La Iglesia y La Comunidad Internacional
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La Iglesia y La Comunidad Internacional
CODIGO: 1350290
CODIGO: 1350290
PRESENTADO A:
Su objeto es reconocer a las fuerzas insurrectas -por lo menos en cuanto a los fines de la lucha en
que están empeñadas y únicamente mientras dure la misma- los derechos necesarios para
mantener esa lucha, con todas sus consecuencias. La facción así reconocida será considerada
como sujeto de Derecho Internacional, pero solamente por lo que respecta a las operaciones de
guerra.
Cuando las trece colonias unidas de América se separaron de la metrópoli británica (4 de julio de
1776), Francia las reconoció directamente como Estado (6 de febrero de 1778) y la Gran Bretaña
interpreto aquella decisión como un casus belli, debido a que en aquella época todavía no se había
llegado a concebir el reconocimiento de beligerancia.
Una nueva aplicación de la teoría tuvo lugar con motivo de la insurrección griega (1821-1825).
Inglaterra reconoció tácitamente a los insurrectos como beligerantes, en su declaración de 6 de
junio de 1823, que permitía el libre tráfico de armas con las dos partes beligerantes.
El auge de la teoría se produjo con motivo de la guerra de Secesión (1861-1865). Los confederados
sudistas, con capital (Richmond), gobierno (presidido por Jefferson Davis) y ejército (mandado por
el general Lee) propios, y que desde el 4 de febrero de 1861 habían declarado su separación del
gobierno federal, fueron reconocidos, no como Estado, sino como beligerantes, por la mayoría de
las potencias europeas.
C. Requisitos.
Lauterpacht nos ha dejado la siguiente descripción de las circunstancias en que resulta apropiado
el reconocimiento de beligerancia: «[...] en primer lugar, debe existir dentro del Estado un
conflicto de carácter general y no localizado; en segundo lugar, los insurgentes deben ocupar y
administrar una parte sustancial del territorio nacional; en tercer lugar, deben ajustarse, en la
conducción de las hostilidades, a las leyes de la guerra y actuar mediante Fuerzas Armadas
dependientes de su autoridad; en cuarto lugar, deben existir circunstancias que hagan necesario el
que los terceros Estados definan su actitud mediante el reconocimiento de beligerancia».
D. Naturaleza jurídica.
Más a ello cabe objetar que el estallido de una guerra civil es prueba de que el gobierno
reconocido no expresa ya la voluntad de todo el Estado y sí sólo una parte. Por eso, el trato
exclusivo de los terceros Estados con el gobierno reconocido significa, en realidad, una
intervención en los asuntos internos del Estado en cuestión. Este punto de vista, apuntado ya por
Wiesse, ha sido desarrollado posteriormente por Scelle y Wehberg. También Lauterpacht se
remite al principio de no intervención, del que deduce el deber de los terceros Estados de
mantenerse neutrales incluso antes del reconocimiento de los insurrectos como beligerantes, en
cuanto se den los supuestos antes indicados.
Pero la práctica de los Estados nos enseña que no se inclinan a sacar del principio de no
intervención esta consecuencia. Sólo algunas veces se han pronunciado en este sentido. Así, la
declaración del Lord Halifax ante el Consejo de la S. de N., durante la guerra civil española, en
mayo de 1939, deducía el principio de no intervención en una guerra civil del derecho que tiene
todo Estado de determinar su propia forma de gobierno. Cuando surge en un Estado una lucha
acerca de la forma de gobierno -añadía Lord Halifax- es para los demás Estados un deber el
abstenerse de ejercer presión alguna sobre el pueblo de este Estado, en uno u otro sentido.
Ahora bien: esta declaración no pasará de ser un simple postulado mientras los Estados sólo
consideren actos de gobierno los actos de aquellos rebeldes que hayan sido reconocidos como
beligerantes. No cabe, pues, hablar de una equiparación de los rebeldes no reconocidos con el
gobierno legal. Pero hay cierta tendencia a tener en cuenta, no obstante, a los rebeldes aunque no
estén reconocidos.
Las autoridades establecidas casi nunca reconocen a los insurrectos como beligerantes en forma
expresa, pero tal reconocimiento puede resultar implícito si las autoridades pretenden registrar
buques extranjeros sospechosos de llevar contrabando a los insurgentes o que tratan de romper
un bloqueo impuesto por las autoridades establecidas.
F. Efectos.
1. º En las relaciones entre los insurrectos y el gobierno legal, el efecto esencial del
reconocimiento de beligerancia es la aplicación de las leyes de la guerra. Aunque las relaciones
entre los elementos revolucionarios y el gobierno regular sean de origen interno, los rebeldes
serán tratados, por razones de humanidad o de conveniencia derivada de la reciprocidad de
tratamiento, como si fueran los instrumentos militares de un Estado beligerante, y no podrán ser
ejecutados sumariamente, sino que deberán ser considerados combatientes regulares; es decir,
disfrutarán del trato de prisioneros de guerra.
