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3. Oraciones y doxologías........................................................................................................ 25
Según Jean Daniélou, «Orígenes decía que siempre es peligroso hablar de Dios. Es
cierto que todo lo que decimos de Él nos parece en seguida insignificante, en
comparación con lo que Él es. Y entonces tememos que lo que digamos de Él, más
que manifestarlo, lo oculte, y constituya más un obstáculo que una ayuda»1. Sin
embargo, hablar de Dios se nos presenta como una tarea a la cual no podemos
renunciar. Si la teología es, en efecto, la búsqueda de la inteligencia de la fe ―fides
quaerens intellectum― necesariamente tendremos que hablar de Dios. El problema
parece estar centrado no en el hecho mismo de hablar de (sobre) Dios, sino más bien
en cómo lo hacemos2 y cuáles son las pre-concepciones3 que sobre él tenemos o
imágenes que nosotros mismos nos hemos construido y que nos impulsan a hablar de
Dios de un modo determinado.
Nos preguntamos, entonces, por la imagen de Dios que nos hemos ido forjando a lo
largo de nuestra vida. Esta es la motivación fundamental de este escrito: redescubrir o
descubrir, si fuere necesario, corrigiendo nuestras pre-concepciones, el verdadero
rostro de Dios, el Dios de Jesucristo.
1
J. Danielou: Dios y nosotros. Cristiandad, Madrid 2003, 39.
2
Con palabras de W. Kasper: «la pregunta es ahora cómo podemos hablar sobre Dios de modo
inteligible en esta situación», en El Dios de Jesucristo. Sígueme, Salamanca 2001, 23. Esto es, la situación
del mundo actual donde Dios ya no es tan evidente.
3
Sobre el problema hermenéutico y la valoración de las pre-concepciones respecto de un texto o un
pensamiento determinado, y que en este caso habría que aplicar al «misterio de Dios», véase H.-G.
Gadamer: Verdad y Método I. Sígueme, Salamanca 1977, 333; M. de la Maza: «Fundamentos de la
filosofía hermenéutica: Heidegger y Gadamer». Teología y Vida XLVI (2005), 133.
deficiencia que se manifiesta, entre otras cosas, en las falsas concepciones de Dios, y
que en la práctica se traducen, por ejemplo, en la dificultad para establecer un diálogo
amoroso con él por medio de la oración, o bien, en la dificultad para pedir y recibir el
perdón de Dios, con el siempre latente y desordenado deseo de querer merecer
personalmente antes que aceptar la gratuidad de la misericordia de Dios.
¿Dónde, pues, encontrar el auténtico rostro de Dios? Leyendo los evangelios sabemos
que el único que nos puede mostrar el verdadero rostro de Dios es su Hijo Jesucristo,
pues, «sólo el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» conoce bien al Padre
(Mt 11,27; Lc 10,22). El diálogo entre Jesús y Tomás, que el cuarto evangelio ha
registrado, es la respuesta: «Tomás le dijo: ―Pero, Señor, no sabemos adónde vas,
¿cómo vamos a saber el camino? Jesús le respondió: ―Yo soy el camino, la verdad y
la vida. Nadie puede llegar hasta el Padre, sino por mí. Si me conocieran, conocerían
también a mi Padre» (Jn 14,5-7). Siguiendo esto último, bien podemos afirmar que la
cristología es la llave o clave que nos permite acceder al misterio de Dios, y en este
caso, el Dios de Jesucristo. Usando un lenguaje matemático, nos atrevemos a decir
que el conocimiento del misterio de Dios es directamente proporcional al conocimiento
del misterio de Jesucristo. ¿Qué camino tomar, entonces, para acceder al misterio de
Dios? Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre. Sólo él puede decirnos quién
es nuestro Dios.
I. LA REVELACIÓN DEL MISTERIO TRINITARIO
1. Antiguo Testamento
Diversos Padres de la Iglesia han querido ver en los textos en que se emplea el plural
con relación a Dios (especialmente en los textos del Génesis que narran la creación) y
en algunas teofanías un preanuncio de la Trinidad. No parece, sin embargo, que ahí
se encuentre una insinuación del misterio (se trata más bien de un plural mayestático);
de modo que los comentarios patrísticos deben ser interpretados como
acomodaciones hechas a la luz del N. Testamento. Más importancia tienen, en
cambio, los textos veterotestamentarios sobre la paternidad divina, sobre la palabra y
sabiduría de Dios y sobre el espíritu.
c) El espíritu. Del espíritu (rúah) se habla desde el versículo segundo del Génesis
como fuerza creadora y suscitadora de vida. Dios opera por su espíritu, por su virtud, y
opera tanto en la vida física (Gen 1,2; 2,7; Ps 104,3), como en la vida religiosa. A él se
le atribuye siempre lo que hacen los jefes del pueblo o su entusiasmo en llevar
adelante las empresas trazadas (cfr. Jdt 3,10; Jue 6,34; 14,5,19; 15,14-15). Algunos
reciben el don de Dios como una especie de espíritu permanente y que les da fuerza y
los mantiene siempre fieles y firmes en su misión, es el caso de José, de Moisés, de
Josué, de David, de Eliseo, etc. También la vida moral recibe su fuerza a través de ese
espíritu; y de él se dice que se derramará para restaurar el orden moral con ese
corazón nuevo que, en la era mesiánica, será dado al pueblo (cfr. Is 32,15; Jer 31,31-
34; Ez 25,27). El Mesías estará lleno de ese espíritu, y el espíritu será derramado en el
tiempo mesiánico. En todos esos textos se nos habla de la virtud misteriosa y oculta y
potentísima de Dios, pero todavía sin revelarnos a la tercera persona de la Trinidad.
