Jesus de Nazaret
Jesus de Nazaret
Jesus de Nazaret
MISTERIO
1
ANTONIO ENJUTO PECHARROMÁN C. P.
28016 MADRID.
1991.
2
® PPC. Promoción Popular Cristiana, 1991
Enrique Jardiel Poncela, 4 - 28016 Madrid
Teléfs. (91) 458 64 91 - 259 23 00
Telex 45051 PPC-E
Fax 457 72 12
3
NOTA PRELIMINAR
4
PRÓLOGO
5
la incorrección. Y esto vale, no sólo para el cristiano, sino también
para los no creyentes. En éstos, al igual que en la actitud anterior,
también se crearon distintas imagenes que suscribían su increencia
y negatividad, lo que obliga, como es lógico, a interrogarnos por las
causas y génesis de las distintas evocaciones. ¿Serán, acaso, exi-
gencias propias de nuestra naturaleza cambiante? ¿Cuál es la razón
de estos u otros posibles títulos? Y la respuesta nos remite, por in-
herentes exigencias, al examen de los elementos que integran, o de-
berán integrar, las distintas denominaciones, obligándonos, por
otra parte, a tener presente esa proyección peculiar que todo hom-
bre pone: sus conocimientos, su sentir, toda su carga dinámica y
espiritual; por otra, a no olvidar la realidad de la que se parte: del
Jesús evangélico como referencia obligada y única de cualquier otra
posible denominación.
Cierto que esta doble influencia en nuestros conocimientos mues-
tra lo limitado que ellos son, pero se ajusta mejor a las posibilidades
de cada uno. Por eso, a la vez que nos enseña a ser precavidos y críti-
cos con todo dogmatismo a ultranza, también, y de igual modo, a
eludir los idealismos utópicos. Nuestra intención, por tanto, es ésta:
hacer posible, según la actual metodología, el acceso a Jesús de Na-
zaret.
6
ACCESO A JESÚS
7
debe clarificar, esto es, una cosa es el dato histórico, el suceso, y otra la
interpretación que pudo darse al acontecimiento.
Es nuestro propósito entonces, al intentar el acceso a Jesús, que
primeramente conozcamos el camino a seguir; camino no exento de
dificultades y escollos, pero que, por considerarlo más firme y recto,
nos obliga a abandonar cualquier otra posible opción.
Y, como ya apuntábamos, lo más fácil sería ir por la senda de la in-
terpretación literal. Pero comprendemos que esta etapa ya pasó; perte-
nece a una actitud precrítica y tradicional, una postura donde, comuni-
dad cristiana, teología y magisterio coincidían en aceptar las versiones
como si ellas fuesen cuadros de una reproducción de los hechos, una
interpretación donde todavía estaban ausentes los distintos géneros li-
terarios, comunes unos a todas las lenguas y propios otros de la cultura
semita.
Cierto que el paso de esta primera postura a la conciencia crítica
actual no fue fácil; tuvo que transcurrir el tiempo para que los sec-
tores más reacios o precavidos, quizá, fueran viendo que tal uso de
las figuras literarias, como técnica propia y correcta de expresivi-
dad, fue siempre común en todas las lenguas. Aún más, se com-
prendió que, merced a su empleo, podía captarse mejor el fondo
del mensaje: se cayó en la cuenta de que la fe, por la forma distinta
de expresarse, tiene también su propia historia, su propia vida y,
por lo tanto, sería un error encasillarla de forma definitiva y para
siempre. La fe, como la vida, va desplegando facetas diferentes que
será necesario ir descubriendo si queremos profundizar en el con-
tenido. Una de ellas puede ser, por ejemplo, la narración evangéli-
ca, y otra, la realidad que condiciona el ambiente social, religioso,
afectivo, etc., del relato. Como es lógico, quedaría el análisis trun-
cado si únicamente nos fijásemos en uno de los sectores; ambos
serán necesarios si de veras queremos acercarnos a la verdad del
mensaje.
Conlleva, sin embargo, este análisis el serio compromiso de des-
lindar lo que puede ser el fondo y lo que podrían ser únicamente las
formas o revestimiento de su contenido. Por ello, no duda la crítica
histórica en reconocer que lo que sabemos hoy de Jesús es bastante
menos de lo que creían saber en el pasado; pero, eso sí, lo que ac-
tualmente se acepta viene avalado por la metodología científica, y es
que por amor y respeto a la misma fe, debemos ir de la mano con los
métodos de que hace uso la ciencia.
Precisamente ésta es la intención que anima a las páginas que si-
guen; inquietud de búsqueda a través del campo que ofrecen la Tra-
8
dición y la Escritura. Pero antes de iniciar ese estudio a partir de la
palabra revelada, bien estará que nos detengamos primero a clari-
ficar ciertos conceptos o ideas, necesarios, por otra parte, en cual-
quier exégesis cristológica.
No busquemos biografías
Al morir el profesor
de lenguas orientales,
Hermann Samuel Rei-
marus, en 1768, dejó
unos manuscritos que
más tarde darían bas-
tante que hablar. Los
publicó después -1744-
1778-, el entonces bi-
bliotecario en Wolfen-
büttl, Lessing, con el
título: “Fragmentos de
un anónimo”, y su re-
sumen es el siguiente:
“el Jesús de la historia, el
que convivió en Galilea,
no es el que posterior-
mente fue formándose a
lo largo de la tradición;
su imagen, ni se adapta
a los textos ni corres-
ponde a la realidad”.
Por eso, a partir de aquí
se creyó que debían ais-
larse los hechos de su
posterior interpretación.
Lessing ya distinguía
claramente entre “reli-
gión cristiana” y “reli-
gión de Cristo”.
Fig. 1
Así pues, partiendo
9
de esta distinción, unos optaron por trazar la auténtica imagen del
Jesús histórico antes de ser interpretado como “Cristo” o como
“Hijo de Dios”. El esfuerzo se hizo, pero en las sucesivas vidas
que fueron viendo la luz, lo único evidente no fue otra cosa, sino
la disparidad de criterios a la hora de suprimir o ampliar las ver-
siones. Otros autores, por el contrario, abogaban por una explica-
ción mítica de Cristo, como Bruno Bauer, Albert Kalthoff o A.
Drews, posturas todas ellas que obligaron a la reflexión y al com-
promiso en la exégesis de las fuentes. El estudio pronto mostró
que, en medio de este idealizado modelo, se daban también pun-
tos obviamente positivos. En efecto, la distinción entre el “Jesús
histórico” y el «Cristo de la fe» no era presupuesto infundado o
gratuito, sino realidad que debía tenerse en cuenta. “Historia” e
“interpretación” deben distinguirse, aunque no es menos cierto
también que el Cristo de la fe hunde sus raíces en los hechos re-
ales acaecidos en la Historia. Sería atrevido por ejemplo poner en
duda, tanto la orografía como los emplazamientos de las distintas
poblaciones que se mencionan en los evangelios. Nos servirá de
guía la Fig. 1. Por tanto, es contradictorio que haya una ruptura
entre la interpretación y lo histórico, cuando de lo que se trata es
de lo mismo, esto es, de proclamar y dar fe del Jesús que vive, del
Jesús que, habiendo muerto, ha resucitado. W. Trilling acertada-
mente puntualiza:
2
Trilling, W.: Jesús y los problemas de su historicidad. Herder, Barcelona, 1985, Pág. 23.
3
Bultmann, R.: jesús. Berlín, 1926, págs. 13 – 14.
10
“La vida de Jesús, en su realidad efectiva, podemos probarla con
las mejores razones y a tenor de los argumentos que la ciencia po-
see en este tipo de investigación”4
Está en nuestro propósito exponer más adelante los principales
motivos que han llevado a esta conclusión; aunque de momento
nos obliga a decir que, tal y como han llegado a nosotros los textos,
es imposible pretender una biografía de Jesús; realidad que se justi-
fica, no sólo por los intentos fallidos hasta el presente, sino porque
cada biógrafo, en principio, viene ya condicionado por su forma-
ción y su historia, y nunca podrá estar exento de los prejuicios in-
herentes al mismo; al fin y al cabo, éste es, y no otro, el proceso que
sigue nuestro conocimiento y que tan acertadamente ha puesto de
relieve la filosofía del lenguaje.
Ahora bien, sería injusto decir que toda esta labor de exégesis
pertenece únicamente a estas últimas décadas. Ya a principios de
siglo encontramos ciertos pensamientos muy en la línea de lo que
más tarde vendría a ser aceptación común en la crítica histórica; así,
por ejemplo, Otto Schmiedel, por los años 1900, escribía:
4
Leipoldt, J.: Hat Jesus gelebt?, Leipzig, 1920, pág. 47.
5
Schmiedel, O.: Die Hauptprobleme der Leben – Jesu – Forschung. Tübingen Leipzig,
1902, pág. 70 ss.
11
Continuidad entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe
6
Bultmann, R.: Das Verhältnis der urchristlichen Christusbotschaft zum historischen Je-
sus. Actas de la sesión de la Academia de las Ciencias de Heidelberg, Sección de Filosofía
e Historia, 1960, págs. 5-6.
12
“Será necesaria la pregunta sobre el Jesús histórico, porque el
Kerigma conduce al fiel a un encuentro existencial con una perso-
na histórica: Jesús de Nazaret...”7
7
Robinson, J.R.: Kerygma und historischer Jesus. Zurich, 1960, pág. 114.
8
Lc 12,28.
13
samaritanos y judíos, cuyas referencias, por ser tan ajustadas a la si-
tuación -acaso no haya otro país tan bien diseñado en esa época-, go-
zan de un auténtico valor histórico.
Pues bien, esto mismo puede decirse respecto a Jesús. Sobre su
vida y su persona también podemos hablar de hechos generales y de
datos concretos, históricamente fidedignos que le caracterizan y le
distinguen.
14
nece cuando la interpretación se hace de forma parcial o viene favo-
recida por la admiración o el entusiasmo. Conviene entonces usar de
la prudencia y buscar la mayor objetividad posible, aun reconocien-
do que muchas de las facetas, como puede ser la “conciencia que
Jesús tuvo de sí”, serán siempre campo velado para nosotros. Ni el
mismo título “Hijo del hombre”, como denominación más usada en
los sinópticos, puede darnos una certeza absoluta de la propia voca-
ción mesiánica; lo cual no significa tampoco que, en base a un estu-
dio y método comparativo de las fuentes, no podamos deducir con-
clusiones perfectamente válidas. Es unánime, por ejemplo, en la
crítica de hoy, reconocer que Jesús mismo se consideraba “una per-
sona decisiva para la salvación”. Pero concretar el detalle, descifrar
los contenidos inherentes a su conciencia de enviado, es algo que
está siempre lejos de nuestro alcance.
15
camino de acceso a Jesús, bien estará que entresaquemos algunos de
esos datos más reveladores.
16
de ser galileo, proceder de Nazaret y ser rechazado por sus mismos pa-
rientes, contradice toda posible invención; no podía haber en ello nada
de positivo; al contrario, tal procedencia impediría por necesidad la
rápida difusión del mensaje. Con mayor motivo, si la proclamación se
hacía en el centro y corazón del fariseísmo rabínico de la ley, como era
Jerusalén. Luego, precisamente por verse obligados los discípulos de
Jesús a predicar lo que, de momento, en nada les favorecía, concluimos
que Nazaret era, en verdad, la tierra de donde procedía Jesús. Fig. 2
b) El bautismo
Es revelador que sean los cuatro evangelistas quienes se deten-
gan a narrar el bautismo de Jesús. Un acontecimiento que, en princi-
pio, decía poco en favor del Maestro. Difícilmente compaginable con
el concepto ya elaborado de un Jesús constituido en Cristo y Señor
de los hombres. ¿Cómo era posible que el que iba a bautizar con
Espíritu Santo se sometiera en persona a un bautismo de penitencia?
¿Cuál podía ser el significado y el alcance de ese rito? ¿Podría inter-
pretarse como subordinación a la obra de Juan? Preguntas todas ellas
nada fáciles de contestar si partimos de la autoridad que esús tenía
dentro de la primitiva iglesia.
Pero, ante la realidad del acontecimiento, lo que sí se deduce es
la importancia que debió tener en la posterior proclamación del
mensaje. Cierto que, históricamente hablando, poco sabemos del ori-
gen y evolución que Jesús tuvo sobre su conciencia mesiánica, aun-
que puede afirmarse que su actividad como profeta ante los hombres
está estrechamente relacionada con el bautismo en el Jordán. Jesús y
Juan no discuten derechos ni misiones propias, no se hacen la com-
petencia; al contrario, el mutuo respeto es patente en las diferentes
versiones: Juan, con un bautismo de penitencia, es fiel a su vocación
de preparar caminos, y Jesús, como enviado para ofrecer la salva-
ción, da fe de la rectitud de Juan, haciéndose bautizar como uno de
tantos que escuchan y aceptan su palabra.
Respecto a la interpretación del bautismo, hay que reconocer que
no todos coinciden, en particular por las interrogantes que antes
apuntábamos. Personalmente me inclino por la postura, creo que
bastante equilibrada, de Schillebeeckx cuando nos dice que se trata
de la primera intervención profética de Jesús. Su acción es simbólica,
prefigura a todo Israel, que necesita conversión y volver a la fideli-
dad de la Alianza.
17
“En cuanto acción profética por la que Jesús se somete al bau-
tismo de Juan, su propio bautismo confirma, no sólo la apostasía
de Israel, sino también su conversión y su consiguiente salva-
ción”13.
13
Schillebeeckx, R.: Jesús. La historia de un viviente. Cristiandad, Madrid , 1981, pág.
126.
14
Mc 1,33-34, 38; 2,1b, 12b; 2,13; 3,7-11-20; 4,1; 5,21-24; 6,6b-12b; 6,33-34;44,55-
56.
15
Mc 9,14-15.
16
La hipótesis Q noes problema de los últimos tiempos, fue propuesta ya en 1794, y se re-
fiere a la dependencia de los sinópticos. Hoy puede decirse que constituye u heco científi-
co, por más que se descuta la referencia a tales o cuales versículos. Pero lo generalmente
aceptado es que, tanto Mateo como Lucas, se sirvieron en su composición, además del
Evangelio de Marcos, de otra fuente Q.
17
Lc 7,18-23.
18
Mt 11, 20-24; Lc 10,13-15.
18
hasta a sus mismos discípulos: “Jesús preguntó a los Doce: "¿Tam-
bién vosotros queréis dejarme?19.
Ahora bien, no creemos que a ningún fiel seguidor de Jesús,
después de conocer el entusiasmo de la gente hacia su persona, se
le ocurriera hablar de sus fracasos, ya antes del viernes de pasión,
si no tuviera un fundamento real. Nada más contrario a la pro-
clamación de la Buena Nueva, como verse ésta encomendada a un
puñado de hombres que pronto la iban también a abandonar. De
no ser por la realidad de los hechos, nunca hubiera posible imagi-
nar que los mismos transmisores de la palabra fueran a inventar lo
que directamente iba contra la universal y pronta difusión del
mensaje.
d) La angustia y tristeza
Acabada la Cena, Jesús se dirige hacia el monte de los Olivos,
al otro lado del torrente Cedrón, a un lugar denominado Getse-
maní. Una vez allí, comenzó a sentir tristeza y angustia. “Tristeza
de muerte”, según Mateo20. “Tristeza del alma”, según Marcos21. “An-
gustiosamente oraba», en palabras de Lucas22. Con todo, la relación
con el Padre, justifica su fidelidad y su entrega: “¡Aparta de mí este
cáliz! Pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que deseas tú”23.
Sin embargo, esto no impide que ahora nosotros sigamos inte-
rrogándonos: ¿cómo pueden compaginarse esos sentimientos con
la firmeza que se descubre y se revela en otras situaciones com-
prometidas? ¿Qué elementos a tener en cuenta podían observar las
primeras comunidades, de no haber sucedido el acontecimiento
que narran? Además, si desde el principio la hagiografía cristiana
resaltó la entrega y desafío de sus santos a la muerte, ¿cómo iban a
presentar al Maestro sumido en la angustia y debilidad a instancias
de la pura imaginación, si ello fuera falso? No puede haber duda; si
nos lo reflejaron de esa forma es porque las tradiciones tenían funda-
mento. Es incomprensible que aquella primitiva iglesia, cuyo afán
era poner de relieve todo lo que de positivo había en Jesús, hubiera
tenido la ocurrencia de inventar una situación como la del huerto de
Getsemaní.
19
J 6,67.
20
Mt 26,38.
21
Mc 14,33.
22
Lc 22,44.
23
Mc 14,36.
19
Hoy, sin embargo, a veinte siglos de distancia, nuestra reflexión
debe ser comprensiva y mirar estos datos dentro de una vocación de
fidelidad y de servicio. En efecto, Jesús se encarna; en consecuencia,
como hombre y como persona, asume la amargura y el dolor que to-
do ser humano siente ante cualquier acontecimiento adverso. Por
tanto, que a la hora de beber el cáliz experimente tristeza y descon-
suelo, no es sino consecuencia de haber asumido esa condición
humana. Y porque su compromiso fue incondicional y pleno, prue-
ba, sencillamente, que su humanidad ni es ficticia ni simulada.
24
II, 5,52-67.
25
I Cor 1,23.
20
sión se convirtieran en motivos irrefutables de historicidad. Evidente-
mente, fue un escollo, acaso la prueba más grande que debieron super-
ar; sin embargo, la situación se impuso: para la proclamación del resuci-
tado, para llegar al «Jesús que vive» debían antes testimoniar que el
escándalo de la cruz se había convertido en fuerza y sabiduría de Dios.
En cuanto a la referencia que se hace de esta muerte en el Talmud,
«En la víspera de la fiesta de pascua se colgó a Jesús»26 y que más tarde
comentaremos, corrobora lo que, con sencillez, pero con fortaleza,
proclamaba la primitiva comunidad: “Que había sido colgado en el made-
ro de la cruz”. Así, lo que directamente era acusación a la enseñanza
evangélica, se convertía en testimonio evidente de la muerte predica-
da por los cristianos.
Una vez reseñados, a modo de ejemplo histórico, algunos de los rela-
tos más significativos de la vida de Jesús, bien estará que pasemos al
análisis particular de las fuentes. En última instancia, de ellas reciben
la confirmación y el apoyo, y en ellas encontraremos, en definitiva, lo
más acertado que se ha dicho de él.
Fuentes cristianas
26
B.T.B..: Sanhedrin 43a.
21
inspirados. A mediados del siglo II ya San Clemente, por ejemplo,
coloca a «Los apóstoles» junto a «Los libros de los profetas»
A este primer paso fueron siguiendo otros, con lo que, en
atención al término que se usaba para anunciar el mensaje de
salvación futura en el Antiguo Testamento, se elaboró lo que más
tarde se llamarían, “evangelios del Señor”. Pero esto no era todo. Por
más que las tradiciones apostólicas gozaran de un respeto sagrado,
tuvo que pasar también su tiempo para que llegara a constituirse el
nuevo canon; sólo así es explicable que se perdieran algunas cartas
de Pablo, y que Mateo y Lucas, en lugar de haber conservado literal-
mente la tradición de Marcos, la refundiesen de la manera como lo
hicieron. Más aún, sabemos que a partir de los años 70el radio de
acción que proyectaba cada comunidad, venía supeditado por la
redacción de su propio evangelio; tanto es así, que los cristianos del
siglo II se ven, por este motivo, desbordados por una incontrolada
profusión de evangelios. Fue entonces cuando la Iglesia tuvo una
idea admirable, una idea -diríamos- providencial. Ante la posible
confusión, decide establecer los textos canónicos. Primero los si-
nópticos y el de Juan; no mucho después -segunda mitad del siglo II-
, la casi totalidad de las cartas de Pablo, Hechos, Apocalipsis, 1ª. de
Juan y 1ª. de Pedro, y así hasta los 27 libros del canon actual, que no
queda definitivamente establecido hasta el siglo V.
Pues bien, en atención a ese primer núcleo que fueron los evan-
gelios, y porque en ellos se encuentra la casi totalidad de lo que
sabemos de Jesús, justo es que nos detengamos en el testimonio que
ofrece y suscribe cada uno de los evangelistas en particular.
Evangelio de Marcos
22
“Marcos, que fue el intérprete de Pedro, puso por escrito, aun-
que no por orden, cuantas palabras y hechos del Señor recordaba.
Porque él ni había visto al Señor ni le había seguido (como discípu-
lo); sólo más tarde, como ya dije, siguió a Pedro. Este enseñaba
según las necesidades (de los oyentes), pero sin pretender efectuar
una exposición (seguida y completa) de las palabras del Señor”27.
27
HE III, 39,15.
28
Col 4,10.
29
Hch 12,12.
30
Lc 1,1.
23
tas tradiciones judías, tenga que dar razón de ellas y aclararlas; lo
que sería contradictorio si ellos conociesen las Escrituras. Por eso, la
tradición de que sea Roma el lugar donde se compuso el 2.° evange-
lio, es algo que suscribe hoy la generalidad de los investigadores, se
adapta a la crítica literaria.
24
expone su propia concepción sobre la palabra revelada; exposición la
suya que se concretaría al presentar el carácter escatológico de Jesús.
Ahora bien, si definitivamente Jesús venció a las dos realidades
que más puede temer el hombre, como son la muerte y el espíritu del
mal, la aceptación de su palabra comportará unas prerrogativas se-
mejantes; a saber: la de admitir o rechazar la mesianidad de Jesús
tal y como en el evangelio se expone.
En cuanto a la parte final, o epílogo de Marcos31, conviene advertir
que su estilo y forma de presentación revelan claramente que se trata
de un añadido posterior. Entre el modo kerygmático de esta sección,
y el carácter expositivo de Marcos, el contraste es evidente. Además,
la ilación con Mc 1 6 ,1 - 8 es forzada y artificial. Se cree, por ello, que
se trataría de un resumen independiente y abreviado de las aparicio-
nes pascuales y de la actividad apostólica inmediata; seguramente,
un resumen elaborado en la primera mitad del s i g lo I I , puesto que
el autor ya conoce el material, no sólo de Mateo, sino de Lucas y de
Juan.
El añadido se pudo deber a la intención de finalizar más cohe-
rentemente la conclusión incompleta, o acaso perdida, de Marcos.
En realidad, no lo sabemos. Por consiguiente, cualquier sospecha
al respecto es, hoy por hoy, una hipótesis más en el de por sí ex-
traño sector final del segundo evangelio.
Evangelio de Mateo
31
Mc. 16,9-20.
32
Mt 10,3.
33
Mc 2,14.
25
Como en el caso de Marcos, la información corresponde a Pap-
ías, cuyo testimonio quedó reseñado en Eusebio, y donde se nos
dice:
34
HE 39, 16.
26
En cuanto al lugar de la composición, es ya más problemático. Sí
diremos que, de atenernos a que las comunidades eran judeocristia-
nas donde predominaba la lengua griega, no es incorrecto presupo-
ner que fuese Siria; quizá, la ciudad de Antioquía como piensan al-
gunos, pero sin olvidar que el marco en que nos movemos no es otro
que el de la mera hipótesis.
Sobre la fecha de composición, la exégesis actual suele propo-
ner entre los años 85-90, tiempo en que la Iglesia ya parece haber
tenido su evolución y acomodo35; una Iglesia a la que se la previene
sobre las dificultades y los peligros36, pero a quien se anima, a su
vez, a la fidelidad y la esperanza37.
Intención teológica
27
Por otro lado, la ambientación es netamente judía. Pero este tinte
judeocristiano que le hace ser distinto al evangelio de Marcos y Lu-
cas, y que inconscientemente conduce a pensar en el particularismo
demostrado por el pueblo de Israel, queda desmentido por las pun-
tualizaciones universalistas del texto, como es el caso de las palabras
de Jesús, tras la confesión del centurión romano: “Os digo que vendrán
muchos del Oriente y del Occidente y se sentarán a la mesa con Abraham,
Isaac y Jacob en el reino de los cielos; en cambio, los que debían entrar serán
arrojados fuera a la obscuridad”39, o las recomendaciones finales que
hace a los discípulos: “Id y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el
nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”40. Puntualizaciones
que, si bien definen la postura del autor, chocan con algunas de ma-
tiz evidentemente individualista: “No he sido enviado sino a las ovejas
de la casa de Israel”41, que, al chocar con el mensaje general del texto,
es comprensible que Mateo las introdujera allí por la sencilla razón
de haber pertenecido a algún sector de la comunidad judeocristiana.
Característico también de Mateo es el hecho de suavizar, no sólo
el estilo, sino la ideología misma que Marcos expresa con términos
menos cuidados. Por ejemplo, al hablar Marcos de la predicación y
de la falta de fe en la tierra de Jesús, comenta: “Y no pudo hacer allí
ningún milagro. Solamente sanó a unos pocos”42; mientras que Mateo di-
ce sencillamente: “Y como no creían, hizo allí pocos milagros”43.
En realidad, lo que fundamentalmente interesa a Mateo es la doc-
trina, el fondo del mensaje; por eso los hechos y milagros que él pre-
senta dan la impresión de no ser tan decisivos para la fe, de quedar -
diríamos- en un segundo plano. Tampoco da excesiva importancia a
la cronología y lugares geográficos, y esto, a pesar de que haya se-
guido en su composición el cuadro histórico y geografía de Marcos.
Pero eso sí, muestra su capacidad como escritor en la forma de orde-
nar los materiales. Mateo es, principalmente, un evangelista sistemá-
tico.
Por último, es conveniente señalar que esta composición supuso,
para la primitiva iglesia, la fuente más importante, no sólo por su in-
fluencia, sino también por su autoridad. Ninguno de los otros evan-
gelios fue leído ni citado como el de Mateo, ni siquiera las cartas
paulinas abarcaron la extensión que ocupó éste. Ya el mártir Justino,
39
Mt 8, 11-12.
40
Mt 28,19.
41
Mat 15,24. Ver también 10,5 ss.
42
Mc 6,5.
43
Mt 15,58.
28
cuando quiere reunir “los bellos consejos de Cristo”, cita a Mateo como
modelo primordial según el cual los cristianos conforman sus vidas.
Fue este evangelio para la primitiva iglesia lo que el mensaje para la
palabra: fundamento de significado y contenido.
Evangelio de Lucas
44
Ireneo.: Adversus Haereses, III, 1,1.
29
sola vez en los escritos de Lucas. Tampoco se alude a la peculiar
doctrina sobre la relación entre fe y obras, entre la Ley y la Buena
Nueva. Y si es verdad que en los escritos existe algún término
común a Pablo, y que no se encuentra en Mc y Mt, es posible dedu-
cirlo por el uso que ya de él se hace en las comunidades; tal es el ca-
so, por ejemplo, de la palabra “Señor” (Kyrios), ausente en Mateo y
Marcos, excepto en Mc 11,8, al que da Lucas un significado que no
corresponde al que ofrece la teología de Pablo. Mientras en las car-
tas la intención se dirige al “Señor ya exaltado”, en Lucas tiene una
connotación con el Jesús de la historia. De ahí que gran parte de la
crítica actual se incline a creer que no es convincente la identifica-
ción de Lucas, compañero de Pablo, con el escritor del Evangelio y
los Hechos.
En cuanto a la fecha de composición del evangelio, razones in-
ternas nos aseguran que debió de ser entre los años 80 y 90. En
efecto, si Lucas depende de Marcos, y vemos, por otra parte, que en
el discurso de la parusía, la transformación que se hace es de una
visión retrospectiva de la destrucción de Jerusalén, parece lógico
que los escritos sean posteriores a la catástrofe45. Alargarlo más de
los años 90 creemos que tampoco estaría justificado, desde el mo-
mento que en el libro de los Hechos se desconoce la recopilación de
las cartas paulinas, que son coleccionadas ya antes del 100.
El lugar de su composición es más difícil determinarlo. Atenién-
donos al contenido y los destinatarios: “comunidades gentiles de cris-
tianos fuera de Palestina”, nada se opone a que hubiese sido escrito en
Acaya, como indica el llamado prólogo antimarcionita, que parece
que sirvió de fuente a Jerónimo.
Respecto a los materiales que utiliza, se supone, por su misma
disposición y contenido, que las tradiciones de las que se sirvió, tan-
to orales como escritas, tuvieron que ser varias. A semejanza de Ma-
teo, se piensa que Lucas tomó a Mc como base estructural de su obra.
Cierto que los versículos que recoge de él, unos 350, apenas si super-
an la mitad de los tomados por Mateo; pero ello es debido al interés
que Lucas tiene por suprimir todo aquello que podría ser extraño o
de difícil comprensión para sus lectores. Aún más, Lucas prescinde
de la forma sistemática de Mateo para insertar, sobre la base de Mar-
cos, las interpolaciones que le interesan y que ha recibido de otras
fuentes. Eso le hace ser peculiar y distinto.
45
Mc 13,14-20; Mt 21,20-24; 2328-31.
30
Fondo teológico
46
Lc 1,53; 4,18; 6,20; 14,12.
31
perdonados”47. Resalta la alegría en el cielo por el pecador que se
convierte. Justifica al que se creía culpable en la parábola del fariseo
y el publicano48. Más aún, en Lucas, Jesús muere, no sólo con el
perdón en los labios, sino que ruega por los enemigos.
Pero acaso sea lo más propio de este evangelio que presente ya, en
la actuación misionera de la Iglesia, la acción misteriosa de Jesús. Se
trata de hacer presente la acción del Espíritu Santo a través de la
predicación de los apóstoles. Por tanto, el Jesús exaltado y glorifi-
cado no es para Lucas un futuro, un “luego” a quien se le mira a dis-
tancia y al que únicamente haya que esperar. Más que en un des-
pués, Cristo se hace presente en cualquier acto humano, allí donde
haya relación y amistad. Se revela que esta marcha hacia el triunfo
de Dios por su Hijo es ya una realidad. Sin ver el acontecimiento
último de nuestra historia, se puede participar del misterio salvífico,
y el que muere con Cristo, está ya siendo glorificado con él49.
Por más que en Lucas la escatología o la expectación de un fin
cercano no han sido desmentidas definitivamente, sí es verdad que
se difumina en una lejanía indeterminada, fin que no puede some-
terse a cálculos rígidos y matemáticos. Se deja esto ver en las pala-
bras de despedida de Jesús: “No os toca a vosotros saber los tiempos que
el Padre ha fijado, sino que recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que
vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y
Samaría, y hasta los confines de la tierra”50.
Evangelio de Juan
47
Lc 7,36-50.
48
Mt 23,42.
49
Lc 23,43; Hch 7,56.
50
Hch 1,7-8.
32
“Después (es decir, posteriormente a Mt, Mc y Lc), Juan, el
discípulo del Señor, que se recostó en su costado (Jn 13,23), publicó
también él un evangelio, mientras vivía en Efeso de Asia”51.
O más claramente:
“Y todos los presbíteros que estaban reunidos con Juan, el
discípulo del Señor, atestiguan que Juan refirió esto, porque él
permaneció con ellos hasta los tiempos de Trajano”52.
Por otra parte, Ireneo, en una carta que dirige a Florino, le co-
munica la buena relación que le mantuvo unido a Policarpo cuando
él era todavía joven, y habla de lo que éste le decía de su trato con
Juan y con las demás personas que habían conocido a Jesús. Sin
embargo, la incógnita está en saber si Policarpo, al hablar de Juan,
se refería al hijo del Zebedeo o más bien a algún otro que tuviese
este mismo nombre.
Ateniéndonos a la carta, nada se dice expresamente de que fuese
apóstol de Jesús: habría que deducirlo de otra cita suya donde de-
clara: “que algunos, además de conocer a Juan, han conocido también a
otros apóstoles”. Por lo tanto, parece ser que de aquellas entrevistas
de joven con Policarpo, Ireneo debió entender que se trataba del
apóstol Juan, aunque nos extraña, a su vez, que el mismo Policarpo,
en una carta que escribe a los Filipenses, no dé a entender que
hubiese conocido personalmente a Juan ni a ninguno de los otros
apóstoles. Y aunque Ireneo, una vez más, llega a decir que el obispo
Papías, muerto hacia el 130, conoció y fue compañero de Juan53 no
quiere ello decir que se tratara del apóstol de Jesús. Eusebio, que
conocía el texto de Papías, nos dice que Ireneo, al interpretar las pa-
labras de Papías, confundió al apóstol Juan con un tal presbítero
Juan, puesto que en el escrito de Papías no se encuentra en parte
alguna la afirmación de que hubiese conocido al hijo del Zebedeo54.
Más aún, del texto de Papías, Eusebio deduce que existe distinción
entre el apóstol Juan, que corresponde a la primera generación de
testigos, y el presbítero Juan, perteneciente a la segunda. El equívo-
co de Ireneo estaría en haber referido al primero lo que correspon-
dería al presbítero Juan.
Que la tradición no era unánime en atribuir el cuarto evangelio
al apóstol Juan en tiempos de Ireneo lo prueba el hecho de que un
51
Adversus Haereses, III, 1,1.
52
Adverus Haereses, II, 22,5.
53
Adversus Haereses, V, 33,4.
54
Eusebio.: HE III, 39,1.
33
miembro destacado de la comunidad de Roma, el presbítero Gayo,
que vive en tiempos del papa Ceferino (199-217) diga que se deber-
ía rechazar, no sólo el Apocalipsis, sino también el 4.° evangelio por
estar en clara oposición con los sinópticos; dato éste que ha llevado
a pensar a algunos investigadores que a fines del siglo II este evan-
gelio no debía estar reconocido aún como canónico en la Iglesia
romana. Sin embargo, en el supuesto de que así fuera, lo cierto es
que, al comienzo del siglo III, esta idea había ya cambiado.
Pero, volviendo al autor, descartaríamos que hubiese sido el após-
tol Juan si se hubiese confirmado la hipótesis propuesta por algunos,
como E. Schwartz, diciendo que Juan había sufrido el martirio junto
con su hermano Santiago. Sin embargo, esta suposición de la tem-
prana muerte carece de toda prueba objetiva. Más nos iluminará el
análisis interno del libro donde, ya desde un primer momento, el au-
tor se agrupa con otros en unión de los cuales afirma: “Y hemos visto
su gloria”, “y de él todos recibimos una sucesión de gracias sin número”55
Además, en la Pasión nos habla de un testigo ocular en tercera per-
sona: “El que lo vio da testimonio y su testimonio es verdadero”56. Bien es
verdad que el examen detenido de los textos nos hace suponer que,
por lo que respecta a los primeros pasajes, el autor parece no ir más
allá de la fe que tan vivamente existía en las comunidades; y en
cuanto al pasaje mismo de la Pasión, también es improbable que sea
una referencia puramente directa y personal.
Sin embargo, existen revelaciones en las que parece también indi-
carse que, efectivamente, el evangelista no podría ser otro que un
discípulo de Jesús; se explicarían, de ese modo, las distintas refe-
rencias que se hacen de los viajes a Jerusalén, los conocimientos y de-
talles de la ciudad, así como los episodios concretos referidos al Ma-
estro, el encuentro mismo con el Bautista, etc., razones que, de no ser
por otros contraargumentos, nos obligarían a creer que el autor del
evangelio no podría ser otro que Juan el apóstol. Sin embargo, des-
concierta que, tratándose del hijo del Zebedeo, falten todos los acon-
tecimientos que los sinópticos relatan de los dos hermanos. En este
sentido, podría explicarse acaso la omisión de las referencias perso-
nales, pero muy difícilmente las de Santiago.
Otro de los hechos, sin duda importante, es el de los discursos
de Juan: composiciones que, además de suponer una elevada forma-
ción teológica, están expuestas en una terminología de evidente in-
fluencia gnóstica. ¿Cómo podría explicarse esto en un común pes-
55
Jn 1,14; 1,16.
56
Jn 19,35.
34
cador de Galilea? ¿Podríamos suponer que el apóstol Juan, una vez
que salió de Palestina, por su contacto con el ambiente gnóstico, lle-
gara a una influencia como la que se deja sentir en el evangelio?
¿Cómo es posible que se aleje tanto de la forma en que lo presentan
los sinópticos? Inconvenientes nada fáciles de solventar si lo que se
pretende es la búsqueda y el rigor de lo propiamente histórico.
Hoy, la exégesis, concediendo una participación al apóstol Juan,
llega a creer que no existen razones positivas para afirmar que fue-
se él precisamente el redactor material del texto. Aunque sí colabo-
rara de algún modo en el escrito. Apoyan esto, entre otros, R. E.
Browh y Schnackenburg, aunque, como bien dice éste último, las
pruebas que se desearían para confirmarlo están, hasta el presente,
lejos de nuestro alcance.
Se parte, además, de que la composición del evangelio no pudo
ser un trabajo ininterrumpido. El capítulo del apéndice57, por ejem-
plo, por su observación final y el carácter literario que presenta, obli-
ga a pensar que el redactor no pudo ser el mismo que escribió el
cuerpo que se agrupa en los discursos. Sobre el prólogo58 viene a su-
ceder algo parecido, sólo que aquí se trata de un himno que lo dis-
tingue del resto del evangelio y que el autor recoge colocándolo al
principio, no literalmente, sino intercalando explícitas ampliaciones.
En cuanto a la fecha de composición, lo que puede precisarse es
lo siguiente: que basados en el evangelio apócrifo del “Papyrus
Egerton 2” y en el fragmento de Jn que se halla en el “P”, en torno
al año 125, donde se constata que ya a principios del siglo II se co-
nocía en Egipto, nos da pie para pensar que tales referencias coin-
ciden con los datos de la tradición. En efecto, según Ireneo59 y Cle-
mente de Alejandría60, Juan vivió hasta los inicios del emperador
Trajano (98-117), lo cual nos hace suponer que la fecha de compo-
sición correspondería a la última década del siglo primero.
Respecto al lugar donde se cree que fue escrito, el problema es
más difícil. Mientras para algunos el valor de la tradición en este
punto es lo más respetable y, por consiguiente, correspondería a
Éfeso de Asia61, para otros lo correcto es algún lugar de la provincia
de Siria, por ser allí donde la gnosis estuvo más particularmente
57
Cap. 21.
58
Jn 1,1-16.
59
Adversus Haereses II 25,5; III 3,4.
60
Eusabio.: HE III, 23, 5.
61
Ireneo, Adeversus Haereses, III, 1,1.
35
enraizada, teniendo siempre en cuenta que el campo en que nos
movemos es el de las meras hipótesis.
Novedad teológica
No podría entenderse el cuarto evangelio sin el trasfondo espi-
ritual de las “Escrituras”. Sin embargo, el dominio que el autor
muestra de la lengua y pensamiento gnóstico dan a entender que
debieron existir otras fuentes, aunque determinar todas las influen-
cias es una cuestión que acaso nunca se resolverá adecuadamente.
¿Utilizó Juan a los sinópticos? Y si lo hizo, ¿cuál es la razón para que
se parezcan entre sí tan poco? ¿Cómo explicar el predominio de los
discursos sobre los relatos? ¿A qué se deben las coincidencias? Cues-
tiones nada fáciles a la hora de contrastar los resultados, si bien, de
las distintas opiniones y análisis del texto, sí parece deducirse que
Juan se inspiró, no sólo en la tradición sinóptica (más probablemente
oral), sino también en alguna otra que hizo posible el carácter que da
a sus escritos.
En cuanto al contenido teológico, hemos de señalar la clara dife-
rencia respecto a la tradición sinóptica. Un análisis comparado de los
textos, pronto nos revela que los datos, intenciones e ideas que ocu-
paban un puesto decisivo en los tres evangelistas primeros, vienen
aquí como relegados a un segundo término. Es el caso, por ejemplo,
del “Reino de Dios”, que apenas aparece en Juan a no ser en una o
dos ocasiones62, “entrar en el Reino”, y que, a su vez, es sustituido
por el tema, de la vida, “entrar en la vida». Una expresión que, si pri-
meramente tenía un valor escatológico, excepto en marginales refe-
rencias, como en Lc 15, 32, se convierte en Juan (salvo en 12,25) en un
bien divino que se empieza a poseer ya desde ahora. Además, mien-
tras los sinópticos nos presentan el modelo de una serie de enseñan-
zas morales para acceder a ese Reino, como la oración, la limosna, la
recta intención, etc., en el cuarto evangelio Jesús habla de observar
los mandamientos, aunque sin particularizar o hacer referencia es-
pecíficamente a ninguno. Toda la moral suya gira en torno al amor
fraterno, la auténtica enseña que debe distinguir al verdadero discí-
pulo63.
Sin embargo, el centro propiamente de la predicación en el
evangelio de Juan lo ocupa la revelación mesiánica que de sí mismo
hace Jesús, y de ahí el hecho de revelarse en primera persona: “Yo
62
Jn 3, 3-5; 18,36.
63
Jn 13, 34-35; 15, 12-17; 17,26.
36
soy la luz del mundo” (8,12), “el pan de vida” (16,35), “la resurrección y
la vida” (11,25), “el camino, la verdad y la vida” (14,6).
64
Jn 12,47.
37
labras referidas a la persona de Jesús. Pero si el término “agrapha”
literalmente significa “palabra no escrita”, el contenido conceptual
hace relación a los dichos o palabras de Jesús fuera de los cuatro
evangelios canónicos.
Quizá en un primer momento pudo llamarnos la atención el
hecho de que, aparte de los sinópticos y de Juan, se aludiese a otros
escritos donde se nos transmitiera algo referido a Jesús. Sin embar-
go, ante la constatación de esta realidad, es lógico también que apa-
reciesen ciertos interrogantes sobre el valor de esas tradiciones.
¿Qué podían añadir al mensaje? ¿Lograríamos conocer, aparte de
los textos canónicos, algo más sobre la predicación de los apóstoles?
En realidad, hasta finales del siglo pasado no empieza propia-
mente la moderna investigación sobre el tema. Alfred Resch puede
ser considerado entre los pioneros; al menos en base a su obra
Agrapha-Ausserkanonische Evangelienfragmenten, que es donde ya se nos
muestra un elenco de los “agrapha” que deberían tenerse en cuenta.
Lástima que su investigación estuviese condicionada por un gratuito
presupuesto: la suposición de un proto-evangelio a cuya defensa se
dirigen los “agrapha” como prueba. Lo que nada tiene de particular,
por otra parte, es el riesgo que lleva iniciar nuevos caminos. Pero lo
que sí reconocemos es que, gracias a su recopilación, fue posible el
avance en posteriores estudios.
Dio un paso decisivo James Hardy Ropes, tanto como para poder
afirmar que su obra es todavía imprescindible para cualquiera que
desee conocer a fondo los análisis que los “agrapha” plantean. En
efecto, si a Resch debe agradecérsele la recopilación, el mérito de
Ropes reside en el equilibrio que aporta su crítica. Es interesante, por
ejemplo, la distinción que hace de los mismos:
38
Al hablar de Marcos, dijimos ya que su evangelio fue el prime-
ro en referir los hechos de Jesús. Pero, como podemos apreciar,
sería excesivo atribuir a esta primera redacción todas las tradicio-
nes que del Señor se poseían. Lo que sí debió agradar a las comu-
nidades fue el hecho de conservar escritos los recuerdos del Señor.
Sabemos que su ejemplo cundió rápidamente en los distintos
núcleos de cristianos; por eso, en las décadas siguientes, la fe que
proyectaba cada comunidad era iluminada por el evangelio pro-
pio de cada sector. Unos siguieron fielmente el modelo de Marcos,
otros se sirvieron de el, y no faltaron los que, en atención a su-
puestas tradiciones, desfiguraban la verdadera imagen de Jesús.
Es entonces cuando la Iglesia del siglo II se ve, como ya anterior-
mente apuntábamos, presa de una incontrolada profusión de
evangelios. Aún más, con frecuencia la gnosis filosófica puso a su
servicio la tradición propiamente cristiana. Por eso, ante la posible
confusión, y salvaguardando la enseñanza apostólica, se decide
establecer los textos canónicos donde, a excepción de los sinópti-
cos y de Juan, el resto fueron declarados no auténticos, evangelios
faltos de verdad, apócrifos.
Sin embargo, esta división no quiere decir tampoco que se nie-
gue la veracidad de otras tradiciones. Sería excesivo querer incluir
en los textos canónicos todo lo que abarcó la vida apostólica de
Jesús; diríamos que, en cierto sentido, los “agrapha” complementan
la tradición canónica. Cierto también que no es fácil concretar
cuándo un “agrapha” ha sido trastocado, o, más bien, se supone de
tradición verdadera; existen modificaciones de las palabras, equívo-
cos, conveniencias personales con fines ideológicos propios. Pero
no todo es superficial e infundado. Después de un proceso de lim-
pieza, se deslinda un grupo de “agrapha” contra los que no existen
objeciones válidas para no referirlas a la predicación de Jesús. Por
el contenido y el valor de las tradiciones, todo hace pensar que sa-
lieron de labios del Maestro, Podría discutirse el alcance o la deli-
mitación, pero difícilmente la procedencia.
No es el caso de iniciar ahora tampoco el examen de todos
los ”agrapha” válida y comúnmente aceptados; pondremos sí algu-
nos como ejemplo. Pero antes, y a título, sobre todo, de información,
bien estará que hagamos una relación de las tradiciones y documen-
tos donde quedan consignadas las distintas referencias y palabras
del Señor65.
65
En atención al estudio llevado a cabo por Joachim Jeremías, en su tratado: “Palabras
desconocidas de Jesús”. Sígueme. Salamanca, 1976, y que considero de lo mejor logrado
39
1) Los “agrapha” del Nuevo Testamento
2. Variantes y añadidos
40
plo el añadido final de Marcos de que ya hablamos anteriormente.
Otros casos los iremos viendo, según proceda, a lo largo de este es-
tudio.
68
El nombre de “Papyrus Egerton 2“ viene referido a un conjunto de cinco fragmentos pa-
piraceos de un códice fechado en torno al año 200, que contiene un evangelio previamente
desconocido. Es uno de los más antiguos fragmentos de un evangelio. Se encontró en Egip-
to y vendido en 1934 al Museo Británico. Cuatro de los fragmentos se encuentran en el
Museo Británico, y el quinto en Colonia.
41
Citemos también los “evangelios” de tipo gnóstico, aunque quizá
sea excesivo calificarlos como tales. Porque es la gnosis filosófica la
que, en realidad, se ha apropiado de la tradición cristiana como justi-
ficación intelectual propia; son los casos del “Evangelio de Felipe”, el
de “María” o el de “Manes”. Y ya, con un claro tinte de leyenda, el
“Evangelio árabe de la infancia”, el “Relato de la infancia atribuido a
Tomás”, el “Protoevangelio de Santiago”, el “Evangelio del pseudo-Mateo”
o el “Evangelio de Nicodemo”, etc.
Aparte de esto, existe todavía otra literatura donde es posible en-
contrar ciertos “agrapha” en directa relación con el Maestro. Los en-
contramos en la “Leyenda de Abgar”, en la “Epístola apostolorum”, “Epís-
tola apócrifa de Tito”, “Hechos de los apóstoles apócrifos”, en la “Vida de
Juan el Bautista según Serapión”, en el “Apocalipsis de Pedro”, así como
en la “Historia del carpintero Jesús”.
4. La Patrística
42
16, sin considerarse el logion como palabra del Señor como lo
demuestran los comentarios al Sal 24,14); VI, VI 44,3; “Quis dives
salvetur”, 37,4.
Tertuliano: “De baptismo” XX 2; “De idolatría” XXIII, 3. Hipólito: “In
Dam comm”. IV 60 (cf. Papías, en Ireneo, “Adv. Haer”, V 33, 3 s).
Orígenes: “In Joh comm”. XIX 7 (cf. Pseudoclem; “Hom”, II 51,1;
Jerónimo, “Epist.”, CXIX 11,2; Sócrates, “Hist. Eccles”, III, 16;
“Vita S. Syncl”, 100). “Selecta in psalm”, 1141 C; cf. Clemente de
Alej., “Strom”, I, XXIV 158, 2 par).
Tratado del pseudo-Cipriano: “De duobus montibus”, o “De monti-
bus Sina et Sina et Sion”, 13.
Tratado del pseudo-Cipriano: “De aleatoribus”, 3.
Lactancio: “Divinae institutiones” IV 30,2 (cf. Justino “Dial” 35, 3
part).
Alejandro de Alejandría: En Teodoreto de Ciro (muerto hacia el
466), “Hist. eccl.» 14, 45. “Hist. Eccl”, 14, 45.
Eusebio de Cesarea: “In psalm. Comm”, 16,2 (MPG 23/1857/160
C; cf. Clemente de Alejandría, “Strom”, I, XXIV 158, 2 par.).
Afraates: “Demostrationes” I 17; IV 16; XVI 8.
“Libro de los grados” sirio. Ed. Kmosko/PS I 3.
Efrén: “Opera”, Ed. Assemani I 30 E (Resch, n .o 169), I 140 D
(Resch, n .o 170), 11 232 (Resch, n .o 171), 111 93 E (Resch, n .o
172). “Evangelii concordantis explanatio” XIV 24; XVII 1.
“Dialogus de recta fide” (ed. van de Sande Bakhuyzen%GCS 4) I
13 (cf. “Vita S. Synd”, 63).
“Homilías pseudo-clementinas” (Ed. Rehm/GCS 42) 1117,4 s. (qui-
zás una cita libre); II 51,1 (III 50,2; XVIII 20,4; cf. Orígenes, “In
Joh”. XIX 7 parr.); III «50,2 52, 2 53, 3 5 .5 2; XII 29, 1 (cf. la fór-
mula para hacer las citas en el epítome griego) XVI 21,4 (cf.
Justino, “Dial”, 35, 3 part); XIX 2, 4.20,1 (cf. Clemente de Ale-
jandría, “Strom”, V, X 63,7).
Simeón de Mesopotamia: “Homilía” XII 17.
Jerónimo: “Epistula CXIX ad Minervium et Alexandrum” (Ed. Hil-
berg/CSEL 55) 11,2 (cf. Orígenes, “in Joh” XIX 7 par.).
Dídimo el ciego de Alejandría: “De trinitate” III 22 (MPG 39/
1863/917 C; cf. Epifanio, “Panar”, 69, 44, 1 par.).
Sócrates: “Hiss. Eccles” III 16 (MPG 67/1864, 421 C; cf. Orígenes,
“In joh.» XIX, 7 par.).
El pseudo-Atanasio: “Vita S. Syncleticae” 63 (MPG 28/1887, 1525
A; cf. “Dial. de recta fide” I 13); 100 (MPG Ibid., 1549 B; cf. Orígc-
nes, “In Joh” XIX 7 par.).
43
5. Liturgia y disposiciones eclesiásticas
6. Gnosis cristiana
Aparte de los evangelios gnósticos ya mencionados, existe otra li-
teratura que atribuye a Jesús una serie de revelaciones de tipo cla-
ramente gnóstico. Pertenecen a este género: el “Apócrifo de Juan”, la
“Sophia Christi”, el “Diálogo del Salvador”, “Libro de Tomás el Atleta”,
la “Pistis Sophia”, los dos “Libros de Jeû, la “Memoria apostolorum”, los
fragmentos de una “Conversación con Jesús” y las “Preguntas de Mar-
ía”. También cabe mencionar los “excerpta ex Theodoto”, gnóstico valen-
tiniano, el “del gnóstico Baruch”, los “Kaphalaia” (maniqueos), el “Libro
de los salmos” y el “Libro de los misterios”.
