Yamile Socolovsky Etica Clase 4
Yamile Socolovsky Etica Clase 4
Yamile Socolovsky Etica Clase 4
PROBLEMAS DE ÉTICA
ÍNDICE
1. INTRODUCCIÓN....................................................................................... pg. 1
2. DESARROLLO........................................................................................... pg. 3
2.1. Problemas de ética: un esquema conceptual................................ pg. 4
2.2. El problema de los fines: la ética aristotélica................................. pg. 5
2.3. El Utilitarismo.................................................................................. pg. 6
2.4. El universalismo kantiano............................................................... pg. 8
2.5. Debates contemporáneos................................................................pg. 11
Esta presentación, que puede ser puesta en discusión, asume su cuota de kantismo.
Como explicaba Kant, la libertad es un presupuesto necesario de la moralidad. (Kant,
Crítica de la Razón Pura, Prólogo a la Edición de 1787 y “Tercera Antinomia de la
Razón Pura”) Cuando juzgamos lo que un hombre ha hecho, y decimos que “no debió
haberlo hecho”, presuponemos que “pudo no hacerlo”, y por lo tanto, que es
responsable por ello. Si así no fuera, no tendría ningún sentido juzgar su acción. Y
mucho menos – supuesto que lo considerásemos necesario – castigarlo. Tampoco
habría razón alguna para premiar a alguien que ha llevado a cabo una acción que
consideramos valiosa (es decir, a la que otorgamos un valor moral positivo). La ética
no tiene lugar cuando no se está dispuesto a asumir que los hombres tienen – al
menos en algún grado – libertad para actuar de uno u otro modo; si todo nuestro
comportamiento fuera explicable en los mismos términos en que creemos son
explicables los procesos naturales, nada sería valorable éticamente. En cierto modo,
eso es lo que ocurre cuando se entiende que algún acto humano ha sido
completamente determinado por impulsos irracionales (por ejemplo, cuando se
resuelve la inimputabilidad de un individuo que ha cometido algún delito, alegando que
no se hallaba en pleno uso de sus facultades, por emoción violenta, por sufrir alguna
patología, etc.)
Ahora bien, ¿cuáles son los criterios que aplicamos al formular un juicio ético? Y
luego, ¿cuál es el fundamento del que aquellos criterios derivan? ¿Es posible fundar
una “moral universal”, esto es, un conjunto de principios generales válidos para juzgar
las acciones de todos los individuos, en todo tiempo y lugar, y tales que no sean
relativos a las preferencias particulares del sujeto que juzga (su propia acción o la de
los demás)? Y aquella libertad – que Kant entendía como la “espontaneidad del sujeto
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para iniciar una serie causal en el mundo”, y que encuentra en su acción una primera
causa no causada a su vez por otro fenómeno – que se presentaba como supuesto
necesario de la moralidad, ¿cómo debe entenderse? ¿En qué medida somos libres, y
por lo tanto sujetos morales? ¿Cómo se explica la relación entre esta libertad y el
hecho de que no dejamos de ser al mismo tiempo “seres naturales”, es decir, seres
sometidos también a la determinación por otras causas? ¿Cómo pensar esa libertad
que nos mantendría ajenos a la naturaleza de la que formamos parte? Si
rechazáramos este postulado ¿podríamos sostener de algún modo que la moralidad
es una dimensión constitutiva de la humanidad? ¿Y si la moralidad fuera sólo un
engaño que nos hacemos a nosotros mismos, o que dejamos que nos hagan? Estas
son algunas de las preguntas que configuran el problema ético, y que luego vamos a
recuperar.
y los ideales, las potencias del cambio y la inercia de lo que tiende a perdurar y
reproducirse. De la respuesta que se de a estos interrogantes se desprenderá una
relación específica de la política con la ética, puesto que la última siempre supone una
pretensión prescriptiva; es decir, siempre propone o señala un deber (condicionado o
absoluto).
LA ÉTICA
Discute los problemas relativos a los criterios a partir de los cuales formulamos
Tal como señalábamos, las llamadas “éticas teleológicas” son aquellas que plantean la
cuestión ética en términos de la determinación del criterio por el cual consideramos a
una acción (una institución, un estilo de vida, un orden político) como “buena”. Desde
esta perspectiva, se entiende que el valor moral de las acciones deriva de su relación
con un fin o un bien que se procura realizar.
