Agnus Dei
Agnus Dei
Agnus Dei
Jonh Pielmeier
PRIMER ACTO
Escena Primera
AGNES. — Kyrie elcison, Kyrie eleison, Kyrie eleison. Chistie eleison, Christie
eleison. Kyrie eleison.
MARTA. — Recuerdo que, siendo una niña, fui a ver por lo menos cinco o seis veces
«La Dama de las Camelias», con Greta Garbo. Nunca pude soportar la idea de que muriese
tuberculosa. Cada vez que me sentaba en la butaca, contenía la respiración, expectante
aunque al final salía de mal humor y prometía volver otra vez con la esperanza de ver un
final feliz. En algún archivo perdido de Hollywood tenía que existir una versión doble, una
versión alternativa. Greta Garbo tenía que sobrevivir a la enfermedad. Fleming tenía que
haber llegado a tiempo para salvarla. Incluso hoy quiero creer que existe una doble versión
para todo... escondido en alguna parte tiene que existir un final feliz para cada historia.
Todo depende del interés que pongas en buscarlo y de cuanto lo necesites. (Pausa.)
El cadáver de la niña fue encontrado en una papelera con el cordón umbilical atado
ni cuello. A la madre la encontraron, inconsciente por la pérdida de sangre, a la puerta de
su habitación. La acusaron de homicidio y la juzgaron. Su caso me fue asignado a mí,
doctora Marta Livingstone, siquiatra, quien debía determinar si estaba o no en su sano
juicio. Yo quería ayudar... (a aquella joven créanme).
Escena Segunda
DOCTORA. — Gracias.
DOCTORA. — -Comprendo.
MADRE. — Lucky Strike. (La doctora se ríe.) Mi hermana solía decir que una de las
pocas cosas que se podían creer en este mundo de locos era la honestidad de los fumadores
de tabaco sin emboquillar.
MADRE. — Nadie.
MADRE. — Sí.
MADRE. — No, otra hermana, la Hermana Margarita estaba conmigo. Ella fue la
que avisó a la policía.
MADRE. — No la comprendo.
MADRE. — Sí...
MADRE. — Lo importante es que alguien le dio esa niña, doctora, eso ya lo sabemos.
Pero ocurrió hace aproximadamente doce meses y no veo que la identidad de ese alguien
tenga que ver con el juicio.
MADRE. — Sí...
MADRE. — Exacto. Por eso le ruego que trate a Agnes lo más rápida y sencillamente
que le sea posible. Ella es un ser débil, y no resistirá un interrogatorio...
MADRE. — Sí.
Benedicimus te
MADRE. — Siempre.
AGNES. — Adoramus te
MADRE. — No lo sé.
Domine Deus
Rex coelestis
Jesu Christie
Agnus Dei
Filius Patris
Miserere nobis
DOCTORA. — No.
Miserere nobis.
Tu solus Dominus,
Tu solus Altissimus,
Jesu Christe
Yo quise ser objetiva pero la Madre Miriam no me creyó. Ella no podía saber lo de
Marie, pero debió sospechar algo. Marie era mi hermana pequeña y cuando tenía quince
años, decidió que tenía vocación y quiso ingresar en un convento. Mi madre la llevó sin
pensarlo dos veces y nunca más volví a verla. Una noche me avisaron de que Marie había
muerto de una apendicitis aguda sin recibir asistencia médica, porque la Madre superiora
no accedió a que la llevaran a un hospital. (Se ríe.) En el fondo de mi corazón, creo que no
podía ser muy objetiva e imparcial, ¿verdad? Pero, lo intenté.
(Pausa.)
Recuerdo la espera para poder ver el cadáver de mi hermana Marie, en una pequeña
celda del convento. Contemplando aquellas paredes, aquél suelo inmaculado, me dije:
«Dios mío, qué metáfora para estas mentes». En aquel momento me di cuenta de que mi
religión y mi Dios es esto, mi mente. Cada cosa de este mundo que no comprendo está
contenida en estos pocos centímetros cúbicos. Bajo esta concha de piel, huesos y sangre
tengo el secreto de absolutamente todo. Cuando miro un árbol me digo: «No es maravilloso
que yo haya creado algo tan verde?». Dios no está ahí fuera. Está aquí dentro. Dios eres tú,
o mejor aún, tú eres Dios. La Madre Miriam no podía entender esto, por supuesto... Me
recordaba en tantos aspectos a mi propia madre... En cuanto a Agnes..., bueno... (sólo con
oír su voz...).
AGNES. — Hola.
DOCTORA. — ¿Quién cantaba entonces, la recepcionista? ¿Te has fijado en ella? ¿Esa
larguirucha con el pelo teñido de azul que parece un avestruz?
(AGNES sonríe.)
AGNES. — Sí.
DOCTORA. — Pues como te decía, no creo que fuera ella, porque una vez empezó a
cantar y a uno de mis pacientes se le rompieron los cristales de las gafas.
(AGNES se ríe.)
AGNES. — No sé.
DOCTORA. — Pues te lo digo yo ahora. Eres una chica muy guapa y tienes una voz
preciosa.
AGNES. — No lo sé.
AGNES. — Amor.
AGNES. — No sé.
(Pausa.)
AGNES. — A Dios.
DOCTORA. — ¿A quién?
AGNES. — A todos.
AGNES. — ¿Ahora?
DOCTORA. — Sí.
AGNES. — A tí.
(Pausa.)
AGNES. — Sí.
DOCTORA. — ¿A quién?
AGNES. — A muchos.
AGNES. — Sí...
AGNES. — Sí.