Entre los himnos merecen particular atención el “Himno naaseno”,
incluido en el “Sermón naaseno” y las “Odas de Salomon”.
7. Escritos talmúdicos
Dos son únicamente los «agrapha» que encontramos en la vasta li-
teratura del Talmud; lo que, ateniéndonos al rigor y mentalidad
oriental y judía, nada debe extrañarnos tampoco; al fin y al cabo, el
énfasis que en tiempos remotos se dio a la apología, es suficiente pa-
ra comprenderlo. En ocasiones, el silencio puede convertirse en la
mayor desconsideración y reproche.
8. Literatura mahometana
44
María, la madre de Jesús, en nada quita la gran influencia del men-
saje cristiano en el ambiente religioso del pueblo árabe. Sorprende
cómo la ascesis cristiana favoreció las corrientes espirituales del
mundo islámico. Esperemos que un día se estudien mejor las coin-
cidencias.
Pero, frente a todas estas indicaciones que hemos venido pre-
sentando, existe un hecho evidente: la sugestiva palabra de Jesús.
Cierto que ha habido equívocos, invenciones, referencias falsas,
manipulación, etc., pero no es menos cierto que existe un grupo de
“agrapha” razonablemente válidos, tanto como para apostar que
pertenecieron a la predicación de Jesús. Pondremos dos parábolas
como ejemplo.
45
de los cielos, que en la transcripción se dice «hombre», error que
hace ver el contexto, es semejante a un hábil pescador que logra un
pez desproporcionado a los otros que caen también en la red. Por el
tamaño, no duda en devolver los pequeños al agua mientras retiene
al que compensa el esfuerzo.
Pues bien, nada tiene de extraño pensar que la parábola pudo
haber sido predicada por Jesús. En realidad, el pescador, a semejanza
del “comerciante en perlas finas”, se da cuenta de que lo que tiene
entre sus manos es digno de valor. Jesús predicaba el Reino. Acep-
tarlo como mediación para la vida y esperanza del hombre, es haber
escogido bien, haber comprendido el mensaje.
46
jandría cuando dice: “Sed hábiles cambistas, que rechazan muchas co-
sas, pero retienen lo bueno”71.
En efecto, hay que colocarnos en el mundo judío y ver lo que era
Jerusalén en tiempos de Jesús. Por aquel entonces confluían a la capi-
tal peregrinos de todo el mundo. En los mercados y bazares había
monedas de todos los tipos; podían ser romanas, griegas, fenicias,
etc., y los cambistas las valoraban según el equivalente a la moneda
tiria. Pero para ello había que ser expertos en el cambio y no dejarse
engañar por falsas acuñaciones. He aquí, por ello, el alcance que
pueden darse a las palabras: “¡Sed cambistas expertos!”.
Otro sería el problema si pretendiésemos, para la parábola, encon-
trar sitio adecuado en el evangelio. Entre las suposiciones, no pare-
cería extraño que se pudiese colocar dicha parábola a raíz de preca-
ver Jesús a la gente sobre los falsos profetas: “harán signos -les decía-,
hechos fantásticos, os confundirán. Sólo algunos se darán cuenta de las in-
tenciones”. “¡Sed expertos cambistas!”
Sin embargo, y como podemos fácilmente comprender, sería atre-
vido optar por éste o aquel punto de conexión, y es que los
“agrapha”, por más que dispongan algunos de favorables argumen-
tos de veracidad, tienen otra función, consiste en resaltar la tradición
de los sinópticos y de Juan. Complementan lo que ya se tenía72.
71
Clemente de Alejandría.: Strom. I XXVIII, 117.
72
Un estudio más detallado sobre los “agrapha” se encuentran en la obra ya citada: Pala-
bras desconocidas de Jesús, Sígueme. Salamanca, 1976.
47
armas y anteponía la hermandad a la ley de sus mayores, poco podía
interesar a los romanos y a la jerarquía de entonces.
Hoy, no obstante, la crítica histórica ha logrado mostrar, con sufi-
ciente precisión, qué documentos son auténticos, cuáles dudosos y
qué otros desfiguran la verdad que transmiten. En atención a lo cual,
únicamente nos detendremos aquí en aquellas fuentes cuyo análisis
ofrece la mayor garantía de objetividad.
Flavio Josefo
La primera mención sobre Jesús por un no cristiano la hallamos en
las Antigüedades judías, de Flavio Josefo. La obra está publicada hacia
el 93-94, y en ella se narra la historia del pueblo judío hasta el año 66.
El objetivo de Josefo es claro: presentar positiva y favorable-
mente al judaísmo, y esto, no sólo ante el pueblo romano, sino tam-
bién entre los círculos de cultura helenística. Pero, aunque en sucesi-
vas ocasiones se mencionan personajes del mundo judío y romano
que ya conocemos por los evangelistas, apenas si habla de Jesús ni
de los cristianos. Lo hace el autor tan sólo en tres ocasiones. Unas, re-
firiéndose a la muerte de Juan el Bautista73; otra, en el llamado “pasa-
je de Jesús”74 y otra más en el “pasaje de Santiago”75. Nos detendre-
mos en estos dos últimos, anteponiendo el que realmente ofrece to-
das las garantías de fiabilidad, como es la referencia a Jesús cuando
se habla de Santiago, segundo jefe de la comunidad de Jerusalén. El
texto es el siguiente:
“Anano reunió al sanedrín de los jueces e hizo comparecer
ante ellos a Santiago, el hermano de Jesús, llamado el Cristo, así
como a algunos otros; los acusó de haber violado la ley y los entregó
a la lapidación”76.
El nombre de Santiago, “hermano del Señor”, confirma la pala-
bra evangélica77 y se trata de su muerte el día de Pascua del año 62;
distinta, evidentemente, de la ejecución de Santiago el Mayor, her-
mano de Juan, a instancias de Herodes Agripa I en el año 44, que
mencionan los Hechos78.
Sobre la denominación: “llamado el Cristo”, no parece haber mo-
tivo tampoco para pensar que fuesen palabras añadidas por algún
73
Antigüedades judías, XVIII, 16-119.
74
XVIII, 3,3, párrafo 63-64.
75
. XX, 9,1, párrafo 200.
76
Antigüedades XX, 9,1, 200.
77
Mc 6,3; Mt 13,55
78
Hch 12, 1-3.
48
copista cristiano. Podía encajar perfectamente en las categorías de un
judío cualquiera y, por consiguiente, Flavio Josefo pudo hablar de
Jesús, a quien llamaban Cristo, sin comprometerse o pronunciarse so-
bre dicha denominación.
Muy distinto es el largo pasaje que encontramos en el libro
XVIII. Dice así:
”En este tiempo vivió Jesús, hombre sabio, si es que
nos es permitido llamarle hombre. Pues realizó obras prodi-
giosas: era el maestro de los que reciben la verdad con alegr-
ía, y ganó para sí a muchos de los judíos y de los griegos. El
era el Cristo. Pero según el juicio de los principales entre no-
sotros, no lo era. A causa de esto, Pilato lo condenó a la cruz.
Pero los que le amaban no se apartaron de él. Pues al tercer
día se les apareció resucitado. Los profetas divinos habían
atestiguado y predicho estas cosas y otras muchas sobre él. Y
todavía hoy no se ha extinguido el pueblo de los que, por él,
se llaman cristianos”79.
49
lo que le llevó a presenciar la destrucción de Jerusalén el año 70. Se
establece después en la capital del Imperio, adquiere la ciudadanía
romana y goza del favor de los emperadores Vespasiano, Tito y Do-
miciano.
Pues bien, tanto en su primera obra: «Guerra judaica», escrita entre
los años 75 y 79, como en las “Antigüedades judías”, o en su misma
“autobiografía”, lo que intenta, es, además de justificar su propia con-
ducta, ofrecer, como ya anteriormente dijimos, una visión positiva de
todo el judaísmo. Por eso elude, según esta opinión, cualquier reali-
dad que pudiera desmentirlo.
Otros, sin embargo, creen que este silencio puede ser debido, no
tanto a que fuese perjudicial para su pueblo, sino a un sentimiento
de respeto por las comunidades cristianas. Lo justifica -dicen- el
hecho de que, ni sobre la muerte de Juan, ni sobre la de “Santiago” se
puede presumir en Josefo el más mínimo asentimiento. Esto es ver-
dad, evidentemente, pero hacer un juicio de valor sólo a partir de es-
tas referencias, es formular una hipótesis que no deja de ser arries-
gada y comprometida.
Tácito
50
pues, a apresar a los que confesaban su fe, luego, basándose en sus
declaraciones, apresaron a otros muchos que fueron convictos, no
tanto del crimen de incendio como de odio contra el género
humano. No se contentaron con matarlos; se ideó el juego de re-
vestirlos con pieles de animales para que fueran desgarrados por
los dientes de los perros, o bien los crucificaban, los embadurna-
ban de materias inflamables y, al llegar la noche, ellos iluminaban
las tinieblas como si fueran antorchas”80.
80
Anales, XV, 44.
81
Vita Claudii, 25,4.
82
Ex, X, 96.
51
E1 Talmud
52
perdonarás, ni lo ocultarás? (Dt 13,9). Pero, en el caso de Jesús era
distinto, porque tenía relaciones con el gobierno”.
84
Hch 5,30; 10,39.
85
Windisch, H.: Das Problem der Geschichtlichkeit Jesu. Die ausserchristlichen
Zeugnisse: “Theol. Rundschau”, 1, 1929, pág. 274.
53
54
RELATOS DE LA INFANCIA
55
si no decisivo, sí lo suficientemente importante. La comunidad cris-
tiana desearía, a la vez que conocer, presentar como providenciales
los inicios de la vida del Maestro. Interesaría también el origen de los
mismos. Por ello, y en virtud de la cristología ya desarrollada, nada
tiene de extraño que influyeran factores hoy desconocidos en los re-
latos propiamente de la infancia, y que sólo en los evangelios más
tardíos, como el de Mateo y el de Lucas (la cristología de Juan toma
otra dirección), fueran posibles las adiciones. No obstante, lo que su-
cede con la posterior incorporación de esos dos capítulos de Mateo y
Lucas (que se los tome como autografías) es, en cierta forma, algo
consecuente y lógico. Una lectura superficial parece confirmarlo: se
comienza por la concepción, se sigue con el nacimiento, para conti-
nuar después con los distintos episodios que rodean el acontecimien-
to del Mesías Salvador; todo como si realidad y descripción, historia
y relato, guardaran justa correspondencia objetiva.
Sin embargo, una mirada más atenta nos advierte: si Juan el Bau-
tista, por ejemplo, reconoció a Jesús antes de que el propio Jesús na-
ciese88, ¿cómo es posible que después no se aluda a este conoci-
miento? ¿Por qué manda a sus discípulos a Jesús con la misión de in-
terrogarle?89 Más aún, si Herodes, y toda Jerusalén con el, llegaron a
intranquilizarse por el nacimiento del niño, llegando a la crueldad de
matar a los inocentes90, ¿cómo es que después, en su ministerio, na-
die hace mención a lo extraordinario de su presencia? ¿De qué modo
podríamos explicar la extrañeza en los mismos familiares?91
Cierto que algunos han intentado armonizar las distintas incon-
gruencias con sutiles e ingeniosas soluciones, pero con argumentos
débiles y poco fundados. Hoy la crítica nos viene a mostrar que los
relatos del ministerio apostólico fueron formándose sin el conoci-
miento del material que hizo posible después los de la infancia. Es
importante, por ello, tener en cuenta que estos dos primeros capítu-
los de Mateo y de Lucas tienen un origen y participan de un género
histórico completamente distinto al resto del evangelio, esto es,
mientras que la mayor parte de las narraciones del ministerio suelen
provenir de experiencias protagonizadas por tradiciones apostólicas,
del material de la infancia no puede decirse lo mismo. Ninguno de
los que proclaman la palabra fue testigo de los acontecimientos, lo
que no les quita, por otra parte, su valor específico y propio.
88
Lc 1,41-44.
89
Lc 7,19.
90
Mt 2,6.
91
Mt 13,53-56.
56
Se han propuesto como fuentes el testimonio de José y el de Mar-
ía, pero tal suposición, aun admitiendo dichos testimonios como los
únicos seguros, no es tan fácil a la hora de intentar el examen. En
efecto, en cuanto a que la revelación se debiera a José, parece poco
probable desde el momento que apenas si aparece en las narraciones
del ministerio, lo que hace pensar que seguramente ya había muerto.
Por lo que se refiere a María, no da la impresión tampoco de que ella
fuese la posible reveladora de los relatos en la tradición de Mateo,
puesto que el papel asignado a José es el verdaderamente importan-
te. La probabilidad mayor estaría en el relato de Lucas. Pero enton-
ces las dificultades se plantean al preguntarnos sobre las diferencias
que hallamos respecto a Mateo.
También en el siglo II se pensó que pudieron haber sido infor-
maciones de Santiago, el “hermano del Señor”. Pero se ha de reco-
nocer que el “Protoevangelio de Santiago”, además de ofrecer criterios
en gran medida paradójicos, su carácter es claramente legendario.
Todo lo cual hace que concluyamos con la afirmación que ya se
apuntaba: esto es, la falta de testigos que pudieran avalarlo. Ahora
bien, si el análisis nos ha conducido a esta conclusión, ¿cómo inter-
pretar dichos relatos?
Primeramente, y antes de afrontar el problema, bien estará que
hagamos una confrontación de ambas tradiciones.
Coincidencias
El examen de los textos nos hace ver que, en medio de las dife-
rencias, existen en ambos evangelistas los siguientes puntos en
común:
Mateo Lucas
1. Los padres de Jesús son María y José,
legalmente prometidos,
pero no han vivido juntos 1,18 1,27.34
2. José es descendiente de David 1,16.20 1,27.32; 2,4
3. El ángel anuncia el futuro del niño 1,20-23 1,30-35
4. La concepción de María es sin el
concurso de su marido 1,20.23.25 1,34
5. María concibe por obra del Es-
57
6. El ángel afirma que al niño se le
Discrepancias y omisiones
58
de referir la Anunciación de María, y a su vez María omitiera la visita
de los magos de Oriente y la huida a Egipto? Por eso, la crítica más
avanzada llega a pensar que Mateo y Lucas escrbieron estos capítulos
de forma independiente y sin conocer sus respectivos escritos. Rela-
tos que se ampliarán a la luz de la fe y del desarrollo de la cristología
de la comunidad, porque, como muy bien apunta Raymond E.
Brown, las narraciones se escriben con el fin de entender el origen de
Jesús en el marco del cumplimiento de la expectación veterotesta-
mentaria, esto es, que inspirándose en las Escrituras, y cada evange-
lista a su modo, va a hacer posible la comprensión de la presencia
del Mesías a través de las figuras del Antiguo Testamento. Eviden-
temente, en el marco de las conjeturas, siempre será difícil precisar la
intención de cada autor, aunque por los análisis y la nueva luz que
proyectan, sí nos obligan a la reflexión y al examen.
Narraciones de Mateo
La genealogía
59
Aminadab engendró a Naassón,
Naassón engendró a Salmón,
Salmón engendró a Booz en Rahab,
Booz engendró a Obed en Rut,
Obed engendró a Jesé,
Jesé engendró al rey David.
David engendró, de la que fue mujer de Urías, a Salomón,
Salomón engendro a Roboam,
Roboam engendró a Abías,
Abías engendró a Asaf,
Asaf engendró a Josafat,
Josafat engendró a Joram
Joram engendro a Ozías,
Ozías engendró a Joatam,
Joatam engendró a Acaz,
Acaz engendró a Ezequías,
Ezequías engendró a Manasés,
Manasés engendro a Amón,
Amón engendro a Josías,
Josías engendró a Jeconías y a sus hermanos, cuando
la deportación de Babilonia.
60
ce; desde la deportación a Babilonia hasta Cristo, catorce generacio-
nes”92.
61
son prostitutas: Tamar94 y Rajab95; una adúltera, Betsabé, la mujer de
Urías96, y una moabita pagana, Rut97.
En realidad, no lo sabemos, pero, a tenor del análisis, donde el
número 14 es múltiplo de 7, cifra y cantidad perfecta en la Escritura,
y cuyo valor simbólico era la plenitud del plan de Dios, sí podemos
deducir que este esquema de totalidad podía perfectamente encua-
drar dentro de la idea teológica de Mateo. Y en cuanto a la reseña e
inclusión de tales mujeres, puede también admitirse que con ello se
quería dar a entender que Jesús asumió, como providenciales, tanto
los puntos altos como los puntos bajos de la historia. Que en lo apa-
rentemente extraño y desconcertante, también está la mano de Dios
que salva.
La concepción
62
lación estrecha entre la tradición mesiánica como “hijo de David”, y
la filiación divina de Jesús, esto es, el cumplimiento de las prome-
sas hechas a David por medio de Natan: “Estableceré después de ti a
tu hijo... Yo seré para él un padre, y él será para mí un hijo».
Por otra parte, al confrontar el relato de Mateo con el de Lucas, en-
tre otras cosas, está claro que el agente principal para uno y otro es el
Espíritu Santo. Coinciden también en la virginidad de María en el mo-
mento de la “Anunciación”, lo cual nos hace conjeturar que se servirían
de:
99
Jdt 13,18; 30,33; Sof 3,14-17; Gn 26,3, 28; 28,15; Ex 3,12; 1 Sam 3,19; 1 Re 1,37, etc.
100
Andrade Ponte, P. E.: “Revista Eclesiástica Grasileira” 29, 1969, págs. 39-40.
63
público del nacimiento temprano de Jesús. Vemos que María está
encinta antes de vivir con José su marido. Hecho éste que, al consig-
narse en ambos evangelistas, nos hace pensar que no fue imaginado
por ellos. Tampoco se explica como invención de la comunidad,
puesto que una declaración como ésta, tan propicia para el escán-
dalo, en modo alguno podría favorecer el entorno de Jesús. Además,
ambos textos encuadran, tanto a José como a Maria, entre las perso-
nas justas y honradas101. Por todo ello, pensamos que los evangelis-
tas, aun presuponiendo una virginidad biológica, utilizan la concep-
ción de María para presentar una cristología sobre Jesús como hijo
de David e Hijo de Dios, y ésta era su intención prioritaria. Concep-
ción virginal como signo de su filiación divina.
Entonces Herodes llamó aparte a los magos y por sus datos pre-
cisó el tiempo de la aparición de la estrella. Después, enviándolos a
Belén, les dijo: “Id e indagad cuidadosamente sobre ese niño, y, cuan-
do le encontréis, avisadme para ir yo también a adorarle”. Ellos, des-
pués de oír al rey, se pusieron en camino, y he aquí que la estrella
que habían visto en el Oriente iba delante de ellos, hasta que
llegó y se detuvo encima del lugar donde estaba el niño. Al ver la
estrella se llenaron de inmensa alegría. Entraron en la casa; vie-
ron al niño con María su madre y, postrándose, le adoraron,
101
Mt 1,19; Lc 1,42.
64
abrieron luego sus cofres y le ofrecieron dones de oro, incienso y
mirra. Y, avisados en sueños que no volvieran donde Herodes, se
retiraron a su país por otro camino” 102
Como si de un prólogo se tratara, Mateo, en 1-2 nos presenta
las directrices básicas de su evangelio; esto es, que Jesús, como
Mesías, es descendiente de la casa real de David e hijo de Abra-
ham, el nuevo Moisés que conducirá al pueblo a la patria definiti-
va. Por eso no nos debe sorprender que, siguiendo esta genealogía
davídica, las continúe en 2, 1-12, con una perspectiva post-pascual
como lo había hecho ya anteriormente.
Si se ha revelado como Mesías e hijo de David, en atención a
José como padre legal, parece evidente que se cumpliera la otra
profecía que dice: “Y tú, Belén de Efratá, pequeña entre las aldeas de
Judá, de ti saldrá el que será Jefe de Israel”103, conectando así con el re-
lato de Balaán que viene a ser el trasfondo propiamente de los
magos de Oriente.
Respecto a la estrella de la que también se hace mención en la
revelación de Balaán104, recuerda Mateo el pasaje de Isaías cuando
éste habla de la aparición de una “luz”: “Levántate, brilla, Jerusalén,
pues ha llegado tu luz... Sobre ti viene la aurora de Yahvé y en ti se ma-
nifiesta su gloria. Las gentes andarán en tu luz, y los reyes a la claridad
de tu aurora”105, ampliándose con los versículos que siguen:
“Vendrán a ti los tesoros del mar... Todos vienen de Saba, trayendo oro e
incienso, pregonando las glorias de Yahvé”.
Cierto que una visión como ésta rompe ese cuadro de escenas que
acaso tan bella y sentimentalmente nos habíamos complacido imagi-
nar; pero al hilo de lo que venimos diciendo, no debemos de sentirnos
escandalizados. Los evangelios, y en especial el evangelio de la infan-
cia de Jesús, no son una documentación propiamente histórica, sino
un anuncio y una predicación donde, asumidos unos hechos, nada
quita para que se elaboren en servicio de una verdad de fe. Además,
lo que sería más fácil y simple, interpretarlo a la letra, supondría una
dificultad mayor. Imaginar una estrella que salga por el Oriente y lle-
gue a Jerusalén para detenerse más tarde en Belén, hubiera supuesto
un fenómeno único para la astronomía.
Por otro lado, si Herodes reunió a los maestros de la Ley y sa-
cerdotes -hecho más que improbable dada la tensión mutua-, ¿cómo
102
Mt 2, 1-12.
103
Miq, 5,1; 1 Sam 16, 1 ss.
104
Nm 24,17.
105
Is 60, 1-3.
65
es que no usó de otros medios para informarse de lo que podía pasar
en una pequeña aldea a tan sólo 8 km.? Además, de haber acontecido
tal y como se narra, ¿es posible que, siendo hechos tan llamativos, no
fuesen conocidos por Lucas? ¿Por qué el asombro de los familiares
de Jesús y de la gente de Nazaret, de haber sido acontecimientos re-
ales? Además, ¿podrían estos hechos compaginarse con la perpleji-
dad e ignorancia que más tarde reveló Herodes Antipas al juzgar a
Jesús?
Evidentemente, la intención de Mateo debería ser muy otra de lo
que a simple vista podía parecer. Aunque, a decir, verdad, lo que
más nos impresiona es la cruel matanza de los inocentes. Imagina-
mos a unas madres que, además de verse privadas del amor y ternu-
ra de sus hijos, son, al mismo tiempo, martirizadas moralmente con
el horroroso degüello de lo que más íntimamente era suyo. Pero,
¿sucedería tal y como se describe? Sin duda que es posible; el que fue
capaz de diezmar a su propia familia pudo ordenar aquellos u otros
crímenes semejantes. Se cree que Herodes padecía de ataques de ira
que le llevaban a actuar de forma descontrolada. Sin embargo, es ex-
traño que Flavio Josefo, que escribe al detalle los excesos cometidos
por Herodes, no haga apenas mención de la matanza de los niños en
Belén y sus alrededores; por consiguiente, teniendo en cuenta que
para Mateo los relatos de la infancia cumplen principalmente una
función de reflexión teológica, no hay por qué pensar que estos acon-
tecimientos tengan que ser necesariamente históricos. Tampoco el
viaje a Egipto, puesto que sería difícil conciliarle con la narración de
Lucas, donde el regreso de Belén a Nazaret se realiza no mucho des-
pués del nacimiento de Jesús.
Pero todo es distinto si, en lugar de pararnos en las simples des-
cripciones, vamos tras el fondo de su reflexión teológica. En efecto, si
en 2,1-12 presenta la aceptación y reconocimiento mesiánico por par-
te de los gentiles, ahora, en 2,13-18, con un giro opuesto, nos quiere
ofrecer el rechazo de ese mesianismo por parte de las autoridades
judías. El paralelismo, en cierto modo, es casi perfecto con la infancia
de Moisés. El faraón decreta la muerte de los niños hebreos, y como
aquél, Herodes manda hacer lo mismo con los inocentes de Belén y
alrededores, aunque, como Moisés en Egipto, Jesús también se libra
de la matanza. Por todo ello, se reconoce que el entramado de Mateo
en estos dos capítulos es ciertamente admirable; ve en Jesús un refle-
jo vivo de la historia de Israel, o, como acertadamente ha dicho
Raymond E. Brown, “el lugar donde se encuentran, el Antiguo Testamen-
to y el evangelio”. Tras las citas y el ropaje peculiar, cualquiera puede
66
entrever quiénes eran los adversarios y quieénes los fieles creyentes
de la nueva revelación.
Narraciones de Lucas
Anuncios
67
Dios, e irá delante de él con el espíritu y el poder de Elías, para
hacer volver los corazones de los padres a los hijos, y a los rebel-
des a la prudencia de los justos, para preparar al Señor un pueblo
bien dispuesto. Zacarías dijo al ángel: “¿En qué lo conoceré? Por-
que yo soy viejo y mi mujer avanzada en edad”.
El ángel le respondió: “Yo soy Gabriel, el que está delante de
Dios, y he sido enviado para hablarte y anunciarte esta buena nueva.
Mira, te vas a quedar mudo y no podrás hablar hasta el día en que su-
cedan estas cosas, porque no diste crédito a mis palabras, las cuales se
cumplirán a su tiempo”. El pueblo estaba esperando a Zacarías y se ex-
trañaban de su demora en el Santuario. Cuando salió, no podía hablar-
les, y comprendieron que había tenido una visión en el Santuario; les
hablaba por señas y permaneció mudo.
Y sucedió que, cuando se cumplieron los días de su servicio, se
fue a su casa.
Días después, concibió su mujer Isabel, y se mantuvo oculta
durante cinco meses diciendo: “Esto es lo que ha hecho por mí el Señor
en los días en que se dignó quitar mi oprobio entre los hombres”.
106
Lc 1, 5-38.
68
Da comienzo Lucas al relato de la infancia de Jesús con el
anuncio de la concepción de Juan; narración, por otro lado, re-
lacionada estrechamente con la escena que sigue, esto es, con la
anunciación del nacimiento de Jesús. Pues bien, una primera
pregunta podría ya relacionarse con esta doble presentación:
¿por qué, a diferencia de Mateo, Lucas primeramente se detiene
en el anuncio del nacimiento del Bautista? ¿Qué motivos le lle-
varían a ello?
Creemos, en primer lugar, que ofrecer una respuesta sin rela-
ción a las tradiciones del ministerio, presumiblemente conduciría
al fracaso. En efecto, si entre los hechos históricos proponíamos
ya el bautismo de Cristo, nada tiene de extraño que la actuación
del Bautista y las obras de Jesús quedasen estrechamente relacio-
nadas. Se sabe que en la primitiva comunidad hubo una tenden-
cia a reinterpretar ambas vidas de forma paralela, aunque subor-
dinando, evidentemente, la persona de Juan al mesianismo de
Jesús. Por consiguiente, así como Juan se había adelantado en el
ministerio preparando los caminos, de forma análoga esta antici-
pación quiere también resaltarse en los anuncios de ambos naci-
mientos. Más aún, al proponer Lucas el tema de la esterilidad,
tan frecuente, por otra parte, en el Antiguo Testamento, permite
suponer una utilización teológica del relato. Pero entre las distin-
tas mujeres estériles que concibieron en virtud de la gracia de
Dios, ningún paralelismo más afín a Zacarías e Isabel que el de
Abraham y Sara. Unos y otros son ya ancianos107, y en el anuncio,
la revelación se hace, antes que a las futuras madres, al cabeza de
familia, como es el caso de Abraham y de Zacarías. También pu-
do servirse del matrimonio de Elcaná y Ana, padres de Samuel;
aquí la concepción del hijo viene revelada a través del sacerdote
Elí, en el santuario de Silo; de modo similar al sacerdote Zacar-
ías, en el santuario del templo de Jerusalén.
107
Gn 18,11; Lc 1,18.
69
los «anawim» (a los pobres de Israel), es, ante todo y sobre todo, el
prototipo de fe y de confianza en los planes de Dios.
Y dijo María:
“Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi
espíritu en Dios mi Salvador, porque se ha fijado en su
humilde esclava: pues mira, desde ahora me felicitarán to-
das las generaciones. Porque el Poderoso ha hecho tanto por
mí.
Su nombre es santo y su misericordia llega de generación en gene-
ración a los que le temen.
Su brazo interviene con fuerza, dispersó a los que son sober-
bios en su propio corazón, derriba del trono a los poderosos y exalta
a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los
despide de vacío. Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de su mise-
ricordia como lo había prometido a nuestros padres, en favor de
Abraham y su descendencia, por siempre”.
108
Lc 1,39-56.
70
acción del ser que lleva dentro. El gozo que ella ha notado en el
niño le revela también que tiene delante a una de las madres que
han llegado a percibir lo que Dios ha hecho con la otra, y ello va a
ser motivo para que el evangelista ponga en cada una un himno
de aclamación y de alabanza. Son, en realidad, dos cánticos que
ensalzan la obra de Dios por los beneficios obrados con María. La
intención, por consiguiente, es clara: Lucas desea anteponer a
María, y con ella la misión de Jesús, a la actuación previa de Juan,
y que los beneficios obrados con Zacarías e Isabel sirvan de prepa-
ración al ministerio mesiánico de Jesús, porque, al fin y al cabo, la
alabanza de Isabel a María no es sino el eco de otras heroínas del
pueblo de Israel. La profetisa Débora proclamaba: “Bendita eres,
Jael, entre las mujeres”109; y Ozías, en sentida alabanza, dice a Judit:
“Bendita tú, hija del Dios altísimo, sobre todas las mujeres de la tie-
rra”110. Son Jael y Judit el prototipo y el modelo para presentar a
María. Por medio de aquéllas, Dios libró al pueblo del enemigo; en
María la liberación se hace por la aceptación y disponibilidad a los
planes divinos. Lo importante, por consiguiente, en todo este tras-
fondo veterotestamentario, es que, como Jael y Judit, la bendición
de María no es sólo personal, sino que evoca la liberación y gloria
de todo el pueblo.
Lo que Lucas pretende con el “Magnificat” es precisamente
eso: proclamar, en labios de María, los beneficios de Dios para con
Israel. En realidad, aparte del versículo 48, todo el resto es una
clara referencia a la misericordia de Dios sobre el pueblo de las
promesas, particularmente con el sector marginado y pobre, los
«anawim», donde María ciertamente estaba incluida. Por eso, hacer
mención de las “grandes obras” no es sino evocar la liberación del
pueblo y su alianza en el Sinaí, pacto que ahora se convertía en len-
guaje inteligible para explicar la Nueva Alianza en Jesús, y Lucas, en
una ambientación adecuada, pone estos sentimientos en María.
109
Lc 1, 36-37.
110
Jue 5,24.
111
Jdt 13,18.
112
Lc 1, 39-56.
113
Lc 1, 67-69.
114
Lc 2,13-14
71
tarse a los relatos de la infancia de Jesús, y éste fue el motivo de poner-
los en boca de los protagonistas.
72
El niño iba creciendo y se afianzaba en el Espíritu; vivió en el desierto
hasta que se presentó a Israel”115.
Estando allí, le llegó el tiempo del parto y dio a luz a su hijo pri-
mogénito. Lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no en-
contraron sitio en el alojamiento.
En las cercanías había unos pastores que pasaban la noche a la intem-
perie, velando el rebaño por turno. Se les presentó el ángel del Señor. la
gloria del Señor los envolvió de claridad, y se asustaron mucho. El ángel
les dijo: “No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para to-
do el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador: el Mes-
ías, el Señor. Y os doy esta señal: Encontraréis un niño envuelto en paña-
les y acostado en un pesebre”.
De pronto, en torno al ángel, apareció una legión del ejército celes-
tial, que alababa a Dios diciendo:
115
Lc 1, 57-80
116
Lc 2.1-20.
73
Sin la afinidad y paralelismo de las «anunciaciones», existe
también aquí una forma y una estructura comunes: en ambos na-
cimientos se habla de circuncisión, de imposición del nombre, de
sorpresas; aunque bien es verdad que con un énfasis distinto, por
más que la tradición sea la misma. Mientras en el cuadro de Juan,
por ejemplo, lo que el autor relata es la circuncisión e imposición
del nombre, en Jesús la importancia está en las escenas que rodean
el nacimiento: en el anuncio, sobre todo del ángel, que comunica a
los pastores el significado de la “Buena Nueva” y su alegre acogida.
Hasta tal punto que los protagonistas de la escena primera: José,
María y el Niño, quedan perfectamente enmarcados con los perso-
najes del acto segundo: los pastores, quienes, a semejanza de los
de Mateo, alaban a Dios al contemplar la maravilla que se les
anuncia.
En Juan Bautista, sin embargo, el nacimiento sólo se consigna
de pasada, centrándose principalmente la actuación de los padres
en la circuncisión e imposición del nombre; de tal modo que Za-
carías e Isabel, cuando reconocen que la concepción de Juan ha si-
do obra de Dios, es precisamente al contemplar las maravillas que
se realizan a la hora de imponer el nombre. Por eso, sorprendidos
los familiares por la forma milagrosa de recobrar Zacarías el
habla, es lógico que se pregunten por la misión del niño. A ello
Zacarías responde con el”Benedictus”, canto que se ajusta, a su vez,
al anuncio del ángel: Juan iría delante del Señor”117; ministerio propio
según los planes divinos, y de ahí también que el final del canto se
centre en la entrañable misericordia de Dios por hacer que nos visita-
ra la luz, la luz que nace de lo alto, esto es, Jesús, a quien Juan viene
preparándole el camino.
Censo de Quirino
117
Lc 1,17
74
Ahora bien, este censo, realizado conforme al decreto del empe-
rador Augusto, ¿hemos de considerarlo como realidad histórica? ¿In-
tentó Lucas describir el hecho tal y como aconteció, tal y como nos lo
narra? En realidad, por más que sea desafiante la pregunta, creemos
que buscar el rigor científico en un texto cuyo contenido es el mensa-
je religioso es exponerse a desvirtuarlo por falta de perspectiva.
En atención al valor y sentido teológicos, no ha sido infrecuente
que el escritor condicione lugares y aconteceres, si estos datos ayu-
daban a comprender mejor la enseñanza que se pretendía. Pues bien,
esto es lo que pensamos que sucedió aquí. Lucas, más que pretender re-
saltar el lugar geográfico, lo que hace es una reflexión teológica sobre
Belén y su significación mesiánica. Por eso no debe de extrañarnos tan-
to que no exista, aparte del evangelio, documentación alguna sobre un
decreto en tiempos de Augusto que afectase a todo el Imperio. Se sabe
que el único censo que tuvo lugar siendo Quirino legado de Siria, obli-
gaba únicamente a Judea, no a Galilea. Además, Quirino fue nombrado
gobernador de Siria el año 6 d.C.; por consiguiente, la estadística fue
hecha unos 10 años después ele la muerte de Herodes el Grande, entre
el 6-7 d.C.
Pero todo esto puede ser explicable sabiendo que, a semejan-
za de Mateo, también aquí, en el relato de Lucas, subyace una rela-
ción veterotestamentaria entre Belén y el Mesías. La cita parece refe-
rirse a Miqueas 5, 1-2, donde la humillación de Jerusalén ha de tener
su fin, porque, gracias a un jefe de Belén de Efrata, aparecerá la sal-
vación sobre la casa de Sión, y así, la multitud de pueblos y naciones,
que según la tradición de Miqueas acuden a Jerusalén, Lucas la refie-
re al movimiento que se produce por el decreto de Augusto. En
razón de ello, es presumible que el nacimiento de Jesús, histórica-
mente hablando, fuese en Nazaret, y que, con una perspectiva teoló-
gica, Lucas se sirviera del censo de Quirino para crear una situación
que obligara a los esposos al desplazamiento a Belén, hecho, por otra
parte, que le serviría también para presentar al niño como “luz que
ilumina a las naciones” 118.
Sin embargo, en esta ambientación es característica, sobre todo, la
referencia que se hace a los pastores, aunque también sea cierto que las
bucólicas escenas que nos ha ofrecido la Navidad, acaso nos hayan ale-
jado de la reflexión propiamente evangélica. En efecto, social y teológi-
camente, los pastores representaban a la gente marginada y pobre, y su
profesión hacía a las personas impuras ante la ley; de ahí que los rabi-
118
Lc 2,32.
75
nos les excluyeran de las listas para testificar o hacer de jueces; perte-
necían -según los fariseos- a la clase de los ignorantes, a la clase despre-
ciable y pecadora. Por eso es muy probable que la referencia de Lucas,
más que dirigirse a los que guardaban los rebaños, halle connotaciones
con las personas a quien van dirigidos sus escritos, mostrando la predi-
lección por los pobres, los humildes, los de actitud sincera en la acepta-
ción del Reino.
Por otra parte, la referencia de 2, 21, que describe la circuncisión e
imposición del nombre, a pesar de ser una clara construcción lucana y
prestarse a diversas interpretaciones, nos obliga a subrayar que,
llamándole “Jesús”, se cumplía el mandato del ángel, y con el mandato,
la ley del Señor.
La presentación
76
Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño
a todos los que esperaban la liberación de Jerusalén.
Cuando cumplieron todo lo que prescribía la Ley del Señor, se vol-
vieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robus-
teciéndose, y adelantaba en sabiduría, y la gracia de Dios lo acompaña-
ba”119.
“Los padres de Jesús iban todos los años a Jerusalén para la fies-
ta de la Pascua, y cuando él cumplió doce años fue también con ellos
119
Lc 2, 22-40.
120
Ex 13,1.
77
según costumbre. Al terminar los días de la fiesta, mientras ellos regre-
saban, el niño Jesús se quedó en Jerusalén sin que sus padres lo nota-
ran. Creyendo que se hallaba en el grupo de los que partían, caminaron
todo un día y después se pusieron a buscarlo entre todos sus parientes y
conocidos. Pero como no lo hallaron, volvieron a Jerusalén, prosiguien-
do su búsqueda.
Después de tres días lo hallaron en el templo, sentado en medio
de los maestros de la Ley, escuchándolos y haciéndoles pregun-
tas. Todos los que lo oían quedaban asombrados de su inte-
ligencia y de sus respuestas. Al encontrarlo, se emociona-
ron, y su madre le dijo: “Hijo, ¿por qué te has portado así?
Tu padre y yo te buscábamos muy preocupados”. El les con-
testó: “¿Y por qué me buscábais? ¿No sabíais que tengo que
ocuparme de los asuntos de mi Padre?” Pero ellos no com-
prendieron la respuesta que les dio.
Bajó con ellos y vino a Nazaret, y siguió bajo su autoridad. Su madre
guardaba fielmente en su corazón todos estos recuerdos.
Mientras tanto, Jesús crecía e iba desarrollándose en sabiduría, en es-
tatura y en gracia delante de Dios y de los hombres”121. Fig. 4.
A diferencia
de Mateo, que
termina los rela-
tos de la infancia
con la vuelta a
Nazaret, Lucas
nos describe este
episodio de Jesús
adolescente en un
contexto que, a
decir verdad, nos
choca y nos sor-
prende. ¿Cómo
Fig. 4. Hipotética reconstrucción de la ciudad de Jeru-
podría explicarse
salén ( siglo I). En la parte superior-izquierda, el Tem-
plo. si no la extrañeza
y perplejidad de
María después
del anuncio del ángel y la profecía de Simeón? ¿Podemos interpretar
como reproche las palabras de la madre? O, más bien, ¿es posible
aquí, como en casos anteriores, la intención teologica? Veamos.
121
Lc 2, 41-52.
78
En primer lugar, hemos de partir de que, cronológicamente, es
difícil insertar este episodio dentro de los relatos de la infancia; más
exactamente pertenecería a los hechos de la vida oculta. La descripción,
además de poseer su propio contenido, no parece que guarde relación
con las narraciones anteriores. Por eso, la tesis de los que abogan por un
relato prelucano que el evangelista acomodó según su propia perspec-
tiva teológica, goza hoy de no pocos defensores. Tengamos en cuenta
que en las antiguas culturas, el estilo literario y las circunstancias lleva-
ron a los historiadores a crear en torno a los grandes personajes un halo
suprahumano y misterioso ya desde su niñez y adolescencia. Se atri-
buyó dicho halo a Buda, en la India, a Osiris en Egipto, a Moisés en las
leyendas judías. Lo mismo se dijo también de Ciro, de Alejandro Mag-
no, de Augusto; hasta el mismo Flavio Josefo escribe de sí mismo:
“Siendo todavía apenas de unos 14 años, merecí aplauso general por mi amor a
las letras; de forma que sumos sacerdotes y jefes de la ciudad, venían para in-
formarse sobre alguna de nuestras prescripciones”122. Y en las “Antigüedades
judías”, refiriéndose a Samuel, Josefo dice que comenzó su ministerio
profético a la edad de 12 años123; ejemplos que dan opción para pensar
que Lc 2,41-50 muy bien puede ser toda una elaboración a partir del
ministerio apostólico. Y es que lo importante en el relato no es la sabi-
duría o inteligencia que pudo Jesús demostrar, sino, más bien, la refe-
rencia que se hace a la voluntad y designio de su Padre. Más que
anecdótica, la intención es cristologica, esto es, hacer patente la perfecta
comunión de Jesús con los planes divinos. Afirmar, por tanto, que Mar-
ía no comprendió, no es hacer referencia a la psicología de la madre;
sencillamente es una expresión más dentro de ese misterio que se es-
conde en toda revelación profética.
Pues bien, concluido este análisis, puede que alguien se haya
sentido un tanto decepcionado. ¿Qué hacer entonces con las escenas y
recuerdos tan queridos y añorados de la Navidad? ¿Cómo presentar
hoy a los magos de Oriente, a la estrella, al niño envuelto en pañales, a
la mula y al buey junto al pesebre? ¿De qué forma leer y transmitir las
tradiciones? Muy sencillamente: con las mismas palabras e imágenes de
antes: la analogía y el símbolo será lo específico en el lenguaje religioso
de siempre.
Cierto que la exégesis de hoy intenta que el énfasis no se ponga
en lo anecdótico o meramente literario, pero reconoce a su vez que
por estos recursos, el mensaje es perfectamente viable y adecuado.
Por eso, es positivo que se hable del nacimiento en Belén, de la ado-
122
Vida, 2, n. 9.
123
“Antigüedades Judías”, V, X, 4,n. 348.
79
ración de los Magos, del “Gloria in excelsis”, de los pastores y de los
rebaños, porque gracias a estas narraciones comprendemos mejor la
proximidad de Jesús que, siendo el Mesías, convivió entre nosotros
los hombres, se hizo como los demás, uno de tantos.
80
FUNCION MESIÁNICA
124
Mc 1,14-15.
125
Mt 4,17.
81
Sin embargo, cabe siempre la pregunta: ¿hasta qué punto pudo
Jesús hacerse comprender? ¿Será adecuada y fiel la tradición que po-
seemos? O mejor: ¿cómo leer y llegar a una correcta interpretación de
los textos? He aquí una cuestión delicada; tan importante que, de no
afrontar bien este problema hermenéutico, cualquier otra consideración
quedaría lamentablemente frustrada.
82
mientos propios de nuestro entorno: cultura, ambiente, historia, situa-
ción geográfica, etc. Todo tiene su pequeño imperio a la hora de trans-
mitirnos algo; y de ahí también lo difícil que es puntualizar, hablar de
exactitud, de justeza, de verdad pura. El análisis nos hace ser humildes.
Reflexiones históricas
83
entendimiento. Para Santo Tomás es la palabra un signo sensible,
convencional y apto para representar la idea.
Ha de esperarse, al menos a mi modo de entender, hasta bien
entrado el siglo XVIII para que se afronte en profundidad el pro-
blema. Es Herder quien va a dar el nuevo giro en la interpretación;
y lo hace al decirnos que el lenguaje no es tan sólo el instrumento
para expresar las ideas, sino que él es esencial en el proceso de
nuestro conocimiento. Es la persona, condicionada por un sistema
de signos, quien muestra lo que de objetivo cree ver en las cosas.
Parecerá esto sencillo de momento; sin embargo, la trascendencia
que de aquí se deriva supera cualquier mirada superficial. El alcan-
ce llega y debe de estar presente a la hora de interpretar la lectura
evangélica; y muy fácil sería, que de prescindir de este análisis lin-
güístico, la hermenéutica bíblica fuera mal encauzada y dirigida.
En realidad, es a partir de ahora cuando el estudio del lenguaje
va a ser prioritario en la ciencia moderna. Se investigará el porqué y
el cómo del cambio semántico, se tendrá presente el contexto, se res-
petarán las influencias.
Con una orientación empirista, aparece, allá por los años veinte
del presente siglo, uno de los movimientos que más incidencia han
tenido en la investigación de los problemas lingüísticos; se trata de
los planteamientos llevados a cabo por el “positivismo lógico”, cuya
vida surge del ya famoso “Círculo de Viena”.
La intención era conseguir una pureza matemática en los analisis,
propósito que no tardó en verse defraudado por el abuso de la lógica
impuesta en sus mismos principios. Fue derivando así haciaotro «neo-
positivismo» más acorde quizá con las nuevas investigaciones científi-
cas, aunque, con el tiempo, los resultados se juzgaron también insufi-
cientes; no satisfacían las deseadas aspiraciones. Carnap, uno de los
pioneros y el más destacado analista, lo expresó claramente. El lenguaje
no es matemática. Hoy, estudios menos apasionados y más analíticos
han llegado a la conclusión de que las palabras son algo más que meras
«formas simbólicas», “átomos lógicos”, “fichas de un juego” o elemen-
tos de rígidas “estructuras”. Más que guiarse por la lógica que propu-
siera el llamado “segundo Wittgenstein”, los estudiosos se detienen en
descifrar ese fenómeno interno, histórico y social como es el lenguaje.
Por lo tanto, al no ser nosotros los inventores del sistema lingüístico que
poseemos, llegamos ya en alguna medida condicionados por ciertas
cargas espirituales de nuestros predecesores. Por eso, nuestra postura
es menos categórica; firme sí, pero no dogmática. Las dificultades nos
obligan a ser precavidos, menos vehementes y más humildes, si cabe.
84
Hacia una hermenéutica cristiana
85
moldes que nos definen y condicionan; este es nuestro límite huma-
no, la dinámica que recorre el lenguaje, la vida de la palabra.
A partir de aquí, el problema hermencutico abre su campo de es-
collos y de posibilidades. Interpretar no ha de ser trabajo fácil, sobre
todo habida cuenta del bagaje acumulado por cada persona en todos
los componentes históricos. Aunque sea mínima la aportación, nada
ni a nadie se debe despreciar. Toda la historia de los elementos que
poseemos participa de la paternidad de aquello que damos a cono-
cer; es la rúbrica de nuestro cuño, lo que nos marca y personaliza.
Así las cosas, no tiene por qué llamar nuestra atención, no debe
extrañarnos que se diga que jamás captaremos la totalidad de la rea-
lidad en sí misma. También sobre la palabra revelada. El hombre no
puede prescindir de su naturaleza, por más que sea Dios el que le
revele y le hable. Hay una tensión entre el autocomunicar divino y
nuestra interpretación de la palabra. Las respuestas que se han ido
dando a lo largo de la historia de la salvación quizá hayan sido res-
puestas válidas, pero no suficientes; y no lo han sido porque nunca
se logrará. Siendo la historia de la salvación una comunicación y un
responder a la propuesta divina, la adhesión ha de ser parcial nece-
sariamente; cabe siempre otra posible y distinta respuesta; no pode-
mos ser de otra forma. Responderemos en razón al espíritu que nos
anima y en virtud del caudal acumulado. Es ésta nuestra dinamica.
Ante un planteamiento tal, ¿cuál es lo cierto en nuestro conocer?
¿Caeremos en el escepticismo? No vemos por qué. Entre el puro sub-
jetivismo y el sistema dogmático de creer que nuestro entendimiento
refleja la realidad cual una cámara fotográfica, cabe otra posibilidad
apoyada por los más recientes análisis de la lengua. En efecto, escri-
bir, hablar, es comunicar algo, es revelar un significado. Pero en mo-
do alguno somos nosotros quienes creamos el objeto o su imagen; la
objetividad existe, por eso nos impacta, por eso nos impresiona, por-
que no es algo nuestro. Lo que sí realizamos es cierta labor de con-
fección. Al percibir algo, nos es forzoso teñirlo de cierta subjetividad.
¿Hasta qué grado este modo de ver subjetivo habita en nosotros? He
aquí el problema. Sabemos que teñimos los objetos, pero habrá que
hacer un esfuerzo para que esto sea lo mínimo, para no deslucir de-
masiado, porque sólo así, con este espíritu crítico, sabremos jugar, o,
al menos, conoceremos el valor de las cartas del juego.
En la interpretación de los textos revelados la actitud debe ser se-
mejante. La vivencia de las «primeras comunidades» se debe a una fe
provocada por otros, a un sentir en común, merced a la presencia ajena.
¿Presencia de quién? No puede haber duda: del impulso y presencia de
86
Jesús. Sin él, ni la comunidad, ni la organización, ni los textos hubieran
cobrado sentido. Sólo a través del impacto producido por su persona
fue posible un día la redacción de los mismos.
Aun partiendo de que se tratara de testimonios de una fe, ésta no
es pura elaboración mental o ficción indebida; es fe de algo, fe de la
vida, muerte y resurrección de Jesús. A partir de aquí habrá que te-
ner presentes los diversos cambios semánticos producidos a lo largo
de la historia, se hará imprescindible valorar el contexto, la persona-
lidad, la idiosincrasia, el clima espiritual y topográfico, si es preciso,
para acercarnos mejor a lo que fue la palabra revelada.
Así las cosas, el problema hermencutico, lejos de minimizar la
persona de Jesús, la resalta. ¿Por qué? Sencillamente, por la forma
peculiar de revelarse. Si en un momento histórico se hizo presente en
una comunidad de fe, esto mismo debe de acontecer entre los cre-
yentes de hoy. Cristo Jesús no puede estar condicionado a unas acti-
tudes y a unos módulos definidos y concretos. El cristiano puede vi-
vir su presencia de forma distinta a la de entonces; diferente, desde
el momento que cree verle dando sentido a la convivencia y actual
problemática. De este modo, su encarnación viene a prolongarse en
las actividades del mundo de hoy, como en el mañana se hará, aten-
diendo a la cultura y sentires del porvenir.
Admitido este análisis, se impone un esfuerzo por superar barreras
que nos acerquen a los sentimientos e inquietudes de los escritores ins-
pirados. Naturalmente que nunca podremos prescindir de las distintas
subjetivaciones o puntos de vista; pero no es menos cierto que confor-
me avanzamos en el conocimiento de las personas que redactaron los
hechos, más claros aparecen los distintos elementos que enlazan el con-
junto; luego la conclusión es evidente: se impone una actitud seria y
formal en el estudio de la palabra revelada; y si es verdad que topamos
con ineludibles limitaciones, éstas se multiplicarían de no afrontarlas
con serenidad y entereza. La búsqueda es ya indicación, es signo, al
menos, de que se ha emprendido la aventura de llegar lo más cerca, lo
más próximo, a la verdad de las cosas, a la verdad de ir tras los pasos
de Jesús de Nazaret.
Condicionamientos sociales
87
cepción en tiempos de Jesús. También entonces existía una atmósfera
ambiental que caracterizaba la actitud judía: el pueblo esperaba y
vivía en torno a una promesa; aguardaba apasionadamente su defi-
nitiva liberación.
