Cuentos Chinos - Andres Oppenheimer PDF

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¿Por qué América Latina no avanza

y los llamados países emergentes lo


hacen a toda velocidad? Este libro
busca las claves. ¿Quién presenta
un panorama realista de los
próximos veinte años para América
Latina y quién está contando
«cuentos chinos»? Para responder a
esta pregunta, Andrés
Oppenheimer, coganador del premio
Pulitzer, ganador del premio Rey de
España y del Ortega y Gasset, y el
periodista latinoamericano más
galardonado, viajó por China,
Irlanda, España, Polonia, la
República Checa, Estados Unidos y
media docena de países de América
Latina. El resultado es este libro,
tan desprejuiciado como revelador
de las claves de esa región tan
importante para España. Con su
inconfundible estilo, mezcla de
crónicas de viaje, entrevistas con
los principales líderes políticos,
reflexiones y sentido del humor,
Oppenheimer presenta su visión
sobre el mundo del siglo XXI: qué
países latinoamericanos tienen
posibilidades de progresar y cuáles
están encaminados al fracaso en el
nuevo contexto internacional
marcado por el auge de China como
segunda potencia mundial. Con su
habitual lucidez y una prosa pulida
y potente, el periodista
latinoamericano más influyente de
la actualidad ofrece aquí un
reportaje fascinante que trasciende
las ideologías, rompe con el
pensamiento políticamente correcto
del momento y marca un rumbo
sorprendentemente optimista sobre
el futuro latinoamericano.
Andrés Oppenheimer

Cuentos chinos
El engaño de Washington, la
mentira populista y la
esperanza de América Latina

ePub r1.0
NoTanMalo 23.4.16
Título original: Cuentos chinos
Andrés Oppenheimer, 2005

Editor digital: NoTanMalo


ePub base r1.2
Prólogo

A mediados de la primera década del


siglo XXI, dos estudios de procedencia
muy diferente —uno del centro de
estudios a largo plazo de la CIA, y el
otro de uno de los principales expertos
en América latina del Parlamento
Europeo, el socialista Rolf Linkohr—
estremecieron a los pocos
latinoamericanos que tuvieron acceso a
ellos. Ambos contradecían frontalmente
la visión presentada por la mayoría de
los gobiernos de América latina, en el
sentido de que la región estaba gozando
de una recuperación económica y se
encaminaba hacia un futuro mejor. El
primer estudio era del Consejo Nacional
de Inteligencia de los Estados Unidos
(CNI), el instituto de estudios a largo
plazo de la CIA. El segundo, casi
simultáneo, había sido escrito por el
eurodiputado socialista alemán Linkohr
en su condición de presidente de la
Comisión de Relaciones con
Sudamérica del Parlamento Europeo.
Ambos estudios analizaban el futuro de
América latina en los próximos veinte
años, y llegaban a la misma conclusión:
la región se ha vuelto irrelevante en el
contexto mundial, y —de seguir así— lo
será cada vez más.
El Informe Linkohr comenzaba
diciendo: «La influencia de América
latina en el acontecer mundial está
decreciendo. La participación de la
región en el comercio y la economía
mundiales es pequeña, y cada vez
menor, a medida que crecen las
economías de Asia»[1]. Linkohr, que
sintetizaba en su informe sus
observaciones tras veinticinco años de
viajes a casi todos los países de la
región, agregaba: «Es sorprendente que
a pesar de todos los cambios que han
ocurrido (en el mundo), y que América
latina también ha experimentado, poco
ha cambiado en este panorama algo
deprimente del continente… Aunque
existe una calma relativa en América
latina en el presente, la situación podría
deteriorarse en el futuro»[2].
El estudio del CNI, la central de
estudios a largo plazo de la CIA y todas
las demás agencias de inteligencia de
los Estados Unidos, con sede en el
edificio de la CIA en Langley, Virginia,
era un informe de 119 páginas que
contenía los pronósticos de los
principales «futurólogos» del mundo
académico, empresarial y gubernamental
norteamericanos sobre cómo será el
mundo en el año 2020. Y decía
prácticamente lo mismo, aunque menos
explícitamente. En su gráfico inicial,
titulado «El Paisaje Global en el 2020»,
el CNI pintaba un mapa político-
económico del mundo a fines de la
segunda década del siglo XXI en el que
América latina no aparecía ni pintada[3].
En la visión de los futurólogos
convocados por el centro de inteligencia
a largo plazo de los Estados Unidos, el
mundo del 2020 será bastante diferente
del actual. Estados Unidos seguirá
siendo la primera potencia mundial,
pero menos poderoso que ahora. La
globalización económica seguirá su
curso, la economía mundial crecerá
significativamente, y el promedio del
ingreso per cápita mundial será un 50
por ciento mayor al actual, pero el
mundo será menos «americanizado», y
más «asiático». China será la segunda
potencia mundial en el 2020, seguida de
cerca por la India, y Europa, quizás en
ese orden. Las corporaciones
multinacionales, en su afán de conquistar
los inmensos mercados vírgenes de
China y la India —cuya población
conjunta abarca casi la mitad de la
humanidad— cambiarán su cultura y
producirán sus bienes para satisfacer los
gustos y exigencias de la creciente clase
media asiática. «Para el 2020, la
globalización ya no será asociada en el
imaginario colectivo con los Estados
Unidos, sino con Asia», dice el estudio
del instituto de inteligencia
norteamericano[4]. Viviremos en un
mundo un poco menos occidental, y un
poco más oriental, afirma.
Y, al mismo tiempo, la política
mundial tendrá cada vez menos que ver
con ideologías, y cada vez más con
identidades religiosas y étnicas, según el
pronóstico del CNI. El Islam seguirá
creciendo en todo el mundo, aglutinando
a sectores de diferentes países y
culturas, y quizá creando una entidad
central multinacional. Podría surgir un
califato, que abarcaría gran parte de
África, Medio Oriente y Asia Central. Y
en Asia, podría surgir un «modelo chino
de democracia», que permitiría
elecciones libres para funcionarios
locales y miembros de un organismo
consultivo a nivel nacional, mientras que
un partido único mantendría el control
sobre el gobierno central, especula el
informe.
¿Dónde quedará parada América
latina en el nuevo contexto mundial? El
estudio del CNI le dedica sólo un breve
recuadro a América latina, casi al final.
Aunque el estudio considera factible que
Brasil se convierta en un país
importante, y ve a Chile como un
posible oasis de progreso, su visión de
la región es lúgubre. El CNI ve un
continente dividido entre los países del
norte —México y Centroamérica—
atados a la economía de los Estados
Unidos, y los del sur, más atados a Asia
y Europa. Pero lejos de tener bloques
comerciales exitosos que aseguren el
progreso económico y social, los
«futurólogos» convocados por el centro
de estudios de la CIA auguran que la
región estará «dividida internamente»,
jaqueada por la «ineficiencia de sus
gobiernos», amenazada por la
criminalidad, y sujeta al «creciente
peligro de que surjan nuevos líderes
carismáticos populistas, históricamente
comunes en la región, que explotarían a
su beneficio la preocupación de la
sociedad por la brecha entre ricos y
pobres» para consolidar regímenes
totalitarios[5].
Pero el informe mundial del CNI
apenas tocaba la superficie en lo que
hace a América latina. Había otro
estudio de ese organismo, más
específico, titulado «América latina en
el 2020», que resumía las conclusiones
de varios académicos, empresarios y
políticos latinoamericanos y
norteamericanos que habían participado
en una conferencia académica
organizada por el CNI para aportar
conclusiones al informe mundial. La
conferencia se había realizado en
Santiago de Chile con la participación
de exfuncionarios y políticos de varios
países, incluyendo al norteamericano-
chileno Arturo Valenzuela, exjefe de
Asuntos Latinoamericanos de la Casa
Blanca durante el gobierno de Bill
Clinton; el argentino Rosendo Fraga,
director del Centro de Estudios Nueva
Mayoría; la mexicana Beatriz Paredes,
senadora del Partido de la Revolución
Institucional de México y exembajadora
en Cuba; el expresidente peruano
Valentín Paniagua, y el exministro de
Defensa colombiano Rafael Pardo. El
informe final de la conferencia auguraba
que «pocos países (de la región) podrán
sacar ventaja a las oportunidades del
desarrollo, y América latina como
región verá crecer la brecha que la
separa de los países más avanzados del
planeta»[6]. Agregaba que «las
proyecciones económicas indican que
América latina verá caer su
participación en la economía global
como resultado de los bajos niveles de
crecimiento (de los últimos años), y el
“efecto arrastre” que éstos tendrán en la
productividad y la capacidad instalada
de los países»[7]. En otras palabras, la
región se ha quedado atrás, y será difícil
que recupere el terreno perdido.
Y en el mundo de la economía del
conocimiento, en que los servicios se
cotizan mucho más que las materias
primas, «casi ninguno de los países
latinoamericanos podrá invertir sus
escasos recursos en desarrollar grandes
proyectos de investigación y
desarrollo», decía el informe regional.
«La brecha entre las capacidades
tecnológicas de la región y los países
avanzados aumentará. Ningún proyecto
tecnológico amplio a nivel
latinoamericano de relevancia que
permita la creación de una capacidad
exportadora como la de los países
asiáticos será desarrollado en los
próximos quince años», decía el estudio,
aunque agregaba que puede haber
excepciones aisladas, como la inversión
de Intel en Costa Rica, o programas
estatales de la industria de defensa en
Brasil.
Cuando leí ambos estudios, con una
diferencia de pocas semanas, no pude
evitar sorprenderme por sus
conclusiones. El estudio del CNI y el
Informe Linkohr llegaban a conclusiones
diametralmente opuestas a las que se
escuchaban a diario en boca de los
gobernantes de América latina y de
instituciones como la Comisión
Económica para América Latina y el
Caribe de las Naciones Unidas (CEPAL),
que presentaban un panorama mucho
más optimista de la región. Por primera
vez en muchos años, había un «escenario
positivo» en la región, decían estos
últimos. Los países latinoamericanos
estaban volviendo a crecer a tasas del 4
por ciento anual luego de varios años de
crecimiento cero, y las inversiones en la
región habían subido por primera vez en
seis años, a 56 400 millones de
dólares[8]. En Sudamérica, los
presidentes habían firmado en 2004 un
convenio para la creación de la
«Comunidad de América del Sur» o «los
Estados Unidos de Sudamérica», que
según proclamaban algunos sería el
prólogo de un futuro más auspicioso
para la región. El expresidente argentino
Eduardo Duhalde, uno de los arquitectos
de la Comunidad de América del Sur,
pronosticaba que los países
sudamericanos lograrían «el sueño de
los libertadores de América de tener una
Sudamérica unida», que llevaría a un
mañana mucho más auspicioso. Y en el
norte, el presidente mexicano Vicente
Fox les decía a sus coterráneos que
«cada día estamos más cerca del país
que todos queremos tener: un lugar
donde cada mexicano y mexicana tenga
la oportunidad de una vida mejor, un
México en el que todos estemos
dispuestos a dar lo mejor de nosotros
mismos por el bien del país»[9].
¿Quién estaba más cerca de la
realidad? ¿El CNI y el Informe Linkohr
con sus oscuras predicciones? ¿O los
jefes de Estado latinoamericanos y la
CEPAL con sus discursos optimistas?
Había motivos para desconfiar de
ambos bandos. ¿Acaso los estudios del
CNI y el Informe Linkohr no estaban
sesgados por el enamoramiento de los
países ricos con el boom asiático, el
milagro irlandés y el despertar de la ex
Europa del Este? Y, por el otro lado, ¿no
había un propósito claro de contagiar el
optimismo en los discursos de los
líderes latinoamericanos, desde el
mesiánico presidente venezolano Hugo
Chávez hasta sus colegas más
pragmáticos como Fox? ¿A quién
creerle? ¿Quién estaba presentando un
panorama realista, y quién estaba
contando cuentos chinos?
Mi propósito al escribir este libro
fue contestarme a mí mismo estas
preguntas. Durante los tres años previos
a su publicación, entrevisté a los actores
más relevantes del futuro de América
latina, desde el secretario de Defensa de
los Estados Unidos Donald Rumsfeld y
el encargado de América latina del
Departamento de Estado Roger Noriega
hasta el diputado cocalero boliviano
Evo Morales, pasando por figuras como
el expresidente brasileño Fernando
Henrique Cardoso, el expresidente
español Felipe González, y los
presidentes de México, la Argentina,
Perú, Colombia y Chile. Y viajé a
países tan disímiles como China,
Irlanda, Polonia, la República Checa y
Venezuela para ver de cerca qué están
haciendo los países que avanzan, y qué
están haciendo los que retroceden. En
todas mis entrevistas y viajes, quise
descubrir cuál será el mejor camino a
seguir para América latina en las
próximas dos décadas. Y, curiosamente,
lejos de terminar resignado a un
permanente rezago de América latina,
como lo hacían los informes del CNI y el
Informe Linkohr, me encontré con que
estos estudios son más acertados como
diagnósticos del presente que como
augurios del futuro. Tanto en mis
entrevistas con líderes mundiales como
en mis viajes, una de las cosas que más
me sorprendió fue la rapidez con que los
países pueden pasar de la pobreza y la
desesperanza a la riqueza y el
dinamismo. Como veremos a lo largo de
este libro, mucho de lo que descubrí me
hizo cambiar viejos prejuicios, y me
hace ver el futuro con más esperanza que
antes.

ANDRÉS OPPENHEIMER
CAPÍTULO 1

El desafío asiático

Cuento chino: «Éste puede ser el


siglo de las Américas».
(George W. Bush, discurso en Miami,
Florida,
25 de agosto de 2000).

BEIJING - BUENOS AIRES - CARACAS -


CIUDAD DE MÉXICO - MIAMI -
WASHINGTON D. C. —Uno tiene que
viajar a China, en la otra punta del
mundo, para descubrir la verdadera
dimensión de la competencia que
enfrentarán los países latinoamericanos
en la carrera global por las
exportaciones, las inversiones y el
progreso económico. Antes de llegar a
Beijing, había leído numerosos artículos
sobre el espectacular crecimiento
económico de la República Popular
China y de otros países asiáticos como
Taiwan, Singapur y Corea del Sur. Y
estaba asombrado de antemano por el
éxito chino en sacar a cientos de
millones de personas de la pobreza en
las últimas dos décadas, desde que el
país se había abierto al mundo. Sin
embargo, nunca imaginé lo que vería, y
escucharía, en China.
Desde el minuto en que aterricé en la
capital china, me quedé boquiabierto
ante las gigantescas dimensiones de
todo. Todavía sentado en el avión, desde
la ventanilla, advertí que mi vuelo se
aprestaba a ubicarse en el hangar
número 305, lo que de por sí ya era un
primer motivo de asombro para un
viajero frecuente acostumbrado a
bajarse en la puerta B-7 del aeropuerto
de Miami, que tiene apenas 107
hangares, o en el hangar 28 del
aeropuerto de Ciudad de México, que
tiene 42. Cuando salí del avión con el
resto de los pasajeros, me encontré con
un aeropuerto gigantesco, parecido a un
estadio cerrado de fútbol, sólo que
cinco veces mayor, y de arquitectura
futurista. Por el aeropuerto de Beijing
transitan nada menos que 38 millones de
personas por año, y ya está quedando
pequeño, según me enteré después. De
allí en más, saliendo del aeropuerto, la
fiebre capitalista que se está viviendo en
China, disfrazada por el régimen como
una «apertura económica» dentro del
socialismo, me deparó una sorpresa tras
otra.
Era difícil no hacer comparaciones
constantes entre lo que se ve en China y
lo que está ocurriendo en América
latina. Horas antes de mi llegada, en el
vuelo de Tokio a Beijing, había leído en
uno de los periódicos en inglés que
repartían en el avión una noticia breve,
según la cual Venezuela acababa de
cerrar por tres días los ochenta locales
de McDonald’s que operan en ese país.
La medida, según el cable noticioso
reproducido en el periódico, había sido
tomada por las autoridades venezolanas
para investigar presuntas infracciones
impositivas. El autoproclamado
gobierno «revolucionario» de Venezuela
sostenía que no toleraría más
transgresiones de las multinacionales a
la soberanía del país. Y aunque la
controversia todavía no había sido
resuelta en la Justicia, las autoridades
habían ordenado cerrar los locales, y
citaban la medida como un gran logro de
la revolución bolivariana. La noticia no
me sorprendió demasiado: había estado
en Venezuela pocos meses antes, y había
escuchado varios discursos incendiarios
del presidente Hugo Chávez contra el
capitalismo, el neoliberalismo, y el
«imperialismo» norteamericano. Pero lo
que me asombró fue que, al día siguiente
de mi llegada a la capital china, leyendo
ejemplares recientes del China Daily —
el periódico oficial de lengua inglesa
del Partido Comunista chino— me
encontré con un titular que parecía
escrito a propósito para diferenciar a
China de Venezuela y de otros países
«revolucionarios»: «¡McDonald’s se
expande en China!», anunciaba
jubilosamente. El artículo señalaba que
el consejo de directores en pleno de la
multinacional norteamericana estaba por
iniciar una visita a China, y sería
recibido por las máximas autoridades
del gobierno. Durante su estadía, los
ilustres visitantes de la corporación
multinacional anunciarían la decisión de
McDonald’s de aumentar su red actual
de seiscientos locales en China a más de
mil durante los próximos doce meses.
«China es nuestra mayor oportunidad de
crecimiento en el mundo», señalaba
Larry Light, el jefe de marketing de
McDonald’s, al China Daily[1]. Qué
ironía, pensé para mis adentros:
mientras en China comunista le dan una
bienvenida de alfombra roja a
McDonald’s, en Venezuela lo espantan.
Lo cierto es que hay un enorme
contraste entre el discurso político de
los comunistas chinos y el de sus primos
lejanos más retrógrados en el escenario
político latinoamericano. Mientras los
primeros se desvelan por captar
inversiones, una buena parte de los
políticos, académicos y empresarios
proteccionistas latinoamericanos se
regodean en ahuyentarlas. En China, me
encontré con un pragmatismo a ultranza
y una determinación de captar
inversiones para asegurar el crecimiento
a largo plazo. Mientras Chávez recorría
el mundo denunciando el «capitalismo
salvaje» y el «imperialismo
norteamericano», y recibiendo
ovaciones en los congresos
latinoamericanos, los chinos les estaban
dando la bienvenida a los inversionistas
norteamericanos, ofreciendo todo tipo
de facilidades económicas y promesas
de seguridad jurídica, aumentando el
empleo y creciendo sostenidamente a
tasas de casi el 10 por ciento anual. Los
jerarcas chinos mantienen un discurso
político marxista-leninista para
justificar su dictadura de partido único,
pero en la práctica están llevando a
cabo la mayor revolución capitalista de
la historia universal. Después del XVI
Congreso del Partido Comunista de
2002, que acordó «deshacerse de todas
las nociones que obstaculizan el
crecimiento económico», el
pragmatismo ha reemplazado al
marxismo como el valor supremo de la
sociedad. Y, aunque a muchos nos
repugnen los excesos del sistema chino,
y no quisiéramos trasplantar ese modelo
a América latina, no hay duda de que la
estrategia está logrando reducir la
pobreza a pasos agigantados en ese país.
Como veremos en el capítulo siguiente,
el progreso económico de China —cuyo
rostro más visible son las grúas de
construcción de rascacielos que uno
divisa por doquier, los automóviles
Mercedes Benz y Audi último modelo
que transitan por las calles, y las tiendas
de alta costura como Hugo Boss y Guy
Laroche que se anuncian en las grandes
avenidas— deja a cualquier visitante
con la boca abierta.
En una de mis primeras entrevistas
con altos funcionarios chinos en Beijing
y Shanghai, Zhou Xi-an, el subdirector
general de la Comisión Nacional de
Desarrollo y Reforma, el poderoso
departamento de planificación de la
economía china, me contó que un 60 por
ciento de la economía china ya está en
manos privadas. Y el porcentaje está
subiendo a diario, agregó. Zhou, un
hombre de unos cuarenta años que no
hablaba una palabra de inglés a pesar de
tener un doctorado en Economía y
trabajar en el sector más conectado con
Occidente del gobierno chino, me
recibió en el majestuoso edificio de la
comisión, en la calle Yuetan del centro
de la ciudad. Intrigado por cuán lejos
había transitado China en su marcha
hacia el capitalismo, yo había ido a la
cita armado de un fajo de recortes
periodísticos sobre la ola de
privatizaciones que estaba teniendo
lugar en el país. Acostumbrado a viajar
a países donde la palabra
«privatización» tiene connotaciones
negativas, en parte por sus resultados no
siempre exitosos, pensaba que algunos
de los datos que había leído sobre China
eran exagerados, o por lo menos no
serían admitidos públicamente por los
funcionarios del gobierno comunista.
Pero me equivocaba.
«¿Es cierto que ustedes piensan
privatizar cien mil empresas públicas en
los próximos cinco años?», le pregunté
al doctor Zhou, artículo en mano, a
través de mi intérprete. El funcionario
meneó la cabeza negativamente, casi
enojado. «No, esa cifra es falsa»,
replicó. E inmediatamente, cuando yo ya
pensaba que me iba a dar un discurso en
defensa del socialismo, e iba a acusar a
los periódicos extranjeros de estar
exagerando la nota sobre las
privatizaciones, agregó: «Vamos a
privatizar muchas más». Acto seguido,
el doctor Zhou me explicó que el sector
privado es «el principal motor del
desarrollo económico» de China, y que
hay que brindarle la mayor libertad
posible. Yo no podía dar crédito a lo
que estaba escuchando. El mundo estaba
patas para arriba.
De ahí en más, mis entrevistas con
funcionarios, académicos y empresarios
en la capital china me depararían una
sorpresa tras otra. Sobre todo, cuando
entrevisté a los máximos expertos sobre
América latina, que —sentados al lado
de la bandera roja y profesando
fidelidad plena al Partido Comunista—
me señalaban que los países
latinoamericanos necesitaban más
reformas capitalistas, más apertura
económica, más libre comercio y menos
discursos pseudorrevolucionarios. Uno
de ellos, como relataré más adelante, me
dijo que uno de los principales
problemas de América latina era que
todavía seguía creyendo en la teoría de
la dependencia, el credo económico de
los años sesenta según el cual la
pobreza en Latinoamérica se debe a la
explotación de los Estados Unidos y
Europa. En la República Popular China,
el Partido Comunista había dejado atrás
esta teoría hacía varias décadas,
convencido de que China era la única
responsable de sus éxitos o fracasos
económicos. Echarles la culpa a otros
no sólo era erróneo, sino
contraproducente, porque desviaba la
atención pública del objetivo nacional,
que era aumentar la competitividad, me
aseguró el entrevistado. Ése era el
nuevo mantra de la política china, que
eclipsaba a todos los demás: el aumento
de la competitividad como herramienta
para reducir la pobreza.
La única salida:
inversiones
productivas
En los dos años previos a escribir estas
líneas, hice una vuelta al mundo para
recoger ideas sobre qué debería hacer
América latina para romper el círculo
vicioso de pobreza, desigualdad,
frustración, delincuencia, populismo,
fuga de capitales y aumento de la
pobreza. Además de China, viajé a
lugares tan disímiles como Irlanda, la
República Checa, Polonia, España y
más de una docena de países
latinoamericanos. Y aunque los Estados
que progresan son muy distintos entre sí,
tienen un denominador común: todos han
crecido gracias a un aumento de las
inversiones productivas. Si algo tienen
que enseñar al resto del mundo es que
sólo aumentando las inversiones se
puede lograr un crecimiento económico
a largo plazo, que ofrezca oportunidades
de empleo a quienes menos tienen y
quiebre el círculo vicioso que está
evitando el despegue de América latina.
Si los países latinoamericanos lograran
atraer apenas una porción de los
capitales que hoy en día están yendo a
las fábricas de China, o a los centros de
producción de software en India, o si
lograran captar un porcentaje de los más
de 400 mil millones de dólares que
según el banco de inversiones Goldman
Sachs los propios latinoamericanos
tienen depositados en bancos
extranjeros, América latina podría dar
un salto al desarrollo en menos tiempo
de lo que muchos creen[2]. Si hay algo
que me sorprendió en mis viajes a estos
países es la rapidez con que han pasado
de la pobreza a la esperanza, y la
irrelevancia de sus respectivas
ideologías políticas en el proceso de
modernización. Contrariamente al
determinismo cultural que está tan en
boga en ciertos ambientes académicos,
no hay motivos ideológicos, geográficos
o biológicos que impidan que América
latina pueda convertirse en un imán de
inversiones de la noche a la mañana.
¿Qué tienen en común los países que
visité? En apariencia, son muy
diferentes entre sí. Políticamente, tienen
sistemas totalmente distintos: China es
una dictadura comunista; Polonia y la
República Checa son países
excomunistas convertidos en
democracias con economías de
mercado; España y Chile son
exdictaduras de derecha que están
prosperando como democracias
capitalistas, y gobernadas por partidos
socialistas. Étnicamente, no podrían ser
más diferentes: algunos de estos países,
como China, se ufanan de tener una
cultura del trabajo milenaria, mientras
que otros, como España, tienen una
historia más identificada con la siesta, el
vino y la juerga. En algunos casos,
tienen poblaciones de más de mil
millones de habitantes, y en otros de
poco más de diez millones. Las
diferencias entre ellos son abismales.
Sin embargo, todos han logrado atraer
un aluvión de inversiones extranjeras, en
gran parte gracias a su capacidad de
mantener políticas económicas sin
cambiar de rumbo con cada cambio de
gobierno, y están invirtiendo en la
educación de su gente.
A grandes rasgos, en la nueva
geografía política mundial hay dos tipos
de naciones: las que atraen capitales y
las que espantan capitales. Si un país
logra captar capitales productivos, casi
todo lo demás es aleatorio. En el siglo
XXI, la ideología de las naciones es un
detalle cada vez más irrelevante: hay
gobiernos comunistas, socialistas,
progresistas, capitalistas y
supercapitalistas que están logrando un
enorme crecimiento económico con una
gran reducción de la pobreza, y hay
otros que se embanderan en las mismas
ideologías que están fracasando
miserablemente. Lo que distingue a unos
de otros es su capacidad para atraer
inversiones que generan riqueza y
empleos, y —en la mayoría de los
casos, por lo menos en Occidente— sus
libertades políticas.
En el mundo hay cada
vez menos pobres
Antes de entrar en detalles,
convengamos en que, contrariamente a la
visión apocalíptica de muchos
latinoamericanos, según la cual la
globalización está aumentando la
pobreza, lo que está ocurriendo a nivel
mundial es precisamente lo contrario. La
pobreza en el mundo —si bien continúa
a niveles intolerables— ha caído
dramáticamente en los últimos años en
todos lados, menos en América latina.
La globalización, lejos de aumentar el
porcentaje de pobres en el mundo, ha
ayudado a reducirlo drásticamente: tan
sólo en los últimos veinte años, el
porcentaje de gente que vive en extrema
pobreza en todo el mundo —con menos
de 1 dólar diario— cayó del 40 al 21
por ciento[3]. Y la pobreza genérica —el
número de gente que vive con menos de
2 dólares por día— a nivel mundial ha
caído también, aunque no tan
dramáticamente: pasó del 66 por ciento
de la población mundial en 1981, al 52
por ciento en 2001[4]. De manera que, en
general, el mundo está avanzando,
aunque no tan rápidamente como muchos
quisiéramos.
Pero, lamentablemente para los
latinoamericanos, casi toda la reducción
de la pobreza se está dando en China,
India, Taiwan, Singapur, Vietnam y los
demás países del Este y Sur asiático,
donde vive la mayor parte de la
población mundial. ¿Por qué les va tanto
mejor a los asiáticos que a los
latinoamericanos? En gran parte, porque
están atrayendo muchas más inversiones
productivas que América latina. Hace
tres décadas, los países asiáticos
recibían sólo el 45 por ciento del total
real de las inversiones que iban al
mundo en vías de desarrollo. Hoy en
día, el porcentaje de inversión en Asia
ha subido al 63 por ciento, según cifras
de las Naciones Unidas[5]. Y en América
latina el fenómeno ha sido a la inversa:
las inversiones han caído
dramáticamente. Mientras los países
latinoamericanos recibían el 55 por
ciento de todas las inversiones del
mundo en desarrollo hace tres décadas,
actualmente sólo reciben el 37 por
ciento[6].
Hay un monto limitado de capitales
en el mundo, y el grueso de las
inversiones en los países en vías de
desarrollo se está concentrando en
China y otras naciones de Asia, los
países de la ex Europa del Este, y
algunos aislados de América latina,
como Chile. Y a pesar de que hubo un
leve repunte de las inversiones en
Latinoamérica en 2004, China está
recibiendo más inversiones extranjeras
que todos los 32 países
latinoamericanos y del Caribe juntos. En
efecto, China, sin contar Hong Kong,
está captando 60 mil millones de
dólares por año en inversiones
extranjeras directas, contra 56 mil
millones de todos los países
latinoamericanos y caribeños[7]. Si
sumamos la inversión extranjera directa
en Hong Kong, China capta 74 mil
millones de dólares anuales, y la
diferencia con América latina es aun
mayor. Y, lo que es más triste, las
remesas familiares que envían los
latinoamericanos que viven en el
exterior están a punto de superar el
monto total de las inversiones
extranjeras en la región. No hay que ser
ningún genio, entonces, para entender
por qué a China le está yendo tan bien:
los chinos están recibiendo una
avalancha de inversiones extranjeras, lo
que les permite abrir miles de fábricas
nuevas por año, aumentar el empleo,
hacer crecer las exportaciones y reducir
la pobreza a pasos agigantados. En las
últimas dos décadas, desde que se abrió
al mundo y se insertó en la economía
global, China logró sacar de la pobreza
a más de 250 millones de personas,
según cifras oficiales. Y mientras ese
país ha estado aumentando sus
exportaciones a un ritmo del 17 por
ciento anual en la última década,
América latina lo ha venido haciendo a
un ritmo del 5,6 por ciento anual, según
estimaciones de la Corporación Andina
de Fomento. A medida que corre el
tiempo, China está ganando más
mercados y desplazando cada vez más a
sus competidores en otras partes del
mundo. En 2003, por primera vez,
desplazó a México como el segundo
mayor exportador a los Estados Unidos,
después de Canadá.
¿Qué hacen los chinos, los
irlandeses, los polacos, los checos y los
chilenos para atraer capitales
extranjeros? Miran a su alrededor, en
lugar de mirar hacia adentro. En lugar de
compararse con cómo estaban ellos
mismos hace cinco o diez años, se
comparan con el resto del mundo, y
tratan de ganar posiciones en la
competencia mundial por las inversiones
y las exportaciones. Ven la economía
global como un tren en marcha, en el que
uno se monta, o se queda atrás. Y, tal
como me lo señalaron altos funcionarios
chinos en Beijing, en lugar de
enfrascarse en interminables discusiones
sobre las virtudes y los defectos del
libre comercio, o del neoliberalismo, o
del imperialismo de turno, China se
concentra en el tema que considera
prioritario: la competitividad. Y lo
mismo ocurre en Irlanda, Polonia o la
República Checa, que ya son parte de
acuerdos de libre comercio regionales
pero saben que la clave del progreso
económico es ser más competitivos que
los demás. A diferencia de muchos
países latinoamericanos, que están
enfrascados en debates sobre el libre
comercio como si éste fuera un fin en sí
mismo, los países que más crecen no
pierden de vista el punto central: que de
poco sirven los tratados de libre
comercio si un país no tiene qué
exportar, porque no puede competir en
calidad, en precio ni en volumen con
otros países del mundo.
«Aquí todavía se
puede vivir muy bien»
Cuando les comenté a varios amigos
dedicados al análisis político en
América latina que estaba escribiendo
este libro, tratando de comparar el
desarrollo de Latinoamérica con el de
otras regiones del mundo, muchos me
dijeron que estaba perdiendo el tiempo.
Era un ejercicio inútil, decían, porque
partía de la premisa falsa de que hay
grupos de poder en la región que quieren
cambiar las cosas. Aunque muchos
miembros de las élites latinoamericanas
saben que sus países se están quedando
atrás, no tienen el menor incentivo para
cambiar un sistema que les funciona muy
bien a nivel personal, me decían. ¿Qué
incentivos para cambiar las cosas tienen
los políticos que son electos gracias al
voto cautivo de quienes reciben
subsidios estatales que benefician a
algunos, pero hunden a la sociedad en su
conjunto? ¿Por qué van a querer cambiar
las cosas los empresarios cortesanos,
que reciben contratos fabulosos de
gobiernos corruptos? ¿Y por qué van a
querer cambiar las cosas los
académicos y los intelectuales
«progresistas» que enseñan en
universidades públicas que se escudan
detrás de la autonomía universitaria para
no rendir cuentas a nadie por su
ineficiencia? Por más que digan lo
contrario, ninguno de estos sectores
quiere arriesgar cambios que podrían
afectarlos en el bolsillo, o en su estilo
de vida, se encogían de hombros mis
amigos. Mi esfuerzo era
bienintencionado, pero totalmente inútil,
decían.
No estoy de acuerdo. Hay un nuevo
factor que está cambiando la ecuación
política en América latina, y que hace
que cada vez menos gente esté conforme
con el statu quo: la explosión de la
delincuencia. En efecto, la pobreza en
América latina ha dejado de ser un
problema exclusivo de los pobres. En el
pasado, los niveles de pobreza en la
región eran altísimos, y la distribución
de la riqueza era obscenamente desigual,
pero nada de eso incomodaba
demasiado la vida de las clases más
pudientes. La gente sin recursos vivía en
las periferias de las ciudades y —salvo
esporádicos brotes de protesta social—
no alteraba la vida cotidiana de las
clases acomodadas. No era casual que
los turistas norteamericanos y europeos
que visitaban las grandes capitales
latinoamericanas se quedaran
deslumbrados por la alegría de vida que
se respiraba en sus barrios más
pudientes. «¡Los latinoamericanos sí que
saben vivir!», exclamaban los visitantes.
Las vacaciones de cuatro semanas, los
restaurantes repletos, el hábito de la
sobremesa, las reuniones familiares de
los domingos, el humor ácido sobre los
gobernantes de turno, la pasión
compartida por el fútbol, la costumbre
de tomarse un café con los amigos, la
riqueza musical y el paseo por las calles
le daban a la región una calidad de vida
que no se encontraba en muchas partes
del mundo. Quienes tenían ingresos
medios o altos decían, orgullosos: «A
pesar de todo, aquí todavía se puede
vivir muy bien». Aunque América latina
tenía una de las tasas de pobreza más
altas del mundo, y la peor distribución
de la riqueza del planeta, su clase
dirigente podía darse el lujo de vivir en
la negación. Los pobres estaban
presentes en el discurso político, pero
eran invisibles en la realidad cotidiana.
La pobreza era un fenómeno trágico,
pero disimulable detrás de los muros
que se levantaban a los costados de las
autopistas.
Esa época llegó a su fin. Hoy día, la
pobreza en América latina ha aumentado
al 43 por ciento de la población, según
cifras de las Naciones Unidas. Y el
aumento de la pobreza, junto con la
desigualdad y la expansión de las
comunicaciones, que está llevando a los
hogares más humildes las imágenes
sobre cómo viven los ricos y famosos,
están produciendo una crisis de
expectativas insatisfechas que se traduce
en cada vez más frustración, y cada vez
más violencia. Hay una guerra civil no
declarada en América latina, que está
cambiando la vida cotidiana de pobres y
ricos por igual. En las «villas» en la
Argentina, las «favelas» en Brasil, los
«cerros» en Caracas y las «ciudades
perdidas» en Ciudad de México, se
están formando legiones de jóvenes
criados en la pobreza, sin estructuras
familiares, que viven en la economía
informal y no tienen la menor esperanza
de insertarse en la sociedad productiva.
En la era de la información, estos
jóvenes crecen recibiendo una
avalancha de estímulos sin precedentes
que los alientan a ingresar en un mundo
de afluencia, en un momento histórico en
que —paradójicamente— las
oportunidades de ascenso social para
quienes carecen de educación o
entrenamiento laboral son cada vez más
reducidas.
La región más
violenta del mundo
La combinación del aumento de las
expectativas y la disminución de las
oportunidades para los sectores de
menor educación es un cóctel explosivo,
y lo será cada vez más. Está llevando a
que progresivamente más jóvenes
marginados estén saltando los muros de
sus ciudades ocultas, armados y
desinhibidos por la droga, para
adentrarse en zonas comerciales y
residenciales y asaltar o secuestrar a
cualquiera que parezca bien vestido, o
lleve algún objeto brillante. Y a medida
que avanza este ejército de marginales,
las clases productivas se repliegan cada
vez más en sus fortalezas amuralladas.
Los nuevos edificios de lujo en
cualquier ciudad latinoamericana ya no
sólo vienen con su cabina blindada de
seguridad en la entrada, con guardias
equipados con armas de guerra, sino que
tienen su gimnasio, cancha de tenis,
piscina y restaurante dentro del mismo
complejo, para que nadie esté obligado
a exponerse a salir al exterior. Tal como
ocurría en la Edad Media, los ejecutivos
latinoamericanos viven en castillos
fortificados, cuyos puentes —
debidamente custodiados por guardias
privados— se bajan a la hora de salir a
trabajar por la mañana, y se levantan de
noche, para no dejar pasar al enemigo.
Hoy, más que nunca, la pobreza, la
marginalidad y la delincuencia están
erosionando la calidad de vida de todos
los latinoamericanos, incluyendo a los
más adinerados.
En estos momentos, hay 2,5 millones
de guardias privados en América
latina[8]. Tan sólo en São Paulo, Brasil,
hay 400 mil guardias privados, tres
veces más que los miembros de la
policía estatal, según el periódico
Gazeta Mercantil. En Río de Janeiro, la
guerra es total: los delincuentes matan a
unos 133 policías por año —un
promedio de dos por semana, más que
en todo el territorio de los Estados
Unidos— y la policía responde con
ejecuciones extrajudiciales de hasta mil
presuntos sospechosos por año[9]. En
Bogotá, Colombia, la capital mundial de
los secuestros, hay unos siete guardias
privados por cada policía, y están
prosperando varias industrias
relacionadas con la seguridad. Un
empresario llamado Miguel Caballero
me contó que está haciendo una fortuna
diseñando ropa blindada de última
moda. Ahora, los empresarios y los
políticos pueden vestir guayaberas,
chaquetas de cuero o trajes forrados con
material antibalas, cosa de que nadie se
percate. «Hemos desarrollado una
industria pionera», me señaló con
orgullo Caballero. Su empresa vende
unas 22 mil prendas blindadas por año,
de las cuales una buena parte son
exportadas a Irak y varios países de
Medio Oriente. «Ya tenemos 192
modelos. Y estamos desarrollando una
línea femenina, de uso interior y
exterior», agregó el empresario[10].
América latina es actualmente la
región más violenta del mundo. Ya se ha
convertido en un chiste habitual en
conferencias internacionales sobre la
delincuencia decir que uno tiene más
probabilidades de ser atacado
caminando por la calle de traje y
corbata en Ciudad de México o Buenos
Aires que haciéndolo en Bagdad
disfrazado de soldado norteamericano.
Según la Organización Mundial de la
Salud, de Ginebra, la tasa de homicidios
en América latina es de 27,5 víctimas
por cada 100 mil habitantes, comparada
con 22 víctimas en África, 15 en Europa
del Este, y 1 en los países
industrializados. «Como región,
América latina tiene la tasa de
homicidio más alta del mundo», me dijo
Etienne Krug, el especialista en
violencia de la OMS, en una entrevista
telefónica desde Ginebra. «Los
homicidios son la séptima causa de
muerte en América latina, mientras que
son la causa número 14 en África, y la
22 a nivel mundial[11]» Y las
posibilidades de que un homicida o un
ladrón vaya a la cárcel son reducidas:
mientras la población carcelaria en los
Estados Unidos —una de las más altas
del mundo— es de 686 personas por
cada 100 mil habitantes, en la Argentina
es de 107 personas por cada 100 mil
habitantes, en Chile de 204, en
Colombia de 126, en México de 156, en
Perú de 104 y en Venezuela de 62[12]..
En otras palabras, la mayoría de los
crímenes en América latina permanecen
impunes.
«Estamos ante un
fenómeno epidémico»
En pocos lugares la calidad de vida se
ha derrumbado tan precipitadamente
como en las grandes capitales de la
región. Buenos Aires, la majestuosa
capital argentina que hasta hace pocos
años era una de las ciudades más
seguras del mundo, donde sus habitantes
se enorgullecían de que las mujeres
podían caminar solas hasta altas horas
de la noche, es hoy en día una ciudad
aterrorizada por la delincuencia. Ya
antes del colapso económico de 2001,
las poblaciones marginales se habían
incrustado cerca del centro de la ciudad.
La «villa» situada al lado de la estación
central de Retiro, por ejemplo, creció de
12 500 habitantes en 1983 a 72 800 en
1998, y su población ha aumentado
mucho más desde entonces[13]. Y dentro
de los muros de estas «villas de
emergencia», a pocas cuadras de las
zonas más elegantes de la ciudad, hay
decenas de miles de jóvenes cuyo único
espacio de socialización es la calle. En
muchos casos, estos jóvenes excluidos
empiezan a consumir drogas a los 8 o 10
años, y a delinquir poco después.
«Estamos ante un fenómeno epidémico»,
me dijo en Buenos Aires Juan Alberto
Yaría, director del Instituto de Drogas
de la Universidad del Salvador y
exfuncionario de la provincia de Buenos
Aires. «Estamos viendo cada vez más
personas que tienen el cerebro tan
dañado por las drogas, que ya no puede
haber recomposición… Todos estos
chicos que no van a la escuela, no
conocen al padre, que no pertenecen a
una iglesia ni a un club, y que viven en
la calle y consumen drogas, son mano de
obra para la criminalidad. Y lo serán
cada vez más, por el creciente fenómeno
de la desfamiliarización —el número de
madres solteras en la Argentina ha
subido del 23 por ciento en 1974 al 33
en 1998— y de consumo de drogas»,
dijo Yaría[14].
Y en el extremo norte de América
latina, las «maras», o pandillas, el más
novedoso fenómeno de violencia
organizada en la región, están teniendo
en vilo a El Salvador, Honduras,
Guatemala y el sur de México, y se
expanden cada vez más hacia la capital
mexicana, y hacia Colombia, Brasil y
otros países sudamericanos. Los
«mareros», jóvenes marginales que se
identifican por sus tatuajes y las señas
manuales con que se comunican sus
respectivas pandillas, ya suman más de
100 mil en Centroamérica, contando
únicamente los que se han sometido a
ritos de iniciación. Y casi la mitad de
ellos tienen menos de 15 años, según las
policías de varios países.
Los mareros se originaron en Los
Ángeles, California, y se desparramaron
por toda la región tras ser repatriados de
las cárceles de los Estados Unidos a sus
países de origen. En Honduras, una de
estas bandas detuvo a un microómnibus
repleto de pasajeros que viajaban a sus
pueblos para celebrar las fiestas
navideñas de 2004 y mató a 28 hombres,
mujeres y niños, simplemente por
revancha contra una ofensiva policial
contra las pandillas. Para cada vez más
niños, las maras son la única
posibilidad de lograr reconocimiento
social. El marero es el héroe del barrio.
Los jóvenes compiten por tener la
oportunidad de someterse al rito de
iniciación —que puede variar desde
vender droga hasta matar a un policía—
y, si son capturados, posan triunfantes
para las cámaras de televisión. La
pertenencia a la mara es su mayor
orgullo.
«El marero es el delincuente del
siglo XXI», me dijo en una entrevista
Oscar Álvarez, el ministro de Seguridad
de Honduras. «Tenemos en las maras a
personas que se dedican al narcotráfico,
a ser sicarios (asesinos a sueldo), al
robo, al hurto, al desmembramiento de
personas. En otras palabras, son
máquinas de matar. Pero, a diferencia de
otros delincuentes, no les importa cuáles
son las consecuencias. A diferencia de
un asaltante de bancos, que se pone una
máscara para delinquir, ellos no se
esconden. Más bien, la propaganda que
les dan los medios de comunicación les
sirve para ascender en la jerarquía de
mando de sus grupos[15]».
La Mara Salvatrucha, en El
Salvador, tiene más de 50 mil miembros,
que no sólo roban, asaltan y secuestran
sino que están torturando y decapitando
a sus víctimas como señal de su poder.
Y la explosión de las maras está
llevando a gobiernos de mano dura, y a
una cada vez mayor aceptación social de
procedimientos considerados legal o
humanamente indefendibles hasta hace
poco. La propia expresión «mano dura»,
un término que hasta no hace mucho era
visto con resquemor por la mayoría de
los latinoamericanos, se ha convertido
en una palabra con connotaciones
positivas.
El presidente salvadoreño Tony
Saca bautizó su programa de seguridad
«Súper Mano Dura». Bajo este plan, la
policía salvadoreña detuvo a casi 5 mil
jóvenes sospechosos de ser pandilleros
por el solo hecho de llevar un tatuaje. La
policía simplemente interroga a jóvenes
con aspecto de pandilleros, les exige
que se quiten la camisa para verificar si
tienen tatuajes ocultos, y se los lleva.
Cuando le pregunté al presidente Saca
ante las cámaras de televisión si su
táctica de combate a las pandillas no
viola los derechos humanos
fundamentales, como el caminar por la
calle sin interferencia del Estado, me
miró extrañado. «¿Por qué?», preguntó.
«El Salvador ha cambiado el código
penal para permitir a la policía arrestar
a menores de edad», me explicó. «Por
supuesto, protégeles el rostro o la
identidad cuando los capturen, pero
definitivamente llévalos a la cárcel»,
dijo Saca. «Puede tener 15 años el
muchacho, pero si es un asesino,
aplícale el plan Súper Mano Dura, y
mételo preso. En algunos casos son
irrecuperables[16]». Para Saca, y para
cada vez más latinoamericanos, la
«mano dura» es la onda del futuro.
¿Se viene la
«africanización»?
En Washington D. C. y en las principales
capitales de la Unión Europea hay serios
temores de que la ola de delincuencia
que azota a América latina produzca un
fenómeno de desintegración social —o
«africanización»— que quiebre
irreversiblemente la gobernabilidad,
aumente la fuga de capitales y el caos
social, y genere «áreas sin ley». Estas
últimas serían regiones donde los
gobiernos no puedan ejercer su
autoridad, y se asentarían los carteles
del narcotráfico y del terrorismo.
Curiosamente, mientras la opinión
generalizada en muchos países
latinoamericanos es que la pobreza está
generando mayor delincuencia, y que
por lo tanto hay que concentrar todos los
esfuerzos en reducirla, en los países
industrializados muchos ven el
fenómeno al revés. Una opinión cada
vez más difundida en Washington es que
la delincuencia está haciendo aumentar
la pobreza, y por lo tanto habría que
atacarla de entrada. El Consejo de las
Américas, la influyente asociación con
sede en Nueva York que agrupa a unas
170 multinacionales con operaciones en
América latina, concluyó en un reciente
informe que la inseguridad es uno de los
principales factores de atraso en
América latina, porque está frenando las
inversiones. Tras señalar que a pesar de
tener sólo el 8 por ciento de la
población mundial América latina
registró el 75 por ciento de los
secuestros que ocurrieron en el mundo
en 2003, el estudio del Consejo reveló
que una encuesta de multinacionales con
operaciones en América latina muestra
que la seguridad constituye «el principal
riesgo» para las empresas en la
región[17]. La encuesta mostró que
muchas multinacionales no invierten en
América latina por los altos costos de
seguridad: mientras los gastos
operativos en seguridad representan el 3
por ciento de los gastos totales de las
empresas en Asia, en América Latina la
cifra asciende al 7.[18]
Para el Pentágono, el aumento de la
delincuencia y la proliferación de
«áreas sin ley» en América latina
constituyen una preocupación mucho
mayor de lo que muchos piensan.
Contrariamente a lo que ocurría hace
dos décadas, cuando los gobiernos de
Washington se preocupaban por los
gobiernos latinoamericanos hostiles que
asumían demasiados poderes, ahora —
en la era de la lucha contra el terrorismo
— la mayor preocupación parecerían
ser los gobiernos débiles de cualquier
signo ideológico, que no pudieran
controlar su territorio. Ésa fue una de las
cosas que más me llamaron la atención
cuando entrevisté a Donald Rumsfeld, el
poderoso secretario de Defensa de los
Estados Unidos. Cuando le pregunté cuál
era su mayor preocupación respecto de
Latinoamérica, lo primero que mencionó
no fue el régimen de Cuba, ni Venezuela,
ni la guerrilla colombiana, ni ninguna
otra amenaza política. En cambio, se
refirió a la ola de criminalidad.
Rumsfeld me dijo que, «además de
proteger el sistema democrático», su
principal preocupación en la región
«son los problemas de la delincuencia, y
las pandillas, y el narcotráfico, el tráfico
de armas y los secuestros. Todas estas
actividades antisociales que vemos no
sólo en este hemisferio, sino en otros
lados del mundo, son temas que merecen
(mucha) atención»[19].
De la misma manera, el exjefe del
Comando Sur de las fuerzas armadas de
los Estados Unidos, general James Hill,
me dijo en una entrevista que «el tema
de las maras es una amenaza cada vez
mayor, que tiene un tremendo potencial
de desestabilizar a los países»[20]. «¿Y
en qué forma afectaría esa
“desestabilización” a los Estados
Unidos?», le pregunté. Hill señaló que
las maras que asesinan y violan en los
barrios latinoamericanos están haciendo
aumentar la emigración ilegal a los
Estados Unidos, tanto de las víctimas de
la delincuencia como de mareros. Los
militares del país del Norte temen una
invasión de delincuentes
latinoamericanos (paradójicamente, los
seguidores de los mareros que Estados
Unidos sacó de las cárceles de Los
Ángeles y deportó a Centroamérica y el
Caribe). Ya se están viendo en Nueva
York, Los Ángeles y Miami pandillas de
mareros que vienen de Centroamérica.
«Hace unos seis meses, tuve una
conversación con el presidente de
Honduras, Ricardo Maduro, que me
contó que el gobierno estaba negociando
con una pandilla, y el jefe de la pandilla
dijo que necesitaba la aprobación de sus
superiores para los puntos en discusión,
y llamó a Los Ángeles. Ese dato es
escalofriante», dijo Hill[21]. «Sólo es
una cuestión de tiempo para que las
maras reexporten la violencia a los
Estados Unidos, y pasen de vender sus
servicios al crimen organizado a
convertirse en carteles de la droga o
bandas terroristas», agregó. «Va a
ocurrir lo que sucedió con las Fuerzas
Armadas Revolucionarias de Colombia
(FARC) y el narcotráfico hace diez años.
En un momento dado, las maras van a
preguntarse: ¿por qué voy a ser el
intermediario, si puedo hacer el negocio
por mi cuenta?»[22]. Hill concluyó
diciendo que a menos que se haga algo
pronto, «va a haber grandes barrios
marginales sin presencia de la ley,
ocupados por el crimen organizado, con
conexiones internacionales»[23].
Uno de los síntomas más visibles del
crecimiento de la violencia en América
latina es el auge inmobiliario de Miami.
En los primeros años del nuevo milenio,
la ciudad de Miami vivía el mayor boom
de la construcción de su historia
reciente. De las quinientas
multinacionales que tenían sus oficinas
centrales para América latina en Miami
—incluyendo Hewlett Packard, Sony,
FedEx, Caterpillar, Visa y Microsoft—,
muchas se habían mudado recientemente
de países latinoamericanos, tras sufrir
problemas de inseguridad, o para
reducir sus gastos de seguridad. Tan
sólo en 2005 se estaban construyendo
unos 60 mil apartamentos en Miami,
mientras que en los diez años anteriores
se habían construido un total de apenas 7
mil[24]. ¿Y quiénes estaban comprando
esos departamentos? Es cierto que, en
muchos casos, eran especuladores que
estaban aprovechando las bajas tasas de
interés y apuntaban al creciente mercado
de turistas europeos que —con el euro
fuerte— querían comprar propiedades
en Miami. Pero una gran parte de los
compradores eran latinoamericanos
víctimas de la delincuencia. Además de
los inversionistas tradicionales, que
querían tener una propiedad en el
exterior para protegerse contra la
inestabilidad política o económica en
sus países, había cada vez más
empresarios que estaban dejando a sus
familias en Miami para proteger a sus
hijos de los secuestros, robos violentos
o asesinatos. En áreas exclusivas de
Miami como Key Biscayne, había un
aumento constante de empresarios
colombianos; en la exclusiva isla de
Fisher Island, cada vez más mexicanos,
y en Bal Harbour, cada vez más
argentinos. Su principal motivo de
emigrar no era económico, sino de
seguridad. Hace unos años, había
comenzado una de mis columnas en The
Miami Herald diciendo que «el alcalde
de Miami debería erigir una estatua a
los líderes latinoamericanos que más
han hecho por el progreso económico de
la ciudad: el presidente cubano Fidel
Castro, el presidente venezolano Hugo
Chávez y el comandante de las FARC,
Manuel Marulanda». Si la volviera a
escribir hoy, tendría que cambiar la
segunda parte, para decir que el alcalde
de Miami también debería erigir una
estatua a los secuestradores y a los
pandilleros, que estaban empujando a
ricos y pobres por igual a dejar sus
pueblos de origen para establecerse en
Miami. Todos ellos eran exiliados de la
delincuencia, esa guerra civil no
declarada que estaba azotando a
América latina.
El tema no es el libre
comercio, sino la
competitividad
Tal como me lo habían recordado los
funcionarios chinos, el motor que hace
avanzar a los países que progresan en la
economía global del siglo XXI no es
simplemente firmar acuerdos de libre
comercio, sino ser más competitivos. Y
en esto, no hay ideología que valga. Hay
países de izquierda «captacapitales», y
países de izquierda «espantacapitales»,
como los hay de derecha en ambos
campos. En China, una dictadura
comunista de 1300 millones de
habitantes, el porcentaje de la población
que vive con menos de 1 dólar diario se
redujo del 61 al 17 por ciento de la
población en las últimas dos décadas.
En Vietnam, otra dictadura comunista,
está ocurriendo lo mismo: desde que el
país empezó a atraer capitales
extranjeros —la fábrica de calzado
deportivo Nike ya es el empleador más
grande del país, con 130 mil
trabajadores— y a permitir la apertura
de más de 140 mil empresas privadas en
la última década, está creciendo a
niveles del 7 por ciento anual, y casi ha
triplicado su ingreso per cápita.
Por el otro lado, otro país comunista
situado en América latina que se ha
negado a abrir su economía, Cuba, vive
en una pobreza deprimente. Hoy día,
Cuba tiene uno de los ingresos per
cápita más bajos de América latina, lo
que explica por qué el régimen cubano
se niega a medir su economía con
estándares internacionales y prefiere dar
a conocer sus propias cifras alegres.
Pero algunas estadísticas oficiales de
Cuba, fácilmente verificables por
cualquier visitante de la isla, hablan por
sí solas. Granma, el órgano oficial del
Partido Comunista Cubano, reconoció
recientemente que el salario promedio
en la isla es de aproximadamente 10
dólares por mes[25]. Un maestro en Cuba
gana 9 dólares y 60 centavos por mes;
un ingeniero, 14 dólares con 40
centavos, y un médico, 27 dólares por
mes[26].[*]
Y Venezuela, otro país
espantacapitales, se está pauperizando
rápidamente a pesar de sus fabulosos
ingresos petroleros de los últimos años.
Según las propias cifras del gobierno
venezolano, la pobreza aumentó de 43 al
53 por ciento de la población entre 1999
y 2004, los primeros cinco años del
gobierno de Chávez[27]. Contrariamente
a lo que estaban haciendo los chinos, el
discurso anticapitalista de Chávez había
desatado una fuga de capitales de 36 mil
millones de dólares y provocado el
cierre de 7 mil empresas privadas en los
primeros años de su gobierno.
Increíblemente, aunque los precios del
petróleo —el motor de la economía
venezolana— habían subido de 9 a 50
dólares por barril durante los primeros
cinco años de Chávez en el poder, el
desempleo en el mismo lapso había
aumentado del 13 por ciento al 19 por
ciento de la población[28].
Como lo habían hecho antes tantos
otros militares populistas, a medida que
aumentaba la pobreza en Venezuela,
Chávez subía el tono de su retórica
contra supuestos enemigos externos, y
cerraba cada vez más los espacios a la
oposición. Por supuesto, culpaba a la
oligarquía por los cierres de empresas,
regalaba petrodólares a muchos de los
desempleados, y ganaba votos cautivos,
pero el país se empobrecía a diario.
Mientras tanto, otros presidentes de
izquierda insertados en la economía
global, como los de Chile y Brasil,
estaban haciendo crecer sus economías,
generando más empleo y más
oportunidades. Los resultados
económicos tan disímiles de gobiernos
de izquierda como los de China,
Vietnam, Brasil, Chile, Venezuela y
Cuba no hacen más que corroborar que
las viejas definiciones políticas de
«izquierda» y «derecha» han dejado de
tener sentido. Los países que avanzan
son los «captacapitales», de cualquier
signo. Los que retroceden son los
«espantacapitales».
El ejemplo de
Botswana
Un reciente ranking del Foro
Económico Mundial señaló que,
sorprendentemente, casi todos los paises
de América latina están por debajo de
Botswana en materia de competitividad
internacional. Cuando lo leí, me pareció
increíble. Cuando yo era niño, Botswana
era uno de los países más pobres del
mundo, de esos que aparecen en las
portadas de la revista de National
Geographic ilustrando hambrunas que
requieren atención mundial. Y, sin
embargo, el ranking de competitividad
del Foro, realizado entre 8700
empresarios y profesionales de 104
países, ubicaba a Botswana por encima
de todos los países de América latina,
con la única excepción de Chile. El
ranking se basa en la percepción de los
entrevistados sobre los principales
factores que atraen las inversiones,
como el clima para los negocios, la
calidad de las instituciones y los niveles
de corrupción. Los países que ocuparon
los primeros puestos fueron, en este
orden, Finlandia, los Estados Unidos y
Suecia. Le seguía una larga lista de
países de Europa y Asia, y Chile, que
estaba en el lugar N.º 22. De allí en más,
venía otra larga lista de naciones como
Jordania, Lituania, Hungría, Sudáfrica y
Botswana. Recién más abajo —mucho
más abajo— estaban México, Brasil, la
Argentina y los demás países
latinoamericanos.
Otro estudio similar, dado a conocer
por la empresa consultora AT Kearney,
colocaba a los países latinoamericanos
en los últimos puestos de un ranking de
25 naciones, según su atractivo para las
inversiones. Según el ranking de
Kearney, basado en encuestas a mil
ejecutivos, los países más atractivos
para las inversiones eran China, los
Estados Unidos e India. Brasil y México
habían caído a los puestos N.º 17 y 22,
respectivamente, después de estar entre
los primeros diez el año anterior. Y el
resto de América latina ni aparecía en la
lista.
Intrigado, llamé al jefe de
economistas del Foro Económico
Mundial en Ginebra, Suiza. «¿Qué está
haciendo Botswana que no está haciendo
América latina?», le pregunté a Augusto
López-Claros. Según me explicó,
Botswana está creciendo sostenidamente
a uno de los ritmos de expansión
económica más altos del mundo desde
su independencia en 1966. Gracias a una
disciplina fiscal férrea y una política
económica responsable —y, es cierto,
con la ayuda nada despreciable de su
producción de diamantes—, Botswana
ha pasado rápidamente de ser uno de los
países más pobres del mundo, a uno de
ingresos medios. Hoy día, tiene un
producto per cápita de casi 8800
dólares al año, más que Brasil y casi
tanto como México. López-Claros me
señaló que, en su encuesta, los
empresarios de Botswana se quejaron
mucho menos que los mexicanos, los
brasileños y los argentinos de
problemas como la calidad de las
instituciones públicas, la ecuanimidad
del gobierno en su trato con las
empresas privadas, o la incidencia de la
delincuencia común en los costos de
hacer negocios. Pero sobre todo, dijo,
Botswana ofrece una ventaja enorme,
que no se ve en muchos países
latinoamericanos: la previsibilidad. Es
un país que, aunque está atravesando una
gravísima crisis por la epidemia de
sida, y está ubicado en un continente de
constantes golpes de Estado y guerras
regionales, no ha cambiado las reglas
del juego. Entonces, sus propios
empresarios, y los extranjeros, apuestan
a su futuro.
De hecho, hay un consenso cada vez
mayor en el mundo respecto de que los
países más exitosos tienen en común el
ofrecer previsibilidad, seguridad
jurídica y un clima favorable a los
inversionistas. En España, las
elecciones son ganadas por los
socialistas, luego los conservadores, y
luego las vuelven a ganar los socialistas,
sin que los inversores huyan
despavoridos del país. Lo mismo pasa
en prácticamente todos los países
desarrollados, y —en América latina—
en Chile. Este último es el país
políticamente más aburrido de la región,
y en eso radica una buena parte de su
éxito: no tiene líderes mesiánicos que
hacen grandes titulares con sus discursos
en el balcón presidencial, ni cuartelazos
militares. Es el primer país de América
latina que aparece en la lista de
competitividad del Foro Económico
Mundial, y en gran medida es por su
estabilidad: ha tenido gobiernos
derechistas, centristas y socialistas, sin
por ello perder el rumbo. Eso le ha
permitido tener el crecimiento más
sostenido de América latina, y el mayor
éxito en la lucha contra la pobreza:
desde 1990 hasta 2000, el porcentaje de
chilenos que viven en la pobreza cayó
casi a la mitad, del 39 al 20 por ciento
de la población. Los índices de pobreza
absoluta cayeron aún más: del 13 por
ciento de la población en 1990 al 6 por
ciento en 2000, según datos del Banco
Mundial. Y desde 2003, cuando Chile
firmó su acuerdo de libre comercio con
los Estados Unidos, las proyecciones
son de un crecimiento económico mayor,
y una reducción de la pobreza aún más
acelerada.
El milagro chileno
¿Cómo lograron los chilenos mantener
su estabilidad? En parte, el milagro
chileno se debió a la fatiga política. La
experiencia de la dictadura del general
Augusto Pinochet fue tan traumática,
dividió a tantas familias, generó tantos
exilios y tantas muertes, que la sociedad
chilena optó por el camino de la
moderación. Pero también hubo un
elemento de pragmatismo, que ayudó a
los gobernantes de centro y de izquierda
de los últimos años a construir sobre la
base de lo que habían heredado, en lugar
de tratar de inventar la cuadratura del
círculo y hacer tabla rasa con todo lo
anterior. Tanto el democristiano Patricio
Aylwin, el primer presidente
democrático de Chile tras los diecisiete
años de dictadura de Pinochet, como su
correligionario Eduardo Frei y el
socialista Ricardo Lagos, que lo
sucedieron, evitaron la tentación de
destruir lo que habían hecho sus
adversarios políticos. Pensaron en el
país, antes que en ellos mismos. Y sobre
todo, el hecho de tener una izquierda
inteligente y moderna le permitió a Chile
lograr un clima de previsibilidad que
fue mejorando paulatinamente la
economía, haciéndola cada vez más
solidaria con las clases marginadas de
su población, y a la vez cada vez más
abierta al mundo.
El 6 de junio de 2003, el día en que
Chile firmó su acuerdo de libre
comercio con los Estados Unidos en
Miami, le pregunté a la entonces
canciller chilena Soledad Alvear cómo
resumiría la fórmula del éxito chileno.
Acabábamos de hablar sobre los
vaivenes políticos y económicos por los
que estaban atravesando los países
vecinos de Chile, como la Argentina,
que vivía una de las peores crisis de su
historia. ¿Cuál era el secreto de Chile?
Alvear me respondió que, si tuviera que
citar un motivo por encima de los
demás, escogería la decisión de la
sociedad chilena de elegir un rumbo, y
de mantenerlo. «No se pueden
reinventar, en cada gobierno, los
objetivos estratégicos del país», me dijo
la canciller. «Nosotros hemos
establecido objetivos estratégicos
claves para el país, sostenidos en el
tiempo. Hay un consenso en la sociedad
respecto de la necesidad de tener
políticas económicas serias,
responsabilidad fiscal, y no se ponen en
duda las bondades de una política de
apertura económica», señaló[29].
En otras palabras, sin previsibilidad
no hay inversión. Y si uno quisiera
llevar este argumento al extremo, podría
argüir que los países latinoamericanos
ni siquiera necesitan tanta inversión
extranjera: podrían obtener una enorme
inyección de capitales con sólo atraer a
su territorio los gigantescos depósitos
que sus propios ciudadanos tienen en el
exterior. Si los latinoamericanos
repatriaran esos depósitos, los países de
la región recibirían una inyección de
inversiones que reactivaría sus
economías de inmediato. Si no lo están
haciendo, no es por falta de patriotismo,
ni de mayores retornos sobre el capital,
sino por falta de confianza en la
continuidad de las reglas de juego.
Tal como lo señaló magistralmente
Rudiger Dornbush, el fallecido
economista del Massachusetts Institute
of Technology (MIT), cuando le
preguntaron durante una visita a la
Argentina por qué motivo ese país tenía
tantas dificultades: «Los países
desarrollados tienen normas flexibles de
cumplimiento rígido. Ustedes tienen
normas rígidas de cumplimiento
flexible». O sea, en los países que
funcionan, los Congresos actualizan sus
leyes periódicamente, pero una vez que
lo hacen sus gobiernos las hacen
cumplir. En los otros, las leyes son
estáticas, pero no necesariamente
inflexibles. Mientras no se respeten las
leyes y no exista confianza, los países no
recibirán inversiones nacionales ni
extranjeras, y tendrán que seguir
endeudándose para mantener sus
economías a flote.
La opción
supranacional
¿Cómo pueden hacer los países
latinoamericanos para atraer
inversiones, crecer y reducir la
pobreza? Considerando el rechazo
mayoritario al modelo «ortodoxo»
aconsejado por el Fondo Monetario
Internacional, y el fracaso rotundo de los
modelos ahuyentacapitales de Cuba y
Venezuela, quizás ha llegado el momento
de considerar una nueva opción de
crecimiento: la vía supranacional.
Aunque la supranacionalidad no está
pasando por su mejor momento en
Europa, tras la derrota del voto por la
Constitución de la Unión Europea en
Francia y Holanda a mediados de 2005,
ha sido el modelo de crecimiento más
exitoso y equitativo de la historia
contemporánea. Y ante la falta de
consensos internos para adoptar
políticas de crecimiento sostenibles en
América latina, quizá no haya otra forma
más fácil y efectiva de convertir a
nuestros países en centros de inversión
confiables que a través de acuerdos
macroeconómicos supranacionales.
Como ocurrió en la Unión Europea,
los acuerdos supranacionales ayudan a
los países a autodisciplinarse. A
diferencia de lo que pasó en Chile,
donde se lograron consensos internos
sobre las políticas económicas a largo
plazo, en la mayoría de los países
latinoamericanos no existe tal consenso.
Al contrario, se vive en una polarización
total. En casi todos los países de la
región, la falta de consenso está
impidiendo adoptar políticas de Estado
que alienten la inversión productiva a
largo plazo. Sin embargo, la experiencia
europea demuestra que los consensos
internos se pueden lograr, en
condiciones favorables, desde afuera.
En España, Portugal y otros países de la
Unión Europea, la estabilidad y la
confiabilidad se consiguieron mediante
la firma de tratados supranacionales,
que obligaron a sus miembros a respetar
reglas de juego y generaron confianza
dentro y fuera de sus fronteras.
Acoplarse a acuerdos supranacionales
les sirvió de vacuna contra el populismo
y los extremismos políticos.
Para Polonia, la República Checa y
otros países de la ex Europa del Este,
que en muchos casos tienen historias de
incertidumbre política muy parecidas a
la de sus pares en América latina, el
pasar a formar parte de la Unión
Europea en 2004 significó —como antes
para España y Portugal— firmar un
pacto de previsibilidad. Todos estos
países dejaron atrás sus antiguas
interpretaciones sobre la soberanía
política y económica y se
comprometieron a seguir políticas
económicas responsables y reglas
democráticas inflexibles. Y, en cierta
manera, en China ocurrió algo parecido:
el régimen comunista utilizó la
incorporación del país a la Organización
Mundial del Comercio en 2001 como
justificación para implementar
dramáticas reformas económicas que no
tenían un apoyo interno absoluto. Todos
estos países centraron su estrategia de
desarrollo en acuerdos externos.
Pasaron de la era del nacionalismo a la
del supranacionalismo. Y aunque en
Europa estaban atravesando una crisis
de mediana edad, lo cierto es que en las
últimas cuatro décadas les fue muy bien.
¿Por cuál marco supranacional
debería optar América latina? ¿Un Área
de Libre Comercio de las Américas
(ALCA) con los Estados Unidos? ¿Una
comunidad latinoamericana-europea?
¿Una comunidad latinoamericana? La
mejor opción sería todas y cada una de
ellas. Cualquiera de estas variantes —o
las mismas variantes reforzadas, como
sería el caso de México si logra
profundizar su tratado de libre comercio
con Estados Unidos y Canadá— les
permitiría presentarse ante el resto del
mundo como países serios, sujetos a
reglas de juego claras, y con
mecanismos de resolución de
controversias que atraerían muchas más
inversiones extranjeras. Para hablar mal
y pronto, y decirlo en un lenguaje que
ningún político puede usar, los países
latinoamericanos necesitamos lo que
funcionó tan bien en Europa: una camisa
de fuerza.
La larga historia de golpes de
Estado, nacionalizaciones,
confiscaciones y suspensiones de la
deuda externa, sumada a la retórica
espantacapitales, nos han generado mala
fama a los latinoamericanos. Buena
parte de las inversiones que está
recibiendo la región son pequeñas,
especulativas, a corto plazo, buscando
el negocio rápido con ganancias
extraordinarias. Las grandes inversiones
corporativas de las multinacionales
norteamericanas, europeas y asiáticas
están yendo a países más previsibles, en
otras partes del mundo.
Contrariamente a lo que piensan
muchos líderes políticos
latinoamericanos, la principal razón
para crear una Comunidad de las
Américas —en cualquiera de sus
variantes— no es económica, sino
jurídica: América latina necesita un
contrato político, como el que une a los
países de la Unión Europea, que asegure
la estabilidad. No se trata de crear un
gobierno supranacional que tome todo
tipo de decisiones, sino de establecer
una autoridad compartida para vigilar
ciertos comportamientos fundamentales,
muy específicos, como el manejo
responsable de la economía, la
democracia y los derechos humanos.
La Unión Europea logró crear esta
camisa de fuerza para sus miembros
adoptando el concepto de «soberanía
compartida». Según los reglamentos de
la UE: «Compartir la soberanía
significa, en la práctica, que los Estados
miembros delegan algunos de sus
poderes decisorios a las instituciones
comunes creadas por ellos para tomar
democráticamente y a nivel europeo
decisiones sobre asuntos específicos de
interés conjunto»[30]. Para ser miembros
de la Unión Europea, los países
candidatos deben cumplir con
parámetros concretos de democracia,
derechos humanos, economía de libre
mercado, y aceptar someterse a las
reglas de la comunidad. A diferencia de
un simple acuerdo de libre comercio, la
Unión Europea tiene instituciones
supranacionales —como el Parlamento
Europeo, el Consejo de la Unión
Europea, el Tribunal de Justicia
Europeo y el Banco Central Europeo—
que tienen jurisdicción sobre aspectos
específicos de las decisiones de cada
país miembro. En otras palabras, en la
Unión Europea no puede surgir un líder
populista radical que dé un golpe militar
o constitucional, o que ordene la
confiscación de empresas extranjeras. Y
si surge, es expulsado del club y deja de
gozar de sus beneficios.
Los bloques
regionales del siglo
XXI
La supranacionalidad es una necesidad
económica, porque América latina nunca
va a poder competir con el bloque
europeo, o asiático, a menos que tenga
una economía de escala. ¿Qué empresa
internacional va a hacer una inversión
de importancia en Bolivia, con un
mercado de apenas 9 millones de
habitantes, cuando puede hacerlo en la
República Checa, un país de población
parecida, pero que gracias a su
pertenencia a un mercado común puede
exportar sin tarifas aduaneras a un
mercado de 460 millones de personas?
El mundo se está dividiendo en tres
grandes bloques de comercio: el de
América del Norte y Centroamérica, que
representa alrededor del 25 por ciento
del producto bruto mundial, el de la
Unión Europa, con un 16, y el de Asia,
con un 23, aunque su proceso de
integración recién se está iniciando[31].
El Tratado de Libre Comercio de
América del Norte entre los Estados
Unidos, Canadá y México ya es un
bloque de 426 millones de personas con
un producto bruto de 12 trillones de
dólares anuales. La Unión Europea, de
veinticinco miembros, está debatiendo
admitir a cuatro miembros más —
Croacia, Rumania, Bulgaria y Turquía
—, lo que la convertiría en un bloque de
casi treinta países con un producto bruto
conjunto de más de 8 trillones de
dólares por año, y 460 millones de
personas. Y China acaba de firmar un
acuerdo comercial con los países de la
Asociación de Países del Sudeste
Asiático (ASEAN) —que incluye
Indonesia, Malasia, Filipinas, Singapur,
Tailandia y Vietnam— por el cual se
creará el bloque de libre comercio más
grande del mundo en términos de
población, aunque no en el tamaño de su
economía, a partir de 2007. El bloque
asiático tendrá 1700 millones de
personas, y si India se le uniera en el
futuro, tendría 3 mil millones de
personas.
En este contexto, los países de
América latina cuyas exportaciones no
tengan acceso preferencial a alguno de
estos tres grandes bloques de comercio
mundiales quedarán marginados, y serán
cada vez más pobres. Quedarse
encerrados en la región, o crear un
bloque puramente regional, será
autocondenarse a la pobreza, porque el
lugar que ocupa América latina en la
economía mundial es muy pequeño. La
región apenas representa el 7,6 por
ciento del producto bruto mundial, y el
4,1 por ciento del comercio mundial[32].
O sea, casi nada. Y cada día que pasa
sin que se integre a un mercado más
grande, su presencia en el comercio
internacional será menor, porque los
miembros de los bloques comerciales
más grandes comerciarán entre ellos,
haciendo uso de sus preferencias
arancelarias, y crecerán cada vez más
aceleradamente. El mercado de América
latina será demasiado pequeño —y
arriesgado— para justificar grandes
inversiones extranjeras. De no integrarse
a un bloque más grande, la región
continuaría rezagada. Como en el juego
infantil de las sillas, si América latina
no se inserta en uno de los grandes
bloques mundiales, se quedará sin un
lugar donde sentarse.
Los líderes políticos
latinoamericanos coinciden —con justa
razón— en que estarían mucho mejor
dispuestos a firmar un acuerdo
supranacional hemisférico si Estados
Unidos actuara como lo hicieron los
países más ricos de Europa, y ayudara a
financiar el crecimiento de sus vecinos
más pobres. En Europa, Alemania y
Francia desembolsaron miles de
millones de dólares en los años ochenta
para impulsar el desarrollo económico
en España, Portugal, Grecia e Irlanda. Y
entre 2000 y 2006 donaron casi 22 mil
millones de dólares para obras de
infraestructura en los países menos
desarrollados de la Unión Europea,
incluidos los nuevos socios de la ex
Europa del Este. Sin embargo, como
escuché decir a los propios funcionarios
españoles e irlandeses, la ayuda
económica de la Unión Europea, aunque
importante, explica apenas una parte del
éxito europeo, y quizá la menos
significativa.
En Irlanda, contrariamente a lo que
esperaba, la mayoría de los funcionarios
y políticos con quienes hablé me
aseguraron que la ayuda económica
europea había jugado un rol
relativamente menor en el «milagro
celta». Más bien, el secreto del éxito
irlandés fue someterse a reglas
supranacionales de adhesión a la
democracia, la economía de mercado y
el acceso preferencial a un mercado
mucho más grande, me señalaron. Según
me aseguraron en Dublin, y luego —en
diferentes idiomas— en los países de la
ex Unión Soviética, lo que alentó la
confianza y las inversiones extranjeras
fue la combinación de mayores garantías
de certidumbre otorgadas por acuerdos
legales supranacionales y el mercado
ampliado. En América latina, como
están ahora las cosas, los países no
pueden beneficiarse ni de una cosa ni de
la otra.
¿Pero acaso la recién creada
Comunidad Sudamericana no es un paso
en esa dirección?, les pregunté a muchos
funcionarios de la Unión Europea. La
respuesta que me dieron fue
unánimemente negativa. Cuando los
presidentes sudamericanos se reunieron
en Cuzco, Perú, para firmar el acta de
constitución de la Comunidad
Sudamericana a fines de 2004, firmaron
un acuerdo grandilocuente lleno de
buenas intenciones, pero no diseñaron
un marco legal común para la región.
Eso era lo único que le podría haber
dado seriedad a la propuesta, dijeron.
Los presidentes sudamericanos
cometieron el mismo error que sus
antecesores cuando en décadas pasadas
firmaron —con igual entusiasmo— la
constitución de la Comisión Especial de
Coordinación Latinoamericana (CECLA),
la Asociación Latinoamericana de Libre
Comercio (ALALC), la Asociación
Latinoamericana de Integración (ALADI),
y el Sistema Económico
Latinoamericano (SELA). O sea,
firmaron un documento fijando las
grandes metas para la unión regional,
pero que no incluía compromisos
comerciales concretos, sujetos a
mecanismos supranacionales de
resolución de disputas.
Comparativamente, la Unión
Europea hizo exactamente lo contrario
que los sudamericanos, me señalaron
funcionarios europeos: empezó
estableciendo mecanismos
supranacionales de resolución de
disputas desde su mismo nacimiento, en
1952, y dejó para más adelante las
grandes metas de integración regional.
En efecto, la Unión Europea se inició
como una Comunidad de Carbón y
Acero. Seis países se unieron en un
mercado común para aunar sus recursos
de carbón y acero, para enfrentar
conjuntamente los estragos del frío del
invierno europeo. Tras firmar su tratado
y crear un marco de resolución de
disputas regional, los europeos lo fueron
expandiendo a otros productos. Los
sudamericanos, en cambio, firmaron un
acuerdo prometiendo crear un mercado
común de todos sus productos, pero sin
comprometerse a unificar las tarifas
aduaneras de ningún producto en
particular.
La marca comunitaria
La supranacionalidad también tiene una
ventaja de tipo propagandístico. Los
países más pobres de Europa se
beneficiaron enormemente de la mejora
automática de su imagen externa tras su
incorporación a la Unión Europea. Al
ingresar en la institución supranacional,
los países menos desarrollados de
Europa pasaron a tener automáticamente
una «marca comunitaria» mucho más
atractiva para los inversionistas y
potenciales compradores de sus
exportaciones que sus respectivas
«marcas país». En Praga, la bella
capital de la República Checa, me llamó
poderosamente la atención la respuesta
que me dio Martin Tlapa, el
viceministro de Comercio e Industria
checo, cuando le pregunté cómo había
hecho un país tan pequeño como el suyo,
de apenas 10 millones de habitantes, y
en una región del mundo azotada por las
guerras, para recibir tantas inversiones.
Para mi sorpresa, Tlapa respondió que
el factor clave había sido haber
obtenido «la marca comunitaria». «¿Qué
significa eso?», le pregunté, intuyendo lo
que me estaba diciendo, pero queriendo
escucharlo más en detalle. Tlapa me
explicó que desde el momento en que la
República Checa había anunciado su
intención de unirse a la Unión Europea,
aun sin haber firmado ningún papel,
pasó a ser vista en el resto del mundo
como un país más emparentado con
Alemania que con el Tercer Mundo. En
la economía global, explicó Tlapa, hay
que salir a venderse al mundo para
atraer más inversiones y para poder
exportar más. Y la República Checa, un
país nuevo, producto de la subdivisión
de la ex Europa del Este tras la caída
del comunismo, tenía un grave problema
de marketing: no tenía una «marca país»
como Alemania para vender
automóviles, o Italia para sus prendas de
vestir.
«Construir una marca país es muy
caro: si contratas empresas
especializadas en campañas
publicitarias, te cuesta una buena parte
de tu producto bruto», me dijo Tlapa.
«Sin embargo, el solo hecho de unirnos
a la Unión Europea nos dio la marca
comunitaria: una garantía de que, al
estar sujetos a las mismas normas y a los
mismos tribunales de arbitraje de la
Unión Europea, invertir en nuestro país
es lo mismo que invertir en Alemania o
Italia. Y eso hizo una diferencia
abismal[33]».
La experiencia europea de cesión de
soberanía a un marco supranacional fue
sumamente exitosa. En España, Portugal,
Irlanda y Grecia, como en los nuevos
socios europeos de la ex Europa del
Este, se acabaron los grandes bandazos
políticos. Hoy en día, son pocos los
inversionistas internacionales que no
instalan fábricas en España, Irlanda,
Polonia o la República Checa por miedo
a que ganen el Partido Comunista, los
socialistas o los derechistas. Los países
del sur europeo duplicaron y en algunos
casos triplicaron sus ingresos per cápita
al ceñirse a reglas comunes que
aseguran la estabilidad económica. Y
los países de la ex Europa del Este que
se integraron a la UE en 2004 se
convirtieron de la noche a la mañana en
las economías de crecimiento más
rápido de Europa. El solo hecho de
planear integrarse a la Unión Europea
motivó un crecimiento espectacular de
las inversiones. Tanto es así que, en
2004, el año de su incorporación a la
Unión Europea, Polonia y la República
Checa ya figuraban muy por encima de
México, Brasil o cualquier otro país
latinoamericano en el ranking de las
Naciones Unidas de los países más
atractivos para las inversiones
extranjeras en los próximos cinco
años[34]. En vez de alimentar un
nacionalismo estéril y culpar a los de
afuera —el Fondo Monetario
Internacional, los Estados Unidos, «los
banqueros» o el chivo expiatorio de
turno— por sus problemas, los países de
Europa del Este se envolvieron en la
bandera supranacional de la Unión
Europea aun antes de pertenecer a ella.
Y la «marca comunitaria» les ayudó a
atraer un aluvión de inversiones.
La experiencia
española
¿Estarían dispuestos los países
latinoamericanos a ceder soberanía a un
ente supranacional? ¿Es posible una
Comunidad de las Américas, con
organismos supranacionales como los
existentes en la Unión Europea, en una
región donde algunos todavía salen al
balcón a proclamar «soberanía o
muerte», o siguen promoviendo las ideas
de «independencia económica» del
mundo preindustrial del siglo XIX?
Se lo pregunté en una larga
entrevista a Felipe González, el exjefe
de gobierno español y líder moral del
Partido Socialista de España, que
durante sus catorce años de gobierno, de
1982 a 1996, había sido el arquitecto de
la incorporación de España a la Unión
Europea. González es un apasionado de
América latina, y la conoce mejor que
cualquier otro líder europeo.
Aprovechando una ocasión en que
coincidimos en un viaje a la Argentina
para participar de una conferencia, le
había pedido una entrevista para hablar
sobre el tema.
A los 61 años, González todavía
conservaba su imagen de intelectual de
izquierda convertido en estadista, con un
atuendo bohemio-empresarial: chaqueta
de cuero negro, camisa celeste, corbata
azul y zapatos sport Timberland.
Durante las dos horas en que
conversamos en su habitación del Hotel
Plaza, González habló con
apasionamiento e inusual sinceridad. Me
dijo que uno de los principales
obstáculos para la integración de los
países latinoamericanos bajo un
esquema supranacional era la falta de
liderazgo de la mayoría de los
presidentes de la región, y la
glorificación nacionalista y
anticapitalista de gran parte de su clase
política. Palabras más, palabras menos,
González me dijo que los países
latinoamericanos viven en un engaño
permanente: los políticos ganan
elecciones con propuestas populistas, y
gobiernan con programas de ajuste. Y la
prensa, los intelectuales y los
académicos siguen usando un discurso
nacionalista y anticapitalista que está en
abierta contradicción con la realidad
mundial, y que en la mayoría de los
casos no creen ni ellos mismos, pero
repiten como loros para ganar el aplauso
de la audiencia.
¿Pero acaso en España no había
ocurrido lo mismo?, le pregunté. ¿No
existía el mismo discurso nacionalista y
anticapitalista allí? Efectivamente,
respondió, pero la adhesión a la
entonces Comunidad Europea había
permitido superar muchos de esos
escollos. En un principio, la motivación
principal de adhesión a la Comunidad
Europea había sido política, más que
económica. No sólo los políticos, sino
los empresarios españoles, veían la
integración económica a la Comunidad
Europea con miedo. Creían que el
proyecto traería consigo medidas de
ajuste económico durísimas, la pérdida
de la identidad nacional, y el peligro de
ser «anexados» por los países más
poderosos. «No es que primero hubo un
consenso social a favor de la integración
europea y luego los líderes tomaron la
decisión de implementar esa decisión»,
explicó González. «Más bien fue al
contrario: la adhesión de España a la
Comunidad Europea se dio más por
liderazgo político que por apoyo
social», dijo.
«Yo lo tenía claro (este temor a la
integración), y lideré el debate, porque
desde el principio lo definí como “ceder
soberanía para compartirla, no para
perderla, e incluso en algunos casos
para recuperarla”. La única manera de
impulsar la modernización en España
era ejercer el liderazgo y gobernar por
encima del partido de gobierno»,
prosiguió González. «Yo me comunicaba
con mi partido a través de la sociedad, y
no con la sociedad a través del partido.
Era la única manera de modernizar y
moderar el partido. El partido estaba
sobrecargado ideológicamente desde la
dictadura, y aceptaba mal el lenguaje y
el contenido de lo que yo ofrecía. Pero
una de las cosas que he constatado es
que las llamadas políticas impopulares
suelen ser las más populares que uno
adopta[35]».
El gobierno socialista había usado el
pretexto del proyecto de integración con
Europa para tomar medidas de
saneamiento económico que difícilmente
hubiera podido hacer aprobar por el
Congreso español en circunstancias
normales. González recordó que, a fines
de 1985, España carecía de un impuesto
al valor agregado, IVA, y la Comunidad
Europea exigía la adopción de ese
impuesto como una de las condiciones
de ingreso al club regional. En un plazo
de dos o tres meses hacia fines de ese
año, el gobierno de González había
logrado que el Congreso aprobara la
medida, que había despertado gran
oposición en la sociedad.
¿Cómo pudo tomar esa medida tan
impopular? Lo había hecho «a traición»,
sin avisar, respondió, con una sonrisa
pícara. «Necesitábamos hacerlo, lo
pusimos sobre la mesa, como una
condición de integración, y pasó en el
Parlamento con apoyo unánime. Fue una
cosa… típica del autoritarismo. Fuera
de broma —prosiguió—, los presidentes
latinoamericanos deberían ejercer un
mayor liderazgo, para adoptar medidas
impopulares que produzcan el
desarrollo a largo plazo. Las políticas
llamadas impopulares lo son, pero son
políticas que la gente es capaz de
apoyar», continuó González. En España,
todo el mundo estaba de acuerdo en que
era imprescindible una reconversión
industrial, y que la obsolescencia del
aparato productivo era realmente
dramática. «Pero la reacción social
lógica era, “empiece usted por el otro”»,
recordó González. «Lo mismo que a la
hora de repartir, la gente dice “empiece
usted por mí”. Siempre ocurre igual.
Aquí hay un problema sustancial de
comprensión del proyecto, y de
liderazgo. Si tú tienes un discurso de
país, y eres capaz de enganchar
consistentemente con liderazgo la
medida que adoptas, la medida
pasa[36]».
González coincidió en que un marco
supranacional le daría a América latina
la estabilidad económica y política para
lograr esas metas. Y las resistencias
nacionalistas a una condicionalidad
política en Latinoamérica no son
insuperables, aseguró. Cuando le
pregunté si un tratado de integración
hemisférico debería incluir una
condicionalidad política a la
democracia, asintió con una sonrisa.
«Claro. Pero cuando se habla de
“condicionalidad política” puede sonar
ofensivo. Entonces, sustituyo la
expresión, y prefiero hablar de
“homologación en los comportamientos
de respeto a las libertades básicas y al
funcionamiento de la democracia”». Era
una pirueta semántica de un viejo zorro
político, pero que subrayaba la idea de
que los tratados de integración necesitan
una cláusula que despeje la
incertidumbre política, como en la
Unión Europea.
Hacia el final de la entrevista,
González admitió que cuando decía
estas cosas en América latina, «la
verdad es que nunca he ganado».
Recordó que, en sus periódicos viajes a
la región, siempre contaba una anécdota
muy reveladora: el número de
decisiones en la agenda del Consejo de
Ministros de España había bajado de
150 por día, antes de la incorporación
del país a la Unión Europea, a unas 15
diarias después. El motivo era que la
mayoría de las autorizaciones
económicas que antes debían ser hechas
por el gabinete ya no eran necesarias.
Eso liberó al gobierno español de un
enorme tramiterío, y le permitió
concentrarse en decisiones más locales,
en las que la intervención del Estado
podía hacer una diferencia más notable.
«Pero cuando hablo de la crisis del
Estado-nación en América latina, se
erizan los cabellos de todo el mundo»,
se encogió de hombros, sonriendo. «La
adopción de la supranacionalidad en
América latina sería un proyecto difícil,
pero no imposible. Haría falta una buena
dosis de liderazgo», concluyó el
expresidente español.
Si se une el Pacífico,
pobre América latina
Poco después, le hice la misma pregunta
a Fernando Henrique Cardoso, el
expresidente brasileño que había
iniciado con gran éxito la apertura de
Brasil al mundo durante sus dos
presidencias entre 1995 y 2003.
Cardoso había iniciado su carrera como
sociólogo defensor de la teoría de la
dependencia en América latina, y como
crítico acérrimo de la dictadura militar
de su país. Tras vivir en el exilio entre
1964 y 1968, había sido arrestado a su
regreso a Brasil, y poco después inició
su carrera política. Tras ser electo
senador y nombrado canciller en 1992,
su popularidad se había disparado en
1993 cuando, como ministro de
Finanzas, había logrado frenar la
hiperinflación brasileña con el Plan
Real. Cuando lo entrevisté poco después
de dejar la presidencia, seguía siendo
uno de los políticos más influyentes de
su país, y de América latina.
Cardoso coincidió de entrada con la
idea de un acuerdo regional que actúe
como camisa de fuerza para asegurar la
estabilidad. «Pero el tiempo corre en
contra de América latina», señaló.
Pocas semanas antes de nuestra
conversación, China y los diez países de
ASEAN habían firmado su plan de
acuerdo de libre comercio para 2007. Y
aunque el presidente chino Hu Jintao
acababa de visitar Brasil y otros países
de América del Sur prometiendo —
según la prensa sudamericana— más de
30 mil millones de dólares en
inversiones y un aumento espectacular
del comercio latinoamericano con
China, el expresidente brasileño se
mostraba más preocupado que
entusiasmado por el acercamiento
latinoamericano con China.
¿Era realista pensar que China podía
convertirse en una alternativa a los
Estados Unidos o Europa para América
latina? «Yo creo que eso es un sueño»,
respondió Cardoso. «Porque más tarde o
más temprano, China va a ser un
competidor». Actualmente, «China es un
competidor principalmente para México
y América Central, pero un enorme
comprador de materias primas de
Brasil, Argentina y otros países
sudamericanos», continuó. «Pero dentro
de poco, van a pasar a exportar acero y
otros productos de mayor valor
agregado, y nos van a hacer competencia
a todos[37]».
A Cardoso le preocupaba
sobremanera la inminente formación de
un bloque comercial en Asia. Porque si
ahora países como Brasil, la Argentina y
Chile tenían a China como uno de sus
principales mercados de exportación, la
bonanza podría acabarse pronto, cuando
los países de ASEAN obtuvieran acceso
preferencial al mercado chino. «Toda
América latina sufrirá las consecuencias
de la consolidación de un bloque
asiático, pero especialmente el Cono
Sur, a menos que se integre de inmediato
a alguno de los grandes bloques
económicos mundiales», decía Cardoso.
«Si el Pacífico se integra y el Cono Sur
no, pobre Cono Sur», advirtió el
expresidente[38].
«Entonces, ¿qué tiene que hacer
América latina?», le pregunté. «Hay que
tener una visión más clara de que el
mundo de hoy en día no permite más un
aislamiento espléndido. Eso ya no
existe», dijo Cardoso. América latina
necesita mucha inversión, y si sus países
no son previsibles y logran acceso a
mercados más grandes, a los
inversionistas no les vale la pena
invertir en ellos. «¿Por qué los
inversionistas van a China? ¿Por qué
van a poner plata hasta en Rusia? ¿Por
qué, cuando muchos de estos países son
menos coherentes con la visión
occidental que Brasil o la Argentina?
Porque creen que allá tendrán una cierta
previsibilidad», señaló el expresidente.
«El mundo actual requiere
previsibilidad: la escala de producción
es muy amplia, requiere tiempo, y la
inversión rinde frutos mucho tiempo
después. Entonces, yo creo que nosotros
tenemos que entender que el mundo es
así, y tenemos que plantear cuáles son
las condiciones mínimas para la
integración[39]».
«¿Entre esas condiciones estaría un
compromiso a acatar reglas
supranacionales?», le pregunté. «Yo
creo que sí», respondió. «Significa crear
instituciones que vayan más allá de los
Estados nacionales. No llegar al punto
de un gobierno latinoamericano, pero
por lo menos una corte para tomar
decisiones sobre las controversias, y
que los acuerdos puedan ser
implementados por una autoridad que
sea supranacional». Cardoso, al igual
que el expresidente español González,
alertó que la tarea será dificil. «Ceder
soberanía es algo que nos cuesta
mucho», señaló. «Porque para eso hace
falta que el liderazgo latinoamericano
esté convencido de que ese acuerdo sea
mutuamente beneficioso. Y no está claro
que el liderazgo latinoameriacano esté
de acuerdo en eso. El liderazgo no son
los presidentes, no son los ministros de
Finanzas, ni siquiera los ministros de
Relaciones Exteriores. Si la idea va a
los Congresos, o va a los medios, donde
cotidianamente se discuten estos
asuntos, siempre hay la impresión de
que un acuerdo como ése podría atarnos.
Hay miedo a eso. Entonces, hay que
quitar ese miedo[40]».
¿Una carta económica
interamericana?
Salí de la entrevista con Cardoso
contento de que estuviera de acuerdo en
la necesidad de una salida
supranacional, y preocupado por los
obstáculos que el expresidente veía en
lograr ese objetivo. Pero, poniendo
ambas cosas en la balanza, la visión de
Cardoso —como la de González— daba
margen para el optimismo. La Unión
Europea, al fin y al cabo, había tardado
varias décadas en convertirse en
realidad, y hasta el día de hoy tenía sus
marchas y contramarchas. Si América
latina no lograba ponerse de acuerdo en
un marco supranacional de envergadura,
podía hacerlo parcialmente, en temas
específicos.
Una salida supranacional
políticamente factible —aunque mucho
menos ambiciosa que la integración
efectiva a uno de los tres grandes
bloques comerciales— era firmar una
Carta Económica Interamericana, como
la Carta Democrática Interamericana de
la Organización de Estados Americanos
(OEA). Efectivamente, la Carta
Democrática firmada por los 33 países
de la OEA en Lima, Perú, el 11 de
septiembre de 2001, constituye un
tratado de defensa colectiva de la
democracia, que convoca a los países a
ejercer presiones diplomáticas conjuntas
cuando un país interrumpe la
democracia. La Carta Democrática
nació después del «fujimorazo», la
decisión del expresidente peruano
Alberto Fujimori de disolver el
Congreso de su país. Los países de la
región se habían dado cuenta de que
había un vacío legal en las convenciones
políticas regionales: no existían
mecanismos para la defensa colectiva de
la democracia cuando un presidente
democráticamente electo, como Fujimori
en su momento, quebraba el estado de
derecho. De la misma manera, hoy día
los países latinoamericanos tienen un
vacío legal en sus convenciones
económicas regionales: carecen de un
marco legal que dé seguridad jurídica a
las inversiones, para el caso de que
presidentes democráticamente electos no
respeten los contratos. Una Carta
Económica podría, por ejemplo, crear
un mecanismo de solución de
controversias y ayudar a establecer una
«marca comunitaria» que permita
estimular las inversiones mientras se
negocia la integración regional con
alguno de los grandes bloques
mundiales.
Sea como fuere, todo parece indicar
que la supranacionalidad, ya provenga
de una Carta Democrática o de la
integración a bloques comerciales, es el
mejor remedio para que América latina
pueda quebrar su círculo vicioso de
pobreza, marginalidad, delincuencia,
inestabilidad política, fuga de capitales,
falta de inversión, y más pobreza. Es una
decisión política que no puede
postergarse indefinidamente. Como
veremos en el próximo capítulo, el
vertiginoso desarrollo de China y del
resto de Asia —un verdadero tsunami
económico que avasallará al mundo en
el siglo XXI— hace que América latina
no pueda perder un minuto más en
ponerse al día.
CAPÍTULO 2

