Inmortal Marcela Del Sol Desbordes PDF
Inmortal Marcela Del Sol Desbordes PDF
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Editorial Desbordes
Colección Diosas de la Ira
INMORTAL
© Marcela del Sol
[email protected]
© Editorial Desbordes, 2017
[email protected]
Colección Diosas de la Ira
Fotografía de portada e interiores: © Gabriela Rivera Lucero
Fotografía p. 61 “Performance Todas Hemos sido Violentadas”
de Gabriela Rivera Lucero por © Alejandro Maestri
Registro de Propiedad Intelectual Nº
ISBN:
Editorial Desbordes
Director: Alexis Donoso González
Editor: Gonzalo Geraldo Peláez
Diseñador: Salvador Troncoso Curivil
Edición especial de 500 ejemplares
Impreso en Chile
INMOR AL
Marcela del Sol
Nabila Rifo
Todo mi trabajo es para y por mis hijos. Los amo más allá del amor.
Yo grito, para que nunca ellos tengan que hacerlo.
All my love and work is for you, my chiquititos. I love you beyond love.
I shout so you never have the need to do it.
Otra vez son las tres. Otra vez, porque los que queremos morir,
pero no nos matamos porque es pecado, esperamos que las horas
no se nos den más de dos veces.
Los sábados cuando mi papá decía que sí, con el dedo apuntando
al cielo “porque al jefe no se le pueden hacer desaires”, partíamos
muy temprano en la citroneta amarilla, desde Macul hasta cerca
de Linares. ¡Era más fome el viaje! Pasaba las cuatro horas sacán-
dome las legañas, haciendo pelotitas con los mocos y escuchando
a mi papá agarrar a chuchadas a mi mamá porque no se callaba
nunca, paˈque no se durmiera.
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Esa vez no me dio mucha pena, porque pensaba que se iba a
morir la guagua con tanta patá y puñete.
A veces no quiero que me toque, pero dice que no debo ser mala-
gradecida, que si no fuera porque me consiguió esta pieza donde
la vieja fumona que limpia su parroquia, quizás qué hubiera sido
de mí y la niña. Que piense en mis viejos, que mi papá todavía
cuida los jardines de la iglesia. A lo mejor no es tan malo… dice
que me quiere mucho y nunca nos va a dejar solas. Es verdad,
capaz que estuviéramos muertas por ahí, si no fuera por él. O sea,
ahora que lo pienso, igual como que me salvó. ¿Cierto?
“El Señor nos escuchó, Martita, ¡cómo nos quiere y nos cuida!” Dijo
mi mamita cuando le dio plata para comprarnos los zapatos de
colegio y un par de zapatillas a cada uno y, además, un par de
botas con flecos paˈmí. Como los que tenían las niñitas en la casa
donde mi mamá trabajaba, antes de conocerlo. Ahora trabaja de
Son las nueve, más o menos. Mi mamá se fue apurada, hace poco,
a las ocho y media. Siempre nos tiene la comida servida, después
de que nos ponemos el pijama y nos da muchos besos antes de
irse, me imagino que es el postre porque se sienten dulces los
besos cuando los da una mamá.
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“¿Por qué está sentadita? Acuéstese si le duele la guatita, pues. A ver.”
“Hijo, vaya a ver la tele un ratito que tengo que hablar una cosa con
su hermanita.”
Rodriguito pregunta qué cosa, pero le repite que vaya a ver tele
y mi hermanito da un salto de la cama al living, me mira y se
queda parado. Creo que ve mis lágrimas y le sonrío, paˈque no
se preocupe, porque es un niñito y los niñitos siempre deben
estar felices. Como los de la tele, en los reclames cuando comen
yogurt.
“Usted sabe que la quiero, por eso la regaloneo tanto y le compro co-
sas. Nadie va a cuidarlos como yo. ¿Se da cuenta? Si no usted no fuera
buena, todavía estarían cagados de hambre.” Me hace cariño en el
pelo. Quiero cortármelo, que ya no sea “un velo azabache largo y
brillante”, como me dice.
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“Vaya a bañarse, mijita”. Me sube los pantalones y me cierra un
ojo.
Hoy voy a dormirme con mis botitas puestas, para no ser mal-
agradecida cuando me haga cariño otra vez.
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RENATA
Me llamo Renata Aguirre. Aguirre Irarrázaval, no crean que soy
de esos otros Aguirre.
No entendí mucho, solo que hablar de eso era peor que tener
las manos de mi viejo tocándome y dándome besitos porque me
quería tanto.
Los dedos ya no eran dedos, había otra cosa entre mis piernas y
trataba de meterse en mi cuerpo.
“Tiene que fijarse bien y pasar la plancha por la misma raya o queda
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feo. A don Bernardo le gusta todo impecable.”
