Mauriac Francois - El Misterio Frontenac
Mauriac Francois - El Misterio Frontenac
Mauriac Francois - El Misterio Frontenac
PREMIOS NOBEL
MAURIAC
NOVELAS ESCOGIDAS
AGUILAR
El misterio
Frontenac
François Mauriac
Premio Nobel 1952
Traducción de
M. BOSCH, F. GUTIÉRREZ, I. LARRAYA,
E. PIÑAS y M. ROS
Prólogo de
V. A. A.
Edición española
© Aguilar s a de ediciones 1957 1967 Juan Bravo 38 Madrid
Depósito legal M 11950/1979
Quinta edición-segunda reimpresión-1979
ISBN 84-03-56029-X
Printed in Spain - Impreso en España por Gráficas Palermo
Palermo s/n Poblado de Canillas Madrid
Edición original
© Editions Bernard Grasset Paris
Le baiser au lépreux
Le fleuve de feu
Genitrix
Le désert de l'amour
Thérèse Desqueyroux
Le noeud de vipères
Le mystère Frontenac
La fin de la nuit
Les anges noirs
La pharisienne
ADVERTENCIA
Queremos dejar bien claro que nuestra intención es favorecer a aquellas personas,
de entre nuestros compañeros, que por diversos motivos: económicos, de situación
geográfica o discapacidades físicas, no tienen acceso a la literatura, o a bibliotecas
públicas. Pagamos religiosamente todos los cánones impuestos por derechos de
autor de diferentes soportes. Por ello, no consideramos que nuestro acto sea de
piratería, ni la apoyamos en ningún caso. Además, realizamos la siguiente…
RECOMENDACIÓN
y la siguiente…
PETICIÓN
"No hay que olvidar —ha escrito un prestigioso crítico— que Mauriac es
esencialmente un novelista católico", pese a que su actividad literaria se extienda
también al campo de la poesía, el teatro, el ensayo y el periodismo. Efectivamente, es
en sus novelas "donde aborda los temas más turbios y turbadores, con su típica
sinceridad y su arte consumado", de manera más honda, cual "un metafísico que
trabajara sobre lo concreto", como otro crítico le ha caracterizado. De la veintena que
lleva publicadas, se han escogido para este volumen las diez que, según opinión
unánime, son las más acabadas que hayan salido de su pluma, desde El beso al leproso,
que en 1922 lanzó su nombre a la fama, hasta La Farisea (1941), fruto de su última
madurez, pasando por El río de fuego, Genitrix, El desierto del amor (laureada con el
Gran Premio de la Academia Francesa), Thérèse Desqueyroux, Nudo de víboras, El
misterio Frontenac, El fin de la noche y Los ángeles negros. Todas ocupan un lugar
relevante en las letras francesas de hoy, y algunas de ellas en la novelística mundial
contemporánea.
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PROLOGO
FRANÇOIS MAURIAC
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retener la atención de unos lectores extranjeros. Todos nos creemos de continuo muy
singulares; todos llegamos a olvidar que los libros que nos han encantado a nosotros
mismos, los de George Eliot o Dickens, los de Tolstoi, Dostoyevski o Selma Lagerlöf,
describen países muy distintos al nuestro, seres de otra raza y otra religión; y que, sin
embargo, si los hemos amado tanto, es porque nos hemos reconocido en ellos. La
humanidad entera está en el labrador de nuestro terruño, y todos los paisajes del mundo,
en el horizonte familiar a nuestros ojos infantiles. El don del novelista consiste
precisamente en saber hacer evidente la universalidad del estrecho mundo en que hemos
nacido, en que hemos aprendido a amar y a sufrir.
"Me atreveré a decir que siempre me ha asombrado que mi mundo se les haya
antojado tan tétrico a tantos de mis lectores de Francia y de fuera de Francia. Los
mortales, precisamente porque lo son, temen hasta el mismo nombre de la muerte; y
aquellos que nunca han amado ni sido amados, o que han sido abandonados y
traicionados, o que han perseguido en vano un ser inaccesible, sin dignarse echar ni una
mirada a la criatura que a su vez los perseguía a ellos y que ellos no amaban, todos estos
se asombran y se escandalizan también de que una obra novelesca describa la soledad
de los seres en el seno mismo del amor. "Dinos cosas que nos agraden —decían los
judíos al profeta Isaías—. Engáñanos con errores amenos..."
"Sí, el lector exige que le engañemos con errores amenos. Y, sin embargo, las obras
que han permanecido vivas en la memoria de los hombres son aquellas que han asumido
el drama humano en su conjunto y que no han retrocedido ante la evidencia de la
soledad sin remedio, en cuyo seno cada uno de nosotros ha tenido que afrontar su
destino hasta la muerte, esa soledad última, puesto que, en definitiva, todos morimos
solos.
"Tal es el mundo descrito por un novelista que no tiene esperanza. Tal es el mundo
realmente tétrico al que nos arrastra nuestro gran Strindberg; tal habría sido el mío si,
apenas despierto a la vida consciente, no me hubiera yo visto poseído por una inmensa
esperanza. Esta esperanza traspasa con un rayo de fuego las tinieblas que he descrito.
Mi color es el negro, y se me juzga por este negro, no por la luz que lo penetra y que
arde sordamente en su interior. Cada vez que en Francia una mujer intenta envenenar a
su marido o estrangular a su amante, me dicen: "He ahí un tema para usted..." Tengo
fama de que poseo una especie de museo de horrores. Estoy especializado en los
monstruos. Y, sin embargo, mis personajes se distinguen en un punto esencial de casi
todos los que pueblan la novelística actual: en que presienten que tienen un alma. En
esta Europa postnetzscheana, en la que todavía resuena el grito de Zaratustra: "Dios ha
muerto", y que no ha acabado aún de agotar las terribles consecuencias de esa ausencia,
todas mis criaturas acaso no crean que Dios está vivo, pero todas sin excepción tienen
conciencia de que una parte de su ser conoce el mal y de que podría no cometerlo.
Saben en qué consiste el mal. Tienen todas ese oscuro sentimiento de que sus actos las
comprometen, y de que repercuten en los destinos de los demás.
"Para mis héroes, por miserables que sean, vivir es tener la experiencia de un
movimiento infinito, de un indefinido superarse a sí mismos. Una humanidad que no
dudase de que la vida tiene una dirección, un fin, no podría ser una humanidad
desesperada. La desesperación del hombre moderno nace del absurdo del mundo; su
desesperación y, en no menor medida, su sumisión a los mitos sustitutivos: el absurdo
lanza al hombre a lo inhumano. Cuando Nietzsche daba fe de la muerte de Dios,
anunciaba al propio tiempo lo que ahora hemos vivido nosotros y lo que todavía
tendremos que vivir mientras el ser humano, despojado de su alma y, por tanto,
frustrado en su destino personal, siga convertido en esa bestia de carga más maltratada
por los nazis y por todos los que usan sus métodos que las propias bestias de carga;
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porque un caballo, una mula o un buey tienen un valor en dinero, mientras que la bestia
humana, que uno puede procurarse sin desembolso alguno gracias a un sistema
perfectamente montado de depuración, lo único que proporciona es el rendimiento que
pueda dar hasta que sucumba. A cualquier escritor que haya mantenido en el centro de
su obra la criatura humana, hecha a imagen y semejanza del Padre, redimida por el Hijo,
iluminada por el Espíritu Santo, no puedo considerarlo como un maestro de la
desesperación, por sombría que sea su pintura.
"Aparte de que está por ver si realmente es tan sombría. Para él, la naturaleza del
hombre está herida, si no corrompida. De donde es obvio que la historia humana,
contada por un novelista cristiano, no puede ser idílica, toda vez que le está
taxativamente prohibido cerrar los ojos al misterio del mal.
"Ahora bien: la obsesión del mal implica simultáneamente la de la pureza, la de la
infancia. Me da pena el que los críticos o los lectores demasiado apresurados no se
percaten del lugar que a los niños hay reservado en mis narraciones. La clave de todos
mis libros es el sueño de un niño; en ellos jamás faltan los amores infantiles, los
primeros besos, la primera soledad, todo lo que yo he adorado en la música de Mozart.
Se observa a las víboras de mis novelas, pero no a las palomas que anidan también en
más de un capítulo de ellas; porque, para mí, la infancia es el paraíso perdido y lo que
nos introduce en el misterio del mal.
"¡El misterio del mal...! No existen dos maneras de abordarlo: no hay más remedio
que negarlo o admitirlo tal como se manifiesta en nosotros y, fuera de nosotros, en
nuestra propia historia, la de nuestras pasiones, y en la historia externa, la que la
voluntad de poder de los Imperios escribe con la sangre de los hombres. Siempre he
creído que entre los crímenes individuales y los colectivos hay un estrecho lazo de
unión, y el periodista que llevo dentro se pasa el día descifrando, en esa abominación
cotidiana que es la historia política, las consecuencias visibles de la historia invisible
que se desarrolla en el arcano de los corazones. Bien caro nos cuesta admitir la
evidencia de que el mal es el mal a los que vivimos bajo un cielo que todavía mancha el
humo de los crematorios. Nosotros los hemos visto, con nuestros propios ojos, devorar a
millones de inocentes e inclusive a los niños, y la historia terrorífica no se detiene. El
sistema de los campos de concentración va arraigando profundamente en los viejos
países donde Cristo ha sido amado, adorado y servido durante siglos y siglos; con
verdadero pavor asistimos a la contracción que se opera, como con la piel de zapa en la
novela de Balzac, del espacio de tierra donde el hombre goza todavía de los derechos
del hombre, donde el espíritu humano aun es libre.
"Pero, sobre todo, no imaginéis que un creyente como yo finja no advertir la
objeción que la presencia del mal en la tierra opone a la fe. Para el cristiano, el mal
sigue siendo el más angustiador de los misterios. El hombre que, en medio de los
crímenes de la historia, persevera en la fe, tropieza con un escándalo permanente: el de
la aparente inutilidad de la Redención. Las explicaciones razonables de los teólogos
relativas a la presencia del mal jamás me han convencido, por muy razonables que
fuesen, y justamente porque eran razonables. La respuesta que se nos escapa afecta a un
orden que no es el de la razón, sino el de la caridad. Respuesta que está toda entera en la
afirmación de San Juan Evangelista: "Dios es amor." Nada es imposible al amor vivo, ni
siquiera el atraer todo hacia sí; y esto también está escrito.
"Disculpadme que subraye así un problema que, de generación en generación, ha
suscitado tantos comentarios, disputas, herejías, persecuciones, martirios. Mas, en fin de
cuentas, quien os habla es un novelista, aquel que habéis preferido a los demás, lo que
supone que tenéis alguna preocupación por lo que pueda constituir la fuente de su
inspiración. Pues bien: viene aquí a declarar que lo que ha descrito a la luz de su fe y de
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"En el camino que va del hombre a su obra —ha escrito el crítico Gilbert Sigaux—,
se encuentran muchos escrito» res abundantes barreras. Solo el creador conoce la
manera de franquearlas. A veces guarda sus secretos para sí mismo, y jamás sabremos a
qué precio habrá pagado ese par de líneas que son, en una página, como la costra mal
arrancada de una herida desconocida. Por el contrario, a veces es fácil reconocer el
vínculo que une el hombre a sus criaturas. El escritor se descubre y descubre sus
fantasmas, se desenmascara, se confiesa, se identifica líricamente con la imagen de sí
mismo que ha querido imponeros. Ha cargado a sus criaturas con su propia vida, y su
vida no es más que un accidente de su arte."
A mi entender, Mauriac no responde a ninguna de estas dos definiciones. Hoy en
día es uno de aquellos en los que el yo tiene una fuerza y un valor particulares. Pero
entre su obra y su persona el lazo es muy fuerte, confesado y secreto a la vez. A menudo
nos ha abierto su corazón; a menudo nos ha sabido imponer su grito. Ha marchado cara
a la verdad con este corazón tanto como con su espíritu, su cultura, su fe. Se trata de una
sola y misma cosa, de un solo y mismo movimiento. Su obra se le parece: jamás ha
escrito nada, podía decir él mismo, que no expresase su vida secreta. Y, sin embargo, esa
voz que jamás permite que se la olvide no es en absoluto complaciente. Tormentos,
vacilaciones, remordimientos, cargas y luces de toda vida, de todo ello solo sabemos
adónde va a parar. Las raíces, las ignoramos.
O, más bien, Mauriac sabrá explicarnos que las raíces existen, e incluso señalar en
dónde. Pero como moralista. Este escritor, que no ha escrito un solo libro en el que no
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PRIMERA PARTE
MAURICE DE GUÉRON.
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Una vez que los niños hubieron salido, Javier Frontenac observó de nuevo a su
cuñada: continuaba en la misma actitud. ¿Cómo la habría herido? Había hablado de las
mujeres conscientes de su deber, de las que ella era modelo. No comprendía que
aquellas alabanzas pudiesen exasperar a la viuda. El pobre hombre, con pesada
insistencia, alababa la grandeza del sacrificio, declarando que no había en el mundo
nada más bello que una mujer fiel a su difunto esposo, abnegada y dispuesta a todo lo
que redunde en bien de sus hijos. A sus ojos, ella no existía más que en función de los
pequeños Frontenac. No pensaba nunca en su cuñada como en una mujer joven y
solitaria, capaz de sentirse triste o incluso desesperada. Su destino no le interesaba. Con
tal que no volviera a casarse y que educase a los hijos de Miguel, no se preocupaba de
ella. Esto era lo que Blanca no le perdonaba. Y no era, precisamente, porque sintiese
ningún pesar: al enviudar había considerado reflexivamente su sacrificio, y lo había
aceptado; nada hubiera podido apartarla de su resolución. Muy piadosa, de una piedad
un poco minuciosa y árida, había creído siempre que, sin la ayuda de Dios, no hubiera
tenido fuerzas para llevar aquella vida, tan opuesta a su ardiente temperamento. Aquella
noche, si Javier hubiese tenido ojos para ver, se hubiera sentido conmovido en medio de
los libros abandonados sobre la alfombra y el desorden de aquel nido desierto, ante
aquella pobre madre de ojos de azabache, de rostro bilioso, en el que un resto de belleza
resistía aún a la delgadez y a las arrugas. Sus cabellos, ya grises, un poco en desorden,
le daban el negligente aspecto de la mujer que no espera ya nada de la vida. El corpiño
negro, abrochado por delante, moldeaba sus delgados hombros y su reducido busto.
Toda su persona delataba la fatiga, el agotamiento de la madre que se consume por sus
hijos. No quería ser admirada ni compadecida, pero sí comprendida. La ciega
indiferencia de su cuñado la ponía fuera de sí y la convertía en violenta e injusta. Luego,
cuando él se marchaba, ella se arrepentía y se golpeaba el pecho, pero sus buenos
propósitos duraban hasta que volvía a ver aquel rostro inexpresivo, aquel ser insensible,
que la anulaba.
Se oyó una voz. Yves llamaba; no podía contenerse y, sin embargo, parecía temer
que le oyeran.
—¡Ah, ese niño!
Blanca Frontenac se levantó, pero primero fue a la habitación de los dos mayores.
Dormían ya, apretando en sus manecitas un escapulario. Arropándoles bien, la mujer
trazó con el pulgar una cruz sobre las dos frentes. Pasó, después, a la habitación de las
niñas. Una línea de luz subrayaba la puerta. Al oír a su madre, las dos hermanas
apagaron. Madame Frontenac encendió la bujía. Entre las dos camas gemelas, sobre la
mesa, había varios gajos de naranja en un plato de muñeca; otro plato contenía
chocolate rayado y pedazos de bizcocho. Las dos pequeñas se habían ocultado bajo la
ropa; Blanca no veía más que sus trencitas, atadas con una cinta desteñida.
—Castigadas sin postre..., y anotaré en vuestros carnets que habéis sido
desobedientes.
Madame Frontenac se llevó los restos de aquella comida en miniatura. Pero apenas
cerró la puerta, oyó risas ahogadas. En la pequeña habitación contigua, Yves continuaba
despierto. Era el único que tenía derecho a mantener la lamparilla encendida; su sombra
se proyectaba sobre la pared, en la que su cabeza parecía enorme y su cuerpo más frágil
que un tallo. Estaba sentado en la cama, llorando. Para no oír los reproches de su madre,
escondió la carita en su regazo. Ella hubiera querido reñirle, pero sentía contra su pecho
el acelerado latido de aquel frágil corazón, las leves costillas y los omóplatos. En aquel
momento, ante aquella indefinida posibilidad de sufrimiento, se sintió aterrorizada y le
meció:
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—¡Bobito mío..., tontito...! ¿Cuántas veces he de decirte que no estás solo? Jesús
vive en el corazón de los niños. Cuando tengas miedo, llámale; él te consolará.
—No, porque he hecho muchos pecados... En cambio, cuando tú estás aquí, mamá,
estoy seguro de que estás aquí... Te toco, te siento. Quédate un poco más.
Ella le dijo que tenía que dormir, que el tío Javier la esperaba. Le aseguró que
estaba en estado de gracia: sabía todo cuanto concernía a su hijito. El pequeño se calmó;
un sollozo le sacudía aún, pero a largos intervalos. Madame Frontenac se alejó, andando
de puntillas.
II
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François Mauriac El misterio Frontenac
Felicia, hermana menor del padre de los Frontenac, idiota de nacimiento (el médico se
decía, había utilizado los fórceps con demasiado vigor). Javier buscaba primeramente a
su tía, que estaba bajo la marquesina cuando hacía buen tiempo y dormitando junto al
fuego de la cocina en los días invernales. Él no sentía horror de aquellos repulsivos ojos,
en los que no aparecía más que el blanco venoso entre los sanguinolentos párpados; ni
de la boca torcida, ni de la extraña pelusilla que tenía alrededor del mentón. La besaba
en la frente con un respeto lleno de ternura; era preciso tener en cuenta que aquel
monstruo se llamaba Felicia Frontenac. Era una Frontenac, la propia hermana de su
padre, la superviviente. Cuando sonaba la campana que anunciaba la comida, cogía del
brazo a la idiota, conduciéndola al comedor, donde la instalaba frente a él y le ponía una
servilleta alrededor del cuello. ¿Veía cómo los alimentos caían de aquella fláccida boca?
¿Oía sus eructos? Era muy probable que así fuese, pero sabía pasar por encima de todo
con el fin de honrar su apellido en la persona de aquella pobre alienada. Al acabar la
comida, la llevaba con el mismo ceremonial junto a la vieja Jeanette, dejándola en sus
manos.
Después, Javier iba al pabellón edificado sobre los collados y el río, a la inmensa
habitación en la que Miguel y él habían vivido durante años enteros. En invierno se
encendía fuego en la chimenea desde primera hora de la mañana. Durante el buen
tiempo, las dos ventanas estaban abiertas, permitiéndole contemplar las viñas y los
prados. Un ruiseñor inició sus gorjeos desde la catalpa, en cuyas ramas siempre había
habido ruiseñores... Miguel, siendo adolescente, se levantaba para escucharles. Javier
veía aquella forma blanca y larga inclinada sobre el jardín. "¡Vuelve a acostarte,
Miguel! —le gritaba medio dormido—. Eso no es prudente, vas a enfriarte." Durante
algunos días y algunas noches, la viña en flor olía a reseda... Javier abre un libro de
Balzac, quiere conjurar el fantasma. El libro se le cae de las manos; piensa en Miguel y
llora.
Por la mañana, a las ocho, le esperaba el coche. Pasaba el día entero visitando las
propiedades de sus sobrinos. Iba a Cernès, en plenas marismas, donde se cosecha el
moscatel; a Respide, a los alrededores de Saint-Croix-du-Mont, donde lograba tanto
éxito como en Sauternes; después, hacia la parte de Couamères, en la carretera de
Casteljaloux; allí las manadas de vacas no aportaban más que disgustos.
Por todas partes había que hacer investigaciones, estudiar los libros de cuentas,
descubrir las astucias y las tretas de los aldeanos, que, de no ser por las cartas anónimas
que Javier Frontenac encontraba cada semana en su correo, hubieran sido muchas veces
indescubribles. Habiendo defendido ya los intereses de sus sobrinos, regresaba tan
cansado que se metía en la cama inmediatamente después de una rápida cena. Creía
tener sueño, pero el sueño no llegaba; se obsesionaba viendo el fuego agonizante que se
animaba de pronto, iluminando el techo y la caoba de las butacas, o, en primavera, la
sombra de Miguel escuchando al ruiseñor.
Al día siguiente, que era domingo, Javier se levantaba tarde; se ponía una camisa
almidonada, un pantalón a rayas, una chaqueta de paño o de alpaca, se calzaba sus
alargadas y puntiagudas botas y, cubriéndose con un sombrero hongo o con un canotier,
bajaba al cementerio. Apenas le veía, el guardián le dirigía un gran saludo. Javier
cumplía escrupulosamente sus deberes para con sus muertos, asegurándoles, por medio
de continuas propinas, el favor y el cuidado de aquel hombre. Unas veces, sus
puntiagudas botas se hundían en el barro; otras, se cubrían de cenizas; cerca de sus pies,
los topos agujereaban la tierra sagrada. El Frontenac vivo se descubría ante los
Frontenac vueltos al polvo. Permanecía allí, sin tener nada que decir ni que hacer,
semejante a la mayoría de sus contemporáneos, desde los más ilustres a los más oscuros,
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François Mauriac El misterio Frontenac
—Te pido perdón, Javier —dijo Blanca Frontenac, que, a fin de cuentas, tenía
buenos sentimientos—. Dispénsame; a veces no puedo contener mis nervios... No tienes
que recordarme lo que eres para mis pequeños...
Como siempre, él pareció no oírla o más bien no dar ninguna importancia a sus
palabras. Iba y venía por la habitación, levantando con las manos los faldones de su
chaqueta. Ansioso, con los ojos bajos, murmuró lentamente: "¡Cuando se quiere hacer
algo, hay que hacerlo del todo o no hacerlo!..."
Blanca tuvo de nuevo la certeza de haberle herido en lo más profundo. Todavía
intentó tranquilizarle: no tenía ninguna obligación de vivir en Burdeos, si prefería
Angulema, ni de vender maderas, si su gusto era ejercer su carrera.
—Ya sé que tu pequeño estudio apenas te ocupa —añadió.
Javier la miró de nuevo, angustiado, como temiendo ser descubierto; y ella se
esforzaba todavía en persuadirle, sin obtener de él más que una simulada atención.
¡Hubiera sido tan feliz si él se le hubiese confiado! Pero era un muro. Ni del pasado
hablaba jamás con su cuñada; mucho menos aún de Miguel. Sus recuerdos no
pertenecían a nadie más que a él. Aquella madre guardiana de los últimos Frontenac, a
quien veneraba por ese significado, continuaba siendo para él la señorita Arnaud-
Miqueu, una persona perfecta, pero venida de fuera. Ella se detuvo, decepcionada e
irritada de nuevo. ¿Cuándo pensaría Javier ir a acostarse? Ahora había vuelto a sentarse;
apoyaba los codos sobre sus delgadas piernas, y atizaba el fuego como si estuviese solo.
—A propósito —dijo de pronto—: Jeanette pide un corte de lana; tía Felicia
necesita un vestido de entretiempo.
—¡Ah! —Blanca miraba sus manos—. ¡Tía Felicia! Tengo que hablarte seriamente
de ella— ¡al fin le había obligado a prestar atención! Los redondos ojos de su cuñado se
fijaron en los suyos. ¿Qué liebre iba a levantar esta mujer sombría, siempre dispuesta al
ataque?—. Reconoce que no tiene sentido común eso de pagar tres criadas y un
jardinero para el servicio de una pobre demente, que estaría mucho mejor cuidada, y
sobre todo mejor vigilada, en un asilo.
—¿Tía Felicia en un asilo?
Blanca había conseguido poner a Javier fuera de sí. El sonrosado de sus mejillas
viró a rojo y luego a violeta.
—Mientras yo viva —exclamó con voz aguda—, tía Felicia no saldrá de la casa de
su familia. Jamás será violentada la voluntad de mi padre. Él nunca se separó de su
hermana...
—¡Vaya! Se marchaba de Preignac el lunes para atender sus negocios y no salía de
Burdeos hasta el sábado por la noche. Tu pobre madre sola era quien tenía que soportar
a tía Felicia.
—Lo hacía gozosa... No conoces las costumbres de mi familia..., ni siquiera se le
ocurría pensar otra cosa... ¡Era la hermana de su marido!...
—Tú lo creerás así..., pero a mí me hacía sus confidencias. ¡Pobre mujer! Me
hablaba de sus largos años de soledad frente a frente con una idiota...
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François Mauriac El misterio Frontenac
—¡Jamás creeré que se quejara, y menos aún que se quejara a ti! —gritó Javier,
furioso.
—Debes tener en cuenta que llegamos a intimar mucho; me quería y no me
consideraba como una extraña.
