La Odisea Adaptada-Homero
La Odisea Adaptada-Homero
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INVOCACIÓN
Cuéntame, Musa, la historia del hombre de muchos recursos que anduvo errante largo
tiempo, después de asolar la sagrada Troya. Vio ciudades de muchas gentes y conoció sus
costumbres, sufrió muchas penalidades en el mar luchando por su vida y por el retorno al
hogar de sus compañeros. Pero ni aun así logró salvarlos, a pesar de su empeño, pues
sucumbieron víctimas de sus propias locuras. ¡Qué insensatos! Pues se comieron las vacas
del dios Sol, y concluyó para ellos el día del regreso. Cuéntanos también a nosotros, diosa
hija de Zeus, algunos de estos sucesos.
Todos los demás héroes griegos que combatieron en la guerra de Troya habían regresado
ya a sus hogares, tan sólo Ulises, rey de Ítaca, seguía ausente, retenido por la ninfa
Calipso en su alejada y solitaria isla. Penélope, la esposa de Ulises, había aguardado en
Ítaca durante veinte años manteniendo vivo su recuerdo y la esperanza de su retorno.
Pero día tras día se tenía que enfrentar a la presencia de unos pretendientes que acudían
a palacio acosándola para que eligiera un nuevo marido. Durante mucho tiempo los
engañó con un ingenioso ardid: alegaba que debía tejer un sudario para su suegro antes
de contraer nuevas nupcias, durante el día tejía y por la noche destejía casi toda la labor
diaria. Así ganaba tiempo para seguir esperando el retorno de Ulises. Hasta que una
criada desleal la delató y el enojo de los pretendientes se convirtió e
soberbia. Estos se complacían ahora jugando ociosos a los dados delante de las puertas
de palacio, sentados sobre pieles de bueyes que ellos mismos habían sacrificado de entre
el ganado. Sus sirvientes se afanaban en prepararles vino y comida consumiendo los
bienes de la casa real.
Telémaco, el hijo de Ulises y Penélope, que no había llegado a conocer a su padre,
contemplaba impotente la osadía de los pretendientes que se burlaban de sus amenazas
juveniles.
ISLA DE CALIPSO
Mientras tanto, en el otro extremo del mar, Hermes, el mensajero de los dioses, se
dirigía a la isla de Calipso para transmitirle el deseo de Zeus de que dejara partir a Ulises.
Difícil sería hallar otro lugar de cautiverio más agradable. El rey de Ítaca se encontraba en
los altos acantilados donde, desde hacía siete años, pasaba el tiempo mirando el mar
añorando las colinas de su patria y esperando ver un barco en el horizonte. Nadie se había
adentrado nunca en aquellos parajes tan alejados del mundo de los hombres.
Calipso recibió a Hermes con cortesía y aunque tuvo que aceptar la resolución de Zeus se
irritó contra los dioses del Olimpo y le reprochó al mensajero que ellos, celosos y crueles,
no le permitieran quedarse con el hombre al que amaba. Pero Ulises no le correspondía.
Ella, con afectuosos cuidados, atendía todas sus necesidades e incluso le había ofrecido el
don de la inmortalidad que él rechazó prefiriendo sufrir y gozar la vida como hombre
mortal. Perduraba en él el recuerdo imborrable de su esposa y de su patria. La ninfa
Calipso, de hermosas trenzas, con un largo suspiro dolorido anunció a Ulises que podía
irse si así lo deseaba. La propia ninfa, resignada, le facilitó las herramientas y el material
para construir una balsa y le orientó en el rumbo que debía seguir.
2
LA TORMENTA
Navegó durante diecisiete días sin ver tierra ni nave alguna. Y cuando ya le pareció
vislumbrar un mundo que le era familiar, el dios Posidón, encolerizado, desencadenó una
espantosa tormenta. Con su tridente removió el océano y desató una multitud de vientos
huracanados que zarandearon la nave de Ulises como una cáscara de nuez. Luego, una
violenta ráfaga de viento quebró el mástil y la vela desapareció en el mar. Instantes
después Ulises cayó por la borda, sin poder sujetar con las manos el remo que le servía
de timón. La violencia de las olas lo hundía cada vez más, y quedaba sumergido largo rato
sin fuerzas para volver a la superficie, abrumado por el empuje del mar y el peso de sus
ropas. Pero luchaba hasta volver a flote, respirar con ansia y escupir el amargo licor de
las olas.