2. Nuevo Testamento
a) Dios Padre y Dios Hijo. Cristo recoge el mensaje del A. T. sobre la paternidad
divina, dándole una ulterior hondura, manifestando el amor de Dios hacia los hombres
y la necesidad de que éstos se vuelvan a Dios con amor y fe. Así la oración ha de
dirigirse al Padre, en lo secreto del corazón (Mt 6,6; Mc 11,25); hemos de invocarle
como a Padre nuestro (Lc 11,1-13), poniendo en Él toda nuestra confianza (Lc 12,22-
23); esta filiación es condición de la entrada en el reino (Mt 18,3), etc. El Dios de los
cristianos es, con toda hondura, Padre.
A la vez, otra serie de textos nos hablan del Padre no como «Padre nuestro», sino
como «Padre de Cristo». Existen relaciones especiales entre el Padre y el Hijo, Cristo
mismo (Mt 11,37). Dios Padre ama a Cristo, y así lo repite Él muchas veces (Jn 3,35;
5,20; 10,17; 15,9; 17,23-24.26). Jesús quiere además que el mundo conozca que Él
ama al Padre (Jn 14,31) y que el Padre le ama (Jn 17,23), que sepa del amor eterno
del Padre al Hijo antes de la constitución del mundo (Jn 17,24). Porque el Padre ama a
Cristo,'no tiene secretos para Él (Jn 5,20) y le da todo poder (Jn 3,35), entregando
Cristo a su vez la vida por los demás, amándolos hasta el extremo (Jn 10,17).
La manifestación de las especiales relaciones del Hijo, Cristo, con el Padre vienen
entremezcladas con la Revelación que Cristo hace de su propia divinidad.
Inicialmente, para no chocar con el monoteísmo de los judíos, va revelándola poco a
poco a través del recalcar su dignidad eminente (Mc 1,41; Mt 8,7); del operar la
remisión de los pecados, efecto que sólo puede realizar Dios (Mc 2,5.10); del
declararse superior al sábado y a la Ley, regulándola, dándole nuevo sentido por el
amor (Mc 2,8), y corrigiéndola en una nueva y más profunda orientación ética
decididamente personalizante (Mt 5); etc. Luego procede a declaraciones más
explícitas. Se llama Hijo de Dios en la confesión de Pedro (Mt 16,16) y en su propia
confesión ante el pontífice (Lc 22,66 ss.); a los que se unen esos otros lugares en los
que aparece como Mesías e Hijo de Dios Padre: los ya mencionados y otros más, y
los numerosos textos del evangelio de S. Juan, especialmente abundante a este
respecto (cfr. especialmente Jn 10,22-39).
b) El Espíritu Santo. Del Espíritu se habla con profusión desde el inicio de los
Evangelios. Aparece en la Anunciación, narrada en Lc 1,35, como virtud operativa de
Dios sobre María. En el bautismo de Jesús inaugura Él la vida pública del Hijo (Mc 1,9-
11). Y una vez iniciada esa vida pública, el Espíritu interviene constantemente en ella;
contradecir la obra de Cristo es blasfemar contra el Espíritu (Lc 12,10), y a quienes
confiesen a Cristo, los asiste el Espíritu (Lc 10.11-12). Los Hechos de los Apóstoles
describen la obra del Espíritu en la historia de la expansión del cristianismo primitivo,
debiéndose a Él el progreso de la predicación cristiana. Así como la historia de Israel
iba siempre empujada y guiada por la virtud de Yahwéh, la historia de la nueva alianza
la conduce y empuja el Espíritu: Él dirige la Iglesia según la promesa de Jesús (Hch
1,8). Todo es atribuido al Espíritu, a partir del hecho fundamental de Pentecostés (Hch
2,14), con el cual se cumplió en la Iglesia la efusión del Espíritu con el don de lenguas
y el fuego como una de las manifestaciones de Dios (Joel 3,13; Hch 2,14-17). En torno
al don de lenguas se manifiesta la unidad de todo el pueblo nuevo y en especial de los
reunidos allí (Hch 2,4; 4,31). El don del Espíritu Santo da la fuerza del testimonio (Act
1,8; 9,31), y parece que no puede darse un testimonio extraordinario sin esa fuerza del
Espíritu, sin estar llenos del Espíritu (Hch 4,8; 7,35); a ello se refiere también la
expresión «obrar bajo el influjo del Espíritu Santo» (Hch 6,33; 9,17; 11,24.28; 13,932).
Y «resistir al Espíritu Santo» quiere decir no cumplir la voluntad de Dios, sobre todo la
manifestada por la Ley (Hch 7,51-53).