—Dejemos a mis padres, ¿quieres? —cortó él secamente—. Los Frontenac jamás
han discutido cuestiones de dinero cuando se trata de un deber de familia. Si te parece
excesivo pagar la mitad de los gastos de la casa de Preignac, consiento en encargarme
de todo. Olvidas, además, que tía Felicia tenía derecho sobre la herencia de mi abuelo;
mis padres no lo tuvieron en cuenta cuando se hicieron las particiones. Mi pobre padre
nunca se inquietó por la ley...
Blanca, herida en lo más vivo, no pudo retener por más tiempo lo que desde el
principio de la disputa pugnaba por salir de sus labios:
—A pesar de que no sea una Frontenac, estimo que mis hijos deben contribuir a
sufragar los gastos de su tía-abuela y también a asegurarle ese tren de vida
ridículamente costoso, del que ella es incapaz de gozar. Consiento en ello porque se
trata de tu capricho. Pero lo que nunca toleraré —añadió en un arranque— es que ellos
sean víctimas de ese capricho y que por tu causa su felicidad pueda verse
comprometida.
Se detuvo esperando el efecto; él no veía adónde iba a parar.
—¿No temes que se hagan conjeturas acerca de esa idiota ni que se la crea loca? —
añadió.
—¡Vaya! Todo el mundo sabe que a la pobre le hundieron el cráneo con los hierros.
—Todo el mundo lo sabía en Preignac entre mil ochocientos cuarenta y mil
ochocientos sesenta. Pero si uno piensa que las generaciones actuales remontarán tan
alto... No, mon cher; ten el valor de mirar cara a cara tu responsabilidad. Insiste en que
tía Felicia viva en el castillo de sus padres, en el que, por otra parte, no sale de la cocina,
servida por tres domésticas a las que nadie vigila y que tal vez la hagan sufrir... Ten en
cuenta que eso lo pagarán los hijos de tu hermano, ya que cuando llegue el momento de
casarse todas las puertas se les cerrarán...
Sabía que había conseguido la victoria, y eso la asustó. Javier Frontenac parecía
aterrado. Ciertamente, Blanca no había fingido su inquietud. Desde hacía tiempo
pensaba en el peligro que tía Felicia representaba para los niños. Pero el peligro estaba
en el futuro; había exagerado... Con su habitual buena fe, Javier se rindió.
—Jamás lo había pensado —suspiró—. Mi pobre Blanca, nunca pienso en nada
cuando se trata de los niños.
Dio una vuelta por la habitación, arrastrando los pies, con las rodillas un poco
dobladas. La cólera de Blanca se aplacó de golpe; empezó ya a reprocharse su victoria.
Protestó que todo podía arreglarse. En Burdeos se ignoraba la existencia de tía Felicia;
por otro lado, no viviría eternamente, y su recuerdo se desvanecería en seguida. Y como
Javier continuara sombrío, añadió:
—Además, muchos creen que se cayó cuando era una chiquilla; es la opinión más
extendida. Dudo que haya pasado nunca por loca; por eso podría ocurrir... Se trata de
evitar un posible peligro. No te pongas así. Ya sabes que lo exagero todo... Es mi modo
de ser.
Oía la entrecortada respiración de Javier. Su padre y su madre, pensaba, murieron
de una enfermedad del corazón. Con esta inquietud "podría matarle". Estaba sentado
otra vez junto al fuego, con el cuerpo encogido. Ella se abstrajo y cerró los ojos: dos
párpados violáceos endulzaban aquel rostro amargo. Javier no dudaba que aquella mujer
se humillaba, desolada de no poder vencerse. En el silencioso piso resonó el confuso
murmullo de uno de los niños, que hablaba en sueños. Javier manifestó que era hora de
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François Mauriac El misterio Frontenac
III
Cada dos domingos aparecía tío Javier sin que su cuñada pudiera avanzar un solo
paso en descubrir el secreto. Para los niños era como la fiesta del primer jueves de mes,
como la comunión semanal o la composición y la lectura de notas del viernes: él era una
constelación de aquel cielo infantil, de aquella mecánica tan bien reglamentada en la
que, al parecer, nada insólito podía encontrar lugar. Blanca hubiera creído que había
estado soñando si los silencios del tío, su aire absorto, sus idas y venidas, su mirada
perdida, si su rostro redondo, arrugado por una idea fija, no le hubieran recordado la
época en que ella misma había sufrido una crisis de escrúpulos. Sí; la piadosa creyente
veía en aquella indiferencia los síntomas del mismo mal del que el Padre de Nole la
había curado. Se veía a sí misma, y hubiera querido tranquilizarle. Pero él no le daba
ocasión de hacerlo. Por lo menos había obtenido, por una gracia que le parecía
sobrenatural, la virtud de no irritarse más y buscarle menos querella. ¿Se daba él cuenta
de los esfuerzos de Blanca? Ella, siempre tan celosa de su autoridad, le pedía consejo en
todo cuanto a los niños concernía. ¿Qué le parecía la idea de comprarle un caballo de
silla a Juan Luis, que era el mejor jinete del colegio? ¿Debía obligar a Yves a seguir el
curso de equitación, a pesar del terror que sentía? ¿Obtendría mejores resultados
poniendo a José pensionista?
No había ya necesidad de encender el fuego, ni siquiera la lámpara. Únicamente
quedaba oscuro el pasillo, por el que Blanca se paseaba, rezando el rosario, momentos
antes de la cena. Yves la seguía, agarrado a sus faldas, entregado a un sueño de
magnificencia del que no dejaba participar a nadie. Las alondras chillaban y hendían el
espacio. De repente, un gran estrépito: el tranvía de caballos del paseo de Alsacia. El
puerto enviaba el grave rugido de sus sirenas, que lo hacía parecer más cercano. Blanca
decía que con el calor los niños se volvían idiotas. Inventaban juegos estúpidos, como
quedarse en el comedor después del postre, ponerse en la cabeza sus servilletas,
encerrarse luego en un lugar oscuro y frotarse la nariz uno contra otro: lo que ellos
llamaban jugar a "la Comunidad".
Un sábado de junio, cuando Blanca no pensaba ya en el secreto del tío Javier, le fue
descubierto de repente, y la luz le vino de donde jamás hubiera esperado. Después de
acostar a los niños, bajó, como de costumbre, a casa de su madre. Mientras atravesaba el
comedor, percibió un suave olor a fresas y vio que aún no había sido quitado el servicio
de la mesa; luego empujó la puerta del saloncito. Madame Arnaud-Miqueu llenaba
enteramente un sillón de cuero. La anciana la atrajo hacia sí y la besó a su manera, casi
ávidamente. Blanca distinguió en el balcón a su hermana junto a Caussade, su esposo, y
la vasta figura de la tía Adila, cuñada de madame Arnaud-Miqueu. Reían y hablaban en
voz alta; toda la vecindad les hubiera oído, de no ser que, por los alrededores, todo el
mundo gritaba a pleno pulmón. En la calle, un grupo cantaba el refrán:
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François Mauriac El misterio Frontenac
Como regresaba dos horas más pronto que de costumbre, encontró a los tres niños
en su habitación en camisa de dormir reunidos ante el alféizar de la ventana; se
entretenían escupiendo en la piedra y frotando contra ella un hueso de albaricoque; se
trataba de desgastar el hueso por los dos lados hasta agujerearlo, después de lo cual
quitaban la almendra con una aguja. Los más impacientes obtenían así un pito, pero,
aparte de que no sonaba, concluían por tragárselo. Los muchachos, estupefactos de que
apenas les riñeran, desaparecieron como conejos. Blanca Frontenac pensaba en Javier;
pese a que se escandalizaba de ello, ahora le parecía más humano, más accesible. Le
vería al día siguiente por la noche: era su domingo de paso. Se lo imaginó, a aquella
hora, solo en la gran casa muerta de Preignac...
Aquella misma noche, Javier Frontenac se sentó bajo la marquesina; pero llegaba
demasiado acalorado de las viñas y tuvo miedo de caer enfermo. Anduvo un instante por
el vestíbulo y, al fin, se decidió a subir. Más que las lluviosas noches de invierno, en las
que el fuego le hacía compañía y le incitaba a la lectura, temía aquellas noches de junio,
"las noches de Miguel". En otro tiempo se había burlado de Miguel a causa de su
afición a citar versos de Víctor Hugo por cualquier motivo y en cualquier ocasión.
Javier detestaba los versos. Pero ahora su memoria le repetía algunos, animados por la
inflexión de la voz querida. Era preciso que los recordara, para recordar, al mismo
tiempo, la sorda y monótona entonación de su hermano. Así, aquella noche, junto a la
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François Mauriac El misterio Frontenac
ventana que daba sobre el invisible río, del mismo modo que hubiera buscado una nota,
un acorde, Javier recitaba en distintos tonos:
En los prados resonaban las eternas estridencias de la noche: el croar de las ranas,
los ladridos, las risas. Y el procurador de Angulema, apoyado en la ventana, repetía,
como si alguien le fuese dictando cada palabra:
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François Mauriac El misterio Frontenac
los niños no parecían amenazados en nada por la gestión de Dussol; los Frontenac
tenían la mayoría de las acciones. A los ojos de Javier, lo más importante era evitar que
se trasluciera algo de su vida privada. Así, pues, aguantó firme, resistiendo por primera
vez a la voluntad de su padre, herido ya de muerte.
Pero cuando por fin se arreglaron los asuntos, no encontró la calma. No pudo
entregarse libremente a su dolor; le roía un remordimiento —el mismo que aquella
noche le hacía dar vueltas alrededor de la habitación de su infancia, entre su cama y la
cama en la que imaginaba siempre a Miguel tendido—. El patrimonio debía ir a los
hijos de Miguel; por tanto, disipar un solo céntimo era robar a los Frontenac. Prometió a
Josefa que cada primero de enero, durante diez años, pondría a su nombre una suma de
diez mil francos; con eso quedaba entendido que ella no debía esperar nada más de
Javier, salvo, mientras él viviera, el alquiler y una mensualidad de trescientos francos.
Privándose de todo (su avaricia era la comidilla de Angulema), Javier economizaba
veinticinco mil francos anuales; pero de aquella suma solamente quince mil francos iban
a sus sobrinos. Les robaba diez billetes, se repetía, sin contar todo lo que gastaba en
Josefa. Cierto que les había cedido su parte en las propiedades, y que cada uno podía
disponer de sus bienes según su parecer. Pero él conocía una ley secreta, una ley oscura,
una ley Frontenac, que tenía gran poder sobre él. Solterón, depositario del patrimonio,
lo administraba por cuenta de aquellos pequeños seres sagrados, engendrados por
Miguel y que se habían repartido los rasgos de Miguel; Juan Luis tenía sus sombríos
ojos; Daniela, aquella misma señal negra cerca de la oreja izquierda, e Yves, aquel
párpado caído.
A veces, adormecía sus remordimientos y, durante semanas, no pensaba más en
ellos. Pero lo que nunca se le olvidaba era el cuidado de ocultarse. Hubiera preferido
morir a que la familia descubriera el concubinato. No sospechaba él que aquella noche,
a la misma hora, en la gran cama de columnas donde su hermano había expirado,
Blanca, con los ojos abiertos, sumida en la sofocante oscuridad de la noche bordelesa,
pensaba en él y se imponía, por su causa, el más extraño de los deberes: aunque los
niños tuvieran que perder con ello una fortuna, ella empujaría a su cuñado al
matrimonio. Nada habría que pudiera desviar a Javier de regularizar su situación: más
aún: era necesario incitarle por todos los medios. ¡Sí, era una determinación heroica!
Pero había que hacerlo... Desde mañana, ella se esforzaría en abordar el tema, y no
dudaría en desencadenar su ofensiva.
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François Mauriac El misterio Frontenac
IV
La lenta vida de la infancia, que parece no dejar sitio a los accidentes, se deslizaba
al azar. Las horas se sucedían, desbordantes de trabajo; arreglar la merienda, la ida al
colegio, el regreso en ómnibus, subir la escalera saltando los peldaños de cuatro en
cuatro, el olor de la cena, mamá L'Ile mystérieuse, el sueño. La enfermedad misma
(varicela de Yves, catarro de José, escarlatina de Daniela) tenía su sitio, ordenándose
con el resto de las actividades; producía más alegrías que penas, servía de punto de
referencia para el recuerdo: "El año en que pasaste el catarro..." Las vacaciones
sucesivas se iniciaban bajo los profundos pinares de Bourideys, en la casa, ya
purificada, del tío Péloueyre. ¿Eran aquellas las mismas cigarras del año pasado? De las
propiedades de Respide llegaban cestos de ciruelas Claudias y de melocotones. Nada
había cambiado, excepto los pantalones de Juan Luis y de José, que habían aumentado
varias tallas. Blanca Frontenac, tan delgada hacía poco, engordaba, se inquietaba por su
salud, creía tener un cáncer, y, desolada por esta angustia, pensaba en la suerte de sus
hijos cuando ella desapareciese... Ahora era ella quien cogía a Yves en sus brazos, y él
quien, a veces, se resistía. Tomaba muchas pócimas antes y después de las comidas, sin
abandonar en ningún momento la educación de Daniela y de María. Las pequeñas lucían
ya fuertes piernas y una grupa baja y ancha que no cambiaría mucho. Dos jaquitas ya
formadas, que engañaban su hambre entre los hijos de las lavanderas y de las mujeres de
hacer faenas.
Aquel año las fiestas de Pascua cayeron tan pronto, que a fines de marzo los niños
Frontenac estaban ya en Bourideys. La primavera se presentía en el ambiente, pero
permanecía invisible. Bajo las hojas del verano anterior, las encinas parecían heridas de
muerte. El cuclillo llamaba desde las praderas. Juan Luis, con su "calibre 24" sobre el
hombro, creía buscar ardillas, pero lo que buscaba era la primavera. La primavera
rondaba alrededor de aquellos falsos días de invierno como un ser cuya proximidad se
adivina, aunque no se le ve. El muchacho creía respirar ya su inconfundible brisa, y de
repente, nada: hacía frío. La luz de las cuatro de la tarde acariciaba los troncos un breve
instante, las cortezas de los pinos relucían como escamas y sus viscosas heridas
absorbían el sol declinante. Después, de pronto, todo se oscurecía: el viento del Oeste
empujaba pesadas nubes que rozaban las cumbres, y arrancaba a aquellas sombras una
larga queja.
Un día, correteando por las praderas regadas por el Hure, Juan Luis sorprendió, al
fin, la primavera; la encontró extendida a lo largo del arroyo, en la hierba ya espesa,
fluyendo de las resinosas y desparramadas ramas de los árboles.
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François Mauriac El misterio Frontenac
El adolescente se inclinó sobre el río para ver las largas cabelleras vivas de las
algas. Cabelleras..., los rostros habían huido, desde el principio del mundo, en la arena
surcada por la corriente de las dulces aguas. El sol volvió a aparecer. Juan Luis se apoyó
contra un árbol, sacó de su bolsillo el Discours sur la Méthode en una edición escolar, y
durante diez minutos dejó de ver la primavera.
Se distrajo al ver aquella barrera demolida: un obstáculo que había hecho poner en
agosto para ejercitar su yegua Tempête. Tenía que decir a Burthe que la arreglara.
Subiría mañana... Iría a Léojats, vería a Magdalena Cazavieilh... El viento venía del Este
y traía el olor del pueblo: trementina, pan caliente, humo de los fuegos en que se
preparaban las humildes comidas. El olor del pueblo era el olor del buen tiempo, y ello
llenó de júbilo al muchacho. Caminaba por la hierba húmeda. Las primaveras lucían ya
sus nuevos colores sobre el escarpado que cierra la pradera por el Oeste. El joven lo
franqueó; luego, rodeando un terreno recién labrado, descendió hacia el bosque de
encinas que atraviesa el Hure antes de alcanzar el molino; de pronto se detuvo,
conteniendo la risa. Sentado sobre el tronco de un pino, un extraño y pequeño monje
encapuchado salmodiaba a media voz, con un cuaderno de escolar en su diestra. Era
Yves, que había dejado caer su capuchón y se sostenía, con el busto erguido, misterioso,
seguro de su soledad y como servido por los ángeles. Juan Luis no sentía ya ganas de
reír, porque siempre inquieta observar a alguien que cree no ser visto de nadie. Incluso
sintió miedo, como si acabara de sorprender un misterio prohibido. Su primer
movimiento, su primera intención, fue alejarse y dejar a su hermano pequeño abstraído
en sus encantamientos. Pero el gusto de molestar, muy poderoso en esa edad, hizo presa
en él, sugiriéndole la idea de deslizarse hacia el pobre inocente, a quien el capuchón le
impedía oír nada. Se ocultó detrás de una encina, a un paso del tronco en el que Yves
gesticulaba, sin lograr captar el sentido de sus palabras, que volaban en alas del viento
del Este. Dio un salto, cayó sobre su víctima, y antes que el pequeño pudiera dar un
grito, le arrancó el cuaderno de las manos, escapándose a toda prisa hacia el parque.
Los humanos jamás medimos lo que hacemos a los demás. Juan Luis se hubiera
asustado si hubiera visto la expresión de su hermanito, petrificado en medio del páramo.
Invadido por una amarga desesperación, se arrojó al suelo, al tiempo que apoyaba su
rostro contra la arena para ahogar sus gritos. Lo que escribía a escondidas de los demás,
lo que solo a él le pertenecía, el secreto entre Dios y él, se vería entregado a las risas y a
las burlas de todos ellos. Echó a correr en dirección al molino. Pensó en la esclusa
donde, hacía poco, se había ahogado un niño. Pensó también, como había hecho a
menudo, en correr sin rumbo y alejarse para siempre de los suyos. Pero perdía el aliento.
Avanzaba lentamente a causa de la arena, que se le metía en los zapatos, y porque un
niño piadoso tiene siempre la protección de los ángeles: "...Porque el Todopoderoso ha
encargado a sus ángeles que te guarden en todos tus pasos. Te llevarán en sus manos,
por miedo a que tus pies tropiecen con una piedra..."
De pronto tuvo un pensamiento consolador: nadie en el mundo, ni siquiera Juan
Luis, descifraría su secreta escritura, peor que la que hacía en el colegio. Y, aunque
pudiese leer algún fragmento, le parecería incomprensible. Era una estupidez
preocuparse. ¿Qué podría entender de aquella lengua de la que él mismo no tenía, a
veces, la clave?
El camino de arena desembocaba en el puente, a la entrada del molino. Una
vaporosa neblina velaba las praderas. El viejo corazón del molino latía aún en el
crepúsculo. Un caballo desmelenado sacaba la cabeza por la ventana de la cuadra. Las
pobres casas humeantes, a ras de tierra, el arroyo y los prados, componían un claro de
verdor, de agua y de vida escondida, bajo un cerco de pinos centenarios. Yves pensaba:
aquella hora, el misterio del molino no debía ser violado. Volvió sobre sus pasos. Sonó
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François Mauriac El misterio Frontenac
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François Mauriac El misterio Frontenac
aprisionados en su obra. La seguridad del niño ganó a Juan Luis. ¿Cuál era la edad de
Yves? Acababa de cumplir quince años... ¿Sobreviviría el genio a la infancia?
—Di, Juan Luis: ¿qué es lo que más te ha gustado?
Pregunta de autor: el autor acaba de nacer.
—¿Cómo escoger? Me gusta mucho aquello de que los pinos toman tu sufrimiento
y sangran en tu lugar, cuando te imaginas la noche, en la que ellos se entristecen y
lloran, pero esa queja no viene de ellos: es la brisa del mar entre sus apretadas frondas.
¡Oh!, sobre todo, el pasaje...
—Mira —interrumpió Yves—: la luna...
Ignoraba que una noche de marzo del año 67 ó 68, Miguel y Javier Frontenac
seguían aquella misma avenida. Javier había dicho también: "La luna...", y Miguel había
citado el verso:
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François Mauriac El misterio Frontenac
Al día siguiente Yves no se sorprendió al ver que su hermano mayor le tratara con
sus modales habituales, un poco bruscos, como si entre ellos no hubiese existido ningún
secreto. Lo que le extrañaba era la escena de la víspera; pero, generalmente, a los
hermanos les basta con estar unidos por las raíces, como los brotes de un mismo tronco,
sin necesidad ni costumbre de darse explicaciones. El amor fraternal es el más unido de
los amores.
El último día de vacaciones, Juan Luis obligó a Yves a montar a Tempête, y, como
siempre, la yegua, apenas sintió sobre sus flancos aquellas piernas temblorosas de
miedo, partió a galope. Yves, sin avergonzarse de ello, se asió al arzón. Juan Luis cortó
a través de los pinos, y se plantó en medio del camino con los brazos extendidos. La
yegua se paró en seco. Yves describió una parábola y se encontró sentado en el suelo,
mientras su hermano proclamaba: "Siempre serás un berzas."
No era esto lo que más le chocaba al niño. Sin que él se lo confesara, había algo
que le había decepcionado: Juan Luis continuaba sus visitas a Léojats, a casa de los
primos Cazavieilh. En familia y en el pueblo, todo el mundo sabía que, para Juan Luis,
todos los caminos desembocaban en Léojats. En otro tiempo, la repartición de la
herencia había enemistado a los Cazavieilh y los Frontenac. A la muerte de madame
Cazavieilh, se habían reconciliado; pero como Blanca decía: "Entre ellos, aquello no
había sido nunca del todo sincero..." Sin embargo, ella había hecho salir, el primer
jueves de mes, a Magdalena Cazavieilh, que estaba ya entre las mayores del Sagrado
Corazón, cuando Daniela y María pertenecían aún a la clase de las pequeñas.
Madame Frontenac cedía, a la vez, a la inquietud y al orgullo cuando Burthe decía:
"Monsieur Juan Luis frecuenta..." La agitaban sentimientos contradictorios: temor de
verle comprometerse tan joven, pero también cierta complacencia por lo que Magdalena
poseería, al casarse, de la herencia de su madre; y sobre todo, Blanca esperaba que aquel
muchacho lleno de fuerza evitaría el mal, gracias a un sentimiento puro y apasionado.
Yves se sintió decepcionado al día siguiente de la inolvidable velada. En el tono de
algunas palabras de su hermano, que acababa de regresar de Léojats, adivinó un oculto
reproche: como si el descubrimiento que había hecho en el cuaderno de Yves hubiera
tenido que desviarle de aquel placer, como si todo, en adelante, tuviera que parecerle
insulso... Yves se hacía simples y precisas representaciones de aquel amor; imaginaba
miradas lánguidas, besos furtivos, manos largamente apretadas, todo un romance que a
él le resultaba despreciable. Una vez que Juan Luis había penetrado su secreto, una vez
que había entrado en aquel mundo maravilloso, ¿qué era lo que tenía necesidad de
buscar fuera?
Indudablemente, las jovencitas existían ya a los ojos del pequeño Yves. En la misa
mayor de Bourideys admiraba a las cantantes de largo cuello, cuya blancura se realzaba
al contraste con la cinta negra, y que se agrupaban alrededor del armonio, como
alrededor de una fuente, hinchando sus gargantas, que alguien hubiera creído llenas de
mijo y de maíz. Su corazón latía más a prisa cuando la hija de un gran propietario, la
pequeña Dubuch, pasaba montada a horcajadas sobre su potro, con sus oscuros bucles
golpeando sobre sus delgados hombros. ¡Junto a aquella sílfide, Magdalena Cazavieilh
parecía gruesa! Un gran lazo se desvanecía sobre sus cabellos peinados en forma de
bucle, que Yves comparaba a una aldaba. Iba casi siempre vestida con un bolero muy
corto, bajo las axilas, que descubría un talle torneado, y una falda ajustada sobre las
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François Mauriac El misterio Frontenac
fuertes caderas, que se iba ensanchando hasta llegar a los pies. Cuando Magdalena
Cazavieilh cruzaba las piernas, se veía que no tenía tobillos. ¿Qué atractivo descubriría
Juan Luis en aquella joven pesada, de rostro fláccido, en el que no se movía ni un
músculo?
Verdaderamente, si Yves, su madre y Burthe hubieran asistido a alguna de aquellas
visitas, se hubieran sorprendido de la plácida insustancialidad que las presidía: se
hubiera dicho que era a Augusto Cazavieilh, y no a Magdalena, a quien Juan Luis iba a
ver. Tenían una pasión común: los caballos, y mientras el anciano estaba presente, la
conversación no paraba. Pero en el campo uno no está nunca tranquilo; siempre hay un
mozo o un abastecedor que desea hablar con el señor; no se puede cerrar la puerta,
como en la ciudad. Llegaba siempre un momento en que el señor Cazavieilh los dejaba
solos. La serenidad de Magdalena hubiera engañado a todo el mundo menos a Juan
Luis; incluso era muy probable que lo que más le gustase fuese la turbación profunda,
invisible para los demás, que trastornaba a aquella joven, de apariencia imperturbable,
en cuanto se encontraba frente a frente.
Durante la última visita de Juan Luis, al final de aquellas vacaciones de Pascua,
paseaban bajo las viejas encinas sin hojas, ante la casa recientemente enjalbegada, cuyos
muros aparecían hinchados por el paso del tiempo. El joven comenzó a hablar de lo que
haría al salir del colegio. Magdalena le escuchaba con atención, como si aquel porvenir
le interesara tanto como él.