China: la fiebre
capitalista

Cuento chino: «El sector estatal de la


economía, es decir, el sector
económico de propiedad socialista de
todo el pueblo, es la fuerza rectora de
la economía nacional».
(artículo 7.º de la Constitución de la
República Popular China).
BEIJING, China —El señor Hu, el
funcionario del Ministerio de
Relaciones Exteriores de la República
Popular China que me escoltaba durante
mi visita a Beijing, me señaló con la
mano un inmenso edificio rectangular a
un costado de la avenida del segundo
circuito nordeste por la que
transitábamos en el taxi que nos estaba
llevando a una entrevista en el centro de
la ciudad. «Es la embajada de Rusia»,
dijo el señor Hu, agregando que desde
hacía mucho tiempo era la
representación diplomática extranjera
más grande en la capital china. «Pero en
2006 se va a terminar de construir la
nueva embajada de los Estados Unidos,
que pasará a ser la más grande de
todas», agregó después de un instante,
con una sonrisa entre divertida y pícara,
como si todavía no pudiera creer lo que
estaba diciendo. En la China de hoy,
todo está cambiando tan rápidamente
que ni sus propios funcionarios pueden
dar crédito a todo lo que escuchan, ni a
mucho de lo que ven.
No era ninguna coincidencia que
Estados Unidos estuviera construyendo
la embajada más grande en China. Según
el estudio del Consejo Nacional de
Inteligencia (CNI), el centro de estudios
a largo plazo de la CIA, China se está
convirtiendo a pasos acelerados en una
potencia mundial, y será el principal
rival económico, político y militar de
los Estados Unidos en el año 2020. Al
igual que ocurrió con Alemania a
principios del siglo XIX y con los
Estados Unidos a principios del
siglo XX, China e India «transformarán
el panorama geopolítico mundial, con un
impacto potencialmente tan dramático
como el que se dio en los dos siglos
anteriores», dice el estudio[1]. «Así
como los analistas se han referido al
Siglo XX como “al siglo americano”, el
siglo XXI puede ser visto como el de
China e India… La mayoría de los
pronósticos indican que, para el año
2020, el producto bruto de China será
superior al de todas las potencias
económicas occidentales, con la sola
excepción de los Estados Unidos».
Desde que China inició su giro hacia
el capitalismo en 1978, el país ha
venido creciendo a un promedio del 9
por ciento anual, y nada hace prever que
su ritmo de crecimiento baje
significativamente en los próximos años.
Según las proyecciones del gobierno
chino, en el año 2020 el producto bruto
nacional será de 4 trillones de dólares,
cuatro veces más que el actual, y el
ingreso per cápita será tres veces
superior al actual[2]. Y eso se traducirá
en el nacimiento de una enorme clase
media china, que numéricamente será
mayor que toda la población de los
Estados Unidos o de Europa, y que
transformará la economía mundial tal
como la conocemos hoy. Según la
Academia de Ciencias Sociales de
China, uno de los centros de estudios
más importante del país, la clase media
china —definida como el número de
gente que gana entre 18 mil y 36 mil
dólares por año— crecerá del 20 por
ciento de la población actual al 40 por
ciento en el año 2020. Eso significará
que para ese año habrá 520 millones de
chinos de clase media. Y las empresas
globales, que hoy producen ropa,
automóviles y noticias para el gusto de
los consumidores norteamericanos,
modificarán sus productos para
conquistar a los consumidores chinos.
Las compañías multinacionales «tendrán
una orientación más asiática y menos
occidental», dice el informe del CNI. El
centro de gravedad del mundo se
moverá unos cuantos grados hacia el
Lejano Oriente. «Aunque América del
Norte, Japón y Europa en su conjunto
continuarán dominando las instituciones
políticas y financieras internacionales,
la globalización tendrá características
cada vez menos occidentales y cada vez
más orientales. Para el año 2020, es
probable que la opinión pública mundial
asocie el fenómeno de la globalización
con el ascenso de Asia, en lugar de con
la “americanización”», pronostica el
centro de estudios a largo plazo de la
CIA[3].
Cuando uno llega a China, no tarda
mucho en concluir que estos pronósticos
no pecan de exagerados.
La fiebre capitalista que se está
viviendo en ese país me deparó
sorpresas en cada esquina. Hay que
venir a esta nación gobernada por el
Partido Comunista, por ejemplo, para
encontrar el centro comercial más
grande del mundo, donde se pueden ver
las últimas colecciones de Hugo Boss,
Pierre Cardin, Fendi, Guy Laroche o
cualquiera de las grandes casas de alta
costura, antes de que sus modelos se
estrenen en Milán, París o Nueva York.
El Golden Resources Shopping Mall —
así se llama, en inglés, como lo indica
su inmenso letrero en letras luminosas
amarillas— abrió sus puertas a fines de
2004 en Zhongguancun, en el lado oeste
de Beijing, una zona a la que llegan
pocos turistas. El complejo,
perteneciente a una empresa privada
presidida por Huang Rulun, un
empresario que hizo una fortuna en el
negocio inmobiliario en la provincia
costeña de Fujian, tiene un área total de
56 hectáreas en cinco pisos que albergan
mil tiendas, con 100 restaurantes, 230
escaleras mecánicas y una playa de
estacionamiento para 10 mil autos. En
total, el centro comercial emplea a unas
20 mil personas. Dentro de poco, se
construirán a su alrededor 110 edificios
de departamentos, oficinas y escuelas.
Cuando lo visité, un sábado por la
tarde varios meses después de su
inauguración, se estaba terminando de
construir una pista artificial de esquí, un
acuario con seis cocodrilos tailandeses,
un complejo de cines y un gigantesco
gimnasio. Según los dueños del centro
comercial, lo visitan unas 80 mil
personas por día durante el fin de
semana. En total, hacen falta unos cuatro
días para recorrer todo el lugar. Yo lo
hice durante cuatro horas, lo suficiente
como para convencerme de que China
está en medio de un proceso de
expansión capitalista con pocos
parangones en la historia del mundo. Y,
como para que mi asombro no
disminuyera, después me enteré de que,
lejos de ser una isla de consumo
capitalista en un país comunista, el
Golden Resources Shopping Mall es
apenas uno de los cuatrocientos centros
comerciales de grandes dimensiones que
se han construido en China en los
últimos seis años. Y eso no es todo.
Dentro de poco, ni siquiera podrá seguir
ostentando el título del más grande del
mundo. Ya está en construcción el South
China Mall, que tendrá una réplica del
Arco de Triunfo de París, y calles que
imitarán el centro de Hollywood y
Amsterdam, que será el más grande del
mundo, de lejos. Para el año 2010, por
lo menos 7 de los 10 centros
comerciales más grandes del mundo
estarán en China[4].
El pájaro nacional: la
grúa de construcción
Beijing hoy es como Nueva York a
comienzos del siglo XX: una ciudad que
crece por minuto y que se está
convirtiendo en el centro del mundo, o
por lo menos en una de las dos o tres
principales capitales del mundo, a un
paso febril. Por donde uno mira, se
levanta un nuevo rascacielos
ultramoderno. En 2005, cuando visité
Beijing, había 5 mil grúas de
construcción trabajando día y noche en
la ciudad, más que en ningún otro lado
del mundo, según me aseguraron
funcionarios y empresarios chinos. Y lo
más probable es que no estuvieran
mintiendo. Mi colega Tim Johnson,
corresponsal de la cadena de periódicos
Knight Ridder en la capital china, me
comentaba mientras tomábamos un trago
frente a la ventana de su departamento
que cuando él había llegado a China no
existía ninguno de los cinco rascacielos
que se alzaban frente a su edificio. Y
Johnson había llegado hacía apenas
trece meses.
Los chinos están construyendo como
si no hubiera un mañana. El ritmo de
trabajo es tan frenético que los obreros
de la construcción duermen en su lugar
de trabajo, y los departamentos se
ocupan antes de que los edificios estén
totalmente terminados. No es inusual
ver, en las calles de Beijing, rascacielos
en plena construcción con luces en
algunas de sus ventanas. En toda China,
el boom de la construcción está
consumiendo el 40 por ciento del
cemento mundial. Por lo general, son
gigantescas torres de vidrio parecidas a
las más sofisticadas de Occidente, pero
con techos orientales, en forma de
pagodas estilizadas con diseños
contemporáneos. El boom de la
construcción está atrayendo a los
arquitectos más famosos del mundo,
como I. M. Pei, Rem Koolhaas y
Norman Foster. ¿Qué los atrae?
Principalmente, la posibilidad de hacer
lo que no pueden realizar en los Estados
Unidos y Europa, por lo caro de la mano
de obra en sus países de origen. Al igual
que ocurría a principios del siglo
pasado en Nueva York o París, cuando
la mano de obra era más barata en esas
ciudades, en la China de hoy se pueden
construir edificios con frentes de
mármoles trabajados e interiores
exquisitamente ornamentados. Mientras
que los edificios en los Estados Unidos
y Europa se construyen cada vez con
mayor simplicidad por el
encarecimiento de la mano de obra, en
China los arquitectos pueden dar rienda
suelta a su imaginación y a sus antojos.
Hay construcciones ovaladas,
redondas, piramidales, y para todos los
gustos, que sólo tienen una cosa en
común: un toque oriental moderno y,
sobre todo, el gigantismo. Durante mi
visita, fueron pocos los chinos con los
que me encontré que no tuvieran un
comentario jocoso sobre la
transformación vertiginosa de sus
ciudades. En Beijing, un alto funcionario
del Partido Comunista me preguntó, en
broma, si yo sabía cuál era el pájaro
nacional de China. Cuando le respondí
que no tenía la más remota idea, me
respondió con una sonrisa llena de
orgullo: la grúa de construcción. En
Shanghai, cuando le comenté a otro
funcionario sobre mi asombro por el
diseño futurista de la ciudad, me sugirió
que no parpadeara durante mi visita:
podía perderme la inauguración de un
nuevo rascacielos. Todo es inmenso,
ultramoderno, muy limpio, y —se
apresuran a comentar los chinos— lo
más grande de Asia, o del mundo.
Al pie de los rascacielos de la
avenida central de Beijing, el Changan
Boulevard, hay una flamante tienda de
Rolls Royce. Cuando pasé por allí,
pensé que era una oficina de
representación para vender motores de
aviones, o maquinaria para la
agricultura. Pero me equivocaba: al
acercarme, comprobé que lo que estaba
en venta eran automóviles Rolls Royce
último modelo. Y no muy lejos hay
tiendas de Mercedes Benz, Alfa Romeo,
Lamborghini, BMW y Audi. En las
grandes ciudades de China se respira la
abundancia, por lo menos para una
minoría que se ha enriquecido
vertiginosamente en los últimos años. El
crecimiento chino no sólo creó una
nueva clase media, sino una nueva clase
de superricos, que logró su legitimación
definitiva en 2004 cuando el Parlamento
chino enmendó la Constitución para
establecer que «la propiedad privada y
legítima de los ciudadanos es
inviolable», y que «el Estado, de
conformidad con las leyes vigentes,
debe proteger los derechos de la
propiedad privada de los ciudadanos,
como también los de su herencia».
Los nuevos ricos
chinos
Según la Academia China de Ciencias
Sociales, ya existen unos 10 mil
empresarios chinos que han superado la
barrera de 10 millones de dólares cada
uno. Si uno toma en consideración la
corrupción y la economía informal,
probablemente la cifra sea varias veces
mayor. Y los nuevos ricos chinos, como
sus antecesores en los Estados Unidos y
Gran Bretaña a finales del siglo XIX,
presumen de su fabulosa riqueza a los
cuatro vientos. Uno de los nuevos
millonarios, Zhang Yuchen, no sólo
construyó una réplica del Château
Maisons-Lafitte de París, erigido en
1650 por el arquitecto francés François
Mansart sobre el río Sena, sino que lo
«mejoró» —según dijo— agregándole
un jardín de esculturas copiado del
palacio de Fontainebleau. «Me costó 50
millones de dólares, porque quisimos
hacerlo mejor que el original», se ufanó
Zhang[5]. Otro supermillonario pagó 12
mil dólares por una mesa para la cena
de fin de año en el restaurante South Sea
Fishing Village, de la provincia sureña
de Guangdong. El resto de las mesas de
año nuevo del restaurante valían 6 mil
dólares. Cuando la noticia salió en la
prensa, durante mi estadía en China, otro
restaurante quiso sumarse a la ola
publicitaria y anunció que ofrecía su
mesa principal para la noche de año
nuevo por 37 mil dólares. Entre otros
manjares, el restaurante de Chongking,
en el sudoeste del país, ofrecía una sopa
de gallina cocinada con un ginseng de
cien años de antigüedad. Tan sólo la
sopa costaba 30 mil dólares, se ufanó el
restaurante[6].
En el Changan Boulevard, el tráfico
es tan denso como en las otras ciudades
más pobladas del mundo, si no peor. De
los 13 millones de habitantes de la
capital china, unos 1,3 millones ya
tienen automóviles. Y muchos de los
coches que circulan por la Changan son
Audi 6 —el favorito de los empresarios
y altos funcionarios, que cuesta unos 60
mil dólares—, Volkswagen Passat y
Honda. Según el China Daily, el
periódico destinado a la comunidad de
extranjeros en China, las ventas de
automóviles de lujo se han disparado en
los últimos cinco años: Mercedes Benz
ya vende unos 12 mil por año, BMW
alrededor de 16 mil, y Audi unos 70 mil.
La demanda interna por autos de lujo ha
crecido tanto que Mercedes Benz se ha
asociado con un grupo chino para
montar una planta que a partir de 2006
tendrá capacidad para fabricar unos 25
mil Mercedes por año en China[7].
Y la gente por las calles parece
mejor vestida que en Nueva York o
Londres. Gracias a la gigantesca
industria de la piratería, por la cual los
chinos producen un porcentaje de sus
bienes por encima de los pedidos de sus
clientes, y luego los venden en China y
en el mercado negro internacional por
una fracción de su precio, la gente en las
calles de Beijing y las otras grandes
ciudades parece estar estrenando ropa
constantemente, como si el país entero
estuviera saliendo de las navidades
todas las semanas. Los chinos han
cambiado el traje Mao por el Armani
pirateado, o alguna de sus versiones
locales. Hasta en los barrios de clase
media baja y pobres de Beijing, uno ve
gente en ropa barata, pero casi siempre
nueva. La primera impresión de
cualquier visitante en Beijing, sin dudas,
es de perplejidad total por la rapidez y
el entusiasmo con que un país que hace
tan sólo veinte años era conocido por
sus hambrunas y su cerrazón al resto del
mundo se ha convertido del comunismo
al consumismo. Y, como me lo señaló
Xu Yilin, un veterano traductor que
había pasado los mejores años de su
vida en Cuba traduciendo a Mao al
español, la segunda impresión de
Beijing a menudo es de aun mayor
asombro que la primera: «La gente que
vuelve después de cuatro o cinco años
no puede creer todos los nuevos
edificios y avenidas que se han
construido. Aquí, las autoridades
municipales deben rehacer los mapas
cada seis meses».
El monumento al
consumidor
En mi primer domingo en Beijing, antes
de iniciar mi semana de entrevistas en la
capital china, hice la visita obligada al
Palacio Imperial en la Ciudad
Prohibida, el majestuoso complejo de
ocho kilómetros de largo desde donde
habían gobernado veinticuatro
emperadores de las dinastías Ming y
Qing durante varios siglos, hasta el año
1911. El Palacio Imperial había sido
construido en 1406, frente a lo que es
hoy la Plaza Tienanmen, y había sido
preservado por la revolución comunista
de 1949 como un testimonio del pasado
Imperial chino. Ahora, es visitado por
millones de turistas por año. Los catorce
majestuosos palacios de la Ciudad
Prohibida —casi todos con nombres
como «Sala de la Suprema Armonía»,
«Sala de la Pureza Celestial» o alguna
variante del mismo tema— estaban
maravillosamente preservados, a pesar
de haber sido construidos en madera y
haber sobrevivido a varios incendios.
Hubo dos cosas que me sorprendieron,
además de lo inmenso de los palacios en
que vivían los emperadores chinos y sus
concubinas, que en el caso de uno de
ellos llegaban a tres mil. Como
latinoamericano, al contemplar la
sofisticación arquitectónica de la ciudad
imperial, con sus edificios de paredes
rojas con ornamentos azules y verdes, y
sus techos arqueados adornados con
esculturas en cada uno de sus vértices,
no pude dejar de pensar que cuando
Colón descubrió América, los
emperadores chinos ya vivían desde
hacía casi un siglo en una ciudad tan
avanzada como ésta. La segunda cosa
que me sorprendió, como recién llegado
a Beijing, tenía más que ver con la
peculiar naturaleza del comunismo
chino, o lo que quedaba de él. En cada
palacio había un gran cartel de madera
explicando, en inglés, el año de la
construcción y una breve historia del
edificio. Y abajo de todo, chiquitito, con
fondo azul y letras blancas, había un
rectángulo con la inscripción: «Made
possible by the American Express
Company». En la China de hoy, el
Partido Comunista conserva los palacios
de la dinastía Ming, y deja las
explicaciones a los turistas en manos de
American Express.
En la ciudad de Shanghai, una
metrópoli comercial de unos 16
millones de habitantes en la
desembocadura de la cuenca del
Yangtzé, sobre el océano Pacífico,
todavía queda un gigantesco monumento
a Mao, con la mirada en el horizonte,
sobre el río Hangpu. Pero la escultura
más visitada en estos días es el nuevo
monumento al consumidor que acaba de
construir la ciudad a pocas cuadras de
allí. En la entrada a la Nanjing Road, la
calle peatonal donde se encuentran las
principales tiendas comerciales de la
ciudad, y por donde caminan a diario
cientos de miles de personas, hay dos
esculturas de bronce de tamaño natural,
que le dan a uno la bienvenida al
corazón comercial de la ciudad. Ninguna
de ellas es el clásico Mao, con la frente
en alto, enarbolando la bandera roja al
viento, con sus discípulos cargando
fusiles al hombro detrás de él. En su
lugar está la figura de una mujer
caminando con similar orgullo, pero con
dos bolsas de compras en una mano. De
la otra mano, la mujer lleva a su hijo, un
adolescente sonriente con una mochila
en la espalda, que en vez de un fusil
tiene una raqueta de tenis sobre el
hombro.
El gobierno de Shanghai no llama
oficialmente a la escultura un
monumento al consumidor, pero los
habitantes de la ciudad así la conocen.
La placa conmemorativa, en una piedra
rectangular de dos metros de ancho, sólo
dice que la calle peatonal fue diseñada
por el arquitecto francés Jean-Marie
Charpentier en 1999, e inaugurada por el
gobierno popular de Shanghai. Pero por
si a alguien le cabe alguna duda sobre el
simbolismo de la escultura, al final de la
avenida peatonal, diez cuadras más
adelante, hay otro monumento similar
del mismo artista, con el mismo tema.
Muestra a una pareja con bolsas de
compras en la mano, el padre con una
cámara fotográfica colgada del pecho,
mientras la hija —feliz— lleva media
docena de globos. Mientras miles de
turistas chinos llegados de todas partes
del país se toman fotos al lado del
monumento al consumidor con sus
nuevas cámaras digitales, Mao
permanece solitario, mirando al río, con
un aire que uno no puede evitar
interpretar como melancólico.
China crece más de lo
que dice
Como muchos de los funcionarios que
entrevisté en China, Kang Xuetong,
subdirector general para América latina
del Departamento de Relaciones
Internacionales del Comité Central del
Partido Comunista, me preguntó qué
impresión me había causado el país
hasta el momento. Estábamos hablando
en un salón de protocolo del Comité
Central, un moderno edificio de cuatro
pisos con un lobby de paredes de vidrio
que le daba un aspecto de banco más
que de cuartel general del Partido
Comunista. Era una de mis entrevistas
más importantes en China, y una que me
interesaba mucho: como en todos los
países comunistas, el Comité Central del
Partido Comunista es el poder detrás del
trono, y sus funcionarios a menudo
tienen mucho mayor influencia que sus
pares en el gobierno. Y Kang, un hombre
de aspecto atlético que hablaba perfecto
español, era un elemento clave en las
relaciones de China con América latina.
«¡Estoy impresionado!», le contesté, con
la mayor sinceridad. «Un crecimiento
anual de más del 9 por ciento en varias
décadas, 60 mil millones de dólares en
inversiones anuales, 250 millones de
personas rescatadas de la pobreza.
¡Como para no impresionar a
cualquiera!», agregué. Lejos de festejar
con orgullo lo que estaba diciendo,
Kang levantó una mano en señal de
advertencia y señaló: «Sí. Pero no
pierda de vista que todavía somos un
país en vías de desarrollo. Hay que
poner las cosas en contexto. La
inversión en China, calculada per cápita,
es menor que en América latina. No hay
que mirar las cifras globales. Todavía
tenemos una enorme cantidad de pobres.
Todavía tenemos muchos problemas. Y
hay que tener siempre presente que
cualquier logro que tenemos hay que
multiplicarlo por 1300 millones de
personas. Y cuando multiplicamos un
logro por 1300 millones de personas,
muchas veces se vuelve insignificante».
En entrevistas posteriores con otros
funcionarios oficiales, me llamó la
atención encontrarme con el mismo
fenómeno: los funcionarios chinos
parecen programados para minimizar los
logros macroeconómicos del país, en
lugar de explotarlos como herramientas
propagandísticas. Al revés de lo que
ocurre en otros países, en los que los
funcionarios se agarran de cualquier
cifra económica favorable para
presentar a su nación como destinada a
un futuro de grandeza, los chinos hacen
lo contrario. Cuando comenté este
fenómeno con algunos diplomáticos
latinoamericanos con los que me vi en
Beijing, varios de ellos me señalaron
que, efectivamente, los funcionarios
chinos nunca magnificaban sus logros.
Por el contrario, exageraban las cosas
hacia abajo. Lo más probable es que lo
hicieran para evitar que el resto del
mundo viera a China como una amenaza
que podía poner en peligro el bienestar
económico o la paz mundial. El
gobierno chino es sumamente consciente
de la opinión pública mundial, y enfatiza
constantemente el rol de China como un
país pacífico, con una filosofía
supuestamente pacifista, me dijeron. En
el año 2004, por ejemplo, el gobierno
había adoptado el término «ascensión
pacífica» para describir el boom
económico chino en el contexto mundial.
Pero poco después, advirtiendo que la
palabra «ascensión» estaba
acrecentando los temores en el resto del
mundo, el gobierno había reemplazado
el término por el de «desarrollo
pacífico».
Sin embargo, muchos economistas
occidentales sospechan que la
costumbre del gobierno chino de
minimizar sus logros va mucho más allá
de las palabras. «La credibilidad de las
estadísticas chinas es dudosa», dice Ted
C. Fishman, el autor de China Inc., un
libro sobre el boom económico chino de
gran difusión en los Estados Unidos[8].
«En el pasado, había muchas quejas de
que los funcionarios chinos exageraban
sus cifras para arriba, cosa de mostrar
que estaban haciendo un buen trabajo.
Ahora, un coro de escépticos argumenta
que las cifras son demasiado bajas»,
explica. Efectivamente, hay un incentivo
para minimizar las cifras: el gobierno
chino está ejerciendo cada vez más
presión sobre los bancos de inversión
para que dirijan sus proyectos a las
zonas más pobres del país. Por ese
motivo, las ciudades de la costa, que son
las más ricas y principales beneficiarias
de la avalancha de inversiones
extranjeras, reducen sus cifras de
crecimiento económico para que el
gobierno central no les quite recursos y
los envíe a otras zonas del país. Y
muchas zonas pobres que están
empezando a desarrollarse también
disimulan su crecimiento para no perder
su estatus de «zonas de pobreza», con lo
que dejarían de recibir varios apoyos
económicos del gobierno. Quizá por eso
las cifras económicas que el gobierno
central recoge de las provincias chinas
no coincide con las cifras económicas
que los municipios, ciudades y regiones
dan a conocer en sus propias
publicaciones. A juzgar por la suma de
las cifras económicas de los gobiernos
locales, la economía China es un 15 por
ciento mayor que lo que reporta el
gobierno central a las instituciones
financieras internacionales, dice
Fishman. Esta disparidad en las
estadísticas ha causado tantas críticas
que el gobierno central ha presentado
cargos contra unos 20 mil funcionarios
locales en los últimos años, acusándolos
de haber hecho fraude al enviar sus
cifras a las autoridades en Beijing[9].
Asimismo, las cifras del gobierno
central sólo representan la economía
formal. Si se le agregara la enorme
economía informal, las cifras serían
mucho mayores aún. La CIA, en su
«World Factbook», un almanaque
mundial de acceso al público en
Internet, señala que si la economía china
se calcula en términos de paridad de
poder adquisitivo —una de las dos
medidas utilizadas internacionalmente
para medir la actividad económica—, su
monto total anual no sería de 1,4
trillones de dólares anuales, como lo
indica el gobierno chino, sino de 7,2
trillones. «Si se mide en base a la
paridad del poder adquisitivo (PPP), en
2004 China fue la segunda economía
más grande del mundo, después de la de
los Estados Unidos», estimó la agencia
de inteligencia norteamericana[10]. O sea
que mientras las estadísticas oficiales
chinas señalan que la economía actual
del país apenas equivale al 10 por
ciento de la de Estados Unidos, otras ya
señalan que equivale a más del 60 por
ciento de ésta, y podría alcanzarla antes
de lo que muchos suponen.
La nueva consigna
comunista: privatizar
¿Qué porcentaje de la economía china
está en manos privadas?, le pregunté a
Zhou Xi-an, un alto funcionario del
Ministerio Nacional de Desarrollo y
Reforma, en mi primera entrevista
oficial en Beijing. Pocos minutos antes,
había llegado al salón de ceremonias del
Ministerio acompañado por el señor Hu,
mi escolta gubernamental. En China, los
periodistas extranjeros deben tramitar
todas las entrevistas a través del
Ministerio de Relaciones Exteriores,
que les da las visas de entrada al país,
les tramita las entrevistas y los
acompaña en las mismas. El salón donde
nos esperaba Zhou era una sala elegante,
de color durazno, con las sillas
colocadas en forma de «U», como un
rectángulo con uno de sus extremos
abiertos. En la cabecera había dos
sillones alineados, orientados hacia el
mismo lado y separados por una mesita.
Zhou me invitó a tomar asiento en el
sillón a su derecha. Detrás nuestro,
había dos enormes floreros con
orquídeas, tras los cuales se escondían
un hombre y una mujer que, según logré
establecer poco después, harían de
traductores. Era una escenografía como
la que usan los jefes de Estado para
sacarse una foto con un visitante
extranjero, salvo que la ubicación
alineada de las sillas con la misma
orientación lo obligaba a uno a tener el
cuello girado hacia la izquierda todo el
tiempo. No sé si era una tortura china,
pero hacia la mitad de la entrevista,
después de una hora con el cuello girado
90 grados a la izquierda para mirar a
Zhou, y 180 grados para escuchar la
traducción que venía de atrás del
florero, estaba más preocupado en evitar
quedarme con el cuello duro o la
espalda petrificada que en lo que me
estaba diciendo el funcionario con gran
dedicación. Pero entre lo poco que
saqué en claro de la entrevista, estaba el
hecho de que el capitalismo en China
está mucho más avanzado de lo que yo
creía. El Estado chino actualmente
controla menos del 30 por ciento del
producto bruto nacional, mientras que un
60 por ciento está en manos del sector
«no gubernamental», y un 10 por ciento
en manos colectivas. China ya tiene 3,8
millones de empresas privadas, que
constituyen «el principal motor del
desarrollo económico, y la fuente de
empleos que está creciendo más
rápidamente», me dijo el florero
angloparlante ubicado detrás de
Zhou[11].
—¡¡¡Uau!!! —exclamé—. Jamás
pensé que un 60 por ciento de la
economía china ya estuviera en manos
del sector privado.
—No está en manos del sector
privado —se apresuró Zhou—. Está en
manos del sector no gubernamental.
—¿Y cuál es la diferencia entre el
sector no gubernamental y el sector
privado? —pregunté buscando entre los
pétalos de orquídeas algún fragmento
del rostro de la traductora.
—Bueno, hay diferentes formas de
convertir a las empresas públicas en
empresas no gubernamentales, según
cómo se reparten las acciones —replicó
la voz detrás del florero.
—¿Y cuál es la diferencia entre eso
y privatizar? —insistí.
—En realidad, no mucha —
respondió el florero parlante, mientras
Zhou sonreía con picardía.
Comunismo sin
seguro médico
El Partido Comunista chino hace todo
tipo de piruetas verbales y conceptuales
para disfrazar su conversión al
capitalismo, pero a pocos visitantes les
quedan dudas de que las reformas
económicas iniciadas en 1978 han
desembocado en una carrera hacia la
competitividad capitalista como pocas
en la historia. Como en la Revolución
Industrial en Inglaterra, o las primeras
décadas del siglo XX en los Estados
Unidos, en la China de hoy la
desigualdad está en aumento, el trabajo
infantil es tan común que ni llama la
atención, el horario de trabajo rara vez
es de menos de 12 horas diarias,
millones de trabajadores viven
hacinados en dormitorios comunes,
turnándose para dormir en las mismas
camas que dejan libres sus compañeros,
y no hay tal cosa como el derecho de
asamblea o —mucho menos— de
huelga. Desde 1978, el gobierno cerró
casi 40 mil empresas ineficientes. Y
entre 1998 y 2002 las compañías
estatales chinas despidieron a nada
menos que 21 millones de trabajadores,
más que toda la población de Chile, y
casi dos veces la de Cuba[12].
Hasta la salud y la educación
superior, que uno cree deberían ser
gratuitas en un sistema comunista, han
sido aranceladas en la China de hoy. Los
estudiantes universitarios, excepto los
pocos que reciben becas, deben pagar
por cursar sus estudios, y cifras que no
tienen nada de simbólico. Un 45 por
ciento de la población urbana del país y
un 80 por ciento de la población rural no
tienen ningún tipo de seguro médico,
admitió recientemente el viceministro de
Salud Gao Qiang[13]. «La mayoría de
ellos pagan sus cuentas médicas
propias», dijo el viceministro, según la
agencia oficial de noticias Xinhua.
Como resultado de la falta de cobertura
médica «un 48,9 por ciento de la
población china no puede darse el lujo
de ver a un médico cuando se enferma, y
un 29,6 por ciento no es hospitalizada
cuando debiera[14]».
La China comunista de hoy es un
capitalismo de Estado, un régimen
autoritario cuyo principal objetivo
económico es mejorar la competitividad
a cualquier costo, que no admite
reclamos salariales y puede despedir sin
problema a millones de personas de
empresas estatales ineficientes. Y, por
ahora, el modelo parece darles resultado
a los chinos. Las empresas
internacionales están invirtiendo allí
más que en ningún lado del mundo, y —
aunque la brecha entre los chinos ricos y
los pobres está creciendo a pasos
gigantes— el progreso está llegando a
todos los habitantes de las grandes
ciudades de la costa este del país,
aunque mucho menos a los 800 millones
de campesinos que viven en el interior.
Así y todo, el ingreso per cápita está
creciendo todos los años, el régimen ha
logrado sacar de la pobreza a 250
millones de personas en los últimos
veinte años, y todo parece indicar que
rescatará de la pobreza a otros cientos
de millones de personas en la próxima
década.
En los restaurantes de Beijing, me
fue difícil ver a una mesera o a un
mesero de más de 21 años. Los mozos,
casi siempre uniformados con algún
traje escogido por su restaurante, son en
su gran mayoría jovencitos de 18 a 21
años, muchas veces con ayudantes de
quince años, si no menos. Los jóvenes
viven en dormitorios comunes, y en
muchos casos están haciendo pasantías
por menos del salario mínimo, que no
llega a 1 dólar por hora. «¿A qué hora
empezás a trabajar?», le pregunté a la
joven sonriente que me atendía en el
Four Seasons Restaurant de la Avenida
Changan. «A las 8 de la mañana»,
contestó, feliz. «¿Y hasta qué hora
trabajás?». «Hasta las 11 de la noche,
aunque tengo un rato para descansar por
la tarde», contestó, con la mayor
naturalidad, sin dejar de sonreír en
ningún momento. La joven estaba
contentísima de haber tenido la
oportunidad de trabajar en el
restaurante, ya que había competido con
decenas —quizá cientos— de otros
aspirantes al puesto. Pensaba trabajar
allí durante dos años más, y luego
volver a su pueblo natal, bastante lejos
de Beijing. Con algún dinerito ahorrado,
aunque en China todavía no se usa
mucho dejar propinas.
El comunismo: un
ideal para el futuro
¿Qué quedó del comunismo en China?
Durante varios días quise hacerle esta
pregunta al señor Hu, mi acompañante
oficial. Pero decidí esperar hasta el
final de mi visita, o alguna ocasión
especial, para no enturbiar la relación
de entrada. La oportunidad se dio
cuando el señor Hu me comunicó
levantando las cejas que su jefe, el
señor Hong Lei, el subdirector de
Información del Ministerio de
Relaciones Exteriores, me estaba
invitando a un almuerzo privado al día
siguiente. Era un gesto muy inusual de
parte del señor Hong, al que muy pocos
periodistas extranjeros tenían acceso,
agregó el señor Hu, que a la usanza
china se refería a todo el mundo como
«el señor tal», o «la señora cual»,
incluso cuando hablaba de sus propios
colegas. «¿Acepta la invitación?». «Por
supuesto», contesté.
El señor Hong era un hombre de no
más de 35 años, de aspecto atlético, que
vino al restaurante en que nos citamos
vestido con el nuevo atuendo de los
funcionarios chinos educados en el
exterior: chaqueta de cuero negro de
casa de alta costura italiana y suéter
marrón de cuello alto. Hong parecía la
simpatía en persona, y hablaba un inglés
perfecto, en parte fruto de los años que
había vivido en los Estados Unidos
trabajando en el consulado en San
Francisco. Como siempre ocurre en
China, el almuerzo privado resultó ser
un evento colectivo, aunque menos
multitudinario que otros. El señor Hong
vino acompañado de su asistente, el
señor Wang Xining, que no debe haber
tenido más de 30 años, y de mi
acompañante oficial, el señor Hu.
Después de la comida, un menú
delicioso de no menos de diez platos
compartidos, tras pasarnos casi dos
horas hablando sobre las inversiones
extranjeras, las privatizaciones y los
cambios que China estaba haciendo en
sus leyes para adaptarse a su creciente
apertura económica, le disparé al señor
Hong la pregunta que tanto me intrigaba.
«Y entonces», dije, «¿qué ha quedado
del comunismo en este país?».
Hong cambió su talante de
inmediato. Depositó los palitos chinos
en la mesa, y abandonó de un segundo a
otro su jovialidad para adoptar el aire
de gravedad con que los funcionarios
comunistas suelen explicar el mundo a
los infieles. «Nosotros seguimos siendo
comunistas. Lo que ocurre es que el
comunismo es un ideal a largo plazo,
que puede tardar doscientos o
trescientos años en alcanzarse», me dijo
el señor Hong, mientras sus dos
asistentes asentían con la cabeza.
«Durante la década del cincuenta,
nuestra percepción del comunismo no
era la correcta. Cometimos el error de
adoptar políticas destinadas a implantar
el comunismo de la noche a la mañana.
Sin embargo, como ya lo decía Marx, el
comunismo debe darse en una sociedad
que ya alcanzó el bienestar material».
Cuando lo miré con una sonrisa
irónica, como sugiriendo que el Partido
Comunista estaba tratando de no perder
imagen, porque resultaba bastante difícil
de creer que se puede construir el
socialismo con recetas capitalistas, el
señor Hong siguió su discurso entrando
en más detalles. Sin abandonar su nueva
solemnidad, explicó que «estamos
construyendo el socialismo con
características chinas. Y en esta etapa,
lo que caracteriza nuestras decisiones es
el pragmatismo». Según me dijo, el
plenario del Partido Comunista Chino en
1997 había resuelto que toda decisión
del gobierno debía cumplir con tres
requisitos, que eran comúnmente
conocidos como «los tres criterios». El
primero era: «Si la medida conduce a
mejorar la productividad». El segundo,
«si la medida ayuda a mejorar la vida de
la gente». El tercero, «si la medida
contribuye a aumentar la fortaleza del
país». Y, siguió explicando el señor
Hong, «según nuestra nueva política,
todo lo que cumpla con estos tres
requisitos está bien, y todo lo que no los
cumpla está mal. Y con estos criterios
nos ha ido muy bien».
¿Pero acaso no son estas acrobacias
verbales una excusa del Partido
Comunista para no admitir el fracaso de
su modelo ideológico y mantenerse en el
poder como partido único?, pregunté. El
señor Hong había vivido muchos años
en el exterior, conviviendo con
periodistas occidentales, de manera que
calculé que no era demasiado arriesgado
hacer esta pregunta. Seguramente, se la
habían hecho muchas veces antes. «De
ninguna manera. En China tenemos una
democracia de un partido, que es lo que
necesitamos», contestó, sin un trazo de
agitación. El argumento era sencillo:
China tiene 1300 millones de habitantes,
de 55 grupos étnicos diferentes, con
tantas tensiones sociales latentes que era
impensable un sistema multipartidista.
Con 800 millones de personas en la
pobreza, «no podemos correr el riesgo
de turbulencias», dijo.
Sin embargo, el Partido Comunista
estaba permitiendo cada vez más
democracia dentro de su proceso de
toma de decisiones, aseguró. El partido
se estaba abriendo, al punto de que ya
no aceptaba sólo miembros provenientes
del sector obrero, campesino y de las
fuerzas armadas, sino que desde el año
2002 también aceptaba de igual manera
a empresarios, intelectuales y
trabajadores de empresas
multinacionales. Y todas las decisiones
eran sometidas a un riguroso proceso de
consulta con todos los sectores del
partido. China tenía una democracia,
cuya única diferencia con las de los
Estados Unidos o Europa era que el
debate se producía dentro de las filas
del partido dominante, agregó.
Sin poder evitar una sonrisa,
comenté que, a los ojos de un extranjero,
China estaba en una marcha acelerada
hacia el capitalismo. Si el 60 por ciento
de la economía ya estaba en manos
privadas, o semiprivadas, y el propio
gobierno chino admitía que otros cientos
de miles de empresas estatales serán
privatizadas en el futuro próximo, y que
el traspaso de empresas era «el mayor
motor del desarrollo económico» —
como me lo había dicho el señor Zhou,
el alto funcionario del Ministerio
Nacional de Desarrollo y Reforma—, no
había que tener un doctorado en
Economía Política para sospechar que
China estaba dejando atrás el
comunismo a pasos agigantados, y que
se seguía aferrando a la retórica
marxista sólo para justificar su
monopolio absoluto del poder.
Cuando salimos del restaurante,
bajando por la escalera mecánica del
centro comercial donde estábamos, le
comenté a uno de los funcionarios que
caminaba a mi lado que en los Estados
Unidos hay un dicho según el cual si
algo parece un pato, camina como un
pato y suena como un pato, debe ser un
pato. «Nosotros tenemos un proverbio
parecido», me contestó el funcionario,
encogiéndose de hombros con una
sonrisa. «El presidente Deng Xiaoping
solía decir que no importa de qué color
sea el gato: lo importante es que cace
ratones».
El modelo asiático de
democracia
Sentado en el cuarto de mi hotel en
Beijing navegando por Internet, no pude
menos que pensar —con horror— que
uno de los escenarios del informe del
Consejo Nacional de Inteligencia de la
CIA sobre el futuro de la democracia en
China se extienda a América latina.
Según el informe, en los próximos años
«Beijing podría seguir un “Modelo
Asiático de Democracia”, que
consistiría en elecciones a nivel local y
un mecanismo de consulta electoral a
nivel nacional, con el Partido Comunista
reteniendo el control del gobierno
central»[15]. El trabajo del centro de
estudios de largo plazo de la CIA no
auguraba específicamente la exportación
del modelo político chino a otros países,
pero en su sección sobre América latina
alertaba sobre la creciente
inconformidad en la región con los
resultados de la democracia, y el
incremento del descontento por el
aumento de la delincuencia en las
grandes ciudades. «Expertos en la
región (latinoamericana) auguran sobre
el creciente riesgo de que surjan líderes
carismáticos populistas… que podrían
tener tendencias autoritarias[16]». No hay
que ser un genio para sospechar que,
para los autoproclamados salvadores de
la patria en América latina, el modelo
de democracia asiático —un capitalismo
de Estado con un discurso de izquierda y
sin libertades políticas— resultará
mucho más atractivo que el modelo
democrático occidental.
En China, contrariamente a lo que
dicen los funcionarios oficiales, no hay
democracia ni libertad de prensa. El
Partido Comunista es el órgano rector
del gobierno. Todos los periódicos son
oficiales y están manejados por el
Departamento de Propaganda del
Partido Comunista. Y aunque son mucho
más modernos y entretenidos de lo que
eran los periódicos soviéticos, o de lo
que son los cubanos, se dedican a
resaltar los temas que le interesa
difundir al gobierno, y a censurar los
que no quiere que salgan a la luz. El
China Daily, que leí de cabo a rabo
durante todos los días de mi estancia en
China, contiene una enorme variedad de
artículos bien documentados y escritos
como el mejor periódico de los Estados
Unidos o Gran Bretaña. Incluso no es
inusual que incluya artículos que
critiquen tal o cual política
gubernamental, o columnas que llamen
la atención del gobierno sobre
problemas ambientales o de corrupción
que todavía no han sido atendidos, o que
traiga malas noticias económicas o
políticas. Pero el periódico dirigido a la
comunidad extranjera en China está
claramente destinado a dar una imagen
de modernidad, apertura económica y
capitalismo, para que los inversionistas
actuales y potenciales se sientan cada
vez más cómodos con el «milagro
chino». Las buenas noticias aparecen en
primera plana. Las malas noticias,
cuando salen, están en las páginas
interiores, en breve. Sin embargo,
brillan por su ausencia los temas que
más preocupan a la dirigencia china: las
críticas de los grupos internacionales de
derechos humanos sobre los miles de
fusilamientos anuales, el trabajo infantil,
la secta religiosa Falun Gong y la
ocupación del Tíbet.
Una noche, mientras navegaba en
Internet en el cuarto del hotel Jianguo de
Beijing antes de salir a cenar, decidí
averiguar por mí mismo cuánta
información del mundo exterior podían
recibir los chinos. Traté de abrir la
página de Amnesty International, para
ver si los chinos con acceso a Internet
—que ya suman 80 millones, según el
propio gobierno— podían averiguar lo
que decía la organización de derechos
humanos sobre su país. Sin embargo, no
lo conseguí: en lugar de la página de
Amnesty International salió una página
diciendo que «This page cannot be
displayed». («Esta página no puede ser
desplegada»), como suele ocurrir
cuando uno no puede acceder a un sitio
de Internet por motivos técnicos. Hice la
prueba con otros grupos de derechos
humanos, como Human Rights Watch, sin
mejor suerte. Lo mismo me ocurrió
cuando traté de entrar en organizaciones
ecologistas, como Greenpeace, o cuando
intenté abrir www.state.gov, la página
del Departamento de Estado de Estados
Unidos que tiene información crítica
sobre los abusos a los derechos
humanos y las políticas ambientales de
muchos países, incluyendo a China.
Acto seguido, hice el mismo
ejercicio con medios de prensa
occidentales. Traté de ingresar en el
sitio de The Miami Herald, a ver si
podía encontrar alguna de mis columnas.
Imposible. La revista Time, lo mismo.
La BBC, la misma cosa. Curiosamente,
pude entrar en la página de The New
York Times. Más tarde, cenando con un
diplomático latinoamericano, me enteré
de cómo funciona el sistema de censura
en China: hay sitios de Internet que están
totalmente bloqueados, y otros que el
gobierno permite —para que la gente no
se desconecte del resto del mundo—
pero bloqueando informaciones
políticamente inconvenientes para el
régimen.
«Tú puedes leer todo lo que quieras
en The New York Times, menos cuando
sale algún artículo crítico de China», me
dijo el diplomático. Cuando el
periódico saca un artículo negativo
sobre China, la página correspondiente
desaparece como por arte de magia,
aunque el resto del periódico puede ser
leído sin problemas. Y cuando algún
internauta travieso crea una página
sustituta para que la gente pueda leer una
noticia censurada, y la dirección del
nuevo sitio es transmitida por una
cadena de e-mails, el gobierno no tarda
más de cinco minutos en bloquearla.
Según la estimación generalizada en
círculos diplomáticos occidentales en
Beijing, China tiene más de 30 mil
agentes dedicados exclusivamente al
bloqueo de páginas de Internet. «No te
olvides de que si algo sobra en este
país, es la mano de obra», me explicó el
diplomático latinoamericano esa noche.
Probablemente no exageraba: un
estudio del Centro Berkman de la
Escuela de Leyes de la Universidad de
Harvard buscó más de 204 mil sitios de
Internet a través de los buscadores
Google y Yahoo en China, y encontró
que 19 mil de ellos estaban
bloqueados[17]. Según el estudio,
prácticamente todos los sitios que
contienen las palabras «democracia»,
«igualdad», «Tíbet» o «Taiwan»
asociados con China son inaccesibles en
ese país. Y si se renuevan las páginas de
Internet al día siguiente, con una nueva
dirección, desaparecen a los pocos
minutos. Según Amnesty International,
en 2004 había por lo menos 54 personas
en China que habían sido detenidas o
cumplían penas de prisión de entre 2 y
14 años «por diseminar sus creencias o
información a través de Internet»[18].
Como para que no me quedara ninguna
duda sobre el sistema policíaco
imperante en China, el diplomático
latinoamericano agregó con naturalidad:
«No te quepa la menor duda de que ya
han entrado en tu cuarto de hotel,
revisado todos tus papeles y hecho
copias de todo lo que tienes en la
computadora. En eso, el comunismo
sigue vivo como nunca».
Seguridad sin
derechos humanos
En las grandes ciudades chinas, a
diferencia de las latinoamericanas, no
hay grandes problemas de delincuencia.
Aunque no logré aprender más que tres
palabras básicas en chino —«por
favor», «gracias» y «sí»—, tanto los
funcionarios chinos como mis colegas
occidentales que viven en China me
dijeron que podía caminar por la calle o
tomar un taxi sin problema a cualquier
hora del día o de la noche.
Nadie sabe cuál es el secreto de la
relativa seguridad personal que existe en
las ciudades chinas, pero todo el mundo
lo sospecha: las penas para la
delincuencia son draconianas, o mejor
dicho bárbaras. Aunque el gobierno
chino hace lo imposible para que las
informaciones sobre los fusilamientos
no se filtren al exterior, las ejecuciones
son utilizadas como medidas
ejemplares, y por lo tanto son casi
públicas en el interior del país. Según
me relató un diplomático occidental, en
muchos casos las madres son invitadas
al fusilamiento de su hijo, y se les
permite escoger la bala con que será
ejecutado, para que al regreso a su
pueblo se enteren todos sus vecinos.
Cuando les pregunté a otros
diplomáticos y periodistas en Beijing si
esta historia era cierta, casi todos me
dijeron que era imposible saberlo,
aunque muchos agregaron que era
bastante probable.
Según Amnesty International, hay
más fusilamientos por año en China que
en todos los demás países del mundo
juntos. «De acuerdo con un estimado
basado en documentos internos del
Partido Comunista Chino, hubo 60 mil
ejecuciones en los cuatro años que van
de 1997 a 2001, o sea, un promedio de
15 mil personas por año», afirma el
informe anual de Amnesty
[19]
International . Esto significa que el
gobierno chino ejecuta a una persona
por cada 86 mil habitantes por año, lo
que hace que la cifra no sólo sea la más
alta del mundo cuantitativamente —lo
que sería entendible, considerando que
China tiene la población más grande del
mundo— sino que también sería las más
alta porcentualmente después de
Singapur, señala el informe.
«Mi socio mexicano
vivía de vacaciones»
Antes de llegar a China, me preguntaba
si los 450 millones de latinoamericanos
podrán competir con 1300 millones de
chinos, cuyo país les ofrece a los
inversionistas una mano de obra mucho
más barata, sin huelgas, y con
trabajadores dispuestos a dormir en sus
puestos de trabajo. Pero bastaron unos
pocos días en este país para
convencerme de que el problema era
mucho peor que ése para los
latinoamericanos. Una conversación
casual con un empresario de los Estados
Unidos me dio la pauta de la enorme
ventaja que nos llevan los chinos en
temas que van mucho más allá de la
mano de obra barata.
Durante una visita turística a la Gran
Muralla China, me tocó estar sentado en
el bus con un empresario de Indiana, que
bordeaba los cuarenta años y viajaba
acompañado de un empleado chino-
norteamericano que resultó ser uno de
sus gerentes. En el trayecto de poco más
de una hora desde Beijing hasta la
muralla, me contó que su empresa estaba
produciendo tubos de plástico para la
construcción en China desde hacía tres
años. Antes, los fabricaba en México.
Claro, le dije yo, es imposible para
México competir con los 72 centavos la
hora que les pagan a los trabajadores en
China. Para mi sorpresa, el joven
empresario me miró con cara de
asombro y me dijo que, para él, la
ventaja de China sobre México no
radicaba en los costos laborales sino en
la calidad. «Mis socios chinos
reinvierten en su fábrica constantemente.
Apenas les mando un pago por un
cargamento que me envían, compran
nuevo equipo o mejores materiales. Y
están siempre disponibles, las
veinticuatro horas del día», señaló.
«Con mis socios mexicanos, era al
revés: apenas les pagaba, se iban de
vacaciones y se compraban un
departamento de lujo en Miami. No
reinvertían nada, y sus productos no
mejoraban la calidad, como los chinos.
Para mí, fue una decisión cantada».
Está claro que no se puede
generalizar de una conversación con un
empresario durante una excursión
turística. Quizá me tocó uno que tuvo la
mala suerte de empatarse con un socio
mexicano dado a la juerga, y de la
misma forma existan muchos
empresarios chinos más proclives a
vivir el día que a reinvertir en sus
empresas. Y también es cierto que, en
otra ocasión, hablé con un alto
empresario de una empresa alimenticia
de los Estados Unidos, que me dijo que
su compañía estaba expandiéndose en
China, pero también en México. Cuando
le pregunté qué los llevaba a invertir en
México, me dijo que era un país con una
mano de obra más estable que la China:
«Los trabajadores chinos son más
dedicados que los mexicanos, pero
también saltan de una empresa a otra
apenas les ofrecen unos centavos más la
hora, y uno pierde dinero entrenando
constantemente nuevos trabajadores. En
México, uno puede entrenar un
trabajador calificado, y lo más probable
es que se quede con la empresa algunos
años».
El impacto chino en
América latina
Había concertado una cita con el doctor
Jiang Shixue hacía varias semanas,
deseoso de saber cómo veía el máximo
especialista en América latina de China
la competencia entre los países asiáticos
y los latinoamericanos, y si veía a su
país como una oportunidad o como una
amenaza para Latinoamérica. El doctor
Shixue, que hablaba perfecto inglés,
aunque no español, es el principal
investigador del Departamento de
Estudios Latinoamericanos de la
Academia de Ciencias Sociales, el
centro de estudios estatal que asesora al
gobierno chino. Era, según él, el mayor
centro de estudios latinoamericanos del
mundo: tenía 55 personas, incluyendo 40
investigadores dedicados tiempo
completo al estudio de la región, y
publicaba la única revista sobre
América latina escrita en chino.
El doctor Jiang acababa de escribir
un libro titulado Estudio comparativo
de los modelos de desarrollo de
América latina y el Este Asiático, que le
había tomado cinco años de
investigación, y tenía varios artículos
anteriores sobre el tema. A mí me había
sorprendido uno, publicado en 2003,
titulado «La globalización y América
latina». En ese estudio, Jiang decía que
la globalización «aumenta la
interdependencia y la integración
económica entre los países
desarrollados y los países en desarrollo,
un proceso que tiende a mejorar la
posición de estos últimos en la arena
internacional»[20]. Y aúadía, «la
globalización facilita el influjo de
capitales y tecnología a los países en
desarrollo, y también les da una
oportunidad de expandir sus
mercados»[21]. Pero lo que más me había
llamado la atención era un gráfico al
final de su ensayo, en el que mostraba
las diferencias de los procesos de
desarrollo entre China y América latina:
en uno de sus primeros cuadros, titulado
«Sentimiento antiglobalización», el
casillero de América latina decía
«evidente», mientras que en el de China
decía «pequeño»[22]. Mientras en
América latina las elites intelectuales y
políticas se resistían a la globalización,
la China comunista la había abrazado
con entusiasmo.
Apenas se sentó en un sillón al lado
de una bandera nacional, en la sala de
recepción de un viejo edificio de dos
pisos que alguna vez sirvió de sede del
primer ministro, fui directo al tema que
me había traído hasta su oficina: su
último libro. «¿Podía explicarme más
detalladamente sus conclusiones?», le
pregunté. El doctor Jiang me dijo que
había analizado el desarrollo chino y el
latinoamericano desde el punto de vista
cultural y económico, y había
encontrado grandes diferencias en
ambos rubros. Desde el punto de vista
cultural, la principal diferencia era que
los chinos son devotos seguidores de las
enseñanzas de Confucio, el filósofo del
siglo V antes de Cristo que todavía es
venerado como el principal icono de la
sabiduría china. Las tres principales
características de la filosofía confuciana
son: alentar a los padres a invertir
tiempo y dinero en la educación de sus
hijos, promover el ahorro y estimular la
obediencia a la autoridad.
Los chinos ahorran toda su vida para
pagarles las mejores escuelas a sus
hijos, algo que se ve rara vez en
América latina, dijo. Y de la misma
forma, son un pueblo con tendencia a
obedecer a sus autoridades. «Una de las
cosas de América latina de las que se
quejan los empresarios chinos son las
huelgas. Muchos de ellos dicen que los
obreros latinoamericanos van a la
huelga todo el tiempo», me dijo el
académico. Sin embargo, agregó que él
mismo tomaba estas teorías de
determinismo cultural con pinzas. «La
cultura explica algunas cosas, pero no
todas. De la manera en que lo vemos
nosotros, es apenas un dato más a tener
en cuenta», señaló.
El libro que había escrito
comparando el desarrollo del Asia del
Este con América latina se enfocaba más
bien sobre las políticas económicas,
continuó. Y, aprendiendo las lecciones
de los éxitos y los fracasos de ambas
regiones, había llegado a algunas
conclusiones básicas. «La primera es
que el modelo de apertura económica
adoptado por los países del este asiático
hace varias décadas, y más
recientemente por América latina, es
superior a los demás», comenzó. «Ahora
podemos constatar que la teoría de la
dependencia, que fue muy popular en los
años sesenta, quedó totalmente
superada». La segunda conclusión de su
libro es que «el Estado debe jugar un rol
importante en el desarrollo económico,
pero no debe ser demasiado entrometido
ni demasiado distante». Otras
enseñanzas postulan que mientras
América latina había emprendido las
reformas económicas internas y la
apertura económica en forma simultánea,
China había hecho sus reformas
económicas primero —para volverse
más competitiva a nivel global— y
recién después había realizado su
apertura externa. Y mientras América
latina hizo su integración a la economía
mundial en forma «audaz y vertiginosa»,
China lo había hecho «gradualmente y
con cautela» a lo largo de las últimas
dos décadas. O sea, más despacio, pero
sin cambiar el rumbo. El resultado final,
según Jiang, era que la integración de
América latina a la economía mundial
había sido «en general buena», pero la
de China había sido «mucho mejor».
Cuando salí de la entrevista con
Jiang, no pude dejar de pensar en lo
absurdo de la situación. Esa misma
semana, el gobierno venezolano, en
medio de una serie de arengas de
Chávez contra el «imperialismo
norteamericano», el «neoliberalismo
criminal» y el «capitalismo salvaje»,
había ordenado el cierre por tres días de
las ochenta sucursales de McDonald’s
en Venezuela, mientras el régimen chino
anunciaba entusiasta que le estaría
dando la bienvenida al directorio de
McDonald’s, que expandiría su red en
China a más de mil en el próximo año.
Mientras en América latina se agitaban
las banderas de la dependencia y el
imperialismo, aquí estaba yo, en el
corazón de la China comunista, frente a
un prominente asesor del gobierno
sentado al lado de una bandera roja,
escuchando que el modelo de apertura
económica era el que mejor funcionaba,
y que la teoría de la dependencia había
quedado «totalmente superada». Y todo
eso, apenas horas después que el señor
Zhou, el alto funcionario del Ministerio
Nacional de Desarrollo y Reforma, me
hubiera señalado con orgullo que la
conversión de empresas estatales al
sector privado y la apertura al mundo
eran «el principal motor del
crecimiento» de su país.
No era casualidad que las
inversiones extranjeras en China se
hubieran disparado de 40 mil millones
de dólares en 2000 a 60 mil millones de
dólares en 2004, mientras que las
inversiones extranjeras en América
latina cayeron en picada de unos 85 mil
millones de dólares a menos de 40 mil
millones durante el mismo período[23].
Uno tenía que viajar medio mundo para
ver cuán fuera de juego estaba el
discurso político latinoamericano en el
nuevo contexto mundial.
Las promesas de
inversión: ¿realidad o
fantasía?
Desde fines de 2004, cuando el
presidente chino Hu Jintao hizo una gira
de casi dos semanas por la Argentina,
Brasil, Chile y Cuba, camino a una
cumbre de la Asociación de
Cooperación Económica del Asia-
Pacífico (APEC) en Santiago de Chile, se
habían creado enormes expectativas de
un auge en las relaciones económicas
con China en todos los países por los
que pasó. No era para menos. El
presidente chino pasó más tiempo en
América latina ese año que el propio
presidente Bush. Y a las pocas semanas,
el vicepresidente chino Zeng Qinghong
viajó a México, Venezuela y Perú, donde
se quedó más tiempo de lo que el
vicepresidente norteamericano Dick
Cheney había estado en América latina
en los últimos cuatro años.
El presidente Hu prometió el oro y
el moro a sus anfitriones, y su extensa
visita sin duda demostraba un nuevo
interés de China por la región. Sin
embargo, algunos presidentes
latinoamericanos, o sus ministros, se
dejaron llevar por el entusiasmo y
creyeron escuchar más de lo que el
mandatario visitante estaba ofreciendo.
Quizá porque se expresó mal, o por un
error de traducción, o por una
interpretación demasiado optimista de
sus anfitriones, el presidente Hu generó
enormes titulares al decir —
supuestamente— en un discurso ante el
Parlamento brasileño el 12 de
noviembre de 2004 que China invertiría
100 mil millones de dólares en América
latina en los próximos diez años. «China
quiere invertir 100 mil millones en
América latina hasta el año 2014»,
gritaba un titular eufórico de Folha de
São Paulo. En la Argentina, el periódico
Clarín titulaba a toda página: «China
promete invertir en América latina 100
mil millones de dólares». El subtítulo
afirmaba que el presidente chino había
asegurado que «se llegará a esa cifra en
los próximos diez años»[24]. Era una
cifra suficiente como para sacar del
pozo a la Argentina y a varios de sus
vecinos, decían con entusiasmo los
periódicos. La fiebre por la potencial
ola de inversiones chinas fue tal que los
medios argentinos reportaron un
crecimiento meteórico del estudio del
idioma chino, que había subido de la
noche a la mañana de un puñado de
estudiantes a más de seiscientos.
Pero lo cierto es que, según me
aseguró el gobierno chino, la cifra real
de posibles inversiones chinas en
América latina en los próximos años
será muchísimo menor: con suerte,
llegará a 4 mil millones de dólares, o
sea que será un 96 por ciento menos de
lo que había augurado la prensa
sudamericana. Todos los funcionarios
chinos, advertidos de antemano de que
les haría esa pregunta —el Ministerio de
Relaciones Exteriores me había pedido
que entregara mis principales preguntas
por escrito con anticipación, para que
los funcionarios pudieran prepararse
mejor—, me respondieron con una
sonrisa que las expectativas de
inversiones chinas en América latina
habían sido sobredimensionadas.
Cuando le pregunté al señor Zhou, del
Ministerio Nacional de Desarrollo y
Reforma, sobre los supuestos acuerdos
de inversión por 100 mil millones de
dólares, me respondió que esos informes
eran «exageraciones» de la prensa. «Yo
también leí esos artículos de prensa»,
comentó con una sonrisa. «Por lo que sé,
no hay nada de eso. No tengo idea cuál
fue la fuente de esa noticia».
Días más tarde el señor Hu, mi
acompañante oficial, me entregó una
respuesta por escrito del Ministerio de
Relaciones Exteriores a mi pregunta
sobre cuánto sería el monto probable de
inversiones chinas en América latina
hasta el año 2010. «Haremos lo posible
por aumentar las inversiones, que
creemos alcanzarán el doble de las
actuales a fines de la década», decía el
documento. Las inversiones directas
actuales de China en la región, según el
propio gobierno, eran de 1600 millones
de dólares[25].
Trataremos de
incrementar el
comercio
Sin embargo, China era mucho más
optimista respecto de las posibilidades
del comercio bilateral. Según las
respuestas escritas del Ministerio de
Relaciones Exteriores a mis preguntas,
«trataremos de incrementar el volumen
del comercio bilateral una vez y media
para 2010, rompiendo la marca de los
100 mil millones de dólares». Según me
explicaron varios funcionarios en
entrevistas posteriores, el principal
interés comercial de China en América
latina era la compra de materias primas,
como el petróleo de Venezuela, la soja
de la Argentina y Brasil, y el cobre de
Chile. Mientras la economía china siga
creciendo como ahora, el país necesitará
cada vez más materias primas. Y una de
las principales prioridades del régimen
chino era diversificar sus fuentes de
abastecimiento, para no depender
exclusivamente de Estados Unidos o
Medio Oriente. Por ejemplo, China
importa 100 millones de toneladas de
petróleo por año, casi en su totalidad
del Medio Oriente. El país quería
multiplicar sus fuentes de importación, y
estaba comenzando a crear una reserva
estratégica de petróleo, como la de
Estados Unidos, para estar mejor
preparado en caso de una disrupción de
sus abastecimientos por motivos
políticos o económicos.
Al mismo tiempo, según me
señalaron diplomáticos
latinoamericanos en Beijing, otro de los
principales objetivos económicos chinos
en América latina era uno del que no
hablan públicamente sus funcionarios:
instalar progresivamente fábricas chinas
en países latinoamericanos que tienen o
van a tener acuerdos de libre comercio
con los Estados Unidos, para poder
seguir exportando a través de terceros
países si Washington decidiera en el
futuro reducir su gigantesco déficit
comercial poniéndoles trabas a sus
importaciones de China. «Los chinos
piensan a largo plazo, y ése no sería un
escenario nada raro», me dijo un
embajador sudamericano, agregando que
ése podría ser un regalo del cielo para
América latina. Aunque el comercio con
América latina representaba apenas el 3
por ciento del comercio exterior chino,
el crecimiento proyectado por el
gobierno de ese país no es nada
desdeñable para muchas naciones
latinoamericanas. China ya se encuentra
entre los tres principales socios
comerciales de Brasil, la Argentina y
Chile. Y si decidiera escoger a América
latina como una puerta trasera para
seguir siendo el principal exportador a
los Estados Unidos por muchos años, el
beneficio económico para Latinoamérica
sería aun mayor.
Con todo, a juzgar por lo que
escuché de altos funcionarios chinos, y
por lo que sugieren las respuestas
escritas del Ministerio de Relaciones
Exteriores a mis preguntas, es probable
que el nuevo interés de China por
América latina a corto plazo sea más
político que económico. En el texto que
me entregó el Ministerio queda claro
que China tiene motivos políticos
importantes para acercarse cada vez más
a Latinoamérica: «Deberíamos
apoyarnos mutuamente en el campo
político» para enfrentar conjuntamente
los grandes desafíos mundiales en las
Naciones Unidas y otros foros
internacionales”, comenzaba diciendo la
nota.
En buen español, lo que decía el
texto que me envió el Ministerio de
Relaciones Exteriores era que China
quiere hacer un frente común con
América latina y otros países en vías de
desarrollo para lograr una reforma del
Consejo de Seguridad de la ONU y
detener los embates de los Estados
Unidos en los temas que más le
preocupan, como el de los derechos
humanos o la ocupación del Tíbet. En
segundo lugar, la nota del Ministerio
decía que «China quiere establecer
relaciones normales con todos los
países de América latina y el Caribe».
En otras palabras, quiere contrarrestar
la influencia de Taiwan en la región, un
tema de particular preocupación para el
régimen. Todavía hay doce países de
América latina que tienen relaciones
diplomáticas con lo que el gobierno
chino llama «la provincia» de Taiwan,
sobre todo en Centroamérica y el
Caribe. Una mayor penetración
económica, política y cultural en
América latina ayudaría a China a
convencer a los países renegados de que
corten sus relaciones con Taiwan y se
sumen al tren de países que tienen
vínculos con la China continental.
En vista de todo esto, «¿cuánto había
de realidad y cuánto de fantasía en los
pronósticos sobre las relaciones
económicas bilaterales?», le pregunté al
doctor Jiang, del Instituto de Estudios
Latinoamericanos. Jiang me dijo que, en
general, era bastante optimista. Hasta
ahora, América latina había sido una
mala palabra en China. «La prensa china
habla de la amenaza de
“latinoamericanización” cuando se
refiere al peligro de hiperinflación,
desorden o violencia», me dijo. «Hasta
habla del “mal latinoamericano” en las
páginas deportivas, cuando los equipos
se pelean. Pero eso está cambiando. La
visita del presidente Hu fue muy
cubierta por la prensa china, y ahora
muchos empiezan a ver la región con
otros ojos», agregó. Y la visita
presidencial había despertado el interés
de los empresarios chinos: por primera
vez, varios de ellos se habían acercado
al instituto para recibir información de
países latinoamericanos. «China se
interesará cada vez más en América
latina, porque sus intereses son
estratégicos», concluyó el doctor Jiang.
«Yo he estado en este puesto desde hace
veinticuatro años, y nunca he visto tanto
entusiasmo por América latina como
ahora».
¿Quién gana? ¿China,
América latina o
ambos?
Probablemente, Jiang tenía razón.
Después de entrevistar a varios
funcionarios del gobierno y del Partido
Comunista Chino encargados de
América latina, no me quedaron muchas
dudas de que China tiene un interés
mayor que nunca en estrechar sus
relaciones con América latina. ¿Pero
quién llevaba las de ganar? ¿China,
América latina, o ambos?
No hay duda de que, para muchos
países latinoamericanos, el ascenso de
China puede tener varias consecuencias
positivas. Primero, su impresionante
crecimiento —que ya ha superado a los
Estados Unidos como el principal
consumidor de materias primas del
mundo— ha hecho subir
significativamente los precios de los
productos agrícolas, el petróleo y los
minerales, lo que ha sido una bendición
para muchos países. Para el deleite de
Chile, los precios del cobre subieron un
37 por ciento en 2004, mientras que los
del aluminio y el zinc aumentaron un 25
por ciento. En un golpe de buena suerte
para Venezuela, los precios del petróleo
se dispararon un 33 por ciento, y lo
mismo ocurrió con los precios de
muchos productos agrícolas que
exportan Brasil, la Argentina y otros
países sudamericanos. Si la economía
china no se desinfla, todo hace prever
que su crecimiento seguirá manteniendo
altos los precios de las materias primas,
y que la mayoría de los países
latinoamericanos —con excepción de
México y los de Centroamérica, cuyas
economías dependen más de productos
terminados— seguirán beneficiándose
del fenómeno.
En segundo lugar, prácticamente
todos los países latinoamericanos —
sobre todo México y los países del
Caribe— podrían ser grandes
beneficiarios del incipiente boom del
turismo chino al exterior. Durante la
visita del presidente Hu a la región en
2004, China anunció que incorporaba a
varios países latinoamericanos a su lista
de naciones escogidas para recibir
grupos turísticos chinos. Esto, bien
explotado, podría ser una mina de oro
para los destinos turísticos de América
latina: según la Organización Mundial
del Turismo, para el año 2020 habrá
nada menos que 100 millones de chinos
viajando al exterior todos los años.
Actualmente, unos 20 millones viajan al
exterior anualmente, la mayoría de ellos
a países vecinos en Asia, pero un
porcentaje cada vez mayor —en grupos
organizados y autorizados por el
gobierno de Beijing— se dirige a otras
partes del mundo. Si los países
latinoamericanos lograran ponerse en el
mapa de los medios de comunicación
chinos y ofrecer sus bellezas naturales a
la nueva clase media, podrían sacarle
aunque sea una pequeña tajada a la ola
de turismo de ese país. «Yo me
conformaría con el 1 o 2 por ciento de
los 100 millones de turistas chinos», me
dijo el embajador de México en Beijing,
Sergio Ley López. «Estaríamos
hablando de 2 o 3 millones de visitantes
por año[26]».
En tercer lugar, así como China se
beneficiará de un «consenso
estratégico» con América latina en las
Naciones Unidas, como dijo el
presidente Hu, los países
latinoamericanos también pueden
beneficiarse de alianzas políticas con
China en temas como la reforma de las
Naciones Unidas y otros reclamos de los
países en vías de desarrollo en la
agenda Norte-Sur. En ese sentido, ambas
partes ganan.
Sin embargo, una «relación
especial» con China —como la que han
propuesto no tan tácitamente los
gobiernos de Brasil, la Argentina y
Venezuela— traería aparejados mucho
más peligros que beneficios. Primero,
existe el claro peligro de una avalancha
de productos baratos —muchos de ellos
contrabandeados, o producidos sin
pagar derechos de propiedad intelectual
— que harían palidecer los temores de
los industriales latinoamericanos sobre
una posible invasión de productos
norteamericanos o europeos como
resultado de acuerdos de libre comercio
con los Estados Unidos o la Unión
Europea. Durante la visita del
presidente Hu a Sudamérica en 2004,
los presidentes latinoamericanos, felices
con el aumento de sus exportaciones, le
dieron a China el estatus de «economía
de mercado», una definición legal que
les hará mucho más difícil a los países
laitinoamericanos presentar demandas
comerciales por exportaciones
subsidiadas, pirateadas,
contrabandeadas por China o producidas
sin apego a leyes laborales
internacionales. ¿Cómo harán los países
de la región para competir con las
fábricas chinas, donde la gente trabaja
doce horas seguidas, duerme en sus
centros de trabajo y gana menos de la
mitad que los latinoamericanos? ¿Y
cómo se protegerán contra exportaciones
chinas pirateadas, que no pagan
derechos de patente, y por lo tanto son
de excelente calidad pero mucho más
baratas que sus competidoras en el
mercado? Para cualquier turista que
pasee por las calles de las grandes
ciudades chinas, es obvio que el
gobierno no hace mucho esfuerzo por
controlar la piratería.
Dos Rolex por 12
dólares
Durante mi viaje a Shanghai, había leído
en el avión un artículo reciente de la
prensa oficial china, según el cual el
país estaba haciendo progresos enormes
en la lucha contra el robo de la
propiedad intelectual. La viceprimera
ministra china Wu Yi había declarado
que «todo el país ha sido movilizado
contra la violación de la propiedad
intelectual»[27], y que la ofensiva —que
había comenzado dos meses antes— ya
había resultado en mil acusaciones ante
la Justicia. Según la viceprimera
ministra, las autoridades estaban detrás
de los productores y vendedores de
productos pirateados en todos los
rincones del país. Pero por lo que yo
pude ver en Shanghai, la venta de
productos pirateados tenía lugar
abiertamente, ante los ojos de la policía.
Apenas salí de mi hotel, un palacio de
principios del siglo XX en la avenida
principal de la ciudad, me salió al cruce
el primer vendedor de Rolex pirateados.
El hombre no hablaba una palabra de
inglés, pero conocía las suficientes para
desarrollar su negocio: «¿Rolex?», me
preguntó, sacando discretamente un
puñado de relojes de su bolsillo
izquierdo. Cuando le dije que no con la
cabeza, sacó otro puñado de relojes de
su bolsillo derecho, haciendo como que
miraba a todos lados para ver si alguien
lo estaba viendo, y volvió a preguntar:
«¿Cartier?». Ante otra negativa, siguió:
«¿Bulgari?», «¿Omega?», «¿Raymond
Weil?». Me puse a caminar por la
Nanjing Road, y pronto descubrí que la
escena se repetiría cada cincuenta
metros. Los vendedores de relojes de
lujo pirateados pedían 200 yuan —el
equivalente a 25 dólares— por reloj a
los turistas recién llegados, pero cuando
uno se negaba terminaban ofreciendo
dos Rolex por 12 dólares.
Pero lo que fue más sorprendente
aún, cuando visité el barrio viejo de
Shanghai —lo que había sido el centro
económico y comercial de la ciudad
bajo las dinastías Yuan, Ming y Ping, y
que ahora era un centro turístico visitado
por miles de turistas de otras regiones
de China y del extranjero—, me
encontré con que los Rolex pirateados
estaban desplegados en los mostradores,
a la vista del público, en las tiendas de
la calle principal. Quizás el gobierno
chino estuviera haciendo algo por
perseguir a los vendedores de productos
pirateados en todos los rincones del
país, como decía la viceprimera
ministra, pero obviamente se había
olvidado de hacerlo en las principales
ciudades, donde más se daba este tipo
de comercio. Y si hacía la vista gorda en
casa, donde tenía todo el control
policial en manos del Estado, ¿por qué
no habría de hacerlo en el exterior,
donde sería mucho más fácil decir que
no podía controlar el fenómeno?
La «maldición»
latinoamericana: las
materias primas
Además del peligro de una avalancha de
productos chinos pirateados, existen
otros que tienen más que ver con
Latinoamérica. La nueva relación
económica de China con América latina
—tanto en el ámbito del comercio como
de la inversión— se basa en la
extracción de materias primas. Eso
podría hacer aumentar la dependencia
latinoamericana de los productos
primarios y desalentar los esfuerzos de
la región por producir exportaciones de
mayor valor agregado.
Un amplio estudio del banco de
inversiones Goldman Sachs, titulado
«Una mirada realista a las relaciones
comerciales entre América latina y
China», concluye que el crecimiento del
comercio de América latina con China
es un fenómeno circunstancial, pero que
no se traduciría en un aumento duradero
de las exportaciones latinoamericanas
de productos más sofisticados porque ni
las empresas ni los gobiernos de la
región tienen actualmente la capacidad
de aumentar sus exportaciones como
para satisfacer la demanda del mercado
chino. El estudio concluye que, a menos
que los países latinoamericanos se
pongan las pilas y hagan las reformas
que hizo China para ser más competitiva
—como flexibilizar sus leyes laborales
e impositivas, y mejorar el sistema
educativo para crear una mano de obra
calificada—, seguirán siendo
exportadores de materias primas, que se
cotizan mucho menos que los productos
terminados en el mercado mundial, y se
quedarán cada vez más atrás.
Y las inversiones anunciadas por
China en la región, independientemente
de cuál sea su monto, tampoco ayudarán
mucho, porque prácticamente en su
totalidad están destinadas a industrias de
extracción de materias primas y no
contribuyen a aumentar la capacidad de
exportación de productos de mayor
valor agregado, dice el estudio. China
está invirtiendo en pozos petroleros en
Venezuela, ferrocarriles y puertos en
Brasil y la Argentina, y en la industria
del cobre en Chile, lo que «es una
contribución limitada en lo que hace al
desarrollo tecnológico de la región y a
la diversificación de sus exportaciones a
productos manufacturados más
sofisticados», afirma el estudio. El caso
de México es particularmente
preocupante, continúa: su balanza
comercial con China se ha deteriorado
de un déficit de 2700 millones de
dólares para México en 2000 a uno de
12 400 millones de dólares en 2004, y
todo indica que la brecha seguirá
aumentando hasta llegar a un déficit
comercial de 16 400 millones de
dólares en 2010, señala. Aunque México
está aumentando sus exportaciones de
metales a China, «el total de sus
exportaciones sigue siendo muy bajo, y
no alcanza a eclipsar las crecientes
pérdidas de México en la competencia
de exportaciones a terceros mercados
(como el de los Estados Unidos) ni la
creciente penetración de importaciones
chinas en el mercado mexicano»[28].
La conclusión del estudio de
Goldman Sachs es que América latina
corre el riesgo de engaúarse a sí misma
si cree que China es un sustituto viable a
un tratado de libre comercio con los
Estados Unidos o con la Unión Europea:
mientras que una alianza económica con
China perpetuaría la condición de
economía de extracción de muchos
países latinoamericanos, los acuerdos
comerciales con los Estados Unidos y
Europa —especialmente si esta última
reduce sus obscenos subsidios agrícolas
— permitirían un enorme aumento de las
exportaciones de productos más
sofisticados, que acelerarían el
crecimiento económico de la región.
¿Era sesgada la visión de Goldman
Sachs? ¿Representaba la opinión
interesada de Wall Street, o se trataba de
un análisis objetivo de la situación? Tal
como lo señaló a fines de 2005 el
Programa de las Naciones Unidas para
el Desarrollo (PNUD), una institución
que no puede ser acusada de neoliberal,
el aumento de la dependencia
latinoamericana de las materias primas
era, en efecto, un peligro mayúsculo
para la región. En su Informe de
Desarrollo Humano de 2005, el PNUD se
refería a este fenómeno como «la
maldición de las materias primas»[29].
«Cuando se trata del desarrollo
humano, algunas exportaciones son
mejores que otras. La riqueza generada
mediante las exportaciones de petróleo y
los minerales puede ser mala para el
crecimiento, mala para la democracia y
mala para el desarrollo», dice el
PNUD[30]. La mitad de la población
conjunta de los 34 mayores exportadores
de petróleo del mundo en desarrollo
vive en la pobreza absoluta, y dos
terceras partes de estos países no son
democracias, señala el informe.
Los países latinoamericanos que
venden principalmente productos
agrícolas también se están quedando
atrás respecto de los países asiáticos,
dice el informe. «Las comparaciones
entre el Este Asiático y América latina
demuestran que en la producción de
bienes de valor agregado, América
latina ha estado perdiendo cuotas de
mercado», afirma el PNUD. Agrega que
«más de cincuenta países en desarrollo
(en todo el mundo) dependen de la
agricultura para por lo menos un cuarto
de sus exportaciones. Estos países están
en una escalera mecánica descendente».
Y las cifras del PNUD sobre la
dependencia latinoamericana de los
productos primarios son aterradoras: los
productos primarios representan el 72
por ciento de las exportaciones totales
de la Argentina, el 83 por ciento de las
de Bolivia, el 82 por ciento de las de
Chile, el 90 por ciento de las de Cuba,
el 64 por ciento de las de Colombia, el
88 por ciento de las de Ecuador, el 87
por ciento de las de Venezuela, el 78 por
ciento de las de Perú y el 66 por ciento
de las de Uruguay. Comparativamente,
los productos primarios representan
apenas el 9 por ciento de las
exportaciones totales de China, y el 22
por ciento de las de India, dice el PNUD.
El reporte de esta institución concluye
señalando que si los países
latinoamericanos siguen como están,
exportando materias primas o
manufacturas de poco valor agregado, la
región tardará hasta el año 2177 en
alcanzar el nivel de desarrollo que
países como Estados Unidos tienen hoy.
Y tampoco es seguro que, aunque
China siga creciendo, los países
sudamericanos puedan seguir
vendiéndole como hasta ahora. Tras la
firma a fines de 2004 del acuerdo con
los diez países de la Asociación de
Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN)
—que incluye a Indonesia, Malasia,
Filipinas, Singapur y Tailandia— para
crear la zona de libre comercio más
grande del mundo en el año 2010, China
les comprará más a sus vecinos. La
mayoría de los países de ASEAN son
productores agrícolas, aunque en
muchos casos de productos tropicales,
que comenzarán a exportar en
condiciones preferenciales al mercado
chino en 2007.
Cuando le pregunté al doctor Zhou,
el alto funcionario del Ministerio
Nacional de Desarrollo y Reforma de
China, cuál será el impacto que tendrá el
acuerdo de libre comercio con los
países de ASEAN sobre el comercio
internacional chino, me respondió:
«Actualmente, los países de ASEAN
representan el 30 por ciento de nuestro
comercio internacional. Esperamos que,
cuando entre en vigor el acuerdo de
libre comercio, el porcentaje crezca al
40 por ciento»[31].
El «efecto contagio»
de la corrupción china
Sin embargo, el mayor peligro de una
relación especial con China no es
comercial, es mucho más amplio: podría
hacer retroceder en varias décadas la
agenda anticorrupción y proderechos
humanos en América latina. En China, a
diferencia de los Estados Unidos y la
Unión Europea, no existen leyes
antisoborno, y si existen se cumplen
menos que en el resto del mundo. Desde
los escándalos de los sobornos de la
Lockheed en 1977, cuando Estados
Unidos aprobó el Acta de Prácticas
Corruptas en el Extranjero que prohíbe a
las empresas norteamericanas sobornar
a funcionarios extranjeros, los sucesivos
gobiernos de Washington han avanzado
cada vez más para lograr que se
implementen las leyes antisoborno en el
exterior. Y en los últimos años —
especialmente después de los
escándalos financieros de Raúl Salinas
de Gortari en México, y Vladimiro
Montesinos, el exjefe de inteligencia, en
Perú— la Unión Europea se plegó a esta
ofensiva, firmando la convención
antisobornos de la Organización para la
Cooperación y el Desarrollo Económico
(OECD), que prohíbe las deducciones
impositivas que países como Francia y
Alemania daban a sus empresas por las
«comisiones» que éstas pagaban en
América latina para ganar contratos.
Aunque este frente común
norteamericano-europeo contra los
sobornos tiene un largo camino por
recorrer —los sobornos pagados por la
multinacional francesa Alcatel en Costa
Rica en 2004 son apenas un ejemplo de
cuánto queda por hacer en la materia—,
sus avances son incuestionables. Desde
fines de los noventa, la OECD aprobó
convenios por los cuales las empresas
multinacionales pagarán multas cada vez
más altas si sobornan a funcionarios
extranjeros, directamente o a través de
sus subsidiarias.
Pero los empresarios chinos no están
sujetos a leyes internas como el acta
antisobornos de los Estados Unidos, ni a
los convenios anticorrupción de la
OECD. ¿Quién les va a impedir repartir
billetes a diestra y siniestra en América
latina para ganar licitaciones? A juzgar
por el comportamiento chino hasta el
presente, no habrá fuerza que los
detenga. Según el Índice de Propensión
a la Corrupción de Transparencia
Internacional, China es uno de los países
cuyas empresas pagan más sobornos.
Ocupa el penúltimo lugar de la lista, que
se ordena desde los que tienen mejor
reputación en materia de honestidad
entre los ejecutivos internacionales
hasta los que tienen la peor imagen[32].
Según Peter Eigen, el presidente de
Transparencia Internacional, el nivel de
sobornos de las empresas chinas es
«intolerable»[33]. ¿Será posible evitar un
«efecto contagio» en América latina a
medida que aumenten los contratos entre
empresas chinas y latinoamericanas? A
menos que haya un cambio en China, lo
dudo mucho.
No sólo en sus relaciones con el
mundo exterior, sino también a nivel
interno, la corrupción es una parte innata
del capitalismo chino. En rigor, como en
muchos otros sistemas de economía
planificada, el capitalismo chino nació
al margen de la ley. El gobierno
prohibía la propiedad privada, y la
gente que quería prosperar
económicamente debía hacerlo operando
en el mercado negro. Según la historia
oficial, las reformas económicas de las
últimas décadas fueron inspiradas por el
éxito económico de dieciocho granjeros
del pueblo de Xiaogang, en la provincia
de Anhui, que habían firmado un
acuerdo secreto —e ilegal en ese
momento— para trabajar la tierra de
forma individual dentro de su granja
colectiva. Estos dieciocho granjeros,
que vivían en la mayor de las pobrezas,
firmaron un documento con sus huellas
dactilares en diciembre de 1978,
sabiendo que se arriesgaban a ser
encarcelados, o fusilados, de ser
descubiertos. En poco tiempo, la
producción de sus granjas aumentó
dramáticamente, y la noticia llego a
oídos del flamante líder nacional Deng
Xiaoping, que en lugar de ordenar
castigar a los granjeros pidió un estudio
de cómo habían logrado aumentar la
productividad. Poco después, Deng
ordenó experimentar con granjas
privadas en varias provincias, y al poco
tiempo extendió el sistema a todo el
país. Al igual de lo que ocurrió con los
famosos dieciocho granjeros que
hicieron su acuerdo secreto para
aumentar sus ingresos por debajo de la
mesa, sin que se enteraran las
autoridades, millones de otros
empresarios chinos iniciaron sus
negocios quebrando la ley, haciendo uso
de pactos secretos, sobornos y todo tipo
de argucias para sobrevivir. Fishman, el
autor de China Inc., señala que lo más
frustrante para muchos empresarios
extranjeros en la China de hoy es «la
ligereza con que las empresas chinas
tratan los acuerdos comerciales, y su
frecuente falta absoluta de respeto a la
legalidad. Pero lo cierto es que las
empresas chinas nacieron en un clima en
que la ilegalidad era la única opción
disponible». Según el autor, «si el
sistema de sobornos, pactos secretos y
amiguismo continuara siendo la norma
en China en las décadas venideras,
tendría una influencia enorme sobre las
compañías extranjeras que entren en ese
mercado, que van a exigir (a sus
empresas madres) una mayor libertad
para poder actuar con la misma
flexibilidad en el mercado chino»[34]. Y
si la cultura corporativa cambia para
adaptarse a la corrupción en China, no
hay razón para pensar que no cambiará
en otros países con pocas salvaguardas
contra la corrupción.
El «efecto contagio» también puede
tener lugar en el campo de los derechos
humanos. Cuando el gobierno chino
coloca como primera razón para su
acercamiento a América latina la
creación de un «consenso estratégico»
para contrabalancear la influencia de los
Estados Unidos, uno de sus principales
objetivos es lograr la adhesión de
América latina en su defensa contra
acusaciones en la Comisión de Derechos
Humanos de la ONU. Si América latina
accede a sus presiones como parte de
una nueva «alianza estratégica» con
China, se sentará un precedente nefasto y
se erosionará aun más el principio de la
universalidad de los derechos humanos.
Si América latina defiende a China
contra las acusaciones de violaciones de
derechos humanos en la ONU, como lo
están haciendo cada vez más la
Argentina y Brasil, los futuros gobiernos
represores en la región tendrán un buen
argumento para regresar al nefasto
principio de la «no intervención», por el
cual los dictadores podían cometer todo
tipo de abusos sin consecuencias
internacionales. La alianza política con
China encierra tantos peligros para las
democracias como para las economías
latinoamericanas.
Las patas flacas del
milagro chino
Por el momento, todo parece indicar que
el auge económico chino no se detendrá.
Según las proyecciones del gobierno, el
país seguirá creciendo a un ritmo
superior al 7 por ciento anual durante
los próximos diez o quince años, lo que
hará subir el ingreso per cápita de los
chinos de los 1250 dólares actuales a
más de 3 mil dólares por año. En las
grandes ciudades comerciales como
Shanghai, el ingreso per cápita en el año
2020 será de más de 10 mil dólares por
año, con lo que —de permanecer
estancadas las economías de América
latina— los habitantes de estas grandes
urbes chinas superarían en ingresos a la
mayor parte de las capitales
latinoamericanas, según las
proyecciones del Ministerio Nacional
de Desarrollo y Reforma[35]. Y si las
proyecciones del gobierno chino y el
Consejo Nacional de Inteligencia de la
CIA se cumplen, la economía china habrá
superado con creces a las de Europa e
India en 2020, y estará en camino a
convertirse en la primera potencia
mundial una o dos décadas más tarde.
Según algunos entusiastas, como el
profesor de la Ohio State University
Oded Shenkar, el autor de El siglo de
China, China podría convertirse en la
mayor economía mundial incluso antes,
entre 2020 y 2025[36].
¿Se cumplirán estos pronósticos?
Después de entrevistar a decenas de
funcionarios y académicos en China, y
de conversar con numerosos chinos en
las calles de Beijing y Shanghai, no me
caben dudas de que —de no haber
imprevistos— China será una de las
grandes potencias mundiales en un futuro
no muy lejano. Sin embargo, mi única
reserva sobre estas proyecciones
económicas es que la historia está llena
de imprevistos, y en estos tiempos más
que nunca. Si algún visionario ruso
hubiera dicho en 1987 que la Unión
Soviética dejaría de existir, que el
Partido Comunista soviético se
transformaría en poco más que una
asociación de jubilados, y que Polonia y
la República Checa se convertirían en
los principales acusadores de Cuba en
la Comisión de Derechos Humanos de
las Naciones Unidas, no lo hubieran
mandado a la cárcel, sino al manicomio.
Y, sin ir más lejos, si un chino hubiera
pronosticado durante la Revolución
Cultural de Mao que la principal
atracción de Shanghai en la primera
década del nuevo milenio sería el
monumento al consumidor, lo hubieran
tildado de delirante.
Y en China pueden pasar muchas
cosas. Puede haber una revuelta política
de los 800 millones de campesinos que
apenas han recibido unas migajas del
nuevo crecimiento económico, y que
podrían empezar a ver con menos
simpatía la brecha que los separa de
quienes se compran automóviles
Mercedes Benz y gastan 37 mil dólares
en una cena de Año Nuevo. Ya pasó una
vez, durante la revuelta estudiantil de la
plaza Tienanmen en 1989, y no hay
ninguna seguridad de que no vuelva a
ocurrir a mayor escala. Y, lo que es aun
más probable, a juzgar por el ranking de
preocupaciones del gobierno chino,
puede haber una insurrección religiosa
de alguna de las docenas de etnias del
país. No es casual que el gobierno chino
le tenga más miedo al Falung Gong, la
secta religiosa que es reprimida
violentamente cada vez que intenta una
manifestación pública, que a cualquier
grupo político.
Incluso asumiendo que no se
produzca un estallido social, la
economía podría colapsar como
producto de la fragilidad del sistema
bancario. Los grandes bancos chinos
están ahogados por préstamos
irrecuperables, y podrían caerse como
un dominó. Y aunque no se produzca
ninguna catástrofe política o económica,
la mera evolución del sistema político
chino podría conducir a un choque de
intereses entre diversos grupos
corporativos —los poderes fácticos,
como se suelen llamar en América latina
— que lleve al desmoronamiento del
milagro económico del país. A medida
que pasan los años, es probable que los
empresarios superpoderosos comiencen
a tejer sus propias alianzas
extrapartidarias para proteger sus
intereses, y que esto desemboque en un
sistema de barones feudales con sus
propios servicios de seguridad que
podrían terminar enfrentándose unos a
otros.
Si tuviera que arriesgar un
pronóstico, diría que es muy posible que
no ocurra ninguna de estas catástrofes, y
que China seguirá creciendo, aunque a
un ritmo menos fenomenal que el de
estos últimos años. El motivo es muy
sencillo: los hijos de la generación que
vino del comunismo y se convirtió
entusiastamente al capitalismo de Estado
habrán perdido la motivación de sus
padres. La novedad de poder dejar atrás
el uniforme de la Revolución Cultural y
reemplazarlo por una chaqueta de cuero
negro con blue jeans habrá pasado, y —
al igual que ocurre en los países
industrializados con los hijos y nietos de
los inmigrantes— es probable que las
nuevas generaciones no estén tan
dispuestas a trabajar doce horas por día
y a dormir en sus lugares de trabajo, por
salarios de menos de 1 dólar por hora.
De no haber sorpresas en el camino,
China seguirá siendo la fábrica del
mundo, pero será menos competitiva que
ahora, porque sus trabajadores del
futuro difícilmente tendrán el ímpetu de
los actuales. La fiebre capitalista, como
toda fiebre, pasará. Pero mientras tanto,
en el corto plazo, este país tendrá un
impacto cada vez mayor —beneficioso
para muchos a corto plazo, pero
potencialmente perjudicial para todos—
sobre América latina.
CAPÍTULO 3

El milagro irlandés

Cuento chino: «El modelo fracasado


es el modelo capitalista».
(Hugo Chávez, presidente de la
República Bolivariana de Venezuela,
en el programa «Aló Presidente»,
17 de abril de 2005).