La Trinidad Beatísima es una verdad que trasciende nuestra razón y que sólo puede
ser conocida por Revelación. Dios, que había ido preparando esa revelación a lo largo
del A. T., la manifestó en Cristo. Nuestro Señor al dar a conocer su propia divinidad y
su condición de Hijo del Padre, y al hablarnos del Espíritu Santo, igual a Él y al Padre
en poder y dignidad, realizó esa Revelación. La palabra de Cristo, así como las
expresiones inspiradas que sobre la Trinidad se encuentran en los escritos del N.
Testamento, constituyen regla de fe para el cristiano. Es claro, sin embargo, que al
intentar predicar y explicar ese dogma, y al exponerlo en otros idiomas, los cristianos
tenían que realizar un esfuerzo para encontrar palabras y explicaciones que
transmitieran fielmente la verdad revelada. La inefabilidad del misterio hace ver que se
trata de una tarea difícil; no es por eso extraño que a lo largo de la Historia, no todos
los intentos de explicación del dogma trinitario, sean felices, y que a veces surjan
términos que no consiguen expresar adecuadamente la fe. Pero no deben
sorprendernos, pues los dogmas poco a poco se han ido definiendo.
En la historia del dogma trinitario comprobamos con una especial intensidad el choque
y posterior diálogo de la cultura griega con la judeocristiana. Lejos de pensar, como
han afirmado determinadas teologías protestantes liberales, modernistas y
centroeuropeas, que hubo una helenización del cristianismo; pensamos que los
cristianos, en su diálogo con la cultura del momento, respondieron deshelenizando el
neoplatonismo con el dogma trinitario. Los Santos Padres cristianizaron los elementos
de la cultura griega. La dogmática cristiana no es fruto de la filosofía griega, y es que
los cristianos de los primeros siglos dialogaron con la cultura helénica, pero no
cedieron, ni perdieron su fidelidad a la fe revelada por Cristo. La Trinidad no es un
invento cristiano, tal y como se ha querido afirmar, es fruto de la revelación de Cristo, y
explicitado contra y frente a la cultura helénica, que desarman en sus expresiones y
contenidos.
La Trinidad en los Padres apostólicos no está explicada más que lo referido en las
Escrituras. Constatamos como la comunidad cristiana vivía su fe trinitaria en la liturgia,
tal y como nos indica la Didajé, donde aparece la referencia pastoral y simbólica
trinitaria constantemente. El bautismo se hará en el nombre del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo, en una triple inmersión y ablución. También es interesante la mención
en la carta de Clemente a los Corintios, en la que, ante los problemas de esa
comunidad, hace un interrogante retórico de si no tenemos un solo Dios, un solo Cristo
y un solo Espíritu de gracia. Es un modelo para la vida eclesial la vida comunitaria,
semejante a la Trinidad. El Espíritu Santo es ya santificador de la Iglesia, es fuente de
la paz, es el que guía y mueve a los ministros de Dios para perdonar los pecados y a
los Apóstoles. La Iglesia está guiada e impulsada por el Espíritu Santo. San Ignacio de
Antioquía mantiene también ese esquema Trinitario aplicado a la vida eclesial,
recomienda la unidad de la Iglesia según el modelo del Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Está usando la cristología pura de San Juan, al que cita preferentemente en sus
cartas. Estamos en un contexto profundamente antignóstico, de ahí que llame a Jesús
"logos de Dios", venido en carne. La carta a Bernabé indica como el Espíritu inspiró a
los profetas y preparó a aquellos a través de los cuales Dios nos llama. Es una
cristología pneumática. Su esquema es creacional, de hecho aparece el diálogo entre
el Padre y el Hijo, "hagamos al hombre a imagen y semejanza", en una línea
preexistente del hombre.
Desde el siglo II y más en el III, nos encontramos con la teología de los Padres
apologistas. Arístides, San Justino, Taciano, Atenágoras, Tertuliano u Orígenes,...
todos ellos mantienen la repetición del esquema bautismal, en cuya profesión de fe
repiten y mantienen. Se bautiza en el nombre del Padre, Hijo y Espíritu Santo. Cuando
hablan de Dios, no olvidemos que estamos en un ambiente antignóstico, lo hacen
desde una trinidad económica, por eso sus expresiones nos parecen hoy algo
desafortunadas, estamos iniciando una explicitación del Misterio y esto produce
problemas. Tienden a hablar de la Trinidad desde lo dinámico, lo económico y no
desde lo inmanente o las relaciones de unos y otros. Por eso la terminología que
emplean es estoica y platónica, incompleta para nosotros y errónea, es una referencia
constante al logos. En estas comunidades hay unos ataques constantes por parte de
los filósofos, y se defienden usando un lenguaje semejante al estoico y platónico.
Hablan de logos, de la palabra como analogía trinitaria, palabra que inspira las
Escrituras y que se encarna. La palabra no es pronunciable sin el Espíritu. Además
añaden los conceptos de fuego y luz, como los estoicos. La expresión "luz de luz", se
está elaborando ahora, del fuego sale el fuego, "es lo mismo pero es distinto, no
pierde nada de sí".