—Naturalmente, prepararé una tesis... No creerás que voy a dar clase toda mi
vida... Quiero instruirme en una Facultad.
Ella le preguntó cuántos meses consagraría a aquella tesis. Él respondió vivamente
que no se trataba de meses, sino de años. Le citó los grandes filósofos; sus tesis
contenían ya lo esencial de su sistema. Ella, indiferente a todos aquellos nombres, no se
atrevía a preguntarle la única cosa que le interesaba: ¿esperaría a haber terminado aquel
trabajo para casarse? ¿La preparación de una tesis era compatible con el estado de
matrimonio?
—Si pudiera ser encargado de curso en Burdeos...; pero es muy difícil...
Como ella le interrumpiera, un poco atolondradamente, para decir que su padre le
obtendría aquella plaza, el muchacho protestó con sequedad "que él no quería pedir
nada a aquel Gobierno de masones y de judíos". La niña se mordió los labios: hija de un
consejero general, republicano moderado, y que solo tenía una idea en la cabeza: "estar
bien con todo el mundo", estaba acostumbrada, desde la infancia, a ver a su padre
mendigar para todos; no había una candidatura a la condecoración, ni una plaza de
caminero o de cartero que no hubiera sido presentada por su mediación. Magdalena se
reprochaba haber herido la delicadeza de Juan Luis; se acordaría, llegado el caso, de
hacer las diligencias por su cuenta, sin que él se enterara.
Fuera de estos comentarios, algunos de los cuales dejaban vislumbrar que quizá un
día sus vidas se unirían, los dos jóvenes no esbozaron un gesto ni pronunciaron una
palabra de ternura. Sin embargo, muchos años después, cuando Juan Luis pensaba en
aquellas mañanas de Léojats, recordaba un goce no terreno. Volvía a ver los dorados
rayos del sol que, filtrándose a través de las espesas ramas de las encinas, reverberaban
sobre las plácidas aguas del río. Seguía a Magdalena, sus piernas se hundían en la hierba
espesa, llena de boutons d'or y de margaritas, en las vacaciones de Pascua; caminaban
sobre las praderas como sobre el mar. Las estrellas titilaban en el firmamento
crepuscular... El muchacho gozaba de estos recuerdos sin añadirles la morbosidad de
unas caricias que en los dos niños acaso hubieran destruido, deformado, la imagen de su
amor. Bajo las encinas de Léojats no traducían en palabras ni en actitudes aquella
maravilla inmensa y sin nombre que los mantenía extáticos y embelesados.
33
François Mauriac El misterio Frontenac
¡Los extraños celos de Yves!... Lo que se los inspiraba no era, de suyo, la devoción
de Juan Luis por Magdalena; pero le atormentaba que aquella muchacha apartara al
hermano mayor de su vida habitual, no siendo ya él solo quien tuviera el poder de
sugestionarle. Por otra parte, estos movimientos de orgullo no le impedían ceder
también a la humildad de su edad: el amor de Juan Luis le elevaba ante Yves a la
categoría de las personas mayores. Un muchacho de diecisiete años, enamorado de una
joven, no tiene sitio en el país de los seres que todavía no son hombres. A los ojos de
Yves, los poemas que componía participaban del misterio de las historias infantiles.
Muy lejos de creerse un niño precoz, él perseguía en su obra el sueño lúcido de su
infancia, y creía que era necesario ser un niño para entrar en aquel juego
incomprensible.
Más tarde, el día de regreso a Burdeos, se daría cuenta de que se había equivocado
al perder la confianza en su hermano mayor. Fue en el momento y en el lugar más
inesperados. En la estación de Langon, la familia Frontenac había abandonado el tren de
Bazas e intentaba, en vano, acomodarse en el expreso. Blanca corría a lo largo del tren,
seguida de los niños, que trajinaban el cesto del gato, jaulas de pájaros, la cazoleta que
contenía la rana, paquetes con "recuerdos" tales como piñas, cortezas pringosas de
resina y pedernales. La familia advertía con terror "que no tendrían más remedio que
separarse". El jefe de estación, después de saludar tocándose la visera de la gorra con las
puntas de los dedos, se aproximó a madame Frontenac y le advirtió que iba a hacer
enganchar un vagón de segunda clase. Los Frontenac se encontraron todos en el mismo
departamento, sacudidos como ocurre siempre en el vagón de cola, sofocados, felices,
preguntándose unos a otros sobre la suerte del gato, de la ranita, de los paraguas.
Cuando el tren salía de la estación de Cadillac, Juan Luis le preguntó a Yves si había
pasado sus poemas en limpio. Naturalmente, Yves los había copiado en un bonito
cuaderno, pero no podía corregir su escritura.
—Deja que yo te los copie de nuevo; desde esta noche me encargaré de ello; yo
carezco de genio, pero tengo una escritura muy legible... ¿Para qué? ¡Idiota! ¿No
adivinas mi idea? No te precipites, sobre todo... Lo único que podemos hacer es intentar
que sean comprendidos por la gente del oficio: enviaremos el manuscrito al Mercure de
France.
Y como Yves, muy pálido, no hiciera más que repetir: "Eso sería formidable...",
Juan Luis le replicó que no se hiciera ilusiones:
—Piensa que deben de recibir muchos cada día. Quizá los tiren a la papelera sin
leerlos. Primero es necesario que te lean..., y después, que eso caiga bajo los ojos de un
tipo capaz de comprenderte. No se puede predecir nada: una probabilidad entre mil; es
como si tirásemos una botella al mar. Prométeme que una vez esté hecha la cosa no
pensarás más en ello.
Yves repetía: "Seguramente, seguramente, ni siquiera los leerán..." Pero en sus ojos
brillaba la esperanza. Se inquietaba: ¿dónde encontrar un sobre grande? ¿Cuántos sellos
serían necesarios? Juan Luis se encogió de hombros; enviarían el paquete certificado;
además, él se encargaría de todo.
En Beautiran hubo una invasión de gentes cargadas con cestos. Fue preciso
apretujarse. Yves reconoció a uno de sus camaradas, un campesino, pensionista y
discípulo aventajado en gimnasia, con el cual no congeniaba. Se saludaron. Cada uno
miraba a la madre del otro. Yves se preguntaba cómo hubiera juzgado a aquella mujer
gruesa y sudorosa de haber sido su hijo.
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François Mauriac El misterio Frontenac
VI
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François Mauriac El misterio Frontenac
—¿Quién es Rimbaud?
—Te lo explicaré si me dices de dónde has copiado ese poema.
¡Por fin iba otro a participar de las emociones que solo él y Juan Luis conocían!
Otro sería testigo de su gloria y de su genio.
—Es mío —repuso, vivamente ruborizado.
—Déjate de bromas —exclamó el otro.
Evidentemente, no le creía. Cuando estuvo convencido, se sintió avergonzado de
haber tomado por un texto interesante las elucubraciones de aquel niño. Puesto que era
suyo no podía tener ningún interés.
—Debes enseñarme lo que has hecho...
Cuando Yves abría ya su cartera, el otro le cogió el brazo:
—No, estos días tengo demasiado trabajo; el domingo por la noche, si pasas por la
calle Saint-Genès, no tienes más que llamar al ciento ochenta y dos.
Yves no comprendió que únicamente le decía que dejara el cuaderno. Leer sus
poemas en voz alta, delante de alguien. ¡Qué bello sueño! Juan Luis no se lo había
pedido nunca. A pesar de su timidez, se atrevería a leérselos a aquel desconocido. Aquel
muchacho mayor le escucharía con deferencia y quizá, a medida que avanzara la
lectura, quedase maravillado.
Binaud no volvió ya a sentarse al lado de Yves en el autocar. Pero el niño no le dio
importancia al hecho; se acercaban los exámenes, y los candidatos, en cuanto tenían un
minuto, abrían los libros.
Yves dejó pasar los domingos; después se decidió a hacer aquella visita. El sol de
julio secaba el triste Burdeos. El agua no corría junto al bordillo de las aceras. Los
caballos de los coches de punto llevaban sombreros de paja con dos agujeros para las
orejas. Los primeros tranvías eléctricos arrastraban sus remolques llenos de una
humanidad sudorosa, de camisas abiertas, de mangas remangadas, de corpiños
desabrochados, que daban a las mujeres el aspecto de jorobadas. La congestionada
cabeza de los ciclistas tocaba su manillar. Yves se volvió para ver pasar el auto de
madame Escarraguel, que avanzaba entre un ruido de chatarra.
El 182 de la calle de Saint-Genès era una casa de una sola planta; lo que Yves
llamaba una barraca. Al llamar a la puerta, su espíritu vagaba por otra parte, muy lejos
de Binaud. El sonido de la campana le despertó. Demasiado tarde para escaparse. Oyó
batir una puerta, y luego un prolongado cuchicheo. Al fin apareció una mujer en bata:
era joven, delgada y le miraba con desconfianza. Sus abundantes cabellos, de los que
debía de estar orgullosa, parecían devorar su sustancia; eran la única nota de vida sobre
aquel cuerpo devastado, sin duda, roído interiormente por algún fibroma. Yves preguntó
si estaba Jacques Binaud. La gorra del colegio que sostenía en la mano pareció
tranquilizar a la mujer; haciéndose a un lado, le introdujo en el corredor; luego abrió una
puerta que estaba situada a la derecha.
Era el salón, pero transformado en taller de costura; sobre la mesa había un montón
de patrones de papel. Ante la ventana se veía una máquina de coser. Acaso Yves
estorbaba con su presencia a la obrera. Una escultura austríaca de tierra cocida y
policromada que representaba a Salomé, adornaba la chimenea. Un pierrot de yeso, en
equilibrio sobre una media luna, enviaba un beso con la mano. Yves oyó un rumor
confuso en la habitación de al lado, seguido de una voz irritada, la de Binaud, sin duda.
Sin saberlo, había irrumpido en casa de uno de esos funcionarios calificados de
"modestos", pero que, en realidad, están locos de orgullo; uno de esos que "salvan las
apariencias" y no autorizan a ningún extraño a inmiscuirse en su vida. Evidentemente,
Binaud le había invitado solo a depositar su manuscrito. Así se lo dijo, en efecto, cuando
apareció, al fin, sin americana, con la camisa desabrochada. Tenía un cuello enorme y
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François Mauriac El misterio Frontenac
una nuca sembrada de pequeños forúnculos. ¿Yves le traía sus versos? Había hecho mal
en molestarse.
—A quince días de los exámenes... no tengo un minuto, ya comprenderás.
—Me habías dicho..., yo creía...
—Creí que me lo traerías el domingo siguiente... En fin, ya que has venido, déjalo.
—No —protestó el niño—. ¡No!, no quiero molestarte.
No tenía otro deseo que alejarse de aquella barraca, de aquel olor, de aquel horrible
individuo. Binaud había cambiado de táctica, pensando, sin duda, en su camarada Juan
Luis, e intentaba ahora retener a Yves, pero el niño había ganado ya la calle y avanzaba
presuroso, a pesar del profundo calor, ebrio de indignación y de desencanto. Sin
embargo, no tenía más que quince años, de modo que al llegar al paseo de l'Intendance
entró en la pastelería de Lamanon, donde un helado de fresa le consoló. Pero a la salida,
su disgusto le invadió de nuevo con una intensidad desproporcionada respecto a la
importancia de su fracaso. Cada ser tiene su manera de sufrir, en la que las leyes toman
forma y se fijan desde la adolescencia. Aquella noche era tal la desesperación de Yves,
que imaginaba que nunca tendría fin; no sabía que se hallaba en el momento en que iba
a vivir días radiantes, semanas de luz y de alegría; ignoraba que la esperanza iba a
extenderse sobre su vida, con una apariencia tan falsamente inalterable, ¡ay!, como el
cielo de las vacaciones de verano.
VII
En aquella época, Javier Frontenac conoció los días más tranquilos de su vida. Sus
escrúpulos se habían apaciguado: Josefa había acabado de cobrar sus cien mil francos;
ahora nada le impedía a Javier "ahorrar" para sus sobrinos. En cambio, continuaba
siempre con el temor de que su familia descubriera la existencia de Josefa. Su angustia
se agudizaba a medida que los pequeños Frontenac crecían y se acercaban a la edad en
que corría peligro de escandalizarlos y, también, de influir sobre ellos con aquel triste
ejemplo. Pero precisamente porque se hacían hombres, podrían ocuparse muy pronto de
sus propiedades. Javier había decidido que, cuando llegase el momento, vendería su
estudio y se iría a vivir a París. Explicaba a Josefa que la capital sería para ellos un
refugio seguro. Los primeros automóviles empezaban ya a acortar las distancias, y
Angulema le parecía mucho más cerca de Burdeos que antes. En París saldrían juntos e
irían al teatro sin temor de ser reconocidos.
Javier tenía ya compromiso para la venta de su estudio, y aunque no debía cederlo
hasta dentro de dos años, acababa de cobrar el importe de la cesión, que sobrepasaba en
mucho lo que él había esperado. La satisfacción que sentía le incitó a cumplir una
promesa hecha en otro tiempo a Josefa: un viaje por Suiza. Cuando aludió a ello, la
mujer manifestó tan poca alegría que quedó decepcionado. A decir verdad, la pobre
Josefa no le creyó; aquello le parecía demasiado bello. Si se hubiera tratado de ir a
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François Mauriac El misterio Frontenac
Luchon, por ocho días, como en el 96...; pero atravesar París, visitar Suiza... Se encogió
de hombros y continuó cosiendo. Sin embargo, cuando vio que Javier consultaba guías,
se informaba de los hoteles y trazaba itinerarios, le pareció que aquella increíble
felicidad se acercaba. No podía ya dudar de que la decisión de Javier estuviera tomada.
Una noche, el hombre llegó con los billetes. Hasta entonces ella no había hablado a
nadie de aquel viaje. Se decidió a escribir a su hija casada que vivía en Niort:
"Me pregunto si sueño o estoy despierta, pero los billetes está aquí, en el armario
de luna. Están a nombre de monsieur Javier Frontenac y madame: son billetes
familiares. Querida, es tan hermoso que no parece cierto; me da la impresión de que el
corazón tiene que estallar en mi pecho. "¡Monsieur Frontenac y madame!" Le he
preguntado si firmaría así en los hoteles: me ha contestado que no había forma de
hacerlo de otra manera. Esto le ha puesto de mal humor: ya sabes cómo es... Me ha
dicho que ha estado tres veces en Suiza, y que lo ha visto todo menos las montañas,
porque las nubes las ocultan y llueve siempre. Pero no me he atrevido a contestarle que
eso me da igual, ya que lo que más me gustará será ir de hotel en hotel como esposa de
Javier y por la mañana no tener más que llamar para que en seguida me sirvan el
desayuno..."
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François Mauriac El misterio Frontenac
—Te han avisado demasiado tarde, están tomados los billetes, estamos ya en
camino. Telegrafía desde la frontera diciendo que lo sientes... Los niños ya no son niños
(a fuerza de oír hablar de ellos, los conocía mucho). Monsieur Juan Luis tiene cerca de
dieciocho años, y monsieur José...
Javier la interrumpió, furioso:
—Pero ¿qué es lo que te ocurre? ¿Te vuelves loca? ¿Me crees capaz de no contestar
a la llamada de mi cuñada? Ellos ante todo, te lo he repetido muchas veces. Vamos, ma
vieille, no es más que un aplazamiento; otra vez será. Ponte el cuello, ya hace más
fresco...
Con gesto dócil, la mujer se puso su cuello marrón, ribeteado. El cuello Médicis
enmarcaba raramente su blanco rostro, en el que la respingona nariz, una nariz
"picaresca", podía solo despertar el recuerdo de su pasado. No tenía barbilla; su
sombrero, plantado sobre la cumbre de una gruesa y amarilla trenza, era un revoltijo de
campanillas bien imitadas. Se veía en seguida que sus cabellos, extendidos, le llegarían
hasta la cintura. Rompía todos sus peines. "Siembras tus horquillas por todas partes."
A pesar de la sumisión con que se abrochaba el cuello, la pobre mujer refunfuñó
"que quizá acabaría por hartarse". Con voz destemplada, Javier le pidió que repitiera lo
que acababa de decir; ella lo hizo, en tono inseguro. Javier Frontenac, delicado hasta el
escrúpulo con los suyos, y también en cuestiones de negocios, se mostró brutal con
Josefa.
—Ahora que has hecho tus ahorros —dijo— puedes dejarme... Pero eres tan idiota
que lo perderás todo... Tendrás que vender tus muebles —añadió con malicia—, a
menos que...; no hay que olvidar que las facturas están a mi nombre, y el alquiler
también...
—¿Yo sin los muebles?
Javier había tocado el punto más sensible. La mujer adoraba su gran cama,
comprada en Burdeos, en casa Leveilley; la madera estaba decorada con ribetes de oro.
Una antorcha y una aljaba dominaban la cabecera. Durante mucho tiempo, a Josefa
aquella antorcha le había parecido un cuerno del que salían cabellos, y la aljaba, otro
cuerno conteniendo plumas de pato. Aquellos extraños símbolos no la habían inquietado
ni sorprendido. La mesilla de noche, semejante a un rico relicario, era demasiado bella
para lo que contenía, decía Josefa. Pero lo que a ella le gustaba de un modo especial era
el armario de luna. En la testera soportaba idénticos cuernos, atados con idéntico lazo;
unas rosas se mezclaban al conjunto; Josefa aseguraba que se podían contar los pétalos,
"tantas hojas había". El espejo estaba encuadrado por dos columnas acanaladas a media
altura, y salomónicas en su parte baja. El interior, de madera más clara, "realzaba" los
montones de pantalones orlados de puntillas "anchas como la mano", las enaguas, las
camisas de festones almidonados, los simpáticos cubrecorsés; en resumen: el orgullo de
Josefa, "que tenía la pasión de la ropa blanca".
—¿Yo sin los muebles?
Se echó a llorar. Él la besó:
—Claro que sí. ¡Tuyos son, tontina!
—En el fondo —continuó ella, sonándose—, soy bien estúpida al llorar, ya que
nunca creí que nos marcháramos. Ya imaginé que habría algún cataclismo...
—Pues bien, ya lo ves: ha sido suficiente que a la anciana Arnaud-Miqueu haya
empezado a fallarle el motor.
Hablaba jovialmente, con la alegría que le producía la idea de reunirse en el pueblo
con los hijos de su hermano.
—La pobre madame viuda de tu hermano Miguel se encontrará muy sola...
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François Mauriac El misterio Frontenac
VIII
El día de la marcha de Blanca a Vichy (debía coger el tren de las tres), la familia
almorzó en medio de un gran silencio o, mejor dicho, sin hablar, ya que la falta de
conversación hacía más ensordecedor el ruido de los cubiertos y la vajilla. El apetito de
los niños escandalizaba a Blanca. Cuando ella muriera, también se limpiarían los
platos... Se sorprendió al preguntarse quién poseería la casa de la calle Cursol. El sol se
ocultaba tras un montón de nubes tempestuosas. Fue preciso abrir los postigos. Las
compoteras de melocotones atraían a las avispas. El perro ladró sordamente. "Es el
cartero", dijo Daniela. Todas las cabezas se volvieron hacia la ventana, hacia el hombre
que salía del jardín llevando en bandolera su cartera abierta. No existe nadie, en la
familia más unida, que no espere una carta sin que lo sepan los otros. Madame
Frontenac reconoció en un sobre la letra de su madre, moribunda a aquella hora, o quizá
ya muerta. Debió de escribir la misma mañana del accidente. Blanca dudó en abrirla; se
decidió, por fin, rompiendo en sollozos. Los niños contemplaban a su madre con
estupor, sollozando. Ella se levantó; sus dos hijas salieron con ella. Nadie, salvo Juan
Luis, prestó atención al gran sobre que la criada puso ante Yves: Mercure de France...
Mercure de France... Yves no osaba abrirlo. ¿Impresos? ¿No eran más que impresos?
Reconoció una frase, la leyó; era suya... Sus poemas... Habían deformado su apellido:
Yves Frontenou. Había una carta:
"P. D. —Dentro de algunos meses nos gustaría leer sus nuevas obras, sin que ello
comporte ningún compromiso por nuestra parte."
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François Mauriac El misterio Frontenac
Cayeron cuatro gotas esparcidas, y al fin, empezó a llover mansamente. Yves sentía
en su pecho el frescor de la lluvia. Era tan feliz como los sedientos follajes: la nube
había estallado sobre él. Pasó el sobre a Juan Luis, que después de haberle dado un
vistazo lo deslizó en su bolsillo. Las pequeñas volvieron; su madre se había calmado un
poco, bajaría en el momento de marchar. La abuela decía en su carta: "Mi dolor de
cabeza se ha vuelto más violento que nunca..." Yves se esforzó en reprimir aquella
alegría que le envolvía como fuego, sin que él pudiera salvarse del incendio. Intentó
seguir mentalmente el viaje de su madre: tres trenes hasta Burdeos; después, el expreso
de Lyon; transbordo en Gannat... Él no sabía corregir las pruebas... ¿Enviarlas a vuelta
de correo? Enviaron la carta por Burdeos... Con esto se había perdido un día.
Blanca apareció con el rostro oculto tras un espeso velo. "Aquí está el coche", gritó
uno de los niños. Burthe apenas podía contener al caballo, inquieto a causa de las
moscas. Los niños tenían la costumbre de disputarse los sitios en el coche para
acompañar a su madre a la estación. Esta vez, Juan Luis e Yves dejaron subir a José y
las pequeñas. Agitaron la mano y gritaron: "Esperamos recibir un telegrama mañana por
la mañana."
¡Por fin se quedaron solos, dueños de la casa y del parque! El sol brillaba a través
de las gotas de lluvia. El tiempo se había suavizado de una manera extraña, y el viento,
al agitar las ramas cargadas de lluvia, provocaba breves aguaceros. Los dos muchachos
no pudieron sentarse; los bancos estaban mojados. Leyeron las pruebas dando la vuelta
al parque, juntas las cabezas. Yves decía que sus poemas, impresos, le parecían más
cortos. Había muy pocas faltas; las corrigieron ingenuamente, como hubieran hecho en
sus copias escolares. Al llegar a la gran encina, Juan Luis preguntó de pronto:
—¿Por qué no me has enseñado tus últimos poemas?
—No me los has pedido.
Como Juan Luis asegurara que no hubiera podido gozar de ellos en vísperas de
exámenes, Yves se dispuso a ir en su busca.
—Espérame aquí.
El niño salió disparado: corrió hacia la casa, ebrio de felicidad, con la cabeza
inclinada. Pasaba intencionadamente a través de la alta retama y de las ramas bajas, para
mojarse la cara. El viento, que entorpecía su carrera, le parecía casi frío. Juan Luis le vio
regresar saltando. Aquel hermanito suyo, de carácter tan arisco y de aspecto tan
enfermizo, volaba hacia él con la rápida gracia de un ángel.
—Juan Luis, déjame que te los lea: ¡me producirá tanto placer leértelos en voz
alta...! Espera a que tome aliento.
Estaban en pie, apoyados contra la encina; el chiquillo, recostado sobre aquel viejo
tronco, al que besaba cuando tenía que partir, escuchaba los latidos de su efímero y
rendido corazón. Empezó. Leía de una forma extraña; al principio, Juan Luis la encontró
ridícula; pero más tarde pensó que, sin duda, era el único tono conveniente. ¿Le
parecían inferiores aquellos poemas a los primeros? Dudaba; debería volver a leerlos.
¡Qué amargura! Yves, que hacía poco saltaba como un cervatillo, leía con una voz
áspera y dura; sin embargo, en aquel momento, se sentía profundamente feliz, no
experimentaba nada más que el horrible dolor que aquellos versos expresaban. Solo
subsistía el gozo de haberlo plasmado en palabras que él creía eternas.
—Tendremos que enviarlos al Mercure cuando regresemos en octubre —dijo Juan
Luis—. No nos apresuremos demasiado.
—Di, ¿los prefieres a los otros?
Juan Luis dudaba:
—Me parece que esto va más lejos...
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IX
La cena sin mamá resultó más alborotada que de costumbre. Solamente las niñas,
educadas en el Sagrado Corazón y dirigidas escrupulosamente, encontraban "que
aquella noche no era la más apropiada para bromear"; pero se desternillaban de risa
cuando Yves y José imitaron a las cantoras en la iglesia, alrededor del armonio, con su
boca en cul de poule.
El juicioso Juan Luis, siempre buscando excusas para él y para sus hermanos,
pretendía que el enervamiento los obligaba a reír; pero no por ello dejaban de estar
tristes.
Después de la comida, partieron, en la oscura noche, en busca del tío Javier, que
llegaba en el tren de las nueve. Por mucho que se retrasaran, el tren de Bourideys se
retrasaba más aún. Apretados montones de tablas de pino frescas, sangrando aún resina,
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ni pudrirse, retenida por algún obstáculo antes que la corriente del Hure hubiera pasado
el pueblo. Había que creer —era un artículo de fe— que del más secreto riachuelo de
los páramos, el barco-faro pasaría al Océano Atlántico "con su carga de misterio
Frontenac...", decía Yves.