Me destapó la boca.
Pero en fin, hay cosas peores, la Isabel tiene tres cabros chicos y
viven en un departamento de dos dormitorios, allá abajo, no sé
donde.
Oye, ¿te puedo llamar alguna vez si quiero hablar o algo así? O
sea, de cualquier cosa, no de esto. ¿Te imaginas? ¡Qué atroz!
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Marcela del Sol / 39
AMANDA
Amanda se pasea de arriba a abajo en el inmenso patio del co-
legio. Tiene el dedo índice enredado en las puntas de sus rizos
castaños. Está nerviosa porque van a tomar once juntos para ce-
lebrar su cumple y van a hacer el amor. Hasta le había sacado un
calzón negro a su nana, la Doris, para verse más sexy. Pero a él le
gusta que sea tal como es y no agrandada, así es que se puso uno
rosado, pero sin dibujitos y se los metió un poco en el poto, como
las minas en Reñaca.
Quiere hacerse mujer a los catorce, porque sus amigas le han con-
tado que solo así le van a crecer las tetas y es como la única que
no lo ha probado. Está enamorada, le gusta cuando se cruzan en
el colegio y se miran como si nada. Mientras más tiempo pasan
tocándose, más caliente la deja y ya no aguanta más. Rodolfo le
dijo que sí. Que sería su regalo de cumpleaños.
“Está loco, tení que buscarte un mino que no te corra mano noma
poˈ, Mandy. Cómo se va a pajear tocándote, nomá poˈ. O sea, tiene
que pensar en ti también. Si el Matías no me hace acabar, lo pateo.
Es raro. ¿Cuándo me lo vái a presentar? ¿Acaso es flaite que lo tení
tan escondido? Igual dicen que los flaites lo tienen más grande, ¿sabí?”
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pecial de su vida, que nunca había sentido esto. Los dos se callan.
“No creas lo que te dicen, investiga, pregunta hasta que te hagas tus
propias ideas.”
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Son esas personas las que más aprenden porque el miedo les re-
prime el corazón, pero les acelera la cabeza.
Ese día que le conté de los juegos con el cura, me abrazó tan
fuerte que pensé que nos íbamos a quedar pegadas. Empezó a
llorar tanto que hasta el rouge se le corrió. Siempre andaba con
los labios pintados, con ese tubito de Pamela Grant naranjo que
llevaba a todos lados. La verdad es que no le venía mucho ese co-
lor, pero solo lo cambió cuando compré el departamento, la pri-
mera Navidad que pasamos en nuestra casa. Le regalé uno nuevo,
en una cajita con un collar de perlas y una botella de Charlie.
Ese día agarró algunas cosas y una alcancía rosada llena de stic-
kers de flores que tenía debajo de la cama y nos fuimos. Dejó
casi todas sus cosas, pero todo lo mío lo llevó a cuestas. El dolor
punzante de esos dedos dentro de mi vagina infante, mi osito de
peluche, mis vestidos y los elásticos con cinta que me ponía en
los moñitos.
Cuando salí del colegio, mi mamita me dijo que podía ser lo que
quisiera. Había guardado cada peso que le había sobrado, entre
vender su cuerpo y sus tejidos en la feria.
“Lo que se proponga, lo puede hacer. Por algo se llama Nancy, está
llena de gracia, mi niña.”
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cambiar las cosas, pero no somos flojos para reclamar.
Así pensaba antes, además, una aprende a vivir con esas cosas. La
gente no tiene idea lo fuerte que es una mujer que se para, aun-
que no tenga donde afirmarse.
Fue terrible, eran casi todos hombres y había una rati que me mi-
raba con desprecio. ¿Sabe? Así como con asco, como haciéndome
saber que era mejor que yo. Ha pasado harto tiempo y a veces me
acuerdo de ella. Cuando la vi entrar, me dio esperanza y me sentí
protegida, pero fue como que pasara todo de nuevo. ¡Tenía una
frialdad!
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Ahora que estoy vieja pienso que necesitaba ser así porque igual
trabajaba con puros hombres. Ese es un problema reˈgrande, que
hayan mujeres que creen que tienen que ser como los hombres
para hacer las cosas bien. Si el hombre es el que casi siempre nos
está cagando, sacando la mugre, violándonos, riéndose de una.
No necesitamos mujeres así, pero una no se da cuenta hasta que
le pasan las cosas y eso es más triste. ¿No cree usted? Una tiene
que tener compasión siempre.
Bueno, mi mamá dijo que era el colmo, así que no seguimos con
la demanda y acá me ve parada, con dos hijos que tuve y nunca
les faltó un pan paˈcomer.
Mire como juegan esos niñitos de al frente, ¿los ve? Son primos,
viven detrás del almacén. Siempre andan felices esos cabros, así
debería ser. Los niñitos chicos tienen que estar siempre felices.