San Justino habla en sus apologías de las semillas del logos, en todos los hombres
habría algo de verdad, de semilla del logos, pero no hemos conocido verdaderamente
y en plenitud esto, hasta que esa sabiduría se ha encarnado en Jesucristo. No hay
más verdad real que Jesucristo. En su "Diálogo con Trifón" pone de manifiesto como el
Hijo estaba con el Padre antes de todas las criaturas. San Justino está deshelenizando
el platonismo, porque aquí el logos es Unigénito, y además se ha encarnado.
Estoicamente tiene analogías lingüísticas porque usa logos y luz, "cuando proferimos
una palabra engendramos una palabra pero no amputamos la palabra, igual que un
fuego enciende otro fuego, creamos una palabra sin que sufra otra palabra interior".
Los neoplatónicos afirmaban que todo lo creado son participaciones de las
percepciones del sumo bien, el hombre es una participación suprema de la percepción
divina. Para los cristianos no hay emanación cuando hablamos del Hijo, sino que es
engendrado, es generado sin perder nada de si, como una llama otra llama, un fuego
otro fuego, una luz otra luz. Estas ideas se repetirán en nuestro credo.
El principal teólogo, defensor y luchador contra los gnósticos es San Ireneo de Lyon.
Atiende a un Cristo mediador y recapitulador de la creación. Es la teología del
intercambio, Jesucristo se hace hijo del hombre, para que los hombres nos hagamos
hijos de Dios, se hace obediente para que obedezcamos nosotros a Dios. Así inaugura
una nueva humanidad. Insistirá en la unidad radical de Dios, para desde ahí proponer
la Trinidad, la mediación de Cristo, encarnado y antes engendrado.
Las teorías adopcionistas fueron condenadas por la Iglesia afirmando que el Logos y
el Padre eran "homousiou", de igual sustancia o naturaleza. La vertiente modalista o
sabeliana, indicaba que Dios era una sola persona, una pero con tres modos diversos
de aparecer. Así, explicaban que Dios como creador y legislador le llamamos Padre,
como redentor lo llamamos Hijo, y como santificador e inspirador lo denominamos
Espíritu Santo. Son tres modos, no tres personas distintas como luego se afirmaría.
El primer gran problema lo suscita el sacerdote egipcio Arrio, para quien: Dios Padre
en la Escritura es eterno, omnipotente e inmutable, el logos encarnado dice que nació,
que es engendrado, sufrió y murió en la cruz, luego es de naturaleza mudable. La
conclusión es clara, el inmutable según la naturaleza y el mutable según la naturaleza,
no pueden ser de la misma naturaleza, no son "homousiou". Deduce Arrio que el
Padre y el Hijo son de naturalezas distintas, el Padre el Dios, pero el Hijo es hombre,
el logos es criatura, fue creado y no es consustancial al Padre por ser mudable. La
Trinidad queda trastocada, no es un Dios en tres personas, sino que es el Padre
únicamente Dios.
El Concilio de Nicea del 325 es convocado para resolver esta polémica y determinar
cuál es la naturaleza del Hijo. No logra resolverlo del todo, pero pone los cimientos y
las bases para seguir avanzando en la explicitación del misterio trinitario. Nicea
afirmará que el Hijo es consustancial al Padre, es "homousios tou patri", exactamente
lo contrario que había afirmado Arrio. La explicación la conocemos porque se basa en
el lenguaje del estoicismo platónico, "Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios
verdadero", significa que son una misma divinidad, una misma cosa. Sigue el Concilio
afirmando: es Unigénito, "monogenés", "de la misma naturaleza que el Padre", "ousia
tou patros", "engendrado no creado" es la afirmación que ataca directamente el
arrianismo, por el cual fue todo hecho. Es decir, no hubo un tiempo en que no
existiera. El texto continúa afirmando la encarnación: "se hizo hombre, se encarnó,
padeció y resucitó por nosotros los hombres y por nuestra salvación. Sigue el texto
afirmando sin más "y en el Espíritu Santo", "kai eis to agiou pneuma". No hay polémica
en la cuestión del Espíritu por lo que dejan así la expresión. Sigue al símbolo de la fe
una condena explicita del arrianismo frase por frase.
La fórmula empleada en Nicea, si bien era apoyada por la mayoría de los padres; su
fórmula "homousios", consustancial, había sido de consenso, y no acababa de definir
ni de matizar lo suficiente. Es por eso que tras Nicea se multiplican los errores y la
confusión. Estos errores trinitarios y cristológicos están cerca en algunos casos del
arrianismo, en otros casos en las posiciones contrarias.
Cada "hipostasis" es ser según si mismo: "einai, kat´ekaston", una divinidad, una
esencia y tres hipostasis, tres relativos. Las propiedades de cada persona lo son en
relación unas con otras. San Basilio afirmará así la Paternidad, la Filiación y la
Santificación, para establecer al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. En Gregorio
Nacianceno predomina la idea de identificar al Padre como el no engendrado, al Hijo
como el engendrado y al Espíritu como procedente. Constantinopla recoge estas
terminologías matizando la fe de Nicea, y aclarando el lenguaje sobre el Espíritu.
Estos problemas trinitarios llegan así casi a su fin. Desde este momento, las
controversias son cristológicas, el problema está en explicar en Jesucristo su
naturaleza humana y divina a la vez, su relación y persona. La Trinidad no es
discutida, aunque la expresión Niceno-constantinopolitana quedará como punto de
unidad para los Concilios posteriores de Éfeso en el 431 y Calcedonia en el 451.
