Malú y El Marciano Del Ordenador - Semana 1

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LA HISTORIA DE LUZ

Malú se dijo que no estaría mal averiguar de una buena vez a quién y por qué le
debía aquel nombre que, estaba convencida, no tenía nada que ver con su persona. Ella
siempre había pensado que algunos nombres no coincidían ni siquiera con la cara de
quien los llevaba. En cambio había personas que no podían llamarse de otro modo
porque el nombre que tenían era «el suyo». No le resultaba fácil explicar aquella teoría,
pero lo que estaba claro era que María Luz y ella eran, sencillamente, incompatibles.

-Tu padre aceptó bautizarte con ese nombre porque yo se lo pedí.

-Pero nadie en la familia se llama Luz.

-En la familia exactamente no, pero para mí como si lo fuera. Luz era una amiga
mía que murió hace muchos años.

Malú estaba comiendo todos los picatostes, calentitos y cubiertos de miel. Por
una vez pensó que «esa» historia sí le interesaba y, además, su abuela nunca le había
contado nada de aquella vieja amiga. Empezó a sentirse más cerca de ella que otras
veces. Tal vez al sufrir sus dolores se estaba acercando a ella como si la estuviera viendo
por primera vez. El desayuno era estupendo, se sentía con ganas de escuchar la historia
de su nombre.

-Cuéntame cosas de esa amiga tuya.

-Pero si a ti te aburren mis historias.

Malú se sintió un poco culpable. Volvía la mala conciencia de que hablaba el


marciano verde. Su abuela no era tonta, se daba cuenta de la cara de resignación con
que «soportaba» las viejas historias que le contaba. Por primera vez descubrió que,
aunque sonreía, sus ojos se habían vuelto muy tristes.

-No me aburren -pero, antes de seguir, Malú vio el gesto de burla que había
puesto su abuela-. Bueno, vale, a veces eres un poco rollo, pero sólo un poco, ¿eh? Lo
de mi nombre sí me tiene sobre ascuas, así que cuenta.

En ese mismo momento, Malú sintió que la cabeza le daba vueltas y que algo
parecido a un puño le golpeaba en la boca del estómago. No debían ser buenos los
recuerdos que su abuela tenía de Luz. Ni se había imaginado que las historias antiguas
podían resultar dolorosas cuando uno las evocaba. Realmente, Malú sabía muy poco de
los adultos, casi tan poco como los adultos sabían de los niños, con la diferencia de que
ellos habían sido niños, aunque lo tuviesen olvidado.

-Luz y yo fuimos amigas desde que tengo memoria, hace muchos años ya. La
recuerdo esperándome todas las mañanas a la puerta para ir juntas al colegio. Yo
muerta de sueño y ella tan despierta como una ardilla. A Luz todo la entusiasmaba,
incluso ir cada día al colegio.

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Malu apoyó la cabeza en las manos, se olvidó de todo lo que no fuera la historia
de aquella niña. También se olvidó del dolor de la rodilla izquierda. Las palabras de su
abuela la llenaban de algo muy parecido a la tranquilidad que da haber hecho algo bien.
Era el efecto de bálsamo que produce recuperar los momentos felices. Ella estaba
sintiendo lo que sentía su abuela al recordar a su amiga perdida. En ese momento, Malú
se había encontrado, junto con sus emociones, aquellas que padecía su abuela.

-Crecimos juntas, incluso nos enamoramos del mismo chico una vez.

-¿Y cómo lo solucionasteis?

-Fácil, lo dejamos -y a las dos les entró la risa-. Luego, fuimos de las pocas
mujeres que llegamos a la universidad.

-¿Por qué pocas mujeres?

-Niña, tengo casi ochenta años -a Malú le parecieron demasiados, ni se había


parado a pensar en la edad de su abuela-. Cuando Luz y yo teníamos dieciocho, lo
normal era que las mujeres buscaran un marido, si no estaban ya casadas, y se dedicaran
a ser esposas y madres para el resto de su vida.

-Pero eso no es incompatible con estudiar. Mamá y papá fueron novios en la


universidad.