AGNES. — En el confesonario.
(Decepción de la doctora.)
DOCTORA. — Ya... Y, ¿has estado con él alguna vez... (fuera del confesonario?).
AGNES. — Nunca he visto ningún bebé. Creo que se lo han inventado ellos.
DOCTORA. — ¿Quién?
AGNES. — La policía.
AGNES. — Sí.
DOCTORA. — ¿Dónde?
DOCTORA. — Y, ¿entonces?
AGNES. — Sí.
AGNES. — De Dios.
AGNES. — No te entiendo.
AGNES. — ¡No sé de qué me hablas! Tú quieres hablar del bebé, todo el mundo
quiere hablar del bebé, pero yo nunca he visto al bebé y por lo tanto, no puedo hablar de él,
porque no creo que exista.
AGNES. — ¡No! ¡Estoy harta de hablar! Llevo semanas enteras hablando, y nadie me
cree lo que digo..., nadie me escucha.
DOCTORA. — No.
AGNES. — ¿Te gustaría estar casada?
DOCTORA. — No.
DOCTORA. — Ya no puedo.
DOCTORA. — El fumar es como una obsesión en mí. Empecé a fumar cuando murió
mi madre..., ella también era una obsesión para mí. Supongo que si me obsesionase con otra
cosa, dejaría de fumar. ¿Te arrepientes de haberme preguntado, eh? ¿Quieres saber alguna
otra cosa?
AGNES. — Una.
AGNES. — Yo creo que los niños vienen cuando un ángel se aparece ante sus madres
y les susurra algo al oído. Los niños buenos empiezan a formarse en esos momentos. los
niños malos vienen cuando un ángel caído empieza a hurgar ahí abajo y ellos crecen y
crecen hasta que salen por ahí. Sin embargo, los niños buenos no sé por dónde salen.
(Pausa.)
Y no se les nota nada excepto porque los niños malos lloran mucho, y hacen que sus
padres les abandonen y sus madres se ponen muy enfermas y a veces, hasta llegan a morir.
Mi mamá no era feliz cuándo se murió, y creo que fue al infierno porque cada vez que la
veo, parece que acaba de salir de una ducha de agua caliente. Y nunca estoy segura de si es
ella o la Señora que me dice cosas. Las dos luchan siempre por mí. A la Señora la vi cuando
tenía diez años. Estaba tumbada en el césped mirando al sol. De repente, el sol se tapó con
una nube y de la nube salió una Señora. Me dijo que quería hablarme, y de pronto sus pies
empezaron a sangrar. Vi que tenía agujeros en los pies, en las manos y en el costado. Traté
de recoger la sangre que caía del cielo, pero no podía ver, porque me dolían mucho los ojos
y tenía unas tremendas manchas negras delante de ellos. Ella siempre me dice cosas, como
por ejemplo, ahora está gritando: «Marie...», pero no sé lo que me quiere decir. A mí me
utiliza para cantar. Es como si me tirase un gran anzuelo y me enganchara por las costillas e
intentara alzarme, pero no me puedo mover, porque mi mamá me tiene sujeta por los pies y
lo único que puedo hacer, es cantar con su voz... Es la voz de la Señora... Dios te ama...
(Pausa.)
AGNES. — No sé.
(Pausa.)
MADRE. — ¿Yo?
MADRE. — Bueno... yo creo que no está loca..., ni tampoco creo que mienta.
DOCTORA. — ¿Entonces, cómo es posible que haya tenido un hijo y no sepa nada
respecto al sexo ni al parto?
MADRE. — Porque es una criatura inocente. Un ser elegido que no ha tocado nadie
excepto Dios. En su mente no hay lugar para esas cosas...
DOCTORA. — Bobadas.
(Pausa.)
MADRE. — No, según la policía.
DOCTORA. — Que estaba inconsciente en esos momentos, sí, precisamente por eso
alguien pudo haber entrado en su cuarto y... (matarle).
DOCTORA. — No sé... quizás alguna otra monja. Pudo descubrirlo todo, y quiso
evitar el escándalo.
(Pausa.)
AGNES. — No.
AGNES. — Sí.
AGNES. — No.
(Pausa.)
AGNES. — No lo sé.
MADRE. — Agnes...
AGNES. — Porque...
MADRE. — ¿Quién…?
AGNES. — Cristo lo dijo en la Biblia. Dijo: «Bienaventurados los niños pequeños que
sufren porque de ellos es el Reino de los Cielos». Yo quiero sufrir como un niño pequeño.
AGNES. — Yo soy una niña pequeña pero mi cuerpo se empeña en hacerse grande...
Yo no quiero que se haga grande, porque entonces no podré entrar..., no podré entrar en el
Reino de los Cielos.
MADRE. — Mi querida Agnes, el Cielo no es... (un lugar con rejas ni ventanas).
AGNES. — (Sujetándose el pecho con ambas manos.) Mire esto... necesito perder
toda esta carne...
AGNES. — ¡Estoy demasiado gorda! ¡Mírelo! ¡Soy como una bola! Dios hizo que
explotase el zepelín y también me hará explotar a mí. Ella me lo dijo.
MADRE. — ¿Quién?
AGNES. — Mi mamá. Cada vez iré hinchándome más y más hasta llegar un
momento en que explote. Sin embargo, si consigo mantenerme pequeña, eso no ocurrirá.
MADRE. — ¿Tu madre te ha dicho esas cosas? (Silencio.) Agnes..., tu madre está
muerta.
AGNES. — Ella dice que Dios nos entrega a nuestras madres cuando somos tan sólo
un puñado de huesos y no pesamos más de tres kilos.