Y aquellos muchachos, ya mayores, corrían, como en otro tiempo, a lo largo del
río, para evitar que su barquito encallase. El sol, implacable, embriagaba a las cigarras,
y las moscas se lanzaban sobre toda carne viviente. Burthe se acercó llevando un
telegrama que los niños abrieron con angustia: "Segura mejoría..." ¡Qué alegría!:
podrían ser felices y reír sin avergonzarse de ello. Pero unos días después, sucedió que
tío Javier leyó en voz alta, sobre el papel azul: "La abuela está peor...", y los niños,
consternados, no sabían qué hacer de su alegría. La abuela Arnaud-Miqueu agonizaba
en una habitación del hotel, en Vichy. Pero aquí, el parque concentraba el ardor de
aquellos largos días abrasadores. En el país de los bosques, uno no ve cómo se forman
las tempestades, disimuladas largo tiempo por los pinos; únicamente las traiciona su
aliento, hasta que surgen como ladrones. A veces, la cobriza frente de una de ellas
aparece por el Sur, sin que estalle su furor. El viento, más fresco, motivaba que los niños
dijesen que había debido de llover por los alrededores.
Ni aun en los días en que las noticias de Vichy eran malas duraban el silencio y el
recogimiento. Daniela y María se tranquilizaban con una novena que hacían por su
abuela, en unión con el Carmelo de Burdeos y el convento de la Misericordia.
José proclamaba: "Algo me dice que saldrá de esta." Por la noche, era necesario
que el tío Javier interrumpiera el coro de Mendelssohn que ellos cantaban, a tres voces,
en la terraza:
"Aunque no sea más que por consideración a los criados", decía el tío Javier. Yves
protestaba que la música no impedía a nadie estar inquieto y triste; y esperaba a que
desapareciese la brasa del cigarro del tío, para entonar con su voz, contrahecha por
hallarse en pleno cambio, un aire del Cinq-Mars, de Gounod:
Se dirigía a la noche como a una persona, como a un ser cuya suave y cálida piel y
cuyo aliento sintiera junto a sí.
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Los niños repetían a coro las absurdas palabras sagradas. Tío Javier se interrumpía:
—¿No os da vergüenza, a vuestra edad, obligarme a hacer el tonto?
Pero todos, aunque de un modo confuso, tenían conciencia de que, por un favor
singular, el tiempo hacía un alto: habían podido bajar del tren que nada es capaz de
detener; siendo adolescentes, continuaban con aquellas fragilidades de infancia; se
retrasaban, cuando la infancia se había ya retirado de ellos para siempre.
*
Las noticias acerca de madame Arnaud-Miqueu fueron mejorando. Era algo
inesperado. Mamá estaría pronto de regreso y no se podría hacer el tonto delante de ella.
Acababa la risa entre los Frontenac. Madame Arnaud-Miqueu se había salvado. Fueron
a buscar a mamá al tren de las nueve, en una noche de luna, cuya luz se deslizaba entre
los montones de tablas. No hubo necesidad de llevar la linterna.
Al regresar de la estación, los niños contemplaban a su madre mientras comía.
Estaba cambiada: había adelgazado. Explicaba que una noche la abuela estuvo tan mal,
que prepararon un lienzo para amortajarla (en los grandes hoteles sacan en seguida a los
muertos, durante la noche). Notó que la escuchaban poco, que entre los sobrinos y el tío
reinaba una extraña complicidad, bromas ocultas, palabras de doble sentido, todo un
misterio en el que ella no entraba. Se calló asombrada. No sentía contra su cuñado los
mismos agravios que en otro tiempo, porque, envejecida, no tenía ya las mismas
exigencias. Pero sufría con la ternura que los niños testimoniaban a su tío y aborrecía
que todas las manifestaciones de gratitud fueran para él.
El regreso de Blanca disipó el encanto. Los niños dejaron de serlo. Juan Luis
pasaba su vida en Léojats, e Yves tuvo de nuevo una erupción de granos; tomó de nuevo
su aspecto huraño y desconfiado. La llegada del Mercure, con sus poemas en el
sumario, no le alegró en modo alguno. Al principio no se atrevió a enseñárselos a su
madre ni al tío Javier; pero una vez se hubo decidido, todos sus temores fueron
sobrepasados. El tío encontraba que aquello no tenía pies ni cabeza y citaba de Boileau:
"Lo que se concibe bien, se expresa claramente." Su madre no pudo evitar un
movimiento de orgullo; pero lo disimuló, rogando a Yves que no dejase por allí aquella
revista "que contenía páginas inmundas, de un cierto Rémy de Gourmont". José
recitaba, burlonamente, los pasajes que encontraba más "despampanantes", como decía.
Yves, loco de rabia, le perseguía, zurrándole. Para su consuelo, recibió varias cartas
de admiradores desconocidos y continuó recibiendo otras en adelante, sin comprender
toda la importancia de aquella señal. El cuidadoso Juan Luis clasificaba, con profundo
placer, aquellos testimonios.
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En aquel momento, Yves penetró en el saloncito; con los cabellos revueltos y los
ojos llameantes, atravesó el humo del eterno cigarrillo del tío Javier, que envolvía los
muebles y los rostros.
—¿Cómo puede compaginar —gritó con voz aguda— el oficio de comerciante de
maderas con la ocupación de un hombre que consagra su vida a las cosas del espíritu?
¡Es..., es indecente...!
Las personas mayores, estupefactas, miraban a aquel energúmeno sin chaqueta, con
la camisa abierta y el pelo caído sobre los ojos. Con voz insegura, su tío le preguntó por
qué se entremetía en la discusión; y su madre le ordenó que saliera de la habitación.
Pero él, sin oírlos, gritaba que "naturalmente, en aquel pueblo idiota creían que un
comerciante, no importaba en qué, era superior a un profesor en Letras. Un corredor de
vinos pretendería superar a un Pierre Duhem, profesor de la Facultad de Ciencias, del
que no conocían ni siquiera el nombre, salvo en las horas de angustia, cuando se trataba
de deslumbrar a algún imbécil..." (muy apurado se hubiera visto Yves si llegan a pedirle
un resumen de los trabajos de Duhem).
—¡No! ¡Eh, escuchadle! Está haciendo un verdadero discurso... ¡Pero si no eres
más que un mocoso! Si te apretaran la nariz...
Yves no hacía caso de aquellas interrupciones. No era solamente en aquel pueblo
estúpido, decía, donde se despreciaba el espíritu; en todo el país se trataba mal a los
profesores, a los intelectuales... "En Francia, su nombre es una injuria; en Alemania,
"profesor" equivale a un título de nobleza... Pero también, ¡qué gran pueblo!" Con una
voz que hacía más chillona cada vez, la emprendió con la patria y los patriotas. Juan
Luis intentó en vano detenerle. Tío Javier, fuera de sí, no llegaba a hacerse oír.
—Yo no soy sospechoso... Todos saben en qué lado estoy... He creído siempre en la
inocencia de Dreyfus... pero no acepto que un mocoso...
Yves se permitió entonces una insolencia acerca de "los vencidos del 70", cuya
misma grosería le desarmó. Blanca Frontenac se había levantado:
—¡Ahora insulta a su tío! ¡Sal de aquí! ¡Que no vuelva a verte!
Yves atravesó la sala de billar y descendió por la escalera. El aire abrasador se
cernió sobre él. Se internó en el parque. Nubes de moscas rondaban por todas partes; los
tábanos se pegaban a su camisa. No sentía ningún remordimiento; pero estaba
humillado por haber perdido la cabeza, por haber azotado las breñas al azar. Hubiera
tenido que mantenerse frío, limitándose al objeto de la disputa. Tenían razón: no era más
que un niño... Lo que había dicho al tío Javier era horrible y jamás se lo perdonarían.
¿Cómo conseguir el perdón? Lo extraño era que, a sus ojos, ni su madre ni su tío salían
disminuidos del debate. A pesar de que él era muy joven aún para ponerse en su lugar,
para entrar en sus razonamientos, Yves no los juzgaba: tío Javier y mamá continuaban
siendo sagrados; formaban parte de su infancia, prendidos en una masa de poesía de la
que no podían escapar. Todo cuanto pudieran decir o hacer —pensaba Yves— no los
separaría en nada del misterio de su propia vida. Mamá y tío Javier blasfemaban en
vano contra el espíritu; el espíritu residía en ellos, iluminándolos sin que ellos lo
supieran.
Yves volvió sobre sus pasos; la tormenta oscurecía el cielo, pero se contenía de
gruñir; las cigarras ya no cantaban; las praderas vibraban locamente. Yves avanzaba,
sacudiendo la cabeza como un potro, bajo las nubes de moscas que se lanzaban a
aplastarse contra su rostro y su cuello. "Vencido de 1870..." No había tenido intención
de herir. A menudo, los niños habían bromeado delante del tío Javier, de que ni él ni
Burthe, voluntarios, habían visto nunca un solo prusiano. Pero, aquella vez, la broma
había tenido otro sentido. Atravesó lentamente la terraza y se detuvo en el vestíbulo.
Nadie había salido aún del saloncito. Tío Javier hablaba "...La víspera de incorporarme
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a mi regimiento, de abrazar por última vez a mi hermano Miguel, salté el muro del
cuartel y me rompí la pierna. En el hospital me pusieron con los variólicos. Hubiera
dejado la piel... Tu pobre padre, que en Limoges no conocía a nadie, hizo tantas
diligencias, que llegó a sacarme de allí. ¡Pobre Miguel! En vano intentó alistarse (fue en
el año de la pleuresía)... Se quedó durante meses en aquel horrible Limoges, donde no
podía verme más que una hora al día..."
Tío Javier se interrumpió. Yves apareció en el umbral del saloncito; vio volverse
hacia él el rostro bilioso de su madre y los ojos inquietos de Juan Luis; el tío Javier no le
miraba. Yves desesperaba de encontrar una palabra; pero el niño que todavía era acudió
en su socorro: en un brusco arranque se tiró al cuello de su tío, sin decir nada, y le besó
llorando; después corrió hacia su madre y, sentándose en sus rodillas, escondió el rostro,
como en otros tiempos, entre su hombro y su cuello.
—Sí, hijo mío; tienes buenas reacciones... Pero tendrás que dominarte, contenerte...
Juan Luis se levantó y, aproximándose a la abierta ventana para ocultar sus ojos
llenos de lágrimas, sacó la mano fuera y dijo que había sentido una gota. Todo aquello
no le favorecía. La inmensa redecilla de la lluvia se acercaba como un hilillo que
hubiera caído en aquel saloncito lleno de humo, caído para siempre.
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saturándose del viento que había pasado sobre las encinas de Léojats, que había
envuelto la casa ebria de luna e hinchado las cortinas de cretona de una habitación en la
que Magdalena acaso no dormía aún.
XI
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Yves regresó hacia la casa. Un insólito olor a salsas y a trufas flotaba en aquella
bella mañana de septiembre. El muchacho vagaba por las cocinas. El maître d'hôtel se
enfadó porque se habían olvidado de embotellar vino. Yves atravesó el comedor. La
pequeña Dubuch se sentaría entre él y José. Volvió a leer el menu: "Lièvre à la
Villafranca; Passage de Mûriers..." Salió de nuevo, dirigiéndose hacia los garajes,
donde Dussol, agachado, con la cinta métrica en la mano, medía la separación de las
ruedas de un tílburi.
—¿Qué es lo que le decía? Faltaba mucho para que su tílburi esté conforme... Me
he dado cuenta de ello al primer vistazo... ¿No me cree? Tenga, mida usted mismo.
A su vez, Cazavieilh se agachó junto a Dussol; Yves consideró con asombro
aquellas dos voluminosas posaderas. Se levantaron, sofocados.
—¡A fe mía, es cierto, Dussol! ¡Es usted extraordinario!
Una risa contenida sacudía a Dussol. Reventaba de contento y de complacencia.
Sus ojos no se veían. Tenía lo que hacía falta para medir el rendimiento de los seres y de
las cosas.
Los dos hombres se dirigieron hacia la casa. A veces hacían alto, se miraban como
si trataran de resolver algún problema eterno, y después reemprendían la marcha. De
pronto, Yves, inmóvil en medio de la avenida, se sintió invadido por un deseo horrible y
a la vez embriagador: tirar sobre ellos a traición, por detrás... ¡Pam! En la nuca... Y
derribarlos. Un doble disparo: ¡Pam!... ¡Pam!...
—Soy un monstruo —dijo en voz alta.
Desde la terraza, el maître d'hôtel anunció:
—La señora está servida.
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decir, hablaba por los codos, haciendo reír a su vecina; la niña se atragantaba: "¡Qué
tonto eres!... ¡Si crees que eso es gracioso!..."
José no la perdía de vista, con una expresión de gravedad en la que Yves no sabía
reconocer el deseo. Sin embargo, recordó que su madre repetía a menudo: "A ese José
tendré que vigilarle... Me dará trabajo..." Corría por las ferias y las fiestas del pueblo. A
Yves le parecía tonto el divertirse todavía con las loterías y los caballos de madera. Pero
en la última fiesta había descubierto que su hermano se burlaba de las atracciones y
bailaba con las chicas del pueblo.
De pronto, Yves se sintió triste. Seguramente, la pequeña Dubuch, que tenía
diecisiete años, no daba ninguna importancia a José. De todos modos, parecía muy
gozosa hablando con él. Había entre ellos un acuerdo que no estaba solo en las palabras;
un acuerdo independiente de su voluntad, un acuerdo de sangre. Yves se avergonzó al
darse cuenta de que estaba celoso. Verdaderamente se sentía aislado, olvidado. Y no se
decía: "También yo un día... Quizá pronto..."
Al otro extremo de la mesa, Juan Luis y Magdalena Cazavieilh mantenían una
actitud semejante a la que hubieran adoptado si en aquellos momentos se hubiese estado
celebrando el banquete de sus esponsales. Yves, vaciando copas y más copas, veía a su
hermano mayor, entre una neblina, al extremo de aquella doble hilera de caras
congestionadas, como en una fosa en la que hubiera caído para siempre. Y a su lado, la
bella hembra que había servido de reclamo reposaba, una vez cumplida su tarea. No era
tan gruesa como Yves la veía. Había renunciado a los boleros. Un vestido de muselina
blanca dejaba al descubierto sus bellos brazos y su cuello puro. A la vez mujer y
virginal, su expresión era paciente. A veces cambiaba palabras que Yves hubiera querido
oír, y cuya insignificancia le hubiera sorprendido. "Toda la vida ante nosotros para
hablarnos", pensaba Juan Luis... Hablaban de las moras que les habían servido y que
habían sido muy difíciles de conseguir; de la caza de la paloma torcaz; de los reclamos
que había que montar pronto, pues las palomas que preceden a las torcaces no se harían
esperar.
Toda la vida para hablar a Magdalena... ¿Hablar de qué? Juan Luis no dudaba de
que los años pasarían, que él viviría miles de dramas, que tendría hijos, que perdería
dos, que ganaría una enorme fortuna, condenada a hundirse al ocaso de su vida. Pero a
través de todo, los dos esposos continuarían cambiando comentarios tan sencillos como
los que les bastaban en aquella aurora de su amor, a lo largo de aquel interminable
almuerzo durante el que las avispas rondaban las compoteras y la bola de helado se
hundía en su jugo rosado.
Yves contemplaba con desprecio y con envidia aquella pobre felicidad de Juan Luis
y de Magdalena. La pequeña Dubuch no se volvió una sola vez hacia él. José, el gran
comilón de la familia, se olvidaba de repetir de los platos; pero, como Yves, vaciaba
todas las copas. Un rocío de sudor perlaba su frente. La pequeña Dubuch tenía unos ojos
tan hermosos, que cuando los detenía sobre una persona indiferente, esta se imaginaba
que aquella luz maravillosa resplandecía en su obsequio. Así, José, hechizado, decidió,
en su fuero interno, que luego saldría a pasear con la joven.
—Prométeme que antes de marcharte vendrás a ver mi palomar.
—¿Aquel de Maryan? ¿Estás loco? Hay más de media hora de camino.
—Allí podremos hablar tranquilos...
—¡Oh, ya basta con las tonterías que has dicho aquí!
Y bruscamente volvió hacia Yves sus ojos llenos de luz.
—¡Qué largo es este almuerzo!
Yves, deslumbrado, sintió el impulso de levantar las manos ante el rostro.
Desatinado, buscaba una respuesta. Acababan de servir los dulces. Vio que su madre
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olvidaba levantarse, sumida en una de aquellas ausencias que le eran habituales. Con la
mirada perdida, había deslizado dos dedos en su corpiño, y mientras que el cura le
explicaba sus disputas con el alcalde, ella pensaba en la agonía, en la muerte, en el
juicio de Dios y en el reparto de las propiedades.
XII
Bajo las encinas, el café y los licores atraían a los satisfechos hombres. Dussol se
había llevado aparte al tío Javier, y Blanca Frontenac, inquieta, los seguía con la mirada.
Temía que su cuñado no fuera prudente. Yves dio la vuelta a la casa, tomando un
camino desierto que conducía a la gran encina. No tuvo necesidad de caminar mucho
rato para dejar de oír las voces y de percibir el olor de los cigarros. La naturaleza salvaje
empezaba allí mismo; los árboles ignoraban que había gente convidada.
Yves franqueó un barranco: estaba un poco ebrio, aunque no tanto como él temía
por lo mucho que había bebido. Su madriguera, su guarida, le esperaba: las retamas, que
los landeses llaman jaugues, y los helechos altos como seres humanos, le cercaban, le
protegían. Era el lugar de las lágrimas, de las lecturas prohibidas, de las locas palabras y
de las inspiraciones; desde allí interpelaba a Dios, le rogaba y le blasfemaba,
alternativamente. Desde su última estancia allí habían transcurrido varios días; en la
inmaculada arena, las larvas de hormiga león habían escarbado sus pequeños embudos.
Yves cogió una hormiga y la tiró en uno de ellos. Ella intentó trepar; pero las movedizas
paredes se desmoronaban bajo sus patas, y en el fondo del embudo el monstruo lanzaba
arena. Apenas la extenuada hormiga había alcanzado el borde del abismo, cuando
resbalaba de nuevo. De pronto, se sintió cogida por una pata. Se debatía; pero el
monstruo la atraía lentamente bajo la tierra. Horrible suplicio. Por allí cerca, los grillos
saludaban a la tranquila tarde. Las libélulas revoloteaban, sin saber dónde posarse; los
rosados y chamuscados brezos, llenos de abejas, olían ya a miel. Yves, por encima de la
tierra, no veía ya más que la cabeza de la hormiga y dos patitas desesperadas. Y aquel
niño de diecisiete años, inclinado sobre aquel misterio, se planteaba el problema del
mal. La larva que crea aquella trampa y que, para vivir y convertirse en mariposa, tiene
necesidad de infligir a las hormigas esa atroz agonía; la aterrorizada huida del insecto
fuera del embudo, las caídas y el monstruo que la atenaza... Aquella pesadilla formaba
parte del sistema... Yves cogió una aguja de pino y desenterró a la hormiga. La pequeña
larva, blanda, quedó impotente, inútil para siempre. La hormiga liberada reemprendió su
camino con la misma laboriosidad que sus compañeras, sin acordarse, al parecer, de lo
que había sufrido; sin duda, porque aquello era natural, porque estaba de acuerdo con la
Naturaleza... Pero Yves estaba allí, con su corazón, con su sufrimiento, en un nido de
jaugues. Si hubiera sido el único ser humano sobre la superficie de la tierra, hubiese
bastado para destruir aquella ciega necesidad, para romper aquella cadena sin fin, de
monstruos entregados a devorarse mutuamente; podía romperla, el menor movimiento
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Y aquella noche, ninguno de los Frontenac tuvo el presentimiento de que con las
vacaciones de verano terminaba para ellos una era; aquellas vacaciones se habían
mezclado con el pasado, y al desaparecer, se llevarían para siempre los sencillos y puros
placeres y esa dicha que no mancilla el corazón.
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François Mauriac El misterio Frontenac
Yves tenía solamente conciencia de un cambio, pero era para forjarse más ilusiones
que los demás. Se veía en el umbral de una vida ardiente de inspiración, de peligrosas
experiencias. Sin saberlo, entraba en una época triste; durante cuatro años le dominarían
las inquietudes de los exámenes; se deslizaría entre las compañías más mediocres; la
turbación de la edad y ciertas mezquinas curiosidades le harían cómplice de sus
camaradas, e igual a ellos. Se acercaba el momento en que el gran problema a resolver
sería obtener de su madre la llave de la puerta y el derecho de poder quedarse fuera
hasta después de media noche. Él no sería desgraciado. A veces, a largos intervalos,
como un ser profundamente escondido, de lo más hondo de su pecho surgiría un
gemido; se alejaría de sus camaradas; y solo en una mesa del Café de Burdeos, entre los
cardos y las mofletudas mujeres de los mosaicos modern-style, pasaría al papel lo que
bullía en su cabeza, sin tomarse el tiempo de formar sus letras, por miedo a perder una
sola de esas palabras que no nos son dictadas más que una vez. Entonces habría que
llevar una vida de "otro yo", como la llevaban ya en París algunos iniciados. Yves
necesitaría varios años para darse cuenta de su importancia, para medir su propia
victoria. Provinciano, respetuoso de las glorias establecidas, ignoraría durante mucho
tiempo aún que existe otra clase de gloria: la que nace oscuramente, sigue su camino
como un topo y no sale a la luz, sino después de un largo camino subterráneo.
Pero le aguardaba una angustia. Y en la ventana de su habitación, bajo la húmeda y
dulce noche de septiembre, Yves Frontenac presintió el horror de aquella angustia.
Cuanto más triunfase su poesía en su labor de hermanar corazones, tanto más
empobrecido se sentiría él; los seres beberían de aquella agua, y él sería el único que
vería agotarse su caudal. Ésa era la razón de su desconfianza de sí mismo, de sustraerse
a la llamada de París, de su larga resistencia al director de la más importante de las
revistas de vanguardia y de sus dudas ante la perspectiva de reunir sus poemas en un
volumen.
Yves, en su ventana, rezaba sus plegarias de la noche ante las confusas cumbres de
Bourideys y ante la luna errante. Lo esperaba todo, lo aceptaba todo, incluso el
sufrimiento; pero no la vergüenza de sobrevivir durante años a su inspiración
entreteniendo su gloria con subterfugios. No preveía que ese drama lo expresaría en un
diario que se publicaría después de una gran guerra; tendría que resignarse a ello, no
habiendo escrito nada más durante muchos años. Aquellas atroces páginas salvarían la
apariencia; harían más por su gloria que sus poemas; encantarían y turbarían felizmente
a una generación de desesperados. Así, en aquella noche de septiembre, quizá Dios veía
salir de aquel buen muchacho, que soñaba ante los pinos adormecidos, un extraño
encadenamiento de consecuencias; el adolescente, que se creía orgulloso, estaba muy
lejos de medir la extensión de su poder; no sabía que el destino de muchos hubiera sido
diferente de lo que fue sobre la tierra y en el cielo si Yves Frontenac no hubiera nacido.
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SEGUNDA PARTE
XIII
¡Cinco mil francos de deuda en tres meses! ¿Habíamos visto algo semejante en
nuestro tiempo, Dussol?
—No, Caussade. Nosotros teníamos respeto al dinero; sabíamos lo mucho que
nuestros queridos padres se habían esforzado. Nos educaron en el culto al ahorro.
"Orden, trabajo, economía", esta era la divisa de mi admirable padre.
Blanca Frontenac les interrumpió.
—No se trata de vosotros, sino de José.
Ahora sentía haberse confiado a Dussol y a su cuñado.
Cuando Juan Luis descubrió el pastel, tuvo que poner a Dussol al corriente, porque
José se había valido del crédito de la casa. Dussol exigió que se reuniera un consejo de
familia. Madame Frontenac y Juan Luis se opusieron a que el tío Javier fuera informado
de aquello: padecía una enfermedad cardíaca, y aquel golpe podría agravarle. Pero, se
preguntaba Blanca, ¿por qué habían mezclado a Alfredo Caussade en el asunto? Juan
Luis opinaba lo mismo que ella.
El joven estaba sentado ante su madre, un poco abrumado por la vida de despacho,
con la frente ya arrugada, a pesar de tener apenas veintitrés años.
—¡Si será estúpido ese muchacho...! —decía Alfredo Caussade—. Parece que los
otros no dieron ninguna importancia a esa chica... ¿Usted la ha visto, Dussol?
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François Mauriac El misterio Frontenac
—Sí, una noche... ¡Oh, no por mi gusto! Madame Dussol quiso ir al Apolo, una vez
en su vida, para ver lo que era. No me pareció bien negárselo. Tomamos un palco,
¡imagínense ustedes!; nadie pudo vernos. Esa Stéphane Paros bailó de una manera...,
con las piernas al aire...
El tío Alfredo se inclinaba hacia él, con los ojos brillantes:
—Parece ser que algunas noches...