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Hay muchas maneras de concebir el fin último o principal al que se dirigen las
acciones humanas: la felicidad, el placer, la realización perfecta de cierta noción de la
naturaleza humana, etc. Cada uno de estos fines se puede entender a su vez de
diversas maneras, y combinarse con los demás en varios modos. La doctrina que
provee el modelo de las éticas teleológicas o de fines es la que propone Aristóteles,
para quien toda acción humana tiende a un fin (telos) que es entendido por el agente
como un bien. Ese bien puede ser aparente o real, es decir, el agente puede estar
equivocado respecto de la “bondad” que atribuye al fin que se propone alcanzar
mediante su acción. Lo cierto es que siempre que actúe entenderá a su fin como
bueno, y eso es lo primero que hay que tomar en cuenta para analizar su
comportamiento.
Por otra parte, el agente puede tender con su acción a un fin que sólo sea un medio
para lograr otra cosa, o puede procurarlo en tanto ese fin es un bien en sí mismo.
Aristóteles entiende, bajo el esquema teleológico de interpretación de las acciones,
que el verdadero y supremo bien para el hombre será aquel fin que consiste en la
realización de la perfección propia de la naturaleza humana. Añade, para empezar a
intentar responder en qué consiste tal bien, que todos coincidirán en que este fin es la
felicidad; y que además es autosuficiente, esto es, que no requiere de otra cosa para
ser lo que es. Aristóteles advierte, sin embargo, que los hombres no coincidirían
inmediatamente en sus opiniones respecto de aquello que entienden por “felicidad”.
Algunos dirán que la felicidad se halla en una vida entregada a los placeres; otros, que
reside en el disfrute de la riqueza; otros más, que ella se encuentra en la
contemplación de la verdad.
Esta última parecería ser la opción que mejor cuadra con la noción que el mismo
Aristóteles provee de la naturaleza humana. La virtud propia del hombre se
encontraría en la realización de aquello que en él es lo “más excelente”, y esto no es
otra cosa que el ejercicio de su facultad intelectual. Sin embargo, junto a este modelo
de una “vida contemplativa”, aparece en este filósofo un modelo alternativo no
fácilmente compatible con aquél: el de la vida virtuosa del hombre involucrado en los
asuntos prácticos, es decir, del hombre que interactúa con otros en una comunidad.
Este modelo se presenta a partir de un análisis de las partes del alma que conduce a
identificar en su “parte” superior – el noûs, la inteligencia - dos funciones supremas
con sus respectivas virtudes o excelencias: el entendimiento (función teórica) y la
prudencia o phrónesis (función práctica). Esta parte superior o “más excelente” es la
que manda, en tanto existe otra parte a la que corresponde obedecer; o, mejor dicho,
que, siendo ella misma irracional, puede obedecer. Las virtudes propias de la parte
que manda son llamadas “dianoéticas”; las que se atribuyen a la parte que obedece
son virtudes “éticas”. De modo que las virtudes éticas son disposiciones (hábitos) que
llevan a esta parte apetitiva a seguir el curso que la parte racional señala como bueno.
Aristóteles no resuelve si existe entre aquellos modelos de la “buena vida” – uno que
coloca a la contemplación como el fin último de la vida humana, otro que lo sitúa en la
vida acorde con la virtud (ética) - una relación jerárquica, lo cual ha dado lugar a
innumerables debates entre sus intérpretes.
phrónesis será la capacidad racional que sabe reconocer, en cada ocasión, cuál es la
acción que se adecua a este modelo de conducta, y que constituye en ese sentido el
verdadero bien no sólo del individuo sino de la polis, que Aristóteles piensa ordenada
del mejor modo bajo un régimen aristocrático en el que gobiernan “los mejores”.
2.3. El utilitarismo
John Stuart Mill es el pensador que – tras los pasos de Jeremy Bentham, proporciona
una elaboración más acabada de esta concepción, que es actualmente una de las
corrientes fundamentales intervinientes en el debate ético, y que goza de una enorme
difusión como parte de los supuestos comunes de la teoría social. A diferencia del
hedonismo clásico (Epicuro), el utilitarismo constituye, en su formulación inicial (fines
del siglo XVIII – primera mitad del siglo XIX), parte fundamental de una teoría social
crítica, ligada a la teoría política y económica liberal.