(La MADRE extiende los brazos para abrazarla, pero AGNES la rechaza y mantiene
aún la mano escondida bajo los pliegues del hábito. La MADRE se fija en ese detalle.)
¿Qué te pasa?
AGNES. — No sé.
MADRE. — ¿Cómo?
¡¡Jesús...!! ...¡Jesús..,!...
DOCTORA. — ¿Usted pensó que con que tuviera el estómago lleno ya no había por
qué preocuparse?
MADRE. — Claro que no lo pensé así. Oiga, sé lo que cree... que se trata de una
histérica pura y simple.
MADRE. — Sí, una víctima de Dios. Ahí está su inocencia... ella pertenece a Dios.
MADRE. — Pero no como funcionario del Ministerio de Justicia. Usted tiene que
hacer un diagnóstico lo más rápidamente posible y no interferir en un proceso a punto de
celebrarse. Estoy repitiendo las palabras del juez, no las mías.
DOCTORA. — Sí, claro... Actuando en conciencia puedo decir que una chiquilla que
a los diez años ve mujeres bajando del cielo, sangrando de pies y manos, y once años más
tarde estrangula a una recién nacida, padece una locura temporal. No, Hermana, este caso
es un poco más complicado de lo que usted cree.
MADRE. — Cuanto más tiempo tarde en tomar una decisión, más difícil será para
Agnes.
MADRE. — Confío en que cualquiera que sea la sentencia, el juez le permitirá volver
al convento y cumplir allí su condena.
(Pausa.)
MADRE. — Su decisión no tiene nada que ver con el lugar donde Agnes cumplirá...
(su condena).
MADRE. — ¿Y a un manicomio?
MADRE. — La mataría.
DOCTORA. — Lo dudo.
MADRE. — Estoy luchando por la vida de esta mujer, no por su inocencia temporal.
(Silencio.)
Si alguien hubiese visto lo que yo vi, hoy la pobrecilla sería de propiedad pública.
Periódicos, revistas, siquiatras, ridículo... No, ella no lo merece.
Patrem omnipotentem
Et ex Patre natum
Deum de Deo,
Lumen de lumine
Consubstantiallem Patri,
Per quem omnia facta sunt.
Ex Maria Virgine:
Y pensar que luego... durante años... ni he vuelto a pensar en él. Tampoco he vuelto a
verle desde que le dejé... perdóname, mon cher Maurice, desde que me dejó... En realidad,
lo que ocurrió es que me quedé embarazada y no quería verme a mí misma como mi...
madre... Maurice, por el contrario sí... por lo tanto...
(Pausa.)
Una vez, poco tiempo antes de morir mi madre... cuando ya no era una persona muy
lúcida... en un arrebato de ira... le dije que Dios estaba muerto. ¿Saben lo que hizo? Se
arrodilló y empezó a orar por mi alma. Dios nos ama. Ojalá nosotros, los ateos, tuviéramos
un conjunto de palabras que significasen tanto como estas tres. Dios nos ama. Yo nunca fui
una buena católica... mis dudas sobre la fe empezaron cuando tenía seis años... luego, al
morir Marie me alejé de la religión tanto y tan rápidamente como pude. Mi madre nunca
me lo perdonó. Y yo nunca perdoné a la Iglesia. Sin embargo, he aprendido a vivir con mi
ira... incluso llegué a olvidarla hasta que ella entró en mi despacho, y cada vez que la vi
después de aquel maravilloso momento, me sentía cada vez más y más extasiada.
(Pausa.)
Marie. Marie.
Escena Séptima
DOCTORA. — Agnes, quiero que me cuentes qué sientes por los niños.
AGNES. — No me gustan... me dan miedo. Temo que los voy a dejar caer. Además,
siempre están creciendo, ¿sabe? Pienso que van a crecer rápidamente y se me van a salir de
los brazos. Tienen una parte de la cabeza aún abierta y si los dejas caer y se golpean en ella
pueden quedar tontos. Es lo que a mí me pasó y por eso no comprendo las cosas.
DOCTORA. — Bueno, yo tampoco los entiendo y ¿por eso crees que yo también me
caí de cabeza?
AGNES. — No, supongo que no. Es una cosa horrible, una de las mayores desgracias
que pueden ocurrir en la vida, el caerse de cabeza. Pero, hay otras cosas, además de los
números.
DOCTORA. — ¿No crees que Dios está también presente en otras religiones y en
otros sistemas de vida?
AGNES. — No lo sé.
DOCTORA. — Agnes, ¿has pensado alguna vez en dejar el convento por alguna otra
cosa?
AGNES. — ¡No! ¡No existe ninguna otra cosa! En el convento soy feliz. El simple
hecho de estar ahí me ayuda a dormir por las noches.
AGNES. — Tengo muchos dolores de cabeza. Mi mamá los tenía también. Solía
tumbarse a oscuras con un paño húmedo en la frente y me decía que me marchase de su
cuarto. No, pero ella no era ninguna tonta, al contrario, era muy inteligente. Sabía todo,
incluso sabía cosas que no conocía nadie más que ella.
AGNES. — De esto.
DOCTORA. — ¿Quién?
AGNES. — No lo sé.
DOCTORA. — Agnes...
AGNES. — No, sólo cuando la dolía la cabeza. Y no siempre, sólo algunas veces.
AGNES. — Castigándome...
AGNES. — Porque aún soy muy pequeña. Además, no quiero tener un niño.