El añadido que se hace a Nicea es que "se encarnó y que nació de María la Virgen, y
del Espíritu Santo", "por el cual fueron creadas todas la cosas", no son afirmaciones
filosóficas, usan la teología de los Capadocios, que llaman al Espíritu Santo Señor,
"Señor y dador de vida". Significa que el Espíritu es creador, no criatura, procede del
Padre, es decir, es diferente del Padre y del Hijo, es distinto. El problema es si
estamos ante otro hijo. ¿Por qué unas relaciones son de filiación paternidad y la otra
no? Será San Agustín el que lo resuelva. Originariamente en el Credo se aprueba que
el Espíritu Santo "procede del Padre". San Agustín es partidario de afirmar la
"procedencia del Padre y del Hijo". Notamos como luego, en la Iglesia Occidental se
añade la fórmula agustiniana en el Credo, hecho que trajo un elemento más de ruptura
con las Iglesias Orientales.
El Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo como de un único principio (íbid,
5,14,15), pero principaliter del Padre, pues el Padre, que es «el principio de la deidad»
(íbid, 4,20,29), concede al Hijo el espirar el Espíritu Santo (íbid , 15,17,29, ln lo 99,8-9),
procede como Amor, y, por tanto, no es engendrado, pues propio del amor es no ser
imagen, sino peso, don, comunión. De este modo, Agustín ofrece la razón teológica,
que Santo Tomás recoge, que permite vislumbrar la distinción entre la generación del
Hijo y la procesión del Espíritu Santo, una de las tres cuestiones que había prometido
esclarecer al principio del De Trinitate (1,5,8), y sobre la que vuelve varias veces a lo
largo de la obra «La voluntad [= amor] procede del pensamiento, pero no como
imagen del pensamiento, y, por ende, en esta realidad se insinúa una cierta diferencia
entre nacimiento y procesión. No es lo mismo ver con el pensamiento que desear y
gozar con la voluntad » (De Trin. 15,27,50, cf 9,12,18). En cambio, «el Hijo en tanto es
Hijo en cuanto es Verbo, y en tanto es Verbo en cuanto es Hijo» (íbid., 7,2,3). La
explicación «psicológica» de la Trinidad permite, en fin, ilustrar, a la vez, el misterio del
hombre, creado a imagen de Dios. La reflexión agustiniana es original y profunda
busca esta imagen en el hombre exterior (íbid , 1 1 ), mas la encuentra sólo en el
hombre interior, en la mente, y la expresa con la fórmula mens, notitia, amor, o con
aquella otra que es una «trinidad mas evidente» (íbid , 15,3,5) memoria, intelligentia,
voluntas. Esta última tríada, por tener un doble objeto, Dios y el hombre, se convierte
en memoria, inteligencia y amor de sí (íbid , 10), o en memoria, inteligencia y amor de
Dios (íbid , 14-15), que es la semejanza más cercana, pero que no deja de ser una
«semejanza desemejante» (Ep. 169,6, De Trin 15,14,24-16,26).
Para nosotros ésta teología sigue siendo válida, de hecho, la sistematización mejor
sobre la Trinidad es ésta, la agustiniana, recuperada y engrandecida tras el Concilio
Vaticano II. San Agustín es un autor que sigue estando el alza, dada la fecundidad y
profundidad de su pensamiento. En lo Trinitario y Cristológico presenta un dinamismo
que más tarde perdió la Escolástica, y que en el siglo XX volvió con fuerza.
4. Teología trinitaria en el medievo
Santo Tomás de Aquino analiza la esencia divina, Dios es puro ser y su esencia es
existir. Por eso la Trinidad la estudia desde las dos procesiones eternas inmanentes,
reveladas en la Escritura. La primera de ellas se ilustra desde la analogía de la
generación del verbo mental en la inteligencia creada; la segunda desde la analogía
de la espiración amorosa por parte de la voluntad creada. Sus fuentes principales son
San Agustín y Ricardo de San Víctor, llegando al desarrollo trinitario más profundo,
aunque excesivo en cuanto sus categorías terminológicas y especulativas.
Duns Escoto, de finales del siglo XIII, elaboró también un tratado sobre la Trinidad, en
la que coordina las tradiciones agustiniana y la tomista, con las procesiones
inmanentes del alma humana. Tropieza de nuevo con la necesidad de las procesiones
divinas, como le sucediera a San Buenaventura.
En la Trinidad, las analogías a Dios se atribuían sin tiempo ni especie, y así el Hijo
procedía del Padre por generación espiritual, sin tiempo ni espacio, pero ahora la
definición de Santo Tomás de Aquino del ser dice que "procede de otro ser como
principio viviente y le comunica su misma naturaleza". Es un intercambio que tiende a
racionalizar el Misterio trinitario, la frescura de San Agustín se va perdiendo en
disquisiciones más racionalistas. Esta situación nos lleva incluso a la interpretación
actual de San Agustín, frecuentemente entendida con el espíritu medieval que no le
corresponde.