Sin embargo, esta consideración hecha por los “utilitarismos” de la regla permite – con
algunas premisas adicionales – intentar sortear una de las críticas más serias que se
han hecho a esta doctrina: su incapacidad para establecer criterios que permitan
asegurar un conjunto de garantías o derechos fundamentales para los individuos. Si el
Principio de Utilidad prescribe, en el plano de la ética social, procurar la mayor suma
de felicidad para el mayor número de personas, ¿qué ocurriría si la mayoría
encontrara placer en algo que implique un perjuicio grave para una minoría? ¿De qué
modo podrían justificarse límites para la búsqueda de la felicidad en estos términos?
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Existe otra consideración posible, por la cual podría intentar justificarse esta reserva.
Algunos autores distinguen entre el “utilitarismo cuantitativo” y el “utilitarismo
cualitativo”. Este último sería aquel que, en la elección de - o juicio sobre – las
acciones, sean individuales o colectivas, toma en cuenta no meramente una suma y
resta de placeres y dolores, sino la “calidad” de los mismos. Habría, entonces,
placeres de diverso orden, y sería posible establecer entre ellos alguna jerarquía en
función de la cual priorizar la satisfacción de unos sobre otros. A partir de esta
cualificación de los placeres se podría sostener que el placer que produce el ejercicio
de la solidaridad es superior al que provocaría la adquisición de bienes materiales para
uso personal; se podría incluso afirmar que el placer que produce actuar en favor del
auto-desarrollo de otros es específicamente humano, en tanto que el que procedería
del ejercicio de la crueldad sobre los demás es “inhumano”. Sin embargo, es evidente
que estas distinciones suponen también una apelación a alguna noción de lo que es
específicamente humano, y, con ello, el utilitarismo termina siendo el nuevo
revestimiento de una ética de las virtudes que supone que el ser humano se realiza en
plenitud a través de determinadas acciones y en el contexto de cierto tipo de
instituciones. El problema es que – si nos atenemos a los términos en que se plantea
la fundamentación estricta de la ética utilitarista – no parece haber manera de evitar
las consecuencias indeseables del cálculo de utilidades de otro modo que saliéndose
de él, o ampliándolo. Esto es así porque si fundamos una ética sólo en el principio de
la maximización del placer y minimización del dolor, quedamos prisioneros de la
subjetividad, imposibilitados de discutir el hecho de que cada uno encuentre su placer
en lo que sea que le plazca.
será moralmente neutra. Las acciones sólo tienen valor moral cuando son efectuadas
“por deber”. Si una persona no miente porque teme a las consecuencias que debería
afrontar en caso de ser descubierto, su acción carece de valor moral, aunque la Ley
Moral determine de manera absoluta que no se debe mentir.
Ahora bien, ¿cómo sabemos qué se debe y qué no se debe hacer? La Ley Moral se
enuncia en la forma de un Imperativo Categórico, es decir, un mandato
incondicionado. A diferencia de los imperativos hipotéticos, que establecen la
necesidad de una acción en cuanto resulta ser el medio adecuado para lograr cierto fin
(“si quieres progresar en tu carrera, no debes contrariar a tus superiores”, o “si quieres
llegar saludable a la vejez, debes tener cuidado con la nicotina”), un imperativo
categórico señala que una acción es necesaria de manera absoluta: “debes ser veraz”.