Las tradiciones y los comentarios a la Ley hablaban ya del próximo
advenimiento. La soberanía de David sería restaurada y el pueblo go-
zaría de la libertad que tanto había soñado. El nuevo orden estaba al
caer y había que prepararse. Pero al no estar concretado ni el modo ni la
forma de instaurarlo, daba pie para que los distintos grupos lo vieran
bajo el prisma de propias y subjetivas apreciaciones.
También es cierto que los judíos, a partir del exilio babilónico -587
a. C.-, prácticamente vivieron sin libertad. El poder de los persas, ma-
cedonios, ptolomeos y seleúcidas dominó sobre este pueblo, que, sin
embargo, nunca perdió las esperanzas de liberación. Las luchas de los
macabeos contra los sirios son una muestra del amor por la libertad. Y
si en los años 67-70 d. C. los romanos, reprimiendo los levantamientos
de los zelotes, volvieron a someter al país, no por eso se dejó sentir el
grito milenario por alcanzar la restauración definitiva del Reino. Flavio
Josefo relata cómo los judíos vivieron intensamente esta promesa de li-
beración en la centuria anterior y posterior a Cristo. Sentirse libres era
para ellos condición indispensable para que solamente Yahvé fuera
servido127. Toda la literatura apocalíptica de este tiempo es una clara vi-
sión del ambiente mesiánico.
De acuerdo con su constitución, Israel conserva una fiso-
nomía peculiar si lo comparamos con los demás pueblos; diferente
desde el momento en que el sumo sacerdote representaba la autori-
dad y el gobierno, y nunca en Israel estuvo disociada la parte religio-
sa de la política; la separación era incomprensible. A esta suprema
autoridad en el gobierno acompañaba cierta representación, cuya
competencia era mirar por la pureza y organización interior. Deber-
ían las autoridades defender y asegurar también el culto, acoplar la
vida con la ley.
Conforme a la profecía de Ez 40-48, quedó igualmente establecido
el linaje privilegiado de los hijos de Sadoc como sumos sacerdotes, y no
era extraño que se exhortase a la comunidad para alabar aYahve por
haber preservado incólume esta descendencia como auténticos suceso-
res del linaje de Aarón. A vista de lo cual, bien puede decirse que la
política era buena o mala según se supeditase a las tradiciones y al mar-
127
Antigüedades Judías, 17, 11-2.
88
co de la ley. Lo religioso y lo político guardaban una firme y sólida uni-
dad.
128
Antigüedades Judías, XIII, 5,9.
89
nizadas. Haciendo cálculos aproximativos, se cree que por el año 136
a. C. comenzarían los primeros trabajos, correspondiendo el auge
mayor entre el 100 y el 131. Parece ser que este mismo año, a conse-
cuencia de un gran terremoto, quedaron destruidas la mayor parte
de las edificaciones, no comenzando a reconstruirse hasta el año 4 a.
C. aproximadamente. Cierto que el trabajo por dar vida a las distin-
tas instalaciones se hace patente, pero ya no en la proporción y gran-
deza de antes. Por más que se quiera reflejar el mismo espíritu, lo
cierto es que dista mucho del empuje y vitalidad de las décadas ante-
riores.
Dentro ya de nuestra era, concretamente el año 68, nuevamente
es destruido el complejo. El motivo es ahora diferente, pues se debió
a la dura resistencia que opusieron a los romanos en la guerra judai-
ca, aunque bien es verdad que se ignora si los defensores fueron los
propios esenios del grupo del Qumran o, más bien, partidarios de los
movimientos zelotas.
Tras esta destrucción, durante algún tiempo las construcciones sir-
vieron de destacamento romano, aunque más tarde volvieron a ser
ocupadas por miembros del pueblo judío. Las excavaciones reflejan casi
una perfecta distribución organizativa con sus salas de reunión, depen-
dencias de trabajo,
lugar de culto, lava-
torio, etc., suficientes
por sí mismas para
admirar el espíritu
que lo ideó. Fig. 5.
Sin embargo, la
sorpresa mayor fue
su documentación
escrita. Fig. 6. A
partir de los descu-
brimientos, los ma-
nuscritos significa-
Fig. 5. Ruinas de Qumran ron, no solamente
una prueba que co-
incidía con fuentes
que ya poseíamos, sino también la novedad de haber revelado una
vivencia profunda en la cercana o misma época en que predicó Jesús.
Pero, ¿cuál fue la idea capaz de mover a los esenios hacia este retiro?
Lo ignoramos, aunque sí sabemos la fuerza que tuvo para ellos el pa-
90
saje de Is 40,3, donde claramente propone el desierto como lugar
propicio para el encuentro con Dios.
Que la implantación de las insta-
laciones corresponde a los esenios,
está más que probado. Aparte de los
manuscritos, Plinio, por ejemplo, hace
clara mención de la «Comunidad»
asentada junto almar Muerto129, al
tiempo que Filón y el propio Flavio
Josefo parecen reflejar, al mencionar-
los como modelo de piedad religiosa.
Movidos estos hombres por el
deseo de conversión, y a instancias de
razones escatológicas, los esenios del
Qumrán comienzan por ser un grupo
aparte, una asociación que se separa
de otra anterior con quien antes hab-
ían compartido ideas y sentimientos;
se diría que proceden del movimiento
de los asideos, y que ahora comen-
zarán a denominarse los “convertidos
de Israel”, la “Comunidad de la alianza”
en la convicción de creerse el verda-
dero pueblo de Dios.
Manuscritos
129
Historia naturalis, V, 17,4.
91
das Escrituras. Fue la comunidad del Qumrán un verdadero modelo de
vida en común, y prototipo, según ellos, de la restauración definitiva
del Reino esperado.
Bardtke, uno de los estudiosos y mejor impuestos para hablar
del tema, define a los esenios del Qumrán de la forma siguiente:
92
Sin embargo, en medio de esta nulidad, es consciente de su
misión iluminadora, gracias a la fuerza del Espíritu Santo. Dios se ha
compadecido del culpable, del que estaba en pecado, y le ha conce-
dido luz y salvación.
A partir de aquí, el “Maestro de Justicia” es consciente de su
misión profética y salvadora. Y porque cree y se siente llamado a ser
portavoz de este anuncio, comunica y va a dar forma a uno de los
movimientos mejor organizados del tardío judaísmo. Será el verda-
dero animador de la “Comunidad”.
Esta elección profética, compartida por sus primeros
seguidores, moverá a creer que la auténtica y verdadera
interpretación de la ley es la dictada bajo la iluminación del “Maestro
de justicia”.
Naturalmente que un tal monopolio y control sobre las Sagra-
das Escrituras le trajo desafíos y juradas oposiciones. Ya antes de
establecerse en Qumrán, parece ser que fue perseguido a muerte por
un levantamiento dirigido por el propio sumo sacerdote de
Jerusalén. Y hasta había dentro del partido esenio quienes disentían
con alguna de sus enseñanzas. Todo lo cual hace exclamar al
Maestro:
93
significaría eso: el maestro justo, el maestro único a quien se debe obe-
decer.
Por otro lado, la rígida organización sacerdotal y jerárquica de la
“Comunidad” nos lleva a pensar que él pertenecía quizá al linaje sa-
doquita, justificándose, en cierto modo, la lucha entre la jerarquía de
Jerusalén y los sacerdotes del Qumrán.
Más difícil se presenta la etapa final del Maestro. En realidad,
nos encontramos aquí con una imprecisa literatura donde nos es im-
posible conjeturar el fin del “Maestro”. Es una incógnita saber si
terminó de forma violenta o más bien murió de muerte natural. Más
aún, a tenor de los manuscritos, cabe imaginar a dos personalidades
distintas: una, el «Maestro de justicia»; y otra, el “Maestro de la Co-
munidad”. ¿Será ello cierto? Reconocemos que, hoy por hoy, y según
los documentos a nuestro alcance, el problema permanece sin resol-
ver. No obstante, y por más que algunos puntos permanezcan vela-
dos, lo cierto es que el conjunto arqueológico es sorprendente. No
faltaron, en principio, quienes vieron en el mensaje de Jesús una re-
lación con estas corrientes esenias; sin embargo, aun reconociendo
vivencias y contactos ambientales, las diferencias son patentes. Es
opuesta, por ejemplo, la actitud de Jesús frente a la ley, especial-
mente al sábado. En el evangelio, más que la purificación superficial
o el dato externo, prevalece el espíritu; más que el rito misterioso y
culto, está la noble y abierta actitud del corazón. Otra es también la
postura frente a publicanos y pecadores. Tampoco es Jesús un asceta
que se retire del pueblo, y lejos de él cualquier resentimiento o ven-
ganza que sí se respira en el “Rollo, de la Guerra” en los miembros
de Qumrán. Por todo ello, no es correcto y lógico conectar la ense-
ñanza y la persona de Jesús de Nazaret con estos núcleos ascéticos. Sí
parece que las comunidades judeo-cristianas acogieron, después del
año 70, a los esenios supervivientes con su posible y, a la vez, lógica
influencia.
Los fariseos
94
Nos debemos remontar a los macabeos si en verdad
queremos investigar su origen. Vimos ya cómo Flavio Josefo hace
mención de ellos a partir de las distintas escisiones habidas desde
que Jonatán fue elevado al sumo sacerdocio. Parece ser que los
hombres de la comunidad de Qumrán, creyéndose los legítimos
sucesores del sacerdocio tradicional, rechazaran como apóstatas a
todos los que no les reconociesen como tales, máxime si ellos - en
este caso los fariseos -, eran los que indicaban la pauta a seguir en
materia religiosa como grupo mayor. La misma palabra “fariseo” es
un término despectivo; significaba “segregado”, por más que
derivase con el tiempo hacia algo honroso y de privilegio. Sin
embargo, de lo que no cabe la menor duda es de su gran influenci en
los distintos sectores sociales.
A diferencia de los esenios, los fariseos son
fundamentalmente laicos. Sin descartar que hubiese entre ellos algún
sacerdote, la fuerza principal venia dirigida por movimientos
seglares; movimientos cuya representación ostentaban los doctores
de la ley. No es que rompiera el fariseísmo con el ceremonial del
templo; lo que ahora sucede es que la lectura y la práctica de la ley
ha superado en grados al culto; de aquí que la gran mayoría de los
doctores de la ley asumieran el ideal farisaico. Para ellos, el impulso
y el celo mayor había que dirigirlo, no solamente a preservar la ley
en su más riguroso sentido literal, sino a interpretarla y hacerla
aplicar como norma en todos los incidentes de la vida. Hasta tal
punto descendieron que prácticamente apenas si había resquicio
alguno en la conducta humana que no estuviera sometido al control
de la norma. Simplemente, el hecho de conocerlas suponía ya un
esfuerzo ímprobo. Baste decir que se llegó a los 613 preceptos, de los
cuales 248 eran los mandamientos y 365 prohibiciones.
De la mañana a la noche, la imposición y la norma habían deli-
neado un camino prácticamente imposible de utilizar por su sobre-
carga. Pero la fe del fariseo estaba depositada allí, en su estricta
observancia. Esto nos hace pensar en su oposición hacia todos los
que ignoraban o limitasen su práctica. El fariseo nunca pactó con el
ignorante.
95
pesinos ignorantes, sector de donde primeramente partió el termino.
Con el “amhaares”, hasta ni relacionarse podían. Les estaba prohibi-
do hospedar, comprar los productos, asistir a reuniones con ellos. La
raíz de todos los males era la ignorancia.
En realidad, el empeño y el fondo teológico de la enseñanza fari-
sea giraba en torno a la ley. En virtud de este conocimiento y de su
estricta observancia, pretendían agrupar al pueblo y hacerle partí-
cipe de la esperanza escatológica. Que llegara pronto a realizarse y
poder adelantar la nueva restauración se debería al cumplimiento
legal de la norma y el precepto; legalismo que condujo a insustancia-
les sutilezas casuísticas. ¿Puede uno en sábado comer el huevo pues-
to ese mismo día? ¿Se permitiría calentar los alimentos? Todo un
formalismo capaz de monopolizar la conducta del hombre. No era
infrecuente la representación de Dios a manera de un comerciante
con el libro de contabilidad en la mano, en el que la obra buena se
registraba en el haber, mientras que la transgresión era consignada
en el debe.
Partían también de la superioridad de Israel sobre cualquier otro
pueblo. Mientras éstos provocaban en ocasiones el castigo de Dios,
Israel nunca es castigado, sólo reprendido. El hecho de verse domi-
nados era consecuencia de no haber sido fieles, de no haber cumpli-
do el pacto y la Ley del Señor. En el cumplimiento está todo: el
perdón, la amistad, el advenimiento mesiánico y la implantación del
nuevo Reino. Al que cumple, no puede Yahvé desatenderle.
Este modo de conectar lo exterior con lo interno, de dar valor al
número y hacer balance según el cuánto, les condujo a creerse los
únicos, los responsables, los verdaderos hombres según el modelo de
Dios. Semejantes a los miembros del Qumran y demás esenios, los
fariseos se creían también el “Resto Santo”, el Israel verdadero. De
aquí que, en cierta medida, fuesen posturas razonables las actitudes
suyas ante los demás; lógico debía parecerles el respeto y la atención
que su filiación comportaba; normal que sintieran y buscasen la ala-
banza, que escogiesen los primeros puestos, que ensancharan las fi-
lacterias y alargasen los flecos... Ello no era otra cosa que la conse-
cuencia de su exégesis y de su modo de interpretar la Escritura. Que
chocase este comportamiento con la doctrina del «sermón de la mon-
taña», era lógico. Nada más opuesto al legalismo que esta intención
clara y sin artificio en el obrar. Más que el cuánto, se mira aquí el
cómo; más que el número, el afecto y el corazón. Por eso, se explica
la pugna y hostilidad del fariseo a la evangelización de Jesús; por eso
también la fuerte oposición del Maestro al modo de obrar farisaico.
Eran dos polos, dos mundos distintos de comportamiento. Mientras
unos lo cifraban en el “Código”, Jesús llamaba al corazón. Mientras
96
para aquéllos la ley por la ley era sacrosanta, Jesús interroga al espí-
ritu. Algo aberrante debieron parecer a los fariseos las bienaventu-
ranzas, poco dignas para un privilegiado; y el amor a los enemigos,
quizá blasfemia. Sin embargo, el compromiso de Cristo no podía ser
excluyente; como mensaje universal, cualquier límite estaba en con-
tra y ponía coto a la exigencia del amor. “El sábado para el hombre, y
no éste para el sábado”131.
Los saduceos
97
Junto a las familias sacerdotales más distinguidas, pertenecían al
grupo saduceo un gran número de la aristocracia de Jerusalén y la
nobleza campesina, que, junto a cierta representación farisea, y bajo
la presidencia del gran sacerdote en funciones, formaban el senado
de Jerusalén, esto es, el Gran Consejo o Sanedrín, suprema autoridad
religiosa y jurídica.
Fue este origen aristocrático lo que explica el contraste de su im-
portancia y, a su vez, su debilidad frente a los otros movimientos
mas espiritualistas e inquietos. Su relativo bienestar les había condu-
cido a tornar unas actitudes más hedonistas, limitándose a seguir de-
fendiendo lo que de tradición y herencia conservaban. Para ellos,
fuera de la elección de Israel como pueblo escogido y su liberación
prometida, no había otra esperanza. Tampoco creían en la resurrec-
ción, y, por lo tanto, el hombre es libre y dueño de todo lo que hace.
Al pueblo elegido, a Israel, se le entregó una tierra y se le prometió
una salvación en esta tierra. Fuera del propio aporte para conservar
la permanencia del Estado del Templo, la persona es apta y sufi-
ciente para organizarse y vivir. Por eso, lo que mantuvo a los sadu-
ceos no fue más que el rango social y cierta legislación conservadora;
y, de no haber sido así, el grupo como tal pronto hubiera desapare-
cido, porque los saduceos, más que un sector de vivencias religiosas,
debían su reconocimiento exclusivamente a la tradición que les am-
paraba.
Los zelotes
98
impostores y causantes de los peores males para el pueblo. Sin em-
bargo, conocemos, y es explicable, la admiración que sentían los
judíos por su causa. El zelote que moría era un héroe nacional. Na-
die como ellos se habían hecho solidarios en la defensa de las liber-
tades del pueblo elegido. Por eso, el credo suyo era claro y definiti-
vo: Israel era incompatible con otra dominación; para liberarle era
preciso todo: dinero, hacienda, sentimientos, la propia vida. De
aquí que, aun siendo arriesgado formar parte de tal organización,
los altos ideales que les animaban atrajeron a gran número de jud-
íos dispuestos a hacer frente a las autoridades romanas.
Unida a la conversión estaba la negativa a acatar otras normas
que no dimanaran de la ley. Si durante siglos habían vivido bajo la
dominación extranjera, llegaba el momento de romper definitiva-
mente con los dominadores. Por lo tanto, el primer paso a dar era ne-
garse a pagar los impuestos, perseguir a los recaudadores y hacer lo
posible por suprimir cualquier signo autoritario de Roma.
De llevarse a efecto eran conscientes de que Yahvé secundaría este
intento de liberación y de aspiración religiosa. Si los fariseos creían en
una intervención milagrosa por parte de Dios por su minucioso lega-
lismo, ellos la adelantarían en virtud del entusiasmo por eliminar todo
aquello que impidiera el solo reconocimiento del Dios de Israel. No
podía haber bisección entre lo religioso y lo político.
Precisamente, este contenido teológico y el ataque al régimen vi-
gente fue el motivo de la respuesta de Roma con la sangrienta guerra
judaica. Tras la derrota a manos del Imperio, el superviviente zelotismo
cambia sus postulados por formulaciones de libertad ante la ley. Ahora,
libre es aquel que acoge y antepone el estudio de la Tora a cualquier
otra cosa. Ante la experiencia del fracaso, el decepcionado zelote retor-
na a los principios, vuelve los ojos a la libertad que le ofrece la ley.
Por otra parte, además de estos movimientos y actitudes ideolo-
gicas, conocemos también las rivalidades entre Judea y Samaría, entre
Judea y Galilea, y de ésta con los samaritanos. A veces, más que un bien
común y nacional, frecuentemente privaban las estrecheces regionalis-
tas; más el particularismo ideológico o de partido que la unidad a la
Alianza. Todo lo cual nos inclina a creer que el ambiente social en que
Jesús vive no fue, ni mucho menos, el cuadro ideal donde podría plas-
marse la novedad que suponía la predicación de las bienaventuranzas.
La clara hostilidad de unos para con otros, el enfrentamiento y las riva-
lidades, en muy poco podía propiciar el clima adecuado para la escu-
cha y la aceptación. Sin embargo, lo que Jesús revelaba sí era lo único
que podía hacer posible la convivencia y la amistad: ofrecía el Reino en
99
medio de una ley común e indistinta para todos, con el precepto uni-
versal del amor.
Mensaje evangélico
100
de su Ungido; más allá deben prepararse los hijos de Israel para la
guerra santa, pero contando con las milicias celestiales. La nostalgia,
no obstante, del Reino mesiánico de Israel sigue subsistiendo por do-
quier en el pueblo, toma cuerpo en tiempo de angustia y de lucha y
aboca en la cálida exclamación: ¡Pronto! ¡También en nuestros días
tiene que aparecer!”132.
Lucas cree otro tanto al poner en boca del Maestro una res-
puesta dirigida a un público que pretendía retenerle: “Es preciso que
anuncie también el Reino de Dios en otras ciudades, porque para esto he sido
enviado”135 (Lc 4,43).
Existe un verdadero empeño en mostrar la misión de Jesús como la
realización de las promesas hechas al pueblo. Se ve esto claramente en
el modo de atribuirle las palabras de Is 61,1-2: “El Espíritu del `Señor está
sobre mí, porque me ungió para evangelizar a los pobres, me envió a predicar a
los cautivos la liberación, y la vista a los ciegos..., para anunciar un año de gra-
cia del Señor”136.
Jesús era consciente de su mesianismo, y por eso revela la voca-
ción como cumplimiento del anuncio del Bautista. Juan había pre-
parado el camino, a él le toca culminarlo. Estando ya Juan en la
132
Schnackenburg, R.: Reino y reinado de Dios. Madrid, 1967, Págs. 49-50.
133
Mt 3,2.
134
Mt 4,17
135
Mc 1, 14-15
136
Lc 4,43.
101
cárcel, llegan a sus oídos los comentarios acerca de las obras de
Jesús, y manda a sus discípulos con el encargo definitivo: “¿Eres tú el
que ha de venir o hemos de esperar a otro”137 A lo que Jesús responde
con la prueba de los hechos: “Id y referid a Juan lo que vosotros habéis
visto y oído: Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios...,
y se les anuncia a los pobres la Buena Nueva”. Quiso darles a entender
que la persona que es capaz de introducir realidades como las anun-
ciadas da motivos suficientes para creer en su palabra. El Reino de
Dios está cerca, el Reino de Dios está ya dentro de vosotros, el Reino
ha comenzado.
Promesa y contenido
137
Lc 4,18.
138
Mt 11,3
139
Mt 11,4-6
102
dor de su corte, donde ni las puertas poseen llave, ni los tesoros se es-
conden: el “Reino” es un reinado pleno de amistad y concordia. Por
eso se le espera impaciente, con ansia. La instauración se había con-
vertido en unánime grito nacional. Por encima de las diferencias en
la interpretación, privaba la misma causa común: la pronta soberanía
de Israel. Y si es verdad que el término “Reino de Dios” no estuvo tan
delineado en alguno de los grupos, como por ejemplo en los miem-
bros del Qumrán, no impide reconocer que toda la fuerza de la
agrupación estaba vinculada a la idea del reinado de Dios según las
promesas hechas al pueblo. Ahora bien, todo esto, que, en gran me-
dida, había sido una idealización nacional, cobra su interés al pre-
guntarnos por el mensaje de Jesús. ¿Qué parte, si es que la hubo, per-
teneció a este marco ideal? ¿Cuál la auténtica manifestación mesiáni-
ca? O más claramente: ¿qué fue, en definitiva, lo que Jesús predicó?
Una pauta para la solución del problema podemos encontrarla en
las aclaraciones que siguen al sermón de la montaña: “No creáis que yo
he venido a suprimir la Ley o los Profetas. No he venido a suprimirla, sino a
darle su forma definitiva”140. A partir de aquí es donde podemos ver la
novedad, la perfección o la ruptura con el pasado.
Jesús es consciente de este cambio. La ley y los profetas llegan
hasta Juan; después, el profetismo dejará paso a otra etapa, a la etapa
nueva, a la realización del sueño de Israel. Juan Bautista es el último
en su misión anunciadora; por eso aporta todavía una concepción
apocalíptica de lo antiguo, aunque lo vincule a la aparición del Mes-
ías. El “Reino de Dios”, para Juan, tiene un sentido escatológico; espe-
raba un juicio purificador según la justicia divina: “Mirad que el hacha
está ya a la raíz, y todo el árbol que no dé buen fruto será cortado y arroja-
do al fuego”141. Aún más, consecuente con su ascesis, se figura que el
Mesías seguirá esa línea de purificación e intransigencia: “Tiene en
sus manos el bieldo, y limpiará su trigo para guardarlo en el granero,
quemando la paja en un fuego inextinguible”142. Sin embargo, no es ésta
la dirección de Jesús de Nazaret. Su predicación va a empezar con un
acercamiento y una llamada: va a ir a los pecadores para perdonar; a
los enfermos, para saber de sus dolencias y curar; a los más pobres,
para elevar su condición de marginados.
Cierto que todo ello provocará tensión, la tensión de la clase diri-
gente que oiría extrañada, acaso con escándalo, la palabra com-
prometida de Jesús. Nivelar las clases y ponerse de parte del indigente
140
Mt 5, 17.
141
Mt 3,10.
142
Mt 3,12.
103
era por entonces mal visto. Había que poner alma y corazón si se
quería remediar lo que de por sí estaba esperando comprensión y es-
cucha, y, sobre todo, cambio. En este sentido, sí es diferente el mensaje
de Jesús al predicado por Juan. Más que el ascetismo y la actitud in-
flexible, ha de hacerse presente la abertura de corazón. Más que la
apelación a juicios discriminatorios, urge el cómo se hacen las cosas. Y
por ser éste, y no otro, el compromiso, Jesús se siente obligado, por
vocación, a hacerse oír, a revelarlo. Hasta Juan, la Ley y la Tradición
pertenecen al pasado; con él va a llegar la cosecha del vino nuevo que
no puede encerrarse en odres viejos143.
Sintiendo el respeto y la piedad que la Tradición merecía, él se
siente obligado a dar su auténtico cumplimiento. Sería un error pres-
cindir de esta base. La predicación evangélica empalma con lo anti-
guo en la medida que hace brotar de lo viejo la nueva dimensión a
que estaban orientados la Ley y los Profetas.
Ha de quedar claro que Jesús no se predica a sí mismo, ni habla de
una determinada Iglesia, ni organiza jerarquías; aun más, puede de-
cirse que nunca tomó como principio ni revelarse como Mesías ni ser
proclamado Hijo de Dios u otros títulos que más tarde le atribuiría la
“primitiva comunidad”; lo que, clara y radicalmente predica Jesús es
el “Reino de Dios”. Para esto ha sido enviado -dice a los apóstoles -.
Partiendo de aquí, sí poseeremos el punto adecuado para orien-
tar nuestra lectura evangélica; nos fiaremos del valor y la fuerza de
su palabra. Pero, ¿qué pretende Jesús con esta manifestación? ¿Qué
alcance hay que dar a lo revelado?
Vimos ya cómo la esperanza en la promesa del “Reino” era una-
nime; cómo soñaban, a su manera, verse libres de todo aquello que
impidiera la convivencia y la armonía. En realidad, su aspiración es-
taba puesta en un cielo nuevo y una tierra nueva, esto es, en un
mundo donde estuviera superado el mal físico y el mal moral, sin
destrucción, sin daño, sin muerte, sin dolor. La idea del “Reino de
Dios” equivaldría a la manifestación del poder soberano sobre este
mundo difícil y lleno de contrariedades. Pues bien, este sueño, que
es aspiración profunda de todo hombre, se va a convertir en el centro
y raíz del mensaje de Jesús. Pero él no sólo promete esa esperanza,
sino que, con su manifestación, ésta ya ha comenzado a realizarse,
ha comenzado a obrar en este mundo que conocemos y que es el
nuestro. Al fin y al cabo, no es otra la significación que da Jesús al
pasaje de Isaías leído en la sinagoga de Galilea144. Es consciente de su
143
Mt 9,17.
144
Lc 4,18.
104
consagración por parte del Espíritu, y a esta causa se entrega hacien-
do sensible en sus obras la fuerza divina: “Los ciegos ven, los cojos an-
dan, los leprosos quedan limpios..., y se les anuncia a los pobres la Buena
Nueva”145. Le obliga esta misión a proclamar, sin trabas y complejos,
el alto ideal a que está llamado el hombre. “La verdad os hará libres”146.
Su anuncio no va a ser tanto un cumplimiento de las leyes es-
critas, tal y como en la Torah se consignaban, cuanto la fidelidad y
el ser dócil a los impulsos del Espíritu. La nueva justicia ha de colo-
carse por encima de la impuesta por escribas y fariseos: “Si vuestra
vida no fuese más perfecta que la de los maestros de la Ley y de los fariseos,
no entraréis en el Reino de los cielos”147.
Esta exigencia o ideal de perfección que Jesús nos propone afec-
ta, no a un mundo utópico o de ideas, sino a la conducta actual del
hombre con toda la carga de ilusiones y fracasos; no quiso que sus
apóstoles dejasen de experimentar lo que de siniestro o de sublime
había tras sus recomendaciones: “El que quiera ser más importante en-
tre vosotros, que se haga el servidor de todos; y el que quiera ser el pri-
mero, que sirva a los demás”148
Es claro que Jesús, al hablar del “Reino de Dios”, no pretende tras-
ladarnos a otro mundo, sino la transformación de éste, en el cual con-
vivimos, en otro de signo superior y deificante. Exigirá ir liquidando
el pecado con toda la secuela que éste lleva tras de sí, como el dolor, la
guerra, el hambre o la-muerte. Todo esto es transformación universal.
Porque el “Reino” no es algo que pertenezca al mundo puramente
utópico o de los sueños. En su dimensión salvífico-mesiánica, ya ha
comenzado, el «Reino» está ya en marcha. “La Ley y los profetas llegan
hasta Juan; después se proclama el Reino de Dios, y a todos les cuesta con-
quistarlo”149. Jesús fue el único con virtud suficiente para vencer todo
espíritu del mal. “Si por el dedo de Dios expulso los demonios, es que ha lle-
gado a vosotros el Reino de Dios”. No otra fue la razón para confundir la
curiosidad de los fariseos que pretendían una clarividencia del miste-
rio. “La llegada del Reino de Dios no es cosa que se puede verificar. No es
cuestión de decir: "Está aquí o está allr', porque el Reino de Dios ya está entre
vosotros”150.
145
Mt 11, 4-6.
146
Juan 8,32.
147
Mt 5,20.
148
Mc 10,43-44.
149
Lc 16,16.
150
Lc 11,20.
105
Misterio salvífico
151
Lc 17, 20-21.
106
Cierto que también el “Reino de Dios” se presenta débil y sin
apenas apariencia: es semejante al grano de mostaza, la semilla más
pequeña según la conciencia del pueblo, pero que, al desarrollarse,
se convierte en la más grande de todas las hortalizas. El “Reino” es
semejante a la levadura que altera la masa; por sí, y en medio de su
aparente inconsistencia, guarda, sin embargo, la increíble virtud de
todo el fermento.
Con el “Nuevo Anuncio” de Cristo va a suceder, o mejor, se rea-
liza ya, lo que acontece con la mostaza o el grano de trigo enterrado
en el surco: secreta y misteriosamente el germen está ya siendo el
fermento en la masa de los que han secundado la palabra evangélica.
Un día llegará la eclosión a que se tiende, definitiva; pero mientras
tanto ha de esperarse, se ha de aguardar como se hace con las cose-
chas, con la fermentación del mosto, como se sueña en un final de ca-
rrera.
No es una transformación súbita como si se tratara de dos ele-
mentos transmutados en un tercero; se trata, más bien, de un enri-
quecimiento de lo antiguo, como la remodelación del casco viejo y
querido de una histórica villa para que abra camino a lo que puede
ser su salvación y su gloria. No será súbito el cambio, no; la trans-
mutación se irá haciendo en la medida en que el hombre y la socie-
dad lo acojan libremente y sin prejuicios, de forma espontánea.
El “Reino” es algo que ya está y que camina sin detenerse, es un
germen sobrenatural que Jesús ha revelado y ofrecido: un don. Hace
falta, sí, el incremento, que crezca, que el trigo vaya superando a la
cizaña. Meinertz recopila su pensamiento del modo siguiente:
107
salvíficos", o bien de rechazarlos... Cuando Dios determine el día de la
recolección, el Reino llegará a su consumación”152.
152
Mc 4, 33.
153
Meinertz, M.: Teología del Nuevo Testamento. Madrid, 1963, págs. 34-35.
108
su tierra, recobrar la propiedad familiar y emprender la nueva vida
en la esperanza del Señor. El año cincuenta será jubileo para to-
dos”154.
Sabemos que este ideal nunca se cumplió; más aún, previendo la
imposibilidad de que algún día se llevara a la práctica, fue derivando
hacia promesas del futuro mesianismo: sucedería esto con la llegada
del “Reino”. La experiencia constataba un mundo de intereses que
tan sólo una fuerza superior a la humana podría superar. De aquí la
referencia de Lucas: “Con él ha llegado el año de gracia del Señor.»
Lucas sabe que Jesús ha venido a hacer posible la esperanza de
un pueblo que tenía la amarga experiencia del fracaso. Todas las bie-
naventuranzas se orientan a esta presencia salvífica por parte de
Dios; se actualiza el “Reino” ante la necesidad que el hombre tiene
de él. Dios quiere estar presente en cada uno para dar sentido a
nuestras aspiraciones e insuficiencias personales.
También en la literatura judía y griega nos encontramos con fre-
cuencia con bienaventuranzas; sin embargo, su significación difiere
de las evangélicas. Casi siempre se proponen en forma de máximas
de sabiduría, proclamando bienaventurados, - no tanto a los que
emplearon sus fuerzas en superarse -, cuanto a los favorecidos por la
suerte o la fortuna. Privilegiado era quien encontrara esposa dili-
gente, poseyera abundante patrimonio, o el destino, en el final de los
días, no le hubiera hecho experimentar el amargor de la despedida.
Este era el bienaventurado.
En el sermón de la montaña la referencia es otra. “Bienaventu-
rados sois vosotros, los pobres, porque el Reino de Dios os pertene-
ce”155. Los pobres..., esto es, los que no tienen ya que esperar nada
del mundo, los mendigos de Dios, aquellos que parecen no tener
sitio en las estructuras sociales, los mordidos por la enfermedad o
la vida, los faltos de defensa o de consuelo, los que, sintiendo el
hambre de justicia, se ven impulsados a vivir la esperanza de una
paz que nunca vieron, pero que, sin embargo, intuyen y buscan.
“Bienaventurados, vosotros.”
En realidad, lo que aquí se pretende no es exaltar las situacio-
nes difíciles y extremas de la existencia del hombre, como la en-
fermedad, la pobreza o el bajo nivel en la escala social, no; el
“Bienaventurados, vosotros” es una exclamación acentuada de de-
fensa en pro de los marginados por razones puramente humanas.
Será el mismo Dios quien penetrará en estas oscuras e incom-
154
Ex 21, 1-3.
155
Dt 15, 12-15.
109
prendidas situaciones del oprimido, no ya con la promesa de un
más allá o de un cielo futuro, sino haciéndose presente en aquellos
que más le necesitan. El «Reino de Dios» es acontecimiento, algo
real, don divino por más que escape a toda manipulación intelec-
tual. El “Reino” no va a venir precisamente para librar al pueblo
judío de la opresión de Roma, ni para paliar tampoco las dificul-
tades en el aspecto económico, sino para ir transformando la rea-
lidad toda hacia metas todavía no conseguidas; es algo presente y,
al mismo tiempo, una aspiración de futuro donde todo luto y toda
muerte sean superadas.
No debemos caer en el error de reducir el «Reino» a una sola
parte de la realidad, como reflejaban las especulaciones fantásticas
de los apocalípticos, las creencias comunes del pueblo o la espe-
ranza de los mismos discípulos de Jesús. “Nosotros esperábamos
que él sería el que iba a librar a Israel”156 “Señor, ¿es ahora cuando vas
a restablecer el reino de Israel? 157. Era casi obsesión de todo judío es-
ta única perspectiva regionalista y de fronteras adentro. Sin em-
bargo, no iba por ahí la dirección trazada por el Maestro; lejos de
esta especulación sentimental y de vuelo corto, el “Reino de Dios”
tiene un sentido más profundo, alcanza cimas superiores.
Nunca puede reducirse el “Reino” a sólo un aspecto de la reali-
dad, esto hubiera desfigurado el mensaje. Se constituye como supe-
ración, o mejor, como transformación de toda la realidad humana,
social y hasta cósmica. Pero, ¿cómo y dónde comienza? No hay lugar
a dudas: el inicio no es otro que la conversión al mensaje evangélico.
Inmersa así la persona en esta atmósfera diferente, irá amando, con
la ayuda divina, a los que son reflejo y hechura de Dios, que son los
hombres todos, amigos y enemigos, de un color u otro, con idéntica
o distinta nacionalidad, indistintamente a todos.
Por más que el “Reino de Dios” aparezca débil, se irá haciendo la transformación que
se anuncia. Como el fermento en la masa, la presencia de Dios en el hombre irá también al-
terando las raíces más hondas de antes por el sólido fundamento de ahora. Un día se llegará
a la consumación, se habrá conseguido la meta. Juan así parece presentirlo en el Apocalip-
sis: “El día en que no habrá noche, ni claridad delámpara o brillo de sol, porque el Señor
Dios derramará su luz sobre ellos, y reinarán por los siglos de los siglos”158
156
Lc 24, 8-18.
157
Mt Hch 1,6.
158
Apc 22,51.
110
LLAMADA A LA SALVACION
Convertirse
111
delante. “Si no cambiáis y no os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de
los cielos”160
Aceptar la conversión es decir sí y mirar adelante, con esperan-
za, con fidelidad, seriamente. Compromiso serio que no es resigna-
ción ni norma inflexible. Tal seriedad no es comprendida sino en
medio de una gran alegría; es el tiempo de gracia, de la donación por
parte de Dios. “Cuando ayunéis, n o pongáis cara triste... Perfúmate el ca-
bello y no dejes de lavarte la cara”161. Pero Juan sabe perfectamente que
todo lo que él puede hacer es nada comparado con lo que se avecina.
Es el heraldo que anuncia, que invita, que bautiza, aunque su bau-
tismo sea solamente un signo que indica la llegada de la presencia de
Dios. Sin ser todavía un hecho consumado, presiente la inaugura-
ción. Su anuncio es señal, voz de alerta, conversión.
Juan es la figura instalada en la línea divisoria entre lo que ha si-
do tiempo esperanzado y comienzo de la promesa hecha realidad;
justamente se encuentra en medio de los dos Testamentos. Lucas
afirma: “La Ley y los profetas llegan hasta Juan”162.
Presente la palabra revelada, la pedagogía usada por Dios con el
hombre es comprensible y, a su vez, diríamos que suficientemente
clara. Primero la toma de conciencia, después el retorno, la vuelta, la
“conversión”; invitaciones que van a disponer a la persona para aco-
ger libremente el compromiso de su manifestación. Naturalmente,
las respuestas no van a ser uniformes. La gracia va a venir en favor
de la persona, pero sin limitarla, sin coacción, siempre dejando res-
ponder. En unos la semilla no pudo germinar, en otros fue hollada o
absorbida, sólo en la tierra de corazones dispuestos dio el fruto ape-
tecido. Pero la invitación no discrimina, no aparta, se dirige a todos:
inferiores y superiores, pobres y ricos, sanos o mordidos por la vida.
Sí parece que la conversión ha de costar más a quien mas apegado se
encuentre a la tierra. Por eso, los que menos poseen, los marginados,
los que ya poco pueden esperar de este mundo, están en mejor situa-
ción para agarrarse a quien les puede levantar y elevarles. “Un hom-
bre rico dio un gran banquete e invitó a muchos...; pero empezaron a discul-
parse: compré un campo, dijo uno... Compré cinco yuntas, respondió
otro”163. Todos se fueron excusando. Sí agradecieron la invitación los
160
Mt 18,3; Lc 3,10-14.
161
Mt, 616-17
162
Lc 6,16
163
Lc, 14, 16-20.
112
que nada esperaban, los excluidos, los que nada poseían, los escla-
vos. “Trae para acá a los pobres, a los inválidos, a los ciegos y a los cojos”164.
Los primeros no aceptan, buscan disculpas, pasan. Les cuesta de-
jar sus cosas y no se convierten. El primer paso es una decisión com-
prometida y de renuncia, pero la donación que se hace no es baldía,
se orienta a algo más positivo, con vistas a la vida misma. “Si tu mano
o tu pie te arrastra al pecado, córtatelo y tíralo lejos”165, esto es, la persona
es algo más, supera a todos los particulares intereses. El sacrificio, la
conversión o la renuncia tienen como horizonte la auténtica vida. La
conversión lleva implícita la verdadera alegría. La promesa está al
alcance de la mano, llega el tiempo de gracia.
Querer hacer presente hoy la personalidad del Bautista tampoco
significa estar al margen. Diríamos que su voz, como ave migratoria
que presiente otros lugares, nos urge a estar dispuestos para el viaje:
Preparaos -nos dice-, se acerca el que es más que yo, el que puede
dar más de lo que yo tengo. El os bautizará en espíritu y fuego.
164
Lc, 14,21.
165
Mt, 18,8.
113
Actitud oronte
Por más que exista un hondo afán común por superarnos, cabe
aún la vieja afirmación de siempre: este mundo no es perfecto. Vivi-
mos todavía los hombres en el marco estrecho de unos límites que
nos seccionan y dividen. Quisiéramos más, y debemos conformarnos
con menos. Ilusionados, pronto volvemos a la decepción, las caídas o
el fracaso. Somos así.
Un retorno a las páginas dcl evangelio nos vuelven a convencer de
que este mundo no es, ni mucho menos, el Reino de Dios que se pre-
tende. No lo es ciertamente, pero, ¿de qué forma llegar a él? No de otro
modo, sino sabiendo compartir, o mejor, colaborando. La instancia que
Dios nos hace es un don y una tarea al mismo tiempo. Siendo algo gra-
tuito, el Reino tiene, a su vez, un mucho de conquista; es necesario el
encuentro, el diálogo, la celebración mutua. Es preciso reconocerse in-
digente, mirar al fondo, orar. Sí, orar con insistencia como Jesús pedía a
sus discípulos y él mismo daba ejemplo. No en un lugar, sino mirando
a su persona es como podemos caer en la cuenta de lo importante y
esencial que es para el hombre este diálogo personal con el Padre. Él lo
hacía y por eso siempre será modelo para nosotros. Jesús oraba.
Con la naturalidad propia del que ha logrado hacer costumbre,
los evangelistas presentan la oración de Jesús como algo espontáneo,
sin artificio, familiar. Respetando la tradición, recita o canta la litur-
gia que el pueblo practica. “Después de cantar los salmos, partieron para
el monte de los Olivos”166. Como cualquier creyente, encuentra y habla
al Padre en medio de una comunidad que quiere y siente la vida de
esperanza. Como uno más, Jésus nos da a entender que, cuando un
pueblo reza, su oración es escuchada; su participación es, al menos,
ocasión para afirmarlo nosotros. Jesús participó, oró en hermandad y
comunión con las realidades humanas.
Sin embargo, sin oponerse al legado de plegarias oficiales, Jesús
ora principalmente con sus propias palabras. Aquí su oración es di-
recta, sencilla, respira una total confianza. Al hablar del Padre nos lo
presenta, no como el cabeza de familia a quien se le debe obediencia
y respeto, el Padre que Jesús ofrece y a quien Él se dirige es aquél
que salió al encuentro del hijo que retorna, que le abraza, que per-
dona y no tiene en cuenta el desvío de su anterior conducta.
Puede ser que nuestra mentalidad occidental no llegue suficien-
temente a comprender lo que significaba la bondad del Padre como sus
166
Mt 26,30
114
contemporáneos, y menos, claro está, para aquellos a quienes la vida de
familia ha procurado recuerdos amargos. Se precisa entonces un acto
de superación para que, sirviéndonos de las experiencias positivas, al-
cancemos a vislumbrar el más puro amor que Jesús nos ofrece.
Dos suelen ser las cualidades que provocan mayor confianza en
el hombre: bondad y gratitud. Sin la primera la vida es orden, nor-
ma, jerarquía rígida y apariencia de formas. Si falta la segunda, con
frecuencia la frialdad impide la acción, nos hiere el egoísmo, y por
más que la persona esté presente, notamos inconfundiblemente su
ausencia. En la oración, por el contrario, el encuentro e intercambio
es otro; la reclusión interior que se exige es clima propicio para el
diálogo sincero y abierto. Nuestro espíritu así se abre y confía. Aún
más, suele reportar la oración la auténtica fe y amistad que se desea.
Por ser Jesús el modelo, nadie como Él nos ayudará a comprender
mejor esta exigencia; su encarnación, al menos, así nos lo revela e in-
dica. Veamos.
Cristo Jesús no sólo es hombre, no sólo es Dios; lo uno y lo otro, lo
divino y lo humano le es connatural. Lo histórico y eterno hacen causa
común y forman la dimensión humana y divina que es su persona.
Aquello que para la filosofía griega era inimaginable, un Dios que se
hiciese hombre, cobra en Jesús su sentido. Transcendencia e inmanencia
coexistirán. Lo increíble, lo que no puede pasar por mente alguna, se
hace presencia real a partir de la encarnación. Pero es entonces, a la luz
de este misterio, cuando el hombre descubre también su máxima posi-
bilidad. En efecto, el conocer que un día lo divino entró en lo humano y
el hombre asumió lo divino, supuso la revelación más sorprendente
que persona alguna pudiera imaginar. Desde entonces el cristiano debe
de saber que imitar a Cristo es, en cierta medida, prolongar el proceso
de la encarnación de Dios; y del mismo modo que Él asumió nuestra
condición para liberarlo todo, la fe, nuestra fe, debe intentar encarnarlo
en vistas a una transfiguración total.
No es el mundo un conjunto de elementos que vagan sin sentido a
merced del azar o del acaso. A partir de la encarnación de Jesús, se
ofrece una forma nueva de entender la realidad. En cierto modo, todas
las partes se insertan en ese conjunto que un día constituirán el Reino de
Dios. La fe cristiana así, no mirará sólo a las realidades del espíritu, va-
lorizará también lo palpable, lo material y externo como elemento inte-
grador de lo que todos formamos parte. La corporeidad, a semejanza
de la de Cristo, está llamada también a su más absoluta realización.
Cualquier realidad humana afecta positiva o negativamente al conjun-
to; es la razón, en definitiva, para que surja en nosotros la imagen, el
115
parecido, el ser conformes a Jesús; semejantes, sobre todo, en esa rela-
ción amistosa con el Padre, fundamento y eje de su oración.
Debemos reconocer que nosotros, los hombres, aspiramos siem-
pre a más; los seres y las cosas no logran apagar esa sed que difícil-
mente dice basta; ansiamos, de una u otra forma, la plenitud perso-
nal que no tenemos. Todo lo que nos pertenece, cuerpo y espíritu,
materia y alma, participan de esa tensión ascendente, por más que la
experiencia nos constate que todavía no se ha tocado fondo o no
veamos con claridad el final.
Sería nuestra vida un absurdo si este intento de lograr lo que nos
falta no tuviese su fundamento y su razón. Pero sabemos que éstos
existen. Después de haber dado Jesús plena posibilidad a su persona,
nos ha indicado, además del camino a seguir, la meta. A partir de su
encarnación, cualquier realidad, máxime las inquietudes humanas,
por ser ley perenne inscrita en la sangre, tienen su finalidad y perfec-
ción. Dios quiere que todo este aspirar y no poder, descanse junto al
que es la fuente, y lograr, de este modo, apagar la sed de ese querer y
ambicionar que nos turba y desasosiega. “Si comprendieras el don de
Dios...» -dice a la samaritana-. Y continúa: “El que bebe de este agua
vuelve a tener sed; pero el que bebe del agua que yo le daré, nunca más
tendrá sed”167. Indicaciones evangélicas que nos descubren la impor-
tancia de saber cuál es lo principal, dónde sentirnos seguros y cuál es
propiamente el valor de la oración.
El hecho de la presencia del Padre, tan frecuente en labios de Jesús,
no hace sino revelarnos la amistad y la frecuencia de trato con quien
nos ama y desea comunicarse. La oración en Él no excluía tampoco
tiempos y lugares. “Ha llegado la hora, ya estamos en ella, en que los verda-
deros adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad, pues ésos son los que
ciertamente le buscan”168.
Tiempos de oración
Por encima de todo, Jesús es fiel a una llamada: cumple con doci-
lidad la misión que trae del Padre. Su retiro en el desierto antes de su
vida apostólica nos clarifica ya el porqué de este impulso a la sole-
dad por el Espíritu. Quiere expresar que su obra, su vocación de en-
viado, requiere preparación, seriedad y diálogo en confianza para
llevar a término el compromiso. Retiro y soledad serán en su vida
167
Jn 4, 10,13.
168
Jn 4,23.
116
antecedentes imprescindibles en las decisiones más significativas.
Todo lo importante en su vida viene precedido y señalado por la
oración. Jesús oró al bautizar. “Y mientras estaba orando se abrieron los
cielos”169. Oró y se retiró al comienzo de su apostolado. “Jesús, lleno
del Espíritu Santo, volvió de las orillas del Jordán y se dejó guiar por el
Espíritu a través del desierto”170. Oró la noche antes de la elección de
sus discípulos. “Subió a un monte para orar. Y al día siguiente les
llamó”171.
Gran número de sus milagros, según la palabra evangélica, fue-
ron precedidos también por la oración: mira al cielo, y devuelve la
salud al sordomudo172. Ora, y deja libre al joven poseso173. En la resu-
rrección de Lázaro habla primero con su Padre174. Reza y, seguida-
mente, realiza la multiplicación de los panes175.
Pero sobre todo su oración es confiada y profunda cuando los
acontecimientos más le comprometen y apremian. Es en el Cenáculo
donde Él y los suyos hacen la consagración al Padre, estableciendo la
Nueva Alianza en su sangre. Getsemaní es la representación anticipada
de lo que ya se presiente. Rostro en tierra por las escenas que prevé, ora
allí profundamente: “Padre, si es posible, haz que pase de mí este cáliz, mas
no se cumpla lo que yo quiero, sino lo que deseas tú”176. Después, al hacerse
real este deseo, y tras los cruentos pasos hacia la muerte, existen hondos
intervalos de verdadera oración. Transido de dolor, nos revela el duro
ascender a lo alto del Gólgota. Pero, eso sí, en medio de esa soledad es-
piritual, Él presiente el calor de la acogida; por encima del abandono
aparente, nota el calor del Espíritu que le da fuerza para seguir mirando
adelante y no desfallecer en el camino.
Toda la espiritualidad de Jesús viene, en último término, expresada
y definida en esta actitud orante. El diálogo en la oración nos muestra la
disponibilidad de Cristo a la misión que el Padre le encomienda. Si se
retira a la soledad, si renuncia al mesianismo político, si hace lo que de-
be, es siempre en virtud de esta particular vocación. Todo lo suyo, lo
que más le pertenece, lo asocia a la salvación y bien de los demás. Mar-
cos es explícito al escribir: “Muy de mañana, antes del amanecer, se levantó,
salió y se fue a un lugar desierto. Allí estuvo orando. Simón y sus compañeros
salieron a buscarlo, y, al encontrarle, le dicen: "Todos te andaban buscando."
169
Lc, 3,21
170
Lc, 4,1.
171
Lc, 6,12.
172
Mc 7,34.
173
Mc 9,28.
174
Jn 11,41.
175
Mc 8,6; Mt 14-19M Hb 6,11.
176
Mt, 26,39.
117
Él les responde: “Vamos a otra parte, a las aldeas vecinas, a predicar también
en ellas, pues para eso he venido”177.
Parece como si el mutuo intercambio en la oración resaltara lo
que de por sí era ya urgente: “Vámonos a otra parte -les dice-, a las aldeas
vecinas, a predicar...” Lejos de evadir los compromisos humanos, la
oración los resalta y hace suyos, devolviéndoles la dimensión más
auténtica y propia. Pero antes de la acción, del moverse y planificar,
Jesús sabe que el diálogo con el Padre es como el alimento para man-
tener cualquier humana actividad. Antes que todo, precediéndolo,
ha de estar siempre nuestro trato con Dios; de lo contrario, por mu-
cho que fuese el quehacer o nos enajenasen los logros, sí habría que
admitir la sombra consiguiente por falta de ese mínimo de luz espiri-
tual. Convenzámonos, la oración nos es imprescindible.