DUBLIN, Irlanda —Cuando llegué a


Dublin, la capital de Irlanda, no tardé
mucho en sentirme como en casa.
Caminaba por la calle y sentía un aire
familiar. Jamás había estado en Irlanda,
ni tengo en mí una gota de sangre
irlandesa, ni recuerdo haber tenido
algún interés especial en ese país, más
allá de haber leído las leyendas del Rey
Arturo y el mago Merlín durante mi
adolescencia en la Argentina. Pero
siempre había tenido la idea de que los
irlandeses son los latinoamericanos de
Europa del Norte, o por lo menos tienen
muchas afinidades con los
latinoamericanos.
Y no me equivocaba. Los irlandeses
siempre tuvieron fama de ser bebedores
empedernidos, poetas, músicos,
trotamundos, admiradores de la
bohemia, y más talentosos para la
improvisación que para el trabajo en
equipo. Históricamente, fueron los
primos pobres de sus vecinos británicos,
con los que tradicionalmente tuvieron
una relación de odio y amor no muy
diferente de la que los latinoamericanos
han tenido históricamente con los
Estados Unidos.
Las grandes glorias de Irlanda, como
las de América latina, se dieron en las
artes, las letras y la equitación más que
en las ciencias, la tecnología o el mundo
empresarial. Los irlandeses que hicieron
historia fueron W. B. Yeats, James
Joyce, Oscar Wilde, Samuel Beckett,
George Bernard Shaw, el pintor Francis
Bacon, y —más recientemente— el
conjunto de danza celta Riverdance, el
grupo The Chieftains, Enya, y la banda
U2 y su líder Bono. Pero cuando uno
pregunta si el país tiene figuras de
semejante calibre en las ciencias, los
irlandeses se miran unos a otros como
buscando ayuda para recordar algún
nombre. Por lo menos en mis
conversaciones con ellos, no les vino
ninguno a la memoria.
Todas mis sospechas sobre la
idiosincrasia de los irlandeses fueron
ratificadas a poco de arribar a Dublin,
cuando, con gran angustia, me di cuenta
de que estaba llegando con retraso a mi
primera cita, de las 4 de la tarde. Me
había demorado en un llamado
telefónico en el hotel, quizá confiado en
que estaba apenas a una cuadra de la
oficina del Ministerio de Relaciones
Exteriores donde tenía la entrevista. Salí
corriendo, y llegué casi sin aire al
edificio del Ministerio, en el N.º 74 de
Hartcourt Street, a eso de las 4 y 10
minutos. Inmediatamente, pedí por el
funcionario de relaciones públicas que
había arreglado el encuentro. Yo suponía
que ya estaría en la planta baja, mirando
nerviosamente su reloj, esperándome.
Pero no. Llegó unos minutos después, y
cuando me disculpé profusamente por mi
tardanza, me respondió con una sonrisita
cómplice: «No se preocupe. La cita es a
las 4 de la tarde “I-r-i-s-h T-i-m-e”. (T-
i-e-m-p-o I-r-l-a-n-d-é-s)». En otras
palabras, no había gran drama: podía
llegar tranquilamente unos minutos
tarde, sin problema, porque no
estábamos en Suiza. «Irish Time»
significaba que había cierta flexibilidad
en el horario, agregó, como si estuviera
explicando algo totalmente desconocido
para un latinoamericano. De manera que
cuando me enteré de que, además de
todas sus otras semejanzas con los
latinoamericanos, los irlandeses son
impuntuales, no me quedaron dudas de
que estaba en el lugar adecuado para
investigar cómo los irlandeses habían
logrado su milagro económico.
Doce años no es nada
Irlanda, hasta no hace mucho uno de los
países más pobres de Europa, se ha
convertido en uno de los más ricos del
mundo en apenas doce años. Lo que es
más, ha sido escogido como «el mejor
país del mundo para vivir» por The
Economist Intelligence Unit, la unidad
investigadora de la revista The
Economist, por encima de favoritos de
años anteriores como Suiza, Noruega y
Suecia[1]. ¿Qué han hecho los irlandeses
para pasar de ser un país agrícola
empobrecido a una potencia en
tecnología de punta, y triplicar su
producto bruto per cápita a unos 32 mil
dólares anuales en apenas doce años?
¿Cómo han logrado enterrar siglos de
agitación política, conflictos sociales y
retraso económico, para llegar a tener el
cuarto ingreso per cápita más alto del
mundo? Y lo que es más intrigante aún:
¿cómo han logrado superar en desarrollo
económico a sus propios vecinos
británicos, que siempre los habían
mirado con cierto desprecio?
Estas preguntas son más pertinentes
que nunca a mediados de la primera
década del siglo XXI, cuando proliferan
en los Estados Unidos las teorías
geográficas, religiosas y culturales
sobre el atraso económico de las
naciones. Según estas teorías, lideradas
entre otros por el cientista político
Samuel Huntington, de la Universidad de
Harvard, la pobreza del Tercer Mundo
se debe en gran medida a los climas
tropicales de la mayoría de los países en
desarrollo (que, según estas teorías,
habrían debilitado a sus poblaciones con
pestes a lo largo de la historia), y a la
tradición católica (que habría
privilegiado a la autoridad y el
verticalismo por sobre la iniciativa
individual). Al decidir viajar a Irlanda,
yo me preguntaba: ¿podría América
latina desvirtuar todas estas teorías
deterministas y convertirse en un
milagro económico en un lapso de diez
años, como Irlanda?
Hace relativamente poco tiempo, a
fines de la década de los ochenta,
Irlanda era un desastre económico. El
desempleo rondaba el 18 por ciento, la
inflación había llegado al 22 por ciento,
y la deuda pública era estratosférica.
Como ocurriría una década después en
muchos países de América latina, y
confirmando brevemente los negros
augurios de los «globafóbicos» de
entonces, la apertura económica iniciada
unos pocos años antes había resultado
en el cierre de las plantas automotrices,
textiles y de la industria del calzado, que
hasta entonces habían empleado a
decenas de miles de personas. El país
sufría un estrangulamiento financiero por
su deuda externa, y una emigración
masiva parecida a la de muchos países
latinoamericanos. Alrededor del 90 por
ciento de los impuestos que recaudaba
eran destinados a pagar los intereses de
la deuda externa, lo que no dejaba
prácticamente nada para impulsar
proyectos de desarrollo o mejorar las
condiciones de los pobres. Los niveles
de pobreza eran similares a los del
Tercer Mundo. Como muchos países
latinoamericanos, Irlanda era un país
estancado, que vivía de las remesas de
su creciente población de emigrados en
los Estados Unidos. En 1987, el chiste
más popular en Irlanda era el que los
latinoamericanos habían escuchado
tantas veces en sus respectivos países:
«El último irlandés que se vaya del país,
por favor apague la luz».
Pero el país que encontré a mi
llegada a Dublin quince años después no
tenía nada que ver con la Irlanda casi
tercermundista de pocos años antes. La
economía irlandesa había crecido a un
promedio de casi el 9 por ciento anual
durante gran parte de la década del
noventa, uno de los mejores índices del
mundo. El producto bruto per cápita
había subido de 11 mil dólares por año
en 1987 a más de 35 mil dólares por año
en 2003, lo que hizo que el promedio de
ingresos personales en Irlanda pasara de
estar un 40 por ciento debajo del
promedio europeo en 1973, cuando el
país se incorporó a la Unión Europea, al
36 por ciento por encima de la media
europea en 2003. Ahora, Irlanda tenía un
promedio de ingresos per cápita mayor
que el de Alemania y Gran Bretaña, y el
segundo más alto en la Unión Europea
después de Luxemburgo. Y aunque los
más beneficiados del auge económico
irlandés habían sido los ricos, la
profecía del ex primer ministro Sean
Lemass de que «una marea en alza hace
subir a todos los barcos» se había
cumplido: el desempleo había
disminuido al 4 por ciento, y la pobreza
absoluta había caído al 5 por ciento.
Irlanda era ahora uno de los mayores
centros tecnológicos y de la industria
farmacéutica del mundo. Había logrado
convertirse en la plataforma de
exportación a la Unión Europea, África
y Asia de las principales
multinacionales de la industria
informática y farmacéutica, incluidas
Intel, Microsoft, Oracle, Lotus, Pfizer,
Merck, American Home Products e IBM.
Unas 1100 empresas multinacionales se
habían instalado en el país en los
últimos años, y en su conjunto
exportaban productos por unos 60 mil
millones de dólares anuales. A pesar de
su minúscula población de 4 millones de
personas, Irlanda exporta un tercio de
todas las computadoras que se venden
en Europa, y —lo que es más
sorprendente aún— es el mayor
exportador de software del mundo,
sobrepasando incluso a los Estados
Unidos[2].
El progreso se veía por doquier. A
pesar de ser una de las capitales más
caras de Europa, y de que la economía
había perdido parte de su ímpetu de los
noventa por la recesión mundial y la
creciente competencia de India y China,
la Dublin que conocí era una ciudad
pujante, llena de energía.
En Grafton Street, la calle peatonal
que cruza el centro de la ciudad, me
encontré con una multitud cargando
paquetes con las compras que acababan
de hacer en las tiendas de última moda.
Aunque no se veían tantos extranjeros
como en Londres, una buena parte de los
mozos en los restaurantes céntricos eran
italianos, españoles o asiáticos. Irlanda
no sólo había cesado de ser un país
expulsor de personas, sino que se había
convertido en uno de inmigración.
Muchos de los irlandeses que se habían
ido a los Estados Unidos estaban
regresando, al mismo tiempo que
jóvenes españoles, italianos y griegos
estaban viniendo a trabajar por uno o
dos años, para ganarse unos pesos más
fácilmente de lo que podían hacerlo en
sus países.
Los automóviles en las calles
colindantes eran en su mayoría nuevos.
Había obras en construcción por
doquier. Las avenidas de gran parte de
la ciudad estaban siendo abiertas por
cuadrillas de trabajadores —creando
grandes problemas de tránsito— para la
construcción del Luas, un sistema de
tranvías de 1000 millones de dólares
que conectará gran parte de la ciudad.
En el puerto se estaba construyendo un
megatúnel para facilitar el tráfico de
camiones, y en todas las direcciones
podían verse grúas de construcción en
pleno trabajo. Definitivamente, a los
irlandeses les estaba yendo muy bien.
La receta del progreso
«¿Cómo se logró el milagro irlandés?»,
le pregunté a cuanta persona pude
entrevistar en Dublin. Según me
explicaron funcionarios oficiales,
empresarios y líderes obreros, fue una
combinación de un «acuerdo social»
entre empresarios y obreros de apostar a
la apertura económica, la ayuda
europea, la eliminación de obstáculos a
la creación de nuevas empresas, la
desregulación de la industria de
telecomunicaciones, un blanqueo de
capitales, cortes de impuestos
individuales y corporativos, una fuerte
inversión en la educación, y el hecho de
que los sucesivos gobiernos del país
hubieran mantenido el rumbo pese a los
traspiés iniciales.
Para muchos, lo que hizo arrancar el
«milagro celta» fue el acuerdo entre
empresarios y obreros de 1987. A pesar
de una crisis que había hecho colapsar
la economía después de los primeros
intentos de apertura económica, cuando
los cierres de las fábricas de ensamblaje
de Ford, Toyota y varias empresas
textiles habían llevado el desempleo al
18 por ciento, el gobierno y una buena
parte de la sociedad irlandesa llegaron a
la conclusión de que Irlanda tenía un
mercado demasiado pequeño como para
proteger a las industrias nacionales. Un
país de 3,5 millones de personas no
podía tener una industria automotriz que
pudiera producir autos tan buenos y
baratos como los importados. No había
otra opción que seguir adelante con la
apertura económica, continuar con el
recorte del gasto público y bajar las
tasas de impuestos corporativos para
atraer inversiones extranjeras, por más
trauma social que estas reformas
causaran durante los primeros años.
El gobierno decidió que la prioridad
del país debía ser un acuerdo con los
sindicatos obreros para que aceptaran
menores aumentos de salarios a cambio
de incrementos futuros, a medida que la
economía volviera a crecer. De manera
que en 1987 se firmó el primer
«Acuerdo Social» entre el gobierno, los
empresarios y los obreros, por el cual el
gobierno se comprometió a reducir los
impuestos a los empresarios, los
empresarios se comprometieron a
mantener los empleos de sus compañías,
y los obreros se comprometieron a
exigir menores aumentos salariales, bajo
la promesa de que éstos crecerían
cuando comenzaran a verse los frutos
del acuerdo. El pacto inicial tenía una
duración de tres años, pero fue renovado
desde entonces por sucesivos períodos
de tres años.
«Todo esto lo hicimos sin la ayuda
del Fondo Monetario Internacional», me
dijo con orgullo Kieran Donoghue, jefe
de planeamiento de la Agencia de
Inversiones y Desarrollo de Irlanda, una
especie de Ministerio de Promoción
Industrial del país. «Simplemente, llegó
un punto en el que decidimos que el
capitalismo nacional había sido un
fracaso, porque las élites políticas y
empresariales estaban apostando
únicamente a inversiones seguras, en
cosas como bienes raíces o terrenos, en
lugar de tomar riesgos y crear industrias
que generaran empleos. Entonces
decidimos apostarle a la apertura
comercial, un capitalismo al estilo
norteamericano que estimulara el riesgo
y premiara a los emprendedores».
En un principio, el «Acuerdo
Social» funcionó a medias. La economía
empezó a crecer, pero el crecimiento no
se tradujo en más empleo ni en mejoras
sociales. A los dos años, los sindicatos
comenzaron a ponerse nerviosos: habían
hecho sacrificios para lograr un
crecimiento económico que sólo estaba
beneficiando a los ricos, decían. Pero
los economistas gubernamentales
argumentaban que el crecimiento no
lograba reducir el desempleo
significativamente porque la industria
irlandesa tenía una enorme capacidad
ociosa acumulada. Las fábricas recién
estaban empezando a producir haciendo
uso de todo su potencial. El secreto era
la persistencia. Cerrar los ojos, aguantar
y mantener el rumbo.
Para acelerar el proceso de
recuperación, el gobierno decretó una
amnistía general para evasores de
impuestos. La evasión impositiva en
Irlanda era generalizada: en parte
porque los impuestos eran sumamente
altos —58 por ciento para los
individuos de mayores ingresos, y 50
por ciento para las corporaciones—,
había una enorme masa de irlandeses
que no reportaban sus ingresos. El
gobierno les dio seis meses para
adherirse a la amnistía, y mientras los
economistas gubernamentales esperaban
que el blanqueo produjera ingresos de
unos 45 millones de dólares, el país
recibió el equivalente a 750 millones de
dólares. Al poco tiempo, se demostró
que las nuevas políticas estaban dando
sus frutos: en 1993, el desempleo
comenzó a disminuir lentamente, y luego
a caer cada vez más vertiginosamente.
Al final de los años noventa, el mismo
país que expulsaba unos 30 mil
trabajadores por año había frenado la
emigración por completo, y se había
convertido en un receptor neto de unos
40 mil trabajadores extranjeros por año.
Sin duda, el ingreso de Irlanda a la
Unión Europea en 1973 y la ayuda
económica de la UE en los años
siguientes aceleró el crecimiento
económico. Pero, contrariamente a lo
que uno podía suponer, los subsidios
europeos no fueron el factor más
importante del milagro irlandés, ni
tuvieron un efecto inmediato. La
apertura económica irlandesa había
comenzado mucho antes del ingreso del
país a la UE, cuando tras varias décadas
de nacionalismo político y
proteccionismo comercial, Irlanda había
firmado el acuerdo de libre comercio
angloirlandés con Gran Bretaña en
1965.
«Hasta entonces, habíamos sido un
país atrasado, aislacionista, cuya forma
de expresar su independencia de Gran
Bretaña había sido buscar la
autosuficiencia y la sustitución de
importaciones», me comentó Brendan
Lyons, el subsecretario de Relaciones
Exteriores. «Lo único que habíamos
logrado fue crear una industria nacional
ineficiente». En 1973, cuando Irlanda
pasó a formar parte de la Unión
Europea, su mercado se amplió de 3,5
millones a 300 millones de
consumidores. «La entrada a la Unión
Europea nos permitió reducir nuestra
dependencia de Gran Bretaña, y al
mismo tiempo convertirnos en
plataforma para las inversiones de los
Estados Unidos dirigidas a la
Comunidad Europea», me explicó
Lyons. Los años que siguieron no habían
sido fáciles. La apertura económica
había causado numerosos cierres de
fábricas, y el país se había pauperizado
paulatinamente hasta la firma del primer
«Acuerdo Social» quince años después.
Claro, la ayuda económica de la UE
hizo que la transición fuera más
soportable. Sin embargo, desvirtuando
la idea de muchos políticos
latinoamericanos que exigían un nuevo
«Plan Marshall» de los Estados Unidos
con el argumento de que el milagro
irlandés sólo había sido posible gracias
a los generosos subsidios de la UE, los
funcionarios irlandeses me aseguraron
que la ayuda económica nunca llegó a
ser el factor determinante del despegue
de su país. Durante muchos años, la UE
había aportado generosos «fondos de
cohesión» y «fondos estructurales» a
Irlanda, al igual que había hecho con
España, Portugal y Grecia. Irlanda había
recibido una buena porción de estos
fondos, en parte para evitar un éxodo
masivo de trabajadores a los países más
industrializados de la comunidad
europea. Tan sólo entre 1989 y 1993, la
UE le había dado a Irlanda 3400
millones de dólares para la construcción
de puentes, caminos y líneas telefónicas,
entre otras obras de infraestructura, y
para subsidiar a los sectores más
amenazados del sector agrícola. Entre
1994 y 1999, recibió un segundo
paquete de fondos estructurales y de
cohesión de la UE por valor de unos 11
mil millones de dólares, según datos de
la propia Unión Europea.
«Sin esos fondos, hubiera sido muy
difícil levantarnos», me confesó el
viceministro de Relaciones Exteriores,
Lyons. «En esa época teníamos que
cortar los gastos del Estado para sanear
nuestra economía. Sin ayuda de la Unión
Europea, el costo social de los recortes
hubiera sido mucho mayor de lo que
fue… Pero el milagro irlandés se
hubiera dado igual». El país se hubiera
levantado de cualquier manera por todas
las demás reformas estructurales que
había emprendido para atraer la
inversión, incluyendo la flexibilización
laboral y la reducción de los impuestos
corporativos, y por la decisión de sus
empresarios y obreros de no torcer el
rumbo a mitad de camino, agregó.
Sacando un libro de la pequeña
biblioteca de su oficina, Lyons pasó a
demostrarme su aseveración con datos
estadísticos. Los subsidios de la UE a
Irlanda habían comenzado en 1973, y sin
embargo el país no había despegado
sino hasta quince años después. Los
fondos de ayuda de la UE a Irlanda se
habían incrementado aun más en 1992,
después del tratado de Maastricht, y sin
embargo la ayuda económica europea
nunca había llegado a representar más
del 5 por ciento del producto bruto de su
país. Los estudios más serios sobre la
incidencia de los fondos de cohesión y
los fondos estructurales sobre la
economía irlandesa concluían que
habían contribuido un promedio de un
0,5 por ciento al crecimiento económico
del país en la década de los noventa. No
era una ayuda despreciable, pero —en
un país que crecía a un promedio de casi
7 por ciento anual— estaba lejos de ser
el factor principal del éxito
económico[3]. Más bien, había ayudado
a hacer más soportable el sacrificio en
la época de transición a una economía
global.
Más técnicos, menos
sociólogos
¿Qué fue, entonces, lo que hizo
progresar tanto a Irlanda en tan poco
tiempo? Además del «Acuerdo Social»,
Irlanda eliminó las trabas que
obstaculizaban el establecimiento de
empresas, convirtiendo al país en uno de
los más amigables para las inversiones
extranjeras. Hoy día, para abrir una
empresa en Irlanda hacen falta sólo tres
procedimientos legales que se realizan
en un promedio de doce días, según las
tablas del Banco Mundial[4]. Comparada
con México, donde se requieren siete
trámites legales y cincuenta y un días, o
la Argentina, donde hacen falta quince
trámites burocráticos y sesenta y ocho
días, Irlanda es un paraíso para las
inversiones extranjeras.
Otros factores clave de las políticas
de Irlanda para atraer las inversiones
extranjeras fueron el apoyo estatal a la
investigación universitaria de productos
con posibilidades comerciales, y los
lazos tendidos por el gobierno a la
diáspora irlandesa —sobre todo en los
Estados Unidos— para atraer empresas
al país. Tras desregular la industria de
las telecomunicaciones, que hizo bajar
enormemente el costo de los llamados
telefónicos internacionales y las
conexiones por Internet, y recortar los
impuestos corporativos, Irlanda se
propuso como política de Estado atraer
a las principales empresas de
computación del mundo. Y para poder
abastecerlas con mano de obra
calificada, los sucesivos gobiernos
invirtieron fuertes sumas en las décadas
del ochenta y noventa para estimular las
carreras universitarias de ciencia y
tecnología, creando dos nuevas
universidades y dándoles más dinero a
las existentes.
Antes de su entrada en la UE,
Irlanda, al igual que los países
latinoamericanos de hoy, tenía un
enorme porcentaje de sus estudiantes en
carreras vinculadas a las ciencias
sociales. Pero el país resolvió que
necesitaba más científicos y técnicos, y
menos sociólogos. En la década del
noventa, el número de estudiantes
universitarios creció 80 por ciento, y el
de los estudiantes que siguen carreras de
ciencia y tecnología aumentó en más de
100 por ciento. Los estudiantes de
computación, por ejemplo, aumentaron
de 500 en el año 1996 a 2 mil en 2003,
según cifras oficiales.
«Desde la década del setenta,
cuando entramos en la Unión Europea,
hemos tenido una política de Estado
deliberada en el sentido de destinar más
recursos a las escuelas de ingeniería y
las ciencias», me señaló Dan Flinter, el
presidente de Enterprise Ireland, una
especie de Ministerio de Planeamiento
del gobierno irlandés. «Lo hicimos
mediante la creación de dos nuevas
universidades, específicamente
destinadas a estas carreras».
Desde la escuela primaria, los
maestros irlandeses —siguiendo las
orientaciones del Ministerio de
Educación— incentivan el estudio de las
carreras técnicas utilizando cualquier
excusa, me comentaron varios padres de
niños en edad escolar. Por ejemplo, una
tarea típica para los estudiantes es
analizar un concierto de rock de U2
desde docenas de aspectos técnicos:
desde la fabricación del podio donde
tocan los músicos, hasta la acústica del
local, pasando por los detalles
comerciales y administrativos del
evento. Otra tarea se centra en el estudio
del club de fútbol favorito de cada
estudiante, incluyendo la construcción
de su estadio, su contabilidad y
administración.
El énfasis nacional sobre la
educación en los últimos años produjo
un impacto cultural enorme, al punto que
los principales periódicos del país
dedican varias páginas al día a noticias
educativas, como debates de expertos en
torno de los rankings de las mejores
escuelas del país, o críticas de escuelas
primarias, secundarias o universidades
hechas en forma parecida a las críticas
musicales o artísticas.
El gobierno apoyaba fuertemente las
investigaciones científicas y técnicas
que tuvieran posibilidades comerciales.
Según Flinter, el encargado de la
agencia de planificación económica
irlandesa, una de las principales
responsabilidades de su agencia era
identificar proyectos de investigación
promisorios en las universidades, y
aportarles fondos para que pudieran
concretarse. Como promedio, Enterprise
Ireland invierte fondos estatales en unos
setenta proyectos en distintas
universidades para el desarrollo de
productos con posibilidades
comerciales, me explicó. Por ejemplo,
en ese momento, la agencia acababa de
constituir un fondo de inversión con
empresas privadas para el desarrollo de
un programa de computación con
aplicaciones para teléfonos celulares.
«¿Qué significa eso?», pregunté.
«Significa que, junto con otros socios, le
dimos un millón de euros a un equipo de
investigadores del Trinity College para
que desarrolle una aplicación concreta
de un programa para que pueda ser
usado para juegos en teléfonos
celulares», respondió Flinter. «Le
damos al equipo de investigadores de
seis a nueve meses para que desarrollen
la aplicación, luego hacemos las
pruebas, y después salimos a ofrecer el
producto a las empresas de telefonía
celular».
A medida que aumentaba el número
de proyectos y varios de ellos
resultaban en éxitos comerciales,
Enterprise Ireland vendía sus acciones
en las empresas y, con suerte,
recuperaba con creces su inversión
original. En un buen año, la agencia de
planificación irlandesa recaudaba 100
millones de dólares de la venta de
acciones en las empresas embrionarias
de las que participaba. Eso representaba
un tercio del presupuesto total de la
agencia estatal, que cuenta con 900
empleados públicos y 34 oficinas
comerciales en todo el mundo para la
promoción de las exportaciones
irlandesas.
Pero quizá lo que más me llamó la
atención de la receta económica
irlandesa —por la posibilidad de ser
imitada en América latina— era el uso
de sus migrantes en otros países como
puentes de presentación para aumentar
las exportaciones y la inversión
extranjera. Irlanda tenía entre 30 y 40
millones de paisanos y descendientes de
irlandeses en los Estados Unidos.
Muchos descendientes de irlandeses que
habían emigrado durante la gran
hambruna de 1840 eran ahora exitosos
empresarios de las multinacionales más
grandes del mundo. Los sucesivos
gobiernos de Irlanda habían decidido,
como política de Estado, cultivar al
máximo las relaciones con sus
comunidades en los Estados Unidos,
especialmente con sus miembros más
exitosos del mundo empresarial. Los
funcionarios de la embajada de Irlanda
en Washington, por ejemplo, conseguían
a través de Internet o de registros
públicos listas con los directivos de
empresas en todo Estados Unidos,
buscaban a los de origen irlandés y los
contactaban.
«Usamos nuestras embajadas en el
exterior para identificar y acercarnos a
la gente de origen irlandés que más nos
interesa», me explicó Donoghue, de la
Agencia de Inversiones y Desarrollo,
con la mayor naturalidad. «Tenemos la
suerte de que muchos irlandeses-
americanos han llegado a puestos
importantísimos en las corporaciones
norteamericanas. Nosotros los invitamos
a eventos sociales en nuestras
embajadas, hacemos contacto con ellos
y luego les hacemos una presentación
sobre las ventajas de invertir en Irlanda
o en empresas irlandesas».
Por supuesto, el hecho de que un
ejecutivo de una multinacional fuera
irlandés, o descendiente de irlandeses,
no garantizaba que contestara las
llamadas de la embajada de Irlanda, y
mucho menos que tratara de convencer a
su empresa de invertir en ese país. Pero,
en el mundo competitivo de hoy, donde
los países gastan millonadas en agencias
de relaciones públicas sólo para lograr
que una empresa los reciba y escuche,
era un sistema que abría numerosas
puertas. Había muchas más
posibilidades de que un ejecutivo de
origen irlandés respondiera el llamado
de la embajada de Irlanda a que lo
hiciera uno descendiente de alemanes o
guatemaltecos. Y una vez que los
funcionarios irlandeses lograban la cita,
tenían un buen producto para vender.
«Obviamente,
estábamos
equivocados»
Pero, desde una óptica latinoamericana,
mi mayor curiosidad era hablar con los
líderes sindicales irlandeses. ¿Habían
participado voluntariamente en la
apertura económica del país que había
llevado a tantos cierres de empresas en
una primera etapa? ¿O les habían
torcido el brazo, ya fuera con un garrote
o a billetazos? Al igual que sus pares en
América latina de la actualidad, los
líderes del Congreso de Sindicatos
Laborales de Irlanda (ICTU), la central
de trabajadores organizados del país, se
habían opuesto tenazmente al libre
comercio a comienzos de la década del
setenta. La central sindical había sido la
principal promotora del «No» en el
referéndum de 1972 para decidir la
entrada del país en la Unión Europea,
argumentando —con razón, en el corto
plazo— que el libre comercio resultaría
en el cierre masivo de las fábricas
automotrices, textiles y del calzado en
Irlanda. Pero el «Sí» ganó el referéndum
por un amplio margen, y el país entraría
a la Unión Europea a los pocos meses.
Dos décadas después, los
trabajadores irlandeses habían dado un
giro de 180 grados. La ICTU ya no era un
frente de batalla contra el capitalismo,
sino un ente negociador para lograr
mejores salarios para sus afiliados, que
asomaba la cabeza cada tres años para
negociar un nuevo «Acuerdo Social»
con los empresarios y el gobierno.
Pocos irlandeses saben ahora a qué se
dedica la ICTU, o dónde están sus
oficinas. El taxista que me llevó a la
sede de la central sindical tardó un buen
rato en encontrar el lugar. Tenía una
vaga idea de lo que era la ICTU, pero
nunca había visto el edificio, ni sabía
dónde estaba. Resultó ser una de varias
casas en una hilera de viviendas de
cuatro pisos, como calcadas una de la
otra, sobre Parnell Square, una de las
zonas del viejo centro de Dublin. Años
atrás, había sido una zona residencial de
clase media alta, pero en años recientes
había sido invadida por trabajadores
asiáticos y africanos. La central de
trabajadores era una casa más, apenas
distinguible por un cartel al lado de la
puerta. Obviamente, no era un punto de
referencia central en la capital irlandesa
como para que cualquier taxista nativo
la conociera.
Oliver Donohoe, un veterano de las
luchas sindicales irlandesas que ahora
se desempeñaba como uno de los
máximos funcionarios de la ICTU, me
abrió la puerta y me invitó a pasar a la
sala de conferencias, que obviamente
había sido en alguna época el comedor
de una casa de familia. El lugar estaba
modestamente amueblado. La única
decoración eran pósters de congresos
sindicales internacionales, muchos de
ellos sin enmarcar, pegados a las
paredes con tachuelas. Una vez
sentados, le pregunté a Donohoe cómo
veía, a la luz de la historia, la decisión
de la central sindical de oponerse al
libre comercio y la integración con la
Unión Europea a comienzos de los años
setenta. El veterano sindicalista me
respondió con una sonrisa resignada:
«Obviamente, estábamos equivocados».
Según Donohoe, la central sindical
había enfocado su oposición al libre
comercio en sus temores bien fundados
de que la integración a la Unión Europea
terminaría destruyendo muchas
industrias irlandesas y dejaría a miles
de trabajadores en la calle. Lo que la
ICTU no había previsto era que la
conversión a una economía abierta
crearía muchas más fuentes de trabajo, y
con mucho mejor paga, de las que se
perdieran en una primera etapa. Con el
correr de los años, la ICTU cambiaría
gradualmente su posición. «Una vez que
perdimos el referéndum y el país se unió
a la Unión Europea, empezamos a
trabajar con la Confederación de
Sindicatos de Trabajadores Europeos, y
muy pronto nos dimos cuenta de que
podíamos usar la integración europea a
nuestro favor», me explicó.
El parteaguas del movimiento
sindical irlandés había tenido lugar a
mediados de la década del setenta,
cuando la Unión Europea acordó exigir
a todos sus países miembros que
igualaran los salarios de las mujeres y
los hombres. El gobierno irlandés se
opuso a la medida, argumentando que el
país necesitaba más tiempo para
acomodarse a la nueva norma. La central
sindical irlandesa, en cambio, apoyó la
medida con entusiasmo, y se encontró —
para su sorpresa— con que sus mejores
aliados eran los demás países de la
Unión Europea y las instituciones
supranacionales de la comunidad.
«Simbólicamente, eso marcó un cambio
de rumbo en nuestra orientación
política», recuerda Donohoe. «A partir
de entonces, hemos apoyado la
integración comercial y hemos votado a
favor de una mayor integración con
Europa en cada uno de los referéndums
que se hicieron después», agregó. Los
sindicalistas irlandeses habían
descubierto que la apertura económica,
con todos sus problemas, conducía a una
mayor apertura política y a políticas
sociales más a tono con las de los países
más industrializados.
Hacia el final de la entrevista,
cuando le pregunté si los trabajadores se
habían beneficiado del milagro irlandés,
Donohoe se encogió de hombros. Como
reconociendo un hecho indiscutible sin
dejar de rescatar la lucha sindical a la
que había dedicado su vida, señaló: «En
términos generales, no hay duda de que
sí. Aunque la brecha entre los ricos y los
pobres ha crecido, el nivel de vida de
los pobres ha subido. La idea de que una
marea creciente haría subir a todos los
barcos resultó ser cierta. Si tuviera que
resumir nuestra posición, diría que el
crecimiento económico ha beneficiado a
los trabajadores, aunque no lo
suficiente».
¿Cuáles eran, entonces, las
reivindicaciones del movimiento obrero
irlandés? Pocos días después de mi
entrevista con Donohoe, leí un artículo
en el periódico Irish Independent que
relataba el estado de las negociaciones
por un nuevo «Acuerdo Social» que me
hizo menear la cabeza de asombro.
Según el periódico, el SIPTU, uno de los
mayores sindicatos miembros de la
central sindical irlandesa, había resuelto
en su reunión anual exigir al gobierno
que se redujera el horario laboral a 30
horas por semana, con horarios
flexibles. Durante la reunión, la
dirigencia sindical había calificado
como un abuso el actual horario de
trabajo de 40 horas semanales. Me
pareció un dato sorprendente. Para un
país que apenas quince años antes tenía
una tasa de desempleo de 18 por ciento,
la exigencia actual de los trabajadores
parecía, por lo menos a los ojos de un
visitante extranjero, más un motivo de
celebración que otra cosa[5].
Los traumas del
progreso
Con el correr de los años, el éxito
económico irlandés había elevado
significativamente el nivel de vida del
país, y por lo tanto los salarios. Los
bajos costos laborales, que habían sido
un importante aliciente para las
inversiones extranjeras en las décadas
de los ochenta y noventa, eran cosa del
pasado. China, India y los nuevos países
de la ex Europa del Este estaban
ofreciendo salarios mucho más bajos y
fuerzas de trabajo cada vez más
calificadas. Sin embargo, desvirtuando
las teorías de quienes aseguran que la
apertura económica es «una carrera
hacia abajo» que no hace más que forzar
a los países a reducir sus salarios para
no quedarse atrás de sus competidores
aun más pobres, Irlanda salió airosa. A
principios del nuevo milenio, no sólo
tenía un desempleo de apenas 4 por
ciento, sino que había aumentado los
salarios de una buena parte de sus
trabajadores al crear empleos cada vez
mejor remunerados.
El caso de la multinacional Apple
era un buen ejemplo. En 1977 empleaba
1800 personas en su fábrica de Cork, en
el sur de Irlanda. Pero en los años
siguientes, cuando sus competidores
comenzaron a producir más
eficientemente en otros países, Apple
trasladó gran parte de sus operaciones
de Cork a la República Checa y Taiwan,
donde los costos laborales eran mucho
menores y había una gran oferta de mano
de obra calificada. ¿Se produjo un
colapso económico en Cork con la
salida de una de sus principales fuentes
de trabajo? En absoluto. Según
directivos de la empresa, la fábrica de
Apple en Cork se transformó en un
centro de servicios e investigación
regional para toda Europa, con 1400
empleados, la mayoría de ellos
graduados universitarios, y casi todos
con trabajos mejor remunerados que los
anteriores. En muchos casos, se capacitó
a los propios operarios de las fábricas
desmanteladas. En otros, se contrató a
nueva gente. El cambio fue traumático
para muchos, pero el resultado final fue
una mayor infusión de dinero a la
ciudad, con todo el efecto derrame que
eso trajo[6].
Claro, el progreso había traído
nuevos problemas a los irlandeses: el
costo de la vivienda había subido
vertiginosamente, el tráfico en las calles
de Dublin y otras ciudades era cada vez
más caótico, y la llegada de nuevos
inmigrantes estaba creando cada vez
más problemas para el sistema de salud,
que ya no daba abasto. Pero eran
problemas propios del desarrollo, que
la mayoría de los países estancados
preferirían al desempleo, la
criminalidad y la pobreza.
El ejemplo irlandés y
América latina
Los gobiernos latinoamericanos
nostálgicos del proteccionismo y los
empresarios monopólicos para quienes
la globalización es una amenaza
argumentan que no se puede usar el
milagro irlandés como un ejemplo para
la región, porque Irlanda se benefició de
varias circunstancias especiales.
Ciertamente, hay algunos factores que
ayudaron a Irlanda que no se dan en
América latina, como la asistencia de
sus vecinos, y que difícilmente se darán
en un futuro próximo.
Irlanda recibió más de 15 mil
millones de dólares en fondos de ayuda
de la UE en un momento crítico de su
transición a una economía abierta.
Aunque estos fondos no fueron el factor
determinante del éxito económico
irlandés, le permitieron afrontar las
presiones sociales que resultaron del
ajuste económico. América latina, por
ahora, no puede contar con una
generosidad similar de los Estados
Unidos. En segundo lugar, Irlanda —a
diferencia de América latina— gozó de
una ventaja natural: los irlandeses
hablan inglés. Eso les ayudó no sólo a
recibir centros de atención al público de
las grandes empresas norteamericanas
—que trasladaron sus «callcenters»
primero a Irlanda, y en años más
recientes a India, para reducir costos
laborales— sino que les permitió
también ofrecer una mano de obra que
podía entenderse con supervisores en
los Estados Unidos o Gran Bretaña en el
idioma predominante del comercio y la
industria mundiales. América latina no
tiene esa ventaja, aunque muchos de sus
países cuentan con una población
suficientemente bilingüe como para
desarrollar varias industrias de
servicios en inglés escrito. En tercer
lugar, tal como me lo había comentado
Donoghue, de la Agencia de Inversiones
y Desarrollo, Irlanda tenía la suerte de
contar con una comunidad de más de 30
millones de irlandeses-americanos en
los Estados Unidos, que no sólo habían
enviado remesas millonarias al país de
sus ancestros sino que habían resultado
excelentes contactos para atraer
inversiones al país. Los
latinoamericanos tienen unos 36
millones de compatriotas en los Estados
Unidos, que en su mayoría no alcanzaron
los niveles económicos de los
irlandeses-americanos, son inmigrantes
más recientes y tienen lazos más sólidos
con sus países natales.
¿Por qué América latina no podría
hacer lo mismo? La lista de
latinoamericanos en cargos clave del
mundo empresarial es enorme: además
de Carlos Gutiérrez, el cubano criado en
México que fue presidente de la
gigantesca multinacional de alimentos
Kellogg’s antes de ser nombrado
secretario de Comercio, y del brasileño
Alain Belda, el presidente de Alcoa, la
empresa siderúrgica más grande del
mundo, un porcentaje considerable de
latinoamericanos está al frente de las
oficinas para América latina de las
multinacionales de los Estados Unidos.
Basta mirar cualquier listado de
ejecutivos de las quinientas empresas
más importantes de los Estados Unidos
que publica anualmente la revista
Forbes para encontrarlos.
Camino al aeropuerto de Dublin
para tomar mi vuelo de regreso, no pude
más que concluir que el «milagro celta»
podría servir de ejemplo a varios países
latinoamericanos, aunque más no fuera
como modelo inspirador. Como lo
señalaría poco después el académico
mexicano Luis Rubio, «Irlanda
demuestra que las limitantes no son
económicas, sino mentales y
políticas»[7]. Tal como lo describió
Rubio, «los irlandeses se vieron en el
espejo y se percataron de lo obvio: su
país se estaba rezagando no por causa
de una conspiración del resto, o porque
el pasado fuera sagrado, ni porque las
importaciones desplazaran a sus
productores locales, ni porque faltara
capital u oportunidades de inversión o
exportación, sino simple y llanamente
porque ellos mismos estaban inertes…
Una vez que (los irlandeses) estuvieron
dispuestos a enfrentar sus carencias y a
organizarse para aprovechar su
potencial, las oportunidades económicas
se abrieron casi por arte de magia»[8].
Por supuesto que hay diferencias
entre Irlanda y los países de América
latina, y son dignas de ser tenidas en
cuenta. Pero las semejanzas entre la
Irlanda de hace dos décadas y la
América latina de hoy son mucho
mayores que las diferencias, y
desvirtúan las predicciones de que
América latina está condenada por su
historia, religión y cultura a vivir en el
atraso. Si Irlanda, hasta hace poco un
país agrícola pobre, conocido apenas
por su afición a la cerveza, sus poetas y
músicos, la impuntualidad de su gente,
su falta de apego a las leyes y la
violencia política, pudo convertirse en
una potencia económica en sólo doce
años, no hay razones biológicas por las
cuales los países de América latina no
puedan copiar varias de sus recetas y
convertirse en éxitos económicos
parecidos.
CAPÍTULO 4

La «nueva Europa».

Cuento chino: «Después de la caída


soviética… ¡el socialismo ha
resurgido! Podemos decir con Carlos
Marx: ¡el fantasma vuelve a recorrer
el mundo!».
(Hugo Chávez, presidente de la
República Bolivariana de Venezuela,
14 de agosto de 2005).
CRACOVIA, Polonia —Mi llegada
a Polonia no fue del todo afortunada. Me
di cuenta de que había entrado con el pie
izquierdo cuando, en mi primera
entrevista con un alto funcionario
polaco, le comenté entusiasmado —
diciendo la verdad, pero también
tratando de ganarme su confianza— que
había venido a escribir «sobre el auge
económico de Europa del Este». Para mi
sorpresa, el hombre no reaccionó con
mucha alegría. Más bien, me miró algo
ofendido. Inmediatamente, su expresión
cambió a un gesto de intriga —como si
estuviera hablando con un extraterrestre
— y pasó a leer mi tarjeta de
presentación sobre la mesa. Cuando vio
«Editor para América latina, The Miami
Herald», se tranquilizó, y en tono
paternal me dijo: «Mire, permítame
sugerirle que no diga que está
escribiendo sobre Europa del Este,
porque a muchos en este país no les va a
caer bien. Nosotros estamos en Europa
Central. Polonia está en Europa Central,
no en Europa del Este». Según me
explicó, Polonia, la República Checa,
Eslovaquia y Hungría ya no tenían nada
que ver con la división artificial de la
región que se había hecho en tiempos
del bloque soviético. Ahora habían
vuelto a ser lo que siempre habían sido,
Europa Central. Y los países de Europa
de Este, los más atrasados de la región,
eran naciones como Ucrania y
Bielorrusia. Le pedí perdón por mi
ignorancia. Obviamente, había venido a
escribir sobre una región y me había
encontrado con otra, por lo menos en el
imaginario colectivo de sus
funcionarios.
Los países de Europa Central, o la
«nueva Europa» —el término que el
secretario de Defensa estadounidense
Donald Rumsfeld había creado para
describir a los países de la ex Europa
del Este que ahora estaban abrazando el
capitalismo con un entusiasmo casi
religioso—, estaban tan compenetrados
con su nueva imagen de potencias
emergentes que hasta se habían
cambiado el nombre. El término
«Europa del Este» había sido desterrado
del vocabulario local, y los funcionarios
sacaban a relucir las glorias de sus
países en siglos pasados para presentar
su pobreza en la segunda mitad del siglo
XX como un accidente de la historia.
Poco después de mi primer traspié, me
encontré con una situación parecida en
una entrevista con Witold Orlowski, el
jefe de asesores económicos del
presidente polaco Aleksander
Kwasniewski, cuando le pregunté cómo
estaban haciendo Polonia y sus vecinos
para atraer más inversiones en relación
con su tamaño que México, Brasil o la
Argentina.
Orlowski me sugirió que cualquier
comparación con América latina era
inapropiada, porque Polonia y muchos
de sus vecinos habían sido países
relativamente avanzados en el pasado,
con altos niveles educativos y
culturales. Algunos países de «Europa
Central», como la República Checa,
habían estado incluso entre los más
ricos de toda Europa antes de la
Segunda Guerra Mundial, explicó.
«Nosotros somos países europeos que
por una mala broma de la historia
terminamos ubicados en el bloque
soviético. Éramos países
industrializados que nos empobrecimos
a partir de que fuimos colocados en el
campo soviético». Y lo que estaba
ocurriendo ahora, según la última
revisión histórica de «Europa Central»,
era que los países de la región estaban
regresando a su antiguo esplendor.
Me había decidido a visitar Polonia
y la República Checa después de leer un
informe de la Conferencia de las
Naciones Unidas para el Comercio y el
Desarrollo (UNCTAD), según el cual
estos dos países atraerían más
inversiones extranjeras en los próximos
años que México, Brasil, la Argentina y
cualquier otro país latinoamericano. La
UNCTAD había hecho una encuesta entre
335 compañías multinacionales sobre
cuáles eran los países donde pensaban
invertir en los próximos cinco años. Y
América latina no figuraba ni por asomo
entre los primeros puestos. En primer
lugar, como era de prever, estaba China,
seguida por India, Estados Unidos,
Tailandia, y luego Polonia y la
República Checa. El primer país
latinoamericano que aparecía en la lista
era México, que compartía con Malasia
el séptimo lugar[1]. Los demás estaban
muy por detrás.
El ranking de las Naciones Unidas
confirmaba que las inversiones en
América latina estaban cayendo en
picada, mientras que los países de la ex
Europa del Este estaban recibiendo una
avalancha de inversiones de todas partes
del mundo. ¿Qué estaban haciendo ellos
que no estaban haciendo los
latinoamericanos?, me preguntaba. La
mejor forma de averiguarlo era viajar a
los dos países y verlo en carne propia.
«El mejor momento
desde el siglo XVI»
Como muchas naciones
latinoamericanas, Polonia es un país de
ingresos medios, agrícola-industrial,
sumamente nacionalista, católico,
futbolero, cortoplacista, burocrático y
bastante corrupto. Tiene un ingreso per
cápita no muy diferente del de México o
la Argentina, un cinismo generalizado
sobre su clase política, y una historia
tanto o más convulsionada que la de la
mayoría de los países latinoamericanos.
En el índice de Transparencia
Internacional, la organización no
gubernamental que realiza todos los
años una tabla de percepción de
corrupción en 133 países de todo el
mundo, Polonia aparece en el mismo
nivel que México, y con mayores niveles
de corrupción que Brasil, Colombia y
Perú[2]. Prácticamente no hay mes en que
la prensa no devele un nuevo escándalo
de corrupción política. Los primeros
ministros cambian a menudo, ya sea por
acusaciones de recibir sobornos o
porque el Congreso los echa por
incompetentes. Los periódicos polacos
no difieren mucho en sus titulares de los
latinoamericanos. Y cuando salió una
encuesta según la cual el 90 por ciento
de los conductores polacos admitían
haber pagado un soborno a la policía
para que no les hiciera una boleta, el
chiste que circuló por todo el país era
que el 10 por ciento restante le había
mentido a los encuestadores.
Muchos polacos con los que hablé
atribuyen la corrupción al pasado
reciente: durante el régimen comunista,
los polacos —que eran los socios
díscolos del bloque soviético, al punto
de que Stalin había dicho que implantar
el comunismo en Polonia era como tratar
de ponerle una silla de montar a una
vaca— se habían ufanado de
arreglárselas para vivir mejor que los
países comunistas vecinos.
Los polacos de la era socialista
decían que éste era un país de negocios
vacíos y departamentos llenos. El
secreto de la supervivencia en aquella
época era el «pokombinowac», o la
habilidad de los polacos para tener una
«conexión» en alguna tienda estatal para
conseguir lo que no se encontraba en los
escaparates de los negocios. La
corrupción era de subsistencia contra la
burocracia y el control estatal, y se
había extendido a todos los rincones de
la economía. Y tras la era soviética,
muchas de las viejas costumbres seguían
intactas. Todavía hoy, con el equivalente
a 15 dólares se puede convencer a un
policía para que deje de hacer una multa
de tránsito, y hay gestores para casi
todos los trámites burocráticos habidos
y por haber.
Y como muchos países
latinoamericanos, Polonia se define
políticamente por sus temores ante las
potencias imperiales más cercanas. En
la Polonia de hoy, para mi asombro, el
líder más admirado es el fallecido
presidente de los Estados Unidos
Ronald Reagan, el conservador
republicano cuya carrera armamentista
ayudó a precipitar el fin de la Unión
Soviética. Polonia había sido invadido
por la Unión Soviética y Alemania
varias veces en su historia. Y así como
muchos latinoamericanos sienten
simpatía por Rusia o Cuba por el solo
hecho de que representan una oposición
a los Estados Unidos, muchos polacos
son pronorteamericanos por el simple
hecho de que los Estados Unidos
representan un freno a Rusia o a
Alemania. «Uno siempre idealiza a
aquellos que no son sus vecinos», me
señaló un funcionario polaco,
explicando el fenómeno. «Polonia es
probablemente el país más
pronorteamericano de la ex Europa del
Este, y la ex Europa del Este es mucho
más pronorteamericana que la Europa
Occidental». De manera que cuando el
presidente Bush pidió ayuda
internacional tras la invasión
estadounidense a Irak, a nadie le
sorprendió mucho que Polonia fuera uno
de los primeros países en responder,
enviando más de 2500 hombres y
haciéndose cargo de las tropas
multinacionales en una de las
principales regiones militares de Irak.
A pesar de todas estas semejanzas,
hay una enorme diferencia entre la
Polonia de hoy y muchos países
latinoamericanos: se respira un aire de
optimismo. Polonia, como sus vecinos
de la ex Europa del Este, está
renaciendo. La economía polaca está
creciendo a un ritmo de casi 6 por ciento
anual, en parte por un boom de
inversiones extranjeras, atraídas por los
bajos costos laborales, los incentivos
fiscales y la alta educación de la
población. Y aunque el desempleo
todavía alcanzaba casi el 20 por ciento
cuando visité este país, estaba
empezando a bajar. Al igual que muchos
de sus vecinos de la «nueva Europa»,
todo parece indicar que Polonia seguirá
creciendo a un ritmo igual o superior en
los próximos años. Las inversiones
extranjeras crecieron de 4 mil millones
al año a fines de la década del noventa a
unos 8 mil millones en 2004, y el
gobierno esperaba llegar a los 10 mil
millones en 2006. «Polonia tiene por
delante un período de muchos, pero
muchos años de crecimiento muy alto»,
me dijo Orlowski, el jefe de asesores
económicos del presidente polaco.
Helena Luczywo, la jefa de redacción de
Gazeta Wyborcza, fue aun más lejos:
«Polonia está pasando por su mejor
momento desde el siglo XVI», aseguró[3].
En Cracovia, la antigua capital de
Polonia, ahora convertida en un centro
industrial y turístico, el progreso es
visible por todos lados. Cuando llegué a
la ciudad, algunos meses después del
ingreso de Polonia en la Unión Europea,
había un clima de fiesta. Aunque la
incorporación a la UE había resultado
en aumentos de precios de varios
productos, la plaza central de Cracovia,
conocida por su majestuosa Basílica de
Santa María del siglo XIII, estaba repleta
de gente haciendo compras. En la Rynek
Glowny, la calle principal de la plaza,
se veían polacos y turistas italianos y
alemanes entrando y saliendo de las
tiendas, con bolsas de compras en las
manos, o sentados en los cafés,
comiendo un chocolate. Una de las
pequeñas delicias cotidianas de la vida
poscomunista para muchos polacos era
poder comer czekolada, como llaman
aquí al chocolate. Tras la ley marcial de
1981, el régimen comunista había
impuesto tarjetas de racionamiento que
sólo permitían que los niños comieran
chocolate. Ahora, los polacos parecían
estar comiendo czekolada a cuatro
manos, como para reponer todo el que
no habían podido ingerir en su momento.
Los cafés de la plaza central de
Cracovia ofrecían chocolates de todos
los colores, tamaños y sabores.
Dos nuevos hoteles de cinco
estrellas, el Sheraton y el Radisson,
acababan de abrir sus puertas a pocas
cuadras de la plaza central. No muy
lejos, se estaban levantando dos
gigantescos centros comerciales, la
Galería Kazimierz y la Galería
Kakowska. Y en las afueras de la
ciudad, varias multinacionales, incluidas
Philip Morris, Motorola y Valeo,
acababan de abrir plantas
manufactureras.
La ventaja
comparativa de
Polonia
Polonia, como la mayoría de sus
vecinos, se está beneficiando de un
aluvión de inversiones de la «vieja
Europa», atraídas por los bajos costos
laborales, la mano de obra calificada y
los bajos impuestos corporativos de los
nuevos socios de la Unión Europea.
«Tenemos la enorme ventaja
comparativa de tener trabajadores muy
calificados, con salarios más bajos que
en Alemania y Francia», me explicó
Orlowski. Los costos de producción en
Polonia son en promedio 30 por ciento
más bajos que en Alemania, 27 por
ciento más bajos que en Italia, 26 por
ciento más bajos que en Inglaterra o
Francia, y 24 por ciento más bajos que
en España[4].
No es casualidad, entonces, que las
grandes multinacionales europeas, como
Siemens, Volkswagen y Fiat, hayan
trasladado una buena parte de sus
fábricas a Polonia. O que General
Motors anunciara que cerraría dos
plantas de automóviles Opel en
Alemania, que empleaban a 10 mil
personas, para abrir una nueva en
Polonia. La GM no necesitó dar muchas
explicaciones: mientras un trabajador en
Alemania gana 38 dólares la hora, el
mismo trabajador en Polonia gana 7
dólares. El éxodo hacia Polonia es tal
que el canciller alemán Gerhard
Schroeder, en un arrebato de ira que le
costó fuertes críticas en la prensa, acusó
a las compañías alemanas que están
migrando a Polonia de ser
«antipatrióticas», al tiempo que exigió a
los países de la ex Europa del Este que
aumenten sus impuestos corporativos
para ponerle freno a la migración de
fábricas a Polonia y sus vecinos.
Algunos de los empresarios
extranjeros llegados al país en los
últimos años, como Richard Lucas, eran
todo un símbolo del «milagro» polaco.
Lucas tiene 37 años, aunque aparenta
mucho menos. Flaco, de blue jeans y
camisa gastada, es uno de los muchos
extranjeros que llegaron a Polonia tras
la caída del bloque soviético para
aprovechar la ola capitalista. Había
llegado a Cracovia a los 24 años, me
contó, y desde entonces había fundado
ocho empresas. Tres habían colapsado,
y cinco estaban vivitas y coleando, y
progresando. Sus ingresos conjuntos
eran de 11 millones por año, me dijo.
«¿De dólares?», pregunté, incrédulo.
«Sí, de dólares», contestó, impávido. La
última empresa en la que había
comprado un paquete accionario era la
publicación Emerging Europe, donde
me había recibido en la sala de
conferencias. El crecimiento de la
revista, una de las varias que ofrecen
información sobre la ex Europa del Este
en inglés a empresas extranjeras, era un
síntoma del creciente interés en la
región. Mientras subíamos las escaleras
de la casa donde una veintena de
jóvenes polacos escribían en inglés en
sus computadoras, Lucas me contó que
acababan de contratar a una docena de
personas en los últimos meses, y la
revista ya tenía un personal de 35
redactores a tiempo completo. La
circulación había subido de cien
suscripciones pagas dos años atrás, a
quinientas en 2004, la mayoría de ellas a
nombre de multinacionales en el exterior
interesadas en la economía del país, que
pagaban más de 500 dólares anuales
cada una, me señaló. Para Lucas, la
«Europa Emergente» —el nombre que
había escogido para su revista— no era
cuento.
Los polacos ven la avalancha de
inversiones extranjeras como una señal
clara de que el futuro sólo puede ser
cada vez mejor. El folleto turístico de
Cracovia que encontré en el mostrador
de mi hotel decía que Polonia «ha
pasado de ser un país en el que la gente
hacía cola por irse, a un país en que la
gente está haciendo cola por entrar». Es
una exageración, claro, ya que el país
sigue teniendo la tasa de desempleo más
alta de la Unión Europea, y muchos
jóvenes profesionales con dificultades
para encontrar trabajo están
aprovechando la nueva pertenencia de
su país a la UE para irse a Irlanda o a
España. Pero, en general, los polacos
parecen optimistas sobre el futuro. «En
este país, todo era blanco y negro
durante la época comunista. Ahora es un
país lleno de colores», me comentó un
ingeniero con quien entablé una
conversación casual en un café,
mostrándome con la mano los letreros
luminosos en la calle. Era una
observación gráfica de la realidad, que
lo decía todo.
Parte del optimismo reinante es un
acto reflejo, producto del rechazo casi
unánime al viejo sistema comunista. La
mayoría de la población tiene malos
recuerdos del bloque soviético —las
colas interminables, la falta de
calefacción, los alimentos racionados,
entre otras cosas—, al punto que los tres
partidos que se disputan los votos de la
oposición al nuevo sistema capitalista
han tomado distancia del pasado y se
han refundado con nombres como
Alianza Democrática de Izquierda,
Partido Social Demócrata y Partido
Campesino. Juntos, no llegan al 15 por
ciento de la población. Son en su gran
mayoría jubilados y pensionados del
antiguo régimen, y trabajadores poco
calificados que quedaron sin empleo
cuando sus empresas fueron
privatizadas, y ya estaban demasiado
entrados en años como para reciclarse y
encontrar nuevos empleos. Son una
minoría, pero una minoría visible. Hoy,
caminan por las calles mirando vitrinas
repletas de productos que jamás soñaron
ver, pero no tienen un céntimo para
comprarlos.
La mejor ayuda es la
condicionada
¿Cuándo comenzó a prosperar este
país?, les pregunté a varios
funcionarios, empresarios y académicos
polacos. Contrariamente a lo que yo
suponía, la economía de Polonia empezó
a mejorar bastante antes de su ingreso en
la Unión Europea. Ya desde cinco o seis
años antes de que la integración se
oficializara en 2004, la sola expectativa
del ingreso a la UE había generado un
ambiente de confianza que de inmediato
se tradujo en mayores inversiones. Para
los inversionistas polacos y extranjeros,
el ingreso en la UE significaba que
Polonia pronto podría ser usada como
una plataforma desde donde podrían
producir a bajo costo y exportar a un
mercado de 450 millones de europeos
sin barreras aduaneras. Y el ingreso en
la UE también tendría un efecto legal
concreto: daría seguridad a cualquier
inversionista, en el sentido de que de
haber una disputa que no se pudiera
resolver satisfactoriamente en los
tribunales locales, podría ser sometido a
la corte europea.
Pero, a juzgar por lo que escuché de
boca de la mayoría de la gente que
entrevisté, el principal factor generador
de confianza en los años anteriores a la
ampliación de la UE fue que la
pertenencia de Polonia al club de países
ricos de Europa les daría a los
inversionistas una garantía de
estabilidad política y económica que los
protegería contra políticas populistas.
En efecto, desde que se vislumbró la
posibilidad de ingresar en la UE, los
políticos polacos comenzaron a realizar
reformas económicas socialmente
dolorosas a corto plazo, pero necesarias
para reducir la pobreza a mediano
plazo, con la expectativa de acelerar su
integración en la UE. El hecho de que la
UE pronto comenzaría a darle a Polonia
unos 2500 millones de dólares por año
en fondos de cohesión para construir
carreteras, escuelas, hospitales y otras
obras de infraestructura, como lo habían
recibido España, Grecia, Irlanda y otros
países en el momento de su entrada en la
comunidad económica regional, ayudó a
hacer más «vendibles» las
privatizaciones y otras reformas
socialmente dolorosas. Sin embargo, lo
que más me sorprendió fue la forma casi
unánime en que la clase dirigente polaca
celebraba el hecho de que la ayuda
económica europea venía con estrictos
condicionamientos en materia de
honestidad, transparencia y disciplina
económica. En otras palabras, el marco
legal de la UE obligaría a que a partir
de ahora los políticos polacos
gobernaran mejor.
Bogdan Wisniewski, el presidente
de Optima, una empresa ensambladora
de computadoras que emplea a
doscientas personas en las afueras de
Cracovia, me citó el caso de las
carreteras, uno de los más obvios
ejemplos de la corrupción que sufría su
país. Las carreteras polacas, como la
que va de Cracovia a Katowiza por la
ciudad de Olkusz, estaban cada vez más
abandonadas. Los sucesivos gobiernos
democráticos no habían sido capaces de
darle buen mantenimiento a esa
carretera, por el amiguismo político y la
corrupción, que resultaba entre otras
cosas en la concesión de licitaciones a
empresas constructoras que nunca
cumplían con sus contratos. La prensa
local, a manera de broma, había
bautizado esa carretera con el nombre
del ministro de Infraestructura que en
2003 había anunciado un nuevo
impuesto para repavimentar la autopista,
pero después de recolectarlo nunca
había hecho nada visible para mejorarla.
Pero eso va a cambiar, me aseguró
Wisniewski. «Los gobiernos anteriores
hacían una licitación, la ganaba alguien,
y ese alguien nunca construía la
autopista. Ahora, por fin, tenemos reglas
y obligaciones que nuestros políticos
estarán obligados a seguir», me dijo el
empresario. «Robar les será mucho más
difícil que antes. La Unión Europea nos
dará fondos para construir autopistas,
pero condicionados a que nosotros
sigamos ciertas reglas en las
licitaciones. Se van a acabar las
influencias indebidas de los políticos.
La empresa que gane la licitación va a
construir la autopista. Y lo mismo
ocurrirá en todos los rubros de la
economía».
Escuché argumentos parecidos en
conversaciones con polacos de todos los
órdenes de la vida. Thomasz
Barbaiewski, un doctor en Física que
enseña en la Universidad de Cracovia,
me contó que casi todas las empresas
polacas tienen un «gestor» para
solucionar problemas con la aduana.
Barbaiewski, un hombre de casi dos
metros de altura, había sido un
privilegiado del viejo régimen, y lo
seguía siendo en el nuevo capitalismo
rampante de Polonia. Antes de la caída
del comunismo en 1989, cuando el
exobrero metalúrgico Lech Walesa llegó
al poder, Barbaiewski ganaba apenas 30
dólares por mes como profesor
universitario, pero como investigador
científico era enviado constantemente al
extranjero y por lo tanto ganaba unos
viáticos en dólares que constituían una
fortuna en su país. Ahora, su sueldo en
la universidad había subido a unos 1000
dólares por mes, y ganaba un total de 10
mil dólares mensuales gracias a sus
trabajos como consultor de compañías
de informática. Claro, la vida estaba
más cara: un automóvil que costaba
1500 dólares en la época comunista
ahora —aunque de mejor calidad— no
podía conseguirse por menos de 12 000
dólares. Pero el hecho de que una buena
parte de la población sintiera que el
bienestar no era un sueño imposible
había creado un gran optimismo. Como
muchos otros, veía con esperanza la
entrada de Polonia en la Unión Europea,
más que nada porque —según me dijo—
ayudaría a reducir la burocracia y la
corrupción. Pocos meses atrás,
Barbaiewski había ordenado un libro de
los Estados Unidos por Amazon.com. El
paquete había llegado a Polonia en 48
horas por Federal Express, pero había
quedado demorado en la aduana durante
tres semanas por la burocracia polaca.
Al más viejo estilo polaco, los
funcionarios de aduana probablemente
esperaban alguna compensación para
apurar el trámite. «Ahora, desde que
entramos en la Unión Europea, se van a
reducir este tipo de trabas burocráticas,
por lo menos en lo que respecta a
Europa», me explicó. «Como un libro
importado de otro país de Europa no va
a tener que pasar por aduana, no habrá
oportunidad para que me exijan dinero
por debajo de la mesa».
¿Un ejemplo para
América latina?
¿Qué tienen Polonia y la República
Checa que no tengan México, Brasil o la
Argentina?, me preguntaba yo. ¿Era sólo
el hecho de que fueron aceptados para
integrar la Unión Europea, o había otros
factores que los hubieran colocado en
esa posición ventajosa de cualquier
manera? La mayoría de los expertos que
consulté me citaron la adhesión a la UE
como un elemento más del éxito de los
países de la ex Europa del Este, pero no
el único. Algunos factores de rápido
ascenso de la ex Europa del Este eran
propios de la región y no podían
aplicarse a América latina. Por ejemplo,
la súbita apertura de un mercado que
había estado cerrado durante varias
décadas a las inversiones privadas —
locales o extranjeras— había producido
un boom de inversiones en la ex Europa
del Este.
«Imagínate lo que pasaría si Cuba se
abriera de la noche a la mañana: eso es
exactamente lo que pasó aquí», me dijo
Richard Lucas, el dueño de la
publicación Emerging Europe. «El
crecimiento económico de estos países
es en gran medida un fenómeno de
demanda reprimida. Aquí ocurrió en
quince años lo que en otros países tomó
cien».
Pero aunque el fenómeno de la
demanda reprimida por décadas de
sistema comunista era un factor
particular de la ex Europa del Este, la
mayoría de los otros eran total o
parcialmente aplicables para los países
latinoamericanos. Por ejemplo, al igual
que Irlanda, Polonia estaba
aprovechando al máximo sus enormes
comunidades de emigrados en los
Estados Unidos y otros países de
Europa, que tras la caída del comunismo
en 1989 habían comenzado a enviar
remesas y a regresar a sus países natales
como inversores o como turistas. «Se
dice que Chicago es la ciudad polaca
más grande del mundo», bromeó Lucas.
«Todos los expaíses comunistas tienen
diásporas enormes, y decenas de miles
de emigrantes están llegando para
comprarse un departamentito en
Cracovia y rentarlo, o simplemente para
visitar la tierra de sus antepasados».
Efectivamente, el barrio judío de
Cracovia era el mejor ejemplo de cómo
el país ha convertido la nostalgia, la
curiosidad y la tragedia del pasado en
una enorme industria turística. El barrio
judío de Kazimierz, de apenas unas
pocas cuadras, había sido la escena de
los acontecimientos relatados en La
lista de Schindler, la famosa película de
Steven Spielberg sobre el empresario
que había salvado a centenares de judíos
de morir en las cámaras de gas del
vecino campo de exterminio de
Auschwitz pidiéndolos como mano de
obra para su fábrica en Cracovia.
Aunque prácticamente todos los judíos
de Cracovia habían sido eliminados en
la Segunda Guerra Mundial —según mi
guía, apenas quedaban cien judíos, de
los cuales todos menos uno habían
venido de Rusia y otros países después
de la guerra—, el antiguo barrio judío se
había convertido en la principal
atracción turística de la ciudad. No sólo
había visitas guiadas a las siete
sinagogas de Kazimierz, todas menos
una convertidas en museos, sino que la
profusión de turistas había atraído a
comerciantes de todo tipo. Se estaban
abriendo tantos cafés, bares,
restaurantes y tiendas, que la propiedad
inmobiliaria se había disparado en los
últimos meses. Cuando visité el lugar,
había ya cinco restaurantes de comida
judía en un radio de tres cuadras a la
redonda, con nombres como «Alef» y
«Arka Noego», que supongo significa
Arca de Noé, donde también se ofrecían
pinturas con temas judaicos y literatura
sobre Schindler y sobre Auschwitz. De
la noche a la mañana, el barrio judío se
había convertido en la zona más «in»
para los jóvenes cracovianos. Y para
Polonia, en una enorme fuente de
divisas.
Lo mismo estaba ocurriendo en la
vecina República Checa, un país mucho
más rico, que como todo checo le
recordaba a cualquier visitante había
estado entre los siete países más
industrializados del mundo antes de la
Segunda Guerra Mundial. En Praga,
quizá la capital más hermosa de Europa,
casi todo estaba organizado para atraer
a turistas checos y de otros países. El
barrio judío, el castillo de Praga, el
barrio medieval de Stare Mesto, todo
era un atractivo turístico, que había
resultado en una industria fabulosa de
casi 5 millones de turistas al año para un
país de apenas 10 millones de
habitantes.
Hasta había un Museo del
Comunismo. Según un folleto
publicitario que encontré en el
mostrador de mi hotel, este museo está
ubicado en el primer piso del
majestuoso Palace Savarin, «encima del
McDonald’s, al lado del Casino». Era
difícil resistir la tentación de ver un
museo del comunismo encima de un
McDonald’s. Estaba en el corazón del
distrito comercial de Praga, entre un mar
de letreros de tiendas norteamericanas,
francesas y españolas. Había sido
abierto en 2002 por Glenn Spicker, un
estadounidense de 36 años que, tras
abrir un club de jazz y un café en Praga,
pensó que también sería un buen negocio
crear una atracción turística para
rememorar las penurias de la vida bajo
el comunismo en el país. De manera que
empezó a recorrer las casas de empeño
y tiendas de antigüedades en Praga, y
gastó 28 mil dólares en comprar unos
mil objetos de la época comunista,
desde estatuas de Marx y Lenin hasta
lámparas para interrogatorios de la
policía secreta, y trajes blindados para
la lucha con armas químicas. Por el
equivalente a siete dólares, cualquier
visitante puede ver varios salones,
incluido uno sobre «el culto de la
personalidad», con pósters, libros y
estatuas de los próceres del comunismo,
hasta una sala de tortura, tal cual fue
reconstruida por varios expresos
políticos de la era soviética. La última
sala estaba dedicada a la Revolución de
Terciopelo que había marcado el inicio
del fin del sistema comunista en 1989.
Pero lo más interesante del museo era el
contraste con su entorno. Mientras
varias de sus salas incluían películas,
fotografías y escenas simuladas para
ilustrar las carencias de la era comunista
—como largas filas de personas con
míseras ropas oscuras esperando para
comprar raciones ínfimas de comida, o
teléfonos que nunca funcionaban—, el
visitante escuchaba por las ventanas
semiabertas el bullicio de la calle,
donde un gentío multicolor entraba y
salía de las tiendas, y del McDonald’s.
Ironías de la historia.
La ciencia y la
tecnología
Además de las reformas económicas y el
aprovechamiento de sus diásporas,
Polonia y la República Checa se ufanan
de estar creciendo gracias a su mano de
obra altamente calificada, producto de
sus políticas educativas. Según sus
funcionarios, el énfasis en los estudios
de ingeniería y otras materias técnicas, y
el aprendizaje intensivo del inglés
ayudaron a transformar a la ex Europa
del Este en una de las zonas industriales
más atractivas del mundo.
En la República Checa se comenzó a
incentivar la enseñanza de la ingeniería,
la computación y la tecnología varios
años antes del ingreso en la UE. Los
checos sabían que la mejor manera de
aumentar su nivel de vida era atraer
empleos de alto valor agregado, y para
eso necesitaban gente sumamente
preparada. Y a mediados de los noventa
comenzaron a destinar un presupuesto
mayor que la media europea a las
universidades técnicas y científicas. El
Instituto Tecnológico Checo de Praga,
con 104 mil estudiantes en un país de
apenas 10 millones de habitantes, es el
centro de estudios tecnológicos más
grande de Europa, según funcionarios
checos. «Nuestra mano de obra
altamente calificada es más importante
para atraer inversiones que los
incentivos económicos que da el
gobierno», me explicó Radomil Novak,
el director de Czechinvest, la agencia
gubernamental encargada de atraer
inversiones extranjeras.
Novak, cuya oficina tiene más de
ciento cincuenta empleados que se
ocupan desde la promoción del país
hasta conseguirles terrenos y hacer
gestiones burocráticas para potenciales
inversionistas, sacó de su escritorio un
folleto con las últimas estadísticas
educativas de la OECD, según las cuales
la República Checa tiene el 8,1 por
ciento de sus estudiantes universitarios
en carreras de matemáticas, estadística y
ciencias de la computación, mientras
que Inglaterra tiene sólo 6,4 por ciento,
Francia 5,5 por ciento, Alemania 4,8 por
ciento y los Estados Unidos 4,1 por
ciento[5].
Igualmente, seis o siete años antes
de su ingreso en la UE, varios países de
Europa Central ya habían invertido
enormes sumas en la enseñanza de
inglés. En apenas diez años, se había
suplantado el ruso por el inglés como
materia obligatoria en las escuelas, y se
lo estaba enseñando a toda máquina. En
las calles de Praga, me encontré con
gente mayor que no entendía una jota de
inglés, pero la mayoría de los jóvenes
podían darme indicaciones en ese
idioma, algunos de ellos con asombrosa
fluidez. Los países de la ex Europa del
Este habían hecho obligatoria la
enseñanza intensiva de idiomas
extranjeros, y la enorme mayoría había
reemplazado el ruso por el inglés. Un 88
por ciento de los estudiantes de
Eslovenia y Rumania, 86 por ciento de
los estudiantes en Estonia, 80 por ciento
de los polacos, y 64 por ciento de los
checos estaban estudiando inglés. El
idioma que le seguía en preferencia era
el alemán, que había sido escogido, a
menudo como segundo idioma, por el 53
por ciento de los polacos, el 49 por
ciento de los checos y el 47 por ciento
de los húngaros[6]. Según la revista
británica The Economist, «el nuevo
idioma elegido» de la ex Europa del
Este «es el inglés, que está siendo
estudiado por tres de cada cuatro
estudiantes secundarios desde el Báltico
hasta los Balcanes».
El cambio no fue producto de la
moda, sino en parte por las exigencias
de los inversionistas, que necesitaban
empleados que hablaran inglés para sus
«callcenters» regionales. El gigante
alemán Siemens, que había sido uno de
los primeros grandes inversores en
Europa Central, había adoptado el inglés
como su idioma corporativo oficial en
1998, para facilitar la comunicación
entre sus varias filiales europeas. Y
cuando corrió la voz en los países de
Europa Central de que las fábricas
extranjeras preferían contratar gente con
conocimiento de inglés, los jóvenes
habían comenzado a estudiar el idioma
casi de inmediato. Y a partir de 2004,
cuando ya la mayoría de los estudiantes
podían comunicarse en inglés, el
Ministerio de Educación de la
República Checa había instaurado la
enseñanza obligatoria de dos idiomas
extranjeros.
Los incentivos fiscales
Claro que si un funcionario alemán
hubiera escuchado a Novak, el director
de Czechinvest, decir que las
multinacionales extranjeras se mudaban
a Polonia por la mano de obra calificada
más que por los incentivos económicos,
se pondría rojo de la ira. Lo cierto era
que, al mismo tiempo que ofrecían mano
de obra calificada barata, los países de
Europa Central daban enormes
incentivos fiscales y operativos en su
afán de atraer a las industrias de la
«vieja Europa».
Mientras Alemania y los Estados
Unidos tienen impuestos corporativos
del 40 por ciento, la República Checa
tenía una tasa de 28 por ciento, Polonia
y Eslovaquia 19 por ciento, y Hungría
16 por ciento[7]. Muchos de los países
de la ex Europa del Este habían también
simplificado su sistema impositivo,
creando un solo impuesto a las
ganancias. El movimiento se había
iniciado en 1994, cuando Estonia
anunció que a partir de entonces
adoptaría un solo impuesto a las
ganancias de 26 por ciento. Cuando
Estonia comenzó a recibir inversiones a
granel, le siguieron rápidamente Lituania
y Letonia, y luego varios países de la ex
Unión Soviética. Durante mi viaje a
Polonia y a la República Checa, los
principales partidos de oposición en
ambos países se proclamaban a favor de
la simplificación impositiva, y nadie
descartaba que adoptaran ese sistema en
un futuro próximo, para atraer aun más
inversiones de la «vieja Europa».
Incluso sin tomar en cuenta sus
incentivos fiscales, los países de la ex
Europa del Este han pasado de la noche
a la mañana de ser los más burocráticos
del mundo a ser los más amigables hacia
los inversionistas extranjeros. Según el
Banco Mundial, para abrir una empresa
nacional o extranjera en Polonia o en la
República Checa sólo hacen falta diez
trámites, que se realizan en unos treinta
y un a cuarenta días. Comparativamente,
para abrir una empresa en Brasil hacen
falta diecisiete trámites que toman unos
ciento cincuenta y dos días, en la
Argentina hacen falta quince que duran
treinta y dos días, y en Paraguay hacen
falta diecisiete que duran setenta y
cuatro días[8].
Para los checos, su prioridad era ser
un país «investor friendly», o «amigo de
los inversionistas». Y les estaba dando
resultado: durante mi visita a Praga,
DHL acababa de anunciar que trasladaría
sus centros de tecnología de Gran
Bretaña y Suiza a la República Checa,
para crear su central tecnológica para
toda Europa en Praga. La mudanza le
costaría unos 700 millones de dólares,
incluida la contratación de unos 400
técnicos para la nueva sede regional en
Praga, que eventualmente tendría unos
1000 empleados altamente calificados.
Y los funcionarios checos no paraban de
promocionar la inversión como «una
prueba contundente de que la República
Checa tiene las mayores posibilidades
de convertirse en la nueva central
europea de la industria tecnológica»,
según proclamaba el presidente de
Czechinvest, Martin Jahn.
Simultáneamente, Accenture, la
multinacional de servicios de tecnología
de 100 mil empleados en 48 países,
estaba construyendo su nueva sede de
administración financiera para empresas
europeas en Praga. Desde las nuevas
oficinas de Accenture en la capital
checa, unos 650 empleados —la
mayoría egresados universitarios, que en
su conjunto dominan veintitrés idiomas
— trabajarían para sus clientes en toda
Europa.
Jaroslav Mil, el presidente de la
Confederación de Industrias de la
República Checa, se rió y me hizo un
gesto despectivo con la mano cuando le
pregunté si los alemanes no tenían razón
en decir que una buena parte del éxito
checo en atraer multinacionales se debía
a los bajos impuestos corporativos.
Como muchos voceros de la clase
empresarial de la «nueva Europa», Mil
veía a los alemanes y a los franceses
como símbolos del pasado. Los países
de la «vieja Europa» se hundirían muy
pronto si seguían aferrados a sus
vacaciones de cuatro semanas, sus
semanas de 35 horas y sus jubilaciones a
los 55 años, aseguró. Eran países que
nunca iban a poder detener el éxodo de
sus empresas si seguían siendo
«socialistas», aseguró. El futuro, según
él, estaba en la «nueva Europa».
«Los nuevos socios de la Unión
Europea tenemos una nueva mentalidad,
más pragmática», me dijo Mil. «Primero
tienes que cocinar la torta, antes de
repartirla. Nosotros somos
definitivamente más prolibre mercado,
menos burocráticos, y tenemos más
potencial de futuro que los países de la
“vieja Europa”». ¿No le parecía algo
agresivo usar ese término respecto de
sus vecinos y socios europeos?, le
pregunté. «No. Yo no tengo ningún
problema con el término “nueva
Europa”. El problema es para la “vieja
Europa”», respondió.
El pesimismo de Mil sobre el futuro
de la «vieja Europa» era compartido por
numerosos empresarios e intelectuales
de la República Checa, y no se apartaba
mucho de los pronósticos sombríos del
CNI, el centro de estudios a largo plazo
de la CIA, sobre Alemania, Francia y los
demás países ricos de Europa
Occidental. Según el estudio del CNI,
«la actual sociedad del bienestar (de
Europa Occidental) es insostenible en el
tiempo, y la falta de una revitalización
económica podría llevar a una ruptura o,
lo que sería peor, a una desintegración
de la Unión Europea, socavando las
ambiciones de esta última de convertirse
en un actor de peso en la escena
internacional»[9]. El estudio de los
futurólogos contratados por el CNI
continuaba diciendo que «el crecimiento
económico de la Unión Europea podría
ser empujado hacia abajo por Alemania
y sus leyes laborales restrictivas. Las
reformas estructurales en Alemania, y en
menor grado en Francia e Italia, serán la
clave de que la Unión Europea en su
conjunto pueda quebrar su actual
tendencia de crecimiento lento. Quizá no
sea necesaria una ruptura total del
modelo de Estado benefactor que surgió
después de la Segunda Guerra Mundial,
como lo demostró el exitoso modelo
sueco de otorgarles mayor flexibilidad a
las empresas conservando varios
derechos de los trabajadores. Sin
embargo, los expertos dudan de que el
actual liderazgo político esté preparado
para hacer un cambio siquiera parcial en
estos momentos, y creen que es más
probable que las reformas sean llevadas
a cabo tras una crisis presupuestaria que
podría ocurrir en los próximos cinco
años»[10].
No todos aquellos con quienes hablé
en Praga eran tan pesimistas sobre la
«vieja Europa», y tan optimistas sobre
la nueva. Thomas Klvana, un columnista
económico checo que escribe en los
principales medios de su país, me dijo
que el «milagro» económico de Europa
Central tendrá poca duración. «Nuestras
economías son todavía muy rígidas
comparadas con las asiáticas. Esta ola
de inversiones extranjeras que comenzó
hace pocos años ya se está desinflando,
porque nuestros costos laborales ya
están subiendo. En dos años más,
nuestra ventaja competitiva se habrá
reducido a casi nada», me aseguró.
Pero Robert Maciejko, el jefe de la
oficina del Boston Consulting Group en
Varsovia, que hizo un amplio estudio
sobre la competitividad de los países de
Europa Central, me ofreció una visión
diametralmente opuesta. «Europa
Central será la China de Europa», me
dijo. «Las compañías europeas que
quieran ser competitivas en esta región
del mundo tendrán que considerar mudar
sus operaciones a Europa Central».
Según Maciejko, las empresas
multinacionales deciden invertir en un
país sobre la base de tres factores
principales: la estabilidad política y
económica, los costos laborales y los
costos de transporte. A igual estabilidad,
las empresas europeas que fabriquen
productos baratos de transportar, como
textiles o chips de computadoras,
probablemente seguirán invirtiendo en
China. Pero las empresas europeas que
produzcan automóviles, acero, muebles,
neumáticos o maquinarias pesadas, cuyo
transporte es mucho más caro, optarán
progresivamente por invertir en Europa
Central.
¿Una «amenaza
polaca» para América
latina?
¿Y afectará todo esto a América latina?,
le pregunté a Maciejko.
«Probablemente», respondió. Por un
lado, la «nueva Europa» atraerá una
porción cada vez mayor del capital
disponible para inversiones en el
planeta. En un mundo de capitales
limitados, y de creciente competencia
para acapararlos —donde China, India y
los Estados Unidos solos se llevan una
buena parte del total—, es posible que
la «nueva Europa» se lleve la mayor
parte de las inversiones restantes. «Gran
parte de la competencia por inversiones
es una cuestión de imagen, relaciones
públicas e historias de éxito, y —hoy
por hoy— la “nueva Europa” tiene las
tres», explicó.
Y, en segundo lugar, en materia de
comercio, «la competencia de la “nueva
Europa” podría desplazar a muchos
países latinoamericanos de los
mercados de Alemania, Francia y otros
países de la “vieja Europa”», dijo. En lo
que hace a productos como acero, piezas
de automóviles y maquinaria en general,
Alemania, Francia y España encontrarán
mucho más conveniente reemplazar a
proveedores latinoamericanos como
México y la Argentina por nuevos en
Polonia y sus vecinos, ahora socios de
la UE.
Y por último, la «nueva Europa»,
como Corea del Sur, pasará a ser una
potencia industrial media que creará sus
propias multinacionales en un futuro
cercano. En los próximos cinco años,
con el aumento de la emigración de
empresas europeas a Europa Central,
veremos un incremento de empresarios,
gerentes y otro personal calificado en
Europa Central. Esto dará lugar a la
creación de nuevas empresas
transnacionales centroeuropeas, que
gradualmente pasarán a fabricar
productos cada vez más sofisticados
para el mercado mundial, explicó. La
consecuencia de todo esto será que
Alemania, Francia y España importarán
productos cada vez más sofisticados de
Europa Central, y pasarán a importar sus
productos de menor valor agregado de
los países ubicados más al este, como
Ucrania y Bielorrusia, que tienen costos
laborales bajísimos y son los próximos
en línea para entrar en la Unión
Europea.
En otras palabras, «América latina
puede quedar desplazada del mercado
europeo», dijo Maciejko. «Las
compañías latinoamericanas deberán
ofrecer servicios mucho más
sofisticados si quieren permanecer
competitivas», resumió. «Si ofrecen
productos baratos, serán derrotadas por
China. Y a menos que se conviertan en
mucho más competitivas en productos de
alta tecnología, serán desplazadas por
Europa Central».
¿Quién tenía razón? ¿Los escépticos,
como Klvana, que decían que la ex
Europa del Este no sería una amenaza
para otros países emergentes, porque sus
salarios pronto serían tan poco
competitivos como los de la «vieja
Europa»? ¿O los entusiastas, como
Maciejko, que veían a la ex Europa del
Este como una nueva China?
Se lo pregunté a Gerry McDermott,
un profesor de la Wharton School of
Economics de la Universidad de
Pennsylvania, que ha escrito varios
estudios comparativos sobre el
desarrollo de América latina y de los
países de la ex Europa del Este.
McDermott, que viaja varias veces al
año a ambas regiones, fue contundente:
«América latina va a tener un problema
en competir con la “nueva Europa”»,
dijo. Según este experto, Polonia,
Eslovaquia, la República Checa y sus
vecinos ya están atrayendo numerosas
empresas de piezas automotrices y otros
repuestos de maquinaria de España y
Portugal, y pronto harán lo mismo con
países latinoamericanos como México,
Brasil y la Argentina. «Los nuevos
socios de la Unión Europea no sólo
ofrecen mano de obra barata, sino que
también tienen mucho más que ofrecer
en materia de investigación y desarrollo,
educación, estabilidad económica y
política, y buena infraestructura. Están
muy por delante de nuestros hermanos
latinoamericanos», señaló. «Si una
empresa extranjera va a pensar en
fabricar productos de biotecnología, o
computación, o maquinarias, para
vender en el mercado europeo, sin
ninguna duda va a mirar primero a
Polonia, Hungría y la República
Checa».
El nicho
latinoamericano
¿Qué puede hacer América latina,
entonces? Si China le gana por varios
cuerpos en la fabricación de productos
manufacturados de poco valor agregado,
la «nueva Europa» en productos más
sofisticados, e India e Irlanda en todo lo
que tenga que ver con servicios y
computación, ¿qué les queda a los
países latinoamericanos?, les pregunté a
todos los expertos sobre la ex Europa
del Este. ¿Seguir exportando materias
primas baratas, como en la colonia?
Casi todos me dijeron lo mismo: «Lo
único que le queda a América latina es
explotar su ventaja comparativa de estar
geográficamente cerca del mayor
mercado del mundo, y en la misma zona
horaria». Lo que de por sí es muchísimo.
Así como la cercanía a la «vieja
Europa» es una de las principales
ventajas de Polonia y sus vecinos,
porque reduce los costos de fletes, la
vecindad con Estados Unidos es una de
las grandes ventajas de la mayoría de
los países latinoamericanos. Y en la era
global, en la que las multinacionales
ponen sus centros de procesamiento de
datos y «callcenters» en cualquier parte
del mundo que más les convenga, «el
estar en la misma zona horaria de
Estados Unidos y Canadá no es ninguna
ventaja despreciable», agregaron.
«Si comparas la Argentina y Polonia
en 1989, los dos países se parecían
bastante: ambos eran países católicos,
de unos 38 millones de habitantes, con
historias de hiperinflación y corrupción,
y estaban tratando de hacer una
transición de economías centralizadas a
economías de mercado», me dijo
McDermott. «Y los argentinos estaban
más adelantados: tenían una economía
de mercado más avanzada, y tenían una
historia democrática más profunda, con
partidos políticos más organizados que
los polacos. Y sin embargo, los polacos
se convirtieron en un país líder». Hay
muchas razones para explicar el éxito
polaco, pero una de las más importantes
fue la integración con los países más
ricos del resto de Europa. América
latina necesita un proceso similar, con
condicionamientos y ayuda,
urgentemente, agregó.
CAPÍTULO 5

Las falacias de
George W. Bush

Cuento chino: «Miraré hacia el sur…


como un compromiso fundamental de
mi presidencia».
(George W. Bush, Miami,
25 de agosto de 2000).

