al
editarlo. <<
[29] Barton J. Bernstein, «A Postwar Myth: 500,000 U.S. Lives Saved», Bulletin
National Security Agency, Magic Files, Box 18, RG 457, National Archives. <<
[41] Barton J. Bernstein, «The Perils and Politics of Surrender: Ending the War
with Japan and Avoiding the Third Atomic Bomb», Pacific Historical Review,
febrero de 1977, p. 5. <<
[42] «Senator Urges Terms to Japs Be Explained», The Washington Post, 3 de
July)», 8 de julio de 1945, RG 218, Central Decimal Files, 1943-1945, CCS 381
(6/4/45), sec. 2, parte 5. <<
[47] Allan Nevins, «How We Felt About the War», en While You Were Gone: A
Report on Wartime Life in the United States, Jack Goodman (ed.), Simon &
Schuster, Nueva York, 1946, p. 13. <<
[48] Lisle Abbott Rose, Dubious Victory: The United States and the End of World
War II, Kent State University Press, Kent (Ohio), 1973, p. 58. <<
[49] John W. Dower, War Without Mercy: Race and Power in the Pacific War,
Pantheon, Nueva York, 1986, pp. 54, 78, 79, 85; «World Battlefronts, THE
ENEMY: Perhaps He Is Human», Time, 5 de julio de 1943, p. 29. <<
[50] Dower, War Without Mercy, pp. 51-52. <<
[51] Truman, Dear Bess, p. 39. <<
[52] Peter Kuznick, «We Can Learn a Lot from Truman the Bigot», Los Angeles
<<
[54] Greg Robinson, By
Order of the President: FDR and the Internment of
Japanese Americans, Harvard University Press, Cambridge (Massachusetts),
2001, pp. 89-90; John Morton Blum, V Was for Victory: Politics and American
Culture During World War II, Houghton Mifflin Harcourt, Nueva York, 1976, p.
158. <<
[55]
Lillian Baker, The Concentration Camp Conspiracies, A Second Pearl
Harbor, AFHA Publications, Lawndale (California), 1981, p. 156. <<
[56] Harry N. Scheiber, Earl Warren and the Warren Court: The Legacy in
American and Foreign Law, Lexington Books, 2007, p. 41; Roger Daniels,
Sandra C. Taylor, Harry H. L. Kitano y Leonard J. Arrington, Japanese
Americans, from Relocation to Redress, University of Washington Press, Seattle,
1991, p. 242; «Bay City Warned Raid Peril Real», Los Angeles Times, 10 de
diciembre de 1941; Lawrence E. Davies, «Carrier Is Hunted off San Francisco»,
The New York Times, 10 de diciembre de 1941. <<
[57] Kennedy, Freedom from Fear, pp. 749-751. <<
[58] Robert Asahina, Just Americans: How Japanese Americans Won a War at
1945. <<
[63]
Susan Lynn Smith, «Women Health Workers and the Color Line in the
Japanese American “Relocation Centers” of World War II», Bulletin of the
History of Medicine, n.º 73 (invierno de 1999), pp. 585-586. <<
[64] Linda Gordon and Gary Y. Okihiro, Impounded: Dorothea Lange and the
www.nps.gov/history/history/online_books/anthropology74/ce3o.htm. <<
[70] Michi Nishiura Weglyn, Years of Infamy: The Untold Story of America’s
moral de Estados Unidos, sino que también incitaría a Rusia a iniciar la carrera
armamentística nuclear buscando así la destrucción mutua total. <<
[85] Para el informe completo, véase el apéndice de Alice Kimball Smith, A Peril
Private Papers of Harry S. Truman, Robert H. Ferrell (ed.), Harper & Row,
Nueva York, 1980, p. 53. <<
[90] Hasegawa, Racing the Enemy, pp. 133-134. <<
[91] Allen Dulles, The Secret Surrender, Harper & Row, Nueva York, 1966, pp.
255-256. <<
[92] «Russo-Japanese Relations (13-20 July 1945)», Publication of Pacific
Strategic Intelligence Section, Commander-in-Chief United States Fleet and
Chief of Naval Operations, 21 de julio de 1945, SRH-085, Record Group 457,
Modern Military Branch, National Archives. <<
[93] Alperovitz, The Decision to Use the Atomic Bomb, p. 27. <<
[94] Truman, Off the Record, p. 53. <<
[95] Truman, Dear Bess, p. 519. <<
[96] Henry L. Stimson, diario, 15 de mayo de 1945, Sterling Memorial Library,
Truman and the Origins of the Cold War, University of North Carolina Press,
Chapel Hill, 1982, p. 105. <<
[110] Truman, Off the Record, p. 54. <<
[111]
Andréi Gromiko, Memoirs, Doubleday, Nueva York, 1989, p. 110.
[Memorias, trad. de Pedro Barbadillo, Aguilar, Madrid, 1989]. <<
[112] Hasegawa, Racing the Enemy, p. 177. <<
[113] Fletcher Knebel y Charles W. Bailey, «The Fight over the Atom Bomb»,
Look, 13 de agosto de 1963, p. 20. Aunque Groves negó ante Truman haberlo
dicho: véase Alperovitz, The Decision to Use the Atomic Bomb, p. 780, nota 39.
<<
[114] Alperovitz, The Decision to Use the Atomic Bomb, p. 415. <<
[115]
Dorris Clayton James, The Years of MacArthur: 1941-1945, vol. 2,
Houghton Mifflin, Boston, 1975, p. 774. <<
[116] Richard Goldstein, «Paul W. Tibbets Jr., Pilot of Enola Gay, Dies at 92»,
Earl Edmondson, Debating the Origins of the Cold War: American and Russian
Perspectives, Rowman & Littlefield, Lanham (Maryland), 2001, p. 105; Zubok,
354 (notas 120 y 121). <<
[128] Hasegawa, Racing the Enemy, p. 197. <<
[129] Miller y Spitzer, We Dropped the A-Bomb, pp. 57-59. <<
[130] Lifton y Mitchell, Hiroshima in America, p. 162. <<
[131] Sherwin, A World Destroyed, p. 237. <<
[132] Hasegawa, Racing the Enemy, p. 237. <<
[133] Stimson, diario, 10 de agosto de 1945. <<
[134] Dower, Cultures of War, p. 239. <<
[135] Tsuyoshi Hasegawa, «The Atomic Bombs and the Soviet Invasion: What
Division, War Department General Staff, from Ennis, Subject: Use of Atomic
Bomb on Japan, April 30, 1946, «ABC 471.6 Atom (17 August 1945), Sec. 7»,
Entry 421, RG 165, National Archives. <<
[138] William D. Leahy, I Was There: The Personal Story of the Chief of Staff to
Presidents Roosevelt and Truman Based on His Notes and Diaries Made at the
Time, Whittlesey House, Nueva York, 1950, p. 441. <<
[139] Alperovitz, The Decision to Use the Atomic Bomb, p. 326. <<
[140] Douglas MacArthur, memorandum to Herbert Hoover, December 2, 1960,
598. <<
[142] «Giles Would Rule Japan a Century», The New York Times, 21 de
septiembre de 1945; Alperovitz, The Decision to Use the Atomic Bomb, p. 336.
<<
[143] Alperovitz, The Decision to Use the Atomic Bomb, p. 343. <<
[144] Ibid., p. 329. <<
[145] Sidney Shalett, «Nimitz Receives All-Out Welcome from Washington», The
ante el Congreso en 1949, Halsey dijo: «Creo que los bombardeos sobre civiles,
y en especial el atómico, son moralmente indefendibles». Alperovitz, The
Decision to Use the Atomic Bomb, p. 720, nota 52. <<
[147] Ibid., p. 359. <<
[148] Lifton y Mitchell, Hiroshima in America, p. 11. <<
[149] «Japan Beaten Before Atom Bomb, Byrnes Says, Citing Peace Bids», The
de 1945. <<
[151]
Gerald Wendt y Donald Porter Geddes (eds.), The Atomic Age Opens,
Pocket Books, Nueva York, 1945, p. 207. <<
[152] Sadao Asada, «The Mushroom Cloud and National Psyches», en Living
with the Bomb, Laura Hein y Mark Selden (eds.), M. E. Sharpe, Armonk (Nueva
York), 1997, p. 182. <<
[153] Leahy, I Was There, pp. 384-385. <<
[154] Stimson, «The Decision», p. 107. <<
[155] Asada, «The Mushroom Cloud and National Psyches», p. 179. <<
[156]
Wayne Phillips, «Truman Disputes Eisenhower on ’48», The New York
Times, 3 de febrero de 1958. <<
[157] John Toland, The Rising Sun: The Decline and Fall of the Japanese Empire,
p. 121. <<
[160] Dwight McDonald, Memoirs of a Revolutionist: Essays in Political
Criticism, Farrar, Straus, and Cudahy, Nueva York, 1957, p. 97. <<
[161] Margaret Truman, Harry S. Truman, William Morrow, Nueva York, 1973, p.
