La Resurrección

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La resurrección

A los cinco días, era costumbre, los muertos regresaban al Perú. Bebían un vaso de chicha y
decían:

—Ahora, soy eterno.

Había demasiada gente en el mundo. Se sembraba hasta en el fondo de los precipicios y al


borde de los abismos, pero no alcanzaba para todos la comida.

Entonces murió un hombre en Huarochirí.

Toda la comunidad se reunió, al quinto día, para recibirlo. Lo esperaron desde la mañana hasta
muy entrada la noche. Se enfriaron los platos humeantes y el sueño fue cerrando los párpados.
El muerto no llegó.

Apareció al día siguiente. Estaban todos hechos una furia. La que más hervía de indignación
era la mujer, que le gritó:

—¡Haragán! ¡Siempre el mismo haragán! ¡Todos los muertos son puntuales menos tú!

El resucitado balbuceó alguna disculpa, pero la mujer le arrojó una mazorca a la cabeza y lo
dejó tendido en el piso.

El ánima se fue del cuerpo y huyó volando, mosca veloz y zumbadora, para nunca más volver.

Desde esa vez, ningún muerto ha regresado a mezclarse con los vivos y disputarles la comida.
El murciélago

Cuando era el tiempo muy niño todavía, no había en el mundo bicho más feo que el
murciélago.

El murciélago subió al cielo en busca de Dios. No le dijo:

—Estoy harto de ser horroroso. Dame plumas de colores. No. Le dijo:

—Dame plumas, por favor, que me muero de frío. A Dios no le había sobrado ninguna pluma.

—Cada ave te dará una pluma —decidió.

Así obtuvo el murciélago la pluma blanca de la paloma y la verde del papagayo, la


tornasolada pluma del colibrí y la rosada del flamenco, la roja del

penacho del cardenal y la pluma azul de la espalda del martín pescador, la pluma

de arcilla del ala de águila y la pluma del sol que arde en el pecho del tucán.

El murciélago, frondoso de colores y suavidades, paseaba entre la tierra y las nubes. Por donde
iba, quedaba alegre el aire y las aves mudas de admiración. Dicen los pueblos zapotecas que el
arcoiris nació del eco de su vuelo.

La vanidad le hinchó el pecho. Miraba con desdén y comentaba ofendiendo.

Se reunieron las aves. Juntas volaron hacia Dios.

—El murciélago se burla de nosotras —se quejaron—. Y además, sentimos frío por las plumas
que nos faltan.

Al día siguiente, cuando el murciélago agitó las alas en pleno vuelo, quedó

súbitamente desnudo. Una lluvia de plumas cayó sobre la tierra.

Él anda buscándolas todavía. Ciego y feo, enemigo de la luz, vive escondido en las cuevas. Sale
a perseguir las plumas perdidas cuando ha caído la noche; y vuela muy veloz, sin detenerse
nunca, porque le da vergüenza que lo vean.
El jaguar

Andaba el jaguar cazando, armado de arco y flechas, cuando encontró una sombra. Quiso
atraparla y no pudo. Alzó la cabeza. El dueño de la sombra era el joven Botoque, de la tribu
kayapó, casi muerto de hambre en lo alto de una roca.

Botoque no tenía fuerzas para moverse y apenas si pudo balbucear unas palabras. El jaguar
bajó el arco y lo invitó a comer carne asada en su casa. Aunque el muchacho no sabía lo que
significaba la palabra «asada», aceptó el convite y se dejó caer sobre el lomo del cazador.

—Traes el hijo de otro —reprochó la mujer.

—Ahora es mi hijo —dijo el jaguar.

Botoque vio el fuego por primera vez. Conoció el horno de piedra y el sabor de la carne asada
de tapir y venado. Supo que el fuego ilumina y calienta. El jaguar le regaló un arco y flechas y le
enseñó a defenderse.

Un día, Botoque huyó. Había matado a la mujer del jaguar.

Largo tiempo corrió, desesperado, y no se detuvo hasta llegar a su pueblo. Allí contó su
historia y mostró los secretos: el arma nueva y la carne asada. Los kayapó decidieron
apoderarse del fuego y de las armas y él los condujo a la casa remota.

Desde entonces, el jaguar odia a los hombres. Del fuego, no le quedó más que el reflejo que
brilla en sus pupilas. Para cazar, sólo cuenta con los colmillos y

las garras, y come cruda la carne de sus víctimas.


El cuervo

Estaban secos los lagos y vacíos los cauces de los ríos. Los indios takelma, muertos de sed,
enviaron al cuervo y a la corneja en busca de agua.

El cuervo se cansó en seguida. Meó en un cuenco y dijo que ésa era el agua que traía de una
lejana comarca.

La corneja, en cambio, continuó volando. Regresó mucho después, cargada de agua fresca, y
salvó de la sequía al pueblo de los takelma.

En castigo, el cuervo fue condenado a sufrir sed durante los veranos. Como no puede mojarse
el gaznate, habla con voz muy ronca mientras duran los calores.

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