2. º En las relaciones entre las dos partes combatientes y los terceros Estados, hay que distinguir:
a) Ambos combatientes podrán ejercitar las prerrogativas de la beligerancia (ejercicio del derecho
de presa, establecimiento de bloqueo, etc.), de acuerdo con las prescripciones establecidas por su
parte.
En el derecho internacional, calidad que revisten las potencias o sujetos que llevan a cabo acciones
bélicas contra enemigos, respetando las leyes de guerra.
La etimología de la palabra proviene del latín belligerans, de bellum, guerra, y gerere, sustentar.
Las leyes y costumbres de la guerra, sancionadas en las diferentes convenciones que se han
suscripto a tal efecto, constituyen los principios y prácticas que deben observar los estados o
grupos beligerantes que tomen parte en una contienda. Estas prácticas o costumbres obedecen a
una necesidad de humanizar la guerra, valga la paradoja, con el objeto de evitar en lo posible
crímenes y matanzas innecesarios.
Con la declaración de guerra, adquieren la calidad de beligerantes los estados que intervienen en
el conflicto, y de neutrales aquellos que no participan del mismo. Cabe aclarar que el concepto de
beligerante sufrió una modificación durante la segunda guerra mundial, período durante el cual
apareció una nueva figura jurídica, la no beligerancia, es decir, la población civil que no puede
participar en la contienda, caso contrario será juzgada por la ley marcial, con excepción del caso de
levantamiento en masa contra el invasor.
El Papa a la cabeza de la Santa Sede, es que podemos definirla también como el ente central
y supremo de la Iglesia Católica, La subjetividad de la Santa Sede dentro de la comunidad
internacional, se remonta a la época del nacimiento de esta última y tiene una base histórica
innegable, unida a razones de orden espiritual. Por ellas la Santa Sede, aún en la época en
que estuvo privada de base territorial entre los años 1870 y 1929 , existen otras de
orden puramente jurídico que resultan también convincentes para afirmar la personalidad
internacional de la Santa Sede, especialmente en el período más discutido que va precisamente
desde los años 1870 a 1929.
Hasta el año 1870 el Sumo Pontífice no era solamente el Jefe Supremo de la Iglesia
Católica, sino también el soberano del Estado Pontificio. Tenía en consecuencia dos poderes; un
Poder Temporal, la soberanía sobre el Estado Pontificio y un Poder Espiritual, que se
extendía a todas las comunidades católicas del mundo. En consecuencia los Papas sostenían
hasta esa fecha, que para el cumplimiento de su misión espiritual de la Iglesia Católica era
garantía indispensable la existencia del poder temporal.
Por otro lado, el nacimiento del Reino de Italia se va a lograr a través de una larga y difícil
gestación, en la cual hay que tener presente grandes acontecimientos que van marcando los hitos
de este camino. El ansia del pueblo italiano de constituir una nación y no un conjunto de Estados
independientes se manifiesta desde antes del Renacimiento. Es así como César Borgia
luchará, en vano, para hacer realidad este anhelo que dormita durante años en el alma italiana,
hasta que los ejércitos de Napoleón vuelven a llamar a la unidad racial y política a los peninsulares
con la fuerza de los principios nacionalistas que se esparcen a través de toda Europa.
Alrededor del año 1850, Piamonte hace suyo el movimiento unitario italiano que pide a Roma
como capital y en donde la incorporación del Estado Pontificio al Reino de Italia, fue Uno de los
puntos del Programa del gran político Cavour. Es así, como en el año 1859, Víctor Manuel II,
camino de la unidad italiana, se apodera de la Romana y de Bolonia, que Pertenecían a los
dominios pontificios. Dos años después, el 17 de marzo de 1861, éste adoptó para sí y para sus
descendientes el título de Rey de Italia, con ello pierden los sucesores de San Pedro parte
de sus Estados, que tenían su origen en los tiempos Calovingios. El 27 de marzo de 1861,
diez días después de la proclamación de Víctor Manuel de Saboya como Rey de Italia, el
Parlamento italiano vota casi por unanimidad una orden del día confiriendo a Cavour su
confianza para lograr la unión de Roma a Italia, capital aclamada por la opinión nacional.
Austria, potencia vecina, y cuya presencia militar en la península era recurrente, procede a
invadir Lombardía y Venecia, pues de acuerdo con la política de Metternich el régimen
absolutista en los reinos y ducados italianos estaban en la línea de los intereses austriacos,
lo que llevó a Francia a intervenir para contrarrestar la influencia de los Habsburgos.
Serán las guerras de la unificación alemana, las que obliguen, nuevamente a Napoleón III, a
retirarse de Roma y esta vez, el Papa librado a sus fuerzas, va a sucumbir ante el avance de las
tropas enviadas por el Rey Víctor Manuel, quien con el pretexto de defender la Santa Sede
y la conservación del orden en las provincias gobernadas por su Santidad, las hace avanzar
hasta las puertas de Roma, violando flagrantemente los principios más elementales del derecho
internacional al cruzar el día 11 de septiembre la frontera pontificia.