El Padrenuestro
Cuando uno de los apóstoles pide a Jesús que les enseñe a orar,
la respuesta es clara y sencilla: “Cuando recéis, decid: Padre, santificado sea
tu nombre, venga a nosotros tu Reino...”178.
Pero en medio de la sencillez, la oración contiene los deseos más
profundos, por no decir radicales, del hombre. Por una parte, el sentido
de lo alto: la relación, la amistad y reconocimiento de Dios; por otra, el
amor y el apego a la tierra, el ansia y afán por lo material y corpóreo.
Aspiraciones ambas que,' aun siendo de signo diferente, son dignas y
nobles.
Dos polos centran, en realidad, la atención de Jesús en la oración:
la proyección espiritual y el empeño por las cosas de la tierra, esto es,
el amor por lo eterno y el amor por lo histórico, por lo de allá y por
lo de aquí. Primero, la causa de Dios: el nombre del Padre, su reco-
nocimiento, su reinado, su voluntad. Después, la causa del hombre:
el pan para vivir, el perdón, la ayuda en las pruebas. Inquietudes
que, por ser humanas, han de estar presentes en nuestra oración co-
mo cristianos. Prescindir, o dejar de lado cualquiera de ellas, es co-
meter el error de una desviación indebida.
Son dos las tradiciones que poseemos del padrenuestro: la de
Mateo179y la de Lucas180. Mateo es más ritual, más largo; lo cual, te-
177
Mc 1, 35-38.
178
179
Mt 6, 9-13
180
Lc 11, 2-4.
118
niendo presente que sus escritos van dirigidos a judíos, es explicable
en cierta medida; éstos saben ya lo que es rezar, conocen los ritos, la
liturgia. Sin embargo, los lectores de Lucas son paganos e ignoran lo
que puede ser la oración comunitaria; hay que iniciarles; motivo éste
para comprender la concisión y brevedad de su tradición.
El problema surge al preguntarnos cuál de las dos sería la auten-
tica y primera. Comprendemos que éstas no serían dos ocasiones
distintas en las que Cristo enseñara a los apóstoles.
En principio, parece que la redacción mas corta debería ser la ver-
dadera; al fin y al cabo es la regla general de interpretación; pero, eso sí,
siempre como hipótesis, nunca como argumento o prueba contundente.
Sabemos, además, que el padrenuestro era la oración y el compendio
del mensaje de Jesús en las primitivas comunidades cristianas. El hecho
de que uno de los discípulos le pida que les enseñe a orar como Juan
enseñó a los suyos, nos da a entender el deseo que tenían de poseer un
resumen acorde con su predicación. En sí, el padrenuestro no se defi-
niría tan perfectamente como la doctrina de Jesús hecha oración. En
ninguna otra página del evangelio se contiene y está tan resumido su
mensaje de salvación.
Al primero que se invoca es al Padre, «Abbá». Haciendo uso de es-
te término, expresa Jesús la adhesión de su persona a quien lo es todo
para Él. “Abbá” indica el sentimiento profundo, confiado y familiar. En
sí, la palabra tiene su origen en una expresión cariñosa y espontánea
del lenguaje infantil. Es el Padre, pero más que un padre cabeza, jefe y
solícito de lo suyo, es título de afecto y de cariño. Se ha traducido a ve-
ces por “Papá”. Expresa algo más que la admiración o el respeto; es, so-
bre todo, un nombre pronunciado con amor181.
Contrastando las distintas tradiciones, esta familiaridad es, sin du-
da, la revelación más sorprendente de Jesús. Y no es porque Él fuera el
primero en hacer referencia al nombre de Padre. Anteriormente a Jesús,
ya otras religiones orientales usaron este título. El mismo judaísmo,
aunque moderadamente, también se atrevió a dirigirse en estos térmi-
nos182. Sin embargo, el “Abba” de Jesús reduce las distancias que allí se
entrevén; el suyo es el Padre de bondad, el que desea el retorno, el de
casa; razón para mejor entender las no menos de 170 veces con que los
evangelistas la han ido poniendo en sus labios a lo largo de su predica-
ción evangélica. Pero esta relación de amistad, característica del mensa-
je, nos remite a un hecho de suma importancia: indica y nos revela
181
Mc 14,36; Gal 4,6; Rm 8,15.
182
Sab 14,3; Eclo 23, 1-4.
119
cómo las comunidades primitivas captaron la fe que Jesús tenía en el
Padre.
Supuesta esta sorprendente, y a su vez, consoladora manifestación,
el Nuevo Testamento no puede únicamente llevarnos a un mejor cono-
cimiento de la realidad divina; tampoco reducirse o limitarse a una car-
ga sentimental o de primeros instintos. Si Dios se ha revelado, y lo ha
hecho particularmente en Jesús, es para que nuestra fe cobre el impulso
de fe verdadera, esto es, un participar y una adhesión de personas.
Nunca puede comprenderse en la vida cristiana un conocimiento inte-
lectual sin relación de amistad y de trato; el cristianismo es, por encima
de todo, vida, y ésta, en comunión y participada. Por eso, el rostro de
Dios, donde mejor se manifiesta es en el Hijo; es a partir de Él, en su re-
velación, donde logramos la imagen más perfecta del Padre.
Teniendo esto presente, es fácil ahora que lleguemos a comprender
la firme actitud de Jesús por ser fiel a su misión profética. Al fin y al ca-
bo, revelar esta imagen es su novedad, su creación, la rúbrica que sus-
cribe todo el mensaje del Reino. Precisamente, esta advocación afianza-
da y tierna hacia el Padre, el decirse Hijo y supeditar toda práctica legal
a la rectitud de corazón, serán las causas que motiven el conflicto para
hacer a Jesús reo de muerte y condenarle. Sin embargo, fiel a su com-
promiso, jamás podía ser débil a la inflexibilidad y rigidez de la letra.
Su vida interior, su experiencia y trato le habían hecho ver a un Dios
bueno, un Dios, que antes que juez, es Padre, un Padre que comprende,
que perdona, que ama. Entenderíamos entonces, que una religiosidad
fundada así, con principios y leyes internas, es lo que Jesús más quería
para su pueblo; por eso es lógico que recomendase: “Cuando recéis, de-
cid: Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu Nombre...”. Y para
caer en la cuenta de esta enseñanza, acaso ninguna revelación más sig-
nificativa que la parábola del “hijo pródigo”.
“Jesús puso otro ejemplo: “Un hombre tenía dos hijos. El menor
dijo a su padre: "Padre, dame la parte de la propiedad que me corres-
ponde." Y el padre les repartió la hacienda.
Pocos días después, el hijo menor reunió todo lo que tenía, partió
a un lugar lejano y allí malgastó su dinero en una vida desordenada.
Cuando lo gastó todo, sobrevino en esa región una escasez grande y
comenzó a pasar necesidad. Entonces fue a buscar trabajo y se puso al
120
servicio de un habitante de ese lugar que lo envió a sus campos a cui-
dar cerdos. Hubiera deseado llenarse el estómago con la comida que
daban a los cerdos, pues nadie le daba nada.
Entonces se puso a reflexionar: "¡Cuántos trabajadores de mi pa-
dre tienen pan de sobra y yo aquí me muero de hambre! ¿Por qué no me
levanto? Volveré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y
contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo, trátame como a uno de tus
siervos." Partió, pues, de vuelta donde su padre.
Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y sintió compasión,
corrió a echarse a su cuello y lo abrazó. Entonces el hijo le habló: "Pa-
dre, pequé contra el cielo y contra ti, ya no merezco llamarme hijo tu-
yo." Pero el padre dijo a sus servidores: "Rápido, traedle la mejor ropa,
vestidle, ponedle un anillo en el dedo y calzado en los pies. Traed el ter-
nero más gordo y matadlo; comamos y alegrémonos, porque este hijo
mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo he encon-
trado." Y se pusieron a celebrarla fiesta.
El hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver llegó cerca de
la casa, oyó la música y el baile. Llamando a uno de los sirvientes, le
preguntó qué significaba todo eso. Este le dijo: "Tu hermano ha vuelto,
y tu padre mandó matar el ternero cebado, porque le ha recobrado con
salud." El hijo mayor se enfadó y no quiso entrar.
Entonces el padre salió a convencerle. Pero él contestó: "Hace
tantos años que te sirvo sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus
órdenes, y a mí nunca me has dado un cabrito para hacer una fiesta con
mis amigoss, pero llega ese hijo tuyo, después de haber gastado tu dinero
con prostitutas, y para él haces matar el ternero cebado."
El padre le respondió: "Hijo, tú estás siempre conmigo y todo lo
mío es tuyo. Pero había que hacer fiesta y alegrarse, puesto que tu her-
mano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encon-
trado”183.
183
Lc 15, 11-32.
121
cundar con exceso las pasiones fue -a decir de la parábola-, el motivo
de quedarse sin la suma que se le entregó por la herencia. Después,
para aumentar su infortunio, “sobrevino un hambre por toda aquella re-
gión, y comenzó a .sufrir privaciones”. ¿Qué hacer? ¿Cómo sobreponer-
se? Lo desfavorable de las circunstancias le hacen agarrarse a todo si
quiere seguir sobreviviendo. Se ve obligado a cuidar cerdos, anima-
les impuros184, dando a entender que el hijo pródigo ha renunciado a
lo único que le quedaba: se aparta de la Ley, de su fe, de la tradición
de los padres, se hace apóstata. Además del dinero, ha perdido el
honor, el sentido moral, su religión, francamente todo. Pero esta si-
tuación le va a permitir que recapacite y se abra a un mundo de sen-
timientos nuevos: “¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan de sobra,
mientras yo aquí me muero de hambre!”. Es la necesidad primaria, el de-
seo de seguir viviendo lo que provoca el recuerdo de la casa paterna.
Con las manos vacías, forastero y sin amigos, todavía retiene lo últi-
mo que le permite seguir adelante; no ha perdido la esperanza: el re-
cuerdo de su padre le mueve a volver. Decidido, los actos suyos son
el ejemplo del auténtico retorno, de la conversión verdadera. “No soy
digno de llamarme hijo tuyo, trátame como a uno de tus empleados” -llega a
decir-. Reconoce la irresponsabilidad que ha tenido con lo suyo, pero
no desespera; en medio de la desgracia, todavía confía y decide vol-
ver.
Pasamos ahora a lo más importante de la parábola, lo que mi-
de propiamente la idea que Jesús tiene de Dios, su Padre. Se com-
prueba esto en la respuesta y actitud hacia el hijo. Ante la noticia
del retorno, el padre parece no esperar otra cosa: se adelanta, corre
al encuentro, nada le detiene ni le impide ir hacia él; le ama, y por
eso va a su presencia.
El hecho en sí es ya significativo; llama la atención desde el mo-
mento en que esta iniciativa por parte del padre era algo impropio, casi
indigno en la mentalidad oriental; sin embargo, ante eldeseo de resaltar
la bondad y el gozo paterno, no importa que la dignidad sea pospuesta
o que alguien lo pudiese considerar un deshonor.
Se adelanta y le besa en la mejilla, con lo cual le da a entender
que le acoge como a hijo independientemente de la conducta, el abu-
so o el olvido familiar. Para el padre, la vuelta, el retorno y la presen-
cia del hijo es lo que importa. No aguarda el padre a que se cumplan
los pormenores de la penitencia, no condiciona, no pide cuentas y,
mucho menos, exige. Aún más, al vestirle con el traje mejor y más
costoso, acentúa la dignidad de su persona; no ha perdido nada de
184
Lev 11,7.
122
lo que antes era; la imposición del anillo le capacita para actuar como
hijo; las sandalias evidencian su condición de hombre libre.
Pero el amor auténtico nunca es egoísta, no se recluye en un
gozo personal, olvidándose, sobre todo, de aquellos que están más
cerca, que nos miran; el verdadero amor es comunicativo, por eso
el padre quiere compartir esta alegría y manda preparar una fies-
ta con la mejor res cebada de cuantas tenía; evidentemente, la
razón no podía ser otra: “Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la
vida; estaba perdido y ha sido encontrado.”
La parábola, además de contener los elementos propios para
hacerse por sí misma comprensible, en labios de Jesús cobra el sen-
tido de todo el mensaje revelado. Quien le acepta es que ha llegado
a advertir que los invitados somos todos y que el eco de Dios tan
sólo espera el sí a la llamada. El hijo pródigo confía en el padre y
éste le devuelve todo su afecto y toda la predilección de antes; le
ama; su conversión y retorno es lo importante, lo que ha dado
alegría a la casa.
Sin embargo, no todos lo van a ver así; la actitud opuesta viene
representada por el hijo mayor. “Estaba en el campo, y al volver, ya
cerca de casa, oye la música y el baile, y llamando a uno de los em-
pleados le pregunta el significado de aquello. El criado le responde:
"Tu hermano ha vuelto y tu padre, por haberle recobrado con salud,
ha mandado matar el ternero cebado." Entonces él, contrariado, se
negó a entrar”.
Esta imagen del hijo mayor corresponde a la actitud de los pia-
dosos de Israel. Su enfado se vuelve contra el proceder del padre,
no le quiere así. Parece ser que el juicio y el examen sobre la actua-
ción del hermano debería haber sido lo primero. A su modo de en-
tender, antes de la aceptación y la acogida, tendría que haberle exi-
gido cuentas, juzgar su proceder y, en lo posible, reparar el daño.
Por eso no soporta la fiesta y la alegría de dentro, la juzga improce-
dente, no quiere entrar para saludarle.
El hijo mayor, además de justificarse aquí, se constituye en juez
de los demás; no cree ser correcto el proceder del padre y por eso re-
chaza la acogida que se hace al hermano, lo cual tampoco debe ex-
trañar: es la postura lógica de todo aquel que, por cumplir una ley,
piensa estar incontaminado. Asociaba la piedad con el cuánto, no
con el cómo. Fijándose en el número, nada sabía del corazón que de-
be ponerse en las cosas. Jesús, por el contrario, en la oración del pa-
drenuestro, comienza de forma confiada y sencilla; nos muestra la
confianza del que sabe lo que es el amor filial y paterno. Más que la
actitud de admiración, usa palabras fáciles al oído, sencillas y claras
123
como las que empleamos en casa y en familia. Como el padre bueno
de la parábola, como el que siente ternura por algo, como el que cu-
ra, y, a su vez, ama al enfermo.
185
Gal 4,6; Rom 8,15.
124
les de sus últimas horas; era la necesidad de un cuerpo y de un espí-
ritu en busca de amistad y de consuelo.
Una tal relación no quiere decir tampoco que se descuiden las di-
ferencias. Al dirigirse Jesús al Padre, nos lo presenta siempre en su
condición divina. “Sólo tenéis un Padre, el que está en el cielo”186. Ese Pa-
dre cercano que escucha, y de quien, como verdaderos hijos, pode-
mos fiarnos, no es una copia del padre de la tierra. Su transcen-
dencia, por más que sea una indicación y no comporte de por sí ale-
jamiento, sí escapa a cualquier determinismo o configuración local
que pudiera imaginarse.
El firmamento que vemos poblado de estrellas y que la astronomía
investiga elaborando deducciones, no es el cielo de la fe. Aquél dispone
de espacio, distancias, lo rigen leyes y son constantes los fenómenos de
atracción y de repulsa. El cielo de la fe es otra cosa, es estado, y de él ca-
be solamente decir que es presencia diferente, lo “Otro”, o, si queremos,
radical o pura transcendencia. Las Escrituras, usando formas más a
nuestro alcance, se expresan así: “Habita en una luz inaccesible”187. No es
posible todavía el acceso. Pero esto es una figura, una imagen que en
modo alguno impide relacionarnos e ir, en nuestra concreta situación,
al Padre que nos ama. El cielo es simplemente un símbolo para que no
caigamos en la tentación de configurarle en una pura representación
humana; es más que eso; la morada de Dios es plenitud y, como tal, in-
comprensible y misteriosa. Alguien ha dicho que, frente a lo Inefable, lo
mejor es callar. O como bien escribió el hindú Vaynavalkia: “Na iti, na
iti”. (Nada de eso, nada de eso.) Es una forma de definir lo que de por sí
trasciende toda definición. También Pablo, a quien se le ofreció vislum-
brar la realización plena a la que aspiramos, viene a usar en sus pala-
bras esa misma lógica del que ya no sabe qué decir: “Eso que nunca ojo
vio ni oído oyó, ni jamás penetró en el corazón del hombre, es lo que Dios ha
preparado para los que lo aman”188.
Por ser Jesús consciente de esta realización, nos habla del Padre del
cielo. No se debe limitar; no es justo condicionarle a lugares o a tiempos
y, menos aún, personificarle en una posible raza o nación. Sí está pre-
sente en medio de todos, manteniendo, conservando, dandonos consis-
tencia y vida, únicamente espera nuestra realización en libertad. A este
respecto, una vez más, el apóstol Pablo es definitivo: “Dios será todo en
todos".
186
Mt ,9.
187
1 Tm 6,16.
188
1 Cor 2,9.
125
Sin que las cosas pierdan la propia identidad y nosotros dejemos
de ser lo que somos, el acabado y el sentido último ha de estar en sus
manos. “Es todo en todos”. Nada de cuanto existe es ajeno a la bon-
dad y a la pureza, lo único que puede enturbiar tal claridad es la in-
tención de fondo que tengamos; el “ser en sí”, como la Grecia clásica
enseñó, es siempre bueno y bello.
Por lo que vemos y sentimos, por el bien que nos hacen, pode-
mos vislumbrar y elevarnos a la “Belleza” y al “Principio del Bien”.
Pensamientos en esta línea no han sido tan infrecuentes en filósofos
y literatos. Dostoyewski, por ejemplo, habla en los “Hermanos Kara-
mazov”: “Amad a los animales, amad a las plantas, amadlo todo. Si am-
áis cada cosa, comprenderéis el misterio de Dios en las cosas”. Otros
han llegado a concluir que Dios es todo cuanto hay de bueno en el
mundo sin el límite del mundo. Es éste, el mundo, algo así como un
gran abecedario de minúsculas cuyos signos no hacen sino apuntar
al modelo ejemplar que es la “Mayúscula”.
Amar a los seres y a las cosas sin el límite de ellas mismas, es, sin
duda, actitud correcta para acercarnos a Dios; no otra cosa vino a ex-
presar san Agustín al querer definir la oración. “Orar -nos dice- es
una elevación de la mente o del corazón a Dios”, esto es, una ascensión
desde el límite que somos hacia Dios, que es a quien aspiramos. No
es solamente petición, es también alabanza, gratitud, entrega, don.
Definición más exacta, sin duda, que aquella otra que más tarde ela-
borara la escolástica: “Levantar el corazón a Dios y pedirle mercedes”.
Parece restringirse aquí lo espiritual a la sola petición; y la oración,
como hemos dicho, es algo más; no es justo delimitarla a un único
aspecto, por más que sea éste lógico en toda relación de la criatura
con el Creador. Pensemos, además, que lo importante en esta ascen-
sión del espíritu no es lo que podamos poner por parte muestra; en
realidad, es una “atracción” por parte de Dios a quien el alma res-
ponde. La fuerza, el deseo, la dinámica principal viene de Él; es la
gracia la que está en primer término; nuestra mejor actitud es la de
secundar, la de ser dóciles a las insinuaciones divinas. Fue Jesús
quien nos lo dijo: “Nadie viene a mí si el Padre no le atrae”.
Hemos de ir a Dios desde nuestra propia necesidad y nuestra pro-
pia limitación, desde nuestra debilidad. Por eso los pobres, en su indi-
gencia, están en situación de privilegio; aunque bien es verdad que
pueden ellos también prestarse a una incorrecta interpretación de la
misma.
En sentido bíblico, y en oposición al rico que se apoya en sí y en los
propios recursos, el pobre nada tiene para instalarse, y menos para cre-
erse autosuficiente y seguro. El dolor, tal vez la injusticia y la pobreza
real le han hecho comprender que sólo Dios es recurso auténtico y defi-
nitivo. Por experiencia propia ha llegado a palpar que fuera de Él nadie
126
hay que ofrezca la seguridad a la que aspira. Ha servido esta situación
de indigencia para abandonarse a la misericordia divina. Rico es el que
se apoya en sí, el que se cree seguro y para nada tiene en cuenta a los
demás. Pobre, por el contrario, el que nada o poco posee, o, poseyéndo-
lo, lo juzga objeto de servicio u ocasión para hacerse, de algún modo,
solidario con los demás. Desde el momento que nos adherimos a una
cosa por ella misma, convirtiéndola en fin, dejamos de ser pobres.
La mística de la pobreza, como alguien ha dicho, es actitud de alma
y expresión corporal, es interna y externa, abarca a toda la persona; por
eso Jesús es modelo del hombre pobre, porque siendo Dios, no des-
lumbra ni hace alarde de su categoría como tal, sino que convive y act-
úa como uno de tantos: trabaja, reza, es invitado a una boda y va, hace
lo que debe. Para Pablo la humillación de Jesús rayac on todo limite:
“Cristo, a pesar de su condición divina, no se aferró celoso a su categoría de
Dios; al contrario, se rebajó a sí mismo tomando la condición de esclavo,
haciéndose uno de tantos. Así, presentándose como simple hombre, se humilló
haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz”189.
Jesús carga con el peso de nuestras faltas y se hace responsable,
esto es, responde por ellas al Padre en nombre propio. Cierto que este
compromiso le hará sentir angustia, sudar sangre, verse abandonado;
pero no importa, la oración se vuelve entonces más confiada y pro-
funda, y es que lo que va a realizar no va a ser precisamente una ce-
remonia religiosa o un rito establecido, sino la donación total de su
persona, algo vivo, tan vivo y real que las descripciones transmitidas
por los evangelistas en nada difieren del pavor y angustia de toda
condena. Fue una experiencia amarga y doliente, pero comprometida
y generosa. Su fe trascendía los aconteceres diarios y, por eso, llegada
la hora difícil, supo responder como solía: con amor y esperanza. No
en vano la mística cristiana, en su afán de definir la esencia de la ora-
ción, concluye con estas palabras: “Amistosa e íntima relación con Dios”.
He ahí la esencia.
Encuentro amistoso... Sin amistad y sin encuentro la relación nun-
ca puede ir a más. Falta el intercambio, que es el que ayuda a crecer.
Sin embargo, y antes del mismo encuentro, se precisa una razón. De lo
contrario, el descubrimiento sería, si no fortuito, sí poco consciente.
Entra el ser humano en contacto amistoso con lo divino en virtud de
dos -diríamos- imprescindibles postulados: que Dios nos ama, y que
nos lo hace saber. Y tan importante es esto en nuestra abertura hacia el
Padre, que la misma Teresa de Avila los llama la fuente misma de la
oración. “La oración -nos dice- es diálogo de amor con aquel que nos ama;
189
1 Cor 15,28.
127
con quien sabemos que nos ama”. Realmente, una persona que ha llegado
a percibir esta realidad dentro de sí, no podrá por menos de afianzarse
segura; es Dios quien la sostiene, y ella lo sabe.
Con frecuencia se ha desconectado también la oración de la vi-
da. Se ha confundido oración con oraciones: oraciones mentales y
vocales, de súplica y de petición; como si para el hombre, en lugar
deformar esa unidad en lo que hace, se buscaran sustitutivos margi-
nales para definirle y juzgarle. La oración la hace cada uno, es perso-
nal. Cuerpo y alma, tierra y espíritu deben ir en paralelo hacia Dios,
que es, en definitiva, la fuente y la meta. Pero decir que la oración es
personal no es quitar, y menos oponerse, a la oración que se hace con
los demás, a la oración comunitaria; mas bien se exigen y com-
plementan. Por ser todos los seres reflejo de la bondad del Creador,
nada se ha de excluir o dejar al margen. La auténtica oración siempre
tiene presentes a los otros; de lo contrario, sería medro personal,
egoísmo y no oración entre hermanos. Con la revelación de Jesús
como “Hijo muy amado”, todos quedamos incluidos dentro de su
plan universal de salvación; porque rezar será siempre ocasión, no
sólo para un mayor conocimiento, sino para amarnos más y mejor.
Alabanza y petición
128
ración y de gozo por la no contaminación de lo profano. Él es la luz
sin sombra, la pureza, el inefable.
El pueblo de la Antigua Alianza le veía principalmente manifes-
tado en las majestuosas y soberanas teofanías del Sinaí (Ez 19,3-20).
Con fuerza aterradora, firme, pero dispuesto a bendecir a todos
aquellos que acogieran el arca y fueran fieles a su revelación190. Sin
embargo, donde más principalmente manifiesta su santidad es en el
amor y en el perdón. “No llevaré a término el ardor de mi cólera...,
porque yo soy Dios y no un.hombre, soy santo en medio de ti y no me
complazco en destruir”191.
Isaías es todavía más preciso, y por sus palabras llegamos a com-
prender el concepto que el pueblo tenía de la santidad atribuida al Se-
ñor. Ve el profeta cómo aparece Yahvé en el templo en un trono de glo-
ria y a quien sólo los serafines pueden servirle, aunque, eso sí, con el
rostro cubierto; tampoco ellos le pueden mirar. Y su alabanza era ésta:
“¡Santo, Santo, Santo, Yahvé de los ejércitos! Está llena la tierra de su glo-
ria”192.
Sin embargo, y al contrario de lo que pudiera parecer, esta dis-
tancia y este sagrado respeto que el pueblo siente hacia el Señor no es
obstáculo para la confianza y el acercamiento. El “Santo” no es otro que
el Dios de Israel, el que se constituye en apoyo, en fuerza y salvación de
todo el pueblo. Lejos de reducir la santidad a lo inaccesible y lejano, es
lo santo la perfección y pureza de Yahvé. Más que tratarse de uno de
los atributos divinos, la santidad compendia el ser mismo de Dios: por
eso, su nombre es santo.
Jesús, por otra parte, sabe que este nombre es con frecuencia profa-
nado, y de aquí que sea explícito en la alabanza. Su deseo es que el Pa-
dre llegue a ser reconocido en perfección. “No profanéis mi santo nom-
bre”, se lee en el Levítico. Más aún, es el mismo Yahvé quien, además
de revelar el deseo de ser santificado, nos manifiesta y descubre que es
Él quien santifica a los hombres. “Yo, Yahvé, que os santifico y os he sacado
de la tierra de Egipto para ser vuestro Dios. Yo, Yahvé”193.
En efecto, Dios no sólo es la suma realización y el solo santo, sino el
santificador. Escogiendo un pueblo y dándole unas leyes que le con-
duzcan y le guíen, demuestra la solicitud por revelarse y santificar.
Mandamientos y culto son, en último término, signos y ofrendas agra-
dables y santas. Pero, para llevar a término esta realización, quiere que
190
Flp 2, 6-8.
191
2 Sa 11,13.
192
Os 11,9.
193
Is 6,3.
129
el propio pueblo participe; así, es el quien escoge a determinadas per-
sonas reservándoles misiones específicas. Para su servicio y servicio del
pueblo, escoge a sacerdotes, levitas, primogénitos, profetas. Reserva
unos lugares: santuario, templo, tierra de propiedad. Dones, como los
sacrificios de ciertos animales: toros, corderos, cabritos, aves. Ofrendas,
como el “perfume de aplacamiento”. Tiempos: “sábado, años jubila-
res”. Todo esto era santo por deseo mismo Yahvé; Él es quien santifi-
ca. Por consiguiente, la relación no viene enmarcada por iniciativa
puramente personal, sino, más bien, por decisión divina.
Naturalmente que esta santidad ha de distinguirse de aquella
que da sentido a todo lo santo y que subsiste sólo en Dios; pero, co-
mo signo, manifiesta parcialmente la santidad de Yahvé. Al sumo
sacerdote sólo le era lícito penetrar en el “santo de los santos” una
vez al año, y no sin antes haber cumplido las distintas y minuciosas
purificaciones prescritas.
Son las cosas santas, instrumentos o signos, las que nos indican la
pura e inefable santidad de Dios. Sin embargo, esta presencia, des-
velada principalmente en la “nube” o en el “arca de la alianza”, era pa-
ra que el pueblo supiera también a qué atenerse, y poder, de este modo,
llevar una vida santa. La fidelidad y el amor eran mutuos.
El deseo de Yahvé por comunicar la santidad es irrevocable, y
así se lo hace saber: “Ve al pueblo y santifícalos hoy y mañana. Que laven
sus vestidos y estén prestos para el día tercero”194 En este sentido, Yahvé
cumple la palabra. Por parte del pueblo, una es la exigencia: “Sed santos,
porque santo soy yo, Yahvé, vuestro Dios”195.
En efecto, la santidad se pide a todo el pueblo. Y de igual modo
que ninguno de la “comunidad israelita” quedaba discriminado por
la promesa y la presencia de Yahvé, la no contaminación con lo pro-
fano debía ser exigencia común también. La participación y la pre-
sencia activa de Dios así lo pedían. Por eso, a diferencia de los otros
pueblos, la única seguridad de Israel debería ir enmarcada por la fe
firme en su Dios. La vida santa era -podríamos decir-, la conse-
cuencia lógica de la donación primera de Yahvé.
La frase: “Yo soy santo en medio de ti”, indicaba, entre otras co-
sas, la santidad que pretendía de todo el pueblo. Israel no debía con-
taminarse con prácticas y usos en desacuerdo con la Ley; no debía
imitar a las gentes cananeas; por eso, antes de dirigirse y participar
en el culto, convenía purificarse primero de todo lo que no había es-
tado conforme a la santidad de Yahvé. El retorno y la fidelidad a las
194
Lev 22, 32-33.
195
Ex 19, 10-11.
130
promesas era el don más aceptable y lo mejor que el pueblo podía
hacer en pro de la elección y la alianza.
Pero es la santidad un concepto que también evoluciona en Is-
rael. Las prácticas externas y de sacrificios visibles fueron cediendo, so-
bre todo en la predicación profética, a nuevos actos de comprensión, de
justicia y de amor. “No traigáis más esas vanas ofrendas. El incienso me cau-
sa aversión... Detesto vuestros novilunios... Aprended a hacer el bien, buscad lo
justo, restituid al agraviado, haced justicia al huérfano, amparad a la viuda”196.
Es la perenne pedagogía de Dios que espera su tiempo para despertar
un nuevo espíritu cuando ya la vitalidad primera ha dejado paso a
prácticas rutinarias y sin fuerza que las anime. Porque, de faltar el espí-
ritu, la santidad allí es nula, no puede cobrar sentido. No existe porque
el espíritu es la vida de lo santo, y sin esa animación y esa alma, lo ex-
terno y material poco o nada dicen.
La primitiva comunidad ha asimilado esta tradición y esta fe.
Por eso, al hablar de Jesús, no duda en proclamarle el “Santo de
Dios”197. Resucitado en virtud de este espíritu de santidad198, es Jesús
para ellos la personificación, el modelo donde se refleja la santidad
misma de Dios199; más aún, en su persona y con su vida ha purificado
al mundo haciéndolo apto para glorificar al Padre. Así, y en virtud
de esta aceptación, todo el universo ha quedado religado, estrecha-
mente unido al designio de perfección y santidad deseado por Dios
desde siempre.
Es la santidad de Jesús, en este aspecto, de un orden muy dife-
rente a la santidad atribuida a patriarcas y profetas del pasado. Estos
prefiguraban lo santo, Jesús no; Él era la santidad200; precisamente
por eso, su misión no fue otra que la de ofrecer lo que tenía, esto es,
comunicar su santidad santificando lo que en el mundo hay. Por tan-
to, la vocación cristiana no se puede reducir a un seguir o a un ir en
pos de; fundamentalmente el cristiano es el que participa de la mis-
ma vida de Jesús.
El proceso de entrega y consagración que Él hizo a lo largo de su
vida, es también nuestra meta. En realidad, la vida cristiana no es otra
cosa que la vivencia de ese proceso. Evidentemente las etapas se irán
sucediendo con experiencias imprevisibles y acaso con cierta contradic-
ción aparente, pero nada tiene tampoco de extraño, es la tensión propia
196
Lv 19,2.
197
Is 1, 13-18.
198
Lc 4,34; Jn 6,59; Hch 7,56.
199
Rom 1,4.
200
Mc 16,19;
131
de nuestra participación dinámica de la vida. “Jesús crecía en sabiduría,
edad y gracia ante Dios y ante los hombres”201. Nosotros, conformando
nuestra vida con la suya, no hemos de ser menos: también estamos lla-
mados a una consumación semejante. El punto de partida es el Bautis-
mo: en él se nos dio la unción santa por la que el Espíritu, como agente
principal, donó su fuerza y sus carismas.
Siendo dóciles a esta acción espiritual, en cierto modo, suprimimos
nuestras limitaciones para acceder a la obra de Dios en nosotros. Será la
gracia divina la que dirija el desarrollo que ya tiene nuestra primera in-
serción en Cristo. Es lo que para Pablo venía a ser “vivir según el Espíri-
tu”202. Una vida cuya actitud es ser fiel a uno mismo por encima de in-
tereses o momentos más o menos favorables; fidelidad que hace al
hombre solidario y partícipe de la santidad y gracia divina. “Porque los
que son movidos por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios”203.
201
Lc 2, 52.
202
Gal 5,16; Rom 8,15.
203
Rom 8, 14.
132
Buena Noticia”204. Será como una pequeña semilla que necesita su tiem-
po para desarrollarse y crecer, pero, al fin y al cabo, germen nuevo de
alianza nueva que, sin imponerse ni improvisarse, sí se hace sentir en
los sencillos y rectos de corazón. La promesa es para todos, no discri-
mina, aunque se ofrece especialmente al pobre, al débil, al que pone to-
da su fe en el que salva.
Es para Jesús la predicación del Reino “leit motiv” de todo su men-
saje. Aquello que tantos años el pueblo esperaba, Jesús lo anuncia como
realidad ya presente. En la sinagoga de Nazaret, después de leer el pa-
saje del Deuteroisaías, se aplica así las palabras y el inicio de la hora
presente: “El espíritu del Señor está sobre mí..., me ha enviado a evangelizar a
los pobres, a proclamar a los oprimidos la libertad, a los ciegos la recuperación
de la vista... Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oir”205.
204
Mc 1,15.
205
Lc 4, 18-21.
206
Lc 7,22.
133
Las tres posturas comportan elementos positivos, pero re-
ducen el contenido a parciales referencias; marginan y relegan a ex-
clusivismos la universalidad que encierra el mensaje. En efecto, a los
primeros les falta fe para ver a Dios en medio del mundo y de las co-
sas. Cristo vino para sanar y restablecer el nuevo orden de cosas en
todas sus dimensiones: dimensión humana, religiosa, social, cósmica.
La segunda postura confía en exceso en los resultados del hombre.
Olvida, sobre todo, que la técnica y los logros humanos nunca pueden
librarnos de lo imprevisible y, por tanto, del fracaso y de la posibilidad
de la muerte. De ese modo la prueba de la cruz de Cristo quedaría
marginada, dejando sin resolver el inquietante y difícil problema del
mal que, de una u otra forma, siempre nos estará acechando.
Tampoco el Reino de Dios es pura utopía, como pretende la ter-
cera interpretación. Aunque sea de forma incipiente, el Reino ya ha
comenzado a realizarse. El grano de mostaza, la levadura, la perla
que se encuentra, todas son imágenes para darnos a entender que ya
ha dado comienzo, que el Reino de Dios es un presente y un futuro,
algo que ya está al alcance, pero que necesita impulso y crecimiento.
No es utopía tampoco: lo utópico es irrealizable y nunca pasa de fic-
ción o de sueño imaginario. El Nuevo Testamento es explícito e insis-
te en esta presencia: “Si por el dedo de Dios expulso los demonios, es que
el Reino ha llegado a vosotros”207.
Lo que el pueblo tanto ansiaba, lo que esperaba con pasión, Jesús
lo anuncia como realidad que se ha hecho ya presente e implica la li-
beración de todas nuestras limitaciones: enfermedad, pobreza, muer-
te. Aunque de forma imperceptible, la actuación es real y transfor-
mante. Y no en lo oculto del cielo o en otra tierra en la que nos ha to-
cado vivir, sino aquí y ahora208. Tampoco sería correcto reducir el Re-
ino a una concreta dimensión del hombre y del mundo: la compren-
sión abarca toda la realidad. Por tanto, no es justo reducir la palabra
de Jesús a un proyecto o sistema político, económico o social; com-
prende más que eso: es una nueva forma de ver al hombre y al mun-
do, esto es, que la realidad toda, tal como la vemos y sentimos, tiene
un fin, es un proceso con un mañana que camina hacia la meta final.
Para explicar esto, la teología hace uso de un término y nos dice que
el Reino de Dios tiene un carácter “escatologico»”. Pero, ¿qué alcance
y comprensión puede darse a la escatología? No otra que la novedad
207
11,20
208
Mc 4, 26-29.
134
del Reino expresada en la lectura evangélica. Resumiendo, podría-
mos especificar:
135
que el ser humano conozca su puesto en la vida, Jesús enseña a rezar
para que la voluntad de Dios se haga presente. Se haga presente aquí
como lo es en el cielo. En realidad, el fondo viene a ser el mismo que
en la petición anterior, porque, ¿qué es lo que significa el “hágase tu
voluntad”? No otra cosa sino que el designio suyo, el reinado suyo no
tarde; que, a semejanza de la plenitud vivida en el cielo, llegue a re-
inar su voluntad también en la tierra; se trata de una aceptación simi-
lar. Y porque la vida interior de Jesús estaba plena de este deseo,
Juan recoge la imagen que simboliza y recuerda la subsistencia de la
vida: “Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y llevar a cabo su
obra”209.
Consciente Jesús de haber inaugurado la esperanza nueva pro-
metida a los hombres, ve que la voluntad del Padre es ya un hecho
real. El cambio, la mutación en el mundo ha comenzado, somos ca-
minantes en espera de la definitiva transformación que nos aguarda.
Pide por ello, y en la súplica une a la prontitud el deseo de su acción
y su presencia. Además de la gloria del Padre, se quiere hacer de la
tierra lugar de encuentro y patria nueva que el hombre tanto desea y
busca. Todo ello provocará una crisis, pero es el signo mejor de que
la voluntad y la gracia salvadora se ha acercado a nosotros.
Ahora bien, si con Jesús se ha inaugurado lo que anteriormente
era sólo dilación y espera, el incremento posterior ha de estar unido
a su persona. “Pues quien quiera salvar su vida, la perderá, y quien la
pierda por mí y el evangelio, ése la salvará”210.
Esta predicación, además de consolidar la novedad del mensaje,
es, al mismo tiempo, consoladora y motivo para confiar en su pala-
bra. Quiere decir que no nos hemos quedado solos, que la compañía
suya es real, que el evangelio merece la pena. Es mirándole donde
mejor podemos ver reflejado el designio del Padre, y quien más cla-
ramente presenta e ilumina nuestro futuro. Porque no sólo Jesús es el
Maestro que enseña y catequiza; vino, sobre todo, para hacer rea-
lidad su predicación, haciéndose presente como compañero y como
amigo. Su persona, unida a la del Padre, vela por los hombres como
parcela que costó remover, que costó roturar; pero, si lo hizo, fue con
la intención de esparcir la semilla y cultivarla.
Por otra parte, sí debemos pedir que la voluntad de Dios se haga
presente en esta tierra como lo está en el cielo; Jesús, anticipándose, nos
lo dijo y nos dio ejemplo. Hacerlo nosotros con fe es señal inequívoca
de aceptación y de confianza, de haber secundado la actitud que pedía.
209
Jn 4,34.
210
Mc 8,35.
136
Puede ser que no comprendamos el sentido de la espera, que los planes
de Dios nos parezcan misteriosos y oscuros, pero podemos asegurar
que, en la aceptación, iremos construyendo el Reino que un día ha de
consumarse. En el camino, por más que existan las sombras, tendrá lu-
gar la meta; la espera terminará en encuentro.
211
Sal 146,7.
137
que era la privación, pisaba tierra, y por eso hizo objeto de su oración
lo material como bien imprescindible y necesario.
Pero no siempre la ascética cristiana ha gozado de una sana in-
terpretación, sobre todo a la hora de sopesar las cosas que pudié-
ramos considerar más materiales, esto es, donde el cuerpo juega un
papel principal; se deja esto ya sentir cuando, partiendo de las distin-
tas corrientes filosóficas, se vio la conveniencia de una explicación
del hecho religioso y cristiano. Sin duda, el pensamiento de Platón, a
través del neoplatonismo de Plotino, influyó enormemente en los
Padres de la Iglesia, dando como resultado un ascetismo no muy
acorde, en muchos de los casos, con la verdad del evangelio. La rela-
ción entre el cuerpo y alma que en el “Fedón” se plantea, incide en la
patrística como forma válida para una explicación del compuesto
humano. No duda Platón en reconocer que el cuerpo es el que per-
turba al alma, no dejándola entrar en posesión de la verdad; por con-
siguiente, es algo negativo, malo y que, en lo posible, hay que domi-
nar. La unión del alma con el cuerpo es para él algo forzado, sin con-
junción, no sustancial, que diría Aristóteles. De esta forma el alma se
siente prisionera, le toca perder. Se asemeja al jinete a caballo. Lo
primero que aquél ha de asegurar son las bridas, si no quiere verse
desbocado por los instintos del animal. La doma y la desconfianza
serán el primer criterio de prevención.
Con una concepción semejante, el compuesto humano, lo que en
realidad somos, debería en principio chocar con la bondad y seme-
janza de Dios, a cuya imagen fuimos formados. Más aún, a la hora
de rezar el padrenuestro, habría que forzar premisas necesariamente:
una es la concepción filosófica, y otra, muy distinta, la verdad que
del evangelio se desprende. Sin embargo, todos conocemos la inci-
dencia del pensamiento platónico en no pocos espíritus de tenden-
cias idealistas y subjetivas. Pero remitámonos a la tradición evangéli-
ca. Jesús, aquí, lejos de consideraciones de principio o de tratados
académicos, se fija en algo más primario, más imprescindible, más
vital si cabe: pide el alimento como signo claramente humano de
amistad y confianza.
Objetivamente, hay que reconocer que el hombre, más que de
cualquier otra cosa, depende de un trozo de pan. ¿De qué sirve que
uno se encuentre bien defendido, una nación bien armada, si pasa
hambre? ¿Qué sentido puede tener un discurso o una exposición su-
gerente y brillante, si luego no se pasa a las obras? Nunca la palabra
sola ha conseguido llenar un estómago. Animarle a uno en la fatiga
está siempre bien, pero alargarle un sorbo de agua es obra para no
138
olvidar. Taxativa y, al mismo tiempo, clara, fue la conclusión del
Maestro a la hora de hacer balance y juzgar la actitud del hombre
frente a sus semejantes: “¿Cuándo te vimos peregrino y te acogimos, des-
nudo y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a
verte?... En verdad os digo que cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis
hermanos menores, a mí me lo hicisteis”212.
Convenzámonos; la salvación de los humanos no estará tanto con-
dicionada por razonamientos lógicos o de defensa legal, cuanto por el
cumplimiento de la ley del amor hecho alimento, vestido ocompañía: el
samaritano, cuidando al enfermo, la viuda que da lo que tiene, Zaqueo
que reparte son los auténticos ejemplos que hacen surgir del Señor ala-
banzas envidiables. No son malas las cosas porque a veces nos entor-
pezcan el caminar; al contrario, están puestas para que nos sirvan como
instrumentos válidos para la vida. Como herramientas a nuestro alcan-
ce, debemos saberlas usar e ir construyendo con ellas el Reino deseado
por Jesús.
Por otra parte, más que una instancia de futuro, es esta petición
una súplica para poder llegar a buen término en cada una de nuestras
jornadas: se pide por el día de hoy, no por una instalación cómoda y
para siempre; no tanto por lo estable y fijo, cuanto por ver ponerse el
sol y poder seguir confiando. “A cada día le basta su quehacer y su tarea”.
Hay también otro dato importante que convendría señalar: se
trata del aspecto comunitario de esta petición. La súplica no es un
ruego por el pan que individualmente pudiéramos precisar, sino
por lo que tú, yo y todos más queremos para la vida, aquello que
tiene aliciente y sentido.
Pedir la satisfacción personal y dejar en olvido al hermano que lu-
cha por causas comunes, es no haber comprendido el mandamiento
de la fraternidad y del amor cristiano. Rezar y reconocer a Dios como
Padre y, a su vez, Padre “nuestro”, es hacernos solidarios con el sentir
y el esperar comunitario.
La mesa, cuando se comparte, es algo más que un asimilar ali-
mentos o degustar recetas de cocina; bien mirado, comer se convierte
en auténtico rito de comunión. Sería triste un reparto por motivos o
sentimientos de lástima o de piedad. La petición va más allá de eso.
La verdadera caridad no distingue ni mira condiciones, le interesa la
persona. ¿Podría Dios concedernos un bienestar cómodo para mejor
ver las diferencias entre unos y otros, entre los que piden o dejan de
hacerlo? Ciertamente no; el aspecto de comunidad, de pueblo que
proclama y pide el bien de cada uno, de todos, es lo que mejor define
212
Mt 25, 38-46.
139
nuestra relación con el Padre. En tal sentido, sí es cierto que la medida
espiritual y de trato con Dios dependen del compromiso que tenga-
mos con nuestros hermanos los hombres.
Sin embargo, no es menos cierto que nos topamos con una realidad
muy distinta a lo que proponemos como ideal. Con frecuencia la mar-
ginación, las injusticias, el dolor callado e incomprendido, son heridas
que denuncian lo que es una clara violación del derecho de una vida
digna. Ante esto, el cristiano nunca puede permanecer impasible y al
margen: sería traicionar la conducta y la palabra de Jesús. La fe en Él va
condicionada: hay que poner alma y corazón en el que sufre, en el po-
bre, en el fracasado, en aquél que más nos necesita.
Reducir el cristianismo a la creencia de una salvación individual
sería la más grave deformación que pudiéramos hacer del evangelio.
Por encima de conveniencias personales, se impone el amor y el bien
del conjunto; superando lo privativo y exclusivo nuestro, está la solida-
ridad y el respeto a los hermanos. Tal vez sea ésta la acusación más se-
ria que se nos pueda achacar a los cristianos a lo largo de la historia.
Sorprende, y es lamentable a la vez, cómo, teniendo en una mano el
evangelio del perdón, hemos levantado la espada con la otra, justifi-
cando lo que difícilmente halla justificación. Es la muerte un misterio, y
atreverse a provocarla presupone un privilegio que, por ahora, a nin-
guno se le ha dado. Pienso, por ello, que ésta es la asignatura pendiente
que todavía tenemos los cristianos. No lo olvidemos: la fraternidad y el
amor por encima de cualquier otra cosa. Puede parecer ambicioso el
compromiso, habida cuenta del profundo instinto de conservación y
del amor propio, pero hemos de intentarlo; sólo así, con este espíritu,
caminaremos; porque mirando adelante, y haciendo senda, revelamos
el síntoma que mejor define al cristiano, esto es, ser auténtico peregrino.
El pecado
213
212 Jaspers, K.: Der philosophische Glaube, Frankfurt, 1958, págs. 54 y ss.
140
Sin embargo, en medio de esta limitación, nos dolería que nos
tratasen de irreflexivos. Más que de imposiciones, solemos abogar
por las propias iniciativas: somos libres.
Pero es la libertad un concepto que está al margen también de
toda constatación científica. Desde fuera, e independientemente de la
responsabilidad del individuo, la libertad no tiene pruebas. Ser libre
es algo que se siente, es campo que pertenece a la conciencia, es ca-
pacidad espiritual para tomar decisiones ante valores conocidos. Por
eso, al obrar, tenemos múltiples ocasiones de advertir lo que nos es
útil o nocivo, justo o injusto, lo que es el deber o lo que se constituye
en falta. En este sentido, del hombre se ha llegado a decir que, a pe-
sar de todas las leyes de la causalidad, es, y seguirá siendo, un ser
radicalmente imprevisible. Por la libertad que posee, el “sí”, que aca-
so se esperaba, resultó un “no” desconcertante. El bien que se hacía
en un principio, derivó en abuso y en pecado.
Una mirada al entorno nos acusa y denuncia que no somos lo que
debiéramos. Todavía se abusa contra Dios y contra el hermano. Con-
tra Dios, porque se desprecia el curso y las obras que de Él salieron. Se
ha pecado y se peca. Se ha hecho injusticia y se la sigue haciendo, se
peca de forma personal y colectivamente. Persecuciones, guerras, fríos
enfrentamientos, masacres; de todo ello es testigo la historia. Quien
diga que el pecado no existe, miente. El odio, la lucha de razas y de
clases son úlceras y tumores que todavía nadie ha podido extirpar.
Que se deban únicamente a impulsos de aberraciones psíquicas, como
alguien ha dicho, nos parece respuesta demasiado fácil. Las situacio-
nes son a veces tan claras y limpias, que mancharlas es signo inequí-
voco de algo que creemos más profundo, esto es, de la falta de amor y
de un exceso de medro personal traducido en aversión indiscrimina-
da, lo que no quiere decir tampoco que comprendamos en su origen
todas las facetas y móviles del mal. Nuestra inteligencia se ve impo-
tente para hacer suya la comprensión y el porqué de ir contra corrien-
te. El mal, por más que nos roce de continuo, siempre será un proble-
ma difícil. Pero el hecho está ahí, con su actualidad y con su historia,
con lo que tiene de humano y con lo que deshumaniza.
También la Sagrada Escritura, en cierto modo, es una historia del
mal, una historia del pecado. La fidelidad de Yahvé hacia el pueblo
escogido se ve con frecuencia olvidada y rota. Fluye por doquier la
irresponsabilidad y el incumplimiento a lo pactado. En ocasiones se
violenta el problema de fondo por el interés del momento. Son sin-
tomáticas expresiones como éstas: “Es un pueblo de corazón extra-
viado, de dura cerviz, como una esposa infiel”.
141
El pecado es un hecho tan al alcance y fehaciente a la vez que
nadie pone en duda; por eso, al hablar de él, usa el Antiguo Testa-
mento una terminología acorde con la convivencia y relaciones
humanas: se le da el nombre de ofensa, iniquidad, falta, injusticia,
abuso, etc. El pecador no es otro que aquel que ha hecho mal, que ha
faltado a los ojos y presencia de Dios.
Si nos fijamos en el relato del Génesis, en el pecado de Adán, es
fácil percibir el contraste entre la donación que Dios hace al hombre
y la violación por éste de uno de los preceptos: “No comáis de él ni lo
toquéis, no vayáis a morir” 214.
Ahora bien, más que el hecho externo, lo que la Biblia resalta es
la intención que les guía al acto de desobediencia. Si el hombre y la
mujer van en contra del mandato es porque pretenden ser “como dio-
ses”, porque deseaban conocer el bien y el mal, poniéndose como
medida de lo bueno y de lo malo, porque querían ser dueños y seño-
res: que nadie se interpusiese, aun a costa de romper con su creador.
Es la desconfianza lo más grave; es la postura que toma el hom-
bre. Nada quieren ya saber Adán y Eva de amistad, de amor, de rela-
ción con el que les ha dado lo que tienen. Frente a sí han colocado a
un antagonista, a un rival. Creyendo en la sugerencia que se les hace,
caen en la tentación: “comed, porque el día que esto hagáis, se abrirán
vuestros ojos y conoceréis toda la verdad”. “Seréis como dioses”. Que des-
pués se pase a los hechos, en cierto modo es menos importante; ya
antes estaba desviado su corazón.
