Pájaros, Bandoleros y Sicarios
Pájaros, Bandoleros y Sicarios
Pájaros, Bandoleros y Sicarios
Ahora, el fracaso del proyecto moderno en Colombia podía enfocarse desde dos perspectivas: 1)
como fracaso ideológico; o bien, 2) atendiendo a la observación y examen de ese conjunto de
ideas y creencias que se habría ido conformando como resultado de los vaivenes y paradojas de
nuestro proceso de modernización, hasta constituir una mentalidad, es decir, una respuesta al
mundo distinta, en todo caso -siguiendo a Vovelle-, de un pensamiento claro o de una elaboración
cultural, que tendería a favorecer los signos de la modernidad sin asumirla en su esencia.
El trabajo que entonces emprendí favoreció este segundo enfoque, examinando uno de los
aspectos más dolorosos de nuestra para-modernidad: la violencia. En realidad, lo expuesto aquí es
una apretada síntesis de lo que, a modo de ejercicio, está escrito en forma más extensa en otro
lado: el seguimiento de lo que podríamos llamar la evolución del personaje protagonista de la
violencia colombiana, en íntima relación con la revisión de los distintos experimentos de
modernización socio-política del país. Por tratarse de un ejercicio, sólo se trabajaron tres
momentos de nuestra contemporaneidad -que podrían reflejar tres tipos de violencia-, a través del
análisis de los protagonistas que la encarnan: el "pájaro" (asesino de la llamada "violencia" de los
años cincuenta), el guerrillero (y su versión "rústica": el bandolero) y el sicario. Para llevar a cabo
estos propósitos, el trabajo se dividió en dos partes: una primera de discusión de los marcos de
referencia y una segunda, el ejercicio mismo de análisis de los personajes en un corpus
seleccionado de narrativa colombiana contemporánea.
Parece haber un punto de contacto claro entre la historia de las mentalidades y la historia literaria
cuando ésta se dedica a "rastrear" lo que podríamos llamar los temas favoritos propios de la
historia de las mentalidades: la muerte, la vida cotidiana, la fiesta, etc.; de modo que lo que
hermanaría estos dos géneros historigráficos sería su campo de acción, su temática. Sin embargo,
si bien esta condición puede dejar bien parado al historiador literario, en cambio genera una
pregunta aún más compleja para el historiador de las mentalidades: la de la pertinencia de la
literatura como fuente histórica.
Desde una perspectiva distinta, existiría otra manera de hermanar historia literaria e historia de las
mentalidades y sería deslizando el énfasis hacia éste ultimo género, de modo que lo que haría el
historiador de las mentalidades sería emplear la fuente literaria y ponerla al servicio de sus
propósitos. Esto suele suceder en casos en que la literatura se vuelve una fuente importante (tal
vez por escasez de otras, como el testimonio o las fuentes iconográficas y arqueológicas).
Para Vovelle, sin embargo, el asunto se podría resolver en la medida en que las dos estrategias se
pudieran complementar con base en lo que él llama una historia total o vertical "que toma el hecho
para intentar analizarlo (a través del hilo del tiempo) en todas sus prolongaciones, hasta la
complejidad de las producciones más sofisticadas de lo imaginario, lo cual incluye, la religión, la
literatura y el arte, en una palabra, la ideología en sus formas elaboradas" (Vovelle, 42).
Es entonces cuando resulta importante retomar la diferencia base entre ideología y mentalidad.
Vovelle propone la discusión desde el punto de vista de una posible autonomía de la noción de
mentalidad frente a la de ideología. En principio, una historia de las ideologías estaría del lado de la
mirada sobre las élites, mientras que la historia de las mentalidades estaría del lado de una mirada
sobre los marginados y los desviados. Tanto ideología como mentalidad serian conceptos que
responden a "dos herencias diferentes, dos modos de pensar: una mas sistemática y otra
voluntariamente empírica..." (Vovelle, 13).
Habría dos caminos para decidir sobre una autonomía del concepto de mentalidad: de un lado, el
examen de su inscripción en el de ideología. De otro, forzar su posible comportamiento
independiente. En el primer caso, habría varias interpretaciones de dicha inscripción: la primera
vería la mentalidad como la traducción de un nivel inferior de ideología, como las huellas de una
ideología hecha trizas y la segunda apuntaría a ver la mentalidad mas bien como resistencia, como
identidad preservada y auténtica más allá de la contingencia ideológica. Quienes optan por una
consideración de la autonomía del concepto de mentalidad, acuden por lo general a los términos
"inconsciente colectivo" o "imaginario colectivo", nociones que remiten a la autonomía de una
aventura mental colectiva que obedece a ritmos y causalidades propias, aparentemente
independiente de todo determinismo socioeconómico y sin referencia a las ideologías constituidas
(Vovelle, 16).