Tras la derrota del ejército papal en el año 1870, se verifica en Roma el día 2 de octubre
de ese mismo año, un plebiscito que fue favorable a la anexión de dicha ciudad al Reino
de Italia, la que fue incorporada por Real Decreto del 9 de octubre de 1870. Sin perjuicio
de lo anterior, los vencedores, por respeto a la persona del Papa Pío IX, no entraron a los palacios
vaticanos, lo que ha llevado a algunos autores de Derecho Internacional Público a afirmar que el
Estado Vaticano, continuó existiendo en aquel reducido territorio en que no fue
materialmente sustituida su autoridad por la italiana, manteniendo, asimismo, en forma
inalterable su derecho de legación activo y pasivo, celebrando Concordatos, reconociendo
nuevos estados, actuando como mediador en algunas controversias y considerando al Papa
como jefe de un estado reconocido como sujeto de derecho internacional. De esta forma, se
pone fin al dominio temporal de los sucesores de San Pedro, planteándose lo que es
conocido como “la Cuestión Romana”, no sólo como un problema nacional sino como una
intrincada cuestión internacional. La primera preocupación del Gobierno italiano en esta
materia, fue tranquilizar a la opinión católica universal, sin embargo, comprendiendo que
en aquellas circunstancias todo acuerdo con la Santa Sede era imposible, presentó al
Parlamento Italiano el día 13 de mayo de 1871, las disposiciones del Decreto Real convertidas
ahora en proyectos de ley, obteniendo la votación favorable necesaria en el Parlamento,
dando origen a la llamada, “Ley de Garantías sobre las Prerrogativas del Soberano Pontífice
y de la Santa Sede y sobre las Relaciones del Estado con la Iglesia”. Esta Ley confería al
Papa los derechos y honores de un soberano, asimismo, reconocía a los palacios
papales su extraterritorialidad y le otorgaba al Sumo Pontífice una
suma de dinero anual.
El Papa Pío IX no aceptó la citada Ley ya que consideraba, por una parte, que ésta no lo obligaba
por emanar de un Estado no reconocido por el Sumo Pontífice y por otro lado, la solución
propuesta no resultaba satisfactoria, ya que ella emanaba unilateralmente del derecho interno
italiano, manteniendo el Papa, en consecuencia, una permanente protesta en contra de lo que
consideraba una usurpación. Es así como en su Encíclica “Ubi Arcano”, de 15 de mayo de 1871,
pone de manifiesto su protesta contra la regulación jurídica que calificaba de inadmisible.
Con la Ley de Garantías se pretendió consagrar la desaparición de la soberanía temporal,
negándosele incluso a la Santa Sede la propiedad de los Estados Pontificios y
reconociéndole al Papa sólo algunas prerrogativas. De esta forma el Pontífice se constituye en
prisionero en el Palacio Vaticano, política que será continuada por sus sucesores, viviendo el
Quirinal y el Vaticano de espalda por muchos años.
En aquella época, el Partido Fascista gobernante en Italia, no cejó en sus tentativas de poner fin a
“la Cuestión Romana”, ya que estando profundamente poseído de un espíritu nacionalista,
estimó que una Iglesia Católica Italiana era una formidable aliada para su política exterior,
y que un minúsculo Estado Pontificio como centro de Italia no era ni podía ser nunca
másque una ficción, pero una ficción extremadamente útil.
La Curia Romana, por su parte, comprendió cuan fortificada podía salir la Iglesia de
un eventual acuerdo bajo estas nuevas circunstancias y que recobrando el dominio
temporal, aunque éste fuera reducido, se le abrían las puertas para ingresar a la Sociedad de
Naciones, Organización Internacional de la que siempre lamentó verse excluida la diplomacia
pontificia.
Los Acuerdo de Letrán, firmados el 11 de febrero de 1929, por Benito Mussolini y el Cardenal
Pedro Gasparri, como plenipotenciarios de Víctor Manuel III y Pío XI, respectivamente
y ratificados cuatro meses más tardes, el 7 de junio, pusieron término a “la Cuestión Romana”
normalizándose las relaciones entre la Santa Sede e Italia.
Podemos señalar las siguientes disposiciones como las más significativas del citado
Tratado de Letrán:
4.Se declara sagrada e inviolable la persona del Soberano Pontífice y punible cualquier
atentado en su contra.
5.La Santa Sede declara que, frente a las rivalidades temporales entre los demás estados
permanecerá ajena, asimismo, señala que no participará en las reuniones internacionales
convocadas con este objeto, a menos de que las partes en litigio hagan un llamado
unánime a su misión de paz, reservándose en cada caso, el hacer valer su poder moral y
Espiritual.