555. <<
[1]
Arthur Schlesinger, Jr., «Some Lessons from the Cold War», Diplomatic
History, n.º 16 (enero de 1992), pp. 47-53. <<
[2] Paul Boyer, By the Bomb’s Early Light: American Thought and Culture at the
Dawn of the Atomic Age, Pantheon, Nueva York, 1985, pp. 7-15. <<
[3] Gerald Wendt y Donald Porter Geddes (ed.), The Atomic Age Opens, Pocket
1942-1946, John Morton Blum (ed.), Houghton Mifflin, Boston, 1973, pp. 489-
490. <<
[13] «Harry S. Truman, Press Conference, Oct. 8, 1945»,
www.presidency.ucsb.edu/ws/index.php?pid=12319#axzz1aJSeeAQ2. <<
[14] Samuel A. Tower, «Truman for Civil Control over Atomic Energy in U.S.»,
(Groves), January 6, 1946, Foreign Relations of the United States, 1946, vol. 1,
Washington, D. C.: U.S. Government Printing Office, 1972, pp. 1197-1198. <<
[17] Wallace, The Price of Vision, pp. 496-497. <<
[18] Ibid., pp. 502-503, 517. <<
[19]
Melvyn P. Leffler, A Preponderance of Power: National Security, the
Truman Administration, and the Cold War, Stanford University Press, Stanford
(California), 1992, p. 6. <<
[20] Fraser J. Harbutt, The Iron Curtain: Churchill, America, and the Origins of
the Cold War, Oxford University Press, Nueva York, 1986, p. 152. <<
[21] Melvyn P. Leffler, For the Soul of Mankind: The United States, the Soviet
Union and the Cold War, Hill and Wang, Nueva York, 2007, pp. 55-56. <<
[22] John Lewis Gaddis, The United States and the Origins of the Cold War,
East in the War, Oxford University Press, Nueva York, 1954, p. 1. <<
[24] Geoffrey Wawro, Quicksand: America’s Pursuit of Power in the Middle East,
Penguin, Nueva York, 2010, p. 5; Michael T. Klare, Blood and Oil: The Dangers
and Consequences of America’s Growing Dependency on Imported Petroleum,
Owl Books, Nueva York, 2004, p. 33; Edward W. Chester, United States Oil
Policy and Diplomacy: A Twentieth Century Overview, Greenwood Press,
Westport (Connecticut), 1983, p. 234. <<
[25] Klare, Blood and Oil, p. 32. <<
[26] James A. Bill, The Eagle and the Lion: The Tragedy of American-Iranian
Relations, Yale University Press, New Haven (Connecticut), 1988, p. 18. <<
[27] Ibid., p. 19. <<
[28] «Text of Churchill Plea for Alliance», Los Angeles Times, 6 de marzo de
1946. <<
[29] «Soviet Chief Calls Churchill Liar, Warmonger», The Chicago Tribune, 14
1946. <<
[36]
Francis M. Stephenson, «Churchill’s “Attack on Peace” Denounced by
James Roosevelt», New York Herald Tribune, 15 de marzo de 1946. <<
[37] Marquis Childs, Witness to Power, McGraw-Hill, Nueva York, 1975, p. 45.
<<
[38] Warren Harding, presidente de Estados Unidos entre 1920 y 1923, organizó
1946. <<
[43] «Russia and Iran», The Washington Post, 7 de marzo de 1946. <<
[44] Robert C. Albright, «Pepper Urges Big 3 to Meet on “Confidence”», The
de 1946. <<
[46] «Nation: Good Old Days», Time, 28 de enero de 1980, p. 13. <<
[47] Boyer, By the Bomb’s Early Light, p. 30. <<
[48]
David E. Lilienthal, The Atomic Energy Years, 1945-1950, vol. 2, The
Journals of David E. Lilienthal, Helen M. Lilienthal (ed.), Harper & Row, Nueva
York, 1964, pp. 10-27. <<
[49] Ibid., p. 30; Herken, The Winning Weapon, pp. 160-162. <<
[50] Lilienthal, The Atomic Energy Years, 1945-1950, vol. 2, p. 59; Robert C.
Grogin, Natural Enemies: The United States and the Soviet Union in the Cold
War, Lexington Books, Nueva York, 2001, p. 95. <<
[51] Drew Middleton, «Baruch Atom Plan Spurned by Pravda», The New York
1946. <<
[60] Eleanor Roosevelt, «My Day», 17 de septiembre de 1946, www.gwu.edu/~er
They Made, Simon & Schuster, Nueva York, Nueva York, 1986, p. 376. <<
[69] Offner, Another Such Victory, pp. 180-181. <<
[70] Lloyd C. Gardner, Three Kings: The Rise of an American Empire, New
Times, 18 de marzo de 1947; «Truman Betraying U.S. Wallace Says», The New
York Times, 14 de marzo de 1947; Culver and Hyde, American Dreamer, pp.
436-437. <<
[78] «Pravda Opens Bitter Attack on U.S. Loans», The Washington Post, 16 de
Moves in the Political War for Europe», The New York Times, 2 de junio de
1947. <<
[80] Herring, From Colony to Superpower, p. 616. <<
[81] Lawrence S. Wittner, American Intervention in Greece, 1943-49, Columbia
and Abroad Since 1750, W. W. Norton, Nueva York, 1989, pp. 479-480. <<
[86] Offner, Another Such Victory, p. 213. <<
[87] Gaddis, The United States and the Origins of the Cold War, pp. 322-323. <<
[88] Vladislav Zubok y Constantine Pleshakov, Inside the Kremlin’s Cold War:
University Press, Princeton (Nueva Jersey), 1998, p. 287; Wills, Bomb Power, p.
74. <<
[92] Offner, Another Such Victory, p. 202. <<
[93] Ibid., p. 192. <<
[94] Mark Perry, Four Stars, Houghton Mifflin, Boston, 1989, p. 88; Townsend
Hoopes y Douglas Brinkley, Driven Patriot: The Life and Times of James
Forrestal, Alfred A. Knopf, Nueva York, 1992, pp. 310-312; «NSC 10/2», 18 de
junio de 1948, en William M Leary (ed.), The Central Intelligence Agency:
History and Documents, University of Alabama Press, Birmingham (Alabama),
p. 133. <<
[95] Colonel R. Allen Griffin, entrevista grabada por James R. Fuchs,
entrevistador del personal, 15 de febrero de 1974, Harry S. Truman Library, Oral
History Program; Wills, Bomb Power, pp. 78, 88-89; Tim Weiner, Legacy of
Ashes: The History of the CIA, Doubleday, Nueva York, 2007, pp. 28-29.
[Legado de cenizas: la historia de la CIA, trad. de F. J. Ramos Mena, Debate,
Barcelona, 2008]. <<
[96] Norman J. W. Goda, «Nazi Collaborators in the United States: What the FBI
Effects on the Cold War, Weidenfeld & Nicholson, Nueva York, 1988, p. 65. <<
[100] Walter A. McDougall, The Heavens and the Earth: A Political History of
the Space Age, John Hopkins University Press, Baltimore, 1997, p. 88. <<
[101] Leffler, A Preponderance of Power, pp. 238-239. <<
[102] Avi Shlaim, «The Balfour Declaration and Its Consequences», en Yet More
1948, Foreign Relations of the United States, 1948, vol. 1, Part 2, U.S.
Government Printing Office, Washington, D. C., 1975, pp. 524-525. <<
[116] «The Tragedy of China», The New York Times, 24 de enero de 1949. <<
[117] «Duel for Asia», The New York Times, 18 de diciembre de 1949. <<
[118] «Chennault Sees War in Loss of China», The Washington Post, 26 de junio
de 1949. <<
[119] Margaret Truman, Harry S. Truman, William Morrow, Nueva York, 1973, p.