Hemos utilizado dos planteamientos de Jaramillo Vélez para relacionarlos con el propósito de
nuestro trabajo: uno proviene de su artículo Tolerancia e Ilustración , en el que el filósofo reflexiona
al rededor del problema de una supuesta "educación para la intolerancia" que caracterizaría
nuestros comportamientos en Colombia, y cuya causa estaría enraizada con un pasado hispánico
remoto del que habríamos heredado ciertos rasgos. Tras de hacer un recorrido por ese pasado,
Jaramillo llega a la conclusión de que "el asunto de la intolerancia aparece vinculado al de la
religión" (Jaramillo, 190) y, a su vez, el asunto de la religión aparece vinculado al de la auto-
conservación. Auto-conservación que, para el caso de la España de Carlos V, se justifica en la
medida en que la estabilización de la nobleza castellana sólo se podía lograr mediante
mecanismos de exclusión y persecución "religiosa". Auto-conservación que, en el caso americano
(por vía de la educación y de la contra reforma), se habría heredado como prejuicio, es decir, como
abreviación del pensamiento; prejuicio básicamente contra la modernidad, y que pervive, tras 500
años de cultura autoritaria y dogmática, hasta convertirse en mecanismo de agresión y justificación
de la violencia.
A un primer momento, caracterizado por el intento a ultranza de abandonar el influjo del pasado
colonial español, con su dos contrapesos: la ingenuidad y la facticidad de ese pasado, sobreviene
uno segundo en el que se combina un retorno a la tradición hispánica y la iniciación de un proceso
de consolidación nacional: el llamado periodo de la regeneración, en el que, a nombre del orden,
se fortaleció la represión y se entregó a la iglesia católica los aparatos ideológicos para su
manipulación, todo lo cual constituyó en realidad una gran reacción contra los "errores" de los
tiempos modernos. Aunque el clero sólo cumplió un papel subalterno en relación con un esquema
productivo que el poder dominante impuso (los valores "hacendarios"), sin proponérselo
intencionalmente, se convierte en agente propagador de las racionalizaciones que legitimaban ese
poder, "condicionando cada uno de los actos colectivos e individuales y dando un perfil
característico al grupo cultural entero" (Jaramillo, 45).
Pero lo más interesante de este periodo es la contradicción que se desarrolla en el sentido de que,
mientras el proceso de consolidación nacional exige el cambio acelerado de la estructura
socioeconómica del país, en el campo ideológico se produce un retorno, y de ese modo, las
estructuras de poder no cambian simultáneamente, "ni las imágenes míticas del consenso
colectivo, creando un caso excepcional en la historia de la América latina" (Jaramillo, 45): ese
sincretismo colombiano sui géneris, esta modernización en contra de la modernidad, que permitiría
en los primeros decenios del siglo XX avanzar en el terreno infraestructural sin variar,
substancialmente la concepción tradicionalista o la visión de mundo y la ideología (46).
Con relación a ese "mimetismo" modernizador (que sólo copia signos pero no asimila esencias),
Daniel Pecáut, afirma en su artículo: Modernidad, modernización y cultura, que ésta actitud
corresponde a lo que podría denominarse una pseudo o para-modernidad, es decir, a un proceso
de modernización superficial, cuya explicación estaría en una serie de bloqueos culturales y
políticos que habrían forzado a una entrada por vía negativa de la modernidad en Colombia.
Entre los obstáculos culturales que destaca Pecáut, están: el poder de bloqueo de la iglesia
católica, que sobre todo en lo ideológico ha constituido siempre una resistencia al proceso
modernizador y a todo el espíritu de la modernidad. Otros factores antimodernizadores serían: el
arraigado provincialismo de nuestras élites, la débil apertura hacia el mundo exterior, la vinculación
de los intelectuales a los partidos tradicionales y el peso de los valores rurales en la vida
colombiana. Entre los obstáculos políticos Pecáut menciona: la ausencia de identidad de clases
medias y populares, la precariedad del estado, la fragmentación del poder, la inestabilidad de la
vida política.
Quizás todo este panorama corresponda a lo que ya García Márquez reseñaba en su célebre
proclama Por un país al alcance de los niños:
Esta encrucijada de destinos ha forjado una patria densa e indescifrable donde lo inverosímil es la
única medida de la realidad. Nuestra insignia es la desmesura. En todo: en lo bueno y en lo malo,
en el amor y en el odio (6)... Pues somos dos países a la vez: uno en el papel y otro en la
realidad... En cada uno de nosotros cohabitan de la manera más arbitraria la injusticia y la
impunidad.... No porque unos seamos malos y otros buenos, sino por que todos participamos de
ambos extremos. Llegado el caso -y Dios nos libre- todos somos capaces de todo (García
Márquez, 7).
Y finalmente advierte García Márquez algo que ha servido para guiar nuestros análisis:
Tal vez una reflexión más profunda nos permita establecer hasta qué punto este modo de ser nos
viene de que seguimos siendo en esencia la misma sociedad excluyente, formalista y ensimismada
de la Colonia... tal vez estemos pervertidos por un sistema que nos incita a vivir como ricos
mientras el cuarenta por ciento de la población malvive en la miseria... Conscientes de que ningún
gobierno será capaz de complacer esta ansiedad, hemos terminado por ser incrédulos,
abstencionistas e ingobernables, y de un individualismo solitario por el que cada uno de nosotros
piensa que sólo depende de sí mismo (García Márquez, 7).
Los impulsos de modernización tienen en Colombia un correlato: la guerra. Esto es lo que afirma el
historiador Gonzalo Sánchez G. al respecto:
... durante su vida republicana, Colombia ha pasado por tres etapas de lucha guerrillera,
diferenciables a su vez, por tres elementos fundamentales, a saber: el contexto general en que
estas guerras se producen, el carácter de los protagonistas que han participado en cada una de
ellas y las motivaciones u objetivos que las han suscitado (20).
