Yamile Socolovsky Etica Clase 4

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Yamile Socolovsky, Doc. Apoyo Curricular n° 3, Dir . Gral de Cultura y Educación,


2004, Problemas de ética (extracto)

PROBLEMAS DE ÉTICA

ÍNDICE

1. INTRODUCCIÓN....................................................................................... pg. 1
2. DESARROLLO........................................................................................... pg. 3
2.1. Problemas de ética: un esquema conceptual................................ pg. 4
2.2. El problema de los fines: la ética aristotélica................................. pg. 5
2.3. El Utilitarismo.................................................................................. pg. 6
2.4. El universalismo kantiano............................................................... pg. 8
2.5. Debates contemporáneos................................................................pg. 11

1. INTRODUCCIÓN: RELACIONES ENTRE ÉTICA Y POLÍTICA

En la medida en que ambas se refieren a las acciones humanas, la ética y la política


se encuentran estrechamente vinculadas la una a la otra. En esa misma medida, la
vida cotidiana nos enfrenta a múltiples situaciones en las que, de un modo u otro,
formulamos juicios éticos y nos hallamos comprometidos en decisiones
políticas. La ética y la política son inescindibles de nuestras vidas porque vivimos con
otros, tenemos ciertas ideas sobre lo que está bien o mal, lo que debería hacerse, lo
que es mejor para cada uno de nosotros y para todos. Y aún cuando pensáramos que
no hay modo de resolver estos problemas, o aunque no nos interesara tomar posición
frente a ellos, no podríamos auto-excluirnos del mundo ético-político: abstenernos
también nos compromete, porque si podemos elegir (incluso la opción de no juzgar, no
decidir) es porque somos en algún grado libres, y, en esa misma medida,
responsables.

Esta presentación, que puede ser puesta en discusión, asume su cuota de kantismo.
Como explicaba Kant, la libertad es un presupuesto necesario de la moralidad. (Kant,
Crítica de la Razón Pura, Prólogo a la Edición de 1787 y “Tercera Antinomia de la
Razón Pura”) Cuando juzgamos lo que un hombre ha hecho, y decimos que “no debió
haberlo hecho”, presuponemos que “pudo no hacerlo”, y por lo tanto, que es
responsable por ello. Si así no fuera, no tendría ningún sentido juzgar su acción. Y
mucho menos – supuesto que lo considerásemos necesario – castigarlo. Tampoco
habría razón alguna para premiar a alguien que ha llevado a cabo una acción que
consideramos valiosa (es decir, a la que otorgamos un valor moral positivo). La ética
no tiene lugar cuando no se está dispuesto a asumir que los hombres tienen – al
menos en algún grado – libertad para actuar de uno u otro modo; si todo nuestro
comportamiento fuera explicable en los mismos términos en que creemos son
explicables los procesos naturales, nada sería valorable éticamente. En cierto modo,
eso es lo que ocurre cuando se entiende que algún acto humano ha sido
completamente determinado por impulsos irracionales (por ejemplo, cuando se
resuelve la inimputabilidad de un individuo que ha cometido algún delito, alegando que
no se hallaba en pleno uso de sus facultades, por emoción violenta, por sufrir alguna
patología, etc.)

Ahora bien, ¿cuáles son los criterios que aplicamos al formular un juicio ético? Y
luego, ¿cuál es el fundamento del que aquellos criterios derivan? ¿Es posible fundar
una “moral universal”, esto es, un conjunto de principios generales válidos para juzgar
las acciones de todos los individuos, en todo tiempo y lugar, y tales que no sean
relativos a las preferencias particulares del sujeto que juzga (su propia acción o la de
los demás)? Y aquella libertad – que Kant entendía como la “espontaneidad del sujeto
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para iniciar una serie causal en el mundo”, y que encuentra en su acción una primera
causa no causada a su vez por otro fenómeno – que se presentaba como supuesto
necesario de la moralidad, ¿cómo debe entenderse? ¿En qué medida somos libres, y
por lo tanto sujetos morales? ¿Cómo se explica la relación entre esta libertad y el
hecho de que no dejamos de ser al mismo tiempo “seres naturales”, es decir, seres
sometidos también a la determinación por otras causas? ¿Cómo pensar esa libertad
que nos mantendría ajenos a la naturaleza de la que formamos parte? Si
rechazáramos este postulado ¿podríamos sostener de algún modo que la moralidad
es una dimensión constitutiva de la humanidad? ¿Y si la moralidad fuera sólo un
engaño que nos hacemos a nosotros mismos, o que dejamos que nos hagan? Estas
son algunas de las preguntas que configuran el problema ético, y que luego vamos a
recuperar.

Señalábamos al comienzo el estrecho vínculo que une a la ética y la política. La


determinación de esta relación estará condicionada por la concepción que se sostenga
respecto de una y otra. No podríamos, por ello, definir con mayor precisión estas
relaciones sin entrar decididamente en un debate respecto del cual en este documento
sólo pretendemos señalar y proponer sus núcleos problemáticos, manteniendo abierta
la diversidad de posiciones que configuran este ámbito de la reflexión filosófica. Vale,
sin embargo, realizar algunas observaciones generales.

Ética y política, decíamos, refieren a las acciones humanas, y a la dimensión


colectiva en la que esta se desarrolla. Es cierto que la ética – y así suele ser
presentada y distinguida de la política – parece referirse a la acción individual. Ello no
es, sin embargo, del todo correcto. En primer lugar, porque también formulamos juicios
éticos sobre la política, tanto en relación con las acciones (políticas) de los individuos,
como respecto de las leyes, las instituciones, y los hechos y procesos que
consideramos políticos. Por ejemplo: cuando sostenemos que la decisión de un
gobernante es inmoral, no la evaluamos meramente como la acción de un individuo
“privado”; hay en nuestro juicio una consideración de su responsabilidad pública, y en
esa apreciación se conjugan criterios éticos con concepciones políticas. Juzgamos
también como moralmente inaceptables ciertas decisiones, procedimientos e
instituciones que proceden de los poderes públicos: por ejemplo, un decreto que
obligara a todos los alumnos de una escuela pública a rendir culto a una imagen
religiosa, la aplicación de un dispositivo represivo para impedir la manifestación de una
protesta, o el establecimiento de lugares de encierro para los enfermos que padecen
determinada dolencia. Cuando cuestionamos esta clase de hechos que afectan las
condiciones en las que vivimos, nuestro juicio tiene un contenido ético, supone que
hay cosas que son buenas o que deben hacerse, y cosas que son malas y no deben
hacerse, en relación con aquello que nos afecta como colectivo humano. Se trata de
aquella clase de cuestiones en las que la ética mide a la política. Pero también hay
otro sentido en el cual la ética está ligada – aún cuando juzguemos acciones
individuales – a la dimensión colectiva. El juicio sobre las acciones siempre supone un
“otro”: otro que juzga, otro que es afectado. En la afirmación de determinada
concepción de lo que el hombre debe o no debe hacer, de lo que es bueno o malo
para el hombre, los otros intervienen en la aparente soledad del juicio del individuo
(sea que se aplique sobre la conducta de otros, sea que lo haga respecto de sí mismo)
a través de una creencia que remite siempre a un contexto social y cultural específico.