AGNES. — Lo que quieres hacerme confesar es que ella era una mala madre y me
odiaba, no me quería... pero, eso no es cierto… ella me quería... era una buena mujer... una
santa... y quiso que yo naciera. Tú no quieres oír el lado bueno, sólo te interesa lo malo...
(AGNES empieza a perder los nervios y la doctora se separa de ella.) ¡Sé muy bien lo
que pretendes...! ¡Quieres apartarme de Dios...! ¡Cómo no te da vergüenza...! ¡A la gente
como tú deberían encerrarla!
Escena Octava
DOCTORA. — ¿Qué?
MADRE. — Aquí no estamos para juzgar al Catolicismo, por lo tanto, exijo que trate
a Agnes prescindiendo de sus prejuicios religiosos, o de lo contrario, que renuncie al caso...
(pasándolo a otro siquiatra).
DOCTORA. — ¡Es una criatura que tiene derecho a saber que fuera de las cuatro
paredes del convento existe un mundo lleno de personas que no creen en Dios y que por
eso no son peores de lo que pueda serlo usted! Personas que viven durante toda su vida sin
ponerse ni una sola vez de rodillas... ante nadie. Y, aun así, son personas que aman, tienen
hijos y de vez en cuando son felices. Sí, ella tiene derecho a saber todo esto, pero usted, su
Orden, y su Iglesia la han mantenido en la ignorancia.
(Pausa.)
Quizás le guste saber que fracasé completamente como esposa y como madre.
Posiblemente porque protegí a mis hijas de nada. Salieron de una jaula para meterse de
lleno «en el perverso mundo». Ahora no quieren ni verme. Es su venganza. Las dos son
completamente ateas. Creo que a sus amistades les dicen que yo he muerto. Pero, ahora no
me diga, doctora Freud, que estoy pagando por los errores que he cometido.
DOCTORA. — No, la está protegiendo... Déjela enfrentarse con ese mundo perverso.
MADRE. — ¿De qué iba a servirla? Sea cual sea su decisión, es la cárcel o el
manicomio... y como comprenderá, la diferencia no es muy grande.
DOCTORA. — La absolución.
MADRE. — Pregunte.
DOCTORA. — ¿No recuerda que ocurriese algo extraño por aquel entonces?
MADRE. — No, nadie. Cantaba más de lo habitual, pero... ¡oh, Dios mío!
DOCTORA. — ¿Qué?
(Aparece AGNES.)
AGNES. — En la época medieval los monjes y las monjas dormían sobre sus propios
ataúdes.
MADRE. — Lo único que les hacía era sentirse incómodos. Y si no dormían bien
estoy segura de que al día siguiente estaban torpes como muías.
AGNES. — Sí, Madre.
(Pausa.)
¿De verdad crees que dormir sobre el colchón es lo mismo que dormir sobre un
ataúd?
AGNES. — No.
MADRE. — Hace varios años una de nuestras hermanas vino llorando a mí,
buscando consuelo. Buscaba consuelo porque era demasiado mayor para tener hijos. No es
que realmente los quisiera tener pero al menos una vez al mes algo le recordaba la posible
maternidad. Así que seca tus lágrimas y da gracias a Dios porque permite que tú aún
tengas esa posibilidad.
MADRE. — ¿Hermana?
MADRE. — ¿Agnes...?
AGNES. — No me la sé.
AGNES. — No me la sé.
MADRE. — Es el Salvador.
La Virgen María
se llama Jesús
es el Salvador
es un niño bueno.
Gloria al Salvador.
Gloria al Salvador.
MADRE. — Luego, la mandé a su cuarto. Estaba mucho más tranquila. Dijo que no
tenía importancia y no quiso ir al médico. Debí haberme dado cuenta.
MADRE. — De que aquello era el principio. Ocurrió aquella noche y por eso quemó
las sábanas.
Mi problema era doble: por una parte quería librar a Agnes del castigo —probar que
era inocente— y, por otro lado quería (hacerla un bien), curarla.
DOCTORA. — Agnes...
AGNES. — Te crees con suerte porque no tuviste una madre que te dijera cosas y
que te hiciera cosas que no estaban bien, pero lo que tú no sabes es que mi madre era una
persona maravillosa y aunque lo supieras no lo creerías porque piensas que era una mala
persona.
DOCTORA. — ¡Agnes!
AGNES. — Respirar.
¿Te pegaba?
(«No»).
(«Sí»).
(«Sí»).
¿Avergonzada?
(«Sí»),
¿Te dolía?
(«Sí»).
AGNES. — No.
DOCTORA. — Dímelo.
AGNES. — No puedo.
AGNES. — Sí.
DOCTORA. — ¿Cómo?
DOCTORA. — ¿Sí?
DOCTORA. — ¿Qué?
AGNES. — Sí.
AGNES. — Sí.
DOCTORA. — Ya.
DOCTORA. — ¿Dónde?
(Pausa.)
Con un cigarrillo.
(Pausa.)
Por favor mamá, no me toques así... Voy a ser buena. No me portaré mal nunca más.
(Pausa. La doctora apaga el cigarrillo.)
DOCTORA. — Agnes, vamos a hacer una cosa. Quiero que pienses que soy tu
madre. Y que he vuelto. Y, aunque sólo sea por esta vez, tienes que decirme lo que
realmente sientes. ¿De acuerdo?
DOCTORA. — (Coge la cara de AGNES entre las manos.) Por favor, quiero
ayudarte. Déjame ayudarte.
(Pausa.)
AGNES. — De acuerdo.
AGNES. — No sé.
(Pausa.)
AGNES. — Sí.