WASHINGTON, D. C. —En una


conferencia a puertas cerradas en el
Banco Interamericano de Desarrollo
(BID) en Washington a la que asistí como
panelista a principios de 2005, se le
preguntó al entonces subsecretario de
Estado para Asuntos Latinoamericanos
de Estados Unidos, Roger Noriega, si no
era hora de que ese país diera más
ayuda económica a sus vecinos del sur y
participara más activamente en el
desarrollo de la región. Entre los
funcionarios, académicos y periodistas
de tres continentes que participábamos
en el coloquio se encontraba Robert
Pastor, exjefe de Asuntos
Latinoamericanos de la Casa Blanca
durante el gobierno de Jimmy Carter y
ahora director del Centro de Estudios de
América del Norte de American
University. Pastor le planteó a Noriega
que los Estados Unidos debían emular la
exitosa experiencia de la Unión
Europea, en la que los países más ricos
habían destinado fondos de
compensación para ayudar a los más
pobres a cambio del compromiso de
estos últimos de adoptar políticas
económicas responsables. Anticipando
las objeciones del gobierno de Bush a
las soluciones asistencialistas —en la
Casa Blanca y en buena parte del
electorado norteamericano prevalece la
idea de que la ayuda económica a países
irresponsables es como tirar dinero a un
barril sin fondo—, Pastor le explicó a
Noriega que lo que estaba proponiendo
era ayuda condicionada a un
comportamiento económico responsable.
En otras palabras, que los Estados
Unidos y Canadá ayuden a financiar
obras de infraestructura y educación en
México, a cambio de que este último
país realice reformas en su política
energética, impositiva y laboral, que le
permitan crecer a largo plazo. De esa
manera, argumentaba Pastor, ganaban
todos: Estados Unidos ayudaría a cerrar
la brecha de ingresos con su vecino del
sur, y se beneficiaría con una reducción
de la inmigración ilegal. Y México haría
las reformas que acelerarían su
prosperidad económica, tal como había
sucedido en España, Irlanda y otros
países beneficiarios de la ayuda
económica de la Unión Europea.
Noriega, un descendiente de
mexicanos oriundo de Kansas, que se
había formado como asesor del senador
ultraconservador Jesse Helms durante
las guerras centroamericanas de los
años ochenta, meneó negativamente la
cabeza. Desechó la idea de entrada,
como si fuera un disparate.
«Obviamente, a menos que América
latina y el Caribe sean capaces de hacer
un uso más eficiente de los 217 mil
millones de dólares de ingresos por sus
exportaciones anuales a los Estados
Unidos, otros 20 mil millones de dólares
en inversiones de los Estados Unidos, y
otros 32 mil millones de dólares de
remesas familiares de latinoamericanos
residentes en Norteamérica, no habrá
ayuda exterior que pueda hacer una
diferencia sustancial en reducir la
pobreza y hacer crecer sus economías»,
dijo el jefe de Asuntos
Latinoamericanos del Departamento de
Estado[1]. Y agregó: «Lo que estamos
enviando ahora a la región es
infinitamente más de lo que podríamos
enviar en ayuda externa. La clave para
un crecimiento económico sostenido es
adoptar una agenda de reformas que
lleve a una mayor apertura económica,
aliente las inversiones y expanda el
libre comercio»[2].
Salí de la reunión convencido de que
el gobierno de Bush estaba
absurdamente cerrado a considerar
cualquier plan que significara un mayor
compromiso económico de Estados
Unidos con el crecimiento de América
latina. Para Bush, la única solución era
el libre comercio, y lo había convertido
en la piedra angular de su política hacia
la región. Durante su primer mandato, el
representante comercial de los Estados
Unidos, Robert Zoellick, había sido el
miembro del gabinete de ese país que
más había viajado a Latinoamérica. Y
cada vez que a Bush se le preguntaba
por el futuro de la región, se limitaba a
sacar su muletilla del libre comercio,
incluso en el contexto de América del
Norte. Por ejemplo, en la cumbre a la
que asistió con sus colegas de México y
Canadá en Waco, Texas, en 2005, los
tres jefes de Estado habían anunciado
una «Asociación para la Seguridad y la
Prosperidad de América del Norte».
Pero cuando un periodista canadiense le
preguntó a Bush, al cierre de la cumbre,
si vislumbraba que la nueva alianza
podría ser el primer paso hacia la
creación de una Comunidad de América
del Norte moldeada al estilo de la Unión
Europea, el presidente respondió
negativamente: «Creo que el futuro de
nuestros tres países sería mejor si
estableciéramos relaciones comerciales
con el resto del hemisferio… Vislumbro
una unión (continental) basada en el
libre comercio, dentro de un
compromiso con el mercado, la
democracia, la transparencia y el estado
de derecho»[3]. Bush no consideraba un
esquema de integración más profundo, ni
con México, ni con toda América latina.
El libre comercio:
¿garantía de
prosperidad?
Pero ¿tenía lógica pensar que el libre
comercio podría catapultar a
Latinoamérica al Primer Mundo? ¿O era
una ingenuidad total? La exitosa
experiencia de la Unión Europea parecía
indicar esto último: se necesitaba mucho
más que el libre comercio para cerrar la
brecha de ingresos entre países ricos y
pobres. Los acuerdos de libre comercio
otorgaban a los países más pequeños un
acceso preferencial a los mercados más
grandes, lo que era sumamente ventajoso
para los primeros. Pero no servían de
mucho si los países más pequeños no
tenían nada que exportar, o no podían
hacerlo en condiciones competitivas.
Hacían falta varias cosas más.
En la Unión Europea se había
acordado una unión aduanera que
comprendía no sólo el libre movimiento
de bienes y personas, sino que incluía
todo un sistema de ayuda económica
condicionada que obligaba a los países
más pobres a realizar reformas
estructurales duraderas y a ser más
competitivos. Y aunque la apertura de
las fronteras al tráfico de personas era
difícil de lograr a mediano plazo en las
Américas —las diferencias de ingresos
entre el norte y el sur eran mucho más
marcadas que en Europa, por lo que se
produciría una estampida de emigración
—, había varios otros aspectos del
modelo europeo que eran dignos de ser
copiados. En Europa, los países ricos
—Alemania y Francia— les habían
dado a los más pobres, además de ayuda
económica condicionada a políticas
económicas responsables, un marco
político supranacional. Las nuevas
instituciones supranacionales les
permitían a los países ricos controlar
que su ayuda económica no fuera
gastada irresponsablemente. Y a los
países menos desarrollados, la
supranacionalidad les ofrecía un marco
legal para la resolución de
controversias, y una «marca regional»
para estimular la confianza externa, que
redundaban en un aumento de
inversiones extranjeras y en una mayor
competitividad. Eso era muchísimo más
de lo que podían dar los acuerdos de
libre comercio que ofrecía Estados
Unidos.
Para ser justos, los tratados de libre
comercio de los Estados Unidos con
México y Chile habían probado ser un
excelente negocio para estos últimos,
aunque no necesariamente para todos los
sectores de sus economías. Las cifras
eran contundentes y demostraban que
quienes se habían opuesto a estos
tratados en América latina se habían
equivocado en grande. Desde la entrada
en vigor del Tratado de Libre Comercio
de América del Norte en 1994 hasta
2004, México pasó de tener un déficit
comercial de 3150 millones de dólares
con los Estados Unidos, a un superávit
de 55 500 millones de dólares[4]. Pocas
veces en la historia del comercio
moderno se había visto un crecimiento
tan rápido de las exportaciones de un
país a otro, lo que dio como resultado
que, a más de una década de entrado en
vigor el tratado, hubiera muchas más
voces pidiendo su renegociación en los
Estados Unidos que en México. Y en el
primer año del tratado de libre comercio
de Chile con los Estados Unidos, en
2004, las exportaciones de Chile a los
Estados Unidos habían crecido 32 por
ciento, las de los Estados Unidos a
Chile 35 por ciento, y la balanza
comercial había permanecido
sumamente favorable a Chile[5].
Sin embargo, el libre comercio no se
tradujo por arte de magia en prosperidad
económica en el caso mexicano. Resultó
ser más una garantía contra las crisis
económicas que un motor de desarrollo.
Quizá por la desaceleración económica
de los Estados Unidos, o por la falta de
reformas económicas que le permitieran
a México competir mejor con China y
otros países asiáticos, la economía
mexicana se estancó a partir del año
2000. La brecha de ingresos con Estados
Unidos volvió a crecer, lo que hizo
aumentar la inmigración ilegal a ese
país, así como las protestas de los
aislacionistas en Washington. El Tratado
de Libre Comercio de América del
Norte había sido un éxito comercial,
pero la fórmula de Bush para el
progreso latinoamericano era a todas
luces limitada e insuficiente.
Para peor, el libre comercio se había
convertido en la piedra angular de la
política norteamericana en las últimas
décadas, después de que Washington
había llegado a la conclusión de que su
asistencia económica a la región en las
décadas de los sesenta y setenta no
ayudó mucho a producir progreso
económico en Latinoamérica. Ya durante
la presidencia de Bill Clinton, el mantra
de la Casa Blanca para la región fue
«Trade, not aid». (Comercio, no ayuda
económica).
Cuando yo les señalaba a los
funcionarios norteamericanos que la
ayuda económica condicionada era una
buena política, como se había
demostrado en Europa, me respondían
que el gobierno de Bush había
aumentado la ayuda económica a la
región a través del Fondo del Milenio.
El Fondo representaba un incremento
del 50 por ciento en la ayuda exterior de
los Estados Unidos, que Bush había
anunciado en la cumbre antipobreza de
las Naciones Unidas en Monterrey,
México, en enero de 2003. Sin embargo,
era una respuesta tramposa, porque un
porcentaje muy pequeño de esa ayuda
iba a América latina. El monto total, de
5 mil millones de dólares, estaba
destinado a quince países con ingresos
per cápita de menos de 1435 dólares por
año, lo que incluía a muchas naciones
africanas, pero a muy pocas
latinoamericanas. De los quince
beneficiarios, los únicos países
latinoamericanos eran Honduras,
Nicaragua y Bolivia. Los de ingresos
medios, como México, Brasil, Perú o la
Argentina, no recibían un centavo, a
pesar de que tienen áreas de pobreza
extrema que en varios casos son más
grandes y pobladas que muchos de los
países beneficiarios. El criterio de
entregar el dinero a países pobres, en
lugar de a regiones pobres, había sido
resistido dentro del gobierno de los
Estados Unidos. La propia embajadora
estadounidense en Brasil, Donna Hrinak,
me dijo en una entrevista grabada en
Brasilia que «esto se va a volver en
contra de nosotros (Estados Unidos)»[6].
Era un paquete de ayuda importante para
tres países que juntos no llegan al 5 por
ciento de la población latinoamericana.
Tratar de venderlo como un paquete de
ayuda a toda América latina, como lo
estaba haciendo el gobierno de Bush,
era un discurso engañoso, que no podía
ser tomado en serio.
«La próxima guerra
no empezará en
Tegucigalpa»
No es un secreto para nadie que,
después de los ataques terroristas del 11
de septiembre de 2001, América latina
se cayó del mapa para los Estados
Unidos. En mis primeros viajes a
Washington D. C. tras los ataques,
escribí medio en sorna que los únicos
países que suscitaban interés en la
capital norteamericana en la nueva era
de la lucha antiterrorista eran aquellos
que empezaban con la letra «I»: Irak,
Irán e Israel. Todo lo demás era, y sigue
siendo, secundario. Y cada vez que me
enfrascaba en una discusión sobre la
necesidad de prestarle más atención a
América latina, me respondían con el
argumento de que Estados Unidos era un
país en guerra, y la guerra no era contra
ningún país de la región. La primera y
casi única prioridad del gobierno era
prevenir un nuevo ataque terrorista, que
todo el mundo daba —y sigue dando—
por sentado como algo que ocurrirá
indefectiblemente en un futuro cercano.
El resto del mundo podía esperar.
La mentalidad de guerra que reinaba
en la Casa Blanca se me hizo evidente
en uno de mis viajes a la capital
norteamericana, durante una entrevista
con uno de los halcones del gobierno de
Bush. Yo le había preguntado si Estados
Unidos no estaba cometiendo un grave
error al prestarle tan poca atención a
América latina. Y le señalé que no
estaba poniendo en duda que la
prioridad del presidente fuera defender
la seguridad del país. «¿Pero no sería
conveniente para los propios intereses
de Washington hacer un mayor esfuerzo
para contribuir al desarrollo económico
latinoamericano, entre otras cosas para
crear un cordón de seguridad alrededor
de Estados Unidos que impidiera la
entrada de terroristas?», pregunté. El
funcionario me miró como si estuviera
hablando con un turista de otra galaxia,
se bajó las gafas con una mano, me miró
con aire paternal, y dijo: «Amigo mío,
todo eso es muy cierto. Pero si va a
haber una tercera guerra mundial, ésta
no va a empezar en Tegucigalpa». La
salida era ocurrente, y hasta podía
parecer graciosa, pero en el fondo
reflejaba el nuevo clima político en
Washington, donde la guerra contra el
terrorismo y la necesidad de promover
más activamente el desarrollo
económico latinoamericano parecían
temas excluyentes.
«La región más
importante del
mundo»
En mis casi tres décadas de escribir
sobre las relaciones entre Washington y
América latina, había escuchado todo
tipo de declaraciones de gobiernos
norteamericanos en el sentido de que los
países latinoamericanos tenían gran
importancia para los Estados Unidos.
Pero ninguna tan contundente —y vacía
— como la que le oí al exsecretario de
Estado Colin Powell en una ceremonia
en el Departamento de Estado el 9 de
septiembre de 2003.
Ese día, en uno de mis periódicos
viajes a Washington, había recibido una
invitación para la ceremonia en uno de
los salones de fiestas del Departamento
de Estado donde asumiría oficialmente
Noriega como nuevo subsecretario de
Estado para América latina. Había unas
doscientas personas en el salón, que
eran la crema del pequeño mundillo de
embajadores, académicos y líderes de
organizaciones no gubernamentales en
Washington relacionados con la región.
Había un ambiente festivo en la
muchedumbre, y no era para menos:
independientemente de lo que uno
pensara de Noriega —un republicano
conservador de línea dura—, era el
primer jefe de Asuntos
Latinoamericanos del Departamento de
Estado que había logrado confirmación
del Senado desde 1999. Sus dos
antecesores, Reich y Peter Romero,
habían tenido que ejercer sus funciones
de manera «interina» por la falta de un
voto de confianza del Senado. Y la
creencia generalizada en Washington era
que, hasta la asunción de Noriega ese
día, la política de los Estados Unidos
hacia la región había estado a la deriva,
por la ausencia de un funcionario de
peso en la capital norteamericana que
pudiera facilitar el diálogo entre el
gobierno de Bush y los países
latinoamericanos.
En ese contexto festivo, Powell tomó
el micrófono para decir unas palabras
de bienvenida oficial a Noriega, e hizo
una declaración sorprendente que pasó
inadvertida en los medios. Dijo que «no
hay una región en el mundo que sea más
importante para el pueblo de los Estados
Unidos que este hemisferio».
¿En serio?, pensé para mis adentros.
Si así fuera, ¿por qué el gobierno de
Estados Unidos no actuaba
consecuentemente? Powell estaba
engañando a su audiencia, o se estaba
engañando a sí mismo. Lo cierto era que
desde el punto de vista del comercio, la
inmigración, el narcotráfico, la ecología
y, cada vez más, el petróleo, no había
región del mundo que tuviera un mayor
impacto en la vida cotidiana de los
Estados Unidos que América latina.
Aquel país ya estaba exportando más a
los países latinoamericanos y caribeños
que a las veinticinco naciones de la
Unión Europea. En los últimos años,
Canadá y México han sido los dos
principales socios comerciales de los
Estados Unidos, al punto de que
Washington le vende más a México que
a Gran Bretaña, Francia, Alemania e
Italia juntos, y más a los países del Cono
Sur que a China. De los cuatro
principales proveedores de energía a los
Estados Unidos —Canadá, Arabia
Saudita, México y Venezuela—, tres
están en este hemisferio. Y no hay países
que tengan un mayor impacto en sus
temas domésticos —como la
inmigración, las drogas o el medio
ambiente— que México, El Salvador o
Colombia. Y sin embargo, la realidad
cotidiana demostraba que el discurso de
Powell era, literalmente, para la galería.
Si América latina era la región más
importante del mundo para Powell,
¿cómo se explicaba que el secretario de
Estado no hubiera visitado la región más
a menudo? Según el Departamento de
Estado, Powell había hecho treinta y
nueve viajes al extranjero desde que
había asumido el cargo en 2001, pero
sólo nueve de ellos habían sido a
América latina o el Caribe. Y si
América latina era tan importante, ¿por
qué motivo no había aceptado
invitaciones para hablar sobre la región
en el Congreso? El Comité de Asuntos
Exteriores del Senado, presidido por el
republicano Richard Lugar, lo había
invitado varias veces, la última de ellas
el 26 de agosto de 2003, para que
compareciera en la semana del 29 de
septiembre. La oficina de Powell se
había excusado diciendo que el
secretario tenía otros compromisos
ineludibles, según me confió una fuente
de la oficina de Lugar. Y si América
latina era tan importante, ¿por qué el
Departamento de Estado no le asignaba
más funcionarios? Durante el primer
mandato de Bush, la oficina de Rusia del
Departamento de Estado tenía once
funcionarios, mientras que la de Brasil
tenía sólo cuatro, y las de los otros
países sudamericanos entre uno y dos. Y
si América latina era tan fundamental,
¿por qué habían dejado desplomarse la
economía argentina en 2001, cuando una
señal de apoyo ante el Fondo Monetario
Internacional podría haber evitado la
peor crisis económica de la historia
reciente del país[*]?
¿Y por qué no habían retomado antes
las negociaciones migratorias tan
importantes para México?
Para la CIA, una
región irrelevante
No había que ser un erudito para
responder estas preguntas: el presidente
Bush, un exgobernador texano que se
sentía cercano a México, y Powell, un
hijo de padres jamaiquinos, tenían
afinidades personales con la región,
pero sus discursos no reflejaban el
pensamiento estratégico del gobierno.
Los «duros» que manejaban las riendas
del poder —el vicepresidente Dick
Cheney, el secretario de Defensa Donald
Rumsfeld y la consejera de Seguridad
Nacional y luego sucesora de Powell,
Condoleezza Rice— veían a
Latinoamérica como un patio trasero al
que había que ayudar en la medida de lo
posible, pero nunca a costa de descuidar
otras regiones de mucho mayor
relevancia. Para ellos, era importante
que Latinoamérica creciera
económicamente para evitar nuevas olas
de inmigrantes ilegales, problemas
ambientales en la frontera, el aumento
del tráfico de drogas y revoluciones que
pudieran afectar suministros petroleros a
los Estados Unidos. Pero, en el fondo,
veían a la región como un territorio
irrelevante en el nuevo contexto
mundial, marcado por la guerra contra el
terrorismo islámico y el surgimiento de
China —y quizás India— como nuevas
potencias económicas y militares del
siglo XXI. Y Bush, al final del día,
respaldaba la visión del mundo de sus
asesores más cercanos.
La verdadera visión del mundo del
gobierno de Bush no era muy diferente
de la que reflejaba el estudio realizado
por el Consejo Nacional de Inteligencia
(CNI), el departamento de estudios a
largo plazo de la CIA, sobre cómo será
el mundo en el año 2020. El informe del
CNI, publicado en 2005, aclaraba en su
carátula que no reflejaba necesariamente
la opinión del gobierno de los Estados
Unidos, sino que era el resultado de una
ambiciosa investigación para la cual se
habían contratado expertos
independientes del mundo académico,
empresarial y político. El CNI había
convocado a veinticinco de los
principales «futurólogos» del mundo —
incluyendo a Ted Gordon, del Proyecto
del Milenio de las Naciones Unidas, Jim
Dewar, del Centro de Políticas Globales
de Largo Plazo de la Corporación Rand,
y Ged Davis, el fundador del proyecto
de escenarios futuros de Shell
International— para que elaboraran sus
pronósticos. La investigación, que duró
poco más de un año, produjo el
documento titulado «Mapa del futuro
global». Y América latina, literalmente
hablando, prácticamente no aparecía en
ese mapa.
Una de las principales conclusiones
del estudio es que el auge económico de
China e India hará cambiar
fundamentalmente la marcha de la
globalización. Para el año 2020, el
centro de gravedad de la economía
global se moverá varios grados hacia
Asia, porque los mercados occidentales
ya estarán maduros, y las nuevas
oportunidades de negocios estarán en el
Lejano Oriente e India. En los próximos
años, la clase media china se habrá
duplicado, y alcanzará el 40 por ciento
de la población de ese país, lo que
constituirá un mercado de 500 millones
de personas. Y, por la ley de la oferta y
la demanda, las grandes compañías
multinacionales se adaptarán cada vez
más al gigantesco mercado de
consumidores asiáticos, lo que cambiará
no sólo el perfil de su cultura
empresarial, sino también el diseño y el
gusto de sus productos, afirma el
estudio.
En el año 2020 Estados Unidos
tendrá cada vez más competencia de sus
nuevos rivales asiáticos. «El probable
surgimiento de China e India como
nuevos grandes actores globales, similar
al surgimiento de Alemania en el siglo
XIX y de los Estados Unidos a
comienzos del siglo XX, transformará el
paisaje geopolítico del mundo. Así
como los comentaristas se refieren al
siglo XX como “El siglo americano”, el
comienzo del siglo XXI podría ser visto
como la era en la que el mundo en
desarrollo, liderado por China e India,
surgirán en la escena mundial», continúa
el informe[7].
En el nuevo contexto mundial, el
estudio del CNI pinta a América latina
como una región marginal, en la que
quizá sólo Brasil llegue a destacarse,
aunque no lo suficiente como para actuar
como una locomotora que pueda
impulsar el desarrollo de sus vecinos.
«Brasil, Indonesia, Rusia y Sudáfrica se
están encaminando hacia un crecimiento
económico, aunque es improbable que
lleguen a ejercer la misma influencia
política que China o India. Sin duda, su
crecimiento económico beneficiará a sus
vecinos, pero es difícil que se
conviertan en motores de progreso en
sus regiones, un elemento crucial del
creciente poder político y económico de
Beijing y Nueva Delhi[8]».
«Una región de
progresos y
retrocesos»
¿Qué le espera a América latina,
entonces? Aunque el informe final del
CNI dice poco y nada al respecto, un
estudio preliminar del mismo proyecto
afirma que la región se caracterizará por
la disparidad en el progreso de sus
países, en un contexto general de
estancamiento o decadencia. El estudio
preliminar, titulado «América latina en
el 2020», era uno de los varios análisis
regionales realizados por expertos
independientes contratados por el CNI
para que contribuyeran con sus ideas al
estudio global. «América latina en el
2020», que fue escrito tras una
conferencia organizada por el CNI en
Santiago de Chile a mediados de 2004,
pronostica que la región será «una
mezcla de luces y sombras»[9].
Pero «pocos países (de la región)
podrán sacar ventaja de las
oportunidades del desarrollo, y América
latina como región verá crecer la brecha
que la separa de los países más
avanzados del planeta». El estudio
señala que «la situación de algunos
países mejorará, pero siempre dentro de
ciclos de subas y bajas, progresos y
retrocesos. Y aquellos países y regiones
que no encuentren una dirección
económica, política y social se verán
sumergidos en crisis y sufrirán
retrocesos. Todo esto tendrá lugar en el
marco de una creciente heterogeneidad
regional». El documento regional
vislumbra tres grupos de naciones en el
continente. El primer grupo será el de
los países más exitosos, como Chile,
México, Brasil, Costa Rica y Uruguay,
que consolidarán sus democracias y
lograrán insertarse exitosamente en la
economía global en el año 2020. Los
analistas convocados por el CNI son
algo escépticos sobre el liderazgo
regional brasileño. Según ellos, Brasil
tratará de consolidar su proyecto de
liderazgo, aunque éste será «un proyecto
que avanzará algo, pero no tanto como
se vislumbraba al comenzar el nuevo
milenio. El país evolucionará
gradualmente en materia de desarrollo
institucional, pero el complejo proceso
político y social doméstico no le
brindará los niveles de gobernabilidad
para implementar las transformaciones y
adaptaciones necesarias para llevar a
cabo un proyecto regional exitoso a
nivel global en sólo quince años».
El segundo grupo de países será el
de naciones con tendencia al
autoritarismo, que podrían quedar
marginadas de la comunidad
diplomática de la Organización de
Estados Americanos. En este grupo se
encuentran Paraguay, Bolivia,
Guatemala y Venezuela, «que tienen
ciertas tendencias contrarias a la
democracia y favorables hacia un nuevo
militarismo». Y el tercer grupo será el
de Estados fallidos, o países y regiones
sin gobierno, en los que probablemente
se producirá un colapso de todo tipo de
autoridad gubernamental, una escalada
de los conflictos internos, la
fragmentación de las instituciones y la
proliferación de las mafias o los
«poderes fácticos» como el narcotráfico
o el crimen organizado. «Este escenario
de Estados fallidos incluye casos como
el de Haití y áreas —no necesariamente
países— de la región andina», dice el
estudio.
Los principales
peligros, según el CNI
¿Cuáles son los principales peligros que
acechan a Latinoamérica? Según el
estudio regional, el más importante es el
aumento de la inseguridad. A nivel
regional, los futurólogos ven una
peligrosa ausencia del Estado en áreas
como los departamentos de Boyacá y
Caquetá en Colombia, las fronteras de
Venezuela con Brasil y Colombia, y el
área de Cochabamba en Bolivia. A nivel
ciudadano, plantean la posibilidad de
que la inseguridad produzca un clamor
social por soluciones autoritarias, como
ya se vio con la elección de un
presidente que prometió «supermano
dura» contra las maras en El Salvador.
Según el estudio, «los indicadores de
inseguridad y delincuencia muestran una
tendencia creciente desde hace varios
años, coincidiendo con el aumento de la
pobreza y la desigualdad en la mayoría
de los países. Asimismo, la cuestión de
la inseguridad se convertirá en una
demanda creciente de las sociedades
latinoamericanas, y de la misma forma
en una cuestión de cada vez mayor
importancia política y electoral: a partir
de este fenómeno, accederán políticos y
candidatos de “mano dura” a alcaldías,
gobernaciones y presidencias de la
región».
En segundo lugar, el documento
alerta sobre el aumento de la
informalidad laboral, que en muchos
países latinoamericanos ya alcanza a
dos de cada tres trabajadores. «Las
proyecciones anticipan que la creación
de empleos de los próximos quince años
se dará en una proporción cada vez
mayor en el sector informal», debido
principalmente a la rigidez de las leyes
laborales, que hace que los empresarios
no tomen a nuevos trabajadores, y a la
ineficacia de los Estados, dice el
estudio. Como consecuencia de ello,
aumentará la exclusión social de grandes
sectores de la población, que no tendrán
cobertura social ni acceso al crédito.
«El fenómeno de la informalidad tiene
consecuencias institucionales que
afectan las perspectivas políticas y
económicas a largo plazo. El sistema
previsional del futuro enfrenta graves
riesgos de sustentabilidad por el
crecimiento de la informalidad, ya que
los jubilados de hoy son mantenidos por
una cantidad cada vez menor de
aportantes, y las cajas fiscales no
estarán preparadas para los jubilados de
mañana», afirma el estudio. De igual
forma, el crecimiento de la informalidad
afectará cada vez más la capacidad de
los Estados para recaudar impuestos, lo
que puede debilitar aun más la presencia
del Estado en la vida nacional.
En tercer lugar, el estudio regional
del CNI alerta sobre una posible
revolución indigenista. «En los
próximos quince años se producirá un
crecimiento de las contradicciones
culturales en la sociedad
latinoamericana, como consecuencia del
surgimiento de particularismos étnicos y
regionales. La expresión más fuerte de
estas contradicciones culturales será el
movimiento indigenista, cuya influencia
crecerá a lo largo de los próximos
quince años en toda la región,
particularmente en la región andina,
Centroamérica y el sur de México. Los
movimientos indigenistas…
eventualmente articularán respuestas
dependiendo del grado de inclusión que
obtengan de las sociedades y poderes
establecidos en los países
latinoamericanos. Donde se produzcan
aperturas exitosas, se incorporarán
gradualmente al sistema representativo,
y en algunos casos pujarán por una
mayor autonomía a nivel local y
subnacional. Pero donde prevalezcan las
rigideces de la exclusión política y
económica, el indigenismo podrá
evolucionar hacia expresiones más
radicalizadas, que se opondrán
frontalmente a las instituciones sociales,
políticas, económicas y culturales de la
civilización europea que prevalecen en
Latinoamérica. En estas posibles
situaciones, los valores de la identidad y
la compensación histórica desplazarán a
las expectativas de crecimiento
económico», dice el informe. Traducido
a un lenguaje menos pomposo: si los
países no hacen más por integrar
económicamente a los indígenas,
entraremos en un período de luchas
étnicas contra el predominio blanco o
mestizo.
En cuanto a las relaciones entre los
países latinoamericanos y Washington,
el estudio sugiere que veremos una
partición de las Américas, y que ésta
ocurrirá a la altura del Canal de
Panamá. «Se profundizará la informal
frontera del Canal de Panamá: al norte,
en general, los países estarán más
influidos por la evolución
norteamericana, mientras que
Sudamérica como región fortalecerá su
identidad y sus fronteras
subcontinentales, particularmente
mientras Brasil esté en condiciones de
aspirar a un liderazgo subregional».
El pesimismo general del documento
del CNI sobre el futuro de América
latina contrastaba abiertamente con el
optimismo de las declaraciones públicas
del gobierno de Bush, pero reflejaba
bastante bien el pensamiento vigente en
Washington. Los documentos internos
del Comando Sur del Ejército de los
Estados Unidos, que con sus 1500
funcionarios tenía más gente abocada a
América latina que todas las otras
agencias del gobierno juntas[10], también
pronosticaban un futuro lleno de
incertidumbres en la región. El
Comando Sur, cuyos últimos
comandantes se ufanaban de haber
jugado un rol importante en la
democratización de la región en las
décadas recientes, al haber dejado en
claro ante sus colegas latinoamericanos
que Estados Unidos no toleraría nuevos
golpes militares, había elaborado ya en
2003 un documento interno que alertaba
sobre los crecientes peligros que
acechaban a la democracia en la región.
El documento, según testigos, incluía un
gráfico con cinco mapas de las
Américas, correspondientes a diferentes
ciclos de la historia reciente de la
región, que mostraban a los países
democráticos en color verde y a los
totalitarios en rojo. Y, según se podía
ver, en 1958 casi toda la región estaba
en verde, y sólo Paraguay, Perú,
Ecuador, Colombia, Venezuela, algunos
países centroamericanos y Cuba en rojo.
En 1978 casi toda la región estaba en
rojo, con sólo Colombia, Venezuela y
Guyana en verde. En 1998, en el apogeo
de la democracia en las Américas, el
mapa exhibía la región totalmente en
verde, con apenas un puntito —Cuba—
en rojo. El cuarto mapa, de 2003, ya
mostraba señales de peligro: una buena
parte de la región, incluyendo la
Argentina, Paraguay, Bolivia, Perú,
Ecuador, Colombia y Venezuela, estaba
en color amarillo, como «países en
peligro» de caer en el totalitarismo o en
populismos radicales. Y el último mapa,
del año 2018, estaba totalmente en
blanco, con un gran signo de pregunta
cubriendo toda la región, desde Alaska
hasta Tierra del Fuego. No era,
precisamente, una visión optimista del
futuro latinoamericano.
La visión de las grandes
multinacionales no era mucho más
alentadora. El estudio del Consejo de
las Américas —la principal agrupación
de multinacionales norteamericanas con
operaciones en América latina, con sede
en Nueva York— para el Departamento
de Defensa notaba con alarma la caída
de la inversión extranjera en la región en
las últimas décadas. Aunque en 2005 la
CEPAL anunciaba jubilosamente que las
inversiones habían crecido un 44 por
ciento durante el año anterior,
revirtiendo la tendencia negativa de los
cinco años previos, el balance seguía
siendo negativo: América latina todavía
estaba recibiendo un 20 por ciento
menos de inversiones extranjeras que en
1999. El estudio del Consejo, titulado
«Fomentando el desarrollo regional
asegurando el clima de inversiones en el
hemisferio», atribuía la caída de
inversiones a varios factores, entre ellos
la pérdida de productividad, los bajos
niveles educativos, las trabas políticas y
burocráticas, la corrupción y —sobre
todo— la inseguridad. Los índices de
productividad habían caído en las
últimas dos décadas, y lo mismo ocurría
con los niveles educativos. En materia
de corrupción, el estudio comparaba las
calificaciones de América latina y Asia
en el Índice de Percepción de
Corrupción de Transparencia
Internacional en los últimos cuatro años,
y América latina no salía muy bien
parada: en 2002, el promedio de
corrupción había subido a 60 puntos,
mientras que en Asia había bajado a 43.
«Obviamente, tendencias como ésta
tienen un enorme peso en las decisiones
de los inversionistas», decía el estudio
del Consejo[11].
El «compromiso
fundamental» de Bush
En un discurso de campaña, el 25 de
agosto de 2000 en Miami, Bush había
dicho que «de llegar a la presidencia,
miraré hacia América latina no como un
tema tangencial, sino como un
compromiso fundamental de mi
gobierno»[12]. Y en su primer año en la
Casa Blanca, antes del 11 de
septiembre, Bush —que desde sus días
como gobernador de Texas había
cortejado el voto hispano— fue más allá
que sus antecesores en sus promesas de
buscar una relación más cercana con
Latinoamérica.
Curiosamente, tal como me lo
confirmaron varios jefes de Estado
latinoamericanos que se habían
entrevistado repetidamente con Bush, el
presidente norteamericano más odiado
en América latina de los últimos
tiempos era uno de los que a nivel
personal se sentía más cerca de la
región, por lo menos hasta el día de los
ataques terroristas de 2001. En sus
primeros meses en el poder, Bush había
hecho gestos sin precedentes hacia
América latina, en especial hacia
México. Fue el primer presidente que
dedicó todo un discurso de campaña a la
región. Una vez electo, a diferencia de
sus antecesores, no hizo su primer viaje
oficial a Canadá, sino a México. Los
canadienses estaban furiosos, pero Bush
había querido enviar un mensaje de que
su país comenzaría a mirar hacia el sur.
La primera cumbre presidencial a la que
asistió fue la Cumbre de las Américas,
en Quebec, Canadá, en abril de 2001.
Allí, junto con treinta y dos presidentes
latinoamerianos y caribeños, firmó una
declaración proclamando que el siglo
XXI sería «el siglo de las Américas».
Y el 5 de septiembre de 2001, una
semana antes de los ataques terroristas,
Bush recibió al presidente mexicano
Vicente Fox en la Casa Blanca, y lo
distinguió con la primera cena de gala
para un visitante extranjero de su
gobierno. Nuevamente, los canadienses,
que en años anteriores habían gozado de
ese privilegio diplomático-social,
estaban que trinaban. Y en su discurso
en la cena de gala esa noche, en el
apogeo del idilio político entre ambos
mandatarios, Bush le había dicho a Fox
que «Estados Unidos no tiene una
relación más importante en el mundo que
la que tiene con México»[13]. Yo estaba
en Washington, viendo la escena por
televisión, y no pude menos que sonreír
imaginándome la cara de los
embajadores de Canadá y Gran Bretaña
al escuchar esas palabras.
¿Por qué se había acercado Bush a
la región? Fue una combinación de
ideología, orgullo familiar y
necesidades políticas. Para Bush, a
diferencia de Clinton, el libre comercio
con Latinoamérica no era una
abstracción, sino una causa cuyos
resultados concretos —más comercio y
más inversiones— había visto con sus
propios ojos durante su gestión como
gobernador de Texas, uno de los estados
que más se benefició con el acuerdo de
libre comercio con México. Bush creía
en el libre comercio porque había visto
sus frutos. Asimismo, tenía un interés
personal en que el proyecto del ALCA se
concretara: la idea inicial había sido
lanzada durante la presidencia de su
padre, George Bush, bajo el rótulo de
«Iniciativa de las Américas». De
realizarse, el ALCA sería el legado
histórico de la familia Bush. Y el
orgullo estaba muy presente en la
familia: así como los europeos tenían
sus reyes y sus dinastías, los Estados
Unidos tenían una aristocracia política,
y la familia Bush era su máximo
exponente. Por último, el flamante
presidente sabía muy bien, por lo
apretado de las elecciones de 2000, que
un acercamiento con México y América
latina le redituaría votos hispanos
cuando llegara el momento de postularse
para la reelección cuatro años después.
Cómo Bush se
convirtió en «experto»
en América latina
Cuando llegó a la Cumbre de las
Américas en Quebec, Bush ya se sentía
un «experto» en América latina. Podía
mascullar algunas frases en español —
que había aprendido en Texas— y hasta
hacer algunas bromas con sus colegas
latinoamericanos cuando se saludaban
informalmente, aunque necesitaba un
intérprete cuando se sentaba con ellos
para discutir asuntos de Estado, y se
ponía los audífonos de traducción
simultánea para escuchar discursos en
español en las cumbres. Según me
contaron varios presidentes
latinoamericanos, a Bush le gustaba
ufanarse de que su hermano Jeb, el
gobernador de la Florida, está casado
con una mexicana, y que tenía sobrinos
mexicano-americanos. Era un gringo
latinoamericano, bromeaba.
Como muchas veces ocurre en la
política, una buena parte del interés
inicial de Bush por Latinoamérica nació
de las recomendaciones de sus asesores
de imagen. Durante su campaña
electoral de 2000, había sido objeto de
fuertes críticas por su poca experiencia
en política exterior. Prácticamente no
había salido de los Estados Unidos,
nunca había ocupado un cargo público
que lo obligara a tomar contacto con la
política internacional, y eso lo hacía
sumamente vulnerable ante su rival, el
entonces vicepresidente Al Gore. Este
último había viajado por todo el mundo
durante sus ocho años en la Casa
Blanca, y había tenido a su cargo varias
de las negociaciones internacionales
más delicadas. Entre Gore y Bush, la
diferencia de conocimientos en política
internacional era abismal. Y para colmo,
Bush había hecho el ridículo en una
entrevista periodística durante la
campaña, cuando no había podido
identificar a varios mandatarios
asiáticos y se había equivocado con sus
nombres.
Para contrarrestar estas críticas, sus
asesores de imagen hurgaron
desesperadamente en su pasado, en
busca de algún elemento que les
permitiera presentarlo como un experto
en política exterior. Y lo único que
encontraron fue que había hecho algunos
viajes de trabajo a México como
gobernador de Texas, o para algún
evento social de fin de semana.
¡Eureka!, dijeron los asesores de
imagen. A los pocos días de la
desafortunada entrevista en que Bush
había confundido los nombres de los
presidentes asiáticos, su campaña
comenzó a presentarlo como un
«experto» en México, y por extensión —
qué más da— en América latina. Y para
proyectarse como tal, Bush comenzó a
pulir lo poco que sabía de español y a
cultivar sus contactos con México y
Latinoamérica. Para cuando llegaron las
elecciones de noviembre de 2000, el
futuro presidente ya se había
autoconvencido de que era un «experto»
en la región.
Claro que todo el impulso
latinoamericanista se desmoronó en
cuestión de segundos el 11 de
septiembre de 2001. De allí en más,
Bush no sólo se concentró de lleno en
Medio Oriente, sino que su desastrosa
decisión de lanzarse a la guerra de Irak
sin el consentimiento del Consejo de
Seguridad de la ONU lo convertiría en el
mandatario más antipático del mundo a
los ojos de la gran mayoría de los
latinoamericanos. Y la brecha política
crecería, tal como lo mostrarían las
encuestas en los años siguientes. La
Casa Blanca no perdió el sueño por la
escasa popularidad de Bush en la
región, y el propio presidente —como
veremos en el capítulo 9— se sintió
defraudado por lo que consideró como
una falta de solidaridad de México y
gran parte de la región ante los ataques
terroristas. Pocos días después de los
atentados, en su mensaje anual sobre el
Estado de la Unión del 20 de septiembre
de 2001, Bush —que dos semanas antes
había proclamado a México la relación
bilateral «más importante» de los
Estados Unidos— declaraba que «los
Estados Unidos no tienen un mejor
amigo en el mundo que Gran
Bretaña»[14]. Todo había cambiado en
esas dos semanas. Un golpe de realidad
había obligado al gobierno a
concentrarse de lleno en lo que había
sido el primer ataque extranjero al
territorio de los Estados Unidos desde
Pearl Harbor, en la Segunda Guerra
Mundial, decían los funcionarios de la
Casa Blanca. El ataque terrorista que
dejó casi tres mil civiles muertos —
desde ejecutivos y oficinistas hasta
empleados de limpieza— en las Torres
Gemelas de Nueva York había sido el
peor golpe sufrido por los Estados
Unidos en su historia. A diferencia de
Pearl Harbor, no había sido un ataque a
una instalación militar remota en el
océano Pacífico, sino en el corazón de
Manhattan, enfatizaban los funcionarios.
Las víctimas eran civiles: tenían nombre
y apellido, y habían sido asesinadas por
su mera condición de estadounidenses.
Esto era una guerra distinta, en la que el
enemigo no estaba atacando para exigir
el cumplimiento de demandas concretas.
A diferencia de los terroristas
palestinos, que mataban civiles para
exigir el retiro de Israel de los
territorios ocupados y la creación de un
Estado palestino, el grupo Al Qaeda no
estaba exigiendo nada. Su guerra no era
para lograr que Washington cumpliera
con determinadas exigencias, sino para
exterminar a los Estados Unidos y la
cultura occidental, y sustituirlos por un
nuevo orden teocrático basado en una
interpretación radical del Islam. Ante
semejante amenaza, no se podían
escatimar esfuerzos para la defensa del
país, ni escoger a los aliados por
simpatías personales ni afinidades
geográficas, argumentaban los
funcionarios de la Casa Blanca.
«Madame secretary» y
sus veinte minutos
diarios
Para ser justos, el Bush de después del
11 de septiembre no le prestó mucha
más atención a Latinoamérica de la que
le había prestado Clinton. Durante el
gobierno de este último, la exsecretaria
de Estado Madeleine Albright había
hecho setenta y dos viajes al exterior, de
los cuales sólo diez habían sido a
América latina. Y Albright tampoco
había comparecido ante la Comisión de
Relaciones Exteriores del Senado para
hablar específicamente de América
latina. De hecho, el último secretario de
Estado que se había presentado ante el
Comité en pleno para hablar de este
tema había sido Warren Christopher, el
26 de enero de 1995. Y antes de él,
George Schulz, el 27 de febrero de
1986, según me dijeron los historiadores
del Congreso.
Durante su gira por los Estados
Unidos para promocionar su libro de
memorias Madame secretary, tuve la
ocasión de hacerle una larga entrevista a
Albright en Miami y preguntarle algo
que siempre me había intrigado:
¿cuántos minutos por día les dedicaba un
secretario de Estado a temas
latinoamericanos? Albright, nacida en
Praga, ex Checoslovaquia, cuya familia
había huido primero de los nazis, luego
de los comunistas, y que había llegado a
los Estados Unidos a los 11 años, había
sido la primera mujer nombrada
secretaria de Estado. Sin embargo,
nunca había llegado a ser una estrella en
Washington. Más académica que
política, no había tejido una red de
relaciones personales en el Congreso ni
en la prensa como para convertirse en un
verdadero factor de poder en el
gobierno de Clinton. Era una mujer
inteligente, pero nada carismática. La
había entrevistado ya una vez durante la
Cumbre de las Américas de Chile en
1998, en la suite del hotel donde se
hospedaba, donde me había recibido
junto con dos de sus asesores tarde en la
noche, y lo único que recuerdo es que se
había quitado los zapatos durante la
entrevista, y había colocado sus pies
descalzos sobre una silla. A Albright le
brillaban los ojos y hablaba
apasionadamente cuando se refería a
Europa del Este, sobre todo cuando
mencionaba al expresidente checo
Vaclav Havel y otros luchadores por la
democracia en esa parte del mundo.
Había hecho su tesis de doctorado sobre
el servicio diplomático soviético, y se
había iniciado en la diplomacia
trabajando para el secretario de
Seguridad Nacional del presidente
Jimmy Carter, Zbigniew Brzezinski, otro
exiliado de Europa del Este. América
latina no era un tema que la apasionara.
Cuando comenzamos a tratar este
punto, Albright criticó el «enfoque
militarista» de la política exterior de
Bush, y su «falta de atención hacia
América latina». Ella, según me dijo, le
había prestado mucha más atención a la
región. ¿En serio? ¿Qué porcentaje de su
tiempo en un día promedio le había
dedicado a América latina durante su
gestión?, pregunté. Albright levantó la
vista, tratando de recordar, y luego de
meditar unos segundos respondió: «Le
dedicaba el 20 por ciento, quizás el 25
por ciento de mi tiempo». Sin embargo,
eso no se reflejaba en las páginas de su
autobiografía. Después de la entrevista,
cuando me puse a leer Madame
secretary, me encontré con que en los 29
capítulos no había uno solo dedicado a
Latinoamérica. Casi la totalidad del
libro estaba centrado en Europa del
Este, Medio Oriente, Europa Occidental,
China y Rusia. De las 562 páginas, se
podían contar con los dedos las
dedicadas a América latina. Y de éstas,
la gran mayoría se referían a dos países:
Cuba y Haití. En el índice, Cuba
aparecía con menciones en dieciocho
páginas, y Haití en doce.
Comparativamente, México aparecía
con seis menciones, y Brasil con cuatro,
incluida una en la que sólo se nombraba
a este último país entre varios que
votaron por una resolución de las
Naciones Unidas sobre Haití.
Albright —como Henry Kissinger,
Brzezinski y prácticamente todos los
encargados de la política exterior de los
Estados Unidos— era un producto de la
Guerra Fría. En su visión eurocéntrica
del mundo, Cuba había sido importante
por su alianza con la ex Unión Soviética,
que había convertido a la isla en una
posible plataforma de ataque para el
principal enemigo de los Estados
Unidos. Y Haití era importante porque
era un país en caos, que en cualquier
momento podía causar una nueva ola de
inmigración ilegal a los Estados Unidos.
Los demás países de la región, por más
grandes que fueran, ocupaban un lugar
muy lejano en el espacio mental de
quienes tradicionalmente habían dirigido
el Departamento de Estado.
«América latina se
automarginó»
Albright decía que los latinoamericanos
eran los principales culpables de su
propia irrelevancia en el concierto
mundial, en parte por no participar más
activamente en los grandes temas
internacionales. Cuando le pregunté qué
consejo les daría a los países de
América latina, me dijo que, por su
propio bien, «deberían jugar un rol más
activo en la escena mundial». ¿Y eso
qué significa?, le pregunté. La
exsecretaria de Estado respondió que,
durante el tiempo en que ella había
ejercido su cargo, muchas veces se
había sentido frustrada por la falta de
una mayor cooperación de América
latina en las crisis internacionales. La
mayor diferencia entre los diplomáticos
latinoamericanos y los europeos era «el
nivel de interés en otras partes del
mundo de estos últimos», me dijo. «A
los latinoamericanos les interesan las
relaciones norte-sur, y no demasiado las
de otras partes del mundo». Recordó,
por ejemplo, que cuando había sido
embajadora ante la ONU, entre 1993 y
1997, Estados Unidos, Europa, Canadá y
Australia tenían un grupo de
coordinación política para tratar de
coordinar sus votos, pero los países
latinoamericanos tenían su propio grupo
aparte. Se habían automarginado,
señaló.
«Yo pensaba que deberíamos tener
un grupo en la ONU que fuera el “Grupo
de las Américas”. Sin embargo, no se
pudo dar tal cosa», dijo Albright. En
efecto, según me contaron luego
diplomáticos de la ONU, Albright había
tratado sin éxito de crear un «Grupo de
las Américas» a mediados de la década
de los noventa. México y Brasil no
apoyaron la idea, temerosos de que
Washington terminara dominando el
grupo. «Deberíamos ser aliados
naturales en el desarrollo de nuestras
relaciones en otras partes del mundo»,
continuó diciendo Albright. Un grupo
hemisférico en la ONU «sería una
alianza mucho más natural que con
Europa», agregó. «Otros pasos, como la
creación de una fuerza militar
latinoamericana que pudiera participar
en esfuerzos de paz alrededor del mundo
le daría a la región mucha más
influencia internacional,» señaló.
Humm. Albright tenía razón en que
un mayor protagonismo latinoamericano,
por ejemplo en misiones de paz en todo
el mundo, haría que los votos de la
región fueran más codiciados en el
concierto mundial. Pero su visión no
dejaba de ser un tanto egoísta, ya que
parecía supeditar la inserción
latinoamericana al mundo a que la
región adoptara la agenda de
Washington. Yo le agradecí la entrevista
y me despedí. Pero no pude dejar de
pensar lo obvio: ¿y qué pasa con la
agenda latinoamericana, incluyendo los
temas más importantes para la región,
como la pobreza y el rezago educativo?
¿Estaba Estados Unidos a dispuesto a
dar ayuda condicionada, como lo habían
hecho varios países de Europa con sus
vecinos más pobres? Albright estaba
poniendo todo el acento en la falta de
cooperación de los países
latinoamericanos, pero era obvio que no
había dedicado mucho tiempo a pensar
en la falta de un mayor compromiso de
Washington con sus vecinos sureños.
Las prioridades de
Clinton: Cuba y Haití
El exjefe de Albright, Clinton, no había
sido mucho más generoso con su tiempo
para la región. Durante sus primeros
cuatro años en la Casa Blanca, no había
puesto el pie en Latinoamérica, algo que
la administración de Bush —que hizo
varios viajes a la región en sus primeros
cuatro años— le recordaría a todo el
mundo más tarde. Y a juzgar por lo que
dejaba traslucir en su libro Mi vida,
Clinton nunca le había dedicado mucho
tiempo o espacio mental a los asuntos
latinoamericanos. La obra, un ladrillo de
957 páginas en que relataba de sus
reuniones con líderes de todo el mundo,
apenas dedicaba unas diez páginas —o
sea, alrededor del 1 por ciento del total
— a sus entrevistas con presidentes
latinoamericanos y a temas de la región.
En el libro, por el que recibió un
adelanto de 10 millones de dólares,
Clinton hasta se equivocó al mencionar
el nombre del presidente
latinoamericano por quien decía tener la
mayor admiración: se refirió
repetidamente al expresidente brasileño
Cardoso como «el presidente Henrique
Cardoso» y «Henrique», cuando su
nombre era Fernando Henrique.
¿Cuáles eran los dos países de la
región de los que más hablaba Clinton
en su autobiografía? Los mismos de los
que más había escrito su secretaria de
Estado: Cuba y Haití. El índice contiene
29 referencias a la palabra «Haití» y 21
referencias a «Cuba».
Comparativamente, México aparece con
15 menciones, Brasil con 5, y la
Argentina con 5, casi siempre en
alusiones tangenciales. ¿Era una
aberración que Cuba y Haití hubieran
acaparado una mayor atención del
expresidente de los Estados Unidos que
México, Brasil o la Argentina? ¿O se lo
habían pedido así sus editores, para
asegurar mejores ventas en los Estados
Unidos? Me temo que no se trataba ni de
una cosa ni de la otra: ya sea por
motivos de política interna, o porque el
resto de la región los ignora, desde hace
décadas Cuba y Haití ocupan un lugar
desproporcionadamente grande en la
agenda de Washington hacia la región.
Muchos funcionarios
estadounidenses bromeaban en privado
que para la Casa Blanca había tres
clases de países en América latina: en
primer lugar estaba Cuba, en segundo
lugar Haití, y en tercer lugar estaban los
«países R. A. L.». Los «países
R. A. L.», según el chiste, eran los
países del «Resto de América latina».
El peso exagerado de Cuba y Haití se
debía más que nada a cuestiones de
política interna. Haití era un asunto
decisivo para los legisladores
afroamericanos en el Congreso, que lo
habían convertido en un punto central de
su agenda internacional. Y el voto
cubano-americano en Florida y Nueva
Jersey era clave para ganar esos dos
Estados en cualquier elección
presidencial. Como me lo señaló —
medio en broma, medio en serio— un
político demócrata, «los cubanos no
pueden elegir su presidente en Cuba,
pero lo hacen cada cuatro años en los
Estados Unidos».
Quizá la única excepción a esta
miopía geográfica de la Casa Blanca era
Colombia, que en los últimos años se
había convertido en uno de los mayores
receptores de ayuda económica y militar
de los Estados Unidos en el mundo.
Desde 2001, recibió 3 mil millones de
dólares de Washington para la lucha
contra las drogas y los grupos
guerrilleros y paramilitares usualmente
vinculados al narcotráfico, lo que le
permitió al presidente Álvaro Uribe usar
más de sus recursos nacionales para
lograr una significativa reducción de los
secuestros y homicidios en el país. La
ayuda de Washington a Colombia —
como la otorgada a Israel y Egipto—
había generado todo un aparato de
apoyo económico y militar en
Washington, que difícilmente
desaparecería en el futuro próximo: ni
los demócratas ni los republicanos
podían permitirse votar en contra de
futuros paquetes de ayuda a Colombia, y
ser acusados posteriormente de haber
sido los responsables de un retroceso en
ese país. Y con Chávez armándose hasta
los dientes en la vecina Venezuela,
comprando armas en Rusia, España y
Brasil por unos 2 mil millones de
dólares, el compromiso de los Estados
Unidos con Colombia parecía
asegurado.
Los motivos de
optimismo
Aunque la historia de los Estados
Unidos en América latina tiene muchas
páginas turbias —desde las
intervenciones militares de principios
del siglo XX en Cuba, la República
Dominicana y México hasta el olvido de
la región en nuestros días— y las
promesas de Washington ya suenan
huecas para muchos latinoamericanos,
hay algunos motivos de optimismo. No
sería nada raro que el proceso de
regionalización de la economía global,
así como el creciente peso del voto
hispano en los Estados Unidos, hagan
que la agenda positiva de Washington —
la cooperación económica, el comercio
y la ayuda para el desarrollo de la
educación y la tecnología— prevalezca
sobre la negativa del terrorismo, las
drogas y la inmigración ilegal.
Si continúa la consolidación de los
bloques comerciales de la Unión
Europea y el sudeste asiático, los
Estados Unidos tendrán una mayor
necesidad de incrementar su integración
económica con sus vecinos del sur, y los
sectores proteccionistas y aislacionistas
—hoy sumamente vigorosos en
Washington— perderán fuerza. «La
reciente expansión de la Unión Europea
y la creación del bloque de libre
comercio de China con la Asociación de
Países del Sudeste Asiático en 2007
obligarán a los Estados Unidos a
ampliar sus acuerdos comerciales para
mantener su competitividad
internacional», me dijo Richard
Feinberg, un exdirector de Asuntos
Latinoamericanos del Consejo Nacional
de Seguridad durante el gobierno de
Clinton[15]. ¿Por qué?, le pregunté a
Feinberg. Porque los bloques
comerciales de Europa y Asia
aumentarán respectivamente su
competitividad al poder combinar la
tecnología de sus miembros más ricos
con la mano de obra barata de los más
pobres, explicó. Los Estados Unidos no
se podrán quedar atrás, y tendrán que
hacer lo mismo con América latina. Así
como las empresas alemanas están
mudando sus plantas a Polonia o la
República Checa para producir
automóviles más eficientemente y a
mejores precios, lo mismo ocurrirá con
las empresas de Singapur que a partir de
2007 podrán producir sus bienes en
China gracias al acuerdo de libre
comercio asiático. Si los Estados
Unidos no hacen lo mismo con América
latina o con otra región del mundo, sus
empresas perderán competitividad,
señaló.
El otro motivo importante que
podría darle un nuevo ímpetu a una
agenda positiva de Washington hacia
Latinoamérica tiene que ver con el
incremento meteórico del voto latino,
que será clave en las próximas
elecciones presidenciales, tanto por su
volumen como por su distribución
geográfica. El poder del voto latino
creció de 5,9 millones de votantes
registrados en 2000 a 9,3 millones en
2004, y se espera que aumente a unos 13
millones en 2008. En un país donde las
dos últimas elecciones fueron decididas
por un pequeño margen —apenas 500
votos en 2000—, el voto hispano será
determinante. Y, lo que es tanto o más
importante, la mayor concentración de
hispanos está en los estados con más
votos en el colegio electoral: California,
Nueva York, Florida, Texas e Illinois.
Según los encuestadores, quizá la
principal arma política de los hispanos
será que, a diferencia de los
afroamericanos, que votan casi
unánimemente por el Partido Demócrata,
el bloque latino está dividido. Es un
electorado bisagra, que puede decidir
cualquier elección cerrada. En el
pasado, el Partido Demócrata se llevaba
80 por ciento del voto de los hispanos,
por el simple hecho de que éstos se
identificaban automáticamente con la
agenda demócrata de apoyo a los
trabajadores organizados y a los pobres
en general. Sin embargo, eso empezó a
cambiar en las elecciones de 2000,
cuando el Partido Republicano de Bush
empezó a hacer publicidad en español y
logró ganar el 35 por ciento del voto
hispano. En las elecciones de 2004,
Bush aumentó aun más ese apoyo y ganó
el 40 por ciento del voto hispano, según
los cálculos demócratas, o el 44 por
ciento, según las encuestas de salida de
CNN y los encuestadores republicanos.
«Fue la mejor actuación de un candidato
republicano entre los votantes latinos en
todos los tiempos», me señaló Sergio
Bendixen, uno de los principales
encuestadores del electorado hispano.
«Esto hará que el Partido Demócrata se
despierte para las elecciones de 2008.
Los republicanos les están robando un
grupo de votantes que por razones
socioeconómicas deberían ser en su gran
mayoría demócratas. De ahora en más,
el Partido Demócrata va a luchar con
mucha más energía por ganar el voto
hispano[16]» Steffen Schmidt, un
profesor de Ciencia Política de la Iowa
State University especializado en el voto
hispano, coincide: «La elección (de
2004) puso a la comunidad hispana con
una pata en cada partido político, lo que
le dará una ventaja política
extraordinaria en futuras elecciones»,
me aseguró[17]..
¿Y qué garantía hay de que los
votantes hispanos de los Estados Unidos
presionen a favor de un mayor
acercamiento con América latina?
¿Acaso muchos de ellos no llevan años
en los Estados Unidos y están tan
integrados que ya casi se olvidaron de
sus países de origen?, les pregunté a
varios expertos. Casi todos coincidieron
en que está pasando exactamente lo
contrario. El abaratamiento de las
llamadas telefónicas internacionales, la
televisión por satélite e Internet están
acercando enormemente a la diáspora
latinoamericana a sus países de origen.
Hoy día, los mexicanos, argentinos,
colombianos y venezolanos pueden ver
en sus casas en Los Ángeles, Nueva
York o Miami los mismos noticieros que
ven sus hermanos en Ciudad de México,
Buenos Aires, Bogotá o Caracas. Ya hay
canales de cable que pasan noticieros de
Bolivia, Honduras, El Salvador,
Nicaragua y casi todos los demás
países. Lo mismo ocurre con las radios
hispanas. Y por Internet, millones de
latinoamericanos leen a diario los
periódicos de sus países de origen, y en
muchos casos están más al día de lo que
pasa en estos últimos que en su país
adoptivo. Éste es un fenómeno nuevo,
producto de la revolución tecnológica,
que tiende a acercar enormemente a la
comunidad latina a los países
latinoamericanos.
«En las elecciones de 2004 quedó
demostrado que el voto más disputado
en futuras elecciones será el de los
inmigrantes recientes, y ése es el grupo
más interesado en temas como el libre
comercio o la problemática de los
países latinoamericanos. Es el voto de
la gente que manda remesas a sus
familiares, que se comunica a diario con
ellos, que ve televisión de sus países
por cable o por satélite, y que por todo
eso mantiene un alto interés en la
región», me señaló Bendixen[18]. Una
encuesta de Zogby International y de
The Miami Herald realizada a nivel
nacional poco antes de las elecciones de
2004 confirma el creciente interés de los
votantes hispanos en América latina:
según la encuesta, un 52 por ciento de
los votantes registrados hispanos dicen
que la política de los Estados Unidos
hacia Latinoamérica es un tema que
consideran «muy importante», y un 32
por ciento opina que lo considera «algo
importante»[19]. «Eso es nuevo», me dijo
John Zogby, el responsable de la
encuesta. En una elección cerrada, «el
candidato que ignore a América latina se
va a ver en aprietos»[20].
Remesas familiares:
una bendición con
peligros
Hay otro factor, hasta ahora ajeno a la
política, que está aumentando
silenciosamente los lazos de los Estados
Unidos con la región: las remesas
familiares. Los envíos de dinero de los
inmigrantes latinoamericanos se están
convirtiendo en una de las principales
fuentes de ingreso —si no la principal—
de varios países. Las remesas familiares
a América latina llegaron a un récord de
más de 45 mil millones de dólares en
2004, una cifra mucho mayor que todos
los préstamos del FMI y el Banco
Mundial. El monto de las remesas fue
incluso mayor que el promedio de la
inversión extranjera en la región en los
tres años anteriores[21]. Se trata de un
fenómeno que puede hacer cambiar el
mapa económico y político de la región.
El lado positivo de las remesas es
que se trata de dinero en efectivo, que
llega directamente a los pobres y puede
convertirse en un extraordinario motor
de desarrollo en las regiones más
postergadas. En efecto, según estudios
del BID, las remesas pueden tener un
enorme efecto multiplicador si los 60
millones de campesinos y trabajadores
informales latinoamericanos que las
están recibiendo abren cuentas
bancarias, ingresan en la economía
formal y se convierten en sujetos de
crédito. Según un proyecto del BID, que
se ha iniciado experimentalmente en
México, Colombia, Ecuador y El
Salvador, quienes empiecen a recibir
remesas en sus cuentas bancarias podrán
recibir préstamos de hasta 25 mil
dólares para comprar una casa, iniciar
un negocio o pagar su educación.
Fernando Giménez, un economista del
BID, me dijo que el uso de remesas
como garantías de crédito podría
aumentar en un tercio el número de
mexicanos con acceso a hipotecas
comerciales. «Créanlo o no, en un país
como México, con 100 millones de
personas, sólo se hacen unas 9 mil
hipotecas comerciales al año», dijo
Giménez. «Esperamos aumentar ese
número en una tercera parte casi
inmediatamente, y en mucho más cuando
el programa se vaya popularizando[22]».
Pero el auge de las remesas también
traerá aparejados peligros.
Políticamente, se abre la posibilidad de
que sectores de los Estados Unidos
amenacen con ponerles trabas a estos
envíos, como un arma política para
influenciar elecciones latinoamericanas.
Ya ocurrió en El Salvador, donde los
partidarios del presidente Saca —con la
ayuda de un congresista conservador de
los Estados Unidos— utilizaron la
amenaza de controles de las remesas
como recurso propagandístico para
ganar las elecciones de 2004. Durante la
campaña electoral de Saca, su partido
derechista ARENA alertó a la población
en sus avisos publicitarios de que si el
candidato izquierdista Shafick Handal
del Frente Farabundo Martí de
Liberación Nacional (FMLN) ganaba las
elecciones, se arruinarían las relaciones
de El Salvador con los Estados Unidos,
y Washington pondría controles al flujo
de remesas familiares de los 2,3
millones de salvadoreños que viven en
Estados Unidos.
Uno de los típicos anuncios
televisivos a favor de Saca que salió al
aire en los últimos días de la campaña
mostraba a una pareja salvadoreña de
clase media, que recibía una llamada
angustiada de su hijo en Los Ángeles.
«Mamá, sólo quería decirte que estoy
muy afligido», decía el joven. «¿Por
qué?», le preguntaba su madre. «Porque
si Shafick llega a ser presidente de El
Salvador, yo podría ser deportado, y tú
no recibirías las remesas que te estoy
enviando», respondía el joven. Mientras
tanto, funcionarios salvadoreños
declaraban a la prensa que, gracias a las
buenas relaciones del partido
gobernante con los Estados Unidos, el
gobierno de George W. Bush había
renovado repetidamente el Status de
Protección Temporal para los miles de
indocumentados salvadoreños de los
Estados Unidos. Estas renovaciones
periódicas, aseguraban los partidarios
de ARENA, terminarían si Handal llegara
a la presidencia. Y Saca recibió una
ayudita clave del congresista
republicano de Colorado Thomas G.
Tancredo, quien declaró poco antes de
las elecciones que una posible victoria
del FMLN «significaría un cambio
radical» en la postura de los Estados
Unidos respecto de las remesas a El
Salvador.
¿Interfirió Bush en las elecciones
salvadoreñas? Probablemente menos de
lo que interfirieron China y Cuba a favor
de Handal, me respondió el entonces
presidente salvadoreño Francisco
Flores en una entrevista pocas semanas
antes de las elecciones. Un alto
funcionario de la campaña de Handal me
señaló luego que, tal como me lo había
dicho Flores, una organización del
Partido Comunista de China había
donado varios contenedores con
computadoras, camisetas y otros objetos
utilizados en la campaña de Handal. De
todas formas, en parte gracias a la
campaña de las remesas, Saca ganó con
el 58 por ciento de los votos, contra el
35 que recibió Handal.
¿Se puede repetir el caso
salvadoreño en México, Colombia o
Ecuador? Por un lado, El Salvador es el
país que más depende de las remesas:
cerca del 28 por ciento de su población
adulta recibe dinero de sus familiares en
los Estados Unidos. Y también es cierto
que Handal era un dinosaurio político de
la vieja izquierda, cuyas posturas
extremas lo habían convertido en un
blanco fácil para sus rivales. Sin
embargo, las remesas han cobrado tanta
importancia en México, que se podría
traducir en un fenómeno similar, aunque
en menor escala. El 18 por ciento de los
adultos mexicanos —o cerca de 13
millones de personas— reciben un total
de casi 17 mil millones al año en
remesas, según el BID. En Guatemala, la
cifra es del 24 por ciento de los adultos,
en Honduras el 16, y en Ecuador, el 14.
Los porcentajes caen a medida que
vamos más al sur, pero el número de
personas que reciben remesas en todos
los países de la región está creciendo
vertiginosamente.
El principal peligro de las remesas,
sin embargo, es que varios países se
acostumbren a estos ingresos, hagan sus
planes económicos dándolos por
sentado y pasen a depender de ellos
como antes dependían de los préstamos
internacionales. Un estudio de la
Universidad de Columbia pronostica
que, contrariamente al optimismo del
BID, el flujo de remesas caerá en los
próximos años. «México y otros países
cometen un error cuando celebran los
beneficios de las remesas sin evaluar
sus limitaciones», dicen sus autores,
Jerónimo Cortina, Rodolfo de la Garza y
Enrique Ochoa-Reza. Según ellos, las
remesas caerán porque cada vez más
inmigrantes latinoamericanos están
trasladando a sus familias a Estados
Unidos, por lo que pronto dejarán de
enviar dinero a casa. «En los años
ochenta y noventa, la mayoría de los
migrantes mexicanos eran hombres
jóvenes, de entre 20 y 25 años, que
buscaban oportunidades de empleo», me
dijo Cortina en una entrevista. «Ahora,
estamos viendo más mujeres y niños
entre los migrantes, y eso es parte de un
proceso de reunificación familiar que
resultará en menos remesas». Algo
similar pasó en Turquía, cuando las
remesas de los turcos que vivían en
Alemania crecieron enormemente en las
décadas de los ochenta y noventa,
llegando a un máximo de 5 mil millones
en 1998, y luego comenzaron a caer, a
medida que avanzaba el proceso de la
reunificación de familias en Alemania.
Cuando le pregunté al entonces
presidente del BID, Enrique Iglesias,
sobre estos pronósticos, me respondió
que «mientras las economías de la
región no crezcan a niveles lo
suficientemente altos como para generar
más oportunidades de empleo, la
migración continuará, y las remesas
también».
Las elecciones de
2008
La campaña presidencial del senador
John Kerry en 2004 introdujo una
agenda más positiva hacia América
latina, que probablemente mejoraría aun
más si se lanza nuevamente en 2008. Por
lo que Kerry declaró públicamente, y
por lo que me dijo en dos entrevistas, el
senador demócrata —a pesar de su casi
absoluto desconocimiento de América
latina— se proponía crear una
«Comunidad de las Américas» que
incluiría la creación de un Fondo de
Inversiones Sociales de 500 millones de
dólares anuales para pequeñas empresas
en la región. Se trataba de una versión
muy reducida de lo que se había hecho
en Europa, pero era un principio.
Además, proponía la creación de un
«perímetro de Seguridad de América del
Norte» para integrar las políticas de
migración y aduanas de México, Canadá
y los Estados Unidos, una triplicación
de los fondos del Fondo Nacional para
la Democracia para promover la
democracia y los derechos humanos en
la región. Lo único preocupante para
América latina del discurso de Kerry
era su ambivalencia sobre el libre
comercio, debido al apoyo que recibía
de la central sindical AFL-CIO, según la
cual los tratados de libre comercio
estaban causando la pérdida de puestos
de trabajo en los Estados Unidos.
Cuando le pregunté a Kerry sobre el
tema, me dijo que hasta entonces había
votado a favor de todos los tratados de
libre comercio, aunque posteriormente
tanto él como su partido votarían en
contra del Tratado de Libre Comercio
con América Central y la República
Dominicana, aprobado por un estrecho
margen de votos en el Congreso en julio
de 2005.
El problema de Kerry, como lo pude
constatar en persona, es que era un
pésimo candidato. Es un hombre alto,
erguido, sumamente inteligente —se
expresa mucho mejor que Bush, lo que
no es muy difícil— y cordial, pero no
conecta con la gente. Tiene un aire
distante. Cuando lo entrevisté para mi
programa de televisión en Washington,
tuve oportunidad de conversar con él
varios minutos, mientras los técnicos
ajustaban las luces. Para romper el hielo
e iniciar una conversación cualquiera, le
dije que, si le parecía bien, empezaría
por preguntarle sobre el ALCA, y si
estaba a favor del acuerdo comercial
internacional. Kerry se encogió de
hombros, levantó las cejas y me contestó
sonriendo: «Seguro. Hazme las
preguntas fáciles, las difíciles, las
venenosas, las que quieras. Yo te las
contesto todas»[23]. Pero de ahí en más,
no hizo el menor comentario que
transmitiera algo de calor humano, o
algún interés por la persona que tenía
frente a él. ¡Qué diferencia con Clinton!,
pensé para mis adentros. Clinton era un
maestro de las relaciones públicas que a
los dos segundos lo hacía sentir a uno
como si fuera su amigo de toda la vida.
En una situación similar, Clinton me
hubiera preguntado dónde vivía yo, e
inmediatamente hubiera buscado alguna
amistad en común, o algún sitio que
ambos conociéramos, para iniciar una
conversación personal. Kerry era
distinto. Inteligente, cerebral, pero
distante a más no poder.
En lo que hacía a América latina,
Kerry sabía poco y nada, pero tenía muy
presente la necesidad de acercarse a la
región, aunque más no fuera para ganar
el voto hispano. Según me contó, había
hecho un viaje a Brasil, para la Cumbre
de la Tierra de las Naciones Unidas de
1992 en Río de Janeiro, en el que había
conocido a Theresa Heinz, su nueva
mujer. En esa oportunidad, había
visitado también la Argentina.
Anteriormente había viajado a
Nicaragua, en una misión del Senado
durante las guerras centroamericanas de
la década del ochenta. No era mucho,
pero había estado muy pendiente de la
región en sus veinte años en el Comité
de Relaciones Exteriores del Senado,
me aseguró. Sin embargo, durante la
entrevista televisiva no dio muchas
señales de estar al día con los temas de
la región.
Cuando le hice una pregunta
aparentemente ingenua, el candidato
metió la pata. «¿Cuáles son los tres
mandatarios latinoamericanos que más
respeta?», lo interrogué. Kerry me miró
como un boxeador que acababa de
recibir un golpe en la nariz. «Bueno…
yo respeto, mmmm, yo diría que
respeto… a Vicente Fox», respondió.
Acto seguido, continuó hablando durante
varios segundos sobre Fox, diciendo que
—aunque no lo conocía personalmente
— había escuchado que era un
presidente inteligente y moderno.
Mientras más extendía su respuesta
sobre Fox, más obvio se hacía que no le
venía a la mente ningún otro nombre de
algún presidente latinoamericano.
Cuando terminó, anticipándose a mi
pregunta, dijo: «No conozco a los demás
personalmente, porque han entrado a la
presidencia cuando yo ya estaba
haciendo campaña para presidente, y he
estado intensamente ocupado con los
temas locales. Pero yendo atrás en el
tiempo, he tenido buenas relaciones con
(el expresidente de Costa Rica, de 1986
a 1990). Oscar Arias». Kerry no se
acordaba del nombre de ningún otro
presidente latinoamericano.
¿Qué piensa de Lula, el presidente
de Brasil?, lo ayudé. Kerry reconoció el
nombre y reaccionó de inmediato: «Me
impresiona la manera en que llegó a la
presidencia desde abajo, por sus raíces.
Creo que ha sido increíblemente
responsable en su política monetaria y
fiscal». Los asesores latinoamericanos
de Kerry, que observaban la escena
detrás de las cámaras, respiraron con
alivio. ¿Y de Kirchner, el presidente de
la Argentina? Kerry volvió a menear la
cabeza. «No lo conozco bien. No tengo
una opinión formada de él», respondió.
El movimiento
antilatino
En momentos en que los Estados Unidos
se preparaban para las elecciones
legislativas de 2006 y los últimos años
de la presidencia de Bush, había dos
posibles peligros para América latina
dentro de un cuadro que —en general—
auguraba una mayor interdependencia
positiva para la región. En primer lugar,
había un notable aumento del
sentimiento xenófobo en los Estados
Unidos, alimentado por los ataques
terroristas de 2001 y por la campaña
antilibre comercio de los sindicatos de
trabajadores. El movimiento
antiinmigrante —cuyos máximos
exponentes son los periodistas de
televisión Lou Dobbs de CNN y Bill
O’Reilly de Fox News, y la revista Time
— argumenta que la falta de controles
más férreos en la frontera con México
podría ser usada por terroristas
islámicos para infiltrarse en los Estados
Unidos, y que la ola de inmigrantes
latinoamericanos está causando
hacinamiento en las escuelas, los
hospitales y los servicios públicos del
país. En 2004, el director de la
Academia de Estudios Internacionales y
Regionales de la Universidad de
Harvard, Samuel Huntington, les dio un
halo de respetabilidad académica a
estos sectores con su libro Quiénes
somos. Huntington, quien en 1993 había
escrito el bestseller El choque de las
civilizaciones, en su nuevo libro
argumentaba que los Estados Unidos
están en peligro de desintegrarse por la
avalancha de inmigrantes hispanos. «El
desafío más inmediato y más serio a la
tradicional identidad de los Estados
Unidos viene de la inmensa y continua
inmigración de América latina,
especialmente de México, y las tasas de
natalidad de esos inmigrantes», escribió.
«¿Podrán los Estados Unidos seguir
siendo un país con un solo idioma y una
cultura predominantemente
angloprotestante? Al ignorar esta
pregunta, los americanos están
aceptando pasivamente su eventual
transformación en un país de dos
pueblos con dos culturas diferentes
(anglo e hispana), y dos idiomas (inglés
y español)», se alarmaba el autor.
Según Huntington, los inmigrantes
mexicanos no se asimilan a los Estados
Unidos como lo hicieron los europeos, y
en un futuro podrían reclamar los
territorios que Estados Unidos arrebató
a México en el siglo XIX. Desde su torre
de marfil en Boston, Massachusetts,
Huntington nota con alarma que los
canales de televisión en español en
Miami tienen un público mayor que sus
competidores en inglés, que «José» ha
reemplazado a «Michael» como el
nombre más popular para los niños
recién nacidos en California, y que los
mexicano-americanos apoyan al
seleccionado de fútbol de México
cuando éste se enfrenta con el de los
Estados Unidos. La avalancha de
inmigrantes «mexicanos constituye una
importante amenaza potencial a la
integración cultural y política del país»,
escribió. Se trataba de argumentos
bastante pobres, sobre todo porque la
historia de los inmigrantes
latinoamericanos muestra que, en la
segunda generación, hablan perfecto
inglés y están integrados a la sociedad
estadounidense. Aunque muchos
inmigrantes en Miami no hablan inglés,
sus hijos y nietos sí lo hablan. Y Miami
se ha convertido en un centro de
negocios internacionales precisamente
por tener una clase profesional bilingüe,
capaz de funcionar perfectamente en las
dos culturas. Lo postura de Huntington
tenía poco fundamento en la realidad.
El otro peligro, menos visible, era
que la nueva agenda mundial
antiterrorista de los Estados Unidos,
sumada a la creciente intervención
política de Chávez en los asuntos
internos de otros países
latinoamericanos, llevara a muchos en
Washington a abandonar la defensa de la
democracia como el eje de la política
estadounidense en la región. Desde que
el presidente Jimmy Carter había
elevado la democracia y los derechos
humanos como los principios rectores
de la política hacia América latina en
1976, en parte para revertir la mala
imagen que se habían ganado los
Estados Unidos por haber apoyado
varias dictaduras anticomunistas durante
la Guerra Fría, existía un acuerdo tácito
entre los partidos Demócrata y
Republicano en que había que defender
la democracia a cualquier costo en la
región. Contrariamente a lo que
pensaban algunos latinoamericanos,
aunque la defensa de Estados Unidos de
la democracia había sido errática, era
una postura sincera: Washington había
llegado a la conclusión de que el apoyo
a dictaduras aparentemente amigas era
contraproducente a sus intereses a largo
plazo, porque generaba un círculo
perverso de oposición, violencia
política, tensiones sociales,
inestabilidad económica, cambios de
gobierno y reproches a los Estados
Unidos.
¿Pero sobreviviría este consenso
bipartidista en Washington ante la
amenaza terrorista en el nuevo milenio?
¿Caerían los militares de los Estados
Unidos en el error de volver a apoyar la
creación de ejércitos fuertes en América
latina para que se hicieran cargo de las
«áreas sin ley» en la región?
¿Subsistiría la agenda prodemocracia y
derechos humanos si Chávez propagaba
su modelo revolucionario-autoritario en
la región? La experiencia de Washington
tras las elecciones de izquierdistas
como Lagos en Chile y Lula en Brasil
había sido positiva, lo que no auguraba
un cambio de prioridades en el futuro
próximo. Noriega, el entonces jefe de
Asuntos Hemisféricos del Departamento
de Estado, declaraba en 2005 que la
política de los Estados Unidos hacia
América latina «está basada en cuatro
pilares estratégicos»: el fortalecimiento
de la democracia, la promoción de la
prosperidad económica, la inversión
social y el aumento de la seguridad, en
ese orden[24]. Pero ante el surgimiento
de nuevas amenazas terroristas, la
creciente influencia económica y
política de Chávez y el crecimiento de
los sectores aislacionistas en los
Estados Unidos, no se podía descartar
que surgieran voces en Washington
pidiendo un regreso a los días en los que
el país apoyaba a sus «amigos» en la
región, independientemente de su
sistema político o respeto a los derechos
humanos.
Sin embargo, lo más probable es que
eso no suceda, y que el poder del voto
latino y la memoria histórica de los
estadounidenses sobre los errores del
pasado prevalezcan sobre las
tentaciones de volver a la «real politik»
de la Guerra Fría. Los principales
aspirantes a la nominación demócrata de
2008 —la ex primera dama y senadora
Hillary Clinton, y Kerry— ya están
afinando sus escasos conocimientos
sobre la región y una agenda de
acercamiento a los países
latinoamericanos. La senadora Clinton
está decidida a no permitir que el
Partido Demócrata siga perdiendo votos
entre los hispanos. A principios de 2005
formó su propio comité de asesores
hispanos, con miras a 2008, y —aunque
representa a Nueva York— ya está
viajando por el país hablando ante
audiencias hispanas. Según sus asesores,
el Partido Demócrata perdió en 2004
por no haber invertido más en el voto
hispano: la campaña de Kerry gastó sólo
2,9 millones de dólares de publicidad en
medios en español, mientras que la de
Bush gastó 5,5 millones. En 2008, quien
sea el candidato demócrata no repetirá
el mismo error. «El camino a la Casa
Blanca pasa por los vecindarios
hispanos», afirmó Arturo Vargas, de la
poderosa Asociación Nacional de
Funcionarios Electos Latinos[25].
Kerry, a su vez, se sumergió en un
curso intensivo de español en marzo de
2005, según me comentó uno de sus
colaboradores. Cuando le señalé esto
último a Bendixen, el encuestador del
Partido Demócrata, me dijo: «Él sabe
que ahí (en el voto hispano) es donde
sufrió una de sus grandes pérdidas en
2004». Y entre los probables candidatos
republicanos, el senador John McCain,
de Arizona, no sólo viene de un estado
con gran población latina, sino que ya
estaba tratando de ganarse a los
hispanos a nivel nacional en 2005
proponiendo un proyecto de ley
inmigratoria mucho más generosa que la
de Bush. Y el jefe de la bancada
republicana en el Senado Bill Frist, otro
presidenciable, está estudiando español
y dio su primer discurso en la lengua de
Cervantes en 2005. Todo parece indicar
que el gran ganador de 2008 será el voto
hispano, y que la agenda positiva hacia
Latinoamérica seguirá avanzando en
Washington, ya sea mediante la ayuda
económica condicionada propuesta por
los demócratas, o por el libre comercio
alentado por los republicanos, por el
mero hecho de que —después del fiasco
de Irak— ambos partidos están cada vez
más conscientes de que los Estados
Unidos sólo podrán ganar la guerra
contra el extremismo islámico mediante
un mayor multilateralismo.
CAPÍTULO 6

Argentina: el país de
los bandazos

Cuento chino: «Kirchner dice que en


el mundo ahora “a la Argentina se la
mira con otros ojos”».
(titular del diario Clarín,
7 de mayo de 2005).