El Imperativo Categórico es formulado por Kant de diversas maneras, y ha sido
largamente discutido si todas sus variantes son equivalentes, o si en verdad cada una
de ellas introduce consideraciones diferentes, que de algún modo amplían el concepto
del deber. La más conocida es aquella que reza: “Obra sólo según aquella máxima
que puedas querer que se convierta, al mismo tiempo, en ley universal”. (Kant,
Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Cap. II, pg. 92) Ello significa que,
ante una acción posible, el sujeto debe considerar si la máxima correspondiente – esto
es, la proposición que enuncia su intención en ese caso en particular – podría ser
llevada a principio universal sin que ello implique contradicción, sea en sus propios
términos, sea en relación con un concepto de la naturaleza humana que en la
argumentación kantiana se deja entrever. Uno de los ejemplos que propone el propio
Kant es el siguiente: ante la posibilidad de faltar a una promesa que hemos efectuado,
habría que preguntarse qué ocurriría si todos los hombres hicieran lo mismo en
similares circunstancias. Lo que podemos advertir es que si fuera ley universal faltar a
las promesas realizadas, las promesas carecerían de sentido, ya que nadie podría
aceptarlas razonablemente.
Lo primero que hay que observar, en relación con esta formulación de la Ley Moral es
que ella no prescribe qué es lo que se debe hacer, sino más bien señala qué máximas
no se deben seguir; es decir, funciona como un principio crítico aplicable a cada una
de nuestras posibles acciones en el proceso de deliberación a través del cual
resolvemos si adoptamos o no determinado curso de acción. Sería, sin embargo,
engañoso creer que se trata de un principio cuya aplicación mecánica a toda situación
posible resolviera inmediata y concluyentemente en qué consiste nuestro deber. Kant
completa el contenido sustantivo de su noción de la Ley Moral a través de las
sucesivas versiones del Imperativo Categórico que él mismo despliega en la obra que
estamos tomando como referencia. En una segunda versión, el Imperativo indica:
“obra como si la máxima de tu acción debiera convertirse, por tu voluntad, en ley
universal de la naturaleza” (Kant, Fundamentación..., Cap. II, pg. 92); esto es, es
necesario pensar que al decidir si una acción que podríamos llegar a emprender es
moralmente correcta, debemos asumir que estamos legislando para toda la
humanidad. Aquello que prescribimos o admitimos para nosotros mismos lo
prescribimos o admitimos inmediatamente también para todos los demás, porque la
moralidad debe presumirse como válida para todos y cualquiera – es decir, como
universal e imparcial. No podemos, en definitiva, pensarnos a nosotros mismos como
una excepción.
Kant presuponía que era posible que los sujetos, actuando como sujetos racionales,
concordaran en su autodeterminación, porque concebía a la razón en términos
universales. En esta perspectiva, la razón consultada por el sujeto actuante, aquella
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que dicta a cada uno la Ley Moral, no es una facultad del sujeto empírico, sino del
Sujeto Trascendental, en el cual se realiza la plena coincidencia entre una voluntad
racional y la racionalidad práctica que sólo imperan en nosotros, los sujetos concretos
reales, a costa de una lucha permanente con los impulsos sensibles que llevan a cada
uno tras la búsqueda de satisfacción de su interés particular.
La idea de una razón a-histórica y universal ha sido severamente criticada junto con
los conceptos centrales de la modernidad ilustrada. Una vez que se asume que la
postulación de una noción sustantiva de razón traduce las concepciones, los ideales,
las expectativas propias de una determinada época y cultura, las éticas universalistas
tienen que apelar a otros modos de fundamentación de las normas universales que,
pese a todo, parecen ser las únicas capaces de garantizar la posibilidad de atribuir a
los individuos un conjunto de derechos cuyo reconocimiento no esté sometido a las
contingencias de la pertenencia a tal o cual orden jurídico-político o estado de lo
social.
Aquellas objeciones, y otras de similar tenor, obligaron más tarde a todo intento de
fundar racionalmente la ética y de establecer con ella algún criterio para someter a
crítica las acciones e instituciones, a buscar un modo de superar la insostenible
apelación a una racionalidad universal sustantiva, esto es, portadora de fines y valores
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El positivismo sacó sus conclusiones: los juicios éticos no describen hechos, son
proposiciones valorativas. No hay, por lo tanto, posibilidad establecer su verdad o
falsedad, ni de someterlos a crítica racional. Estos juicios expresan emociones, y su
función no es descriptiva o informativa, sino persuasiva: cuando se nos dice que algo
es “bueno” o “correcto”, se trata de convencernos de actuar de determinada manera.