AGNES. — ¡No soy un error! ¡Cómo voy a ser un error si estoy aquí! ¡Dios no se
equivoca! ¡Tú sí que eres un error! ¡Ojalá estuvieses muerta!
(Silencio.)
DOCTORA. — Tranquila... todo es una suposición... (AGNES asiente.) Muy bien...
(AGNES empieza a llorar. La doctora la abraza.) Agnes, voy a pedirte un favor. Si no estás
de acuerdo con lo que quiero pedirte, di no.
DOCTORA. — Porque hay varias cosas que podrías contarme bajo los efectos de la
hipnosis y que no puedes contarme ahora.
DOCTORA. — La Madre Miriam te quiere mucho, igual que le quiero yo. Por lo
tanto estoy segura de que no pondrá objecciones...
(Silencio.)
(Pausa.)
DOCTORA. — Gracias.
(La doctora la abraza. En ese momento entra la Madre y las mira en silencio.)
MADRE. — Diecisiete.
(Pausa.)
DOCTORA. — Me dijo que no había visto a Agnes hasta que entró en el convento.
MADRE. — Pudo haber sido uno cualquiera de los muchos hombres que tuvieron
relaciones con mi hermana. Precisamente, su miedo fue que Agnes siguiera algún día sus
pasos, e hizo todo lo que pudo para evitarlo.
DOCTORA. — En todo esto hay muchas más cosas de las que se ven a simple vista...
Empiezo a tirar de la manta y, ¿qué descubro?: una sobrina.
MADRE. — ¿No se le habrá ocurrido pensar que el Padre Marshall... (sea capaz de
hacer una cosa así)?
DOCTORA. — Pues alguien tiene que ser el padre del bebé, y si no es el Padre
Marshall, ¿quién puede ser?
(Pausa).
MADRE. — Pero ella sabe que antes de tomar una decisión tiene que venir a verme y
pedirme autorización.
MADRE. — Lo sé. Lo que quiero decir es que tiene a una simple criatura...
MADRE. — Pero que era feliz con nosotros. Y podría seguir siéndolo si la dejara en
paz.
DOCTORA. — Si de verdad es lo que quiere, ¿por qué llamó a la policía? ¿por qué
no incineró el cadáver y dio por terminado el asunto?
DOCTORA. — ¡Bobadas!
MADRE. — ¿Qué demonios tiene que ver la Iglesia Católica con usted?
DOCTORA. — Sí.
DOCTORA. — ¿Que si es todo? ¡Es bastante! Era una niña preciosa... (y el hecho de
explicar su muerte de aquella manera...)
DOCTORA. — ¡Yo no era guapa y ella sí, pero se murió! ¿Por qué ella y no yo? Yo
tampoco había rezado aquella mañana. Además era fea... pero no un poco fea, era feísima...
y gorda. Tenía los clientes torcidos... las orejas como un elefante y la cara llena de pecas.
DOCTORA. — ¡No! No... Sí, me aparté de la Iglesia porque tenía pecas. ¿Y sabe otra
cosa?
MADRE. — ¿Qué?
DOCTORA. — (Sonriendo) También por esa razón odio a las monjas.
Hosanna in excelsis
Hosanna in excelsis.
DOCTORA. — ¿Por qué es tan importante para usted la forma de cantar de Agnes?
MADRE. — Cuando era pequeña, yo solía hablar con mi ángel de la guarda. Bueno,
no espero que crea que oía voces milagrosas ni nada de eso, simplemente, como cualquier
niño que se inventa sus propios compañeros de juegos, yo mantenía conversaciones con mi
ángel de la guarda. Igual que la madre de Agnes, podría usted decirme, pero, no, entonces
yo era mucho más joven y, además, no soy la madre de Agnes. A los seis años dejé de
escucharle y mi ángel dejó de hablar. Pero, así como un marinero siempre recuerda la mar,
yo siempre recordaré la voz de mi ángel. Crecí, me enamoré, me casé, he enviudado, entré
en el convento y al poco tiempo me eligieron Madre Superiora. Un día, me miré al espejo y
lo único que vi fue a la superviviente de un matrimonio roto, la madre de dos hijas
resentidas y una monja que no está segura de nada. Ni siquiera del Cielo, doctora
Livingstone. Ni siquiera de Dios. Una tarde, mientras paseaba por los alrededores del
convento vi a una de las nuevas postulantes cantando en la ventana de su habitación. Se
trataba de Agnes... estaba preciosa... y todas mis dudas sobre Dios y sobre mí misma se
desvanecieron en aquel instante, porque reconocí la voz.
(Silencio.)
No he vuelto a apartarla de mí, doctora Livingstone. Todos estos años, desde que
cumplí los seis fueron muy duros.
DOCTORA. — ¿Cree usted que si el tabaco hubiera tenido mejor fama, los santos
habrían fumado?
MADRE. — Estoy segura. San Ignacio habría fumado Camels y habría pisado los
cigarrillos con las plantas de los pies. Los Apóstoles desde luego...
MADRE. — Incluso pienso que Jesucristo habría alternado con ellos de vez en
cuando.
DOCTORA. — (Cogiendo un cigarrillo.) ¿Qué cree que fuman los santos de hoy en
día?
MADRE. — Hoy en día no hay santos. Buenas personas, sí, pero, ¿gentes
extraordinariamente buenas?, creo que escaseamos.
MADRE. — ¿Llegar? Se nace santo. Lo que pasa es que hoy en día no nace ninguno.
Queremos llegar demasiado lejos y la vida resulta muy complicada.