412. <<
[120]
Harry Truman, «Statement by the President on Announcing the First
Atomic Explosion in the U.S.S.R., September 23, 1949», Public Papers of the
Presidents: Harry S. Truman, 1945-1953, Truman Library. <<
[121] «Groves of Illusion», Los Angeles Times, 28 de febrero de 1946. <<
[122] Kai Bird y Martin J. Sherwin, American Prometheus: The Triumph and
Union and the Cold War, Hill and Wang, Nueva York, 2007, p. 91. <<
[2] Gerard J. DeGroot, The Bomb: A Life, Harvard University Press, Cambridge
on Nationalism, Zionism, War, Peace, and the Bomb, David E. Rowe y Robert
Schulmann (eds.), Princeton University Press, Princeton (Nueva Jersey), 2007,
p. 404. <<
[9] Leo Szilard, Toward a Livable World, Helen S. Hawkins, G. Allen Greb y
from Stalin to Gorbachev, University of North Carolina Press, Chapel Hill, 2007,
p. 78. <<
[34] Harry S. Truman, Memoirs: Years of Trial and Hope, Doubleday, Nueva
1950. <<
[37] Bruce Cumings, Korea’s Place in the Sun, W. W. Norton, Nueva York, 1997,
p. 272; Joseph Gerson, Empire and the Bomb: How the U.S. Uses Nuclear
Weapons to Dominate the World, Pluto Press, Londres, 2007, p. 288; Drew
Pearson, «Korea Briefing Startled British», The Washington Post, 8 de diciembre
de 1950. <<
[38]
Alan Brinkley, The Publisher: Henry Luce and His American Century,
Alfred A. Knopf, Nueva York, 2010, p. 365. <<
[39] «Speeches by Warren Austin of U.S. and Wu Hsiu-chuan of Red China in
81; Bruce Cumings, The Origins of the Korean War, vol. 2: The Roaring of the
Cataract, 1947-1950, Princeton University Press, Princeton (Nueva Jersey),
1990, pp. 749-750. <<
[42] Michael H. Hunt, Crises in U.S. Foreign Policy, Yale University Press, New
de 1950. <<
[44] «Congressmen Split on Use of Atom Bomb», The Chicago Tribune, 1 de
201. <<
[52] Cumings, The Origins of the Korean War, pp. 750-751. <<
[53] Halberstam, The Coldest Winter, p. 607. <<
[54] «McCarthy Charges Treason with Bourbon», Los Angeles Times, 13 de abril
de 1951. <<
[55]
Richard H. Rovere y Arthur Schlesinger, Jr., General MacArthur and
President Truman: The Struggle for Control of American Foreign Policy, 1951:
reimpresión: New Brunswick (Nueva Jersey), Transaction Publishers, 1992, pp.
276-277. <<
[56] Halberstam, The Coldest Winter, p. 609. <<
[57] Beisner, Dean Acheson, p. 432. <<
[58] Ibid., pp. 433-446. <<
[59] George Barrett, «Radio Hams in U.S. Discuss Girls, So Shelling of Seoul Is
Asia Since 1945», en War and State Terrorism: The United States, Japan, and
the Asia-Pacific in the Long Twentieth Century, Mark Selden y Alvin Y. So
(eds.), Rowman & Littlefield, Lanham (Maryland), 2004, p. 76. <<
[62]
Bruce Cumings, Dominion from Sea to Sea: Pacific Ascendancy and
American Power, Yale University Press, New Haven (Connecticut), 2009, pp.
340-341. <<
[63] John Lewis Gaddis, Russia, The Soviet Union, and the United States: An
p. 25. <<
[68] Stephen E. Ambrose, Eisenhower: Soldier and President, Simon & Schuster,
Report of the Chief of Staff General of the Army Dwight D. Eisenhower», The
Army Information Digest, abril de 1948, p. 41. <<
[70] Ira Chernus, Apocalypse Management: Eisenhower and the Discourse of
Yale University Press, New Haven (Connecticut), 2002, pp. 189-193. <<
[74] «Text of Speech by Eisenhower Outlining Proposals for Peace in World»,
p. 26. <<
[77]
Lloyd Gardner, «Poisoned Apples: John Foster Dulles and the “Peace
Offensive”», en The Cold War After Stalin’s Death, Klaus Larres y Kenneth
Osgood (eds.), Rowman & Littlefield, Lanham (Maryland), 2006, p. 85. <<
[78]
Arthur M. Schlesinger, Jr., The Cycles of American History, Houghton
Mifflin, Boston, 1999, p. 399. <<
[79] H. R. Haldeman y Joseph DiMona, The Ends of Power, Dell, Nueva York,
1978, pp. 121-122; Richard Nixon, The Real War, Simon & Schuster, Nueva
York, 1990, p. 255. <<
[80] Jon Halliday y Bruce Cumings, Korea: The Unknown War, Penguin, Nueva
Mills y Michael Walzer (eds.), Yale University Press, New Haven (Connecticut),
2004, p. 50. <<
[83] McMillan, The Ruin of J. Robert Oppenheimer, p. 142. <<
[84] DeGroot, The Bomb, p. 179. <<
[85] «Text of Eisenhower Inaugural Address Pledging Search for Peace», The
1947. <<
[88] David Alan Rosenberg, «The Origins of Overkill: Nuclear Weapons and
Discourse of Annihilation in the First Decade and a Half of the Nuclear Age»,
Journal of Genocide Research, n.º 9 (2007), p. 424. <<
[90] «The Central Problem», The New York Times, 19 de septiembre de 1953. <<
[91] Richard H. Immerman, Empire for Liberty: A History of American
Imperialism from Benjamin Franklin to Paul Wolfowitz, Princeton University
Press, Princeton (Nueva Jersey), 2010, pp. 164-172. <<
[92] Ronald W. Pruessen, John Foster Dulles: The Road to Power, Free Press,
Mission in Indochina, 1954, Dial Press, Nueva York, 1983, p. 30. <<
[96] Memorandum of Discussion at a Special Meeting of the National Security
Council on Tuesday, March 31, 1953, Foreign Relations of the United States,
1952-1954: Korea, vol. 15, U.S. Government Printing Office, Washington, D.
C., 1984, p. 827. <<
[97] Appu K. Soman, Double-edged Sword: Nuclear Diplomacy in Unequal
Conflicts: The United States and China, 1950-1958, Praeger, Nueva York, 2000,
p. 88. <<
[98] Fred Kaplan, The Wizards of Armageddon, 1983; reprimpresión, Stanford
Post, 17 de marzo de 1955; «President Says Atom Bomb Would Be Used like
“Bullet”», The New York Times, 17 de marzo de 1955. <<
[102] «Record Shows U.S. Stands Ready to Use Its Nuclear Weapons Against
Supremacy from World War II to the Present, University of North Carolina Press,
Chapel Hill, 2010, p. 91. <<
[108]
David Holloway, Stalin and the Bomb: The Soviet Union and Atomic
Energy, 1939-1956, Yale University Press, New Haven (Connecticut), 1994, pp.
349-350. <<
[109] John Foster Dulles, «The Evolution of Foreign Policy», Department of State
Foreign Relations of the United States, 1952-1954, vol. 10, U.S. Government
Printing Office, Washington, D. C., 1989, p. 80. <<
[119] Daniel Yergin, The
Prize: The Epic Quest for Oil, Money, and Power,
Simon & Schuster, Nueva York, 1991, p. 457. <<
[120] Ibid., p. 458. <<
[121] Odd Arne Westad, The Global Cold War: Third World Interventions and the
Making of Our Times, Cambridge University Press, Nueva York, 2007, p. 121.
<<
[122] Mussy Duck, algo así como «pato desaliñado», se pronuncia en inglés casi
igual que «Mossadeq». Es, evidentemente, el mote burlón que Churchill pone al
dirigente iraní. (N. del T.). <<
[123] Beisner, Dean Acheson, p. 546. <<
[124] Christopher Andrew, For the President’s Eyes Only: Secret Intelligence and
1952», Foreign Relations of the United States, 1952-1954, vol. 10, U.S.