BUENOS AIRES —Lo primero que


pensé después de las dos
conversaciones que tuve con el
presidente argentino Néstor Kirchner
durante una cumbre de presidentes
realizada en Monterrey, México, fue que
la Argentina probablemente sería uno de
los países que más se beneficiaría de un
acuerdo supranacional que la protegiera
de los permanentes golpes de timón de
sus gobernantes. Desde hacía mucho
tiempo, la Argentina era el país de los
grandes bandazos políticos, en el que
cada gobierno culpaba a su antecesor de
todos los males y cambiaba de rumbo.
Como resultado, aunque periódicamente
tenía fases de bonanza económica, el
país no iba a ningún lado. Y Kirchner no
parecía dispuesto a romper ese círculo
vicioso de marchas y contramarchas que
cada diez años llevaba a los argentinos
de la euforia colectiva a la depresión
masiva —de campeones del mundo a
basurero de la humanidad— y
viceversa. Una afición por el
pensamiento monolítico parecía llevar a
los argentinos cada tantos años a asumir
apasionadamente posturas exactamente
contrarias a las que habían defendido
con igual ahínco poco tiempo atrás. Esta
ciclotimia política le había dado al país
una reputación de irresponsabilidad que
muchos argentinos eran los primeros en
reconocer, pero de la que no lograban
liberarse. Y Kirchner, por lo que
escuché esa noche, continuaba con la
tradición de decir todo lo contrario de
lo que habían dicho sus antecesores —y
de lo que él mismo había apoyado hasta
su llegada a la presidencia—, quizá bajo
la premisa de que si a ellos les había
ido mal, a él le iría mejor.
Kirchner no es, precisamente, un
campeón de las relaciones públicas. Ésa
fue mi primera apreciación cuando lo
conocí personalmente en el Hotel
Camino Real de Monterrey, México, el
lunes 12 de enero de 2004. Allí se
hospedaban Kirchner y varios
presidentes que asistían a la Cumbre de
las Américas, en la que participaban el
presidente Bush y otros treinta y tres
líderes del continente. Cuando me topé
con el presidente argentino en el lobby
del hotel, me acerqué respetuosamente y
me presenté para solicitarle una
entrevista. Kirchner estaba en la cima de
su popularidad: tenía un 70 por ciento
de imagen positiva en su país, y —
favorecido por sus casi 1,90 de estatura
— caminaba como si se llevara al
mundo por delante. En la Argentina, los
medios hablaban del «fenómeno K». Lo
saludé con un cordial «mucho gusto,
señor presidente», y me presenté por mi
nombre, diciéndole —esperando
convencerlo de que me diera una
entrevista— que quizá se había topado
alguna vez con alguno de mis artículos
en The Miami Herald o en el diario La
Nación de la Argentina, o había visto
alguno de mis comentarios en la CNN, o
en mi programa de televisión
«Oppenheimer Presenta». Tenía mucho
interés en conocerlo, le dije. «¿Sería tan
amable de concederme una entrevista?».
Kirchner se ajustó su traje cruzado
con la mano, me estudió detenidamente,
mirándome desde arriba durante unos
segundos, y dijo sin el menor atisbo de
una sonrisa: «Sí, sí. Yo sé muy bien
quién es usted. ¡Y déjeme decirle que no
me gusta nada lo que usted escribe!». La
respuesta me tomó tan desprevenido que
—no sabiendo qué otra cosa hacer—
reaccioné instintivamente con una
sonrisa defensiva. En mis tres décadas
de periodismo jamás me había topado
con un presidente —o alguna figura
pública— que hubiera respondido a un
gesto de acercamiento con semejante
balde de agua fría. Debo decir que, lejos
de interpretarlo como un insulto, la cosa
en un principio me pareció divertida.
Como muchos periodistas, estoy
acostumbrado a que los presidentes —y
los políticos en general— me saluden
efusivamente, fingiendo ser grandes
admiradores míos, o por lo menos
aduciendo que siguen mis escritos
religiosamente (un ministro mexicano
llegó a abrazarme una vez exclamando:
«¡Andrés, qué guuusto! Todas las
semanas te leo en The New York Times»,
cuando sólo he escrito un artículo en mi
vida para ese periódico, hace ya más de
veinte años). Aunque los políticos casi
siempre mienten cuando felicitan a un
periodista, es parte del ritual. El mismo
ritual, por cierto, por el cual los
periodistas, cuando le pedimos una
entrevista a un político, le decimos que
sus declaraciones son cruciales y están
siendo esperadas con enorme interés por
el público. Pero Kirchner no era un
político común. No parecía tener el
menor interés en congraciarse conmigo.
Eso podía significar dos cosas: que se
trataba de un hombre auténtico, que tenía
el mérito de decir lo que pensaba, o que
su soberbia sobrepasaba cualquier
necesidad de sumar adhesiones para su
gobierno, o para su país.
Sonriendo lo mejor que pude, le
pregunté, casi divertido por lo insólito
de la situación: «¿Por qué no le gusta lo
que escribo? Que yo sepa, nunca lo he
tratado terriblemente mal…». Era
cierto: yo había escrito varias columnas
poniendo en duda la estrategia
comunicacional de Kirchner,
especialmente por sus diarias
embestidas contra los acreedores
internacionales, los Estados Unidos y
España, a quienes el presidente
argentino acusaba de ser los principales
culpables de la debacle económica
argentina de diciembre de 2001.Y había
escrito que Kirchner, aunque hacía bien
en negociar con dureza, corría el peligro
de caer en la perenne enfermedad
argentina de estar siempre culpando a
otros por los males del país y jamás
asumir sus propias responsabilidades.
Pero siempre había terminado mis
columnas dándole un cierto beneficio de
la duda, señalando que el presidente
argentino no era un Chávez, sino un
exgobernador provincial lanzado de
improviso a la escena nacional, que muy
probablemente maduraría con el pasar
del tiempo. «¿Por qué está siendo tan
duro conmigo?», le pregunté, sin
abandonar mi sonrisa de asombro. Para
entonces, ya teníamos a dos o tres
caballeros a nuestro alrededor, incluido
el canciller Rafael Bielsa, que había
abandonado su conversación con otra
persona, intuyendo que se estaba
perdiendo una escena sabrosa.
Kirchner, con gesto enojado,
respondió, siempre mirándome de
arriba: «Usted dice que yo soy un
demagogo. ¡Y a mí no me gusta que me
llamen demagogo!». Me hablaba
levantando el mentón, casi sacando
pecho, como un futbolista que sale a
increpar a otro después de un
encontronazo en la cancha.
«Perdón, presidente, pero yo nunca
lo he llamado demagogo», le respondí,
encogiéndome de hombros con la
sonrisa más amigable que pude sacar a
relucir. Inmediatamente, adivinando a lo
que probablemente se estaba refiriendo
Kirchner, agregué: «El que lo llamó
demagogo fue Mario Vargas Llosa, en mi
programa de televisión. ¡Pero agárrese
con él, no conmigo!».
En ese momento, uno de sus
colaboradores se acercó para pasarle
una llamada en su celular, y el
presidente se alejó unos metros para
tomar el llamado. Me quedé esperando y
conversando con el canciller. Al rato,
Kirchner regresó, por primera vez con
una sonrisa, y me acercó el celular
diciendo: «Aquí quiere saludarlo el
último amigo que le queda en la
Argentina». Tomé el celular, intrigado, y
del otro lado me saludó su jefe de
gabinete Alberto Fernández, a quien
había conocido años atrás, cuando lo
entrevisté varias veces para mi libro
Ojos vendados: Estados Unidos y el
negocio de la corrupción en América
latina. Tras intercambiar un saludo con
Fernández, le dije a Kirchner, siempre
tratando de quitarle dramatismo a la
situación, que no todo el mundo me
odiaba en la Argentina. «Todavía tengo
a mi mamá allí», le señalé, riendo,
esperando que eso lo ablandara. Él
esbozó una breve sonrisa y, volviendo a
su aire anterior, me dijo que veríamos lo
de la entrevista más adelante. Acto
seguido, dio media vuelta y se marchó,
con su canciller siguiéndole los pasos.
Los plantones del
presidente
La actitud del presidente argentino,
según pude saber después, distó mucho
de ser un hecho aislado. Formaba parte
de su personalidad. Mientras otros
países pagan millones de dólares a
empresas de cabilderos en Washington y
las principales capitales europeas para
mejorar su imagen y atraer inversiones,
a Kirchner parecía importarle un rábano
quedar bien con el resto del mundo.
Hasta parecía obtener cierta satisfacción
personal en no dar señales de interés
por lo que podían decir —o dejar de
decir— en los centros del poder
mundial. Cuando los periodistas le
preguntaban al respecto, decía que su
principal ocupación era solucionar los
problemas de la Argentina, y ahí era
donde concentraba todo su tiempo. Y la
mayoría de los argentinos, frustrados
por los malos resultados de su apertura
al mundo durante la década de los
noventa, lo aplaudían. Lo que era
considerado como un desplante en el
exterior en la Argentina era visto como
una muestra de afirmación nacional
mezclada con picardía criolla.
En julio de 2003, durante su primera
visita a España, Kirchner había
increpado duramente a los principales
inversores en una reunión en la sede de
la Confederación Española de
Organizaciones Empresariales (CEOE),
donde se habían dado cita una veintena
de magnates españoles, incluidos los
presidentes de Telefónica, César
Alierta, de Repsol YPF, Alfonso Cortina,
y del grupo editorial Prisa, Jesús de
Polanco. Tal como lo reportaron el
diario Clarín y el madrileño El Mundo,
Kirchner les dijo a los empresarios
españoles que no podían quejarse por el
congelamiento de las tarifas de los
servicios públicos —manejados en su
mayoría por empresas españolas—
porque ya habían ganado más que
suficiente dinero en la Argentina durante
la década de los noventa, y no habían
ido al país «para hacer beneficencia»[1].
Los españoles no podían creerlo. La
Argentina había suspendido los pagos de
buena parte de su deuda externa a fines
de 2001, y congelado las tarifas de los
servicios públicos en manos de
empresas españolas, y todavía se
permitía culpar a estas últimas por los
problemas que estaban atravesando en el
país. Si era una estrategia de Kirchner
para negociar desde una posición de
fuerza, era una táctica entendible,
aunque peligrosa, ya que podía resultar
en la retirada del país de más de una
empresa. Pero si realmente creía lo que
estaba diciendo, era una señal más
peligrosa aún. Al final de la reunión, el
presidente de la CEOE, José María
Cuevas, le había dicho a Kirchner:
«Presidente, usted nos ha puesto a
parir»[2].
Horas después, Kirchner le decía al
periódico La Nación: «Hablé con
crudeza, pero con dignidad. Creo que no
todos, pero sí muchos empresarios
españoles se beneficiaron muchísimo
durante el menemismo, y había que
decirlo. Ahora van a tener que respetar
las reglas de juego de nuestro país»[3].
Al día siguiente, El País de Madrid, el
diario más influyente de España, decía
en su titular de primera plana: «Kirchner
acusó a los empresarios de
aprovecharse de la Argentina». El
editorial del periódico madrileño
señalaba que «lo que hizo no sirve para
abrir nuevos horizontes», y que la
actitud soberbia del presidente había
sido equiparada por un asistente a la
reunión a la «del argentino típico que
todos conocemos». El periódico
madrileño ABC, que generalmente
reflejaba a los sectores más
conservadores, decía ese mismo día:
«Su mensaje fue motivado por
cuestiones electorales. Estaba
interesado en dar un mensaje a los
argentinos de dureza con las empresas
españolas. No les garantizó nada ni se
comprometió a atender sus intereses»[4].
El diario de negocios 5 Días, de
Madrid, decía: «El clima actual entre
Buenos Aires y Madrid dista
notablemente de la luna de miel que
parecen vivir Madrid y el Brasil de
Lula».
Me tocó ser testigo muy cercano de
uno de los plantones del presidente
argentino pocos meses después. En
octubre de 2003, tras aceptar una
invitación de The Miami Herald para
ser el orador principal de la
Conferencia de las Américas que el
periódico organiza todos los años —y a
la que en años anteriores habían acudido
docenas de presidentes latinoamericanos
y los principales encargados de la
política exterior de los Estados Unidos
hacia la región—, Kirchner faltó a la
cita, sin siquiera disculparse. En mi
calidad de uno de los organizadores y
moderadores del encuentro, al que
asisten anualmente unos cuatrocientos
empresarios de los Estados Unidos,
había estado involucrado durante meses
en el proceso de invitación al presidente
argentino.
Kirchner, a través de su oficina y de
la embajada en Washington, había
confirmado su asistencia semanas atrás.
El entonces director de The Miami
Herald, Alberto Ibarguen, le había
enviado una carta de invitación que
había sido entregada en mano a través
de mí a su jefe de gabinete, Alberto
Fernández. A partir de la confirmación
del presidente argentino, The Miami
Herald había anunciado su presencia
como el orador principal de la
conferencia, a la que también asistirían
los presidentes de Ecuador, El Salvador
y Nicaragua, el jefe de gabinete de Chile
y Roger Noriega, el entonces jefe de la
oficina de Asuntos Latinoamericanos del
Departamento de Estado
norteamericano. El periódico, feliz de
contarlo entre sus presidentes invitados,
venía publicando casi a diario su
fotografía, por encima de las de los
demás presidentes, como el invitado de
honor. Kirchner era el presidente del
país más grande entre los invitados, y la
Argentina estaba en las noticias.
Pero 48 horas antes del evento, sin
que nadie avisara nada a The Miami
Herald, me enteré casi por casualidad
de que el presidente no tenía
contemplado viajar a Miami. En una
entrevista telefónica, el canciller Bielsa
me había señalado, casi al pasar, que se
estaba comentando extraoficialmente
que el presidente no viajaría a Miami.
«¿Cómo?», pregunté, atónito. «¡Si
Kirchner ya había confirmado, a través
de su oficina!», repliqué. Bielsa me dijo
que, hasta donde él sabía, Kirchner le
había comentado a un colega suyo del
gabinete que no viajaría. Alarmado por
la noticia —y por las posibles quejas
que la ausencia de Kirchner podría
causar entre los empresarios que habían
gastado cientos de dólares para
participar del almuerzo—, le pregunté al
canciller si me lo estaba informando
oficialmente, como canciller argentino,
o me lo estaba diciendo como un
comentario privado, off the record.
«Esto último», me respondió Bielsa.
«No era una respuesta oficial de la
cancillería, porque no es un tema que
lleve la cancillería», agregó. «Sólo la
oficina del presidente está autorizada
para informar sobre las actividades del
presidente».
De ahí en más, siguieron 48 horas de
frenéticas llamadas a la oficina
presidencial y a la embajada argentina
en Washington, para saber si había un
cambio de planes del presidente. Nadie
contestaba las llamadas en la Argentina,
y el embajador en Washington —con la
mejor buena voluntad— decía que sólo
el jefe de gabinete podía dar una
respuesta. Cuando ya faltaba un día para
la conferencia, tuvimos una reunión en
The Miami Herald para decidir qué
hacer. Había trescientos empresarios
que habían comprado entradas para
asistir al almuerzo en el Hotel Biltmore,
donde Kirchner daría su discurso. ¿Qué
les íbamos a decir? ¿Había que
avisarles ya mismo que Kirchner no
vendría? ¿Pero cómo íbamos a
informarles que no vendría cuando nadie
en la oficina presidencial nos había
dicho que el viaje había sido cancelado?
¿Y si después venía? Decidimos esperar
hasta la mañana siguiente, el día anterior
a la conferencia. Al día siguiente, el
diario La Nación publicó un artículo,
citando a fuentes de The Miami Herald,
diciendo que «la participación de
Kirchner estaba ciento por ciento
confirmada» y que «hasta las 9 de la
noche de ayer, las 22 en Buenos Aires,
podemos decir que el presidente
Kirchner aceptó la invitación la semana
pasada, y que hasta ahora no ha habido
ninguna cancelación oficial»[5]. Otros
diarios dijeron directamente que el
presidente no viajaría. Finalmente, ante
las llamadas de los periodistas
argentinos, Ibarguen emitió un
comunicado de prensa diciendo que el
presidente Kirchner no había notificado
a los organizadores de la conferencia
sobre la cancelación de su visita, y que
había escuchado con «sorpresa» y
«preocupación» las informaciones
extraoficiales sobre su posible decisión
de cancelar el viaje. «Si llegara a ser
cierto que el presidente no vendrá,
estamos decepcionados, porque su
presencia había despertado gran interés
entre los más de trescientos empresarios
que esperaban participar en el almuerzo
en su honor, y porque para nosotros
siempre es un honor recibir en nuestra
conferencia a un presidente de la
Argentina», decía el comunicado.
Finalmente, en la tarde del día
anterior al evento, recibí un llamado de
Alberto Fernández, el jefe de gabinete
de Kirchner. Me dijo que, efectivamente,
el presidente no viajaría, «por una
lesión en el pie» que había tenido días
antes. «¿Lesión en el pie?», pregunté. En
los periódicos argentinos no se había
mencionado el asunto. Le dije a
Fernández que la Argentina quedaría
mal parada, y que si el presidente
dejaba plantados a los trescientos
empresarios de las principales
multinacionales con operaciones en
América latina, tenía que venir por lo
menos el ministro de Economía, o
alguien de ese rango. Fernández asintió,
y a las dos horas —faltando poco para
la salida del último vuelo comercial del
día a Miami— me informó que el
gobierno estaba despachando al
vicepresidente Daniel Scioli para la
reunión. Scioli, el más globalizado de
los altos funcionarios argentinos, tenía
poco poder —según la prensa argentina
ni siquiera era recibido por el
presidente— pero era mejor que una
silla vacía. A la mañana siguiente, habló
Scioli. Para el almuerzo en que debía
hablar Kirchner, terminó hablando el
presidente de Nicaragua.
Meses después, Kirchner dejaría
plantadas a figuras más importantes,
incluyendo al presidente ruso Vladimir
Putin y a la entonces presidenta del
directorio de Hewlett-Packard, Carly
Fiorina. Con Putin tenía programado un
encuentro en el aeropuerto de Moscú, en
camino de su viaje a China, el 26 de
junio de 2004. Kirchner, que estaba en
Praga, llegó dos horas tarde. A Putin no
le quedó más que seguir con su agenda
previa, que le exigía tomar un vuelo a
San Petersburgo para inaugurar allí una
extensión de ferrocarril. Según informó
la agencia de noticias oficial argentina
Télam, citando al embajador argentino
en Moscú Juan Carlos Sánchez Arnaud,
«un frente de tormenta» en la República
Checa había demorado la salida del
avión presidencial argentino Tango 01
desde Praga. Sin embargo, tiempo
después, el periodista Joaquín Morales
Solá, uno de los columnistas más serios
del país, informaba que no había
existido tal frente de tormenta, sino una
sobremesa demasiado extendida en
Praga. Morales Solá señalaba que,
según diplomáticos rusos, «el presidente
argentino se dejó llevar por la
sobremesa de un almuerzo en otro país»
y Putin no había querido esperarlo más
de 40 minutos. Meses después, un alto
funcionario argentino que lo había
acompañado en ese viaje me contó lo
sucedido: Kirchner se había quedado
paseando en Praga, fascinado por la
belleza de la ciudad. «Todavía hoy,
sigue diciendo que es la ciudad más
linda del mundo», me dijo el alto
funcionario. Finalmente, cuando llegó
Kirchner a Moscú, los dos mandatarios
intercambiaron un saludo protocolar por
teléfono. «El tema de fondo es que los
presidentes extranjeros le aburren. Es la
parte que menos le gusta de su trabajo.
Su prioridad es sacar a la Argentina de
la pobreza», me comentó el alto
funcionario argentino, como si una cosa
no tuviera nada que ver con la otra.
También a mediados de 2004,
Kirchner dejaría plantada a la entonces
presidenta de Hewlett-Packard, la
empresaria más poderosa de los Estados
Unidos. El 27 de julio de 2004, Fiorina
—en gira por Sudamérica para analizar
proyectos de inversión— acudió a la
Casa Rosada para una cita previamente
acordada con Kirchner. Pero después de
esperar más de 45 minutos para que la
atendiera, se retiró ofendida. El
periódico The Financial Times, uno de
los más influyentes del mundo, relataba
el incidente de la siguiente manera dos
días después: «Hablando a los
periodistas, Fiorina dijo que la segunda
economía más grande de Sudamérica ha
adquirido importancia para su empresa:
ya es la sede de los “callcenters” de la
empresa para toda la región. ¿Pero
tendrá Hewlett-Packard igual
importancia para Néstor Kirchner, el
presidente izquierdista del país? Estaba
previsto que recibiera a Fiorina el
martes en la casa presidencial. Pero la
tuvo esperando tanto tiempo, que agotó
su paciencia, y Fiorina se retiró.
Bienvenida a la Argentina, Carly»[6].
Acto seguido, Fiorina partió a Chile,
donde fue recibida por el presidente
socialista Ricardo Lagos, y a Brasil,
donde no sólo fue recibida por Lula,
sino que este último y su ministro de
Desarrollo, Industria y Comercio, Luiz
Fernando Furlán, la acompaña ron a las
instalaciones de HP en Sao Paulo. Allí,
Fiorina anunció que su empresa —con
ingresos anuales de 76 mil millones de
dólares— duplicaría su tamaño en
Brasil en los próximos tres años[7].
A fines de 2004, Kirchner envió a un
colaborador de segundo rango al
aeropuerto para recibir al presidente de
China, que —según la prensa argentina
— prometía anunciar inversiones de
hasta 20 mil millones de dólares. Una
semana después había cancelado una
cena que iba a presidir en honor del
presidente de Vietnam, aduciendo no
sentirse bien. «Cada vez que viene un
presidente extranjero, temblamos
todos», me comentó en ese momento un
alto funcionario de la cancillería
argentina, refiriéndose a los constantes
plantones del presidente. Y a mediados
de 2005, apenas doce días antes del
viaje del presidente de Sudáfrica, Thabo
Mbeki, junto con cuarenta empresarios
de ese país a Sudamérica, el gobierno
de Kirchner pidió la postergación del
viaje «por motivos de agenda». Según
funcionarios argentinos, Kirchner quería
dedicarse de lleno a la campaña para las
elecciones legislativas de octubre de
2005. «El gesto sorprendió a los
sudafricanos, que debieron reprogramar
la gira del mandatario al Cono Sur»,
informó el diario Clarín[8].
Una cuestión de
temperamento
En la Argentina, algunos analistas
políticos se agarraban la cabeza ante el
aparente desdén de Kirchner por el
mundo exterior, pero eran una minoría.
El «estilo K» era una actitud entre
orgullosa, desafiante y transgresora que
le gustaba a una buena parte de los
argentinos. En un país en el que muchos
habían creído en eslóganes como
«Argentina Potencia», y en el que el
Congreso había festejado la suspensión
del pago de la deuda externa a fines de
2001 con gritos de «¡Argentina!
¡Argentina!», como si se tratara de un
triunfo deportivo, las encuestas
mostraban que el «estilo K» le hacía
ganar popularidad al presidente. La
política exterior del país tenía una
opinión desfavorable de apenas 11 por
ciento de los argentinos, comparada con
el 53 por ciento de reprobación que
tenía antes de que Kirchner asumiera la
presidencia[9]. «La costumbre de
Kirchner de actuar como si el resto del
mundo le importara un rábano parece
caerles bien a los argentinos, cuyas
históricas sospechas sobre el resto del
mundo se exacerbaron con la crisis que
hizo colapsar la economía a fines de
2001», decía The New York Times[10].
¿Cómo se explicaba la aversión de
Kirchner por el mundo exterior, o su
falta de entendimiento de que los países
que más progresan son los que más se
insertan en la economía global? Cuando
le hice esa pregunta en entrevistas
separadas a dos miembros del gabinete
presidencial, me explicaron que no se
trataba de un rechazo ideológico, sino
de una cuestión de temperamento.
«Kirchner es un NYC», me explicó uno
de ellos. «¿Un NYC?», pregunté, sin
tener la más remota idea de lo que
estaba hablando. El funcionario me
explicó que en la jerga de la Patagonia,
y especialmente de la provincia sureña
de Santa Cruz, de donde venía Kirchner,
los NYC son los «Nacidos y Criados» en
la Patagonia. Era un término que se
usaba para diferenciarlos de los
inmigrantes venidos de Buenos Aires, o
de otros lugares del país. Los «Nacidos
y Criados» en la Patagonia eran gente
orgullosa de su terruño y desconfiada
por naturaleza de todo lo que venía de
afuera. Y el fenómeno tenía su
explicación: Santa Cruz es una provincia
petrolera de apenas 200 mil habitantes,
más que autosuficiente, y poseedora de
algunas de las mayores bellezas
naturales del país. Según esta
explicación, Kirchner, que había sido
gobernador de Santa Cruz por doce
años, había heredado el localismo —o
aislacionismo— de sus
comprovincianos.
Para Kirchner, hasta poco antes de
asumir la presidencia, la ciudad de
Buenos Aires era como Nueva York
para muchos habitantes de Buenos
Aires: una metrópoli siempre presente,
pero remota. Prácticamente no había
viajado al exterior, no hablaba ningún
idioma extranjero y no le interesaba
mucho explorar el resto del mundo.
Cuando las compañías extranjeras
querían comprar o explorar petróleo,
venían a Santa Cruz. ¿Para qué ir a
buscarlas afuera, si eso no haría más que
reducir su capacidad de negociación?
Sus propios colaboradores admitían en
privado que el presidente se aburría en
las cumbres internacionales. «Es un
hombre obsesivo con las cuentas
internas. Todos los días, a las 7 de la
tarde, chequea el estado de las reservas
del país, el stock de energía y los
movimientos de tesorería, pero no tiene
la curiosidad intelectual de saber por
qué avanzan algunos países y retroceden
otros», me dijo un alto funcionario de la
cancillería. «En reuniones con otros
jefes de Estado, mira el reloj a cada
rato. Son temas que le aburren».
La economía y el voto
cautivo
Y el «estilo K» caía bien en la
Argentina, por el pésimo recuerdo que
tenía la población de la década del
noventa, cuando el país había
glorificado a los economistas
internacionales que recetaban cada vez
más apertura económica, sin advertir
que la apertura sin controles contra la
corrupción y el amiguismo llevaría al
desastre. Además, había cierta lógica en
la estrategia del presidente de
concentrarse en los asuntos internos. La
Argentina había suspendido los pagos de
su deuda externa de 141 mil millones de
dólares en diciembre de 2001, y no tenía
mucho sentido salir a vender afuera un
país que acababa de protagonizar el
mayor default de la historia financiera
mundial y que todavía no había logrado
llegar a un acuerdo con sus acreedores.
¿Para qué salir a cautivar a los
mercados externos si nadie pondría un
peso en la Argentina hasta que
resolviera su conflicto con sus
acreedores? Para colmo, la forma en que
la Argentina había decidido su default
había sido escandalosa. El Congreso
había hecho el ridículo ante el resto del
mundo, celebrando la suspensión de
pagos al grito de «¡Argentina!
¡Argentina!». En una semana, a
principios de 2002, el país había tenido
nada menos que cinco presidentes y
había sufrido una maxidevaluación que
había hecho caer el ingreso per cápita
de 7500 a 2500 dólares por año. De la
noche a la mañana, la Argentina se había
convertido en un país con una mayoría
de pobres. En una conferencia
académica a la que asistí en la
Universidad de La Florida, en Miami, el
20 de enero de 2002, algunos de los
principales latinoamericanistas de los
Estados Unidos llegaron a discutir con
la mayor seriedad si la Argentina
debería ser considerada un «Estado
fallido», el término utilizado en la jerga
diplomática internacional para países
como Angola, Haití y Sudán, que habían
perdido la capacidad de ejercer las
funciones básicas de un Estado, como
preservar el orden o recolectar
impuestos.
El último de la seguidilla de cinco
presidentes interinos que asumió tras las
violentas manifestaciones —según
muchos, alentadas y pagadas por los
caciques del Partido Justicialista— que
derrocaron al expresidente Fernando de
la Rúa, Eduardo Duhalde, logró
estabilizar la situación política con la
promesa de convocar a elecciones, con
la teoría de que el país había sido una
víctima inocente de una política
económica impuesta por el Fondo
Monetario Internacional. La culpa era de
los organismos financieros mundiales y
de la obsecuencia con que el gobierno
de Carlos Saúl Menem había seguido
sus recetas en la década de los noventa,
decía Duhalde. Era hora de «volver a lo
nuestro», señalaba, a pesar de que todas
las evidencias mostraban que los países
del mundo que estaban progresando se
estaban volcando cada vez más
rápidamente hacia fuera, y de que la
fórmula había fracasado en la Argentina
por la corrupción y la falta de
transparencia con que había sido
implementada. A partir de Duhalde, la
Argentina se había beneficiado de una
serie de factores externos —el alza de
los precios mundiales de las materias
primas que producía el país, las
compras cada vez mayores por parte de
China y los bajos intereses
internacionales, entre otros— que
permitieron remontar la situación más
rápidamente de lo que muchos
esperaban. Se había dado la mejor
coyuntura internacional para el país en
varias décadas, y la economía había
respondido. Tras caer un 4 por ciento en
2001 y un 11 por ciento en 2002, la
economía creció un 9 por ciento en
2003, crecería otro 9 por ciento en
2004, y —según proyecciones del FMI—
un 6 por ciento en 2005.
Pero Duhalde, que —al igual que
Kirchner después— era un dirigente
político provincial sin mucho interés en
el mundo exterior, reintrodujo en la
Argentina los peores vicios del viejo
peronismo y los conjugó con el antiguo
sistema político con que el PRI había
gobernado México durante siete décadas
en el siglo XX: una combinación de
clientelismo político con la tradición
mexicana de una democracia hereditaria,
en la que los presidentes del partido
hegemónico se pasaban el mando en
cada elección. Desde que Duhalde
asumió el gobierno en enero de 2002, el
número de argentinos que recibían
subsidios directos del gobierno aumentó
de 140 mil a casi 3 millones, según
estimaciones del Centro de Estudios
Nueva Mayoría, de Buenos Aires. «El
partido peronista no está ganando más
votos porque tenga más simpatizantes,
sino porque tiene más gente que depende
de sus subsidios», me explicaba en ese
momento Rosendo Fraga, el presidente
del centro de estudios. «El nivel de
pobreza de la Argentina ha crecido de
30 a 60 por ciento, y el clientelismo
político es mayor que nunca».
El Plan Jefas y Jefes de Hogar
iniciado por Duhalde otorgaba subsidios
de alrededor de 50 dólares mensuales a
1 millón 700 mil desocupados. Los
críticos de estos planes señalaban que
sus beneficiarios no siempre eran
desocupados, y que los funcionarios del
partido gobernante los repartían a
cambio de la lealtad política de quienes
los recibían. Según un estudio de Martín
Simonetta y Gustavo Lazzari, de la
Fundación Atlas, una organización no
gubernamental prolibre mercado,
alrededor de un 20 por ciento de los
votantes en la Argentina dependían
directamente de subsidios estatales y
constituían un «voto cautivo». «En la
Argentina, desde la implementación del
Plan Jefas y Jefes de Hogar en 2002 se
duplicó el porcentaje de votantes que
pueden ser considerados voto cautivo»,
me dijo Simonetta en una entrevista
telefónica. «El gobierno federal usa esto
como política de alineamiento de las
provincias y los municipios: a mayor
alineamiento político, más planes de
subsidios». Como resultado, la
contienda política está teniendo lugar
«con un campo de juego inclinado», en
el cual «hay una competencia desleal
entre el gobierno y el resto de los
candidatos», decía Simonetta[11].
Y los expertos internacionales
dudaban de que los planes asistenciales
argentinos fueran eficaces. Un estudio
del Banco Mundial sobre el Plan Jefas y
Jefes de Hogar planteaba serias dudas
sobre su efectividad. Según ese estudio,
coordinado por Sandra Cesilini, «la
inscripción por parte de los gobiernos
locales favorece el clientelismo y la
corrupción, al ser imposible su
control»[12].
Simultáneamente, Duhalde había
intervenido de manera abierta a favor de
su candidato, Kirchner, en las elecciones
de abril de 2003. Al igual que en el
viejo sistema político mexicano, al que
sus críticos llamaban una «dictadura
sexenal hereditaria» porque el
presidente saliente aseguraba que su
candidato personal lo sucediera —e
invariablemente se peleaba con él una
vez que asumía el poder—, Duhalde
había proclamado pocos días antes de la
elección que Kirchner ganaría, y había
enviado a sus ministros con mayor
popularidad a la televisión para que
aparecieran junto con el candidato
oficial. Como era de prever, Kirchner
ganó la elección, aunque con sólo un 22
por ciento de los votos.
Años después, cuando la economía
argentina ya se había recuperado del
colapso inicial gracias al crecimiento de
la economía mundial y —sobre todo—
de las compras de China, el analista
político argentino James Nielsen,
exdirector de The Buenos Aires Herald,
describía el nuevo sistema político
argentino como «el modelo lumpen». La
debacle económica y la pauperización
súbita de millones de personas habían
resultado en una transferencia de poder
económico del sector privado a la clase
política, que ahora tenía más poder que
nunca para decidir quiénes serían los
privilegiados y quiénes los
perjudicados. Y mientras la mayoría de
la población se resignaba al despojo,
consolándose con la idea de que todo
podía haber sido mucho peor, una
coalición de políticos clientelistas,
sindicalistas anacrónicos, cruzados
anticapitalistas y empresarios
cortesanos que no quieren saber nada de
la competitividad manejaba el país a su
antojo. La Argentina se había resignado
a «un modelo de administración política
de la pobreza» que —de perpetuarse—
no haría más que enriquecer a la clase
política, aumentar la corrupción y
condenar al país al estancamiento, decía
Nielsen.
«Espero cambiar este
sistema»
Dentro del gobierno de Kirchner, había
quienes estaban muy conscientes de que
los subsidios políticos eran una receta
para el atraso económico. En una
entrevista en su despacho en abril de
2005, el ministro de Economía Roberto
Lavagna me aseguró que el Plan Jefas y
Jefes de Hogar sería desmantelado muy
pronto. «Espero cambiar este sistema.
Estoy tratando de convencer al gobierno
de convertir esta medida de emergencia
en un programa de desempleo, que
ofrezca ayuda por un tiempo limitado,
digamos un año; y en que los
beneficiarios tengan que buscar un
empleo y recibir entrenamiento laboral»,
me dijo Lavagna[13]. ¡Interesante!,
«¿pero está el presidente Kirchner de
acuerdo?», le pregunté. Lavagna asintió
con la cabeza. «El presidente aceptó la
idea. La única pregunta es cuándo vamos
a empezar a hacerlo», aseguró.
«Probablemente, esto sucederá después
de las elecciones legislativas de octubre
de 2005», me dijo el ministro[14].
A pesar de que Lavagna compartía el
hábito de Kirchner de culpar a los
demás por los males del país, entendía
mejor que otros en el gobierno la
necesidad de atraer inversiones
extranjeras para asegurar el crecimiento
a largo plazo. Según Lavagna, ahora que
la Argentina había logrado recuperarse
de su colapso económico de 2001, para
tener un crecimiento anual de 6 por
ciento, por varios años el país
necesitaba incrementar las inversiones
del equivalente de 21 por ciento de su
producto bruto que tenía en la
actualidad, al 24. No era mucho, dijo,
pero era una meta crucial para el
crecimiento sostenido del país.
Más tarde, cuando dejé la oficina de
Lavagna y les comenté con entusiasmo a
varios amigos que la Argentina pronto
desmantelaría el Plan Jefas y Jefes de
Hogar y que iniciaría una ofensiva en
busca de inversiones, muchos me
miraron con escepticismo y preguntaron:
«¿Y tú les crees?». «¿Acaso eres tan
ingenuo para pensar que el gobierno
disolvería su ejército de desempleados
subsidiados, que le servían como fuerza
de choque para llenar las
manifestaciones públicas
progubernamentales, o hacer protestas
callejeras contra las multinacionales que
no hacían caso a los pedidos del
gobierno de no aumentar sus precios?»,
me preguntaban. Y en efecto, al día
siguiente de que publiqué mi artículo
con las declaraciones de Lavagna, un
funcionario no identificado de la oficina
de Kirchner les señalaba a los
periodistas que el presidente no había
dado su visto bueno al plan del ministro
de Economía. Quizá Lavagna estaba
tratando de presionar a su jefe, o quizás
el gobierno no quería hacer el anuncio
antes de tiempo para no perder votos en
las elecciones legislativas de fines de
2005, pero lo cierto era que el hecho de
que estuvieran discutiendo internamente
sobre la necesidad de atraer inversiones
y abandonar subsidios manipulados con
fines políticos era una buena noticia. Si
el gobierno aceptaba lo que proponía
Lavagna, la recuperación de los últimos
años dejaría de ser un fenómeno
pasajero debido a causas externas y
podría ser el inicio de un largo período
de prosperidad.
¿Qué había llevado a Lavagna, el
funcionario encargado de confrontar al
Fondo Monetario Internacional y los
acreedores externos, a asumir una línea
más pragmática? Probablemente, no sólo
el contacto con los demás ministros de
Economía del mundo, sino un dato
concreto: cuatro años después del
default argentino, y aunque la economía
había crecido más de lo que habían
esperado hasta los más optimistas, la
Argentina seguía teniendo una pésima
reputación entre los inversionistas
externos. El riesgo país seguía por las
nubes, como si no hubiera existido
ninguna recuperación económica.
«Fíjese qué estupidez», me había
dicho Lavagna, momentos antes,
levantándose de la mesa de conferencias
en la que estábamos hablando en su
despacho y caminando hacia una de las
dos computadoras que tenía en su
escritorio, a unos pocos metros de
distancia. En su pantalla aparecían las
últimas noticias, las cotizaciones de
Wall Street y el riesgo país —la
penalidad que deben pagar los países
considerados riesgosos por los
préstamos que reciben— estimado por
las principales empresas financieras del
mundo. La noticia del momento era un
golpe constitucional que acababa de
ocurrir en Ecuador en medio de
sangrientas protestas callejeras. En el
preciso instante en que estábamos
hablando, el entonces presidente de
Ecuador, Lucio Gutiérrez, acababa de
huir del palacio presidencial en un
helicóptero y se dirigía a la embajada de
Brasil, mientras el Congreso colocaba al
vicepresidente en su lugar. Por lo menos
tres manifestantes habían muerto, y había
docenas de heridos, decían los cables. Y
sin embargo, según me mostró Lavagna
en su computadora, el riesgo país de
Ecuador seguía siendo mucho menor que
el de la Argentina, a pesar de que en
este último país no había crisis política
y la economía iba viento en popa.
Mostrándome con la mano las tasas
de riesgo país de la compañía financiera
J. P. Morgan, Lavagna me señaló:
«Dígame si no es un absurdo total: en
este preciso momento, con los tanques
en las calles, el riesgo país en Ecuador
es de 772 puntos, mientras que el de la
Argentina es de 6130 puntos».
Obviamente, y por más que a Lavagna le
pareciera un absurdo, lo cierto era que
la Argentina estaba pagando un precio
muy alto por la retórica confrontacional
de su gobierno, y el ministro lo sabía. La
diferencia entre el riesgo país de
Ecuador en plena crisis y la Argentina
en un día de total tranquilidad lo decía
todo.
La entrevista esperada
La vaga promesa de Kirchner —hecha
en el lobby del Hotel Camino Real
durante la Cumbre de las Américas en
Monterrey en enero de 2004— de
concederme una entrevista se concretó
dos días después de nuestro primer
encuentro, antes de su partida de
México. En el bar del hotel,
semidesierto a eso de las 3 de la tarde,
grabadora en mano, me senté a
preguntarle sobre los cambios que
estaba haciendo en la política exterior e
interior del país. ¿Tenía sentido haber
declarado el fin de las «relaciones
carnales» del gobierno de Menem con
los Estados Unidos, en lugar de tomar
decisiones independientes —que podían
o no gustarle a Washington— sin
proclamar un alejamiento oficial de los
Estados Unidos? ¿Tenía sentido anunciar
el restablecimiento de relaciones plenas
con la dictadura de Castro, apenas
después de la condena a veinticinco
años de prisión a setenta y cinco
periodistas y disidentes pacíficos en
Cuba? ¿No estaba premiando la
represión y erosionando la presión
internacional sobre la dictadura cubana
con ese anuncio? ¿Tenía sentido su
encuentro con el líder cocalero Evo
Morales, que el gobierno boliviano
había interpretado como un gesto de
apoyo a los grupos radicales de ese
país? ¿No estaba interfiriendo en los
asuntos internos de su país vecino,
Uruguay, al apoyar la candidatura del
entonces líder de la oposición
izquierdista Tabaré Vázquez? ¿Y no
estaba legitimando a la líder de la
facción extremista de las Madres de
Plaza de Mayo, Hebe de Bonafini, al
recibirla repetidamente en la Casa
Rosada y decir que la sentía como una
madre? De Bonafini abogaba
públicamente por la lucha armada, y
había declarado en 2001 que estaba
«contenta» por el ataque terrorista
contra las Torres Gemelas en Nueva
York. ¿Qué mensajes estaba enviando al
mundo con estas adhesiones?
Me interesaba sobremanera el tema
de los derechos humanos, porque veía
con preocupación la marcha atrás del
gobierno argentino en un tema que
paradójicamente había escogido como
prioritario. A diferencia de otros
periodistas a los que el presidente
acusaba de haber hecho la vista gorda a
las violaciones a los derechos humanos
durante la dictadura de los años setenta,
Kirchner no podía meterme en ese
paquete. Yo me había ido del país
cuando sucedió el golpe militar de 1976,
y había criticado a la dictadura en mis
escritos desde su comienzo. De hecho,
mi único artículo para The New York
Times había sido una colaboración
firmada en 1978, en la que había
atacado las violaciones a los derechos
humanos en la Argentina, en momentos
en que una buena parte de la sociedad
defendía el gobierno militar del general
Jorge Rafael Videla.
Lo que me preocupaba de la política
de Kirchner era que, al apoyar
tácitamente o ignorar los atropellos a los
derechos civiles y humanos en Cuba,
estaba socavando el principio de la
defensa colectiva de la democracia en
todo el mundo y en su propio país.
Amnistía Internacional, Human Rights
Watch y los principales grupos
internacionales de derechos humanos
decían, con razón, que no se puede ser
un campeón de los derechos humanos en
casa e ignorar las violaciones a los
mismos derechos afuera. La nueva
apatía argentina ante las violaciones a
los derechos humanos en el exterior
sentaba un precedente peligroso: si la
Argentina y sus vecinos no alzaban la
voz ante los abusos en otros países,
¿quién iba a venir en auxilio de ellos
mismos el día de mañana, si sus propias
democracias volvieran a estar
amenazadas? Tal como lo había
señalado el excanciller mexicano Jorge
Castañeda, «la mejor manera de anclar
el tema de los derechos humanos en lo
interno es a través de la solidaridad
internacional para denunciar los abusos
donde sea que ocurran. En la medida en
que los derechos humanos retrocedan
como bandera internacional, también
retrocederán a la larga a nivel
nacional»[15].
Las respuestas de Kirchner durante
la entrevista no fueron tan malas como
me esperaba. Lo que dijo frente a la
grabadora estaba dentro de los
parámetros del juego democrático,
aunque su interpretación selectiva de los
derechos humanos dejaba mucho que
desear. Tenía una visión del mundo
bastante obsoleta, basada en
concepciones antiguas de la soberanía
nacional que ya habían sido archivadas
por casi todas las democracias
modernas. Pero no había en su discurso
un mesianismo radical como el de
Chávez, ni una vena abiertamente
dictatorial como la de Castro. Kirchner
me dijo que se definía como un
«progresista en el liberalismo
económico», una definición que no me
pareció mala, a pesar de que las ideas
que él veía como «progresistas» eran
vistas como retrógradas en gran parte
del mundo moderno. «Yo creo en los
grandes temas del liberalismo
económico, en un progresismo claro en
el liberalismo económico, liberalismo
con justicia y con equidad», me dijo
Kirchner. «Es lo que yo creo, y lo
aplico[16]».
Cuando tocamos el tema de Cuba, le
pregunté cómo podía él, un crítico de la
dictadura militar argentina, aceptar sin
reproches otra dictadura militar, como la
cubana. Kirchner había elevado las
relaciones con Cuba, enviando al primer
embajador argentino a la isla en tres
años, tras un congelamiento de las
relaciones bilaterales durante el
gobierno del expresidente Fernando de
la Rúa, que había votado en contra de
Cuba en la Comisión de Derechos
humanos de la ONU. Y el flamante
embajador argentino, Raúl Taleb, había
anunciado la normalización de las
relaciones con el régimen de Castro
poco después de la peor ola represiva
en la isla en varias décadas, lo que
había sido una bofetada a la oposición
democrática cubana. «¿Acaso la
posición correcta no debería ser estar en
contra de todas las dictaduras, sean de
derecha o de izquierda?», le pregunté.
«¿O cree usted que hay dictaduras
buenas?».
Kirchner respondió: «Mire, nosotros
estamos por la autodeterminación de los
pueblos. No nos gusta interferir en la
vida interna de los pueblos… La
situación de Cuba, por muchos aspectos,
es muy particular. El problema del
pueblo cubano lo debe resolver el
pueblo cubano». «Precisamente», le
contesté. «Lo debe resolver el pueblo
cubano. Pero ocurre que el pueblo
cubano no puede votar, ni tener un
periódico independiente, ni programas
de radio no oficiales, ni nada». Además,
agregué, «el “principio de no
interferencia” y la “autodeterminación
de los pueblos” son muletillas que
suelen usar los dictadores de derecha e
izquierda para evitar el monitoreo
internacional de los abusos a los
derechos fundamentales en sus países.
De hecho, en el mundo de hoy, el
principio de no interferencia debe
convivir con el “principio de no
indiferencia” ante la violación de los
derechos políticos y humanos. Tal como
lo señala la propia carta de las
Naciones Unidas, nacida tras los
horrores de la Segunda Guerra Mundial,
los derechos humanos son universales, y
ningún país puede escudarse detrás de la
“no interferencia” para violarlos», le
señalé. ¿Sabía Kirchner que en Cuba hay
presos políticos por «crímenes» como
repartir copias mimeografiadas de la
Carta de las Naciones Unidas?
Kirchner respondió: «Y bueno,
también el pueblo cubano no quiere el
aislamiento, no quiere sectarismo. Yo
creo que es un tema que lo debe resolver
el pueblo cubano. Nosotros en ese tema
respetamos a todas las naciones, y por
lo tanto nos abstenemos de intervenir en
sus asuntos internos». Entonces, ¿por
qué no hacer lo que hacen todas las
democracias europeas y muchos países
latinoamericanos, que es oponerse tanto
al embargo comercial de los Estados
Unidos como a los abusos a los
derechos humanos en Cuba?, le
pregunté. ¿Por qué no hacer las dos
cosas? Kirchner volvió a repetir el
cassette anterior sobre la
autodeterminación de los pueblos,
agregando casi al final que «cada uno
tiene una visión del tema. Yo creo que
los últimos acontecimientos del año
pasado (las condenas a veinticinco años
de prisión a opositores pacíficos) en
Cuba repercutieron negativamente. No
fueron un acierto, precisamente, de
Fidel. Por eso, me parece, cada uno en
este tema puede opinar diferente»[17].
El tema de Cuba no parecía
apasionarlo, ni para un lado ni para el
otro. De todas maneras, le hice una
última pregunta: ahora que la Argentina
iniciaba un acercamiento con el régimen
cubano, ¿no hablaría con nadie más que
con Fidel Castro en la isla? ¿O hablaría
también con la oposición, como lo había
hecho Castro con los grupos de
ultraizquierda durante su visita a Buenos
Aires en 2002, o en cada uno de sus
viajes al exterior? «Nunca se puede ser
tan taxativo en la vida», respondió
Kirchner. «Hacer una definición tan
cerrada (como decir que no tendría
contacto con la oposición) sería un
equívoco. Habrá que ver». La respuesta
denotaba que, por suerte, no era tan
ingenuo como para sentir admiración
por la dictadura cubana. Pero, al mismo
tiempo, no parecía tener la menor noción
del mal que le estaba haciendo a la
causa de los derechos humanos al
contribuir tácitamente a la idea de una
parte de la sociedad argentina de que
hay tal cosa como dictaduras buenas[*].
Cambiando de tema, le pregunté
sobre Bolivia. «Cuando habló con el
líder cocalero Evo Morales, se dijo en
los periódicos que usted lo había
apoyado», le recordé. «¿Lo apoyó?».
Kirchner respondió: «Yo no le dije a
Evo Morales que lo íbamos a apoyar.
No estoy interviniendo en la vida interna
del pueblo boliviano. Lo que le dije a
Evo Morales era que yo pensaba que era
fundamental abandonar cualquier idea
insurreccional, apoyar fuertemente la
defensa y la consolidación de las
instituciones, y que apoyar las
instituciones en ese momento pasaba por
apoyarlo a Carlos Mesa, el actual
presidente boliviano. Y Mesa me dijo
que, hoy en día, Evo Morales estaba
actuando con mucha madurez, y estaba
apoyando. Cosa que me alegra. Ahora,
yo no voy a apoyar a un candidato de
otro país, eso es absurdo. Sería una
intromisión inaceptable»[18].
Sin embargo, lo hizo con Tabaré
Vázquez, cuando este último era el
candidato de izquierda en Uruguay, le
señalé. El propio gobierno del
presidente Jorge Batlle había dicho
públicamente que Kirchner había
tomado partido abiertamente por
Vázquez, que luego ganó la presidencia
de Uruguay. Kirchner, algo molesto,
relativizó las acusaciones de Batlle. «En
Uruguay hay una pelea política muy
fuerte entre los partidos tradicionales y
el Frente Amplio (de izquierda). Está
muy polarizado. Y el intendente de
Montevideo (Mariano Arana) nos invitó
a nosotros, a Mesa, a Duhalde y a Lula,
para entregarnos la llave de la ciudad. Y
algún colaborador del presidente Batlle
salió a decir —después lo
desautorizaron— que estábamos
interviniendo en la vida interna. Bajo
ningún aspecto… No interfiero».
«¿Y no ayudó a legitimizar a Hebe
de Bonafini, la líder del sector
antidemocrático de las Madres de Plaza
de Mayo, que apoyaba la lucha de clases
e incluso el terrorismo, al darle tanta
entrada a la Casa Rosada?», le pregunté.
«Tengo un gran cariño con ella»,
respondió Kirchner. «Siempre estuvimos
políticamente en veredas diferentes.
Siento que la pérdida… Ella era un ama
de casa que fue destrozada por la
pérdida [de un hijo], y se convirtió en
una militante revolucionaria, como dice
ella, y yo evidentemente, en nombre de
las madres que sufrieron tanto, la recibo
permanentemente cuando viene a verme.
Eso no significa coincidir con todas las
definiciones que ella tiene. Si tuviera
que coincidir con cada uno que viene a
mi despacho, no podría recibir a
nadie… Recibo a todo el mundo. Eso no
significa que tenga que coincidir con las
posiciones de todos[19]».
¿Y cómo se sentía Kirchner cuando
lo encasillaban en un eje con Brasil,
Venezuela y Cuba? ¿Le molestaba? ¿O
no? «Bueno, ni me molesta ni me deja de
molestar, porque cada uno sabe lo que
es. Del único eje cierto que te puedo
hablar en Sudamérica es el de Brasil y
la Argentina/la Argentina y Brasil. Ésta
es la realidad. El periodismo tiene
derecho a opinar, a hacer sus
evaluaciones, pero basta ver qué
políticas conjuntas hemos hecho (con
Venezuela y Cuba), y no hemos hecho
ninguna, lo que no significa que yo estoy
de acuerdo con que aíslen a Chávez o a
cualquier presidente. Por el contrario,
creo que el diálogo es fundamental[20]».
Salí de la entrevista favorablemente
impresionado con Kirchner. Por lo que
había dicho, parecía bastante más
democrático y tolerante que la impresión
que muchos teníamos de él. Quizá se
trataba de un hombre con un estilo
personal prepotente y confrontacional,
pero que en el fondo tenía una
mentalidad tolerante, pensé. Sin
embargo, mi incipiente optimismo sobre
Kirchner se diluyó en alguna medida al
día siguiente, tarde en la noche, cuando
tuve otra larga conversación, más
distendida y privada, una vez terminada
la cumbre.
El país de los
extremos
Eran como las 11 de la noche. Yo
acababa de enviar mi columna a The
Miami Herald, había cenado en mi
habitación, y bajé al lobby del hotel
para ver si quedaba algún funcionario
con quien hablar. Cuando me asomé al
bar, allí estaban, en una mesa, Kirchner
con su mujer, la senadora Cristina
Fernández, y su canciller, Bielsa.
Estaban tomando un café, matando el
tiempo mientras bajaban sus maletas y
esperaban que el avión presidencial
estuviera listo para su regreso a la
Argentina. Entré al salón, me acerqué a
saludar y —supongo— me quedé parado
delante de la mesa el tiempo suficiente
como para que no les quedara más
remedio que invitarme a sentarme con
ellos. Al poco rato estábamos hablando
de los principales temas que habían
centrado la atención de todos durante la
cumbre. Como se trató de una
conversación privada, off the record,
nunca publiqué lo que dijo Kirchner, ni
lo haré en esta oportunidad. Me limitaré
a contar lo que le dije yo y la impresión
que me causaron sus respuestas.
Fue una conversación que me dejó
preocupado. En la charla informal,
Kirchner parecía estar bastante alejado
del «progresismo dentro del liberalismo
económico» con el que se identificaba
públicamente, y daba la impresión de
estar mucho más cerca de la izquierda
retrógrada según la cual la explicación
para todos los fracasos nacionales era el
«imperialismo» norteamericano y los
organismos financieros internacionales.
Durante la charla, tocamos
nuevamente los temas de Venezuela,
Cuba, Bolivia, Uruguay y la propia
Argentina. Y esta vez, sin grabadora de
por medio, Kirchner volvía una y otra
vez a la responsabilidad que tenían los
Estados Unidos, el Fondo Monetario
Internacional, las reformas económicas
ortodoxas de los años noventa y su
predecesor, Menem. Algunas de las
cosas que sugería eran ciertas, como que
Washington había dejado sola a Bolivia
después de exigirle un sacrificio enorme
para destruir sus plantaciones de coca.
Otras, como culpar al Fondo Monetario
Internacional de la debacle económica
argentina, eran bastante relativas,
porque el presidente argentino parecía
omitir cualquier responsabilidad de su
propio país en la crisis que acababa de
sufrir. Después de pasar revista a varios
países y escuchar las mismas
explicaciones de Kirchner, y notando
que el presidente o estaba cansado o no
parecía demasiado interesado en
escuchar mi opinión, decidí mantenerme
en el rol de preguntador complaciente y
reservarme mi opinión para el final de
la noche. Pensé muy bien qué decirle,
para poder —con suerte— aportar
alguna idea que le pudiera quedar
registrada. De manera que, después de
unos 40 minutos de conversación,
durante los cuales se nos habían unido el
ministro de Economía Lavagna y dos o
tres asesores de Bielsa, le solté mi punto
de vista.
«Presidente», le dije, «muchas de
las cosas que usted dice son ciertas. Es
innegable que los Estados Unidos tienen
una historia dudosa en la región, sobre
todo a principios del siglo XX, aunque
hay que reconocer que en las últimas
tres décadas Washington ha aprendido
algunas lecciones, y ha aumentado su
respaldo a la democracia y los derechos
humanos en la región. Pero si me
permite una crítica constructiva, su
gobierno a veces da la impresión de
querer hacer todo lo contrario de lo que
se hizo en la década de los noventa, ya
sea bueno o malo». Kirchner me miró
con cara de piedra y con un aire que
percibí como de desconfianza. Yo seguí
diciendo: «Los grandes bandazos
políticos o económicos les hacen mal a
los países. Generan desconfianza interna
y externa, que se traduce en menores
inversiones, mayor fuga de capitales,
menos crecimiento y más desempleo.
Los países que mejor andan, como
España, Irlanda o Chile, son aquellos
donde gana la izquierda, gana la derecha
o gana el centro y no pasa nada
dramático. Ningún inversionista va a
huir despavorido de España, o de Chile,
porque gane un partido u otro. Son
países que tienen un rumbo fijo,
previsible. Quizás un gobierno
aumentará más los impuestos, o
cambiará la balanza de gastos estatales
hacia un sector u otro, pero no van a dar
un golpe de timón radical, que los aparte
de la senda. Eso no ha funcionado en
ningún lado».
Acto seguido, mientras Kirchner me
miraba en silencio, le señalé que la
historia argentina reciente no era más
que una serie de vaivenes políticos. «La
Argentina es el país del zigzag», le dije.
Desde que los argentinos tenían
memoria, prácticamente no habían
existido períodos extendidos de
estabilidad. La historia estaba signada
por los extremos. La búsqueda del
centro era la excepción. Tanto era así,
que mientras en el resto del mundo la
moderación era vista como una virtud,
en la Argentina era considerada un
síntoma de debilidad. «La Argentina es
el único país en que un partido de
centro, uno de los más tradicionales del
país, se llamaba “partido radical”.
Aunque ya nadie tomara literalmente el
significado de dicho nombre, ¿no era
absurdo un partido “radical” en el siglo
XXI, cuando los países compiten por
mostrarse como los más moderados y
pragmáticos para atraer más
inversión?». Como para amenizar el
recuento, le recordé que a mediados del
siglo pasado el partido radical —que
paradójicamente representaba a la clase
media urbana— se había escindido, y
los que se habían ido se refundaron bajo
el nombre de Unión Cívica Radical
Intransigente, como para que nadie
llegara a pensar que podrían incurrir en
vicios como la flexibilidad, la apertura
mental y la búsqueda de consensos.
La Argentina había pasado
sucesivamente del populismo
nacionalista del peronismo de los años
cincuenta al antiperonismo recalcitrante
de los sesenta, al efímero regreso del
peronismo, esta vez de la mano con la
izquierda, en 1973, a una dictadura
militar de derecha de 1976, a los
débiles gobiernos democráticos de los
ochenta, a la apertura económica
marcada por la corrupción bajo Menem
en los noventa, al gobierno actual, que
decía que todas las medidas aperturistas
tomadas en los años ochenta y noventa
eran deleznables. Resumiendo, le dije a
Kirchner que me parecía excelente que
denunciara la corrupción del gobierno
de Menem, y lo felicitaba por hacerlo.
Pero una cosa era atacar la corrupción y
algunas políticas concretas, y otra era
atacar el concepto de apertura
económica y competencia por las
inversiones, que era precisamente la
receta que estaba dando resultados en
China, India y Europa del Este,
reduciendo la pobreza en lugares tan
disímiles como China y Chile.
Kirchner no me escuchó, o por lo
menos dio la impresión de no haber
escuchado. Se encogió de hombros, me
miró de arriba y me recitó un discurso
sobre las «barbaridades» de las
políticas neoliberales de Menem, sin
siquiera referirse a mi argumento de que
ningún país podía avanzar con
constantes golpes de timón. Me despedí
del presidente pocos minutos después,
con la sensación de haber fracasado
miserablemente en mi intento de hacer
una crítica constructiva. Mi único
consuelo fue que, al salir del bar del
hotel, su mujer me comentó algo así
como que yo tenía razón en decir que
ningún país podía desarrollarse
cambiando de políticas cada cuatro
años, pero que tenía que entender que el
desastre económico argentino había sido
tal que no se podía hacer otra cosa que
buscar un camino diferente. No me
convencieron sus argumentos, pero por
lo menos había escuchado los míos.
Poco después, cuando Kirchner y sus
colaboradores inmediatos se retiraron
del hotel y me quedé en el lobby
conversando con algunos funcionarios
de segunda línea, uno de ellos me
comentó: «Andrés, me dijeron que
estuviste durísimo con el presidente».
Su comentario me asombró. «¿Qué?»,
reaccioné. «¿Te parece? Si le dije lo
más obvio, lo que los empresarios
argentinos y extranjeros le deben estar
diciendo todos los días», me encogí de
hombros, sorprendido. El funcionario
meneó la cabeza negativamente y me
dijo: «Te equivocás. El último que le
dijo algo así fue un empresario
petrolero, y nunca más lo volvió a
recibir».
La visión de
Washington
Mi conversación con el presidente
argentino no fue la única sorpresa que
me llevé en esa cumbre. La otra fue la
cobertura que había hecho la prensa
argentina, según la cual la reunión de
Kirchner y Bush durante el evento había
sido un éxito rotundo. «El gobierno
mejoró los lazos con EE. UU.», tituló La
Nación el 15 de enero, señalando en el
texto de su artículo de primera plana que
«el gobierno calificó ayer como un
“éxito total” la participación de Néstor
Kirchner en la Cumbre de las
Américas». El diario de mayor
circulación en el país, Clarín, titulaba:
«Bush dio un nuevo apoyo, pero pidió
una señal clara por la deuda»[21], y
señalaba en su análisis del viaje que
«Kirchner sorteó bien su segunda
reunión en siete meses con el jefe de la
Casa Blanca»[22].
Sin embargo, los altos funcionarios
del gobierno de Bush en la reunión nos
decían algo totalmente diferente a los
periodistas de medios de los Estados
Unidos. En efecto, la reunión de
Kirchner con Bush había sido civilizada,
y hasta buena, me dijo ese día en
Monterrey uno de los principales
funcionarios de la Casa Blanca para
América latina. Pero pocas horas más
tarde, cuando Kirchner leyó un discurso
en el que prácticamente culpaba a los
Estados Unidos por los males de la
región, y exigiendo un Plan Marshall
para América latina, el ambiente
positivo que se había generado se disipó
en cuestión de segundos. A tal punto que
Bush se había quitado los audífonos de
traducción simultánea en la mitad del
discurso, según me confirmaron luego
funcionarios de la Casa Blanca que se
encontraban a su lado.
«Habían tenido una muy buena
reunión bilateral, al margen de la
cumbre, y luego Kirchner dio un
discurso de cierre que fue tan peronista
de la vieja guardia, que no sólo el
presidente Bush sino muchos otros se
preguntaron si éste era el mismo
personaje con el que se habían reunido
minutos antes», me dijo un alto
funcionario de los Estados Unidos.
«Había un ambiente de decepción en la
delegación estadounidense. Habíamos
estado haciendo progresos, el presidente
Bush se había jugado por Kirchner ante
el Fondo Monetario Internacional, y
ahora se venía con ese discurso».
Otro funcionario, el entonces
embajador especial de la Casa Blanca
para América latina, Otto Reich, me
confirmaría más tarde en una entrevista
que «la reacción en la delegación de los
Estados Unidos fue de incredulidad ante
la retórica tan anticuada del presidente
argentino. Fue un discurso
tercermundista, de los años sesenta»[23].
Reich agregó que «lo que afectó la
percepción de la delegación
norteamericana tan negativamente fue
que el discurso de Kirchner tuviera
lugar en la clausura de la Cumbre de las
Américas», que el presidente argentino
tenía a su cargo como representante del
país huésped de la próxima cumbre, que
se realizaría en la Argentina en
noviembre de 2005. «La cumbre había
estado dedicada a promover el
desarrollo, y todo el día y medio se
había estado hablando de cosas como
aumentar el empleo mediante la
reducción de los trámites y otras
barreras impuestas por los Estados para
la creación de empresas. Y en lugar de
hablar de cómo generar crecimiento y
empleo reduciendo la intervención del
Estado, nos encontramos con alguien que
todavía estaba pensando en términos de
la teoría de la dependencia[24]».
En Buenos Aires nunca se enteraron
del pésimo impacto que había tenido la
presentación de Kirchner en la
delegación estadounidense. Por el
contrario, el gobierno argentino regresó
al país con un aire triunfalista, como si
hubiera logrado quedar bien con Dios y
con el diablo, sin sacrificar nada. Según
el canciller Bielsa, «estamos
demostrando que se puede disentir sin
que eso nos haga perder el respeto y la
madurez en la relación con los Estados
Unidos». Todos los periódicos y
cadenas de televisión argentinas
calificaron el viaje como un éxito, en el
que el presidente Kirchner
supuestamente había logrado un
importante acercamiento con el gobierno
de los Estados Unidos[25]. Para los
pocos periodistas que estábamos
hablando con funcionarios de ambos
países, era cosa de risa: los
norteamericanos nos decían que, tras su
actuación en Monterrey, Kirchner se
podía olvidar por un tiempo de tener un
amigo en la Casa Blanca.
Y así fue. Meses después, Kirchner
realizó su primer viaje oficial a los
Estados Unidos, con una visita a Nueva
York y Washington. Y a pesar de todos
los esfuerzos de la embajada argentina
por lograr una entrevista con Bush, con
el entonces secretario de Estado Colin
Powell o con la entonces consejera de
Seguridad Condoleezza Rice, el
gobierno de Bush no le dio una cita ni
con el portero de la Casa Blanca. «La
embajada argentina estaba tratando de
concertar una cita a nivel informal», me
confirmó meses después un funcionario
de la Casa Blanca. «Pero recibimos un
mensaje de la Oficina Oval, mucho antes
del viaje, diciéndonos: Forget it
(olvídense)».
Según el funcionario, el entonces
asesor de la Casa Blanca para America
latina, Reich, trató en vano de convencer
al jefe de gabinete de Bush de que se
cambiara la decisión y se recibiera a
Kirchner, aunque fuera por un minuto,
pero no tuvo suerte. «Nosotros creíamos
que, en un caso en el que no hay una
relación abiertamente hostil, era
conveniente que se realizara la reunión.
Pero ambos se habían visto
recientemente en Monterrey, y después
en Nueva York, y muchos en la oficina
del presidente (Bush) se decían: “¿Para
qué diablos otra reunión? ¿Vamos a
tener otra reunión agradable, y luego,
vaya uno a saber, va a salir dando un
discurso contra nosotros…?”», dijo el
funcionario. Finalmente, el gobierno de
Bush decidió que nadie de alto nivel le
daría una cita a Kirchner. El presidente
argentino terminó entrevistándose con el
entonces presidente del Banco
Interamericano de Desarrollo, Enrique
Iglesias, a pocas cuadras de la Casa
Blanca. Previsiblemente, al día
siguiente, la prensa argentina informaba
del «exitoso» viaje de Kirchner a
Washington. Y Bush se demoraría más
de un año en volver a hablar con el
presidente argentino: recién lo hizo en
marzo de 2005, cuando necesitaba su
ayuda para contener a Chávez en
Venezuela y para preparar la agenda de
la próxima Cumbre de las Américas en
la Argentina.
«Excelentes
relaciones»
En público, el gobierno de Bush hablaba
positivamente de la Argentina, decía que
sus relaciones con el gobierno de
Kirchner eran excelentes, y de paso
recordaba a todo el mundo que Bush
personalmente había intercedido ante el
FMI para lograr que el organismo
financiero tuviera mayor flexibilidad en
sus negociaciones con la Argentina.
Incluso después de ocasionales roces
por el tema de Cuba, el gobierno
norteamericano le ponía buena cara a la
relación. El subsecretario de Asuntos
Hemisféricos del Departamento de
Estado, Noriega, me dijo en una
entrevista a fines de 2004 que «los
argentinos reconocen que no tienen un
amigo mejor que los Estados Unidos»
—presumiblemente refiriéndose al tema
de la deuda— y que «la Argentina era un
buen socio de los Estados Unidos». Y el
embajador estadounidense en Buenos
Aires, Lino Gutiérrez, decía: «Teníamos
excelentes relaciones antes y las
seguiremos teniendo»[26]. Pero, en
privado, los principales funcionarios de
los Estados Unidos levantaban las cejas
cuando se les preguntaba sobre la
Argentina, como frustrados de que un
país con tanto potencial no se encontrara
más insertado en la economía global y
estuviera quedándose cada vez más atrás
en el contexto mundial. Para Washington,
la Argentina había dejado de ser aliado
cercano, y tampoco era un mercado tan
interesante en el nuevo contexto
internacional, en el que sobraban los
países de Asia, Europa del Este y la
propia Sudamérica que se esforzaban
por ser más amigables hacia las
inversiones extranjeras. No fue casual
que, en su primer viaje a Sudamérica
tras asumir su cargo, la secretaria de
Estado Condoleezza Rice haya visitado
Brasil, Colombia, Chile y El Salvador,
pasando por alto a la Argentina. Poco
después, Rice dejaba traslucir en una
entrevista con The Miami Herald en
Washington —que nunca fue reproducida
en la Argentina— que la Argentina no
estaba entre sus mejores amigos en la
región. Tras afirmar que no le
preocupaba la proliferación de
gobiernos de centroizquierda en
Sudamérica, Rice señaló que Estados
Unidos tiene «excelentes relaciones con
Chile», «muy buenas relaciones con
Brasil» y «buenas relaciones en una
cantidad de temas con la Argentina»[27].
La escala descendente de los adjetivos
lo decía todo.
En rigor, lo mismo podía decirse de
lo que manifestaban los funcionarios
argentinos sobre los Estados Unidos.
Así como el gobierno y la opinión
pública eran casi unánimemente críticos
de los Estados Unidos —según las
encuestas, la Argentina estaba entre los
países que tenían la peor imagen de
Estados Unidos en el mundo—, la
opinión ilustrada en Washington no tenía
mucho de bueno que decir de la
Argentina. Apenas se retiraban del
gobierno, cuando podían hablar
libremente, los funcionarios
estadounidenses decían exactamente lo
contrario de lo que estipulaba la línea
oficial.
Cuando le pregunté a Manuel Rocha,
exencargado de negocios de los Estados
Unidos en la Argentina entre 1997 y
2000, sobre las declaraciones que
acababan de hacer sus excolegas
Noriega y Gutiérrez, me señaló: «El rol
de un subsecretario de Estado y de un
embajador no es necesariamente hablar
verdades, sino promover las buenas
relaciones. Ellos están cumpliendo su
rol». Y agregó: «Si me hubieras
preguntado esto estando yo de
embajador, te hubiera dado las mismas
respuestas que dieron ellos».
«Un país adolescente»
¿Qué pensaba Rocha ahora, que ya se
había retirado del Departamento de
Estado de los Estados Unidos? ¿Cómo
veía el futuro de la Argentina?
«Oscuro», me contestó. «Porque no hay
un consenso de la clase dirigente sobre
un proyecto de nación… En la clase
dirigente hay una tremenda división. En
Chile, uno habla con un socialista, con
una persona de centro y con una persona
de la derecha, y encuentra que en
términos de política económica hay
mucha coincidencia. En la Argentina, en
política económica, ni siquiera dentro
del peronismo hay un consenso sobre un
proyecto nacional». Según Rocha, eso se
debe «a la incapacidad de una clase
dirigente inmadura, que no ha sabido
estar a la altura del país que tiene, que
en parte viene por el modelo que nace
con el peronismo. Y a la incapacidad de
la clase empresarial también. They don’t
get it – No captan lo que está pasando
(en el mundo)».
¿Pero acaso no tiene la Argentina
una clase intelectual, política y
empresarial muy sofisticada?, le
pregunté. ¿Acaso no es el país
sudamericano con más teatros, óperas,
museos, conferencias y libros
publicados? «Es gente sofisticada, pero
sólo en apariencia. Son sofisticados en
apariencia. Usan ropa inglesa, etcétera,
pero comparados a un tipo de Hong
Kong, Singapur, e incluso a un jerarca
del Partido Comunista Chino, los tres
son más sofisticados que un dirigente
político o empresarial argentino. Eso se
debe a que en la Argentina se ha creado
una cultura que es muy individualista,
muy sálvese quien pueda, y haga plata
quien pueda, de la manera como se
pueda».
Rocha citó el ejemplo del tan
celebrado gol de Diego Maradona en el
Mundial de 1986 en México, cuando en
un partido contra Inglaterra metió la
pelota en el arco con la mano sin que se
percatara el árbitro, y luego, interrogado
por los periodistas, dijo que «fue la
mano de Dios». Los argentinos celebran
la ocurrencia hasta el día de hoy. De
hecho, muchos años después del retiro
de Maradona, cuando una encuesta del
gobierno argentino preguntó en 2005
quién era la personalidad actual más
representativa del país, Maradona salió
en el primer lugar con 51 por ciento de
las menciones, seguido por Kirchner con
31 por ciento[28]. «Es un país
maravilloso, con un talento tremendo, en
el que no obstante ese talento se aplaude
al que mete el gol con la mano, cuando
esa persona no tendría la necesidad de
meter el gol con la mano», dijo Rocha.
«Se aplaude la viveza criolla y no el
trabajo disciplinado». No era casual que
el Congreso argentino hubiera celebrado
la cancelación de la deuda con cánticos
festivos, o que el gobierno de Kirchner
luego culpara a todo el mundo —los
acreedores, el Fondo Monetario
Internacional y los bancos— por la
suspensión de la deuda, afirmaba el
exdiplomático estadounidense.
«Gran parte de la inmadurez
argentina se debía al Estado paternalista
creado por el peronismo, basado en el
modelo corporativista que el general
Juan D. Perón había aprendido durante
su estadía en la Italia de Benito
Mussolini», agregó Rocha. «El
peronismo creó una relación entre el
individuo y el Estado que hizo que el
individuo sea dependiente del Estado.
El argentino espera que el Estado le
resuelva su problema, ya se trate de un
piquetero, un jubilado o una comunidad.
Siempre espera que el Estado le
resuelva… En la Argentina no se usan
las palabras de John F. Kennedy, “No
preguntes lo que tu país puede hacer por
ti, sino lo que tú puedes hacer por tu
país”. En la Argentina la gente pregunta
qué puede hacer el país por mí. Por lo
tanto, cuando se culpa a alguien, se
culpa al Estado, al FMI, al capitalismo,
al neoliberalismo, pero nunca se toma la
responsabilidad que de pronto la culpa
puede ser interna. Es un país inmaduro,
adolescente, y por el momento está
demostrando que no puede salir de sus
crisis por su incapacidad de hacer lo
elemental, como respetar la ley y los
contratos».
En rigor, la visión de Rocha sobre el
peronismo es tan generalizada en los
países ricos, que la propia secretaria de
Estado Condoleezza Rice —
aparentemente sin advertir que estaba
diciendo algo que podría incomodar al
gobierno argentino— manifestó en una
audiencia pública del Congreso el 12 de
mayo de 2005 que Perón, al igual que
Chávez en la actualidad, había sido un
presidente «populista» cuya
«demagogia» no le había hecho ningún
bien a su país. Y hasta en el vecino
Chile, el canciller del gobierno
socialista de Lagos, Ignacio Walker,
había tenido que disculparse ante el
gobierno argentino al asumir su cargo
por haber escrito en noviembre de 2004
un artículo en el periódico El Mercurio
titulado «Nuestros vecinos argentinos»,
en el que había dicho que «el verdadero
muro que se interpone entre Chile y la
Argentina no es la cordillera de los
Andes, sino el legado del peronismo y
su lógica perversa». Walker se refirió al
Partido Justicialista de Kirchner como
un movimiento con «rasgos autoritarios,
corporativos y fascistoides» y agregó:
«Diríamos que desde que Perón se
instaló en el poder, en 1945, el
peronismo y el militarismo se han
encargado de destruir sistemáticamente
a la Argentina»[29].
«¿Y no puede ser que Kirchner esté
haciendo las cosas por etapas?», le
pregunté a Rocha. Uno podía especular
que Kirchner no entiende cómo funciona
el mundo, pero también podía pensar
que el presidente argentino tenía que
poner la casa en orden y llegar a un
acuerdo con los acreedores
internacionales antes de dejar en marcha
políticas para alentar las inversiones.
De hecho, Kirchner había logrado una
quita importante en el pago de la deuda
externa, y eso no era un dato menor en
un país quebrado y herido en su orgullo
nacional. «Yo quisiera creer que lo
segundo es lo cierto, pero me temo que
no es así. Estamos hablando de
individuos que están en el liderazgo
argentino, y cuya capacidad de entender
lo que ha pasado y va a pasar en el
mundo es nula», concluyó Rocha.
La importancia de la
reputación
James Walsh, el exembajador de los
Estados Unidos entre 2000 y 2003, veía
a la Argentina con ojos menos
pesimistas que su antecesor, pero en el
fondo su visión no era muy diferente.
Walsh tenía lazos afectivos con el país,
que venían de su juventud: a los 17 años
había ido a estudiar en un programa de
intercambio a la provincia argentina de
Córdoba, y luego había regresado como
funcionario de la embajada de los
Estados Unidos en Buenos Aires a fines
de la década del sesenta, antes de su
designación como embajador varios
años después. Durante su última estadía
oficial en la Argentina, antes de su
retiro, había sido protagonista de la
mayor crisis política de la historia
reciente del país: la sucesión de cinco
presidentes en una semana. «Yo era el
tipo que iba todos los días a la Casa
Rosada con una nota que decía: “Es un
honor para el gobierno de los Estados
Unidos reconocer al nuevo gobierno de
Argentina”», recordaba ahora, divertido.
«Un periódico me sacó una foto saliendo
de la Casa Rosada por cuarta o quinta
vez seguida el sábado por la mañana, sin
corbata, y dijo medio en sorna que los
cambios presidenciales se habían hecho
tan rutinarios que el embajador de los
Estados Unidos ya iba a presentar sus
cartas de reconocimiento vestido de
sport».
Para Walsh, la Argentina
adolescente, el país de la «viveza
criolla» que describía Rocha, era un
fenómeno más bien de la capital, que no
se extendía al interior del país. Durante
sus años en Córdoba, nunca había visto
esa glorificación del «sálvese quien
pueda» que había visto luego en Buenos
Aires. «Cuando vas al interior del país,
te encuentras con que el concepto de la
honestidad, del valor de la palabra,
existe. Decir que alguien es vivo en
Córdoba no es ninguna alabanza. En
Buenos Aires hay una actitud diferente:
el mismo concepto es visto como algo
simpático, positivo». Pero Walsh
coincidía en que el gobierno de
Kirchner y —a juzgar por las encuestas
— la mayoría de los argentinos estaban
viviendo en la fantasía al celebrar su
crecimiento económico de 2003, 2004 y
2005 como el comienzo de una larga era
de prosperidad. Como casi todos los
diplomáticos en Washington, y los
empresarios en los Estados Unidos y
Europa, Walsh veía el 8 por ciento de
crecimiento económico de la Argentina
en 2004 como el resultado de varios
factores externos, que no durarían
mucho, como el vigoroso crecimiento
económico de los Estados Unidos, que
estaba haciendo aumentar las
exportaciones de manufacturas
argentinas, el creciente apetito de China
por los productos agropecuarios
sudamericanos, el aumento de los
precios de las materias primas agrícolas
que exportaba el país y las bajas tasas
de interés internacionales, que
facilitaban el pago de intereses de las
deudas comerciales. Y, claro, la
Argentina no estaba pagando su deuda
externa, lo que le dejaba más divisas
disponibles para guardar en sus
reservas.
«Se han salvado por el momento,
pero el hecho es que tarde o temprano
los intereses van a subir, los precios de
las materias primas van a bajar, y la
burbuja va a explotar», me dijo Walsh.
«La idea de que los argentinos se
pueden cruzar de brazos y decir que el
Fondo Monetario Internacional se
equivocó, y que el Consenso de
Washington era una sarta de tonterías, es
muy simplista. Lo cierto es que un país
crea una reputación de mantener sus
promesas, o no. Y si no tiene esa
reputación, la gente no le va a prestar
dinero, ni invertir en él, habiendo tantos
otros lugares donde invertir».
«¿Y qué le respondían los
funcionarios de Duhalde y de Kirchner
cuando les decía estas cosas?»,
pregunté. «La mitad de ellos me decían
que estaban de acuerdo, que tenían que
hacer algo al respecto, y luego no
pasaba nada. Y después, la economía
comenzó a mejorar (en 2003) y entonces
uno empezaba a escuchar a la gente
haciendo comentarios como “ven, no
teníamos que hacer nada de lo que nos
aconsejaban”. Y eso es una tontería,
porque por supuesto tenían que hacer
todas esas reformas institucionales y
estructurales que se les aconsejaban.
Porque si no haces esos cambios cuando
las cosas van bien, ¿cómo los puedes
hacer cuando la economía vuelva a caer,
como tarde o temprano ocurrirá?
Cuando estás en el pico, es el momento
de hacer esas reformas». Y, obviamente,
Kirchner no estaba haciendo las
reformas necesarias. «Por lo que veo
ahora desde lejos, leyendo los
periódicos argentinos, una gran parte de
esa retórica optimista es una ilusión».
Las presiones a la
prensa
Parte del problema era que un sector
importante de la prensa argentina había
perdido gran parte de su valentía de
antes. Con pocas excepciones, como el
periódico La Nación o la revista
Noticias, los medios argentinos casi
siempre reflejaban sin cuestionamiento
las buenas noticias suministradas por la
Casa Rosada. Y según las
organizaciones internacionales de
defensa de la libertad de prensa, quienes
no lo hacían recibían telefonazos del
gobierno, a menudo del propio
presidente de la Nación —
especialmente en el caso de la televisión
—, hasta por las críticas más
inofensivas. Un alto funcionario de un
canal de televisión me contó que
Kirchner se había quejado
personalmente por la cara de
escepticismo que había puesto un
periodista al anunciar una medida de
gobierno. Era el presidente más
pendiente de lo que decía la prensa en la
historia reciente del país, y el que más
se enojaba por cualquier cosa, decían
los periodistas argentinos. Yo lo había
constatado en carne propia durante mi
encuentro con Kirchner en Monterrey,
pero en mi caso no pasaba de ser un
episodio anecdótico: en mi calidad de
representante de un diario de los
Estados Unidos, el hecho de que a
Kirchner le gustaran o no mis artículos
no tenía incidencia alguna en mi vida
profesional. Pero para los periodistas
argentinos que se ganaban la vida en
empresas endeudadas, que en algunos
casos dependían de la publicidad oficial
del gobierno, los enojos del presidente
no eran un dato menor.
Con el correr del tiempo, los
reportes sobre «aprietes» del gobierno a
los periodistas se hicieron cada vez más
frecuentes, y públicos. En general,
Kirchner toleraba la crítica en las
columnas de opinión de los periódicos,
pero exigía un alineamiento casi total en
las páginas de información, como
cuando se comunicaban los éxitos del
presidente en sus viajes al exterior. Y
los periodistas argentinos, que por
supervivencia profesional optaban por
no hablar públicamente de las presiones
que recibían, lo hacían cada vez más en
privado, y con las organizaciones
internacionales de prensa. La
organización no gubernamental Freedom
House, de los Estados Unidos, señaló en
su informe anual de 2005 que la libertad
de prensa es «parcial» en la Argentina, y
ubicó al país en el puesto 92 entre 192
naciones, una caída de 14 lugares
respecto de la posición del año anterior.
Y la Sociedad Interamericana de Prensa,
SIP , luego de visitar el país ese mismo
año, concluyó que aunque «es posible
afirmar que hay libertad de prensa en la
Argentina, con restricciones», existen
«tendencias y hechos preocupantes que,
de continuar, constituyen una amenaza a
la libertad de prensa». Además de los
«telefonazos» intimidatorios, existe una
manipulación política de la publicidad
oficial por parte del gobierno para
beneficiar a algunos medios y castigar a
otros con fondos que —al menos en
teoría— son patrimonio de todos los
contribuyentes, señalaba la
organización. Lo que decía la SIP era
vox populi entre los periodistas. La
Nación, por ejemplo, había recibido en
el año 2004 la misma cantidad de
publicidad estatal que el oficialista
Página/12, a pesar de que el primero
tenía una tirada más de diez veces
mayor. La misión de la SIP había
encontrado «discriminación
gubernamental en la asignación de
publicidad», así como «discriminación
en la información», mediante la negativa
del gobierno a que sus funcionarios
fueran entrevistados por medios que
consideraba hostiles. Por el momento, el
«apriete» estaba funcionando, y no
afectaba la popularidad de Kirchner.
Pero tras hablar con periodistas de
varios medios en Buenos Aires, me
quedé con la impresión a que en muchos
de ellos estaba creciendo el
resentimiento hacia el presidente.
«Ahora, todos le siguen el tren. Pero
esperá a que descienda a 49 por ciento
en las encuestas, y todos le van a caer
encima», me señaló un conocido
periodista, reflejando el sentimiento
generalizado en el medio. Kirchner,
como en muchos otros frentes, estaba
apostando fuerte y jugando con fuego.
«La Argentina está
bien, pero va mal»
Eufórico por la recuperación
económica, y desafiando a quienes lo
criticaban por no emprender las
reformas necesarias para volver a poner
el país en una senda de crecimiento a
largo plazo, Kirchner cerró el año 2004
proclamando victoriosamente que el
crecimiento económico del país
constituía «una verdadera lección a los
diagnosticadores que pronosticaban un
futuro negro»[30]. En su discurso de
cierre de fin de año en Moreno, una
localidad de la provincia de Buenos
Aires, el presidente parecía convencido
de que había logrado iniciar una nueva
era de crecimiento gracias a haber hecho
caso omiso de las recetas ortodoxas del
Fondo Monetario Internacional, y de
quienes le aconsejaban llegar a un
acuerdo con los acreedores y crear un
clima favorable a la inversión cuanto
antes, para insertar al país nuevamente
en la economía global. ¿Acaso no veían
los extranjeros cómo los comercios de
Buenos Aires estaban nuevamente
llenos, el desempleo estaba bajando y
las industrias comenzaban a calentar los
motores por primera vez después de la
crisis?, decía el presidente a sus
visitantes extranjeros.
Meses después, en junio de 2005,
cuando la Argentina logró renegociar
exitosamente la mayor parte de sus casi
100 mil millones de dólares en bonos en
default —la mayor renegociación de
deuda del mundo—, Kirchner podía
ufanarse con cierta razón de que su
estilo le había redituado buenos
resultados al país, que había logrado una
quita de casi el 75 por ciento en el
precio de los bonos, lo que según
Lavagna significaba un ahorro de 67 mil
millones de dólares en pagos de deuda,
y una luz verde para que la Argentina
regresara a los mercados de crédito por
primera vez desde la debacle de 2001.
El argumento del presidente tenía su
mérito, pero también era un hecho que se
estaba malogrando una gran oportunidad
en momentos en que otros países
avanzaban a todo vapor. Probablemente,
Kirchner había sido un buen presidente
para un país en default que necesitaba
negociar con dureza mejores
condiciones de pago, pero —de no
cambiar su estilo y su visión del mundo
— no sería tan bueno para un país
normalizado y necesitado de lograr
inversiones productivas. Su gestión
obligaba a preguntarse si no había
perdido una oportunidad de oro.
Kirchner había desperdiciado la mejor
coyuntura externa del país en cinco
décadas al no hacer —y ni siquiera
tratar de hacer— alguna de las
transformaciones institucionales y
económicas que se habían realizado en
los países exitosos para aumentar la
competitividad. La Argentina se estaba
recuperando, una vez más, gracias a los
precios de las materias primas
agropecuarias, que carecían de alto
valor agregado y que —en la economía
del conocimiento del siglo XXI— eran
las menos rentables a largo plazo. Pero
en lugar de reconocerlo, aprovechar el
momento y, aunque más no fuera,
empezar a predicar la necesidad de
competir en la economía global,
Kirchner —al menos hasta el momento
de escribirse estas líneas— se había
quedado mirando hacia adentro, y
festejando.
En un viaje posterior a la Argentina,
me encontré con un alto funcionario del
gobierno de Kirchner en un restaurante
de Puerto Madero, la zona portuaria
cuyos enormes silos y hangares habían
sido convertidos en lujosos restaurantes
pocos años antes. Cuando nos sentamos
a tomar un café y comenzamos a debatir
el tema obligado —el futuro del país—,
le dije sinceramente lo que pensaba: sin
duda, la Argentina estaba mejor que dos
años antes. Pero, en el mundo
globalizado, un país no se puede
comparar consigo mismo, sino que se
tiene que comparar con los demás,
porque de otra manera tendrá cada vez
menos inversión, menos competitividad,
menos exportaciones y más pobreza. «La
Argentina está bien, pero va mal», le
dije. Si la Argentina no aprovechaba los
vientos favorables para lograr una
mayor competitividad, promover la
educación, la ciencia y la tecnología, y
todo lo que le permitiera insertarse en la
economía global para vender productos
más sofisticados, su futuro sería muy
incierto.
El funcionario asintió con la cabeza
y replicó: «Tenés razón, pero la crisis ha
sido tan profunda, que todavía es muy
difícil hablar del mañana». Para quienes
vienen de afuera era fácil ver lo que
necesita hacer la Argentina, y
probablemente tienen razón, agregó.
Pero para quienes viven allí, todavía no
se había salido del shock del peor
colapso económico de la historia del
país. «Antes de que el barco pueda
zarpar, tenemos que tapar los agujeros
del casco», concluyó. Era un buen
razonamiento, que demostraba
inteligencia y pragmatismo. Le dije que
en parte tenía razón, y que era una forma
de ver las cosas que yo debía tener en
cuenta en mis futuros escritos sobre
Kirchner. Pero también era cierto que si
el barco no salía del puerto mientras la
marea estaba alta, sería mucho más
difícil moverlo cuando bajara.
CAPÍTULO 7

Brasil: el coloso del


sur

Cuento chino: «Brasil es el país del


futuro, y siempre lo será».
(chiste tradicional sobre el destino de
Brasil).

BRASILIA —Cuando entrevisté al


canciller de Brasil, Celso Amorim, en
su inmenso despacho en Itamaratí, el
Ministerio de Relaciones Exteriores en
Brasilia, mucho antes de los escándalos
de corrupción que sacudieron al
gobierno brasileño a finales de 2005, lo
que más me llamó la atención no fue
nada de lo que escuché, sino algo que vi.
Amorim, un funcionario de carrera que
ya había sido canciller del expresidente
Itamar Franco y últimamente se había
desempeñado como embajador en
Londres, era un prototipo de la
diplomacia brasileña, reconocida como
la más sofisticada de la región. Como la
mayoría de sus colegas de Itamaratí, era
un hombre con mucho oficio, que
hablaba buen inglés y buen español —
cosa que no obstó para que, después de
que cometí la imprudencia de
comentarle que hacía dos años que
estaba tomando clases de portugués,
insistiera en seguir la entrevista en ese
idioma— y conocía al dedillo las
respuestas de la cartilla nacionalista-
desarrollista de la cancillería de su país.
Estábamos sentados en una mesita de
café en uno de los rincones de su
gigantesco despacho, y durante la hora y
pico que duró la entrevista, Amorim no
dijo nada que me sonara nuevo. Sin
embargo, no pude evitar una sonrisa
cuando vi el enorme tapiz que colgaba
detrás de su escritorio, en la otra punta
del salón.
Era un mapa de varios metros de
largo, que mostraba el mundo al revés.
Brasil estaba en el centro, con África a
un lado, ocupando gran parte del tapiz,
mientras que los Estados Unidos y
Europa estaban muy por debajo, en el
lejano sur, casi cayéndose del mapa.
Cuando terminó la entrevista y
caminábamos hacia la puerta de su
despacho, no pude menos que señalar el
mapa y bromear que ahora finalmente
entendía por qué el gobierno del
presidente Lula era tan nacionalista: su
canciller se pasaba el día trabajando
debajo de un mapa con Brasil en el
centro del mundo. Amorim se encogió
de hombros y me señaló con la mayor
naturalidad que había heredado el mapa
del canciller del gobierno anterior,
Celso Lafer. Y agregó que
probablemente había estado allí aun
antes de aquél, desde siempre.
Efectivamente, según pude averiguar
después, el mapa era un tapiz de la
artista brasileña Madeleine Colaço, que
se había basado en un mapamundi de un
cartógrafo italiano de la Antigüedad, y
estaba allí desde que los funcionarios de
Itamaratí tenían memoria. No era nada
que les llamara mucho la atención al
canciller ni a sus colaboradores. De
hecho, tal como pude constatar más
tarde, Brasil está lleno de mapas al
revés, o por lo menos al revés de los
mapamundi tradicionales en los países
del norte que colonizaron el resto del
mundo. Cuando visité el periódico O
Estado de São Paulo, su director
también tenía un pisapapeles con el
mundo al revés. En una oficina de la
empresa aérea Varig me había
encontrado con un póster igual. Para los
brasileños era un chiste viejo, que se
había convertido en parte del folclore
geopolítico nacional, al punto de que
hacía mucho tiempo había dejado de
llamar la atención.
¿Había alguna justificación para el
complejo de superioridad brasileño,
aparte de la prominencia internacional
del país en el fútbol, la música y el
carnaval? ¿O eran delirios de grandeza?
Brasil era, lejos, el país más grande de
Sudamérica, con un producto bruto de
más del 50 por ciento del resto de la
subregión en su conjunto. Sin embargo,
hasta fines del mandato del presidente
Cardoso, se había caracterizado por ser
una potencia insular, llena de sí misma,
pero aislada de sus vecinos y del resto
del mundo. Era lo lógico: además de
haber sido colonizado por Portugal y
tener un idioma diferente del de sus
vecinos sudamericanos, Brasil había
tenido que concentrarse más que los
otros países de la región en lo que sus
diplomáticos llamaban la «búsqueda de
la consolidación del espacio nacional».
Con sus 8,5 millones de kilómetros
cuadrados (el quinto país de mayor
territorio del mundo) y sus 170 millones
de habitantes, siempre fue un país
continental, como los Estados Unidos,
Rusia, China e India. El diplomático
estadounidense George F. Kennan había
incluido ya a principios de siglo a
Brasil en su lista de países que llamó
«monster countries», o países
monstruos, no sólo por su tamaño sino
por su peso económico en el mundo.
Pero a diferencia de los Estados Unidos,
que tiene sólo dos vecinos (México y
Canadá), o de Australia, que no tiene
ninguno, Brasil linda con diez países, lo
que históricamente le ha exigido un
esfuerzo de negociación y consolidación
interna para delimitar pacíficamente sus
fronteras y mantener viva su identidad
nacional. Al mismo tiempo, por el
tamaño de su economía (la décima más
grande del mundo) y su enorme
superioridad sobre sus vecinos, Brasil
siempre miró al Norte y al Este, donde
podía encontrar mercados acordes con
su capacidad de producción, y al mismo
tiempo evitar ser contaminado por la
inestabilidad política de sus vecinos
sudamericanos. Hasta fines de los
noventa, el resto de Sudamérica nunca
había sido una prioridad para los
gobiernos brasileños.
Hasta los chistes que se escuchaban
bien entrada la década de los noventa
reflejaban el desdén de los brasileños
por sus vecinos, sobre todo por los
argentinos. Según uno que escuché en
São Paulo después de la devaluación
brasileña de 1999, que hizo caer
bruscamente las importaciones de los
países vecinos y provocó la peor crisis
de la historia reciente de la Argentina, el
presidente Cardoso había salido en
cadena nacional de televisión para dar
el siguiente mensaje a sus coterráneos:
«Pueblo brasileño: tengo una mala
noticia y una buena noticia. La mala
noticia es que hemos tenido que
devaluar la moneda, lo que causará el
cierre de miles de empresas, mayor
desempleo, más miseria, y hará que
vengan tiempos muy malos para el
país». El cuento terminaba diciendo que
luego, con una sonrisa pícara, Cardoso
agregaba: «La buena noticia es que en la
Argentina también».
Pero a partir de la década del
noventa, y especialmente después de la
caída del Muro de Berlín, cuando el
mundo comenzó a dividirse en una
superpotencia y varias potencias
regionales, Brasil empezó a buscar
activamente un rol de liderazgo en
América del Sur, como un paso
indispensable para asentar sus
credenciales como una de las potencias
mundiales de segunda línea y buscar un
asiento en el Consejo de Seguridad de
las Naciones Unidas. El presidente
Cardoso convocó a la primera Reunión
de Presidentes de América del Sur el 30
de agosto de 2000, en lo que sería el
primer paso de un esfuerzo de liderazgo
regional al que su sucesor, Lula, daría un
impulso aun mayor. En rigor, Brasil
venía hablando de la integración
regional desde principios del siglo XX,
cuando el barón de Rio Branco, el padre
intelectual de la diplomacia brasileña,
se había propuesto en 1909 «contribuir a
la unión y a la amistad de los países
sudamericanos», agregando que «una de
las columnas de esa obra deberá ser el
ABC (Argentina, Brasil y Chile)»[1]. Sin
embargo, hasta ocho décadas más tarde,
cuando Brasil integró el Mercosur junto
con la Argentina, Uruguay y Paraguay en
el tratado de Asunción de 1991, las
declaraciones brasileñas en pro de la
unión regional habían sido sólo gestos
de buena voluntad.
A partir de entonces, la economía de
Brasil comenzó a relacionarse más con
las de sus vecinos. No sólo aumentó
significativamente el comercio entre los
países del Mercosur, sino que empezó a
reemplazar sus importaciones petroleras
del Medio Oriente por las de sus
vecinos. Comenzó a comprar petróleo
de Venezuela y la Argentina, gas natural
de Bolivia, y construyó la represa
binacional de Itaipú con Paraguay, desde
donde comenzó a suplir de energía
eléctrica a casi todos los estados del Sur
y Sureste brasileño. Y a partir de la
entrada en vigor del Tratado de Libre
Comercio entre México, los Estados
Unidos y Canadá en 1994, cuando los
brasileños empezaron a ver el meteórico
ascenso de las exportaciones de México
a los Estados Unidos, la cancillería
decidió que necesitaba una masa crítica
para no quedar en un limbo geográfico
en la nueva economía global, donde se
estaban delineando varios acuerdos de
libre comercio regionales. Y decidió
apostarle a la Unión Sudamericana.
Bye Bye México,
bienvenida
«Sudamérica»
La cumbre de 2000 en Brasilia, a la que
asistieron doce presidentes
sudamericanos, fue mucho más que un
acto simbólico. Significó la irrupción de
Brasil en la escena regional, con un
nuevo proyecto geopolítico —la región
sudamericana—. El excanciller Lafer no
disimuló la intención de Brasil de
convertirse en el eje de la región, con el
argumento de que México y
Centroamérica ya se habían vuelto poco
menos que apéndices de los Estados
Unidos, y por lo tanto supuestamente
habían dejado de pertenecer a lo que los
brasileños hasta entonces habían
llamado América latina. Según Lafer,
México y América Central ya estaban
del otro lado. «El futuro de esa parte de
América latina está cada vez más
vinculado con lo que ocurre en los
Estados Unidos», decía. «América del
Sur, en contraste, tiene… una
especificidad propia[2]».
Muy pronto, Brasil comenzó a
reescribir la historia y a redefinir la
geografía de la región, de una forma que
prácticamente excluía a México y
Centroamérica, y dejaba a Brasil como
líder regional indiscutible de
Sudamérica. Quizá porque para lograr el
reconocimiento mundial como potencia
regional no podía permitirse compartir
el liderazgo latinoamericano con otros
países, o porque el derrumbe económico
argentino de 2001 dejó a Brasil —por
eliminación— como única potencia
sudamericana, lo cierto es que los
funcionarios de Itamaratí comenzaron a
propagar una nueva interpretación de la
historia latinoamericana, que por
supuesto colocaba a ese país en un lugar
protagónico.
En efecto, la diplomacia brasileña
empezó a divulgar a fines de los años
noventa la idea de que no existía tal
cosa como América latina, sino una
América del Sur, una América Central y
una América del Norte. Esa división
geográfica dejaba fuera de juego a
México en la comunidad diplomática
latinoamericana, al relegar a ese país al
ámbito norteamericano dominado por
los Estados Unidos, y colocaba a Brasil
como líder de América latina.
Escuché por primera vez esta teoría
condenatoria del concepto de «América
latina» en 2000, de boca del embajador
de Brasil en Washington, Rubens A.
Barbosa, quien había sido enviado a esa
ciudad por Cardoso y confirmado en su
cargo por Lula, lo que lo convertía por
definición en un peso pesado de la
política exterior brasileña. Barbosa me
había dicho: «Estamos entrando en el
siglo XXI con una nueva geografía
económica. La comunidad de negocios
percibe la región como dividida en tres
zonas: América del Norte, América
Central y el Caribe, y Sudamérica. En
Sudamérica viven cerca de 340 millones
de personas. Su economía conjunta
genera un producto bruto de 1,5 trillones
de dólares por año, lo que convierte a la
región en un centro de comercio e
inversiones internacionales». Siguió
diciendo que «los países sudamericanos
comparten más que una geografía y una
historia común. Comparten valores.
Comparten el compromiso de construir
un futuro mejor mediante la
consolidación de las instituciones
democráticas, el crecimiento económico
sostenido y la lucha por combatir la
injusticia social».
América latina: ¿un
concepto superado?
Tres años después, Brasil elevaría su
teoría de la nueva geografía económica
un peldaño más, y aduciría que
«Sudamérica» era una región natural,
mientras que «América latina» había
sido un concepto inventado que
respondía a intereses más políticos que
geográficos. «América latina es un
concepto superado», dijo el embajador
Barbosa en una conferencia académica
realizada en Miami a mediados de 2003,
en la que compartí con él un panel sobre
el futuro de la región. «El concepto de
“América latina” fue creado por un
sociólogo francés en el siglo XIX, que
inventó la idea de América latina
cuando el emperador Maximiliano fue
instalado en México y los franceses
querían justificar una expedición militar
a ese país con la idea de expandir su
imperio a los países del Sur. Pero las
cosas han cambiado mucho desde el
siglo XIX, y hoy tenemos una nueva
geografía en la región, que hace que el
concepto de “América latina” esté
totalmente desactualizado», dijo
Barbosa.
Cuando lo miré con incredulidad
(más por ignorancia que otra cosa,
porque confieso que hasta ese momento
jamás había escuchado nada sobre el
origen del término «América latina»), el
embajador brasileño explicó que la
región actualmente estaba dividida en
tres bloques económicos, y no sólo
económicos sino también políticos.
«Cuando hablo de desagregar el
concepto de “América latina”, pienso
también en lo que hacen los Estados
Unidos. No se puede hablar de políticas
consistentes de los Estados Unidos para
América latina, porque no hay tal cosa:
hay políticas para diferentes países, o
grupos de países. Ni siquiera el
Departamento de Estado nos llama
“América Latina”. Nos llama
“Hemisferio Occidental”»[3]. Todavía
recuperándome de la sorpresa, le
respondí que la oficina del
Departamento de Estado a cargo de la
región se llama así porque incluye a
Canadá, por lo que difícilmente podría
llamarse «oficina de América latina».
Sin embargo, me picó la curiosidad
sobre el tema.
¿Era verdad lo que decía Barbosa?
¿Existe «América latina», o es un
invento relativamente reciente creado
por los franceses, y luego tomado por
los Estados Unidos, que reflejaba los
intereses políticos de las grandes
potencias de turno? A los pocos días de
la conferencia, llamé a Barbosa y le
pregunté quién era el famoso francés que
había inventado el término «América
latina». Según me respondió poco
después, se trataba de Michel Chevalier,
el intelectual viajero y senador francés
de mediados del siglo XIX. Resulta que
Chevalier era un abanderado de los
sueños imperialistas de Francia en las
Américas, y quería probar que Francia
—y no los Estados Unidos— era el país
con mayores afinidades históricas con la
región. Chevalier argumentaba que los
países al sur de los Estados Unidos eran
«latinos» y «católicos», mientras que los
Estados Unidos y Canadá eran
«protestantes» y «anglosajones». La
conclusión lógica de esta división de las
Américas era que Francia, la principal
potencia «latina» del mundo de
entonces, estaba llamada a liderar a sus
naciones hermanas en las Américas.
(Años después, España acuñaría un
término para marcar su propio rol de
liderazgo en la región: Iberoamérica).
Chevalier había llegado a convencer
a Napoleón III de instalar al emperador
Maximiliano en México, como una
avanzada de lo que esperaba se
convertiría en un inmenso imperio
francés en el nuevo continente. En sus
libros La expedición de México (1862)
y México antiguo y moderno (1863), el
intelectual viajero hacía una apasionada
argumentación a favor de la creación de
un imperio «latino» en las Américas.
Ese imperio elevaría la presencia de
Francia en el mundo y serviría como
dique de contención a lo que Chevalier
llamaba «la América inglesa del
continente» o el «imperio anglosajón y
protestante» de los Estados Unidos.
Chevalier proclamaba abiertamente
sus intenciones. En su escrito «Motivos
para una intervención de Europa, o de
Francia sola, en los negocios de
México», decía así: «La expedición
(francesa) tiene un fin declarado:
pretende ser el punto de partida de la
regeneración política de México… y la
necesidad de poner al fin, en interés de
la balanza política del mundo, un dique
al espíritu invasor de que ya hace
muchos años se hallan poseídos los
angloamericanos de los Estados
Unidos»[4].
Para apuntalar la presencia francesa
en las Américas, Chevalier explicaba
que Francia tenía un motivo especial,
diferente del de Inglaterra y los países
de Europa del Norte, para intervenir en
el nuevo continente: formaba parte de
las «naciones latinas». Según Chevalier,
la consolidación y el desenvolvimiento
del grupo de las naciones latinas son la
condición misma de la autoridad de la
Francia[5]. Evitar que los Estados
Unidos tomaran para sí a los países
latinos de América debía ser una
prioridad para su país. Francia
«sobresale en las letras. En las ciencias
y en las artes, su industria es cada vez
más fecunda y a su agricultura le espera
un gran provenir, su ejército es
numeroso y muy respetado. Pero si las
naciones latinas desapareciesen algún
día de la escena del mundo, la Francia
se hallaría en irremediable debilidad y
aislamiento. Sería como un general sin
ejército, casi como una cabeza sin
cuerpo»[6].
La otra visión de
«América latina»
Sin embargo, la idea de que Chevalier
fue el primero en acuñar el concepto de
«América latina» —asentada en una
monografía publicada en 1965 por el
historiador norteamericano John Leddy
Phelan— está siendo cada vez más
disputada. La historiadora Mónica
Quijada publicó un amplio ensayo en
1998, titulado «Sobre el origen y
difusión del nombre “América latina”»,
en el que señala que Chevalier nunca
llegó a utilizar el término «América
latina», sino que hablaba de «los
pueblos latinos de las Américas», y de
la existencia de una América que era
«latina» y «católica». Según Quijada,
los primeros en emplear el término
«América latina» como tal fueron los
propios latinoamericanos: ensayistas
como el dominicano Francisco Muñoz
del Monte, los chilenos Santiago Arcos
y Francisco Bilbao, y, sobre todo, el
colombiano José María Torres Caicedo,
que empezaron a usarlo como referencia
geográfica a comienzos de la década de
1850, algunos años antes de los escritos
de Chevalier. Y el trasfondo ideológico
del término fue exactamente opuesto al
que tenía en mente Chevalier, y al que
reflotaría un siglo y medio más tarde la
diplomacia brasileña.
«“América latina” no es una
denominación impuesta a los
latinoamericanos en función de unos
intereses que les eran ajenos, sino un
nombre acuñado y adoptado
conscientemente por ellos mismos y a
partir de sus propias reivindicaciones»,
dice Quijada[7]. Los hispanoamericanos
adoptaron el término en un momento en
que Estados Unidos parecía empeñado
en crear un imperio que se extendería
cada vez más hacia el sur del continente,
señala. En los años cincuenta,
Washington estaba tratando de construir
un canal en Centroamérica que uniese
los océanos Atlántico y Pacífico. Y a
mediados de la década de 1850, la
política exterior de Washington estaba
causando aun mayores temores en los
países del sur, cuando el pirata
norteamericano William Walker se
proclamó presidente de Nicaragua y
obtuvo el apoyo explícito del presidente
de los Estados Unidos, Franklin Pierce.
Eso, sumado al apoderamiento de
enormes territorios de México por parte
de los Estados Unidos tras la ocupación
de Texas, «llevó a que muchos
hispanoamericanos volvieran los ojos
hacia el viejo sueño unionista del gran
libertador, Simón Bolívar», señala
Quijada. «La razón principal que
inspiraba la reaparición de aquellos
ideales era la necesidad, sentida por
muchos, de oponer al poderío creciente
y a la política agresiva de los Estados
Unidos una Hispanoamérica fortalecida
por el esfuerzo común»[8].
Curiosamente, la primera mención
que se ha encontrado de «América
latina» como nombre colectivo está en
una obra de poesía, dice Quijada. Se
trata del poema «Las dos Américas»,
del colombiano Torres Caicedo, en cuya
novena parte aparecen las estrofas: «La
raza de la América latina, al frente tiene
la raza sajona». Posteriormente, los
libros de Chevalier y la fundación de la
Revista Latinoamericana en Buenos
Aires contribuirían considerablemente a
la difusión generalizada del nombre
«América latina», que hacia fines del
siglo XIX ya era el término más usado
internacionalmente para referirse a la
región.
De confirmarse estos últimos
estudios, el revisionismo geográfico de
Brasil carecería de fundamento, por más
que México hubiera firmado su Tratado
de Libre Comercio con los Estados
Unidos en 1994. Aunque el término
«América latina» es relativamente
novedoso, como lo señaló el embajador
de Brasil en Washington, no habría
nacido de intenciones imperiales, sino
todo lo contrario: habría surgido de la
intención de los hispanoamericanos de
diferenciarse de sus vecinos
anglosajones del Norte, y de sentirse
unidos a los países europeos en la
defensa de su religión y sus valores
comunes.
En Washington, Haití
es igual que Brasil
Si Brasil había ignorado al resto de
América latina durante décadas, lo
mismo ocurría —y sigue ocurriendo—
en gran parte de la región, y en los
Estados Unidos, respecto de Brasil. En
el Departamento de Estado de los
Estados Unidos, había tan pocos
expertos en Brasil que el gobierno de
Bush había tenido que subcontratar a
uno, William Perry, para asesorar al
Departamento de Asuntos Hemisféricos
en asuntos relacionados con ese país. El
problema, según me señalaron varios
exembajadores de los Estados Unidos en
Brasil, es que hay muy pocos
funcionarios en el sexto piso del
Departamento de Estado —donde
despacha el subsecretario a cargo de
Asuntos Latinoamericanos— que hablen
portugués, o que sepan algo de Brasil.
Quizá por su tradición de
autosuficiencia, y por la menor
importancia que le dio históricamente a
lo que pudieran decir o dejar de decir
los emisarios de Washington, Brasil ha
sido tradicionalmente un destino poco
ambicionado por los diplomáticos
estadounidenses. A diferencia de lo que
ocurre en los otros países
latinoamericanos, donde el embajador
de los Estados Unidos es todo un
personaje, en Brasil nunca lo fue tanto, o
por lo menos los gobiernos brasileños
se habían encargado de que no lo
sintieran así.
Debido a la carencia de expertos en
Brasil, los puestos principales del
«Brazilian desk» en el Departamento de
Estado por lo general habían sido
ocupados por diplomáticos provenientes
de otras regiones del mundo, que eran
asignados allí por algún traspié político
o personal. Según me contó Peter
Hakim, el presidente del Diálogo
Interamericano, uno de los más
conocidos centros de estudios
regionales en Washington, durante
mucho tiempo había existido una broma
interna en el Departamento de Estado,
según la cual cuando un funcionario
metía la pata, sus colegas le decían: «Te
van a mandar a la oficina de asuntos
brasileños».
En el Consejo Nacional de
Seguridad de la Casa Blanca, la oficina
paralela al Departamento de Estado que
asesora directamente al presidente en
temas de política exterior, la situación
no era muy diferente. Richard Feinberg,
el exdirector de la oficina de Asuntos
Latinoamericanos del Consejo Nacional
de Seguridad durante el primer gobierno
de Clinton, me comentó una vez entre
divertido y horrorizado que durante su
gestión su oficina tenía solamente dos
funcionarios: «Uno se ocupaba de Haití,
y el otro, que era yo, de todos los demás
países de América latina». Durante el
segundo mandato de Clinton, y más tarde
durante el gobierno de Bush, la oficina
se amplió a seis funcionarios, pero la
desproporción en términos territoriales
seguía siendo enorme: en 2004, tenía un
funcionario de tiempo completo a cargo
de Haití y Cuba, y otro del mismo rango
para ocuparse de Brasil, la Argentina,
Uruguay y Paraguay, los países del
Mercosur. O sea, la oficina de
asesoramiento sobre América latina de
la Casa Blanca destinaba los mismos
recursos de personal a dos países
caribeños que juntos no llegan a 19
millones de habitantes y un producto
bruto de 43 mil millones dólares, que a
cuatro países sudamericanos con una
población conjunta de más de 240
millones de habitantes, y un producto
bruto combinado de más de 1,4 trillones
de dólares.
Todos estos factores hicieron que
Washington nunca le prestara a Brasil
una atención remotamente cercana al
peso del país en la región. El
exsecretario de Estado Colin Powell
pasó casi cuatro años en su puesto sin
pisar Brasil, y sólo lo hizo dos meses
antes de dejar su cargo, para que nadie
pudiera decir que no había puesto pie en
el principal país de Sudamérica durante
toda su gestión. Y cuando el Diálogo
Interamericano en 2003 invitó a los 450
congresistas de los Estados Unidos a un
viaje a Brasil durante el receso de fin de
año, con todos los gastos pagos, para
concientizarlos sobre la importancia del
gigante sudamericano, apenas poco más
de una docena respondieron con algún
grado de interés, y sólo uno de ellos
terminó yendo, a pesar de que la
invitación había sido cursada a través de
varios líderes del Congreso, me relató
Hakim en ese momento, con un dejo de
frustración.
Lula, Wall Street y la
revolución
Durante su campaña electoral, Lula
tampoco ayudó mucho a ganarse
simpatías en Washington. Como era un
político espontáneo que hablaba de
cualquier tema a cualquier hora, casi no
pasaba semana en que no dijera algo que
molestara a los conservadores que
gobernaban en Washington. En los meses
anteriores a la campaña presidencial,
cuando lo entrevisté en Brasilia, Lula
todavía hablaba del ALCA como de «un
proyecto de anexión de la economía
brasileña a los Estados Unidos».
Proponía no pagar la deuda externa
brasileña y romper con el Fondo
Monetario Internacional —una postura
que recién cambió pocas semanas antes
de la elección— y proclamaba con
orgullo su apoyo a la dictadura cubana.
Claro, hacía una buena parte de esto
para satisfacer al ala radical de su
partido, y para contenerla a medida que
se acercaba cada vez más a la clase
empresarial y a la economía de
mercado. Pero sus declaraciones caían
mal en los Estados Unidos,
especialmente en el Congreso, donde no
estaban al tanto de los detalles de la
política interna brasileña.
Cuando le pregunté a Lula en
Brasilia sobre los temores de
Washington sobre sus nexos con Cuba,
me respondió: «He estado en Cuba
muchas veces en los últimos veinte
años, y me considero un amigo de Cuba
y un admirador del pueblo cubano, un
pueblo con una enorme autoestima, que
no ha dado marcha atrás ante los
problemas y las adversidades, y que
paga un precio muy grande por ello».
Intrigado, le pregunté cómo sabía lo que
quería el «pueblo cubano», si este
último no había podido votar libremente
en cuatro décadas. Además, ¿cómo
podía un sindicalista como él, que había
luchado contra las dictaduras en su país,
seguir avalando a una dictadura que no
permitía sindicatos independientes?, le
pregunté. Lula dio marcha atrás, pero
sólo un poco: «Obviamente, el hecho de
ser amigo de Cuba no significa que yo o
el Partido de los Trabajadores estemos
de acuerdo con todo lo que hacen. En
uno de mis últimos viajes, tuve la
oportunidad de decirle públicamente a
Fidel Castro que, para nosotros, Cuba
no es un modelo, como tampoco son un
modelo los Estados Unidos, ni Francia»,
respondió[9].
Tras ganar las elecciones y asumir el
poder el 1 de enero de 2003, Lula
sorprendió al mundo con un dramático
giro al centro. Pero tenía un problema,
como lo reconocían en privado sus
propios asesores: hablaba demasiado.
Cuando regresé a Brasil en febrero de
2003, más de un mes después de la toma
de posesión del mando, la comidilla
diaria de la prensa brasileña era la
incontinencia verbal del nuevo
presidente. No pasaba una semana sin
que dijera algo que provocara un
entredicho con los Estados Unidos,
Europa o algún otro lugar del mundo.
Algunas de las cosas que decía eran,
francamente, simpáticas, y le ganaban
aplausos en casa. Durante una visita
oficial a Londres, para participar en una
reunión de líderes «progresistas», dijo
que «si hay algo que admiro de los
Estados Unidos, es que la primera cosa
que piensan es en ellos mismos, la
segunda es ellos mismos, y la tercera es
ellos mismos. Y si todavía les queda un
poco de tiempo libre, piensan un poquito
más en ellos mismos»[10]. Otras veces,
sus declaraciones eran más hostiles y
causaban problemas diplomáticos.
En una oportunidad, me tocó estar en
el medio de un exabrupto de Lula que le
costó fuertes críticas en la prensa
brasileña. Yo había entrevistado al
representante de Comercio de los
Estados Unidos, Robert Zoellick —el
encargado de las negociaciones del
ALCA por parte del gobierno de Bush—,
sobre las críticas de Brasil al área de
libre comercio hemisférico apoyada por
los Estados Unidos, y el funcionario
norteamericano me había hecho una
declaración explosiva: Brasil, como
país soberano, tenía todo el derecho del
mundo de no sumarse al ALCA, y había
agregado —sarcásticamente— que «si
Brasil no estaba interesado, podía
comerciar con la Antártida». Cuando la
noticia salió en The Miami Herald y fue
reproducida al día siguiente por todos
los periódicos brasileños, Lula declaró
que él no respondería a una declaración
de «un subordinado de un subordinado».
Su comentario dio lugar a una avalancha
de críticas en la prensa brasileña,
porque Lula no sólo había llevado el
debate a un plano personal —en lugar de
rebatir el argumento— sino que era una
afirmación errónea, porque Zoellick
tenía el rango de ministro, ya que era
miembro del gabinete de Bush.
En febrero de 2003 me encontré con
un ambiente general de apoyo a Lula,
aunque también de preocupación por la
soltura de sus declaraciones. Me había
alojado en el hotel de la Academia de
Tenis, un complejo de cabañas
adyacentes a canchas de tenis donde me
habían aconsejado hospedarme, ya que
casi todos los ministros del flamante
gobierno estaban allí mientras buscaban
viviendas para mudarse con sus familias
a la capital brasileña. Fue uno de los
mejores viajes de mi carrera
periodística: descubrí que las clases de
tenis costaban el equivalente a 1 dólar,
lo que —comparado con los 40 dólares
que salían en los Estados Unidos— era
un regalo. De manera que, entre
entrevista y entrevista, me la pasé
jugando al tenis y bromeando con mis
entrevistados acerca de que no sabía si
mi viaje me ayudaría a entender mejor el
fenómeno de Lula, pero seguramente
mejoraría mi juego. Una noche, invité a
cenar a William Barr, un diplomático
que acababa de retirarse tras
desempeñarse como jefe de la sección
política de la embajada de los Estados
Unidos en Brasilia, y que había decidido
quedarse en la ciudad como consultor
político y empresario privado. «¿Cómo
ve las primeras semanas de Lula?», le
pregunté. «Bien, pero habla demasiado»,
respondió Barr. «Lula siempre ha hecho
sus discursos según la audiencia que
tiene delante, sin mayor consideración a
las implicaciones más amplias de sus
declaraciones. El problema es que ahora
es presidente».
Seis meses después de asumir el
poder, Lula había pronunciado más de
cien discursos públicos, la mayoría de
ellos improvisados. La revista Veja
señalaba que esa práctica venía del
pasado sindical del presidente, y lo
estaba exponiendo a problemas
innecesarios. «En el mundo de las
asambleas sindicales, las palabras
tienen un peso tremendo, casi tanto como
las acciones. El que hace el mejor
discurso se gana la audiencia», decía la
revista. «Pero en el gobierno, ganarse la
audiencia es sólo el primer paso».
Lula y «el sueño
americano»
Como muchos analistas políticos,
siempre creí —según me vengo a enterar
ahora, erróneamente— que dentro de
todas sus torpezas diplomáticas, el
gobierno de Bush había tenido un gran
acierto en América latina: se había
tragado sus prejuicios ideológicos y le
había puesto buena cara a la candidatura
de Lula, a pesar de sus declaraciones
poco amigables hacia los Estados
Unidos. En efecto, en la campaña de
2002, cuando muchos preveían que
Estados Unidos haría todo lo posible
por impedir el triunfo de Lula, el
gobierno de Bush nos sorprendió a todos
con una postura sofisticada respecto de
su candidatura, que lo benefició
enormemente, y hasta le ayudó en alguna
medida a ganar las elecciones.
Lula tenía un problema para
conseguir votos del centro durante la
campaña: a diferencia de su antecesor y
de muchos presidentes latinoamericanos
que venían de la izquierda, no era un
socialdemócrata —o por lo menos no lo
había sido hasta entonces— sino el líder
de un partido socialista. En 1989 había
declarado que «el programa del Partido
de los Trabajadores es socialista. El
socialismo es el objetivo final del
partido»[11]. Y hasta pocos meses antes
de las elecciones de 2002, repetía su
mantra de que el ALCA era «un
mecanismo de anexión a la economía de
los Estados Unidos», y que «Brasil tenía
que romper con el Fondo Monetario
Internacional». A medida que se
acercaba la elección presidencial, los
rivales de Lula incrementaban su
campaña del miedo, acusándolo de ser
un izquierdista radical que
supuestamente convertiría al país en una
segunda Cuba. Y veintisiete legisladores
del Congreso de los Estados Unidos se
habían unido a esta campaña enviando
una carta pública a Bush, advirtiéndole
sobre la posibilidad de un nuevo «eje
del mal» en América latina integrado
por Cuba, Venezuela y Brasil.
En ese momento clave, cuando
muchos esperaban que el gobierno de
Bush se quedara callado, o que hiciera
algún comentario sugiriendo que Lula
podía llegar a ser un peligro, ocurrió
exactamente lo contrario. La embajadora
de los Estados Unidos en Brasil, Donna
Hrinak, hizo una declaración
sorprendente: cuando le preguntaron si
el gobierno de Bush temía una victoria
de Lula, sostuvo que no. Y agregó que
ella, cuyo padre al igual que Lula había
sido un obrero metalúrgico, entendía al
candidato de izquierda brasileño. Es
más, dijo, lo admiraba por haber
escalado desde una infancia en la
pobreza —que lo había obligado a dejar
sus estudios antes de terminar la escuela
secundaria— a la candidatura
presidencial del país más grande de
Sudamérica. «Lula», dijo Hrinak, «es la
personificación del sueño americano».
Esta declaración desbarató en un
santiamén la campaña de sus rivales en
el sentido de que un triunfo de Lula
llevaría a una peligrosa confrontación
con los Estados Unidos. Y tuvo como
consecuencia que muchos líderes
empresariales, que hasta ese momento
habían estado temerosos ante una
posible victoria del PT, bajaran la
guardia. Si el gobierno conservador de
Bush avalaba a Lula, pensaban muchos
empresarios, lo más probable es que
Washington supiera algo más que ellos
sobre el candidato izquierdista. Y si era
bueno para los Estados Unidos, no podía
ser tan malo para la clase empresarial
como lo pintaban sus rivales.
Sin embargo, como me vine a enterar
años más tarde en una serie de
entrevistas para este libro, mi
percepción original de que la Casa
Blanca había manejado la situación
magistralmente era errónea. En efecto,
cuando le pregunté a Hrinak poco
después de terminar su gestión en
Brasilia y retirarse del servicio
diplomático de los Estados Unidos, en
2004, si había consultado con sus jefes
en Washington antes de hacer su ya
famosa declaración sobre Lula como «la
personificación del sueño americano»,
me dijo: «No». «¿En serio?», le
pregunté, asombrado. ¿Se había tomado
una licencia verbal tan grande sin
consultar a sus jefes en el Departamento
de Estado? «De verdad, no lo consulté
con Washington. Dije lo que creí que
sería lo menos prejuicioso que podría
expresar sobre Lula en el momento más
caliente de la campaña. Obviamente, no
quería decir nada negativo. Y no es que
nosotros nos hubiéramos propuesto
respaldarlo, sino que yo no quería decir
lo de siempre, que “no haremos ningún
comentario sobre ningún candidato”.
Quería decir algo más esperanzador que
eso, porque había mucha especulación
en la prensa brasileña sobre nuestra
oposición a Lula. De manera que
manifesté lo del “sueño americano”»,
me dijo Hrinak[12].
«¿Había oposición a Lula en el
gobierno de Bush?», le pregunté. Hrinak
respondió que nunca supo que hubiera
oposición a Lula de parte de Powell, o
de Condoleezza Rice, pero que existía
una creciente oposición entre los
republicanos del Congreso, que se había
manifestado en la carta de los veintisiete
congresistas. ¿Y cómo habían
reaccionado sus jefes inmediatos en el
Departamento de Estado, después de su
declaración sobre Lula? Según Hrinak,
el entonces subsecretario de Estado para
América latina, Otto Reich, no le había
dicho nada personalmente, pero le había
enviado un mensaje a través de su
segundo —Kurt Strubel— de que ya no
dijera nada más sobre Lula.
Aparentemente, un congresista
republicano de peso se había acercado a
Reich durante su fiesta de casamiento
poco antes y le había hecho un
comentario negativo sobre el aparente
apoyo de los Estados Unidos en Brasil a
Lula.
Cuando le pregunté al respecto,
Reich me confirmó la historia,
agregando que después de la elección de
Lula, el Departamento de Estado
consideró que el saldo neto de la
intervención de la embajadora había
sido positivo. «Lo que hizo ella no lo
hacemos nunca: intervino en una
campaña a favor de un candidato, y eso
causó problemas en Washington, tanto en
la Casa Blanca como en el Congreso…
Recibimos muchas quejas», recordó
Reich. «Todo lo que hicimos fue
recordarle a ella que tenía que mantener
una neutralidad absoluta[13]».
Pero ya fuera gracias al gobierno de
Bush o a pesar de él, a Estados Unidos
le salió bien la jugada. Lula ganó las
elecciones holgadamente y dio un giro
hacia el centro que sorprendió a todo el
mundo. Nombró un equipo económico
que tranquilizó al empresariado y
agradó a Wall Street, siguió con la
apertura económica de su antecesor, y al
poco tiempo, en un discurso tras una
cumbre latinoamericana durante una
visita a una planta de acero en el estado
de Espirito Santo, dijo: «Estoy cansado
de que los presidentes latinoamericanos
sigan echándole todas las culpas de las
desgracias del Tercer Mundo al
imperialismo. Eso es una bobería»[14].
Aunque su gobierno sería sacudido por
escándalos de corrupción en 2005, tras
dos años de gobierno Lula se podía
vanagloriar de que, contra todos los
malos augurios del ala radical de su
partido, había escogido el camino
correcto. Tras las elecciones
municipales de 2004, cuando sus
críticos en el Partido de los
Trabajadores le reprocharon haber
perdido la alcaldía de Sao Paulo y
varias otras ciudades por la política
económica del gobierno, Lula
respondió: «Si hay una cosa en la que a
este gobierno le está yendo bien es en la
política económica. El PT no se puede
esconder, en busca de excusas para sus
derrotas, detrás de críticas contra
ella»[15]. Los números le daban la razón:
en su segundo año de gobierno, la
economía había crecido un 5 por ciento,
la mejor tasa en los últimos diez años; el
riesgo país había caído a su nivel más
bajo en los últimos siete años, las
exportaciones habían alcanzado un
récord histórico de 95 mil millones de
dólares, y el empleo había crecido un 6
por ciento.
En 2005, antes de que los
escándalos de corrupción debilitaran a
su gobierno, Lula había logrado lo que
pocos habían imaginado: se había
convertido en un modelo de izquierdista
pragmático, que seguía siendo invitado
estrella en el Foro Económico Mundial
de Davos, Suiza, donde se reunían los
ricos y poderosos, y en el Foro Social
Mundial de Porto Alegre, donde se
congregaban los movimientos
antiglobalización. Seguía criticando las
políticas de los Estados Unidos, la falta
de democracia en las Naciones Unidas y
las políticas de las instituciones
financieras internacionales. Pero tenía
muy presente que China, India y otros
países en vías de desarrollo estaban en
una carrera por atraer inversiones
extranjeras, y que Brasil no podía
quedarse atrás. De alguna manera,
aunque todo su equipo venía de la
izquierda, había logrado un notable
equilibrio en su gobierno. «Lula le ha
entregado su política exterior a su
Partido de los Trabajadores, y la
política económica a Wall Street», decía
tan sólo un poco en broma el editor de la
revista Foreign Policy, Moisés Naim.
Aunque Lula dedicaba gran parte de su
tiempo a fortalecer los lazos
económicos y políticos con China,
Rusia, Sudáfrica y otras potencias con
las que, según decía, crearía un mundo
más multipolar, su estrella rectora no era
la ideología, sino el realismo
económico.
Una conversación nunca antes
revelada entre Lula y el embajador de
los Estados Unidos que sucedió a
Hrinak, John Danilovich, dice mucho
sobre el presidente brasileño. Según me
relató el embajador, Lula y él estaban
participando de un acto de celebración
por el 50.º aniversario de la primera
fábrica de la firma Caterpillar en Brasil,
que se realizó en la planta de la empresa
estadounidense en la ciudad de
Campinas, en el estado de São Paulo. El
evento se realizaba poco después del
anuncio de que Lula recibiría al
presidente de China, Hu Jintao, pocas
semanas más tarde, y en medio de
especulaciones periodísticas de que
China invertiría miles de millones de
dólares en Brasil. Finalizado el acto,
cuando Lula y Danilovich se
encontraban caminando hacia la salida,
el embajador norteamericano le dijo al
mandatario brasileño: «Presidente, usted
ha tenido grandes éxitos en lograr
acuerdos económicos con China, India y
varios otros países. Espero que no se
olvide de los Estados Unidos…». Lula
se detuvo y, mirando de frente a
Danilovich, le dijo con una sonrisa que
Brasil estaba haciendo grandes
esfuerzos por aumentar su comercio con
China, India y Sudáfrica. «Pero si usted
piensa por un solo instante que yo no
tengo en claro que nuestra relación más
importante y nuestro socio comercial
más importante es Estados Unidos, debe
pensar que soy muy tonto». El
embajador le devolvió la sonrisa y
contestó: «No creo que sea usted ningún
tonto»[16].
Las tres metas de
Brasil
Con la llegada de Lula al poder, Brasil
elevó un peldaño más sus ambiciones de
liderazgo regional. Su estrategia tenía
tres etapas: primero, crear la Unión
Sudamericana, cosa que se materializó
con un acto solemne en Cuzco, Perú, el 9
de diciembre de 2004. Segundo,
asegurar el ingreso de Brasil en el
Consejo de Seguridad de las Naciones
Unidas en 2005 o 2006. Y tercero,
lograr la firma del ALCA desde una
posición de fuerza, como una potencia
mundial emergente y miembro del
Consejo de Seguridad de la ONU, en
2006 o 2007.
Una vez firmada el acta de
constitución de la Unión Sudamericana,
que de hecho colocaba a Brasil como
interlocutor principal de Estados Unidos
en América del Sur, Brasil se lanzó de
lleno, junto con Japón, Alemania e India,
a lograr la modificación de la carta
orgánica de las Naciones Unidas para
ganar un asiento en el Consejo de
Seguridad de la ONU. Los cuatro países
pretendían asientos permanentes en el
Consejo, o sea, su entrada en el club de
los grandes, en condiciones iguales a las
de los Estados Unidos, Gran Bretaña o
Rusia. Para Brasil, era indispensable
ejercer el liderazgo regional en
Sudamérica. Sin liderazgo regional, no
podía tener aspiraciones mayores a
nivel internacional. Desde el comienzo
de su apertura hacia el resto de
Sudamérica, la motivación de Brasil era
más política que económica.
Eso, claro, molestaba a sus vecinos
argentinos. La Argentina, que antes de su
derrumbe económico de 2001 aspiraba a
compartir con Brasil el liderazgo
sudamericano —repitiendo de alguna
manera el ejemplo europeo, en el que
Alemania y Francia habían compartido
el liderazgo del viejo continente—,
siempre había sospechado que los
brasileños prometían más integración de
la que estaban dispuestos a otorgar. Los
argentinos siempre habían sido más
entusiastas respecto del Mercosur que
los brasileños. En los años noventa,
durante el auge de este mercado común,
la Argentina había cambiado la carátula
de sus pasaportes, que a partir de ese
momento pasaron a ostentar el nombre
«Mercosur». También había impulsado
la enseñanza del portugués en sus
escuelas públicas, y en 1994 incorporó
en su Constitución una cláusula de
integración que de hecho reconocía al
Mercosur como un órgano
supranacional.
Según la Constitución de 1994, los
tratados de integración con países
vecinos tendrían a partir de entonces
vigencia por encima de las leyes
nacionales, provinciales o municipales.
Poco después, la Corte Suprema
ratificaría la vigencia de los acuerdos
del Mercosur por encima de las leyes
nacionales. Sin embargo, Brasil nunca
había hecho lo propio. En aquel país,
para que los reglamentos del Mercosur
entraran en vigor, en caso de
contradicción con sus normas
nacionales, era necesario —y lo sigue
siendo— que el Congreso ratificara la
norma regional y la aprobara como un
tratado internacional. «Ellos quieren
liderar sin compartir soberanía», dijo
Diego Guelar, un exdiplomático
argentino que había sido embajador en
Brasilia y Washington en la década de
los noventa. «No tienen una visión
“europea” de la comunidad
sudamericana. Ellos dicen, pero no
hacen[17]» Para los argentinos, la
devaluación brasileña de 1999 había
sido un puñal por la espalda, que había
precipitado la peor crisis económica de
la historia reciente de su país. Sin
embargo, el liderazgo único de Brasil en
la región no había sido intencional, ni
consecuencia de un plan diabólico para
sacar a la Argentina de la escena, como
lo había sido la estrategia brasileña en
el caso de México. Brasil ya era
demasiado grande como para temerle a
su vecino del sur. «En un principio, la
idea era hacer una zona de integración
en la que Brasil y la Argentina fueran
como Alemania y Francia en Europa.
Era una relación entre pares. Después
del derrumbe argentino, eso ya no pudo
ser. Pero fue por obra de la realidad, no
por un designio maléfico de Brasil»,
señaló Guelar[18]..
Aunque el gobierno de Kirchner se
había iniciado anunciando con orgullo
que la política exterior argentina de
ahora en más sería menos dependiente
de los Estados Unidos y más cercana a
Brasil, el idilio entre ambos vecinos no
duraría mucho. A los dos años del
gobierno de Kirchner, la Argentina ya se
quejaba públicamente del
comportamiento de su hermano mayor.
«Si hay un lugar en la Organización
Mundial de Comercio, Brasil lo quiere.
Si hay un espacio en las Naciones
Unidas, Brasil lo quiere. Si hay un
trabajo en la Organización de las
Naciones Unidas para la Agricultura y la
Alimentación, Brasil lo quiere. Hasta
querían un Papa brasileño», se escuchó
decir al presidente argentino Néstor
Kirchner, según el diario Clarín, poco
después de la muerte del papa Juan
Pablo II[19].
En Brasil, hasta el
pasado es incierto
¿Se consolidará Brasil como una
potencia mundial sudamericana? ¿O sus
sueños de grandeza se desplomarán por
sus escándalos de corrupción,
divisiones internas, y la desconfianza de
sus vecinos? A mediados de 2005, todo
hacía pensar que la ofensiva diplomática
brasileña en la región perdería
temporalmente parte de su vigor por la
crisis política que estaba atravesando el
país. Las denuncias del legislador
Roberto Jefferson acerca de que el
partido de Lula había pagado sobornos
de 12 mil dólares mensuales a varios
congresistas a cambio de su apoyo
político provocaron la renuncia del
hasta entonces todopoderoso jefe de
gabinete José Dirceu y del presidente
del PT, José Genoíno, entre otros,
amenazando la estabilidad del propio
presidente. El partido de Lula, que había
ganado las elecciones de 2002 en buena
parte gracias a su postura anticorrupción
y a la imagen de honestidad que se había
ganado en la conducción de varios
gobiernos locales, ahora estaba a la
defensiva, acusado de haber incurrido
en las mismas prácticas corruptas de los
gobiernos que tanto había criticado. E
incluso si el gobierno de Lula lograba
superar el trance y ganar las elecciones
de 2006, muchos conocedores de la
historia brasileña aconsejaban cautela
en cuanto a las posibilidades de que
Brasil lograra materializar sus sueños
de potencia emergente.
Los escépticos decían que hay que
tomar con pinzas todo lo que viene de
Brasil, porque —aunque es un país con
una pujanza con pocos parangones en la
región— también es el país de las
grandes promesas incumplidas. No en
vano, un chiste político muy difundido
dice que «Brasil es el país del futuro, y
siempre lo será». A pesar de sus
enormes dimensiones geográficas y
económicas, y de sus grandes logros —
como venderles a los Estados Unidos
aviones de su fábrica Embraer—, Brasil
sigue siendo el país latinoamericano con
la mayor disparidad entre ricos y
pobres, y con uno de los más altos
niveles de burocracia y corrupción en la
región. «O Brasil só precisa de uma lei:
uma lei que diga que é preciso cumprir
todas as outras», «Brasil sólo necesita
una ley: una ley que diga que es preciso
cumplir todas las demás», decía ya hace
más de un siglo el diputado brasileño
Antônio Ferreira Vianna (1832-1905).
No pocos han vaticinado una explosión
social, tarde o temprano, de las masas
marginadas. Y entre la intelectualidad
brasileña era común —por lo menos
hasta el reciente despegue económico de
la India— referirse a su país como
«Belindia», una nación donde una
pequeña minoría vive en el Primer
Mundo, como en Bélgica, y una enorme
mayoría en la pobreza absoluta, como en
las zonas más pobres de la India. El
futuro de Brasil, aunque promisorio, no
está del todo asegurado, y los propios
brasileños son los primeros en
reconocerlo. Como lo señaló el
expresidente del Banco Central de
Brasil, Gustavo Franco, cuando le
preguntaron si podía asegurar la
estabilidad económica del país a largo
plazo: «¡No Brasil, mesmo o passado é
incerto!», «en Brasil, hasta el pasado es
incierto».
Muchos diplomáticos
latinoamericanos y estadounidenses
señalan, como prueba de lo incipiente y
lo endeble del esfuerzo brasileño por
asumir el liderazgo de Sudamérica, que
Brasil nunca ha tomado la iniciativa en
el tema más candente de la región: la
guerra en Colombia. Efectivamente,
aunque durante el gobierno de Lula el
país envió tropas a Haití, creó un grupo
de países amigos para mediar en la
crisis política de Venezuela y lideró el
esfuerzo por crear la Unión
Sudamericana, nunca encabezó una
iniciativa sudamericana, o
latinoamericana, para lograr la paz en
Colombia. ¿Cómo pueden los
funcionarios brasileños quejarse de la
presencia de entrenadores militares de
los Estados Unidos en Colombia, en
pleno corazón de América latina, y no
proponer ninguna alternativa para
ayudar al gobierno colombiano a ganar
la guerra contra grupos guerrilleros,
terroristas y narcotraficantes?, era la
pregunta de rigor entre los diplomáticos
y académicos escépticos sobre el
liderazgo regional brasileño.
La pregunta es válida. «Brasil es el
único país que podría hacer una
diferencia en Colombia, pero no la está
haciendo: no hay voluntad política de
parte de los brasileños», me señaló el
coronel retirado John A. Cope, un
influyente profesor de la Universidad
Nacional de Defensa del Ejército de los
Estados Unidos, en Washington[20].
Cuando le pregunté a un excanciller
brasileño por qué su país nunca había
querido ayudar a solucionar la guerra
más sangrienta de la región, que además
estaba ocurriendo en un país vecino, me
explicó que los militares siempre se
habían opuesto a desempeñar un rol más
importante en Colombia por temor a que
las guerrillas de las Fuerzas Armadas
Revolucionarias de Colombia (FARC),
que operan en la zona fronteriza,
extendieran el conflicto al lado
brasileño de la frontera. Tiene sentido,
aunque desde el punto de vista de la
imagen de la diplomacia brasileña, no
deja de ser un detalle que contradice el
nuevo protagonismo del país en
Sudamérica.
El gran salto de Brasil
Hacia el final de su primer mandato, el
gobierno de Lula se encontraba a la
defensiva por las acusaciones de
corrupción, y el crecimiento económico
de los dos años anteriores estaba
empezando a perder vigor. Sin embargo,
una mirada desapasionada y a más largo
plazo permitía ser algo optimista sobre
el futuro de Brasil, ganara quien ganara
en 2006.
La razón: desde 2002, cuando la
izquierda había llegado al poder por
primera vez en la historia, el país había
superado el estigma de
imprevisibilidad. Tras la elección de
Lula y su decisión de preservar lo mejor
de las políticas económicas de su
antecesor, Brasil había dado un paso
gigantesco para sumarse al club de los
países serios, que no dan grandes
bandazos políticos ni económicos. Lula
desarticuló los temores de la derecha de
que un triunfo electoral del Partido de
los Trabajadores llevaría al caos y la
miseria, y había mostrado que la
izquierda puede gobernar
responsablemente. Al margen de los
escándalos políticos, Brasil había
demostrado —al igual que Chile y
España anteriormente— que la
alternancia en el poder no afectaba la
gobernabilidad, y que un triunfo de la
izquierda no tenía por qué traducirse en
la destrucción de todo lo hecho
anteriormente, ni en un desastroso ciclo
de fuga de capitales, cierres de
empresas, mayor desempleo y desplome
económico.
Aunque Lula no hubiera hecho nada
más en su gobierno que mantener el
curso del país, su aporte más
trascendente había sido ése: demostrar
que —a pesar de las traumáticas
experiencias de Fidel Castro en Cuba y
Salvador Allende en Chile— un
gobierno de izquierda responsable era
perfectamente factible. A mediados de
2005, cuando su popularidad había
caído significativamente por las
denuncias de Jefferson, Lula decía: «No
esperen de mí ninguna medida
económica populista por el hecho de que
tengamos elecciones de aquí a un año…
No queremos construir una base sólida
para crecer durante un año. Este país…
deberá tener un ciclo de crecimiento
sustentable de diez o quince años si
desea transformarse un día en un país
definitivamente desarrollado»[21]. Y a
diferencia de otros presidentes de países
vecinos, que vivían mirando hacia
adentro, Lula —como Cardoso antes—
se pasaba buena parte de su tiempo
haciendo relaciones públicas en el
extranjero, consolidando la apertura de
Brasil hacia el resto del mundo. Cuando
le preguntaron en el programa «Café
com o Presidente» en Radio Nacional si
no estaba viajando demasiado, Lula citó
el notable aumento de las exportaciones
brasileñas desde que había asumido la
presidencia, y dijo: «Lo que sucede es
que, en este mundo globalizado, un país
con el potencial productivo de Brasil…
no puede quedarse sentado en una silla
esperando que venga la gente a
descubrirlo. O somos osados, y nos
ponemos nuestros productos bajo el
brazo y salimos a venderlos al mundo, o
perderemos esa guerra en un mundo
globalizado»[22].
Mi principal motivo de optimismo
sobre Brasil, a pesar de sus crisis
políticas recurrentes, se basa en algo
que escuché de un académico tras una
entrevista que le hice al expresidente
Cardoso. Estábamos en los estudios de
televisión en Miami entrevistándolo
junto con un panel de tres académicos
latinoamericanos, y Cardoso había
estado criticando a Lula —quien había
sido su principal opositor político
durante sus dos períodos de gobierno—
durante todo el reportaje. Cuando le
pregunté, por ejemplo, si estaba de
acuerdo con la nueva decisión de Brasil
de exigir que en los aeropuertos se
tomaran las fotografías y huellas
dactilares de los norteamericanos que
arribaban al país, en represalia a
medidas similares de los Estados
Unidos, Cardoso respondió que le
parecía un infantilismo, y que además
haría un enorme daño a la industria
turística de su país. De la misma forma,
criticó una tras otra varias decisiones de
Lula en materia de política exterior,
sugiriendo que eran fruto de la falta de
experiencia o la ignorancia de su
sucesor.
Sin embargo, al final de la
entrevista, vino la sorpresa. Cuando le
pedí al expresidente que —
considerando todo lo que acabábamos
de hablar— calificara la gestión de la
política exterior de Lula en una escala
del 1 al 10, levantó las cejas como para
pensar la respuesta y, con un leve
encogimiento de hombros, respondió:
«Siete… ocho». Poco después, cuando
me tocó preguntarles a los panelistas
qué conclusiones habían sacado de todo
lo que había dicho Cardoso, uno de
ellos dio una respuesta que me dejó
pensando. Guillermo Lousteau, un
académico argentino que dirige una
cátedra de la Facultad Latinoamericana
de Ciencias Sociales (FLACSO) en la
Universidad Internacional de La Florida,
dijo que lo que más le había
impresionado era la calificación que el
expresidente le había dado a su sucesor.
«En la Argentina, sería inimaginable que
Kirchner le diera un siete o un ocho a (el
expresidente Eduardo). Duhalde, o que
Duhalde le diera un siete o un ocho a (el
expresidente Fernando). De la Rúa, o
que De la Rúa le diera un siete o un
ocho a (el expresidente Carlos S.).
Menem, y así sucesivamente», dijo
Lousteau. Probablemente, lo mismo
podría decirse de los presidentes
mexicanos, y de muchos otros países
latinoamericanos. A pesar de todo el
ruido político que uno escuchaba a
diario en Brasil, algo estaba cambiando
en ese país. Y era para bien.
CAPÍTULO 8