MADRE. — Sí, desde luego, aunque la bondad no tiene mucho que ver con la
santidad. No todos los santos fueron buenos. En realidad, la mayoría de ellos estaban un
poco locos, pero sus corazones pertenecían a Dios... Dios los tuvo en sus manos desde el
momento que vinieron al mundo. Nosotros nacemos, vivimos, morimos, sin más.
Ocasionalmente, entre nosotros puede surgir alguien estrechamente ligado a Dios pero
entonces, nos apresuramos a cortar el cordón que les une. Nada de excepciones. Aquí
somos todos hombres y mujeres normales, con los pies bien puestos en la tierra, el dinero
colocado en el banco y la inocencia pisoteada. Nuestros cerebros están disecados, nuestros
cuerpos abiertos por la mitad. «No tienen alma. Ha sido una ilusión». Cuando miramos al
cielo: «No hay ningún Dios ahí arriba, ni existe el cielo, ni el infierno». Mejor, ¡Qué importa!
¡Algo menos de qué preocuparse! Tampoco hay lugar para los milagros. Sin embargo, Dios
mío... ¡Cuánto echo de menos los milagros!
MADRE. — Naturalmente que sí. Creo en el milagro de los panes y los peces que
ocurrió hace dos mil años tan firmemente como dudaría si hubiese ocurrido hoy. Lo que
hemos ganado de lógica lo hemos perdido de fe. Ya no nos queda nada de esa especie de...
capacidad de asombro del hombre primitivo. Lo más parecido hoy en día a un milagro es
algo que realizamos en la cama, y por ello abandonamos todo.
MADRE. — Claro, los santos tenían amantes pero en aquellos tiempos el cordón era
una soga y hoy es un hilo.
DOCTORA. — No.
MADRE. — Vamos...
Oscuro Descanso
SEGUNDO ACTO
Escena primera
AGNES. — (Cantando.)
DOCTORA. — La hipnosis duró semanas, no minutos. Una hora al día, entre una
cleptomaníaca y un exhibicionista. Entre la comida y la cena. Entre noches de insomnio.
Entre fines de semana interminables. Pero, mis recuerdos me vienen a la mente con una
gran facilidad...
Escena segunda
AGNES. — Sí.
DOCTORA. — Muy bien. Ahora me gustaría que me dijeses por qué estás aquí.
AGNES. — De contártelos.
DOCTORA. — No debes tener miedo. Es muy fácil. Sólo tienes que articular algunas
palabras mientras respiras. Cuéntamelos, ¿qué problemas? (AGNES lucha consigo misma.)
AGNES. — Sí.
AGNES. — No.
AGNES. — Sí.
DOCTORA. — Aún no. Muy pronto, pero aún no. ¿Sabes cómo entró el bebé dentro
de ti?
AGNES. — Sí.
AGNES. — No.
AGNES. — Sí.
AGNES. — Sí.
(Silencio)
AGNES. — Sí.
DOCTORA. — ¿Quién?
AGNES. — Sí.
DOCTORA. — Muy bien, Agnes, dentro de unos momentos voy a pedirte que abras
los ojos. Cuando lo hagas, verás tu celda. Es por la noche... hace aproximadamente unos
cuatro meses... cuando tú estabas muy enferma... Son alrededor de las ocho...
AGNES. — Sí.
(Silencio)
AGNES. — Sí.
DOCTORA. — Quiero que abras los ojos y veas tu cuarto como lo viste aquella
noche, ¿qué ves?
AGNES. — Mi cama.
AGNES. — Un crucifijo.
AGNES. — Sí.
(Silencio.)
AGNES. — Sí.
AGNES. — Sí.
(Silencio.)
AGNES. — No.
AGNES. — Sí.
AGNES. — No sé cuál de ellas... todas están celosas, por eso lo han hecho.
AGNES. — De mí. (Contracciones.) Oh, Dios mío... Dios mío... Agua... no tengo más
que agua...
AGNES. — No me oyen.
AGNES. — No puedo... la capilla está al otro lado del edificio. (Contracciones.) Oh,
por favor... por favor... No quiero que me pase esto, no quiero.
AGNES. — En la cama. (Contracción.) ¡Oh, Dios mío... Dios mío! (De pronto da un
respingo, sobresaltada.)
AGNES. — ¡Márchate!
DOCTORA. — ¿Quién?
AGNES. — ¡No me toques! ¡No me toques! ¡Por favor...! ¡Por favor, no me toques!
(Contracción.) ¡No, no quiero tener el niño ahora... no quiero...! ¿Por qué me obligas a estas
cosas? (Contracción. Empieza a llorar bruscamente.)
DOCTORA. — Cálmate, ...nadie va a hacerte daño.
MADRE. — ¡Basta ya! Termine con esto... Va a hacerse daño ella sola.
DOCTORA. — No.
(AGNES se tranquiliza.)
AGNES. — Sí.
Gratia Plena
Dominus tecum
Benedicta tu in mulieribus
Et benedictus fructus ventris tui, Jesu
DOCTORA. — Es una joven atormentada pero... (creo que existe algo más).
MADRE. — ¡Le ruego que nos deje en paz de una maldita vez! Sus servicios han
terminado. Si queremos poner a Agnes bajo tratamiento siquiátrico, ya buscaremos nosotras
uno.
DOCTORA. — Pero a pesar de todo ¿cree que la más ligera interferencia puede
destruir esa especie de... (aureola que la rodea?).
(Pausa.)
MADRE. — El padre.
DOCTORA. — ¿Quién es?
DOCTORA. — «La Segunda Llegada impedida por una monja histérica»..., podría
dar lugar a un gran escándalo, ¿no cree?