La filosofía política se debate ante la dificultad de abordar una problemática particular:


la política tiene que ver con lo contingente – como diría Aristóteles – con aquello que
“puede ser de otra manera”, y no meramente con lo que “debe ser”. Es constitutiva de
la filosofía política la discusión sobre su competencia y su objeto: si la filosofía, al
ocuparse de estas cuestiones, tiene que proponer modelos y normas ideales respecto
de cómo deberían vivir los hombres, o si tiene que hacer el esfuerzo de comprender
cómo de hecho se generan las condiciones de la vida colectiva, entendiendo que la
política – como la acción humana en general – se despliega en el terreno de las
pasiones, la irracionalidad, el conflicto de intereses y de visiones del mundo, la fuerza
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y los ideales, las potencias del cambio y la inercia de lo que tiende a perdurar y
reproducirse. De la respuesta que se de a estos interrogantes se desprenderá una
relación específica de la política con la ética, puesto que la última siempre supone una
pretensión prescriptiva; es decir, siempre propone o señala un deber (condicionado o
absoluto).

Aquel debate - ¿cuál es el objeto y sentido de la filosofía política? - se torna


especialmente significativo cuando atendemos a dos asuntos en torno a los cuales el
problema se plantea con claridad, y que constituyen los temas típicos de esta zona
fronteriza “ético-política” en la filosofía. En primer lugar, el de la determinación de las
normas que rigen la vida de una sociedad. En segundo término, la cuestión de los
límites (éticos) en el ejercicio del poder (político).

¿Cuál es el fundamento de la legitimidad de las leyes en una sociedad? ¿Qué otra


cosa, fuera del poder coactivo del Estado para imponer su cumplimiento a los
ciudadanos, hace que ellas tengan autoridad para condicionar el comportamiento de
los individuos? En una sociedad en la que se asume que sólo son válidas las leyes
que proceden de la deliberación y decisión de los cuerpos representativos de la
ciudadanía, ¿basta con que las normas hayan sido sancionadas de acuerdo con los
procedimientos establecidos para considerarlas legítimas? ¿Hay límites éticos a lo que
por vía de estos procedimientos se consagra como ley en un Estado particular? Si
estos límites no existen o no son reconocidos, ¿qué ocurre cuando una mayoría
resuelve algo que no sólo perjudica a una minoría, sino que puede considerarse atenta
contra alguno de sus “derechos fundamentales”? ¿Hay algo así como “derechos
fundamentales” que los individuos poseerían independientemente de su pertenencia a
un cuerpo político particular? Si es así, ¿cuál es su fundamento? Es en este marco
que el tema de los derechos humanos se muestra como una cuestión central en la
compleja relación entre ética y política.

En este documento de trabajo vamos a presentar algunos ejes conceptuales que


permiten organizar el estudio de los problemas éticos y políticos desde una
perspectiva filosófica. Partimos, en ambos casos, de esquemas conceptuales básicos
que iremos enriqueciendo y complejizando a medida que nos internemos en los
debates que ellos encierran, procurando entonces destacar los vínculos entre ambas
series de problemas. El tema de los derechos humanos merecerá una especial
atención, y formularemos al final una propuesta de trabajo en la que varios espacios
curriculares podrían integrarse para abordar de manera interdisciplinaria esta temática.
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2.1. Problemas de ética: un esquema conceptual

El siguiente modo de organizar la presentación de las diversas doctrinas éticas – que


no tiene que ser necesariamente el mismo que se utilice para el trabajo en el aula – es
útil a la finalidad de señalar los puntos centrales del debate contemporáneo, y, en
particular, el problema de la fundamentación de los derechos humanos, en el marco de
la relación que destacábamos entre ética y política. Vamos a desarrollar brevemente, a
partir de este esquema conceptual, un comentario sobre algunas concepciones
fundamentales de la ética.

LA ÉTICA

Discute los problemas relativos a los criterios a partir de los cuales formulamos

JUICIOS SOBRE LAS ACCIONES HUMANAS


(Propias o ajenas, individuales o colectivas)
Y sobre las instituciones, leyes y ordenamientos jurídico-políticos que pretenden
regular esas acciones

y les atribuimos un VALOR en relación con

UN FIN QUE CONSIDERAMOS BUENO

UNA NORMA QUE CONSIDERAMOS JUSTA

ETICAS TELEOLÓGICAS ETICAS DEONTOLÓGICAS


Aquellas que juzgan las acciones como Aquellas que juzgan las acciones como
“buenas” o “malas”, considerando su “correctas” o “incorrectas”, “justas” o
relación con un FIN que se asume “injustas”, en atención a su adecuación
como un BIEN. a una norma o principio de JUSTICIA.

2.2. El problema de los fines: la ética aristotélica

Tal como señalábamos, las llamadas “éticas teleológicas” son aquellas que plantean la
cuestión ética en términos de la determinación del criterio por el cual consideramos a
una acción (una institución, un estilo de vida, un orden político) como “buena”. Desde
esta perspectiva, se entiende que el valor moral de las acciones deriva de su relación
con un fin o un bien que se procura realizar.
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Hay muchas maneras de concebir el fin último o principal al que se dirigen las
acciones humanas: la felicidad, el placer, la realización perfecta de cierta noción de la
naturaleza humana, etc. Cada uno de estos fines se puede entender a su vez de
diversas maneras, y combinarse con los demás en varios modos. La doctrina que
provee el modelo de las éticas teleológicas o de fines es la que propone Aristóteles,
para quien toda acción humana tiende a un fin (telos) que es entendido por el agente
como un bien. Ese bien puede ser aparente o real, es decir, el agente puede estar
equivocado respecto de la “bondad” que atribuye al fin que se propone alcanzar
mediante su acción. Lo cierto es que siempre que actúe entenderá a su fin como
bueno, y eso es lo primero que hay que tomar en cuenta para analizar su
comportamiento.

Por otra parte, el agente puede tender con su acción a un fin que sólo sea un medio
para lograr otra cosa, o puede procurarlo en tanto ese fin es un bien en sí mismo.
Aristóteles entiende, bajo el esquema teleológico de interpretación de las acciones,
que el verdadero y supremo bien para el hombre será aquel fin que consiste en la
realización de la perfección propia de la naturaleza humana. Añade, para empezar a
intentar responder en qué consiste tal bien, que todos coincidirán en que este fin es la
felicidad; y que además es autosuficiente, esto es, que no requiere de otra cosa para
ser lo que es. Aristóteles advierte, sin embargo, que los hombres no coincidirían
inmediatamente en sus opiniones respecto de aquello que entienden por “felicidad”.
Algunos dirán que la felicidad se halla en una vida entregada a los placeres; otros, que
reside en el disfrute de la riqueza; otros más, que ella se encuentra en la
contemplación de la verdad.

Esta última parecería ser la opción que mejor cuadra con la noción que el mismo
Aristóteles provee de la naturaleza humana. La virtud propia del hombre se
encontraría en la realización de aquello que en él es lo “más excelente”, y esto no es
otra cosa que el ejercicio de su facultad intelectual. Sin embargo, junto a este modelo
de una “vida contemplativa”, aparece en este filósofo un modelo alternativo no
fácilmente compatible con aquél: el de la vida virtuosa del hombre involucrado en los
asuntos prácticos, es decir, del hombre que interactúa con otros en una comunidad.
Este modelo se presenta a partir de un análisis de las partes del alma que conduce a
identificar en su “parte” superior – el noûs, la inteligencia - dos funciones supremas
con sus respectivas virtudes o excelencias: el entendimiento (función teórica) y la
prudencia o phrónesis (función práctica). Esta parte superior o “más excelente” es la
que manda, en tanto existe otra parte a la que corresponde obedecer; o, mejor dicho,
que, siendo ella misma irracional, puede obedecer. Las virtudes propias de la parte
que manda son llamadas “dianoéticas”; las que se atribuyen a la parte que obedece
son virtudes “éticas”. De modo que las virtudes éticas son disposiciones (hábitos) que
llevan a esta parte apetitiva a seguir el curso que la parte racional señala como bueno.
Aristóteles no resuelve si existe entre aquellos modelos de la “buena vida” – uno que
coloca a la contemplación como el fin último de la vida humana, otro que lo sitúa en la
vida acorde con la virtud (ética) - una relación jerárquica, lo cual ha dado lugar a
innumerables debates entre sus intérpretes.