Venezuela: el
proyecto narcisista-
leninista

Cuento chino: «Venezuela está


creciendo socialmente, moralmente,
incluso espiritualmente».
(Hugo Chávez, presidente de la
República Bolivariana de Venezuela,
en el acto de clausura de la Macro
Rueda de Negocios Venezuela-
Estados Unidos,
Caracas, viernes 1 de julio de 2005).
CARACAS —Pocas veces vi tantas
miradas inquisitivas en un palco de
prensa como cuando el presidente
venezolano Hugo Chávez ingresó con su
enorme séquito de camarógrafos y
fotógrafos personales, cronistas de
palacio, ministros, viceministros,
guardaespaldas e invitados especiales al
Centro de Convenciones de
Guadalajara, México, en el acto de
inauguración de la III Cumbre de
América latina y la Unión Europea en
mayo de 2004. Yo me encontraba con un
grupo de periodistas europeos en un
costado de la sala reservado para la
prensa e invitados especiales,
observando el ingreso de las cincuenta y
ocho delegaciones que asistían a la
cumbre. El presidente francés Jacques
Chirac, el canciller alemán Gerhard
Schroeder, el presidente español José
Luis Rodríguez Zapatero y casi todos
sus colegas europeos acababan de entrar
en el auditorio, flanqueados por dos o
tres colaboradores cada uno. Pero
cuando ingresó Chávez con la cabeza
erguida, la mirada fija en el horizonte, al
frente de su gigantesca delegación, los
europeos que tenía cerca se voltearon
hacia mí, muertos de risa, como
preguntándome si el presidente
venezolano se creía Napoleón
Bonaparte. Me encogí de hombros y
levanté las cejas en un gesto de
resignación. El narcisismo de Chávez no
era novedad para quienes lo seguíamos
de cerca, pero para la mayoría de los
reporteros europeos que venían por
primera vez a América latina
acompañando a sus presidentes, era una
escena ridícula, que confirmaba los
peores estereotipos sobre los políticos
tecermundistas.
Terminada la ceremonia de
inauguración de la cumbre, se me
ocurrió investigar el tamaño de cada una
de las delegaciones presentes, y ver si
tenía relación con el desarrollo
económico del país. Los discursos de
los presidentes habían sido
terriblemente aburridos, y francamente
no tenía mucho que reportar para mi
columna en The Miami Herald del día
siguiente. Los alemanes, franceses y
británicos habían venido más por
obligación que otra cosa, puesto que se
habían comprometido a esta cumbre
años atrás, antes del ingreso a la Unión
Europea de los países de la ex Europa
del Este, que ahora demandaban la
mayor parte de la atención extranjera de
los Estados más ricos de Europa. De
manera que, al no encontrar ninguna
noticia de interés en lo que habían dicho
los presidentes, sin saber muy bien qué
escribir, opté por dedicar el resto del
día a averiguar el tamaño de cada
delegación. Así fue como descubrí que
la delegación venezolana había batido
todos los récords: tenía 198 personas,
que habían llegado en el flamante avión
presidencial Airbus A319 CJ que
Chávez acababa de adquirir por 59
millones de dólares en Francia.
Según reportaría al día siguiente el
periódico local El Informador, de
Guadalajara, una buena parte de la
delegación venezolana estaba compuesta
por reporteros y camarógrafos
personales de Chávez. Al igual que
hacía en todas las cumbres el presidente
vitalicio cubano Fidel Castro —que,
dicho sea de paso, no había asistido a
esta cumbre por considerar que la Unión
Europea era «cómplice de los crímenes
y agresiones contra Cuba»—, Chávez
había traído un pequeño ejército de
cronistas privados a bordo de su nuevo
avión para registrar cada detalle de su
discurso contra el Fondo Monetario
Internacional y el «neoliberalismo
salvaje». Comparativamente, el
presidente francés, Chirac, había
concurrido con una delegación de 90
personas, el líder alemán, Schroeder,
con alrededor de 70, y el presidente
español, Rodríguez Zapatero, con 48,
según me dijeron funcionarios de sus
respectivas delegaciones.
Algunos de los líderes de los países
de Europa del Este, cuyas economías
estaban entre las de mayor crecimiento
del mundo, habían venido con
delegaciones que cabían en un
automóvil. El primer ministro de
Estonia, Juhan Parts, cuyo país
encabezaba los listados internacionales
de las economías más exitosas, había
llegado a Guadalajara con cinco
personas. Y en lugar de hacer grandes
discursos políticos, se dedicaron a
encontrarse con empresarios y
funcionarios comerciales de otros países
para ver qué nuevas oportunidades de
inversiones encontraban. Así fue que,
medio en broma, pero medio en serio,
escribí una columna con una teoría que
enfureció a muchos: que la prosperidad
de los países es inversamente
proporcional al tamaño de sus
delegaciones en estas cumbres
internacionales.
¿Cómo se explica que Chávez y
Castro, que han ampliado la pobreza en
sus países en nombre de la igualdad y la
soberanía, lleven delegaciones de
doscientas personas a estas cumbres?
No se debía sólo a que —especialmente
en el caso de Cuba— podían actuar a su
antojo por no permitir una prensa
independiente que los podría criticar,
sino también a que viven del show: sus
respectivas gestiones de gobierno se
basan en gran medida en los titulares
periodísticos. Como su legitimidad de
origen es cuestionada por una parte de la
población, buscan legitimidad de
ejercicio. Por ello, necesitan jugar el rol
de víctimas. Buscan conflictos a nivel
local e internacional para estar siempre
en el centro de la escena, y desviar la
atención pública de los problemas
internos. La cumbre de Guadalajara no
era ninguna excepción. Después de ver a
Castro en las cumbres internacionales
durante varias décadas, y ahora a
Chávez, conocía el ritual de memoria.
Era siempre la misma película, con
leves variaciones de libreto.
En Guadalajara, Chávez aprovechó
para denunciar un complot de
«golpistas» presuntamente apoyados por
los Estados Unidos, paramilitares
colombianos y opositores venezolanos,
para «desestabilizar el gobierno de
Venezuela y crear el caos a fin de
producir una invasión extranjera». Su
argumento era algo peculiar,
considerando que venía de un exteniente
coronel que había liderado un sangriento
intento de golpe de Estado el 4 de
febrero de 1992, y que desde entonces
no sólo se había ufanado de su intentona
golpista, sino que —ya presidente—
había institucionalizado el uso de boinas
rojas y decretado feriado nacional el 4
de febrero, en conmemoración de su
golpe militar frustrado. Ahora, Chávez
pedía la «solidaridad internacional»
para evitar el golpismo. Usó sus veinte
minutos de tiempo en la cumbre para
arremeter durante más de treinta y cinco
minutos contra «ustedes, los ricos» —
señalando al canciller alemán Schroeder
— por ser los supuestamente
responsables de la pobreza en América
latina. Los europeos meneaban la
cabeza, como si estuvieran escuchando a
un fantasma de los años setenta. Los
funcionarios de Estonia, mientras tanto,
ni siquiera escuchaban. Estaban
prendidos a sus teléfonos celulares,
viendo qué nueva fábrica podían atraer a
su pequeño país, que estaba creciendo
sostenidamente a tasas del 6 por ciento
anual. Como era de esperar, al día
siguiente todos los periódicos
latinoamericanos encabezaron su
cobertura de la cumbre de Guadalajara
con el discurso de Chávez, su
arremetida contra el FMI y «ustedes, los
ricos». Lo que no decía ninguno era que
el narcisismo-leninismo de Chávez
había causado la fuga de capitales más
grande de la historia venezolana, y que
había hecho crecer la pobreza absoluta
de 43 a 53 por ciento de la población
entre 1999 y 2004, y la pobreza extrema
—el número de gente que vive con
menos de 1 dólar por día— de 17 a 25
por ciento, según las propias cifras
oficiales del gobierno[1]. Un año
después, cuando salieron publicadas
estas cifras del Instituto Nacional de
Estadísticas de Venezuela, el mismo
Chávez salió a la televisión a decir que,
si bien eran cifras oficiales, no eran
creíbles. «Yo no voy a decir que (los
datos) son falsos, pero los instrumentos
que están usando para medir la realidad
no son los indicados», porque «están
midiendo nuestra realidad como si éste
fuese un país neoliberal», dijo el
presidente venezolano el 7 de abril de
2005, en su programa «Aló Presidente».
Aunque el gobierno después
consideraría prohibir las estadísticas
bajo estándares internacionales y
reemplazarlas, como en Cuba, por cifras
alegres imposibles de comprobar
independientemente, Chávez no tuvo más
remedio que reconocer los datos.
¿Dictadura electa o
democracia
caudillista?
Pocos meses después de la cumbre, en
agosto de 2004, viajé a Venezuela para
ver la Revolución Bolivariana con mis
propios ojos. ¿Cómo ganaba las
elecciones Chávez? ¿Eran ciertas las
acusaciones de la oposición de que
Venezuela se estaba convirtiendo a
pasos agigantados en una dictadura al
estilo cubano? ¿O la clase política
venezolana, derrotada en las urnas,
estaba exagerando la nota con la
esperanza de desacreditar a un
presidente populista, pintoresco, de
discurso radical, pero que a pesar de
todas sus falencias se sometía a
elecciones y las ganaba?
Cuando me embarqué en el vuelo a
Caracas, la pregunta que circulaba en mi
mente era si me encontraría con un país
convertido en una Nicaragua de la
década del ochenta, o con una Cuba, con
sus carteles de propaganda
revolucionaria por doquier y sus calles
rebautizadas con los nombres de
mártires reales o imaginarios de la
mitología oficial. Para mi sorpresa, no
hallé ni una cosa ni la otra. Más bien me
encontré con una Beirut de los años
ochenta: una ciudad dividida geográfica
y políticamente en dos mitades, donde
los habitantes de una parte rara vez se
aventuraban a entrar en la otra. Había
una Caracas del Este y una Caracas del
Oeste.
Curiosamente, Chávez y su
autoproclamada Revolución Bolivariana
habían hecho algunas cosas
grandilocuentes —como cambiarle el
nombre al país por el ridículamente
largo «República Bolivariana de
Venezuela», cosa que había obligado a
todas las dependencias gubernamentales
a reimprimir su papelería— pero no
habían realizado lo primero que suelen
hacer los regímenes revolucionarios:
cambiar el nombre de las calles.
En mis viajes a Cuba, me había
topado por doquier con plazas
rebautizadas con el nombre de Che
Guevara, Ho Chi Minh, y una pléyade de
guerrilleros marxistas o soldados
cubanos que habían muerto en alguna
batalla hace mucho tiempo olvidada por
el resto del mundo. En la Nicaragua
sandinista, los parques habían sido
rebautizados con los nombres de Marx,
Lenin y otros ídolos de la era comunista.
Y hasta en México, donde el partido
heredero de la Revolución Mexicana de
1910 había gobernado por siete décadas
hasta perder el poder en las elecciones
de 2000, las avenidas principales de la
capital llevaban nombres como
«Reforma», «Revolución» o
«Proletarios del Mundo». Sin embargo,
Chávez no había hecho nada de eso en
los vecindarios más pudientes de
Caracas. Tras recorrer Los Rosales,
Altamira, Chacao y otras zonas de clase
media y alta de la Caracas del Este, no
encontré muchos cambios desde que
había estado allí la última vez, varios
años atrás, a comienzos del gobierno de
Chávez.
«Chávez no se metió con esta parte
de la ciudad», me dijo un amigo,
sorprendido por mi asombro al respecto.
De hecho, tampoco había metido mucha
mano en los nombres de las calles en
zonas más populares de la Caracas del
Oeste, como Catia, Petare o El Centro.
Aunque ya le había cambiado el nombre
a Venezuela y tenía más de 17 mil
médicos y maestros cubanos trabajando
en las áreas más pobres de la ciudad y
en el resto del país, no había —por lo
menos todavía— sucumbido a la
tentación de modificar los nombres de
las grandes avenidas. Según me explicó
el alcalde opositor Alfredo Peña, si
Chávez lo hubiera querido, podría haber
inmortalizado a sus héroes
revolucionarios rebautizando las
grandes avenidas en un santiamén, ya
sea por controlar las alcaldías o porque
varias de las arterias que corren entre
medio de las diversas alcaldías de
Caracas están fuera de sus respectivas
jurisdicciones.
Entonces, si estábamos ante una
dictadura, ¿por qué Chávez no lo había
hecho?, me dediqué a preguntarle a
cuanto entrevistado pude en los días
siguientes. Uno de los primeros que fui a
ver era Teodoro Petkoff, que se
encontraba entre los pocos dirigentes
políticos venezolanos que todavía podía
analizar la realidad de su país sin
dejarse enceguecer por la pasión.
Petkoff, un exguerrillero que tras
incorporarse a la vida política
democrática había estado entre los
fundadores del Movimiento al
Socialismo y luego había sido ministro
de Planificación, dirigía ahora el
periódico independiente Tal Cual. En su
pequeña oficina, tarde en la noche, le
comenté sobre mi sorpresa de ver que
las calles de Caracas seguían con sus
viejos nombres, como si no hubiera
pasado nada en el país.
Petkoff levantó las cejas, me miró
como si estuviera hablando con un
recién llegado de Júpiter, y me dijo que
el motivo por el que no había visto
señales visibles de una revolución en
Venezuela era por el sencillo hecho de
que aquí no había ninguna revolución.
«La única revolución que ha tenido lugar
en Venezuela está en la cabeza de
Chávez y en la de algunas viudas del
comunismo en las universidades de los
Estados Unidos y América latina», me
dijo Petkoff. «Además de aprobar una
reforma a la ley de tierras que nunca se
llegó a aplicar, no ha hecho nada
revolucionario. No ha establecido un
sistema unipartidista, no ha suprimido a
la oposición, ni ha nacionalizado
compañías extranjeras.»[2] «Un proceso
de “cubanización” en Venezuela era muy
difícil, si no imposible», añadió. A
diferencia de lo que había ocurrido en
Cuba, Chávez no había logrado crear un
aparato partidario o militar para
controlar a la población. No es que no
lo quisiera: entre otras cosas, había
formado grupos vecinales de control
político que había denominado «círculos
bolivarianos», a semejanza de los
«comités de defensa de la revolución»
cubanos, y progresivamente estaba
apropiándose de más tiempo de
televisión para sus interminables
discursos al país. Tenía incluso su
propio programa televisivo, «Aló
Presidente», en el que actuaba como
director, moderador, entrevistador,
analista político, cantante y —cuando
estaba de viaje— guía turístico. Pero
era un caso de narcisismo más que de
comunismo, decía Petkoff. Venezuela no
era Cuba. Había una tradición
democrática y de libre expresión que
hacía muy difícil la implantación de una
dictadura cerrada. «Aquí hay un proceso
de debilitamiento de las instituciones
para fortalecer a un caudillo, pero esto
no es Cuba», sostenía Petkoff.
Otros analistas con los que hablé me
dieron una visión diametralmente
opuesta. El motivo por el que Chávez no
había cambiado los nombres de las
calles era porque su revolución era un
proceso paulatino, rigurosamente
planeado y asesorado de cerca por
Castro, que preveía varias etapas de
descabezamiento progresivo de los
factores de poder tradicionales. Las
calles no habían cambiado de nombre
porque aún no había llegado ese
momento, me explicaron muchos críticos
del régimen.
Los datos estaban a la vista, decían.
Primero, tras ganar las elecciones de
1998, Chávez había aprovechado su
capital político para hacer cambiar la
Constitución y crear un sistema de
gobierno que le facilitaría ganar futuras
elecciones. Después, en 2001, había
hecho aprobar leyes estatistas de tierras,
hidrocarburos y bancos, que habían
provocado protestas masivas de la
oposición. En 2002 había descabezado a
la principal organización empresarial,
Fedecámaras, a la central obrera más
importante, la Confederación de
Trabajadores de Venezuela, y a la
compañía estatal independiente que
controlaba la mayor parte del
presupuesto nacional, el monopolio
estatal PDVSA, tras una desastrosa
huelga que había paralizado al país. En
abril de 2002 había descabezado a la
cúpula militar, tras una confusa rebelión
castrense en la que —según a quien uno
le quiera creer— Chávez renunció a la
presidencia bajo presión para regresar
al poder 48 horas después, o fue
destituido por un efímero golpe. En
2004, tras salir airoso de un plebiscito
sobre su mandato, Chávez había
ordenado ampliar la Corte Suprema de
20 a 32 miembros, llenándola de
partidarios suyos y asegurándose el
control de la institución que en el futuro
tendría la última palabra en materia de
disputas sobre la libertad de prensa y
las reglas electorales. Y ese mismo año
había hecho aprobar una ley de medios
que le daría al gobierno poderes de
facto para censurar a la prensa. O sea,
había ido descabezando uno a uno a
todos sus enemigos reales y potenciales,
hasta quedarse con el control de los tres
poderes del Estado, y en alguna medida
con todos los factores de poder del país.
«Sólo es una cuestión de tiempo
hasta que les cambie el nombre a las
calles», me señaló Alberto Garrido, un
exprofesor universitario, columnista del
periódico El Universal y autor de varios
libros sobre Chávez. «Lo que estamos
viendo ahora es lo que el propio Chávez
ha llamado un período de transición»,
me dijo Garrido en una de varias
conversaciones que tuvimos. «Chávez
no ha creado un nuevo Estado, sino que
ha estado cooptando gradualmente el
Estado existente: ya ha tomado el
control del Congreso, la Corte Suprema,
el consejo electoral, etcétera». El que no
quería verlo así era por ceguera
voluntaria, porque el propio Chávez
nunca había ocultado sus propósitos,
agregó. En efecto, el presidente venía
diciendo repetidamente que se quedaría
en el poder hasta 2021, había declarado
numerosas veces que la democracia
representativa era un sistema que «no
sirve para ningún gobierno
latinoamericano», y desde el principio
de su vida política venía anunciando que
la revolución se haría paulatinamente,
paso a paso, señalaba Garrido. Cuando
estaba en la prisión de Yare, tras su
arresto por el golpe fallido de 1992,
Chávez había escrito un largo manifiesto
en el que ya había señalado que hacer la
revolución le tomaría veinte años a
partir de su llegada al poder. El
documento, titulado «¿Y cómo salir de
este laberinto?», difundido desde la
prisión en julio de 1992, decía que
Venezuela necesitaba una «fusión
cívico-militar», y que «el objetivo
estratégico del Proyecto Nacional Simón
Bolívar se ubica en un horizonte lejano
de veinte años a partir del escenario
inicial»[3]. Y sólo habían pasado cinco
años desde que había asumido la
presidencia, señalaba Garrido. «Desde
afuera, las instituciones, al igual que las
calles, llevan los mismos nombres. Pero
no te engñes, porque todo está
cambiando, aunque muchas veces no se
vea a primera vista», me aseguraba.
¿Era Venezuela una dictadura electa
o una democracia caudillista? En los
días siguientes a mis entrevistas con
Petkoff y Garrido, cuando se celebró el
referéndum del 15 de agosto de 2004,
pude llegar a mi propia conclusión.
Venezuela no era una dictadura cerrada
—por lo menos hasta ese momento— ni
una democracia caudillista. Era, más
bien, una democracia autoritaria que
estaba siendo socavada gradualmente
por un caudillo tramposo.
La arrogancia del
pasado
Chávez tenía una enorme ventaja a su
favor: su discurso contra la «oligarquía»
venezolana tenía bastante fundamento.
Venezuela había sido durante décadas un
modelo de «cleptocracia», donde
gobiernos corruptos y empresarios
cortesanos se habían dividido el
producto petrolero a su antojo y con
absoluto desprecio hacia las mayorías
empobrecidas. Como en muchos otros
países, el petróleo había arruinado a
Venezuela, convirtiéndola en una nación
donde nada se producía y todo se
importaba, hasta lo que no se necesitaba.
Durante la anterior bonanza petrolera, en
los años setenta, había importado hasta
hospitales preconstruidos en Suecia, con
sus equipos de calefacción y camiones
para remover nieve incluidos, para
ciudades como Maracaibo, que no
conocían el frío. La «Venezuela Saudita»
de los setenta había destruido la
industria nacional y generado el
fenómeno del «dame dos», la famosa
frase de los venezolanos que iban a
Miami y se compraban dos copias de
cada producto, por las dudas. La clase
empresarial, que casi en su totalidad
vivía de la generosidad del Estado, se
ufanaba de que el país tenía el consumo
per cápita de whisky Johnnie Walker
etiqueta negra más alto del mundo, y el
mayor número de avionetas privadas de
América latina.
Yo había visitado Venezuela por
primera vez en 1984, como flamante
reportero de The Miami Herald, y
recuerdo haber quedado horrorizado por
la ceguera económica y social de su
clase dirigente. La bonanza petrolera de
la década del setenta había llegado a su
fin dos años antes, pero Venezuela
seguía derrochando dinero como si nada
hubiera pasado. Los subsidios
gubernamentales eran astronómicos. Y
una gran parte de ellos no eran para los
pobres, sino para mantener los hábitos
suntuosos —incluyendo subsidios a la
importación de whisky— de clases
medias y altas en gran medida
parasitarias.
Por aquella época, escribí un
artículo desde Caracas relatando que
allí se podía comprar un automóvil
Buick Century de los Estados Unidos
ensamblado en Venezuela por 9 mil
dólares, mucho más barato que en
Miami. El motivo era simple: Venezuela
subsidiaba las importaciones de partes
automotrices. La gasolina estaba
regalada —15 centavos de dólar por el
equivalente a casi cuatro litros— porque
el gobierno la vendía por debajo de los
costos de producción, pagando la
diferencia con las exportaciones. Y la
botella de Johnnie Walker etiqueta negra
costaba 18 dólares, mucho más barato
que en los Estados Unidos, porque el
gobierno les daba a los importadores de
whisky el mismo cambio preferencial
que recibían quienes importaban
medicinas. Un viaje ida y vuelta en
avión de Caracas a la isla Margarita,
260 kilómetros al noreste de la capital,
costaba 18 dólares por la línea aérea
estatal Aeropostal. Yo no lo podía creer,
hasta que hice el viaje, en un avión que
no tenía nada que envidiarle a cualquier
línea aérea internacional.
Como era más barato importar
productos que producirlos en Venezuela,
las industrias nacionales no tardaron en
colapsar. A fines de la década de los
ochenta, aunque las reservas del país se
habían desplomado de 20 mil millones
de dólares en 1981 a 8 mil millones en
1988, Venezuela importaba casi el doble
que su vecina Colombia, un país con
casi dos veces más habitantes. «Los
venezolanos se rehúsan a aceptar el
hecho de que ya no son el país rico que
eran», me dijo un diplomático de los
Estados Unidos, según relaté en uno de
mis artículos desde Caracas en 1989.
«Todo el mundo vive como si no hubiera
mañana[4]».
Y la clase empresarial era de una
arrogancia que chocaba a cualquier
visitante. Durante un viaje a Caracas, me
había tocado entrevistar a un empresario
de una de las familias más adineradas de
Venezuela, los Boulton. El hombre, muy
ocupado, me había citado en la
peluquería de su club privado. Cuando
llegué, estaba sentado en el sillón del
barbero, con tres personas a su
alrededor: mientras el peluquero le
cortaba el pelo, dos manicuras le hacían
las manos, una a cada lado. Me presenté
y le dije que lo esperaría, para hacer la
entrevista apenas terminara. Para mi
sorpresa, el hombre me contestó en
inglés, diciéndome que me colocara
frente a él, junto al espejo, e hiciéramos
la entrevista allí mismo. «Okay, no hay
problema», le contesté en español.
Cuando le hice la primera pregunta, me
volvió a responder en inglés. Incómodo
por hablar en un idioma extranjero frente
a las tres personas que tenía ante mis
narices, seguí haciendo la próxima
pregunta en español, pero él volvió a
contestar en inglés, ya fuera porque le
era más fácil, o porque no quería que los
demás entendieran lo que estaba
diciendo —cosa rara, porque aparecería
en el periódico a los pocos días—, o
porque quería establecer su pertenencia
a una clase social que lo separaba hasta
en el lenguaje de los empleados que lo
estaban atendiendo. Sea como fuere, era
una situación absurda —yo preguntando
en español, él contestando en inglés, y el
peluquero y sus dos manicuras
simulando que no estaban tratando de
entender— que me hizo sentir
incomodísimo. De alguna manera,
ilustraba la prepotencia de no pocos
miembros de la oligarquía venezolana.
En 1989, el expresidente Carlos
Andrés Pérez, que había gobernado
durante la bonanza petrolera de la
década de los setenta, había ganado las
elecciones con una campaña populista,
prometiendo devolver al país la
prosperidad de su mandato anterior.
Como era de esperar, a las pocas
semanas en el poder no le quedó más
remedio que hacer todo lo contrario de
lo que había prometido: cortó los gastos
gubernamentales y algunos subsidios,
incluidos los otorgados al transporte
urbano. El alza de los precios de los
buses provocó un estallido social, que
produjo por lo menos 350 muertos y
miles de heridos. Como ningún político
le había hablado con sinceridad al país
diciendo que no se podía gastar lo que
no había, no era de extrañar que miles
de venezolanos se sintieran ultrajados y
se volcaran a protestar a las calles.
Regresé a Venezuela pocas horas
después del intento de golpe del 4 de
febrero de 1992, encabezado por el
entonces teniente coronel Chávez. Cinco
batallones de las fuerzas armadas habían
rodeado la residencia presidencial La
Casona y varias dependencias
gubernamentales, atacándolas a
cañonazos esperando lograr la rendición
de Pérez. Por lo menos 56 personas,
incluyendo 14 guardas presidenciales,
habían muerto en el combate. Horas
después, la agencia de noticias AP había
reportado por lo menos 42 muertes
adicionales, casi todos civiles
alcanzados por balas perdidas. Cuando
llegué a Caracas al día siguiente, una
vez aplastada la revuelta, el gobierno
anunciaba que el líder de la intentona
había sido un tal teniente coronel
Chávez, que se había identificado como
parte de un supuesto Movimiento Militar
Bolivariano, que intentaba implantar un
gobierno militar en Venezuela.
«Tenían una grabación preparada
para ser transmitida por televisión, con
el anuncio de la formación de una junta
militar», dijo el vocero presidencial
José Consuegra en una conferencia de
prensa al día siguiente. «Habían tomado
el Canal 8 (el canal estatal de
televisión) y estaban a punto de
transmitirla», pero los catorce soldados
rebeldes que habían copado la
televisora no pudieron hacerlo por
dificultades técnicas, agregó Consuegra.
Las tropas rebeldes habían logrado
tomar el control del edificio, pero no
sabían cómo transmitir la cinta. Cuando
los periodistas le preguntamos al vocero
gubernamental qué tipo de gobierno
pretendía instaurar Chávez, respondió:
«Un régimen derechista»[5].
Recuerdo que lo que más me
impresionó de mi viaje a Venezuela
después del intento de golpe de 1992 fue
la pasividad —casi complacencia— con
que reaccionó la mayoría de los
venezolanos ante la intentona golpista.
Quienes habíamos visto de cerca las
dictaduras militares sudamericanas de
los años setenta estábamos horrorizados
ante lo que acababa de suceder.
Venezuela era una de las democracias
más antiguas de América latina, donde
el último régimen militar había
terminado en 1959. Y en lugar de
repudiar el sangriento intento de golpe,
muchos venezolanos se encogían de
hombros, o decían que el gobierno se lo
merecía. Viendo por televisión en mi
habitación del Caracas Hilton la sesión
del Congreso en que se debatían los
acontecimientos de las últimas horas, me
llamó la atención que los legisladores
—que teóricamente tendrían que haber
sido los primeros en defender la
democracia— hacían fogosos discursos
que, en lugar de postergar sus
diferencias políticas para condenar el
golpe, centraban sus críticas en el
presidente. El expresidente y por
entonces senador opositor Rafael
Caldera, con un oportunismo que me
hizo agarrarme la cabeza de la
indignación, exigió ante el Congreso «la
rectificación de la política económica
del gobierno», arremetiendo contra los
recortes presupuestarios de Pérez, como
si el país pudiera seguir viviendo de su
riqueza petrolera de los años setenta.
Poco después había exigido la renuncia
de Pérez. El populismo y la falta de
sinceridad parecían correr por las venas
de los políticos venezolanos de todas
las tendencias.
¿No ven que le están haciendo el
juego a un militar golpista?, les decía yo
a mis amigos y a no pocos entrevistados
en Caracas. La mayoría me decía que el
equivocado era yo, porque —según
ellos— en Venezuela no había ningún
peligro de repetición de las dictaduras
que se habían adueñado de Chile, la
Argentina y otros países de la región
pocos años atrás. Los militares
venezolanos eran diferentes, decían. No
venían de las clases altas, como en otros
países de América latina, sino que eran
fundamentalmente de la clase
trabajadora, y estaban más
compenetrados que nadie con los
problemas del país porque eran los
únicos que tenían experiencia de trabajo
en zonas donde el sector privado ni
siquiera entraba, sostenían. La clase
política venezolana tampoco era un
modelo de democracia, argumentaban
muchos intelectuales y políticos de la
izquierda democrática que luego
pasarían a integrar el gobierno de
Chávez (y más tarde a convertirse en sus
acérrimos opositores). Desde la llegada
de la democracia en 1959, los jefes
políticos de los dos partidos principales
—Acción Democrática, de centro
izquierca, y COPEI, de centro derecha—
se habían dividido el poder como si el
país fuera una hacienda de su propiedad.
Los dirigentes de ambos partidos
confeccionaban las listas de diputados y
senadores, y nombraban a los
gobernadores, alcaldes y miembros de
las legislaturas municipales. El concepto
de elecciones primarias para escoger
los candidatos a puestos públicos era
prácticamente desconocido, y recién
empezaba a ser puesto en práctica
tímidamente en algunos casos. La
mayoría de los 190 miembros del
Congreso apenas conocían los distritos
que representaban: sus nombres habían
sido colocados en listas sábana por la
presidencia de su partido, y su lealtad
era hacia los dirigentes que los habían
escogido.
Y el presidente Pérez era visto como
un mandatario que se pasaba demasiado
tiempo viajando por el mundo para
impulsar sus grandiosos proyectos
políticos internacionales, y demasiado
poco ocupándose de los problemas del
país. De hecho, Pérez, que por entonces
tenía 69 años, acababa de llegar de uno
de sus viajes a los Estados Unidos y
Europa cuando lo sorprendió la
intentona golpista. Los medios lo
criticaban diariamente por haber hecho
34 viajes al extranjero durante los dos
primeros años de su segunda
presidencia, entre 1989 y 1990. Y en
1991, año anterior a la rebelión militar
de Chávez, el presidente había
mantenido su ritmo anual de unos 17
viajes al exterior. En los últimos meses,
había estado tratando de resolver la
crisis de Haití, el conflicto armado en
Colombia, la crisis cubana, las guerras
internas de América Central y las
disputas dentro de la Organización de
Países Productores de Petróleo, OPEP.
«Debería nombrar rápidamente un
primer ministro y dedicarse de tiempo
completo a lo que más le gusta. De qué
sirve que Venezuela logre un asiento en
el Consejo de Seguridad de las
Naciones Unidas, si nuestros cañones
apenas llegan a la Isla de La Orchila
(frente a las costas de Venezuela) y
difícilmente podríamos jugar un rol
relevante en el contexto mundial», decía
el periódico caraqueño Economía Hoy
apenas unos pocos días antes de la
rebelión militar. Al igual que le
sucedería a Chávez años después, a
Pérez el petróleo se le había ido a la
cabeza.
A fines de 1993, Caldera ganó las
elecciones prometiendo el oro y el
moro, y asumió su segunda presidencia a
comienzos del año siguiente. Tenía 78
años y caminaba erguido para atrás,
como si tuviera la cabeza
permanentemente detrás de los talones.
Uno de sus primeros actos en el
gobierno había sido dictar un perdón
presidencial para treinta oficiales que
habían participado en la intentona
militar contra Pérez de febrero de 1992,
y en otra producida el 27 de noviembre
de ese mismo año. Y poco después
había recibido con alfombra roja a
algunos de los cabecillas de ambos
golpes fallidos. Era un acto de
irresponsabilidad total, que sentaba un
pésimo precedente para la democracia
venezolana: si un grupo de oficiales del
ejército que había causado docenas de
muertes era liberado y recibido por el
presidente después de apenas unos
pocos meses de prisión, ¿cómo evitar
que otros oficiales siguieran el ejemplo
en el futuro? Al poco tiempo, Chávez y
los demás cabecillas de ambas
rebeliones militares estaban libres,
dando entrevistas a los medios como los
héroes del momento. Y el gobierno de
Caldera se deterioraba cada vez más,
por la falta de medidas económicas para
que el país dejara de gastar lo que no
tenía, y por las críticas cada vez
mayores al nepotismo practicado por el
presidente. Uno de sus hijos, Andrés
Caldera, era el jefe de gabinete del
gobierno, mientras que otro, Juan José
Caldera, era el jefe del partido del
gobierno, y su yerno, Rubén Rojas
Pérez, era el jefe de la guardia
presidencial y uno de sus principales
asesores militares.
Chávez, que mientras tanto había
sido apadrinado por Luis Miquilena, un
exdirigente del Partido Comunista de
Venezuela y fundador del Partido
Revolucionario del Proletariado que
hacía varias décadas venía proponiendo
una alianza de gobierno cívico-militar
de izquierda, se presentó para las
elecciones de 1998 vestido de uniforme
militar, y reivindicando su intentona
golpista de 1992. «Adelante, que me
llamen golpista. Que levanten la mano
quienes crean que el golpe fue
justificado», decía en sus actos de
campaña, haciendo que la multitud
levantara los brazos al unísono[6]. El día
de la elección arrasó en las urnas: ganó
con el 56 por ciento de los votos, contra
40 por ciento de su principal rival,
Henrique Salas Rohmer, y 15 por ciento
de la exMiss Venezuela Irene Sáez. Ya
entonces, el país estaba dividido en dos
mitades. Y se polarizaría cada vez más
en los cuatro años siguientes, en la
medida en que Chávez arremetía contra
los partidos de oposición, los medios, la
Iglesia Católica, la «oligarquía», y
cualquier otro grupo que osara criticar a
su gobierno. Y los críticos aumentaban a
diario, porque la desastrosa gestión de
Chávez había logrado un milagro
económico en reversa: a pesar de un
nuevo boom que había hecho subir los
precios del petróleo de 9 dólares por
barril cuando asumió, a un récord de 45
dólares por barril en 2004, el presidente
venezolano había logrado empobrecer el
país como pocos antes. Más de 7 mil
fábricas habían cerrado sus puertas
desde el inicio de su gestión[7]. La fuga
de capitales había sobrepasado los 36
mil millones de dólares, la economía se
había contraído en más de un 20 por
ciento en el mismo lapso[8]; el
desempleo urbano se había disparado de
15 a 18 por ciento[9]. Según Ricardo
Hausmann, el exjefe de economistas del
Banco Interamericano de Desarrollo, el
número de pobres había crecido en dos
millones y medio de personas desde el
inicio del gobierno de Chávez[10].
El «golpe» de abril
La torpeza del gobierno de Bush le vino
de perilla a Chávez cuando una efímera
sublevación militar lo obligó a dejar el
poder durante 48 horas en abril de 2002.
En un caso pocas veces visto de
solidaridad patronal-sindical contra un
presidente, la coalición de entidades
empresariales Fedecámaras y la
Confederación de Trabajadores de
Venezuela se habían unido para
respaldar el paro nacional de los
trabajadores de PDVSA, y la huelga
general indefinida había dado lugar a las
mayores manifestaciones de la historia
venezolana. Centenares de miles de
personas, incluidos los trabajadores
animados por sus sindicatos y los
obreros no agremiados, alentados por
sus empleadores, salieron a pedir la
renuncia de Chávez frente al palacio
presidencial de Miraflores el jueves 11
de abril. A la una de la tarde, la columna
de manifestantes que se había
congregado en un edificio de PDVSA
comenzó a dirigirse hacia el palacio
presidencial. El ejército —según dirían
luego sus generales— se negó a cumplir
las órdenes de Chávez de reprimir.
Cuando la multitud llegó al centro de la
ciudad, francotiradores paramilitares o
grupos de chavistas armados dispararon
contra ella, ya fuera para dispersarla o
respondiendo a disparos de policías
metropolitanos contrarios al gobierno
que estaban presentes. Lo cierto es que
se produjo una batalla sangrienta, en la
que murieron por lo menos diecinueve
personas de ambos bandos, y decenas
resultaron heridas. Esa noche, el alto
mando militar se rebeló contra Chávez.
En la madrugada, el presidente admitió
públicamente que había aceptado
«abandonar» el poder. «Les dije, “me
voy”, pero exijo respeto por la
Constitución», señaló, sugiriendo que
debía ser reemplazado por el presidente
de la Asamblea Nacional, que era un
seguidor de él[11]. Pocos minutos
después, el general en jefe de las fuerzas
armadas Lucas Rincón, un aliado de
Chávez, apareció por televisión
anunciando que los militares le habían
pedido al presidente su renuncia, y «él
aceptó». Al mismo tiempo, Rincón
comunicaba que el líder empresarial
Pedro Carmona sería presidente
provisional, por lo menos por un
período breve, hasta tanto se
estableciera el orden de sucesión
constitucional. Pero en la tarde de ese
mismo viernes 12, en un rapto de
megalomanía o estupidez, o ambas
cosas, Carmona había sorprendido a
todo el mundo suspendiendo el
Congreso y el Tribunal Supremo de
Justicia, y proclamándose a sí mismo
presidente interino hasta tanto se
celebraran elecciones en el próximo
año.
Y el gobierno de Bush, en lugar de
condenar de inmediato lo que
obviamente había sido una transmisión
inconstitucional del poder —porque,
aunque se había anunciado la renuncia
de Chávez, lo correcto era que fuera
reemplazado por el líder del Congreso
—, se hizo el distraído. Lo que es peor,
culpó a Chávez por haber
desencadenado los hechos que habían
llevado a su destitución. Mientras los
presidentes de México, la Argentina y
otros países latinoamericanos que
casualmente se encontraban en una
cumbre en Costa Rica condenaban la
autoproclamación de Carmona como
presidente, el portavoz de la Casa
Blanca, Ari Fleischer, decía el mediodía
del viernes 12, pocas horas antes de la
toma de posesión formal de Carmona,
que «Chávez había caído luego de que
partidarios del gobierno, cumpliendo
órdenes de éste, dispararon sobre
manifestantes desarmados»[12], lo que no
distaba de ser cierto, pero obviaba el
hecho de que Carmona no era el sucesor
constitucional de Chávez. El portavoz
del Departamento de Estado, Philip
Reeker, dijo que «Chávez renunció a la
presidencia» y que «antes de renunciar,
despidió al vicepresidente y al
gabinete». Agregó que los hechos habían
sucedido por «las acciones
antidemocráticas de Chávez» en los
últimos tres años.
El domingo 14 de abril, cuando
Chávez fue restituido por militares
leales, comenzaron las críticas
internacionales sobre la actuación de los
Estados Unidos, y las especulaciones de
que el gobierno de Bush había alentado
el golpe. Algunas eran irrisorias, o no
estaban acompaña das de evidencias,
como la aseveración de Chávez de que
una nave de guerra de los Estados
Unidos se había acercado a la costa de
Venezuela en el momento de la rebelión
militar. Pero muchas otras eran
valederas, como la del senador
demócrata Christopher Dodd, uno de los
principales adversarios del gobierno de
Bush en el Congreso, que denunció la
falta de una condena inmediata al golpe
y exigió una investigación interna sobre
el rol del Departamento de Estado en el
caso. Las especulaciones crecieron
cuando The New York Times publicó la
noticia, luego desmentida, de que el jefe
de Asuntos Latinoamericanos del
Departamento de Estado, Reich, había
conversado telefónicamente con
Carmona durante los eventos,
aconsejándole que no disolviera la
Asamblea Nacional ni otros órganos
constitucionales. Si la conversación
había ocurrido, la pregunta obligada era
si Reich no había estado en contacto con
Carmona desde mucho antes, y quizás
hasta consentido su arribo al poder.
Carmona negó más tarde que tal
conversación hubiera existido, y el
gobierno de Bush informó pasado el
incidente que quien había llamado a
Carmona —«Carmona el breve», lo
llamarían después los venezolanos—
para exigirle que no disolviera el
Congreso había sido el embajador de
Estados Unidos en Venezuela, Charles
Shapiro. Y, semanas después, la
investigación interna pedida por el
senador Dodd confirmó que no había
existido participación alguna de los
Estados Unidos en la destitución de
Chávez. El día anterior al golpe, el
jueves 11 de abril, el Departamento de
Estado había emitido un comunicado en
medio de la violencia callejera
venezolana diciendo que los Estados
Unidos condenaban enérgicamente
«cualquier esfuerzo inconstitucional de
cualquiera de las partes» en el conflicto.
Y una vez que se había sublevado el alto
mando militar venezolano, y se había
anunciado la renuncia de Chávez y el
despido del vicepresidente y el líder del
Congreso, el 12 de abril a la madrugada,
«tanto el Departamento de Estado como
la embajada trabajaron detrás de
bambalinas para persuadir al gobierno
interino de que convocara a elecciones
anticipadas y obtuviera la aprobación de
la Asamblea Nacional y la Corte
Suprema». La investigación agregaba
que «cuando el gobierno interino,
contrariamente a los consejos de los
Estados Unidos, disolvió la Asamblea
Nacional y la Corte Suprema, y tomó
otras medidas antidemocráticas, el
Departamento de Estado trabajó a través
de la OEA para condenar esos hechos y
para restaurar la democracia y la
constitucionalidad en Venezuela»[13].
«¿Pidieron ayuda de la embajada o
del Departamento de Estado los
opositores de Chávez para sacarlo del
poder por medios antidemocráticos o
inconstitucionales? La respuesta es no»,
proseguía el informe de la investigación
interna del Departamento de Estado.
«Los opositores habían informado a sus
interlocutores norteamericanos sobre sus
intenciones, o las de otros, y los
funcionarios de los Estados Unidos
sistemáticamente respondieron a esos
relatos con declaraciones de oposición a
cualquier esfuerzo por sacar a Chávez
del gobierno mediante métodos
antidemocráticos o
anticonstitucionales[14]».
Tiempo después, cuando ya había
abandonado su cargo, le pregunté a
Reich si el gobierno de Bush no se había
apresurado en tomar la renuncia de
Chávez como un hecho. El presidente
venezolano decía ahora que nunca había
renunciado. ¿Cómo sabían que lo había
hecho? «Rincón, el general en jefe de
las fuerzas armadas venezolanas, había
salido a decir (por televisión) que
Chávez había renunciado, y Rincón era
un hombre que había sido nombrado por
él. Además, teníamos un embajador de
un país occidental que había llamado a
(el embajador norteamericano). Shapiro
para decirle que acababa de hablar con
Chávez, y que éste le había pedido
ayuda para que no le pasara nada a su
familia. Las nuevas autoridades
venezolanas habían hecho preparativos
para que viajara a Cuba y se reuniera
allí con su familia», recordó Reich.
Durante toda la noche, los embajadores
de Gran Bretaña, España y otros países
se habían comunicado con Shapiro para
contarle que el embajador de Cuba en
Venezuela, Germán Sánchez, les estaba
pidiendo que miembros del cuerpo
diplomático acompañaran a Chávez a
Cuba para garantizar su seguridad física,
me relató un funcionario de los Estados
Unidos que reportaba a Reich en ese
momento. Según Reich y sus
colaboradores, no hubo ningún golpe, y
los medios tergiversaron lo ocurrido,
porque en el momento de producirse las
declaraciones del gobierno de Bush al
mediodía del viernes 12 de abril no
había existido ningún acto ilegal en
Venezuela: «Se había producido una
insurrección de los militares
venezolanos y del pueblo venezolano
después de que Chávez había dado una
orden inconstitucional (de reprimir a la
multitud) y los militares se negaron a
ejecutarla», y el presidente había
renunciado. «Y Carmona no había
asumido ilegalmente el poder sino hasta
después de las 4 de la tarde ese día», se
justificaba Reich[15].
Según Reich, pocas horas antes de la
asunción de Carmona en la tarde del
viernes 12 de abril, el embajador
Shapiro había hablado a su jefe, Reich,
para informarle que el sucesor interino
de Chávez pretendía disolver el
Congreso y proclamarse presidente.
«Cuando me llamó (el embajador).
Shapiro y me dijo que Carmona se iba a
proclamar presidente, yo le respondí:
“¿Se va a proclamar qué cosa?”. No lo
podía creer. Entonces, le pedí a Shapiro
que llamara él a Carmona —yo no
quería hablarle— y le dijera que si
rompía el hilo constitucional y se
proclamaba presidente no podría contar
con el apoyo de los Estados Unidos. No
recuerdo bien si usé la palabra
sanciones, pero me acuerdo claramente
de haberle dicho que habría
consecuencias si ellos tomaban esa
acción. Y le manifesté a Shapiro que
pusiera bien en claro durante la
conversación que estaba hablando por
mí, y en nombre del gobierno de los
Estados Unidos. Eso fue como al
mediodía (del viernes 12 de abril). A
las dos de la tarde me llamó de vuelta
Shapiro, diciendo que había hablado con
Carmona, le había transmitido el
mensaje, y que Carmona le había
respondido que nosotros sabemos lo que
estamos haciendo. Creo que esas
palabras pasarán a la historia como una
de las más estúpidas que podrían
haberse dicho[16]».
Pero, para cuando salió la
investigación interna del Departamento
de Estado varios meses después, Chávez
ya andaba por el mundo denunciando
como una verdad absoluta que
Washington había instigado el golpe, y la
especulación de las primeras horas se
volvió un dogma para él, para Castro, y
para una buena parte del ala retrógrada
de la izquierda latinoamericana. Lo
cierto era que Bush le había hecho un
enorme regalo propagandístico a
Chávez, que ahora podía ostentar su
propia credencial de víctima y
equipararse al difunto presidente chileno
Salvador Allende. Aunque Estados
Unidos no había apoyado el golpe, había
titubeado, y aceptado tácitamente una
sucesión presidencial inconstitucional.
Tal como lo señalaría el senador Dodd,
«el haber permanecido en silencio
durante la destitución ilegal de un
gobierno es un hecho sumamente
preocupante, y tendrá profundas
implicaciones para la democracia
hemisférica»[17].
El triunfo de Chávez
en 2004
No estoy convencido —como lo está
gran parte de la oposición venezolana—
de que existió fraude en el conteo de los
votos el 15 de agosto de 2004, el día del
referéndum sobre el mandato de Chávez.
Aunque la oposición denunció un
«gigantesco fraude» cibernético, mi
conclusión en Caracas ese día fue que
había que darle el beneficio de la duda
al Centro Carter y a la Organización de
Estados Americanos, que monitorearon
la votación y dictaminaron que no hubo
irregularidades suficientes como para
alterar el resultado del plebiscito. Sin
embargo, por lo que observé durante mi
estadía en Venezuela, no me quedan
dudas de que hubo «fraude ambiental»
en los meses anteriores a la votación.
Chávez hizo todo tipo de trampas —unas
legales y otras no tanto— para reducir el
peso de sus opositores en las urnas.
Pero aunque semejantes obstáculos no
invalidan su triunfo —si la oposición
aceptó el reto, debe aceptar el resultado
—, le quitaron buena parte de su brillo.
¿Cómo ganó Chávez? Fue una
combinación de petropopulismo, pésima
campaña de la oposición, intimidación
gubernamental y trampas a lo largo del
proceso electoral que limitaron
enormemente el número de opositores
que fueron a las urnas. Bajo la
Constitución Bolivariana del propio
Chávez, estaba establecido que los
venezolanos podían convocar a un
referéndum para destituir a cualquier
funcionario electo si juntaban un número
suficiente de firmas. Luego de que la
oposición organizó el «firmazo» en
2003 y juntó más de 3 millones de
firmas —muchas más de las 2400 000
que necesitaba— en formularios
impresos por el Estado, el gobierno
cambió retroactivamente los requisitos
para que las firmas fueran válidas,
inhabilitando alrededor de 1 millón de
firmas, y adujo que no se había llegado
al número necesario para la realización
de un referéndum. En mayo de 2004, tras
una ola de protestas y bajo presión del
Centro Carter y la OEA, el Consejo
Nacional Electoral, dominado por
simpatizantes chavistas, accedió a
permitir la verificación, una por una, del
casi un millón de firmas que había
invalidado anteriormente.
El gobierno puso todo tipo de
trabas: limitó el número de formularios,
centros de votación, y los días y horas
en que los opositores podían firmar, y
anunció 38 nuevos criterios por los
cuales las firmas podían ser inválidas.
Paralelamente, el gobierno hizo saber a
través de sus voceros en la televisión
estatal que examinaría detenidamente la
lista de quienes habían firmado el
petitorio para el referéndum, y que ni los
empleados gubernamentales ni los
empresarios firmantes que tenían
negocios con el Estado podían esperar
que el gobierno los siguiera tratando
como hasta entonces. En otras palabras,
habría represalias contra los firmantes.
Y mientras aparecían en la prensa las
primeras denuncias de despidos
arbitrarios de opositores que habían
firmado el petitorio, el gobierno anunció
que los «arrepentidos» podían firmar un
nuevo formulario exigiendo ser retirados
de la lista. Sin embargo, la oposición
volvió a juntar las firmas, y aun después
de que el gobierno invalidara cientos de
miles, sobrepasó ampliamente el número
requerido para convocar el referéndum.
El Consejo Nacional Electoral no tuvo
más remedio que llamar al referéndum
para el 15 de agosto de ese año.
Pero eso fue sólo el comienzo. A
medida que se acercaba la fecha del
referéndum, Chávez ponía nuevas trabas
al monitoreo de observadores
extranjeros, al punto que la Unión
Europea se retiró pocos días antes de la
votación, y el Centro Carter y la OEA
decidieron cumplir con su compromiso,
aunque a regañadientes. Mientras tanto,
como lo venía haciendo
progresivamente desde hacía meses,
Chávez comenzó a hacer uso de
«cadenas» televisivas casi a diario, sin
darle la misma oportunidad a la
oposición. Según el conteo de las
televisoras de oposición, se
transmitieron nada menos que 203
discursos del presidente en cadena
nacional en 2003, y las emisoras de
radio y televisión tuvieron que plegarse
a 91 cadenas presidenciales en 2004,
casi todas ellas poco antes del
referéndum. A menudo, duraban horas.
En ellas, Chávez acusaba a las
organizaciones no gubernamentales
independientes, como Súmate, de estar
trabajando para el gobierno de los
Estados Unidos, por haber aceptado 53
mil dólares para la observación
electoral del referéndum de parte de la
Fundación Nacional para la Democracia
(NED), una entidad no partidaria del
Congreso de los Estados Unidos, que
desde hacía décadas venía
contribuyendo con órganos de monitoreo
electoral apartidarios en México, varios
países de Sudamérica, Asia y África,
para el alquiler de teléfonos celulares y
computadoras. La acusación era
ridícula, porque Súmate no hacía
propaganda partidista, y porque Chávez
no sólo estaba enviando misiones
militares a los barrios más humildes de
Venezuela para juntar votos, sino que se
vanagloriaba abiertamente de tener 17
mil médicos y maestros cubanos en el
país contribuyendo con su «revolución»
en los meses anteriores al referéndum.
En algunos casos, los obstáculos que
ponía el gobierno eran tan pueriles que
daban risa. Entre los 300 mil
venezolanos que querían inscribirse en
el exterior para votar, muchos de ellos
antichavistas residentes en los Estados
Unidos, sólo 50 mil lograron registrarse
cumpliendo la cada vez mayor lista de
requisitos del gobierno. Y en las
ciudades donde la comunidad
venezolana era mayoritariamente hostil a
Chávez, como Miami, los aspirantes a
votar se habían quedado esperando
durante horas en la planta baja del
edificio del consulado, sin poder
hacerlo. A media mañana, un empleado
de quinto rango de la oficina
diplomática había bajado para informar
a la concurrencia que, lamentablemente,
se había averiado el ascensor. Tras una
larga espera, muchos se fueron a sus
casas, convencidos de que no se les
permitiría votar.
«Vamos a Fuerte
Apache»
La intimidación de los votantes, por lo
que pude observar en Caracas, no era
muy sutil. Pocos días antes del
referéndum, pedí una entrevista con
Alfredo Peña, el alcalde de Caracas,
uno de los tantos expolíticos que habían
apoyado a Chávez en un primer
momento y que ahora militaban en la
oposición. Conocía a Peña desde hacía
más de diez años, cuando él era director
del diario El Nacional de Caracas. A
fines de los noventa, cuando escribí que
me temía que Chávez no era más que un
caudillo militar autoritario, como tantos
otros antes de él, Peña me había
recriminado no entender el carácter
popular de las fuerzas armadas
venezolanas, y el fenómeno Chávez en
particular. Poco después, había jurado
como jefe de gabinete y vocero de
Chávez, uno de los puestos clave en el
nuevo gobierno. Sin embargo, su idilio
con el nuevo presidente duraría poco:
apenas cuatro meses después, se había
desilusionado con la militarización y el
creciente autoritarismo del gobierno, y
el propio presidente había decidido
reemplazarlo por un militar de su
confianza. Desde entonces, Peña se
había cruzado a la oposición, y había
ganado la alcaldía de Caracas por una
abrumadora mayoría. Pero tenía un
problema geográfico-político: la sede
de la alcaldía estaba en El Centro, en el
corazón del territorio chavista, rodeada
de edificios donde se concentraban los
sectores más duros del gobierno de
Chávez. Al lado del palacio de la
alcaldía estaba el Ministerio de
Relaciones Exteriores, y frente a él el
Congreso nacional y la alcaldía del
Municipio Libertador, cuyo alcalde era
descripto por la oposición como el
responsable de una fuerza de choque
paramilitar que hacía el trabajo sucio
represivo del gobierno. A una cuadra se
hallaba el edificio de la
vicepresidencia, donde despachaba el
cerebro intelectual del gobierno de
Chávez, José Vicente Rangel, y a dos
cuadras se encontraba el palacio de
Miraflores, donde estaba el propio
Chávez.
Me di cuenta del problema de Peña
cuando, inocentemente, abordé un taxi en
mi hotel J. W. Marriott de la zona Este
de Caracas, y le pedí que me llevara a la
alcaldía de la ciudad en El Centro. El
taxista se volteó en cámara lenta, como
si no estuviera seguro de haber
entendido bien. Cuando le repetí mi
destino, sonrió nerviosamente y me dijo
que no podía llevarme allí. Es más, me
recomendaba que no fuera, porque era
una zona muy insegura. Al poco rato,
Peña envió a su hijo a buscarme en una
camioneta blindada, con tres policías
armados hasta los dientes dentro del
vehículo, y otras dos camionetas de
escolta. «Vamos a Fuerte Apache», me
dijo el joven Peña, sonriente. «No te
asustes».
A medida que íbamos cruzando la
ciudad, yendo de la versión venezolana
de Beirut del Este a la de Beirut del
Oeste, no pude más que asombrarme de
cómo cambiaba el paisaje. En el Este de
la ciudad había una gran mayoría de
carteles por el «SÍ», exhortando a la
gente a votar por la destitución
prematura de Chávez, pero cada dos o
tres cuadras se veía uno por el «NO».
Mientras nos adentrábamos en Beirut del
Oeste, el número de carteles por el «SÍ»
disminuía gradualmente, hasta
desaparecer del todo. En El Centro, sólo
se podían ver carteles prochavistas. Los
despintados edificios céntricos estaban
cubiertos de pancartas con leyendas
como «Fuera Bush», «Fuera el
imperialismo», «Hay que darles un
NOkout», «NO hasta el 2021» y «Uh,
Ah, Chávez no se Va». Hasta en las
paredes de la Casa Militar, teóricamente
una institución no partidista, colgaba una
enorme pancarta del «NO». Casi no
había un espacio de diez metros de
edificación en esta parte de la ciudad
que no tuviera un eslogan prochavista,
mientras que no había un cartel opositor
ni por asomo. «Aquí, si pintas un cartel
del sí, te arriesgas la vida», me señaló
el hijo del alcalde.
Entramos a la alcaldía por una
pequeña puerta blindada, casi
escondida, a un costado de una playa de
estacionamiento al aire libre, donde el
alcalde me estaba esperando. Peña
quería, a toda costa, conducirme en una
visita guiada a la alcaldía, y el motivo
pronto se hizo evidente: era una
fortaleza sitiada, que había sido atacada
varias veces. Todas las ventanas estaban
protegidas con rejas, y todas las puertas
de la planta baja estaban trabadas con
troncos de árbol o postes de hierro que
obviamente habían sido traídos de prisa
para contener un ataque enemigo. Según
me relató Peña, las fuerzas de choque
chavistas —que eran empleados de
seguridad de la alcaldía del Municipio
Libertador, el edificio de enfrente, que
no hacían más que esperar sentados en
la plaza hasta que se les ordenara atacar
manifestaciones o eventos de la
oposición— habían atacado su alcaldía
con armas de fuego y piedras en
veintiséis oportunidades. Peña me llevó
al comedor del edificio, una sala enorme
con una mesa rectangular para por lo
menos dos docenas de personas, a fin de
mostrarme los varios orificios de bala
en la pared. Cinco policías de la
alcaldía y dos civiles ya habían sido
heridos por las balas provenientes de la
plaza, me explicó, señalando una
mancha de sangre en la cortina de la
ventana. Algunos de los mejores cuadros
de la pinacoteca de la alcaldía, incluido
uno de Armando Reverón,
probablemente el pintor más famoso del
país, tenían agujeros de proyectiles. Y,
finalmente, Peña me mostró el plato
fuerte de su tour sobre la violencia de
las turbas chavistas: su propia silla en la
mesa del comedor, que estaba perforada,
en el centro del respaldo, por un agujero
de bala. «Si hubiera estado comiendo
aquí ese día, no vivía para contar la
historia», dijo Peña[18].
Obviamente, el margen de
movimiento de Peña y los demás líderes
de la oposición era pequeño. No podían
tener acceso a las cadenas de televisión
como las que usaba Chávez, no tenían
dinero para regalar como el gobierno,
no tenían control de las instituciones
electorales para cambiar las reglas a
cada instante a su conveniencia, y
muchas veces ni siquiera podían usar
sus propias sedes, como en el caso de la
alcaldía, para congregar a sus
simpatizantes. La intimidación
gubernamental estaba por doquier.
«Quienes atacaron mi oficina veintiséis
veces son chavistas armados, empleados
del gobierno. Ya los conocemos, porque
son los mismos que puedes ver ahí,
sentados en la plaza», concluyó el
alcalde, llevándome a la ventana e
invitándome a asomar la cabeza, pero
sin sacarla demasiado.
La mayor intimidación electoral, sin
embargo, tuvo lugar a través del nuevo
sistema de votación electrónico
estrenado por el gobierno para la
ocasión, y que no había sido testeado en
ningún lugar del mundo. Mientras
amenazaba con despedir a los
funcionarios públicos que hubieran
firmado las peticiones opositoras, o
borrar de las listas de acreedores del
Estado a los empresarios de la
oposición, el gobierno anunció que el
nuevo sistema de votación contaría con
máquinas «cazahuellas», que tomarían
las huellas digitales de cada votante.
Teóricamente, la medida se tomaba para
evitar que una persona votara dos veces.
Pero pronto se hizo evidente que cada
votante dejaría sus huellas digitales y
recibiría una constancia de su voto que
quizá le permitiría al gobierno saber por
quién había votado. Bajo el nuevo
sistema de votación electrónica, los
venezolanos votarían por el «SÍ» —que
Chávez se vaya— o por el «NO» —que
se quede— en una pantalla de
computadora, y recibirían una papeleta
con la constatación de su voto.
Inmediatamente, los medios oficiales
hicieron correr la voz de que, gracias a
las máquinas «cazahuellas», el gobierno
podría saber perfectamente cómo había
votado cada ciudadano, y que nadie se
hiciera ilusiones de que el voto era
secreto. Y semejantes advertencias
tomaron un viso más realista poco antes
del referéndum, cuando la prensa
reportó que las máquinas de votación
compradas por el gobierno usarían un
software de la empresa Bitza, una
compañía registrada en los Estados
Unidos en la que el gobierno de Chávez
tenía un 28 por ciento de las acciones.
Después de que The Miami Herald dio
a conocer los registros de la empresa en
el Estado de la Florida, Bitza anunció
que compraría las acciones del gobierno
venezolano. Pero millones de
ciudadanos ya no podían sino ver con
desconfianza el nuevo sistema
electrónico de votación.
Sin embargo, aunque los obstáculos
legales y la intimidación fueron factores
importantes, lo que más contribuyó a la
victoria de Chávez fueron los
petrodólares. El presidente desembolsó
entre 1600 millones y 3600 millones de
dólares de los ingresos de PDVSA, el
monopolio petrolero estatal venezolano,
en los meses anteriores a la votación, en
forma de becas temporales de más de
150 dólares mensuales a cientos de
miles de jóvenes y desempleados. Se
trataba de becas para la educación, en su
gran mayoría, pero que no llevaban
consigo ninguna obligación de estudiar.
Chávez estaba nadando en petrodólares.
Y en un país en el que el petróleo
constituía el 80 por ciento de las
exportaciones y el principal ingreso del
Estado, Chávez tenía un dineral, y lo
estaba repartiendo en efectivo para
ganar votos.
Así las cosas, quizá no fue del todo
sorprendente que, al final del día, el
Consejo Nacional Electoral le diera a
Chávez el 59 por ciento de los votos,
contra un 41 para la oposición. La
oposición dijo que semejante resultado
era imposible, ya que las encuestas de
salida coordinadas por Súmate le habían
dado al voto antichavista una ventaja del
18 por ciento. ¿Cómo podía haber
ganado Chávez por casi el mismo
porcentaje?, preguntaban los líderes de
la oposición, insinuando que desde
algún centro cibernético secreto se
habían invertido los resultados finales
de la votación. Pero la OEA y el Centro
Carter, después de varios forcejeos
verbales con el gobierno, habían hecho
un recuento de votos al azar y habían
salido convencidos de que Chávez había
ganado en las urnas. El presidente había
superado el reto, con todo tipo de
trampas en el proceso electoral, pero
había triunfado.
El voto de los
marginales
Caminando por Caracas al día siguiente,
viendo los miles de trabajadores
informales que vendían baratijas en las
calles, y que parecían haberse adueñado
de la ciudad, llegué a la conclusión de
que el triunfo de Chávez probablemente
se debía al voto de los marginales. En
efecto, el discurso político de la
oposición estaba dirigido a quienes
tenían empleos formales, o alguna vez
los habían tenido, o esperaban tenerlos
alguna vez. Pero para los millones de
venezolanos que operaban en la
informalidad —como ya dijimos, la
pobreza había crecido un diez por ciento
en los primeros cinco años de Chávez,
según cifras oficiales del Instituto
Nacional de Estadística— ésas eran
palabras vacías, que significaban mucho
menos que los 150 dólares en becas en
efectivo que les estaba dando el
gobierno[19].
Para un joven vendedor de sandalias
de plástico chinas en las calles de
Caracas, que había ingresado al
mercado laboral bajo el gobierno de
Chávez y nunca había tenido un empleo
formal, significaba poco que un líder de
la oposición o algún intelectual le
dijeran que más de 7 mil fábricas habían
cerrado sus puertas desde el inicio del
gobierno, que la CEPAL hubiera dicho
que el desempleo urbano se había
disparado del 15 por ciento en 1999 al
18 en 2004, que más de 36 mil millones
de dólares se hubieran fugado del país
en los últimos cinco años, o que
Venezuela hubiera caído a los últimos
puestos del ranking de competitividad
del Foro Económico Mundial. Todas
esas cifras significaban algo para quien
tuviera esperanzas de conseguir un
empleo formal, o de mejorar el que
tenía, pero le decían muy poco al
vendedor callejero o al obrero que
trabajaba en el sector informal. Y a los
millones de marginales de Venezuela
tampoco les impresionaba mucho la
corrupción y el derroche de Chávez, o
que el presidente adjudicara contratos
gubernamentales sin convocar a
licitaciones, o que se hubiera comprado
un nuevo avión presidencial francés por
59 millones de dólares, cuando el precio
de lista del avión era de 42 millones, o
que usara relojes de miles de dólares.
¿Acaso sus antecesores no lo habían
hecho? En la Venezuela Saudita, nada de
eso era sorprendente.
Quizá, muchos de los marginados de
Venezuela les habían dicho a los
encuestadores que votarían en contra de
Chávez, porque el personaje les
resultaba payasesco, y porque se daban
cuenta de que el gobierno era un
gigantesco caos en el que las cosas
cambiaban a diario sin sentido alguno
por algún capricho del comandante. En
los últimos cinco años, Chávez había
colocado y sacado de sus puestos a nada
menos que 59 ministros. Y, según un
recuento del diario El Universal, si se
contaban los que había cambiado de un
ministerio a otro, llevaba 80
nombramientos ministeriales, incluidos
seis ministros de Finanzas, seis de
Defensa, seis de Comercio, y cinco
cancilleres. No pasaba semana en que
Chávez no anunciara un plan social de
enormes proporciones, o una obra
pública gigantesca, o una iniciativa
continental, que a las pocas horas
pasaba al olvido absoluto. Era difícil
tomarlo en serio. Pero en el momento de
la verdad, al colocar su voto, quizá
concluyeron que el dinero en efectivo
que Chávez les estaba dando significaba
más que los argumentos de la oposición
de que el país sólo lograría un
crecimiento a largo plazo creando las
condiciones para mayor inversión, que a
su vez generaría más empleo, y que las
dádivas gubernamentales caerían en
picada apenas terminara la bonanza
petrolera, dejando al país más pobre que
antes. En el pensamiento de muchos, era
mejor tener pájaro en mano que cien
volando.
Los petrodólares y la
revolución continental
Tras la victoria de Chávez en el
referéndum de 2004, y la aceptación de
la misma por el Departamento de
Estado, el futuro de las relaciones del
presidente venezolano con el gobierno
de Bush dependería en gran medida de
si Venezuela continuaría —o aumentaría
— su apoyo a grupos violentos en
América latina, me decían en privado
funcionarios de los Estados Unidos.
Según ellos, el gobierno de Bush había
dado sobradas pruebas de su buena
voluntad hacia Chávez: durante cinco
años, había aguantado sin contestar sus
diarias diatribas contra «el
imperialismo» y «el neoliberalismo
salvaje» de Bush. El presidente de los
Estados Unidos jamás había respondido
personalmente, y sus embajadores en
Caracas habían tenido la política de
poner la otra mejilla, señalaban. Lo que
es más, durante los primeros años del
chavismo en el poder, el embajador John
Maisto había sido el blanco de todas las
críticas de la oposición por sostener
públicamente que «no se fijen en lo que
(Chávez) dice, sino en lo que hace».
Maisto decía que el presidente
venezolano, a pesar de su retórica
revolucionaria, no había confiscado
ninguna empresa extranjera, ni cerrado
canales de televisión, ni —lo que era
más importante para Washington—
interrumpido sus suministros de petróleo
a los Estados Unidos. La embajada de
los Estados Unidos en Caracas
señalaba, entonces, que había que
juzgarlo por sus hechos, no por sus
palabras.
Sin embargo, dentro del
Departamento de Estado y de la Casa
Blanca, había una preocupación cada
vez mayor por las informaciones de
inteligencia que proveían varios
gobiernos latinoamericanos en el sentido
de que Chávez estaba apoyando a grupos
radicales en sus países. Desde el inicio
de su gestión, ya había sido blanco de
críticas del gobierno colombiano de
Andrés Pastrana por estar apoyando
presuntamente a los guerrilleros de las
FARC en Colombia. En 2000, Colombia
había elevado una protesta formal ante
Venezuela, y retirado momentáneamente
a su embajador en Caracas, luego de que
Olga Marín, una alta dirigente de las
FARC, fuera invitada a dar un discurso
ante la Asamblea Nacional venezolana.
Aunque Chávez respondió que él
personalmente no había autorizado la
invitación a Marín, el entonces canciller
colombiano Guillermo Fernández de
Soto se quejó en un comunicado el 28 de
noviembre de ese año de que, además de
criticar constantemente el Plan
Colombia y augurar una
«vietnamización» de Sudamérica por la
ayuda militar de los Estados Unidos a
Colombia, Chávez había permitido «la
participación de representantes de las
FARC en una conferencia que tuvo lugar
en Venezuela, auspiciada por el
gobierno, y con la presencia de
funcionarios gubernamentales»[20].
Poco después, el entonces presidente
de Bolivia, Hugo Banzer, me dijo en una
entrevista telefónica que Chávez estaba
apoyando a los grupos indígenas de
ultraizquierda que respondían a Felipe
Quispe en su país, y que acababan de
realizar una huelga violenta que había
dejado un saldo de 11 muertos y 120
heridos. A sugerencia de Banzer, que no
quería aparecer en público haciendo la
acusación, entrevisté a su entonces
ministro de la Presidencia, Walter
Guiteras, que me confirmó oficialmente
que «el presidente Banzer ha expresado
su preocupación al presidente Chávez
por haber intervenido en los asuntos
internos de nuestro país». Por aquella
misma época, el gobierno de Ecuador le
había comunicado a Washington sus
temores de que Chávez estuviese
apoyando al coronel Lucio Gutiérrez, el
líder del golpe militar e indígena que
había derribado el gobierno de Jamil
Mahuad. Interrogado sobre estas
acusaciones, el entonces jefe del
Departamento de Estado para América
latina, Peter Romero, un demócrata que
venía del gobierno de Clinton y había
sido embajador en Ecuador, declaró en
una entrevista que «hay indicios de
apoyo del gobierno chavista para
movimientos indígenas violentos en
Bolivia» y «grupos de oficiales
rebeldes» de Ecuador[21]. Chávez
inmediatamente respondió que Romero
era un «agitador internacional», y el
canciller venezolano de turno lo calificó
de «Pinocho».
Pero los informes de inteligencia
sobre los vínculos de Chávez con grupos
violentos en la región no cesaron. Poco
después, la Secretaría de Informaciones
del Estado (SIDE) argentina había
recibido datos de dos adjudicaciones de
contratos de venta de gasolina diésel del
gobierno venezolano —por más de 350
mil dólares cada uno— a un abogado
vinculado a Hebe de Bonafini, la
dirigente de la rama procastrista del
grupo Madres de Plaza de Mayo. Y para
2002, la revista U. S. News and World
Report publicaba un extenso reportaje
señalando que, a pesar de las
categóricas desmentidas de Chávez,
existía «información detallada que
demuestra que hay campamentos
utilizados por rebeldes colombianos
dentro de Venezuela, mapas que
muestran la ubicación de esos
campamentos, y testimonios de primera
mano que describen visitas allí de
funcionarios venezolanos». El principal
campamento de entrenamiento de las
FARC en Venezuela estaba en las
montañas de Perija, cerca del poblado
de Resumidero, señalaba la revista, y
agregaba que allí se encontraba uno de
los máximos comandantes guerrilleros
colombianos, Iván Márquez, y unos
setecientos rebeldes. Citando el
testimonio de desertores que habían
estado allí, la revista señaló que las
FARC también tenían otro campamento
más pequeño a dos días de caminata en
el poblado de Asamblea, cerca de la
ciudad de Machiques, y una emisora de
radio clandestina a unos 50 kilómetros
de allí, en la frontera con Colombia.
Uno de los testigos entrevistados por la
revista, que había pasado siete meses en
uno de los campamentos, dijo que había
visto funcionarios venezolanos arribar
al lugar en helicóptero. Otro desertor
había señalado que su unidad había
realizado emboscadas a columnas del
ejército colombiano y luego se había
refugiado nuevamente en Venezuela, y
que las FARC habían enviado pocos
meses antes un cargamento de armas
desde Venezuela para sus frentes en
Colombia[22].
¿Estaba Chávez al frente de estas
intervenciones en asuntos internos de
otros países, o los responsables eran
agentes traviesos de su gobierno?
Prácticamente todos los altos
funcionarios colombianos afirmaban que
la luz verde venía del despacho
presidencial de Venezuela, pero lo
decían en privado. Desde el comienzo
del gobierno de Álvaro Uribe hasta el
secuestro del «canciller» de las FARC
Rodrigo Granda en Venezuela a
comienzos de 2005, el gobierno
colombiano no había querido volver a
decir nada en público que pudiera hacer
peligrar sus relaciones con Venezuela.
Colombia ya tenía suficientes problemas
con su guerra interna como para abrirse
un nuevo frente con un vecino que —en
una hipótesis de conflicto— tenía todos
los recursos como para incrementar
enormemente su apoyo a los guerrilleros
colombianos. Cuando le pregunté al
presidente Uribe en una entrevista en
2004 si Chávez estaba apoyando a las
FARC, no dijo que sí ni que no, sino que
ése era un tema muy «complicado». Ya
por entonces, por lo menos un alto
exgeneral de Chávez había confirmado
la presencia de campamentos militares
de las FARC en Venezuela.
Pero la información era confusa. El
otrora todopoderoso ministro del
Interior Miquilena diría tiempo después,
tras su ruptura con Chávez, que las
acusaciones de que el gobierno de
Venezuela estaba apoyando financiera o
militarmente a grupos rebeldes en
Bolivia, a Ecuador o a las FARC en
Colombia eran «totalmente falsas»,
aunque reconoció que existían contactos
frecuentes con la guerrilla para negociar
la liberación de rehenes, como también
apoyo financiero al Frente Sandinista de
Liberación Nacional de Nicaragua.
«Hacíamos contactos con las FARC y con
el Ejército de Liberación Nacional para
liberar secuestrados venezolanos.
Incluso cuando capturaron al hermano de
(el secretario general de la OEA César).
Gaviria, los familiares le pidieron a
Chávez que interviniera con la guerrilla
para la liberación… Lo único que se
hizo fue con el Frente Sandinista de
Liberación. Para las últimas elecciones
de Nicaragua (en 2001) se le dio un
dinero para afiches y esas cosas. Pero
fue una suma que no llegó a 20 millones
de bolívares (el equivalente de 27 mil
dólares). Y no se mandó en dólares: se
enviaron materiales impresos, de
propaganda». ¿Eso lo había hecho
Miquilena personalmente? «Sí[23]».
Lo cierto era que, aunque Chávez
negaba enfáticamente que estaba dando
ayuda a grupos violentos o partidos
políticos de izquierda en otros países,
había numerosos indicios de que lo
hacía a través de diferentes
funcionarios, muy compartimentados
entre ellos. Según el general James Hill,
jefe del Comando Sur de los Estados
Unidos, Chávez no sólo apoyaba
financieramente a los grupos indígenas
rebeldes en Bolivia sino también al
FMLN en El Salvador. Y Venezuela se
había convertido en el Club
Méditerranée de los grupos violentos de
América latina: un lugar donde podían
reunirse, descansar y planear la
«revolución» continental, mientras el
gobierno miraba para otro lado. Chávez
contribuía constantemente a alimentar
las versiones sobre su cercanía a las
FARC y el ELN al insistir en que
Venezuela se declaraba «neutral» en el
conflicto armado colombiano, y al
resistirse a calificar a los guerrilleros
colombianos —que frecuentemente
atacaban blancos civiles con coches-
bomba, matando a numerosos inocentes
— como terroristas. Y Chávez hablaba
el mismo idioma que la guerrilla
colombiana: el 25 de octubre de 2002
había dicho en un discurso que «la
democracia representativa no sirve para
ningún gobierno latinoamericano»,
porque «la única cosa para la que ha
servido es para dejar que una clase
bastarda tome el poder y hunda al
pueblo en la miseria».
Después de entrevistar a varios
presidentes y expresidentes
sudamericanos que aseguraban tener
serias sospechas sobre la ayuda de
Chávez a grupos violentos en la región,
me quedaban pocas dudas de que algún
tipo de actividad de ese tipo existía. La
gran pregunta era si Chávez la dirigía
personalmente o si lo hacían sus
súbditos en medio del caos de su
gobierno. Y la otra gran pregunta era: si
Chávez estaba exportando su revolución,
¿por qué el gobierno de Estados Unidos
no estaba dando a conocer toda la
información de inteligencia que tenía al
respecto?
A fines del primer mandato de Bush,
le hice esa pregunta durante una
entrevista en un restaurante de
Washington a un alto funcionario del
Pentágono que seguía de cerca el Plan
Colombia y la situación en Venezuela,
quien me acababa de recitar una larga
serie de ejemplos sobre la presunta
ayuda de Venezuela a la guerrilla
colombiana. Pero cuando saqué mi
pluma del bolsillo para escribir lo que
me decía, me cortó de plano, diciendo
que todo lo que me estaba contando era
off the record y no podía ser publicado.
¿Por qué?, pregunté, extrañado. ¿Qué
más quería el gobierno de Bush que los
periodistas escribiéramos sobre las
supuestas actividades de Chávez en
apoyo de los movimientos violentos en
América latina? El funcionario me
contestó con tres palabras: «Armas de
destrucción masiva». Yo ya no entendía
nada, y así se lo hice saber. ¿Qué tenían
que ver las armas de destrucción
masiva, que el gobierno de Bush nunca
había encontrado en Irak, con la ayuda
de Chávez a grupos rebeldes
latinoamericanos? «Muchísimo», me
contestó, y me explicó que, luego del
ridículo internacional que había hecho
Estados Unidos después de denunciar
que el régimen de Saddam Hussein tenía
en su poder armas de destrucción
masiva, los organismos de inteligencia
estaban bajo estrictas órdenes de no dar
a publicidad absolutamente ninguna
información que no estuviera «ciento
por ciento» probada por documentos,
grabaciones u otras evidencias
irrefutables. «En el caso de Chávez,
tenemos informaciones de inteligencia
que corroboran en un 95 por ciento el
apoyo a grupos violentos en otros
países, pero después de lo de Irak no las
vamos a dar a conocer públicamente
hasta tenerlas corroboradas en un 150
por ciento. Y como la mayoría de estas
informaciones son testimonios de algún
desertor que son difíciles de verificar,
no podemos correr el riesgo», me dijo el
funcionario del Pentágono. Estados
Unidos no podía permitirse otro fiasco
de inteligencia como el que acababa de
ocurrir en Irak.
Chávez, el hombre
más imprevisible
¿Cómo gobernaría Chávez durante el
resto de su mandato? ¿Utilizaría su
nuevo capital político ganado en el
referéndum de 2004 para destruir lo
poco que quedaba de las instituciones
democráticas, para instaurar una
dictadura absoluta y protegerse de
futuros reveses electorales una vez que
cayeran los precios del petróleo? ¿O,
por el contrario, concluiría que podía
seguir gobernando indefinidamente
permitiendo un espacio —aunque
limitado— de libertades civiles?
Antes de irme de Venezuela, y luego
de intentarlo a través de varios
conocidos comunes, logré una entrevista
con el hombre que mejor conocía a
Chávez: su mentor político y artífice de
su ascenso al poder, Miquilena. La cita
se realizó en la casa de Ignacio Arcaya,
quien hasta hacía poco había sido el
embajador venezolano en Washington, y
que había estado cerca de Miquilena
durante varios años. Con 86 años a
cuestas, Miquilena rengueaba un poco al
caminar, pero conservaba una rapidez
mental sorprendente. Nos sentamos en el
patio, y antes de que Arcaya se retirara
para dejarnos conversar a solas, felicité
a Miquilena por su estado físico,
bromeando que quizá sería más
interesante hacerle preguntas médicas
que políticas. ¿Qué comían los políticos
venezolanos para mantenerse tan bien?,
le pregunté. Yo viajaba constantemente
por América latina, y no había otro país
con tantos políticos longevos, comenté.
¿Cómo hacían Miquilena, Caldera,
Pérez, Pompeyo Márquez y tantos otros
dirigentes octogenarios para seguir
militando políticamente con pasión de
adolescentes? Uno de ellos señaló con
el dedo pulgar al cuarto de al lado,
donde conversaban en un sofá dos
mujeres de no mucho más de cuarenta
años, y me respondió con una sonrisa:
«Nos casamos con mujeres mucho más
jóvenes».
Miquilena había sido el padre
intelectual de Chávez, el hombre que
había organizado su primer viaje a
Cuba, el jefe de campaña de su primera
victoria electoral en 1998, y su
todopoderoso ministro del Interior y
presidente del Congreso hasta que había
renunciado en 2002, por desacuerdos
con su jefe. Según me contó, se habían
conocido poco después de la intentona
golpista de 1992, cuando Chávez estaba
en la cárcel, y lo había invitado a
visitarlo en el penal. Miquilena estaba
proponiendo en ese momento una
asamblea constituyente para «refundar»
el país, argumentando que el sistema de
partidos se había agotado, y Chávez —
además de estar interesado en conocerlo
personalmente— había manifestado su
interés en ese proyecto. A través de
Pablo Medina, un político de izquierda
amigo de ambos, se había concertado
una visita a la prisión. «Fue una grata
reunión, bastante cordial, amena. Allí
hubo empatía. Logramos establecer una
amistad», recuerda. «Después, las
reuniones se fueron reproduciendo
sistemáticamente». A partir de entonces
Miquilena, que le llevaba más de
cuarenta años a su nuevo amigo, se
convirtió en el mentor ideológico de
Chávez. Entre ambos hombres se
desarrolló una relación de padre-hijo.
Cuando Chávez salió de la cárcel, se
fue a vivir a la casa de Miquilena,
donde permaneció durante cinco años,
hasta ganar la presidencia en 1998.
«Allí nos sentábamos a soñar de noche,
a conversar sobre el país decente, el
país humilde, el país sin ladrones, para
abatir la miseria totalmente injustificada
que el país estaba sufriendo, y sigue
sufriendo», recuerda. En 1994,
Miquilena presentó a su huésped a los
cubanos, quienes lo invitaron por
primera vez a la isla. La reunión se
produjo en casa de Miquilena. «Tuvimos
en mi casa un almuerzo, Chávez, el
embajador cubano Germán Sánchez y
yo, y allí planificamos el viaje a Cuba»,
me dice. Los cubanos estaban ansiosos
por que Chávez viajara cuanto antes: el
presidente Caldera acababa de recibir al
líder del exilio cubano en Miami, Jorge
Mas Canosa, y el régimen cubano quería
que Chávez diera un discurso crítico de
Caldera en la Casa de las Américas de
La Habana como represalia. Durante el
almuerzo, Miquilena, que era un viajero
frecuente a La Habana, le insistió al
embajador para que se encontraran con
Castro, «porque me parecía que ir a
Cuba sin verlo a Fidel no tenía sentido».
El embajador dijo que no podía dar
seguridades, porque la invitación era
para que Chávez diera un discurso en la
Casa de las Américas. «Entonces,
cuando me dijeron que no sabían, dije
bueno, no voy. Y fue Chávez solo»,
recuerda Miquilena. Para sorpresa de
ambos, Castro no sólo recibiría a
Chávez durante ese viaje, sino que lo
estaría esperando a su llegada. «Fidel lo
estaba esperando en la escalera del
avión, y de allí en más no lo dejó sino
hasta que lo puso en el avión de regreso.
Estuvo con Fidel toda la noche. Incluso,
no hallaban dónde comer y se fueron a la
embajada venezolana en la mitad de la
noche. El embajador (venezolano) me
contó después que como su esposa no
estaba ahí y no tenía cómo darles de
comer, Fidel salió con Chávez a una de
esas casas de protocolo a comer a
medianoche. De ahí en adelante, Chávez
se convirtió en un simpatizante, en un
amigo de Fidel, compartiendo sus
ideas».
Miquilena se había retirado del
gobierno a mediados de 2002, frustrado
por el hecho de que Chávez no siguiera
su consejo de bajar el tono incendiario
de sus discursos, que estaban volviendo
en contra cada vez más a los sindicatos,
a los empresarios, a la Iglesia y a los
militares, y creando cada vez más
enemigos del gobierno. Desde entonces,
y hasta que lo entrevisté dos años
después, Miquilena había mantenido un
perfil bajo, emitiendo alguna que otra
declaración pidiéndole respetuosamente
a su exdiscípulo que respetara las reglas
democráticas, pero hablando rara vez
con la prensa. Durante varios meses tras
su alejamiento del gobierno, ambos
habían mantenido comunicaciones
esporádicas, en las que habían hablado
como viejos amigos.
«¿Cómo definiría a Chávez?», le
pregunté a Miquilena. ¿Es un nuevo
Castro, un Pinochet disfrazado de
izquierdista, o qué? El expadre
intelectual de Chávez, intercalando
anécdotas de sus casi diez años de trato
diario con el presidente venezolano, me
lo describió como un hombre
intelectualmente limitado, impulsivo,
temperamental, rodeado de obsecuentes,
increíblemente desordenado en todos los
aspectos de la vida, impuntual,
absolutamente negado para las finanzas,
amante del lujo, y por sobre todas las
cosas errático.
«Por el conocimiento que tengo de
Chávez, es uno de los hombres más
impredecibles que he conocido. Hacer
cálculos acerca de él es verdaderamente
difícil, porque es temperamental,
emotivo, errático. Y porque como no es
un hombre bien amueblado mentalmente,
ni un hombre con una ideología
definida… está hecho estructuralmente
para la confrontación. Él no entiende el
ejercicio del poder como el árbitro de la
nación, como el hombre que tiene que
establecer las reglas de juego y que
tiene que manejar la conflictividad
desde el punto de vista democrático. No
está preparado para ello», respondió.
¿Pero no acababa de decirme que
Chávez compartía las ideas de Castro?
«Sí y no», respondió. Después de su
primer viaje a Cuba en 1994, y del
inesperado recibimiento que le había
dado Castro, «Chávez decía que era
interesante la experiencia de Fidel, que
había sido exitosa. (Él veía) el éxito de
Fidel como un éxito de orden personal,
por el hecho de haber perdurado en el
poder. Pero en ese momento, él era
perfectamente consciente de que eso
(Cuba) no tenía nada que ver con
Venezuela, que el mundo de hoy no
estaba para ese tipo de cosas», dijo
Miquilena.
«¿Y qué cambió después? ¿Se fue
radicalizando con el tiempo?», pregunté.
Miquilena dijo que la dinámica de los
acontecimientos fue llevando a Chávez
cada vez más cerca de Castro, pero más
por motivos que tenían que ver con su
temperamento que ideológicos. Quizás,
el narcisismo de Chávez lo había
llevado a una retórica cada vez más
confrontacional —y cercana a Castro—
porque eso era lo que le generaba la
mayor atención mundial y le permitía
proyectarse como un líder político
continental. Cuanto más
«antiimperialistas» eran sus discursos,
más grandes eran los titulares, y más
gente en los movimientos de izquierda
latinoamericanos lo tomaba en serio. Y,
simultáneamente, cuanto más evidente se
hacía el deterioro político de Venezuela,
más necesitaba de una excusa externa
para explicarlo, y nada caía mejor en la
región —especialmente con Bush en el
poder— que culpar a los Estados
Unidos por «agresiones» reales e
imaginarias. Y, finalmente, «Fidel le
había metido en la cabeza desde un
principio la idea de que lo iban a
matar», dijo Miquilena. Por eso Chávez
comenzó a asesorarse con la guardia
personal de Castro y a aceptar
gradualmente cada vez más cubanos en
sus organismos de seguridad e
inteligencia. Cuando se produjo el paro
petrolero de 2002, los cubanos habían
enviado técnicos e ingenieros para
ayudar al gobierno a superar el trance. Y
una vez consolidado en el poder, Chávez
había aceptado gustosamente los 17 mil
médicos y maestros cubanos, que le
permitían proveer atención médica y
educación en las zonas más rezagadas
del país.
Pero Chávez nunca había tenido una
ideología muy definida, ni un plan a
largo plazo, porque era un hombre
fundamentalmente indisciplinado, decía
Miquilena. Su estilo de gobernar era
casi adolescente. Llamaba a sus
ministros pasadas las 12 de la noche
para contarles una idea brillante que se
le acababa de ocurrir, daba
instrucciones para todos lados, todos le
decían que sí, y nadie jamás le daba
seguimiento a sus órdenes. Después,
cuando las cosas no funcionaban,
cambiaba los ministros. No era casual
que, en cinco años de gobierno, hubiera
hecho ochenta cambios de ministros.
«Él está rodeado de lo que en el
ejército llaman “ordenanzas”. No tiene
ninguna posibilidad de que haya alguien
a su alrededor que lo contradiga»,
recordó Miquilena. Arcaya, el
exembajador de Chávez en Washington,
que había sido su ministro de Gobierno
y Justicia, me había contado poco antes
que Chávez solía llamarlo tarde en la
noche, a veces hasta a las 4 de la
mañana, con algún pedido del que casi
invariablemente se olvidaba al día
siguiente. «Yo le dije una vez: “Hugo, el
principal causante de la desorganización
eres tú”», recordaba Arcaya. «Él
preguntó: ¿por qué dices eso? Bueno,
porque le pides a un ministro que te
prepare un informe sobre la educación,
que te prepare un sancocho, que vaya un
momentito a los Estados Unidos a hablar
con el banco, que regrese y lleve a los
niños a un juego de béisbol. Y eso no se
puede hacer. Porque los ministros nunca
te van a decir que no lo pueden hacer. Te
van a decir, por supuesto, señor
presidente, y después no van a hacer
nada».
Una noche, cuando Arcaya aún era
ministro de Gobierno y Justicia, el
presidente lo había llamado a las 10 de
la noche para pedirle un informe urgente
sobre un problema que se había
suscitado en una cárcel. «Me lo traes
mañana a las 6 A. M. a La Casona», le
había ordenado Chávez. Arcaya
comenzó a llamar a sus subordinados y a
todo aquel que pudiera saber algo sobre
el tema, pero por lo avanzado de la
noche no había encontrado a nadie.
Finalmente, con un amigo, se había
quedado hasta las 5 de la mañana
tratando de hacer el informe lo mejor
que pudo. A las 6 se había presentado en
La Casona, con el informe en la mano.
Cuando pidió ver al presidente, el
secretario privado le había dicho:
«Imposible, si a la medianoche se fue a
Margarita…». Y el presidente jamás le
había pedido el informe. Al regresar de
Margarita, ya tenía otro tema en la
cabeza y se había olvidado por
completo del de la cárcel.
Aunque Chávez trataba mucho mejor
a Miquilena que al resto de sus
ministros, el todopoderoso ministro del
Interior también había sufrido las
consecuencias del caos en el gobierno.
«Es el hombre más absolutamente
impuntual que te puedas imaginar, para
todo. No tiene un horario para nada, no
preside el gabinete, va a su oficina
cuando quiere», recordaba Miquilena. Y
trataba pésimo a sus colaboradores. «El
trato mismo que les da a sus subalternos
es un trato despótico, un trato
humillante. Los humilla. A un
gobernador, delante de nosotros, altos
funcionarios, le dijo en una oportunidad
que era una porquería, que no servía
para nada, que “usted se me va
inmediatamente de aquí”, etcétera»,
señaló Miquilena. «Después, reconoce
que comete errores, se da cuenta que lo
ha hecho mal… pero al rato vuelve a
hacerlo».
En el manejo económico del
gobierno, Chávez operaba con total
arbitrariedad, como si manejara una
hacienda personal. No tiene idea en
materia de finanzas. Absolutamente
ninguna regla de control. De golpe
manda: «Dale al banco tal tantos
millones», decía Miquilena. Pocos días
atrás, Chávez había dado un discurso
ante el Banco de la Mujer, y le habían
presentado un plan que le había gustado.
«Esto está muy bueno. Están haciendo
una gran labor. ¿Hay algún ministro
aquí? ¿Alguien de la Casa Militar? Ah,
González, bueno, anótame ahí, para
darle 4 mil millones a este banco»,
había dicho el presidente venezolano, en
una escena televisada por cadena
nacional. Y eso sucedía todos los días,
decía el exministro del Interior.
Según Miquilena, la retórica
incendiaria de Chávez no sólo le estaba
ganando cada vez más enemigos al
gobierno gratuitamente, sino que le
restaba credibilidad con sus propios
partidarios, porque el presidente estaba
hablando de una revolución ficticia que
no tenía nada que ver con lo que estaba
haciendo, decía Miquilena. «Chávez
empezó a usar un discurso que dividía a
la sociedad entre ricos y pobres, entre
oligarcas y pueblo, y con un lenguaje
revolucionario que en ningún caso
correspondía con lo que estaba
ocurriendo en la vida real, ni ha
ocurrido todavía, ni ocurrirá a mi
manera de ver», señalaba Miquilena.
Porque Chávez estaba hablando de una
«Revolución Bolivariana» continental
que terminaría con la oligarquía, y de
hecho estaba siguiendo políticas
económicas neoliberales, y otorgando
las concesiones más ventajosas de la
historia a las multinacionales petroleras
norteamericanas, decía. «Yo le
planteaba constantemente que con ese
discurso estaba engañando a los que se
creen revolucionarios, y eso va a dar un
saldo rojo, porque van a descubrir que
hay una mentira», recordó. «Entonces,
con esa mentira les estábamos metiendo
miedo a los sectores económicos, y
estábamos engañando a la vieja
izquierda que seguía pensando en la
revolución». Miquilena se había
cansado de plantearle a su jefe que, con
ese discurso, el gobierno no estaba
sumando nada, y perdía apoyo de ambos
lados.
«¿Y cómo reaccionaba Chávez
cuando le decía eso?», pregunté.
Reaccionaba positivamente, y muchas
veces les pedía a Miquilena y a José
Vicente Rangel, quien en los cinco
primeros años de Chávez en el poder
había servido sucesivamente como
canciller, ministro de Defensa y
vicepresidente, que arreglaran las cosas
con los agraviados de turno. «Por
ejemplo, Chávez atacaba violentamente
a un periodista en un discurso, y yo le
planteaba que eso no podía ser, que ése
no era el papel de un jefe de Estado. Él
me daba la razón, y yo llamaba al
periodista para decirle que todo estaba
bien. Pero inmediatamente volvía a las
andadas, porque es un hombre
irrefrenable cuando está frente a un
micrófono con cinco mil personas
adelante», dijo Miquilena.
«En una oportunidad, Chávez me
pidió que fuera a conversar con (el
magnate de la televisión). Gustavo
Cisneros para que llegáramos a un
acuerdo, porque Cisneros tenía una
política muy agresiva en la oposición.
Yo con mucho gusto lo invité», recordó
a continuación. Miquilena invitó al
posteriormente fiscal general Isaías
Rodríguez, y los tres habían tenido un
prolongado almuerzo, en el que habían
llegado a un entendimiento de que de
ambos lados bajarían el tono de su
discurso, para contribuir a la
pacificación del país. Finalizado el
almuerzo, cuando Miquilena iba de
regreso a su despacho e hizo prender la
radio de su automóvil, se encontró con
que Chávez estaba dando en ese preciso
instante un discurso con una serie de
ataques e insultos contra Cisneros.
«¡Eso sucedía mientras yo estaba en una
conversación propuesta por él para
establecer la paz con Cisneros! Ése es el
personaje. Eso te define las
características de un hombre
impredecible para cualquier cosa»,
señaló.
Cuando Miquilena llegó a la
conclusión de que no lograba cambiar la
personalidad de Chávez, resolvió que
sólo Fidel Castro podía ayudar a
lograrlo. «Antes de romper
definitivamente con Chávez, le pedí que
hiciéramos una reunión entre Fidel, él y
yo, para que habláramos sobre la
situación de Venezuela», recordó. «Yo
pensé que Fidel es un hombre
inteligente, que tiene que estar
consciente de que una torpe política en
Venezuela, mal manejada, no conduce
sino al fracaso de cualquier proyecto
que podría beneficiarlo, y que a él le
convenía más un gobierno amigo aquí,
que uno no amigo». La reunión se había
concretado en 2002, durante la cumbre
de Nueva Esparta, en Margarita. Los
tres hablaron durante dos horas, y
Miquilena había planteado abiertamente
su temor de que el discurso agresivo del
gobierno venezolano no condujera sino a
una situación de ingobernabilidad. «Para
mi satisfacción, Fidel estuvo bastante de
acuerdo conmigo en la necesidad de que
había que moderar las cosas. Y (Castro)
dijo categóricamente, palabras textuales:
“En Venezuela no está planteada una
revolución”. Claro, Fidel sabía lo que
era una revolución, y Chávez, no. Para
Fidel, una revolución es un cambio
social de los bienes de producción, de
una clase social a otra clase social…
Pero él sabía que Chávez no estaba
haciendo una revolución, no la podía
hacer, ni estaba planteado para
Venezuela hacerla», recordó.
Castro, efectivamente, era un realista
y valoraba más que nada la permanencia
de Chávez en el poder, y la ayuda que le
podía dar a Cuba. ¿Y cómo había
reaccionado Chávez?, pregunté. «Dijo
que sí, que estaba de acuerdo», recordó
Miquilena. Pero, como tantas veces
antes, había vuelto a su discurso
incendiario apenas llegado a Caracas. Y
la posición de su ministro del Interior en
presencia de Castro no le pudo haber
caído muy bien. Al poco tiempo,
Miquilena renunció.
Antes de dar por terminada la
entrevista, no pude menos que volver a
plantear la pregunta de fondo, la que me
venía haciendo desde mi llegada a
Venezuela. ¿Quién tenía razón? ¿Petkoff,
que decía que en Venezuela no se estaba
gestando una dictadura sino «un proceso
de debilitamiento de las instituciones
para fortalecer a un caudillo», o
Garrido, que decía que Chávez estaba
implementando un plan gradual de
control absoluto del poder,
perfectamente planeado, que desde un
inicio había previsto duraría veinte años
a partir de su llegada a la presidencia?
«Creo que Garrido supone que Chávez
es un hombre ideológicamente
estructurado, formado para tomar ese
camino. Difiero con él en eso. Creo que
lo que tiene Chávez en la cabeza es un
revoltillo de cosas, y que se deja llevar
por lo que va ocurriendo cada día. Es un
hombre puramente temperamental… Su
norte es permanecer en el poder… No
tiene la disciplina, ni una teoría clara de
adónde va». Tras ganar el referéndum,
Chávez ridiculizaría el proceso, pero
manteniendo ciertas fachadas
democráticas. Haría «un gobierno
autoritario, tratando de perfumarse con
algunas cosas democráticas, como
mantener una farsa judicial, una farsa
parlamentaria, una farsa electoral»,
concluyó Miquilena.
El hombre de los dos
pedales
Como muchos temían, Chávez se
radicalizó tras su victoria electoral de
2004. A mediados de 2005, con el
petróleo a 60 dólares por barril —casi
ocho veces más que cuando había
asumido— y una oposición
desmoralizada e intimidada, el
presidente había acumulado poderes sin
precedentes en la historia moderna de
Venezuela. Pocos meses después del
referéndum, ganó 22 de las 24
gobernaciones del país, y unas 280 de
las 335 alcaldías. Simultáneamente,
amplió arbitrariamente la Corte
Suprema de Justicia de 20 a 32
magistrados, nombrando a
incondicionales suyos para todos los
puestos recién creados; hizo aprobar una
«ley de contenidos» de prensa que le dio
la posibilidad de cerrar medios de
oposición a su antojo, e hizo cambiar el
modus operandi del Congreso para que
varias leyes cruciales pudieran ser
aprobadas por mayoría simple, lo que le
aseguró el control del Poder Legislativo,
donde sus partidarios tenían una escasa
mayoría.
Simultáneamente, se dedicó a
comprar armas en todo el mundo,
reestructurar sus fuerzas armadas y
cambiarles de uniforme para darles un
carácter «antiimperialista», y amplió su
número de reservistas de 90 mil a más
de 500 mil. Entre otras cosas, compró
quince helicópteros de ataque Mi-17
rusos, Mi-35 y más de 100 mil fusiles
AK-103 de Rusia, 10 aviones de
transporte de tropas y 8 naves
patrulleras de España, y 24 jets de
ataque ligeros Súper Tucanos de Brasil,
además de iniciar negociaciones para la
compra de 50 cazabombarderos Mig-29
rusos, todo ello por una suma de más de
2 mil millones de dólares. Para la
oposición venezolana, lo más
preocupante era el aumento de los
reservistas, que ya no dependerían
directamente del Ministerio de Defensa
sino del presidente de la República, y
que muchos temían no era más que la
creación de «milicias populares» para
vigilar a la población, al mejor estilo
cubano. Para entonces, Chávez y Castro
ya anunciaban públicamente que Cuba
aumentaría de 17 mil a 30 mil sus
médicos, maestros y otros
«internacionalistas» en Venezuela. Y
mientras Chávez subía de decibeles su
retórica contra los Estados Unidos —
llamando a la secretaria de Estado Rice
«Condolencia» y «una analfabeta»— y
aumentaba los subsidios de petróleo a
Cuba de 53 mil a 90 mil barriles
diarios, invertía cada vez más
petrodólares en expandir su influencia
en la región mediante proyectos como
Telesur, una cadena de televisión
chavista-castrista financiada
principalmente por Venezuela, y
acuerdos petroleros con el Caribe que
incluían una cláusula de apoyo a la
Alternativa Bolivariana para América, o
ALBA, la iniciativa de integración
regional sureña propuesta por
Chávez[24]. «Las revoluciones cubana y
venezolana ya son una sola, el pueblo
cubano y venezolano ya son uno solo»,
proclamaba Chávez el 9 de julio de
2005, en un acto en Caracas en el que
condecoró a 96 asesores cubanos que se
habían destacado en el programa
educativo Misión Robinson[25].
Intrigado por el curso que había
tomado el gobierno de Chávez, llamé a
Petkoff por teléfono para preguntarle si
—a la vista de los últimos
acontecimientos— todavía consideraba
que Venezuela no estaba embarcada en
una revolución a la cubana. Había
pasado casi un año desde nuestra última
conversación en Caracas, en la época
del plebiscito. Petkoff, una de las mentes
más brillantes de Venezuela, me
respondió que sin duda, desde entonces,
Chávez había aumentado su control de
las instituciones, pero agregó que «su
retórica no está acompaña da de lo que
normalmente se asocia con una
transformación revolucionaria, como ser
cambios estructurales en la economía y
en las instituciones»[26]. Lo que había,
según Petkoff, era «un fortalecimiento de
su poder personal, para lo cual ha
aumentado el control sobre las
instituciones».
Entonces, «¿Venezuela era ahora un
sistema totalitario, o una democracia
con un hombre fuerte?», pregunté.
Petkoff no les prestaba mucha atención a
los discursos «revolucionarios» de
Chávez. «Se maneja con un pie pisando
el pedal del autoritarismo, y con el otro
pie en el pedal de las instituciones
democráticas. Pisa uno u otro pedal de
acuerdo con la coyuntura», respondió.
«Después del referéndum, obviamente,
ha estado pisando más fuerte el pedal
del autoritarismo[27]».
Poniendo en la balanza lo que decía
Petkoff y lo que me había dicho
Miquilena en Caracas, me convencí más
que nunca de que Chávez era lo que
siempre sospeché: un militar
intelectualmente rudimentario pero
sumamente astuto, aferrado al poder,
cuyo éxito político se debía en buena
parte a que los precios del petróleo se
habían disparado por las nubes durante
su mandato. Su mesianismo era casi
paralelo a los índices del precio del
petróleo. A mediados de 2005, cuando
el crudo estaba en más de 60 dólares
por barril, Chávez se presentaba como
el redentor de Venezuela tras quinientos
años de opresión: «La polarización
entre ricos y pobres fue creada por el
capitalismo y el neoliberalismo, no por
Chávez», dijo en una entrevista con el
canal árabe Al-Jazeera. «Fue creada por
un sistema de esclavitud que ha durado
más de cinco siglos. Cinco siglos de
explotación, especialmente en el siglo
XX, cuando nos impusieron el sistema
capitalista, y al final del siglo, cuando
nos impusieron la era neoliberal, que es
la etapa más desbarnizada del
capitalismo salvaje. Este sistema creó
condiciones difíciles que llevaron a una
explosión social. En 1989, yo era un
oficial del ejército, y veía que el país
había explotado como un volcán.
Entonces, hubo dos operaciones
militares, en una de las cuales participé
junto con miles de camaradas militares y
civiles[28]».
Quizá quien me había hecho la mejor
descripción ideológica de Chávez era
Manuel Caballero, uno de los
principales intelectuales de la izquierda
venezolana. Al igual que Petkoff y
Miquilena, Caballero me había sugerido
tomar con pinzas el izquierdismo de
Chávez, y verlo más como un militar
populista que como un ideólogo de
izquierda. Después de observarlo de
cerca durante años, Caballero concluyó:
«Chávez no es comunista, no es
capitalista, no es musulmán, no es
cristiano. Es todas esas cosas, siempre
que le garanticen quedarse en el poder
hasta 2021»[29].
CAPÍTULO 9

México: el país que


se quedó dormido

Cuento chino: «Como una


locomotora que después del arranque
va tomando cada vez mayor velocidad,
hoy México avanza cada día más
rápido».
(portal de Internet de la Presidencia
de la República, mensaje del
presidente Vicente Fox,
22 de octubre de 2004).