-No es lo mismo. Ellos no tuvieron dieciocho años en septiembre del treinta y


cuatro. Ahora te parece normal, sin embargo no lo era. Ni siquiera lo era que
termináramos el bachillerato. Muchos chicos ni siquiera podían contar con ese privilegio,
así que aún menos las chicas, que estaban destinadas a ser esposas y madres, siendo casi
analfabetas. Incluso tenían más éxito con los chicos si pasaban por ser tontas...

-Pues ahora los profesores dicen que las chicas o somos más listas o nos
esforzamos más que los chicos.

-Esto está muy bien, pero se lo debéis a mujeres como Luz, que se enfrentaron a
todo para defender unos derechos que tenían negados.

-¿Y tú?

-Yo era menos combativa que ella. Creo que me limité a seguirle los pasos. Si Luz
no hubiera insistido, lo más probable es que nunca hubiera ido a la universidad. Bueno,
ella y su padre, un hombre sabio y bueno que terminó por convencer a mi padre de que
estudiar no era malo para las mujeres, que los tiempos habían cambiado y que en el
futuro no podíamos seguir siendo unas ignorantes. Recuerdo que mi abuelo Salomón
también intervino a favor de que me matriculara. ¡Fue toda una batalla!

Malú cogió otro de los picatostes que quedaban en la bandeja. Las buenas
historias siempre le abrían el apetito.

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-Lo pasamos de miedo en la universidad, éramos poquísimas y los compañeros
nos cortejaban como si fuésemos princesas orientales. Además, aquél era un tiempo de
cambios, de revueltas políticas, de grandes ilusiones. Luz se convirtió, poco a poco, en
una conocida activista que daba conferencias y estaba en primera fila en casi todas las
manifestaciones. ¡Eran buenos tiempos para nosotras!

Malú trataba de imaginarse cómo habría sido su abuela en aquella época. Casi
sin darse cuenta comenzó a ver las imágenes que viajaban por la cabeza de Balbina,
como si la cabeza y los recuerdos de su abuela fueran suyos. Y con la misma claridad
que si fuera una película, veía a una chica de cabellera roja y gran sonrisa: ésa era Luz.
Le pareció tan hermosa que hasta el nombre empezó a gustarle.

-Creíamos que el mundo podía cambiar, que lo cambiaríamos nosotras.


¡Teníamos tantas ganas de vivir! Leíamos, estudiábamos, íbamos a todas las tertulias,
conferencias, actos culturales, obras de teatro... El mundo era algo lleno de vida, pero
también de injusticias que era necesario remediar.

Malú sintió una especie de corriente eléctrica por su cuerpo. Los ojos de la
abuela brillaban como si tuviera veinte años en lugar de los casi ochenta que ella
conocía, llenos de achaques. Pensó que le hubiera gustado vivir aquellos momentos
especiales, tener aquella amiga que llevaba su mismo nombre.

-Entonces teníamos dieciocho años, era el año mil novecientos treinta y cuatro y
las cosas no estaban muy bien en el país. El gobierno reprimía las huelgas de los obreros
con las armas, los salarios eran una miseria y casi nadie podía ir a la escuela, mucho
menos a la universidad. Luz estaba convencida de que llegaría un futuro justo para
todos, bastaba con que nos lo propusiéramos y luchásemos con todas nuestras fuerzas. Y
luchamos. Sobre todo ella.

-¿Era bonita?

-Era preciosa. Los chicos la seguían como moscas detrás de un pastel, pero ella
decía que tenía cosas más importantes de que ocuparse. Eso de enamorarse lo dejaba
para más tarde. Desgraciadamente nunca llegó ese momento.

-¿Por qué?

-Un día, sin que supiésemos bien cómo, el país estalló en una guerra que
enfrentó a hermanos, a padres contra hijos, a todos contra todos...

-Sí, la guerra civil, la hemos estudiado en clase.

-Nosotras la vivimos. Y la perdimos.

-¿La perdisteis?

-No estábamos en el bando vencedor, así que la perdimos. A los que estábamos
más o menos señalados como defensores de la república se nos persiguió durante años.