No oyeron la comunicación. Dussol se quitó los lentes y bajó la cabeza.
—Eso sí, hay que ser justos —dijo—. Llevaba un maillot pequeño, desde luego;
pero lo llevaba. Lo ha llevado siempre; me había informado bien. ¿Creen ustedes que
hubiera expuesto a madame Dussol? ¡Vamos! ¡Pues no faltaría más! Ya era mucho las
piernas desnudas...
—Y los pies...—añadió Alfredo Caussade.
—¡Oh, sí; también los pies! —y Dussol hizo una mueca de indulgencia.
—Pues bien —declaró Alfredo con una especie de confuso ardor—: por mi parte,
eso es lo que encuentro más asqueroso.
—El asqueroso eres tú, Alfredo —le interrumpió Blanca, irritada.
—¡Oh, esta Blanca...! —protestó él, alisándose la barba con una mano.
—¡Vamos! Acabemos de una vez. ¿Cuál es su opinión, Dussol?
—Alejarle, querida amiga. Que se marche lo más pronto y lo más lejos posible.
Quería proponerle Winnipeg..., pero usted no aceptará... Tenemos necesidad de alguien
en Noruega... Tendría un sueldo modesto, ciertamente; pero estaría sujeto y pasando
apuros, que es lo que le hace falta, y así aprenderá a apreciar un poco el valor del
dinero... ¿Estamos de acuerdo, Juan Luis?
El joven contestó, sin mirar a su socio, que, en efecto, él era del parecer de alejar de
Burdeos a José. Blanca se dirigió a su hijo mayor.
—Piensa que Yves ya se ha marchado...
—¡Oh! —exclamó Dussol—. Precisamente, mi querida amiga, debió haber
conservado a ese a su lado. Siento que usted no me consultara. Nada le llamaba a París.
Vaya, no irá usted a hablarme de su trabajo, ¿verdad? Conozco su opinión: el amor
maternal no la ciega a usted; tiene usted demasiado buen sentido. No creo quitarle
ilusiones al decirle que su porvenir literario... Si hablo así, es con conocimiento de
causa; he tenido que darme cuenta... Incluso he hecho varias lecturas en voz alta a
madame Dussol, quien, debo decirlo, me lo pidió graciosamente. Usted me dirá que ha
recibido algunos estímulos... ¿De dónde le vienen?, le pregunto yo. ¿Quién es ese M.
Gide cuya carta Juan Luis me ha enseñado? Existe cierto economista de ese nombre, un
espíritu muy distinguido; pero, desgraciadamente, no se trata de él...
Aunque Juan Luis sabía, desde hacía tiempo, que su madre no sentía ninguna
molestia al contradecirse, ni se jactaba de lógica, quedó estupefacto al verla oponer a
Dussol los mismos argumentos de que él se había valido contra ella la víspera por la
noche:
—Haría usted mejor en no hablar de lo que no puede comprender; de lo que no ha
sido escrito para usted. Usted no aprueba sino lo que le es conocido, lo que ha leído por
ahí. Lo nuevo le choca y siempre le ha chocado a la gente de su clase. ¿No es verdad,
Juan Luis? Él me decía que el mismo Racine había desconcertado a sus
contemporáneos...
—¡Hablar de Racine a propósito de las lucubraciones de ese boquirrubio...!
—¡Eh, amigo mío, ocúpese de sus maderas y deje la poesía tranquila! Ése no es su
oficio ni el mío —añadió ella para calmarle, viendo que el hombre se hinchaba como un
pavo y que su nuca tomaba una tonalidad granate.
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—En el fondo —decía Juan Luis—, si quieres que José se quede en Burdeos, no
habrá inconveniente en ello: esa Paros me ha notificado, por un agente de negocios, que
no tenía ningunas intenciones con él y que no le aceptó más que flores. No tiene
ninguna culpa si José pagaba siempre en el restaurante... Pasaba por muy rico. Por otra
parte, se va de Burdeos la próxima semana... De todos modos, creo que para él es mejor
cambiar de ambiente hasta que tenga que hacer su servicio militar... De lo contrario,
cualquier otra le echará la garra... Por ejemplo, yo no soy del parecer de dejarle sin
dinero...
Madame Frontenac se encogió de hombros:
—De eso ni siquiera hay que hablar. Hace poco, cuando hablaban de que le
convenía pasar apuros, no dije nada, por no discutir. ¡Pero ya puedes imaginarte que no
estaba de acuerdo!
—¿Voy a buscarle entonces? Espera en su habitación...
—Sí, enciende la luz.
Un quinqué iluminó lúgubremente la habitación Imperio, tapizada con un papel
descolorido. Juan Luis se acercó a José.
—Vamos, chico; he aquí lo que se ha decidido...
El reo continuaba en pie, con el rostro un poco inclinado y vuelto hacia la sombra.
Parecía más ancho que sus hermanos; bajo, pero ancho de hombros. La piel de su cara
era oscura y cetrina; iba impecablemente afeitado. Blanca veía de nuevo en el joven
aquel aspecto de estudiante, un poco ausente, a quien hacía repetir las lecciones en las
tristes madrugadas de otros tiempos, sin lograr que prestase atención oponiendo a todas
las súplicas y a todas las amenazas un extraordinario poder de abstracción y de
ausencia; de la misma manera que entonces se hundía con delicia en el pensamiento de
las vacaciones y de Bourideys, y que, más tarde, no había vivido más que para los
placeres de una vida de cazador capaz de pasar las noches de invierno al acecho de los
patos salvajes, todo su poder de atención y de deseo se había fijado, de una vez, en una
mujer: una mujer ordinaria, ya ajada, que imitaba vagamente a Frégoli en los music-
halls provincianos (¡La bailarina de Sevilla! ¡La hurí! ¡La danzarina camboyana!). Un
amigo los había presentado después de la función; habían ido en pandilla al cabaret.
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François Mauriac El misterio Frontenac
Aquella noche José le había gustado a la Paros, pero solo aquella noche. El muchacho
se encaprichó encarnizadamente de ella... Para él no existía ya nada más; apenas se le
veía en el despacho donde Juan Luis se encargaba de ir formándolo. Sus celos tímidos y
pertinaces habían exasperado a la mujer...
Ahora estaba en pie entre su madre y su hermano, impenetrable, sin manifestar
nada.
—Lo de las deudas es grave —le decía su madre—; pero, compréndeme, eso es lo
que menos me importa. Lo que realmente me alarma es la vida de disipación a la que te
has entregado. Tenía confianza en mis hijos, creía que sabrían evitar todas las acciones
bajas, y he aquí que mi José...
¿Estaba emocionado? Fue a sentarse en el diván, donde recibió la luz en pleno
rostro. Había adelgazado; sus sienes parecían hundidas. Preguntó, con voz incolora,
cuándo partiría, y como su madre le contestara "en enero, después de las fiestas...", dijo:
—Preferiría hacerlo lo antes posible.
Se tomó bien la cosa. Blanca se decía que todo iría a pedir de boca. Sin embargo,
pese a que intentaba tranquilizarse, no lo conseguía. No se le escapó que Juan Luis
también observara a su hermano. Otro cualquiera se hubiese alegrado de aquella calma.
Pero la madre y el hermano estaban advertidos; se identificaban con aquel sufrimiento,
participaban físicamente de aquella desesperación, la peor de todas, la más difícil de
descifrar, y que no se somete a ningún obstáculo de razón, de interés, de ambición... El
hermano mayor no perdía de vista al pródigo. La madre se había levantado, y
dirigiéndose hacia José, le tomó la frente entre sus manos, como para despertarle, como
para sacarle de un sueño hipnótico.
—Mírame, José.
Le habló en tono autoritario; pero él, con un gesto le niño, sacudió la cabeza y cerró
los ojos, intentando liberarse. Lo que ella no había conocido, aquel dolor de amor, lo
descifró en la dura faz cetrina de su hijo. ¡Era seguro que se curaría! Aquello no duraría
mucho... Solo se trataba de alcanzar la otra orilla y no perecer durante la travesía.
Siempre le había dado miedo aquel muchacho; cuando era pequeño, Blanca no podía
nunca prever sus reacciones. Si hubiera hablado, si se hubiera quejado... Pero no; seguía
allí, estático, con las mandíbulas apretadas, oponiendo a su madre aquella figura
calcinada de niño landés... (Quizá alguna antepasada fue seducida por uno de aquellos
catalanes que vendían fósforos de contrabando.)
Sus ojos ardían, pero ardían sin descubrir nada. Aproximándose a su vez, Juan Luis
le cogió por los hombros, sacudiéndole sin rudeza. Repitió varias veces: "Mon vieux",
José, "mon petit...", y consiguió lo que su madre no pudo obtener: le hizo llorar. La
causa era que José estaba acostumbrado a la ternura de su madre, y ya no reaccionaba a
ella. Pero Juan Luis nunca se había mostrado tierno con él. Fue algo tan inesperado, que
tuvo que sucumbir a la sorpresa. Bañado su rostro en lágrimas, se abrazó a su hermano,
como un náufrago. Por instinto, madame Frontenac había vuelto la cabeza y se había
acercado otra vez a la chimenea. Oía los balbuceos, los sollozos: inclinada hacia el
fuego, había juntado las manos a la altura de su boca.
Los dos muchachos se acercaron.
—Será razonable, mamá; me lo ha prometido.
La mujer atrajo a su desgraciado hijo y le besó.
—Nunca más tendrás que poner esa cara, ¿verdad, mon chéri?
Sí; algunos años después, José tendría, una vez más, aquella terrible expresión: el
ocaso de un hermoso día, claro y cálido, hacia finales de agosto de 1915, en
Maurmelon, entre dos barracones. Nadie le prestaría atención, ni siquiera aquel
camarada que le decía, en actitud tranquilizadora: "Parece que va a haber una
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François Mauriac El misterio Frontenac
fulminante preparación de artillería; todo será destruido. No tendremos más que avanzar
con el arma colgada al hombro y las manos en los bolsillos..." José Frontenac
presentaría aquel mismo rostro, vacío de toda esperanza, pero que, aquel día, no daría
miedo a nadie.
XIV
Juan Luis se apresuró a regresar a su casa, situada a dos pasos de allí, en la calle
Lafaurie de Montbazon. Estaba impaciente por contárselo todo a Magdalena antes de la
comida. Yves había criticado despiadadamente su pequeño chalé, arreglado con tanta
ilusión: "No eres un dentista principiante, ni un joven doctor que se lanza —le había
dicho—, para instalar sobre las chimeneas, en las paredes, y hasta en las columnas, los
inmundos regalos de que os han colmado."
Juan Luis intentó protestar, pero luego se convenció de que su hermano tenía razón,
y vio con los ojos de Yves aquella multitud de amorcillos hechos con bizcochos de
porcelana, de bronces artísticos y de terracotas austríacas.
—La pequeña tiene fiebre —dijo Magdalena.
Estaba sentada junto a una cama. Aquella joven del campo, trasplantada a la
ciudad, había engordado. Cuadrada de hombros, ancha de cuello, había perdido su
aspecto juvenil. ¿Quizá estaba encinta? En el nacimiento del pecho se le veía el incierto
rasgo azul de una gruesa vena.
—¿Cuánto sube?
—Treinta y siete grados y cinco décimas. Ha vomitado el biberón de las cuatro.
—¿Temperatura rectal? Eso no es fiebre, sobre todo por la noche.
—Es fiebre; el doctor Chatar lo ha dicho.
—No, mujer; se refería a la temperatura tomada debajo del brazo.
—Yo te digo que es fiebre. Poca cosa, seguramente. Pero, en fin, es fiebre.
Juan Luis hizo un gesto de impaciencia; luego se inclinó sobre la cuna, que olía a
papilla de avena y a leche vomitada. Hizo girar a la pequeña al besarla...
—La pinchas con la barba.
—Fresca como una rosa —dijo él.
Empezó a dar vueltas por la habitación, esperando que ella le interrogara a
propósito de José. Pero Magdalena nunca le preguntaba lo que él deseaba. Tenía que
empezar a darse cuenta: cada vez se dejaba sorprender.
—¿Te sentarás sin mí a la mesa? —inquirió la joven.
—¿Por la pequeña?
—Sí, quiero esperar a que se duerma.
Él se sintió contrariado; precisamente había un soufflé al queso, que se come al
salir del horno. Magdalena debió recordarlo, como campesina educada en el culto a la
comida doméstica y en el respeto a la alimentación, pues antes que Juan Luis desdoblara
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François Mauriac El misterio Frontenac
su servilleta, el plato estaba ya allí. No, ella no le preguntaría, se decía Juan Luis; sería
inútil esperar más tiempo.
—Y bien, querida, ¿no me preguntas...?
Magdalena levantó hacia él sus hinchados y adormecidos ojos.
—¿Qué?
—José; ha sido todo un problema. Dussol y tío Alfredo no se han atrevido a insistir
para que se le envíe a Winnipeg... Irá a Noruega.
—Eso no será un castigo... Por allí se deben de cazar patos; ¿qué más le falta?
—¿Tú crees? ¡Si le hubieras visto...! La quería... —añadió Juan Luis, sonrojándose.
—¿A esa joven?
—No hay de qué burlarse —y repitió—: ¡Si le hubieras visto!
Magdalena sonrió, con aire maligno e inteligente; se encogió de hombros y se
sirvió. No era una Frontenac; ¿a qué insistir? No lo comprendería. No era una
Frontenac. Juan Luis intentó recordar la cara que ponía José, las palabras que había
balbucido. La pasión desconocida...
—Daniela ha venido muy amablemente a tomar el té conmigo. Me ha traído aquel
modelo de andadores, ¿sabes?, aquel de que te hablé.
El razonable Juan Luis no podía dejar de envidiar aquella mortal locura. Lleno de
asco hacia sí mismo, miró a su mujer, que estrujaba una bolita de pan.
—¿Qué? —preguntó.
—Nada..., no decía nada. ¿Para qué?, si no escuchas, sí no me contestas nunca...
—¿Decías que Daniela había venido?
—Por cierto, entre nosotros..., y no irás a repetirlo, ¿eh?: creo que su marido ya
está harto de convivir con tu madre. Tiene intención de irse en cuanto ascienda.
—No harán eso. Mamá compró esa casa en parte para ellos; no pagan alquiler.
—Eso es lo que los retiene... Pero tu madre se pone, a veces, tan pesada... Tú
mismo lo reconoces. Me lo has dicho cien veces...
—¿Lo he dicho? Sí, soy muy capaz de haberlo dicho.
—Además, María se quedará; su esposo es más paciente y, sobre todo, más
apegado a sus intereses. Nunca renunciará a las ventajas de la situación.
Juan Luis se imaginó a su madre bajo el aspecto un poco degradado de una madre
vieja que los hijos se envían uno a otro. Magdalena insistió:
—La quiero mucho y ella me adora. Pero sé que no hubiera podido vivir con ella.
¡Ah, eso no...!
—Ella, por el contrario, sería capaz de vivir contigo.
Magdalena observó a su marido con inquietud:
—¿Te has enfadado? Lo que he dicho no impide que la quiera; es cuestión de
carácter.
Juan Luis se levantó, yendo a abrazar a su mujer, para pedirle perdón por las cosas
que pensaba. Cuando se levantaron de la mesa, la criada trajo dos cartas. Juan Luis
reconoció en uno de los sobres la letra de Yves, y se lo metió en el bolsillo. Pidió
permiso a Magdalena para abrir la otra.
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François Mauriac El misterio Frontenac
las acciones en vez de venderlas e ir a beber como han hecho todos, y hay quien estuvo
borracho durante todo un mes después de la distribución de las acciones, que eso ha sido
una vergüenza, y los que comprendieron su generoso pensamiento han sido tratados de
tontos y de lèche-cul y de todo aquello que el respeto y las leyes de la buena educación
me impiden escribir en este papel. Pero como dice mi marido: cuando uno tiene
semejante dueño, hay que saber ser digno por la comprensión de sus iniciativas en favor
del obrero..."
Juan Luis rompió la carta y se pasó repetidas veces la mano por la nariz y la boca.
—No hagas esos ademanes —dijo Magdalena—. ¡Me caigo de sueño, Dios mío!
Solo son las nueve... No te acuestes demasiado tarde. ¿Te desnudarás en el cuarto de
baño?
Juan Luis amaba su biblioteca; allí no habían llegado las críticas de Yves. No había
nada más que libros: hasta la chimenea estaba cubierta de ellos. Cerró la puerta con
cuidado, y sentándose ante la mesa, sopesó la carta de su hermano. Se alegró al notar
que era más pesada que las anteriores. La abrió cuidadosamente, sin estropear el sobre.
Como buen Frontenac, Yves daba primero noticias del tío Javier, con quien almorzaba
todos los jueves. El pobre hombre, aterrorizado de que uno de sus sobrinos se
estableciera en París, hizo todo lo posible por disuadir a Yves. Los Frontenac fingían no
conocer las razones de aquella resistencia. "Se ha calmado", escribía Yves. "Hoy sabe
que París es lo suficientemente grande como para que un sobrino no se encuentre de
narices con un tío en compañía galante... Pues bien, ¡sí!; los vi el otro día, en los
bulevares, e incluso los seguí a distancia. Es una rubia rechoncha, que hace veinte años
debió de tener cierto esplendor. ¡Creerás que entraron en un bouillon Duval! 11 Sin duda
compró un cigarro de tres céntimos. A mí me lleva siempre a casa Prunier, y después del
postre, me da un Bock o un Henry-Clay. Es que yo soy un Frontenac... Figúrate que he
visto a Barrès..." Contaba extensamente aquella visita. La víspera, un camarada le había
repetido esta frase del maestro: "¡Qué fastidio! Será necesario que dé a ese pequeño
Frontenac una idea de mí conforme a su temperamento..." Lo cual no había dejado de
enfriar a Yves. "Yo no estaba tan intimidado como el gran hombre, pero poco me
faltaba; salimos juntos. Una vez fuera, el aficionado a las almas se desheló. Me dijo...:
veamos, no quisiera perder ni una de sus preciosas palabras..."
No, lo que a Juan Luis le interesaba no era lo que había dicho Barrès. Leía
rápidamente para llegar al punto donde Yves comenzara a hablar de su vida en París, de
su trabajo, de sus esperanzas, de los hombres y mujeres que frecuentaba. Juan Luis
volvió la página y no pudo contener una exclamación de disgusto. Yves había tachado
no solo aquella página, sino también toda la siguiente No había tenido bastante con
cruzar las páginas con un aspa; la más insignificante palabra desaparecía bajo
embrollados garabatos cuyos bucles se entremezclaban. Acaso debajo de aquellas
tachaduras yacían los secretos del hermanito. Tal vez hubiese un medio de descifrarlo,
se decía Juan Luis; sin duda, existían especialistas en la materia... No; imposible confiar
una carta de Yves a un extraño; Juan Luis se acordó de cierta lupa que vagaba por
encima de la mesa (también un regalo de boda). Se puso a estudiar cada palabra tachada
con la misma pasión que si la suerte del país dependiese del resultado. La lupa no le
sirvió más que para descubrir los medios que Yves había utilizado para prevenir aquel
examen: no solo había unido unas palabras con otras por letras escogidas al azar, sino
que, además, había trazado por todos lados falsos palotes. Después de una hora de
esfuerzo, el hermano mayor había obtenido un fruto insignificante; lo único que logró
11 Bouillon Duval. Restaurante de París que tiene varias sucursales, y en el que antes de la guerra de
1914 se comía por dos francos. (N. del T.)
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François Mauriac El misterio Frontenac
fue calcular la importancia de aquellas páginas por el interés que Yves había puesto en
hacerlas indescifrables.
Juan Luis apoyó las manos sobre la mesa; en el silencio nocturno de la calle oyó a
dos hombres que hablaban a voz en grito. Poco después pasó el último tranvía de la
línea de Balguerie. El joven fijaba sus fatigados ojos sobre la carta misteriosa. ¿Por qué
no salir en el auto? Viajaría toda la noche y llegaría antes del mediodía a casa de su
hermano... ¡Ah! Pero no podía viajar si no era por cuestión de negocio. En aquel
momento no tenía ningún pretexto de negocios. Había tenido que ir a París tres veces,
en quince días, por algunos miles de francos; pero para salvar a su hermano, nadie le
comprendería. ¿Salvarle de qué?
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François Mauriac El misterio Frontenac
Aquí era donde Yves se había interrumpido; a partir de este punto, después de
reflexionar, había tachado hasta la más insignificante palabra, sin imaginar que así se
arriesgaba a ofuscar más a su hermano mayor.
Juan Luis fijaba sus ojos sobre aquellos jeroglíficos, y aprovechando que estaba
solo, se entrega a su tic, pasándose lentamente la mano por encima de la nariz, el bigote,
los labios...
Después de poner la carta de su hermano dentro de su cartera, consultó el reloj.
Magdalena estaría impaciente. De todos modos, se concedió aún diez minutos de
soledad y de silencio. Cogió un libro; lo abrió y volvió a cerrarlo. ¿Le gustaban los
versos? Nunca tenía ganas de leerlos. Además, cada vez leía menos. Yves le había
dicho: "Tienes razón; no te cargues más la memoria; hay que olvidar todo lo que hemos
hecho, la tontería de embutir en ella..." Pero, lo que decía Yves: desde que estaba en
París, uno no sabía nunca si hablaba en serio, y quizá él mismo lo ignorase.
Por el resquicio de la puerta, Juan Luis vio brillar la luz de la lámpara de cabecera;
aquello significaba un reproche: "No duermo por tu culpa; prefiero esperar, a que me
despiertes de mi primer sueño." Se desnudó haciendo el menor ruido posible, y entró en
la habitación.
El dormitorio era espacioso, y a pesar de las burlas de Yves, Juan Luis no entraba
en él sin emoción. Ahora, la penumbra velaba los regalos, los bronces, los amorcillos.
Los muebles destacaban sus confusas siluetas. Junto a la inmensa cama, la cuna era una
barquilla; parecía suspendida en el aire, como si la respiración del niño hubiera bastado
para hinchar las impolutas cortinas. Magdalena no quiso que Juan Luis se excusara.
—No me aburría —le dijo—. Reflexionaba...
—¿En qué?
—Pensaba en José.
El marido se quedó mudo de asombro. Ahora, cuando menos lo esperaba, era ella
quien le proponía volver al tema que embargaba su corazón.
—Querido, tengo una idea para él... Reflexiona antes de decir nada... Cecilia..., sí,
Cecilia Filhot... Es rica; ha sido educada en el campo y siempre ha visto a los hombres
levantarse antes que el sol, para ir de caza, y acostarse a las ocho. Sabe que un cazador
nunca está en casa. Con ella sería feliz... Un día dijo delante de mí que la encontraba
bien. "Me gusta ese tipo de mujeres..." Eso fue lo que dijo.
—No querrá... Además, están los tres años de servicio, el año próximo... Siempre
está soñando con Marruecos o con el sur de Argel.
—Sí, pero estaría prometido, y eso le retendría. Y luego, quizá papá pudiera hacer
que le licenciaran al cabo de un año, como hijo de viuda...
—¡Magdalena..., por favor!...
Ella se mordió los labios. La niña lanzó un chillido; su madre sacó un brazo, y la
cuna empezó a moverse, produciendo un sonido parecido al de un molino. Juan Luis
pensaba en el deseo que José tenía de incorporarse en Marruecos (desde que había leído
un libro de Psichari). ¿Era mejor disuadirle o empujarle a seguir aquel camino?
Y de pronto, Juan Luis dijo:
—Casarle... No sería mala idea.
Pensaba en José, pero también en Yves. Aquella habitación templada y que olía a
leche, con sus tapices, con sus sillones capitonnés, aquella incipiente vida, aquella
mujer joven, gruesa y fecunda, allí estaba el refugio de los hermanos Frontenac,
dispersados fuera del nido natal, lejos de sus vacaciones veraniegas, lejos de los pinos
que antes los protegían de los ataques de la vida en el parque sofocante. Arrojados del
paraíso de la infancia, desterrados de sus praderas, de los tiernos árboles, de las fuentes
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François Mauriac El misterio Frontenac
que surgían entre los helechos, era preciso rodearlos de tapices, de cunas, y que cada
uno cavara su fosa...
Aquel Juan Luis, tan celoso de proteger a sus hermanos, era el mismo que cada
mañana, en previsión de la guerra esperada, hacía ejercicios para desarrollar sus
músculos. Se preocupaba por saber si podría pasar de la auxiliaría al servicio armado.