Government Printing Office, Washington, D. C., 1989, p. 417. <<
[126] Tim Weiner, Legacy of Ashes: The History of the CIA, Doubleday, Nueva
in U.S. Foreign Policy, Scholarly Resources, Washington, D. C., 1999, p. 93. <<
[165] Walter Lippmann, «Surrender Demands by Both Sides Make Vietnam
Settlement Difficult», Los Angeles Times, 4 de abril de 1965. <<
[166]
William L. Ryan, «Real Leader Needed to Rally Vietnamese», The
Washington Post, 24 de abril de 1954. <<
[167] Hans Morgenthau, «Vietnam Chief a Multi-Paradox», The Washington Post,
18; Foster Hailey, «Tokyo Press Stirs Ire of Americans», The New York Times, 8
de junio de 1956. <<
[178] William L. Laurence, «Now Most Dreaded Weapon, Cobalt Bomb, Can Be
American Lunar Quest, New York University Press, Nueva York, 2006, pp. 64,
67-68. <<
[3] Ibid., p. 69. <<
[4] Martin Walker, The Cold War: A History, Macmillan, Nueva York, 1995, p.
114. <<
[5]
Lloyd C. Gardner, «The Dulles Years: 1953-1959», en From Colony to
Empire, William Appleman Williams (ed.), John Wiley & Sons, Nueva York,
1972, p. 418. <<
[6] DeGroot, Dark Side of the Moon, p. 73. <<
[7] «Science: Sputnik’s Week», Time, 21 de octubre de 1957, p. 51. <<
[8]
Fred Kaplan, The Wizards of Armageddon, 1983; reimpresión; Stanford
University Press, Stanford (California), 1991, p. 135. <<
[9] Mathew Brzezinski, Red Moon Rising: Sputnik and the Hidden Rivalries that
Communism, and the Russians», en John Foster Dulles and the Diplomacy of
the Cold War, Richard H. Immerman (ed.), Princeton University Press, Princeton
(Nueva Jersey), 1990, pp. 53-58. <<
[31] «What the President Saw: A Nation Coming into Its Own», Time, 29 de julio
1957; «Schweitzer Urges World Opinion to Demand End of Nuclear Tests», The
New York Times, 24 de abril de 1957. <<
[44] «Focus on Atoms», The New York Times, 19 de mayo de 1957. <<
[45] George Gallup, «Public Favors H-Tests’ Halt, If», The Washington Post, 19
de 1961. <<
[61] Walter Lippmann, «Today and Tomorrow: Eisenhower’s Farewell Warning»,
Memories of John Fitzgerald Kennedy, Little, Brown, Boston, 1970, p. 14. <<
[70] Talbot, Brothers, p. 45. <<
[71] Ídem, pp. 50-51. <<
[72] «Curtains for Now in Cuba», The Chicago Tribune, 22 de abril de 1961. <<
[73] «The Collapse in Cuba», The Wall Street Journal, 21 de abril de 1961. <<
[74] «A Policy on Cuba», The New York Times, 27 de abril de 1961. <<
[75]
Douglas Brinkley, Dean Acheson: The Cold War Years, Yale University
Press, New Haven (Connecticut), 1994, p. 127; Jim Heath, Decade of
Disillusionment: The Kennedy-Johnson Years, Indiana University Press,
Bloomington (Indiana), 1975, p. 83. <<
[76] Halberstam, The Best and the Brightest, p. 69. <<
[77] «Kennedy’s Address», The Baltimore Sun, 21 de abril de 1961. <<
[78] Jack Raymond, «Gore Would Oust the Joint Chiefs», The New York Times,
20 de mayo de 1961; «C.I.A. Under the Microscope», The New York Times, 9 de
mayo de 1961. <<
[79] Arthur M. Schlesinger, Jr., A Thousand Days: John F. Kennedy in the White
House, Houghton Mifflin, Nueva York, 1965, p. 292. [Los mil días de Kennedy,
Barcelona, Aymá, 1966]. <<
[80] Ibid., p. 258. <<
[81] Benjamin C. Bradlee, Conversations with Kennedy, W. W. Norton, Nueva
Union and the Cold War, Hill and Wang, Nueva York, 2007, pp. 163-164. <<
[91] Kaplan, The Wizards of Armageddon, p. 297. <<
[92] Heather A. Purcell y James K. Galbraith, «Did the U.S. Military Plan a
Nuclear First Strike for 1963?», American Prospect, n.º 19 (otoño de 1994), pp.
88-96. <<
[93] Dean Rusk, As I Saw It, W. W. Norton, Nueva York, 1990, pp. 246-247. <<
[94] Roger Hilsman, From Nuclear Military Strategy to a World Without War: A
Came Between Us, Houghton Mifflin, Boston, 1996, pp. 82-83. <<
[97] Michael R. Beschloss, The Crisis Years: Kennedy and Khrushchev 1960-
enero de 1962; Emma Harrison, «Priest Unmoved on Shelter View», The New
York Times, 22 de noviembre de 1961. <<
[108] «U.S. Bares Atomic Might», The Chicago Tribune, 22 de octubre de 1961;
with the Superpowers after the Missile Crisis, Rowman & Littlefield, Lanham
(Maryland), 2002, p. 8. <<
[114] Ibid. <<
[115] Gregg Herken, Counsels of War, Oxford University Press, Nueva York,
la crisis de Cuba, Kennedy opinaba que el hecho de que uno o dos misiles
soviéticos cayeran en alguna ciudad de Norteamérica, una posibilidad real, era
un precio demasiado alto por mucho que, como represalia, los norteamericanos
pudieran borrar del mapa a la URSS. <<
[125] Maddock, Nuclear Apartheid, p. 197. <<
[126] Blight y Brenner, Sad & Luminous Days, p. 36. Nuestro agradecimiento a
of the Nuclear Age, Pantheon, Nueva York, 1987, p. 10; Dobbs, One Minute to
Midnight, p. 163. <<
[133] Marion Lloyd, «Soviets Close to Using A-Bomb in 1962 Crisis, Forum Is
Luna, que podían usar como armas nucleares tácticas o como armas
convencionales. Sus asesores dieron por sentado que no estaban equipados con
cabezas nucleares. Cuando el almirante George Anderson pidió permiso para
equipar sus barcos con misiles nucleares, Kennedy se negó porque creía que esos
Luna no tenían, en efecto, cabezas nucleares. <<
[141] Robert S. McNamara, In Retrospect: The Tragedy and Lessons of Vietnam,
Vintage, Nueva York, 1996, pp. 338-342; Jon Mitchell, «Okinawa’s First
Nuclear Missile Men Break Silence», The Japan Times, 8 de julio de 2012. <<
[142] J. Anthony Lukas, «Class Reunion», The New York Times, 30 de agosto de
1987. <<
[143] Maddock, Nuclear Apartheid, p. 198. <<
[144] Ibid. <<
[145] «Message from Chairman Khrushchev to President Kennedy, October 30,
1962», Foreign Relations of the United States, 1961-1963, vol. 11, U.S.
Government Printing Office, Washington, D. C., 1997, pp. 309-317. <<
[146] Wittner, Resisting the Bomb, p. 416. <<
[147] Leffler, For the Soul of Mankind, p. 161. <<
[148]
Arthur M. Schlesinger, Jr., Robert Kennedy and His Times, Houghton
Mifflin Harcourt, Nueva York, 2002, p. 596. <<
[149] Leffler, For the Soul of Mankind, p. 184. <<
[150] Beschloss, The Crisis Years, p. 624. <<
[151] Para un estudio más amplio del Tratado de Prohibición de Pruebas en la
War in Vietnam, University of California Press, Berkeley, 2005, pp. 169-170. <<
[153] John M. Newman, JFK and Vietnam: Deception, Intrigue, and the Struggle
for Power, Warner Books, Nueva York, 1992, pp. 319-320. <<
[154] James W. Douglass, JFK and the Unspeakable: Why He Died and Why It
the Space Age, Basic Books, Nueva York, 1985, pp. 221-222. <<
[169] «Transcript of Kennedy Address to Congress on U.S. Role in Struggle for
Twilight Struggle: Tales of the Cold War, Harper & Row, Nueva York, 1987, pp.