La relación entre la ética y la política aristotélicas se torna manifiesta en el análisis de


aquello que el filósofo considera el modelo de la vida virtuosa. La virtud ética es
definida también como el comportamiento o actitud que corresponde al “término medio
entre dos extremos”. Esta “mesura” que se identifica con la virtud ética se traduce en
un código de virtudes que caracteriza al phrónimos, el hombre prudente, modelo que
personifica el ideal aristocrático de vida en la Atenas del Siglo V. Por ejemplo, la
magnanimidad es una virtud, de la cual dice Aristóteles: “El magnánimo se muestra,
por sobre todo, en el honor, pero también en la riqueza, el poder y toda clase de
fortuna o infortunio, en los que se comportará mesuradamente, cuando tenga lugar
cada uno de ellos: no estará exultante cuando lo acompañe la fortuna ni
excesivamente dolorido en el infortunio. [...].”. (Ética Nicomaquea, IV, 7, 1124 a]. La
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phrónesis será la capacidad racional que sabe reconocer, en cada ocasión, cuál es la
acción que se adecua a este modelo de conducta, y que constituye en ese sentido el
verdadero bien no sólo del individuo sino de la polis, que Aristóteles piensa ordenada
del mejor modo bajo un régimen aristocrático en el que gobiernan “los mejores”.

La ética aristotélica podría parecer muy lejana de los requerimientos y presupuestos


ideológicos de la sociedad contemporánea. Sin embargo, algunos de los conceptos
fundamentales de esta doctrina constituyen la base a partir de la cual en las últimas
dos décadas del siglo XX se han levantado numerosas críticas y teorías alternativas al
universalismo de cuño kantiano. En líneas generales, una ética aristotélica asumirá,
junto al modelo teleológico de explicación de las acciones, que es posible definir una
concepción de la “buena vida” compartida por todos los miembros de una comunidad,
o, al menos válida y exigible para todos ellos, asentada, si no en la presunta
objetividad de cierta noción de la naturaleza humana, al menos en los conceptos
fundamentales de un determinado contexto cultural que se pretende homogéneo. De
allí que estas éticas sean caracterizadas como “comunitaristas”: ellas no presumen
una validez universal, sino exclusivamente intra-comunitaria. La versión más
destacada de la crítica neo-aristotélica al universalismo kantiano es la que formula
Alasdair Macintyre, a la cual haremos referencia más adelante.

2.3. El utilitarismo

Aristóteles descartaba la posibilidad de que aquel bien real que correctamente


podríamos identificar con la felicidad residiera en una vida orientada por el placer. Sin
embargo, otras doctrinas hallaron en este principio el fundamento de la ética. En la
Antigüedad, es Epicuro quien presenta con mayor claridad una teoría de la acción
humana entendida bajo el principio del placer. En la era moderna, el utilitarismo se
erige como aquella teoría que colocará en el centro de una ética social la identificación
de la felicidad con el mecanismo que regula universalmente la acción individual a
través de la búsqueda del placer (y la evitación del dolor).

John Stuart Mill es el pensador que – tras los pasos de Jeremy Bentham, proporciona
una elaboración más acabada de esta concepción, que es actualmente una de las
corrientes fundamentales intervinientes en el debate ético, y que goza de una enorme
difusión como parte de los supuestos comunes de la teoría social. A diferencia del
hedonismo clásico (Epicuro), el utilitarismo constituye, en su formulación inicial (fines
del siglo XVIII – primera mitad del siglo XIX), parte fundamental de una teoría social
crítica, ligada a la teoría política y económica liberal.

El utilitarismo parte de una concepción hedonista de la naturaleza humana (hedonismo


psicológico): esto es, asume que de hecho el hombre actúa de acuerdo con el principio
de maximizar su placer y minimizar su dolor. A partir de esta constatación, y de la
identificación de la felicidad con la búsqueda del placer y la evitación del dolor, deriva
una concepción ética que suele formularse de alguno de estos modos, que no son
necesariamente incompatibles entre sí: (a) es deber del hombre la búsqueda de la
propia felicidad (hedonismo ético egoísta), o (b) es deber de todo hombre ocuparse
tanto de la promoción de su felicidad particular, como del incremento del bienestar
general de todos los seres humanos, de tal modo que se contribuya a lograr la mayor
felicidad total (hedonismo ético universal).

El Principio de Utilidad – se debe procurar la mayor felicidad para el mayor número de


personas – se justificaría, en resumidas cuentas, del siguiente modo:
a) todo el mundo desea su felicidad (hedonismo psicológico)
b) es deseable que todo el mundo busque su felicidad (hedonismo ético egoísta)
c) es deseable que todos busquen la felicidad de todos (hedonismo ético
universal)
Sobre este argumento, es posible señalar las críticas que el utilitarismo ha recibido
repetidamente. En primer lugar, se ha señalado que este razonamiento cae en lo que
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se denomina la “falacia naturalista”, consistente en el error de deducir, a partir de lo


que “es”, aquello que “debe ser”. De acuerdo con quienes sostienen esta objeción,
porque suscriben la concepción de que no hay elementos valorativos en nuestra
descripción objetiva de la realidad, no es posible derivar normas partiendo de hechos.
En segundo lugar, el paso de (b) a (c) implica una “falacia de composición”, es decir, la
atribución al todo de una propiedad que sólo se ha comprobado que corresponde a las
partes. Dicho de otro modo: no puede concluirse sin mas que aquello que vale para las
partes, tomadas por separado, valga igualmente para la totalidad que las mismas
conforman.

No obstante ello, el utilitarismo ha procurado sortear de diversas maneras estas


críticas, y una de las especificaciones que ha permitido dar una respuesta a las
mismas es aquella que, perfeccionando la noción de placer, ha ampliado la
concepción del hedonismo psicológico que se encuentra a la base de la teoría. El
placer no se reduce a aquellas sensaciones ligadas a la satisfacción de las
“inclinaciones” sensibles, el placer físico, ligado al cuerpo y sus funciones, sino que
debe extenderse – porque se trata, precisamente, del placer “humano” – a la
satisfacción que procede del pleno desarrollo de las capacidades humanas. Esta
ampliación permite entender como placeres, en primer término, los goces “espirituales”
o “intelectuales”. Para Mill, por ejemplo, la búsqueda de la propia felicidad corre pareja
con la búsqueda de la excelencia, la virtud, el auto-desarrollo y el auto-respeto, y al
mismo tiempo con la solidaridad que – basada en una supuesta empatía con los otros
– nos mueve a querer también la felicidad ajena. Es notorio que para poder
fundamentar en estos términos una preocupación del individuo por la felicidad de
otros, estas teorías deban apelar a la existencia de un sentimiento de simpatía que liga
al individuo con sus congéneres, tal que pueda presumirse que cada uno desea para
los demás, al menos, el menor sufrimiento posible. No se deriva de aquí
necesariamente alguna forma de altruismo – aunque en ocasiones se lo intenta – que
pudiera llevar a priorizar el bienestar general o el bien de otros por sobre la propia
felicidad. Se trata, en todo caso, de querer la mayor suma de placer para uno mismo
con la menor cuota de dolor para los demás.