Con posterioridad a los Acuerdos de Letrán, la Santa Sede puede sin lugar a dudas, actuar
en el plano internacional en virtud de un doble título, como órgano supremo de la Iglesia
Católica y como órgano supremo del Estado de la Ciudad de El Vaticano. Los concordatos
son celebrados por la Santa Sede como órgano supremo de la Iglesia Católica y las diversas
convenciones sobre asuntos temporales tales como moneda, correos, sanidad, etc,
Han sido celebradas por la Santa Sede en nombre y representación del Estado de la Ciudad de El
Vaticano. En consecuencia, podemos afirmar que la Santa Sede es una persona jurídica de
derecho internacional, que en muchos aspectos ha sido equiparada a un estado y en tal calidad en
el año 1961, firmó y ratificó la Convención de Viena sobre Relaciones Diplomáticas,
Convención reservada exclusivamente a los estados, lo propio hizo en el año 1969 con la
Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados, siendo, asimismo, invitada sin
oposición alguna a participar en el año 1975, en la Conferencia de Viena para adoptar la
Convención sobre las Relaciones de los Estados con los Organismos Internacionales de
Carácter Universal.
Por su parte, la Organización de Naciones Unidas establece los siguientes requisitos para
ser declarado como observador permanente ante dicho Organismo, a saber: a) Que el
Estado sea miembro de alguno de los organismos especializados de Naciones Unidas y b) Que el
Estado sea generalmente reconocido por la mayoría de los Estados miembros de las
Naciones Unidas, los cuales, como serán analizados a continuación, la Santa Sede cumple.
A este respecto, podemos señalar que tratándose de materias de carácter técnico, la Santa
Sede es miembro tanto de la Unión Postal Universal como de la Unión Internacional de
Telecomunicaciones, igualmente se ha hecho representar por un observador en el Consejo
Económico y Social. Por otro lado, este Sujeto de Derecho Internacional, se ha interesado por
determinadas funciones de carácter social desarrolladas por las Naciones Unidas, participando en
el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF), y en el Programa de Ayuda a los
Refugiados de Palestina. Del mismo modo, la Santa Sede ha participado en tratados tales como la
Convención referente a la Condición Jurídica de los Apátridas en 1954, en la Conferencia
del Derecho del Mar y en la Conferencia sobre La Protección de Bienes Culturales,
convocada esta última, por la Organización de Naciones Unidas para la Educación, la
Ciencia y la Cultura (UNESCO) y desde 1955, viene participando como Miembro en los
trabajos de la Comisión de Energía Atómica de Ginebra.
Por otra parte, en el año 1964 la Santa Sede mantenía relaciones diplomáticas con 41
Estados miembros y era reconocida sin relaciones diplomáticas por otros tantos países, siendo el
número de Estados miembros de Naciones Unidas, en aquella época, alrededor de 112. En
consecuencia cuando el Secretario General de Naciones Unidas, el Birmano U. Thant, acusa
recibo de la nota de la Santa Sede de fecha 21 de marzo de 1964 y acepta al primer
observador permanente, representado por Monseñor Alberto Giovannetti designado por el
Papa Pablo VI, actúa plenamente ajustado a derecho. Sin embargo, será a partir de la Conferencia
de El Cairo sobre Población y Desarrollo celebrada en 1994 y de la IV Conferencia Mundial
sobre la Mujer, celebrada en 1995, que ciertas organizaciones no gubernamentales, entre
las que se destacan “Center for Reproductive Law and Policy” y “Catholics for a Free
Choice”, las cuales han estado intentando que la Santa Sede pierda su status de
observador permanente como Estado no miembro de las Naciones Unidas, promoviendo
una revisión formal de su condición ante la Organización de las Naciones Unidas. La razón
de esto, radica en la decidida defensa que realiza la Iglesia Católica al derecho a la v ida, el
matrimonio y la familia, frente a los intentos de crear una llamada “nueva ética”, ligada a un
relativismo moral.
En el fondo, se trata de un conflicto entre una visión de los derechos humanos como
principios universales fundados en el derecho natural y un concepto de derechos,
considerados como adaptaciones, ventajas o privilegios concedidos a las personas, según los
acuerdos sociales y el desarrollo de las normas legales.
Con una superficie de apenas 44 hectáreas, la Ciudad del Vaticano es el estado independiente más
pequeño del mundo, tanto por el número de habitantes como por su territorio. Sus fronteras
están delimitadas por las murallas y una franja de travertino que une los dos hemiciclos de la Plaza
San Pedro. Además del propio territorio, la jurisdicción vaticana se extiende a otras zonas de Roma
y fuera de ella que gozan del derecho de extraterritorialidad.
El Estado de la Ciudad del Vaticano fue constituido por el tratado de Letrán entre la Santa Sede y
el estado italiano, firmado el 11 de febrero de 1929. Dicho acuerdo estableció la personalidad del
Vaticano como Ente soberano de derecho público internacional, y su objetivo fue asegurar a la
Santa Sede, en su condición de suprema institución de la Iglesia Católica, "la absoluta y visible
independencia garantizándole una soberanía indiscutible también en el campo internacional",
como se declara en el preámbulo del tratado.