257-262. <<
[172] Jean Daniel, «Unofficial Envoy: An Historic Report from Two Capitals»,
Union and the Cold War, Hill and Wang, NYC, 2007, p. 192; Michael Dobbs,
One Minute to Midnight: Kennedy, Khrushchev and Castro on the Brink of
Nuclear War, Random House, NYC, 2009, p. 350. <<
[5]
Jim F. Heath, Decades of Disillusionment: The Kennedy-Johnson Years,
Indiana University Press, Bloomington (Indiana), 1975, p. 36. <<
[6] Doris Kearns Goodwin, Lyndon Johnson and the American Dream, Harper &
p. 298. <<
[8] Goodwin, Lyndon Johnson and the American Dream, pp. 230, 251. <<
[9] John McCone, Memorandum, November 24, 1963, http://www.presidency.
ucsb.edu/vietnam/showdoc.php?docid=7. <<
[10] Gareth Porter, Perils of Dominance: Imbalance of Power and the Road to
War in Vietnam, University of California Press, Berkeley, 2005, pp. 182-183. <<
[11] Tim Weiner, Legacy of Ashes: The History of the CIA, Doubleday, NYC,
U.S. Involvement in the Vietnam War, Temple University Press, Filadelfia, 1990,
p. 271. <<
[17] Lloyd Gardner, Pay Any Price: Lyndon Johnson and the Wars for Vietnam,
Vietnam and Made Us Fight the Way We Did, Johns Hopkins University Press,
Baltimore, 1998, p. 156. <<
[23] Prados, The Hidden History of the Vietnam War, p. 296. <<
[24] Halberstam, The Best and the Brightest, p. 533. <<
[25] Gardner, Pay Any Price, p. 203. <<
[26] Robert M. Gates, From the Shadows: The Ultimate Insider’s Story of Five
Presidents and How They Won the Cold War, Simon & Schuster, Nueva York,
1996, p. 566. <<
[27] Daniel Ellsberg, Secrets: A Memoir of Vietnam and the Pentagon Papers,
2000; «Ky Warns of Fight If “Reds” Win Vote», The New York Times, 14 de
mayo de 1967; «Ky Is Said to Consider Hitler a Hero», The Washington Post, 10
de julio de 1965; James Reston, «Saigon: The Politics of Texas and Asia», The
New York Times, 1 de septiembre de 1965. <<
[31]
Neil Sheehan, A Bright Shining Lie: John Paul Vann and America in
Vietnam, Random House, Nueva York, 1988, p. 524. <<
[32] Ellsberg, Secrets, p. 96. <<
[33] Ibid., p. 97. <<
[34] Christian G. Appy, Patriots: The Vietnam War Remembered from All Sides,
Viking, Nueva York, 2003, pp. 122-123. [La guerra de Vietnam: una historia
oral, trad. de Martín Aldalur, Crítica, Barcelona, 2008]. <<
[35] Rowland Evans y Robert D. Novak, Lyndon B. Johnson: The Exercise of
An Inside Account of the Vietnam War and Its Aftermath, Harcourt Brace
Jovanovich, Nueva York, 1985, p. 167. <<
[46] «Wilson Warns Against Use of Nuclear Arms», Los Angeles Times, 12 de
pp. 19-20, 129. [El gran miedo de América Latina, trad. de Ramón Gil Novales,
Edicions 62, Barcelona, 1970]. <<
[53] Britta H. Crandall, Hemispheric Giants: The Misunderstood History of U.S.-
World War II, Common Courage Books, Monroe (Maine), 1995, p. 168. <<
[58] James N. Green, We Cannot Remain Silent: Opposition to the Brazilian
American Power, Oxford University Press, Nueva York, 1995, p. 49. <<
[60] Guian A. McKee, ed. The Presidential Recordings: Lyndon B. Johnson, vols.
de 1965. <<
[67] «Dominican Issues», The New York Times, 9 de mayo de 1965. <<
[68] Homer Bigart, «Bosch Gives His Version of Revolt», The New York Times, 8
Making of Our Times, Cambridge University Press, Nueva York, 2005, p. 152.
<<
[70]
Melvyn P. Leffler, A Preponderance of Power: National Security, the
Truman Administration and the Cold War, Stanford University Press, Stanford
(California), 1992, p. 260. <<
[71] Blum, Killing Hope, p. 102. <<
[72] Weiner, Legacy of Ashes, p. 151. <<
[73] Blum, Killing Hope, p. 103; «Aid to Indonesian Rebels», The New York
Men: Four Who Dared: The Early Years of the CIA, Touchstone, Nueva York,
1995, pp. 232-233. <<
[76] Douglass, JFK and the Unspeakable, pp. 257-259, 376. <<
[77] Westad, The Global Cold War, p. 186. <<
[78] Samuel B. Griffith, The Chinese People’s Liberation Army, McGraw-Hill,
<<
[85] Weiner, Legacy of Ashes, p. 261. <<
[86] Philip Shenon, «Indonesia Improves Life for Many but the Political Shadows
<<
[1]
Stephen E. Ambrose, Nixon: Ruin and Recovery, 1973-1990, Simon &
Schuster, Nueva York, 1991, p. 488; Lawrence Martin, The Presidents and the
Prime Ministers: Washington and Ottawa Face to Face, Doubleday, Toronto,
1982, p. 259. <<
[2] H. R. Haldeman y Joseph Dimona, The Ends of Power, Dell Books, Nueva
York, 1978, pp. 108, 111. [La agonía del poder, trad, de J. Álvarez, Grijalbo,
Barcelona, 1978]. <<
[3]
Robert Dallek, Nixon and Kissinger: Partners in Power, HarperCollins,
Nueva York, 2007, pp. 93, 250. <<
[4] Walter LaFeber, The American Age: United States Foreign Policy at Home
and Abroad Since 1750, W. W. Norton, Nueva York, 1989, p. 602; Henry A.
Kissinger, American Foreign Policy, W. W. Norton, Nueva York, 1974, p. 183.
<<
[5] Walter Isaacson, Kissinger: A Biography, Simon & Schuster, Nueva York,
1968. <<
[7] Rick Perlstein, Nixonland: The Rise of a President and the Fracturing of
& Schuster, Nueva York, 1992, p. 328; Jules Witcover, The Making of an Ink-
Stained Wretch: Half a Century Pounding the Political Beat, Johns Hopkins
University Press, Baltimore, 2005, p. 131. <<
[11] Isaacson, Kissinger, pp. 127-128. <<
[12]
Seymour M. Hersh, The Price of Power: Kissinger in the Nixon White
House, Summit Books, Nueva York, 1983, p. 20. <<
[13] Ibid., p. 14. <<
[14] Dallek, Nixon and Kissinger, p. 99. <<
[15] Carolyn Eisenberg, «Remembering Nixon’s War», en A Companion to the
Making of Our Times, Cambridge University Press, Nueva York, 2007, p. 196.
<<
[19] Hersh, The Price of Power, p. 111. <<
[20] Isaacson, Kissinger, p. 160. <<
[21] Haldeman y DiMona, The Ends of Power, p. 122. <<
[22] Fawn M. Brodie, Richard Nixon: The Shaping of His Character, W. W.