CIUDAD DE MÉXICO —El 11 de marzo


de 2005, mientras atacaba en sus
discursos públicos a la ortodoxia
neoliberal, el alcalde de la Ciudad de
México y principal candidato de la
izquierda mexicana para las elecciones
de 2006, Andrés Manuel López Obrador
—más conocido en México por sus
iniciales, AMLO—, enviaba una carta
confidencial a los cien empresarios más
acaudalados de su país. La carta, que
nunca salió a la luz pública, comenzaba
con el encabezado: «Estimado amigo», y
su contenido parecía contradecir
diametralmente las arengas incendiarias
de sus actos públicos.
La misiva denunciaba un intento de
sus opositores por «estigmatizar» su
figura entre los empresarios «con
calificativos que carecen de
fundamento». Era una referencia clara a
las acusaciones de que —de seguir
primero en las encuestas y ganar las
elecciones— López Obrador sería un
presidente populista radical, como el
venezolano Chávez. Pero no había nada
que temer, decía López Obrador en su
carta: un gobierno suyo no significaría
de ninguna manera un quiebre de las
políticas macroeconómicas de México.
«La solución al problema no está en
regresar a los años setenta cuando
gobernaron los presidentes Luis
Echeverría y José López Portillo», decía
la carta privada. «Hoy vivimos en un
país más democrático, con una economía
y una sociedad que no resistirían otra
quiebra financiera del Estado, dentro de
un Tratado de Libre Comercio que
contribuye a generar importantes
exportaciones industriales de las que
depende un buen número de empleos, y
en una economía global que debemos
aprovechar en nuestro beneficio». Por
eso, agregaba, «en el cambio hacia un
proyecto alternativo, el país no deberá
poner en riesgo su estabilidad: tendrán
que respetarse los equilibrios
macroeconómicos, para evitar disparos
inflacionarios que perjudicarían las
finanzas públicas y la sociedad. Debe
haber una política fiscal y monetaria
responsable, que empiece por reducir el
gasto corriente».
En otras palabras, los empresarios
podían quedarse tranquilos. Si la
izquierda llegaba por primera vez al
poder en México, de la mano del
candidato del Partido de la Revolución
Democrática (PRD), habría apenas
cambios de matices —«se necesitan
políticas de fomento», «un mayor
estímulo por la vía de la industria de la
construcción» y «nuevas concesiones a
bancos regionales que acerquen el
crédito a las actividades productivas»,
decía la carta— pero ninguna
revolución, ni cambio radical. El país
necesitaba emular el progreso alcanzado
por Chile, China e India, decía el
escrito, sugiriendo que si había algún
presidente latinoamericano con el que se
podría comparar a López Obrador sería
el socialista proglobalización de Chile,
Ricardo Lagos.
¿Era sincera la carta a los
empresarios? ¿O era un frío cálculo
político para tratar de obtener algún
apoyo dentro del empresariado y
moverse hacia el centro del espectro
político para ganar más votos? Sin duda,
López Obrador necesitaba correrse
hacia el centro: sus estrategas
electorales leían las encuestas, y sabían
que México es un país mucho más
conservador de lo que la gente cree, o
de lo que transmiten sus intelectuales.
Una encuesta nacional de la empresa
Ipsos-Bimsa, realizada poco antes de
que López Obrador escribiera su carta a
los empresarios, revelaba que «hay más
mexicanos que se identifican con la
derecha que con la izquierda»: el 36 por
ciento de los ciudadanos mexicanos se
considera «de derecha», mientras que un
28 se considera «de centro», apenas un
17 se considera «de izquierda», y el
resto no se ubica en ningún punto del
espacio político[1]. López Obrador sabía
que, para ganar, necesitaba sobrepasar
el techo del 24 por ciento que el PRD
había logrado en sus mejores momentos.
Bajo la asesoría del senador Manuel
Camacho Solís, el excanciller y
exregente de la Ciudad de México que
había estado a un paso de la candidatura
presidencial del Partido Revolucionario
Institucional (PRI) antes de pasarse al
PRD, López Obrador se había dedicado
de lleno a neutralizar a los sectores que
podían causar más alarma sobre su
candidatura entre la población: los
grandes empresarios, los Estados
Unidos y la prensa internacional. Y no le
fue nada mal en el intento.
Pocos meses después de su carta
privada a los empresarios, en junio de
2005, Camacho hizo un viaje a
Washington D. C. para reunirse con los
principales funcionarios del gobierno de
Bush encargados de América latina. En
su reunión con el jefe de Asuntos
Hemisféricos del Departamento de
Estado, Noriega, y el jefe de Asuntos
Latinoamericanos del Consejo Nacional
de Seguridad de la Casa Blanca, Tom
Shannon, transmitió un mensaje parecido
al de la carta a los empresarios: los
Estados Unidos no tendrían nada que
temer con un triunfo de López Obrador.
«Los vi muy tranquilos», me dijo
Camacho pocos días después de la
reunión en Washington. Noriega y
Shannon habían expresado mucha más
preocupación por la ola de crímenes que
estaba teniendo lugar en la frontera con
México que por cualquier posible giro
ideológico del país, agregó[2]. No era la
primera vez que el gobierno de Bush se
manifestaba en ese sentido: en
noviembre de 2004, durante una visita a
México, el exsecretario de Estado Colin
Powell le había dado un espaldarazo
tácito a López Obrador al responder
ante una pregunta sobre cuál sería la
reacción de los Estados Unidos si
ganara el candidato de la izquierda que
«el presidente Bush recibirá a ese líder
mexicano tan calurosamente como
recibiría a cualquier otro líder
mexicano»[3]. Y a partir de entonces,
López Obrador comenzó a dar
entrevistas sucesivas a The Miami
Herald, The New York Times, The
Financial Times, para transmitir el
mismo mensaje tranquilizador, previo al
arranque formal de la campaña
presidencial.
«Mi referente es el
general Cárdenas»
Cuando entrevisté a López Obrador en
su despacho pocos días después de las
declaraciones de Powell, el entonces
todavía regente de la Ciudad de México
estaba feliz. Era la primera vez que
recibía una señal positiva del gobierno
de los Estados Unidos. Sentado en su
despacho, con el senador Camacho a un
lado, se presentó como un modelo de
moderación política, una mezcla de
izquierdista moderno con un toque de
espiritualidad «new age». Pero, por lo
que me dijo, su inspiración política
provenía del más retrógrado
nacionalismo populista mexicano.
López Obrador era un hombre
retraído, aunque cordial. Su despacho
tenía pocos detalles personales, y estaba
a tono con la imagen de austeridad del
entonces regente. No vi fotos con líderes
nacionales o internacionales, como las
que suelen tener los políticos en sus
despachos, ni souvenirs de viajes. La
noche anterior, cenando con dos
conocidos intelectuales mexicanos, me
habían comentado que López Obrador
era un político totalmente ajeno a lo que
pasaba en el resto del mundo, que jamás
había viajado al exterior, y ni siquiera
tenía un pasaporte. «Falso», me
contestó, encogiéndose de hombros,
cuando se lo pregunté. Había viajado al
exterior más de una vez, y hasta se había
entrevistado con economistas de
corredurías financieras en Nueva York y
con funcionarios del Departamento de
Estado en Washington.
Como no sabía de cuánto tiempo
disponía para mí —al final terminó
concediéndome más de una hora—,
decidí ir al grano. «¿Cómo se definiría
políticamente?», le pregunté. «¿En qué
tipo de izquierda se enmarca: la de
Ricardo Lagos, la de Lula o la de
Chávez?».
L.O.: Yo soy humanista. Siempre me
preguntan si me parezco a Chávez, si me
parezco a Lula. Pues soy Andrés
Manuel. Cada dirigente tiene su propia
historia, sus propias circunstancias. No
puede haber calcos.
P.: Sí, pero hay ejemplos, hay
modelos…
L.O.: Sí, pero yo creo que tenemos
que ver particularmente el proceso
mexicano, nuestra historia, lo que ha
sido el movimiento democrático en el
país. Yo te diría que me inspiro en lo
mejor de la historia nacional.
P.: Perdón, pero no me ha dicho
nada.
L.O.: Yo te diría, no soy Chávez,
pero tampoco soy Lula, ni Felipe
González ni Lagos. A todos ellos los
respeto mucho, como respeto a cualquier
jefe de Estado, cualquier presidente de
cualquier otro país. Y te diría que los
respeto independientemente de su
postura política, si son de izquierda, si
son de centro o son de derecha.
P.: En México sus críticos dicen que
va a ser un Chávez.
L.O.: Eso es más que nada
politiquería. Eso no es serio. Eso tiene
que ver con el avance de un proyecto
alternativo y con el fracaso de la
política que se ha venido aplicando en
el país en los últimos tiempos. Entonces,
¿cómo etiquetan? ¿Cómo infunden
miedo? Pues hablando de populismo. Yo
te diría que desde el punto de vista
conceptual, ni siquiera es rigor
intelectual. No saben ni siquiera qué
cosa es populismo. En nuestra historia,
la que corresponde a México, hemos
tenido políticos populares. Tenemos el
caso del general (Lázaro). Cárdenas. Lo
que ha habido aquí, por ejemplo, ha sido
un populismo de derecha. Yo te diría
que el populismo se relaciona más con
la derecha que con la izquierda o con el
centro.
P.: ¿Cárdenas es un referente para
usted?
L.O.: Para mí, sí. Es un referente.
También lo es (José María). Morelos,
que quería la igualdad, y es un referente
(Benito). Juárez, uno de los políticos
más importantes no sólo de México sino
del mundo. Para entender lo que ha
pasado en México, tendríamos que ver
qué sucedió desde la revolución (de
1910-1917) hasta 1970. México creció
desde 1934, desde el inicio del gobierno
del general Cárdenas, hasta 1970.
Me quedé pensativo. El hecho de
que a estas alturas de la historia del
mundo su referente fuera el general
Cárdenas era preocupante. Si algo había
demostrado el siglo XX era que los
países que habían progresado —
incluyendo los mismos que citaba López
Obrador, como China, India y Chile— lo
habían hecho precisamente por apartarse
de las políticas estatistas y dirigistas
que habían caracterizado al gobierno de
Cárdenas. En rigor, aunque éste tenía sus
virtudes, como una preocupación
especial por los derechos indígenas,
había sido un presidente autoritario, con
políticas económicas que a la larga
habían hundido al país. Su gobierno, de
1934 a 1940, aduciendo un retorno a los
principios originales de la revolución
mexicana, distribuyó mucho más de lo
que el país estaba produciendo, o estaba
en capacidad de producir. Nacionalizó
los ferrocarriles y la industria petrolera,
y llevó a cabo una reforma agraria que
incentivó el ejido y la propiedad
comunal, dos tipos de tenencia de la
tierra que resultaron altamente
improductivos. El gobierno de Cárdenas
provocó una rebelión de los
empresarios del norte de México, que
fundaron el Partido Acción Nacional
(PAN) en 1939, precisamente como una
reacción a lo que hoy en día se llama
populismo.
Según la historia oficial del PAN, La
historia del Partido Acción Nacional,
1939-1940, el partido nació en
respuesta al autoritarismo de Cárdenas,
y a la corrupción y el desprecio de su
gobierno por valores básicos como el
trabajo, el sacrificio y la perseverancia.
Las políticas de Cárdenas habían
llevado a México de vuelta «al
espejismo de las soluciones desde
arriba, supliendo las soluciones técnicas
por las retóricas»[4]. El fundador del
PAN, Manuel Gómez Morín, había
trabajado con el gobierno
posrevolucionario, pero se había
desilusionado rápidamente, fundando su
nuevo partido en «abierta oposición a la
colectivización total de la economía… y
a la inepta y corrompida intervención
del Estado mexicano como propietario y
como empresario en la destrozada
economía»[5]. Quizás el nacimiento del
PAN estuvo demasiado influenciado por
los empresarios del norte de México,
¿pero acaso tampoco reflejaba una
reacción a soluciones populistas que ya
sonaban engañosas hace casi un siglo, y
que fracasaron en todos los países en
que fueron aplicadas?, me preguntaba,
mientras escuchaba a López Obrador.
«Un poco más de
autonomía relativa»
Cuando terminó de hablar, le comenté:
«En todos los países que conozco en los
que un candidato acusado de populista
ha presentado un proyecto radical, lo
que ha producido es un ciclo vicioso de
fuga de capitales, cierre de empresas,
más desempleo y más pobreza». ¿Poner
al general Cárdenas como referente
político no era hacer eso? López
Obrador, quizá presintiendo que se
había metido en un terreno pantanoso,
trajo la conversación de nuevo al
presente.
«Pero yo no estoy proponiendo un
proyecto radical», replicó. «Creo que se
debe mantener la política
macroeconómica, y se le debe incluir
nada más la variable, como dicen los
economistas, como dicen los
tecnócratas, de crecimiento, que es lo
que no ha habido». La política
económica mexicana «ha sido un fracaso
rotundo», continuó. Haciendo una
historia rápida de las últimas décadas,
López Obrador recordó que entre 1954 y
1970, a partir de la presidencia de
Adolfo Ruiz Cortines, México tuvo su
«desarrollo estabilizador», en el que la
economía creció casi el 7 por ciento
anual. «Esto que estás viendo en China
ya lo vivimos en México», observó el
candidato. «Claro, sin distribución del
ingreso, con problemas de desigualdad,
pero con crecimiento económico»,
agregó.
Luego, a partir de 1970, vino la
etapa que se conoce como de
«desarrollo compartido», de los
presidentes Luis Echeverría y José
López Portillo, con tasas de crecimiento
anuales del 6 por ciento. «Claro, con
desequilibrios macroeconómicos, con
inflación, deuda, devaluaciones, pero
también con crecimiento económico»,
prosiguió. «Después vino la etapa de los
tecnócratas, a partir de 1982, y la
economía se estancó por completo»,
afirmó. «Llegan los tecnócratas y dicen,
“vamos al cambio estructural”. Desde el
82 a la fecha, sin embargo, el
crecimiento de la economía ha sido del
2 por ciento anual. El crecimiento per
cápita ha sido 0. Entonces, ¿cómo
justifican que el modelo funciona? Han
sido veintiún años sin crecimiento
económico. Nunca en la historia reciente
de México hemos padecido una
recesión, un estancamiento, como el que
estamos padeciendo ahora. Nunca, ni
siquiera desde la revolución», dijo
López Obrador.
El discurso era políticamente
atractivo, pero un poco tramposo, pensé
para mis adentros. Cuando el candidato
decía que la economía mexicana no
había crecido nada desde que los
tecnócratas habían subido al poder en
1982, estaba contando a partir del
gobierno de Miguel de la Madrid, que lo
único que tenía de tecnócrata era que no
le había quedado más remedio que
sanear el desastre económico que le
había dejado López Portillo, quien poco
antes de abandonar el poder había
devaluado el peso, nacionalizado la
banca y establecido el control
cambiario. López Obrador estaba
midiendo un promedio de crecimiento
económico de dos décadas que incluía
las secuelas de los colapsos económicos
de 1982, 1987 y 1995, producidos
precisamente por el despilfarro de los
gobernantes estatistas del PRI. La
realidad mostraba precisamente lo
contrario: desde 1995 hasta 2004,
cuando se habían aplicado políticas de
apertura económica impulsadas por los
tecnócratas, el ingreso per cápita en
términos reales de México había crecido
un 43 por ciento, de 6780 a 9666
dólares anuales[6]. ¿No demostraban
estas cifras precisamente lo contrario de
lo que estaba diciendo López Obrador?
Obviamente, todo dependía de cómo uno
leyera las cifras.
Y los partidarios de López Obrador
ya se habían equivocado una vez en el
pasado reciente al oponerse al Tratado
de Libre Comercio con los Estados
Unidos y Canadá (TLC). Antes de su
puesta en vigor en 1994, la vieja
izquierda mexicana se había opuesto al
tratado, describiéndolo como una
maniobra de los Estados Unidos para
colonizar México. Sin embargo, una
década después, era tan evidente que
México había ganado más que los
Estados Unidos con el tratado, que el
propio López Obrador ya no hablaba de
desconocerlo, y quienes estaban
poniendo el grito en el cielo eran los
empresarios y sindicatos proteccionistas
en los Estados Unidos. El TLC había
sido un éxito indudable: la balanza
comercial de México con los Estados
Unidos había pasado de un déficit de
3150 millones de dólares en 1994 a un
superávit de 55 500 millones de dólares
en 2004[7]. ¿Qué mayor prueba de que el
partido actual de López Obrador se
había equivocado monumentalmente al
anteponer sus prejuicios ideológicos a
la conveniencia económica del país?
«En el tema del desarrollo, a los
países que, como en el caso de México,
se han ajustado más de la cuenta a los
dictados de los organismos financieros
internacionales, no les ha ido bien»,
prosiguió diciendo López Obrador.
«Aquí el problema que hemos tenido
con quienes manejaron la economía es
que han ido más allá de lo que les están
pidiendo los organismos financieros
internacionales. Son muy ortodoxos,
como fundamentalistas. Los países que
han podido salir adelante son los que
han mantenido, sin rechazar las políticas
macroeconómicas, o las políticas de
globalización, un poco más de
autonomía relativa. Como en el mismo
caso de Chile, o España, para no hablar
de los países asiáticos, casi todos.
Tienen mayores tasas de crecimiento
económico, más desarrollo, porque
también han tenido más autonomía en el
manejo de sus políticas», dijo.
Nuevamente, sus conclusiones
económicas parecían chocar con la
realidad que yo había visto en mis
viajes a China, Chile y otros países
exitosos, que —siguiendo o no las
recetas de los organismos financieros
internacionales— les habían apostado
fuerte a la apertura económica y la
globalización. Algunos países, como
China, habían seguido las recetas de
apertura económica por sí solos, sin
pedir préstamos condicionados al Fondo
Monetario Internacional. Otros, como
Chile, habían mostrado mayor
independencia en temas secundarios,
pero en lo que hace a las grandes
reformas estructurales, no había gran
diferencia con las recomendaciones de
los organismos financieros. Pero bueno,
pensé, era obvio que López Obrador
tenía un discurso político en el que
probablemente creía, y que seguramente
era el que querían escuchar sus
seguidores. Su fuerte no era —ni había
sido desde sus días de estudiante, como
veremos enseguida— la economía.
Presintiendo que el tema estaba agotado,
decidí pasar a otra cosa.
¿Cuáles eran sus referentes en
materia de política internacional?, le
pregunté. ¿Conoce personalmente a Lula,
a Chávez, a Castro? ¿Qué piensa de
ellos? «Conozco a Lula, y conozco a
Felipe (González). No conozco a
Chávez. A Fidel tampoco. Nunca he
hablado con Chávez, ni con Fidel. He
hablado con Lula y con Felipe. Tampoco
conozco a Lagos, ni a Tabaré Vázquez»,
contestó. ¿Y qué opinaba de los
procesos de Venezuela y Cuba? «No
quiero dar opinión. Creo que cada país
tiene su circunstancia, tiene su historia.
No me voy a meter a juzgar eso»,
respondió. En cuanto a cómo sería la
política exterior mexicana si llegara a
ganar la presidencia, señaló: «Primero,
deberíamos ser más prudentes. Menos
protagónicos. Entender que la mejor
política exterior es la interior. Arreglar
primero la casa, para que nos respeten
afuera. Menos protagonismo, y cuidar
mucho la relación bilateral con nuestra
principal relación internacional, que es
Estados Unidos, que es la principal
relación bilateral en el mundo. Cuidarla,
darle mantenimiento, a partir del respeto
mutuo».
De político local a
líder nacional
Los críticos de López Obrador lo pintan
como un hombre autoritario, con un
pasado tortuoso —su hermano de 15
años murió de un disparo en 1968,
mientras jugaba con una pistola que
ambos habían descubierto en la tienda
de su padre[8]— y una cierta paranoia
que lo hacía ver complots en todas
partes. Nacido en 1953 en Tabasco,
López Obrador había sido un activista
estudiantil —y estudiante eterno— de la
Universidad Nacional Autónoma de
México (UNAM): tardó nada menos que
catorce años en recibir su título en
Ciencias Políticas y Sociales. Se recibió
en 1987, a los 34 años[9]. Mientras tanto,
había militado en el PRI, destacándose
como un entusiasta cuadro político en
las comunidades indígenas, donde pocos
priístas no indígenas tenían mucho
interés en pasar gran parte de su tiempo.
En 1977 fue nombrado delegado del
Instituto Nacional Indigenista para
Tabasco, con sede en Nacajuca, a unos
30 kilómetros de la capital del estado,
Villahermosa. Se convirtió rápidamente
en una pieza clave del PRI en el estado
por su influencia con los votantes
indígenas, y en 1982, a los 30 años,
pasó a hacerse cargo de la dirigencia
estatal del PRI. En 1988, siguiendo los
pasos de Cuauhtémoc Cárdenas y otros
priístas de izquierda que habían roto con
el PRI el año anterior, pasó a ser
candidato a gobernador de Tabasco por
el Frente Democrático Nacional, la
coalición de partidos que apoyaron la
candidatura de Cárdenas. Tras la dudosa
victoria electoral de Carlos Salinas de
Gortari, se incorporó al recién fundado
PRD para competir nuevamente por la
gobernación estatal en 1994.
En esa contienda, se enfrentó con
quien se perfilaría años después como
su principal rival para las elecciones
presidenciales de 2006: el candidato
priísta Roberto Madrazo. Tras una de
las elecciones más escandalosas de la
historia reciente de México, Madrazo
fue proclamado ganador, y López
Obrador salió a denunciar —
probablemente con toda la razón— un
gigantesco fraude. El 5 de junio de
1995, López Obrador y sus
simpatizantes estaban realizando una
protesta frente al Zócalo, en la Ciudad
de México, cuando un extraño se bajó de
un auto y comenzó a sacar del baúl del
vehículo catorce cajas repletas de
documentos. Según dijo el recién
llegado a los periodistas en el lugar,
quería que López Obrador viera los
documentos que estaban dentro de las
cajas. Mientras el misterioso visitante
daba media vuelta y se retiraba, los
colaboradores de López Obrador
comenzaron a mirar los papeles, y se
encontraron con un tesoro político: eran
comprobantes de pago del PRI en la
elección de Tabasco, que incluían pagos
a periodistas, líderes obreros, gente
acarreada a los actos de campaña, y
hasta a dirigentes de partidos rivales.
Un análisis posterior del PRD
constató que Madrazo había gastado
nada menos que 65 millones de dólares
en la elección estatal, casi cincuenta y
nueve veces el tope legal para gastos en
esa elección. Lo que era aun más
llamativo, el gasto del PRI en Tabasco
equivalía al 73 por ciento de la
erogación nacional del entonces partido
oficial para las elecciones de 1994. Era
un dato escandaloso: Tabasco tenía
apenas un 2 por ciento de los votantes
registrados del país, pero había gastado
más del 70 por ciento del presupuesto
oficial nacional del entonces partido de
gobierno. El descubrimiento probaba
fehacientemente lo que desde hacía
mucho era un secreto a voces: el PRI no
sólo era el partido que representaba el
autoritarismo en México, sino también el
que encarnaba la corrupción y la mentira
desfachatada. Después de que el PRD
exigió cuentas al gobierno nacional, tras
muchas idas y venidas, el gobierno
federal envió una delegación de
consejeros ciudadanos —integrada entre
otros por el futuro secretario de
gobernación Santiago Creel,
posteriormente otro de los contendientes
para la presidencia en 2006— que
concluyó que se habían registrado
irregularidades en el 78 por ciento de
las casillas de Tabasco.
El fraude de Tabasco radicalizó a
López Obrador. Organizó una «caravana
por la democracia» sobre la Ciudad de
México que le dio gran visibilidad a
nivel nacional. En 1996, desafiando los
pedidos de moderación de la dirección
nacional del PRD, López Obrador alentó
el bloqueo de más de quinientas plantas
del monopolio petrolero estatal PEMEX
en Tabasco, exigiendo que la empresa
aportara más dinero a la economía local.
El bloqueo de los pozos petroleros
amenazó con paralizar la economía
nacional, y al poco tiempo el gobierno
del presidente priísta Ernesto Zedillo
claudicó, asignando mayores recursos
de la compañía estatal a Tabasco. El
movimiento tabasqueño convirtió a
López Obrador en un líder nacional del
PRD. Pero, al mismo tiempo, comenzó a
sembrar temores entre los ámbitos
políticos y empresariales de la capital:
¿se podía esperar moderación y sentido
común de un líder político que tomaba
pozos petroleros a la fuerza?, se
preguntaban muchos.
Muchas obras,
muchas deudas
En 2000, López Obrador fue electo
regente de Ciudad de México, el
segundo puesto de mayor visibilidad en
el país. Desde su primer día en el
gobierno, comenzó a producir titulares a
diario en la prensa nacional, gracias a su
brillante política comunicacional.
Instituyó la práctica de ofrecer una rueda
de prensa todos los días a las 6 de la
mañana, lo que le permitió no sólo dar
una imagen de dinamismo y empatizar
con millones de trabajadores y
campesinos obligados a despertarse al
alba, sino también sentar la agenda
política del día en los medios
nacionales. A diario, en sus conferencias
de prensa que a menudo eran
transmitidas en vivo por varias radios
—¿quién iba a conseguir otra noticia
política «fresca» a esa hora de la
mañana?—, López Obrador anunciaba
algo que inmediatamente se convertía en
un tema de debate que le «robaba
cámara» al gobierno nacional y lo ponía
a la defensiva. Muchas veces, sus
anuncios no eran más que eso, promesas
de obras, pero en contraste con la
imagen de estancamiento y somnolencia
del gobierno de Fox, daban la impresión
de un gobierno metropolitano eficiente y
en constante movimiento.
Simultáneamente, López Obrador
había hecho obras públicas de gran
impacto visual, como la exitosa
remodelación del Paseo de la Reforma,
los segundos pisos del viaducto
Periférico, y la activación económica
del Centro Histórico de la ciudad,
emprendida con ayuda del
megamillonario propietario de Telmex,
Carlos Slim. Otras de sus medidas,
como el subsidio a los ancianos y la
ayuda económica a madres solteras,
tuvieron un gran impacto periodístico,
que eclipsó las críticas de que habían
sido llevadas a cabo a costa del
endeudamiento de la ciudad. Según
cifras de la Asamblea Legislativa del
gobierno capitalino, la deuda de Ciudad
de México creció de 2,6 mil millones de
dólares al comienzo del gobierno de
López Obrador en 2000, a casi 4 mil
millones a fines de 2004. Era un
endeudamiento considerable aunque,
para ser justos, no inédito en la historia
de la capital mexicana[10].
¿Un hombre
autoritario?
Pero los críticos de López Obrador
señalaban que la gestión del regente
estaba marcada por el autoritarismo, la
corrupción, la paranoia y la
irresponsabilidad. Cuando sus
principales colaboradores, Gustavo
Ponce y René Bejarano, fueron
arrestados por actos de corrupción —el
primero fue videograbado apostando
fuerte en un casino de Las Vegas, y el
segundo recibiendo maletas repletas de
dólares de un empresario ligado al PRD
—, López Obrador, en vez de exigir una
investigación exhaustiva de sus
ayudantes y la aplicación estricta de la
ley, salió a denunciar un presunto
complot del gobierno de Fox y de los
Estados Unidos para desprestigiarlo.
Gran parte de la prensa mexicana cayó
en la trampa: muchos medios no le
creyeron, pero en lugar de hurgar más en
la corrupción dentro del PRD, se
concentraron en investigar si las
denuncias tenían mérito. Nuevamente,
López Obrador se adueñó de la agenda,
desviándola hacia donde más le
convenía, y el tema de la corrupción
pasó a un segundo plano.
Más adelante, cuando se hizo claro
que López Obrador había capeado la
tormenta política, el gobierno de Fox
intentó frenar su candidatura —aunque
sin admitirlo nunca— mediante un
intento de enjuiciarlo y desaforarlo por
una falta relativamente menor. Se trataba
de un caso de desacato, en el que se lo
acusaba de haber desobedecido una
orden judicial en una expropiación, que
de prosperar en los tribunales
inhabilitaría al regente para presentarse
en las elecciones de 2006. Sin embargo,
López Obrador fue a la ofensiva, acusó
al gobierno de Fox y al PRI de haber
confabulado para cercenarle sus
derechos políticos, y salió aun más
fortalecido en su papel de víctima de
conspiraciones de los ricos y poderosos.
Envuelto en ese manto, y ayudado por su
estilo de vida sencillo y por la
reputación de haber hecho obras
públicas constatables para todo el
mundo, se hizo cada vez más
invulnerable a las críticas de corrupción
e irresponsabilidad económica. Con sus
concentraciones multitudinarias,
ayudadas por el uso clientelista de los
recursos públicos —al estilo del PRI—
que le permitió acarrear a decenas de
miles de personas a sus actos públicos,
obligó a Fox a dar marcha atrás en su
intento de desafuero, bajo la amenaza
tácita de producir un caos social a nivel
nacional. ¿Cómo podía ser que el
gobierno aplicara la ley rigurosamente a
López Obrador en un caso menor, y no la
aplicara contra tantos ricos y poderosos
en casos muchisímo más graves?, se
preguntaban muchos mexicanos, con
cierta razón. En abril de 2005, Fox
decidió cortar por lo sano: despidió a su
procurador general, el general Rafael
Macedo de La Concha, que había
iniciado el caso, y todo el asunto quedó
archivado.
¿Qué fue lo que motivó a Fox a dar
marcha atrás, luego de haber apostado
tan fuerte al desafuero y a la
inhabilitación política de López
Obrador? Los motivos más obvios eran
un cálculo frío de que la opinión pública
nacional e internacional se había
inclinado hacia López Obrador en este
caso, y que era mejor para el gobierno
dar marcha atrás rápidamente, cuando
aún faltaba más de un año para las
elecciones, con la esperanza de que el
episodio pasara pronto al olvido. Pero
había dos motivos adicionales, menos
conocidos, que los miembros del círculo
íntimo de López Obrador señalan como
determinantes en la decisión del
gobierno. Uno era que, el día anterior a
la decisión de Fox, el secretario de
Defensa Ricardo Clemente Vega le
habría informado al presidente que el
ejército mexicano no reprimiría a los
partidarios de López Obrador si había
nuevas manifestaciones multitudinarias,
y que era necesario buscar una salida
política a la crisis para evitar una
situación de violencia en el país. «El
general estaba en contra de la
represión», me señaló un alto
funcionario de la campaña de López
Obrador. El segundo motivo era que, ese
mismo día, un miembro de la Corte
Suprema había confiado en privado a
dos miembros del gabinete de Fox que
el caso contra López Obrador estaba
repleto de fallas técnicas, y que había un
alto riesgo de que la Corte lo declarara
improcedente. En ese contexto, Fox
habría decidido que dar marcha atrás
era la alternativa menos costosa a la
larga. Tiempo después, el entonces
secretario de Gobernación, Santiago
Creel, me desmintió estas versiones.
Según él, Fox tomó su decisión
exclusivamente porque un juez había
rechazado el expediente, y había serias
dudas sobre el éxito del caso judicial.
«Ninguna de las manifestaciones nos
preocupaban. Nos preocupaba el efecto
político», me diría meses después
Creel[11].
La victoria política de López
Obrador le permitió no sólo eclipsar los
videoescándalos de sus excolaboradores
Bejarano y Ponce, quienes en por lo
menos uno de sus casos habían
asegurado que su jefe había estado al
tanto de sus actividades cuestionables,
sino varias otras denuncias contra su
gobierno. Una empresa de inversionistas
españoles, Eumex —la mayor
concesionaria de casillas de espera de
buses de Ciudad de México, que tiene
2500 «parabuses» con anuncios
publicitarios en la ciudad—, acusó a
López Obrador de haber emprendido un
hostigamiento feroz contra sus
empleados y ejecutivos, al peor estilo
de la Cosa Nostra, para quitarle la
concesión que gozaba desde 1995.
Según la empresa, que ganó varias
instancias judiciales, el gobierno
capitalino le revocó arbitrariamente sus
permisos, y la policía metropolitana le
confiscó hasta diez camionetas con
cualquier excusa, y en varias ocasiones
intimidó y agredió físicamente a sus
empleados para presionar a la compañía
a que abandonara el país. «¿Qué ganaba
López Obrador echando a Eumex?», le
pregunté a la empresa. «Nos quieren
sacar la concesión para dársela a sus
amigos», me respondió Carlos de Meer
Cerda, uno de sus principales
ejecutivos[12]. López Obrador, en
cambio, decía que Eumex era una
compañía vinculada a sus opositores del
PAN, porque el abogado de la empresa
era un senador panista, y que la empresa
supuestamente estaba robándose la luz
de la ciudad[13].
Los adversarios de López Obrador
del PAN y el PRI decían que las obras
públicas del regente eran un monumento
al populismo: eran sumamente vistosas,
como la remodelación del Paseo de la
Reforma, pero se habían hecho a costa
del endeudamiento, y de una falta de
mantenimiento de servicios básicos que
tendría consecuencias funestas para la
ciudad en el futuro. Según el gobierno
priísta del vecino estado de México, la
Ciudad de México se quedaría sin agua
potable tan pronto como en 2007, por
falta de inversión y mantenimiento de la
red durante el gobierno de López
Obrador. «En la Ciudad de México,
hubo gran inversión en todo lo que sea
sobre la superficie, todo lo que se ve,
pero en lo que hace a obras de agua,
hubo cero inversión», me dijo Benjamín
Fournier, secretario de Agua y Obra
Pública del estado de México. «López
Obrador no se preocupó por el
mantenimiento de la red de agua, ni por
educar a la población para que reduzca
su consumo», agregó. Y el estado de
México, que anualmente provee una
buena parte del agua que se consume en
la capital mexicana, no podrá seguir
aportándole la misma cantidad: «Al
incrementarse la población del estado
de México en unos 500 mil habitantes
por año, le vamos a poder dar cada vez
menos agua a la Ciudad de México. Para
2007, el D. F. va a estar sin agua»,
señaló Fournier[14].
López Obrador nunca se caracterizó
por tender puentes con la oposición
durante su gobierno de la ciudad, decían
sus críticos. Durante sus cuatro años y
medio de gestión, jamás recibió a ningún
representante de la oposición panista en
la asamblea municipal, ni siquiera al
coordinador parlamentario del Congreso
local. Dos asambleístas panistas
tuvieron que presentar un recurso
judicial, y ganarlo, para poder entrar en
una conferencia de prensa y hacerle
preguntas. «Imagínate que tú seas el jefe
de la ciudad, y no hayas tenido un
acuerdo (reunión) con el partido de
oposición más importante de la ciudad,
que es el PAN», me señaló Creel.
«Imagínate. Tiene una dimensión de una
autoridad cerrada, que no escucha, que
no ve, que no dialoga con quien está del
otro lado de la mesa. No son rasgos
democráticos, que vayan acordes con el
cambio democrático y la transición
democrática que vive el país[15]».
El problema de
AMLO: lo que no
haría
¿Qué conclusión saqué de López
Obrador después de hablar con él y
cotejar lo que había escuchado de su
boca con lo que decían sus críticos? El
candidato izquierdista tenía algunos
atributos positivos, incluyendo su
austeridad personal. Siempre había
vivido en casas pequeñas y poco
ostentosas, y manejaba un modesto
Tsuru. A diferencia de una buena parte
de la clase política mexicana, llevaba
una vida personal ordenada. Antes de
enviudar, en 2003, había acompañado de
cerca a su mujer durante una larga
enfermedad terminal, y se hizo cargo de
sus tres hijos. No era un hombre de ir a
fiestas, ni se le conocía un gran interés
por el dinero. Su obsesión, más bien, era
el poder. Su hábito de despertarse a las
cinco de la mañana lo decía todo, y lo
diferenciaba de la enorme mayoría de
los políticos mexicanos. Y su historia de
haber vivido en comunidades indígenas
también lo distinguía de muchos de sus
rivales, que decían preocuparse por la
cuestión aborigen, pero nunca lo habían
demostrado más que retóricamente.
López Obrador era un hombre que se
sentía cerca de los indígenas, y no sólo
en temporada electoral.
Sin embargo, al margen de que se
estaba presentando como un izquierdista
moderno, definitivamente no era un
Lagos —el presidente chileno era un
hombre mucho más estudiado y
globalizado— pero podía llegar a ser un
Lula. El presidente brasileño había sido
un político de la vieja izquierda toda su
vida, que también había vivido con la
mayor austeridad, que se había corrido
hacia el centro del espectro político a
último momento para ganar la
presidencia. Durante la campaña
presidencial, Lula se había convencido
de que gran parte del libreto que le
hacían recitar sus asesores de imagen —
enfatizando la moderación, la
competitividad y la eficiencia
económica— tenía mucho de cierto.
Quizá con López Obrador sucedería lo
mismo[*].
Lo más preocupante de López
Obrador, quizás, era que la economía no
era su fuerte. Durante sus años de
estudiante en la UNAM, reprobó siete
materias, de las cuales la mayoría
tuvieron que ver con números: economía
en dos oportunidades, matemáticas y
estadística[16]. No era un dato menor:
coincidía con su discurso político, su
rechazo instintivo por todo —bueno y
malo— lo que suene a «tecnócrata», y
con la confusión que había mostrado en
sus respuestas sobre los motivos del
éxito económico de China y Chile,
además de su dudoso cuidado de las
finanzas públicas durante su gestión en
Ciudad de México.
De ganar la presidencia, ¿tendría
como prioridad aumentar la
competitividad del país para hacerlo
crecer, y reducir la pobreza? ¿Haría los
cambios económicos estructurales que
hicieron China, Chile y otros países para
asegurar un crecimiento a largo plazo?
¿Se enfrentaría con los empresarios
proteccionistas, los sindicatos corruptos
y las universidades estatales
premodernas para sacar a México de su
letargo? No eran preguntas ociosas: gran
parte del apoyo a López Obrador venía
de los sectores más aferrados al México
premoderno, como la gigantesca
Universidad Nacional Autónoma de
México, UNAM, la universidad estatal
más grande y con mayor presupuesto del
país, que como veremos en el capítulo
siguiente es un monumento al atraso
educativo. En suma, no era un populista
radical mesiánico que pondría en
peligro al país, como lo pintaban sus
adversarios. Lo más preocupante de una
victoria de López Obrador no era lo que
podía llegar a hacer, sino lo que podía
dejar de hacer.
Fox y la parálisis
mexicana
En los albores de la contienda electoral
de 2006, no había duda de que el país
necesitaba hacer concretar varias
reformas, y con suma urgencia. México
se había quedado dormido. En términos
generales, Fox había hecho un gobierno
decente, pero —ya fuera por falta de
audacia, mal manejo político, o por el
sistemático bloqueo de la oposición a
todas sus iniciativas— el país había
avanzado a 10 kilómetros por hora,
mientras China, India y otras potencias
emergentes lo estaban haciendo a 100
kilómetros por hora. En casi todos los
índices de competitividad mundial,
México se había quedado atrás durante
el sexenio de Fox.
En el ranking mundial de
competitividad del Foro Económico
Mundial, una medición que toma en
cuenta el vigor económico, tecnológico
e institucional de cada país, México
había caído del puesto 31 en el mundo
en 2000 al 48 en 2005. En el Índice de
Confianza para las Inversiones
Extranjeras Directas realizado por la
empresa consultora multinacional AT
Kearney, había caído del puesto número
5 en 2001 al puesto número 22 en 2004.
En el Ranking de Competitividad del
Centro de Competitividad Mundial IMD,
había descendido del puesto 14 en el
mundo en 2000, al 56 en 2005. Y en el
índice global de clima para los negocios
de la Unidad de Inteligencia de The
Economist, México había caído del
lugar número 31 en el mundo en 2000, al
33 en 2005.
¿Qué había pasado? Fox, el primer
presidente que venía de la oposición
después de siete décadas de férreo
control priísta, tenía un gobierno de
minoría: sus iniciativas legales más
importantes eran sistemáticamente
aniquiladas por la mayoría opositora en
el Congreso, y su renuencia a jugar duro
—por ejemplo poniendo detrás de rejas
a los priístas más corruptos de los
gobiernos anteriores— le restó la
posibilidad de negociar con la bancada
priísta desde una posición de fuerza.
Asimismo, su gobierno tuvo una dosis
de mala suerte: sus primeros tres años
de mandato coincidieron con la primera
desaceleración económica de los
Estados Unidos en una década, lo que
hizo caer las exportaciones de
manufacturas mexicanas y congeló el
crecimiento económico del país.
Finalmente, los ataques del 11 de
septiembre de 2001 fueron un golpe
devastador para las esperanzas
mexicanas de profundizar el acuerdo de
libre comercio con los Estados Unidos y
negociar una reforma migratoria. El
gobierno de Bush —que pocos días
antes del 11 de septiembre había
proclamado a México como «la
principal relación bilateral» de los
Estados Unidos en el mundo— se volcó
de lleno a la guerra contra el terrorismo
islámico en Afganistán e Irak. Y de la
noche a la mañana, México pasó de ser
la principal relación bilateral a ser un
país irrelevante en Washington.
Sin embargo, el gobierno de Fox
argumentaba que, a pesar de todos estos
obstáculos, se habían logrado varios
éxitos: la pobreza bajó 4 por ciento en
sus primeros dos años de gestión, según
el Banco Mundial[17]. Y según datos
posteriores —aunque algo confusos—
del propio gobierno, la reducción de la
pobreza fue aun mayor. Fox aseguró que
durante su gobierno se sacó a 7 millones
de mexicanos de la pobreza extrema,
que se redujo de 24 millones de
personas a 17 millones. Por otro lado, el
Comité Técnico para la Medición de la
Pobreza, integrado por académicos
convocados por la Secretaría de
Desarrollo Social del gobierno, estimó
la cifra de reducción de la pobreza
extrema en algo menos, unas 5,6
millones de personas[18].
Sea como fuere, la disciplina
económica, el incremento del gasto
social —del 8,4 por ciento del producto
bruto al 9,8, según el Banco Mundial—
y el hecho de que no se produjeran crisis
económicas como las que habían
sacudido a gobiernos anteriores le
permitieron a México aumentar
ligeramente el nivel de vida de la
población en los primeros cinco años de
Fox, aunque mucho menos de las
expectativas que había generado en un
inicio el así llamado «gobierno del
cambio». El ingreso per cápita creció de
8900 dólares anuales en 2000, a
9700[19]. Y ello se logró sin escándalos
de corrupción comparables al de los
gobiernos priístas, y en un clima de
democracia, en el que el gobierno
aprobó una ley de transparencia y
acceso a la información pública
gubernamental que por primera vez
permitió a la sociedad ver los detalles
de todas las compras gubernamentales.
Y en política exterior, Fox tuvo el
mérito de cambiar la imagen de México
como un aliado incondicional de la
dictadura cubana y —sin dejar de
oponerse al embargo comercial de los
Estados Unidos a Cuba— unirse a las
democracias modernas de Europa al
defender los derechos humanos como un
principio rector en las relaciones
internacionales de su país. Todos éstos
eran síntomas de progreso, que en
algunos casos eran obra del gobierno de
Fox, y en otros de la providencia.
Lo cierto es que una parte de la
reducción de la pobreza durante el
sexenio de Fox se debió a un factor
puramente fortuito: el aluvión de
remesas familiares de los mexicanos
residentes en los Estados Unidos, que se
dispararon de 6500 millones de dólares
anuales en 2000 a nada menos que
16 600 millones de dólares en 2004[20].
Se trataba de dinero en efectivo, que iba
directamente al bolsillo de los pobres, y
que lógicamente tuvo un impacto enorme
en rescatar a millones de mexicanos de
la pobreza absoluta, aumentar el
consumo interno y hacer crecer la
economía. Comparativamente, México
estaba recibiendo casi tanto dinero de
remesas familiares como de inversiones
extranjeras. Y, en eso, era poco lo que
Fox podía citar como un gran logro de
su gobierno.
A Creel le faltó mano
firme
El gobierno cometió varios grandes
errores desde el arranque, y su
secretario de Gobernación y futuro
precandidato presidencial, Creel, estuvo
en el centro de la escena en muchos —
no todos— de ellos. En lugar de
aprovechar la enorme popularidad
inicial de Fox tras su victoria electoral y
concentrarse de entrada en hacer
aprobar en el Congreso las reformas
hacendarias, laborales y energéticas que
según el consenso general necesitaba
México para hacerle frente a la
competencia de China, India y Europa
Oriental, el presidente mexicano perdió
sus primeros seis meses de gobierno en
la «pacificación» de Chiapas y la
búsqueda de un acuerdo político con el
subcomandante Marcos y sus tropas
zapatistas. El intento no sólo no llegó a
nada, como era de preverse, sino que
significó la pérdida de un enorme
capital político de un gobierno que
recién empezaba en un tema que hacía
mucho tiempo había dejado de ser una
amenaza a la seguridad nacional, y que
hacía bastante había desaparecido de las
primeras planas.
Poco después, a mediados de 2002,
el gobierno sufrió una derrota política
mayúscula al tener que cancelar lo que
había anunciado como la principal obra
de infraestructura del sexenio: un
gigantesco nuevo aeropuerto para
reemplazar al casi centenario aeródromo
de la Ciudad de México, para el que se
habían presupuestado nada menos que
2300 millones de dólares. Tras nueve
meses de protestas, cortes de rutas y
tomas de rehenes por parte de unos
trescientos campesinos apoyados por el
PRD que exigían una mayor
indemnización por sus tierras a cambio
de liberar a varios funcionarios que
tenían cautivos, el gobierno decidió
abortar la construcción del nuevo
aeropuerto. Para muchos mexicanos, Fox
había dado una señal de debilidad, o por
lo menos había manejado mal el
proyecto, al no haber llegado a un
acuerdo económico con los campesinos
antes de anunciarlo con bombos y
platillos. Sea como fuere, la principal
obra del sexenio de Fox quedó en la
nada, mientras López Obrador
comenzaba a inaugurar sus vistosas
obras públicas.
En diciembre de 2002, el gobierno
dio nuevamente una imagen de
indecisión cuando manifestantes del
grupo izquierdista El Barzón, algunos de
ellos a caballo, irrumpieron en el
Congreso, se abrieron paso a golpes y
causaron varios destrozos reclamando
más recursos para salud y educación. El
entonces coordinador de la bancada del
PAN, Felipe Calderón, responsabilizó al
PRD de financiar las acciones violentas,
pero el gobierno permaneció de brazos
cruzados, sin tomar acción alguna contra
quienes habían causado los desmanes.
Quizás uno de los mayores errores
iniciales de Fox fue no meter preso a
algún pez gordo de la corrupción en el
sexenio anterior, como lo habían hecho
sus predecesores priístas, Salinas de
Gortari y Zedillo, para entrar al poder
pisando fuerte. Asimismo, decidió no
apoyar la propuesta de varios miembros
de su gabinete, liderados por el
canciller Jorge Castañeda y el consejero
de Seguridad Nacional Adolfo Aguilar
Zinser, de crear una «Comisión de la
Verdad» para esclarecer las
desapariciones y otras violaciones a los
derechos humanos cometidas por el
Estado a fines de la década de los
sesenta. Aunque se trataba de una
promesa de campaña del «gobierno del
cambio», la idea fue desechada por
recomendación de Creel a los pocos
meses del nuevo gobierno.
Las aspiraciones de la
primera dama
A medida que avanzaba el sexenio de
Fox, el presidente permitió que su
esposa, Marta Sahagún, removiera las
arenas políticas y monopolizara la
atención pública con un permanente
jugueteo sobre sus presuntas intenciones
de presentarse como candidata en 2006.
Era un proyecto político que
probablemente nació como un globo de
ensayo para una posterior candidatura
de mejor jerarquía —a la regencia de
Ciudad de México o a una banca en el
Senado—, pero que contradecía
radicalmente las promesas del
«gobierno del cambio» de terminar con
la tradición de los presidentes del PRI
de nombrar a sus sucesores por
«dedazo» y de utilizar los resortes del
poder del Estado para posibilitar su
elección.
Las noticias sobre las ambiciones de
Sahagún no eran inventos de la prensa:
en muchas ocasiones, eran alentadas por
su propio despacho. Cuando a
comienzos de 2004 le pregunté al
vocero de la primera dama, David
Monjaraz, si las especulaciones
periodísticas sobre una candidatura de
Sahagún no eran disparatadas, me
respondió con una sonrisa cómplice que
las encuestas mostraban un gran apoyo a
la primera dama. Cuando le pedí una
reacción oficial, señaló: «Marta ha
dejado abiertas todas las opciones. No
ha dicho que sí, ni ha dicho que no»[21].
Y cuando meses después le pregunté a la
propia Sahagún en mi programa de
televisión si estaba pensando en una
candidatura cuando terminara el sexenio,
respondió: «No es el momento de
poderme yo definir por ninguna
candidatura. No tengo ahorita la
obligación de hacerlo. Pero de lo que
estoy absolutamente segura es de que en
su momento lo tendré que hacer con
apego estricto a la responsabilidad y a
mi propia conciencia»[22].
Los propios jerarcas del partido
gubernamental veían las aspiraciones de
la primera dama como un elemento que
perturbaba la agenda del gobierno.
«Ella, como muchos otros, está en su
derecho de buscar esa candidatura si así
le conviene a su proyecto personal. Pero
es una verdadera locura estar hablando
de candidatos a mitad del sexenio», me
dijo en ese momento el jefe de la
bancada del PAN en el Senado, Diego
Fernández de Cevallos. «Creo que de
manera increíble estamos perdiendo el
momento histórico para hacer en esta
administración los grandes cambios en
materia hacendaria y jurídica que tanta
falta están haciendo para mejorar las
condiciones de los 100 millones de
mexicanos». En lugar de ser una
meritocracia, México corría el riesgo de
convertirse en una «maritocracia»[23].
En julio de 2004, las intromisiones
políticas de la primera dama se habían
vuelto tan frecuentes en el seno del
gobierno que el «supersecretario»
privado de Fox, Alfonso Durazo, huyó
despavorido. Frustrado por lo que veía
como incesantes interferencias de
Sahagún en las decisiones del gobierno,
escribió en su carta de renuncia que era
necesario «acabar con la idea cada vez
más generalizada de que el poder
presidencial se ejerce en pareja»[24].
¿Por qué Fox, en la cima de su
popularidad, no había tomado una
postura más firme contra la corrupción y
los abusos a los derechos humanos de
los gobiernos priístas? «Después de la
elección de 2000, el PRI estaba
anonadado, estupefacto, maltrecho. Ése
era el momento para promover las
divisiones y usarlas en su favor. Ésa era
la coyuntura para seducir con zanahorias
y castigar con garrotes. Ésa era la hora
para ofrecer cogobierno a los
modernizadores y persecución a los
corruptos. Ésa era la hora para ofrecer
inmunidad a los aliados potenciales y el
peso de la ley a todos los demás… Con
esa estrategia hubiera construido
mayorías en el Congreso y desarticulado
el frente unido que después enfrentó
allí», concluiría hacia el final del
sexenio la analista política Denise
Dresser[25].
Cuando les pregunté a varios
miembros del gabinete mexicano por
qué Fox había sido tan cauto, tan
temeroso de arriesgar la paz con las
cúpulas políticas, aun cuando esto
significaba la paralización del país, la
respuesta era casi siempre la misma: el
secretario de Gobernación, Creel, había
convencido al presidente de que estaba
a punto de obtener el apoyo del PRI en el
Congreso para aprobar las reformas
fiscales, laborales y energéticas que le
darían un empujón sustancial a la
economía mexicana. No se podía poner
en peligro el futuro económico del país,
argumentaba Creel. Pero la estrategia
resultó desastrosa: cinco años después,
y tras numerosos anuncios de que el
gobierno estaba a un paso de lograr los
votos en el Congreso para aprobar
algunas de las reformas, Fox permanecía
con las manos vacías. El Congreso
nunca aprobó las reformas económicas
propuestas por el gobierno, ni disminuyó
sus ataques contra él, ni el gobierno
cumplió su promesa de campaña de
castigar los abusos de gobiernos
anteriores. Para muchos, el PRI se pasó
cinco años jugando con la buena
voluntad del secretario de Gobernación.
«A Creel le faltó mano firme», me
señaló Calderón, el excoordinador de la
bancada del PAN en el Congreso, que
luego pasaría a ser secretario de Energía
y aspirante presidencial de su partido,
en momentos de su campaña interna
contra Creel a mediados de 2005.
«Cualquiera le tomaba la medida[26]».
El negociador
conciliador
Por su personalidad y la trayectoria de
abogado corporativo especializado en
negociaciones con el gobierno, Creel
era un negociador —y conciliador—
nato. Había ingresado tarde en la vida
política, cuando estaba por cumplir los
40 años, en 1993. Hasta entonces, había
sido un abogado de Noriega y Escobedo
Asociados, uno de los bufetes de
abogados más tradicionales de México,
fundado en 1934, y que en años
recientes se había especializado en
representar a corporaciones en
proyectos de privatización,
especialmente en la industria de las
telecomunicaciones, puertos y
aeropuertos. En 1993 aceptó una
invitación para participar en la
organización de un plebiscito para
decidir si la capital del país debería
elegir a sus propias autoridades. Al año
siguiente fue designado miembro de la
comisión interpartidaria para investigar
las controvertidas elecciones para
gobernador de Tabasco, que el priísta
Madrazo se había adjudicado en medio
de las denuncias de fraude de López
Obrador. Aunque no era miembro formal
del PAN, se destacó en esa misión como
un hombre conciliador, capaz de forjar
amistades personales con varios de sus
colegas izquierdistas del PRD. Tras ser
electo diputado independiente en una
boleta de un partido aliado al PAN en
1997, se presentó como candidato a la
jefatura de Ciudad de México en 2000.
Perdió, pero el triunfante presidente
electo Fox lo rescató y lo nombró para
el principal puesto político de su
gabinete, secretario de Gobernación.
«¿Por qué no apresaron a ningún pez
gordo de la corrupción del PRI?», le
pregunté a Creel poco después de que
abandonó el gobierno para competir por
la candidatura presidencial de su partido
para las elecciones de 2006. Él
respondió que había otras prioridades,
como «un cambio en paz, un cambio con
estabilidad política, un cambio que
permitiera mantener la estabilidad
económica. ¿Se podrían haber hecho
algunas cosas? Sí, pero poniendo en
riesgo la estabilidad»[27].
Su respuesta me pareció pobre, a
menos que Creel —que había tenido a su
cargo los principales organismos de
inteligencia del gobierno— supiera algo
que el resto de nosotros no supiéramos
sobre las amenazas a la estabilidad
política mexicana a principios del
sexenio. ¿Había alguna amenaza oculta?
¿Estaban en condiciones el PRI y el PRD,
tras perder las elecciones, de alterar el
orden público? Viendo que su respuesta
no me había convencido, insistió en que
el gobierno había actuado de la manera
en que lo había hecho por principios,
para diferenciarse de las arbitrariedades
del pasado. Era evidente que Fox podría
haber seguido los pasos de Salinas de
Gortari cuando había apresado en 1989
al líder sindical Joaquín Hernández
Galicia, alias «La Quina», por todo tipo
de delitos, «sembrando cosas» y
soslayando algunos procedimientos
legales, explicó Creel, «pero era obvio
que de esa manera no íbamos a
proceder». «Mucha gente quería sangre,
querían espectáculo, querían ver al muy
poco tiempo a los peces gordos detrás
de rejas. Nosotros tomamos medidas
muy poco espectaculares, pero que a la
postre le van a dar mucha solidez a
nuestro país», agregó[28].
¿Por qué no se había formado una
«Comisión de la Verdad» para
esclarecer los crímenes de los años
sesenta y setenta, cosa que también le
hubiera dado al gobierno una
herramienta de presión al PRI?, le
pregunté a Creel acto seguido. Porque
legalmente no hubiera llevado a ningún
procedimiento contra los culpables,
respondió el exsecretario de
Gobernación. Para castigarlos, era
preciso que la Corte Suprema primero
revocara las leyes según las cuales
varios de estos delitos ya habían
prescripto. De poco hubiera servido una
«Comisión de la Verdad» que señalara a
los culpables sin que se pudiera hacer
nada contra ellos, dijo. Nuevamente,
«decidimos el triste y aburrido camino
de la institucionalidad, y hoy en día la
Corte ya dijo que el genocidio en el país
es imprescriptible. Esto es un logro del
presidente Fox y un éxito sobre el
debate de quienes querían la “Comisión
de la Verdad”»[29]. ¿Y por qué habían
invertido todo el capital político de los
primeros meses del gobierno en buscar
un acuerdo en Chiapas, donde la guerra
había terminado seis años antes?,
pregunté. Eso había sido un error del
gobierno, admitió Creel. Pero no había
sido una idea suya, sino de Aguilar
Zinser, Castañeda y el entonces
encargado de Comunicación Social,
Rodolfo “El Negro”. Elizondo, que
«estaban muy embolotados en lo que
había sido la parte del zapatismo»,
respondió[30].
Según recuerda Castañeda, sin
embargo, Creel nunca se opuso a la
idea, «y hubiera sido inconcebible que
Fox hubiera decidido algo así, en
asuntos de política interna, en contra de
su secretario de Gobernación y a favor
del canciller»[31]. En cuanto al hecho de
que el gobierno de Fox no hubiera
logrado aprobar ninguna reforma
económica o política sustancial, la
respuesta de Creel era que había sido
políticamente imposible: México tiene
un sistema presidencial sin segunda
vuelta, lo que ha resultado en un
gobierno de minoría en que «los que
estaban frente a nosotros, que eran el 58
por ciento (en el Congreso), no traían
dentro de su agenda ni la reforma fiscal,
ni la reforma laboral ni la reforma
energética, ni mucho menos la de
telecomunicaciones»[32]. Por eso urgía
una reforma política para crear una
segunda vuelta electoral, o un gobierno
de gabinete, para pasar a ser una
democracia de mayoría legislativa,
concluyó.
El error de septiembre
Finalmente, le pregunté a Creel si él no
había sido el responsable del mal
manejo del gobierno de Fox en sus
relaciones con los Estados Unidos
después de los ataques terroristas del 11
de septiembre de 2001. Aunque nunca
me había parecido objetable el voto de
México en el Consejo de Seguridad de
las Naciones Unidas sobre la decisión
de Bush de invadir Irak sin pruebas de
que el dictador iraquí Saddam Hussein
estaba desarrollando armas de
destrucción masiva, ni me parecían mal
las críticas posteriores de Fox a la
intervención militar de los Estados
Unidos en Irak sin el visto bueno de la
ONU, el gobierno mexicano había
actuado con torpeza en los días
posteriores a los ataques de septiembre.
Mientras Canadá y Europa ofrecían
su solidaridad absoluta a los Estados
Unidos, México se había demorado en
expresar abiertamente su apoyo a su
vecino. No hizo flamear su bandera a
media asta ni siquiera en memoria de los
mexicanos que murieron en las Torres
Gemelas de Nueva York, ni realizó
ningún gesto simbólico —como enviar
un grupo de enfermeras o bomberos
voluntarios— que le hubiera generado
enormes réditos propagandísticos en
Estados Unidos sin sacrificar un ápice
de su independencia política. Tras los
ataques, México se quedó paralizado.
Para un país que depende de los Estados
Unidos para casi el 90 por ciento de su
comercio, que estaba buscando
desesperadamente un acuerdo migratorio
y que gastaba millones de dólares en
cabildeos ante el Congreso
estadounidense, era una postura tonta,
que les daría munición adicional a los
sectores aislacionistas en Washington
que votaban en contra de cualquier
medida de integración con México. Fox
envió un mensaje protocolar de apoyo a
Washington, pero su gobierno se
enfrascó en una polémica semántica —y
totalmente estéril— sobre hasta qué
punto México debía apoyar a los
Estados Unidos. El canciller Castañeda
declaró inmediatamente después de los
ataques que México no debía retacear su
apoyo a los Estados Unidos, pero Creel
lo contradijo públicamente, señalando
que no se podía prestar un apoyo
incondicional a Washington. Según
varios testigos, Creel argumentaba ante
Fox que si México tomaba una postura
demasiado proestadounidense, se
perdería el apoyo del PRI para la
reforma fiscal que tanto ansiaba el
presidente.
Cuando Canadá y los entonces
aliados europeos de Washington
ofrecieron todo tipo de ayuda a los
Estados Unidos, y comenzaron a llover
las críticas de que México, el segundo
mayor socio comercial de Washington,
era reacio a solidarizarse con las
víctimas del ataque terrorista, los once
miembros del gabinete más cercanos a
Fox durante su primer año de gobierno
sostuvieron una reunión de emergencia
en las oficinas del presidente para
evaluar qué hacer. Según recuerda el
entonces canciller Castañeda, «alguien,
creo que (el gobernador del Banco de
México, Guillermo). Paco Ortiz, hizo la
propuesta de que al salir Fox al balcón
para dar el grito (de la independencia)
el 15 de septiembre, pidiera un minuto
de silencio por los mexicanos, los otros
latinoamericanos, los chinos, y todos los
demás que murieron en las Torres
Gemelas, y “por supuesto también para
nuestros vecinos y socios
norteamericanos que constituyen la
mayoría de las víctimas”. Incluso, si
había rechifla, estaba programado que
se apagara el sonido ambiental de la
televisora»[33]. La propuesta fue
aprobada. Sin embargo, cuando Fox
salió al balcón a dar el grito, no pidió el
minuto de silencio. «Nunca supimos por
qué», dice Castañeda. El excanciller
recuerda haber sospechado que Creel
estaba entre quienes podrían haber
disuadido al presidente a último
momento, aunque admite no tener
pruebas.
Simultáneamente, la primera dama
estaba proponiendo hacer un gesto
simbólico para evitar que el silencio de
su país resultara en un desastre de
relaciones públicas: sugirió que se la
dejara convocar a un acto de solidaridad
con las víctimas del terrorismo en los
jardines de la casa presidencial de Los
Pinos, donde ella donaría sangre para
los heridos de los ataques del 11 de
septiembre ante los fotógrafos de las
agencias internacionales de noticias. La
foto de la primera dama donando sangre
sería más efectiva desde un punto de
vista de relaciones públicas que todo el
dinero que México gastaba en cabildeos
en Washington. Sin embargo, la idea de
Sahagún fue rechazada dentro del
gabinete. «Quise hacerlo, pero no me
dejaron», le comentó ella poco después
a un visitante extranjero[34]. Creel había
bloqueado la idea, había dicho la
primera dama. ¿El motivo? No
antagonizar con la oposición priísta en
el Congreso.
«¡Mentiras!», me dijo Creel cuando
le pregunté sobre ambas iniciativas. «Lo
que hubo fue una declaración mía sobre
que una nación no apoya a otra
incondicionalmente. Punto. Ésa fue mi
declaración[35]» Otra figura clave del
gabinete de Fox, el jefe de la Oficina de
la Presidencia para la Innovación
Gubernamental, Ramón Muñoz, me dio
una explicación más autocrítica y más
plausible: el reciente gobierno de Fox
estaba concentrado de lleno en la
política interna en ese momento, y le
había faltado experiencia internacional
para dar una respuesta rápida y
apropiada. «Más que una reacción
ideológica, fue un pasmo derivado de no
estar acostumbrado a manejar este tipo
de contingencias a nivel internacional.
No estaba la maquinaria preparada. No
había la capacidad de respuesta», me
dijo Muñoz en una entrevista[36]..
Aunque los Estados Unidos nunca
habían admitido oficialmente que había
malestar alguno con México, la relación
se deterioró significativamente. Años
después, en una entrevista para este
libro, el entonces jefe del Departamento
de Asuntos Hemisféricos del
Departamento de Estado, Otto Reich,
admitió por primera vez que Bush estaba
«profundamente dolido» con México, y
con Fox. «Fue como cuando un amigo se
vuelve contra ti. Fue exactamente ese
sentimiento. No fue exactamente enojo,
sino más bien decepción», recordó
Reich[37].
«Nosotros no esperábamos que
México enviara tropas a Afganistán»,
me dijo Reich. Bush sabía que México
tenía una tradición de no intervención en
conflictos armados, y que —por más
grande que fuera su amistad con Fox—
el presidente mexicano no podía
comprometerse a un apoyo militar sin
pagar un altísimo costo político.
Además, el ejército mexicano no tenía ni
el equipamiento ni la experiencia en
operaciones internacionales, con lo que
podría haber hecho una contribución
más que simbólica en la invasión a
Afganistán. Sin embargo, Bush esperaba
un gesto de solidaridad. Según recuerda
Reich, «lo que sorprendió a todo el
mundo (en la Casa Blanca) no era que
los mexicanos no ofrecieran tropas, sino
que no hubieran hecho algo más para
expresar su dolor por lo que había
pasado. Varios días transcurrieron
después del 11 de septiembre… y nada.
En cambio, México se enfrascó en un
debate interno sobre qué debían hacer.
¿Te imaginas? Es como si se muere la
madre de tu vecino, y en lugar de
expresar tus condolencias, empiezas a
tener una disputa sobre, y, bueno, la
verdad es que era un poco ruidosa, y
muchas veces no saludaba… Les tomó
un buen rato expresar sus condolencias.
Y después, no ofrecieron nada. Todos
los países del mundo que ofrecieron
ayuda fueron mucho más lejos, y algunos
tenían muchos menos recursos. México
no lo hizo. Y creo que eso fue un golpe
duro para Bush». Cuatro años después,
el gobierno de Fox recuperaría parte de
la confianza de Washington cuando
México envió un convoy con cocineros
militares y alimentos para las víctimas
del huracán Katrina en Nueva Orleans.
Pero se habían perdido años clave, que
habían consumido casi toda la
presidencia de Fox y el primer mandato
de Bush.
El protagonismo de Creel antes y
después del 11 de septiembre lo había
llevado a permanentes desencuentros
con quien luego sería su principal rival
para la candidatura del PAN en 2006,
Calderón. Durante todo el gobierno de
Fox, Calderón había tratado —casi
siempre infructuosamente— de
convencer al presidente de que no
delegara todas las negociaciones con la
oposición en Creel, y de que Fox tomara
en sus manos las relaciones con
miembros claves del Congreso. Pero
Calderón se quejaba de que, incluso
cuando lideraba la bancada del PAN en
el Congreso, estaba aislado del
presidente. «Yo era el que más hablaba
con Fox, y sólo hablé con él tres veces
en un año, porque Santiago le decía que
tenía todo controlado», me dijo en una
entrevista[38]. En una oportunidad,
Calderón le había sugerido a Fox que
hiciera como el presidente de Colombia,
Álvaro Uribe, que llamaba
personalmente a los legisladores de
oposición, o como Clinton, que hacía lo
mismo. «Aquí eso no ocurrió nunca.
Cuatro días antes de la votación del
presupuesto, le decían a Fox que iba a
haber una reforma fiscal. Yo le dije: “Se
están riendo de nosotros”, y tenía
razón», me comentó. Aunque luego de su
paso por el gabinete como secretario de
Energía y su posterior salida del
gobierno muchos lo dieron como caído
en desgracia, Calderón nunca había
perdido apoyo dentro de su partido. El
11 de septiembre de 2005, contra todas
las previsiones, Calderón le ganó a
Creel la primera elección primaria por
la candidatura del PAN. Su lema de
campaña, «Mano firme, pasión por
México», y su estilo sincero y frontal al
mismo tiempo le habían asestado un
duro golpe a las esperanzas
presidenciales del exsecretario de
Gobernación.
El regreso de los
dinosaurios
El 3 de julio de 2005, el PRI arrasó en
las elecciones para gobernadores del
poderoso estado de México, el más
poblado del país, y de Nayarit, en las
que serían las últimas contiendas
estatales de importancia antes de las
elecciones presidenciales de 2006. El
PRI ganó la elección en medio de
acusaciones de que había excedido
todos los topes legales de gastos de
campaña. Pero, como en los viejos
tiempos, eso no le quitaría el sueño a la
dirigencia priísta: el asunto se dirimiría
en los tribunales, y en el peor de los
casos el PRI recibiría una palmadita en
la mano y pagaría una multa manejable.
En momentos en que México entraba en
la campaña de 2006, el PRI gobernaba
18 de los 31 estados, incluidos algunos
de los más grandes, y unos 1500 de los
2300 municipios del país, incluidas
grandes ciudades como Tijuana, Ciudad
Juárez y Monterrey, a la que había
recuperado desde su salida del poder en
2000. Los «dinosaurios» del PRI estaban
de regreso, y si lograban llegar a la
elección presidencial sin fracturas
internas terminales, tenían buenas
posibilidades de volver al poder en
2006.
No había duda de que, incluso
después de su triunfo en el estado de
México, el PRI tenía ante sí una batalla
cuesta arriba para ganar la presidencia:
una encuesta del diario Reforma
mostraba que López Obrador llevaba
una ventaja de 11 puntos sobre su rival
más cercano. Tenía un 36 por ciento de
apoyo, seguido por el entonces
presidente del PRI, Madrazo, con 25, y
Creel, con 24[39]. El senador Camacho,
el estratega de las relaciones
internacionales de López Obrador, decía
confiado que «a diferencia de lo que
pasó en 2000, no creo que las encuestas
cambien mucho entre hoy y la elección
de 2006. El número de votantes
indecisos esta vez es mucho menor»[40].
Sin embargo, los funcionarios del
PRI estaban seguros de que podían ganar
si lograban superar sus feroces luchas
internas por la candidatura del partido.
Su optimismo se basaba, en primer
lugar, en que las encuestas que
mostraban una gran ventaja de López
Obrador habían sido realizadas cuando
el alcalde de Ciudad de México era la
noticia del día, no sólo por sus
conferencias de prensa matinales sino
porque acababa de ganar su pelea contra
el gobierno por el desafuero. En la
medida en que el incidente pasara al
olvido y López Obrador ya no estuviera
en su cargo de regente, donde era el
centro de la atención pública, su
popularidad caería indefectiblemente,
confiaban los dirigentes priístas.
Además, las encuestas mostraban que el
PRI, como partido, estaba en el primer
puesto en las preferencias nacionales.
Cuando se les preguntaba por cuál
partido votarían en 2006, el 25 por
ciento de los encuestados decía el PRI,
mientras el 23 decía el PRD, y el 21 el
PAN[41]. En tercer lugar, con 18
gobernaturas y más de 1500 municipios,
el PRI tenía un aparato político
impresionante para «acarrear»
empleados públicos a sus mítines de
campaña y llevarlos a las urnas el día de
la votación. Y para las nuevas
generaciones que no conocían mucho su
tradicional camaleonismo político, el
PRI podía asumir ahora un discurso
confrontacional que les caía bien a
muchos potenciales votantes. «Cuando
estábamos en el poder, no podíamos ser
muy críticos del gobierno ni abanderar
muchas causas sociales. Ahora,
podemos», me señaló David Penchyna,
un alto funcionario del PRI[42].
Tras varias visitas a México a fines
de 2005, me llevé la impresión de que la
confianza de los priístas en su regreso al
poder no era una fantasía. Había un
nuevo clima político en México que
beneficiaba al PRI, por razones
independientes de lo que decía o dejaba
de decir ese partido. Esto se debía a que
el gran ganador en las recientes
elecciones del estado de México y
Nayarit había sido la apatía política. El
que un 60 por ciento de los votantes
registrados del estado se hubiera
quedado en su casa el día de la votación
era un mal augurio para la democracia
mexicana, pero uno bueno para el PRI.
Reflejaba el creciente desencanto de los
mexicanos con la política. El gobierno
de Fox no había cumplido con su
promesa de campaña de ser «el
gobierno del cambio». Según una
encuesta del periódico Reforma, el 66
por ciento de los mexicanos pensaban
que el partido de Fox había sido «igual
al PRI» o «peor que el PRI»[43]. El
estancamiento del país había llevado a
muchos a la conclusión de que «todos
los políticos son iguales».
Y en un escenario de apatía política
y poca participación electoral, los
partidos con mayores ventajas en las
elecciones presidenciales serían los que
tenían más dinero, más votos cautivos
por los programas clientelistas de sus
gobernadores y alcaldes, y menos
escrúpulos para evadir topes de
campaña y otras leyes electorales. En
otras palabras, el PRI estaba muy bien
posicionado para hacer una buena
elección en 2006.
El lastre de Madrazo y
el desafío de Montiel
El principal problema del PRI era
Madrazo, el presidente del partido, que
tenía en sus manos el aparato político
para convertirse en el candidato para las
elecciones presidenciales de 2006, o en
su defecto el poder detrás del trono
dentro del PRI. Si los priístas eran el
partido de los dinosaurios autoritarios
que habían gobernado México por más
de siete décadas, Madrazo era el
tiranosaurio mayor. Su padre era Carlos
Alberto Madrazo Becerra, que había
ejercido los mismos cargos que
ocuparía su hijo Roberto años después:
gobernador de Tabasco y presidente del
PRI. El padre de Madrazo tenía la
reputación de haber sido un luchador
por la democratización del partido, pero
su carrera no había sido un cuento de
hadas: en la década del cuarenta, siendo
diputado federal por Tabasco, había
sido desaforado y acusado por la
Procuraduría General de la República
de haber lucrado con la expedición de
tarjetas migratorias a los mexicanos que
querían sumarse al «programa bracero»,
por el cual podían sustituir
temporalmente a los estadounidenses
que dejaban sus trabajos para combatir
en la Segunda Guerra Mundial. Madrazo
Becerra pasó casi nueve meses en la
cárcel, tras ser hallado culpable de
abuso de influencia, en lo que sus
defensores dijeron eran cargos
inventados por sus enemigos políticos
dentro del partido para castigarlo por su
apoyo a un precandidato presidencial no
apoyado por la dirigencia del partido.
Posteriormente fue exculpado, volvió a
la política y murió en un accidente aéreo
en 1969[44].
Roberto Madrazo se crió en la
crema y nata de la oligarquía política
priísta. De chico, cuando su padre era
gobernador de Tabasco, jugaba con los
hijos de los jerarcas del partido que
venían a visitar al gobernador los fines
de semana. Entre sus compañeros de
juegos —que luego serían sus
principales protectores a lo largo de su
carrera política— estaban Carlos y
Jorge Hank Rohn, los hijos del
supermillonario (aunque admitía que
había nacido en la pobreza y hecho toda
su carrera en el sector público). Carlos
Hank González, y Carlos, Raúl y
Enrique Salinas de Gortari, los hijos del
secretario de Economía Raúl Salinas
Lozano[45].
Madrazo tenía 16 años cuando
ocurrió el accidente aéreo en que murió
su padre, y había pasado su
adolescencia entre Tabasco, donde se
quedaba muchos fines de semana, y
Ciudad de México, donde estudiaba. En
la UNAM, donde obtuvo su licenciatura
en Derecho, fue un buen estudiante: no
reprobó ninguna materia y terminó la
carrera en cinco años con un promedio
de 9,2 con mención honorífica[46]. Ya
por entonces, bajo la protección de
Hank González, se afilió al PRI y
comenzó a escalar posiciones dentro de
la Confederación Nacional de
Organizaciones Populares, uno de los
tantos «sectores» del sistema
corporativo del partido oficial. Así fue
como llegó a diputado federal por
Tabasco con apenas 24 años, a pesar de
que no había vivido en Tabasco ni tenía
mucho de origen «popular».
Poco después, cuando Hank
González fue nombrado regente de
Ciudad de México, el joven Madrazo
trabajó directamente en varios puestos
municipales para su protector político,
que ya se estaba convirtiendo en uno de
los hombres más ricos —y cuestionados
— de México. Cuando su amigo de
infancia Carlos Salinas llegó al poder
tras las elecciones y nombró a Hank
González sucesivamente secretario de
Turismo y luego de Agricultura,
Madrazo se convirtió en uno de los
jóvenes políticos del círculo íntimo del
nuevo gobierno. Trabajó en la campaña
presidencial de Salinas en 1988, y luego
—como senador y más tarde diputado
federal— fue uno de los principales
defensores en el Congreso del
cuestionado triunfo electoral del
gobierno salinista. Cuando llegaba a su
fin el sexenio de Salinas, el PRI nombró
a Madrazo como candidato a gobernador
de Tabasco. Poco después, levantaba las
manos proclamándose ganador de las
elecciones del estado en 1994, y —a
pesar de una ola de indignación nacional
tras conocerse los documentos que
probaban las violaciones a las leyes
electorales de su campaña, y de las
presiones del presidente Zedillo para
que renunciara— se aferró a su sillón en
el palacio gubernamental. Más tarde
sería designado presidente del PRI,
desde donde orquestaría su candidatura
para las elecciones presidenciales de
2006.
Madrazo tenía a su favor ser un
orador fogoso, que podía dar una buena
pelea en un debate presidencial y que —
con un buen marketing político— podía
llegar a proyectar una imagen de
eficiencia. Su físico lo ayudaba: es,
hasta el día de hoy, corredor de
maratones, y no tiene un gramo de grasa
en el cuerpo. Un detalle que me llamó la
atención en las dos o tres oportunidades
en que lo entervisté es su increíble
pulcritud personal: sus uñas parecen
cuidadas a diario, y no tiene un pelo
fuera de lugar[*]. Y, a diferencia de
López Obrador, tenía algo de roce con el
mundo exterior, ya que había hecho un
posgrado en urbanismo en la
Universidad de California en 1981, y
era un viajero frecuente a la Florida.
Sin embargo, Madrazo todavía era
visto por la mayoría de los mexicanos
con memoria política como el protegido
de Hank González, el defensor del
cuestionado triunfo de Salinas en 1988 y
el artífice del fraude electoral de
Tabasco en 1994. Sus asesores de
imagen tendrían que gastar una fortuna
para remontar esa imagen en 2006.
Hasta su propia número dos en el PRI,
Elba Esther Gordillo, aparecía en la
prensa internacional describiendo a
Madrazo como «mentiroso y
corrupto»[47].
Y el exgobernador del estado de
México, Arturo Montiel, había salido a
disputarle la nominación presidencial
del PRI con el apoyo de una gran
cantidad de priístas que no formaban
parte de la jerarquía del partido.
Montiel, al igual que Madrazo, un
representante de los «dinosaurios» del
PRI que también venía del grupo político
de Hank González, se había rodeado de
varios asesores cosmopolitas para
presentarse como un político más
moderno que su rival dentro del partido.
El principal desafío que enfrentaban
Madrazo y Montiel no era sólo vencer a
los candidatos de otros partidos, sino
resolver su contienda interna
pacíficamente y llegar unidos, con el
aparato político intacto, a las elecciones
presidenciales de 2006.
La apuesta de Fox
para 2006
En la residencia oficial de Los Pinos, la
visión generalizada en el círculo íntimo
de Fox era que, a pesar de que López
Obrador estaba muy por encima en las
encuestas, el enemigo a vencer para el
partido del gobierno en 2006 no era el
candidato de izquierda, sino el PRI. Y
aunque el partido de Fox, el PAN, estaba
último en muchas encuestas a fines de
2005, el oficialismo estaba confiado en
hacer una muy buena elección en 2006.
¿En qué se basaban los panistas para
ser optimistas, cuando las encuestas
mostraban una gran desilusión con el
gobierno? Muñoz, el principal estratega
de Fox, me señaló que López Obrador
ya había llegado al tope de su
popularidad tras el episodio del intento
fallido de desafuero, y que de allí en
más era muy probable que fuera cuesta
abajo. La ventaja que tenía López
Obrador en las encuestas hacia fines de
2005 no significaba mucho: en
noviembre de 1999, el entonces
candidato del PRI Francisco Labastida
había estado 21 puntos arriba en las
encuestas y luego había perdido las
elecciones, recordó. A diferencia de sus
dos contendientes, López Obrador no
planeaba realizar una primaria en su
partido, lo que le restaría varias
semanas de publicidad gratuita en los
medios. Y tras dejar el gobierno de
Ciudad de México, ya no disponía de la
tribuna diaria en la televisión. Además,
tenía poderosos enemigos internos en su
partido, empezando por el excandidato
presidencial del PRD, Cuauhtémoc
Cárdenas. «Mi tesis es que López
Obrador ya llegó al tope, y no tiene
forma de crecer. Y en su partido está
como en un canasto de cangrejos, en que
un cangrejo trata de salir, y los demás de
su grupo tratan de bajarlo», señaló
Muñoz[48]. Lo que era aun más
importante, el candidato de la izquierda
era un adversario relativamente
conveniente para el partido de Fox: «Es
un hombre que no representa una visión
de modernidad. Ése puede ser su punto
débil más importante. No habla inglés,
no tiene idea sobre el resto del mundo»,
dijo Muñoz[49].
El PRI, en cambio, era visto en Los
Pinos como un adversario formidable.
«Están haciendo un mejor trabajo que el
PRD para regresar al poder en 2006»,
señaló Muñoz. Como partido, el no estar
atado a la presidencia le permitía al PRI
presentarse como una opción de cambio,
y el control de los estados más ricos del
país le daba una enorme cantidad de
dinero para la campaña. Aunque
Madrazo podría representar una carga
muy fuerte para el partido, el PRI tenía
un aparato político bien aceitado, y en
un escenario de abstencionismo podría
ser el mayor beneficiado.
Pero, según Muñoz, el partido de
Fox haría una elección mucho mejor de
lo que muchos esperaban, entre otras
cosas porque, aunque el gobierno no era
muy popular, Fox sí lo era. «Mis
cálculos son que para julio de 2006, el
presidente Fox va a estar entre 7,5 y 8
puntos de calificación en las encuestas,
y con porcentajes de popularidad de
entre 65 y 70 puntos. No tengo la menor
duda de que el gobierno del presidente
Fox va a terminar bien», dijo Muñoz.
Cuando le manifesté mi escepticismo y
le pregunté qué le hacía pensar eso,
respondió: «Por lo que vamos a hacer en
lo que resta del gobierno. Un gobierno
aquí, y en cualquier lado, le mete muy
duro durante varios años a sembrar, y
luego al cierre tiene lista la cosecha
para entregar a los ciudadanos. Y
nosotros vamos a cerrar lo más alto que
podamos en materia de obras públicas,
salud y cuestiones sociales».
¿Qué tenían planeado para cerrar el
sexenio?, pregunté. El gobierno de Fox
centraba sus esperanzas en educación y
salud. Su estrategia era llegar a las
elecciones de 2006 anunciando que
todas las escuelas del país ya contaban
en sus quinto y sexto grados con
Enciclomedia, el nuevo sistema
educativo copiado de las escuelas
británicas, que permitía a los niños
seguir las páginas de sus libros de texto
en un pizarrón electrónico. Se trataba de
una tecnología asombrosa, por la cual
cualquier estudiante podía pasar al
frente, tocar una palabra subrayada que
le interesaba en la pizarra, y —como en
cualquier computadora— acceder a un
video explicativo. Si el libro de texto
hablaba de las pirámides mayas, por
ejemplo, el niño tocaba las palabras
«pirámides mayas» en el pizarrón, y
toda la clase podía ver un documental de
dos o tres minutos, con música, sobre
las pirámides mayas. «Para agosto de
2006, ya tendremos unas 115 mil aulas
equipadas, o el ciento por ciento de las
aulas de quinto y sexto grado. Si me
preguntaras con qué me quedo de todo el
gobierno, te diría que con esto», me dijo
Muñoz[50]. Y el gobierno de Fox tenía
planeado anunciar la cobertura universal
de salud pública a fines de 2006, antes
de que el presidente entregara el mando
el 1 de diciembre de ese año. Eran
medidas que, además de las obras
públicas locales que todo gobierno deja
para último momento a fin de que
queden frescas en la memoria de los
votantes, le podrían dar al partido de
gobierno un viento a favor hacia el final
de la carrera presidencial, o por lo
menos sacarlo del último puesto.
«Arquitectónicamente
condenados a la
parálisis»
¿Podrá México recuperar el terreno
perdido ante China, India y Europa del
Este tras las elecciones de 2006?
Probablemente no, a menos que el
gobierno entrante —aprovechando su
luna de miel inicial con el electorado—
tome el toro por las astas y logre
cambiar la Constitución, para destrabar
los escollos estructurales que
impidieron aprobar reformas
importantes durante el gobierno de Fox.
México había pasado de los gobiernos
autoritarios del PRI al gobierno
dividido, con un presidente sin mayoría
en el Congreso cuyas iniciativas más
importantes eran bloqueadas
rutinariamente por la oposición. Y todo
indicaba que eso seguiría así,
independientemente de quién ganara la
elección. El hecho de que hubiera tres
partidos mayoritarios —el PRI, PAN Y
PRD— y no existiera una segunda vuelta
electoral prácticamente garantizaba que
el próximo presidente llegaría al poder
con una minoría de alrededor de un
tercio de los votos y una mayoría
obstruccionista en el Congreso.
«Estamos arquitectónicamente
condenados a la parálisis», me señaló el
senador priísta Genaro Borrego, uno de
los dirigentes del ala modernizante del
partido de los dinosaurios[51]. Creel,
desde el PAN, coincidió, señalando que
es urgente aprobar reformas políticas,
porque «este sistema que tenemos no
tiene incentivos de colaboración… Si
aquí el argumento es que solamente la
voluntad política y el altruismo nos van
a llevar adelante, eso nos va a conducir
al fracaso»[52]. Y, desde la izquierda, el
PRD decía —con razón— que nadie
había presentado tantas propuestas para
destrabar el gobierno dividido como los
legisladores perredistas.
Sin embargo, a pesar de que todos
coincidían en el problema, los intereses
de quienes se veían con las mejores
posibilidades de ganar la próxima
presidencia siempre habían terminado
por bloquear las reformas políticas.
«Todos están de acuerdo con las
generalidades y los lugares comunes,
pero en el momento en que entras al
detalle, se rajan», resumió el excanciller
Castañeda, que tras su salida del
gobierno había iniciado una quijotesca
campaña presidencial independiente,
por fuera de los tres partidos
mayoritarios[53].
Para superar su parálisis política,
México debería cambiar su Constitución
para permitir las reformas que lograrían
quebrar su parálisis política: una
segunda vuelta electoral, la creación del
puesto de primer ministro o un jefe de
gabinete aprobado por el Congreso y la
reelección de diputados y senadores. La
segunda vuelta electoral haría que
ningún presidente llegue al poder con un
tercio de los votos, o menos, y esté
condenado a liderar un gobierno débil.
La creación de un puesto de primer
ministro o jefe de gabinete aprobado por
el Congreso le daría al presidente un
nexo mucho mayor con el Parlamento,
además de un «fusible» que se puede
cambiar por otro en casos de crisis
políticas sin afectar la estabilidad de la
presidencia. Y la reelección de
legisladores traería aparejada la
rendición de cuentas de los congresistas
a sus electores, hoy en día inexistente.
Bajo el sistema actual, por el cual los
diputados y senadores deben irse a su
casa después de su mandato, estos
últimos tienen más incentivos en quedar
bien con sus cúpulas partidarias —de
quienes depende su próximo empleo—
que con el electorado. Como resultado,
hay poca motivación de servir a la
ciudadanía, y ningún incentivo para que
los legisladores voten según su
conciencia, en lugar de seguir las
directivas de sus partidos.
La Constitución mexicana sólo
estipula que debe haber una elección
directa para presidente, y deja los
detalles al código electoral. Entre 1998
y 2002 se presentaron tres proyectos de
ley en el Congreso para incluir la
segunda ronda en el código electoral, sin
que se lograra una mayoría en ninguno
de los casos. En 1998, cuando el PRI
estaba en el poder, la iniciativa había
venido del PAN, mientras que en 2001 y
2002, estando Fox en el poder, había
provenido de los dos partidos de
oposición. O sea, todos están de acuerdo
en la reforma política, siempre y cuando
los pueda beneficiar. En cuanto a la
creación de un sistema
semipresidencial, con un primer
ministro o un jefe de gobierno aprobado
por el Congreso, tan sólo entre 2000 y
2003 se presentaron por lo menos siete
proyectos de ley —casi todos del PRD—
para enmendar la Constitución y
posibilitar la reforma. Ningún partido se
opuso de entrada, pero a último
momento las iniciativas no lograron una
mayoría. Y las propuestas de anular la
prohibición de reelección de
legisladores, estipulada en la
Constitución, existían desde hacía más
de cuatro décadas, sin que se hubiera
llegado a nada. En 2003, el senador del
PRD Demetrio Sodi presentó uno de los
proyectos de reelección de legisladores
con mayor apoyo legislativo, que estuvo
a punto de ser aprobado el 10 de febrero
de 2005. Sin embargo, el intento fracasó
en el Senado: hubo 50 votos a favor, 51
en contra, y una abstención. Varios
senadores priístas, que en un principio
habían apoyado el proyecto, se dieron
vuelta a último momento bajo presión de
la dirección del partido[54].
«México tiene todo como para
despegar, pero está condenado a la
mediocridad por la mezquindad de su
clase política», le dije a Muñoz, el
brazo derecho de Fox, como para
obligarlo a proclamarse de acuerdo o en
desacuerdo con esa premisa, y que no se
saliera por la tangente. Para mi
sorpresa, se manifestó optimista de que
el gobierno que ganara en 2006 lograría
aprobar las reformas que el país
necesitaba para destrabar el nudo
político que tenía amarradas las manos
del gobierno. Según Muñoz, había cada
vez mayor presión social por una
reforma política, y esa presión
aumentaría rápidamente a medida que se
acercara el año 2007, cuando entre otras
cosas se acabaría el dinero para pagar
jubilaciones por falta de acuerdos en el
Congreso. «Tenemos calculado que para
el 2007 o 2008, el tema (de las
pensiones) revienta, como un volcán, y
no va a haber plata para pagar a los
jubilados», me dijo. «Eso va a hacer que
las partes digan: esto no le sirve a nadie,
ni a ti ni a mí. Además, quien llegue
tendrá más oficio político de lo que
tenía este gobierno al entrar. Todos
habremos acumulado más experiencia y
habrá mejores condiciones para
hacerlo», agregó. Puede ser. Pero tras
una década de intentos vanos por
cambiar el sistema político, había lugar
para el escepticismo. Paradójicamente,
mientras el mundo político mexicano
estaba concentrado en cuál de los tres
candidatos triunfaría en 2006, el futuro
de México no dependía tanto de quién
ganara, sino de que los demás
permitieran que el futuro presidente
pudiera gobernar.
CAPÍTULO 10

América latina en el
siglo del
conocimiento

Cuento chino: «La próxima guerra…


va a ser por los recursos naturales,
como el petróleo, el gas, el agua».
(Evo Morales, líder cocalero y
diputado boliviano,
Granma, 29 de noviembre de 2002).