Según Sánchez, el primer tipo es el de las Guerras Civiles, que se desarrollaron en el siglo pasado
y que tuvieron como motivación las pugnas internas entre la clase dirigente. Ésta participaba
proporcionando tanto la orientación política como la dirección militar: "se trataba en últimas de
guerras entre caballeros de un mismo linaje y por eso al término de las mismas era frecuente una
mutua complicidad en la preservación de sus respectivas propiedades", afirma Sánchez (Sánchez,
20).
El segundo tipo es el que se produce a mediados del presente siglo, en el periodo que se conoce
como "la violencia". Según Sánchez en esta guerra, la dirección política la ejerce la clase
dominante, a través de los partidos tradicionales, pero la conducción en el plano militar la hace el
pueblo mismo, especialmente el campesinado. "Este desfase entre dirección ideológica y
conducción militar es el que explica en buena medida su doble movimiento: por un lado, sus
expresiones anárquicas, y, por otro, su potencial desestabilizador y sus efectos de perturbación
sobre el conjunto de la sociedad" (Sánchez, 21).
En una tercera etapa, que comienza al rededor de los años sesenta, tanto la orientación ideológica
como la conducción militar ya no la ejercen las clases dominantes. "Su objetivo declarado, afirma
Sánchez, no es ya la simple incorporación al estado..., sino simple y llanamente la abolición del
régimen existente" (Sánchez, 21). Es la guerra que surge como confrontación entre la guerrilla
revolucionaria y el estado.
¿Existe alguna diferencia entre el personaje que protagoniza la violencia de los años cincuenta y la
más cercana? ¿El personaje depende de ese tipo de violencia? ¿Qué representa en cada caso el
personaje, cuáles son sus roles, cuáles sus evoluciones? Estas preguntas enmarcaron la
observación que se hizo de los personajes de las tres obras seleccionadas, teniendo en cuenta que
su papel no es sólo estético o estructural, sino representativo y simbólico. Partimos del hecho de
que de las distintas estrategias de identificación con que cuenta la narrativa, el personaje -en este
caso, cargado de acciones, roles y símbolos- es el elemento de la estructura del texto que mayor
posibilidad de mediación provee al momento de explorar la mentalidad colectiva que nos interesa.
¿Qué tipo de "héroe" es el protagonista de nuestros relatos? ¿Acaso un héroe moderno? ¿Se
puede hablar ya en la novela de sicarios de un héroe posmoderno? ¿En qué sentido? ¿No son los
protagonistas en realidad, todos, héroes abyectos?
... descendiente del esclavo , el mendigo, el tonto y el loco: los encarna y representa a todos, pero
viene armado de una carga centenaria de resentimiento y de una fuerza vengativa y destructiva...
En él es máximo el ejercicio de la hybris. En el pasado, su risa era simple expresión de alegría y
olvido. El, abyecto ríe también, pero el tono de su risa es el terror. La alegría se ha convertido en
locura. Y su nihilismo es creciente. [Como en el Uebermensch nitzcheano] actúa sin el aval de los
dioses, sin justificación racional o externa; no encarna ideales colectivos; su interior es un caos, un
laberinto o mejor un abismo. Su creatividad y su ingenio están orientados hacia la destrucción y la
hybris. Pero no supera el caos ni la multiplicidad de su alma y termina en lo sanguinario. La locura,
que parecía fingida en la representación saturnal, ahora es real. Y si antes podía burlarse de sí
mismo, ahora está dispuesto a hacerse daño, a llegar incluso al suicidio (Pineda, 224).
Con el ánimo de vincular las obras seleccionadas, ensayamos la hipótesis de que el héroe violento
en la novela colombiana es en realidad un héroe abyecto arropado con máscaras que van desde la
vinculación ideológica a un partido, hasta la ausencia misma de la máscara en los sicarios,
pasando por la careta del ideal revolucionario.
Una vez discutidos y clarificados los marcos de referencia, se realizó una aplicación de los
resultados de dicha discusión al corpus de narrativa seleccionado a manera de ejercicio, para
establecer, mediante un método comparativo, las analogías y las diferencias de los distintos
fenómenos de la mentalidad violenta encarnados en los personajes representados. El ejercicio se
centró en el examen de los siguientes momentos, pero su intención más ambiciosa será la de abrir
un espacio hacia atrás, rastreando un posible contínum: violencia política de los años cincuenta;
violencia guerrillera (años sesenta y setenta); violencia terrorista y sicariato (años noventa).
Se utilizaron seis parámetros críticos de análisis: los procedimientos narrativos de cada obra; la
manera como se propone un "nosotros", un imaginario colectivo; el personaje abyecto; las
actitudes ante la muerte representadas; la tensión entre visión de mundo del autor y mentalidad del
personaje y el lenguaje transcrito desde cada contexto.
Se seleccionó para este ejercicio, la novela del autor vallecaucano Gustavo Álvarez Gardeazábal:
Cóndores no entierran todos los días, donde el protagonista es una traslación más o menos
directa del más famoso de los pájaros -conocido por eso como El Cóndor-: León María Lozano.
PROCEDIMIENTO NOVELÍSTICO
La novela está escrita en, lo que el propio autor llama, una prosa no dialogada, y su estructura
narrativa se acerca mucho a la de una crónica periodística: recoge distintos testimonios de los
hechos, pero los entreteje bajo el signo de lo que podríamos llamar el rumor. Introduce, además, el
mito y las creencias populares (evidentemente exacerbadas por los hechos), no sólo como fuente
sino como elemento en la estructura misma de la historia. Esos dos elementos: el rumor y el mito,
garantizan que su estatus genérico esté del lado de la ficción.