Nadie hubiera dado su vida con más sencillez que él. Pero todo ocurría entre los
Frontenac como si hubiese comunicación entre el amor de los hermanos y el de la
madre, o como si aquellos dos amores hubieran tenido una fuente única. Juan Luis
sentía por sus hermanos menores, incluso por José, que solo pensaba en África, la
inquieta y angustiada solicitud de su madre. Aquella noche, sobre todo, la muda
desesperación de José, aquel silencio ante el desastre, le habían emocionado, pero
menos quizá que las indescifrables páginas de Yves; y al mismo tiempo, la carta
mendicante de la obrera, parecida a tantas otras que recibía, le había llegado a lo más
íntimo, había abierto en él una herida. Aún no se resignaba a considerar a los hombres
como son. Sus ingenuas y bajas adulaciones le irritaban, y sobre todo le dañaban sus
torpes ficciones religiosas. Se acordó de aquel muchacho de dieciocho años que había
solicitado el bautismo; él mismo le instruyó con amor... Días después descubrió que su
ahijado había sido ya bautizado en cierta catequesis protestante, de la que se llevó la
caja. Sin duda, Juan Luis sabía que aquello era un caso particular y que no faltan almas
bellas; su mala suerte (o mejor, su falta de psicología, una cierta impotencia para juzgar
a los seres), le había conducido siempre a aquella irremediable fatalidad. Su timidez,
que tenía el aspecto del orgullo, alejaba a los sencillos, pero no asustaba a los
aduladores ni a los hipócritas.
Acostado sobre la espalda, contemplaba el techo, suavemente iluminado por la
lámpara, y sentía su impotencia para cambiar el destino de los otros. Sus dos hermanos
harían aquí abajo lo que habían venido a hacer, y todos los estorbos los llevarían,
infaliblemente, al punto donde los esperaban, donde alguien los observaba...
—Magdalena —preguntó a media voz—, ¿crees tú que uno puede influir sobre los
demás?
La joven volvió hacia él su rostro soñoliento, apartándose los cabellos.
—Quiero decir, ¿crees que después de muchos esfuerzos puede uno transformar,
por poco que sea, el destino de un hombre?
—¡Oh! Tú no piensas más que en eso: en cambiar a los otros, en cambiarlos de
sitio o en darles ideas diferentes de las que tienen...
—Quizá —repuso él, como diciéndoselo a sí mismo— no hago más que reforzar
sus tendencias; cuando creo retenerlos, concentran sus fuerzas para precipitarse en su
dirección, en oposición a lo que yo hubiera querido...
Ella ahogó un bostezo:
—¡Qué le vamos a hacer, querido!
Después de la cena, se diría que las dulces y tristes palabras que el Salvador dirige
a Judas le empujan hacia la puerta, parece que le obligan a salir más pronto.
—¿Sabes qué hora es? Más de medianoche... Mañana por la mañana no podrás
levantarte.
Magdalena apagó la lámpara y él siguió acostado en aquellas tinieblas como en el
fondo de un mar cuyo enorme peso hubiera sentido sobre él. Se sintió invadido por un
vértigo de soledad y de angustia. De pronto recordó que se había olvidado de rezar sus
plegarias.
Entonces hizo, exactamente, lo que hubiera hecho diez años antes: se levantó sin
hacer ruido y se arrodilló sobre la alfombra, con la cabeza escondida entre la ropa. El
silencio era absoluto; nada delataba que en aquella habitación hubiera una mujer y un
68
François Mauriac El misterio Frontenac
niño dormidos. La atmósfera era pesada y cargada de diversos olores, pues Magdalena,
como toda la gente del campo, temía al aire de fuera. Su marido tuvo que acostumbrarse
a no abrir las ventanas durante la noche.
Juan Luis empezó por invocar al Espíritu Santo:
Veni, Sancte Spiritus, repletuorum corda fidelium et tui amoris in eis ignem
ascende... Pero mientras sus labios pronunciaban la admirable fórmula, él solo estaba
atento a aquella paz que tan bien conocía y que brotaba de todo su ser como un
manantial fecundo e incontenible. Una paz activa, invasora, impetuosa, semejante a una
crecida de agua. Sabía por experiencia que no tenía que intentar ninguna reflexión ni
ceder a la falsa humildad que hace decir: "Esto no significa nada; es una emoción a flor
de piel..." No; no debía decir nada; tenía que limitarse a aceptarla. Ninguna angustia
resistía a aquella sensación. ¡Qué locura haber creído que el resultado aparente de
nuestros esfuerzos, por poco que sea...! Lo que cuesta es ese pobre esfuerzo; el
necesario para mantener el timón, para enderezarlo; sobre todo, para enderezarlo... Y los
frutos desconocidos, imprevisibles, inimaginables, de nuestros actos, se revelarán un día
a la luz; precisamente esos frutos de desecho, recogidos por el suelo, esos que no nos
atrevíamos a ofrecer... Hizo un breve examen de conciencia. Sí, mañana por la mañana
podría comulgar. Entonces se abandonó. Sabía dónde se encontraba y continuaba siendo
sensible a la atmósfera de la habitación. Un solo pensamiento le obsesionaba: era que en
aquel momento él cedía al orgullo, buscaba un placer... "Pero en ese caso, donde estéis
Vos, Dios mío..."
El silencio del campo había penetrado en la ciudad. Juan Luis seguía atento el
tictac de su reloj; en la sombra distinguía un hombro de Magdalena. Todo le era
perceptible, y nada le distraía de lo esencial. Ciertas reflexiones cruzaban el campo de
su conciencia, pero una vez resueltas, desaparecían. Por ejemplo: a propósito de
Magdalena, veía claramente que las mujeres llevan en sí un mundo de sentimientos más
rico que el nuestro, pero les falta el don de interpretarlos, de expresarlos; aparente
inferioridad. Y lo mismo el pueblo. La pobreza de su vocabulario... Juan Luis sintió que
se alejaba de nuevo hacia la tierra, que no perdía pie, que tocaba el fondo, que caminaba
por la playa, que se alejaba de su amor. Hizo el signo de la cruz, se deslizó dentro de la
cama y cerró los ojos. Apenas oyó una sirena por el río. Los primeros carros de los
hortelanos no le despertaron.
XV
69
François Mauriac El misterio Frontenac
El joven del volante le lanzó una oscura mirada. Yves Frontenac, sentado a su lado,
le suplicaba:
—¡Geo, mira hacia adelante!... ¡Cuidado con ese niño...!
¡Qué locura, haberse embarcado con aquellos desconocidos! Tres días antes estuvo
cenando en París, en casa de aquella dama americana cuyo nombre nunca podría
retener, si bien en el caso de haberlo recordado, hubiera sido incapaz de pronunciarlo
correctamente. Había "brillado" como nunca (estaban de acuerdo en juzgarle distinto a
todos, de modo que pasaba por el convidado más siniestro): "Ha tenido suerte", decía
Geo, que admiraba a Yves y que le había llevado a casa de la dama, "habrá tenido usted
un Frontenac maravilloso..." Entre todas aquellas gentes que apenas se conocían, el
Pommery había creado un ambiente de amigable ternura. La dama partía a la mañana
siguiente para Guéthary. Tres días solamente... Propuso llevarlos a todos: la separación
era demasiado cruel. En adelante tendrían que vivir juntos. La noche de junio era cálida.
Afortunadamente, ningún hombre iba de smoking. No hacía falta más que poner el
coche en marcha y partir. Geo conduciría. Al llegar se bañarían.
En Burdeos, Yves sorprendió a su madre sola, después del almuerzo. Ante la
inesperada llegada del hijo, la mujer palideció. Yves besó sus cenicientas mejillas. La
ventana del salón estilo Imperio estaba abierta sobre la calle ruidosa e impregnada de
intensos olores. No tenía, decía él, más que un cuarto de hora para dedicárselo; sus
amigos tenían prisa por llegar a Guéthary. Al regreso no se detendrían en Burdeos, pero
eso importaba poco, ya que antes de tres semanas tenía que reunirse con su madre y
pasar todo un mes a su lado. (Efectivamente, los jóvenes matrimonios habían alquilado
una casa al borde de Bassin, en donde no había sitio para madame Frontenac.) Ella
había resuelto esperar a Yves no en las sofocantes landas de Bourideys, sino en Respide,
a la orilla del Garona: "Siempre hay aire en Respide", era un artículo de fe entre los
Frontenac. Su madre le habló de José: estaba en Rabat y aseguraba que no corría ningún
riesgo: de todos modos, ella tenía miedo; por la noche la angustia la despertaba...
Al cabo de un cuarto de hora, Yves la besó de nuevo; ella le siguió hasta el rellano:
"¿Son prudentes, al menos? ¿No iréis como locos? No me gusta que vayas por las
carreteras. Telegrafíame esta noche..."
El joven bajó los peldaños de cuatro en cuatro y levantó, instintivamente, la cabeza.
Blanca Frontenac estaba inclinada sobre la escalera. Vio aquel rostro dolorido por
encima de él.
—¡Hasta dentro de tres semanas...! —gritó Yves.
—Sí, sed prudentes...
Hoy pasaba de nuevo por Burdeos. Quería sorprender a su madre, una vez más;
pero, en su ciudad natal, era imposible no llevar a aquella gente al Chapon Fin; creerían
que quería escaparse... Además, Geo exigía estar de vuelta aquella misma noche en
París, costara lo que costase. Estaba frenético de rabia porque el joven inglés estaba
sentado junto a la dama, y él no podía vigilar sus palabras; pero en el parabrisas veía el
reflejo de sus cabezas juntas. Decía a Yves cosas poco tranquilizadoras: "No me
importaría romperme la cabeza, con tal que ellos se la rompieran también..." Yves
contestaba: "Cuidado con el paso a nivel..."
Al final del almuerzo, creyó poder escapar, pero debía esperar la cuenta. Geo bebía,
sin decir palabra, y consultaba su reloj. "Estaremos en París antes de las siete..." Hasta
entonces no viviría; su suplicio no tendría fin hasta llegar a París, cuando tuviera a la
dama entre cuatro paredes y la intimidara a no ver más al otro muchacho a quien él
plantearía la cuestión. No esperó a que Yves arreglase la cuenta: ya estaba en el volante.
Yves podría haber dicho: "Os pido un cuarto de hora...", o también: "Iros sin mí, yo
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François Mauriac El misterio Frontenac
tomaré el tren..." Pero ni siquiera se le ocurrió. No pensaba más que en luchar contra
aquella fuerza interior que le empujaba a correr a besar a su madre. Se repetía: "Es inútil
entorpecerlo todo para una entrevista de cinco minutos, ya que antes de tres semanas
estaremos reunidos. Apenas tendría tiempo de besarla..." Aquello que entonces
despreciaba, aquellos pocos segundos necesarios para posar sus labios sobre un rostro
todavía vivo, no se consolaría nunca de haberlos perdido; y una parte recóndita de sí
mismo lo sabía, ya que siempre estamos advertidos...
Mientras las damas estaban en el tocador, oyó que Geo le decía:
—Yves, te lo suplico, ponte detrás. Tendré al inglés a mi lado y estaré más
tranquilo.
Yves contestó que también él estaría más tranquilo. El auto arrancó. Yves estaba
emparedado entre las dos damas, una de las cuales preguntaba a la otra:
—¿Cómo? ¿No has leído Paludes? Es para desternillarse. Sí, de Gide.
—Recuerdo que lo leí, pero no le encontré nada cómico.
—Yo lo encuentro divertidísimo.
—Pues ¿qué es lo que tiene de cómico?
—Frontenac, explíquele...
—No lo he leído —contestó él, secamente.
—¿No ha leído Paludes? —exclamó la dama, estupefacta.
—No, no he leído Paludes.
Pensaba en la escalera que bajara tres días antes: había levantado la cabeza; su
madre estaba inclinada sobre la rampa. "Dentro de quince días volveré a verla", se
repetía. Nunca sabría la falta que él había cometido hacia ella, atravesando Burdeos sin
abrazarla. En aquel instante tuvo conciencia del amor que le inspiraba, como no lo había
hecho nunca desde su infancia, cuando sollozaba, al empezar las clases, ante la idea de
estar separado de ella hasta la noche. Por encima de su cabeza, las damas hablaban de
no sabía qué.
—Me ha suplicado que pida una invitación a María Constancia. Le he contestado
que no la conocía lo suficiente. Él ha insistido para que la obtuviera por mediación de
Rosa de Candale. Y le he dicho que no quería exponerme a una negativa. Entonces,
querida, lo creas o no, se ha puesto a sollozar, gritando que se trataba de su porvenir, de
su reputación, de su vida: que si no le veían en ese baile, no le quedaría más remedio
que desaparecer. He cometido la imprudencia de hacerle notar que se trataba de una
casa muy cerrada, y él exclamó: "¿Muy cerrada una casa en donde te reciben a ti?"
—Comprende, querida, es para él trágico: ha hecho creer a todo el mundo que
estaba invitado. El otro día, en casa de Ernesta, me divertí preguntándole de qué se
disfrazaría. Me contestó: "De tratante de esclavos." ¡Qué osadía! Y tres días después,
nos pusimos de acuerdo con Ernesta; le hicimos la misma pregunta, y dijo que no estaba
seguro de asistir a ese baile, que esas cosas ya no le divertían...
—¡Me ha resultado muy violento verle llorar!
—Comprende..., sabe que María Constancia recibe ahora a cualquiera... Y, puedo
decírtelo, después de lo que me has dicho tú: él te ha nombrado, querida...
—En el fondo, es un individuo bastante peligroso...
—Puede crear dificultades. Un hombre, por desacreditado que esté, si almuerza,
merienda y cena cada día en sociedad, es forzosamente temible... Deposita sus gérmenes
en los mejores sitios..., y cuando se desarrollan, cuando la pequeña víbora se retuerce
sobre el mantel, nadie sabe que procede de él...
—Después de todo, ¿y si telefonease a María Constancia esta noche? Le he sacado
un palco de mil francos...
—¡Qué no hará él por ti si le consigues una invitación!
71
François Mauriac El misterio Frontenac
¿Qué era lo que le había dicho su madre durante aquellos cinco minutos? Le había
dicho: "En Respide, tendremos fruta en abundancia..." Por encima de su cabeza, entre
las dos pintadas bocas de aquellas mujeres, se había establecido una viva corriente de
obscenidades que Yves hubiera podido aumentar cómodamente; pero aquel cieno, en el
caso de que surgiera de él, se formaría en la superficie de sí mismo y no en las
profundas regiones donde, en aquel instante, oía a su madre decirle: "Tendremos fruta
en abundancia este año...", y donde él veía aquel rostro inclinado que le miraba bajar,
siguiéndole con la vista durante el máximo tiempo posible. Aquel rostro lívido... Pensó:
"Lividez de los cardíacos..." Fue como un relámpago, pero antes que pudiera captarlo, el
presagio se desvaneció.
—Todo lo que quieras..., pero ¡qué idiota! Cuando se es tan majadera como ella,
una no se agarra. ¡Vaya, si ella creyera poder atrapar a otro, no se haría la víctima!
Encuentro que ya es bastante que Alberto la haya soportado dos años. Aun engañándola,
me pregunto cómo ha tenido tanta paciencia... ¿Y sabes que ella es mucho menos rica
de lo que hizo creer?
—Cuando habla de morir, te aseguro que es muy impresionante... Yo creo que eso
acabará mal.
—No lo creas; ya verás cómo se hiere para hacer odioso a su marido. Y, finalmente,
los veremos siempre abrazados, ¡ya verás! Porque, de todos modos, hay que invitarla;
¡es cosa segura que ella está siempre libre!
Yves pensaba en los escrúpulos de su madre hacia la falta de caridad. "Debo ir a
confesarme", decía ella, cuando se dejaba llevar por la ira contra Burthe. La bondad de
Juan Luis... Su falta de suspicacia ante el mal. ¡Lo que Yves le hacía sufrir cuando se
burlaba de Dussol! El mundo, ese mundo con el cual hoy, el último de los Frontenac,
aullaba con todas sus fuerzas. La bondad de Juan Luis compensaba, a los ojos de Yves,
la ferocidad del mundo. Creía en la bondad, a causa de su madre y de Juan Luis. "He
aquí que os veo como corderos entre lobos..." Por todas partes vio surgir muchedumbres
borrosas, donde palpitaban cofias blancas, velos...
También él había sido creado para aquella ternura. Iría a Respide, solo con su
madre; tres semanas le separaban de aquel tórrido verano en el que abundaría la fruta.
Cuidaría de no herirla, evitaría apenarla. Esta vez sabría no enfadarse. Se propuso
pedirle, desde la primera noche, que rezaran juntos las oraciones; ella no daría crédito a
sus oídos; gozaba por adelantado con la alegría que ella tendría. Le haría confidencias...
Por ejemplo, lo que le sucedió en el mes de mayo, en una boîte nocturna... Tanto peor,
sería necesario que supiera que frecuentaba aquellos lugares... Le diría: "Había bebido
un poco de champaña, me dormía, era tarde; en pie, encima de mi mesa, una mujer
cantaba una canción que yo escuchaba distraídamente y cuyo estribillo coreaban las
gentes, pues era una canción de soldados, y todo el mundo la conocía. He aquí que en la
última estrofa fue pronunciado el nombre de Cristo. En aquel momento (Yves se
imaginaba a su madre escuchando de aquella manera apasionada...), en aquel momento
sentí un dolor casi físico, como si la blasfemia me hubiera golpeado en pleno rostro."
Ella se levantaría, le besaría, diciéndole alguna cosa como: "¿Tú ves, hijo mío, qué
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François Mauriac El misterio Frontenac
gracia del Señor...?" Se imaginaba la noche, el cielo de agosto, inquietante, el olor de los
haces de hierba que desde allí no se verían.
En los días que siguieron, Yves se tranquilizó; no ocurría nada notable. Su vida no
fue más disipada de lo que hasta entonces había sido. Era la época en que, antes de irse
de veraneo, la gente que se divierte aprovecha todo cuanto se le presenta; la época en
que los que aman, sufren por la inevitable separación, y en que los que son amados
respiran al fin; la época en que los consumidos castaños de París ven, al amanecer, junto
a un coche, hombres de frac y mujeres temblorosas que no acaban de decirse adiós.
Una de aquellas noches, Yves no salió. ¿Acaso aquella enfermiza laxitud era
nostalgia? Por último, se quedo solo en un gabinete, sufriendo la soledad como se sufre
en esa edad: como de un mal intolerable, del que hay que zafarse cueste lo que cueste.
Toda su vida estaba cuidadosamente organizada hasta el menor detalle para que ninguna
noche quedara vacante; pero aquella vez el mecanismo había fallado. Nosotros
disponemos de los demás como si fueran peones, a fin de no dejar ninguna casilla vacía;
pero ellos también hacen su juego secreto, nos empujan o nos apartan con un dedo; nos
barren, dejándonos de lado. La voz que, a última hora, dice por teléfono: "Excúseme,
me encuentro indispuesta...", pertenece siempre a una de estas dos clases de personas: o
a las que no tienen nada que hacer, o a las que pueden permitírselo todo. Si aquella
noche la soledad de Yves no hubiese sido debida a la ausencia de cierta mujer, hubiera
podido vestirse, salir, encontrar al de que se encontraba herido y de que estaba
sangrando en las tinieblas.
Sonó el teléfono. No era una llamada corriente: golpes repetidos, muy seguidos.
Después de un confuso rumor, oyó: "Le hablan desde Burdeos." Inmediatamente pensó
en su madre, en la desgracia, pero no tuvo tiempo de sufrir, ya que fue la misma voz de
su madre la que oyó, lejanísima como de otro mundo. Ella pertenecía a una generación
que no sabía telefonear.
—¿Eres tú, Yves? Es mamá quien te habla...
—Te oigo muy mal.
Logró entender que tenía una aguda crisis de reumatismo, que la enviaban a Dax y
que su llegada a Respide sería retrasada diez días.
—Pero tú podrías venir a reunirte conmigo en Dax... para no perder ni un día de los
que hemos de pasar juntos.
Para eso le telefoneaba, para asegurarse. Le contestó que iría a su encuentro en
cuanto ella quisiera. Ella no le oía. Yves insistía, se impacientaba.
—¡Sí, mamá, iré a Dax!
Muy lejos, la pobre voz se obstinada: "¿Vendrás a Dax?..." Después se apagó. Yves
esperó aún algunos instantes, pero no obtuvo respuesta. Continuó sentado en el mismo
sitio; sufría.
Al día siguiente no pensó más en ello. Recobró el ritmo de su vida ordinaria. Se
divertía, o mejor, seguía, hasta la madrugada, el rastro de una mujer que se divertía.
Como se retiraba al amanecer, dormía hasta muy tarde.
Una mañana le despertó el timbre de la puerta. Creyó que era el cartero de las
cartas certificadas; entreabrió la puerta y vio a Juan Luis. Le introdujo en el gabinete y
abrió los postigos: una niebla de azufre cubría los tejados. Yves preguntó a Juan Luis,
sin mirarle, si iba a París por asuntos de negocio. La respuesta fue casi la que esperaba:
su madre no estaba muy bien aquellos días; había ido a buscarle para decidirle a
marchar antes. Yves miró a su hermano: llevaba un traje gris y una corbata negra con
lunares blancos. Luego preguntó por qué no le habían telefoneado o telegrafiado.
—Tuve miedo de que un telegrama te sorprendiera. Por teléfono no hay forma de
entenderse.
73
François Mauriac El misterio Frontenac
—Sin duda, pero no hubieras tenido que dejar a mamá. Me sorprende que hayas
podido dejarla, aunque sea por veinticuatro horas... ¿Por qué has venido? Puesto que has
venido...
Juan Luis le miraba fijamente; Yves, un poco pálido, sin levantar la voz, preguntó:
—¿Ha muerto?
Sin dejar de mirarle, Juan Luis le cogió una mano.
—Lo sabía —murmuró Yves—. Lo sabía...
Su hermano se apresuraba a darle detalles que él no había pensado en pedir.
—Fue el lunes por la noche, no, el martes..., cuando ella se quejó por primera vez...
Mientras hablaba, se sorprendía de la calma de Yves; pensaba que hubiera podido
ahorrarse el viaje, quedarse cerca del cuerpo de su madre mientras estuviese aún allí: no
perder ni un minuto. No podía adivinar que un simple escrúpulo retuviera el dolor de
Yves, como esos abscesos que el médico provoca. ¿Había sabido su madre que él
atravesó Burdeos sin ir a darle un beso al pasar? ¿Habría sufrido? ¿Era un monstruo por
haber faltado? De haber hecho aquel alto al regreso de Guéthary, sin duda no hubiera
ocurrido nada más que a la ida: algunas recomendaciones, consejos de prudencia, un
abrazo; le hubiera acompañado hasta la puerta, se hubiese inclinado sobre la escalera y
le hubiera mirado bajar, durante todo el tiempo posible. Por otra parte, si bien no había
vuelto a verla, por lo menos había oído su voz por teléfono; él la había entendido bien,
pero ella, pobre mujer, oía mal... Preguntó a Juan Luis si tuvo tiempo de nombrarle. No;
como ella pensaba volver a ver a su "parisién", parecía más preocupada por José, que
estaba en Marruecos. Finalmente, Yves logró abrir las compuertas del llanto y Juan Luis
se sintió descansado. Él continuaba en calma, desviado de su dolor. Contemplaba
aquella habitación en la que aún reinaba el desorden de la víspera, en la que el gusto
ruso de la época se patentizaba en el color del diván y de los almohadones; pero el que
allí vivía, pensaba Juan Luis, se había divertido poco; se le adivinaba indiferente a
aquellas cosas. Juan Luis traicionaba un instante a su madre muerta en provecho de su
hermano vivo, ocupándose en observar a su alrededor, en indagar vestigios, señales...
Una sola fotografía: la de Nijinski en el Espectro de la rosa. Juan Luis levantó los ojos
hacia Yves, en pie contra la chimenea, frágil en su pijama azul, con los cabellos
revueltos, y que al llorar hacía la misma mueca que cuando era pequeño. Su hermano le
dijo, dulcemente, que fuera a vestirse; al quedarse solo, continuó interrogando con la
mirada a aquellas paredes, aquella mesa llena de ceniza, aquella polvorienta moqueta
disecada.
XVI
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François Mauriac El misterio Frontenac
—No digo lo contrario. Pero Juan Luis me hace gracia cuando sostiene que a ella le
gustaban las lucubraciones de Yves. Por otra parte, esa mujer era la razón misma, el
equilibrio, el buen sentido personificado. Vaya; a mí que no me vengan con historias. En
todas mis dificultades con Juan Luis sobre el asunto de la participación en los
beneficios, en todos los consejos de oficina y en todos aquellos jaleos, yo sabía que ella
estaba de mi parte. Se inquietaba por las "quimeras" de su hijo, como las llamaba. Me
suplicaba que no le juzgara por aquello. "Dele tiempo —me decía—; verá usted cómo
es un muchacho serio..."
Yves no pensaba ya en su ridículo vestido, ni en sus zapatos de charol; no
observaba ya la cara de la gente en las aceras. Cogido en aquella cadena entre el coche
fúnebre y Dussol (una de cuyas palabras, cazada al vuelo, le ayudó a adivinar sus
horribles comentarios), caminaba con la cabeza baja. "Ella amaba a los pobres —
pensaba—, cuando éramos pequeños nos hacía subir sórdidas escaleras; ayudaba a las
jóvenes arrepentidas. Cada vez que en mis poemas leía algo referente a mi infancia, se
echaba a llorar..."
La voz de Dussol no cesaba.