1. La profesión de fe bautismal
«Fuiste interrogado: ¿Crees en Dios Padre omnipotente? Dijiste: Creo, y fuiste sumergido en el agua, es
decir, fuiste sepultado. De nuevo fuiste interrogado: ¿Crees en Nuestro Señor Jesucristo y en su Cruz?
Dijiste: Creo, y fuiste sumergido... Por tercera vez fuiste interrogado: ¿Crees también en el Espíritu Santo?
Dijiste: Creo, y por tercera vez fuiste sumergido» (De sacramentis, 2,7,20; cfr. también De mysteriis, 5,28;
ambos en J. Quasten).
2. Los Símbolos de la fe
Muy unidos a la liturgia bautismal, así como a la necesidad de oponerse a las herejías,
están los Símbolos de la fe, es decir, las fórmulas breves en las que se compendian o
resumen las verdades que el cristiano debe creer y profesar. Sin entrar aquí a trazar
las líneas generales de la historia de estos SÍMBOLOS, limitémonos a poner de
manifiesto lo que se refiere a la Trinidad. Insinuaciones, referencias o ecos de
profesiones de la fe trinitaria pueden verse en S. Clemente Romano (Carta a los
Corintios, 46,6 y 58,2), en S. Ignacio de Antioquía (Magn. 13,1) y en S. Justino (I
Apología, 21,31,46 y 61; 11 Apología, 6; Diálogo con Trilón, 85), pero ninguno de ellos
reproduce el Símbolo. Una obra apócrifa, escrita entre los años 160-170, nos da un
texto breve de Símbolo en cinco artículos: (creemos) «en el Padre omnipotente, y en
Jesucristo, y en el Espíritu Santo, y en la Santa Iglesia, y en la remisión de los
pecados» (Denz.Sch. l).
«La Iglesia, extendida por todo el mundo hasta los extremos de la tierra, recibió de los Apóstoles y de los
discípulos la fe en un Dios Padre omnipotente, que hizo el cielo, la tierra y el mar y todo lo que en ellos se
contiene; y en Jesucristo Hijo de Dios encarnado para nuestra salvación; y en el Espíritu Santo, que
predicó por los profetas la disposición de Dios, y la venida, y la generación a partir de la Virgen, la pasión
y la resurrección ... » (Adv. haer. 1110,1-2; PG 7,549-550).
Como puede verse, la relación de la obra de Cristo es incluida, en cuanto predicha por
los profetas, en dependencia del tercer artículo de la fe trinitaria en lugar de en
dependencia del segundo artículo, como ocurre en cambio en otros textos. Es un
detalle interesante por lo que respecta a la historia del Símbolo, pero marginal a
nuestro tema: en cualquier caso la fe trinitaria resulta clara y palmaria.
Diversos autores de principios del s. IV nos ofrecen ya la fórmula neta y definitiva del
Símbolo que se ha llamado Símbolo de los Apóstoles. Hay de él dos versiones: la de
Rufino y la de Marcelo de Ancira. Citemos la primera:
«Creo en Dios Padre omnipotente; y en Jesucristo su Hijo unigénito, Nuestro Señor, que nació del Espíritu
Santo y de María Virgen, que bajo el poder de Poncio Pilato fue crucificado y sepultado, al tercer día
resucitó de entre los muertos, subió a los cielos, y está sentado a la derecha del Padre de donde vendrá a
juzgar a los vivos y a los muertos. Y en el Espíritu Santo, la Santa Iglesia, la remisión de los pecados, la
resurrección de la carne» (Denz.Sch. 12).
«¡Oh luz alegre de la santa gloria del Padre inmortal, celeste, santo, bienaventurado Jesucristo; al
acercarnos al ocaso, percibiendo la luz vespertina, alabamos al Padre, y al Hijo, y al Santo Espíritu de
Dios. Eres digno de ser celebrado en todos los tiempos, cien veces santo, oh Hijo de Dios, dador de vida;
por lo cual el mundo entero te glorifica».
«Junto a la fórmula breve -podemos concluir con Lebreton-, a partir del s. II existe una
fórmula más explícita y más solemne en que se hallan nombradas las tres personas
divinas. Esta doxología es atestiguada por S. Justino, se lee en Clemente de
Alejandría, en S. Hipólito, en Orígenes, en S. Dionisio de Alejandría, en muchas Actas
de mártires y en muchas piezas litúrgicas. Puede revestir dos formas diversas: a veces
es el Padre solo a quien se ofrece directamente el homenaje, pero se le ofrece por el
Hijo en el Espíritu Santo, o, según una fórmula más rara, por el Hijo y por el Espíritu
Santo. Otras veces, la Iglesia glorifica al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, o también al
Padre con el Hijo y el Espíritu Santo» (o.c. 11,629-630).
Como ya hemos apuntado, uno de los factores que estimulan la formación de la regla
de la fe es el de desviaciones que pervertían la misma fe. El Símbolo profesado en el
Bautismo es la regla que permite rechazar a todo aquel que no profesa en su vida y en
su doctrina las verdades que un día prometió solemnemente con el sello bautismal.
Los cristianos de los primeros siglos tenían una gran sensibilidad para ello y
descubrían inmediatamente los errores que venían excluidos por la misma regla de la
fe.