EL IMAGINARIO COLECTIVO
La novela comienza con la siguiente expresión: "Tulúa jamás ha podido darse cuenta de cuándo
comenzó todo". Tulúa es el nombre del pueblo donde ocurren los hechos, pero es también un
personaje más que representa la conciencia colectiva. Es descrito como un lugar maldito, pero
también como un ser incapaz de tener conciencia de su historia o, más bien, aturdido por una
conciencia mítica tan arraigada que le impide percibir los hechos desde una distancia histórica y
por eso tiende a re-mitificarlos de nuevo. Así por ejemplo se afirma que ese nueve de abril en que
todo comenzó , "Tulúa no quiso grabarse ningún acto de depravación ni las caras de quienes
encabezaban la turba, pero si elogió y convirtió en una leyenda la descabellada acción de León
María Lozano cuando se opuso con tres hombres... un taco de dinamita y una noción de poder, que
nunca más volvió a perder, a que la turba... hiciera lo que en otras ciudades y poblados hicieron
ese día..." (Álvarez, 13).
Ese "ellos": los habitantes de Tulúa, que representa la conciencia (o inconsciencia) colectiva, le
sirve al narrador para ejercer su función de historiador, es decir, para mostrar (y de este modo
contrastar) una visión privilegiada desde una conciencia histórica (ya no mítica) de los hechos. Por
eso, al tono mítico de la narración (que se va generando por el uso de fuentes orales y por la
inclusión de mitos y creencias populares) se alterna un registro de fechas exactas; una precisión
cronológica que es apenas una de las estrategias de deslinde que desea realizar el autor de la
obra entre los dos tipos de conciencia puestos en juego en la novela.
Existe así, un narrador personaje privilegiado, un individuo, un héroe, que rescata del olvido, o del
embrollo mítico, los hechos, paralelo a ese otro personaje que vive y crece por efecto de la
inconsciencia (o conciencia mítica) del pueblo.
A Tulúa, pues, como colectivo (y como símbolo del pueblo colombiano) se le puede reprochar su
mala memoria, su percepción equivocada de los hechos, sus sobresaltos inútiles, su miedo, y
finalmente su resignación; es decir, su enredo en el mito, que le impide hacer su propia historia.
EL PERSONAJE ABYECTO
De mensajero a dueño del puesto de quesos de la plaza pública de mercado y luego a líder de los
asesinos de su región durante la violencia guerrillera, León María Londoño, apodado El cóndor, fue
un hombre contradictorio. En la novela se le presenta como un hombre piadoso y fanático del
partido conservador, machista y celoso pero buen padre, vanidoso pero reservado, cumplidor de su
deber y vengativo, calculador pero supersticioso, desinteresado pero rencoroso. Atacado por un
asma terrible, siempre anduvo esperando el momento en que se cumpliera la predicción del
médico que diagnosticó su muerte por asfixia.
Bajo su responsabilidad aparece un prontuario de miedo y de terror, y aunque sólo una vez usó
las armas, fue el autor intelectual de masacres y múltiples asesinatos y hasta de la única "sangría
fina" que se llevó acabo en Tulúa (y posiblemente en Colombia, según se afirma en la novela),
cuando dio la orden de asesinar a siete de los "señores" del pueblo, que habían redactado una
carta abierta repudiando sus actividades.
Pero es en realidad la doble narración (la del historiador que precisa detalles y la de la fuente
popular y la leyenda que los mitifica), la que deja al final un sabor a ambigüedad con relación a su
personalidad. ¿Héroe o asesino? Aquí las dos percepciones se cruzan: las del mito y la del
historiador, el rumor y la reflexión. Esa es la causa de la ambigüedad, esa también la estrategia del
desenmascaramiento que utiliza Álvarez frente al personaje, porque ante el peligro de quedarse
con la percepción mítica y popular, contrapone la visión distanciada del historiador: escondida bajo
la convicción política y religiosa está la hybris.
Aún sí la convicción política y religiosa de León María (que no es más que una manifestación del
sincretismo sui géneris con que se han comportado nuestros procesos de modernización) explicara
sus actos, no los justifica, en la medida en que terminaron siendo actos vandálicos que sólo
alimentaban su poder y el engrandecimiento de su imagen.
Incluso, un hecho tan extraño como el de mandar asesinar a los "señores" a los que servía (que se
habían cansado de su imagen), puede ser visto de nuevo desde las dos ópticas contradictorias:
como un acto de heroísmo -o de autonomía-, o como un manifestación más de su hybris, de su
deseo de poder. En el primer caso, la perspectiva es mítica, en el segundo, histórica. La
ambigüedad es efecto de la estrategia narrativa, pero también es la expresión de nuestro
sincretismo sui géneris.
Concordante con la estrategia narrativa, se pueden rastrear en la obra al menos dos tipos de
actitud ante la muerte: la que sostiene el pueblo y su visión mítica de los hechos y la que denuncia
el historiador: el modus operandi de los pájaros.