La Iglesia Católica cumple con su misión evangélica a través de las distintas iglesias particulares y
locales, y de su gobierno central, constituido por el Sumo Pontífice y por los Organismos que
coadyuvan con él en el ejercicio de sus responsabilidades para con la Iglesia universal (Santa Sede).
La forma de gobierno es la monarquía absoluta. El Sumo Pontífice es el Jefe del Estado, con plenos
poderes legislativos, ejecutivos y judiciales: durante el período de sede vacante el Colegio de
cardenales ejerce estos poderes. El poder legislativo además, es ejercitado en nombre del Sumo
Pontífice, por una Comisión integrada por un Cardenal Presidente y otros cardenales nombrados
por un quinquenio. El poder ejecutivo está ejercido por el Presidente de la Comisión, y en esta
condición, asume el nombre de Presidente del Governatorato, y es coadyuvado por el Secretario
General y por el Vicesecretario General. De él dependen las Direcciones y las Oficinas centrales en
que se encuentra organizado el Governatorato, o sea el complejo de organismos a través de los
cuales es ejercido dicho poder. Los órganos constituidos según el sistema judicial del Estado
ejercen el poder judicial en nombre del Sumo Pontífice.
El Estado de la Ciudad del Vaticano posee una bandera propia dividida en dos campos verticales:
uno amarillo, junto al asta, y otro blanco, en que está representada la tiara pontificia con las llaves
cruzadas. Posee derecho de acuñar su propia moneda, el euro del Vaticano, y emite sus propios
sellos de correos. En el Vaticano se edita un periódico diario, L’Osservatore Romano, fundado en
1861; y desde 1931, funciona una emisora, Radio Vaticano, que transmite a todo el mundo
programas en diversas lenguas. Actualmente, los habitantes del Estado ascienden a 800,
aproximadamente, de los cuales, unos 450 poseen ciudadanía vaticana, mientras que el resto, con
residencia temporal o permanente en el Estado, no la tienen.
El Cuerpo de la Guardia Suiza, encargado de la seguridad del Papa y del Estado, fue fundado en
1506 y sus miembros visten un uniforme que, según la tradición, fue diseñado por Miguel Ángel. El
Cuerpo de la Gendarmería se ocupa de los servicios de policía y de seguridad del Estado.
Los autores, en general, reconocen que la atribución de nacionalidad a las sociedades tiene su
origen en la analogía entre persona jurídica y persona naturales. Las sociedades son consideradas
como sujetos de derecho análogos a las personas físicas debiendo, en consecuencia, gozar de las
diversas prerrogativas de que se benefician estas últimas, especialmente en lo relativo a la
nacionalidad. Rovira, por su parte, a pesar de considerar que esta analogía es exagerada, recuerda
que "sin perjuicio de los fundamentos de orden legal, dicha asignación de nacionalidad ha tenido y
tiene serias razones de orden político-económico que la respaldan.
Los argumentos de que se ha valido la doctrina han sido muy variados. Sin embargo, entendemos
posible sistematizarlos en tres categorías. Una primera categoría se encuentra compuesta por
aquellos que fundamentan la nacionalidad de las sociedades en razón de que existen normas de
Derecho positivo que se la atribuyen. Una segunda categoría de argumentos tiene su origen en un
posicionamiento previo en favor de la doctrina de la realidad de las personas jurídicas. La tercer
categoría se ocupa de la noción de nacionalidad en sí misma, confiriéndole un significado que
pretende evitar buena parte de las críticas que recaen sobre esta cuestión.
Los autores franceses modernos, que fundamentan la atribución de nacionalidad de las sociedades
en argumentos de Derecho positivo, se basan en un análisis literal de los textos jurídicos. Nos
dicen que tanto en el Derecho Público Internacional como en el Derecho Internacional Privado, en
general, se admite que, cuando los tratados hablan de nacionales y extranjeros, se refieren lo
mismo a personas físicas que a las morales. En la doctrina brasileña, Bevilaqua, en 1906, admitía la
nacionalidad de las personas jurídicas, no por tratarse de una cualidad que les sea esencial sino
como un atributo conferido por el Derecho. Claro que ese atributo le es conferido por tratase de
una necesidad de la vida jurídica, puesto que la nacionalidad determinaría la Ley a cuyos preceptos
obedecería la sociedad en su formación y disciplinaría su capacidad. Según este autor, la
legislación brasileña reconoce de modo expreso la nacionalidad de las personas jurídicas de
Derecho privado, en una serie de normas en que distingue entre nacionales y extranjeras,
estableciendo las condiciones para que les sea atribuida la calidad de nacionales. Espinola &
Espinola Filho y Cesarino Junior, fundamentan su postura en favor de la atribución de nacionalidad
a las sociedades, recordando que los artículos 16 a 21 del Código Bustamante y Sirvén consagraron
expresamente la nacionalidad de las personas jurídicas. El artículo 19, por ejemplo, dispone:
“La nacionalidad de las sociedades anónimas, será determinada por el contrato social y,
eventualmente, por la Ley del lugar en que normalmente se reúna la junta general de los
accionistas o, en su falta, por la del lugar donde funcione su principal Consejo Administrativo o
Junta Directiva.”