Hacia el a. 217 llegó a Roma otro modalista, el más famoso, cuyo nombre sirvió
históricamente para designar toda esta corriente: Sabelio. Parte, como todos, de la
afirmación de la unidad divina, entendiéndola de tal modo que concluye que el Padre y
el Hijo no son más que dos nombres para acciones diversas, no existiendo diferencia
real entre ambos. Padre, Hijo y Espíritu Santo no son más que tres energías de la
misma divinidad. El Espíritu, que se identifica con el Verbo, tomó carne de la Virgen y
es Padre también y, por tanto, compassus est con el Hijo. Es un monarquianismo
nominal o modalista, o un modalismo monarquiano, siendo uno sólo el Principio divino
y tres los nombres o modos.
Arrio niega la Trinidad por la vía de romper su unidad. Afirma que hay tres hipóstasis,
pero dice que son otras tantas ousias o sustancias, no teniendo de común entre ellas
la misma esencia o naturaleza. Hay un solo Dios y éste es inengendrado, sin principio,
innacido, no inspirado, atributos que no pueden aplicarse ni al Hijo ni al Espíritu Santo.
El Verbo es sin duda, concluye, la más noble de todas las criaturas, pero a fin de
cuentas criatura, habiéndose dado un tiempo en que no existía el Verbo, y ya que éste
ha comenzado a existir, no es, por tanto, Dios verdadero. Si se le llama Dios lo es por
gracia (katá charim), por adopción (Adopcionismo).
5. El Concilio de Nicea
La regla de fe y Símbolo de Nicea fue considerado como muro inexpugnable contra los
errores y las herejías (Teodoreto, Historia eclesiástica, 11,17). Sin embargo, los
arrianos continuaron su camino dando origen a diversos brotes o corrientes entre las
que podemos enumerar: los anomeos, según los cuales el Hijo es anómoios, es decir,
diverso por naturaleza del Padre, siendo sus defensores principales Aecio y Eunomio;
los orneos, para quienes el Hijo es omoios, es decir, semejante al Padre, y cuyos
promotores fueron Acacio de Cesarea, Eusebio de Emesa y Jorge de Laodicea; y por
último, los homoiusianos, llamados también semiarrianos, que enseñan que el Hijo es
semejante en la esencia al Padre, entre los que se pueden citar a Basilio de Ancira,
Eustatio de Sebaste, Eleusio de Cizico, Sabino de Eraclea y sobre todo Macedonio,
obispo de Constantinopla, que da el nombre a la herejía que negaba la divinidad del
Espíritu Santo. Las tendencias arrianas proponen a lo largo de estos años diversas
fórmulas de fe en las que no se recoge el omousios (consubstancial) de Nicea, pero en
las que tampoco se emplea la cruda fórmula arriana anómois (desemejante), sino que
se basan sobre todo en el concepto de semejanza (omoios), yendo hacia un cierto
subordinacionismo.
No es necesario trazar aquí las vicisitudes históricas de este movimiento; sino que nos
vamos a limitar a hacer referencia al Concilio con el que se cierra este periodo: el I de
los de Constantinopla. Un punto debe ser subrayado: En la controversia arriana, y la
semiarriana inmediatamente posterior, está implicada principalmente la doctrina sobre
la segunda Persona de la Trinidad, el Hijo, esclareciéndose su naturaleza divina; del
Espíritu Santo, en cambio, no se trata directamente, aunque, como es obvio, su verdad
está constantemente presupuesta. De hecho, el Símbolo de Nicea se limita, como
veíamos, a mencionarlo. La necesidad de una definición directa se hace sentir al surgir
la tendencia de los pneumatómacos, o rechazadores del Espíritu Santo, cuyo origen
se supone en Egipto ca. 359-360, y a cuyo frente aparece luego Macedonio de
Constantinopla. Todos ellos sostenían un subordinacionismo del Espíritu Santo frente
al Padre y al Hijo, aplicándole, pues, cuanto el arrianismo aplicaba al Hijo.
A esta herejía hace referencia el Conc. de Constantinopla (a. 381) mediante una
ampliación del Símbolo niceno, dando así origen al Símbolo llamado
«nicenoconstantinopolitano» (Denz.Sch. 150). Así afirma que creemos en el Espíritu
Santo «Señor y vivificador, que procede del Padre, que juntamente con el Padre y el
Hijo es adorado y conglorificado». Con ello se afirma la divinidad del Espíritu Santo,
mediante una serie de expresiones adecuadamente escogidas: el «Señor», con pleno
sentido bíblico, significa la divinidad del Espíritu Santo; el «que procede del Padre»
pone de manifiesto su origen del Padre contra los macedonianos, que insistían en que
era una simple criatura del Hijo; el «que con el Padre y el Hijo es adorado y
conglorificado» recuerda la controversia entre S. Basilio y los herejes que le llevaron a
redactar su obra De Spiritu Sancto. Esta adoración y veneración común con el Padre y
con el Hijo manifiesta también que el Espíritu Santo es de naturaleza divina. A
continuación el Símbolo prosigue narrando la obra de la santificación, como apropiada
al Espíritu Santo: «que habló por los profetas. Y (creemos) en una Iglesia santa,
católica y apostólica. Confesamos un Bautismo para remisión de los pecados. Y
esperamos la resurrección de los muertos y la vida del siglo futuro».