Llegaban antes del anochecer, tocaban la puerta, preguntaban por el dueño de la casa, lo hacían
salir como se encontrara y sin permitirle siquiera un beso para su mujer o para sus hijos, lo
montaban en uno de los carros azules que hacían las noches del Valle del Cauca. Al día siguiente,
la mujer y sus hijos tenían que ir al anfiteatro a reclamar el cadáver que casi siempre encontraban
unos pescadores del río Cauca o los barrenderos del municipio en la avenida del río Tulúa. No
llevaban otra marca distinta que la de los balazos en la nuca o la de las cabuyas con que los
amarraban de pies y manos para tirarlos al río (Álvarez, 99).
El sistema se fue perfeccionando tanto en los mecanismos de selección de las víctimas y en su
anuncio como en la misma manera de asesinar. León María Lozano llegó a tener bajos sus
órdenes varias bandas que se repartían el territorio para asesinar liberales. "Viajaban en carros
azules, sin placas, o en volquetas de la secretaría de obras públicas. Para ellos no regía el toque
de queda..." (Álvarez, 95).
Y pronto empezaría la sevicia y el descontrol: los muertos ya no sólo aparecían agujereados, sino
que los remataban y los desmembraban; los muertos ya no sólo eran liberales: "los pájaros ya no
respetaban recinto. Los escondites no eran válidos ni para liberales ni para conservadores. Si
(alguien) no les caía bien, pues lo mataban" (Álvarez, 127). La muerte ya no se hacía solamente en
la noche: "Las bandas de León María empezaron a matar no solamente en sus rondas nocturna,
sino a pleno día" (Álvarez, 137). El asunto se salió de cauce: "Los muertos siguieron creciendo y el
sadismo empezó a aparecer en las matanzas... los muertos ya no solamente fueron hombres.."
(Álvarez, 139).
Hasta que ese mismo descontrol (que se manifestó con el surgimiento de jefes que ya no
respetaban la autoridad del Cóndor) llevó al cansancio, al enfrentamiento y al miedo de los
mismos pájaros: "Los pájaros ya empezaban a tener miedo. La sangre de tantos muertos, aunque
les había hecho costra, ya les estaba pesando" (Álvarez, 146).
En contraste con esta visón "histórica" de la muerte, está la visión mítica que se niega a creer que
pueda ocurrir a manos de los coterráneos o que mitifica los hechos contundentes, atribuyéndolos a
fuerzas sobrenaturales. Tulúa, portador de la conciencia colectiva, siempre evadió los hechos
patentes o los reelaboró. En todo caso, aún frente a la evidencia, los habitantes de Tuluá "no
pusieron bolas, continuaron con sus versiones fantásticas, comenzaron a ver el Jinete del
Apocalipsis y olvidaron la noche de los muertos" (Álvarez, 86).
Esta visión no sólo contrasta con la de denuncia del narrador, sino con la actitud de los
orientadores políticos de la guerra que habían armado la rebelión, dotando a las bandas de toda la
infraestructura paramilitar.
La otra actitud ante la muerte reseñada es la del propio León María, que oscila entre la
superstición, la rutina y el cinismo. León María está convencido de que su propia muerte está
predeterminada, de que sólo tiene una manera de morir: la que le vaticina el curandero que le
trataba el asma. Pero ante la muerte masiva de la que es responsable se comporta con cinismo.
AUTOR-PERSONAJE
Hemos aclarado ya que la estrategia narrativa de Cóndores, consiste en contrastar la visión mítica
con la visión histórica y crítica de los hechos. La novela es relatada por un narrador omnisciente
capaz de balancear ambas visiones, un narrador que constantemente enjuicia la visión mítica y
actúa como enunciador de la verdad de los hechos y de sus complejas interrelaciones. De modo
que la relación entre autor y personaje, se daría en la medida en que aceptemos que el narrador-
historiador es, a la vez, portador de la visión de mundo del autor, quien se propone denunciar no
sólo los hechos violentos, sino la inmutabilidad de las propias víctimas, en un esfuerzo por crear
una conciencia histórica del grave fenómeno de la violencia. Pero recordemos que los dos
personajes principales de la novela son El cóndor, a la vez protagonista real de los hechos y
leyenda popular; y Tulúa, que se ha antropomorfizado para representar la conciencia colectiva que,
si bien avanza, no evoluciona en últimas.
Quizás la mejor metáfora para establecer esta doble relación, sea la que propone el propio autor
cuando, al final de su prologo, afirma que el origen de la novela está en la visión del niño que
ahora ha crecido, es decir que ha tomado conciencia de los hechos.
Los textos escogidos para esta parte fueron los que conforman el volumen de relatos: Las muertes
de Tirofijo de Arturo Alape. El libro está compuesto por trece relatos, distribuidos en cinco
"capítulos": MUJERES, que incluye los relatos: La candela, Yo le llamo valor y El coreguaje
amaneció verraco; CURAS, construido por el único relato: La Virgen de Fátima; BANDOLEROS,
conformado por el relato: Culebrín; CHULOS, que incluye los relatos: Cuerpos sin sombra; Agonía
y muerte del diablo sargento y La cabeza y GUERRILLEROS, con sus relatos: Ricaurte ojos de
gato, La verdad, Domingo del difunto, El mono Jorge y Las muertes de Tirofijo.