Travers, sustentaba que la naturaleza jurídica de la sociedad comercial no era incompatible con la
atribución de nacionalidad. Nada impediría, a juicio de este autor, la existencia de un lazo político
de dependencia entre la persona jurídica y el Estado. Sin embargo, Travers reconoce que la noción
de nacionalidad presenta diferencias según esté referida a las personas jurídicas o a los individuos
la nacionalidad no puede ser adquirida ni perdida por las mismas vías, así como no produce las
mismas consecuencias jurídicas - pero procura demostrar que esas disparidades no suponen una
incompatibilidad absoluta entre la persona jurídica y la nacionalidad.
Según Batiffol, la nacionalidad de las personas morales sería una noción bastante próxima a la
nacionalidad de los navíos, barcos y aeronaves. Miranda considera que no habría ningún
inconveniente serio para atribuirle nacionalidad a las sociedades, así como no lo habría para
atribuirle nacionalidad a los buques o a los bienes inmuebles. La atribución de nacionalidad se
sustentaría en la existencia de una relación entre el buque y la bandera nacional que enarbolase,
así como entre el inmueble y su localización geográfica. En las sociedades implicaría su sujeción a
un determinado Estado y a sus leyes. Travers, siguiendo la línea de una interpretación amplia de la
noción de nacionalidad, llegó a sustentar que “racionalmente la nacionalidad se impone todavía
más respecto de las personas jurídicas que respecto de las personas físicas”.
B. Razones políticas y económicas a favor de la atribución de nacionalidad
Le Pera agrega dos razones para extender a las sociedades, la atribución de un estado de
nacionalidad reservado, en principio, a los individuos. Una de las razones consiste en la
exageración antropomórfica de las sociedades, de las que se predican también las cualidades
humanas del nacimiento, el nombre, el patrimonio, el domicilio, la voluntad y la muerte. La
segunda razón se encuentra vinculada con la siguiente premisa: "Todo Estado tiene derecho a
otorgar protección diplomática a sus nacionales". Esta razón era reconocida expresamente por
Salem, en su obra “La question de la nationalité des sociétés et les intérêts français à l’étranger”
(1929). Según este autor, la noción de nacionalidad de las sociedades sería fundamental para
asegurar a las sociedades francesas su actividad y el ejercicio de sus derechos en el extranjero,
inclusive invocando la protección diplomática. Sobre este último sentido insiste Batiffol. Dice este
autor: puesto que el Estado ejerce la protección diplomática de sus nacionales en el extranjero y
concluye tratados en su provecho, no tendría por qué desinteresarse de esos mismos nacionales
cuando asumen una forma colectiva.
Batiffol sostiene, además, que la actividad colectiva debe ser controlada por el Estado como la
actividad individual, pues es también una actividad de indivi-duos y debe ser, a la vez, más
estrechamente reglamentada en razón de los peligros con que amenaza la autoridad del Estado y
la libertad de los particulares.
Luego, en su artículo 19, el Código Bustamante agrega respecto de las sociedades anónimas:
“La nacionalidad de las sociedades anónimas será determinada por el contrato social y,
eventualmente, por la ley del lugar en que normalmente se reúna la asamblea general de
accionistas, o, en su defecto, por la del lugar en que funcione su principal consejo administrativo o
directorio.”
2. Nacionalidad y control
El criterio del control ha sido modernamente, tal vez, el más utilizado. La llamada "teoría del
control", prefiere tener en cuenta la nacionalidad de los titulares del capital social y del poder de
decisión. Esta teoría hizo su aparición en tiempos de guerra, orientada principalmente por tres
ideas: expansión económica, defensa económica y seguridad nacional.
Durante la Primera Guerra Mundial, los Estados entendieron conveniente tomar providencias
excepcionales de defensa contra las sociedades que obedecían a intereses económicos y políticos
extranjeros, conocidas como "sociedades enemigas". Este tipo de providencias se extendió, luego,
a la posguerra. Así, por ejemplo, durante la Primera Guerra Mundial, Inglaterra prohibió el
comercio con súbditos de Estados enemigos. A fin de conocer quienes revestían el carácter de
tales, elaboró la Statutory Black List.