Pues bien, a raíz de aquel primer mal pensamiento consentido, la
situación es ya completamente otra. Sin que todavía haya hecho acto
de presencia, sin que haya hablado Yahvé, se esconden; la iniciativa
vuelve a ser nuevamente personal, procuran no saber del pasado al
tiempo que ratifican el deseo mutuo: no querer el encuentro. Pero
comprobarán entonces que la palabra de Dios es voz legítima, veraz,
y que no guarda sólo las apariencias. Lejos de él no es posible ya
“tender la mano al árbol de la vida”215. Fue el primer pecado que nos
describen las Escrituras, la primera ruptura y, con ella, la triste reali-
dad de la muerte. Lo que tampoco quiere decir que por esta descrip-
ción vayamos a comprender todo el problema que el mal encierra; es
éste un misterio que supera toda comprensión y saber humanos.
Además, dentro del rechazo de la criatura hacia el creador, hace su
presencia también el espíritu del mal: Satán, que predispone y tienta.
Pero esta vuelta atrás, esta exclusión y ruptura nadie podría su-
perarla sino aquel que posee la sobreabundancia en el amor. Por eso
214
Gen 3,3.
215
Gen 3,22.
142
es nuevamente Yahvé quien, así como antes había sido pródigo en
ofrecer bienes al hombre, no quiere ahora tampoco, en su miseri-
cordia, dejarle sin una nueva esperanza.
Cierto que una vez que el pecado ha hecho su aparición en el
mundo, tenderá también a extenderse y proliferar, pero no se hará
dueño. El bien, la bondad y el amor acabarán por imponerse. La vo-
cación de Abraham, escogido para dar vida a un nuevo pueblo, es
señal inequívoca de la preocupación y del designio amoroso de Dios.
“Y dijo Yahvé a Abraham: Sal de tu tierra, de tus parientes, de la casa
de tu padre, para la tierra que yo te indicaré; yo te haré un gran pue-
blo”216. Una vez más la iniciativa en la oferta viene señalada por la
mano generosa de Dios. Vencerá al mal con el bien, que diría Pablo.
También el pueblo de Israel usará de una misma lógica en su
actitud frente a las promesas. Después que Yahvé le colma gratuita-
mente de sus bienes, le hace el “hijo primogénito de Dios” 217, siendo
pecador como lo podían ser los otros pueblos; no es lo leal que de-
biera esperarse en cuanto a correspondencia. Israel se olvida y se
cansa, le falta fe y prefiere un Dios a su modo; lo demuestra ya la
petición que se hace a Aarón para que presente ante el pueblo algo
distinto de lo que antes se le había enseñado: “Haznos un dios que
vaya delante de nosotros”218. En contraste también con el alimento
que Dios les da milagrosamente, prefieren una comida elegida por
ellos. Añoran los ajos y los puerros de Egipto y les parece estar pri-
vados de todo porque sólo pueden recoger el maná219.
Comprendemos, sin embargo, que toda esta actitud general
apuntaba a algo más profundo y radical. Israel se niega, se vuelve
inflexible para ser conducido, aunque este guía sea el mismo Dios
que les libró de ser esclavos. No quiere ser conducido y, por ello,
ignora también lo que le serviría para comprender el sentido de su
esperanza.
De espaldas a su Dios, Israel va a sentir lo que con el tiempo
percibe el que vive al margen y nada quiere saber de los demás:
será víctima de su propia soledad y fracaso. Con todo, Yahvé no es
un Dios que olvida; seguirá fiel a la Alianza por más que tenga que
enviar profetas que levanten la voz y denuncien. Se oponen éstos a
los abusos del pueblo infiel, a las infracciones públicas e individua-
les, a su pecado. Era, por decirlo así, la lección de Dios enseñada
216
Gen 12, 1-2.
217
Ex 32,1
218
Dt 7,8.
219
Num 11, 4-6.
143
por hombres de carne y hueso y en un tono que cualquiera podía
entender. Denunciaban, además del alejamiento de Dios, la menti-
ra, la violencia, el homicidio, el adulterio, la usura; en una palabra,
todo aquello que pudiera impedir la sana convivencia y mutuo res-
peto.
Desde esta perspectiva de la revelación, aparece claramente
el pecado como una violación de las relaciones interpersonales. El
hombre mira los propios intereses independientemente de que este
logro pueda lesionar a los demás. Por eso el anuncio profético grita
casi siempre en esta dirección: se pide la vuelta atrás, que se rectifi-
que, que se caiga en la cuenta, que haya auténtica “conversión”. Pero
Yahvé se revela también como un Dios celoso220, lo cual significa una
constante atención y solicitud por los problemas y sentimientos más
profundos del hombre. Respetando siempre la libertad de cada uno,
nunca le dejará de su mano. Se le pide, sí, docilidad a la llamada, que
se deje conducir, corresponder en el amor. Pero aún faltando y
alejándose de él, Dios sigue pensando en el retorno; sus celos no son
otra cosa que la consecuencia de su amor.
El paso hacia el Nuevo Testamento nunca podría haberse dado,
y menos vislumbrarle nosotros, de no ser por esta solicitud amorosa.
Es un misterio tan divino el de la Encarnación, que sólo por amor
podría haberse hecho. “Porque hasta tal punto amó Dios al mundo que le
dio a su Hijo unigénito”221.
Plenamente, el Hijo de Dios asume nuestra condición humana
para hacerse, a excepción del pecado, uno con todo lo nuestro. En
virtud de este acercamiento, cada hombre, cada uno en particular,
venimos a ser un “tú” que a Dios interesa como verdadera imagen
suya. A través de Jesús, Dios incorpora una biografía humana, y la
historia del hombre va a ser, desde este momento, camino e historia
de Dios.
Enviado por el Padre, Jesús toma la condición de siervo; pero es
en este servicio donde encuentra el camino para “librar al hombre
del pecado”. Desde el comienzo de su predicación ya le vemos en
medio de los pecadores. Marcos así nos lo expresa en las primeras
páginas de su evangelio: “No son los sanos los que necesitan de médico,
sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos sino a los pecadores”222.
La palabra de Jesús era ineficaz y se volvía impotente sólo ante quien
rechazaba la luz o se creía lo suficientemente justo como para no ne-
220
Ex 20,5; Dt 5,9.
221
Jn 3,16
222
Mc 2,16.
144
cesitar de nada ni de nadie. La parábola del fariseo y el publicano
dan razón sobrada de ello. Mientras la piedad del publicano alcanzó
la reconciliación y una confianza nueva, esto no fue posible con la
presunción del fariseo223.
Por encima de fórmulas o preceptos legales, Jesús proponía la
rectitud de corazón. El pecado estaba en la intención, en la interiori-
dad del mismo ser. Es desde allí, y en su fondo, donde se provocan y
nacen las infidelidades, los robos, las envidias, las injurias, toda la
falta de moral224.
Dar pleno cumplimiento a la Ley suponía un mirar más alto y ver
que los motivos de ir al Padre son otros de los que una fría observancia
podía ofrecer. Del pecado, el hombre empieza a liberarse cuando lo re-
conoce como propio y pide perdón de él. Y no es que esto sea sustraer o
reducir a la persona, más bien -diríamos -, es lo contrario; nunca el
hombre se mide mejor que volviendo sobre sí y practicando la sinceri-
dad. Ser leal y claro es una virtud que dignifica. No en vano Jesús, en la
oración del Padrenuestro, nos enseña a reconocer las propias faltas y
perdonar de corazón, como también lo deseamos para nosotros por
parte del Padre. “Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdo-
namos a los que nos ofenden”.
Sería, sin embargo, un error creer que el planteamiento que aquí
se hace es una especie de contrato donde la persona adquiere unos
derechos a tenor de los actos realizados, algo así como una justa esti-
pulación por el trabajo a convenir. De ser así, caeríamos en la misma
forma de pensar del fariseo, tan opuesta a la enseñanza y predica-
ción evangélica. Más bien, la solución la encontramos en el rey de la
parabola, perdonando la deuda del siervo que le suplica una tregua
más larga para pagarle225. Ha de ser nuestra postura una actitud
siempre comprensiva para quien se acerque y nos pida que usemos
de misericordia, lo cual, en nada quita para que estemos en nuestro
puesto; el rey, que primeramente perdonó, se vuelve después contra
el siervo por su abuso y su mala conducta ante quien le suplicaba
tuviese paciencia y comprensión226. Si de alguien hemos recibido el
perdón, lo normal y lógico es que el ejemplo cunda en nosotros; es, al
fin y al cabo, la clara lección que se desprende de la parábola.
Cierto que el evangelio de la misericordia escandalizó y continúa
escandalizando a los amantes de lo legal y de lo estricto, a los que su-
223
Lc 18, 10-13.
224
Mc 7, 21-23.
225
Mt 18, 23-26.
226
Mt 18, 28-34.
145
pervaloran lo racional a expensas de desatender las llamadas del co-
razón, a los que ven únicamente lógico que se dé a quien primero dio y
se perciba de aquel al que un día prestamos. Pero la enseñanza de Jesús
no iba por ahí; El predicaba, ante todo, la salud y el perdón de los débi-
les: “No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos, no he venido a
llamar a los justos, sino a los pecadores”227. Lo que a primera vista podía
parecer arbitrario o improcedente, se hace objeto de amor en su mensa-
je.
Sabemos que en tiempo de Jesús se conceptuaba a los pecadores
en atención a la clase o grupo social al que pertenecían. En primer
lugar, y como privilegiados, estaban los judíos, quienes, merced a
ciertas prácticas penitenciales, siempre abrigaban la esperanza de al-
canzar perdón de Yahvé. Les seguían los gentiles, cuyos pecados les
eran más imputables y, por consiguiente, con débiles esperanzas de
indulgencia y de piedad. Por último, los judíos, cuyas prácticas les
habían igualado a los paganos. Para éstos la esperanza había dejado
de tener sentido; las puertas de la misericordia se habían cerrado y
era inútil ya la penitencia. Los publicanos y las prostitutas, entre
otros, quedaban incluidos en esta última categoría. Pero he aquí que
Jesús, rompiendo moldes que definían y clasificaban, dice a los su-
mos sacerdotes y a las autoridades judías que le interpelaban en el
templo: “Os digo que los publicanos y las prostitutas entrarán antes que
vosotros en el Reino de los cielos”228. Las palabras aquí no tienen el doble
sentido de otras ocasiones; son directas y explícitas como podía serlo
el lugar público y conocido donde ellos se encontraban.
Es verdad también que a veces el evangelio parece revelarnos
una justicia conmutativa, atenta sólo a pagar las obras que primera-
mente se contrataron: “La medida que uséis la usarán con vosotros”229(Mt
7,2). “No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condena-
dos; perdonad y se os perdonará”230. Sin embargo, todo esto se ha de en-
tender en la medida en que seamos consecuentes, que sepamos per-
manecer en actitud paralela con Dios y con nuestros hermanos, los
hombres. Adoptar formas dispares entre la realidad humana y el
compromiso con lo divino no se entendería, sería contradecir el sig-
nificado de las propias obras. Pablo recomendaba: “El Señor os ha per-
donado, perdonad también vosotros”231.
227
Mc 2,17.
228
Mt 21,31.
229
Mt. 7,2.
230
Lc 6,37.
231
Col 3,13.
146
Es claro: la medida que usemos en favor de nuestro prójimo será,
sin duda, la tasa donde se prueba nuestra fidelidad hacia Dios. En
realidad, nuestra historia será siempre una historia de cómo hemos
practicado las obras de misericordia con el hermano. El perdón, co-
mo el pan, ha de pedirse para todos; es el pueblo entero quien nece-
sita, además de senda segura, ilusión para caminar.
En atención a esto, Jesús es la respuesta, es la palabra del Pa-
dre que se revela como “buena noticia” y que viene sobre todo para
amar e ir en busca de aquello que más estaba en olvido; para ir tras
el pobre, el enfermo de lepra, los pecadores. Fue la de Jesús una acti-
tud tal que a partir de entonces a los humanos se nos reveló una
nueva faceta divina, se hizo presente el amor sobre cualquier otra
posible ley imaginaria.
La tentación
147
Ya las primeras páginas del Génesis, al mostrar la desobediencia de
nuestros primeros padres, son, de por sí, el relato de una tentación. La
serpiente, como protagonista del drama humano, asume el papel de
tentador. Ella es el símbolo que personifica al espíritu del mal, si bien el
texto no nos permite determinar más claramente el modo y el cómo de
esa especial personificación. Pero, ajustándonos a las descripciones, sí
podemos afirmar que el inicio de la tentación es una incitación a la du-
da. Induce a desconfiar y, por la desconfianza, a la autoafirmación y
desobediencia232.
Posteriormente, y aunque de forma distinta, Abraham es sometido
también a prueba, pero la fidelidad del patriarca y su absoluto abando-
no a los planes del Señor hacen que sea el siervo fiel que recibe la ben-
dición por su firme creencia en la palabra: “Por haber hecho esto, por no
haber librado ni a tu propio hijo, a tu unigénito, te bendeciré y multiplicaré tu
descendencia como las estrellas del cielo y las arenas de la playa”233.
Otro tanto sucede al justo y piadoso Job que, en medio de la enfer-
medad y el infortunio, confía en la providencia de Yahve. Ni la pérdida
de posesiones ni el dolor físico fueron capaces de apartarle de la con-
fianza firme que él primeramente había puesto en su Dios: “Yahvé me lo
dio, Yahvé me lo quitó. ¡Bendito sea el nombre de Yabvé!”234. Podemos dar-
nos cuenta de que, a la hora de probar al hombre, y a diferencia del re-
lato del Génesis, es Dios quien lleva aquí la iniciativa. Satán, como espí-
ritu que induce, queda relegado a ser el impugnador del proceso del
plan divino sobre los hombres. Más todavía: es a partir, sobre todo, de
la literatura sapiencial, donde la tentación va a ir perdiendo su primiti-
vo gravamen en pro de una pedagogía que Dios ofrece a sus elegidos:
“Al que teme al Señor no le sobrevendrá la desgracia, y si es puesto a prueba, le
librará el Señor”235. “Pues tú, ¡oh Dios!, nos has probado, nos refinaste como
refinan la plata”236. A veces se llega hasta pedir al Señor que mande sus
purificaciones para mejor disponer el espíritu: “Ponme a prueba, Señor,
escrútame y aquilata mis entrañas y mi corazón”237. Es el concepto que aho-
ra se tiene de honestidad el que ha provocado una nueva adaptación a
los términos en uso. La tentación ahora, al menos en su concreta expre-
sividad, poco tiene que ver con lo manifestado en las primeras páginas
de la Biblia. Mientras allí el protagonista era Satán, ahora es Dios quien
pone las pruebas y evalúa.
232
Gn 3, 1-7.
233
Gn 22, 16-17.
234
Job 1, 21.
235
Ecl 33,1.
236
Sal 66,10.
237
Sal 26,2; 139,23.
148
Sin embargo, en el Nuevo Testamento se vuelve a señalar al ma-
ligno, a “Satán”, como al principal provocador de las tentaciones; se
le nombra como príncipe de este mundo, el abierto enemigo de Dios.
En él hunde su raíz la mentira, las persecuciones, el dolor y todo
aquello que es para el cristiano infidelidad y amenaza. Santiago ad-
vierte claramente: “Dios no tienta a nadie; si alguno es tentado lo es por
sus propios deseos y concupiscencias que le atraen y seducen”238.
149
El hecho de que Jesús, siendo el Mesías, podía ser tentado, no
constituía objeto alguno de discusión; al contrario, cualquiera me-
dianamente entendido en las Escrituras sabía que ésta era una idea
muy bíblica y de aquí el interés de las primeras comunidades cristia-
nas por transmitir lo que ellos consideraban, en cierto modo, natural
y hasta lógico. La narración, por ello, no se limita a describir unos
episodios mejor o peor elaborados; lo principal es la enseñanza que
se pretende para aquella comunidad amenazada con pruebas de to-
do tipo. Debían mantenerse fieles al mensaje y a la tarea que se les
había encomendado. A este propósito, podemos recordar las pala-
bras transmitidas por Marcos, donde Jesús recrimina y rechaza a Pe-
dro con las mismas expresiones usadas en las tentaciones del desier-
to. “Retírate, Satanás, pues tus pensamientos no son los de Dios, sino los
de los hombres”240. Directamente, la oposición de Pedro a la Pasión de
Jesús coincide con la intención del tentador en el desierto; esto es,
apartarle del camino y obediencia señalados por el Padre. Sin em-
bargo, esto no quita para que nosotros nos preguntemos por el por-
qué de las pruebas de Jesús. ¿Acaso no vivía Él dentro de la más
acorde identificación con la voluntad del Padre? ¿Tenía el Hijo algu-
na posibilidad de ir en contra del proyecto asumido? ¿Qué alcance
real puede darse a sus tentaciones?
Al margen del misterio del Dios encarnado, evidentemente la so-
lución nos sobrepasa, nunca la hallaríamos de no tener presente en
Jesús su condición de hombre. En efecto, asumir nuestra naturaleza
no es tomar algo ficticio o abstracto, sino que es comprometerse con
una realidad marcada ya por la historia de las transgresiones huma-
nas. En este sentido, además de lo que puede haber de inquietud por
las cosas elevadas y de sentido transcendente en aquello que se asu-
me, también se actualiza lo que marca nuestra limitación y de apego
a lo material y de aquí abajo. Todo esto es lo que hace suyo el Hijo en
el fiel compromiso que trae del Padre. “Dios envió a su propio Hijo en
una condición pecadora como la nuestra”241.
Las pruebas, como es lógico, acaecerán directamente en lo humano
de Cristo, aunque por ser humanidad de Dios, incidirán también indi-
rectamente en la divinidad del Hijo. Al tomar nuestra condición y
hacerse uno con lo nuestro, era normal también que las limitaciones
que a nosotros nos demarcan y ponen límite, le restringiesen a Él. Por
tanto, si nuestra condición se concretiza en no ver suficientemente cla-
ro, en tener que esperar, en seguir en medio de no pocas sombras,
como son las que cubren nuestro camino, deduciremos que Jesús ex-
perimentó, en toda su profundidad, las barreras y acotaciones
humanas. Es evidente que su opción personal nunca podía desviarse
240
Mc 8,33.
241
Rom 8,3.
150
del compromiso contraído; pensar lo contrario sería una contradic-
ción y un desafío a su misterio profético. Las tentaciones en el no
pueden interpretarse como reales solicitudes al mal; sería un gran
error si así lo entendiésemos. Jesús no podía ir en contra de lo que
era por naturaleza.
Pero, en su fidelidad hacia el Padre, sí podía Jesús padecer la
espera, la búsqueda y el modo de concretizar históricamente la vo-
luntad de Dios. Aquí sí tuvo sus pruebas y tentaciones, pruebas de
parte de los fariseos que no entendían la razón y el modo de pre-
sentar su mensaje; pruebas de las autoridades judías, de sus mis-
mos discípulos y de todos los que esperaban espectacularidad y
dominio en su evelación y mensaje. Sobreponerse a esto y encontrar
el modo adecuado de plasmar progresiva e históricamente su fide-
lidad, claro que supuso intensa oración y continua docilidad a los
designios del Padre. En la Carta a los Hebreos se lee: “Aun siendo
Hijo, sufriendo, aprendió a obedecer”242.
Más que de hechos aislados, fue la tentación en Jesús ese anta-
gonismo que tuvo que superar por mantenerse fiel en su dilatada
aceptación del compromiso, y esto sí le supuso dolor; suponía espe-
ranza en medio de la oscuridad y revelaba que la fidelidad y el
amor están por encima de cualquier reto o desafío. También, y en
atención a ese saber estar, Jesús se convertía en modelo y norma
para saber a qué atenernos y cómo superar nuestras pruebas.
Por último, existe también en la Escritura una tentación provocada
por el hombre y que va dirigida expresamente a Dios. Puede afirmarse,
a tal respecto, que si en algo se le censuró a Israel, no fue por otro moti-
vo que por haberse atrevido a tentar a Yahvé. Por más que las muestras
de fidelidad hacia el pueblo eran reveladoras de su amistad y confian-
za, éste no siempre supo responder a esa presencia protectora. “Enton-
ces el pueblo protestó a Moisés diciendo. "Danos agua para beber". Pero
Moisés les respondió. "Por qué me discutís? ¿Por qué tentáis a Yahvé?”243. No
tentéis al Señor, vuestro Dios, como lo tentasteis en Masá”244. También Pablo
se hace eco de este sentir, y recomienda: “No tentemos al Señor como al-
gunos de ellos hicieron”245.
242
Heb 5,8.
243
Ex 17,2.
244
Dt 6,16.
245
1 Cor 10,9
151
Actualidad de las tentaciones
152
La actitud tercera es aquella que conjuga los elementos de base
con aquellos otros que buscan elevación y altura. Una cosa es asen-
tarse y conocer la tierra donde se pisa, y muy otra abrir campo a las
no menos justas aspiraciones del espíritu. Cierto que guardar estabi-
lidad y equilibrio exigirá medida y discreción; pero ésa es nuestra ta-
rea. Tensiones, actitudes difíciles, provocaciones, siempre estarán al
acecho. En realidad, son los momentos y las horas de tentación; por-
que son éstas, las tentaciones, el precio a pagar si queremos ser fieles
a nuestro compromiso con Dios. El pulimento y limadura de aspere-
zas es condición indispensable para el acabado de la obra. No es jus-
to ni propio mirar a las tentaciones como castigo o sanción, por más
que cueste y sea duro el sobreponerse a ellas. La tentación, más que
pena y correctivo, es ocasión para ensayar la obra que se nos pide; su
verdadero carácter es el de ser prueba acrisoladora, muy en sintonía
con la súplica y el deseo que expresa el salmista: “Ponme a prueba,
¡oh Yahvé!, y examíname, acrisola mis entrañas y mi corazón”246.
Afrontar así las tentaciones, es algo muy distinto de las acti-
tudes moralizantes, de temor o de miedo que, en no pocas ocasio-
nes, sirvieron de orientación catequética. Sin embargo, estas prue-
bas, tal como nos revela el contexto de la palabra inspirada, lejos de
ser carga y ocasión para debilitar nuestro espíritu, se convierten, o
deberían convertirse, en ensayos para mejor confirmar nuestra op-
ción por la causa divina.
De una u otra forma, seremos solicitados por opciones únicas y
exclusivas. Se nos inducirá hacia el abandono o hacia el medro per-
sonal y exclusivista, hacia lo más cómodo, o, lo que es peor, a ser
cómplices de la marginación o con aquél que fue objeto de abuso ma-
nifiesto. Pero, tengámoslo presente: no es que la desviación esté en la
incitación al mal, sino en su consentimiento.
Lógicamente, la materia y la carne se inclinarán por lo que les es
inherente y suyo; tenderán, a instancias propias, a eliminar otras más
altas aspiraciones. Pero también puede ser que el desvío acceda a noso-
tros por demandas exclusivas del espíritu. El desajuste es posible por
cada una de las vertientes. Y no es que esta tendencia a sobreponerse o
a hacer valer los particulares requerimientos tenga algo de anormal y
negativo en sí; prueba simplemente el dinamismo y la vitalidad de
nuestra naturaleza; más bien, el pecado va a consistir en ir contraco-
rriente, en no aceptar la propia limitación, en ceder al abuso o al atrope-
llo.
246
Sal 26,21.
153
Pero lo que sí es cierto es que la Historia de la Salvación es una
historia de caídas, de faltas y desobediencias, de pecados. Por más
que las promesas y la fidelidad a la palabra de Yahvé parecían ser
firmes por parte de su pueblo, su frecuente ruptura nos muestra la
debilidad e inconsistencia de los propósitos, al menos ésta es la voz
unánime denunciadora de los profetas.
En realidad, se ha pecado históricamente y se sigue cayendo en
los mismos o parecidos abusos. El Concilio Vaticano II, haciéndose
eco de este sentir, comenta:
“Toda la vida humana, la individual y la colectiva, se pre-
senta como lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el mal,
entre la luz y las tinieblas. Más todavía, el hombre se nota inca-
paz de domeñar con eficacia por sí solo los ataques del mal, hasta
el punto de sentirse como aherrojado entre cadenas. Pero el Señor
vino en persona para liberar y vigorizar al hombre, renovándole
interiormente”247.
Dejados guiar únicamente por los propios impulsos o las fuerzas
únicas a nuestro alcance, es fácil que la experiencia del fracaso no se
haga esperar. Debido a las consecuencias negativas que siempre aporta
cualquier pecado en el propio individuo y en el conjunto de toda la so-
ciedad, hemos de reconocer que la infección nos afecta de forma real e
inevitable; nos viene a suceder como a esos centros industriales donde
el grado de contaminación es tal que los seres que nacen, vienen ya
afectados por lo que respiraron sus padres. Con un grado mayor o me-
nor, el entorno donde hemos de movernos participa ya de las secuelas
que siempre dejan las desviaciones humanas: por lo cual, buscar reme-
dio y ayuda, lejos de minimizar el valor y la fuerza propia de cada in-
dividuo, dignifica a la persona. No es ser menos, ni dice nada en contra,
llamar a la puerta de otro para que nos oriente y señale el camino; al
contrario, es signo de convivencia. Por eso, Jesús enseñaba a rezar y di-
rigirse al Padre como condición previa para vencer la tentación. Aún
más, por haber experimentado Él mismo lo que supone afrontar con
dignidad las pruebas, nos da sobrado motivo para confiar en su ayuda,
al hacerse presentes las nuestras; nadie como Él puede ofrecernos una
confianza mayor. “Porque habiendo pasado Él mismo por la prueba del dolor,
puede ahora ayudar a quien la está pasando”248 (Heb 2,18). “No se turbe vues-
tro corazón. Pues creéis en Dios, creed también en mí”249.
247
Constitución pastoral Gaudium et Spes, n. 113
248
Heb 2,18.
249
Jn 14,1.
154
Una última súplica: “Líbranos del mal”
155
mente reciente en la crítica católica de hoy. Por eso, y antes de cual-
quier posible sugerencia, será conveniente analizar la relación y con-
notaciones históricas del carácter significativo de los “daimones".
a) Antiguo Testamento
250
“Ved que se trata de los dos “espíritus” primitivos que han sido conocidos y declarados
desde antiguo, de siempre, en todo tiempo como una pareja que combina sus esfuerzos
opuestos, y, sin embargo, cada uno es independiente en sus obras. Los dos son uno mejor y
otro peor, tanto en pensamientos como en palabras y obras. Entre ambos , pues elija bien
el que desee obrar sabiamente. Escoged, por tanto, con el mayor cuidado, no como los que
lo hacen mal a causa de practicar el mal en todo cuanto realizan.
Cuando se reunieron los dos Espíritus allí al principio de las cosas para crear la
vida y la esencia de la vida y para determinar cómo debería ordenarse el fin del mundo
(destinaron) la peor vida (el Infierno) para los malos, y el Mejor Estado Mental (el Cielo)
para los buenos”.
El Avesta, Textos relativos al Mazdeísmo o Zoroastrismo, primera de las grandes religio-
nes, Madrid 1974, pág. 38.
156
dor”, una especie de ángel que denuncia a Yahvé la conducta de los
hombres. “Y me hizo ver a Josué, el sumo sacerdote, que estaba en pie de-
lante del ángel de Yahvé y tenía a su diestra a Satán para acusarle”251.
Nótese que esta idea de “Satán” se va haciendo cada vez más
concreta; aún más; se la restringe y se la personifica. Abandonan-
dose, en cierto modo, la discreción primitiva, se pasa ahora a un ente
determinado y explícito: “el Satanás”, un ser pervertido, radical y
abiertamente opuesto a los planes de Yahvé. A partir de aquí, la
mentalidad judía va a elaborar un nuevo concepto; el nombre con el
que se le designa ahora es “el tentador”, que, bajo la forma de ser-
piente, incita a nuestros primeros padres a rebelarse contra Dios.
La oposición entre Yahvé y “el tentador” o “diablo” -así lo tra-
ducen los setenta- no podía ser más opuesta y radical. El diablo -ya en
forma sustantivada-, se opondrá a toda obra que vaya dirigida por la
mano de Dios. Los planes diabólicos serán los contrarios, los más
opuestos al diseño divino; mientras el camino de Dios guía a los hom-
bres a la verdad, el poder del diablo tiene en la mentira su trono. Al
bien siempre le hará resistencia la fuerza del mal.
Pero donde más detalladamente viene expresada esta demonología
-ayudándonos para mejor comprender la mentalidad de este último
período-, es precisamente en los textos extrabíblicos. Resultan curiosas,
por ejemplo, las referencias que se hacen en los manuscritos del Qum-
ran. Se concibe aquí al mundo dividido en dos campos: uno, el de los
ángeles de la luz; otro, el de los ángeles de las tinieblas. Mientras aqué-
llos ayudan y protegen a los hombres que tienen como horizonte la fi-
delidad de Dios252, los ángeles de las tinieblas se convierten en sus más
radicales enemigos.
Pensaba también esta Comunidad del Qumran que el pecado,
una vez cometido, era un triunfo de los ángeles malos por haber ce-
dido la persona a sus instancias e influjo253, y donde sobresale Belial
como auténtico jefe. Por eso, la primera condición exigida a sus
miembros era la renuncia a los “demonios” y la consiguiente ad-
hesión a los ángeles protectores.
251
Zac 3,1
252
Qs 3,21.
253
Qs 3,19,27.
157
b) Nuevo Testamento
254
Mc 1, 23-24.
255
Mc 5,2-3.
158
“Había justamente allí una mujer poseída, desde hacía dieciocho años, por un espí-
ritu que la tenía enferma, tan encorvada que de ninguna manera podía enderezar-
se”256.
Pero comprendamos que todos estos textos, más que ofrecer na-
rraciones explicativas de lo que son los demonios, son enseñanza te-
ológicas; la finalidad de presentar estas lamentables situaciones
humanas es hacernos ver lo lejos que de ellos está la auténtica ima-
gen divina. Tampoco es que quieran expresar la manipulación de los
actos humanos, dejando de valorar la propia conducta. En realidad,
nunca se identifica al pecador con el “poseso”, al contrario, en medio
de toda transgresión, es la libertad quien, en última instancia, opta y
decide en las acciones.
Otra idea muy arraigada a lo largo de todo el Nuevo Testamento
es la convicción, como ya dijimos, de que Jesús había sido el gran
vencedor contra los poderes del mal. Aparece el más fuerte para
vencer al fuerte, así, cada derrota, cada expulsión del enemigo, su-
ponía un paso más hacia la victoria final. Era como si frente al domi-
nio y la amenaza se hubiera antepuesto una segura y firme garantía
en el triunfo. Cristo había vencido definitivamente al mal, y, por lo
tanto, su protección era segura.
Al mismo tiempo, este poder y esta fuerza Jesús la comunica tam-
bién a sus discípulos. Junto al encargo y misión apostólica, les da unas
potestades. ”Volvieron muy felices los setenta y dos, diciendo: “Señor, en tu
nombre sometimos hasta los demonios." A lo cual jesús les contestó: "Ya vehía
caer a Satanás del cielo como un rayo”257. La conciencia de haberle vencido
es clara; más aún, la fe y seguridad que ofrece a sus discípulos para
que caminen sin miedos ni sobresaltos es también manifiesta. “No
tenéis que temer -les dice-. Nada podrá haceross daño”258; lo cual no sig-
nifica que las pruebas y las luchas vayan a serles comodas. A la hora
de tomar opción y tener que afrontarlas, necesitarán ayuda; pues
aunque es cierto que el poder de Satán ha sido vencido, todavía con-
tinúa en su provocación hasta la definitiva prueba final; hasta enton-
ces, sembrará cizaña en medio del trigo, pastará entre los corderos,
intentará disfrazarse y fingir. De aquí la precaución y el cuidado, la
súplica en esa implacable lucha contra el mal.
En Pablo la fuerza demoníaca viene expresada en la oposición de
la luz y las tinieblas, pero entendiéndolas como dos posibles opcio-
nes donde cada persona, al adherirse a una, ha de estar necesaria-
mente contra la otra: ¿Acaso puede unirse la justicia con la maldad? ¿Pue-
den estar juntas la luz y las tinieblas?, ¿haber armonía entre Cristo y Sa-
256
Lc 13,11.
257
Lc 10, 17-18.
258
Lc 10,19.
159
tanás? Pablo ve el elemento y la acción demoníaca en la dureza del
corazón que impide al hombre la búsqueda de la justicia y el amor.
Satán actúa en la historia como si se tratara del “misterio de la iniqui-
dad”259 Es él quien le impide, en ocasiones, llevar a término el proyec-
to de sus viajes, el que le tienta, el que le asalta con peligros y aun
con la misma enfermedad.
Cierto que las cartas católicas aluden más ocasionalmente a “Sa-
tanás”, pero sin eliminar esa línea de vigilancia y prevención. “El
demonio, como león rugiente, ronda buscando a quién devora”260. Se ex-
horta aquí a no dejarse sorprender, a tener precaución y no ser presa
de nuestro enemigo mayor: el “espíritu del mal”.
Las descripciones del Apocalipsis, en su visión propia del mun-
do, nos muestran la dramática lucha final entre la “antigua ser-
piente”, Satanás, y la persona de Cristo, perseguido ahora en aque-
llos que le siguen y que pusieron su confianza en la nueva revela-
ción. Es necesario cerrar cualquier acceso e impedir la entrada de
Satán. La lucha será implacable, pero el final terminará siendo conso-
lador. “El río de la vida brotará del trono de Dios y del Cordero... Ya
no habrá noche, ni luz de lámpara o de sol, porque el Señor Dios irra-
diará sobre ellos, y reinarán por siempre jamás”261.
160
Por otra parte, concretizando más, y teniendo como punto de re-
flexión las distintas jerarquías angélicas, tanto Ambrosio como
Agustín creyeron que fue un arcángel265, idea no compartida por
Gregorio Magno, para quien la categoría de “Satán” era la propia del
querubín, opinión ésta que más tarde la defendería el mismo Tomás
de Aquino al considerar que el querubín comportaba en sí la posibi-
lidad del pecado266. Tampoco faltaron conjeturas curiosas como aqué-
lla de Lactancio, quien creyó que “Satán” sería el segundo Hijo de
Dios y, por tanto, hermano de Cristo, que había sido el pri-
mogénito267.
Esta misma curiosidad que les llevó a interesarse por la escala o
el puesto ocupado por el demonio en las distintas especies de ange-
les, fue la que les impulsó a intentar descifrar cuál podría haber sido
el pecado que provocó el alejamiento divino. Se creyó, en principio,
que este espíritu angélico no cumplió su cometido en aquello que se
le había encomendado, o también que sintió celos del hombre al ver
cómo éste había sido creado a imagen divina268.
Relacionando esta desobediencia con la creación del hombre,
Francisco Suárez, ya en el siglo XVI, opina que este pecado ha de co-
nectarse con el hecho de la encarnación, al no poder “Satán” admitir
la realidad de Cristo, futuro hombre-Dios, como le había sido ante-
riormente revelado269. Pero, aunque tal actitud es una clara manifes-
tación de desobediencia, la mayor parte de los autores interpretaron
esta postura como de afianzamiento autosuficiente y de soberbia
frente al creador; razón para que se pusieran en boca de “Satán” las
palabras de Isaías, en las que se nos describe el orgullo y la presun-
ción del rey de Babilonia: “Subiré a los cielos y levantaré mi trono sobre las
estrellas, me sentaré en el monte de la asamblea y en lo último del aquilón. Subiré
hacia lo alto de las nubes y seré igual que el Altísimo”270.
Al mismo tiempo, junto a “Satán”, se creyó que otros muchos si-
guieron su camino. Interpretando el pasaje del Génesis 6, 2-4 de un
modo -hay que reconocer- bastante humano, se piensa que el pecado
de los ángeles se debió, según una opinión del judaísmo tardío, a las
263
Contra Celsum, VI, 44.
264
Enarratio in Psalmos, 103; Sermones, IV, 9 ss.
265
Moralia, XXXII, 47.
266
Samto Tomás.: Summa Theologica, I, 63,7
267
Lactancio: Divinae Institutiones, II, 8- 4 ss.
268
S. Ireneo: Adversus Haereses, III, 23,8; Tertuliano, De Pat., 5,
269
Suárez, F.: De Angelis, V, 12, 13.
270
Is 14,13 y ss.
161
relaciones sexuales con las hijas de los hombres271 . Naturalmente, no
a todos les parecía correcta esta suposición; al contrario, vieron
siempre su caída relacionada con la desobediencia a la misión que se
les encomendó272.
Común fue también la idea de que los ángeles fueron expulsados
del cielo. Se apoyaban, bien en las palabras de Jesús: “Veía a Satanás
caer del cielo como un rayo”, bien en la visión apocalíptica en que el
dragón barre con la cola el tercio de las estrellas273; reflexiones, por
otra parte, difíciles de ajustar al estudio de la situación y del contex-
to, pero que van a tener, sin embargo, una incidencia enorme en el
modo de representar las fuerzas del mal, por una parte, y aquellas
otras en pro del bien y la justicia de Dios. En efecto, siguiendo la vi-
sión apocalíptica, se generaliza la opinión, sobre todo a partir del si-
glo VI, de que es Miguel, con sus ángeles, quien lucha contra las
huestes de “Satán” arrojándolas de las moradas celestes, aunque
bien es verdad que serán los artistas, aprovechando esta fuente de
inspiración, quienes más contribuirán, con sus obras, a poner vida en
aquella lucha de Miguel contra la habilidad y estrategia diabólicas.
Por otra parte, y siguiendo la tradición de que los ángeles pecaron
por sus relaciones con las mujeres de la tierra, se distinguió a los demo-
nios de los propiamente ángeles malos; mientras éstos fueron transgre-
sores por violar lo que no debían, los demonios, por el contrario, eran
fruto de la unión de ángeles y mujeres; eran los llamados “gigantes”,
cuyas almas permanecerían después de su muerte para afligir y hacer
mal a los hombres; aunque, en realidad, tanto unos como otros eran
considerados, en su misma esencia, malos espíritus274. Además, al hacer
del aire su misteriosa morada, se pensó que su presencia acechaba por
todas partes, estando el mundo lleno de sus provocaciones maléficas.
Apoyándose en el relato de la tradición de judas, llegaron a creer que el
diablo tenía su asiento en el mismo corazón de los impíos275.
Ahora bien, por más que esta influencia diabólica se arrogase
poderes sobre las conductas humanas, se reconocía que no era tanta
la incidencia como para sentirse coaccionados y con miedo a la de-
rrota; más bien lo contrario: se llegaba por ejemplo a señalar como
cosa buena el que Dios permitiese estas pruebas, puesto que merced
a ellas se brindaba al hombre la ocasión de ganar el cielo mediante la
271
Atenágoras: Presb., 24,5; S. Ireneo, Adversus haereses, IV, 36,4; Clemente de Alejandr-
ía, Stromata III, 59,2; V, 10,2; Tertuliano, De cult. Fem., I, 2, 1-4; I, 4,1.
272
Orígenes: In Mathaeum, XV, 37; In Iohannem, XIII, 59-412.
273
Apo 12,4.
274
Tertuliano.: Apología, 22,8; 23,14; 29,1.
275
Lc 22,3; Jn 13,27.
162
victoria sobre su más declarado enemigo276, aunque siempre se re-
saltó la idea de que los límites permitidos por Dios al demonio nunca
sobrepasarían las fuerzas humanas; por consiguiente, con la ayuda
de Dios, a nadie se debería temer”277.
d) Enseñanza de la Iglesia
276
Orígenes: In numeros, XIV, 2.
277
Orígenes: Contra Celsum, VIII, 32; S. Agustín: De Trinitate, III, 8,13 y ss.
278
Denzinger-schönmetzer, 125-150.
279
Ibid. 1347-1348.
280
Ibid. 1521.
281
Ibid. 1523.
163
de las tinieblas282. Aún más, con expresiones tomadas de Pablo y del
Apocalipsis, muestra la historia del hombre como “una dura lucha contra
el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará..., has-
ta el día final”283.
Después del al Concilio Vaticano II, Pablo VI, consciente de las
ideas que van apareciendo en la Iglesia, el 15 de noviembre de 1972,
vuelve a recordar la larga tradición eclesial para decir: “Una de las
mayores necesidades (de la actualidad de la Iglesia) es la defensa contra ese
mal que llamamos demonio”284.
Sin embargo, y a pesar de estas declaraciones, no toda la crítica
católica se siente satisfecha. Cierto sector sigue creyendo que el pro-
blema permanece aún latente, sin resolver. Considera que la figurade
“Satán” es necesaria, pero sólo como función, como símbolo, nunca
como encarnación personal. Uno de los pioneros fue, sin duda, Ch. Du-
quoc, quien ya se adelantó a puntualizar en el año 1966:
282
Ad Gentes 3 y 14; ver allí la nota al n. 14.
283
Gaudium et spes, 37.
284
Discurso del 15 de noviembre de 1972, en “insegnamenti di Paolo VI”, 1168.
285
Duquoc, Ch.: Satan:symbole ou réalité, Lum Vie, 78-104.
164
Opta también por esta línea de pensamiento el exégeta católico
Rudolf Schnackenburg cuando escribe:
“Vuelve a cobrar actualidad la pregunta de si es necesario
entender a Satanás (prescindiendo de las concepciones mitológicas y
«humanizadas») como un poder espiritual personal o sólo como la
encarnación del mal, tal como éste se presente dominando la historia
a través de la actuación de los hombres. Yo hoy no defendería la pri-
mera opinión con tanto aplomo como en el pasado. El debate sobre la
desmitificación invita a la prudencia. El problema de hasta qué pun-
to se pueden y deben interpretar, de acuerdo con nuestros conoci-
mientos actuales, las afirmaciones del NT vinculadas a una concep-
ción del mundo ya superada, es muy difícil y un solo exégeta no
puede solucionarlo. Esto vale también para la discusión, encendida
nuevamente, acerca de los ángeles y de los demonios. La diversidad
de las afirmaciones, las formas estilísticas acuñadas previamente, las
múltiples raíces de las concepciones sobre Satanás, los demonios y
los «poderes”..., todo lleva a indicar que estamos ante modos de ex-
presión no interpretables al pie de la letra, como si tuviesen conteni-
dos reales”286.
Ahora bien, mientras que para algunos estas actitudes son exce-
sivamente atrevidas, otros, por el contrario, las consideran indecisas
y cortas, al no atreverse a eliminar definitivamente lo que creen ser el
fruto de elaboraciones mentales, con la única referencia que pueden
ofrecer los mitos. ¿Cuál debe ser, entonces, nuestra actitud? ¿A qué
atenernos?
Por de pronto, pienso que aquí, como en cualquier caso difícil, la
precipitación y las prisas serían los peores aliados. Sin embargo, una
cosa sí es evidente: que tanto la cara del bien como la cara del mal pre-
sentan rasgos perfectamente definidos, nunca se experimentan de for-
ma vaga e indefinida. El hombre hace el bien o hace el mal, busca o se
aparta de lo que debe; siempre, como responsables que somos de nues-
tros actos, nos las tendremos que ver con nosotros mismos en situacio-
nes concretas y, al mismo tiempo, diferentes.
Cierto también que el mal institucionalizado, el mal que se hace
regla, se tiende a concretizar y personificar. Precisamente por ello,
los autores anteriormente citados, comprendiendo la problemática,
intentan prevenirnos en la difícil tarea de interpretación y exégesis.
286
Schnackenburg, R.: Der Sinn der Versuchung Jesu bei den Synoptikern: “Schriften zum
Neuen Testament” München, 1971, 127.
165
Naturalmente que una simple lectura del evangelio nos traslada,
casi instintivamente, a una específica encarnación personal del de-
monio. Se consignan expresiones de los posesos en que claramente lla-
man a Jesús “el Santo de Dios”287 o “Hijo del Dios altísimo”288. Pero, ¿qué
clase de poderes, qué fuerzas operan aquí? De ser sinceros, hemos de
reconocer que superan nuestra comprensión: no lo sabemos. Sí nos
puede iluminar en nuestras conjeturas el “leitmotiv” y el fondo del
mensaje de Jesús. En efecto, lo que constituye la dirección fundamental
del anuncio, no es tanto la victoria sobre el demonio, cuanto la procla-
mación de la Buena Nueva; de este modo, los milagros y los signos que
Jesús realiza, más que triunfos sobre el “Maligno”, manifiestan la llega-
da del “Reino”. Pero, ¿qué o quién es el que impide y pone más obstá-
culos a su instauración? Es evidente que no es tanto el demonio como
ente personal cuanto las realidades provocadoras y malas que existen
en el hombre, como la autosuficiencia, el abuso, la injusticia, la insensi-
bilidad y la falta de fe o de amor. En esto es en lo que principalmente
nos debemos exorcizar.
No queremos olvidar tampoco que la maldad en el mundo fre-
cuentemente sobrepasa los límites de la persona; por encima de los
individuos están las instituciones malas que sobreviven al hombre
en particular. ¿Por qué es esto así? ¿Cuál es el motivo auténtico?
Frente a las dificultades que encuentra el exégeta, cabe concluir di-
ciendo que no es justo ofrecer soluciones y resultados a partir de una
única ciencia; la investigación y el respeto a los análisis desapa-
sionados podrán un día ofrecer lo que, de momento, son cuestiones
planteadas.
287
Mc 1,24.
288
Mc 5,7.
166
LOS MILAGROS
289
Heb 4m15
167
Ahora bien, suscribir o dar por supuesta la realidad de los mis-
mos no quiere decir tampoco que permanezcamos impasibles o ajenos
a la problemática que conlleva su estudio. Ofreceremos una opinión,
una hipótesis que, sin sernos propia, pienso que conjuga lo extraño y
sorprendente del milagro con lo que nos puede hoy aportar la ciencia.
Diremos también que, desde los presupuestos de la doctrina cató-
lica, no es reduccionismo en la fe ponerse del lado de aquellos que
piensan que los milagros están insertos en las fuerzas que Dios ha
puesto en manos de los hombres, en las profundidades de su natura-
leza. Pero, antes de llegar a una tal conclusión, será conveniente pri-
mero afrontar el análisis partiendo, sobre todo, de los milagros de
Jesús.
Ateniéndonos a las narraciones evangélicas, la clasificación de
los milagros más significativos es la siguiente:
168
¿Qué decir, entonces, de los milagros de Jesús? ¿Responden a la
descripción de los hechos? ¿Serán únicamente recursos literarios? En
realidad, no todos han coincidido en la interpretación de los mismos.
El milagro, como todo fenómeno que sorprende, ha dado lugar a
posturas dispares y contrapuestas.
a) Escuela mítica
Rechaza, en principio, toda historicidad, afirmando que las na-
rraciones de los milagros evangélicos son únicamente relatos miticos,
donde lo único que se pretende es, a través de sus descripciones, dar
a conocer el mensaje.
169
dente y llamativo, como veremos más tarde; pero el núcleo y el fon-
do de los milagros de Jesús es historia; nos lo avalan una serie de da-
tos que, por su conexión, seria improcedente negar. Nos apoyamos
en lo siguiente:
170
Según se desprende de Mateo, más bien diríamos todo lo contrario;
vemos cómo considera causa de aflicción y desgracia el que se tenga
que huir precisamente en invierno o en sábado294. La realidad del
mensaje es otra; surge la polémica ante la disyuntiva de anteponer el
precepto o la persona; y Él, al optar por la segunda, hubo de tener en
contrapartida la reacción de los amantes de la Ley. En definitiva, su
obrar era la consecuencia lógica de haber apostado por el hombre, de
haber hecho posible que la letra de los códigos no absorbiera a la
persona.
3. Significativas son también las palabras dirigidas sobre Coro-
zaín y Betsaida que nos transmite Mateo: “¡Ay de ti Corozafn, ay de ti,
Betsaida! Si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que en
vosotras, hace tiempo que se habrían convertido, cubiertas de sayal y
ceniza”295. La referencia a la “conversión” es evidente, y, por lo tanto, en
consonancia con la más pura predicación del mensaje evangélico. Co-
rozaín, que no parece importar a los evangelistas, en el sentido de que
ya no se mencionará en todo el Nuevo Testamento, sí tuvo importancia
en la predicación de Jesús al sentirse profundamente herido por la falta
de fe ante los hechos en ella realizados. Y precisamente por eso, por an-
teceder a cualquier otra elaboración ideológica y estar en la más correc-
ta línea del auténtico mensaje de salvación, nos permite pensar que ta-
les palabras fueron expresiones de unos hechos realmente acaecidos.
4. Otro argumento importante es el que se deduce de la teología
del libro de los Hechos de los Apóstoles. En realidad, no es decir nada
nuevo afirmar que existió aquí un escondido interés por prescindir de
lo secundario y anecdótico y resaltar el acontecimiento clave que intere-
saba a la primitiva iglesia, esto es, poner de manifiesto la Resurrección
de Jesús. Los detalles de su vida, frente a lo acaecido después de su
muerte, era algo que les importaba muy poco silenciar. Sin embargo,
tan grabada debía estar en la mentalidad apostólica la actuación mila-
grosa de Jesús que, bien sea por esta convicción, bien por el recuerdo
que de Él tenían los oyentes, lo cierto es que, a pesar de la proclamación
del Resucitado como hecho esencial en su misión apostólica, no pudie-
ron prescindir tampoco de su actividad como taumaturgo, “Dios había
dado autoridad a Jesús de Nazaret entre todos vosotros: hizo por medio de él
milagros, prodigios y cosas maravillosas como sabéis”. “Pasó haciendo bien y
curando a los que estaban oprimidos por el diablo”296. Expresiones, todas
ellas, cargadas de esa imagen que Jesús dejó a lo largo de su misión
294
Mt, 24,20
295
Mt, 11,21.
296
Hch 2,29; 10,38.
171
apostólica. Sin tal recuerdo, cabe suponer que hubieran sido impensa-
bles tales referencias en un libro cuyo contenido ciertamente era otro.
5. El estudio comparado de las narraciones, sobre todo si nos
atenemos a la idea y contenido de las mismas, nos ofrecen también
datos importantes como para afianzarnos en la actividad del Jesús
taumaturgo. En efecto, los milagros, al menos en su mayor parte,
vienen presentados en un contexto y con una teología bastante dis-
tinta de aquella que poseía ya la primitiva iglesia. Y así vemos que el
mismo concepto de milagro evoluciona y cambia hasta en los mis-
mos evangelistas.
Mientras en Marcos, por ejemplo, la idea y contenido del milagro
se presenta como fruto y consecuencia lógica de la llegada del Reino,
Mateo los califica como “señales” que distinguen al Mesías, como un
distintivo peculiar de Cristo. En Lucas también se convierten en “se-
ñales”, pero con un carácter diferente. Los milagros son para él la
presencia y la actuación del mismo Dios en nuestra historia humana;
por eso, tras sus narraciones, surgen frecuentemente las alabanzas a
Dios por las maravillas obradas por Jesús. “El temor se apoderó de to-
dos y alababan a Dios diciendo: "Un gran profeta ha aparecido entre noso-
tros. Dios ha visitado a su pueblo." "Todos se maravillaron al ver la gran-
deza de Dios”297.