Norton, Nueva York, 1981, p. 322. <<
[23]
William Shawcross, Sideshow: Kissinger, Nixon and the Destruction of
Cambodia, Simon & Schuster, Nueva York, 1979, pp. 30-32. <<
[24] Isaacson, Kissinger, p. 213. <<
[25]
Jeffrey Kimball, Nixon’s Vietnam War, University Press of Kansas,
Lawrence, 1998, p. 159. <<
[26] Ibid., p. 163; Young, Vietnam Wars, p. 239. <<
[27] Hersh, The Price of Power, p. 127. <<
[28] Kimball, Nixon’s Vietnam War, p. 163; Hersh, The Price of Power, pp. 126-
129. <<
[29] Hersh, The Price of Power¸ p. 124. <<
[30] Henry A. Kissinger, Memorandum for the President, «Contingency Military
309. <<
[39] Bryce Nelson, «Military Research: A Decline in the Interest of Scientists?»,
Accountability, New Press, Nueva York, 2003, pp. 1-2, 18, 36; Westad, The
Global Cold War, p. 201; Weiner, Legacy of Ashes, p. 309. <<
[65] Kornbluh, The Pinochet File, p. 11. <<
[66] Ibid., p. 8. <<
[67] Weiner, Legacy of Ashes, p. 355. <<
[68] Westad, The Global Cold War, p. 201. <<
[69] Seymour M. Hersh, «Censored Matter in Book About C.I.A. Said to Have
Related Chile Activities», The New York Times, 11 de septiembre de 1974. <<
[70] «World: Chile: The Expanding Left», Time, 19 de octubre de 1970, p. 23. <<
[71] Michael Dodge, carta al editor, Time, 16 de noviembre de 1970, p. 13. <<
[72] Kornbluh, The Pinochet File, pp. 17, 20-21, 58-59. <<
[73] Ibid., pp. 25-26, 28-29, 64, 72. <<
[74] Ibid., pp. 79, 119. <<
[75] Weiner, Legacy of Ashes, p. 364. <<
[76] Kinzer, Overthrow, p. 187. <<
[77] Ibid., p. 189;
http://es.wikisource.org/wiki/Discursos_oficiales_de_Salvador_Allende/1972/Ante_la_Asamb
<<
[78] James D. Cockcroft y Jane Carolina Canning (ed.), Salvador Allende
Reader: Chile’s Voice of Democracy, Melbourne, Australia: Ocean Press, 2000,
pp. 201-220. <<
[79] Robert Alden, «Allende, at U.N., Charges Assault by U.S. Interests», The
en The Nuclear Tipping Point: Why States Reconsider Their Nuclear Choices,
Kurt M. Campbell, Robert J. Einhorn y Mitchell B. Reiss (eds.), Brookings
Institution, Washington, D. C., 2004, pp. 221-222. <<
[94] Ibid., p. 225. <<
[95] «The New Equilibrium», The New York Times, 3 de junio de 1972. <<
[96] Jacob Heilbrunn, They Knew They Were Right: The Rise of the Neocons,
Khmer Rouge, Yale University Press, New Haven (Connecticut), 2003, p. 23. <<
[111] Kiernan, The Pol Pot Regime, p. XI, nota 3. <<
[112] Shawcross, Sideshow, p. 389. <<
[113] Georges Chapelier and Joysane Van Malderghem, «Plain of Jars: Social
Changes Under Five Years of Pathet Lao Administration», Asia Quarterly, n.º 1,
1971, p. 75. <<
[114] Marilyn B. Young, The Vietnam Wars, 1945-1990, HarperPerennial, Nueva
York, 1991, pp. 234-236; Fred Branfman, Voices from the Plain of Jars: Life
Under an Air War, Harper & Row, Nueva York, 1972, pp. 3, 18-20. <<
[115] Daniel Ellsberg, conversación privada con Peter Kuznick. <<
[116] «Excerpts from Mitchell’s Testimony», Los Angeles Times, 11 de julio de
1973. <<
[117] The New Yorker, vol. 49, 1973, p. 173. <<
[118] Mark H. Lytle, America’s Uncivil Wars: The Sixties Era from Elvis to the
Fall of Richard Nixon, Oxford University Press, Nueva York, 2006, p. 1. <<
[119] Eisenberg, «Remembering Nixon’s War», p. 263. <<
[1] «Carter Criticizes Bush and Blair on War in Iraq», The New York Times, 20 de
Making of Our Times, Cambridge University Press, Nueva York, 2007, p. 247;
Clair Apodaca, Understanding U.S. Human Rights Policy: A Paradoxical
Legacy, Routledge, Nueva York, 2006, p. 60. <<
[11] Robert Hotz, «Beam Weapon Threat», Aviation Week & Space Technology, 2
dreams.org/views04/1207-26.htm. <<
[16] Cahn, Killing Détente, p. 158. <<
[17] Nicholas Thompson, The Hawk and the Dove: Paul Nitze, George Kennan
and the History of the Cold War, Henry Holt, Nueva York, 2009, p. 260. <<
[18] Ibid., pp. 260-261. <<
[19]
Tom Nugent y Steve Parks, «New Evidence Clouds Paisley “Suicide”
Verdict», The Baltimore Sun, 2 de abril de 1979; «Paisley’s Death Believed
Linked to CIA, Majority Security Breach», The Baltimore Sun, 26 de enero de
1979; James Coates, «CIA Spy Mystery: How Did He Die and Why?», The
Chicago Tribune, 8 de octubre de 1978. <<
[20] Coates, «CIA Spy Mystery». <<
[21] Nugent y Parks, «New Evidence Clouds Paisley “Suicide” Verdict»; «Wife
Simon & Schuster, Nueva York, 2007, p. 20, nota 18. <<
[24] Gerald R. Ford, A Time to Heal: The Autobiography of Gerald R. Ford,
46-47. <<
[30] Zbigniew Brzezinski, Between Two Ages: America’s Role in the Technetronic
Nueva York, 1980, p. 551. [Una historia popular del imperio americano,
Sinsentido, Madrid, 2010]. <<
[34] Jimmy Carter, A Government as Good as Its People, Simon & Schuster,
U.S. Foreign Policy, Yale University Press, New Haven (Connecticut), 2008, p.
258, n.º. 23. <<
[36] Lawrence S. Wittner, Towards Nuclear Abolition: A History of the World
Union and the Cold War, Hill and Wang, Nueva York, 2007, pp. 268-269. <<
[43] Ibid., p. 284. <<
[44] «Speech of the President on Soviet-American Relations at the U.S. Naval
Diego Garcia, Princeton University Press, Princeton (Nueva Jersey), 2009. <<
[49] Westad, The Global Cold War, p. 292. <<
[50] «Tears and Sympathy for the Shah», The New York Times, 17 de noviembre
Policy from the 1970s to the Present, New Press, Nueva York, 2008, p. 51. <<
[52] Leffler, For the Soul of Mankind, p. 301. <<
[53] Gardner, The Long Road to Baghdad, pp. 54-55. <<
[54] Robert Dreyfuss, Devil’s
Game: How the United States Helped Unleash
Fundamentalist Islam, Henry Holt, Nueva York, 2005, p. 221. <<
[55] Tim Weiner, Legacy of Ashes: The History of the CIA, Doubleday, Nueva
1979. <<
[58]
Robert A. Pastor, Condemned to Repetition: The United States and
Nicaragua, Princeton University Press, Princeton (Nueva Jersey), 1987, p. 148.
<<
[59]
Steve Galster, «Afghanistan: The Making of U.S. Policy, 1973-1990»,
National Security Archive,
www.gwu.edu/~nsarchiv/NSAEBB/NSAEBB57/essay.html. <<
[60] William Borders, «Afghanistan Vows “Active Neutrality”», The New York
1980. <<
[65]
Jimmy Carter, State of the Union Address 1980, 23 de enero de 1980,
www.jimmycarterlibrary.gov/documents/speeches/su80jec.phtml. <<
[66] Robert M. Gates, From the Shadows: The Ultimate Insider’s Story of Five
Presidents and How They Won the Cold War, Simon & Schuster, Nueva York,
1996, p. 113. <<
[67] Robert J. Lifton y Greg Mitchell, Hiroshima in America: A Half Century of
Denial, Avon Books, Nueva York, 1995, pp. 220, 402. <<
[68] Geoffrey Wawro, Quicksand: America’s Pursuit of Power in the Middle East,
Cold War Presidents (1962-1986), Times Books, Nueva York, 1995, p. 530. <<
[2] Melvyn P. Leffler, For the Soul of Mankind: The United States, the Soviet
Union and the Cold War, Hill and Wang, Nueva York, 2007, p. 349; Tim Weiner,
Legacy of Ashes: The History of the CIA, Doubleday, Nueva York, 2007, p. 388.
<<
[3] Bob Schieffer y Gary Paul Gates, The Acting President, E. P. Dutton, Nueva
the Word, and the Words», The Wall Street Journal, 15 de enero de 1988; Carl P.