DOCTORA. — ¿Y nada más? Vamos, Madre, no querrá hacerme creer que las cosas
suceden de una forma tan sencilla.
MADRE. — Hace dos mil años, un hombre nacía sin padre. Hoy en día, ningún ser
inteligente acepta tal cosa sin hacerse una serie de preguntas pero, algunos de nosotros, nos
contentamos con aceptar el hecho sin buscarle más explicaciones. Queremos respuestas, sí,
ahí está la naturaleza de la ciencia, pero fíjese en las respuestas que damos: un ángel baja en
un rayo de luz y se acercó a la mujer y una paloma blanca la visitó aquella noche.
DOCTORA. — Es imposible.
MADRE. — No, no lo es. No si las respuestas no están ahí para que nosotros las
encontremos.
MADRE. — ¡No, en este caso, no! Aquella noche no hubo ningún hombre en el
convento, ni tampoco hubo forma de que alguno entrase o saliese.
MADRE. — ¡No! Es tanto como decir que fue obra del Padre Marshall. Lo que trato
de decir es que Dios lo permitió.
MADRE. — No puede encontrar siempre una explicación a todo, doctora. Uno y uno
son dos, sí, pero de ahí llegamos al cuatro, y luego al ocho y después al infinito. Lo
maravilloso de la ciencia no está en las respuestas que ésta nos proporciona, sino en las
preguntas que no puede responder. Por cada milagro que llega a explicar, existen diez mil
que quedan sin explicación.
MADRE. — Pero quiero creer. Quiero tener la oportunidad de creer. Quiero tener la
ocasión de creer.
DOCTORA. — Todo lo que Agnes ha hecho hasta ahora tiene explicación para la
siquiatría actual. Es una histérica. De niña abusaron de ella. No conoció a su padre, su
madre era una alcohólica. Hasta los dieciséis años estuvo encerrada en su casa y después,
en un convento. Uno, dos, tres... todo encaja perfectamente,
(Silencio.)
(Silencio.)
MADRE. — Posiblemente.
MADRE. — No divino.
MADRE. — Sin pruebas. No existe ninguna prueba infalible para la virginidad, sino
más bien la falta de pruebas en su contra.
DOCTORA. — ¿No le preocupa lo que ella acaba de decirnos... sobre la otra persona
que estaba en la habitación?
DOCTORA. — Agnes, escucha. Tienes que ayudarme. ¿Te ha amenazado alguna vez
la Madre Miriam?
AGNES. — No.
DOCTORA. — Porque pienso que ella podría... (tener algo que ver con todo esto).
(Silencio.)
¿Lo sabes?
AGNES. — Sí.
AGNES. — Adiós.
(Hace mutis.)
Escena Tercera
DOCTORA. — Aquella noche soñé que era comadrona de una clínica. Estaba vestida
de blanco y la habitación era también blanca, tenía una ventana abierta a través de la cual
veía un paisaje nevado. Ante mis ojos, tumbada en una camilla había una mujer preparada
para una cesárea. La mujer empezó a chillar y supe que había llegado el momento de
sacarlo. Cogí un cuchillo, se lo clavé en el vientre y metí ambas manos dentro de ella. De
pronto sentí que una mano pequeñita me agarraba suavemente el dedo y comenzaba a tirar
de mí. Las manos de la mujer empujaban mi cabeza hacia dentro y la pequeña criatura que
llevaba en el vientre logró introducirme a mí también, primero los codos, luego hasta los
hombros, la barbilla y cuando iba a gritar, me desperté encontrando las sábanas manchadas
de sangre. Hacía más de tres años que la menstruación se me había retirado y aquella noche
me vino de nuevo.
(Silencio.)
(Silencio.)
Al día siguiente solicité y obtuve un mandamiento judicial para que Agnes volviese
a estar bajo mi tutela... Estaba convencida de que tenía razón. Como médico, quizás debía
ser más desconfiada, pero como mujer... (Se golpea en el pecho con los puños cerrados.) no
soy de piedra... soy de carne y hueso y tengo alma y corazón... (Continúa dándose golpes
unos momentos más y luego se para.) Se acabó. Una obra inacabada... Es el último rollo...
No existe otra versión alternativa.
Escena Cuarta
DOCTORA. — Madre, quiero hacerla algunas preguntas más. ¿Le dijo Agnes en
alguna ocasión durante el embarazo que no se encontraba bien?
DOCTORA. — ¿De qué? ¿De que lo hubiera averiguado? ¿Se lo dijo ella o lo
sospechó usted?
MADRE. — Sí.
MADRE. — ¡No lo sé... demasiado tarde para parar el escándalo! Debía mantenerlo
oculto. La obligué a no decir nada. Necesitaba tiempo para pensar.
MADRE. — Sí.
DOCTORA. — Y a la niña.
MADRE. — ¡No!
DOCTORA. — Usted le ató el cordón al cuello...
MADRE. — Sólo quise que la tuviera cuando nadie estuviese delante. Entonces,
habría llevado a la niña a un hospital y la habría depositado allí. Pero... había tanta sangre
que empecé a temblar...
(La MADRE se cubre la cara con las manos. Se empieza a oír cantar a AGNES.)
miserere nobis
Agnus Dei
miserere nobis.
Agnus Dei
(La MADRE sale y con mucho cariño coge la cara de AGNES entre sus manos. A
solas, la doctora empieza a santiguarse pero se detiene. Entra AGNES, seguida de la
MADRE.)
AGNES. — Hola.
AGNES. — Sí.