Pero es en Juan donde la evolución más se acentúa. Teniendo
presente que estos escritos pertenecen a una época tardía, y que las
distintas comunidades debían hacer frente a las nuevas situaciones,
podemos entrever una problemática distinta; diríamos que los mila-
gros se han convertido aquí en algo diferente. Fueron, sobre todo,
objeto de apología. Se presentan, no ya como el fruto que nace de la
fe, sino como posibilidad de la misma; más que consecuencia, los mi-
lagros motivan, son principios y razón de creer en la palabra: “Tu fe
te ha salvado”.
Para Juan, los milagros manifiestan la gloria del Hijo de Dios,
pero con la particularidad e impronta de ser ellos los que llevan a la
fe. Este es, en principio, su planteamiento; y si más tarde él mismo se
va corrigiendo al afirmar que a algunos el milagro no les lleva nece-
sariamente a tal adhesión, sino al endurecimiento de sus corazones,
nada impide que veamos traslucir, sobre todo en sus comienzos, que
el milagro condiciona, que es válido a la hora de responder a los
enemigos. “Los jefes judíos intervinieron, preguntándole: "¿Qué señal mila-
297
Lc 7,16; 9,43.
172
grosa nos muestras para justificar lo que haces?' Entonces dijeron: ¿Qué signo
haces tú para que al verlo te creamos?¿Cuál es tu obra ? ” 298.
298
Jn 2,18; 6,30.
299
Mc 9,28,39.
300
Mc 6,5.
173
lución a la hora de hacer más vivo el mensaje, son motivos que por sí
solos están justificando una existencia real, una existencia histórica de
los milagros.
Un último argumento -para algunos el más firme y convin-
cente -, es el hecho de que los milagros son transmitidos practica-
mente por todas las fuentes que poseemos, lo cual viene a indicarnos
el conocimiento y la general aceptación de los mismos. Tanto la
“fuente Q”, o borrador primitivo de Marcos, como la utilizada por
Mateo y Lucas, así como la de Juan y la de los Hechos, nos lo confir-
man. Cierto que algunos se han aventurado a señalar una única
fuente de cuya copia derivarían todas las demás. Sin embargo, des-
pués de serios análisis, muy pocos son los que hoy la secundan; aun-
que, por otra parte, lo único que se derivaría de ello sería que los re-
latos de los sinópticos, en lugar de hacerlos depender unos de otros,
habría que encontrarles explicación en la supuesta única fuente, lo
que en nada minimizaría la argumentación que venimos exponiendo
en pro de la existencia real de los milagros.
Narraciones extrabíblicas
Surge a principios de este siglo una fuerte corriente en el estudio
de los milagros que intenta hacernos ver la estrecha relación de los
relatos evangélicos con las concepciones que ya elaboró la literatura
griega principalmente. Comienza, sobre todo, a partir de 1883, en
que se descubren en el templo de Esculapio, en Epidauro, tres estelas
con una serie de inscripciones donde se dan gracias al dios por las
curaciones obradas de forma milagrosa, todo ello hacia el siglo IV
antes de Cristo.
Al mismo tiempo, y con intenciones similares, se vuelve a traer a
la memoria lo que ya fue objeto de debate en el primer tercio del si-
glo IV de nuestra era, sobre todo con Eusebio de Cesarea: los su-
puestos milagros de Apolonio de Tiana.
Apolonio probablemente fue contemporáneo de Jesús, y su bio-
grafía la escribió el filósofo pitagórico Filostrato a principios del siglo
III, por consiguiente, casi dos siglos después de las supuestas narra-
ciones.
Hoy, aquella fiebre un tanto impetuosa y vehemente de principios
de siglo ha pasado; y lo que para algunos era una fácil deducción a la
hora de establecer relaciones explicativas con los evangelios, no lo fue
así después de haberse realizado estudios más detallados y sólidos; el
174
entusiasmo que surgió a raíz de los descubrimientos ha quedado supe-
rado por la seriedad de la crítica de hoy. Con todo, hemos de reconocer
que, frente a posturas un tanto intransigentes, creemos que son posibles
las mutuas influencias; el hecho de que en determinados casos se coin-
cida en estructuras y esquemas nos da motivo suficiente como para
respetar la hipótesis de las posibles relaciones. Ahora bien, aun recono-
ciendo cierta paridad con algunos de los milagros evangélicos, las dife-
rencias son claras. Así, intentaremos exponer primero las afinidades y
después aquello que más les separa.
175
Marca también una diferencia el hecho de que, mientras Jesús se
dirige al joven con palabras que todos entienden: “Yo te lo mando:
levántate”, Apolonio se sirve de expresiones más bien mágicas y co-
mo llevado por la fuerza de algún oráculo misterioso y oculto.
Es importante también conocer la actitud o forma de pensar del
escritor que transmite el relato. Mientras en Lucas, por ejemplo, la
resurrección del hijo de la viuda ofrece toda la garantía que presen-
tan los hechos, no lo cree así Filostrato, que más bien desconfía; por
eso adelanta la posibilidad de que acaso hubiera algo de vida en la
joven. Todo ello nos indica que, a la hora de buscar afinidades o lu-
gares paralelos, la prudencia y sobriedad científicas se hacen impres-
cindibles. Y como muy bien apunta J. I. González Faus, conviene dis-
tinguir lo que puede ser ambiente y uso cultural de una determinada
época de lo que es distintivo y propio del nuevo mensaje.
Ahora bien, si la crítica literaria parece no dudar de la existencia
de ciertas afinidades en los respectivos relatos, con mayor claridad
aún se hacen presentes la forma y el fondo que los separa. Veamos:
302
Lc 9,51-56.
176
ocasiones se insiste para que lo acaecido no sobrepase los límites
de un hecho corriente y sencillo.
Pero no es que se reduzca tampoco a un problema únicamente
de ausencias. Hallamos en las narraciones del evangelio rasgos tan
originales y propios que les hacen ser claramente diferentes. Entre
las notas a señalar, distinguiríamos:
303
Mt, 9,29.
177
ciones extrabíblicas, nos revelan lo más característico y propio de la
enseñanza de Jesús.
304
Ex 4,8-9.
305
2 Re 5, 1-15.
306
2 Re 20,1-11.
307
1 Re 17,17-24.
308
2 Re 4,8-37.
178
4. “Curaciones salvadoras”. Las denominamos así porque su acción,
más que relacionarse individualmente con la persona, tiene presente
al pueblo como colectividad. El paso del “Mar Rojo” y el “maná”
pertenecerían a esta clase de fenómenos extraordinarios.
Pero si de aquí pasamos ahora al examen de los textos neotesta-
mentarios, vemos que sucede el hecho curioso de que los milagros
menos frecuentes en el Antiguo Testamento, como es el caso de las
“curaciones”, son los que más abundan en el Nuevo.
Milagros de “legitimación” propiamente no existen tampoco en los
evangelios; más bien diríamos que se deja entrever la dirección contra-
ria; así, ante la solicitud de los fariseos para que les muestre una señal
de lo alto, Jesús opta por silenciar y no dar importancia a lo que ellos
pretenden; inclusive, en el discurso escatológico se llega a desacreditar
estos hechos por considerarles signos de los falsos profetas. Y es que el
milagro en el Nuevo Testamento nunca puede quedar disociado de la
totalidad del mensaje.
Respecto a las “teofanías”, hemos de decir que la respuesta es
muy similar, porque, a pesar de que existan ciertas indicaciones que
podrían llevarnos hacia tales presencias reveladoras, no sería total-
mente correcto juzgarlas así. “A Dios nadie le ha visto” -se nos dice-. Los
milagros en los relatos evangélicos nos revelan, más que una actitud
presencialista, una actitud liberadora, nunca parcial, la liberación de
toda esclavitud humana.
También en las “curaciones” el análisis comparativo de los textos
refleja claras diferencias. Además del contraste que hallamos en las
menciones de uno y otro Testamento, como anteriormente apuntá-
bamos, se discrepa también en el alcance y valoración de los mismos.
En efecto, frente a la compleja presentación que ofrecen las narraciones
veterotestamentarias, está la clara y a la vez comprometida actitud de
Jesús, dando respuesta a los discípulos de Juan: “Id y contad a Juan lo que
habéis visto y oído: Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan sanos,
los sordos oyen, los muertos resucitan y se predica la Buena Nueva a los po-
bres”309.
Podría decirse que los milagros aquí, más que revelar la divinidad
de Cristo, muestran que el Reino está ya al alcance. Es el vestido y el vi-
no nuevo que ha de vivificar a los hombres; pero, eso sí, con esta dife-
rencia: que la opción ahora debe de tomarse, más que por el justo, por
el necesitado; más por los enfermos y pobres que por los sanos; más por
aquel que agradece la vida, que por el que sólo procura disfrutarla. Tal
309
Mt 11, 2-5.
179
es el mensaje, el nuevo anuncio del mesianismo que acompaña a la per-
sona de Jesús en la tierra.
Pero una vez comprobadas estas diferencias, el análisis de los tex-
tos también nos deja un marco para que podamos hablar de posibles
afinidades; esto parece factible sobre todo en algunos de los relatos,
aunque teniendo siempre presente que el campo donde nos podemos
mover siempre será el de las probabilidades e hipótesis. Así, podría
verse este paralelismo en la forma en que se mandó a Naamán bañarse
en el río Jordán, y en el modo de hacerlo Jesús con el ciego en la piscina
de Siloe310; o también en la frustración de Guejazi al intentar curar al ni-
ño de la sunamita, con la impotencia de los discípulos al no poder con-
seguir la curación del niño epiléptico”311.
Respecto a las resurrecciones, parece también probable que se tu-
vieran en cuenta los relatos transmitidos en el Antiguo Testamento, so-
bre todo en la resurrección de la hija de Jairo y del hijo de la viuda de
Naín, así como aquellos hechos que pudieron servir a la primitiva igle-
sia para un fin apologético, como pudo haber sido el caso de que si Eli-
seo multiplicó unos panes, Jesús, que era más que profeta., fue capaz de
dar de comer a cinco mil.
De tener en cuenta las distintas modalidades lingüísticas, toda-
vía podrían hacerse otras reducciones, aunque bien es verdad que
el problema siempre surge a la hora de delimitar tal o cual narra-
ción. Por eso, a falta de ese rigor en la crítica literaria, la disparidad
en las opiniones es más frecuente de lo que acaso debiera ser; se
impone, por ello, equilibrio y discreción.
Como hipótesis de trabajo, Joachim Jeremías, dentro de un
compromiso nada fácil, presenta algunas orientaciones en la de por
sí compleja tarea de acercarnos a los hechos”312. La reducción, ate-
niéndonos a su pensamiento, puede ser triple:
310
2 Re 5,10; Jn 9,7.
311
2 Re 4,29-33; Mc 9,18-28.
312
Jeremías, J.: Teología del Nuevo Testamento. Sígueme,1973, págs. 108-115.
180
hombres en la multiplicación de Marcos, a los cinco mil de Mateo,
sin contar las mujeres y los niños. De siete canastas, a doce.
Piensa también J. Jeremías en la posibilidad de que se hayan da-
do malentendidos lingüísticos; tal es el caso de la enorme piara de
cerdos: dos mil, de que nos habla Marcos, y que se precipitaron acan-
tilado abajo por causa de los malos espíritus.
En efecto, cuando al endemoniado de Gerasa se le pregunta:
¿Cuál es tu nombre?, y se responde: “Mi nombre es legión”, hay la
posibilidad de que exista ambigüedad en los términos; esto es, ante
la pregunta que se le hace al paciente, cabría la respuesta lógica: “Mi
nombre es legionario” (con una clara referencia a la milicia romana).
El cambio de “soldado legionario” por “soldado legión” (muchos
soldados) pudo servir para interpretar que el endemoniado estaba
poseído por infinidad de malos espíritus, hecho que conduciría, por
otro lado, a la narración de la gran piara de cerdos.
Evidentemente, todo esto no es nada más que mera hipótesis; sin
embargo, aun en medio de esta falta de pruebas, hemos de reconocer
el esfuerzo por acercarse a una serie crítica literaria. Y no es que, sin
más, quiera ponerse en tela de juicio el hecho de algunas narracio-
nes; sencillamente, es una toma de conciencia ante ciertos relatos
donde, por su misma crítica interna, parece que pudo haber malen-
tendidos lingüísticos.
Es posible que también se deban las ampliaciones a lo que se ha
dado en llamar “adorno literario”. El suceso de Malco en el Huerto de
Getsemaní, por ejemplo, nos lo narran los cuatro evangelistas; los cua-
tro lo conocen, pero tan sólo es Lucas quien presenta la acción milagro-
sa.
Habida cuenta de la imaginación y carácter oriental, tales am-
pliaciones tampoco nos debieran sorprender demasiado; es una for-
ma, hasta cierto punto natural, de poner de manifiesto la intención
más significativa del autor. En el fondo, se trataría de recursos pro-
piamente lingüísticos y literarios.
2. Afinidades y analogías
181
go, lo difícil es descender al terreno de los hechos y precisar, después
de largos intervalos, cuál es lo que correspondería a lo verdadera-
mente auténtico. Pues bien, esto mismo es lo que sucede al pretender
concretizar la reducción en algunos de los milagros. J. Jeremías es de
los que primero se han adelantado a ofrecer ciertos ejemplos de para-
lelismo, aunque siempre reconociendo que la tierra en este campo es
demasiado movediza, por lo que se requiere, además de buen tacto,
discreción y prudencia. Entre los relatos que propone está, por ejem-
plo, la resurrección del hijo de la viuda de Naín, por su analogía y
afinidad con la narración que encontramos en la “Vida de Apolo-
nio”, y que podría justificar muy bien la hipótesis que aquí se pro-
pone.
Sentido y connotaciones
a) Actitud dogmática
La acción milagrosa, como fenómeno extraordinario, ha sido
siempre objeto de estudio a lo largo de toda la historia de la Iglesia.
Nada tiene de extraño, sobre todo por lo excepcional del hecho, que
empezara a relacionarse con poderes superiores y de alcance super-
humano. Surgió así una actitud dogmática en la que se podía incluir
182
tanto a los creyentes, que veían la fuerza de Dios actuando en el sig-
no, como a aquellos que lo rechazaban sin la comprobación previa.
Más tarde, la escolástica, bajo el influjo de la filosofía aristotélica,
usará la terminología de causa y efecto en su estudio sobre los milagros.
Por eso, más que dirigir la atención sobre los designios divinos en el
hecho milagroso, pone su interés en la pregunta sobre qué tipo de in-
tervención ha de darse a tales fenómenos, interrogante que conduciría a
una interpretación del milagro bajo su forma casi única de fuerza y de
poder, algo así como si se tratara de una energía o de algo fuera del or-
den y de la ley natural. Centrándose en la acción divina, podemos decir
que la escolástica deja de lado la intervención de las causas segundas;
en nuestro caso, al hombre como protagonista del hecho milagroso.
Después, con el desarrollo de las ciencias experimentales, que fijan
al universo unas leyes constantes y uniformes, hace que la interpreta-
ción de los milagros derive hacia unas fórmulas cuyos principios van
dirigidos, no solamente a interrumpir el curso normal de las leyes, sino
a que se interpongan a las mismas. Devolver a un ciego la vista o hacer
que ande un cojo sc va a considerar, no tanto como algo que está fuera
del orden natural, sino como contrario a ese mismo orden, como una
derogación del curso que sigue la creación entera.
b) Actitud crítica
183
Jesucristo fue resucitarse a sí mismo. Fue la máxima prueba de que es
Dios”.
Hoy, sin embargo, la mayor parte de la crítica literaria opta por
el significado primitivo del milagro, creyendo que sólo a partir de
aquí hallaremos una línea de superación en la de por sí difícil tarea
de conjugar las distintas tradiciones. Sencillamente, el milagro es
“signo del Reino”. Por eso, al margen del contexto vital, lo prodigioso
queda desvelado y apenas si tiene sentido. Lo que pudo ser especta-
cular para una época, no significa que lo sea para siempre, que la
sorpresa cundiese en los discípulos de Jesús al curar a la suegra de
Pedro no quiere decir que esto mismo le deba ocurrir también a un
experto en análisis parapsicológicos. El milagro es “signo adaptado a
los hombres”, pero no necesariamente con unas mismas connotacio-
nes para todos. Por eso, a tenor de esta vuelta a los principios, las
posturas radicalizadas de antes pierden solidez y consistencia. Por
de pronto, el ámbito de la ciencia y el ámbito de la fe quedan de-
limitados.
Pero esto no es todo, porque, ¿hay razón para colocar lo sobre-
natural en contra de lo natural? ¿Cómo conjugar lo divino con lo
humano? ¿Se ha de disociar necesariamente, o acaso en la mutua ac-
tuación está lo perfecto? ¿Será el milagro una sobredosis de poder?
Interrogantes que se han hecho imprescindibles en la crítica actual y
para los que existe también la casi uniformidad en las respuestas.
Así, por ejemplo, la inquietud de antes por conocer cuál era la actua-
ción de Dios y cuál la del hombre se ve hoy superada por este otro
principio teológico: cuanto mayor es la acción de Dios en el milagro,
tanto más se hace presente la actuación de los hombres.
Ahora bien, si, como a los discípulos de Juan, Jesús nos propone
los milagros como “signos del Reino”, y éste es algo ya inscrit6, en el
corazón del hombre; lo importante es que se active toda esta posilsi-
lidad que en todos nosotros existe. Seremos solidarios entonces con
lo que Jesús deseaba e hizo en su ministerio apostólico. González
Faus llega a decir:
184
los hombres con los que se encontró que llegaba a producir efectos
que realmente no son normales, sino muy extraños” 313.
Es éste uno de los puntos más positivos que la crítica literaria cree
haber encontrado hoy, sobre todo en la seguridad de que pertenece a la
más pura tradición evangélica. La palabra revelada es lo suficientemen-
te explícita: “Tened fe en Dios. Os aseguro que si uno dice a este monte: "Quí-
tate de ahí y tírate al mar", no con dudas, sino creyendo que sucederá, obtendrá
lo que pide”314. No otra es la referencia cuando Jesús habla a los enfermos
que desean ser curados: “Hágase según vuestra fe”.
En lugar de anteponer su persona y atribuirse cuanto de misterioso
se esconde en la acción, lo que Jesús hace es que surja lo que potencial-
mente y en germen existe en el hombre. Jesús no dice: “Yo te he curado”,
sino, “tu fe es la que te salva”. Tampoco quiere esto decir que el hombre
pueda hacer uso a capricho de este don que en Él ha sido depositado.
No se trata de cualidades y poderes que un día puedan tecnificarse o
producirse en serie. Los milagros son “signos del Reino”, y, por consi-
guiente, previo un clima de fe, y en conexión con lo divino, podrán
actuarse según la situación, necesidad, gracia y contexto vital del
hombre.
Partiendo de esta comprensión, el milagro no contraviene ni va
en contra de las leyes naturales como si se saltara lo establecido, sino
que, como resorte a nuestro alcance, éste se activará merced a la con-
fianza y la fe de las personas. En principio, es algo que ya está en lo
más profundo de la naturaleza de los hombres, por más que sus po-
sibilidades nos sean en gran medida desconocidas y ocultas. Un
paréntesis a esta hipótesis serían las resurrecciones atribuidas a
Jesús. Siendo objetivos, resucitar es algo que está fuera del orden
común, sería una señal de haber roto la trayectoria de la ley ordina-
ria. Pero para que esto se convirtiera en prueba legítima y evidente
debería ser avalada por la crítica histórica, realidad en la que, a tenor
de los medios de que disponemos, y teniendo en cuenta la tradición,
ambiente y contexto, pensamos que, hoy por hoy, sería excesivo
atrevimiento mostrarse inflexibles, y, todavía más, dogmatizar..
Otro problema es por qué Jesús activó estas energías en unos y
no en otros, por qué unos fueron curados y los más siguieron en su
sufrimiento. En realidad, nunca encontraríamos la respuesta si no
tenemos presente la finalidad del milagro, que, ante todo, es signo y
no solución definitiva. Y no es solución porque el paralítico que es
313
González Faus, J. I.: ¿Qué pensar de los milagros de Jesús? “Razón y Fe” (mayo, 1982)
p. 491.
314
Mc 11, 22-23.
185
curado, otro día, más tarde o más pronto, volverá a caer en cama. Pe-
ro, eso sí, aunque de momento no sea solución perfecta, como signo
y señal del Reino, nos indica que ésta puede venir.por ahí, por sen-
das similares y análogas. Sin ser la plena solución, los milagros nos
abren caminos de seguridad y confianza, nos revelan los posibles
modos de encontrar la respuesta para este mundo, la respuesta ade-
cuada al sentido que puede tener la creación entera.
Signos de la Iglesia
315
Mc 3,13-15.
316
Mc 16, 17-18.
186
te suya, que la semilla del Reino se halla esparcida en el hombre, en to-
do ser humano, universalmente diseminada.
Pero, junto a esta predicación, que hace a la humanidad entera
partícipe de la semilla del Reino, está también el anuncio de ser un don
gratuito, ofrecido por amor, y, por consiguiente, en espera de ser mu-
tuamente compartido. González Faus, ante un planteamiento similar,
vuelve a decirnos:
317
González Faus, J. I.: Ibid. págs. 493-94.
187
188
MUERTE EN CRUZ
189
frialdad del sepulcro. La duda, el temor, el desconcierto que había
provocado su muerte se ilumina en la mañana de Pascua.
Recordando a Jesús, los discípulos verán ahora en sus gestos el
designio del Padre en su plan de salvar a los hombres. Sólo así pode-
mos leer el evangelio. La intención, el auténtico fondo del mensaje,
no va tanto a describir o relatar unos hechos, cuanto a testimoniar
que Jesús es el enviado para salvar a los hombres. Por eso, el con-
flicto de conjugar el abandono aparente del Viernes Santo con la glo-
ria de la Pascua, fue el gran esfuerzo que tuvo que superar la comu-
nidad primitiva. Y es que sólo a la luz de esta superación es como
debemos acercarnos a los pasos que precedieron a su condena y a
toda la pasión.
Primeras experiencias
190
las mismas parábolas respiran a veces la venganza de un mundo sin
piedad y cruel: los arrendatarios de la viña matan a los empleados y al
mismo hijo del señor de la hacienda. Los bandidos dejan medio muerto
al hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó. Todo como si la vida y la
muerte formaran en Jesús el compromiso serio de dar respuesta al vac-
ío y soledad que en todos provoca cualquier separación definitiva.
Pero, aparte de este contexto de muertes violentas, como hombre,
Jesús se vería afectado también por esos otros síntomas que delatan
finales confusos y tristes: le hablarían de enfermedad, de abandonos,
de marginaciones injustas; en una palabra, de todo ese callado y
amargo dolor que, por sí solo, hace que experimentemos las parciales,
pero anticipadas muertes de la persona. En realidad, cualquier final
incierto, además de confundir, siempre comporta su carga de temor y
de angustia.
Vida y muerte
318
Gaudium et Spes, n. 18.
191
Lo eterno en lo temporal
El mensaje de Jesús, además de abrir horizontes, comporta por sí
solo una gran novedad: late, en el centro mismo de su revelación, que
lo eterno está en medio de nosotros, se ha dado cita ya en nuestra inte-
rioridad.
Frente a la tradición profética donde se hablaba de que un día
Yahvé haría su nueva alianza en la tierra, que grabaría su ley en los co-
razones humanos, estableciendo definitivamente el pueblo de su pro-
piedad319, Jesús nos revela que ese día ya ha llegado. “Y sabed que el Re-
ino de Dios está en medio de vosotros”320.
La referencia es clara: el Reino de Dios no es un después que se
ha de esperar como se aguarda el retorno del amigo; no es tampoco
algo que sucederá únicamente al fin de los tiempos. A los que han
aceptado la palabra, el Reino de Dios les pertenece como signo de
esa adhesión y acogida. Y porque es, al mismo tiempo, semilla de
inmortalidad, se ha pasado de la muerte a la vida, de lo temporal, a
lo definitivo y eterno.
Para los que veían en la tradición de los mayores la fuente única
de revelación, es cierto que Jesús infringía con este lenguaje un corte
en la larga trayectoria del pueblo que aguardaba ansioso su libera-
ción; pero, precisamente por ello, por la sorpresa que imponía al pa-
sado, es por lo que su mensaje se constituía en auténtica novedad. Y
no es que su palabra viniera a suplantar lo que hasta entonces estaba
revelado, sino que, por sus nuevas connotaciones, ambos lenguajes,
el de antes y el de ahora, estaban bajo la inspiración de Dios.
De atenernos sólo a una de las referencias,- la vida se dará en
plenitud después de la muerte, esto es, después de haber pasado por
las mil vicisitudes que nos impone lo terrenal y transitorio. “Aquel día
donde el niño jugará junto a la hura del áspid..., donde ya no habrá destruc-
ción o maleficio en mi monte santo, porque, como llenan las aguas el mar,
así estará llena la tierra del conocimiento de Yahvé321.
En cuanto tradición arraigada profundamente en el pueblo, Jesús
la recoge como expresión escatológica que un día, al final de los tiem-
pos, ha de cumplirse. “El Hijo del Hombre vendrá en la gloria de su Padre,
acompañado de sus ángeles, y recompensará a cada uno según su obrar”322.
Sin embargo, esto nada impide el uso de ese otro lenguaje, con su
nueva dimensión y referencia. “Os lo aseguro: El que escucha mi palabra
319
Jr 31,31-33; 32,39-41; Ez 11,19 y ss; 36,36-38.
320
Lc 17,21; 23,43; Jn 5,24.
321
Is 11, 8-9.
322
Mt 16,27.
192
y cree en el que me ha enviado, posee vida eterna y no se le llama a juicio, por-
que ha pasado de la muerte a la vida. Se acerca la hora, o, mejor dicho, ya es-
tamos en ella, en que los muertos escucharán la voz del Hijo de Dios, y al es-
cucharla tendrán vida...”323.
Cobra aquí el tiempo un sentido bastante diferente al su-
puesto ciclo de un antes y un después. En realidad, lo que el autor
pretende es dar a entender que en Jesús se vive ya el presente y el
futuro mediante una fe que anticipa el porvenir. Por lo tanto, si el
primer lenguaje se traduce en un vivir de confianza y espera, el se-
gundo es visión por la fe; fe que se presencializa en el “ya” de la
hora presente, en el “ya” de la existencia y la vida. No debe extra-
ñarnos entonces que, junto a textos propiamente escatológicos: “El
Reino de Dios está al caer”, “El Reino ha de venir”, se hallen los de
clara referencia presencializadora: “El Reino ha comenzado”, “El Re-
ino está en medio de vosotros”.
193
za ya a germinar y crecer, pero, como a toda planta que nace, debemos
protegerla, cultivarla, impedir que otras hierbas se apoderen de su es-
pacio y venga a languidecer o morir.
Este cuidado por lo que realmente importa viene expresado en
Jesús con una paradoja que nos obliga a profundizar en una aparente
contradicción. Mateo escribe: “Si uno quiere salvar su vida, la perderá;
en cambio, el que la pierda por mí, la conservará”324.
Comprendamos que el contexto de la frase nos sitúa en un mar-
co de acoso y persecución. Jesús iría a Jerusalén, donde las auto-
ridades le harían sufrir, le maltratarían, le condenarían a muerte. Pe-
ro por encima, superando este límite, estaba la fuerza de Dios: resu-
citaría”325. Con ello, no solamente proyecta e ilumina su comprimiso
con la voluntad del Padre, sino que señala una meta a los que buscan
un camino a seguir.
Por otro lado, como proverbios sapienciales que relatan lo para-
dójico de la experiencia, perder y ganar la “vida” compromete a toda la
existencia general del hombre. Serán inevitables el dolor y el sufrimien-
to en la vida del discípulo, pero en el seguimiento de Jesús pueden ser
superados, se pueden vencer desde el momento en que estas realida-
des, incluso la muerte, conectan con una plenitud de vida a la que el
hombre tiende por el don que se le da. Por consiguiente, no es ni puede
ser lo temporal y transitorio el fin y el descanso que llene a la persona;
la semilla del Reino tiene, además, otras exigencias; busca, como aliento
divino que es, otra quietud y otra herencia. Por ello, y en atención a ese
“Otro”, a la “Plenitud” y al “Bien” a que se aspira, es por lo que el
discípulo ha de arriesgar cuanto tiene y posee. Nada se puede antepo-
ner a la fidelidad del evangelio.
Inmolada así la vida, dará su fruto, no se perderá. No se pierde,
porque negarse a sí mismo no es una retirada por cansancio e indife-
rencia, sino que comporta un objetivo, es una acción libre y consciente
donde la renuncia remite a distintos, pero más altos valores; diríamos
que es una actitud de servicio. En Jesús, el ejemplo no podía ser más
claro. Porque él, “siendo de condición divina, no hizo alarde de ser igual a
Dios, sino que se despojó a sí mismo, tomando condición de esclavo..., se
humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y una muerte de
cruz”326..
Ahora bien, después de esta renuncia, la segunda condición del
discípulo es “cargar con la cruz”. Pero, ¿cómo se ha de entender? ¿A
324
Mt 16,25; Mc 8,35; Lc 9,24.
325
Mt 16,21.
326
Flp 2,6-8.
194
qué compromete su aceptación? En realidad, una simple lectura del
texto parece inclinarnos a pensar en la imagen relacionada con el
“crucificado”, con Jesús que muere aceptando la voluntad de su Pa-
dre. Por consiguiente, se trataría de seguir ese camino como actitud
de adhesión y de servicio. Sin embargo, un examen más detenido no
parece otorgarle ese significado. Y ello porque ni siquiera el mismo
Jesús la menciona en los anuncios que Él hace de su muerte; además,
es sólo después de su “Pasión”, y a la luz del “resucitado”, cuando
los discípulos comienzan a hablar de ella. Por eso, hoy la crítica di-
siente de esa concepción, pensando que el seguimiento con la cruz se
refiere, más bien, a la renuncia de lo que pueden ser las ambiciones
personales en pro del compromiso evangélico.
Quien renuncia a disponer de sí mismo, supeditándolo todo a la
aceptación del mensaje, emprende un camino que llevará a la plenitud
de la vida en Dios. Y es que la renuncia, las cruces y la muerte, más
que realidades definitivas, son esbozos temporales de un acabado me-
jor. Esta es la paradoja, éste es el contraste de la existencia: preten-
diendo poner un seguro a la vida, la perderemos; pero perdiéndola, la
ganaremos para siempre.
195
de un reino que, más que pertenecer a otro mundo, es una transforma-
ción del que vivimos para convertirle en auténtica heredad de Dios. Un
señorío donde la justicia reine sobre el abuso, la convivencia y el amor
sobre todo egoísmo.
Pero Jesús revela una segunda novedad: afirma que este Reino
ha llegado, que está ya en medio; su irrupción, a la vez que compro-
mete, abre y ofrece otros caminos. Al mismo tiempo, por ser direc-
ciones nuevas que fijan su apoyo en la fuerza divina, éstas no se ini-
cian exigiendo condiciones, y menos aún forzando voluntades. Dir-
íamos que es una propuesta que exige aceptación y acogida. Dios no
se impone. Respetando cualquier forma de existencia, siempre sal-
vará al hombre en libertad. Por eso, Jesús invitaba ir hacia Él como a
un “Padre bueno” que ofrece fidelidad y confianza.
Sin embargo, esta predicación, además de ser extraña, descon-
cierta. Choca e impacta a las gentes que le escuchan y le siguen, y es-
candaliza, sobre todo, a las autoridades. Fundamento y motivos
hemos de reconocer que los había por permanecer fiel al mensaje,
Jesús juega el doble papel que le impone, no sólo la necesidad del
momento, sino, y por encima de todo, su rectitud de intenciones. Así,
al tiempo que cumple con la tradición, las fiestas y el templo, rompe
con aquellas prescripciones que puedan ir contra la universal ley del
amor y de la justicia.
Lo mismo que le impulsa a peregrinar a Jerusalén, a recitar los sal-
mos o a remitir al joven rico a la ley de sus mayores, le hace ir al en-
cuentro con los leprosos, indigentes y pecadores. Y no es que lo hiciera
de forma ocasional o movido únicamente por sentimientos inmediatos
o circunstanciales. Sabemos que en ocasiones fue advertido de forma
terminante: “Mira lo que estás haciendo; es una cosa prohibida en sábado”327,
expresión que nos pone de manifiesto la tensión que su mensaje provo-
caba en determinados ambientes. De hecho, es después de la segunda
transgresión cuando deciden matarle. “En cuanto a los faríseos, apenas sa-
lieron, fueron a ver a los partidarios de Herodes y buscaron con ellos la forma
de terminar con Jesús”328. Aún más, cuando realiza la “purificación del
templo”, por más que se hallen referencias e intenciones “escatológi-
cas” (aludiendo a la definitiva irrupción del Reino), la verdad es que el
hecho era lo suficientemente significativo para que su acción fuera to-
mada como perturbadora o acaso revolucionaria; por lo cual, y a vista
del cariz que iban tomando los acontecimientos, Jesús tuvo que contar,
no solamente con una muerte próxima, sino también con que ésta sería
violenta. A quien se le acusa de expulsar a los demonios por arte de
Belcebú329, a quien se le tacha de blasfemo, de falso profeta, de ir contra
327
Mc 2,24.
328
M 3,6.
329
Mt 12,24.
196
el descanso sabático, etc., indirectamente se le está advirtiendo que es
reo de muerte. Por lo cual, e independientemente de que alguna de las
expresiones fuesen elaboradas por la iglesia primitiva, lo cierto es que,
tal y como se presenta la predicación en su conjunto, Jesús tuvo que te-
ner conciencia de su muerte.
Se ha objetado a este respecto que el pueblo judío no podía eje-
cutar estas sentencias por impedírselo la propia legislación entonces
vigente. Conviene precisar que esta competencia estaba reservada a
la autoridad civil, pero sólo allí donde se hiciera presente la jurisdic-
ción del gobernador romano, como en Judea y Samaria, no así en Ga-
lilea, como en el caso de la muerte de Juan. Nadie pudo impedir que
Herodes Antipas decretara la decapitación del Bautista; esto sirve
para sopesar más en serio la advertencia que se hace a Jesús: “Hero-
des quiere matarte”330. Por consiguiente, la opinión de aquellos que
afirman que sólo cuando Jesús estaba en la cruz tomó conciencia real
de que podía morir, nos parece pecar de excesivo ocasionalismo.
Jesús era consciente de su misión, y nos parece ilógico que se topara
de forma ingenua con la muerte. Más acorde con su ministerio y vo-
cación es el relato que Mateo nos presenta cuando, siendo ya preso,
prohíbe a sus mismos discípulos que le liberen331, lo que tampoco
quiere decir que fuera a buscar la muerte; la acepta al no encontrar
otro camino para llevar adelante su vocación. En realidad, la muerte
era la consecuencia de su propia vida. Él, ni la buscó ni la quiso; la
acogió por la fidelidad al designio que le venía de lo alto, lo cual sig-
nificaba que su actitud no era la del estoico, que viendo venir la
muerte queda impasible porque morir es consecuencia de un ine-
vitable destino, sino que, conociendo el dolor de la despedida, la
acepta en libertad, sabiendo, sobre todo, que tras la muerte brotará la
auténtica vida.
Ahora bien, si Jesús, partiendo de esta concepción esperanza-
dora de la muerte, presiente y ve la suya como violenta y próxima,
cabría entonces una nueva pregunta: ¿habló efectivamente de ella?, o
lo que es más exacto: ¿hubo auténtica evolución en la forma de reve-
larla?
En primer lugar, pienso que antes de dar una respuesta inme-
diata, conviene tener en cuenta un hecho importante y de suma tras-
cendencia: se trata del cambio que se obra en Jesús a partir de su mi-
nisterio en Galilea.
330
Lc 13,11.
331
Mt 26, 52-56.
197
Ateniéndonos a la tradición sinóptica, el inicio de la predicación
de Jesús (tiempo que transcurre en Galilea) es, en realidad, un co-
mienzo donde vive el primer fervor de su mesianismo: anuncia el
Reino, expulsa a los demonios, se acerca a los enfermos, los cura; la
gente le busca y le sigue, su fama corre por toda la región. Pero muy
pronto, este celo y entusiasmo de principio va a derivar, en virtud de
los mismos acontecimientos, hacia nuevas formas de presentar el
mensaje. En efecto, las autoridades religiosas, ni ven con buenos ojos
su predicación ni se fían del valor y el poder de sus obras.
Es más, por los consejos y recomendaciones que le hacen, su ver-
dadera intención parece ser la de querer eliminarle; el mismo Lucas
nos dice que, acercándose unos fariseos a Jesús, le advierten: “Már-
chate, porque Herodes quiere matarte”.
Aun suponiendo que el dato fuese elaboración del propio Lucas,
por el contexto se deja entrever que Jesús ha experimentado ya la
amargura del fracaso: las autoridades se niegan a admitir su predica-
ción y doctrina. Herodes le persigue, y hasta la gente, defraudada al
ver que no es el político que les librará del yugo romano, deja tam-
bién de creer en Él. Ante lo cual, pero sin desistir de su vocación de
ser enviado, Jesús deja Galilea para proclamar su palabra en lugar
más favorable; marcha a Jerusalén.
Afectado por esta incomprensión de su gente y de su pueblo,
Jesús va a subrayar ahora la novedad de otra faceta importante de su
predicación evangélica. Si antes proclamaba la llegada del Reino de
Dios, moviendo a la persona a su acogida, ahora manifestará clara-
mente que la cruz es el camino de la gloria. Al reducido grupo de
discípulos que le sigue les invita a profundizar en este seguimiento.
Las promesas son firmes, pero el camino será arduo y comprome-
tido, como lo fue toda vocación de profeta.
Ante esta actitud, provocada sin duda por el devenir de los
hechos, cabría ahora una mejor respuesta a los interrogantes que
proponíamos anteriormente: ¿evolucionó la forma de presentar Jesús
su mensaje?
Si tomamos en su desarrollo el curso normal de los aconteci-
mientos, el cambio que se comprueba es evidente. Hemos visto cómo la
novedad y la alegría que en principio provocaba su palabra en Galilea,
lentamente fue transformándose en experiencia dolorosa y en fracaso.
La multitud se le va, la gran mayoría de los discípulos ya no le sigue, y
hasta los mismos apóstoles amenazan con dejarle. “Jesús preguntó a los
198
Doce: “¿También vosotros queréis dejarme?”332 En efecto, parece ser que
Jesús fue asumiendo la crisis de forma gradual y paulatina, llegando a
entender, sobre todo, que su misión incluía la incomprensión y la cruz
como signo de salvación y de gloria; por lo tanto, su actitud fundamen-
tal no decae. Como antes, sigue permaneciendo fiel a su predicación y
mensaje. Confía en que un día los hombres puedan abrirse a su palabra
aun sabiendo que esta fe y esta esperanza ha de seguir primero una
senda de incomprensión, de fracaso y de muerte. Por eso, su ausencia
de Galilea y la subida a Jerusalén marcan una línea claramente distinta
para Maestro y discípulos. Marcos escribe: “Iban de camino, subiendo
hacia Jerusalén, y Jesús caminaba delante. Los Doce se preguntaban en qué pa-
raría aquello, y tenían miedo los que le seguían. Tomando de nuevo a los Doce,
les anunció lo que iba a pasar”333. Era, en realidad, una catequesis sobre el
compromiso de su vocación salvadora. Si a los profetas (a Juan Bautista
como precursor y heraldo del Reino) los trataron como las tradiciones
narraban, la suya no debería ser menos.
Por más que Jesús apostó por la ley universal del amor y la vida en
convivencia, lo cierto es que Él comparte, en gran medida, la visión
histórica de su tiempo. Asume el concepto que el pueblo tiene de la vo-
cación de profeta. Corrobora la idea de martirio que sobrevive en Israel
por haber sido fiel a Dios y a su causa. Más aún, toma su imagen como
prototipo para referirla a lo que va a ser su propio final. “Pero hoy, ma-
ñana y pasado mañana, tengo que seguir mi camino, porque no conviene que
un profeta muera fuera de Jerusalén”334.
Conocemos cómo en una y otra parte de Palestina se erigían tum-
bas y mausoleos en expiación por los crímenes cometidos con los profe-
tas. El hecho de que se les recrimine en el evangelio por esas acciones335
se debe a que están cayendo en el mismo delito de sus antepasados.
Jesús parece estar de acuerdo con la tradición sapiencial donde la histo-
ria de Israel era como una cadena ininterrumpida de muertes cuyos es-
labones formaban la serie de ejecuciones que se habían ido sucediendo
332
Jn 6,67.
333
Mc 10,32.
334
Lc 13,33.
335
Mt 23,32.
199
desde Abel hasta Zacarías, hijo de Yoyadá; sólo que ahora, el último en
la serie lo ocupaba la decapitación de Juan.
Que esta muerte calase profundamente en la conciencia de Jesús,
nada tiene de particular, máxime conociendo las relaciones y com-
promiso que los unía. Pero si Juan muere por fidelidad a la causa, la
vocación suya, ¿podía correr un mejor destino? Creemos que no; tie-
ne conciencia de ser el último de los profetas enviados, y su muerte
no podía ser distinta de la de aquéllos. Significativas son las referen-
cias que hace de sí: “Y aquí hay alguien superior a Jonás...”, “hay al-
guien superior a Salomón”336.
Ahora bien, teniendo en cuenta esta concepción profética de la
historia, Jesús sitúa su vida dentro del providente designio del Pa-
dre, aunque en el ambiente y en el cuadro socio-cultural que ofrecía
el judaísmo de su tiempo; y es que, si quisiéramos destacar lo carac-
terístico del pueblo; nada tan grabado como el saberse “nación esco-
gida” con la que Dios había hecho su alianza. Por eso, todo buen is-
raelita debía saber interpretar cualquier acontecimiento a la luz de
este designio de fidelidad y confianza; por lo menos, ésta fue la nor-
ma en Jesús. No ha de extrañarnos entonces que, ante las amenazas
de unos y de otros, evocara la historia homicida de Israel. De ahí las
expresiones de Lucas dirigidas a la Ciudad Santa: “Jerusalén, Jeru-
salén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados!
¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos como la gallina a sus polluelos,
y no habéis querido! Pues mirad, vuestra casa quedará vacía”337.
En realidad, tras las ampliaciones y añadidos de una primitiva igle-
sia que vive los acontecimientos del “resucitado”, existe, no obstante,
un fondo histórico donde Jesús asume el destino de todo profeta; más
aún, dentro de su mesianismo ofrece la novedad de ser el último de
ellos, pero comprometido a proclamar la definitiva revelación de Dios a
los hombres. Si todo profeta sintió el impulso de hacer volver al pueblo
a la fidelidad de la alianza, Jesús anuncia que esta voz no es otra que la
del Hijo. La parábola de los viñadores es reveladora al respecto338. La
paciencia del dueño de la viña parece no tener límites; todavía le queda
el Hijo, y lo manda. Como heredero, era el que podía hacer valer la jus-
ticia del padre, pero los arrendatarios ven la ocasión de interponerse a
las intenciones del amo, y deciden consumar lo que ya habían hecho
con los otros: “Venga, lo matamos”, fue la conclusión.
200
hermano; referencia, con otras más, para que gran parte de la crítica
histórica piense que Jesús fue asumiendo la tradición bíblica del “jus-
to perseguido”. Cierto también que los materiales de que dispo-
nemos ofrecen sus limitaciones; pero a tenor del contexto, composi-
ción y lugares afines, la deducción nos parece equilibrada y correcta.
La alusión principalmente se dirige a Is 53, lo que no quiere decir
que ésta sea la única, pues hallamos también otros pasajes como Zac
13,7. Respecto a Is 53, las relaciones y afinidades parecen ser las si-
guientes:
Anuncios de la pasión
340
Mc 8,31; Mt 16,21; Lc 9,32.
201
que el Hijo del Hombre padezca, experimente el dolor, muera antes de
entrar en su gloria.
La segunda predicción sigue, tras corto intervalo, a la transfigu-
ración del Señor. Después de haberles manifestado su esplendor y su
gloria, les revela el sufrimiento y la muerte que le espera en Jeru-
salén341.
Y finalmente, tras pasar por Jericó, vuelve Jesús por tercera vez a
manifestarles lo que ha de sufrir, tanto por parte de los jefes de los
sacerdotes como de los maestros de la Ley, y acabar como había con-
cluido las veces anteriores: “Pero a los tres días resucitará”342.
El planteamiento global a estos anuncios hacen suponer a la crítica
que se trata de distintas variantes del único anuncio de la pasión. El que
se repitan parece ser que fue debido a tres diferentes tradiciones que
Marcos toma y que le van a servir en su composición. La primera viene
expresada de un modo más impersonal e indefinido: “Es preciso que el
Hijo del Hombre padezca y se vea rechazado por los ancianos y los príncipes de
los sacerdotes”343. La segunda presenta una fórmula más concreta y de-
terminada, más personal, donde Jesús es directamente el sujeto de la
acción: “El Hijo del Hombre va a ser entregado' en manos de los hombres y lo
matarán”344.
Ateniéndonos a los aspectos propiamente literarios, debió for-
mularse el primer anuncio en terreno helenístico, al tiempo que la reve-
lación segunda es la que ofrece los rasgos más primitivos. La expresión:
“Dios entregará al Hombre a los hombres” es la idea central que domina y
que hace realmente alusión a la muerte; lo demás puede que sean am-
pliaciones o añadidos. La comunidad primitiva amplía y da forma, en
ciertos casos, a una tradición avalada por la historia. Son formulaciones
“ex eventu” (históricamente disfrazadas de profecía), que pueden de-
ducirse por los añadidos que presenta la tercera de las revelaciones.
Respecto a su antigüedad, se reconoce a la segunda como la ge-
nuina y primera de las tres. El análisis garantiza que tanto Mateo
como Lucas dispusieron de unos anuncios presentados ya por Mar-
cos, si bien éste los debió elaborar a partir de otras tradiciones más
primitivas.
Puede ser que alguno, ante la prueba no tan clara de la historici-
dad de los hechos, rechace hasta la misma verdad de las revelacio-
nes, o las considere únicamente vaticinios “ex eventu”. Sin embargo,
una postura como ésta es ya radicalizar unas premisas que no dan
341
Mc 9,31; Mt 17,22; Lc 9,44.
342
Mc 10,33-34; Mt 17, 22-23; Lc 9,44.
343
Mc 8,31.
344
Mc 9,31.
202
motivo para ello. Naturalmente que, tal y como ha llegado su com-
posición a nosotros, la elaboración se debe a añadidos posteriores, y
en este sentido sí son vaticinos “ex eventu”, pero siempre dentro del
fondo de una predicación pre-pascual de la pasión.
Quizá el error se halla en haber dado excesivo énfasis a estas tres
únicas revelaciones y olvidar, hasta época muy reciente, ese otro im-
portante material que son las formas indirectas, las insinuaciones, las
sugerencias de una vida abocada a un final trágico y violento.
Por otra parte, un estudio detallado de todas las alusiones, además
de no proceder para el propósito que nos ocupa, sería poco menos que
imposible. Sí diremos que existen referencias, amenazas, enigmas,
comparaciones, metáforas, citas, etc., donde se deja entrever que Jesús
insinuaba su muerte; más aún, que fuese asumiendo la larga tradición
del “justo perseguido” también parece adecuarse a los hechos. Las
prontas e insinuantes alusiones de la primitiva comunidad ayudan a
pensar así en ello.
Pero afirmar que Jesús esperase su muerte no quiere decir tampoco
que Él la reprodujera al modo del actor de teatro que repite lo que ante-
riormente tiene en mente. Preverla es saber relacionarla con la vida, no
al modo como se proyecta un film o lo toma la cámara fotográfica, por-
que, de serlo así, entonces su predicación, con los interrogantes que
hace a sus apóstoles, podrían parecer un disimulo más o menos cons-
ciente. Sin embargo, su orientación a partir del Padre era el único reflejo
y la única actitud de entrega que guiaba todos sus actos. Sin programa-
ción previa, sí, pero sabiendo reconocerle según los distintos aconteci-
mientos de la vida. A este propósito, H. U. Balthasar ha escrito acerta-
damente:
203
teriormente se había mantenido velado; aún más, siguiendo la apo-
calíptica y cierta teología del Antiguo Testamento, se irá identificando
con el “justo sufriente”, el varón de dolores de que nos habla Isaías, que
es herido de muerte por el crimen de su pueblo.
Pero que Él fuera tomando conciencia de esa tradición apo-
calíptica no quiere decir tampoco que asumiese literalmente todo el
significado de una teología como la que aquí se revela; por eso, la
crítica y exégesis actuales se preguntan: ¿hasta qué punto la con-
ciencia de Jesús asumió su muerte como representativa o expiato-
ria? Y vemos que los autores se dividen. Mientras unos ven su
muerte claramente como expiatoria y vicaria, otros, sin embargo, la
contemplan como una entrega y donación a la voluntad del Padre
sin la referencia al himno del Siervo sufriente de Is 53.
Por los motivos ya apuntados, creemos que Jesús sí debió tener la
conciencia de ser el “Justo sufriente”, pero elaborada de forma progre-
siva y a tenor de los acontecimientos. Creemos también en la incidencia
de la teología y de la apocalíptica de entonces, aunque limitado este in-
flujo a aquellas formas en que no se hiciese presente la razón y el móvil
de su envío como portavoz del Reino. Tengamos en cuenta que Jesús,
además de vivir, convivió en medio de un mundo donde la tradición y
la ley eran valores que justificaban por sí solos la norma a seguir para el
pueblo.
Pero en la tradición de los mayores, por más que se coincidiese
en los puntos generales, también había diferentes interpretaciones
según los grupos y escuelas; así, por ejemplo, eran comunes en tiem-
po de Jesús cuatro formas distintas de expiación:
204
además de satisfacer por las infidelidades, eran agradables a
Dios.
¿Muerte expiatoria?
346
Mc 10,45.
205
temor a equivocarnos: el mismo que dio a su vida, esto es, una in-
condicional entrega y un puro servicio. H. Kessler llega a escribir:
“La investigación actual neotestamentaria puede afirmar que
Jesús, con toda probabilidad, no entendió su muerte como sacrificio
expiatorio, ni como satisfacción, ni como rescate. Ni estaba en su
intención precisamente redimir a los hombres mediante su muerte.
En la mente de Jesús la redención de los hombres dependía de la
aceptación de su Dios y del modo de vivir para los demás que él les
predicaba y Él mismo vivía. La salvación y la redención no depend-
ían para Jesús de su futura muerte, sino del hecho de que los hom-
bres se dejasen penetrar por el Dios universalmente bueno revelado
por Jesús. Esto habría de llevar a los hombres a un comportamiento
correspondiente respecto del prójimo, convirtiéndolos en libres y li-
berados. En pocas palabras, la redención llegaría por el amor que se
traduce en obras y nace de una fe confiada en Dios”.
En realidad, la frase: “El Hijo del hombre no ha venido para que le
sirvan, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos”347, tiene
como principal referencia la donación y el sentido de servicio. Los
términos “lutron anti pollon”, traducidos con frecuencia por “rescate
por muchos”, no parece hallar correspondencia ni con el sentido ni
con la realidad de los hechos. La crítica de hoy ve en la expresión un
modelo de entrega y donación universal.