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“Good Old Days”», The Baltimore Sun, 30 de abril de 1980. <<
[11] Larry Speakes, Speaking Out: The Reagan Presidency from Inside the White
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Washington Post, 5 de febrero de 1981; Jack Anderson, «U.S. Human Rights
Post Goes to a Foe», The Washington Post, 28 de febrero de 1981; «The Case
Against Mr. Lafever», The New York Times, 2 de marzo de 1981. <<
[14] Pemberton, Exit with Honor, p. 151. <<
[15] Cannon, President Reagan, p. 241. <<
[16] Robert M. Gates, From the Shadows: The Ultimate Insider’s Story of Five
Presidents and How They Won the Cold War, Simon & Schuster, Nueva York,
1996, pp. 191, 199. <<
[17] Melvin Goodman, Failure of Intelligence: The Decline and Fall of the CIA,
27 de octubre de 1983,
www.reagan.utexas.edu/archives/speeches/1983/102783b.htm. <<
[47] Robert Timberg, «“Days of Weakness Over”, Reagan Tells War Heroes»,
Race and Its Dangerous Legacy, Doubleday, Nueva York, 2009, p. 86. <<
[65] Ronald Reagan, The Reagan Diaries, Douglas Brinkley (ed.), HarperCollins,
1984. <<
[78] Jerome B. Wiesner, «Should a Jokester Control Our Fate?», Los Angeles
from Stalin to Gorbachev, University of North Carolina Press, Chapel Hill, 2007,
p. 284 [Un imperio fallido: la Unión Soviética durante la Guerra Fría, trad. de
Teófilo de Lozoya, Crítica, Barcelona, 2008]; Leffler, For the Soul of Mankind,
p. 380. <<
[89] Leffler, For the Soul of Mankind, p. 385. <<
[90] Rhodes, Arsenals of Folly, p. 129. <<
[91] Ibid., p. 4. <<
[92] Zubok, A Failed Empire, p. 288. <<
[93] Rhodes, Arsenals of Folly, p. 26. <<
[94] Shultz, Turmoil and Triumph, pp. 716-717. <<
[95] Rhodes, Arsenals of Folly, p. 242. <<
[96] Ibid., p. 248. <<
[97]
Jack F. Matlock, Reagan and Gorbachev: How the Cold War Ended,
Random House, Nueva York, 2004, p. 222. <<
[98]
Kenneth L. Adelman, The Great Universal Embrace: Arms Summitry-a
Skeptic’s Account, Simon & Schuster, Nueva York, 1989, p. 53. <<
[99] Rhodes, Arsenals of Folly, pp. 257-258. <<
[100] Jay Winik, On the Brink: The Dramatic, Behind-the-Scenes of the Saga of
the Reagan Era and the Men and Women Who Won the Cold War, Simon &
Schuster, Nueva York, 1996, p. 515. <<
[101] «Russian transcript of Reagan-Gorbachev Summit in Reykjavík, October
Policy from the 1970s to the Present, New Press, Nueva York, 2008, p. 67. <<
[110]
Doyle McManus y Michael Wines, «Schultz Said to Seek Ouster of
Poindexter», Los Angeles Times, 21 noviembre de 1986. <<
[111] Weiner, Legacy of Ashes, pp. 403-408. <<
[112] Wilentz, The Age of Reagan, p. 228; «Reagan: I Was Not Fully Informed»,
Bin Laden, from the Soviet Invasion to September 10, 2001, Penguin, Nueva
York, 2004, p. 104; Thomas L. Friedman, «Bad Bargains», The Washington Post,
10 de mayo de 2011. <<
[125] Dreyfuss, Devil’s Game, p. 290. <<
[126] Ibid., p. 291. <<
[127] Wilentz, The Age of Reagan, p. 173. <<
[1] «Stirrings of Peace», The New York Times, 31 de julio de 1988. <<
[2] «Excerpts from Speech to U.N. on Major Soviet Military Cuts», The New
de 1987. <<
[5] Curt Suplee, «Sorry, George, But the Image Needs Work», The Washington
Presidents and How They Won the Cold War, Simon & Schuster, Nueva York,
1996, p. 449. <<
[16] Odd Arne Westad, The Global Cold War: Third World Interventions and the
Making of Our Times, Cambridge University Press, 2007), pp. 386-387. <<
[17] Richard Rhodes, Arsenals of Folly: The Making of the Nuclear Arms Race,
Satisfied with Soviets’ Gulf Role», The New York Times, 20 de septiembre de
1990; Daniel T. Rogers, Age of Fracture, Harvard University Press, Cambridge
(Massachusetts), 2011, p. 246. <<
[19] Leffler, For the Soul of Mankind, p. 450. <<
[20] Mary Elise Sarotte, «Enlarging NATO, Expanding Confusion», The New
1989. <<
[30] «Excerpts from Iraqi Document on Meeting with U.S. Envoy», The New
for a Failed Policy», The New York Times, 12 de septiembre de 1990. <<
[33] Lloyd C. Gardner, The Long Road to Baghdad: A History of U.S. Foreign
Policy from the 1970s to the Present, New Press, Nueva York, 2008, p. 81. <<
[34] Ned Zeman, «Where Are the Troops?», Newsweek, 3 de diciembre de 1990,
p. 6; Craig Unger, House of Bush, House of Saud, Scribner, Nueva York, 1994,
pp. 139-140. <<
[35] Andrew J. Bacevich, American Empire: The Realities and Consequences of
1990. <<
[38]
Charles Paul Freund, «In Search of a Post-Postwar Rhetoric», The
Washington Post, 12 de agosto de 1990. <<
[39] Maureen Dowd, «President Seeks to Clarify Stand», The New York Times, 2
de noviembre de 1990; Lloyd Gardner, «The Ministry of Fear: Selling the Gulf
Wars», en Selling War in a Media Age: The Presidency and Public Opinion in
the American Century, Kenneth Osgood y Andrew K. Frank (eds.), University
Press of Florida, Gainesville, 2010, pp. 232-233. <<
[40] Gardner, The Long Road to Baghdad, p. 77. <<
[41] Ibid., pp. 83-84. <<
[42] Thomas L. Friedman, «How U.S. Won Support to Use Mideast Forces», The
Since 1776, Oxford University Press, Nueva York, 2008, p. 912. <<
[50] Gardner, The Long Road to Baghdad, p. 78. <<
[51] George F. Will, «The Emptiness of Desert Storm», The Washington Post, 12
War Era», The New York Times, 17 de febrero de 1992; Patrick E. Tyler, «Lone
Superpower Plan: Ammunition for Critics», The New York Times, 10 de marzo
de 1992. <<
[58] Barton Gellman, «Keeping the U.S. First», The New York Times, 11 de marzo
de 1992; «America’s Not the Only Cop», The New York Times, 7 de junio de
1992. <<
[59]
Alan Lichtman, White Protestant Nation: The Rise of the American
Conservative Movement, Atlantic Monthly Press, Nueva York, 2008, p. 410. <<
[60] Jim Vallette, «Larry Summers’ War Against the Earth», CounterPunch, 15 de
Asia, Yale University Press, New Haven (Connecticut), 2000, p. 176. <<
[69] Freed, «Odd Partners in UNO’s Afghan Project». <<
[70] Marjorie Cohn, «The Deadly Pipeline War: U.S. Afghan Policy Driven by
1998 firmaron la carta a Clinton pidiéndole que «apartase del poder a Sadam
Husein y su régimen», once formaron parte del gobierno de George W. Bush.
Entre los miembros del PNAC y neocons eminentes que estuvieron en ese
gobierno se encontraban Dick Cheney (vicepresidente), Donald Rumsfeld
(secretario de Defensa), Paul Wolfowitz (vicesecretario de Defensa), Richard
Armitage (vicesecretario de Estado), Elliott Abrams (director senior de Oriente
Próximo, Sudeste Asiático y Norte de África del Consejo de Seguridad
Nacional), John Bolton (subsecretario de Estado de control de armamentos y
seguridad internacional y embajador en la ONU), Paula Dobriansky
(subsecretaria de Estado de asuntos globales), Zalmay Khalilzad (enviado
especial del presidente en Afganistán y embajador de los iraquíes libres),
Richard Perle (presidente de la semiautónoma Defense Policy Board del
Pentágono [Junta de Política de Defensa]), Peter Rodman (ayudante de la
Secretaría de Defensa de asuntos de seguridad internacional), William Schneider,
Jr. (presidente de la Defense Science Board del Pentágono [Junta de Ciencias de
la Defensa]), Robert B. Zoellick (representante de comercio), Stephen Cambone
(director de la oficina del Pentágono de análisis y valoración de programas),
Eliot Cohen (Defense Policy Board), Devon Gaffney Cross (Defense Policy
Board), I. Lewis Libby (jefe de gabinete del vicepresidente Cheney), William
Luti y Abram Shulsky (directores de la oficina de planes especiales del
Pentágono), James Woolsey (Defense Policy Board) y David Wurmser (ayudante
especial de la Subsecretaría de Estado para el control de armamentos). <<
[73] John W. Dower, Cultures of War: Pearl Harbor/Hiroshima/9-11/Iraq, W. W.