De alguna manera, esta estructura ya está reflejando la complejización del conflicto que
corresponde a lo que hemos llamado, en el marco sobre la violencia, la tercera guerra,
caracterizada, como se dijo, porque la dirección militar también es asumida por el pueblo:
MUJERES, está dedicada a lo que podríamos llamar el punto de vista del campesino forzado a la
guerra, que colabora con la guerrilla, pero que mantiene su esperanza en la vida "normal". El
cuento del capítulo: CURAS, ilustra la sutil participación de la institución religiosa en el conflicto y
su toma de posición a favor del estado y del gobierno. El relato acerca del bandolero Culebrín,
muestra ya lo que será una anticipación de la cuarta guerra, pues ilustra el fenómeno paramilitar y
la aparición de otra "punta" del conflicto que ahora enfrentará facciones rebeldes (en este caso: la
"chusma" liberal contra los "comuneros"). El capítulo CHULOS, está dedicada a relatos que
protagonizan los miembros del ejército (llamados chulos), así como el de GUERRILLEROS
muestra la situación vivida por los miembros de las cuadrillas militares de la guerrilla.
Los cuentos de Alape poseen dos características que van a dinamizar el fenómeno de registro de
las "mentalidades": de un lado, la recuperación del habla oral que hace que los cuentos cobren
relativa autonomía en relación con la intervención de la "mano" del autor, quien, desde esta
perspectiva, seguramente asume una reducción consciente de su papel al de etnógrafo o
reportero, dando paso a una versión más limpia y directa de los hechos, sin que esto le reste
poesía, pero también sin caer en el folclorismo o el costumbrismo artificiosos.
Lo popular aparece entonces expresado por la lengua regional y por una metaforización particular,
así como, en este caso, por una lengua transformada en medio del mismo conflicto, de modo que
el efecto final es la apreciación de seres más vivos y más verosímiles que nos recuperan, a
quienes estamos del otros lado (del de la oficialidad, quizá; del de la escritura seguro), lo inédito, la
visión del Otro.
De otro lado, cada relato de Alape está "ensamblado", bajo una perspectiva de exposición
dialéctica de los conflictos. Es decir, que al material directo e histórico, se le añade la visión de
mundo del autor que los rescata de la "simple" realidad, al poner los materiales en juego; un juego
que sólo puede ser expresado y dinamizado (tras su reconocimiento) intelectualmente por el autor.
Obtener una dimensión de las mentalidades en juego, implica atender esta doble dimensión de los
relatos: la expresión más o menos directa del lenguaje popular y la visión del autor que les
recupera un sentido.
En función de los seis factores de análisis pudimos concluir, respecto de Las muertes de Tirofijo, lo
siguiente:
EL PROCEDIMIENTO NARRATIVO
UN NOSOTROS
EL PERSONAJE
Podemos afirmar que el personaje de los cuentos de Alape es el colectivo que representa a los
campesinos inmersos en la lucha guerrillera y que han hecho de ella un modus vivendi. En este
sentido, la abyección no estaría presente de forma directa o trasparente, en la medida en que hay
una visible convicción e integración. La cohesión ideológica colectiva facilita esta integración y esta
posición de identidad cultural. Hay sin embargo un cuento en que aparece un personaje abyecto:
Culebrín, un mercenario que juega no a una idea, no a un destino, sino a calmar su sed de
venganza y descubre en el camino la posibilidad de hacer de la violencia un modo de vida, su
posibilidad no tanto de sobrevivir, como de bienvivir a costa de la desgracia de otros. El asunto de
la venganza también aparece en otro cuento: Cuerpos sin sombra. Ahí, como también en el cuento
del Mono Jorge, es posible vislumbrar un planteamiento de factores potencialmente
desintegradores. Si lo que se construye es una imagen del "ellos" y no una realidad del ellos, es
posible que más monos Jorge se desaten; si lo que enmascara la integración colectiva es en
realidad una sed de venganza, entonces habría allí un punto de fuga, una posibilidad de
desintegración; incluso un potencial de abyección que surgiría precisamente cuando a cada quien
le de por actuar solo.
El cuento que mejor relata las actitudes ante la muerte es el de Culebrín, en el que la queja se
traduce en un "nos cambiaron la muerte natural por la muerte afusilada". En este caso, el
mercenario actuará como el "pájaro" en las crónicas de la violencia de los años cincuenta. En el
cuento La cabeza, se expone también una actitud de sevicia, cuando los Chulos le muestran la
cabeza de su marido a la protagonista. Pero la muerte puede ser a también un simple dato, una
estadística que necesita ser oficializada, como en le cuento Domingo de Difuntos, o una
consecuencia del mal vivir como en La agonía del diablo sargento, o un deseo nunca satisfecho,
como en el caso de Las muertes de Tirofijo, donde la muerte de Don Manuel es también siempre
un renacimiento.
RELACIÓN AUTOR-PERSONAJE
EL LENGUAJE
Para esta parte se seleccionó la novela La virgen de los sicarios de Fernando Vallejo (Bogotá:
Alfaguara, 1994). Ya de lo abrupto, poético, patético y hermoso de la realidad de la lucha que había
en la obra de Alape, no queda aquí sino lo abrupto y patético de una realidad que no se sabe muy
bien si es de lucha, de supervivencia o de hybris llevada a su máxima expresión.
Ya sin ningún tipo de máscara, el héroe abyecto se retrata en su magnificencia: el sicario. Aquí,
también está el colombiano "capaz de todo" del que nos habla García Márquez: ambiguo, para el
que vivir es igual que morir, para el que la ternura es tan valiosa como la más cruda venganza,
para quien matar es un acto cotidiano. Y ya no hay bandera política o moral, sino una especie de
codificación vaporosa y compleja, que, desde un inconsciente colectivo, dicta leyes y
comportamientos.
