Claret y El Silencio

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CLARET Y EL SILENCIO.

Mi experiencia con Dios y el Silencio

La centralidad de la Palabra de Dios es un factor importante en nuestra vida como misioneros.


Sobre la Palabra el Padre Claret dice: "lo que más me movía y excitaba era la lectura de la Santa
Biblia, a (la) que siempre he sido muy aficionado” (Aut. 113). Én los números 113-120 de la
Autobiografía él nos explica la experiencia que tuvo con la Palabra de Dios en el momento de
discernimiento de su vocación misionera. Para él, el encuentro con la Palabra de Dios equivalía a
oir y escuchar a Dios mismo. Por eso dice “me parecía que oía una voz", "conocía", "el Señor me
daba a conocer", "Sentía la voz del Señor que me llamaba".

A la luz de la experiencia de nuestro Padre Fundador, tenemos el reto de aprender a escuchar a


Dios. Este es el objetivo de la práctica diaria de la Lectio Divina.

Escuchar es un arte y esto sólo es posible en un clima de silencio, el único que nos puede llevar del
mero oír al escuchar.

Por eso el Padre Claret hizo una resolución cuando recibió la gracia grande, "siempre debo estar
muy recogido y devoto interiormente" (Aut. 694). En este sentido, el silencio es el idioma para
comprender e interpretar la voz de Dios.

Silencio significa estar despierto. El silencio nos ayuda a ser conscientes de la acción del Espíritu en
nuestro interior. Como resultado de ello, se desarrollará nuestro sentido de alerta, no sólo para
escuchar sino también para responder a lo que Dios quiere de nosotros; también para prestar
atención a lo que está pasando dentro de nosotros mismos y en nuestro entorno.

El encuentro con la Palabra de Dios en el silencio nos llevará desde nuestro nivel superficial hasta
una vida en profundidad. En el fondo del silencio, la Palabra de Dios conduce al individuo a su
intimidad para reunirse con su verdadero yo. La Palabra en el silencio se convierte en poder vivo y
activo, que vence al mundo del rumor vacío.

“En el principio era el silencio”, alguien escuchó y él dijo "En el principio era el Verbo". El que
escucha es el “discípulo” y su vocación consiste en escuchar en silencio a su Maestro.

Silencio y oración

Si nos dejamos guiar por el libro más antiguo de oración, los Salmos bíblicos, encontraremos en
ellos dos formas principales de la oración. Por un lado, la lamentación y la llamada de auxilio, y por
otra el agradecimiento y la alabanza. De un modo más escondido, existe un tercer tipo de oración,
sin súplica ni alabanza explícita. El Salmo 131, por ejemplo, no es más que calma y confianza:
«Mantengo mi alma en paz y en silencio… Pon tu esperanza en el Señor, ahora y por siempre.»

A veces la oración calla, pues una comunión apacible con Dios puede prescindir de palabras.
«Acallo y modero mis deseos, como un niño en brazos de su madre.» Como un niño privado de su
madre que ha dejado de llorar, así puede ser «mi alma en mí» en presencia de Dios. La oración
entonces no necesita palabras, quizás ni reflexiones.

¿Cómo llegar al silencio interior? A veces permanecemos en silencio, pero en nuestro interior
discutimos fuertemente, confrontándonos con nuestros interlocutores imaginario o luchando con
nosotros mismos. Mantener nuestra alma en paz supone una cierta sencillez: «No pretendo
grandezas que superan mi capacidad.» Hacer silencio es reconocer que mis preocupaciones no
pueden mucho. Hacer silencio es dejar a Dios lo que está fuera de mi alcance y de mis
capacidades. Un momento de silencio, incluso muy breve, es como un descanso sabático, una
santa parada, una tregua respecto a las preocupaciones.