DOCTORA. — Bien, siéntate y relájate. Vas a volver a meterte en él. Pero, en esta
ocasión, quiero que imagines que tienes el cuerpo lleno de agujeros y el agua pasa a través
de ellos... el agua templada aparece ante tus ojos limpia... muy limpia... como una oración...
sientes los ojos pesados... tienes mucho sueño y vas a cerrarlos... Luego, cuando cuente
hasta tres, te despertarás. Agnes, ¿me has oído?
AGNES. — Sí.
DOCTORA. — Muy bien. Ahora, Agnes, quiero hacerte varias preguntas, y quiero
que mantengas los ojos cerrados. ¿Me oyes?
AGNES. — Sí.
DOCTORA. — Quiero que recuerdes, una noche en el convento, cuando murió una
de las hermanas.
AGNES. — Sí.
DOCTORA. — ¿Quién?
AGNES. — La Madre.
AGNES. — Sí.
AGNES. — Me desperté.
DOCTORA. — ¿Qué?
AGNES. — Sí.
¿Quién es?
(Silencio.)
(Silencio.)
Tengo miedo.
(Silencio.)
Sí.
(Silencio.)
Sí, de acuerdo.
(Silencio.)
AGNES. — Una flor. Es blanca y parece de cera. Una gota de sangre resbala por un
pétalo y corre hacia el tallo. Una ligera aureola... millones de aureolas. Que se dividen y se
dividen... las plumas son estrellas que caen y caen dentro del iris de los ojos de Dios. ¡Oh,
Dios mío! ¡Me ve! ¡Oh, es maravilloso... tan azul... amarillo... hojas verdes y sangre marrón,
no, roja. Su sangre, Dios, Dios mío, estoy sangrando... ESTOY SANGRANDO!
AGNES. — Quiero lavarme... tengo por las manos, por las piernas... Dios mío, he
manchado las sábanas... ayúdame a limpiar las sábanas... ayúdame... no se quita... ¡esta
sangre no se quita! ¡No se quita!
AGNES. — ¡Suéltame!
AGNES. — Querías que esto pasara, ¿verdad que sí? Rezabas para que me pasara,
¿verdad?
DOCTORA. — Agnes...
DOCTORA. — ...nosotras no tuvimos nada que ver con el hombre que había en tu
habitación.
AGNES. — ¡Déjame en paz!
AGNES. — ¡No!
AGNES. — ¡Mamá!
AGNES. — Le odio.
AGNES. — ¡Dios! ¡Dios fue quien lo hizo! ¡Era Dios! Y ahora iré al infierno porque le
odio!
AGNES. — La tiraron.
AGNES. — No lo recuerdo.
AGNES. — ¡¡¡SI!!!
(Silencio.)
AGNES. — Sí.
AGNES. — Sí.
AGNES. — Sí.
AGNES. — Sí.
(Silencio.)
AGNES. — (Simplemente y con voz pausada.) Me dejó sola con aquella pequeña...
cosa. La miré y pensé: «es un error». Pero, es un error mío, no de mi madre. Es un error de
Dios. Pensé «puedo salvarla. Puedo devolvérsela a Dios».
(Silencio.)
AGNES. — La dormí.
DOCTORA. — ¿Cómo?
Madre...
DOCTORA. — Madre...
(Silencio.)
(Silencio.)
(Silencio.)
Por favor, no me abandones tú también. Por favor, Dios mío. ¡No, Virgen mía, no me
abandones! Por favor, no me abandones. Voy a ser buena... ya no seré mala nunca más.
No, mamá. No quiero ir contigo. Deja ya de arrastrarme. Tus manos me queman. ¡No
me toques! ¡Por Dios, mamá... me abrasas! ¡NO ME QUEMES!
(Silencio.)
(Se vuelve hacia la DOCTORA y la MADRE y extiende las manos como la estatua de
la Virgen en que muestra las palmas de sus manos sangrando, AGNES sonríe y repite en
tono calmado.)
Durante una semana entera, todas las noches miraba por la ventana de mi
habitación. Una noche oí la voz más maravillosa que nadie pudiera imaginar. La voz salía
de entre un campo de trigo que había enfrente de la ventana y cuando miré, vi los rayos de
luna iluminándole a EL. Durante seis noches seguidas EL cantó para mí. Canciones que
nunca había escuchado. Y la séptima noche EL vino a mi habitación y extendió sus alas
sobre mí. Y siguió cantando todo el tiempo.
Charlie es ideal
Charlie no es un dandy
El me traerá
muchos caramelos
yo le haré un pastel
de fresa y limón.
DOCTORA. — No sé la verdad que se esconde tras esa canción, quizás fue una
canción para seducirla y el padre fue un simple labrador. O quizás se trataba de una
antigua balada y el padre fue... una mezcla de... esperanza... amor... deseo y... el querer
creer en milagros.
Nunca las volví a ver. Al día siguiente, por propia voluntad, abandoné el caso. La
Madre Miriam dejó a Agnes a merced de los tribunales que la internaron en un hospital...
allí dejó de cantar... dejó de comer y por fin murió.
¿Por qué? ¿Por qué se abusó de una niña, se asesinó a una criatura y se destruyó una
mente? Fue sencillamente para conseguir que esta insignificante siquiatra, ex fumadora,
volviese a comulgar. ¿Fue por eso? Ya no sé en qué pensar. Pero quiero creer que ella fue...
elegida. Y la echo de menos. Y confío que me haya dejado algo... un poco de sí misma
dentro de mí. Simplemente eso ya sería un verdadero milagro.
(Silencio.)
TELÓN