Ay, mijita, ese día llegué del trabajo derechito a ducharme. Puse la
tetera porque tenía hambre. Llegué a las seis y a las siete les tenía
que dar desayuno a todos, por eso no me fui a acostar altiro. Dejé
No existe algo más unido que una mujer y la guagüita que viene
de ella. No existe. Las frutas crecen en los árboles, pero fuera.
Lo más cercano que he encontrado son los pescados en el agua;
una es el pescado y los hijos son el agua, nos arrancan de ellos y
morimos. Pero no morimos de una, es una muerta lenta que no
se acaba.
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Mi niñita estaba tirada en el piso, con sus ojitos cerrados para
siempre y sus venas abiertas. Tenía una manito debajo de uno de
los cortes más profundos, como tratando de no ensuciar el suelo.
Era tan flaquita y blanca, pero no tanto como ese día, parecía una
muñequita tirada y no pude acercarme. Estaba convencida de que
si no la tocaba, todo se convertiría en un sueño y no sería verdad.
Yo podría haberla salvado, había terminado mi turno temprano,
pero me quedé haciendo horas extras para mandarlos donde la
abuelita el fin de semana, para que jugaran con los amiguitos que
tenían allá.
Mi niñita se veía tan blanca, señorita, como un ángel que era ella,
una angelita pura. No importa lo que piense la gente porque el
cuerpo no significa mucho, es el corazón lo que vale y el de mi
niña era el más puro de todos, pero tenía una pena que la oscu-
recía entera y nadie la ayudó. La matamos todos. Sabe que en vez
de preguntarle qué le pasaba, los profesores la hacían sentir más
peor. Es como una necesidad que tiene la gente, eso de sentirse
más importante pisoteando a otros.
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con gente desconocida y sin cariño? Por ser pobre, ¿sabe? Ella
les contó que las sacaban en las noches para ir a unas fiestas con
viejos de plata que les sacaban fotos y las manoseaban. Paˈmí
que por eso la dopaban, para que se le olvidaran las cosas que la
obligaban a hacer.
Vamos a tener harta pega con ellas, porque son chiquitas nomás.
Es mejor que no venga por un tiempo porque las nuevas se asus-
tan cuando no conocen la casa y la gente.
“¡Renata!”
“¿Vas al casino?”
Creo que hay un mundo oculto en todos los que estudiamos Psi-
cología. No me enteré de su historia hasta que cumplimos dos
meses viviendo juntos, un día en que abrió una de las cajas que
había traído de su casa. La Renata lo hace todo muy lento, o
en los tiempos en que no la invade el dolor, supongo. Son muy
pocos.
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A Renata le da asco todo lo que tiene que ver con el cuerpo,
tiene aversión a ser tocada, incluso hasta el punto de evitar lu-
gares donde hay mucha gente, en caso de que la rocen al pasar por
su lado. Le dan ataques de ansiedad que duran días, por eso no ha
podido trabajar desde que nos titulamos. No necesita hacerlo, los
abuelos dejaron todo a su nombre cuando murieron. O sea, antes
de morir obvio. Después de muertos no hubiesen podido hacerlo.
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LUCIANA
Mi familia no tenía plata, tenía deudas. Mi papá era abogado y
mi mamá... bueno, mamá. Vivíamos en Ñuñoa y aparentábamos
bien. Fuimos a un buen colegio, tuvimos buenos amigos, viajába-
mos todos los años. Mi papá conseguía la casa de unos clientes en
Zapallar y contaba que era de él. Así conocí a Domingo, tenía-
mos los mismos amigos y aunque era la única que vivía abajo,
mi apellido es lindo, extranjero. Ya sabes que en Chile, cualquier
cosa de afuera cae bien, además rubiecita y de piel clara. Nadie
sospechaba que la nana era mi tía, que la ropa nos llegaba de se-
gunda mano de la casa de unas primas que sí vivían bien.
Por eso me casé con él, no por amor sino porque casarse con un
Echaurren era entrar en un mundo donde la ropa se compra en
Alonso de Córdova y Miami, y la casa en Zapallar es casona y
propia. Tú entiendes.
Siempre quise tener hijos, por eso cuando nació la Florencia fue
el día más feliz de mi vida. Domingo andaba de viaje, como siem-
pre, pero le trajo unos trajecitos bellos de España y un abrigo her-
moso para mí. Teníamos un año de casados y los fines de semana
nos íbamos a la playa los tres, con mis suegros. A veces mis padres
y mi tía Josefa. Nadie preguntaba nada, de un día a otro la nana se
convirtió en la tía y nadie pareció darse cuenta, es que de ciertas
cosas no se habla.
“¡Mentira! ¡Mentira!”