Como los súbditos enemigos eludían la prohibición de comerciar con Inglaterra, ocultándose
detrás de la personalidad jurídica de las sociedades mercantiles, le fue necesario superar el criterio
de la incorporación, que era tradi-cional al Derecho angloamericano. En tal sentido, cabe
mencionar el caso "Daimler Co. vs. Continental Tyre and Rubber Co.", suscitado en 1915. En este
caso, se trataba de resolver si una compañía constituida en Inglaterra - por lo tanto británica
según el régimen de sociedades inglés - y con una secretaría en Gran Bretaña, pero con todas sus
acciones en manos de extranjeros enemigos, podía considerarse, a su vez, como enemiga. El
Tribunal de Apelaciones se pronunció en sentido negativo, sosteniendo que la existencia separada
de la compañía no podía soslayarse como un simple tecnicismo. Este pronunciamiento fue
revocado por la Cámara de los Lores. En la Cámara, Lord Parker sostuvo que la doctrina de la
incorporación no bastaba para resolver sobre el carácter enemigo de la compañía, no porque le
fuera atribuible directamente a ésta el carácter de enemiga, sino porque obraba bajo la dirección
de accionistas enemigos. Se hacía necesario, en este caso, como señalaba Wolff, levantar "el telón
de la personalidad jurídica".
Este tipo de norma no establece en sí misma el criterio para identificar la nacionalidad de una
sociedad. Simplemente acuerda que este criterio será el que disponga el Estado señalado por el
punto de conexión.
En segundo término, estos puntos de conexión han sido utilizados para determinar por sí mismos
la nacionalidad de una sociedad comercial. En la doctrina, por ejemplo, Fiore considera que las
personas jurídicas tienen la nacionalidad del país en el que fueron constituidas, porque el acto de
fundación equivaldría a su nacimiento y porque la adquisición de su individualidad jurídica se debe
a la Ley del lugar de su constitución. La nacionalidad se debería, inclusive, al hecho de que la
constitución de una persona jurídica sería una emanación de la soberanía estatal. En 1915, Muller
Ministro del Exterior brasileño - dispuso por circular del 22 de febrero que, en virtud de la
legislación entonces vigente, debían considerarse brasileñas las sociedades con sede en el país,
registradas en las juntas comerciales brasileñas y que ejercieran su actividad en el Brasil,
cualquiera fuese la nacionalidad de los individuos que la compusiesen. En un sentido similar,
Carvalho de Mendonça considera que la nacionalidad de una persona jurídica depende del lugar
donde fue celebrado el acto de su constitución, sea cual fuere la nacionalidad de las personas que
la compongan. El acto de la fundación de la sociedad, para esta autor, equivaldría al nacimiento de
la persona natural. En cuanto al Derecho positivo actualmente vigente en Brasil, el artículo 60 del
Decreto Ley brasileño 2.627 de 1940.
Son numerosos los autores que cuestionan a la doctrina de la nacionalidad. En primer término, se
cuestiona la posibilidad misma de atribuir nacionalidad a las personas jurídicas y a las sociedades
comerciales en especial. En segundo lugar, se cuestiona la existencia de un concepto unitario de
nacionalidad, cuando este término está referido a las personas jurídicas.
Por su parte, Pillet, en 1914, consideraba que la extensión de la noción de nacionalidad a las
personas jurídicas correspondía a una mala técnica jurídica, que provocaría la confusión entre la
propia noción de nacionalidad y la noción de domicilio. En su obra “Des personnes morales en
droit international privé” explicaba cómo, respecto de las personas físicas, la noción de
nacionalidad desplazó a la noción de domicilio a un segundo plano y cómo, luego, este mismo
desplazamiento se extendió por analogía a las personas jurídicas. Sin embargo - al carecer las
personas jurídicas de ius sanguinis - la noción de nacionalidad sólo podría encontrar un asidero,
autónomo de la nacionalidad de las personas físicas que la integran, en el ius soli, que por su
semejanza con el domicilio quita todo fundamento a la atribución de nacionalidad a las personas
jurídicas.
“Ello se observa en los siguientes efectos que, respecto a los individuos, opera el vínculo de la
nacio-nalidad en el derecho interno y en el derecho internacional: 1) otorga a determinadas
personas los derechos y/o deberes políticos y determina sus obligaciones militares. 2) faculta para
el desempeño de determinadas funciones públicas. 3) autoriza a la obtención del pasaporte, a
retornar al país, y en caso de indigencia, a ser repatriado por el Estado. d) habilita para obtener la
protección diplomática del Estado en caso de que los intereses de sus nacionales sean lesionados
en el extranjero..."
Halperin expresa, igualmente, que las sociedades no tienen nacionalidad. Ésta implicaría un nexo
de mayor trascendencia que el económico, único elemento que vincularía a las sociedades con un
determinado Estado. La expresión “nacionalidad de las sociedades” constituiría una mera
comodidad verbal para expresar el sometimiento de la sociedad a un determinado régimen legal.
En la tesis negativa, en definitiva, se considera que la nacionalidad no es más que un pretexto para
conferir ciertos derechos en el extranjero, a las sociedades que se califican como nacionales.