En aquella distinción entre proposiciones descriptivas y valorativas se basaba también
el intuicionismo (Moore), según el cual no es posible definir “bueno”, pero sin embargo
es posible intuir qué cosas son absolutamente buenas. Esta pretensión que atribuye
un carácter absoluto a las valoraciones éticas distingue sensiblemente al intuicionismo
del emotivismo; pero aún así, ambas concepciones asumen la irracionalidad de los
juicios éticos.
Los aportes más significativos a esta “reconstrucción de la ética” son los que
realizaron, desde tradiciones diversas, John Rawls y Jürgen Habermas. El primero
elaboró una teoría de la justicia que coloca esta noción en el centro del problema ético,
asumiendo que no corresponde a la filosofía establecer los fundamentos de la
pretendida superioridad de una concepción determinada de la buena vida, sino definir
aquellos principios que permitirían ordenar las instituciones de la sociedad con vistas
al reconocimiento de la capacidad de cada quien para definir y promover su propia
concepción del bien, y a garantizar las condiciones mínimas en las que todos podrían
hacerlo. Rawls ha denominado a su teoría “justicia como imparcialidad”, porque ella se
basa en la idea de que esta es la condición fundamental que debe traducirse en el
diseño de una situación inicial hipotética en la que podemos concebir qué principios
escogerían para establecer las bases de una “sociedad bien ordenada” una pluralidad
de agentes situados tras un “velo de ignorancia”, el cual les impediría estar
condicionados por intereses particulares o concepciones del bien determinadas. Esta
limitación, junto al hecho de que tales agentes hipotéticos serían representativos de la
condición de la persona moral - capaz de regular su comportamiento por una
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La teoría de la justicia como imparcialidad ha sido por muchos años el centro de los
debates que vigorizaron el resurgimiento de la ética como disciplina filosófica, y buena
parte de sus críticos han desarrollado sus propias teorías como versiones modificadas
de aquella, manteniendo sus presupuestos fundamentales. Las críticas más severas
que ha recibido Rawls, de muchas de las cuales se ha hecho eco en sus trabajos
posteriores, proceden del comunitarismo. Influidos ya sea por Aristóteles, ya sea por
Hegel, otros teóricos han señalado que la Justicia como Imparcialidad, o bien
introduce subrepticiamente una concepción particular de la buena vida (aquella que es
reivindicada por la cultura hegemónica en las sociedades capitalistas modernas), o
bien resulta impracticable e insensible al verdadero carácter del sujeto moral, por
ignorar deliberadamente el hecho de que los individuos se comprometen con una
concepción de la justicia sólo en tanto y en cuanto a través de ella se pretende realizar
una noción del bien que siempre remite a un contexto comunitario en el que la
personalidad se desarrolla a través de modos de interacción determinados y en el cual
cobran sentido los propios términos en que se formulan las cuestiones éticas. Muchas
otras objeciones se han planteado en torno a las implicancias concretas que tendría la
aplicación de cada uno de los principios de la justicia (especialmente el Principio de la
Diferencia, que asume la inviabilidad de todo programa igualitarista en relación con la
distribución de bienes y, particularmente, de la riqueza) y del orden de prioridad que se
establece entre ellos (otorgando primacía absoluta a un reconocimiento formal de igual
libertad para todos que relega a un segundo plano las condiciones materiales que
asegurarían un igual disfrute de esas libertades).
Trascendental. Si la ética comunicativa es, al igual que los otros resurgimientos del
kantismo que hemos considerado – el de Rawls y el que, desde su concepción
analítica, propone Hare – una teoría deontológica, procedimental y cognitivista (puesto
que considera que el procedimiento por el cual llegamos a determinar qué es lo
correcto es análogo al que empleamos para determinar lo verdadero, y que hay una
racionalidad específica del ámbito práctico que permite distinguir lo válido de lo que
simplemente está vigente y, por lo tanto, someterlo a crítica), se diferencia de ambas
porque encuentra estos caracteres en el marco comunicativo o dialógico. Uno de los
aportes más interesantes de esta perspectiva en la ética es que permite pensar que
las condiciones en las cuales interactuamos (comunicativamente) con otros son
constitutivas de la moralidad y, más aún, de la racionalidad misma.