Hay una clasificación contemporánea de los utilitarismos que puede facilitarnos el


análisis de las consecuencias sociales y políticas de estas posturas éticas. Se trata de
la distinción entre lo que ha dado en llamarse “utilitarismo del acto” y “utilitarismo de la
regla”. La primera clase de doctrinas utilitaristas son aquellas que consideran que para
determinar la bondad o maldad de una acción sólo deben tomarse en cuenta sus
consecuencias inmediatas. Los utilitarismos “de la regla”, en cambio, entienden que es
necesario atender a las consecuencias que se derivan de la aplicación habitual de la
regla a la que respondería el acto en cuestión. (Es decir que para juzgar la bondad
moral de un acto es preciso evaluar qué ocurriría si supusiéramos que normalmente y
de manera generalizada los hombres actuaran de ese modo). Esta versión acerca al
utilitarismo a los requerimientos de universalizabilidad que – como veremos -
caracterizan a las éticas de base kantiana, aunque la diferencia fundamental entre
estas dos grandes corrientes filosóficas persiste en cuanto el utilitarismo atiende al
valor que tendrían las acciones en virtud del fin (o bien) que con ellas se procura
obtener; es decir que ellas nunca tienen valor moral en sí mismas, sino en tanto que
medios para la consecución de un fin deseado (como bueno). Es por ello que se dice
que el utilitarismo es una doctrina ética “consecuencialista”.

Sin embargo, esta consideración hecha por los “utilitarismos” de la regla permite – con
algunas premisas adicionales – intentar sortear una de las críticas más serias que se
han hecho a esta doctrina: su incapacidad para establecer criterios que permitan
asegurar un conjunto de garantías o derechos fundamentales para los individuos. Si el
Principio de Utilidad prescribe, en el plano de la ética social, procurar la mayor suma
de felicidad para el mayor número de personas, ¿qué ocurriría si la mayoría
encontrara placer en algo que implique un perjuicio grave para una minoría? ¿De qué
modo podrían justificarse límites para la búsqueda de la felicidad en estos términos?
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Desde el punto de vista de un “utilitarismo de la regla”, podría sostenerse que existen


ciertos daños (seguramente, los crímenes de lesa humanidad) que suponen para
quienes los padecen un perjuicio que, en un cálculo de utilidades, no podría ser de
ningún modo compensado por el placer o bienestar que produjesen para otros, incluso
cuando esos otros fueran la mayoría. Sin embargo, para poder sostener este
argumento es necesario apelar a algún criterio adicional; hay en él un supuesto que
permite afirmar que algunos daños son, por así decirlo, “absolutos”, y este supuesto se
funda en algún principio ajeno a la lógica del cálculo de utilidades.

Existe otra consideración posible, por la cual podría intentar justificarse esta reserva.
Algunos autores distinguen entre el “utilitarismo cuantitativo” y el “utilitarismo
cualitativo”. Este último sería aquel que, en la elección de - o juicio sobre – las
acciones, sean individuales o colectivas, toma en cuenta no meramente una suma y
resta de placeres y dolores, sino la “calidad” de los mismos. Habría, entonces,
placeres de diverso orden, y sería posible establecer entre ellos alguna jerarquía en
función de la cual priorizar la satisfacción de unos sobre otros. A partir de esta
cualificación de los placeres se podría sostener que el placer que produce el ejercicio
de la solidaridad es superior al que provocaría la adquisición de bienes materiales para
uso personal; se podría incluso afirmar que el placer que produce actuar en favor del
auto-desarrollo de otros es específicamente humano, en tanto que el que procedería
del ejercicio de la crueldad sobre los demás es “inhumano”. Sin embargo, es evidente
que estas distinciones suponen también una apelación a alguna noción de lo que es
específicamente humano, y, con ello, el utilitarismo termina siendo el nuevo
revestimiento de una ética de las virtudes que supone que el ser humano se realiza en
plenitud a través de determinadas acciones y en el contexto de cierto tipo de
instituciones. El problema es que – si nos atenemos a los términos en que se plantea
la fundamentación estricta de la ética utilitarista – no parece haber manera de evitar
las consecuencias indeseables del cálculo de utilidades de otro modo que saliéndose
de él, o ampliándolo. Esto es así porque si fundamos una ética sólo en el principio de
la maximización del placer y minimización del dolor, quedamos prisioneros de la
subjetividad, imposibilitados de discutir el hecho de que cada uno encuentre su placer
en lo que sea que le plazca.

2.4. El universalismo kantiano

La ética kantiana es el fruto maduro de la modernidad: ella lleva al terreno de la


filosofía práctica la afirmación de la soberanía de la razón humana que Descartes
había ya sentado en el plano del conocimiento teórico. Como señalamos en el
documento anterior, la crítica de Kant avanza sobre los presupuestos dogmáticos del
racionalismo cartesiano y concluye encontrando en las condiciones de posibilidad del
conocimiento un límite para el uso de la razón teórica que a la vez preserva a su uso
práctico. Esto es así porque sólo en la medida en que las categorías de nuestro
conocimiento de las cosas resultan válidas exclusivamente en relación con los
fenómenos, dejando indeterminada la “cosa en sí”, podemos afirmar la posibilidad de
la libertad, y pensar en la capacidad del sujeto para determinarse a actuar
espontáneamente, esto es, no condicionado por la cadena de causas y efectos que
necesariamente organizan nuestro conocimiento de la naturaleza (y la constituyen
como tal).

La exposición más sencilla de la ética kantiana se encuentra en la Fundamentación de


la Metafísica de las Costumbres. Allí sostiene Kant que lo único absolutamente bueno
en el mundo es la buena voluntad: aquella que determina la realización de una acción
por puro deber, es decir, por respeto a la Ley Moral. La voluntad puede ser
determinada por las inclinaciones o por la razón, que dicta al hombre la Ley Moral.
Cuando el hombre actúa movido por sus inclinaciones, aún cuando ellas lo conduzcan
en un sentido concordante con lo que indicaría el deber, su acción no puede ser
valorada positivamente en términos morales. Si la acción (movida por las inclinaciones
sensibles) es “contraria al deber”, su valor es negativo; si ella es “conforme al deber”,
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será moralmente neutra. Las acciones sólo tienen valor moral cuando son efectuadas
“por deber”. Si una persona no miente porque teme a las consecuencias que debería
afrontar en caso de ser descubierto, su acción carece de valor moral, aunque la Ley
Moral determine de manera absoluta que no se debe mentir.

Ahora bien, ¿cómo sabemos qué se debe y qué no se debe hacer? La Ley Moral se
enuncia en la forma de un Imperativo Categórico, es decir, un mandato
incondicionado. A diferencia de los imperativos hipotéticos, que establecen la
necesidad de una acción en cuanto resulta ser el medio adecuado para lograr cierto fin
(“si quieres progresar en tu carrera, no debes contrariar a tus superiores”, o “si quieres
llegar saludable a la vejez, debes tener cuidado con la nicotina”), un imperativo
categórico señala que una acción es necesaria de manera absoluta: “debes ser veraz”.
El Imperativo Categórico es formulado por Kant de diversas maneras, y ha sido
largamente discutido si todas sus variantes son equivalentes, o si en verdad cada una
de ellas introduce consideraciones diferentes, que de algún modo amplían el concepto
del deber. La más conocida es aquella que reza: “Obra sólo según aquella máxima
que puedas querer que se convierta, al mismo tiempo, en ley universal”. (Kant,
Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Cap. II, pg. 92) Ello significa que,
ante una acción posible, el sujeto debe considerar si la máxima correspondiente – esto
es, la proposición que enuncia su intención en ese caso en particular – podría ser
llevada a principio universal sin que ello implique contradicción, sea en sus propios
términos, sea en relación con un concepto de la naturaleza humana que en la
argumentación kantiana se deja entrever. Uno de los ejemplos que propone el propio
Kant es el siguiente: ante la posibilidad de faltar a una promesa que hemos efectuado,
habría que preguntarse qué ocurriría si todos los hombres hicieran lo mismo en
similares circunstancias. Lo que podemos advertir es que si fuera ley universal faltar a
las promesas realizadas, las promesas carecerían de sentido, ya que nadie podría
aceptarlas razonablemente.

Lo primero que hay que observar, en relación con esta formulación de la Ley Moral es
que ella no prescribe qué es lo que se debe hacer, sino más bien señala qué máximas
no se deben seguir; es decir, funciona como un principio crítico aplicable a cada una
de nuestras posibles acciones en el proceso de deliberación a través del cual
resolvemos si adoptamos o no determinado curso de acción. Sería, sin embargo,
engañoso creer que se trata de un principio cuya aplicación mecánica a toda situación
posible resolviera inmediata y concluyentemente en qué consiste nuestro deber. Kant
completa el contenido sustantivo de su noción de la Ley Moral a través de las
sucesivas versiones del Imperativo Categórico que él mismo despliega en la obra que
estamos tomando como referencia. En una segunda versión, el Imperativo indica:
“obra como si la máxima de tu acción debiera convertirse, por tu voluntad, en ley
universal de la naturaleza” (Kant, Fundamentación..., Cap. II, pg. 92); esto es, es
necesario pensar que al decidir si una acción que podríamos llegar a emprender es
moralmente correcta, debemos asumir que estamos legislando para toda la
humanidad. Aquello que prescribimos o admitimos para nosotros mismos lo
prescribimos o admitimos inmediatamente también para todos los demás, porque la
moralidad debe presumirse como válida para todos y cualquiera – es decir, como
universal e imparcial. No podemos, en definitiva, pensarnos a nosotros mismos como
una excepción.

En tercer lugar, Kant enuncia el Imperativo Categórico como un principio de la


dignidad humana, cuando afirma: “obra de tal modo que te relaciones con la
humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin, y
nunca sólo como un medio” (Kant, Fundamentación..., Cap. II, pg. 104). Es así que la
Ley nos manda obrar siempre de modo tal que no tratemos jamás a los otros como si
fueran un medio para el cumplimiento de nuestros propios fines particulares.
Considerarlos como un fin en sí mismos significa que nuestro comportamiento debe
implicar siempre el reconocimiento de su condición de persona y el respeto absoluto
de la dignidad que como tales les corresponde. Reconocer a los demás como
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personas, es reconocerlos como nuestros iguales, como seres racionales y


autónomos.

La noción de PERSONA es central en la ética. La AUTONOMÍA es la capacidad de


autodeterminación que se atribuye a los seres humanos en tanto que personas
morales. Un sujeto autónomo es, en términos generales, aquel que se da a sí mismo
la norma de su acción. (“Nomos”, en griego, significa “ley”). Para una concepción
racionalista de la ética, es autónomo quien no es determinado a actuar por otra
autoridad que la de su propia razón. Por eso en esta perspectiva se considera que
actúa heterónomamente no sólo quien es determinado a actuar por la imposición de la
voluntad de otros, sino quien es conducido por sus impulsos, pasiones, o sentimientos.

Si recordamos la 3º antinomia de la razón pura, aquélla en la que ésta se debate entre


la necesidad con la que se suceden los fenómenos en el mundo tal como lo
conocemos - incluidos nuestros propios actos, en la medida en que ellos en un
aspecto pertenecen a ese ámbito - y la libertad que es necesario presuponer para que
tenga sentido la atribución de responsabilidad que hacemos a los hombres por sus
acciones, veremos por qué la autonomía se presenta aquí como condición
fundamental de la personalidad moral. La moralidad presupone la libertad, y un sujeto
sólo actúa libremente en la medida en que actúa guiado por su propia voluntad, y no
por la voluntad de otro o por los impulsos sensibles que determinan su acción no como
producto de la decisión de un agente libre sino como cualquier suceso en el mundo
físico produce determinados efectos previsibles. Es por eso que, para Kant, las
acciones motivadas por la inclinación, aún cuando sean acordes con el deber, carecen
de valor moral.

La ética kantiana, que expresa los ideales emancipatorios de la Ilustración, ha sido


cuestionada, entre otras cosas, por su formalismo. Esta doctrina, a diferencia de las
concepciones teleológicas, no coloca como fin otra cosa que el respeto por la
autonomía de las personas, que es precisamente el reconocimiento de que nadie
puede sustituir a otro en la determinación de lo que es bueno para sí. Y aunque puede
argumentarse que en esta concepción también se halla – inevitablemente – implícita
una noción de la naturaleza humana y su excelencia, una concepción de la buena vida
que representa, justamente, los ideales históricamente determinados de la Ilustración
europea, también es cierto que la ética kantiana no pretende decir cómo debemos
vivir, sino cuál es el criterio que debemos emplear para comportarnos de tal modo que
nuestra acción asuma ese respeto absoluto por la condición autónoma de cada cual,
en el ejercicio de la propia autonomía. Esta ética, por lo mismo, no es
consecuencialista (aunque algunos de los razonamientos kantianos caen en ese tipo
de argumentación): ella se desentiende de las consecuencias que pudieran derivarse
de los actos que juzga exclusivamente en atención a su valor intrínseco. En parte,
coincide con lo que Max Weber llamará “ética de la convicción”, que se opondría a una
“ética de la responsabilidad”, atenta a las consecuencias que las propias decisiones
producen o podrían producir, dispuesta a asumir los costos por ellas, aún cuando
fueran indeseadas o imprevistas. Para Weber, el político que asume su actividad como
vocación debe hallar un difícil equilibrio entre ambas, entre el mero cálculo de medios
a fines por el cual la política se apoyaría exclusivamente en una racionalidad
instrumental al servicio de cualquier causa y presta a justificar cualquier curso de
acción que apareciera como necesario para obtener ciertos objetivos, y la convicción
que aferra al sujeto a ciertos ideales que, en la medida en que se absolutizan, ciegan
al agente respecto de los efectos que su promoción o cumplimiento produce. (Max
Weber (1919), “La política como vocación”)

2.5. Debates contemporáneos

Kant presuponía que era posible que los sujetos, actuando como sujetos racionales,
concordaran en su autodeterminación, porque concebía a la razón en términos
universales. En esta perspectiva, la razón consultada por el sujeto actuante, aquella
11

que dicta a cada uno la Ley Moral, no es una facultad del sujeto empírico, sino del
Sujeto Trascendental, en el cual se realiza la plena coincidencia entre una voluntad
racional y la racionalidad práctica que sólo imperan en nosotros, los sujetos concretos
reales, a costa de una lucha permanente con los impulsos sensibles que llevan a cada
uno tras la búsqueda de satisfacción de su interés particular.

La conciliación entre los principios de autodeterminación y de universalización se halla


entonces en la teoría de Kant amparada por aquella pretensión: si cada uno determina
su voluntad, al actuar, siguiendo a su razón, todos lo haremos en el mismo sentido,
puesto que la razón de cada uno es La Razón Universal. Los intereses y las
inclinaciones nos conducen por caminos diversos y frecuentemente antagónicos; la
razón señala un camino común. Es por eso que Kant, sin desconocer que somos
seres doblemente condicionados (racional y patológicamente), se atreve a sostener
que la historia de la humanidad deja ver, tras los conflictos que la signan, una
tendencia o disposición hacia un “estado mejor” en el que se desarrollarían
plenamente las facultades humanas. En la medida en que logre imponerse la razón en
la organización política de las unidades en las que los hombres conviven (los Estados
nacionales), la “ilustración” hará posible un futuro de paz universal, basado en una
confederación de naciones. (Kant, Idea de una Historia Universal en sentido
cosmopolita,1784)

La idea de una razón a-histórica y universal ha sido severamente criticada junto con
los conceptos centrales de la modernidad ilustrada. Una vez que se asume que la
postulación de una noción sustantiva de razón traduce las concepciones, los ideales,
las expectativas propias de una determinada época y cultura, las éticas universalistas
tienen que apelar a otros modos de fundamentación de las normas universales que,
pese a todo, parecen ser las únicas capaces de garantizar la posibilidad de atribuir a
los individuos un conjunto de derechos cuyo reconocimiento no esté sometido a las
contingencias de la pertenencia a tal o cual orden jurídico-político o estado de lo
social.

Una de las referencias más importantes de los críticos contemporáneos de la ética


kantiana es Hegel, quien observó la insuficiencia de la Möralitat (el nivel de la
dimensión subjetiva en el que reconocía la validez de los postulados kantianos) para
lograr erigirse como guía de la acción humana, dada su formalidad y abstracción. A la
conciencia moral pura que Kant entroniza como sede de nuestros juicios éticos, Hegel
opone una conciencia moral concreta, que actúa aún a sabiendas de sus limitaciones
y que se asume como históricamente situada para a partir de allí luchar por su
reconocimiento y por superar el subjetivismo de su punto de vista. A partir de aquí,
diversos pensadores desarrollan una pluralidad de líneas de ataque al universalismo
que se constituyen sobre la base de la sospecha de que la moral universal es un
engaño. Esta sospecha es común a diversas teorías que han resultado fundamentales
para el desarrollo subsiguiente del debate ético-filosófico (aún cuando algunas de ellas
se constituyen en áspera polémica con el resto del pensamiento hegeliano): Marx
(quien señala el carácter ideológico de la ética en tanto que superestructura de la
totalidad social existente), Nietzsche (quien denuncia la falsa universalidad de los
valores morales, expresión de intereses inconfesables tras una supuesta neutralidad
de la verdad, y que sindica a la conciencia como la “voz del rebaño en nosotros” que
limita a la vida imponiendo la culpa), Freud (quien advierte la contradicción en la que
se debate irremediablemente el ser humano, creador, junto a las condiciones que
hacen a su bienestar – esto es, la cultura – de los mecanismos de su infelicidad por la
represión del deseo y la imposibilidad de satisfacer los deberes que socialmente se
impone).

Aquellas objeciones, y otras de similar tenor, obligaron más tarde a todo intento de
fundar racionalmente la ética y de establecer con ella algún criterio para someter a
crítica las acciones e instituciones, a buscar un modo de superar la insostenible
apelación a una racionalidad universal sustantiva, esto es, portadora de fines y valores
12

que pudieran considerarse constitutivos de una naturaleza humana a-histórica y trans-


cultural. Pero antes de que estos intentos se desarrollaran - especialmente durante la
década del ’80, en el marco de un proceso de “reconstrucción de la ética” - se extendió
en el ámbito académico un período en el cual el reinado del positivismo implicó una
negación de la posibilidad misma de una fundamentación y discusión racional de las
normas. La concepción ética más destacada que elaboró el neo-positivismo fue la que
se denominó “emotivismo” (Stevenson, Ayer). El neo-positivismo abrevaba aquí –
como en su concepción epistemológica – en su propia interpretación del Tractatus
Lógico-Philosophicus de Lüdwig Wittgenstein, quien había afirmado (contra la
estrechez de la lectura positivista) que su obra era un tratado de ética y no de lógica.
La ética, sin embargo, estaba presente en el Tractatus como “lo no dicho”, justamente
aquello que para Wittgenstein (he allí el error positivista) era “lo más importante”. La
ética, para el austriaco, pertenece al ámbito de lo que no puede decirse, pero puede
ser mostrado; aquello que, en tanto no habla de hechos, no está sujeto a las reglas
lógicas que rigen la articulación de nuestras proposiciones descriptivas. Los juicios
éticos no son racionales (pertenecen a “lo místico”), pero son sin embargo categóricos
y absolutos.

El positivismo sacó sus conclusiones: los juicios éticos no describen hechos, son
proposiciones valorativas. No hay, por lo tanto, posibilidad establecer su verdad o
falsedad, ni de someterlos a crítica racional. Estos juicios expresan emociones, y su
función no es descriptiva o informativa, sino persuasiva: cuando se nos dice que algo
es “bueno” o “correcto”, se trata de convencernos de actuar de determinada manera.
En aquella distinción entre proposiciones descriptivas y valorativas se basaba también
el intuicionismo (Moore), según el cual no es posible definir “bueno”, pero sin embargo
es posible intuir qué cosas son absolutamente buenas. Esta pretensión que atribuye
un carácter absoluto a las valoraciones éticas distingue sensiblemente al intuicionismo
del emotivismo; pero aún así, ambas concepciones asumen la irracionalidad de los
juicios éticos.

Frente a estos extremos, incluso la filosofía analítica, continuadora del neopositivismo,


se ocupó de estudiar cuál es – ya que no descriptiva – la función propia de los juicios
éticos, y de recuperar para la ética el reconocimiento de una racionalidad específica.
En este sentido, la propuesta de Richard Hare inició el proceso de una “reconstrucción
de la ética”, reafirmando el antinaturalismo positivista que profesara el emotivismo,
pero reivindicando la racionalidad de los juicios éticos. Éstos son, según Hare,
prescriptivos, universalizables y razonables. Los juicios éticos no derivan de hechos,
pero no son por ello ni arbitrarios ni meramente subjetivos: remiten a valoraciones
aprendidas, adquiridas por la pertenencia a determinado entorno cultural, y su valor
moral radica en su carácter universalizable. Hare deduce estas propiedades de un
análisis del lenguaje de la moral; especialmente del significado del término “deber”.

Los aportes más significativos a esta “reconstrucción de la ética” son los que
realizaron, desde tradiciones diversas, John Rawls y Jürgen Habermas. El primero
elaboró una teoría de la justicia que coloca esta noción en el centro del problema ético,
asumiendo que no corresponde a la filosofía establecer los fundamentos de la
pretendida superioridad de una concepción determinada de la buena vida, sino definir
aquellos principios que permitirían ordenar las instituciones de la sociedad con vistas
al reconocimiento de la capacidad de cada quien para definir y promover su propia
concepción del bien, y a garantizar las condiciones mínimas en las que todos podrían
hacerlo. Rawls ha denominado a su teoría “justicia como imparcialidad”, porque ella se
basa en la idea de que esta es la condición fundamental que debe traducirse en el
diseño de una situación inicial hipotética en la que podemos concebir qué principios
escogerían para establecer las bases de una “sociedad bien ordenada” una pluralidad
de agentes situados tras un “velo de ignorancia”, el cual les impediría estar
condicionados por intereses particulares o concepciones del bien determinadas. Esta
limitación, junto al hecho de que tales agentes hipotéticos serían representativos de la
condición de la persona moral - capaz de regular su comportamiento por una
13

concepción de la justicia y capaz también de elegir su propia concepción del bien –


aseguraría – por la imparcialidad del procedimiento de selección de los principios – la
imparcialidad del resultado (justicia procedimental); es decir que los principios de
justicia resultantes no favorecerían a ninguna concepción particular de la buena vida ni
a un grupo de miembros de la sociedad frente a los otros. De la deliberación de las
partes en la “posición originaria” (que actualiza la noción del estado de naturaleza de
las teorías modernas del contrato social) resultan dos principios fundamentales que
ordenan la distribución de una serie de “bienes básicos”. El primer principio establece
la igual libertad para todos; el segundo consta de dos partes: una, que asegura la
igualdad de oportunidades, y otra – el llamado “Principio de la Diferencia” – que
prescribe que no será justa una mejora en la condición de los “mejor situados” si ello
redunda en un empeoramiento de la condición de los “peor situados”.

Esta pretende ser una concepción universalista y deontológica de la justicia; sin


embargo Rawls ha tenido que reconocer que no se trata de una concepción que
pudiera extender su validez fuera del contexto de las sociedades modernas
desarrolladas y complejas, puesto que, aún insistiendo en la formalidad de la justicia
procedimiental, e incluso tomando como punto de partida el “hecho del pluralismo” en
las concepciones de vida que caracteriza a estas sociedades, la elaboración de la
teoría incorpora una serie de nociones básicas que se asumen como compartidas por
los miembros de dichas sociedades, al menos en grado suficiente como para que haya
en torno de las mismas un consenso que permitiría apoyar en ellas la deliberación
hipotética de la que proceden los principios de la justicia. La validez de estos principios
sería entonces universal en un sentido restringido; esto es, dentro del universo cultural
de las sociedades pluralistas modernas, tal como Rawls las concibe.

La teoría de la justicia como imparcialidad ha sido por muchos años el centro de los
debates que vigorizaron el resurgimiento de la ética como disciplina filosófica, y buena
parte de sus críticos han desarrollado sus propias teorías como versiones modificadas
de aquella, manteniendo sus presupuestos fundamentales. Las críticas más severas
que ha recibido Rawls, de muchas de las cuales se ha hecho eco en sus trabajos
posteriores, proceden del comunitarismo. Influidos ya sea por Aristóteles, ya sea por
Hegel, otros teóricos han señalado que la Justicia como Imparcialidad, o bien
introduce subrepticiamente una concepción particular de la buena vida (aquella que es
reivindicada por la cultura hegemónica en las sociedades capitalistas modernas), o
bien resulta impracticable e insensible al verdadero carácter del sujeto moral, por
ignorar deliberadamente el hecho de que los individuos se comprometen con una
concepción de la justicia sólo en tanto y en cuanto a través de ella se pretende realizar
una noción del bien que siempre remite a un contexto comunitario en el que la
personalidad se desarrolla a través de modos de interacción determinados y en el cual
cobran sentido los propios términos en que se formulan las cuestiones éticas. Muchas
otras objeciones se han planteado en torno a las implicancias concretas que tendría la
aplicación de cada uno de los principios de la justicia (especialmente el Principio de la
Diferencia, que asume la inviabilidad de todo programa igualitarista en relación con la
distribución de bienes y, particularmente, de la riqueza) y del orden de prioridad que se
establece entre ellos (otorgando primacía absoluta a un reconocimiento formal de igual
libertad para todos que relega a un segundo plano las condiciones materiales que
asegurarían un igual disfrute de esas libertades).

La segunda corriente que ha intentado rescribir una ética universalista, recuperando


desde otro ángulo la tradición kantiana, es la que se ha dado en identificar como “ética
comunicativa”, desarrollada por Karl-Otto Apel y Jürgen Habermas. Esta ética se basa
en una teoría de la acción de acuerdo con la cual es constitutiva de los seres humanos
una “competencia comunicativa”; esto es, una capacidad para comunicarnos a través
del lenguaje y para desarrollar una comunicación “racional”, libre de dominación y
asimetrías, que nos permite establecer acuerdos. Las condiciones de posibilidad de
una comunicación de estas características constituyen, en la ética comunicativa, el a
priori que en la ética kantiana se encontraba en la estructura de la razón, en el Sujeto
14

Trascendental. Si la ética comunicativa es, al igual que los otros resurgimientos del
kantismo que hemos considerado – el de Rawls y el que, desde su concepción
analítica, propone Hare – una teoría deontológica, procedimental y cognitivista (puesto
que considera que el procedimiento por el cual llegamos a determinar qué es lo
correcto es análogo al que empleamos para determinar lo verdadero, y que hay una
racionalidad específica del ámbito práctico que permite distinguir lo válido de lo que
simplemente está vigente y, por lo tanto, someterlo a crítica), se diferencia de ambas
porque encuentra estos caracteres en el marco comunicativo o dialógico. Uno de los
aportes más interesantes de esta perspectiva en la ética es que permite pensar que
las condiciones en las cuales interactuamos (comunicativamente) con otros son
constitutivas de la moralidad y, más aún, de la racionalidad misma.

Desde esta perspectiva, la validez de las normas debe determinarse a través de un


diálogo entre todos aquellos que serían afectados por su puesta en vigor, porque la
moral trata con los intereses de los individuos concretos, y el cumplimiento de una
norma no podría exigirse si no respondiera o se adecuara a los intereses de todos y
cada uno. De modo que habrá que establecer que las normas satisfagan sólo aquellos
intereses que sean universalizables. Así, la ética discursiva intenta superar la antítesis
kantiana entre un interés moral puramente racional y el interés patológico o sensible
que determina a los sujetos concretos que deben acatar las normas, situando las
condiciones de la racionalidad en el procedimiento por el cual sujetos reales deliberan
y argumentan atendiendo a sus intereses para obtener un consenso sobre lo que
considerarán correcto para todos y cada uno. Aquí la noción ética de “persona” es
entendida como la de un “interlocutor válido”, cuyos derechos a argumentar y replicar
tienen que ser reconocidos para que el procedimiento sea válido, lo cual supone la
adopción de una versión dialógica de la autonomía y una reconstrucción comunicativa
del Imperativo Categórico kantiano. En la medida en que, dentro de paradigma
pragmático-lingüístico, el sujeto es pensado como un hablante que interactúa con un
oyente, y no como un observador (de sí mismo, de los demás y del mundo), el yo es
desde el inicio el alter ego (otro yo) de otro, y la auto-conciencia se piensa como
generada en esta interacción comunicativa (y no en la soledad de la reflexión de la
conciencia sobre sí misma).

Evidentemente, nuestro mundo social difiere enormemente de aquello que en la ética


discursiva se conoce como “situación ideal de habla”. Quienes la defienden sostienen
que esta es, sin embargo, una orientación para la acción (una “idea regulativa” en
sentido kantiano), un parámetro crítico que nos permitiría intentar acercar la
comunidad comunicativa real de la que formamos parte a la comunidad ideal a la que
pertenecemos también en tanto somos seres que pretendemos sentido y validez para
nuestras acciones comunicativas. Desde esta perspectiva se pretende que es posible
superar las objeciones que han sido planteadas a la concepción moderna del sujeto y
la racionalidad, y fundar sin embargo en una reconstrucción de estas nociones la
posibilidad de una ética crítica, que no se limite a apoyarse en las concepciones
básicas que se han tornado parte del “sentido común” de las sociedades occidentales.

Estas éticas, desarrolladas a partir de la década del ’70, recibieron en el decenio


siguiente una serie de críticas en las que resonaban acentos aristotélicos o
hegelianos. Algunas de ellas tienen un carácter netamente conservador y contra-
moderno; otras se inscriben en programas de reconstrucción del proyecto moderno
que asumen la necesidad de superar las dificultades planteadas por las objeciones
interpuestas al universalismo, el formalismo procedimentalista, y el rigorismo
racionalista de las éticas de base kantiana. Estas objeciones podrían resumirse de
este modo: (a) el mundo moral es más amplio y complejo de lo que llegan a advertir
las éticas racionalistas, que pretenden constituirse a partir de un punto de vista
“universal”, enajenado de la esfera moral concreta en la que se desenvuelven los
sujetos. De allí que algunos autores destaquen la preeminencia de formas de la
sensibilidad moral, el carácter necesariamente contextual de los juicios éticos, y/o el
carácter material, histórico y culturalmente determinado de los valores y los criterios de
15

valoración moral. Algunos de estos autores consideran, sin embargo, que existen
contenidos universales en nuestra vida moral, ligados a las nociones de autonomía y
de justicia. (b) lo justo adquiere sentido en el interior de una concepción del bien. Es
así que autores como Charles Taylor o Michael Walzer elaboran propuestas que
permiten fundamentar los principios de la justicia en la referencia a una pluralidad de
bienes comunitariamente valorados. Desde esta perspectiva, el universalismo ético es
asumido como una concepción históricamente situada, y no se pretende ya que ella
remita a un fundamento a-histórico y trans-cultural. (c) la moralidad y el lenguaje en el
que se expresan y resuelven nuestros conflictos morales requieren el trasfondo de una
comunidad cultural relativamente consistente y homogénea. De aquí que algunas de
estas críticas remitan todo programa ético a un contexto comunitario, o bien – como es
el caso de MacIntyre – denuncien la situación de fragmentación cultural que
caracterizaría a la sociedad contemporánea como una imposibilidad para la
fundamentación de una ética común. (Thiebaut, C.; “Neoaristotelismos
contemporáneos”, EIAF Nº2)

4. BIBLIOGRAFÍA

4.1. Obras de filósofos


Mencionamos aquí algunas de las principales obras ético-políticas de los filósofos
mencionados. En los casos en que desconocemos la existencia de ediciones en
castellano, se incluye entre paréntesis junto al nombre del autor la referencia al año de
su publicación en idioma original. Las obras modernas llevan también esa referencia,
aunque se haga mención de alguna edición castellana más o menos reciente.

- APEL, Karl-Otto; Ética comunicativa y democracia, Barcelona, Ed.


Crítica, 1991
- APEL, Karl-Otto; Teoría de la verdad y ética del discurso, Barcelona,
Ed. Paidós, 1991
- ARISTÓTELES; Ética a Nicómaco, Madrid, Ed. Centro de Estudios
Constitucionales, 1994 [Edición bilingüe y traducción de María Araujo y
Julián Marías]
- ARISTÓTELES; Política, Madrid, Ed. Centro de Estudios
Constitucionales, 1989 [Edición bilingüe y traducción de María Araujo y
Julián Marías]
- BENTHAM, Jeremy (1778), Ensayo sobre la representación
- BENTHAM, Jeremy (1791), Panóptico
- BENTHAM, Jeremy; (1776), Un fragmento sobre el gobierno
- BENTHAM, Jeremy; (1789), Introducción a los principios de la moral y
la legislación
- DWORKIN, Ronald; Ética privada e igualitarismo político, Barcelona,
Ed. Paidós-ICE-UAB, 1993
- HABERMAS, Jürgen; Conciencia moral y acción comunicativa,
Barcelona, Ed. Península, 1985
- HARE, R. M.; El lenguaje de la moral, México, varias ediciones, 1975
- KANT, Immanuel; (1781 y 1787), Crítica de la Razón Pura, 2 vols., Bs.
As., Ed. Losada, 1986
- KANT, Immanuel; (1788), Crítica de la Razón Práctica, Bs. As., Ed.
Losada, 1962
- KANT, Immanuel; Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres,
Madrid, Ed. Espasa Calpe, 1990
- MACINTYRE, Alasdair; Tras la virtud, Barcelona, Ed. Crítica, 1988
- MILL, John Stuart; (1859), Sobre la libertad, Madrid, Ed. Alianza, 1981
- MILL, John Stuart; (1861), Del gobierno representativo, Madrid, Ed.
Tecnos, 1985
- MILL, John Stuart; (1863), Utilitarismo, Madrid, Ed. Alianza, 1984
- STEVENSON, Ch.; Ética y lenguaje, Bs. As., Varias ediciones, 1971
16

- WITTGENSTEIN, Lüdwig; Conferencia sobre ética, Barcelona, Ed.


Paidós-UAB, 1989

4.2. Algunos estudios ampliatorios

-
- COLOMER, Josep M.; El Utilitarismo, una teoría de la elección racional,
Barcelona, Ed. Montesinos, 1987 [Breve y muy clara presentación de la
doctrina utilitarista, sus antecedentes, las formulaciones clásicas de
Bentham y J.S. Mill, su relación con la economía política y el
liberalismo, y sus versiones contemporáneas]
- EIAF Nº2; Concepciones de la ética (Edición de CAMPS. V. –
GUARIGLIA, O. – SALMERÓN, F.), Madrid, Ed. Trotta – CSIC, 1992
[Compilación de trabajos especializados sobre las diversas corrientes
que componen el panorama ético-filosófico en la actualidad]
- GUARIGLIA, Osvaldo; Ética y política según Aristóteles, Vol II: “El bien,
las virtudes y la polis”, Bs. As., Centro Editor de América Latina, 1992
[Estudio de la filosofía práctica de Aristóteles. En ella se propone una
interpretación de sus conceptos fundamentales que atiende a su
vinculación con el contexto socio-histórico en el que se desarrollaron. El
Volumen I se ocupa de temas relativos a la teoría de la acción y el
método de las “ciencias prácticas”]
- HÖFFE, Otfried (Ed.); Diccionario de Ética, Barcelona, Ed. Crítica, 1994
[Diccionario que presenta los conceptos fundamentales de la filosofía
práctica, así como una exposición de las corrientes éticas más
desatacadas, con abundante orientación bibliográfica]
- KIMLICKA, Will; Filosofía política contemporánea. Una introducción,
Barcelona, Ed. Ariel, 1995 [Revisión de las teorías contemporáneas de
la justicia]
- MACINTYRE, Alasdair; Historia de la ética, Bs. As., Ed. Paidós, 1970
[Reconstrucción de la historia de la ética, a través de la cual se procura
dar sustento a la tesis que sostiene este autor, según la cual los
conceptos morales actuales proceden de una acumulación residual y
desarticulada de nociones que carecen de un contexto cultural en
relación con el cual adquirir sentido]
- SAVATER, Fernando; Ética para Amador, Bs. As., Ed. Ariel, 1994
[Concebido explícitamente como propuesta de un abordaje de las
cuestiones éticas dirigido a los adolescentes, este texto ha sido
empleado – contra la recomendación explícita de su autor – como
manual para la enseñanza. La obra puede aportar sugerencias para
elaborar una planificación basada en problemas, y algunos textos ágiles
para introducir los temas]
- SAVATER, Fernando; Política para Amador, Bs. As., Ed. Ariel, 1994
[Para este texto valen las observaciones realizadas en relación con el
anterior]
- THIEBAUT, Carlos; La herencia ética de la Ilustración, Barcelona, Ed.
Crítica, 1991 [En esta obra se reúnen ensayos de varios autores sobre
diversos aspectos centrales del pensamiento ilustrado, atendiendo a
aquellos conceptos y problemas que constituyen aún el núcleo del
debate ético-filosófico: el problema de la racionalidad práctica y la
emancipación, la autonomía, la condición humana, la libertad, la
solidaridad, la justicia.]

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