York Times, 18 de agosto de 2001; Ron Suskind, «Why Are These Men
Laughing?», Esquire, enero de 2003, p. 97. <<
[87] «John Dilulio’s Letter», 24 de octubre de 2002,
www.esquire.com/features/diIulio. <<
[88]
Joel Achenbach, «Nader Puts His Mouth Where the Money Is», The
Washington Post, 4 de agosto de 2000. <<
[89] Jane Mayer, «Contract Sport: What Did the Vice-President Do for
Halliburton?», The New Yorker, 16 de febrero de 2004,
www.newyorker.com/archive/2004/ 02/16/ 040216fa_fact. <<
[90]
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web.archive.org/web/20000414054656/; http://www.petroleum.co.uk/speeches.
htm. <<
[91] Antonia Juhasz, «Whose Oil Is It, Anyway?», The New York Times, 13 de
Dire and Persistent», The New York Times, 18 de abril de 2004. <<
[95] «Clarke “Would Welcome” Open Testimony»,
www.msnbc.msn.com/id/4619346/ns/us_news-security/t/clarke-would-welcome-
open-testimony/#.TpJrlajEMhA. <<
[96] Richard A. Clarke, Against All Enemies: Inside America’s War on Terror,
Free Press, Nueva York, 2004, p. 235. [Contra todos los enemigos, Taurus,
Madrid, 2004]. <<
[97] Johnston y Dwyer, «Pre-9/11 Files Show Warnings Were More Dire and
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[98] Thomas Powers, «Secret Intelligence and the “War on Terror”», New York
Its Enemies Since 9/11, Simon & Schuster, Nueva York, 2006, p. 2. [La doctrina
del uno por ciento: la historia secreta de la lucha contra Al Qaeda, trad. de
Isabel Murillo Fort, Península, Barcelona, 2006]. <<
[100] Wilentz, The Age of Reagan, p. 440. <<
[101] «Transcript of Bush’s Remarks on Iraq: “We Will Finish the Work of the
Persistent». <<
[1] George W. Bush, Public Papers of the Presidents of the United States: George
2002. <<
[6]
Philip Shenon, The Commission: The Uncensored History of the 9/11
Investigation, Twelve, Nueva York, 2008, pp. 9-14. <<
[7] Ibid., pp. 39, 107, 324. <<
[8] Glenn Kessler, «Close Adviser to Rice Plans to Resign», The The Washington
“Ending” States That Back Terror», The New York Times, 14 de septiembre de
2001. <<
[16] Clarke, Against All Enemies, pp. 30-31. <<
[17] Michael Cooper y Marc Santora, «Mideast Hawks Help to Develop Giuliani
de 2001. <<
[33] Tamim Ansary, West of Kabul, East of New York: An Afghan American Story,
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Refusal of 2001 Taliban Offer Gave bin Laden a Free Pass», 3 de mayo de 2011,
http://ipsnews.net/news.asp?idnews=55476; Gareth Porter, «Taliban Regime
Pressed bin Laden on Anti-U.S. Terror», 11 de febrero de 2001,
http://ipsnews.net/news.asp? idnews=50300. <<
[35] Karen DeYoung, «More Bombing Casualties Alleged», The The Washington
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25-50, 101-107, 108-150; Jane Mayer, The Dark Side: The Inside Story of How
the War on Terror Turned into a War on American Ideals, Doubleday, Nueva
York, 2008, pp. 159-181. <<
[40] Mayer, The Dark Side, p. 8. <<
[41] Joby Warrick, Peter Finn y Julie Tate, «CIA Releases Its Instructions for
de 2004. <<
[49]
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Presidential Gala», 8 de octubre de 2003, http://georgewbush-
whitehouse.archives.gov/news/releases/2003/10/20031008-9.html. <<
[50] Mayer, The Dark Side, p. 8. <<
[51] «Sources: Top Bush Advisors Approved “Enhanced Interrogation”», 9 de
junio de 2009,
www.salon.com/news/opinion/glenn_greenwald/2009/06/30/account ability;
Antonio Taguba, «Preface to “Broken Laws, Broken Lives”», junio de 2008,
http://brokenlives.info/?page_id=23. <<
[55]
Roger Cohen, «A Command of the Law», The New York Times, 27 de
noviembre de 2008. <<
[56] Mayer, The Dark Side, p. 187. <<
[57] Taguba, «Preface to “Broken Laws, Broken Lives”». <<
[58] Seymour M. Hersh, Chain of Command: The Road from 9/11 to Abu Ghraib,
the Education of Paul O’Neill, Simon & Schuster, The New York Times, 2004, p.
72. <<
[66] Ibid., pp. 85-86. <<
[67] Ibid., p. 129. <<
[68]
Elaina Sciolino y Patrick E. Tyler, «A National Challenge: Saddam
Hussein», The New York Times, 12 de octubre de 2001. <<
[69] Daniel Eisenberg, «We’re Taking Him Out», Time, 5 de mayo de 2005,
www.time.com/time/world/article/0,8599,235395,00.html. <<
[70] Ron Suskind, The One Percent Doctrine: Deep Inside America’s Pursuit of
Its Enemies Since 9/11, Simon & Schuster, Nueva York, 2006, pp. 23, 189-191;
Lloyd Gardner, The Long Road to Baghdad: A History of U.S. Foreign Policy
from the 1970s to the Present, New Press, Nueva York, 2008, pp. 134-135, 202-
203. <<
[71] Dilip Hiro, Secrets and Lies: Operation «Iraqi Freedom» and After, Nation
<<
[77] Tim Weiner, Legacy of Ashes: The History of the CIA, Doubleday, Nueva
and the Selling of the Iraq War, Crown, Nueva York, 2006, p. 3. <<
[83] «Scott Ritter: Facts Needed Before Iraqi Attack»,
http://archives.cnn.com/2002/WORLD/meast/07/17/saddam.ritter.cnna/. <<
[84] Kinzer, Overthrow, p. 294. <<
[85] Thomas Ricks, Fiasco: The American Military Adventure in Iraq, Penguin
2003. <<
[94] Frederik Logevall, «Anatomy of an Unnecessary War», The Presidency of
Policy, Farrar, Straus and Giroux, Nueva York, 2008, pp. 242-243. [El lobby
israelí, trad. de Amado Diéguez, Miguel Martínez-Lage y Natalia Rodríguez,
Taurus, Madrid, 2007]. Buen número de organizaciones judías se posicionaron a
favor de la guerra. El AIPAC siguió apoyándola clamorosamente incluso cuando
la mayoría de norteamericanos, incluidos muchos judíos, ya estaban en contra.
En 2007 Jim Moran, representante demócrata por Virginia, apuntó: «Los judíos
norteamericanos votan en bloque y tienen influencia en la política exterior, y se
oponen a la guerra por abrumadora mayoría. No hay ningún grupo étnico que se
oponga más a la guerra que el judío. Pero el AIPAC es el lobby más fuerte y ha
presionado en favor del conflicto desde un principio». En realidad, Gallup señaló
ese año, basándose en trece sondeos del 2005, que el 77 por ciento de los judíos
norteamericanos se oponían a la guerra, y comparaba este porcentaje con el 52
por ciento de oposición a la contienda en el conjunto de la población
norteamericana. Steven Rosen, director de política exterior del AIPAC, se
jactaba de ser capaz de inclinar el voto de setenta senadores en cualquier tema.
«Representative Jim Moran on the Power of AIPAC», Tikkun, septiembre-
octubre de 2007, p. 76; Mearsheimer y Walt, The Israel Lobby and U.S. Foreign
Policy, pp. 240-243. Jeffrey Goldberg, «Real Insiders: A Pro-Israel Lobby and
an F.B.I. Sting», The New Yorker, 4 de julio de 2005,
www.newyorker.com/archive/2005/07/04/050704fa_fact#ixzz1LilbqLAj. <<
[96] Mearsheimer y Walt, The Israel Lobby and U.S. Foreign Policy, pp. 238-
240. <<
[97] «President’s State of the Union Message to Congress and the Nation», The
The Spy Who Tried to Stop a War: Katharine Gun and the Secret Plot to
Sanction the Iraq Invasion, PoliPointPress, Sausalito (California), 2008. <<
[107] Colum Lynch, «U.S. Pushed Allies on Iraq, Diplomat Writes», The The
22», en Rethinking Cold War Culture, Peter J. Kuznick y James Gilbert (eds.),
Smithsonian Institution Press, Washington, D. C., 2001, p. 188. <<
[129] Ross Goldberg y Sam Kahn, «Bolton’s Conservative Ideology Has Roots in
Martin’s Press, Nueva York, 1993, pp. 14-20; Whitfield, «Still the Best Catch
There Is», p. 188. <<
[131] Craig Glenday (ed.), Guinness World Records 2010: Thousands of New
Records in the Book of the Decade!, Bantam, Nueva York, 2010, p. 47. <<
[132] Robert J. Samuelson, «The Gulf of World Opinion», The The Washington
de 2003. <<
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[157] Aram Roston, The Man Who Pushed America to War: The Extraordinary
Life, Adventures, and Obsessions of Ahmad Chalabi, Nation Books, The New
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205. <<
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