La agitación de nuestros pensamientos se puede comparar a la tempestad que sacudió la barca de


los discípulos en el mar de Galilea cuando Jesús dormía. También a nosotros nos ocurre estar
perdidos, angustiados, incapaces de apaciguarnos a nosotros mismos. Pero también Cristo es
capaz de venir en nuestra ayuda. Así como amenazó el viento y el mar y «sobrevino una gran
calma», él puede también calmar nuestro corazón cuando éste se encuentra agitado por el miedo
y las preocupaciones (Marcos 4).

La Palabra de Dios: trueno y silencio

En el Sinaí, Dios habla a Moisés y a los israelitas. Truenos, relámpagos y un sonido te trompeta
cada vez más fuerte precedía y acompañaba la Palabra de Dios (Éxodo 19). Siglos más tarde, el
profeta Elías regresa a la misma montaña de Dios. Allí vuelve a vivir la experiencia de sus
ancestros: huracán, terremoto y fuego, y se encuentra listo para escuchar a Dios en el trueno. Pero
el Señor no se encuentra en los fenómenos tradicionales de su poder. Cuando cesa el ruido, Elías
oye «un susurro silencioso», y es entonces cuando Dios le habla. (1 Reyes 19).

¿Habla Dios con voz fuerte o en un soplo de silencio? ¿Tomaremos como modelo al pueblo
reunido al pie del Sinaí? Probablemente sea una falsa alternativa. Los fenómenos terribles que
acompañan la entrega de los diez mandamientos subrayan su importancia. Guardar los
mandamientos o rechazarlos es una cuestión de vida o muerte. Quien ve a un niño correr hacia un
coche que está pasando tiene razón de gritar lo fuerte que pueda. En situaciones análogas, han
habido profetas que han anunciado la palabra de Dios de modo que resuene fuertemente a
nuestros oídos.

Palabras que se dicen con voz fuerte se hacen oír, impresionan. Pero sabemos bien que éstas no
tocan casi los corazones. En lugar de una acogida, éstas encuentran resistencia. La experiencia de
Elías muestras que Dios no quiere impresionarnos, sino ser comprendido y acogido. Dios ha
escogido «una voz de fino silencio» para hablar. Es una paradoja:

Dios es silencioso, y sin embargo habla

Cuando la palabra de Dios se hace «voz de fino silencio», es más eficaz que nunca para cambiar
nuestros corazones. El huracán del monte Sinaí resquebrajaba las rocas, pero la palabra silenciosa
de Dios es capaz de romper los corazones de piedra. Para el propio Elías, el súbito silencio era
probablemente más temible que el huracán y el trueno. Las manifestaciones poderosas de Dios le
eran, en cierto sentido, familiares. Es el silencio de Dios lo que le desconcierta, pues resulta tan
diferente a todo loque Elías conocía hasta entonces.

El silencio nos prepara a un nuevo encuentro con Dios. En el silencio, la palabra de Dios puede
alcanzar los rincones más ocultos de nuestro corazón. En el silencio, la palabra de Dios es «más
cortante que una espada de dos filos: penetra hasta la división del alma y del espíritu.» (Hébreos
4,12). Al hacer silencio, dejamos de escondernos ante Dios, y la luz de Cristo puede alcanzar y
curar y transformar incluso aquello de lo que tenemos vergüenza.

Silencio y amor

Cristo dice: «Éste es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado»
(Juan 15,12). Tenemos necesidad de silencio para acoger estas palabras y ponerlas en práctica.
Cuando estamos agitados einquietos, tenemos tantos argumentos y razones para no perdonar y
no amar demasiado y con facilidad. Pero cuando mantenemos «nuestra alma en paz y en
silencio», estas razones se desvanecen. Quizás evitamos a veces el silencio, prefiriendo en vez
cualquier ruido, cualquier palabra o distracción, porque la paz interior es un asunto arriesgado:
nos hace vacíos y pobres, disuelve la amargura y las rebeliones, y nos conduce al don de nosotros
mismos. Silenciosos y pobres, nuestros corazones son conquistados por el Espíritu Santo, llenos de
un amor incondicional. De manera humilde pero cierta, el silencio conduce a amar

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