Mayores dificultades se encuentran, sin embargo, a la hora de uni-
ficar criterios que justifiquen la historicidad de la frase. ¿Podríamos
considerarla original de Jesús? Si nos atenemos a la opinión más gene-
ralizada, la respuesta ciertamente sería negativa. Ni el contexto lo exige
ni es criterio que se adapte al sentido global del mensaje; por consi-
guiente, que fuese sobreañadida no parece una hipótesis desacertada;
además, ateniéndonos a las recomendaciones que se hacen a los apósto-
les, la imagen que domina no es otra que la idea de servicio.
Concluir entonces que la muerte de Jesús es algo diferente del con-
cepto único de ser sacrificial o expiatoria, no es ir en modo alguno des-
encaminados. La redención no depende de un punto matemático de la
vida. Toda su existencia, sus actos todos, eran redentivos, por más que,
al poseer la muerte un significado particular dentro de la vida del
hombre, tuviera también para Jesús un valor propio y distintivo, de
límite sin duda, pero con la firma esperanza de alcanzar, al mismo
tiempo, el bien y la plenitud verdadera.
347
Mc 10,45.
206
Última Cena
348
Mt 8,15.
349
Mt 9, 9-11.
350
Lc 7, 36-50.
351
Lc 10, 38-42.
352
Lc 11, 37-54.
353
Lc 14, 1-25.
354
Lc 19, 1-10.
355
Mt 26, 6-13.
356
Lc 15,2; Mt 9, 11-13; Mc 2,16; Lc 5,30.
357
Mt 11,18; Lc 7, 33-35.
358
Jeremías, J.: Teología del Nuevo Testamento I. Sígueme, Salamanca, 1974, p. 335.
207
entendido como un modo de fortalecer la convivencia y la amistad.
Jesús, al no excluir a nadie, revelaba sencillamente eso: el sentido
de comunión y el de saber compartir con los demás.
Distintas versiones
Pablo, como también los sinópticos, son bastante precisos a la
hora de relatarnos la Última Cena. Coinciden, sobre todo, en un
núcleo común: la fracción del pan, el reparto del vino y el especial
significado que Jesús dio a las acciones. Sin embargo, a estas comu-
nes afinidades se contraponen también claras divergencias, lo cual
ha motivado que la crítica literaria haya descubierto, no sólo sus re-
laciones y la ampliación de las mismas, sino también las mutuas de-
pendencias. De este modo, se cree que el texto literariamente más an-
tiguo es el de Pablo359, aunque hay autores para quien la narración
de Marcos también ofrece garantías de ser la primera`. Lo que sí exis-
te es el acuerdo de que Mateo360 depende de Marcos, y que la narra-
ción de Lucas fundamentalmente guarda referencia con la de Pa-
blo361.
208
ser analizadas como de semitismos literarios, donde se ha creído ver,
al menos por parte de ciertos autores, que el texto de Marcos corres-
ponde al más original y primitivo, tomado de la misma comunidad
de Jerusalén donde se incluirían los once apóstoles como testigos
presenciales de la Cena.
Pablo también, a raíz de la conversión, parece depender del culto
de esta comunidad de Jerusalén, pero, a diferencia de Marcos, la in-
fluencia le viene del cristianismo helenista. Y aunque cita la versión
griega, nada tiene de extraño tampoco, habida cuenta de que la co-
munidad era bilingüe.
Mateo, que depende de Marcos, modifica la forma redaccional de
éste para exponer también su propia cristología. El perdón de los peca-
dos, por ejemplo, va unido y condicionado, más que al bautismo, a la
muerte de Jesús. Reconstruye el marco escatológico, pero en la perspec-
tiva del “Reino de mi Padre”, así como su proyecto y dimensión ecle-
siológica con la despedida: “hasta que lo beba con vosotros”.
209
Sin embargo, lo que aquí interesa es conocer el valor y el alcance
de la “institución” cuando ya el fin de la vida del Maestro era inmi-
nente. Y la exégesis en este punto sí es lo bastante unánime como para
afirmar que las palabras y acciones de Jesús, más que hacer relación a
la Pascua, aluden a la muerte como entrega y donación de un incondi-
cional servicio.
210
“Después de la cena, hizo lo mismo con la copa, diciendo:
“Esta copa es la Alianza nueva, sellada con mi sangre, que va a ser
derramada por vosotros” (Lc).
“De la misma manera, tomando la copa después de haber
cenado, dijo: "Esta copa es la nueva Alianza en mi sangre. Siempre
que bebáis de ella, hacedlo en memoria mía” (Pablo).
363
Mc 14, 12-18.
211
Padre me lo entregó a mí, para que comáis y bebáis a mi mesa en mi Reino y os
sentéis en tronos para juzgar a las doce tribus de Israel”364.
Ante la inminencia de su muerte, Jesús no sólo garantiza la es-
peranza de que tomará parte en el banquete escatológico con los
suyos, sino que, en su ausencia, el grupo de los creyentes deberán
continuar en comunión con su persona. Por eso, aunque el rigor
histórico no alcance a determinar todas y cada una de las palabras
de la cena de despedida, el contexto sí nos revela que Jesús, sin-
tiendo próximo su fin, quiere hacer ver a los discípulos que su pre-
sencia continuará con ellos en un estrecho vínculo de unión hasta
que participen en el banquete del Reino en la plena manifestación.
Pero fueron su confianza y su servicio al designio del Padre lo
que mejor caracterizaron su vocación y su obra. En realidad, si qui-
siéramos hacer un resumen del acontecimiento de la Última Cena,
diríamos que la despedida que Jesús hace de los suyos está llena de
fe y de confianza. Ni la oposición ni el rechazo, ni la amenaza, ni la
muerte podrán desviar su camino y la fe puesta en el Padre. La frac-
ción del pan y la simbología del vino, como sangre de la Alianza
“nueva”, consumaban esta vida de servicio; vida en pos de Dios y de
los hombres, vida compartida y solidaria, vida en pro del nuevo Re-
ino.
Getsemaní
364
Mc 14,25.
Fig. 7. Ubicación de Getsemaní en la base del
Monte de los Olivos.
212
funda oración de Jesús. Fig. 7.
No es menos cierto también que las reflexiones han desbordado
con frecuencia el alcance de los textos, y a la atención más sincera, le
siguió a menudo la falta de análisis. De aquí que, teniendo en cuenta
la exégesis y los estudios de estos últimos años, se nos hace volver,
en primer lugar, sobre el valor histórico que aportan las mismas tra-
diciones. ¿Corresponderán las palabras a las situaciones concretas?
¿Existirá correlación exacta?, o, por el contrario, ¿serán, más bien,
composiciones formales o alegóricas? He aquí el relato que nos ofre-
ce Mateo:
213
ción casi literal de los textos; idea que venía favorecida, sobre todo,
por la autoridad de que gozaban los testigos oculares.
366
Mt 26, 36-45.
214
que yo quiero, sino lo que deseas tú”367. Mientras tanto, los discípulos
dormían.
Como hombre que sentía dentro el dolor y la amargura del
enfermo y del pobre, va a experimentar en sí, a la hora de beber el
cáliz, la consecuencia amarga del pecado. Mateo es lo suficiente-
mente preciso; para él la causa de la postración y la angustia no es
otra que el presentimiento del cáliz. Siente miedo: una tristeza y un
miedo que le llevarán “hasta la muerte”.
Es la angustia de verse solo, de no sentir apoyo, de ser fiel a cos-
ta del silencio, la impotencia o el olvido. Marcos y Mateo describen
este estado de Jesús con el término “”, equivalente a ese
sentimiento de la persona que ve venir abajo cuanto posee y ha
hecho posible en la vida, cuando el hombre queda anonadado, vacío,
como fuera de sí. “” es la palabra que añade Marcos
para expresar el asombro de esa vivencia desconcertante e insólita,
pareja al mismo abandono de Dios. Y es que, en realidad, su estado y
postración no era para menos: las imágenes que él había proclamado
de la nueva instauración del Reino se venían abajo. Lo que Él deseó:
formar una comunidad de fieles discípulos, ve que, ni lo logra, ni es
propicia su situación para ilusionarles. Es la hora difícil de la decep-
ción, del abandono y del fracaso. De ahí que se haya llegado a decir,
y con razón, que éste fue el auténtico drama de Jesús en el huerto.
Debe aceptar que su desaparición comporta también el eclipse y la
dispersión de la comunidad que con tanto amor había formado. De
aquí que la agonía suya fue algo más profundo de lo que una muerte
o un desaparecer comporta; su agonía supuso ante todo la amarga
experiencia del fracaso. El Padre así lo deseó del Hijo. Quiso que lle-
gara a comprender, que llegara a palpar que él no era la causa y el
factor definitivo de comunión y de unidad, sino que sólo Dios era
quien podría dar fe y consistencia a los corazones humanos.
Los pasajes apocalípticos del Nuevo Testamento, y, en particu-
lar, los textos del Apocalipsis, recuerdan la gran tentación al fin de
los tiempos, donde incluso el Mesías sería puesto a prueba y aqui-
latado en extremo. Pero en el punto crucial, en la raya límite, Dios
intervendría ayudando al Mesías e instaurando definitivamente el
Reino. K. G. Kuhn ha querido mostrar que esta idea es el telón de
fondo de la prueba de Jesús en Getsemaní.
Por otra parte, y mirando ya a la historia de la Iglesia, los
místicos han subrayado esta soledad como el sentimiento más an-
367
Mc 14,36.
215
gustioso y amargo. Para ellos, Jesús experimenta el desamparo
que supone querer ser fiel en medio de la más cerrada oscuridad;
aceptando, como signo de acogida, el silencio de Dios. S. Juan de
la Cruz, en la “Noche oscura”, escribe:
Prendimiento
368
S. Juan de la Cruz.: Obras completas. Apostolado de la Prensa, Madrid, 1966, p. 502.
369
S. Pablo de la Cruz.: Diario espiritual. 21 dic. Recogido en el I volumen del P. Amadeo:
Lettere di S. Paolo Della Croce. Roma, 1924, p. 11.
216
del Señor, sino también las diferencias que distinguen a cada una de las
narraciones.
Respecto al prendimiento, nos aseguran que Jesús es sorpren-
dido en el lugar donde estaba orando: en el huerto de los Olivos. Al
frente viene uno de sus discípulos, Judas, que va a traicionar al Ma-
estro por el precio de un esclavo: treinta denarios de plata. En reali-
dad, mucho se ha indagado y aún se seguirá especulando sobre el
hecho y el motivo profundo que le llevó a realizar aquella acción.
Acaso le moviera la decepción de no ver ya en Jesús el libertador
político que esperaba370. Acaso la incomprensión o la larga espera en
la instauración definitiva del Reino; lo ignoramos. Pero, aparte espe-
culaciones, sí podemos asegurar que existen principalmente dos co-
rrientes de tradición sobre el prendimiento de Jesús.
Para los sinópticos, detuvo a Jesús un grupo cualificado de per-
sonas armadas que enviaron “los príncipes de los sacerdotes, los es-
cribas y los ancianos”, es decir, el Sanedrín. Sin embargo, el evan-
gelio de Juan aporta elementos que, además de distinguirle, le con-
traponen a la versión anterior. El testimonio del cuarto evangelio
muestra que la detención viene realizada por la “cohorte”. Judas, el
que lo iba a traicionar..., llega allí con la “cohorte” y los guardias enviados
por los sumos sacerdotes y fariseos, con linternas, antorchas y armas371.
De corresponder y evocar este término («cohorte») al ejército ro-
mano, el prendimiento de Jesús, más que obra de los judíos, sería de-
tención romana. Y tanto más cuanto que el episodio que sigue parece
confirmarlo al verse conducido y atado por el “”, término
que la Vulgata traduce por “tribuno militar”372.
Para el historiador, si es que el detalle histórico puede precisarse
en estos relatos, el problema es grave, y sobre todo porque lo que se
dilucida, no sólo atañe a la responsabilidad sobre los procesos, sino a
la misma condena a muerte. Paul Winter, erudito judío, trata de pro-
bar en su libro, “El proceso a Jesús”, que no fueron los judíos quienes
le apresaron, sino los romanos, condenándole a muerte por cruci-
fixión, pena propiamente romana. Por consiguiente, el autentico
responsable de la condena fue Pilatos, como representante entonces
de la legislación del Imperio.
“La presión romana fuerza a los miembros reunidos del Sa-
nedrín al considerar necesario actuar contra la propagación del
370
Lc 24,11; Hch 1,6.
371
Jn, 18,3.
372
Jn 18,12
217
descontento entre el populacho; cuando se pone en práctica la de-
cisión de detener a Jesús, participa personal militar romano”373.
“Los cuatro Evangelios afirman que Pilatos estaba disponi-
ble por la mañana, listo para el juicio de Jesús. Esto indica que
debía haber tenido información previa sobre lo que estaba pasan-
do durante la noche: dato que concuerda con la afirmación del
cuarto evangelista de que la detención fue realizada por perso-
nal romano”374.
Sin embargo, tales afirmaciones, que de momento parecen tener
su consistencia, no descartan, en modo alguno, la versión sinóptica.
Aun en el supuesto de que la tradición verdadera fuese la de Juan,
se podría objetar que los judíos prenden a Jesús con autorización
romana, ya que ellos, no teniendo poder para condenar a muerte,
piden un piquete de soldados que garantice el éxito del arresto.
Por otra parte, los términos «cohorte» y “tribuno” no tienen ne-
cesariamente connotaciones romanas; pueden decirse también de
otras fuerzas de arresto y de policía. Además, Juan es el último que
escribe, por lo cual, y a tenor de la crítica, es lógico que los detalles,
en línea de principio, ofrezcan más sospecha. Con todo, el proble-
ma seguirá. Lo condiciona la misma tradición, aunque sería más
importante tener en cuenta que la comunidad primitiva, antes de
escribir, ama a quien es la fuente de sus escritos. El detalle histórico
era lo de menos. Tras las escenificaciones, domina, sobre todo, la in-
tención teológica. La Pasión viene enmarcada dentro de una pers-
pectiva claramente veterotestamentaria.
Sin embargo, llama la atención la nueva actitud que, a partir de
ahora, van a presentar los evangelistas sobre la actuación de Jesús.
Su disposición de ánimo corresponde a la persona que se siente se-
gura, consciente de lo que hace, tan dueño de sí como para quedar
anotado el retroceso de la guardia ante la respuesta firme de que era
él a quien buscaban. Tanto como para pensar que es a partir de ese
momento, y por ser fiel a su oración, cuando está ya dispuesto a
afrontar cualquier clase de ofensas que pudieran sobrevenirle.
Cuando le apresan y atan por vez primera, queda claramente subra-
yado que es Él quien, libre y espontáneamente se entrega. Le podían
haber sorprendido en cualquier otro momento: “Todos los días estaba
entre vosotros enseñando en el templo y no me detuvisteis”375. Pero es
particularmente Juan quien más resalta esta seguridad. Se adelanta
Jesús y dice: “Yo soy”, expresión, por otra parte, frecuente en el cuar-
to evangelio y en la cual las relaciones con el Padre se ponen de ma-
373
Mc 14,46; Mt 26,50; Jn 18,12.
374
Mc 14,49.
375
Mt 26, 55.
218
nifiesto. En el Sinaí, Yahvé había dicho: “Yo soy el que soy”376, aunque
también Mateo y Marcos, sin concretizarlo en texto alguno, contem-
plan el prendimiento bajo la autoridad de la Escritura 377.Ahora bien,
si Jesús toma esta actitud, es porque ha percibido claramente la vo-
luntad que le viene de lo alto. Nada ya parece arredrarle: ni gente
armada, ni abandonos, ni cuerdas que le aten; prácticamente nada.
Dueño de sí, rehusa defenderse aunque le pudieran librar las “doce
legiones de ángeles”378. En realidad, Jesús se siente identificado con el
designio del Padre.
El Proceso
376
Ex 3, 14.
377
Mc 14,49; Mt 26,56.
378
Mt 26,53.
379
Mc 14,15-64; Mt 26,57-68.
219
cos y Mateo hablan de una nueva junta del Sanedrín al amanecer,
donde se decide enviar a Jesús a Pilatos. Por consiguiente, se trata de
dos reuniones: una, tras la llegada de Getsemaní por la noche, y otra,
al amanecer. En cambio, Lucas sólo contempla la sesión de la maña-
na.
Pero lo curioso es que la comparecencia que Lucas narra al ama-
necer coincide con la de la noche de Marcos y Mateo, lo que descon-
cierta a la hora de querer conjugar u obtener precisión en los detalles.
Por otro lado, Juan menciona dos comparecencias y ante personajes
diferentes: la primera, por la noche, en casa de Anás”380, donde a Jesús
se le interroga sobre sus discípulos y doctrina; y otra, al parecer, en casa
de Caifás, por la mañana. Ahora bien, si nos atenemos a la respuesta de
Jesús en el interrogatorio de Anás: “He hablado abiertamente; he enseñado
en la sinagoga y en el templo donde se reúnen los judíos, y no he dicho nada en
secreto”, parece coincidir con la manifestación que los sinópticos hacen
de Jesús en Getsemaní: “A diario estuve entre vosotros en el templo para en-
señar y no me detuvisteis”, lo cual hace pensar que este desdoblamiento
se debe a la influencia de las distintas tradiciones, donde, de la respues-
ta en casa de Anás, más verosímil, se pasaría a la declaración en el huer-
to de los Olivos.
El interrogatorio termina con la bofetada de uno de los auxiliares
del cortejo. Esta escena, la de golpear a Jesús, parece que está rela-
cionada con la narración de los sinópticos, cuando éstos refieren las
burlas que hacen a Jesús como profeta, por más que también ellos
presenten características y puntos que les distinguen. Marcos y Ma-
teo sitúan estos malos tratos por la noche tras la comparecencia ante
el Sanedrín, de tal forma que, una vez que juzgaron que era reo de
muerte381, “algunos se pusieron a escupirle y, tapándole la cara, le pegaban
diciendo: "Adivina quién ha sido”382. “Ellos contestaron: Merece la muerte.
Luego comenzaron a escupirle en la cara y a darle bofetadas, diciendo:
"Cristo, adivina quién te ha pegado”383.
Lucas no detalla los ultrajes, más bien los refiere de forma ge-
neral y abstracta. “Los hombres que tenían preso a Jesús comenzaron a
burlarse de é1 y a darle golpes”384. Pero sorprende todavía más la refe-
rencia que se hace de las personas que protagonizan tales acciones.
Mientras en Marcos y Mateo la iniciativa es llevada por los mismos
jefes judíos, en el texto de Lucas se atribuye a los que retenían a
Jesús, lo que prueba, una vez más, que el esfuerzo en el análisis
será siempre trabajo fallido de no tener en cuenta las tradiciones,
380
Jn 18,13.
381
Mc 14,64.
382
Mc 14,65.
383
Mt 26, 66-68.
384
Lc 22,63.
220
gustos o generos literarios propios de épocas y lugares. Por eso, lo
propiamente histórico exige un mayor rigor que la simple lectura
de los textos. Así, y al hilo de lo que venimos tratando, nos parece,
por ejemplo, un tanto sorprendente que todos unos representantes
de la Ley judía, todos unos jueces, se rebajasen a unas acciones co-
mo las que se describen; y esto aunque sus sentimientos les induje-
sen a la condena. La burla, sobre todo cuando es clara y directa,
más parece propia de la irreflexión que de personas representativas
de autoridad o que ejercen el derecho en un acto público.
Pero no es ésta la única vez que los evangelistas narran escenas de
malos tratos a lo largo del proceso. Lucas los refiere también en casa de
Herodes Antipas. Juan, en medio del proceso y en casa de Pilato, y
nuevamente Marcos y Mateo, al fin del mismo, antes ya de citar la sen-
tencia que se le reclamaba.
Hoy la exégesis tiende a ver únicamente dos situaciones centrales
en que confluyen las distintas escenas: una, en casa de Anás y al final
del interrogatorio; la otra, en el patio del cuartel de la guarnición roma-
na; pero sin olvidar la perspectiva teológica y de fe que comportan tales
relatos, sobre todo las verosímiles referencias de Is 50,6: “No he apartado
mi rostro a las vejaciones y salivazos”.
Otro de los puntos difíciles es el que se refiere a la persona del
“Sumo Sacerdote” de aquel año, problema que, de atenernos a la
tradición evangélica, deja traslucir que la información de la que
partieron los evangelistas no pudo ser la misma. Marcos, por ejem-
plo, siendo el primero en escribir, y después de aludir en distintas
ocasiones al “Sumo Sacerdote”, nunca menciona su nombre.
En Lucas tampoco lo hallamos en el relato de la Pasión, pero sí
en el capítulo tercero385. De estas referencias se desprende que el
tercer evangelista supuso que Anás había sido el “Sumo Sacerdote”
el año 15 del reinado de Tiberio, lo que ha obligado a algunos exe-
getas a suponer que el nombre de Caifás sería un añadido posterior
para paliar el error histórico de Lucas.
Mateo, sin embargo, posee buena información386. Escribe: “Por
entonces, los jefes de los sacerdotes y las autoridades judías se reunieron
en el palacio del jefe de los sacerdotes, que se llamaba Caifás”387. “Los que
tomaron preso a Jesús lo llevaron a casa de Caifás, jefe de los sacerdo-
tes”388.
En realidad, ignoramos las fuentes de las que Mateo pudo ser-
virse; acaso de documentos judíos; pero lo que sí parece claro es
385
Lc 3,2 y Hch 4,6.
386
Caifás fue “Sumo Sacerdote” desde el año 18 hasta el 36 d.C.
387
Mt 26,3.
388
Mt 26,57.
221
que, a vista de la importancia del “Sumo Sacerdote” en la muerte
de Jesús, Mateo encontró el dato preciso.
Pero donde se detalla mejor es en el cuarto Evangelio. Además
de nombrar a Anás y a Caifás, Juan los distingue diciendo que Anás
era suegro de Caifás, “Sumo Sacerdote” aquel año389. Detalle que ha
llevado a pensar, al menos a cierta crítica, que tal precisión pudo
deberse a inserciones posteriores, puesto que la tradición primera
parece que ignoró a Caifás como jefe de los sacerdotes; y, por lo
tanto, motivo también para avalar la tesis de que a Jesús, una vez
que fue preso en el huerto, lo condujeran a la casa de Anás por su
influencia y la fuerza moral en la familia del “Sumo Sacerdote”.
Flavio Josefo dice de él:
“Este viejo Anás debe haber sido uno de los hombres más afor-
tunados. Tuvo, en efecto, cinco hijos, todos los cuales sirvieron al Se-
ñor como sumos sacerdotes, después que él personalmente había esta-
do investido de esa dignidad durante largo tiempo”390.
Negaciones de Pedro
389
Mt Anás I. Pontífice en funciones entre los años 6 y 15 d. C.
390
Josefo, F.: Antiquitates… XX, 195-9,1.
391
Mc 15,10; Jn 11,53; 11,57.
392
Mc 14,54-72.
222
En Lucas, primero es una de las sirvientas; después fue “otro” el
que comentó: “Tú también eres uno de ellos”. Y por fin, aseguraba
“otro”: “Ciertamente también éste estaba con él, pues es galileo” 393.
En Juan: “la portera”, “los presentes”, y “uno de los siervos”
del “Sumo Sacerdote”394.
Como podemos apreciar, no es menester gran atención para ver las
diferencias; realidad que se confirma aún más si confrontamos, no sólo
la forma de interrogarle, sino también el modo de responder que atri-
buyen a Pedro, lo cual justifica nuevamente que las versiones, aun te-
niendo un núcleo común, ofrecen amplio margen a la libertad y al gus-
to de cada autor. Por eso, y en atención a ese estilo peculiar del pueblo
semita, algún crítico llegó a pensar que el hecho de las negaciones pudo
deberse a adiciones estilísticas para dar cabida al cumplimiento de
algún anuncio o profecía. Sin embargo, parece más que sospechoso que
la comunidad primitiva hubiera inventado sin más un relato tan humi-
llante como éste para la persona de Pedro. Creemos, por el contrario, y
así lo atestigua la generalidad de la exégesis, que las negaciones se fun-
damentan en la realidad de los hechos. El abandono por parte de los
discípulos llegó, no sólo a dejar al Maestro a su suerte, sino también a
ser negado por uno de los íntimos. Forzado por las circunstancias, Pe-
dro reveló, como en otras ocasiones, la debilidad de su persona.
223
más que seguir a las preguntas como leemos en el texto, deberían haber
sido previamente contestadas; aunque, en realidad, son imprecisiones
que poco o nada tienen que ver para lo que aquí nos proponemos.
Después sigue la elección de Barrabás. Pero con un detalle curio-
so. Marcos dice: “La gente subió y empezó a pedir la libertad de un pre-
so, como era costumbre”395.
Vemos que la comparecencia de Jesús ante el gobernador no va
acompañada conjuntamente de los jefes judíos y el pueblo, sino dirigida
tan sólo por un grupo de estas autoridades que le llevan para que se le
juzgue. Posteriormente la gente sube, como era su costumbre, a pedir la
libertad del preso. Parece como si el pueblo fuese ignorante de la causa
de Jesús, lo cual es posible, habida cuenta del fiel seguimiento por parte
de la gran mayoría que le escuchó; al menos esto es lo que se des-
prende a lo largo de su ministerio apostólico. Pero lo cierto es que,
una vez allí, y a instancia de las autoridades que lo llevaron, Pilato
cedió a sus peticiones de condena a la muerte en cruz.
El relato de Mateo es muy similar al de Marcos, aunque encon-
tremos añadidos y omisiones que revelan propósitos y tradiciones
diferentes. Ante la amnistía pascual, por ejemplo, la narración que
ofrece Mateo puntualiza que es un “preso famoso”. Dice también su
nombre, “Barrabás”, aunque omite el detalle tan significativo en Mar-
cos de que “la gente subió para pedir la libertad del preso”. Más bien, da
la impresión de que estuviese allí desde el principio.
Pero a la narración de Marcos, la más antigua que poseemos,
Mateo añade, ademas del remordimiento y de la muerte de judas, el
sueño de la mujer de Pilato y, como más desconcertante y extraño, el
gesto de lavarse éste públicamente las manos. En realidad, cada uno
de estos episodios sería tema suficiente para un tratado aparte, pero
nuestra intención es tan sólo reseñar la hipótesis más generalizada
de que se trataría de tradiciones más tardías con clara intención cate-
quética y sin dar mayor importancia a lo que pudiera haber acaecido
históricamente. Sorprende, por ejemplo, que la mujer de un magis-
trado se interponga en el decurso de un proceso, así como el hecho
de que todo un gobernador romano, para justificar su inocencia, usa-
ra de un gesto propiamente bíblico como el uso de lavarse las manos.
Cierto que este acto pudo haberse generalizado en la región, pero no
olvidemos el momento histórico en que se escriben los textos. Es
tiempo difícil y duro para los cristianos. Las persecuciones arrecian
contra las comunidades, y en situaciones así, también era lógico que
395
Jn 18, 16-26.
224
se suavizaran tensiones que pudieran provenir de cualquiera autori-
dad romana. Por consiguiente, debemos saber mitigar el énfasis que
se revela contra los miembros del Sanedrín o contra la obstinación
del pueblo judío. Ya el mismo evangelio pone las siguientes palabras
en labios de Jesús: “No saben lo que hacen”396 (Lc 23,34); y Pedro afir-
ma: “Ya sé, hermanos, que actuasteis así por ignorancia, lo mismo que
vuestros jefes”397.
En Lucas lo significativo es el razonamiento que aporta para
mover a Pilato a la condena. En efecto, Mientras Marcos y Mateo
omiten las causas que condujeron propiamente a entregar a Jesús,
Lucas las concretiza de forma clara y explícita: “Hemos encontrado a
este hombre alborotando al pueblo, prohibiendo pagar tributos al César y
haciéndose pasar por Cristo y Rey”398.
225
gunos lo pongan en duda apoyados en la tendencia a enmarcar la Pa-
sión del Señor en la perspectiva teológica y veterotestamentaria. Se
evoca como prueba de ello el salmo 2. “¿Por qué se amotinan las gentes y
trazan vanos planes los pueblos? Se reúnen los reyes de la tierra, y se han alia-
do los príncipes contra Yahvé y contra su Ungido”401. Claro que también
podía haber sucedido lo contrario, esto es, que ante el hecho histórico,
se trajera a la memoria su confirmación con la revelación del texto bíbli-
co; todo es posible. Pero lo que sí parece evidente es que las burlas que
Lucas nos refiere ante Herodes coinciden con las transmitidas por Juan
en casa de Pilato hacia la mitad del proceso. ¿Explicación? Difícil la
hallaremos si únicamente tenemos como telón de fondo a la historia; la
perspectiva de fe es algo esencial para dar valor a toda palabra revela-
da.
Pero si la referencia teológica está presente y es fundamental en
los sinópticos, en Juan está más acentuada todavía. En realidad, son
escritos que se dirigen ya a lectores con un conocimiento y una vi-
vencia profundamente cristiana.
Respecto a la comparecencia ante Pilato, dos detalles la caracte-
rizan: la no entrada en casa del gobernador por parte de los judíos, y,
sobre todo, la razón que se encubre tras las acusaciones presentadas
contra el reo. Vemos, por tanto, que la gente no entra en el pretorio;
no quieren ser contaminados para así poder comer la Pascua; conse-
cuentemente, se hace ir a Pilato del tribunal a la multitud, según las
exigencias del interrogatorio.
El diálogo ocupa en Juan una extensión mayor que en los sinóp-
ticos, al tiempo que las respuestas de Jesús van también más allá de
la comprensión del gobernador. “¿Viene de ti esta pregunta o repites lo
que otros te han dicho”. “Mi reino no es de este mundo”. “Yo soy rey; para
esto nací y para esto vine al mundo, para ser testigo de la verdad. “¿Qué es
la verdad”402. Respuestas e interrogantes con profundo contenido te-
ológico, pero legítimas y correctas para ser dirigidas a las comunida-
des cristianas.
Por otro lado, Juan nos da a entender que en el transfondo de
todo el proceso existe una causa determinante para que se condene a
Jesús; y más que política, ésta es religiosa. De aquí que al decirles Pi-
lato: “Tomadle vosotros y crucificadle, porque yo no encuentro motivo pa-
ra condenarlo”403, la respuesta no se hace esperar: “Nosotros tenemos
401
Sal, 2, 1-2.
402
Jn 18,34 y ss.
403
Jn 19,6
226
una Ley y según esa Ley debe morir, porque se tiene por Hijo de Dios”404.
Ahora bien, si la motivación principal, y diríamos que exclusiva, fue
de carácter religioso, ¿cómo es que Pilato llegó a la condena? Juan
nos lo dice: por temor, por el miedo a que pudieran elevar contra el
acusaciones a Roma. “Si sueltas a ése, no eres amigo del César”405.
No sería necesario afirmar, por lo que hemos podido deducir del
análisis, que el carácter jurídico del proceso es problema alto delicado y
difícil. Se ha llegado a decir que es uno de los acontecimientos mas dis-
cutidos de la historia universal y puede que lo sea en el sentido de que,
al presentarse los evangelios principalmente como testimonios de fe, es
sólo a la luz de esta aceptación como podremos acercarnos a los hechos
que se nos revelan. Cierto que la enseñanza ha de fundarse en un acon-
tecimiento real; de lo contrario, toda catequesis carecería de sentido. Pe-
ro afirmar que ciertos hechos pueden corresponder a ampliaciones en el
conjunto de los contenidos no es excluir la verdad del mensaje. A este
propósito, aun los más severos a la hora de asentir en el dato histórico,
como es el caso de Martín Dibelius, llegan a consignar sobre la pasión
del Señor:
404
Jn 19,7.
405
Jn 19,12.
406
Citado por W. Trilling: Jesús y los problemas de su historicidad. Herder, Barcelona,
1985, págs. 132 y ss.
227
En cuanto al delito que motivó la condena, reconocemos también
que no es fácil delimitarlo. Con frecuencia se ha pretendido dogmatizar
en razón de los particulares presupuestos ideológicos; así, la idea contra
la rígida legalidad que Ethelbert Stauffer tiene de la actuación de Jesús,
le lleva a decir que la causa principal de la condena es motivada por ser
el agitador hostil que predica enseñanzas contra la Ley. Niils Astruz
Dahl, por el contrario, al creer en una íntima dependencia entre historia
y fe, piensa que la razón fue únicamente religiosa, sobre todo por su
pretensión mesiánica. Claro que a ello se opondrá la tradición del pue-
blo judío. Paul Winter, por ejemplo, intenta probar en su libro “El proce-
so de Jesús” que la causa principal fue la política y, por lo tanto, la res-
ponsabilidad última estuvo siempre en manos de la autoridad romana.
Le mueven a ello, como ya insinuamos, las razones siguientes: que la
muerte por crucifixión en Judea, en el siglo I, pertenecía a los romanos,
que en la legislación judía no existía jurisdicción que permitiese colgar a
los condenados en el poste de una cruz, y que la crucifixión sólo podía
venir del gobernador en funciones..
Efectivamente; la interpretación viene supeditada al punto de vista
e ideología de cada autor. Por eso, más que a partir de un hecho que
pueda favorecer la opinión que interesa, siempre será más razonable, al
menos en el caso que nos ocupa, contemplar el tema en su conjunto.
Tengamos presente que, por tratarse de un proceso judeo-romano,
donde se ignora hasta qué punto se actuó en consonancia con la legali-
dad vigente, obliga a que se haga imprescindible la visión global del
mensaje. Y es claro para todo el que sin perjuicios lea el evangelio, que
los enemigos de Jesús procedían de los distintos círculos de la clase di-
rigente judía. Por consiguiente, que a la hora del prendimiento, de los
interrogatorios y de forzar la condena tuviesen un papel primordial, es
algo que no debería ofrecer la menor duda, aunque debemos reconocer
también la arbitrariedad con la que se ha juzgado frecuentemente a este
pueblo, debido, quizás, a un superficial análisis de las tradiciones y los
textos.
En una época de persecuciones, era lógico que se intentara suavizar
las posibles tensiones con las autoridades que representaban los inter-
eses de Roma; ello es motivo para que podamos, si no comprender, al
menos interrogarnos ante el contraste entre un Pilato vacilante y débil
como el que presentan los evangelistas, y el otro Pilato de carácter in-
flexible y duro que se deduce de las fuentes de la literatura judía. Lohse
escribe al respecto:
228
“Es muy importante observar cómo se fue transformando la
imagen de Pilato en la época siguiente a la de la aparición del Nue-
vo Testamento. Según el evangelio apócrifo de Pedro, no fue Pilato,
sino Herodes el que pronunció la sentencia sobre Jesús. Los judíos
y Herodes rehúsan lavarse las manos, reconociendo con ello su cul-
pabilidad publicamente. Y mientras Pilato se lava las manos y re-
calca que no quiere ser culpable de esa muerte, Herodes ordena
que se ejecute la sentencia. Si aquí a Pilato casi se le exime de to-
da culpa, Tertuliano llega a decir que el gobernador romano se
había hecho secretamente cristiano (Apologeticum 21,24). En la
leyenda cristiana se llega a considerar incluso como mártir, ya
que al final de su vida habría muerto por Cristo; la Iglesia etiópica
le venera como a santo. Así que, en épocas posteriores, continúa él
esfuerzo -sensible ya en los evangelios- por absolver lo más posible
a Pilato de culpa por la muerte de Jesús, y por atribuir a los judíos
toda la responsabilidad, desdibujándose con ello la realidad del
hecho histórico”.
229
ne, obligado a llevar la cruz del que había sido azotado anterior-
mente. La costumbre era que el mismo condenado llevase, o bien to-
da la cruz, o sólo el “patibulum”, esto es, el travesaño que forma la
parte superior de la misma. No era infrecuente que el madero verti-
cal estuviera ya enclavado en el lugar del suplicio.
Cierto que una reconstrucción histórica del recorrido desde la re-
sidencia de Pilato hasta el Gólgota es difícil, pero la sobriedad y los
detalles en el relato, como el hecho de mencionar la familia del Cire-
neo, ofrecen garantías para creer que Jesús, de camino hacia la muer-
te, fue ayudado a llevar lo que serviría para cumplir su condena.
Por otro lado, y en cuanto a las palabras dirigidas a las mujeres
de Jerusalén, aunque teologizadas en la tradición de Lucas, suponen
un dato significativo de lo que era tradición y costumbre en el pue-
blo. Se sabe, por ejemplo, que en Jerusalén existían grupos de muje-
res que realizaban ciertas mezclas de vino y hierbas aromaticas con
el fin de atenuar los dolores y espasmos de la agonía de los conde-
nados. Ya el libro de los Proverbios exhortaba: “Dad licores fuertes a los
que van a perecer, y vino a los tristes; . que beban y olviden sus desdichas
y no se acuerden más de sus afanes”407 Sin embargo, Jesús no quiso to-
marlos .
Semejante a esta referencia es el hecho de repartirse los vestidos.
Por eso, aunque la comunidad lo pudiese haber elaborado en rela-
ción con el salmo del justo que sufre, “Se repartieron mis vestidos y
echaron a suerte mi túnica”408, nada impide que así sucediese, sobre
todo habida cuenta de que era algo común entre la guardia romana.
Sí hace pensar en otro simbolismo el hecho de que Juan distinga en-
tre túnica y vestido, aunque, a la hora de buscar conexiones, sea más
que difícil encontrar las analogías.
Pues bien, este núcleo histórico de la pasión puede verse, de
igual modo, en el título que ponen encima de la cruz como causa
política de la condena: “Ser Rey de los judíos”. Conocemos, por otras
fuentes, que este uso de colocar la causa del suplicio en lugar visible
de la cruz no era infrecuente entre los romanos, aunque la primitiva
comunidad lo interpretara como proclamación profética de la digni-
dad atribuida al Señor Jesús.
407
Prov 31, 6-7.
408
Mc 15,23; Jn 19,29.
230
“Todos cuantos me ven, se burlan de mí, abren los labios y mueven la ca-
beza”409. Mientras las mujeres son los testigos mudos de la Pasión, a
los jefes del pueblo se les representa con expresiones de la Escritura,
como a los auténticos instigadores del justo que muere indefenso;
diríamos que sus palabras son voces bíblicas que dan cumplimiento
a la tradición de los profetas.
Hacia las tres de la tarde, según Marcos y Mateo, Jesús gritó fuer-
temente: “Eloí, Eloí, ¿lamá sabactani”, que quiere decir: “Dios mío, Díos
mío, ¿por qué me has abandonado”410. Las restantes palabras a él atribuidas,
pudiera decirse que se sintetizan en este grito final; grito extraño sin
duda, insólito para el que ha asumido su mensaje e intenta ser fiel a su
predicación.
De no ajustarse a la realidad, la comunidad cristiana nunca hubiera
podido inventar o concebir la idea de una expresión tan dolorosa y
trágica como la de reflejar en Jesús el sentimiento de abandono. Mucho
les debió hacer pensar a aquellos primeros fieles. De ahí que, ante la
perplejidad del hecho, Lucas continúa la narración haciendo morir a
Jesús, no con este grito, sino en estrecha relación con el Padre: “En tus
manos encomiendo mi espíritu”411. O con el triunfo que ya se respira en las
palabras de Juan: “Todo está consumado”412.
Pero es precisamente esta sorpresa y confusión lo que nos garantiza
el núcleo histórico de la realidad sorprendente del hecho. Pensamos
que, al igual que la crucifixión, el abandono de Jesús en los instantes
últimos de su vida tuvieron que ser puntos difíciles y comprometidos
para la catequesis primera, pero garantía firme del misterio de fe. Lo
que constituyó, sin duda, afrenta y humillación, vino a convertirse en
cimiento firme de la nueva esperanza.
Jesús se siente abandonado... ¿Cómo podríamos entenderlo aho-
ra nosotros? ¿Cabría pensar que en la cruz Jesús murió con un inex-
plicable “porqué”? De atenernos al relato, Marcos y Mateo no pue-
den ser más precisos: en los momentos límite de la existencia, a Jesús
se le niega la ligazón que le conectaba con el “Abba” de su pre-
dicación y su vida. “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandona-
do?”
409
Sal 22,19.
410
Sal 22,8; Jn 18,16.
411
Mc 15,34; Mt 27,46.
412
Jn 19,30.
231
Es evidente que el grito no deberá corresponder al clamor es-
tentóreo del que pretende huir de una amenaza. En esos momentos,
no tendría Jesús fuerza humana para ello; creemos, más bien, que fue
la firme expresión de algo que le llega hasta dentro, que le hace sufrir,
que vive profunda y radicalmente. Que se refleje en un “grito”, tam-
poco tiene nada de extraño: es la voz tantas veces antepuesta a las cu-
raciones, a los milagros, a las señales divinas413. Sólo que en la cruz nos
impresiona más por la situación límite y la connotación con el aban-
dono del Padre.
Pero volvamos a la pregunta: ¿morirá Jesús con la incógnita de
un porqué, dejando sin explicar su dolor y su muerte? ¿Cabría en
su adiós y despedida la decepción o la sospecha? Detengámonos en
el análisis del contexto y en el significado de las palabras.
La exégesis muestra, en primer lugar, que el sentimiento que se re-
vela está tomado del salmo 22,2. Se inicia éste con un grito de angustia,
con una lamentación: “¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?”,
esto es, con las mismas palabras que recoge el evangelio, para terminar
en la confianza del que espera todo de Yahvé. Pero transmitir las frases
del comienzo es identificarse con el contenido de fe de todo el salmo.
Cierto que el sufrimiento del justo se experimenta también como aban-
dono de Dios, pero sin perder el clima de filial confianza. Es la angus-
tiosa soledad del que espera sin entender, sin apenas encontrar sentido,
del que aguarda en la más cerrada y absoluta oscuridad. Por eso, sir-
viéndose del lenguaje apocalíptico, el salmo se convierte en destino
ejemplar donde la muerte es la alborada del reino escatológico de Dios.
A la queja de principio le sigue la acción de gracias “por no despreciar la
miseria del pobre”.
No, Jesús no se desesperó en los últimos momentos como alguno
ha querido demostrar. Pero tampoco su grito fue algo metafórico o fi-
gurativo, aludiendo a la humanidad pecadora como afirmaron algu-
nos padres latinos; a la revelación hecha por Jesús hay que tomarla en
serio. Al Padre, a quien había anunciado como persona buena y de
misericordia infinita, que perdonaba y no tenía acepción de personas,
lo ve ahora oculto, lejos: se siente abandonado. La ausencia divina,
como experiencia psicológica en Jesús, es real, increíblemente real y
profunda. Se trata de la tentación más grande, de la prueba mayor de
toda su existencia. Podría decirse que el Padre le ha dejado a solas
frente a los ataques del mal. Pero Jesús rehusa beber el vino aromati-
413
Lc 17,15; 19,37; Jn 11,43; Hch 14,10; 26,24.
232
zado para libar hasta el fondo el cáliz de la muerte humana414. Y no es
porque lo digamos nosotros; fue Él, el Hijo de Dios, quien sorpren-
dentemente hizo de su sentir una revelación que jamás hubiésemos
imaginado. En realidad, la gran cruz, la auténtica cruz de Jesús, fue
ésa: su gran soledad y el profundo sentimiento de vacío. Pero, por no
haberse reservado nada, por no disponer de nada ni de nadie a quien
asirse, Jesús fue ofrenda, donación total. No siendo para sí, fue todo
para Dios. Por eso, en ese vacío, hueco libre y sin reservas, puso su pie
la plenitud divina para que, en fe de la entrega, la vida y la muerte de
Jesús se convirtieran en la semilla de donde brotara gloriosa la resu-
rrección.
233
de tinieblas y oscuridad... Se oscurece el sol y la luna y extinguen su brillo las
estrellas”417. “Aquel día, dice el Señor, Yabvé, haré que se ponga el sol al me-
diodía, y en pleno día tenderé tinieblas sobre la tierra”418. “Aunque se oculten
en el Sheol, de allí los tomará mi mano”419.
En realidad, estas imágenes sirven a los redactores para expresar lo
que ellos han creído ver tras el acontecimiento increíble de la muerte de
Jesús. Los sucesos que relatan son signos escatológicos, y, por lo tanto,
no pretenden, en sus descripciones, que las referencias se adapten total
y objetivamente a lo real.
Reforzando esta hipótesis, expondremos algunas de las descrip-
ciones judías en la muerte de rabinos famosos:
El Sepulcro
234
nes y pretender la reconstrucción histórica del enterramiento cuan-
do aparecen las dificultades; basta comparar la lectura de los sinóp-
ticos con la narración de Juan. Pero las diferencias no obstan para
asegurar que Jesús, en fuerza de las circunstancias y de la costumbre
judía, fue ciertamente enterrado. El mismo Flavio Josefo detalla que
“hasta los que habían sido condenados a morir a la pena de cruz eran retirados antes
de la puesta del sol y enterrados”422. Mucho más, tratándose del día de Pas-
cua. La prisa en el enterramiento es dato importante que confirma
como hecho seguro la sepultura. La pureza judía de la Ley nunca
hubiera permitido dejar a un hombre sin vida colgado en un madero.
Es cierto que se disponía de dos fosas cerca del lugar de la ejecu-
ción, y que cada una de ellas servía para depositar los cadáveres, según
la pena del condenado. Se pensaba que sus cuerpos impuros contami-
narían a los demás en caso de ser enterrados en el sepulcro de la fami-
lia. Pero ningún impedimento había para depositarlos en alguna tumba
vacía o sin usar, como sucedió con el cuerpo de Jesús. Y es que, tal era
el respeto por el cadáver, que, una vez pasado cierto tiempo, los restos
tornaban a volverse puros, lo que permitía que pudiesen ser llevados a
la tumba familiar.
Puede ser que Pablo, al recordar aquella maldición e impureza,
se atreviera a escribir: “Cristo nos rescató de la maldición de la Ley haciéndonos
él mismo maldición por nosotros”423.
Una perspectiva más teológica se hace presente en el hecho de la
lanzada en el costado, cuya sangre y agua pueden muy bien hacer refe-
rencia en Juan al cordero pascual inmolado (Cristo) del que brota el
agua de la vida. “Y alzarán sus ojos a aquel a quien traspasaron”. Y es que
es el agua en la Biblia un símbolo de la gracia, de la sabiduría, de la
fuerza del Espíritu.
El hecho de no haber quebrado anteriormente a Jesús las piernas se
enmarca también en acontecimientos veterotestamentarios, con clara
referencia al cordero de Pascua. “Se comerá dentro de casa, y no sacaréis
fuera de ella la carne, ni le quebraréis ninguno de sus huesos”424. Idea pro-
fundamente grabada en Juan, para quien el sacrificio de Jesús en la cruz
no es otro que el del auténtico cordero inmolado.
Respecto al personaje que efectuó la sepultura, José de Arimatea,
conviene decir que también hay razones de peso para asentir con la
tradición evangélica, al menos en cuanto al enterramiento. Que después
la comunidad le atribuyera ser discípulo de Jesús parece menos ve-
422
Josefo, F.: De bello judaico, IV, 5, 2; Sanhedrin, 6, 5 y ss; Genarah, 47a.
423
Gal 3,13.
424
Ex 12,46; Nm 9,12
235
rosímil, y propio, más bien, de un acentuado sentimiento de gratitud.
Así, por ejemplo, el poblado es localizable. Además, hablan de él los
cuatro evangelistas, con la particularidad de que es en la única ocasión
donde se le menciona. Parece que de haber sido el enterramiento una
posterior narración elaborada por los primeros cristianos, lo más lógico
hubiera sido atribuirlo a personas a Él allegadas o a alguno de sus más
fieles discípulos; pero no fue así, y ello acredita y avala el testimonio de
las tradiciones.
Otro es el caso de la guardia del sepulcro que nos narra Mateo.
Las objeciones aquí sí parecen bastante más serias. Leemos: “Al otro
día, al siguiente de la preparación de la Pascua, los jefes de los sacerdotes y
los fariseos se presentaron juntos ante Pilato y le dijeron: "Señor, nos hemos
acordado de que aquel impostor dijo cuando aún vivía: “Después de tres
días resucitaré”. Por eso, manda que sea vigilado el sepulcro hasta el tercer
día, no sea que vayan sus discípulos, roben el cuerpo y digan al pueblo que
ha resucitado de entre los muertos. Este sería un engaño peor que el prime-
ro."
Pilato les respondió: "ahí tenéis los soldados; id vosotros y tomad todas
las precauciones que creáis convenientes."
Ellos fueron al sepulcro y lo aseguraron, sellando la piedra y poniendo
centinelas”425.
“Al otro día...” Parece extraño que el sanedrín gestionara con Pila-
to el piquete de guardia en un día de descanso como era el siguiente
al de la Preparación: se trataba del sábado. Además, de haber existi-
do la precaución para que no lo robasen, la sospecha, y, por consi-
guiente, las medidas a tomar, deberían haber tenido lugar la tarde
anterior, no después de haber pasado ya la primera noche. Además,
sorprende que esta tradición fuese recogida por sólo un evangelista,
sin que Marcos, ni tampoco Lucas ni Juan hagan la más mínima
mención de ella.
Se cree, y no parece descartada la idea, que para desvirtuar la re-
surrección de Jesús, los judíos polemizaron con los cristianos acu-
sándoles de que fueron los discípulos quienes robaron el cuerpo del
Maestro. Es entonces cuando, por la misma necesidad de la refuta-
ción, se conciben las ampliaciones en fuerza de una apología cuyo
único objetivo es defender a la atacada comunidad. Por lo tanto, y
ateniéndonos al núcleo de las tradiciones, podríamos concretar lo si-
guiente: que, una vez que expiró Jesús, por el respeto del pueblo
hacia el cadáver, y en atención a ser ya el día de la preparación de la
Pascua, dieron sepultura a su cuerpo sin vida. Es también acorde con
las palabras de Pablo, cuando escribe a los corintios: “Os transmití la
425
Mt 27,62-66.
236
enseñanza que yo mismo recibí, a saber: que Cristo murió por nuestros
pecados, según las escrituras; que fue sepultado y que resucitó...”426.
426
1 Cor 15,3-4.
237
RESURRECCION
Fundamento de fe
Testimonio apostólico
238
cuestión vuelve una vez más a ser desafiante para el mundo de hoy.
Por eso, a la misma iglesia católica le pareció justo que se organizase un
simposio sobre el tema: “¿Qué significa para el momento actual la fe de
los apóstoles: Cristo resucitó verdaderamente y se apareció a Simón?”
Es la resurrección de Jesús la que, directa o indirectamente, implica
la importancia del interrogante. Y es que, más que de una búsqueda, de
lo que en realidad se trata es del significado de nuestra fe. Por ello, la
pregunta primera sería: ¿cuál es nuestra posibilidad de acercarnos a la
resurrección de Jesús? Y como el tema exige por sí mismo claridad y
búsqueda, bien está que nos detengamos primero en el fundamento
que dio origen a los relatos.
Tomando como punto de referencia la catequesis primitiva, la exé-
gesis muestra que, tras los evangelios y Pablo, existen fórmulas pre-
sinópticas de la resurrección que se plasmarán más tarde en las epísto-
las, en los evangelios y en el libro de los Hechos. Pero, en cuanto a la
formalidad propiamente de la narración, la más antigua es la que en-
contramos en la “primera carta a los Corintios”. Pablo enumera varias
apariciones con las siguientes palabras: “Os he transmitido, en primer lu-
gar, la enseñanza que yo mismo recibí, a saber: que Cristo murió por nuestros
pecados, según las Escrituras, que fue sepultado; que resucitó al tercer día como
dicen también las Escrituras; que se apareció a Pedro y después a los Doce. Más
tarde, a más de quinientos hermanos, la mayoría de los cuales viven todavía,
aunque algunos murieron, luego se apareció a Santiago y después a todos los
apóstoles. Y por último, como a un aborto, se me apareció también a mí”427.