En la novela se narra la historia de dos de estos sicarios: Alexis y Wilmar. Su prontuario es casi
inconcebible, tanto que el narrador "pierde la cuenta" de sus asesinatos. Ambos son jóvenes,
habitantes de los barrios marginales de Medellín, homosexuales (de ahí su cercanía al narrador: un
viejo pederasta) y bellos. No importa ya si han sido extraídos de la vida real o son pura invención
del autor, lo cierto es que las fronteras también se han borrado: ¿qué es más inverosímil: esta
novela o la horrenda realidad de la violencia sicarial de Medellín en sus momentos más álgidos?
PROCEDIMIENTO NARRATIVO
La novela está presentada como una crónica escrita por un hombre culto ("el último de los
gramáticos colombianos" se llama a sí mismo el narrador): Don Fernando, quien registra la historia
de su relación con dos de sus amantes: Alexis y Wilmar, jóvenes sicarios homosexuales, que viven
con él (uno primero: Alexis, después el otro), durante un tiempo: el tiempo que les dura la vida,
porque están inmersos en medio de la muerte cotidiana que ellos mismos promueven a diario.
La escritura y la oralidad se entrecruzan en esta crónica, de manera que por un lado leemos la
historia y, paralelamente, escuchamos la jerga y el lenguaje del sicario, hasta el punto de que
incluso vamos reconociendo su sentido, su etimología, su sintaxis (no es gratuito que don
Fernando sea un gramático asombrado por la capacidad de expresión de este lenguaje urbano de
los sicarios, por este sociolecto macabro). Como consecuencia, podemos percibir dos visones de
mundo: la del culto (escéptico, nihilista, critico a ultranza) y la del sicario (también escéptico,
también nihilista, pero inculto) que esta vez no chocan sino que, de alguna manera extraña,
conviven.
La escritura se presta para la ironía del narrador, tanto como para el asombro y el escepticismo
simultáneos; y a pesar de mostrar constantemente sus competencias como gramático y literato,
desconfía de la academia, sobre todo cuando ésta intenta acercase al mundo real de los sicarios.
Bajo su mirada escéptica no queda títere con cabeza. Todo es criticado hasta su destrucción; sólo
el amor (y uno en particular: el homosexual, un amor sin salida, sin futuro) es reivindicado. Todos
los valores se han extraviado y él, aunque se siente un poco incómodo, termina instalándose en
medio del caos, consciente de que ya no hay tiempo para nostalgias o golpes de pecho.
La tradicional estrategia del narrador que se asombra a su regreso de la manera como han
cambiado las cosas que ha dejado, es apenas aquí un pretexto, un punto de partida que no cumple
con lo que comúnmente se espera de una dinámica de evocación nostálgica. Más bien el tono va
cambiando a medida que avanza su recuento y de la incipiente nostalgia del comienzo no queda al
final ni rastro, pues le narración da paso a la desazón y el escepticismo.
La estrategia de un nosotros que revela el inconsciente colectivo se ofrece en esta novela a través
de dos mecanismos: 1: la explicación que se da de la jerga del sicario (descripción del sociolecto
de los sicarios), y que abordaremos al final de este análisis; y, 2: la mención constante de una
entidad abstracta: Colombia o, mejor aún, la raza colombiana.
Como antes en Cóndores -donde esta estrategia se utilizaba para un lugar específico de Colombia:
Tulúa- aquí la mención de Colombia. le sirve al narrador para dar cuenta de un comportamiento
extendido que pueda mostrar lo más general de nuestro inconsciente colectivo. Sólo que con dos
diferencias: de un lado, ya no se menciona sólo un lugar, sino a todo el país. Las diferencias
regionales se han superado para encontrar que el comportamiento violento, corrupto y mezquino,
se ha generalizado a tal punto que ya no valen los bandos o las autonomías regionales. De otro, la
actitud general, aunque sigue siendo de inconsciencia, ya no se le puede achacar al mito, a la
lógica de un mito, primero porque la proporción ciudad/campo que antes servía para comprender al
país, ahora se ha invertido y la mayoría de loa población vive en las ciudades, en medio de la
modernización (es decir, que lo tradicional ya no sirve para separar a premodernos de modernos),
segundo porque se vive bajo la ley de la hybris, del "primero yo, segundo yo y tercero yo", es decir,
bajo la ley de lo individualista como valor primordial (de modo que la identidad cultural que da el
mito se ha perdido por completo). Colombia es, así, más que un espacio, una entidad que abarca
lo negativo de nuestra cultura: corrupción, anarquismo, ingobernabilidad, mezquindad.
EL PERSONAJE ABYECTO
Por eso el tono de la narración llega a ser el del regodeo y el patetismo, por eso también la
sensación de estar, no en un círculo vicioso, sino en medio de una espiral diabólica. El prontuario
que don Fernando nos narra con todo su detalle, incluye quince asesinatos (algunos colectivos), y
sólo termina cuando el propio Alexis es asesinado por un problema entre bandas. Lo interesante es
que casi todos esos asesinatos son consecuencia de la expresión de esas quejas y de esos
deseos, en principio "inocentes", que expresa Fernando y que son realizados con una
complacencia inaudita por parte de Alexis. Basta que Fernando se queje ahora del ruido que hace
la radio de un taxista para que éste muera de un balazo que le pega Alexis. Basta que Fernando se
queje de la mezquindad de una camarera, para que Alexis la asesine. La hybris se conjuga y se
complementa de tal modo que hablar y actuar se vuelven una misma cosa. Alexis no habla, no se
queja, actúa. Fernando no actúa pero se queja. De este modo Alexis se convierte en un "Ángel
exterminador" que acerca el deseo a la realidad con la complacencia cada vez más evidente de
Fernando. Basta que abra la boca y su deseo se cumple.