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Por entonces yo me había casado con tu abuelo, al que no llegaste a conocer; se murió
como consecuencia de los malos tratos en la cárcel, años después, al poco de nacer
nuestro hijo.

-Mi padre.

-Sí. Me quedé sola, con un niño de meses. Sola, sin el apoyo de mis padres, ya
muertos, en medio de unos años durísimos, con escasez de alimentos, de medicinas, de
todo.

-¿Y Luz?

-Consiguió escapar a Francia cuando acabó la guerra. Quería que yo fuese con
ella; pero tu abuelo ya estaba en la cárcel y yo esperaba un hijo.

-Mi padre.

-No, él nacería años después. Mi primer hijo fue una niña preciosa.
Afortunadamente, un amigo de mi padre me recogió en su casa, había estado en el lado
de los vencedores y era un buen hombre. Me daba techo y comida a cambio de trabajar
como sirvienta. Era mucho para aquellos tiempos. Luz consiguió entrar en Francia y
hacerme llegar una carta a través de uno de los correos clandestinos que cruzaban la
frontera, jugándose la vida en cada ocasión. Al menos ella estaba a salvo y, de
momento, yo también.

-¿No volvisteis a veros?

-Nunca. Con el tiempo, y recogiendo información de unos y de otros, fui


reconstruyendo sus últimos años. Recuperé tres cartas más, luego, todo se lo llevó el
silencio.

-¿Qué ocurrió?

-Al poco tiempo de pasar a Francia estalló la segunda guerra mundial. Mi amiga
participó en ella con la misma fe que había empleado en la nuestra. En su última carta
me contaba que, cuando terminasen con los nazis en Europa, volvería a España para
terminar con la dictadura de Franco. No volvió. Supe que había caído prisionera de los
alemanes, que la llevaron a un campo de concentración llamado Treblinka y que murió
unos meses después en una de las cámaras de gas.

Las lágrimas corrían por el rostro de Malú, eran las suyas y las de su abuela.
Sentía en el pecho un tremendo dolor que no era suyo, era el dolor que aún despertaba
en su abuela el recuerdo de aquel terrible final de su mejor amiga. Malú sintió en su
espalda el peso de un montón de días de sufrimiento y algo parecido a una herida que
se abría y dolía mucho en algún punto inconcreto de su estómago. Su abuela se secó las
lágrimas con un pañuelo, después se quitó un viejo anillo de plata que llevaba en su
mano izquierda, lo colocó sobre la mesa y dijo:

-Quince años después de su muerte, alguien que había estado con ella me
entregó este anillo con su nombre. Luz se lo había dado la mañana en que la llevaban a

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la cámara de gas; le pidió que tratara de encontrarme y me lo entregara. El hombre
memorizó mi nombre y la casa en la que nos habían acogido. Guardó el anillo en los
lugares más insospechados para que nadie se lo arrebatara. El día que me lo entregó
lloramos juntos, recuerdo que me dijo: «Creo que ahora puedo morir en paz. He
cumplido el último deseo de una mujer admirable, de una mujer que no dejó de pensar
en ayudar a los demás ni en los peores momentos del campo de concentración» .

Sobre la mesa descansaba un gastadísimo anillo de plata con un nombre


grabado, casi borrado por el tiempo: Luz.

-Ahora es tuyo -añadió la abuela señalándolo.

-¿Mío?

-Pensaba dejártelo cuando me muriera, pero creo que ha llegado el momento.


Ahora ya sabes por qué insistí para que tu nombre fuese ése que no te gusta nada:
quería que perdurase algo de mi amiga, que no se olvidara. Pensé que si llevabas su
nombre, algo de ella estaría en ti, que allí donde estuviera, un trocito de su enorme
corazón se quedaría pegado al tuyo. Pero si no te gusta ...

-Me encanta, abuela --e inmediatamente se puso el anillo en su dedo anular-. No


me lo quilaré nunca.

La abuela sonrió y Malú sintió que algo muy parecido a un bálsamo se extendía
sobre aquella herida abierta en el estómago.

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