Expresamente afirma que el “transmite” lo que a su vez recibió.
Aun más, el estilo literario nos confirma la tradición antigua de la
fórmula de fe. Y no sólo esto, sino que algunas de las apariciones
mencionadas aquí no son descritas por los evangelistas, así como
otras que ellos narran no las reseña el Apóstol. Pero la proximidad a
los hechos ocurridos, alrededor del año 35, y la densidad que ofrece
la fórmula acuñada en la primitiva comunidad de Jerusalén, hace
que Von Campenhausen llegue a afirmar:
Dos son, en realidad, los hechos revelados: por una parte, la fór-
mula que recibe; por otra, la aceptación expresa de la misma. Bastaba la
427
1 Cor 15,3-8.
428
Campenhausen, Von H.: Der Ablauf der Osterereignisse und das leere Grab. Heidel-
berg, 1958, pág. 9
239
fe, pero era necesario enumerar distintas apariciones para justificar la
solidez de la doctrina. Puede que después, o antes de su configuración
definitiva, se ampliasen las composiciones, pero eso es ya secundario.
Lo importante es que, por el acontecimiento de la resurrección de Jesús,
los apóstoles se sienten impulsados a proclamar, de palabra y por escri-
to, que lo que creen está basado en hechos reales.
Pero, por muy sólidas y consistentes que fuesen las pruebas, al
tratarse de creencias personales, cabrían siempre las preguntas: ¿nos
contarían la verdad? ¿Serían excesivamente crédulos? Y a nivel psi-
cológico, ¿eran normales aquellos hombres?
Como interrogantes, cierto que se pueden plantear, aunque no sólo
para el acontecimiento de la resurrección, sino también para todo el
Nuevo Testamento. Pero concretándonos al hecho que nos ocupa, sí es
realmente sintomático que los mismos decepcionados discípulos de an-
tes tornen ahora por actitudes comprometedoras y de desafío, incluso
hasta la muerte. El hecho mismo ele acusarles del robo del cadáver y la
introducción de añadidos en las narraciones que justificasen su defensa,
nos dan a entender que eran conscientes, no sólo de las falsas acusacio-
nes, sino de la firmeza de su fe en los acontecimientos del resucitado.
Pablo no puede ser más preciso cuando escribe y asegura a los corintios
que, sin resurrección, la fe que se predica no tiene sentido, es vana.
“¿Cómo entre vosotros, alguno dice que no hay resurrección de los muertos? Si
no hay resurrección, tampoco Cristo resucitó. Y si Cristo no fue resucitado,
nuestra predicación es falsa al igual que la fe que profesáis”429.
Es claro que la firmeza de la argumentación radica y depende de la
realidad efectiva del acontecimiento. Porque los apóstoles, más que re-
surrección de Jesús como conclusión de unos acontecimientos vividos,
la anuncian principalmente como acontecimiento real que le había
acaecido a Jesús. Por eso, en la medida en que se proclame la resurrec-
ción como acontecimiento, se hablará más tarde de su significación
salvífica. Siempre las referencias y connotaciones vendrán después de
la realidad de los hechos. Pero, ¿qué significó la fe de aquella comuni-
dad primitiva? ¿Cuál es el alcance del término “resucitado”? Y la res-
puesta, como suele acontecer en todo planteamiento comprometido, no
siempre ha sido la misma. Por ello, y en razón de su importancia y tras-
cendencia, vamos a exponer a continuación las interpretaciones más
representativas, tanto de la teología protestante, como de la católica.
429
1 Cor 15,12-14.
240
La Resurrección en la teología protestante
R. Bultmann
Fue ya por el año 1941 cuando R. Bultmann escribía: “La resu-
rrección expresa el significado de la cruz”430, esto es, la resurrección, más
que un dato histórico, expresa el significado de la muerte de Cristo en
cuanto salvación para nosotros. Dar crédito a ella supone aceptar que la
cruz es acontecimiento de salvación para cada uno, para ti y para mí.
No es, por tanto, un hecho o un milagro que hace u obliga a creer. La
resurrección sólo es accesible por la fe pascual de los apóstoles; éstos
son los que inician verdaderamente el mensaje de vida, son los mismos
a quienes la muerte de Jesús sumió en una derrota que, al final, sería
sólo aparente.
Lo que le interesa a Bultmann es explicar el fenómeno de la fe. Su
pensamiento se centra en la importancia que ella tiene para la vida per-
sonal e interior de cada uno, y por ello insiste: “La fe en laresurrección no
es otra cosa que la fe en la cruz como acontecimiento salvífico”. Aconteci-
miento de salvación que llega a nosotros escuchando la palabra del ke-
rygma en cuanto se hace presencia en nosotros. “La fe en la iglesia, como
portadora del kerygma -dice-, es la fe pascual, que precisamente consiste en la
fe de que Cristo está presente en el kerygma”431.
Para Bultmann, el acontecimiento que puede demostrarse con
método histórico-crítico es la muerte de Jesús en la cruz; y solamente
en la fe, la resurrección es contemplada como hecho de verdad y de
aceptación en la vida interior de cada persona.
Sin embargo, convendría tener en cuenta los antecedentes filo-
sóficos que le condicionan, y que no son otros sino los de la filosofía de
la existencia, concretamente el pensamiento expresado en la última eta-
pa de la obra de M. Heidegger. En efecto: se manifiesta el hombre en la
filosofía heideggeriana como un ser-en-el-mundo, que, para vivir de
430
Bultmann, R.: Neues Testament und Mythologie, 1941, 44-46.
431
241
forma auténtica, necesita, además de “estar”, “proyectarse en el futu-
ro”. Existir, y hacerse existiendo, es algo radical de ese ser-en-el-mundo
que somos nosotros.
Pues bien, a la luz de este principio y deducción filosófica, la te-
sis de Bultmann, por su correlación, se nos presenta también más ra-
zonable y lógica. Por ello, así como la vida auténtica se halla y reside
en el proceso mismo de vivir, de igual modo la comprensión del
mensaje se efectúa en la realización de esta misma fe. Se trata, no
tanto de un acontecer de Jesús, cuanto de lo que ocurrió en los após-
toles.
Es evidente que esta interpretación contiene elementos positivos,
puesto que, más que un hecho palpable, la resurrección es algo que
nos supera, algo extra-histórico que va más allá de nuestras categor-
ías espacio-temporales. Para la crítica histórica, nunca la resurrección
puede ser ese dato objetivo y experimental que demanda su propio
método. Los fenómenos históricos únicamente se comprenden en
cuanto se hacen constatables, lo cual no acontece sino por la analogía
o relación que guardan con otros acontecimientos. Y es claro que, a
este nivel, la resurrección escapa al resto de cualquier otra realidad
que viene a nosotros.
Pero no es menos cierto que la fe ha de conectarse con algo, o
mejor aún, con alguien. La significación salvífica del resucitado, co-
mo cualquier otra connotación, necesita apoyarse en lo real, es decir,
en lo que va a servir de referencia. Por eso, los apóstoles lo procla-
man como acontecimiento que le ha sucedido a Jesús y no como sig-
nificación salvífica que pendiese de un ideal supuesto o estuviera
colgado en el aire. La resurrección se funda en un hecho acaecido, en
un acontecimiento real, que es donde se asienta la fe de los apóstoles.
Sin la trabazón y enlace con lo histórico, el significado no tendría
sentido. El pensamiento de Pablo cuando habla a los corintios y les
dice: “Si Cristo resucitó, todos los que creen en él también resuci-
tarán”, no es una referencia a algo simbólico o figurativo. El argu-
mento tiene valor porque depende de la realidad efectiva de la resu-
rrección de Jesús. El significado vino después. Posteriormente a la
muerte se entendió que ésta era sacrificial y redentiva.
Acaso Bultmann, por convicciones existencialistas, quiso pu-
rificar la fe para que ésta fuese ella misma. Pero un fideísmo tal, ¿no
está cerca del concepto heideggeriano en el que el existir del hombre
es un sostenerse dentro de la nada? Si la coincidencia no es total, el
riesgo sí está muy cerca, porque la resurrección, por más que corres-
ponda a lo extra-histórico y su dimensión sea otra, nunca podrá ser
242
desligada del acontecimiento acaecido en Jesús. Además, ¿cómo
podríamos legitimar nuestra esperanza ante quien nos interpelase
por ella?
Willi Marxsen
432
Marxsen, W.: Die Auferstehung Jesu als historisches und als theologisches Problem.
1964, pág. 10.
433
Ibid. pág. 12.
243
Difiere Marxsen de Bultmann en que, mientras para éste la
Pascua venía a expresar el significado de la cruz, para Marxsen no
existe tal marco de reducción; es el Jesús del evangelio quien, por
el significado que se da a la resurrección, sigue adelante su causa.
La expresión “resurrección de Jesús” fue una fórmula interpretati-
va. En sí no excluye la realización de un milagro, pero siempre
que se tenga en cuenta que éste, más que realizarse en Jesús, ad-
quiriendo la vida después de la muerte, se produjo en los apósto-
les; fue su propia fe la que constituyó, en definitiva, el gran mila-
gro.
434
Ibid. pág. 39.
244
Marxsen, por el contrario, sí intenta acercarse al acontecimiento
de origen, pero, al no reconocer la relación necesaria entre lenguaje y
suceso, el signo lingüístico pierde su función. En último término, la
realidad interpretada no es algo que se de en Jesús, sino en mí, y por
consiguiente, cuando se alude a que Jesús “continúa y vive”, más
que ser algo real, es imagen, ficción de la mente. Sin embargo, como
muy bien apuntaba Dahl, los hechos del Nuevo Testamento no fue-
ron previstos; se describen teniendo en cuenta un ver concreto que
les causa impacto, un ver que se mostraba ahí, exigido por el aconte-
cimiento real.
Wolfhart Pannenberg
245
Pero antes de exponer la historicidad como serio compromiso
suyo, se detiene a examinar el alcance que comporta la “resurrección
de entre los muertos”, y concluye que tal expresión no se puede des-
ligar de sus referencias simbólicas, concretamente de la analogía que
guarda con nuestra propia experiencia de los sueños. La constatación
diaria del dormir y despertar le sirvió de símbolo para significar lo
que un día sucedería a los que ya murieron436. Es evidente que se
trata de un símil limitado y pobre, pero válido, aunque la
transformación del cuerpo futuro en nada pueda equipararse con lo
que en este mundo acontece.
Aclarado esto, Pannenberg pasa a estudiar el significado de la
“resurrección de Jesús”, analizando las tradiciones en las que se
transmite el mensaje, esto es, las apariciones y el relato del sepulcro
vacío.
En cuanto a la descripción de las apariciones que encontramos
en los evangelios, Pannenberg no duda en afirmar su carácter imagi-
nativo y legendario; intención que viene favorecida, sobre todo, por
la tendencia a representar la corporeidad del Maestro, que hace difí-
cil la constatación detallada de la prueba histórica437.
No ocurre lo mismo, para este autor, con la tradición de Pablo438,
de quien sí puede afirmarse que es un auténtico testimonio de la re-
surrección. En la forma de enumerar, por ejemplo, las principales
apariciones, parece estar implicado en ellas. “Se apareció a más de qui-
nientos hermanos reunidos, la mayoría de los cuales viven todavía”. Es
como si su actitud personal estuviese, no sólo implicada, sino que
dependiera de la realidad que nos transmite; con lo cual, él piensa
que se aportan los elementos necesarios de una verdadera “prueba
histórica en el sentido moderno de la palabra”. Además, si se tiene
presente que los acontecimientos que narra tuvieron lugar en fechas
próximas a su propia experiencia, será más firme su motivo para ga-
rantizar esta fe en el misterio pascual. La resurrección, para Pan-
nenberg, no justifica la presencia del resucitado por causa de la fe;
más bien sucede lo contrario: ésta se explica a partir de lo acaecido.
Sin resurrección no se hubiera proclamado el mensaje.
Reitera Pannenberg que la tradición del sepulcro vacío es inde-
pendiente de aquélla que elaboró las apariciones, válida también,
aunque no encontremos en Pablo referencia a la misma. Piensa que
el haberla omitido no significa que la desconociese, sino que la creía
innecesaria. En favor de ello está la acusación misma que hacen los
436
Ibid. págs. 93-95.
437
Ibid. pág. 110.
438
1 Cor 15, 1-11.
246
judíos a la comunidad primitiva de Jerusalén inculpándola del robo
del cuerpo de Jesús por parte de sus discípulos.
Pero, aun formándose las tradiciones de modo independiente,
unas y otras ofrecen garantía de ser pruebas razonables y suficientes
para demostrar la historicidad de la resurrección, aunque se nos
ofrezcan en un lenguaje característico y propio de la expectación es-
catológica de entonces. Por consiguiente, en cuanto a su valoración
crítica, reconocemos, en principio, el esfuerzo que Pannenberg hace
por presentar el misterio de Pascua, no sólo como luz que ilumina la
historia de Jesús, sino también como esperanza de vida y de resu-
rrección que deposita en los creyentes. Con Pannenberg, y con él los
teólogos que se apartan del subjetivismo bultmanniano, la investiga-
ción protestante se pone en un camino muy próximo ya a las postu-
ras que se defienden en el campo católico.
Acaso, para evitar equívocos, este autor debiera haber distin-
guido entre el hecho directamente constatable y el dato indirecta-
mente histórico. La resurrección de Jesús no fue vista por nadie, no
es un hecho directamente asequible, pero sí indirectamente histórico
desde el momento en que los apóstoles, al toparse con el resucitado,
pudieron decir: “Jesús vive”. La resurrección entra en la historia, no
por sí misma, sino a través de unas apariciones que, a decir verdad,
nos superan y transcienden. Si la revelación pascual estuviese fun-
damentada en un dato históricamente verificable, entonces, y como
muy bien nos dice G. O'Collins439, la fe perdería toda su autonomía y
lo que más particularmente la caracteriza, esto es, la fiabilidad en la
palabra.
Por mucho que se inserte en la historia, la Pascua rompe nues-
tras coordenadas existenciales, va más allá de nuestro espacio y
nuestro tiempo, se instala en algo que era exigido. Por ella, Jesús vive
y se adentra en la plenitud divina.
págs. 409-419.
247
los textos. Cierto también que las opiniones no siempre coinciden;
pero ello en cierto modo es normal, teniendo en cuenta la pluralidad,
las diferencias y lo remoto de las tradiciones. A continuación expon-
dremos, aunque someramente, las tendencias más representativas.
1. Tesis tradicional
440
Sal 15,10.
441
Ott, L.: Grundriss der Katholischen Dogmatik. Trad. Castellana: “Manual de teología
dogmática, Por C. Ruiz Garrido. Herder, Barcelona, 1966, pág. 304.
442
Con algunos matices , estas ideas han sido defendidas por E. Cutswenger: Zur Ges-
chichtlichkeit der Auferstehung Jesu. en ZKTH, 88, 1966.
Balengue: La prueba de la resurrección. LANG: Fundamentaltheologie. W. Bulst: Sacra-
mentum Mundi I. Herder, 1972, págs. 413-416.
248
y comprensión apostólica del hecho que hizo posible su fe en el
resucitado.
Pues bien, acaso sea J. Schmitt el representante más significativo
de este método de trabajo. Llega a creer que para los testigos de las
apariciones, la resurrección, al igual que la muerte en cruz, fue algo
histórico, tan real, que llegaron a ver en el suceso la manifestación
del amor del Padre que exaltaba a Jesús por su obediencia a la mi-
sión que se le había encomendado. “Por eso Dios lo engrandeció y le
concedió el nombre que está sobre todo nombre”443.
Es evidente que una actitud como ésta tiene el mérito de saber
deslindar el marco ofrecido por las distintas tradiciones, pero no es
menos cierto que se olvidan o relegan los motivos por los que se ela-
boró el texto de aquella forma. Admirable también es el deseo e in-
quietud por llegar a esa primera fe de la Iglesia, pero debería darse
cabida a la pregunta que se interroga por el ambiente, cultura y pe-
culiares circunstancias que motivaron las redacciones. Por lo tanto,
es digno y se reconoce el esfuerzo por descubrir la fe que inició la vi-
da cristiana, pero no hay que olvidar la génesis y las causas que, de
una u otra forma, contribuyeron a que se formasen los distintos rela-
tos.
443
Las tendencias que, de un modo u otro, se han ajustado a este método de análisis, las
podemos encontrar en la obra de J. Schmitt: Jesus resucité Dans la predicatión apostoli-
que. París, 1949. Le récit de la résurrectión du Seigneur. Rigaux: Dieu l’a ressucité. P. Be-
noit: Passion et Résurrection du Seigneur.
249
Preguntas de las que se hace eco la hermenéutica actual y que la exé-
gesis católica en modo alguno descuida444.
444
En razón del numeroso material bibliográfico al respecto, me permito anotar las obras
más representativas de esta nueva orientación teológica:
Kremer, J.: Die Osterbotschaft der vier Evangelien. Stuttgart, 1968; Das älteste Zeugnis
von der Auferstehung Christi. Stuttgart, 1972.
Leon-Dufour, X.:Resurrection de Jesús et message pascal. Trad. Castellana de Rafael Si-
va Costoyas, Resurrección de Jesús y mensaje pascual. Síqueme, 1973.
Kasper, W.: Jesus der Christus. Sígueme, 1976.
Trilling, W.: Fragen zur Geschichtlickkeit Jesu. Herder, 1985.
Boff, L.: A ressurreiçao na morte. Sal Terrae, 1980.
Todo el número 60 de la revista “Concilium”, 1970.
Schweizer, E.: La resurrección de Jesús, ¿realidad o ilusión?. Selecciones de teología
(81), 1982.
Lohfink, G.: Acontecimientos pascuales y orígenes de la comunidad cristiana. Seleccio-
nes de teología (81), 1982.
Pesch, R.: Fe en la Resurrección de Jesús. Selecciones de teología (86), 1983.
250
había desautorizado el mensaje y la obra esperanzada del Maestro.
Porque, reconozcámoslo; mientras Juan el Bautista sella su vida con la
muerte de los mártires, Jesús es juzgado por la justicia de este mundo,
por los buenos y oficialmente cumplidores. Efectivamente, con el “re-
greso a Galilea”, el análisis de los textos nos lleva a pensar que los após-
toles ponen fin a todas sus esperanzas; para ellos la muerte supuso un
escándalo insuperable. Y en cuanto a la cita: “Mirad que va delante de vo-
sotros a Galilea”, fácilmente se deja entrever que se trata de una posterior
enseñanza teológica; su marcha de Jerusalén, como así lo atestigua la
crítica especializada, no fue una ida para cumplir un mandato y tampo-
co por el deseo o la esperanza de encontrarse con alguien; el abandono
fue principalmente por el desengaño; quizá también por el miedo y la
sospecha. Al menos ésta es la disposición psíquica que reflejan las pala-
bras de Lucas: “Nosotros esperábamos que seria él el que iba a librar a Isra-
el”445.
Mas he aquí que, muy pronto -un tiempo que no podemos de-
terminar, pero que en todo caso es mínimo-, aquellos hombres nue-
vamente se encuentran en Jerusalén; y no como lo habían estado an-
tes, aprendiendo y siendo guiados en sus actuaciones; ahora su estar
es fundamentalmente una proclamación de lo que habían visto y oí-
do. Es, por consiguiente, no una predicación de los milagros, de los
hechos o doctrina del Maestro; eso se hará más tarde. Su testimonio
público es de la experiencia, de lo que les ha ocurrido tras su retorno
a Galilea.
Ahora bien, que estas apariciones sean las primeras, es ya una
afirmación guiada por la hipótesis, aunque ésta sea la más admitida en
el análisis crítico. Lo único incuestionable es que los discípulos vieron al
“Señor resucitado”; todo lo demás: número de veces, orden, lugar y
demás circunstancias, siempre estarán sometidas al estudio y a la exé-
gesis.
A nivel redaccional, sí diremos también que los relatos presentan
los siguientes contrastes: por un lado, las apariciones se nos describen
como hechos sencillos y humanos: come, dialoga, camina conellos. Y
ante la sorpresa o la incredulidad, deja que le palpen, que sepan que Él,
ni es un extraño, ni un posible fantasma.
Pero frente a esta naturalidad, queda consignado también el apare-
cer y desaparecer, el que no sea reconocido de momento, que traspase
las paredes y se presente de improviso. Más aún, en el examen de los
textos se percibe una clara evolución a partir de las tradiciones prime-
445
Lc 24,21.
251
ras; así, de una representación simple y espiritual como la que encon-
tramos en 1 Cor 15, 5-8; Hch 3,15; 9,3; 26,16; Gál 1,15 y Mt 28, se va pa-
sando a presencias más corporales y materiales, como son ya las de Lu-
cas y Juan, e indiscutiblemente a las de los apocrifos. Pero, eso sí, en
medio de estas diferencias, lo característico e importante es desvelar
cómo la iglesia apostólica, por necesidades y coyunturas misioneras,
fue mostrando que la fe en el Cristo resucitado estaba garantizada fun-
damentalmente por la experiencia individual y colectiva de los apósto-
les.
Teniendo esto presente, pensamos que sería un esfuerzo inútil
querer armonizar las distintas apariciones que, si nos atenemos a
los textos, son las siguientes: Pablo nos menciona cinco. Marcos, a
pesar de no ofrecer expresamente relato alguno, sí nos dice que
Cristo se dejará ver en Galilea; la conclusión (16,9-20) parece que
sea un añadido posterior, donde se resumen las distintas tradicio-
nes evangélicas. Mateo, por el contrario, conoce la aparición de
Jesús a los Once en Galilea, en el monte donde el les había citado446,
si bien lo que nos narra de las mujeres ante el sepulcro vacío se cree
que fueron elaboraciones hechas más tarde a partir de Mc 16,7. Es
significativo, por ejemplo, que las palabras de Jesús guarden analo-
gía con las pronunciadas por el ángel. Lucas hace referencia clara-
mente a dos apariciones: la que aconteció a los dos discípulos en el
camino de Emaús y aquélla en que se hace presente a los Once jun-
to a los que con ellos estaban en Jerusalén447. En Juan son tres: a
María Magdalena, a los discípulos, excepto a Tomás, y de nuevo a
los discípulos, estando él ya reunido; todas en Jerusalén. Refiere
otra en el capítulo 21 a la orilla del lago de Tibéríades, aunque pa-
rece ser que se trata de una reelaboración de material prepascual en
relación a la llamada de los discípulos por el Maestro448 y que ahora
se narra para contemplarlo a la luz de la resurrección, mostrando
así que el ministerio de Pedro tiene que ver con el poder y la virtud
de Cristo resucitado.
Analizar más en detalle las versiones, pensamos que, hoy por
hoy, sería trabajo inútil; imposible desde el momento en que se jue-
ga con la libertad de unos autores no condicionada, ni por la geo-
grafía ni por el rigor cronológico que en la actualidad se exigiría. Se
trata de un género literario común donde ha habido, eso sí, una ex-
446
Mt 28,16-20.
447
Lc 24, 13-35; 36,53.
448
Lc 5, 1-11.
252
periencia incuestionable: “que aquel Jesús que vosotros crucificásteis,
Dios lo resucitó, siendo nosotros testigos de ello”.
Pues bien, este testimonio que se va a convertir en el “credo”
de la primera comunidad, nos lo transmite Pablo claramente como
acta y aval de nuestra resurrección. Y porque con toda la seguridad
los evangelistas también fueron conscientes de esta tradición, no es-
tará de más que nos detengamos en el examen del que considera-
mos nuestro primer símbolo de fe.
Lo encontramos en el capítulo 15 de la primera carta a los Co-
rintios, y reza: “Cristo murió por nuestros pecador, según las Escrituras,
fue sepultado, y al tercer día fue resucitado según las Escrituras y se apa-
reció...”449.
Que el texto no sea original de Pablo, sino tradición recogida
por él, queda justificado por una serie de argumentos impondera-
bles. Vemos, por ejemplo, que contiene arameísmos y un estilo lite-
rario no propiamente suyo, como son los giros: “nuestros pecados”,
en lugar del paulino “el pecado”; “según las Escrituras” en vez de
“como está escrito”, así como las expresiones: “al tercer día”, “los Do-
ce”, etc., que nunca aparecen en sus otros escritos. Además, intro-
duce esta fórmula de fe con términos bien significativos. Nos dice:
“Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez he recibido”, alu-
diendo, sin lugar a duda, a la firmeza y seriedad de la tradición.
En cuanto al número y lista de los testigos, lo original de Pablo
es que los agrupa en un conjunto donde ya incluye su experiencia.
“Se apareció a Pedro y luego a los Doce, más tarde se apareció a más de
quinientos hermanos reunidos, de los cuales la mayor parte viven todavía,
algunos murieron. Luego se apareció a Santiago, y más tarde a todos los
apóstoles. Y en último término se me apareció también a mí, el que de ellos
nació como un aborto”450. A los datos de la tradición, Pablo aporta, re-
fundiendolos, su experiencia personal.
Una vez constatado esto, es fácil ya aproximarnos a las fechas
en que este “credo” hubiera quedado oficialmente consignado. En
efecto, escribiéndose la carta a los corintios el año 54 ó 55, y alu-
diendo en ella a su primera predicación en esta ciudad -unos 5 o 6
años antes, que es cuando recuerda y transmite el texto-, da como
resultado que fue por el año 49 ó 50 cuando lo presenta; habiéndolo
él recibido, bien a raíz de su conversión (alrededor del 36), o en al-
guno de sus encuentros con los apóstoles en Jerusalén o quizá en
Antioquía, circunstancias todas que nos obligan a presumir que en
la mitad de la década de los treinta o primeros de la década de los
449
1 Cor 15,5-9.
450
1 Cor 15,3-9.
253
cuarenta existía ya un símbolo de fe en la Iglesia primitiva.
Además, por esa relación que se hace a las Escrituras, la proceden-
cia no parece ser otra que la judeo-cristiana, proclamando, no la vida
o mensaje de Jesús, sino ciñéndose fundamentalmente a anunciar su
muerte y su resurrección.
Sin embargo, una mirada atenta a este credo oficial, nos permi-
te deducir también ciertas ideas que debieron ser “leitmotiv” de
aquella primera catequesis cristiana. Es sintomático, por ejemplo,
que la muerte de Jesús sea ya teológicamente interpretada; al fin y
al cabo, el alcance de la expresión: “según las Escrituras”, no tiene
otro significado que demostrar que lo ocurrido se ajustaba a los
planes y designios de Dios.
Que se afirme a su vez que fue “por nuestros pecados”, justifica la
tesis de no pocos teólogos que pretenden probar la pronta interpre-
tación soteriologica de la muerte de Jesús. No es el caso de examinar
aquí las razones de unos y de otros. Basta con que tengamos pre-
sente el peso que debió de tener esta idea para que quedase consig-
nada dentro de un símbolo oficial.
Respecto a la expresión, “y fue sepultado”, no creemos que la re-
ferencia sea al “sepulcro vacío”, sino a la digna consecuencia del
que muere en la fidelidad y en la esperanza. El cuerpo, ya sin vida,
recibe la piedad y respeto de los que aprendieron a servir.
Sin embargo, las palabras fundamentales del credo se formulan
con los términos: “resucitar” y “aparecerse”, aunque es importante
matizar también que Pablo no dice que Cristo resucitó, sino que, en
lugar del indefinido (aoristo en griego), usa el perfecto, “ha sido re-
sucitado”, dando a entender que Dios no permaneció indiferente, no
abandonó a Jesús; al contrario, con su presencia y virtud se consti-
tuye en la causa y agente de la resurrección.
Otro es el dato donde se constata que el suceso tuvo lugar “al
tercer día”. Pero también aquí el significado supera la simple forma-
lidad cronológica; se trata, más que de un acontecer temporal, de
una acción particularmente salvífica. De hecho, para la mentalidad
judía, el “día tercero” era lo que completaba un determinado ciclo,
un lapso de tiempo, algo “decisivo” y crítico, a la vez que secciona-
ba lo pasado con la presencia de otra nueva realidad. Durante tres
días buscan sus padres a Jesús. Pablo ayuna durante tres días, etc.
Basta decir que en el Antiguo Testamento son más de treinta las
ocasiones en las que se hace referencia a ese día tercero sin que por
ello se vaya a creer que el dato sea estrictamente literal y cronoló-
254
gico. “Al tercer día libera José a sus hermanos”451.Al tercer día establece
Dios la alianza con su pueblo”452, etc.
Resucitar “al tercer día” podría interpretarse en el sentido de que
Jesús no fue elevado, no resucitó tras una muerte aparente, sino des-
pués de un morir real. Posterior al sufrimiento causado por tener que
dejar esta vida, llega la noticia sorprendente y gozosa: “El Señor vive”.
De ahí que tomen realce las palabras: “Y se apareció”... Es el contraste
radical con el “fue sepultado”; esto es, mientras la acción para bajarle de
la cruz y ser colocado en el sepulcro corresponde a la iniciativa de otros,
la anticipación y el deseo de revelarse viene de Jesús. En realidad, se
trata de un giro literario que se toma del Antiguo Testamento cuando
allí se quería expresar la libre voluntad de Dios por mostrarse a su pue-
blo. Por consiguiente, las apariciones, además de ofrecer una presencia,
manifiestan y revelan que el impulso primero parte de Jesús.
Problema diferente es el referido a los testigos presenciales.
Comprobamos, por ejemplo, que la lista que enumera Pablo difiere
de la que presentan los evangelios. Ahora bien, si esto es así, ¿a qué
atenernos? Claro que en principio podría decirse que, aunque sólo
fuera por la antigüedad, la tradición de Pablo debería tener más ga-
rantía. No lo desmentiríamos ciertamente. Sin embargo, conviene
tener en cuenta que, al ser varias las apariciones, lo que hacen es
presentar una relación no más amplia de lo que se requiere para
anunciar debidamente el mensaje pascual. “También con muchas
pruebas se les mostró vivo después de su Pasión”. Y es que, ni Pablo, ni
más tarde .los evangelistas, tienen como primera intención repro-
ducir los sucesos en detalle como podría exigir una biografía actual.
Todo quedaba supeditado al anuncio gozoso de las apariciones del
resucitado, indistintamente proclamadas. Por eso, tanto la comuni-
dad palestinense como la helenista, al querer expresar la soberanía
y excelencia del Jesús resucitado, no dudan en atribuirle los títulos
mesiánicos de raíz y tradición fundamentalmente veterotestamen-
taria.
Jesús es el “Justo”453, el “Santo”454, el “Cristo”455, el “Hijo del hom-
bre” 3°, el “Hijo de Dios” 31, el “Señor” 32 Y ya, con un sentido sote-
riológico, Jesús es el “Profeta”456, el “Siervo”457, el “Salvador”458, la
451
Gn 42,18.
452
Ex 19,11-16.
453
Hch 3,14; 7,52.
454
Hch 3,14; Mc 1,24; Jn 6,69.
455
1 Cor 15, 3b; Hch 2,36;4,26,55; 10,38.
456
Hch 3,22; 7,37.
457
Hch 3,14-26; 4,25-30.
255
“Cabeza” o el “Autor”459de la “salvación”460 y de la “vida”461. Títulos,
por otra parte, que la comunidad irá desarrollando según las exigen-
cias y sentido espiritual del momento.
La tumba vacía
458
Hch 4,9-12; 5,31; 13,23.
459
Hch 5,31; Heb 12,2.
460
Heb 2,10.
461
Hch 3,15.
256
viden aquí; razón para que, en lugar de detenernos en un juicio único y
exclusivo, expongamos las opiniones de unos y de otros para que cada
cual pueda situarse en consecuencia.
462
1 Cor 15,3-8.
463
Lc 24, 11-12.
257
evidente de suplir la falta de autoridad que tenía la mujer. Nadie
imagina que una mentalidad apologética hubiera podido elaborar
unos episodios con protagonistas que, en principio, están des-
calificados para testificar.
2.° El estudio de la versión más antigua que poseemos464 da co-
mo resultado ciertos contrastes que nos hacen pensar, no sólo que
Marcos se sirviera de una composición anterior, sino que el interés o
fin apologético no es posible deducirlo del análisis imparcial de los
textos. Escribe:
464
Mc 16, 1-8.
465
Mc 16,1-8.
466
Mt, 28,1-9.
258
la losa está corrida, tienen miedo y, desconcertadas, no se atreven a
comunicarlo a los demás.
A partir de este núcleo parece que se irán formando las amplia-
ciones, y se refundirán con otras, dando lugar a las que ahora posee-
mos. La apología al respecto no parece estar en la primera formación
del relato. Tampoco que el sepulcro vacío fuera causa o prueba defi-
nitiva de fe. La ausencia del cuerpo en la tumba supuso, ante todo,
motivo de desconcierto, de sorpresa, si cabe. Era lógico: el cuerpo
sepultado ya no estaba donde debería estar.
3:° Favorable también al dato histórico es el modo como lo in-
terpretan los mismos enemigos de la resurrección. Decir que fueron
sus discípulos quienes lo robaron, justifica la aceptación, por lo me-
nos, de que los comentarios sobre el sepulcro vacío tenían un fun-
damento; implícitamente se descartaba la falsedad. Evidentemente,
Mateo, en su afán apologético, amplía la tradición con el soborno de
la guardia a instancias de los ancianos467; pero si concluye al final, “y
se corrió esa versión entre los judíos hasta el día de hoy”, es porque
esa versión era cierta. Además, ¿podría comprenderse una pre-
dicación del “Jesús vivo” en Jerusalén sin la evidencia de estar la
tumba realmente vacía? Pensarlo sería incongruente y absurdo. De
ahí que concluyamos con la hipótesis más favorable a los hechos y
que ya propusimos al hablar de las apariciones, esto es, que tras la
muerte del Maestro, los discípulos, decepcionados y sin aspiraciones
posibles, se van a Galilea. Pero lo extraño es que después de un
tiempo, en todo caso mínimo, se encuentren nuevamente en Jerusa-
lén. Que allí les llegaran los comentarios sobre el sepulcro vacío y
que ellos mismos fueran a comprobarlo, ademas de lógico, creemos
que se ajusta a la natural curiosidad, aunque, como ya hemos dicho,
lo importante y decisivo serán siempre las apariciones.
467
Mt 28,11-15.
259
pasa lo puramente histórico o psicológico. Por ello, el mismo análisis
nos obliga a precisar:
468
1 Cor
260
De hecho, dos fueron los tipos de lenguaje que se hicieron comu-
nes en ese intento de presentar lo que hoy llamamos “resurrección de
Jesús”.
Uno fue el expresado con la palabra “exaltación”: “Jesús ha sido
exaltado, levantado en alto, constituido Señor; sentado a la derecha del pa-
dre”.
El otro, con el término “resurrección”: “Jesús ha sido resucitado, des-
pertado del sueño de la muerte”.
Cierto que en ambos casos se trata de lenguajes y formas insufi-
cientes y metafóricas, pero también las más creíblemente aptas para
proclamar las experiencias habidas.
Podrá, en todo caso, discutirse si uno u otro de los términos co-
rrespondió a zonas geográficas distintas –Galilea, Jerusalén-, pero en
cuanto a lo esencial del contenido, los dos se adaptaban al caso y eran
legítimos. Y es que para los que todavía estamos en el lado de acá, los
que seguimos haciendo camino, siempre nos será inaccesible la ver-
dadera realidad de fondo que se revela en una vida “post mortem”.
Por más que quisiéramos, las imágenes nunca podrían simbolizar lo
que de por sí es misterio de fe; serán, por tanto, simbólicas y forzosa-
mente insuficientes. Insuficientes, además, porque en la misma época
de Jesús las ideas que circulaban sobre la “otra vida” ni eran compar-
tidas por todos ni estaban de suyo clarificadas. Al tiempo que se creía,
por ejemplo, que Dios daba su recompensa a los justos, se pensaba
también que la muerte prematura y violenta era un castigo divino.
Razón, por otra parte, que nos obliga a delimitar los distintos campos
de influencia en lo que más tarde sería la forma canónica de la “resu-
rrección”. Naturalmente, esto exigió ir adaptándose a fórmulas que se
creyeron más precisas y correctas, más exactas. Reseñaríamos a este
propósito que en un gran número de antiguas tradiciones, la resurrec-
ción de Jesús presuponía la elevación, la exaltación en poder junto al
Padre469. Los relatos mismos de las apariciones frecuentemente así nos
lo confirman. “Esperando que del cielo venga su Hijo Jesús, al que resucitó
de entre los muertos”470. De ahí que sólo después de que el concepto de
“resurrección” se impusiera como la fórmula mas adecuada en las
comunidades, se hizo posible la aparición de las variantes e implica-
ciones en ambos conceptos.
469
Rom 8,34; Col 3,1.
470
1 Tes 1,10; Col, 3,1.
261
decir que sucediera también en sentido inverso. Así, es de notar
que Lucas, más que relacionar el envío del Espíritu Santo con el
hecho de la resurrección, lo hace en virtud de su exaltación en po-
der471. Para Lucas no es el fin de Jesús la resurrección de entre los
muertos, sino que su existencia concluye con el ser “elevado”. Por
ello, y sólo en razón de ese envío del Espíritu, podrá la Iglesia co-
menzar. Hay en Lucas un tiempo real, un intervalo entre la ascen-
sión al lado del Padre y Pentecostés. “Ahora os voy a enviar al que mi
Padre prometió. Por eso, quedaos en la ciudad hasta que hayáis sido reves-
tidos de la fuerza que viene de lo alto”472.
Podría decirse que Lucas distingue tres estadios diferentes; esto
es, Jesús resucitado promete el Espíritu, y sólo después de ser cons-
tituido en poder, lo comunicará. Por eso en Jesús no se encuentra
directamente al Padre, sino más bien el don del Espíritu que Dios le
comunica; el encuentro de Jesús con el Padre es en el Espíritu.
La perspectiva en Juan es muy semejante. El Espíritu se rela-
ciona con la exaltación al lado del Padre. “El abogado, el Espíritu San-
to que os enviará el Padre en mi nombre”473. “Os conviene que yo me vaya,
porque si no me voy no vendrá a vosotros el abogado; en cambio, si me
voy, os lo enviaré”474.
También encontramos esta perspectiva en himnos primitivos
que se dirigían a Cristo. “Él, siendo de condición divina, no retuvo celo-
samente su categoría de Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando
condición de siervo, haciéndose semejante a nosotros. Así, presentándose
como simple hombre, se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y
muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre que está
sobre todo nombre. Para que ante el nombre de Jesús toda rodilla se doble
en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cris-
to Jesús es Señor para gloria de Dios Padre”475.
Aun teniendo presente la tradición del “Deuteroisaías”, y re-
saltando el contraste entre “humillación” y “exaltación”, lo cierto es
que aquí también se silencia el hecho de haber sido resucitado. Se
trata de un claro apoyo al justo y al débil, al siervo que por obedien-
cia supo condicionarlo todo a la voluntad de Dios Padre. Idea, por
otro lado, que se ajustaba perfectamente a la vida y enseñanza del
Jesús terreno. “El que se ensalza, será humillado; y el que se humilla, será
enaltecido”476. Y es que, en un primer momento, el despertar a la vida
471
Hch 1,2; 9-10; Lc 24,50-53.
472
Lc 24,49; Hch 1,18; 1,4.
473
Jn 14,26.
474
Jn 16,7.
475
Flp 2,6-11.
476
Mt 23,12; Lc 14,11; 18,14; Sant 1,12; 1 Pe 4,13-14; 5,6-10.
262
en Dios Padre no necesariamente implicaba el concepto de resurrec-
ción; el acontecimiento podía explicarse haciéndose uso de otras ca-
tegorías. Tuvo que pasar tiempo para que la comunidad primitiva la
adaptase como expresión más conveniente y adecuada, más ade-
cuada y significativa a la hora de reflejar que la exaltación también
suponía una victoria sobre la muerte.
Pero lo que no debe marginarse en esta cristología del Jesús exalta-
do, es que su triunfo y elevación son vistos como el comienzo de la re-
surrección escatológica universal. Parece que la experiencia apostólica
del “Jesús vivo” fue una experiencia de la inminente parusia, de su re-
torno inmediato, que confirmaba la presencia del Reino según el men-
saje predicado. “Y entonces verán al Hijo del hombre que viene entre nubes
con gran poder y gloria”477. De este modo, las apariciones podrían ser con-
sideradas como una serie de acontecimientos que pronto culminarían
con su retorno definitivo. “Os aseguro que entre los aquí presentes hay al-
gunos que no morirán hasta que vean venir con poder el Reino de Dios»”478.
Fue asumiéndose también la idea de que la elevación de Jesús resu-
citado constituía el fundamento de la futura salvación de los creyentes,
aunque es verdad que no siempre llegó a interpretarse de la misma
forma. Recordemos cómo Pablo tuvo que enfrentarse a ciertos cristia-
nos de Corinto, que se consideraban ya resucitados en virtud de su fe y
unión mística con Cristo. Pablo reacciona como si de algo grave se tra-
tara, al tiempo que les hace ver cómo no pueden abogar un estado de
resurrección como el de Cristo. Más aún, piensa que el hecho de atri-
buirse una condición como la que preconizaban, era poner en entredi-
cho, además de la futura resurrección, la salvación misma. Se apoya en
el acontecimiento salvador de la Pascua. “¿Cómo algunos de vosotros di-
cen que los muertos no resucitarán? Si no hay resurrección de muertos, tampo-
co Cristo resucitó. Y si no resucitó Cristo, vacía es nuestra predicación y vana
también vuestra fe... Seguís con vuestros pecados”479.
Para Pablo, la muerte no puede anticiparse, es el último enemigo
a quien todavía hay que vencer. Precisamente por ello, y porque
Cristo ya la venció, es por lo que la Pascua se constituye en el fun-
damento de la resurrección escatológica de todos los creyentes480. Son
tres las situaciones que marcan una divisoria clara en el pensamiento
de Pablo: la resurrección obrada por Dios en Jesús, el envío del Espí-
ritu y la salvación definitiva de los fieles; aunque bien es cierto que
477
Mc 13,26; 14,62b.
478
Mc 9,1; Lc 9,27; Jn 21,18-23; 1 Tes 4,15.
479
1 Cor 15,17.
480
1 Cor 15,26; Ef 15,24-28.
263
esta última sólo se hará efectiva en la resurrección escatológica; hasta
entonces el creyente sólo está salvado en la esperanza481. Es la razón
precisamente de que Pablo recomiende la fidelidad a la palabra, de
que llame a permanecer vigilantes, a esperar el definitivo retorno de
Jesucristo. Es verdad también que en un primer momento se creía
inminente la venida. Tuvo que pasar un tiempo para que el mismo
Pablo asumiese la idea de que, entre la resurrección de Jesús y la de
los fieles en la resurrección escatológica, debería de mediar la acción
misionera entre los paganos; hasta tal punto, que no llegará la espe-
rada “resurrección corporal de los creyentes” en tanto no se haya com-
pletado el número de gentiles establecidos por Dios 482.
Contrariamente a la concepción judía, para la cual una vez sal-
vado Israel y constituido en cabeza de la humanidad, sobrevendría
la conversión del resto de los pueblos, Pablo afirma que Israel no
será salvo mientras los demás pueblos no reconozcan a Cristo. A los
últimos de antes se les concede ahora la primacía en el Reino.
Una última cuestión podría relacionarse con el modo de inter-
pretar los discípulos su fe en la resurrección. ¿Qué significaba pa-
ra ellos la experiencia con el resucitado? ¿Quedó cumplida la lle-
gada del Reino con la revelación pascual? ¿Qué pensarían enton-
ces del mensaje? Interrogantes que, prestándose a mil divagacio-
nes, sólo por el examen y connotación de los textos nos es lícito
responder. Y la crítica histórica es lo bastante uniforme al respec-
to. Llega a creer que las primitivas comunidades ya veían en la
Pascua el comienzo de la parusía, de la consumación final. Tan
evidente debió de parecerles que, a pesar de que algún sector ha
ideado referencias simbólicas, lo cierto es que en modo alguno pa-
recen ajustarse ni con la pluralidad de las tradiciones ni con el
fondo del mensaje483.
Los primeros cristianos creen estar en los “últimos tiempos”.
Jesús había sido para ellos fiel a la palabra. La resurrección suponía
el cumplimiento de la parusía, esto es, la base de la resurrección es-
catológica, de la futura resurrección universal. Y si es cierto que es-
ta espera en la consumación trajo sus crisis, nunca hasta tal punto
de perder la esperanza. Su experiencia pascual, además de consti-
tuirse en fundamento de fe, les reveló, al mismo tiempo, su voca-
ción apostólica y misionera; vocación de predicar al “Jesús que vi-
ve”, al Jesús que, habiendo muerto, ha resucitado.
481
Rom 8,24.
482
Rom 11,25-27.
483
1 Pe 1,20; 2 Pe 3,3; Jds 18; 2 Tim 3,1; Mc 9,1.
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ÍNDICE
PRÓLOGO ...........................................................................................................................5
270
La concepción ..............................................................................................................62
Los Magos de Oriente ..................................................................................................64
NARRACIONES DE LUCAS ..................................................................................................67
Anuncios .......................................................................................................................67
María visita a Isabel ....................................................................................................70
Nacimiento de Juan y de Jesús .....................................................................................72
Censo de Quirino .........................................................................................................74
La presentación ............................................................................................................76
Jesús habla de su padre en el templo ...........................................................................77
FUNCION MESIÁNICA ...................................................................................................81
CLARIDAD DE UN MENSAJE: EL “REINO DE DIOS”.............................................................81
EL SIGNIFICADO DE LOS TEXTOS .......................................................................................82
REFLEXIONES HISTÓRICAS ................................................................................................83
HACIA UNA HERMENÉUTICA CRISTIANA ............................................................................85
CONDICIONAMIENTOS SOCIALES .......................................................................................87
LOS ESENIOS Y LA CULTURA DEL QUMRAN .......................................................................89
Manuscritos .......................................................................................................................... 91
LOS FARISEOS ...................................................................................................................94
LOS SADUCEOS..................................................................................................................97
LOS ZELOTES.....................................................................................................................98
MENSAJE EVANGÉLICO ...................................................................................................100
PROMESA Y CONTENIDO ..................................................................................................102
MISTERIO SALVÍFICO ......................................................................................................106
LLAMADA A LA SALVACION ....................................................................................111
CONVERTIRSE .................................................................................................................111
ACTITUD ORONTE ...........................................................................................................114
TIEMPOS DE ORACIÓN .....................................................................................................116
EL PADRENUESTRO .........................................................................................................118
PARÁBOLA DEL PERDÓN Y DE LA CONFIANZA .................................................................120
EL “PADRE DEL CIELO” ...................................................................................................124
ALABANZA Y PETICIÓN ...................................................................................................128
SÚPLICA POR LA LLEGADA DEL “REINO” .........................................................................132
DÓCIL CON EL DESIGNIO DE LO ALTO ..............................................................................135
LA PROVISIÓN PARA VIVIR ..............................................................................................137
EL PECADO ......................................................................................................................140
LA TENTACIÓN ................................................................................................................147
JESÚS FUE TENTADO ........................................................................................................149
ACTUALIDAD DE LAS TENTACIONES ................................................................................152
UNA ÚLTIMA SÚPLICA: “LÍBRANOS DEL MAL” ................................................................155
a) Antiguo Testamento ...............................................................................................156
b) Nuevo Testamento ..................................................................................................158
c) “Satán” en la historia de la teología .....................................................................160
d) Enseñanza de la Iglesia .........................................................................................163
LOS MILAGROS.............................................................................................................167
LA SINGULARIDAD DE UNOS HECHOS. .............................................................................167
a) Escuela mítica ........................................................................................................169
b) Escuela crítica o naturalista ..................................................................................169
NARRACIONES EXTRABÍBLICAS.......................................................................................174
MILAGROS EN LA TRADICIÓN VETEROTESTAMENTARIA ..................................................178
1. Tendencia a añadir y ampliar el relato ..................................................................180
271
2. Afinidades y analogías ...........................................................................................181
3. Crítica de las formas ..............................................................................................182
SENTIDO Y CONNOTACIONES ...........................................................................................182
a) Actitud dogmática ..................................................................................................182
b) Actitud crítica ........................................................................................................183
SIGNOS DE LA IGLESIA ....................................................................................................186
MUERTE EN CRUZ .......................................................................................................189
LA MUERTE COMO MISTERIO ...........................................................................................189
PRIMERAS EXPERIENCIAS ................................................................................................190
VIDA Y MUERTE ..............................................................................................................191
LO ETERNO EN LO TEMPORAL..........................................................................................192
POR LA MUERTE A LA VIDA .............................................................................................193
JESÚS ANTE SU PROPIA MUERTE ......................................................................................195
VOCACIÓN PROFÉTICA Y MUERTE COMO DESTINO...........................................................199
ANUNCIOS DE LA PASIÓN ................................................................................................201
¿MUERTE EXPIATORIA? ..................................................................................................205
ÚLTIMA CENA .................................................................................................................207
DISTINTAS VERSIONES ....................................................................................................208
GESTOS Y PALABRAS INSTITUCIONALES ..........................................................................210
a) Relatos transmitidos sobre el pan ..........................................................................210
b) Accciones sobre el cáliz .........................................................................................210
GETSEMANÍ .....................................................................................................................212
PRENDIMIENTO ...............................................................................................................216
EL PROCESO ....................................................................................................................219
Jesús ante Anás ..........................................................................................................219
Negaciones de Pedro..................................................................................................222
Jesús ante Pilato ........................................................................................................223
CAMINO HACIA EL GÓLGOTA ..........................................................................................229
ÚLTIMAS PALABRAS DE JESÚS ........................................................................................231
FENÓMENOS QUE SIGUIERON A LA MUERTE.....................................................................233
EL SEPULCRO ..................................................................................................................234
RESURRECCION ...........................................................................................................238
FUNDAMENTO DE FE .......................................................................................................238
TESTIMONIO APOSTÓLICO ...............................................................................................238
LA RESURRECCIÓN EN LA TEOLOGÍA PROTESTANTE .......................................................241
R. Bultmann ................................................................................................................241
Willi Marxsen .............................................................................................................243
Wolfhart Pannenberg .................................................................................................245
“RESURRECCIÓN” EN LA TEOLOGÍA CATÓLICA................................................................247
1. Tesis tradicional .....................................................................................................248
2. Postura crítica y comparada de los textos .............................................................248
3. Abiertos al análisis hermenéutico ..........................................................................249
FUNDAMENTOS DE LA RESURRECCIÓN DE JESÚS ............................................................250
LA TUMBA VACÍA ............................................................................................................256
a) Razones en contra de lo histórico ..........................................................................257
b) Argumentos a favor de la historicidad ...................................................................257
CONTENIDOS DE FE EN LA RESURRECCIÓN DE JESÚS.......................................................260
BIBLIOGRAFIA .........................................................................................................265
ÍNDICE ......................................................................................................................270
272