—Los corredores se portaban bien con ella. Era una mujer que sabía ajustar una
factura, siempre sin descuento ni corretaje...
—Diga, Dussol: ¿la vio usted alguna vez recibiendo a sus inquilinos? No sé cómo
se las arreglaba para hacerles pagar las reparaciones...
Yves sabía por Juan Luis que eso no era verdad; las vigas habían sido renovadas a
despecho del buen sentido y sin tener en cuenta la plusvalía de los inmuebles. Sin
embargo, él no podía rebatir aquella caricatura que Dussol hacía de su madre, tal como
aparecía a los ojos de los demás, despojada del misterio Frontenac. La muerte no nos
entrega solamente a los gusanos, sino también a los hombres; ellos roen y descomponen
el recuerdo; Yves no reconocía ya la imagen de la muerta vista por Dussol, y en la que el
rostro de carne había "durado" más tiempo. Sería preciso reconstruir en él aquella
memoria, borrar las manchas; era necesario que Blanca Frontenac volviera a ser
semejante a lo que había sido. Era necesario, para que él pudiera vivir, para que él
pudiera sobrevivirle. ¡Qué larga es, hasta el cementerio, la calle de Arès, que atraviesa
un barrio de burdeles! La familia seguía en traje de ceremonia y con zapatos de charol,
ostentando una pompa grotesca y salvaje, y los sublimes textos de la Iglesia son
mascullados por aquellos sacerdotes a quienes llaman "habituados" —terriblemente
habituados—. Dussol, que poco antes había bajado la voz, alzó de nuevo el tono; Yves
no pudo contener sus tentaciones de prestar atención.
—No, Caussade; en eso no estoy de acuerdo con usted. En ese punto es,
precisamente, donde encuentro el fallo de esa admirable mujer. No; no era una
educadora. Tenga en cuenta que no soy un irreligioso; esos señores de la parroquia
vienen a mi encuentro cuando tienen necesidad de mí; ellos lo saben y se aprovechan de
ello. Pero, de haber tenido hijos, una vez hecha su primera Comunión, les hubiera
invitado a ocuparse de las cosas serias. Blanca no tuvo suficientemente en cuenta el
atavismo que pesaba sobre los suyos. No es para hablar mal del pobre Miguel
Frontenac...
Como Caussade protestara que durante toda su vida Miguel había hecho profesión
de anticlericalismo, Dussol continuó:
—Yo me entiendo; fue siempre un soñador, un hombre que, aun tratando un
negocio, escondía siempre un libro en el fondo de su bolsillo. Esto basta para juzgarle.
¡Si le dijera que le vi un libro de versos en el despacho donde tratábamos las ventas!...
Recuerdo que me lo quitó de las manos; se había enfadado...
—¿Se enfadó? ¿Acaso se trataba de una obra licenciosa?
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—No; no era este su género. Es decir, quizá no vaya usted desencaminado... Ahora
recuerdo que era una recopilación de Baudelaire... La charogne, ¿sabe usted? Miguel
era un espíritu delicado, tanto como usted quiera, pero como hombre de negocios le
traté mucho para poder apreciar hoy lo que valía. Felizmente para la casa y para los
niños Frontenac, yo estaba allí. Ciertamente, fue la exaltación religiosa de Blanca lo que
desarrolló en ellos esas tendencias; aquí, entre nosotros, ¿qué es lo que eso ha
producido?
De nuevo bajó la voz. Yves se repetía: "¿Qué es lo que eso ha producido?" ¿Era él
hombre? Sí; pero no lo que Dussol llamaba un hombre. ¿Qué es lo que Dussol entendía
por un hombre? ¿Y qué era lo que Blanca Frontenac podía para hacer a sus hijos
distintos de lo que eran? Después de todo, Juan Luis había fundado un hogar, como
ellos decían. Llevaba muy bien los negocios, tenía más influencia que Dussol, y su
renombre de "patrón social" se extendía por todas partes. José arriesgaba su pellejo en
Marruecos (no..., él no sabía mucho de Rabat), e Yves... A fin de cuentas, veían que los
periódicos hablaban de él... ¿En qué eran los Frontenac distintos de los demás? Yves no
hubiera sabido decirlo; pero aquel Dussol, cuya enorme masa se balanceaba detrás de él,
no dejaba de tener el poder de inquietarle, de humillarle hasta la angustia.
Al borde de la abierta tumba, entre el remolino de los "verdaderos amigos" ("Yo le
acompañé hasta el final..."), Yves, cegado por las lágrimas y que no oía ya nada, oyó,
sin embargo —una vez dominado el ruido del ataúd al arrastrar contra la piedra y el
jadear de los enterradores con aspecto de asesinos—, la voz implacable, la voz
satisfecha de Dussol:
—Era una gran mujer.
En señal de duelo, aquel día se suspendió el trabajo en Bourideys y en Respide. Los
bueyes se quedaron en el establo y creyeron que era domingo. Los hombres fueron a
beber a la posada que olía a anís.
Aproximándose una borrasca, Burthe pensó que el heno se mojaría y que la pobre
señora se enojaría si por causa de ella no lo pusieran en lugar seguro.
El Hure se deslizaba bajo los árboles. Cerca de la vieja encina, en el lugar donde la
barrera estaba destruida, la luna hacía brillar, entre la hierba, el medallón que Blanca
perdiera tres años antes, durante las vacaciones de Pascua, y que durante tanto tiempo
los niños buscaron inútilmente.
XVII
El invierno siguiente, durante los primeros meses de 1913, Yves pareció más
amargado que nunca. Su frente se llenó de arrugas, sus mejillas se hundieron, sus ojos
quemaban bajo el prominente arco de sus cejas. Sin embargo, él mismo estaba
escandalizado de su demasiado fácil resignación y de no echar de menos a la muerta;
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como hacía tiempo que no vivía con ella, nada había cambiado en su vida ordinaria, y
pasaba semanas sin darse cuenta una sola vez de aquella desaparición.
Pero él pedía más a los seres que amaba. Esta exigencia que el amor de la madre no
había defraudado nunca, la transfería ahora a los objetos que hasta entonces habían
podido ocuparle, inquietarle, y aun hacerle sufrir un poco, sin llegar a trastornar su vida.
Estaba acostumbrado a penetrar en el amor de su madre como se internaba en el parque
de Bourideys, al que ninguna barrera separaba de los bosques de pinos y donde el niño
sabía que podía caminar durante días y noches hasta llegar al Océano. A partir de
entonces entraba cualquier amor con la fatal curiosidad de llegar a alcanzar el límite, y
cada vez, también, con la confusa esperanza de no alcanzarlo jamás. Ignoraba que desde
sus primeros pasos había llegado a aquel límite, y así se hacía más pesado e insoportable
a causa de su manía. No había oportunidad que no la aprovechara para demostrar a sus
amigas que su amor no era sino una apariencia. Era de esos desgraciados muchachos
que repiten: "Tú no me quieres", para tener la certeza de que no es así; pero su palabra
estaba llena de una fuerza persuasiva, de la que ellos no tienen conciencia; y a la que
protestaba débilmente, Yves le daba pruebas que acababan de convencerla de que, en
efecto, ella no le amaba y nunca le había amado.
En aquella primavera de 1913 llegó al punto de considerar su mal como uno de
esos dolores físicos cuyo final se ansia, hora tras hora, con el terror de no poder cortarlo.
Aun en sociedad, por poco que el objeto de su amor estuviera presente, Yves no podía
esconder su llaga; sufría a cielo descubierto, dejando huellas de sangre por todos lados.
No ignoraba que era un obseso, y en su hábito de forjarse traiciones imaginarias,
nunca estaba muy seguro, ni después de haber cogido a su amiga en las pruebas más
contundentes, de no ser víctima de una alucinación. Cuando su amiga le juraba que no
era ella la que estaba en aquel auto, junto a aquel joven con el que había bailado la
víspera, él se dejaba convencer, pese a estar seguro de haberla reconocido.
"Me he vuelto loco", se decía. Y preferiría creer que, en efecto, había perdido la
razón; en primer lugar, para tener un instante de alivio en su sufrimiento, y luego porque
en los ojos amados veía un reflejo de sincera alarma.
"Debes creerme", insistía ella con un ardiente deseo de consolarle, de
tranquilizarle. Él no se resistía a aquel magnetismo: "Mírame a los ojos; ¿me crees
ahora?"
No era que ella fuera mejor que otra, pero Yves no tendría conciencia, hasta mucho
más adelante, del extraño poder que poseía de despertar una paciente ternura en las
criaturas que, por otra parte, le torturaban. Era como si al estar junto a él, ellas
penetraran, sin saberlo, en aquel amor maternal cuyo calor le había rodeado durante
largos años. En agosto, ya avanzada la noche, la tierra, saturada de sol, está aún caliente.
Así, el amor de su madre muerta irradiaba alrededor de Yves, emocionando incluso a los
corazones más duros.
Aquello era quizá lo que le ayudaba a no perecer bajo los golpes que recibía. No le
quedaba ningún otro apoyo; ningún socorro le venía de su familia. Todo lo que subsistía
del misterio Frontenac no le llegaba más que como los restos de un irreparable
naufragio.
La primera vez que fue a Bourideys después de la muerte de su madre tuvo la
impresión de avanzar en un sueño, en un pasado materializado. Más que ver aquellos
pinos, los soñaba. Recordaba aquella agua que se deslizaba furtiva bajo los árboles, hoy
cortados, cuyas ramas se entrelazaban. Pero en su recuerdo subsistían los troncos
cubiertos de hiedra que el Hure reflejaba sobre su inquieta corriente en aquellas
mañanas soleadas de las vacaciones de otro tiempo. El olor de aquella húmeda pradera
le contrariaba, porque la menta dominaba menos en su memoria. Aquella casa, aquel
78
François Mauriac El misterio Frontenac
parque, le resultaban tan embarazosos como las viejas sombrillas de su madre y sus
sombreros de jardín, objetos que uno no se atrevía a dar y que no podían tirarse (había
uno, muy antiguo, con unas golondrinas bordadas). Una gran parte del misterio
Frontenac había sido como aspirado por aquel hoyo, por aquella fosa donde habían
sepultado a la madre de Juan Luis, de José, de Yves, de María y de Daniela Frontenac. Y
cuando alguna vez surgía un rostro de aquel mundo, parcialmente destruido, Yves
experimentaba las angustias de una pesadilla.
Así, una hermosa mañana del verano de 1913, apareció en el umbral de su puerta
una gruesa mujer a la que reconoció al momento, pese a que no la había visto más que
una vez en la calle. Pero aquella Josefa desempeñaba desde hacía años el papel más
importante en las bromas de la familia Frontenac. A ella no le importaba ser reconocida.
¡Y qué! ¿Conocía monsieur Yves su existencia? ¿Sabían aquellos señoritos que su tío no
vivía solo? ¡Tanto como se había preocupado el pobre para no ser descubierto!... Se
desesperaría... Pero, por otra parte, quizá fuese mejor así. Acababa de tener en su casa
dos ataques muy graves de angina de pecho (tenía que ser muy grave para que ella se
permitiera ir a ver a monsieur Yves). El médico prohibió al enfermo volver a su casa. El
infeliz se lamentaba día y noche ante la idea de morir sin abrazar a sus sobrinos. Pero
desde el momento en que sus sobrinos sabían que tenía una querida, no valía la pena de
que siguiera ocultándolo. Por supuesto, sería necesario prepararle, ya que él está muy
lejos de creerse descubierto... Ella le diría que la familia lo sabía desde hacía poco
tiempo, que se lo habían perdonado...
Como Yves declarara secamente que los hijos de Miguel Frontenac no tenían nada
que perdonar a un hombre al que veneraban más que a nadie en el mundo, la gruesa
mujer insistió:
—Además, señor Yves, puedo decírselo; usted ya tiene edad de saber estas cosas:
hace ya años que entre él y yo no existe nada... ¡Compréndalo!... Ya no somos jóvenes.
Además, estando ya de suyo delicado, no he querido que se fatigara, que se pusiera en
peligro. Puede estar seguro de que no hubiera sido yo quien se lo hubiera matado.
Conmigo es como un chiquillo, un verdadero chiquillo. Yo no soy la clase de persona
que acaso usted imagina..., porque, ¡claro!, sería muy natural que usted... Puede
informarse de mí en la parroquia; esos señores me conocen mucho...
Con todas aquellas frases melindrosas y pamplineras coincidía exactamente con la
imagen que de ella se habían forjado los hermanos Frontenac. Llevaba un abrigo,
modelo Scheherezada, de mangas flojas, estrecho de abajo y abrochado a la altura del
vientre por un solo botón. Los ojos eran todavía hermosos bajo el sombrero en forma de
campana, que no disimulaba una nariz gruesa y respingona, ni una boca vulgar, ni una
hundida barbilla. La mujer contemplaba con emoción a monsieur Yves. Aunque nunca
le hubiera visto, conocía a los niños Frontenac desde el día de su nacimiento. Los había
seguido paso a paso y se había interesado por sus más insignificantes enfermedades. A
sus ojos, de todo lo que sucedía en el imperio de los Frontenac nada era indiferente.
Aquellos semidioses se movían por un terreno muy superior al suyo, pero, por una
fortuna extraordinaria, ella, desde el fondo de su abismo, podía seguir sus menores
actividades. Y aunque en las historias maravillosas en que ella se mecía hubiera
imaginado a menudo su casamiento con Javier y tiernas escenas de familia en las que
Blanca la llamaba "hermana" y los pequeños "tía Josefa", no creyó nunca que el
encuentro de aquella mañana estuviera en el orden de las cosas posibles, ni que ella
pudiese llegar a contemplar cara a cara a uno de los hermanos Frontenac y hablar
familiarmente con él.
79
François Mauriac El misterio Frontenac
Sin embargo, tenía una impresión tan viva de haber conocido siempre a Yves, que
ante aquel joven frágil, con el rostro demacrado, al que veía por primera vez, pensaba:
"¡Cómo ha adelgazado!"
—¿Y monsieur José? ¿Siempre contento en Marruecos? Su tío se inquieta mucho
por él; parece que aquello está muy feo. Los periódicos no lo dicen todo. Menos mal
que la pobre señora ya no está aquí para que se le destroce el corazón de ansiedad. ¡Oh,
ella se hubiera consumido!...
Yves le había rogado que se sentara mientras él continuaba en pie, haciendo un
inmenso esfuerzo para ascender a la superficie de su amor, para tener al menos el
aspecto del que escucha y se interesa por lo que le dicen. "Tío Javier está muy enfermo,
va a morir, con él terminarán los viejos Frontenac..." Reflexionaba. Pero se aguijoneaba
en vano. Le resultaba imposible sentir otra cosa que el terror de lo que se aproximaba: el
resto del verano, aquellas semanas, aquellos meses de separación cargados de borrascas,
ebrios de lluvias furiosas, quemados por un sol mortal. La creación entera, con sus
astros y sus azotes, se levantaría entre él y su amor. Cuando se encontrasen de nuevo, al
fin, estarían ya en otoño; pero entre tanto tenía que franquear a solas un océano de
fuego.
Tenía que pasar las vacaciones con Juan Luis en aquel hogar en el que tanto había
deseado su madre que pudiera encontrar refugio cuando ella ya no estuviera. Yves pensó
que quizá se hubiese resignado si el dolor de la separación hubiera sido compartido;
pero "ella estaba invitada a realizar un largo crucero en yate" y vivía la fiebre de los
preparativos; su alegría estallaba sin que pensara en contenerla. Para Yves no se trataba
ya de sospechas imaginarias, de temores a veces despiertos y otras apaciguados, sino de
aquella brutal alegría, peor que cualquier traición, que la joven sentía al separarse de él.
Ella estaba deslumbrada por lo que le ocurría. Pacientemente había fingido ternura,
fidelidad, y he ahí que de pronto se desenmascaraba y, además, en su actitud no había el
menor rasgo de perfidia, por cuanto ella no quería causarle ninguna pena. Creía
arreglarlo todo repitiendo:
—Es una suerte para ti; te hago sufrir demasiado... En octubre estarás curado.
—Sin embargo, una vez dijiste que no querías que me curara.
—¿Cuándo dije eso? No me acuerdo.
—No, ¿eh? Fue en enero, un martes, cuando salíamos del Fischer; pasábamos por
delante del Gagne-Petit; tú te miraste en el espejo.
Ella movió la cabeza. Negaba haber pronunciado aquella palabra que durante varias
semanas había saturado a Yves de inefable dulzura, aquella palabra que se repetía
todavía, cuando hacía ya tiempo que todo su encanto se había desvanecido. Ésta era su
gran equivocación: agrandaba hasta el infinito los menores comentarios de aquella
mujer, dándoles un valor único y una significación inmutable, cuando no expresaban
más que el estado de ánimo de un segundo...
—¿Estás seguro de que te dije eso? Es posible, pero no me acuerdo.
La víspera, Yves había oído aquellas horribles frases en el mismo despachito donde
ahora estaba aquella opulenta rubia que tenía calor, demasiado calor para permanecer en
una habitación tan pequeña, a pesar de estar abierta la ventana. Josefa se había sentado y
se comía con los ojos a Yves.
—¿Y monsieur Juan Luis? ¿Está bien? Su señora me pareció una dama muy
distinguida. Encima del despacho de su tío hay una fotografía de la casa Couteceau en la
que están ellos dos con el bebé. ¡Qué primor de niñita! A menudo le digo a su tío: "Es
una Frontenac, no puede negarse." Le gustan los niños, aunque sean pequeñitos. Cuando
mi hija, que está casada en Niort con un hombre muy serio, empleado de una gran casa
en la que lo dirige todo, porque el dueño tiene reumatismo articular; cuando mi hija,
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François Mauriac El misterio Frontenac
como le decía, nos trae a su hijito, su tío de usted se apresura a ponérselo sobre las
rodillas, y ella dice que se ve que está acostumbrado a los niños...
Se interrumpió bruscamente, intimidada. Monsieur Yves no se deshelaba. Quizá la
tomara por una intrigante...
—Yo quisiera enterarle, monsieur Yves, de que él me dio un pequeño capital, de
una vez para siempre; unos muebles... Pero ustedes lo encontrarán todo, claro está. Si
alguien es incapaz de causar el menor perjuicio a la familia... —decía la "familia" como
si no hubiera existido más que una en el mundo.
Yves, consternado, vio dos lágrimas, gruesas como lentejas, resbalar a lo largo de la
nariz de la mujer. Entonces aseguró que los Frontenac nunca habían sospechado la más
pequeña indelicadeza, y que le estaban también agradecidos por los cuidados que había
prodigado a su tío.
La imprudente mujer pasó el límite: se enterneció, y aquello fue un diluvio:
—¡Le quiero tanto! ¡Le quiero tanto!... —tartamudeaba—. Y usted, naturalmente,
sabía que yo no era digna de acercarme; pero ¡les quiero a todos, sí, a todos! Puedo
decirlo: mi hija de Niort me lo reprochaba alguna vez; decía que me interesaba por
usted más que por ella. ¡Y era cierto!
Buscó otro pañuelo en su bolso. En aquel momento sonó el teléfono.
—¡Ah! ¿Eres tú? Sí... ¿Esta noche...? ¿Cenar? Espera que consulte mi agenda...
Yves alejó un instante el receptor de su oído. A Josefa, que le observaba sorbiendo
sus lágrimas, le sorprendió que no consultara ninguna agenda, sino que mirara ante sí
con una expresión de felicidad.
—Sí, estoy libre... Te agradezco la delicadeza de concederme todavía una noche.
¿Dónde? ¿En el Pré Catelan? ¿Que no pase a recogerte a tu casa?... Si lo prefieres... Me
es fácil ir a buscarte... ¿Por qué no? ¿Que siempre insisto?... Pero ¿qué es lo que quieres
que me importe?... Era para que no esperases sola en el restaurante en el caso de que yo
llegara después que tú... Digo que era para que no esperases sola... ¿Qué?... ¿No
estaremos solos?... ¿Quién, Geo?... No, ningún inconveniente... ¡En absoluto!... ¡Que
no, que no me molesta!... ¿Qué?... Evidentemente, no será lo mismo... ¿Que si tengo
que poner mala cara?...
Josefa le devoraba con los ojos. Yves colgó el auricular, volviendo hacia ella su
contraído rostro. La mujer no comprendía que él titubeaba en echarla fuera, pero se dio
cuenta de que era el momento de despedirse. El joven le dijo que escribiría a Juan Luis
comunicándole todo lo referente a su tío. En cuanto recibiera contestación, se la
transmitiría a Josefa. Ella no lograba encontrar una tarjeta para dejarle su dirección. Al
fin se fue.
"Tío Javier está muy enfermo; tío Javier está agonizante." Yves se lo repetía hasta
la saciedad y estrujaba su memoria evocando imágenes del tío: sentado en una butaca de
la habitación gris de la calle de Cursol, en la penumbra de la gran cama materna... Yves
ofrecía su frente a la hora de ir a dormir, y el hombre interrumpía su lectura: "Buenas
noches, pajarito..." El tío en pie, en traje de calle, en las praderas, a la orilla del Hure,
cortando una corteza de pino en forma de barco... Sabe, sabe caloumet, te pourterey un
pan naouet... Pero Yves en vano buscaba el hilo; en vano lo estiraba, lleno de recuerdos
bulliciosos; todos caían. No quedaba nada; solo el dolor de que sobre las antiguas
imágenes, de enormes figuras, se extendiesen todas las recientes, cubriéndolas. Aquella
horrible mujer y Geo. ¿Qué papel desempeñaría Geo en su historia? ¿Por qué Geo
precisamente aquella última noche? ¿Por qué había ido ella a buscar donde podían ser
tantos otros a aquel que la quería?... Su voz falsamente sorprendida en el teléfono...
Parecía no querer ocultarle que se habían convertido en íntimos... Aquel verano... Geo
tenía que viajar... Yves no había conseguido saber hacia dónde; Geo divagaba, cambiaba
81
François Mauriac El misterio Frontenac
la conversación. ¡Diablo! ¡Era seguro que tomaba parte en el crucero!... Geo y ella,
durante semanas, sobre aquel puente, en aquellos camarotes. Ella y Geo...
Se acostó boca arriba sobre el diván y se mordió con fuerza el dorso de la mano.
Aquello era demasiado; sabía cómo vengarse de aquella víbora. Pero ¿cómo
perjudicarla sin deshonrarse él mismo? La mancharía... ¡Un libro, pardiez!
Forzosamente tendrían que reconocerla. No ocultaría nada; la cubriría de cieno. En sus
páginas aparecería grotesca e inmunda a la vez. Todos sus hábitos, incluso los más
secretos... Los descubriría todos..., incluso su físico. Era el único que conocía ciertas
cosas horribles de ella... Pero para escribir el libro sería necesario algún tiempo...
Mientras que matarla podría hacerlo aquella misma noche, en seguida. Sí, matarla, que
se diera cuenta de la amenaza, que tuviera tiempo de sentir el miedo. ¡Era tan cobarde!...
Que se viera morir, pero que no muriera en el acto; que se viera desfigurada...
Así, poco a poco, iba destilando su odio hasta la última gota. Entonces pronunció a
media voz, muy dulcemente, el nombre bien amado; lo pronunciaba destacando cada
sílaba. Era todo cuanto podía tener de ella, aquel nombre que nadie en el mundo podía
prohibirle murmurar, gritar. Pero en el piso superior estaban los vecinos, que lo oían
todo. En Bourideys, Yves hubiera tenido el refugio de su agreste guarida. Hoy, los
jaugues debían de cubrir la menuda arena donde un bello día otoñal todo le había sido
profetizado; se imaginó que en aquel imperceptible punto del mundo zumbaban las
avispas en la calurosa mañana, los pálidos brezos olían a miel y quizá el ligero viento
arrancaba de los pinos una inmensa nube de polen. Veía con todo detalle el sendero que
seguía para volver a la casa hasta la cubierta del parque, y el lugar donde encontró a su
madre. Ella se había despojado del chal violeta, traído de Salies. Luego había cubierto a
Yves con aquel chal porque le había sentido estremecerse.
—¡Mamá! —gimió—. ¡Mamá!...
Sollozaba; era el primero de los hermanos Frontenac que llamaba a su difunta
madre como si hubiera estado viva. Dieciocho meses más tarde le tocaría el turno a
José, con el vientre abierto, a lo largo de una interminable noche de septiembre, entre
dos trincheras.
XVIII
82
François Mauriac El misterio Frontenac
Mientras el pobre acababa su vida angustiado por el terror de no poder abrazar a sus
sobrinos por última vez, uno de ellos telefoneaba a alguna condesa (Josefa había visto
tarjetas colocadas sobre el escritorio de Yves: "Barón y baronesa de ***", Marquesa de
***", "El embajador de Inglaterra y lady ***"). Esta noche iba a cenar en musique con
una de aquellas grandes damas... No hay peores golfas que esas mujeres... En el folletín
de Charles Mérouvel... Y he aquí uno que las conoce...