7. La cuestión del «Filioque»
El uso del Filioque, sin embargo, se mantiene y difunde. Continúan también las
polémicas entre latinos y griegos al respecto, en las que intervienen los grandes
autores medievales: S. Anselmo, De processione Spiritus sancti contrae graecos; S.
Tomás de Aquino, Contra errores graecorum y Sum. Th. 1 q36 2-4, etc. De otra parte,
las especulaciones medievales, aunque llevan a amplios desarrollos teológicos,
desembocan en algún caso en errores; concretamente algunos autores inciden en una
desviación que ya había tenido ciertas manifestaciones en la época patrística: el
triteísmo, herejía que consiste en afirmar la igualdad de las tres divinas Personas, pero
rompiendo la unidad, viendo en la Trinidad no un único Dios en tres Personas, sino
tres Dioses. Todo ello constituye el trasfondo de las definiciones trinitarias de tres
importantes Concilios ecuménicos: el IV de Letrán, el 11 de Lyon y el de Florencia.
El Conc. Lateranense IV declara que «uno sólo es el verdadero Dios... Padre, Hijo y
Espíritu Santo: tres personas ciertamente, pero una sola esencia, substancia o
naturaleza absolutamente simple» (Denz.Sch. 800, cfr. también 801 y 803-806). En el
II de Lyon se dirige a los griegos una profesión de fe en la que se subraya la procesión
del Espíritu Santo del Padre y del Hijo diciendo: «Creemos en el Espíritu Santo, pleno,
perfecto y verdadero Dios, que procede del Padre y del Hijo ... » (Denz.Sch. 853). En
el de Florencia, la cuestión del Filioque es tratada ampliamente. De una parte se
define que todos los cristianos han de profesar «que el Espíritu Santo procede
eternamente del Padre y del Hijo, y que juntamente con el Padre y el Hijo recibe su
esencia y su ser subsistente, y de uno y de otro procede eternamente como de un solo
principio, y por única espiración» (Denz.Sch. 1300). Defiende luego la legitimidad de la
introducción del inciso Filioque en el Símbolo: «Definimos además que la adición de
las palabras 'y del Hijo' fue lícita y razonablemente puesta en el Símbolo, en gracia a
declarar la verdad y por necesidad entonces urgente» (Denz. Sch. 1302). Y finalmente
muestra la equivalencia entre las expresiones «y del Hijo» y «por el Hijo»:
«Declaramos que lo que los Santos Doctores y Padres dicen cuando afirman que el
Espíritu Santo procede del Padre por el Hijo, se entiende en cuanto que quieren
significar por ello que también el Hijo es, como el Padre, según los griegos, causa, y,
según los latinos, principio de la subsistencia del Espíritu Santo. Y puesto que todo lo
que es del Padre, el Padre mismo se lo dio a su Hijo unigénito al engendrarlo, fuera de
ser Padre, el que el Espíritu Santo proceda del Hijo lo tiene el Hijo eternamente a partir
del Padre, del que es eternamente engendrado» (Denz.Sch. 1301).
8. Declaraciones posteriores
Con esas decisiones, la doctrina sobre la Trinidad queda esclarecida y zanjada. En los
siglos posteriores se registra sólo alguna vuelta a errores antiguos, mediante rebrotes
en la línea del modalismo o del arrianismo. En la Reforma protestante, tanto Lutero
como Calvino permanecieron fieles al dogma de la Trinidad, y lo mismo hicieron sus
seguidores inmediatos; sólo algunos pequeños grupos de entre los protestantes
negaron la Trinidad, dando origen a los llamados unitarios, entre los que sobresalen
los seguidores de Fausto Socino. En la época del racionalismo y de la Ilustración, los
autores que llegaron a posiciones deístas o panteístas negaron el dogma de la
Trinidad, bien rechazándolo sin más, bien sometiéndolo a reinterpretaciones de tipo
simbolista o secularizante, como ocurre en Hegel. El intento de Rosmini de conciliar el
hegelianismo con la ortodoxia cristiana desembocó en un fracaso, que fue condenado
por León XIII (Denz.Sch. 3225-3226). De cuño racionalista pueden ser considerados
los intentos más o menos velados de reformulación del dogma trinitario lanzados por
algunos autores en los años posteriores a 1960, frente a los cuales una declaración de
la Sagrada Congregación para la Doctrina de la fe, del 21 feb. 1972, después de
resumir las enseñanzas de los Conc. ecuménicos sobre el dogma trinitario, recordaba
que todo ello pertenece a la «verdad inmutable de la fe católica» (AAS 64, 1972, 237-
241). La regla de la fe sobre el misterio de la Trinidad ha sido ya claramente definida.
El desarrollo en la comprensión de la verdad cristiana no puede consistir en ponerla en
duda, sino al contrario, en iluminar desde ella el resto del mensaje de salvación y su
realización en la historia.
BIBLIOGRAFÍA DE LA ASIGNATURA
L.F. MATEO - SECO, Dios Uno y Trino, Eunsa, Pamplona 2005 (2ª ed. corregida).
MANUALES
Otras obras: