Relatoria El Contrato Social Cap 2

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Pontificia Universidad Javeriana

Facultad de Filosofía
Profesora: María Cristina Conforti Rojas
Cesar Felipe Vargas Villabona
Seminario: J.J. Rousseau
14/03/2018

Materialismo del sabio: La soberanía, el pueblo y su ley

En el Discurso sobre la desigualdad entre los hombres (1755), Rousseau señala


cómo se constituyó un pacto de asociación que dio paso a la creación de un cuerpo político:
azotados por la ley del más fuerte y por un estado de guerra que llevaría hacia la
aniquilación total de los hombres, los grandes propietarios de este segundo estado de
naturaleza deciden plantear una nueva forma de asociación que merme el conflicto entre
ricos y pobres, y sobre todo, que brinde seguridad a las propiedades de los ricos, empleando
la fuerza de sus enemigos de clase a favor de este objetivo. Se establece entonces un
contrato social entre las partes que hará de la propiedad una ley, pero dado que este
contrato se realizó entre partes desiguales, es de suyo una mistificación. El hecho concreto
dice a Rousseau que los pobres fueron engañados por los ricos, para que dieran su libertad a
cambio de seguridad, y que la asociación real, es decir histórica, se basa no solo en este
engaño, sino en una segunda mistificación, como señala Deleuze: “la mistificación es tal
que hay una tara de origen; los pobres pueden darse cuenta de que la voluntad no es común.
Por tanto hace falta necesariamente un contrato de gobierno” donde los magistrados, los
veedores de la ley, sean los mismos ricos, aparentando neutralidad (Deleuze, 2016: 45-46).
En El contrato social (1762), la perspectiva de Rousseau cambia, y su objetivo ya
no es tanto hacer una genealogía histórica de la asociación desigual, que explique el estado
de cosas de su momento, sino investigar “las condiciones abstractas bajo las cuales el
contrato hubiera podido efectuarse sin mistificación” (Deleuze, 2016: 45). Esto quiere
decir que Rousseau está interesado en identificar los principios del derecho político, y
justificar así la legitimidad del establecimiento de un orden social. La reflexión crítica de
sus dos discursos ante la academia de Dijon, donde Rousseau se mostraba pesimista por su
sociedad y nostálgico por una vida desnuda de apariencias y completamente libre, abrió
camino a una investigación de teoría política, que toma a los hombres tal y como son y a las
leyes tal como pueden ser (Rousseau, 2002: 25).
En el primer libro del Contrato, Rousseau tomó como punto de partida el estado de
naturaleza hobbesiano para explicar la necesidad del surgimiento de un cuerpo político. Sin
embargo, distanciándose de Hobbes, el filósofo suizo no explica la raíz de un orden social
basándose en una relación de sumisión originaria1, sino basado en una convención común:
una reunión voluntaria de individuos que se asocian y que de allí deciden la forma del
cuerpo político; la asociación primaria puede dar paso a las relación de sumisión entre
súbdito y príncipe soberano, pero no es algo sujeto a necesidad. Así, el contrato social se

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Donde un pueblo sede todas sus libertades y se vuelve subidito de un príncipe soberano que está por encima
de las leyes que el mismo impone. Hobbes reduce entonces la asociación a la sumisión, sin que el pueblo
tenga soberanía.

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basa en que los individuos reunidos seden totalmente su libertad natural (salvaje) para
obtener cada uno una libertad civil, soportada en una voluntad común que constituye a los
asociados como un pueblo. Es en virtud de esta voluntad común que las leyes y todo el
orden estatal se construyen, y no pueden existir antes que aquella.
Ya en el segundo libro, Rousseau entrará a caracterizar la soberanía de la voluntad
común de un pueblo, pues de ella se desprenderá la discusión en torno a la relación íntima,
pero también problemática, que tendrá el pueblo con las leyes, y la necesidad de la figura de
un legislador que guie al pueblo a instituir leyes justas acorde con el derecho natural. Este
texto dará cuanta de estos tres momentos.

De la soberanía y la voluntad general

El pueblo puede verse desde dos perspectivas: como ciudadano, participante de la


soberanía; y como subidito, sometido a las leyes soberanas del Estado, pero es preciso
entender que la soberanía, o el (poder) soberano, no pertenece más que a la voluntad
general del pueblo, y que lo único que busca es el bien en concordancia con el interés
común consignado en el contrato social. Esto quiere decir que el pueblo es su propio
soberano, entendiéndolo como cuerpo moral que se ocupa de lo común y no de lo
particular. De esto, plantea Rousseau las condiciones primordiales de la soberanía: 1) Que
es inalienable, lo cual implica que la voluntad común, constituyente del pacto, no puede ser
cedida o vendida a un interés particular, puesto que “el soberano, que no es sino el ser
colectivo, no puede ser representado más que por sí mismo” (Rousseau, 2002: 49. Cursivas
mías). Dado que los miembros de la asociación cedieron todo lo conseguido por medio de
su libertad natural, estos quedan en igualdad de condiciones, y es el papel del soberano
mantener dicha igualdad para que el pacto perdure y todos gocen de la libertad civil y de la
seguridad que brinda. Es simplemente absurdo pensar al pueblo como subidito de una
voluntad particular, ya que sería una contradicción en los términos, pues si “el pueblo
promete simplemente obedecer [a un amo], ya no hay soberano, y desde entonces el cuerpo
político queda destruido” (Rousseau, 2002: 50). 2) Por eso mismo la soberanía es
indivisible, pues la voluntad general es una en su esencia y en su objeto, y este objeto es la
ley, así que la división de poderes y de derechos dentro de un Estado, no son divisiones en
la soberanía, sino solo su aplicación, que es dirigida por las leyes.
En este punto es crucial hacer una aclaración respecto a lo que implica la voluntad
general. Esta no significa univocidad u homogeneidad de intereses por parte de los
individuos; por el contrario, implica una igualdad de consideración de los intereses de
todos que busque el bien común a pesar de las diferencias particulares, pues “el soberano es
una persona moral que no tiene más que una existencia abstracta y colectiva” (Deleuze,
2016: 53), es decir, el soberano hace abstracción de los intereses particulares para instituir
leyes, que son siempre generales, en contravía de los decretos de gobierno, que se enfocan
en casos particulares. No obstante, Rousseau señala la importancia que tienen los intereses
particulares en la constitución de un cuerpo político: “Si no hubiera intereses diferentes,
apenas y se notaría el interés común, que jamás encontraría obstáculo: todo marcharía por
sí mismo y la política dejaría de ser un arte” (Rousseau, 2002: 318, nota 6. Cursivas mías).

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La propuesta de Rousseau, aunque sea teórica y de carácter general, no se muestra ingenua
a la importancia constitutiva de la dialéctica entre particularidad/generalidad, pues sabe
muy bien que el ejercicio político trata del arte de la gestión entre lo público y lo privado,
dualidad nacida en la modernidad.
Esto da pie a establecer la diferencia que separa el interés común, la voluntad
común y la voluntad general. Deleuze dice al respecto que “el interés común no es
constitutivo de la voluntad general, sino que es su condición de posibilidad; la formación
del soberano tiene por condición el acto del individuo que se hace súbdito” (2016: 58). La
voluntad general de pueblo solo puede verse expresada por la manifestación activa la
soberanía, de la que participa el ciudadano; pero es el interés común de una serie de
individuos que se ven acosados por un estado de todos contra todos, que vuelve al pueblo
súbdito de sí mismo, o mejor, del convenio que estableció, lo cual hace posible una
voluntad general. Sin embargo, esta voluntad general puede ser confundida con una
voluntad común: la segunda se refiere a la reunión de intereses particulares, mientras que la
primera mira el interés común. La voluntad común pertenece a las posibles facciones que
pueden darse en un Estado, y que tienden a persuadir al grueso de la población para que sus
intenciones particulares de grupo sean hegemónicas dentro de la sociedad, reduciendo la
autonomía de cada uno de los individuos, impidiéndoles pensar por sí mismos. De nuevo,
las múltiples diferencias son condición de la voluntad general como carácter deliberativo de
un pueblo, pero si estas diferencias se ven cada vez más reducidas por la homogeneidad,
que trata de imponer la opinión e interés de un grupo particular sobre el resto de la
población, se presentará entonces una división anulatoria de la soberanía y por tanto, no
habría cuerpo político. Esto sirve a Rousseau para señalar que, si bien la voluntad general
es recta e interesada en el bien común, las deliberaciones del pueblo no siempre lo son.

Del pueblo y las condiciones materiales para recibir la ley

A primera vista, un pueblo que establece un contrato social parece tener una
autoconciencia muy clara de sí mismo, pues es capaz de organizarse en torno a una
voluntad general y de allí conformar un cuerpo político. No obstante, como se ha visto, este
pueblo puede ser engañando, y sus deliberaciones soberanas desviadas, pretendiendo, sin
saberlo, salvaguardar el bien común, cuando en realidad puede que este trabajado para un
interés particular. Rousseau se pregunta “¿cómo una multitud ciega, que con frecuencia no
sabe lo que quiere porque raramente sabe lo que es bueno para ella, ejecutaría por sí misma
una empresa tan grande, tan difícil como un sistema de legislación?” (Rousseau, 2002: 62).
A pesar de lo anterior, Rousseau afirma que el pueblo debe ser el autor de las leyes a las
que se somete, y que además tiene el poder de cambiarlas según su voluntad. Tal perece
que el juicio del pueblo no es tan claro para sí mismo, y que no es en virtud de la
convención primera que se desarrollaría natural y espontáneamente las instituciones del
Estado. Hace falta entonces una figura que legisle y otra que gobierne. Pero se presentan
otras cuestiones en torno a la educación política del pueblo: ¿Cuándo es el momento justo
para que un pueblo esté preparado a recibir y asimilar las leyes que el mismo se debe dar?

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Aquí Rousseau no solo se pregunta por las condiciones de emergencia de un pueblo,
sino por la pertinencia de sus leyes dentro de un contexto específico, determinado por
múltiples factores. Si bien, como dice Joseph Moreau, “el autor del [Contrato social] quiere
aprehender los principios universales [y racionales] de la organización de la sociedad, de la
vida política, válidos para todos los hombres y para todas las circunstancias” (Moreau,
1977: 168), Rousseau nunca deja de tener en cuenta que la formación y transformación de
la naturaleza de los hombres se da siempre en circunstancias fortuitas y azarosas, que
configuran un contexto determinado. Deleuze señala esto como el enfoque materialista de
Rousseau, pues afirma que “nosotros somos en situaciones. Eso es el materialismo, es el ser
en situación” (Deleuze, 2016: 70). Ya se mostraba, en el Discurso sobre la desigualdad
entre los hombres, el carácter procesual de la naturaleza humana lejos de toda moralidad
prefigurada, con la noción de perfectibilidad: potencia de realización de las capacidades
humanas, solamente determinada por las situaciones concretas del proceso. Así mismo le
ocurre a esta reunión de intereses comunes, llamada pueblo, pues se podría decir con Hegel,
que un pueblo2 en formación apenas tiene una certeza abstracta de sí o como pura voluntad
subjetiva, entendida como “aquello que decide y elige”, pero que puede tomar dos formas:
la conciencia moral o la maldad (Hegel, 2005: 537. § 511). En palabras de Rousseau, las
deliberaciones del pueblo pueden tender realmente hacia el bien común, o pueden ser
llevadas hacia un interés particular, que desencadenaría vicios y egoísmos entre los
ciudadanos, terminando en la autodestrucción de sí mismo. Qué forma tomara el cuerpo
político, depende del desarrollo de la situación material en la que se vea envuelto.
Como en las personas, los pueblos tienen una etapa de juventud en la cual son
dóciles para su formación, que es fundamental para que en la etapa de madurez sean
capaces de someterse y soportar las leyes que se imponen, pero nos recuerda Rousseau que
algunos pueblos son disciplinables al nacer, pero otros no lo son sino hasta después de
mucho tiempo. Qué tan grande o pequeño sea un Estado, influye no solo en la disposición
al sometimiento de las leyes, sino a la facilidad o dificultad de gobernar a un pueblo. Para
Rousseau siempre será más ventajoso que una asociación no sea ni muy grande ni muy
pequeña, pues de esto dependerá su fuerza o fortaleza frente a diversas situaciones y
enfrentamientos. Que un Estado sea grande implica una mayor dificultad de administración
y un distanciamiento poco favorable entre los mismos súbditos, y entre ellos y sus
gobernantes, sin mencionar que las leyes necesarias para regir a un cuerpo político tal se
tornarían demasiado abstractas, y no recogerían realmente la voluntad general del pueblo,
arriesgándose a que pequeños grupos traten de cooptar esta voluntad como sus
representantes. Un Estado bien proporcionado permite que su base sea sólida, lo cual lo
hace que pueda soportar la fuerza centrífuga que representa el deseo de expansión al que
tiende cada pueblo.

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Valga aclarar que el sujeto para Hegel, por lo menos la sección de “La Moralidad” en su Enciclopedia de las
ciencias filosóficas, se refiere a un individuo que tiene conciencia de sí mismo y de su libertad. Si bien luego
se caracteriza al pueblo como la unión entre la voluntad objetiva del mundo y la voluntad subjetiva de los
individuos, manifestada en una eticidad, la división moral de la voluntad subjetiva me sirve para ilustrar mi
punto.

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Se debe tener en cuenta también el territorio en donde de gesta un pueblo, y la
relación proporcional entre estos dos factores que miden al cuerpo político. De esta
proporción depende el desarrollo del Estado, pues “son los hombres los que hacen el
Estado, y es el terreno lo que nutre a los hombre; esa relación estriba por tanto en que la
tierra baste al nacimiento de sus habitantes, y en que haya tantos habitantes como puede
nutrir la tierra” (Rousseau, 2002: 73). De nuevo, se hace patente la relación entre los
medios materiales de producción de la vida con el desarrollo moral de los hombres, pues el
legislador debe mirar no solo la geografía de un terreno, sino el temperamento del pueblo
que en él se asienta. Un pueblo que sea muy numeroso pero con poco territorio para
autoabastecerse, estará siempre dependiente y por tanto corruptible en su naturaleza y en su
voluntad.
Rousseau afirma entonces que un pueblo está preparado para una legislación si este
reúne “la consistencia de un pueblo antiguo con la doctrina de un pueblo nuevo”
(Rousseau, 2002: 75); esto quiere decir que un cuerpo político debe ser autónomo y
autosuficiente, y no debe meterse en problemas con otros pueblos por ambición, pero a su
vez, debe ser fuerte al momento de un posible enfrentamiento. Un pueblo prelegislativo no
debe ser ni pobre ni rico, y debe procurar no tener supersticiones arraigas que le impidan
luego conducirse por el camino de la ley. La fuerza que un pueblo pueda tener se basa no
solo en la unidad de intereses de sus miembros, sino en el hecho de la cercanía personal que
tengan el uno al otro; es por ello que un pueblo debe conocer a todas sus partes. Pero
claramente, Rousseau es muy consciente de que un pueblo así, constituido de antemano,
difícilmente pudo haber existido, y es por eso que lo que hace penosa la labor del
legislador, sea lidiar con todos los vicios que pueden estar enquistados en este cuerpo
político en formación.

La ley y el legislador

En este punto, no queda duda de la capital importancia que tiene la figura del
legislador, ya que él es “un educador cuya tarea es ilustrar al pueblo y buscar que la
voluntad general pueda expresarse en un propósito común” (Arango, 2006: 40). Como un
buen materialista sabio, el legislador debe esclarecer la voluntad del pueblo para que esta
llegue a tomar la forma de una conciencia moral, sin embargo, esta tarea es sumamente
titánica, una empresa que parece ser solo responsabilidad de los dioses. El legislador es una
figura que necesariamente tiene una labor interpretativa y prescriptiva, y por eso mismo es
excepcional y ajeno a toda forma de poder estatal, pues su función es tan “particular y
superior que nada tiene en común con el imperio humano” (Rousseau, 2002: 64). A
diferencia de la figura del gobernador o magistrado, quien hace uso de poder soberano del
pueblo, el legislador crea las herramientas para que esa soberanía sea efectiva, pues al
formular le ley, crea la base del orden social que hace posible el ejercicio de gobierno: el
legislador crea la máquina, el magistrado es su operario. Pero el legislador no participa de
la inmanencia de la soberanía popular, es decir, no impone ni hace la ley, pues este derecho
ineludible es exclusivo de los ciudadanos; él simplemente formula la ley para guiar a la
voluntad general siempre hacia el bien común, y la presenta al pueblo, quien decidirá

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someterse a ella o no. Como ya se ha dicho, el legislador debe tener muy en cuenta cuándo
es el momento de poner en consideración una ley, pues el pueblo puede que no esté
preparado para recibirla. El legislador, como un sabio materialista, tiene una moral
sensitiva que le permitirá interpretar qué intereses y qué situaciones conducirán a un pueblo
hacia el mal, procurando así formular leyes que los hagan resistir o alejarse de intereses
malvados y de situaciones que hagan que este interés surja (Deleuze, 2016: 70). Pero ¿Qué
criterio aplica esta figura sabia para formular las leyes?
Rousseau afirma que la ley es lo que da movimiento al cuerpo político, y que es el
objeto indivisible de la soberanía. La ley es la expresión de la objetivación de la voluntad
subjetiva de cada individuo en un todo indivisible, que Hegel llamara eticidad, o
cumplimiento del espíritu objetivo del pueblo: donde el deber-ser se identifica con su ser
(Hegel, 2005: 539. § 514). Rousseau lo expresa del siguiente modo:

Cuando todo el pueblo estatuye sobre todo el pueblo, no se considera más que a sí
mismo, y si entonces se forma una relación es del objeto entero, bajo un punto de vista,
con el objeto entero, bajo otro punto de vista, sin ninguna división del todo. Entonces la
materia sobre la cual se estatuye es general como la voluntad que estatuye. Es este acto
lo que yo llamo una ley (Rousseau, 2002: 61).

En un doble movimiento autoconstitutivo, el pueblo, haciendo uso de su soberanía


como ciudadano, hace la ley que lo posiciona a la vez como súbdito, y dicha ley lo hace
sujeto de derechos y de deberes: derecho a que la vida de sus integrantes sea salvaguardada
y sus bienes estén seguros; deber de ir a la guerra cuando sea necesario, para proteger sus
derechos. Pero dado que las leyes son la expresión o el registro de la voluntad general, estas
siempre serán abstractas, es decir, cobijarán a todos y a nadie en particular. Así mismo,
nadie dentro del Estado estará por encima de las leyes, pues es en virtud del acuerdo mutuo
que todos son súbditos de ellas, incluso los gobernantes, lo cual haría invalida la pregunta
por la existencia de leyes injustas, pues si el pueblo está bien direccionado, nunca podrá ser
injusto consigo mismo. Son las leyes las que fijan y formalizan la igualdad y la libertad,
condiciones de existencia de la asociación civil, y todo cuerpo político que se rija por ellas
llevará el nombre de república, independiente de la forma de gobierno que sea (monarquía,
aristocracia o democracia). Valga aquí aclarar que gobierno y soberanía no son lo mismo,
pues el gobierno es la forma de administración y de veeduría de lo público, que delibera
sobre lo particular dentro del Estado por medio de decretos, pero siempre limitando su
acción al marco que la ley soberana le impone; así, un cuerpo político puede darse una
forma de gobierno según sus particularidades y necesidades sin dejar de ser soberano.
No obstante, aún queda la pregunta por el criterio que hace que una ley sea justa y
cómo el legislador puede proponerla en su justo momento al pueblo. Al respecto, Rousseau
se distancia de las posturas clásicas y de las modernas de su época acerca de la ley natural.
La postura clásica la define como recta ratio, donde la naturaleza tiene en sí misma su
razón de ser, su teleología predeterminada por principios trascendentes, soportados por una
razón absoluta y universal, por una exigencia ideal gracias a la cual realizamos la
perfección de nuestra naturaleza espiritual (Moreau, 1977: 171). Rousseau responde a esto
que la ley solamente es prescriptiva, y que los clásicos se confunden al usarla como una

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condición de existencia de la naturaleza (Deleuze, 2016: 60). Para el filósofo suizo, la ley
solamente se da como producto de una convención social y es la expresión de la estabilidad
del contrato. Pareciera entonces que Rousseau se inclinara más por el naturalismo y
contractualismo moderno de Hobbes, que afirma que todo lo que surge del contrato entre
súbditos y soberano se da por la ley natural del más fuerte, que amenaza la vida y la
seguridad de los hombres. No obstante, ya en el libro primero del Contrato, se deja claro
que ninguna relación de fuerza es fundante de derecho y por tanto del cuerpo político; es
solo la libre voluntad de los individuos la que puede hacer ley. Esto no quiere decir, por
supuesto, que el contrato no se haya fundado para ponerle freno al estado salvaje de guerra
entre los hombres, sino que la condición para que el pacto social se sostenga se basa en una
voluntad general, y no en la sumisión total hacia un príncipe despótico.
Rousseau parece renuente a considerar la idea de una ley o derecho natural, pero
esto no es tan claro. Él mismo dice que “lo que es bueno y conforme al orden lo es por la
naturaleza de las cosas e independientemente de las convenciones humanas. Toda justicia
viene de Dios, solo él es su fuente” (Rousseau, 2002: 60. Cursivas mías). Parece entonces
que se apela a un orden trascendente, del que el legislador echará mano para poder justificar
la formulación de las leyes civiles. Hay una aparente contradicción en el pensamiento de
Rousseau, pues se ve, tanto en el primer libro del Contrato, como en su Discurso sobre la
desigualdad, que la moral y las leyes son productos sociales; pero en el Emilio, por
ejemplo, afirma que “las leyes eternas de la naturaleza y del orden existen. Sirven de leyes
positivas al sabio” (citado en Deleuze, 2016: 60). Con Moreau, es posible decir que, por lo
menos en el Contrato, la noción de ley natural no se la puede invocar para explicar el
origen de las leyes civiles, pero sí se la puede suponer para explicar el fundamento y la
legitimidad de éstas (Moreau, 1977: 186). Resulta ser entonces que algo así como la noción
de una ley natural solo puede ser producto de la razón (que se desarrolla solamente en
sociedad), y que las prescripciones de dicha ley se identifican con los valores que la razón
misma instituye. Así, esta ley no es que sea natural porque emerja de una naturaleza
trascendente, sino que es natural porque es asimilada por la razón como un principio guía;
en otras palabras, es naturalizada como prescripción moral.
La empresa sobrehumana que tiene que emprender un legislador se ve de esta
manera guiada por las premisas del bien común, de la justicia y de su utilidad, que pueden o
no venir de una razón divina. Aunque Rousseau afirme que es “indudable que exista una
justicia universal” emanada de Dios, lo cierto es que él admite más adelante que
“considerando humanamente las cosas, las leyes de la justicia, a falta de sanción natural,
son vanas entre los hombres (…). Se necesitan por tanto convenciones y leyes para unir los
derechos a los deberes y volver la justica a su objeto” (Rousseau, 2002: 60. Cursivas mías).
El legislador tiene la labor de instruir al pueblo, y esto implica cambiar la naturaleza
humana del individuo egoísta, para que se integre en un todo mayor. Pero ¿cómo hacerlo si
el lenguaje abstracto de las leyes no seduce al pensamiento particular del pueblo? ¿A qué
autoridad apela el legislador, si este no tiene ningún poder sobre el Estado, ya que no
participa de la soberanía popular? Es aquí cuando el discurso religioso puede ayudar a que,
poco a poco, el legislador vaya preparando y guiando un pueblo a recibir las leyes buenas

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en sí mismas: el legislador es el pastor político que guía al pueblo ciego, hasta que éste sea
capaz de autogobernarse según sus propias leyes.
El fin de todo sistema legislativo consiste en formalizar a la libertad y la igualdad
dentro del cuerpo político, como la condición de permanencia de toda soberanía popular.
Solo se es realmente libre dentro de un Estado que garantice la igualdad política y
económica de todos sus miembros, regulando los inevitables vicios de poder y de
propiedad. Pero no en todos los tipos de pueblo se salvaguarda a la libertad y a la igualdad
de la misma forma. La moral sensitiva del sabio materialista es aquí fundamental, pues los
diversos sistemas de legislación dependen de los medios materiales de los que dispone una
determinada población, y si una población es costera, no se le formularan leyes propias para
una sociedad agrícola: “En una palabra, además de las máximas comunes a todos, cada
pueblo encierra en sí alguna causa que las ordena de una manera particular y hace su
legislación idónea solo para él” (Rousseau, 2002: 77).
El legislador debe tener en cuenta las clases de leyes que rigen sobre las relaciones
del cuerpo político consigo mismo; estas relaciones son cuatro: 1) La relación que tiene el
pueblo con su soberanía y con la capacidad que tienen de hacer y cambiar su propias leyes;
a esta relación le corresponde ser regulada por leyes políticas. 2) La relación que tienen los
miembros del cuerpo político entre sí son reguladas por leyes civiles, donde se busca
mantener la independencia particular de cada miembro respecto a otro particular, y
mantener la dependencia al Estado como cuerpo moral. 3) La posible relación de
desobediencia entre un hombre y la ley es regulada por las leyes criminales. 4) La más
importante de estas relaciones, que es a su vez la más ignorada por el ejercicio político,
pero de la que dependen todas las demás, es la relación de costumbre, uso y opinión. La ley
que la regula es trabajada en secreto por el legislador, afirma Rousseau, pues se busca que
esta habite en los corazones de los ciudadanos, ya que es así como, en palabras de Hegel, el
pueblo tendrá un saber de sí y para sí, y donde cada persona, “como inteligencia que piensa,
sabe la sustancia como propia esencia suya y con este talante [costumbre], deja de ser
accidente de ella” (Hegel, 2005: 539. § 514). De esta manera, el contrato dejara de ser una
relación de partes, y se volverá la forma de ser de un cuerpo orgánico, que en situaciones
de crisis, será el germen de renovación del Estado.

Bibliografía:
 Rousseau, J.J. (2002) Del Contrato social. Discurso sobre las ciencias y las artes. Discurso
sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres. Tr. Mauricio Armiño.
Madrid: Alianza Editorial.
 Moreau, J. (1977) Rousseau y la fundamentación de la democracia. Tr. Juan del Agua.
Madrid: Espasa – Calpe.
 Deleuze, G (2016) Curso sobre Rousseau: la moral sensitiva o el materialismo del sabio. Tr.
Pablo Ires. Buenos Aires: Cactus.
 Arango, I.D. (2006) Críticos y lectores de Rousseau. Medellín: Universidad de Antioquia.
 Hegel, G.W.F. (2005) Enciclopedia de las ciencias filosóficas. Tr. Vals Plana. Madrid: Alianza
editorial.

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