valoración moral. Algunos de estos autores consideran, sin embargo, que existen
contenidos universales en nuestra vida moral, ligados a las nociones de autonomía y
de justicia. (b) lo justo adquiere sentido en el interior de una concepción del bien. Es
así que autores como Charles Taylor o Michael Walzer elaboran propuestas que
permiten fundamentar los principios de la justicia en la referencia a una pluralidad de
bienes comunitariamente valorados. Desde esta perspectiva, el universalismo ético es
asumido como una concepción históricamente situada, y no se pretende ya que ella
remita a un fundamento a-histórico y trans-cultural. (c) la moralidad y el lenguaje en el
que se expresan y resuelven nuestros conflictos morales requieren el trasfondo de una
comunidad cultural relativamente consistente y homogénea. De aquí que algunas de
estas críticas remitan todo programa ético a un contexto comunitario, o bien – como es
el caso de MacIntyre – denuncien la situación de fragmentación cultural que
caracterizaría a la sociedad contemporánea como una imposibilidad para la
fundamentación de una ética común. (Thiebaut, C.; “Neoaristotelismos
contemporáneos”, EIAF Nº2)
4. BIBLIOGRAFÍA
-
- COLOMER, Josep M.; El Utilitarismo, una teoría de la elección racional,
Barcelona, Ed. Montesinos, 1987 [Breve y muy clara presentación de la
doctrina utilitarista, sus antecedentes, las formulaciones clásicas de
Bentham y J.S. Mill, su relación con la economía política y el
liberalismo, y sus versiones contemporáneas]
- EIAF Nº2; Concepciones de la ética (Edición de CAMPS. V. –
GUARIGLIA, O. – SALMERÓN, F.), Madrid, Ed. Trotta – CSIC, 1992
[Compilación de trabajos especializados sobre las diversas corrientes
que componen el panorama ético-filosófico en la actualidad]
- GUARIGLIA, Osvaldo; Ética y política según Aristóteles, Vol II: “El bien,
las virtudes y la polis”, Bs. As., Centro Editor de América Latina, 1992
[Estudio de la filosofía práctica de Aristóteles. En ella se propone una
interpretación de sus conceptos fundamentales que atiende a su
vinculación con el contexto socio-histórico en el que se desarrollaron. El
Volumen I se ocupa de temas relativos a la teoría de la acción y el
método de las “ciencias prácticas”]
- HÖFFE, Otfried (Ed.); Diccionario de Ética, Barcelona, Ed. Crítica, 1994
[Diccionario que presenta los conceptos fundamentales de la filosofía
práctica, así como una exposición de las corrientes éticas más
desatacadas, con abundante orientación bibliográfica]
- KIMLICKA, Will; Filosofía política contemporánea. Una introducción,
Barcelona, Ed. Ariel, 1995 [Revisión de las teorías contemporáneas de
la justicia]
- MACINTYRE, Alasdair; Historia de la ética, Bs. As., Ed. Paidós, 1970
[Reconstrucción de la historia de la ética, a través de la cual se procura
dar sustento a la tesis que sostiene este autor, según la cual los
conceptos morales actuales proceden de una acumulación residual y
desarticulada de nociones que carecen de un contexto cultural en
relación con el cual adquirir sentido]
- SAVATER, Fernando; Ética para Amador, Bs. As., Ed. Ariel, 1994
[Concebido explícitamente como propuesta de un abordaje de las
cuestiones éticas dirigido a los adolescentes, este texto ha sido
empleado – contra la recomendación explícita de su autor – como
manual para la enseñanza. La obra puede aportar sugerencias para
elaborar una planificación basada en problemas, y algunos textos ágiles
para introducir los temas]
- SAVATER, Fernando; Política para Amador, Bs. As., Ed. Ariel, 1994
[Para este texto valen las observaciones realizadas en relación con el
anterior]
- THIEBAUT, Carlos; La herencia ética de la Ilustración, Barcelona, Ed.
Crítica, 1991 [En esta obra se reúnen ensayos de varios autores sobre
diversos aspectos centrales del pensamiento ilustrado, atendiendo a
aquellos conceptos y problemas que constituyen aún el núcleo del
debate ético-filosófico: el problema de la racionalidad práctica y la
emancipación, la autonomía, la condición humana, la libertad, la
solidaridad, la justicia.]