Aquellos hostiles sentimientos escondían un profundo dolor. Por primera vez
Josefa medía la ingenuidad de aquel hombre, que lo había sacrificado todo a la quimera
de salvar las apariencias ante sus sobrinos. Se había avergonzado de su vida, ¡de su
inocente vida!... ¡Ah!... ¡Había sido un lúcido desenfreno! Los dos se habían retenido
siempre por unos muchachos que los ignorarían o que se burlarían de ellos. Subió al
pequeño tranvía y secó su sofocado rostro. Aún padecía trastornos sanguíneos, pero
menos que el año pasado. ¡Con tal que a Javier no le hubiese ocurrido nada!... Era muy
cómodo tener la parada del tranvía en su misma puerta.
Subió, jadeando, los cuatro pisos. Javier estaba sentado en el comedor, junto a la
entreabierta ventana. Respiraba con dificultad, inmóvil. Dijo que apenas sufría, que era
maravilloso no sufrir ya. Era suficiente quedarse inmóvil. Tenía un poco de apetito, pero
prefería privarse de comer a arriesgarse a una crisis. El puente del Metro pasaba casi a
la altura de su ventana y crujía a cada instante. Ni Javier ni Josefa pensaban en sentirse
molestos. Vivían allí, aplastados por los muebles de Angulema, demasiado voluminosos
para aquellas minúsculas habitaciones. La llama del amor se había desconchado durante
la mudanza; varios adornos del armario se habían despegado.
Josefa untaba el pan en el huevo e invitaba a comer al pobre anciano; le hablaba
como a un niño: "Vamos, sé bueno, mi pobre gatito..." Él no movía ni un solo miembro,
semejante a uno de esos insectos cuya última defensa es la inmovilidad. Hacia la noche,
en el espacio de silencio que quedó entre el paso de dos trenes del Metro, oyó los
chillidos de las alondras, como en el jardín de Preignac en otros tiempos.
—No volveré a ver a los pequeños —dijo de pronto.
—No, no estás tan mal... Pero si ello te tranquiliza, sería suficiente enviarles un
telegrama.
—Sí, cuando el doctor permita que me vuelva a mi casa...
—¿Qué importa que vengan aquí? Puedes decir que te has cambiado y que soy yo
el ama de llaves.
El enfermo pareció dudar un instante; después denegó con la cabeza:
—En seguida verían que estos no son mis muebles... Y aunque no descubrieran
nada, aquí no pueden venir, por consideración a la familia.
—¿Acaso tengo la peste yo?
Josefa se rebelaba: la protesta que nunca había elevado contra Javier cuando estuvo
sano, la dirigía a Javier moribundo. Él no se agitó, cuidadoso de evitar todo
movimiento.
—Eres una buena mujer..., pero, por la memoria de Miguel, es necesario que los
Frontenac... Tú no tienes la culpa; es una cuestión de principio. Además, sería una
desgracia; después de haber conseguido mantenerlo oculto durante toda mi vida...
—¡Vaya! ¿Acaso crees que ellos no lo han descubierto desde hace mucho tiempo?
Al verle agitarse en su butaca y respirar más de prisa, Josefa se arrepintió de sus
palabras.
—No —continuó—; desde luego, lo ignoran. Pero si lo supieran no les importaría.
—¡Oh!, seguro que son demasiado buenos para hacer reflexiones; pero...
Josefa se alejó de la butaca y se asomó a la ventana...
83
François Mauriac El misterio Frontenac
La comida tocaba a su fin. Ella se había levantado y se alejaba entre las mesas,
después de manifestar que se iba a arreglar un poco. Yves hizo una seña al camarero
para que sirviera champaña. Tenía un aspecto tranquilo, sosegado. Durante la velada,
Geo dio toda clase de información a la mujer acerca de un baúl y de un estuche que ella
necesitaba (Geo conocía la dirección de un comisionista que se lo facilitaba a precio de
mayorista). Evidentemente, no se irían juntos; sus menores comentarios atestiguaban
que se separarían por varios meses, y que no sentían ninguna pena.
—¿Todavía esa lata de hace dos años? —dijo Geo.
Y susurró, acompañando a la orquesta: "No, tú no sabrás jamás..."
—Escucha, Geo: nunca adivinarás lo que había imaginado...
Yves fijaba sus centelleantes ojos en el rostro amistoso del muchacho, que tomó su
vaso con mano un poco temblorosa.
—Creí que te marchabas con ella; que me lo ocultabas.
Geo se encogió de hombros y tocó, con un gesto habitual, su corbata.
Seguidamente, abrió una pitillera de esmalte negro, tomando un cigarrillo. Sin perder de
vista a Yves, exclamó:
—¡Cuando pienso que tú, Yves..., tú..., con lo que tienes aquí —y apoyó
ligeramente un índice quemado de nicotina en la frente de su amigo—, tú, por esa...!
¡No quisiera herirte...!
—¡Oh, me tiene sin cuidado que la encuentres idiota! ¡Como si tú pudieras darme
lecciones!
—Yo —repuso Geo— no soy nada...
Inclinó su rostro atractivo, un poco ajado. Y alzándolo de nuevo, sonrió a Yves con
aire de admiración y de ternura.
—Por otra parte, antes que eso vuelva a ocurrir me...
Hizo un signo al camarero, vació su copa y encargó con mirada huraña:
84
François Mauriac El misterio Frontenac
—Dos coñacs de la casa... —se dirigió de nuevo a Yves—. Mira: ¿ves todas esas
mujeres? Pues bien: las daría todas por..., ¡adivina qué!
Acercó a Yves sus magníficos ojos, y con un tono a la vez vergonzoso y
apasionado:
—¡Por la que lava la vajilla! —susurró en voz baja.
Se rieron. Un halo de tristeza se abatió sobre Yves.
Contempló a Geo que, a su vez, también se había puesto sombrío. ¿Sentiría él aquel
mismo sentimiento de engaño, aquel escarnio infinito? A una distancia
inconmensurable, Yves creyó oír el dulce rumor de los pinos.
—El tío Javier... —murmuró.
—¿Qué?
Y Geo, dejando su vaso, hacía señas al camarero, chasqueando los dedos, para
pedir otro coñac.
XIX
Una mañana del octubre siguiente, en el vestíbulo del hotel de Orsay, los Frontenac
(menos José, siempre en Marruecos) rodeaban a Josefa. El tío pareció reponerse durante
el verano, pero un ataque más violento acaba de abatirle de nuevo; el médico no creía
que pudiera rehacerse. El telegrama de Josefa había llegado a Respide, donde Yves
dirigía las vendimias y pensaba ya en el regreso. Nada le apresuraba, pues "ella" no
regresaba a París hasta finales de mes. Por otra parte, se había acostumbrado a su
ausencia, y ahora, cuando veía la salida del túnel, se había atascado voluntariamente...
Intimidada por los Frontenac, Josefa les opuso, al principio, un gran aire de
dignidad; pero su actitud obedecía a la emoción del encuentro. Además, desde sus
primeras palabras, Juan Luis le había llegado al corazón. Su culto por los Frontenac
encontraba, al fin, un objeto que no la decepcionaba. Era a él a quien se dirigía como
jefe de la familia. Las dos jóvenes sobrinas, un poco cohibidas, se mantenían a
distancia, no por orgullo, como Josefa creía, sino porque dudaban de la actitud que
debían adoptar. (Josefa no hubiera creído que fueran tan gruesas; habían acaparado toda
la grasa de la familia). Yves, a quien los viajes nocturnos aniquilaban, se había refugiado
en una butaca.
—Le he dicho repetidas veces que me haría pasar ante ustedes por su ama de
llaves. Como no habla nada (porque le conviene: tiene miedo de que le dé un ataque),
no sé muy bien si ha consentido o no. Tiene ausencias... Una no sabe lo que quiere... En
el fondo, no piensa más que en su mal, que puede volver de un minuto a otro; parece
que es espantoso..., como si tuviera una montaña sobre el pecho... No le deseo que
presencie un ataque...
—¡Qué prueba para usted, señora!...
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François Mauriac El misterio Frontenac
—¿No hablas porque tienes miedo de que ello te perjudique? Pues bien: no hables,
pobrecito. ¿Ves a los pequeños? ¿Estás contento? Míralos sin hablar. Dime si no te
sientes bien, gatito mío. Si sufres, házmelo comprender con una seña. ¿Quieres la
inyección? Ten, preparo la ampolla.
Le hablaba en el tono que se emplea con los chiquillos. Pero el enfermo, doblado
sobre sí mismo, conservaba su quebrada expresión.
Los cuatro hermanos Frontenac, apretados unos contra otros, inmovilizados por la
angustia, no se daban cuenta de que tenían el aspecto de los miembros de un jurado
cuando van a dictar sentencia. Al fin, Juan Luis se destacó del grupo y rodeó con sus
brazos los hombros del tío:
—¿Ves?, solo José falta al llamamiento. Hemos recibido buenas noticias de él...
Los labios de Javier Frontenac se movieron. Al principio sus sobrinos, inclinados
por encima de la butaca, no comprendieron lo que decía.
—¿Quién os ha dicho que vinierais?
—Pues la señora..., el ama de llaves...
—No es mi ama de llaves... Os digo que no es mi ama de llaves. Habéis oído
perfectamente que me tuteaba.
Yves se arrodilló, reclinado en aquellas piernas esqueléticas:
—¿Qué importa eso, tío Javier? No tiene ninguna importancia, no nos interesa; tú
eres nuestro querido tío, el hermano de papá...
Pero el enfermo le rechazó, sin mirarle.
—¡Teníais que saberlo! ¡Teníais que saberlo! —repetía, en tono huraño—. Soy
como el tío Péloueyre. Me acuerdo de que estaba encerrado en Bourideys, con aquella
mujer... No quería recibir a nadie de la familia... Escogieron a vuestro pobre padre, que
entonces era muy joven... Recuerdo que Miguel partió a caballo para Bourideys
llevándose una pierna de carnero, pues al tío le gustaba la carne de Preignac... Vuestro
padre contó que estuvo llamando largo rato... El tío Péloueyre entreabrió la puerta,
examinó a Miguel, le cogió el obsequio de las manos, volvió a cerrar la puerta y echó el
cerrojo... Me acuerdo de aquella historia... Es rara. Pero hablo demasiado... Es rara...
Y reía, con una risa a la vez contenida, irregular, dañina, que no cesaba. Tuvo un
violento acceso de tos.
Josefa le puso una inyección. El tío Javier cerró los ojos. Transcurrió un cuarto de
hora. Los Metros hacían retemblar la casa. Una vez que habían pasado, no se oía más
que aquel horrible jadear. De pronto, se agitó en su butaca y abrió los ojos.
—¿Están aquí María y Daniela? Habrán venido a casa de mi querida. Las he hecho
entrar en casa de la mujer que es mi amante. Si Miguel y Blanca lo hubiesen visto, me
habrían maldecido. Yo he introducido a los niños de Miguel en casa de mi querida.
No habló más; su nariz se afilaba; su rostro cobró un tinte violáceo; del fondo de su
garganta surgía un ronco sonido: el estertor de la agonía... Josefa, sollozando, le
estrechó entre sus brazos, mientras que los Frontenac retrocedían, aterrados, hacia la
puerta.
—No tienes que avergonzarte delante de ellos, mon petit chéri, son muy buenos;
comprenden las cosas, saben... ¿Qué es lo que quieres? ¿Qué pides, pobrecito mío?
Alocada, interrogaba a los hermanos:
—¿Qué es lo que pide? No comprendo qué quiere...
Ellos veían claramente la razón de aquel movimiento del brazo, oscilando de
derecha a izquierda. Aquello significaba: "Vete." Dios no quiso que comprendiera que la
echaba, a ella, su vieja compañera, su única amiga, su sirvienta, su mujer.
En la noche, el último tren del Metro cubrió el gemido de Josefa. Se abandonaba a
su dolor sin contenerse; creía que era necesario gritar. La portera y la mujer de la
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limpieza la sostenían por los brazos, le frotaban las sienes con vinagre. Los hermanos
Frontenac se habían arrodillado.
XX
Juan Luis se pasó la mano por la nariz y la boca. ¿Qué le ocurría? No hubiera
querido perder de vista a Yves ni por un segundo. Después de marchar Dussol, fue a la
habitación, seguido de Magdalena.
—¿Es por causa de Yves? —preguntó ella.
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—No mires tu reloj, querida. No hace más que diez minutos que estamos juntos y
ya te inquieta la hora. Vives siempre en el instante en que no estoy contigo.
—Ya empiezan los reproches... ¿Encuentras que estoy más morena?
Él acertó a alabar el traje sastre, el renard; ella estuvo contenta. Durante un buen
rato la dejó hablar de las Baleares. Pero le hizo repetir tres veces que no había
encontrado a nadie interesante... Salvo a su ex marido, en Marsella. Habían comido
juntos, como camaradas; cada vez más intoxicado, había tenido que dejarla a toda prisa
para ir a fumar; no podía más.
—¿Y tú, mi pequeño Yves?
Mientras le hacía esta pregunta, se maquillaba ágilmente. Como él contara la
muerte de tío Javier, preguntó, distraídamente, si era un tío del cual pensaba heredar.
—Nos lo dio casi todo en vida.
—Entonces su muerte no tiene mucho interés —dijo, sin malicia.
Yves comprendió que hubiera debido explicarle..., introducirla en un mundo, en un
misterio... Una mujer se reunió con aquel muchacho de la mesa de enfrente; se sentaron,
muy juntos. Dos o tres hombres que estaban sentados en el bar no se volvieron. Los
autobuses de la avenida rugían. El alumbrado de las calles estaba encendido; por lo
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François Mauriac El misterio Frontenac
visto, la compañía no sabía que era la mañana. Ella avanzaba, consumiendo una bolsita
de patatas fritas.
—Tengo apetito —dijo la joven.
—Bien; vamos a almorzar...
—¿Imposible?... ¿Cuándo entonces? ¿Mañana?
—Espera... Espera... ¿Mañana? A las cuatro tengo un ensayo...; a las seis..., no...
Quedemos para el jueves, ¿te parece?
—¿Dentro de tres días? —preguntó él, en tono indiferente. Tres días y tres noches
de aquella mujer; tres jornadas de las que no sabría nada, que estarían colmadas de
seres, de extraños acontecimientos... Creyó estar preparado para no sorprenderse; pero
el dolor es imprevisible. Durante meses y meses, la persecución empezaba de nuevo,
pero en otras condiciones: estaba rendido, extenuado; no concluiría la carrera. Ella
comprendió que él sufría; le oprimió una mano que él no retiró. Luego le preguntó en
qué pensaba.
—Pensaba en Respide —dijo él—. El otro día, después del entierro del tío, fui solo
a Preignac. Mi hermano se fue directamente a Burdeos, con mis hermanas. Hice que me
abrieran la casa. Entré en el salón, impregnado de salitre, cuyo suelo olía a podrido, a
cueva. Los postigos estaban cerrados. Me tendí sobre el sofá de chintz, en la oscuridad,
con los pies juntos. Sentía la fría pared contra mi mejilla, contra mi cuerpo. Con los ojos
cerrados, me persuadí de que estaba acostado entre mamá y mi tío.
—Yves, eres atroz.
—Nunca había logrado meterme tan bien en la piel de la muerte. Aquellas gruesas
paredes, aquel salón, que es una caverna en el centro de aquella propiedad perdida. La
noche... La vida estaba en el infinito. Era el descanso. El descanso, querida, no sentir
más lo que uno ama... ¿Por qué nos han enseñado a dudar de la nada?... Lo irremediable
es creer, a pesar de todo, en la vida eterna. Es haber perdido el refugio de la nada.
En su exaltación no se dio cuenta de que la mujer miraba furtivamente su reloj de
pulsera.
—Yves —le cortó—; tengo que marcharme; será mejor que no salgamos juntos.
Hasta el jueves... ¿Te parece bien a las siete en casa?... No, a las siete y media... No;
mejor a las ocho menos cuarto.
—No —dijo él, riendo—; a las ocho.
XXI
Mientras bajaba por los Campos Elíseos, Yves seguía riéndose, y no con una risa
forzada y amarga, sino con una franca y espontánea carcajada que hacía volverse a los
que pasaban. Apenas acababan de dar las doce, cuando él salía de las escaleras de la
estación de Orsay. Aquellas pocas horas le habían bastado para extinguir la alegría —
esperada durante tres meses— de volver a verse y para encontrarse de nuevo errante por
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François Mauriac El misterio Frontenac
las calles... "Era la caraba", como ella decía. Su hilaridad le retenía aún sobre aquel
banco de la Rond-Point, donde se había desplomado, con las piernas más doloridas que
si hubiera ido a pie hasta allí desde el fondo de sus landas. Sentía una especie de
agotamiento, de agobio, que le hacía sufrir: hasta entonces, el objeto de su amor nunca
le había parecido irrisorio hasta aquel punto —arrojado de su vida, pisoteado,
manchado, acabado—. Y, sin embargo, su amor subsistía; como una muela que diera
vueltas en el vacío, vueltas y más vueltas. Cesó de reír. Se replegó, se concentró sobre
aquella extraña tortura de la nada. Vivía aquellos instantes que todo hombre ha
conocido, si ha amado, en que, con los brazos siempre cerrados contra el pecho, como si
lo que abrazamos no hubiera huido, estrechamos, literalmente, la nada. En aquel tibio y
agradable mediodía de octubre, el último de los Frontenac, sentado en un banco del
Rond-Point de los Campos Elíseos, no sabía qué camino elegir una vez que llegase a los
Caballos de Marly. No sabía si iría a la derecha o la izquierda, o seguiría hasta las
Tullerías y entraría en la ratonera del Louvre.
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salud. Los genios del mal habrán triunfado sobre la persona humana. ¡Sí, la persona
humana será destruida y, al mismo tiempo, desaparecerá nuestro tormento y nuestra más
querida delicia: el amor! No existirán ya esos dementes que meten el infinito dentro de
lo finito. ¡Qué alegría pensar que acaso está muy cerca el día en que, por falta de aire
respirable, todos los Frontenac desaparecerán bajo la tierra, el día en que nadie, ninguna
criatura, podrá participar de lo que yo siento ahora, en este mismo segundo, apoyado
contra la balaustrada del Metro; este absurdo enternecimiento, este rondar alrededor de
lo que ella haya podido decirme desde que nos conocimos, como el enfermo procura
recordar las palabras del médico, aferrándose a las que pueden proporcionarle alguna
esperanza, sin renunciar a repetirlas, pese a que no tenga ningún poder sobre él!"
Una vez que estuvo más allá de los Caballos de Marly... no halló otra solución que
ir a acostarse. Morir no tenía sentido para él, pobre ser inmortal. Por ese lado estaba
cercado. Un Frontenac sabe que no tiene salida a la nada, y que la puerta de la tumba
está guardada. En el momento en que imaginase, en que viese, en que sintiese llegar la
tentación de la muerte, no atormentaría a ningún hombre, porque aquella humanidad
trabajadora y atareada tendría aspecto de vida, pero de una vida muerta. Es preciso ser
un hombre distinto de todos los hombres: uno debe tener su propia existencia entre sus
manos, y medirla, juzgarla, con ojos lúcidos, bajo la mirada de Dios, para elegir entre
morir o vivir.
Era divertido pensar en aquello... Yves se propuso contar a Juan Luis la historia que
acababa de imaginar ante aquella entrada del Metro; se regocijaba ante la idea de
sorprenderle, al describirle la futura revolución que tendría lugar en lo más secreto del
hombre, disociando su misma naturaleza, hasta hacerla parecida a los himenópteros:
abejas, hormigas... Ningún parque secular extendería sus ramas sobre una sola familia.
Los pinos de las antiguas propiedades no verían crecer, año tras año, a los mismos
niños, no reconocerían en sus rostros delgados y puros, levantados hacia sus copas, los
rasgos de los padres y de los abuelos cuando contaban la misma edad... Era la fatiga, se
decía Yves, lo que le hacía divagar. ¡Cuán bueno sería dormir! No se trataba de morir, ni
de vivir, sino de dormir. Llamó un taxi y buscó en el fondo de su bolsillo un minúsculo
frasco. Lo aproximó a sus ojos, divirtiéndose en descifrar en la etiqueta la fórmula
mágica: Alil Ortopropilbarbiturato de fenildimetilamino pirazolona, 16 gramos.
En el transcurso de aquellas mismas horas, Juan Luis, sentado a la mesa frente a
Magdalena. Más tarde, en pie, bebiendo con prisa su café; luego al volante de su coche,
y, al fin, en el despacho, con los ojos fijos en Janin, el encargado, que le hacía un
informe, se repetía: "Yves no corre ningún riesgo; mi inquietud no tiene fundamento.
Anoche, en el tren, parecía más tranquilo; como no le había visto desde hacía mucho
tiempo... Sí, pero esa tranquilidad, precisamente..." En el andén oyó el jadear de una
locomotora. ¡Y aquel maldito asunto que le impedía marchar!... ¿Por qué no dejarlo en
manos de Janin, que tenía iniciativa, y un apasionado deseo de avanzar? La brillante
mirada del muchacho intentaba adivinar el pensamiento de Juan Luis, como si quisiera
captarlo antes que le hablara... Y de repente, Juan Luis supo que aquella noche partiría
para París. A la mañana siguiente estaría en la capital. Y ya recuperaba la paz, como si el
desconocido poder que desde la víspera le oprimía la garganta se hubiera dado cuenta de
que podía soltar su presa, porque iba a ser obedecido.
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XXII
Desde el fondo del abismo, Yves oía llamar a una distancia infinita, con la idea
confusa de que era la llamada del teléfono, y que le anunciaban, desde Burdeos, la
enfermedad de su madre (a pesar de que él sabía que estaba muerta desde hacía más de
un año). Sin embargo, de pronto, ella se encontraba en aquella habitación donde no
había entrado más que una sola vez en su vida (fue desde Burdeos a visitar el piso de
Yves "para poder seguirle con el pensamiento", le había dicho). Nunca más había
aparecido por allí, salvo aquella noche; Yves la veía en la butaca, junto a la lámpara de
la cama, sin trabajar en ninguna labor, porque estaba muerta. Los muertos no cosen ni
hablan... No obstante, sus labios se movían; quería decir una palabra urgente, pero en
vano lo intentaba. Como hacía en Bourideys cuando tenía alguna inquietud, había
entrado sin llamar, empuñando suavemente la manecilla y empujando la puerta con su
cuerpo, sin darse cuenta de que interrumpía una página, un libro, un sueño, o acaso una
crisis de lágrimas... Estaba allí y, sin embargo, telefoneaban de Burdeos diciendo que
había muerto; Yves la miraba con angustia, intentando oír de sus labios la palabra que
no llegaban a pronunciar. La llamada insistía. ¿Qué debía contestar? La puerta se abrió.
Oyó la voz de la mujer de la limpieza: "Afortunadamente tengo la llave..." Y Juan Luis
respondió: "Tiene un aspecto apacible... Duerme plácidamente... No, el frasco está casi
lleno; ha injerido muy poco..." Juan Luis estaba en la habitación. ¿Cómo era posible que
estuviera, a la vez, en Burdeos y en aquella habitación? Yves sonrió, para tranquilizarle.
—¿Cómo va eso, mon vieux?
—Pero ¿tú en París?
—¡Claro! Tengo algo que resolver aquí...
La vida se infiltraba en Yves a medida que el sueño le abandonaba. "Ella" brotaba,
le invadía... Recordó: ¡qué vileza! ¡Tres comprimidos!... Juan Luis le preguntó qué era
lo que ocurría allí. Yves no intentó fingir. No hubiera podido; se sentía vacío de toda
fortaleza, de toda voluntad, como si lo estuviera también de sangre. Cada circunstancia
encontraba de nuevo su sitio: anteayer estaba en Burdeos; ayer por la mañana, en el
pequeño bar; y después, aquel día de locura... Y ahora, Juan Luis estaba allí.
—Pero ¿cómo estás tú aquí? ¿No era hoy el día de aquel famoso negocio?
Juan Luis negó con la cabeza: un enfermo no tenía que ocuparse de aquello.
—No, no tengo fiebre —siguió Yves—. Simplemente, estoy rendido, extenuado...
Juan Luis le había cogido la muñeca, y fijando los ojos sobre la esfera de su reloj
contaba las pulsaciones, como hacía mamá cuando Yves estaba enfermo, siendo un
chiquillo.
Luego, con un gesto heredado también de su madre, el hermano mayor levantó los
cabellos que cubrían la frente de Yves, para asegurarse de que no tenía la cabeza
ardiendo, o quizá, también, para desenmascararle, para observar sus rasgos a plena luz,
y en fin, por simple ternura.
—No te agites —dijo Juan Luis—. No hables.
—¡Quédate!
—¡Claro que me quedo!
—Siéntate... No; encima de la cama, no. Acerca la butaca.
No se movían. Los confusos ruidos de la mañana de otoño no turbaban su paz. A
veces, Yves entreabría los ojos y veía aquel rostro puro y grave, con las claras huellas de
la fatiga de la noche. Juan Luis, liberado de la inquietud que le había roído durante dos
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FIN DE
"EL MISTERIO FRONTENAC"
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