Subí con él y escuché cómo las manos de ese cura que ponían
ostias en las bocas de mi familia todos los domingos, se habían
paseado por las piernas y el pecho pubescente de mi hija casi to-
das las tardes, el año pasado. Como recién se había dado cuenta
que no estaba bien, cuando leyó una noticia en el diario sobre un
cura en Australia que estaba preso. Que antes de leer eso, creía
que los curas tenían derecho a hacer lo que quisieran, porque eran
los representantes de Dios en la tierra y todo lo que tenía que ver
con Dios era bueno.
“Es que siempre nos dicen eso. Perdóname, mamá. No sabía que
podía contarte.”
Pero eran mis hijas, su dolor. Por eso hablé. Y por Florencia que
había escondido su pena, detrás del silencio, pero gritó por su
hermana.
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con una niña de segundo básico, pero no lo vas a leer en ningún
diario. En el velador tenía fotos de varias niñitas, incluso de mi
Amanda. Su agenda estaba llena de números de gente conocida,
jueces, militares, médicos. Gente que había comido en mi mesa
y visitado a Domingo para hablar de negocios. Me lo contó Ar-
mando, el esposo de Matilde. Ellos son unos de los pocos amigos
que no nos abandonaron.
Todos los martes y los domingos viene Olguita, una amiga nueva,
con sus hermanas y sobrinos a almorzar. Los jueves y los viernes
nosotras vamos a su casa con mercadería y ropa, a veces con nada.
Se ponen felices al vernos, no saben lo bien que nos hacen.
Eso sí, vamos a tener que comprar una torta más grande para
celebrarle el cumpleaños.
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GABRIELA
Me gustaba como brillaba el sol, por las ventanas de nuestra casa
señorial de Pocuro. En la sala de juegos, al lado del taller de mi
mamá, llegaba justo a las cabezas de mis Barbies, tiradas por to-
dos lados. Por ser tan rubias, parecían ángeles con halos.
Mis padres vivían tranquilos. Habían elegido esa casa porque era
una especie de fortaleza distinguida. Un espacio grande, lejos del
peligro y lo vulgar.
A los seis años descubrí cuán largos son los segundos y lo pesado
que es el temor. Sus dedos me apretaban la vulva, su monstruosi-
dad, mi corazón. No sé si hubo ruidos, pero no eran míos porque
entre el miedo y el abuso, se me había arrancado la voz.
Corrí, corrí despavorida, pero sin saber que era miedo. Solo corrí
y bajé a ver televisión.
“Son cariñitos, mijita. Se siente rico”. Pero me dolió. Esa vez sus
dedos no me apretaron, me mermaron de una manera que arde y
duele por siempre. El dolor no inmoviliza, ahuyenta. Corrí.
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“¡Gabriela! ¡Gabriela!” Gritaba mi hermano desde el segundo
piso, pero no quise ir cerca de donde estaban trabajando. Me fui
a la salita de juegos, a vestir mis muñecas porque ya no me gus-
taba dejarlas desnudas.
Como la vez que no recordaba hasta hace poco. Tal vez, porque
en el carrusel que ha sido mi vida y dada la inusual conformación
de mi mente, estaban algunos recuerdos reprimidos. Fue en una
iglesia, en la calle Matta de Antofagasta, donde hice mi catequesis.
En una de esas confesiones, como si a los ocho años, la impiedad
le correspondiera a una niña y necesitara la redención de un cura
para poder vestirse de novia el ocho de diciembre.
Siempre hay pausas que no son tales, sino puentes enlodados que
una trata de ocultar.
Tenía once años la última vez que no pensé en morir. Mis días
eran frescos y ligeros, sin el ruido inaguantable de los recuerdos,
esos que quedan pendientes en el tiempo y resurgen en la soledad
con formas tenebrosas. Por haber dado un beso y escribir poesía,
me convertí en la puta de mi elitista colegio católico. De padres
izquierdistas y al servicio de lo humano, ropas equivocadas, vo-
cabulario demasiado elevado. De padre ausente y cocainómano,
de madre aguerrida y rabiosa, ahí estaba yo, tratando de com-
placer al mundo para convencerme de ser capaz de encajar y, así,
merecer ser parte de algo indoloro.
88 / INMOR AL
Vivo con memorias reprimidas, guardadas en inexorables cajones
que todos tratan de abrir, ginecólogos forenses, sicólogos, madres
preocupadas que hacen de la culpa un juego de autoflagelación y
se olvidan de lo penoso, cuando no es acerca de sí.
Era solo eso, una cáscara vacía, sola, en una micro llena de gente
que la miraba llorar. Con los brazos cruzados sobre el borde de mi
cintura y encima de mis pechos recién creciendo, me fui, hollejo
manchado y agonizante al sur de la ciudad.