En realidad Alexis, y después Wilmar -quien también va a ser otro Ángel Exterminador (y
seguramente el que siga a Wilmar)-, hacen parte de lo que podríamos llamar, siguiendo a Alfonso
Salazar , el delincuente juvenil, cuya proliferación obedece a causas muy complejas, pero que
puede ser descrito en términos de una identidad común: la banda. Según Salazar, el joven de la
"gallada" obedece a ciertos rasgos comunes: el sentido de percepción de grupo, el sentido de
territorialidad, el lenguaje y los códigos, la desaparición de la fronteras entre el bien y el mal; todo
lo cual constituye y refuerza una mentalidad, cuyos "códigos" fundamentales son: el estatus de la
valentía y el poder de consumo, la ambigua definición de lo bueno y lo malo, la lealtad, la no
distinción ni promoción de ideales y una ruptura con la tradicional sacralización de la muerte
(Salazar, 136-139).
Precisamente, esta ruptura frente a la tradicional sacralización ante la muerte, marca la principal
actitud retratada en la obra. Esta desacralización se da tanto en el narrador como en los dos
protagonistas: Alexis y Wilmar. La muerte como algo cotidiano para lo sicarios, la muerte como el
alivio de una vida dolorosa que nunca debió brotar. Claro que también se retrata el regodeo de la
gente común con la muerte, la actitud generalizada que espera siempre la muerte del otro para
gozarla. El corrillo se vuelve una metáfora de ese regodeo colectivo: el espacio para ocultarse en
la masa y gozar con la desgracia del otro.
EL LENGUAJE
El argot "expresa una nueva conceptualización de la vida y de la muerte -afirma Alfonso Salazar -,
de la religiosidad y las relaciones interpersonales, y plantea preguntas a fondo a nuestra cultura:
¿qué pasa en una sociedad cuando a quien muere se le llama muñeco?". Según Salazar, este
habla refleja la actitud de intolerancia y desenfreno que predomina en la sociedad y la
transformación de las relaciones sociales y de los valores: "Las palabras no son gratuitas, son
portadoras de un axiología donde la agresión y la desvalorización del otro predominan como forma
de relación".
Ahora, ¿bajo esta máscara del sarcasmo, de la impunidad, del escepticismo y de la hybris del
narrador de la novela, no hay también una pregunta similar, un llamado a la esperanza?
AUTOR-PERSONAJE
Hemos podido hablar de tres personajes: el sicario (llámese Alexis, La Plaga o Wilmar, parecen al
fin los mismos, o peor aún, el mismo), Colombia, como país, como raza, como colectivo y el propio
narrador. Esta figura del narrador se acerca mucho al autor, en la medida en que no sólo es un
cronista (como en Cóndores), sino que es abiertamente alguien que participa de la historia, la juzga
y la promueve. Al elegir esa cercanía y al evadir la poesía para darle paso a lo patético, el autor
está proponiendo una destrucción de las fronteras entre realidad y ficción: si la poesía y la belleza
clásica no han cumplido con la función de transmitir la verdad, quizás sea necesario entonces
ofrecerla en su más crudo realismo. Si eso es así, el autor no puede ponerle máscaras a nada, ni
siquiera a su escritura: debe explicitarse, sacar, del fondo de su alma, su más íntima posición. A
Fernando Vallejo no le importa la belleza, sino el asombro: promoverlo, incluso exagerarlo, para
abrir la conciencia en un país que no quiere verse a sí mismo como es.
Tres relatos, tres momentos, tres maneras de narrar, pero, en últimas, tres manifestaciones de la
abyección, de la falla institucional, de la inaudita imposición de caminos que estalla en
consecuencias tan terribles como las que prevé Rubén Jaramillo; en la imposibilidad de controlar la
pesadilla, en la imposibilidad de controlar a quien entra o sale de ella. Qué son los tres autores,
sino seres asombrados y a la vez fascinados por lo mismo; qué son sus personajes sino máscaras
de una misma hybris que ya no tiene manera de ocultarse. Qué son estas novelas, sino terribles
testimonios.
El tipo de violencia cambia, los modus operandi son distintos, quizás las justificaciones varían, pero
el efecto es el mismo: la muerte se vuelve una constante; nuestra conciencia se arrastra por el
laberinto y ya nadie sabe a dónde vamos a parar. Creo que la revisión de estas tres novelas, nos
permite comprobar, de un lado lo que Augusto Escobar propone: que la violencia genera toda una
tradición literaria en Colombia, pero también que la mirada de larga duración es necesaria; que ya
no podemos creer que la violencia pasó: está ahí; agazapada, presente, multifacética; y no puede
ser una la mirada; se requieren muchos exámenes, antes de dar una respuesta. El examen de la
mentalidad violenta, puede ser una de esas caras que necesitamos ver: no se trata de reducir el
problema, se trata de comprenderlo desde todas la perspectivas y creemos que la alianza entre
literatura e historia de las mentalidades ha resultado de una importancia vital.