Ulises tuvo que nadar durante días entre el rápido viento del norte que enviaba
Atenea, para que le llevara en buena dirección hacia la costa. Una vez allí, siguiendo un
trecho la orilla del río, buscó refugio y descansó entre las hojas secas junto a unos olivos.
La diosa Atenea le cerró los ojos para que durmiera.
Relato de Ulises
PRESENTACIÓN
Alcínoo advirtió la emoción que embargaba al forastero. Después el rey le preguntó
su identidad. Los presentes quedaron sorprendidos al saber que se trataba del mismísimo
Ulises, de quien ya difundían historias los poetas. Todos estaban deseosos de conocer por
boca de su protagonista algunas de esas aventuras y peripecias. Y dijo así: «Suele ser
muy agradable para un invitado escuchar la divina voz de un cantor, mientras le llenan su
copa de vino, pero, rey Alcínoo, sólo tú has advertido las lágrimas que manaban de mis
ojos, has hecho silenciar la melodiosa cítara y me has pedido que te contara mis penas,
pero ¿por dónde empezar, si son muchas las desventuras que me han enviado los
dioses? Ante todo, decir que soy Ulises, el hijo de Laertes, por mi astucia bien conocido;
mi patriaes Ítaca, y no lograron disuadirme de volver a ella, ni la divina Calipso ni la
engañosa Circe, pues no hay nada más triste que estar en tierra extraña y lejos de los
tuyos. Pero, ¡venga!, sin más demora empezaré mi relato:
LOS CICONES
demora de mis hombres, los Cicones se reagruparon y casi lograron abatirnos. Mas, en el
último momento, conseguimos huir.
LOS LOTÓFAGOS
Nos hicimos a la mar y al doblar el cabo Malea una tempestad nos arrastró
durante nueve días; al décimo desembarcamos en el país de los Lotófagos, que se
alimentan de la flor de loto. Mis hombres probaron ese fruto de un sabor muy dulce y al
instante se olvidaron del regreso. Yo, a duras penas, logré llevármelos por la fuerza.
LOS CÍCLOPES
Poco después llegamos a la tierra de los Cíclopes, donde vimos una cueva elevada
próxima al mar. Elegí a doce de mis mejores hombres para explorarla. Me llevé un odre
de piel de cabra con vino negro, dulce como la miel, del que difícilmente podía apartarse
quien lo probaba, pues presentía que podía toparme con un hombre de fuerza descomunal
y sin noción de las leyes humanas ni divinas. Al llegar, la cueva estaba vacía, pero repleta
de quesos y de rediles de corderos y cabritos; mis hombres me suplicaron que lo
cogiéramos todo y regresáramos a las naves, pero yo, ansioso por conocer a su dueño, no
hice caso. Tras entrar su rebaño, un monstruo con un solo ojo en la frente se introdujo en
la cueva e hizo rodar una enorme piedra, cerrándonos así la única salida. Cuando nos
descubrió, dijo con una voz sobrecogedora:
-“¡Forasteros! ¿Quiénes sois? ¿De dónde venís? ¿Andáis errantes o sois piratas que vagan
sin rumbo, llevando las desgracias a otras gentes?”
Yo le contesté:
-“ Mi nombre es Nadie. Somos aqueos y venimos errantes desde Troya. Como muestra de
respeto, nos postramos de rodillas ante ti, esperando hospitalidad y un obsequio, como es
norma entre los huéspedes.”
Mis palabras le irritaron mucho y dijo:
-“Los cíclopes no se preocupan de Zeus ni de los dioses bienaventurados, pues somos
mucho más fuertes.”
Y él, sin mediar palabra, cogió a dos de mis hombres, los golpeó contra el suelo y se los
comió para cenar. Horrorizado, ideé un plan. Le ofrecí vino, y al probarlo, pidió más, y
muy pronto estuvo tan ebrio que se quedó profundamente dormido. Con la ayuda de mis
hombres le clavé una estaca bien afilada en el único ojo que tenía en la frente. Lanzó un
alarido espantoso e hizo rodar la piedra de la entrada mientras gritaba pidiendo ayuda a
los otros cíclopes:
-“¡Amigos! ¡Nadie me está matando con engaños!”
Ellos le contestaron que si nadie le estaba agrediendo y estaba solo, entonces no
tenía por qué gritar. Se colocó en la entrada para evitar nuestra salida, pero nosotros nos
ocultamos debajo del velludo vientre de los carneros y logramos llegar a la nave a salvo.