B. Inexistencia de un concepto unitario de nacionalidad
En 1920, Pepy, señalaba que el tema de la nacionalidad de las sociedades comprendía dos
cuestiones diversas. Una de estas cuestiones estaría referida a la condición de los extranjeros y
otra estaría referida a la determinación del régimen aplicable a las sociedades. Niboyet retoma la
idea de Pepy. Mediante la noción de nacionalidad se pretende resolver dos problemas de
naturaleza diferente, el de la condición de los extranjeros y el del conflicto de leyes. El primero de
dichos problemas tendría su solución en la aplicación del criterio del control. El segundo alcanzaría
una solución satisfactoria, en la opinión de Niboyet, tomando como punto de conexión a la sede
social.
En 1960, Bastid & Luchaire insisten en la existencia de una disociación entre dos clases de
vinculaciones, jurídica y política. La vinculación jurídica sirve únicamente para la determinación de
la Ley aplicable a la constitución de la sociedad y a las relaciones entre los socios. Una sociedad
sometida a la Ley francesa, en opinión de estos autores, no sería necesariamente una “sociedad
francesa” sino una “sociedad de Derecho francés”. Una sociedad podría ser considerada como
“sociedad francesa” sólo en función de su vinculación política con el Estado francés. Esa
vinculación política es la que determina qué sociedades pueden verse beneficiadas por los favores
que un Estado acuerda a quienes considera como sus propios nacionales y niegos a quienes
considera como extranjeros.
La jurisprudencia francesa parece coincidir con la doctrina aquí referida, pues no admite la
existencia de un criterio general para la determinación del alcance de la noción de nacionalidad.
En su lugar, estima que, mediante la utilización de un método analítico y pragmático, debe
procurarse el criterio apropiado para cada caso.
Le Pera sugiere que lo más adecuado sería reconocer que la complejidad del caso societario
internacional, merece un análisis desde perspectivas diferentes, en cuanto al tema de la
nacio-nalidad de las sociedades. Estas perspectivas responden, por un lado, al Derecho Público
Internacional - en lo que se refiere a la aptitud de los Estados para extender la protección
diplomática a las sociedades - por otro lado, al Derecho Interno de Extranjería - a los efectos del
goce de derechos civiles y del establecimiento de prohibiciones o privilegios - y, finalmente, al
Derecho Internacional Privado - para la determinación de la Ley aplicable a las sociedades.
Los tratados son una de las fuente del derecho internacional, así lo señala el
artículo 38 del Estatuto de la Corte Internacional de Justicia cuando expresa que “la Corte,
cuya función es decidir conforme al derecho internacional las controversias que le
sean sometidas, deberá aplicar: las convenciones internacionales, la costumbre
internacional y los principios generales de derecho”.
Los tratados pueden definirse como “los acuerdos entre dos o más sujetos de derecho
internacional”. Al referirnos a sujetos de derecho internacional no hablamos sólo de
Estados que tradicionalmente han sido los protagonistas del derecho internacional- sino que
también debe tomarse en cuenta a los organismos internacionales gubernamentales y a
determinados grupos, como los beligerantes y las partes en algunos acuerdos de armisticio, a
los cuales se les reconoce la capacidad de celebrar tratados, la Santa Sede (firma concordatos)
y movimientos de liberación nacional (Organización para la Liberación de Palestina).
Ahora bien, a través de los tratados, los sujetos de derecho internacional pueden crear, modificar
o extinguir una relación jurídica entre sí. Por otra parte, a los tratados se les suele
llamar de distintas maneras, pero para el derecho internacional el nombre que se les dé
es una cuestión irrelevante. La multiplicidad de nombres (tratado, convenio, convención,
acuerdo, protocolo, pacto, et.) se debe a que los tratados presentan entre sí características
diversas según la materia a que se refieren, las partes que intervienen en su celebración,
la formalidad o solemnidad con que se concluyen, etc.
Se han utilizado diversos criterios para clasificar los tratados, en ese sentido, a continuación
se citan las clasificaciones que se considera contribuyen a tener un mejor conocimiento de
los mismos:
Capacidad de los Estados para celebrar tratados. Todo Estado tiene capacidad para celebrar
tratados.
Plenos poderes.
1. Para la adopción la autenticación del texto de un tratado, para manifestar el consentimiento
del Estado en obligarse por un tratado, se considerará que una persona representa a un Estado:
a) los Jefes de Estado, Jefes de Gobierno y Ministros de relaciones exteriores, para la ejecución de
todos los actos relativos a la celebración de un tratado;
b) los Jefes de misión diplomáticas, para la adopción del texto de un tratado entre el Estado
acreditante y el Estado ante el cual se encuentran acreditados;
c) los representantes acreditados por los Estados ante una conferencia internacional o ante una
organización internacional o uno de sus órganos, para la adopción del texto de un tratado en tal
conferencia. Organización u órgano.