Ya desde el mar le increpé y le revelé mi verdadera identidad; él contestó a mis
provocadoras palabras lanzando un peñasco que casi alcanza la nave, pero, como no nos
causó ningún daño, suplicó a su padre Posidón que le vengara haciéndome sufrir todo tipo
de penalidades en mi regreso a Ítaca.
EOLIA
Desde allí seguimos adelante hasta alcanzar la isla de Eolia, reino de Eolo, el dios de los
vientos. Éste nos acogió con gran hospitalidad y nos ofreció como regalo un odre en el
que había encerrado a todos los vientos adversos. Tras diez días, partimos y, cuando las
naves ya estaban cerca de Ítaca, mis hombres abrieron el odre mientras yo dormía,
movidos por la curiosidad y la codicia. Al instante se desencadenó una terrible tempestad
que nos condujo de nuevo a la isla de Eolo. Quien al reconocer la intervención divina en
nuestras desgracias, se negó a recibirnos.
Seguimos adelante y, cuando ya casi se había agotado el ánimo de mis hombres de tanto
remar, llegamos a Telépilo, excelsa ciudad de los gigantescos Lestrigones, que resultaron
ser antropófagos. Sólo mi nave, que aún no había atracado en el puerto, consiguió
escapar.
4
REGRESO AL HOGAR
Concluido el relato, todos se retiraron a dormir. A la mañana siguiente los hospitalarios
feacios cargaron la nave con todo lo necesario y llevaron a Ulises, todavía dormido, de
vuelta a Ítaca.
Solo, bajo un olivo, con la única compañía de los regalos obtenidos, Ulises despertó
en una costa brumosa, dudando de que los feacios hubieran cumplido su palabra y le
hubieran abandonado en cualquier otro lugar. Atenea acudió para informarle de que
estaba en Ítaca, de la situación en que se encontraba la isla y para explicarle los
sufrimientos de Penélope y Telémaco. La diosa, mediante un hechizo, disfrazó a Ulises
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como a un viejo mendigo andrajoso. Ulises se dirigió así a la granja del porquero
Eumeo, un fiel amigo con el que podía alojarse.
ENCUENTRO CON TELÉMACO
Cuando Ulises y su hijo Telémaco se encontraron en la granja, se fundieron en un largo
abrazo y decidieron que, para que su plan pudiera triunfar, nadie debería conocer su
verdadera identidad, ni siquiera la reina Penélope.
ARGO
A la mañana siguiente, Eumeo y Ulises se presentaron en el palacio, donde los
pretendientes seguían campando a sus anchas. Allí, junto a la puerta, encontraron un
viejo perro echado sobre un montón de estiércol, que empezó a mover el rabo. Se trataba
de su fiel perro Argo, quien falleció de emoción, tras reconocer a su amo, a quien
esperaba desde hacía diecinueve años. Ulises se quedó sentado junto a él mientras
Eumeo le traía algo para comer. Después penetró en la casa pidiendo limosna, para
comprobar si quedaba algún pretendiente de buen corazón, pero sólo encontró desprecio
y burla.
LA RECEPCIÓN DE PENÉLOPE
La reina Penélope, indignada por la escena, pidió que se ofreciera al mendigo la
misma hospitalidad con la que se había tratado a todos en palacio, pues esa era la
costumbre de su esposo. Cuando al final de la jornada los pretendientes abandonaron el
palacio para descansar, Ulises y su hijo recogieron las armas y las llevaron a una
habitación apartada. La reina se sentó junto a él para conversar.
Ulises mantuvo el engaño de su identidad y contó a la reina que él había conocido
a su esposo. Le describió su aspecto, le habló de su valor y le aseguró que seguía vivo y
que estaba muy cerca el momento de su regreso. Penélope lloró al oír al mendigo y,
agradecida, llamó a su anciana nodriza Euriclea, para que ayudara al mendigo a asearse y
así curar sus malheridos pies. Entonces la sirvienta reconoció una cicatriz en el muslo del
extranjero, la misma que un jabalí había provocado en la pierna de Ulises cuando era niño
y, al reconocer a su amo, rompió a llorar. Él le pidió que no revelara nada por el momento
y que le ayudara a preparar su estrategia. Debía someter a los pretendientes a una
prueba de tiro con su arco, que muy pocos hombres habían sido capaces de tensar. Aquel
que pudiera hacerlo y con una sola flecha atravesara las anillas de doce hachas puestas
en hilera, sería proclamado rey de Ítaca.