BEIJING – WASHINGTON C. – D.
CIUDAD DE MÉXICO – BUENOS AIRES
—La vieja izquierda y la vieja derecha
latinoamericanas sostienen que los
próximos conflictos mundiales serán por
los recursos naturales, y que la
prioridad de los países de la región
debería ser proteger la soberanía
nacional contra los intentos de las
grandes potencias de adueñarse de esos
recursos. Suena bonito, pero refleja una
realidad mundial que pasó a la historia
hace mucho tiempo. A diferencia de lo
que ocurría hace dos siglos, cuando las
materias primas eran una fuente clave de
riqueza, hoy día la riqueza de las
naciones yace en la producción de ideas.
El siglo XXI es el siglo del
conocimiento.
Las materias primas no sólo dejaron
de ser una garantía de progreso, sino que
en muchos casos son una condena al
fracaso. Para muestra, basta mirar
cualquier mapa: muchos países con
enormes recursos naturales están
viviendo en la pobreza, mientras que
otros que no los tienen se encuentran
entre los más prósperos del mundo,
porque han apostado a la educación, la
ciencia y la tecnología. El índice de los
países con ingresos per cápita más altos
del mundo está encabezado por
Luxemburgo, con 54 000 dólares por
habitante, que tiene un territorio
minúsculo y no vende materia prima
alguna[1]. «En los siglos pasados,
cuando el desarrollo económico se
basaba en la agricultura, o en la
producción industrial masiva, ser más
grande y rico en recursos naturales,
tener más gente, era una ventaja. Hoy
día, es una desventaja», afirma Juan
Enríquez Cabot, el académico mexicano
que fue profesor de la Escuela de
Negocios de Harvard y escribió varios
libros sobre el desarrollo de las
naciones.
La ex Unión Soviética, el país con
más recursos naturales del mundo,
colapsó. Y ni Sudáfrica con sus
diamantes, Arabia Saudita, Nigeria,
Venezuela y México con su petróleo, ni
Brasil y la Argentina con sus productos
agrícolas, han logrado superar la
pobreza. La mayoría de estos países
tienen hoy más pobres que hace veinte
años. Por el contrario, naciones sin
recursos naturales, como Luxemburgo,
Irlanda, Liechtenstein, Malasia,
Singapur, Taiwan, Israel y Hong Kong,
están entre las que tienen los ingresos
per cápita más altos del mundo.
El caso de Singapur es
especialmente notable. Era una colonia
británica sumida en la pobreza, que
recién se convirtió en país en 1965. Y
era tan pobre que sus líderes políticos
habían acudido a la vecina Malasia para
pedir ser anexados, y regresaron con las
manos vacías: Malasia se negó,
pensando que hacerse cargo del
territorio de Singapur sería un pésimo
negocio. En agosto de 1965, cuando
Singapur se independizó, el Sydney
Morning Star de Australia señalaba que
«no hay nada en la situación actual que
permita prever que Singapur será un
país viable»[2]. Sin embargo, Singapur
se convirtió rápidamente en uno de los
países más ricos del mundo. Su
presidente, Lee Kuan Yew, que había
sido abogado de los sindicatos
comunistas, concentró todos sus
esfuerzos en la educación. Convirtió el
inglés en idioma oficial en 1978 y se
dedicó a atraer empresas tecnológicas
de todas partes del mundo. Al comienzo
del siglo XXI, el ingreso per cápita de
Singapur era prácticamente igual al de
Gran Bretaña, el imperio del que se
había independizado. Y tal como lo
relatamos en un capítulo anterior,
Irlanda siempre había sido la hermana
pobre de Gran Bretaña, hasta que su
revolución tecnológica le permitió
superarla.
Por qué Holanda
produce más flores
que Colombia
¿Cómo explicar que Holanda produce y
exporta más flores que cualquier país
latinoamericano? Tal como lo señaló
Michael Porter, un profesor de Harvard,
América latina debería ser el primer
productor mundial de flores: tiene mano
de obra barata, un enorme territorio,
mucho sol, grandes reservas de agua y
una gran variedad de flora. Y, sin
embargo, el primer productor mundial
de flores es Holanda, uno de los países
con menos sol, territorio más pequeño y
mano de obra más cara del mundo. La
explicación es muy sencilla: lo que
importa hoy en la industria de las flores
es la ingeniería genética, la capacidad
de distribución y el marketing[3].
Otro ejemplo es el de Starbucks, la
empresa de locales de café más grande
del mundo. Nació en los Estados Unidos
en la década del setenta, y hoy tiene
6500 tiendas de café en los Estados
Unidos y otros 1500 locales en 31
países. Según Enríquez Cabot, de cada
taza de café de 3 dólares que se vende
en locales en Estados Unidos, apenas 3
centavos van al productor de café
latinoamericano. Lo que se cotiza en la
nueva economía global no es el acto de
plantar la semilla, ni la tierra donde es
sembrada, sino la creación de la semilla
en laboratorios genéticos. «En América
latina, si seguimos pensando que por
tener biodiversidad estamos salvados,
vamos a tener cada vez más problemas.
Todavía creemos que el petróleo, las
minas o las costas marinas son lo más
importante. Lo cierto es que, en términos
económicos, es más fácil cometer
errores cuando eres un país grande y
rico en recursos naturales que cuando
eres pobre y estás aislado», dice
Enríquez Cabot.
Efectivamente, la mayoría de los
políticos y académicos latinoamericanos
sigue recitando el cuento chino de que
sus países tienen el futuro asegurado por
ser poseedores de petróleo, gas, agua u
otros recursos naturales. Lo que no
dicen, quizá porque lo ignoran, es que
los precios de las materias primas —
incluso tras haber subido
considerablemente en los últimos años
— se desplomaron en más de un 80 por
ciento en el siglo XX, y actualmente
constituyen un sector minoritario de la
economía mundial. Mientras en 1960,
cuando gran parte de los actuales
presidentes latinoamericanos se
formaron políticamente, las materias
primas constituían el 30 por ciento del
producto bruto mundial, actualmente
representan apenas el 4 por ciento. El
grueso de la economía mundial está en
el sector de servicios (68 por ciento) y
el sector industrial (29 por ciento[4]).
Las empresas multinacionales de
tecnología como IBM, o Microsoft,
tienen ingresos muchísimo más altos que
las que producen alimentos u otras
materias primas. Mientras que a
principios del siglo XX diez de las doce
compañías más grandes de los Estados
Unidos vendían materias primas
(American Cotton Oil, American Steel,
American Sugar Refining, Continental
Tobacco y U. S. Rubber, entre otras), en
la actualidad hay sólo dos en esa
categoría (Exxon y Philip Morris).
Lamentablemente, a comienzos del
siglo XXI, América latina sigue viviendo
en la economía del pasado. La enorme
mayoría de las grandes empresas
latinoamericanas siguen en el negocio de
los productos básicos. Las cuatro
mayores empresas de la región
—PEMEX, PDVSA, Petrobras y PEMEX
Refinación— son petroleras. De las
doce compañías más grandes de la
región, sólo cuatro venden productos
que no sean petróleo o minerales
(Wal-Mart de México, Teléfonos de
México, América Móvil y General
Motors de México[5]).
Una buena parte de Sudamérica
centra sus negociaciones comerciales
con los Estados Unidos y Europa en
exigir mejores condiciones para sus
exportaciones agrícolas, algo que es
totalmente legítimo y justificado, pero
que en muchos casos desvía la atención
de los gobiernos de la necesidad de
exportar productos de mayor valor
agregado. Brasil y la Argentina hacen
bien en exigir que los países ricos
eliminen sus obscenos subsidios
agrícolas, pero están concentrando sus
energías en apenas una de las varias
batallas comerciales que deberían estar
librando. Están poniendo una buena
parte de sus energías en ampliar su
tajada del 4 por ciento de la economía
mundial, en lugar de —además de seguir
exigiendo el desmantelamiento de las
barreras agrícolas— iniciar una cruzada
interna para aumentar la competitividad
de sus industrias y entrar en la economía
del conocimiento del siglo XXI.
Nokia: de la madera a
los celulares
¿Deberían los países latinoamericanos
dejar atrás su rol de productores de
materias primas? Por supuesto que no.
Cuando le hice esta pregunta a David de
Ferranti, el exdirector para América
latina del Banco Mundial, meneó la
cabeza, como diciendo que se trataba de
una discusión superada. «La agricultura,
la minería y la extracción de otras
materias primas son áreas de ventajas
comparativas para la Argentina, Brasil,
Chile y varios otros países. Ellos
deberían aprovechar la oportunidad para
convertirse en productores más
eficientes de estas materias primas, y
diversificarse desde esas industrias a
otras de productos más sofisticados.
Deberían hacer lo que hizo Finlandia»,
señaló.
Finlandia, uno de los países más
desarrollados del mundo, empezó
exportando madera, luego pasó a
producir y exportar muebles, más tarde
se especializó en el diseño de muebles,
y finalmente pasó a concentrarse en el
diseño de tecnología, que era mucho
más rentable. El ejemplo más conocido
de este proceso es la compañía
finlandesa Nokia, una de las mayores
empresas de telefonía celular del
mundo.
Nokia comenzó en 1865 como una
empresa maderera, fundada por un
ingeniero en minas en el sudeste de
Finlandia. A mediados del siglo XX ya
diseñaba muebles, y empezó a usar su
creatividad para todo tipo de diseños
industriales. En 1967 se fusionó con una
empresa finlandesa de neumáticos y otra
de cables, para crear un conglomerado
de telecomunicaciones que hoy se
conoce como Nokia Corporation y que
tiene 51 mil empleados y ventas anuales
de 42 mil millones de dólares. Es el
equivalente a cinco veces el producto
bruto anual de Bolivia, y más del doble
del producto bruto anual de Ecuador.
Y algo parecido sucedió con la
multinacional Wipro Ltd., de la India,
que empezó vendiendo aceite de cocina,
y hoy día es una de las empresas de
software más grandes del mundo. El
empresario Azim Premji —conocido
por muchos como el Bill Gates de la
India— llegó a ser el hombre más rico
de su país, y el número 38 en la lista de
los más ricos del mundo de la revista
Forbes, transformando radicalmente su
empresa familiar. Estaba estudiando
ingeniería en la Universidad de
Stanford, en los Estados Unidos, cuando
murió su padre en 1966 y tuvo que
regresar a su país a los 21 años para
hacerse cargo de la empresa familiar,
Western India Vegetable Products Ltd.
(Wipro). La compañía estaba valuada en
ese entonces en 2 millones de dólares, y
vendía sus aceites de cocina en
supermercados. Premji inmediatamente
comenzó a diversificarse, empezando
por producir jabones de tocador. En
1977, aprovechando el vacío creado por
la expulsión de IBM del país, empezó a
fabricar computadoras. El negocio fue
prosperando, y la compañía comenzó a
producir software hasta crearse una
reputación de empresa innovadora, con
gente creativa. Hoy día, Wipro Ltd.
Tiene ingresos de 1900 millones de
dólares por año, de los cuales el 85 por
ciento proviene de su división de
software, y el resto de sus
departamentos de computadoras, de
lámparas eléctricas, de equipos de
diagnóstico médico y —aunque parezca
un dato sentimental— de jabones de
tocador y de aceites de cocina. La
empresa ha triplicado su número de
empleados desde 2002, a 42 000
personas, y su sede de la ciudad de
Bangalore está contratando un promedio
de 24 personas por día.
Al igual que Nokia y Wipro, hay
cientos de ejemplos de grandes
compañías que nacieron produciendo
materias primas y se fueron
diversificando a sectores más
redituables. «El viejo debate sobre si es
bueno o malo producir materias primas
es un falso dilema», me dijo De
Ferranti. «La pregunta válida es cómo
aprovechar las industrias que uno tiene,
para usarlas como trampolines para los
sectores más modernos de la economía».
Para hacer eso, la experiencia de China,
Irlanda, Polonia, la República Checa y
varios otros países demuestra que hay
que invertir más en educación, ciencia y
tecnología, para tener una población
capaz de producir bienes industriales
sofisticados, servicios, o fabricar
productos de la economía del
conocimiento.
El ranking de las
patentes
Hoy día, el progreso de las naciones se
puede medir en gran medida por su
capacidad para registrar patentes de
inventos en los mercados más grandes
del mundo. Entre 1977 y 2003, la oficina
de patentes de los Estados Unidos
registró alrededor de 1631 000 patentes
de ciudadanos o empresas
estadounidenses, 537 900 de Japón,
210 000 de Alemania, 1600 de Brasil,
1500 de México, 830 de la Argentina,
570 de Venezuela, 180 de Chile, 160 de
Colombia y 150 de Costa Rica[6]. En
2003, la oficina registró unas 37 800
patentes de empresas o inversores de
Japón, 4200 de Corea del Sur, 200 de
Brasil, 130 de México, 76 de la
Argentina, 30 de Venezuela, 16 de Chile,
14 de Colombia y 5 de Ecuador. O sea,
mientras las empresas japonesas y
surcoreanas generan fortunas en
derechos de propiedad por tener una
gran cantidad de patentes registradas en
los Estados Unidos, las empresas
latinoamericanas apenas registran un
pequeño porcentaje del total. En las
oficinas de patentes de los países
latinoamericanos, la situación es
parecida: en México, apenas el 4 por
ciento de las patentes registradas
provienen de personas o empresas
mexicanas; el 96 por ciento restante son
de compañías multinacionales como
Procter & Gamble, 3M, Kimberly-Clark,
Pfizer, Hoechst y Motorola[7].
Los países que más patentes
registran, claro, son los que más
invierten en ciencia y tecnología. En esa
categoría están los Estados Unidos, que
invierten el 36 por ciento del total
mundial destinado a investigación y
desarrollo, la Unión Europea, el 23 por
ciento, y Japón, el 13.
Comparativamente, los países
latinoamericanos y caribeños invirtieron
apenas un 2,9 por ciento del total
mundial destinado a investigación y
desarrollo en 2000, según la publicación
Un mundo de Ciencia de la Unesco.
Y en materia de crear fuerzas de
trabajo calificadas para fabricar
productos de alto valor agregado, la
situación de los países latinoamericanos
no es mucho mejor. En China, por
ejemplo, se gradúan 350 mil ingenieros
por año, y en India unos 80 mil.
Comparativamente, en México se
gradúan 13 mil, y en la Argentina 3 mil,
según datos oficiales. Claro que China e
India tienen poblaciones muchísimo más
grandes, y por lo tanto producen más
ingenieros. Pero su cantidad de
graduados en ingeniería es un factor
importante en la economía global: a la
hora de escoger en qué países invertir,
las empresas de informática y otros
productos sofisticados van a buscar
aquellos que tengan la mayor mano de
obra calificada disponible, al mejor
precio.
Según Mark Wall, presidente de
General Electric Plastics en China y
exjefe de las operaciones de la empresa
en Brasil, «China actualmente es el lugar
más dinámico del mundo para la
industria manufacturera», no sólo por la
mano de obra barata, sino por la mano
de obra calificada[8]. En China hay un
verdadero ejército de ingenieros recién
graduados, ávidos de conseguir empleo
en las fábricas y dispuestos a trabajar
cuantas horas sean necesarias para
mejorar la calidad de sus productos. El
clima es parecido al que existía en
Silicon Valley, California, en la década
de los noventa: un entusiasmo enorme,
que se traduce en cada vez más y
mejores profesionales, y cada vez más
inversiones en plantas de manufacturas,
investigación y desarrollo de nuevos
productos. General Electric abrió
recientemente un centro de investigación
en Shanghai, con unos 1200 ingenieros y
técnicos. Motorola ya tiene 19 centros
de investigación en China, que producen
nuevos productos para ese país, y para
exportación. Los teléfonos celulares de
Motorola en China ya han sido
diseñados allí, para el mercado chino. Y
no me extrañaría que, muy pronto, la
tecnología de los teléfonos celulares
chinos sea exportada a todo el mundo,
además del aparato en sí: una de las
cosas que más me impresionó en Beijing
es que la gente usa sus teléfonos
celulares en el subterráneo en
movimiento, sin que se les corten las
llamadas. En los Estados Unidos, por lo
menos en mi caso —y ya he tenido
varias marcas de celulares—, las
llamadas se caen frecuentemente,
incluso al aire libre. Según me enteré
más tarde, Motorola desarrolla gran
parte de estas nuevas tecnologías en
Chengdu, la capital de la provincia de
Sichuan, en el sudoeste de China, donde
además de ofrecerse incentivos fiscales
a las compañías extranjeras hay unas 40
universidades y más de 1 millón de
ingenieros.
Los economistas ortodoxos y las
instituciones financieras internacionales
se acordaron tarde de la importancia de
la educación en el desarrollo de las
naciones: en la década de los noventa
predicaron reformas económicas y
políticas, pero sin incluir la educación
entre las máximas prioridades. Y si algo
quedó demostrado, es que los países
latinoamericanos pueden cortar el gasto
público, bajar la inflación, pagar la
deuda externa, reducir la corrupción y
mejorar la calidad de las instituciones
políticas —como se los pide el FMI— y
seguir siendo pobres, por no poder
generar productos sofisticados. «Los
mexicanos, los brasileños, los
argentinos, los chilenos y los africanos
siguen reestructurando sus economías
una vez tras otra… y permanecen
pobres… y su futuro es cada vez más
oscuro… porque generan y exportan muy
poco conocimiento», señala Enríquez
Cabot[9]. Quizás hemos perdido
demasiado tiempo en discutir qué
modelo económico seguir, en lugar de
cómo mejorar la educación de nuestra
gente.
¿Las peores
universidades del
mundo?
Un ranking de las mejores doscientas
universidades del mundo realizado por
el suplemento educativo del periódico
británico The Times les dio una pésima
nota a las universidades
latinoamericanas: según el estudio, hay
una sola universidad de la región que
merece estar en esa lista. Y está casi al
final: en el puesto 195. ¿Son tan malas
las universidades latinoamericanas?, me
pregunté cuando leí el estudio. ¿Nos
están contando cuentos de hadas quienes
dicen que nuestros académicos y
científicos triunfan en los Estados
Unidos y Europa? ¿O es que el ranking
de The Times de Londres está sesgado a
favor de las universidades de los países
ricos?
Según el listado de The Times, las
mejores universidades del mundo están
en los Estados Unidos, encabezadas por
Harvard, la Universidad de California
en Berkeley y el Instituto Tecnológico de
Massachusetts. De las veinte mejores
universidades del planeta, once son de
los Estados Unidos, y les siguen las de
Europa, Australia, Japón, China, India e
Israel. La única universidad
latinoamericana que aparece en la lista
es la Universidad Nacional Autónoma
de México (UNAM), un monstruo de
269 000 estudiantes que —salvo unas
pocas excepciones, como sus escuelas
de Medicina e Ingeniería— se encuentra
entre las más obsoletas del mundo,
especialmente si se tienen en cuenta los
enormes recursos estatales que recibe.
Cuando hice un programa de
televisión con varios rectores de
universidades latinoamericanas para que
opinaran sobre este ranking, la mayoría
puso el grito en el cielo. ¡No es cierto!,
decían varios. ¡Calumnias! Si nuestras
universidades fueran tan malas, no
tendríamos tantos profesores en
Harvard, Stanford o La Sorbona,
proclamaban. El sondeo del Times era
sesgado, decían: probablemente quienes
lo habían hecho se basaron en opiniones
de académicos de los Estados Unidos y
Europa, y en trabajos científicos
publicados en las principales revistas
académicas internacionales, que están
escritas en ingles. Ahí, las universidades
latinoamericanas estaban en clara
desventaja, señalaban. Uno de los pocos
que dio la nota discordante fue Jeffrey
Puryear, uno de los máximos expertos
internacionales en temas de educación
en América latina, y funcionario del
Diálogo Interamericano, un centro de
estudios en Washington D. C. «No me
extrañan para nada los resultados
generales del sondeo», dijo Puryear,
encogiéndose de hombros, ante la
mirada atónita de algunos de los
panelistas. «Gran parte de las
universidades latinoamericanas son
estatales, y los gobiernos no les exigen
mucho en materia de control de calidad.
Y cuando intentan exigirles calidad, las
universidades se resisten escudándose
en el principio de la autonomía
universitaria», agregó.
Cuando llamé a The Times para
preguntar cómo se había hecho el
ranking, los responsables del índice me
dijeron que se habían basado en cinco
criterios, incluyendo una encuesta entre
académicos de 88 países, un conteo del
número de citas en publicaciones
académicas, y la relación numérica entre
profesores y estudiantes en cada centro
de estudios. Sin embargo, el peso de las
citas académicas en la evaluación total
era relativamente pequeño: contaban un
20 por ciento del total. Y también había
una adecuada representación geográfica,
según The Times: de 1300 académicos
entrevistados, casi trescientos eran de
América latina. Si la encuesta hubiese
incluido más académicos de países en
desarrollo, los resultados hubieran sido
parecidos, agregaron: la Universidad de
Shanghai había hecho un ranking de las
mejores quinientas universidades del
mundo, y su elección de las primeras
doscientas había sido bastante parecida.
En efecto, la Universidad Jiao Tong
de Shanghai, una de las más antiguas y
prominentes de China, había publicado
su índice en 2004 con el objeto de
orientar al gobierno y las universidades
chinas sobre dónde enviar a sus
estudiantes más brillantes. Los chinos
habían hecho su ranking basados en el
número de premios Nobel de cada
universidad, la cantidad de
investigadores más citados en
publicaciones académicas y la calidad
de la educación en relación con el
tamaño de cada universidad. Y el
estudio había concluido que de las diez
mejores universidades del mundo, ocho
eran de los Estados Unidos —
encabezadas por Harvard y Stanford— y
dos de Gran Bretaña. En la lista de la
Universidad de Jiao Tong había
relativamente pocas fuera de los Estados
Unidos y Europa: apenas 9 en China, 8
en Corea del Sur, 5 en Hong Kong, 5 en
Taiwan, 4 en Sudáfrica, 4 en Brasil, 1 en
México, 1 en Chile y 1 en la Argentina.
Y las latinoamericanas estaban lejos de
los primeros puestos: la UNAM, de
México, y la Universidad de São Paulo,
de Brasil, estaban empatadas con otras
que ocupaban los puestos 153 a 201,
mientras que la Universidad de Buenos
Aires (UBA) estaba entre las cien
empatadas entre los puestos 202 y 301, y
la Universidad de Chile, la Universidad
Estatal de Campinas y la Universidad
Federal de Río de Janeiro, Brasil,
aparecían junto con casi un centenar de
otras universidades entre los puestos
302 y 403[10].
Lo cierto es que tanto el ranking de
The Times como el de la Universidad de
Shanghai mostraban que los gobiernos
de América latina viven en la negación.
La UNAM, que recibe del Estado
mexicano 1500 millones de dólares por
año[11], y la UBA, que recibe del Estado
argentino 165 millones de dólares
anuales[12], son ejemplos escandalosos
de falta de rendición de cuentas al país.
Ambas se niegan a ser evaluadas por los
mecanismos de acreditación de sus
respectivos Ministerios de Educación,
bajo el pretexto de que son demasiado
prestigiosas para someterse a un estudio
comparativo con otras universidades de
su propio país. «La UNAM es una
institución cerrada a la evaluación
externa», me dijo Reyes Tamés Guerra,
el secretario de Educación de México,
en una entrevista. «Prácticamente todas
las universidades públicas del país se
han sometido a la evaluación externa,
menos la UNAM[13]» Y en una entrevista
en la Argentina, el ministro de
Educación Daniel Filmus me decía lo
mismo sobre la UBA: «Cuando
empezamos a acreditar a las
universidades, la UBA decidió no
acreditar. Apeló (en los tribunales). El
argumento es que tiene un nivel tal que
no hay quién la acredite, y que atenta
contra la autonomía universitaria que un
organismo externo a la universidad la
acredite. Hicieron un juicio contra el
Ministerio de Educación»[14]..
Profesores sin sueldo,
aulas sin
computadoras
La UNAM de México y la UBA de la
Argentina son dos vacas sagradas en sus
países, que pocos se atreven a criticar, a
pesar de que son monumentos a la
ineficiencia, y una receta para el
subdesarrollo. Cuando se publicó el
sondeo de The Times de Londres, por
ejemplo, la mayoría de los periódicos
mexicanos publicó la noticia —tomada
de los jubilosos boletines de prensa de
la UNAM— como si la evaluación
hubiera sido excelente. El titular en la
primera plana del Reforma, el periódico
más influyente de México, decía: «Está
la UNAM entre las doscientas
mejores»[15]. «La Universidad Nacional
Autónoma de México es una de las
doscientas mejores del mundo y es la
única institución de educación superior
latinoamericana en un estudio realizado
por el suplemento especializado en
educación superior del diario
londinense The Times», decía el
artículo. Y el rector de la UNAM, Juan
Ramón de la Fuente, salió a dar
entrevistas radiales como si hubiera
ganado una competencia deportiva. De
manera similar, cuando se dio a conocer
el ranking de la Universidad de
Shanghai, otro periódico mexicano, La
Jornada, tituló: «La UNAM, la mejor
universidad de América latina: estudio
mundial»[16]. El subtítulo decía que
«ninguna institución de nivel superior
privada figura en el ranking
internacional», omitiendo señalar que
ninguna universidad privada estaba
recibiendo un enorme subsidio estatal.
De hecho, la pobre ubicación de la
UNAM en ambos rankings —a pesar de
recibir mucho más dinero del Estado
que docenas de universidades de otros
países que salieron mejor posicionadas
— y la ausencia de otras universidades
de América latina en el listado deberían
haber generado un debate nacional y
regional. En Francia, cuando se conoció
que el estudio de la Universidad de
Shanghai incluía sólo veintidós
universidades francesas entre las
mejores del mundo, y que la primera
estaba en el lugar número 65, se armó
una batahola, y motivó que la Unión
Europea iniciara una investigación
exhaustiva sobre cómo mejorar el nivel
de sus universidades.
Según todos los estudios
comparativos, los países
latinoamericanos invierten menos en
Educación que los de Europa y Asia.
Noruega, Suecia, Dinamarca, Finlandia
e Israel, por ejemplo, destinan alrededor
del 7 por ciento de su producto bruto
anual a la educación. Los países de la ex
Europa del Este invierten alrededor del
5. Comparativamente, México destina el
4,4; Chile el 4,2; Argentina el 4; Perú el
3,3; Colombia el 2,5 y Guatemala, el
1,7[17]. «Y no sólo gastamos menos, sino
que la gastamos mal», me dijo Juan José
Llach, un exministro de Educación de la
Argentina. Según Llach, casi la totalidad
del gasto educativo de muchos países de
la región se destina a pagar salarios, y ni
siquiera del personal docente, sino del
personal de mantenimiento y del
administrativo. Según un estudio del
Banco Mundial, el 90 por ciento del
gasto público en las universidades de
Brasil es para pagar sueldos de personal
actual y jubilado, y en la Argentina la
cifra es del 80 por ciento[18]. Como
resultado, el sistema universitario
latinoamericano padece de «baja
calidad», con universidades
sobrepobladas, edificios deteriorados,
carencia de equipos, materiales de
instrucción obsoletos e insuficiente
capacitación y dedicación de los
profesores. El estudio señala que
mientras en Gran Bretaña el 40 por
ciento de los profesores universitarios
tienen doctorados, en Brasil la cifra es
del 30, en la Argentina y Chile del 12,
en Venezuela del 6, en México del 3 y en
Colombia del 2.[19]
Increíblemente, casi el 40 por ciento
de los profesores de la Universidad de
Buenos Aires son ad honorem: trabajan
gratis, porque la universidad más
prestigiosa de la Argentina no puede
pagarles un sueldo. Según el censo
docente de la UBA, hay 11 003
profesores que trabajan gratis en sus
trece facultades, la mayoría de ellos
alumnos recién graduados que enseñan
bajo la denominación de «profesores
auxiliares»[20].
¿Hay que subsidiar a
los ricos?
Claro, se estarán diciendo muchos,
Noruega y Suecia pueden destinar el 7
por ciento de su producto bruto a la
educación porque no tienen gente que se
muere de hambre. Sin embargo, muchos
otros países que han elevado
enormemente su calidad de vida en las
últimas décadas no lo hicieron
desviando fondos estatales de la lucha
contra la pobreza, sino haciendo que los
estudiantes de clase media y alta paguen
por sus estudios, ya sea durante o
después de los mismos. América latina,
en efecto, es una de las últimas regiones
del mundo donde todavía hay países en
los que se subsidia el estudio de quienes
pueden pagar. Se trata de un sistema
absurdo por el cual toda la sociedad —
incluidos los pobres— subsidia a un
número nada despreciable de
estudiantes pudientes. Según el Banco
Mundial, más del 30 por ciento de los
estudiantes en las universidades
estatales de México, Brasil, Colombia,
Chile, Venezuela y la Argentina
pertenecen al 20 por ciento más rico de
la sociedad[21]. «La educación
universitaria en América latina sigue
siendo altamente elitista, y la mayor
parte de los estudiantes provienen de los
segmentos más adinerados de la
sociedad», dice el informe. En Brasil,
un 70 por ciento de los estudiantes
universitarios pertenecen al 20 por
ciento más rico de la sociedad, mientras
que sólo el 3 por ciento del cuerpo
estudiantil está compuesto por jóvenes
que vienen de los sectores más pobres.
En México, el 60 por ciento de la
población estudiantil universitaria
proviene del 20 por ciento más rico de
la sociedad, y en la Argentina, el 32.
Otro estudio, de la Unesco, calcula que
el 80 por ciento de los estudiantes
universitarios brasileños, el 70 de los
mexicanos y el 60 de los argentinos
vienen de los sectores más ricos de la
sociedad[22]. ¿Cómo se explica eso? Los
autores del estudio dicen que la razón es
muy sencilla: los estudiantes de origen
humilde que fueron a escuelas públicas
llegan tan mal preparados a la
universidad que la mayoría abandona
sus estudios al poco tiempo de empezar.
Eso lleva a una situación paradójica, en
la que los ricos están
sobrerrepresentados en las
universidades gratuitas, por lo que el
sistema «constituye una receta para
aumentar la desigualdad», concluye el
informe del Banco Mundial. En nombre
de la igualdad social, se está excluyendo
a los pobres, al no darles la posibilidad
de recibir becas.
En años recientes, casi todos los
países europeos dejaron atrás la
educación universitaria gratuita, para
cobrarles a quienes pueden pagar. Las
universidades estatales de Gran Bretaña
comenzaron a cobrar a sus estudiantes
en 1997. En España, los estudiantes en
todas las universidades públicas pagan
unos 550 dólares por año, menos
quienes vienen de hogares pobres, o
familias con más de tres hijos. María
Jesús San Segundo, la ministra de
Educación del gobierno de José Luis
Rodríguez Zapatero, me señaló en una
entrevista que el número de
universitarios que no pagan aranceles en
su país es de «cerca de un 40 por
ciento»[23]. Y los pagos del restante 60
por ciento de los estudiantes de clases
medias y altas contribuyen a cubrir un
nada despreciable 15 por ciento del
presupuesto universitario. La tendencia
europea es hacia el pago de los estudios.
Según me dijo la ministra, casi todos los
países europeos financian alrededor del
20 por ciento de su presupuesto
universitario con aranceles que cobran a
los estudiantes. En Alemania, luego de
una larga batalla legal, la Corte Suprema
autorizó a todas las universidades a
cobrarles a sus alumnos, algo que ya
venían haciendo algunas de ellas en
varios estados.
En algunos países latinoamericanos
ya se comenzó a corregir el subsidio a
los ricos: Chile, Colombia, Ecuador,
Jamaica y Costa Rica tienen sistemas
por los cuales los estudiantes que
pueden pagar deben hacerlo. Pero
cuando la UNAM intentó introducir un
sistema parecido en México en 1999,
durante el gobierno del presidente
Ernesto Zedillo, tuvo lugar una huelga
estudiantil que paralizó la universidad y
obligó a las autoridades a dar marcha
atrás. Cuando asumió Fox, ni el
gobierno ni las autoridades
universitarias se animaron a reflotar el
tema.
En China comunista,
los estudiantes pagan
Para mi enorme sorpresa, me encontré
que hasta en la China comunista los
estudiantes universitarios tienen que
pagar sus estudios, y contribuir de esa
manera a subsidiar el aprendizaje de los
más pobres y a mejorar el nivel de las
universidades. Eso ayuda a explicar el
motivo por el cual, según el ranking de
The Times de Londres, la Universidad
de Beijing está en el puesto 17 a nivel
mundial, la de Hong Kong en el 39 y la
de Tsing Hua en el puesto 61, muy por
encima del puesto 195 en el que aparece
la UNAM. Y no es, como uno podría
suponer, porque los chinos les están
otorgando más dinero a sus
universidades públicas. Todo lo
contrario: el gobierno chino gasta
apenas el 2,1 por ciento del producto
bruto nacional en la educación, menos
que casi todos los países
latinoamericanos, según las cifras del
PNUD. Las 1552 universidades chinas se
han modernizado en parte gracias a los
pagos de aranceles de sus estudiantes,
según me explicaron funcionarios
chinos.
Cuando visité el Ministerio de
Educación en Beijing y entrevisté a
varios de sus funcionarios, lo que más
me sorprendió fue que los pagos que
hacen los estudiantes universitarios a
sus centros de estudios no tienen nada de
simbólico. Al contrario, desde que se
terminó con la educación universal
gratuita en 1996, las cuotas de los
estudiantes que están en condiciones de
pagar han aumentado progresivamente.
Zhu Muju, una alta funcionaria del
Ministerio, me dijo que «al principio se
cobraba el equivalente a 25 dólares por
año por alumno. Pero la cifra ha crecido
a entre 500 y 600 dólares anuales. Es
mucho dinero para los estudiantes, pero
las matrículas constituyen una parte
considerable de los ingresos de las
universidades»[24].
De hecho, en 2003, las
universidades chinas se financiaron en
un 65 por ciento con fondos del Estado,
y en un 35 por ciento con las cuotas que
pagan sus alumnos, según cifras
oficiales. ¿Pero eso no iba contra todos
los principios de la izquierda en todo el
mundo?, pregunté. La funcionaria me
miró extrañada, y explicó: «China es un
país con enormes necesidades
educativas que el gobierno no puede
satisfacer. No podemos ofrecer
educación gratuita. Creo que el sistema
actual es bueno: promueve el desarrollo
de la educación y es un estímulo para
que los estudiantes se tomen su estudio
más en serio y estudien más fuerte».
«Sólo los estudiantes más pobres, la
mayoría de ellos en zonas rurales, no
pagan por sus estudios, y en muchos
casos reciben subsidios adicionales
para poder estudiar sin necesidad de
trabajar al mismo tiempo», agregó Zhu.
Qué ironía, pensé. Mientras los
sectores mas retrógrados de América
latina seguían defendiendo la educación
universitaria gratuita, y las
universidades latinoamericanas tenían
cada vez menos dinero para comprar
computadoras o pagarles a sus
profesores, la mayor potencia comunista
del mundo estaba cobrando aranceles a
millones de estudiantes, y logrando
colocar a sus universidades entre las
mejores del planeta. ¿Por qué la vieja
guardia de la izquierda latinoamericana
seguía insistiendo en la educación
gratuita para todos, incluso los ricos,
cuando ni los chinos comunistas lo
hacían? Unos lo hacían por dogmatismo,
otros por ignorancia, y otros por
considerar que, dados los niveles de
corrupción en América latina, el sistema
de cobrarles a los ricos para becar a los
pobres nunca funcionaría. Según este
argumento, la burocracia del sistema
educativo se encargaría de robarse una
buena parte del dinero, y el resultado
final sería que los pobres se quedarían
sin educación gratuita y sin becas.
Teóricamente, el argumento tiene cierto
mérito, pero se desmorona ante el hecho
de que en China hay tanta o más
corrupción que en América latina, y que,
en el estado calamitoso en que se
encuentran las universidades
latinoamericanas ahora, están perdiendo
ricos y pobres por igual. En lugar de
tener escuelas ricas para estudiantes
pobres, tenemos un sistema de escuelas
pobres que subvencionan a estudiantes
ricos.
¿Habría que instituir de inmediato la
universidad paga en países como la
Argentina y México? Probablemente
sería un golpe demasiado fuerte para los
sectores medios, que en muchos países
han sido los más castigados por
recientes crisis económicas. Pero
existen alternativas intermedias, que
ayudarían enormemente a aumentar el
presupuesto de las universidades y a
becar a los pobres. Lo mejor, según
deduje después de entrevistar a docenas
de educadores, sería adoptar sistemas
mixtos, como el de Australia, donde los
jóvenes pueden estudiar gratuitamente,
pero deben pagar una vez que se
gradúan y obtienen empleos bien
remunerados. Las universidades
australianas se nutren en un 40 por
ciento del presupuesto estatal, otro 40
de los pagos que hacen los graduados
una vez que alcanzan un cierto nivel de
salarios, y el 20 por ciento restante de la
venta de servicios al sector privado. Es
un sistema mucho más generoso para los
estudiantes que el chino o el
estadounidense, pero que podría
contribuir en mucho a mejorar la calidad
y la igualdad social en las universidades
latinoamericanas.
Entran casi todos,
pero terminan pocos
Otro de los grandes absurdos de algunas
de las grandes universidades estatales
latinoamericanas, que hace mucho se
abandonó en China, es el ingreso
irrestricto, y la falta de controles para
impedir que haya estudiantes eternos.
Bajo la premisa de que todos tienen
derecho a estudiar, muchas de las
grandes universidades de México,
Brasil y la Argentina están garantizando
que casi nadie pueda estudiar bien. Con
los pocos recursos que tienen, están
manteniendo una enorme cantidad de
estudiantes que nunca terminan de
recibirse. En la Argentina sólo egresan
dos de cada diez estudiantes que entran
en las universidades estatales[25]. Eso
significa que, en el sistema universitario
argentino, de casi 1,5 millones de
estudiantes, los contribuyentes están
manteniendo a cientos de miles que
nunca van a terminar sus estudios. En
México hay unos 1,8 millones de
estudiantes de licenciatura, pero se
terminan titulando apenas poco más del
30 por ciento de los que ingresan
anualmente[26]. En Chile y Colombia,
que tienen cupos para entrar en las
universidades, la eficiencia universitaria
es algo superior: se reciben entre tres y
cuatro de cada diez estudiantes que
entran en las universidades estatales[27].
En China existe un examen de
ingreso obligatorio para todas las
universidades, que dura dos días y es
rendido anualmente por más de 6
millones de estudiantes. Y no es un
examen fácil: un 40 por ciento de los
aspirantes son reprobados, según el
Ministerio de Educación. La
competencia para entrar en las mejores
universidades es durísima. Poco antes
de mi visita a China, había explotado un
escándalo de corrupción tras la
revelación del programa televisivo
«Focus TV», de la Cadena Central de
Televisión China (CCTV), de que tres
empleados de la Universidad de
Aeronáutica y Astronáutica de Beijing
habían extorsionado a varios
estudiantes, exigiéndoles el equivalente
de 12 mil dólares a cada uno para
ingresar en la universidad. La CCTV
había grabado las conversaciones
telefónicas, y el caso había terminado en
condenas judiciales. Según la agencia de
noticias oficial Xinhua, no se trataba de
un hecho aislado. Pocos meses antes,
funcionarios del Conservatorio de
Música Xian, en la provincia norteña de
Shaanxi, habían exigido sobornos de
3620 dólares por cada estudiante
admitido. El escándalo salió a la luz
cuando algunos estudiantes se negaron a
pagar y avisaron a las autoridades.
«Algunos críticos aseguran que estos
incidentes representan la punta del
iceberg», reconoció luego el periódico
gubernamental China Daily[28].
Obviamente, todos estos incidentes
ilustraban el extremo al que llegaba la
competencia entre los jóvenes chinos
para entrar en las universidades.
Aunque las universidades chinas
admiten en su conjunto un promedio del
60 por ciento de los estudiantes que dan
el examen de ingreso, los porcentajes de
quienes logran entrar en las mejores
universidades del país son del 10 o el
20 por ciento. En México, en cambio, la
universidad más grande del país —la
UNAM— admite a un 85 por ciento de
sus alumnos sin examen de ingreso,
según estimaciones de Julio Rubio, el
subsecretario de Educación Superior de
México[29]. La UNAM les concede un
«pase automático» a todos los
estudiantes de la escuela secundaria de
su red escolar, lo que hace que muchos
estudiantes vayan a estas escuelas para
no tener que rendir un examen de
ingreso. «Eso ha hecho caer la calidad
de la UNAM,» me dijo Rubio en una
entrevista. Comparativamente, unas 428
universidades públicas y privadas de
México ya están aplicando un examen de
ingreso común.
En la Argentina pasa otro tanto.
Cuando le pregunté a Filmus, el ministro
de Educación, por qué no existe un
examen de ingreso a la UBA, me señaló
que en países con alta desigualdad
social, como la Argentina, un examen de
ese tipo sería socialmente injusto. Los
jóvenes salen de la escuela secundaria
mal preparados, y someterlos a un
examen de ingreso equivaldría a premiar
a quienes fueron a escuelas secundarias
privadas. Por eso hay un curso de
ingreso básico, en el que si el joven
aprueba seis materias, entra en la
universidad, explicó. Filmus agregó que,
en la práctica, el curso de ingreso es un
filtro: el 50 por ciento de los alumnos no
aprueba las seis materias, y por lo tanto
no ingresa en la universidad. «En la
práctica, tenés seis exámenes de ingreso,
o ninguno, según cómo lo quieras
mirar», concluyó[30]. Puede ser, pero la
mayoría de los expertos internacionales
en políticas educativas coinciden en que
sería muchísimo más provechoso que el
Estado destinara esos recursos a las
escuelas primarias y secundarias, y
evitara el hacinamiento universitario,
pues el 80 por ciento de los estudiantes
no llegan a recibirse.
El auge de los
estudiantes
extranjeros
China, al igual que India, está creando
una élite científico-técnica globalizada,
capaz de competir con los grandes
países industrializados. Y lo está
haciendo no sólo al modernizar sus
casas de altos estudios, sino al enviar a
una enorme masa de estudiantes a las
mejores casas de altos estudios de los
Estados Unidos y Europa. No sólo China
e India lo están haciendo: hay una
avalancha de estudiantes de Corea del
Sur, Japón, Singapur y otros países
asiáticos en las universidades
estadounidenses y europeas. Mientras
tanto, el número de estudiantes
latinoamericanos permanece estancado o
tiende a la baja.
En los Estados Unidos, la mayor
parte de los 572 mil estudiantes
universitarios extranjeros son de países
asiáticos. En total, hay 325 mil
estudiantes de ese origen en las
universidades norteamericanas,
comparados con 68 mil
latinoamericanos. El país con más
universitarios en los Estados Unidos es
India, con 80 mil estudiantes, seguido
por China, con 62 mil, Corea del Sur,
con 52 mil, y Japón, con 46 mil. O sea
que China, por sí sola, tiene casi tantos
estudiantes en Estados Unidos como
todos los países de América latina
juntos. México tiene apenas 13 mil
estudiantes universitarios en los Estados
Unidos, Brasil y Colombia unos 8 mil
cada uno, la Argentina 3600 y Perú
3400. Y la tendencia es a una brecha
cada vez mayor: mientras que India y
China aumentaron en 13 y 11 por ciento,
respectivamente, sus estudiantes en
universidades estadounidenses en 2003,
el número de latinoamericanos
permaneció estancado, y el de
sudamericanos cayó[31].
Contrariamente a lo que yo creía, la
avalancha de estudiantes extranjeros
asiáticos no es resultado de becas
gubernamentales de sus países de
origen. Cuando les pregunté a los
directivos del Instituto de Educación
Internacional (IEI) en Nueva York a qué
se debe el extraordinario aumento de
estudiantes de India y China, me
respondieron que es en gran medida por
el auge de la inversión en educación de
parte de las familias asiáticas. Allan E.
Goodman, el presidente del IEI, una
organización no gubernamental que
promueve mayores intercambios
estudiantiles internacionales, me dijo
que «la globalización está creando una
clase media muy grande en India y
China, y de personas que valoran mucho
la educación. La gente allí está dispuesta
a hacer un gran esfuerzo financiero para
invertir en la educación de sus hijos».
Según Goodman, sólo el 2,5 por ciento
de los estudiantes universitarios
extranjeros en los Estados Unidos tienen
becas de sus respectivos gobiernos o
universidades, y los estudiantes
asiáticos no son la excepción a la
regla[32].
Todo esto no es una buena noticia
para América latina. Significa que los
asiáticos están creando una clase
política y empresarial más globalizada
que los países latinoamericanos, lo que
les dará mayores ventajas en el mundo
de los negocios, las ciencias y la
tecnología. Si el consenso entre los
académicos de todo el mundo es que los
Estados Unidos y Europa tienen las
mejores universidades, como lo dicen
los rankings de The Times de Londres y
la Universidad de Shanghai, no hay que
ser un futurólogo para sospechar que —
en la era de la economía del
conocimiento— quienes se gradúen allí
saldrán mejor preparados y tendrán
mejores conexiones personales y
culturales con los países
industrializados.
Sobran psicólogos,
faltan ingenieros
Por increíble que parezca, en la UNAM
se gradúan quince veces más psicólogos
que ingenieros petroleros por año.
Efectivamente, en un país donde el
petróleo continúa siendo una importante
industria, la UNAM produce unos 620
egresados con licenciatura en
Psicología, 70 en Sociología y sólo 40
en Ingeniería Petrolera por año[33]. Y
México dista de ser un caso aislado. En
la UBA, de la Argentina, se reciben 2400
abogados por año, 1300 psicólogos, y
apenas 240 ingenieros y 173 licenciados
en Ciencias Agropecuarias. El Estado
está produciendo cinco veces más
psicólogos que ingenieros[34]. Si
examinamos la población estudiantil en
general, y no sólo los egresados, los
datos son más asombrosos aún: en el
momento de escribirse estas líneas, en la
UNAM hay 6485 estudiantes de Filosofía
y Letras, y apenas 343 estudiando
Ciencias de la Computación. En total, el
80 por ciento de los 269 mil estudiantes
de la UNAM están siguiendo carreras de
Ciencias Sociales, Humanidades, Artes
y Medicina, mientras que sólo el 20 por
ciento estudia Ingeniería, Física o
Matemática[35]. En muchos casos, la
falta de conexión entre los programas
educativos y las necesidades del
mercado laboral hace que las grandes
universidades estén produciendo
legiones de profesionales
desempleados. Un estudio de la
Asociación Nacional de Universidades
Mexicanas e Instituciones de Educación
Superior (ANUIES) advierte que si
México no hace algo para corregir su
sobreproducción de graduados
universitarios sin potencial de trabajo,
se encontrará muy pronto con 1,5
millones de profesionales
desempleados. «Esto podría generar un
problema social sin precedentes», dice
el estudio.
En la Argentina, el 40 por ciento de
los 152 mil estudiantes de la UBA está
matriculado en Ciencias Sociales,
Psicología y Filosofía, mientras que
sólo el 3 por ciento estudia carreras
relacionadas con la computación, Física
y Matemática. En estos momentos, hay
unos 27 mil estudiantes de Psicología en
la UBA, contra apenas 6 mil que cursan
Ingeniería[36]. «En la Argentina, hasta el
año 2003, se graduaban sólo 3
ingenieros textiles por año», me
comentó el ministro Filmus, con horror.
En las universidades más grandes de
Brasil, el 52 por ciento de los
estudiantes está matriculado en Ciencias
Sociales y Humanidades, mientras que
sólo el 17 estudia Ingeniería, Física y
Matemática, según el Ministerio de
Educación. «En vez de invertir tanto en
formar más abogados, los gobiernos
latinoamericanos deberían invertir en la
creación de escuelas intermedias e
institutos técnicos», dice Eduardo
Gamarra, profesor de Ciencia Política y
director del Centro de Latinoamérica y
el Caribe de la Universidad
Internacional de La Florida. «Las
economías latinoamericanas van hacia
industrias con mayores requerimientos
tecnológicos, para producir
exportaciones de mayor valor agregado.
Necesitan mas técnicos y menos
licenciados en Ciencia Política».
La UNAM: modelo de
ineficiencia
El rector de la UNAM, Juan Ramón de la
Fuente, se fue por la tangente cuando le
pregunté en una entrevista televisiva si
no le parecía absurdo que su
universidad estuviera creando tantos
filósofos y tan pocos ingenieros. «Mire,
Andrés, lo primero que me gustaría
puntualizar es que la UNAM realiza el 50
por ciento de toda la investigación que
se hace en México. La UNAM ha venido
desde hace muchísimos años impulsando
el desarrollo de la investigación
científica, que en México se hace
fundamentalmente en universidades
públicas», dijo el rector.
¿Cómo no va a ser así, si el Estado
mexicano —o sea, los contribuyentes—
otorga 1500 millones de dólares anuales
a la universidad?, pensaba yo, mientras
lo dejaba hablar. ¿Cómo no va a ser así,
cuando la UNAM se lleva el 30 por
ciento del presupuesto nacional para
educación superior, que cubre las 99
universidades públicas del país? ¿Y
cuánto de ese dinero queda para dar una
educación adecuada a los estudiantes de
la universidad? De la Fuente continuó
hablando sin parar. «Creo que el
problema radica fundamentalmente en
que no ha habido en México una política
de Estado con una visión de mediano y
de largo plazo que nos hubiese
permitido, como ocurrió en algunos de
los países de la cuenca del Pacífico,
tener un desarrollo que hubiera
resultado mucho más fructífero», dijo.
«¿No le está usted pasando la pelota
al Estado?», le pregunté, luego de varios
intentos vanos por hacer una pregunta.
«¿No es responsabilidad de la
universidad complementar los ingresos
que recibe del Estado con otras fuentes
de financiamiento? Porque, fíjese, por
ejemplo, el número de científicos e
ingenieros por millón de habitantes en
varios países: Finlandia tiene 5 mil
científicos e ingenieros por millón de
habitantes, la Argentina 713, Chile 370,
y México solamente 225. O sea, menos
que nadie».
«La inmensa mayoría formados en la
UNAM», respondió el rector. Acto
seguido, le pasó la pelota nuevamente al
Estado. «Está faltando en México una
política de Estado, para que puedan
concurrir universidades, sector privado
y el propio Estado, que no debe eludir
su responsabilidad. Porque una sola
institución, insisto, por más que tenga un
compromiso como lo ha tenido la UNAM
con la ciencia, es imposible que pueda
ser el detonante de todo el desarrollo.
Se necesita, Andrés, una visión de
mediano y de largo plazo, porque la
inversión en ciencia no es una inversión
rentable de inmediato. Estamos metidos
todo el tiempo en la coyuntura».
Hummm. Quizá De la Fuente no tenía
el respaldo del gobierno para hacer
reformas profundas, o quizá no tenía la
valentía intelectual para hacerlas, o
quizá ni siquiera era consciente de la
necesidad de hacerlas, pero lo cierto es
que el rector de la UNAM estaba —como
la mayoría de sus colegas— desviando
responsabilidades. Que la UNAM estaba
recibiendo 1500 millones de dólares
anuales para enseñar a 260 mil
estudiantes, mientras que Harvard estaba
recibiendo 2600 millones para enseñar a
apenas 20 mil estudiantes. ¿Por qué
Harvard tiene tantos recursos más?
Porque mientras la UNAM pide más
dinero del Estado, Harvard recauda
generosas donaciones de sus exalumnos,
cobra a los estudiantes que pueden pagar
y firma millonarios contratos de
investigación con el sector privado y el
Estado, que favorecen a todas las partes.
Lo cierto era que la UNAM es
ineficiente por donde se la mire.
Decenas de miles de sus estudiantes
transcurren siete o más años en sus
aulas, aumentando enormemente los
costos de la enseñanza. El exregente de
Ciudad de México, López Obrador, por
ejemplo, transcurrió nada menos que
catorce años en la UNAM, según reportó
el periódico Reforma basado en
documentos de la universidad[37]. Y la
negativa de la universidad a someter sus
carreras a una evaluación externa, como
la mayoría de las demás universidades
mexicanas, es escandalosa. Según me
explicaron funcionarios de la Secretaría
de Educación, es un resultado de la
huelga estudiantil de 1999. «Al final de
la huelga, uno de los acuerdos fue que la
UNAM rompió relaciones con el
(instituto acreditador). CENEVAL, bajo el
argumento de que es un organismo
neoliberal vinculado a empresas
privadas», explicó Rubio, el
subsecretario de Educación. En 2005, el
66 por ciento de las universidades
públicas y privadas de México,
incluyendo el Tecnológico de Monterrey
y la Universidad del Valle de México,
ya habían aceptado ser evaluadas por la
CENEVAL. Incluso dentro de la UNAM, la
negativa a la evaluación externa causó
tanto rechazo en ciertos sectores, que
algunas de las carreras más prestigiosas
de la universidad —como Ingeniería—
se rebelaron contra la mediocridad de
las autoridades centrales y pidieron
someterse a la evaluación externa.
Otras, como Medicina, lo hicieron a la
fuerza, porque el gobierno dictó una
norma oficial exigiendo que los
estudiantes de esa carrera se formaran
en escuelas acreditadas, para asegurar
que no se estuvieran graduando médicos
improvisados. Pero, en la tabla de
universidades mexicanas con carreras
acreditadas por el organismo
independiente autorizado por la
Secretaría de Educación, en 2005, la
UNAM estaba al final de la lista:
mientras que la Universidad Tecnológica
de Tlaxcala tenía el 100 por ciento de
sus carreras de licenciatura acreditadas,
la UNAM apenas tenía un 22 por ciento
de sus carreras en esa situación[38].
¿Conclusión? «La UNAM figura muy alto
en investigación, pero eso no se refleja
en sus programas académicos», me dijo
Rubio. «Desde el conflicto de 1999, la
UNAM deterioró mucho su calidad y su
imagen[39]».
Cuando los chinos
hablen inglés
Parece un chiste, pero en este preciso
instante hay más niños estudiando inglés
en China que en los Estados Unidos.
Efectivamente, China ha lanzado un
programa masivo de enseñanza de inglés
en todas las escuelas del país, que
alcanza a unos 250 millones de niños.
La cifra es varias veces superior al
número de estudiantes en las escuelas
primarias y secundarias de los Estados
Unidos. Y mientras en China el
programa escolar de estudio intensivo
de inglés empieza en el tercer grado de
la primaria, en casi todos los países de
América latina, incluido México, la
enseñanza obligatoria de inglés
comienza en séptimo grado. El dato es
impresionante. ¿Cómo se explica que
China, un país gobernado por el Partido
Comunista, en la otra punta del planeta,
y con un alfabeto totalmente diferente
del nuestro, esté enseñando inglés
mucho más intensivamente que México,
un país lindante con los Estados Unidos,
que tiene un tratado de libre comercio
con su vecino del norte y exporta un 90
por ciento de sus productos a ese país?
¿Y cómo explicar que los jóvenes chinos
estén estudiando más inglés que los
argentinos, peruanos o colombianos, que
no sólo comparten el mismo alfabeto
con los países de habla inglesa sino que
tienen muchos más lazos culturales con
los Estados Unidos y Gran Bretaña?
La enseñanza de inglés en China fue
una decisión política del gobierno, que
comenzó tímidamente con el inicio de la
apertura económica de 1978, y se
aceleró enormemente a partir de 1999,
cuando se hizo obligatoria en todas las
escuelas. Antes de viajar a China, había
entrevistado telefónicamente a Chen Lin,
el presidente del comité del Ministerio
de Educación a cargo del programa de
enseñanza de inglés, quien me aseguró
con orgullo —en perfecto inglés— que
«China ya es el país de habla inglesa
más grande del mundo»[40]. Según Chen,
la enseñanza de inglés en su país se
disparó a partir de la decisión de
ingresar en la Organización Mundial del
Comercio en 1999, y de competir para
ser la sede de las Olimpíadas de 2008.
«Empezamos un movimiento llamado
“Beijing speaks English”, por el cual
todos los ciudadanos de Beijing tienen
que hablar por lo menos un idioma
extranjero para cuando vengan los
turistas en 2008», me dijo Chen. «Y la
gente participa entusiastamente, porque
saben que si uno habla inglés, le será
más fácil encontrar un buen empleo».
Entre otras cosas, se aumentaron las
horas semanales obligatorias de estudio
de un idioma extranjero, y se introdujo
un examen de idiomas para todo
estudiante que quisiera ingresar en la
universidad. «En algunos estados del
nordeste, se estudia ruso o japonés, pero
el 96 por ciento de los estudiantes se
anotan en las clases de inglés», me
señaló Chen.
Tengo que confesar que en mis
viajes a Beijing y Shanghai no me
encontré con muchos chinos que
hablaran inglés. De hecho, la mayoría de
las vendedoras en las tiendas no
entendían una jota cuando uno les
hablaba en esa lengua. Ni siquiera
entendían los números en inglés cuando
se les preguntaba por el precio de algún
producto. Y los taxistas, menos. Como
casi todos los turistas, tuve que pedir a
los conserjes del hotel, o a algún
conocido, que me anotaran en un papel
la dirección adonde me proponía ir, para
que el taxista la leyera y me llevara sin
problemas. Y, de hecho, el sistema
funcionó a las mil maravillas. ¿Era un
cuento el programa oficial de enseñanza
de inglés, o había millones de personas
que habían aprendido el idioma con
quienes yo no me había topado? Según
me dijeron los funcionarios cuando les
comenté que no me había encontrado en
las calles con muchos chinos
angloparlantes, esto debería cambiar en
los próximos cinco o diez años, a
medida que las nuevas generaciones que
acaban de empezar a estudiar inglés se
incorporen al mercado de trabajo.
Zhu Muju, la directora de Desarrollo
de Libros Escolares del Ministerio de
Educación, me dijo que aunque la
directiva de enseñanza obligatoria de
inglés se anunció en 1999, recién ahora
se está comenzando a implementar en
casi todas las escuelas del país. En un
principio, no había suficientes maestros
entrenados para enseñar inglés, sobre
todo en escuelas rurales, ni para
acompaña r las clases a distancia, por
televisión. Recién en 2005 se pudo
cubrir el 90 por ciento de las escuelas
del país, dijo Zhu. ¿Y cuántas clases de
inglés por semana van a tener los
escolares?, le pregunté. «Las escuelas
deben dar cuatro cursos por semana a
partir del tercer grado de la primaria, de
los cuales dos son clases de una hora
cada uno, y los otros dos son de 25
minutos», dijo[41]. «Además, el plan
exige que las escuelas tengan
actividades en inglés, incluyendo
debates, juegos, aprendizaje de
canciones y clases de actuación». A la
salida de la entrevista, uno de los
asistentes de Zhu me señaló: «En tres o
cuatro años, ya habrá muchos menos
casos de turistas extranjeros que no
puedan encontrar a alguien en la calle
que les pueda dar indicaciones en
inglés. Bastará con que busquen a
cualquier niño, y podrán comunicarse
por lo menos a un nivel básico».
Sólo en Beijing, mil
escuelas de inglés
Pero quizás el dato más impresionante
sobre la enseñanza de inglés en China es
la cantidad de niños que están
estudiando ese idioma después de cursar
horas en academias privadas. Tan sólo
en Beijing, hay unas mil escuelas e
institutos privados dedicados a la
enseñanza de inglés. Unos treinta de
estos institutos privados son ya
instituciones inmensas, que hacen
publicidad en los medios y en carteles
en las calles, describiendo sus cursos
como un pasaporte a la modernidad.
Por curiosidad, pedí una entrevista
con el director del instituto privado de
enseñanza de inglés más grande de
China, el New Oriental School. La sede
del instituto es un edificio de tres pisos,
que ocupa toda una cuadra en el corazón
de Beijing. Me recibió Zhou Chenggang,
el vicepresidente de la escuela, un
hombre de 42 años que había hecho su
maestría en Comunicaciones en
Australia, y luego había trabajado
durante muchos años como corresponsal
de la BBC de Londres en Asia. Según me
contó, a mediados de la década de los
noventa le había llevado la idea de crear
un instituto privado de enseñanza de
inglés y matemáticas a un inversionista
amigo, su excompañero de la escuela
secundaria Yu Minhong. Este último
inmediatamente vio una oportunidad de
negocio y aportó el dinero para fundar la
primera escuela. Diez años después, el
instituto tenía escuelas en once ciudades
y estaba abriendo sedes en otras cuatro.
¿Y cuántos estudiantes de inglés tienen
ahora?, le pregunté a Zhou. Cuando me
respondió, casi me caigo de espaldas:
«En 2004, teníamos unos 600 mil.
Alrededor de la mitad son estudiantes
que necesitan reforzar su inglés para
pasar exámenes en las escuelas, y la otra
mitad son adultos que quieren estudiar
para mejorar su currículum», respondió.
«Para 2007, calculamos tener un millón
de estudiantes de inglés[42]».
Según me explicó Zhou, el estudio
de inglés es considerado en China como
una inversión para el futuro. «Cuando yo
me recibí, en la década de los ochenta,
un graduado universitario podía
conseguir un buen empleo sin mayores
problemas. Eso ya no es así. Hoy día,
uno necesita más conocimientos. Un
diploma no basta: hace falta un segundo
diploma, o un tercer diploma, o estudios
en el extranjero», me señaló. El
fenómeno se había iniciado hacía quince
años, cuando China se abrió al mundo.
«Debido a las reformas económicas, las
empresas estatales comenzaron a cerrar.
Y en su lugar vinieron las compañías
extranjeras, que son mucho más
exigentes. Por eso, los padres chinos
gastan más que los de la mayoría de los
otros países en la educación de sus
hijos. La mayor parte de las familias
chinas ahorran durante toda su vida para
darles la mejor educación a sus hijos».
La New Oriental School, cobrando unos
100 dólares por alumno para sus cursos
más cortos, estaba haciendo una fortuna:
reportaba ingresos anuales de 70
millones de dólares. Y, según Zhou,
espera aumentar sus ingresos
próximamente con una serie de nuevos
cursos. Entre los más promisorios
estaba uno de enseñanza de técnicas
para desempeñarse correctamente en
entrevistas de búsqueda de empleo.
Los pasos de Chile,
México, Brasil y la
Argentina
A comienzos de 2004, Chile anunció
que, en aras de aumentar su inserción en
la economía global, había tomado la
decisión de adoptar el inglés como
segundo idioma oficial, y de convertirse
en el primer país latinoamericano en
hacerlo. El país se aprestaba a ser la
sede de una reunión de ministros de
Educación del Foro de Países de la
Cuenca del Pacífico (APEC) en abril de
2004. Como organizadores de la
reunión, los chilenos decidieron que la
enseñanza de inglés fuera el primer
punto en la agenda. Chile ya sospechaba
que América latina había quedado
rezagada en la materia y que los
asiáticos llevaban mucha ventaja. Y un
estudio comparativo de la APEC sobre la
enseñanza de inglés en los países
miembros había confirmado con creces
las sospechas chilenas. Los resultados,
dados a conocer en la reunión, eran
escalofriantes: Singapur, Tailandia y
Malasia estaban enseñando inglés en
todas las escuelas a partir de primer
grado, mientras que China y Corea del
Sur lo hacían en tercer grado, y la
mayoría de los países latinoamericanos
en séptimo grado. Pero eso no era todo:
el estudio mostraba que mientras en
Singapur se empezaba con 8 horas por
semana de inglés y en China con cuatro
horas, en Chile y en México se
comenzaba con dos horas semanales,
varios años después. Las diferencias
eran abismales. La enseñanza de inglés
por sí sola no explicaba el avance
económico de los países asiáticos, pero
era un elemento más de la fórmula que
les había permitido insertarse en la
economía global, crecer aceleradamente
y reducir la pobreza.
Cuando Chile anunció que adoptaría
el inglés como segundo idioma en 2004,
la noticia pasó casi inadvertida en el
resto de la región. En Chile, como en la
mayoría de sus países vecinos, sólo el 2
por ciento de la población podía leer en
inglés y tener un nivel de conversación
básico en ese idioma, según indicaban
estudios oficiales. Pero el gobierno del
Partido Socialista chileno había
convertido la enseñanza de inglés en su
caballito de batalla político. Según
decía el ministro de Educación, Sergio
Bitar: «El inglés abre las puertas para
emprender un negocio exportador, y abre
las puertas para la alfabetización digital.
El inglés, en definitiva, abre las puertas
del mundo»[43]. A partir de 2004,
además de hacer obligatoria la
enseñanza de inglés desde quinto grado
de primaria, Chile entregó gratuitamente
libros de texto de inglés a todos los
estudiantes de quinto y sexto grado, y se
fijó como meta que para 2010 todos los
estudiantes de octavo grado tuvieran que
aprobar el Key English Test (KET) —un
examen internacional de comprensión y
lectura de inglés como segunda lengua—
para pasar de grado. Al mismo tiempo,
empezó a ofrecer descuentos
impositivos a las empresas que pagaran
cursos de inglés a sus empleados, para
ayudar a que el país fuera más
hospitalario hacia el turismo
internacional y pudiera competir con los
asiáticos en atraer «call-centers» a su
territorio. Y CORFO, la Corporación de
Fomento de Chile, invirtió 700 mil
dólares en 2004 para tomar un examen
de inglés a unas 17 mil personas y crear
un banco de datos de individuos
bilingües o medianamente bilingües.
Unos 12 mil aprobaron el examen y
fueron incorporados en el registro.
«Tenemos sus nombres y teléfonos en un
banco de datos, que está a disposición
de cualquier empresa que quiera
establecerse en Chile», me explicó
Bitar.
En México, aunque la vecindad con
los Estados Unidos teóricamente podría
facilitar los intercambios de profesores
de idiomas, el gobierno de Fox llegó a
la conclusión de que no podía hacer lo
mismo que Chile, por carecer de
suficientes maestros de inglés para
enseñar a todos los niños de quinto
grado. Y aunque México tiene la misma
tasa de alfabetización que Chile —un 96
por ciento de los niños de ambos países
completaban la escuela primaria—, el
gobierno consideraba que había mayores
carencias en rubros como la
malnutrición y la mortandad infantil, que
requerían más recursos que la enseñanza
de inglés. De manera que optó por la
enseñanza de inglés a distancia, por el
programa de pizarras electrónicas
Enciclomedia, en todas las aulas de
quinto y sexto grado. «La idea es que no
quede ninguna escuela del país, así sea
rural o indígena, sin equipamiento para
2006», decía el secretario de
Educación, Reyes Tames[44]. En el
principal socio comercial de los
Estados Unidos en América latina, y el
principal competidor de China en el
mercado norteamericano, la enseñanza
personalizada de inglés seguía siendo
una meta difusa, y a largo plazo.
En la Argentina, la enseñanza
obligatoria de inglés en casi todas las
provincias del país comienza en séptimo
grado, según me dijo Filmus, el ministro
de Educación. Pero tras la debacle
económica de 2001, la idea de invertir
tiempo y dinero en la enseñanza de un
segundo idioma había sido eclipsada
por otras prioridades: unos 511 mil
jóvenes de la población total de 8,2
millones de estudiantes a nivel nacional
estaban abandonando la escuela, la
mayoría de ellos en los últimos tres
años del nivel secundario. Los
gobiernos que se habían sucedido
después de la crisis concluyeron que los
alumnos abandonaban la escuela por
condiciones de pobreza extrema, y que
la prioridad educativa debía ser detener
la deserción escolar.
Para los países sudamericanos, el
inglés no era la única opción
recomendable. Los expertos en
educación internacional señalaban que
muchos Estados de la región también se
beneficiarían con la enseñanza del
portugués, el idioma del país que ya
representaba más del 50 por ciento del
producto bruto sudamericano. A fines de
la década de los noventa, en pleno auge
del Mercosur, se habían iniciado
ambiciosos programas de estudio de
portugués en la Argentina y de español
en Brasil. En la Argentina, la entonces
ministra de Educación Susana B. Decibe
proclamaba que, para el año 2000, una
buena parte de las escuelas estarían
enseñando portugués. «Durante mucho
tiempo, nuestros países se habían dado
la espalda. Pero ahora estamos viendo
un proceso muy interesante de
integración cultural», me había dicho
Decibe en una entrevista en agosto de
1998. Sin embargo, la devaluación
brasileña de 1999 asestaría un durísimo
golpe al Mercosur y a la integración
sudamericana. Años después, otro
ministro de Educación argentino, Andrés
Delich, me comentaría que lo único que
había quedado del plan nacional de
enseñanza de portugués eran programas
escolares en la provincia norteña de
Misiones, lindante con Brasil, que tenía
un 5 por ciento de la matrícula escolar
argentina. Era una idea excelente, pero
la realidad económica había abortado el
plan.
En Brasil, el Congreso había
empezado a debatir en 1998 un plan
para enseñar español en todas las
escuelas, que se plasmó en un proyecto
de ley en 2000. Varios estados del sur,
como Rio Grande do Sul, Paraná y São
Paulo, ya habían empezado con cursos
de español, y el plan del Congreso era
que esos programas se extendieran a
todo el país en los próximos diez años,
siempre y cuando los 27 estados se las
arreglaran para encontrar los 75 mil
maestros de español que se necesitaban.
El Congreso aprobó la ley en 2005 y
ordenó al Ministerio de Educación
implementar la oferta de cursos de
español optativos en todas las escuelas
primarias del país, entre quinto y octavo
año, en un plazo de cinco años.
¿No es un lujo extravagante enseñar
un segundo idioma para países que
todavía no han terminado de erradicar el
analfabetismo?, les pregunté a varios
ministros de Educación en los últimos
años. ¿Está bien que Chile se zambulla
de lleno en la enseñanza de inglés
cuando todavía tiene 4 por ciento de
ciudadanos que no han terminado la
primaria? ¿Y debería México gastar
millones de dólares en la enseñanza de
inglés cuando casi un 3 por ciento de sus
niños en edad escolar son analfabetos?
¿Y debería hacerlo la Argentina, con
medio millón de estudiantes por año
abandonando la escuela[45]?
Varios ministros me señalaron que
en países con altas tasas de
analfabetismo, como Honduras o
Nicaragua, no tendría sentido destinar un
gran porcentaje del gasto educativo a la
enseñanza de idiomas. Pero en la
mayoría de los países latinoamericanos,
las tasas de analfabetismo no son altas, y
están mayormente concentradas en
adultos mayores de 50 años. Para estos
países, la enseñanza de inglés u otros
idiomas en las escuelas sería una buena
inversión. Y en cuanto a si no habría que
dedicarle más dinero a la enseñanza del
idioma nacional, para evitar problemas
como el de egresados de la escuela
secundaria que escriben con errores
ortográficos, el ministro de Educación
chileno, Bitar, me dijo que «no creo que
los chilenos estemos imposibilitados de
caminar y mascar chicle al mismo
tiempo. Se puede estudiar español,
ciencias e inglés al mismo tiempo».
Es probable que así sea, concluí tras
escuchar a varios expertos. Cualquier
persona que haya viajado a Suecia,
Holanda o Dinamarca puede constatar
que la gente es capaz de hablar
perfectamente dos, tres y hasta cuatro
idiomas, si los empieza a estudiar de
niños. Y en varios países en vías de
desarrollo ocurre lo mismo: en la isla
caribeña de Curaçao, o en las
poblaciones negras de habla inglesa de
Nicaragua y Honduras, me encontré con
gente que vive en las condiciones más
precarias y es perfectamente bilingüe,
sin mayores problemas. Y si los chinos
van a aprender inglés, no hay razón por
la cual millones de latinoamericanos que
crecieron viendo películas de
Hollywood, cantando canciones de rock
y explorando sitios de habla inglesa en
Internet no puedan hacerlo.
Por qué los asiáticos
estudian más
Quizá de todas las personas que conocí
en China, la que más me impresionó fue
Xue Shang Jie, un niño de 10 años que
encontré en una visita a otro instituto
privado de inglés, la escuela Boya. Tras
entrevistar al director de la escuela,
había pedido observar una clase, y me
habían permitido entrar en un aula. Eran
como las seis de la tarde, y una docena
de niños estaba tomando clases después
de su horario escolar. En la primera fila,
había unos diez chicos sentados en sus
pupitres. Atrás, en el fondo del aula,
estaban sentados varios hombres y
mujeres que obviamente eran los
abuelos, y estaban leyendo o haciendo
crucigramas para matar el tiempo.
Cuando el director de la escuela
abrió la puerta y me presentó como un
visitante de los Estados Unidos, hubo
sorpresa generalizada, risas y gestos de
bienvenida por parte de la profesora.
Me senté, presencié la clase, y al poco
rato me llamó la atención un niño en
particular. Estaba en la primera fila,
tenía unos anteojos enormes, se
expresaba en inglés admirablemente
bien y desbordaba buen humor. No me
extrañó que, al finalizar la lección, me
dijeran que Xue era el mejor alumno de
su clase en la escuela, y que estaba
tomando clases privadas de inglés y
matemática después de horas para
mejorar aun más sus calificaciones y
poder competir en olimpíadas
estudiantiles internacionales.
¿Qué quieres ser cuando seas
grande?, le pregunté a Xue más tarde,
conversando en el pasillo. «Un cantante,
quizá», me dijo el niño, encogiéndose de
hombros y riéndose, mientras sus
compañeros festejaban su respuesta y
bromeaban sobre su futuro en el show
business. Tras sumarme a la
celebración, le pregunté a qué se
dedicaban sus padres. Por el dominio
que tenía del inglés, supuse que era hijo
de diplomáticos que habían vivido en el
extranjero, o que provenía de una
familia acomodada que le había
contratado clases particulares desde
hacía varios años. Pero me equivocaba.
Xue me contó que su padre era un
militar del Ejército Popular de
Liberación, las fuerzas armadas de
China, y su madre era una empleada. Por
la descripción que hizo de su familia, y
por lo que me corroboraron más tarde el
director de la escuela y el asistente
chino que me acompañaba, la familia de
Xue era de clase media, o media baja.
¿Cómo es un día típico de tu vida?,
le pregunté a continuación. Él me contó
que se despertaba a las siete de la
mañana, entraba a la escuela a las ocho,
y tenía clases hasta las tres o cuatro de
la tarde, según el día de la semana.
Después, hacía sus deberes en la escuela
hasta las seis, cuando venía a buscarlo
su padre. ¿Entonces, puedes ver
televisión por el resto del día?, le
pregunté, asumiendo que ése era el caso.
«Sólo puedo ver televisión 30 minutos
por día», respondió, sin abandonar su
sonrisa. «Cuando llego a casa, toco el
piano, y hago más deberes, hasta eso de
las siete y media de la noche. Entonces,
veo televisión media hora, y me acuesto
a eso de las nueve». Pero eso no era
todo: una tarde por semana, después de
la escuela, y los domingos por la tarde
tomaba clases particulares de inglés en
la escuela Boya. Y los sábados por la
tarde, durante dos horas, tomaba clases
de matemática y chino en el mismo
instituto privado. ¿Y te gusta estudiar
tanto?, le pregunté, intrigado. «Sí», me
contestó, sonriendo de oreja a oreja. «Es
muy interesante. Y si estudio mucho, mi
padre me regala un juguete[46]».
El caso de Corea del
Sur
La obsesión por el estudio no es un
fenómeno que se da sólo en China, sino
en toda Asia. Al igual que en China, los
niños en Corea del Sur, Singapur y
varios otros países de la región estudian
casi el doble de horas diarias que los de
los Estados Unidos o de América latina.
En Corea del Sur, el promedio de horas
de estudio diarias de los alumnos de
primaria es de diez horas, el doble que
en México, Brasil o la Argentina. Jae-
Ho Lee, un niño coreano de 14 años,
tiene una disciplina diaria casi militar:
sale de su casa a las siete de la mañana,
llega a la escuela media hora antes del
inicio de las clases para repasar las
lecciones del día anterior, y regresa a su
casa a las cuatro de la tarde. Y después,
toma cursos particulares de inglés y
matemática, no porque se esté quedando
atrás en estas asignaturas sino, por el
contrario, para mantener su alto puntaje.
«Quiero seguir estando en los primeros
puestos de mi clase, porque de eso
depende mi futuro», le dijo el niño a la
revista brasileña Veja, que le dedicó una
portada al fenómeno de la educación en
Corea del Sur[47].
Según el Ministerio de Educación de
Corea del Sur, el 80 por ciento de los
niños estudian por lo menos diez horas
diarias, y el 83 por ciento toma clases
complementarias de matemática o
ciencias. La revolución educativa ha
permitido aumentar el porcentaje de
estudiantes universitarios del 7 por
ciento de la población general en 1960
al 82 de la actualidad.
Comparativamente, la mayoría de los
países latinoamericanos tienen un 20 por
ciento de sus jóvenes estudiando en la
universidad, y en muchos casos menos.
Y mientras un 30 por ciento de los
graduados universitarios coreanos se
diploman en Ingeniería, el promedio de
egresados en esa disciplina en América
latina es del 15 por ciento[48].
En Corea del Sur, hace años que la
enorme mayoría de las escuelas tienen
pizarrones electrónicos —como los que
acaba de adoptar México— en los que
los profesores muestran películas para
ilustrar sus lecciones. Además, tienen
salas de computación conectadas a
Internet con banda ancha, y los maestros
ganan un salario medio equivalente a 6
mil dólares mensuales, seis veces más
que sus equivalentes latinoamericanos.
«Es una carrera que confiere mucho
estatus», señaló el artículo de Veja. En
efecto, una encuesta de la Universidad
Nacional de Seúl reveló que, para las
mujeres coreanas, los profesores son
vistos como «el mejor partido para
casarse»: tienen un buen salario, empleo
estable, vacaciones largas y les gusta
tratar con niños. Y tienen condiciones de
trabajo excelentes, que incluyen
dedicación exclusiva y cuatro horas
diarias —pagas, por supuesto— para
preparar sus clases y recibir a los
estudiantes. La educación en Corea se
toma tan en serio, que hasta los
profesores de jardín de infantes
necesitan un diploma universitario[*].
En términos generales, los
economistas coinciden en que la apuesta
coreana a la educación ha pagado con
creces: gracias a la avalancha de
inversiones internacionales para
aprovechar la mano de obra calificada,
Corea pasó de tener un ingreso per
cápita equivalente a la mitad del de
Brasil en 1960, a uno de tres veces más
que aquél actualmente[49].
¿Por qué estudian más los jóvenes
asiáticos? La respuesta más común que
escuché en China cuando hice esta
pregunta es que no se trata de un
fenómeno reciente, sino la continuación
de una tradición histórica que viene de
las enseñanzas del filósofo Confucio,
quien ya difundía valores como la
dedicación al trabajo y al estudio en el
siglo V antes de Cristo. Confucio decía:
«Si tu objetivo es progresar un año,
siembra trigo. Si tu objetivo es
progresar diez años, siembra árboles. Si
tu objetivo es progresar cien años,
educa a tus hijos». La fiebre del estudio
había quedado relegada durante la
Revolución Cultural china, pero volvió
con toda la fuerza a partir de las
reformas económicas de los años
ochenta, cuando —como me lo había
hecho notar Zhou, el vicedirector de la
New Oriental School en Beijing— las
nuevas empresas privatizadas
comenzaron a exigir un nivel académico
superior a quienes buscaban empleo.
Sin embargo, en China existe otro
motivo clave que explica la fiebre por el
estudio, que no sería deseable imitar en
el resto del mundo: la política del hijo
único. Desde la década del setenta, las
parejas sólo pueden tener un niño, y
quienes tienen más de uno deben pagar
impuestos altísimos por su segundo hijo.
Eso hace que cada niño o niña —más
los varoncitos que las mujercitas, por
cierto, ya que los bebés de sexo
masculino son recibidos con mucha
mayor alegría que los de sexo femenino
— sea el centro de atención y las
expectativas de progreso de sus dos
padres, sus cuatro abuelos y sus ocho
bisabuelos, cuando los hay. En China,
como en pocos otros países, toda la
atención de la familia extendida está
centrada en un hijo. «Somos un país de
pequeños emperadores y pequeñas
emperatrices», me dijo una guía de
turismo en Beijing. Y eso se traduce en
una presión social de padres y abuelos
sobre los jóvenes para que estudien.
«Toda la familia ahorra para que el niño
pueda estudiar en las mejores
universidades y pueda conseguir un buen
empleo», me explicó Zhou. «Aquí
tenemos un refrán que dice: hijo único,
esperanza única, futuro único». Eso
explica por qué tantas familias envían a
sus niños a cursos particulares de inglés
después de hora, o ahorran toda la vida
para mandar a sus hijos a universidades
en los Estados Unidos.
Y el otro factor propio de la cultura
asiática es que los jóvenes deben
estudiar más desde muy niños, por el
simple hecho de que mientras la mayoría
de los idiomas occidentales tienen
alfabetos de 26 o 27 letras, varios
idiomas orientales tienen unos 22 mil
caracteres, aunque hacen falta unos 2500
para tener un conocimiento básico del
lenguaje, y unos 5 mil para leer un
periódico. Los chicos asiáticos
comienzan a aprender los caracteres de
su idioma mucho antes de entrar en
primer grado. El jardín de infantes ya es
un curso intensivo de escritura. «Cuando
los niños entran en primer grado, ya
deben estar familiarizados con unos 2
mil caracteres», me dijo Chen Quan, un
profesor en Beijing. El aprendizaje es
tan difícil, que los padres y abuelos se
pasan horas los fines de semana
enseñando a dibujar los caracteres a sus
hijos y nietos. De manera que cuando
entran en la escuela primaria, los
estudiantes ya tienen una disciplina de
estudio muchísimo mayor que la de los
niños norteamericanos o
latinoamericanos. De allí en más, los
asiáticos dan por sentado que deben
estudiar unas diez horas por día. No hay
televisión, ni fútbol, ni fiesta que valga.
La cultura de la
evaluación
Existe un consenso cada vez mayor entre
los expertos internacionales en
educación en que la mejor receta para
mejorar el nivel educativo de los
jóvenes no es simplemente invertir más
dinero en las escuelas, ni aumentar las
horas de estudio, ni reducir el número
de estudiantes por aula, sino crear una
cultura de la evaluación que obligue a
los estudiantes a superarse cada vez
más. Si fuera una cuestión de dinero,
China y Corea del Sur, cuyos gobiernos
le destinan mucho menos dinero a la
educación que otros países, deberían
estar entre los más atrasados del mundo
en la materia. Y tampoco es una cuestión
de horas de clase ni de tamaño de los
grupos, ya que varios países como
Noruega y Austria, con una gran
diferencia en estos parámetros, alcanzan
los mismos resultados en exámenes
estandarizados. Sin embargo, hay una
constante: la mayoría de los países
cuyos alumnos resultan bien
posicionados en los estudios
comparativos son los que realizan
rankings de sus estudiantes, sus
profesores y sus escuelas. O sea, los que
fomentan una cultura de la competencia,
en la que el sistema educativo debe
rendir cuentas constantemente ante el
gobierno y ante los padres.
Zhu Muju, la alta funcionaria del
Ministerio de Educación que entrevisté
en Beijing, me dijo que los maestros en
China hacen rankings de las notas que
sacan los alumnos de sus clases, y las
ponen en la pizarra para que todos las
vean. «Los estudiantes chinos son muy
buenos en los exámenes, porque están
acostumbrados desde muy chicos a que
los evalúen desde el primero hasta el
último de la clase. Eso hace que sean
muy competitivos y se esfuercen por ver
cómo mejorar sus notas para subir en la
lista», dijo Zhu. La funcionaria agregó
que «nosotros en el gobierno no
alentamos esta práctica de hacer
rankings», pero era claro que tampoco
la estaban desalentando. Lo mismo con
los rankings de las universidades,
agregó: estimulan a que las
universidades se superen, y permiten al
Estado evaluar los resultados de su
inversión en educación.
Para Jeffrey Puryear, el experto en
educación internacional del Diálogo
Interamericano en Washington D. C., los
países con rezagos educativos deberían
adoptar tres objetivos básicos, además
de una mayor participación de los
padres en la educación de sus hijos: la
aplicación de estándares más exigentes
desde la escuela primaria, la evaluación
de los estudiantes, y el sistema de
rendición de cuentas de profesores y
directores de escuela. Sobre este último
punto, señaló que «los productores de la
educación tienen que rendir cuentas ante
alguien, tal vez los padres de familia, o
la sociedad en general. No se puede
permitir que hagan cualquier cosa, y que
no existan consecuencias para su
desempeño»[50]. Según Puryear, «en los
sistemas educativos latinoamericanos
prácticamente no hay consecuencias.
Pueden existir profesores bueno o
malos, pero eso no importa, ya que no
hay ninguna diferencia en cómo son
tratados: un maestro no pierde su trabajo
por un mal desempeño, ni gana más por
su buen desempeño». En varios países
de Asia, al igual que en Nueva Zelanda,
Australia y Holanda, se han hecho
reformas educativas para incentivar la
rendición de cuentas y la evaluación de
los estudiantes y sus escuelas, con
excelentes resultados, agregó. «En
América latina se consideró prioritaria
la cantidad, pero no la calidad. Y eso es
un grave problema», concluyó.
Sin embargo, aunque muchos
ministros de Educación
latinoamericanos están de acuerdo en
que los países que adoptaron una cultura
de la calidad mejoraron sus sistemas
educativos, la mayoría considera que
dichas reformas son un privilegio para
países más desarrollados. Filmus, el
ministro de Educación argentino, me
dijo que «el problema nuestro con los
rankings es que muchas veces terminan
defendiendo no la capacidad, ni la
calidad, sino el nivel socioeconómico».
En la Argentina hay enormes
desigualdades sociales, que hacen que
los jóvenes vayan a escuelas primarias y
secundarias de calidades
diametralmente opuestas y lleguen a la
universidad con niveles de preparación
muy distintos. «Si el chico no fue al
jardín de infantes, después fue a una
pésima escuela básica, y después fue a
una escuela media donde no se estudia,
va a estar en desventaja con otro que va
a un muy buen jardín de infantes, y
después fue a una muy buena escuela
bilingüe privada… Entonces, la
pregunta es cómo nivelar», dijo. Y la
forma de nivelar, según Filmus, no es
implementando un examen de ingreso
drástico en las universidades que
castigue a los menos privilegiados, sino
dándoles cursos adicionales en la
secundaria para capacitarlos, y un curso
de ingreso en la universidad para
posibilitarles ponerse al día. Sin
embargo, el ministro coincidió en que su
país se beneficiaría de una mayor
cultura de la evaluación. «Acá en la
Argentina tenemos un retraso en ese
sentido. En los últimos treinta años no
ha habido una cultura de la excelencia,
ni del esfuerzo, ni del trabajo. Tenés un
desarrollo y una cultura que está mucho
más vinculada a lo que los argentinos
llaman el zafe, o sea, pasar de grado,
que al éxito basado en el esfuerzo, el
trabajo y la investigación. El tema es
cómo introducir la cultura de la
calidad», afirmó. Las actuales
autoridades argentinas habían decidido
que la mejor manera de hacerlo era
empezando por la evaluación y
acreditación de las carreras
universitarias. No se trataba de una mala
estrategia. Pero, al igual que en México,
se estaban estrellando contra una
muralla de hierro en la universidad más
grande del país.
«Snuppy» y el futuro
del mundo
Dos noticias recientes, una proveniente
de Corea del Sur y otra de China,
pueden darnos una idea del
extraordinario rédito económico que
sacarán los países asiáticos de su
inversión en educación, ciencia y
tecnología. A fines de 2005, el profesor
Hwang Woo-suk y su equipo de quince
científicos de la Universidad Nacional
de Seúl se adjudicaron la primera
clonación de un perro en la historia.
«Snuppy», un cachorro afgano que
cuando fue presentado al mundo ya tenía
catorce semanas de vida, fue citado
como un hito científico, aunque
denuncias de posible fraude por parte
del científico posteriormente pondrían
en duda semejante logro. En los diez
años previos, se habían clonado
exitosamente en varias partes del mundo
ovejas —como la famosa «Dolly»— y
otros animales como ratones, vacas,
cerdos y cabras. Pero nadie había
logrado clonar un perro, uno de los
mamíferos más parecidos al hombre.
Una empresa de los Estados Unidos,
Genetic Savings & Clone, había
invertido 19 millones de dólares en los
últimos siete años en la clonación de un
perro, sin resultado. El laboratorio de la
Universidad Nacional de Seúl le ganó
de mano. Al margen del debate ético
sobre la clonación, lo cierto es que será
un fenómeno imparable, que cambiará
totalmente la medicina moderna tal
como la conocemos, y dará lugar a una
industria biotecnológica que muy
probablemente se convierta en el motor
de la economía mundial de las próximas
décadas. Los científicos confían en que
a través de la clonación se encontrará la
forma de reparar tejidos humanos
lesionados, como el corazón, e incluso
reemplazar orejas, narices y otros
órganos dañados.
«Los coreanos se han convertido en
una verdadera potencia digna de ser
reconocida en materia de clonación e
investigaciones de células madre»,
comentaba un editorial de The New York
Times poco después del anuncio[51].
«Este equipo (coreano) fue el primero
en clonar embriones humanos y
extraerles células madre, y ahora es el
primero en clonar un perro, lo que quizá
sea la mayor hazaña en la clonación de
mamíferos. El centro de gravedad en la
clonación y la investigación sobre
células madre podría estar
desplazándose hacia otros países,
mientras las investigaciones en los
Estados Unidos están siendo frenadas
por tabúes (políticos) y restricciones
financieras (del gobierno de Bush)».
Aunque todo hace prever que los
conservadores en la Casa Blanca pronto
darán marcha atrás en sus reservas a las
investigaciones de células madre y
Estados Unidos será el país líder de la
medicina genética del siglo XXI, estará
lejos de tener un monopolio en la nueva
industria.
Casi al mismo tiempo que el
profesor Hwang anunciaba la clonación
de «Snuppy» y salía en las primeras
planas de todo el mundo —además de
afianzarse como el ídolo nacional de
Corea, donde es más venerado que
cualquier jugador de fútbol—, se dio a
conocer otra noticia proveniente de
China, que pasó mucho más inadvertida.
Sin mucha fanfarria, con el perfil bajo
que los caracteriza, los chinos
exportaban su primer automóvil a
Europa. Se trataba de una camioneta 4x4
de cinco puertas parecida al jeep
Cherokee, fabricada por Jiangling
Motors Group, que arribó al puerto
belga de Antwerp, como parte de un
primer embarque de unos doscientos
vehículos que se venderán a unos 22 mil
dólares cada uno. Pocos días después,
llegaba a Europa el primer embarque de
ciento cincuenta automóviles Honda
producidos en China, bajo el nombre de
Jazz. Los distribuidores chinos
esperaban vender unas 2 mil camionetas
Jiangling y unos 10 mil Honda Jazz en
Europa en los doce meses siguientes[52].
Casi todos los vehículos de
exportación chinos venían de
Guangzhou, el centro industrial que se ha
convertido en un paradigma de la
globalización: las terminales de su
aeropuerto fueron construidas por una
empresa norteamericana, los puentes que
llevan a los pasajeros a los aviones son
de una compañía holandesa, y su torre
de control está operada por una firma de
Singapur. En las fábricas automotrices
de Guangzhou, los trabajadores ganan
alrededor de 1,50 dólares la hora,
comparado con 55 dólares la hora de
sus contrapartes en los Estados Unidos.
Sin embargo, una buena porción de las
operaciones funcionan con robots,
creados y supervisados por ingenieros
chinos. No hay que ser un genio para
sospechar que, muy pronto, los
automóviles chinos conquistarán los
mercados más grandes del mundo, como
en las últimas décadas lo hicieron los
japoneses.
El debut de China como exportador
de automóviles es un ejemplo de cuán
rápido los chinos están saltando etapas,
y pasando de ser exportadores de
baratijas a vendedores de productos
mucho más sofisticados. Y ahí es donde
los países latinoamericanos corren los
mayores riesgos de quedarse cada vez
más atrás, como productores de materias
primas librados a la suerte de los
precios internacionales de lo que
extraen del suelo, en lugar de entrar en
los mercados más grandes del mundo
con productos de mayor valor agregado
y ventajas comparativas. Como señaló
el expresidente brasileño Cardoso en las
primeras páginas de este libro, el
desafío para las naciones
latinoamericanas será aun mayor a partir
de 2007, cuando los países asiáticos
pongan en marcha el bloque de libre
comercio más grande del mundo,
integrado por China y los países de
ASEAN. Integrando sus cadenas
productivas, y aprovechando su mano de
obra calificada y barata, el bloque
asiático será un competidor formidable
en la lucha por ganar cuotas de mercado
en los Estados Unidos y Europa, los más
grandes del mundo.
Sin embargo, «Snuppy» y las nuevas
plantas de camionetas de exportación
chinas en Guanghzou, lejos de asustar a
los países latinoamericanos, deberían
movilizarlos a ponerse las pilas. El tren
del progreso avanza, y el que no se sube
se queda cada vez más atrás. Y hay
ejemplos promisorios en América latina
que demuestran que nuestros países
pueden competir produciendo bienes de
alto valor agregado. La empresa
brasileña Embraer ya se ha convertido
en una líder mundial en la fabricación de
aviones intermedios, de unos 110
asientos, que está vendiendo a
compañías aéreas como JetBlue de los
Estados Unidos, Air Canada, Hong Kong
Express Airways y Saudi Arabian
Airlines, logrando ventas anuales que
superan los 3400 millones de dólares.
Embraer recientemente firmó un contrato
con el Departamento de Defensa de los
Estados Unidos para la venta de aviones
de reconocimiento por un valor
potencial de 7 mil millones de dólares
en los próximos veinte años. En México,
la cervecera Corona y la cementera
Cemex están ganando mercados en todo
el mundo. En Costa Rica, las
exportaciones de microprocesadores de
la fábrica de Intel ya representan el 22
por ciento de las exportaciones totales.
En Chile y la Argentina, se están
exportando cada vez más variedades de
vinos a todas partes del planeta.
Por ahora, estos y otros casos son
excepciones a la regla. Las mayores
corporaciones latinoamericanas, como
observamos antes, siguen vendiendo
materias primas, sujetas a los vaivenes
de los mercados internacionales y a los
precios cada vez más bajos de todo lo
que sea ajeno a la economía del
conocimiento. Sin embargo, bastarían
unas pocas reformas relativamente
sencillas para que los países
latinoamericanos atrajeran inversiones
masivas y despegaran tan rápido como
lo hicieron Irlanda, España, la
República Checa, China, India y los
Tigres Asiáticos. Con un marco legal
que ofrezca mayor seguridad jurídica —
ya sea producto de un acuerdo
supranacional o de consensos internos—
y una cultura de mayor competitividad
comercial, educativa y científica con el
resto del mundo, los países
latinoamericanos podrían vencer la
pobreza y aumentar el bienestar de la
noche a la mañana. Los ejemplos de los
países que funcionan están a la vista.
Los que no quieren verlo, es porque
están más interesados en vender teorías
conspirativas e ideologías huecas para
su propio beneficio que en reducir la
pobreza.
Epílogo

Cuando estaba escribiendo las últimas


páginas de este libro, leí una noticia que
me reafirmó que no hay impedimentos
biológicos o culturales por los cuales
los países latinoamericanos no puedan
entrar en el Primer Mundo. La noticia,
de la agencia EFE, estaba fechada en
Santiago de Chile, y su titular decía: «En
Chile ya se contratan créditos a cuarenta
años». Según el cable noticioso, el
Banco BBVA, controlado por el grupo
español Bilbao Vizcaya Argentina,
estaba anunciando el lanzamiento de sus
nuevos préstamos hipotecarios que
cubrirían hasta el ciento por ciento del
valor de las viviendas, al igual que en
Gran Bretaña, Japón y España.
¿Cómo hacer para que, lejos de
llamar la atención, noticias como ésa se
conviertan en cosa de todos los días en
nuestros países? América latina tiene
dos caminos: el de atraer más
inversiones y exportar productos de
mayor valor agregado, como lo están
haciendo China, India, Chile, Irlanda,
Polonia, la República Checa, Letonia y
todos los demás países que están
creciendo y reduciendo la pobreza, o el
de caer en el engaño populista de los
capitanes del micrófono que —como
Chávez y Castro— culpan a otros por la
pobreza en sus países para justificar sus
propios desaciertos y perpetuarse en el
poder. La elección es fácil, salvo para
quienes viven con anteojeras y no
quieren ver la realidad: en el mundo hay
docenas de países que están reduciendo
la pobreza a pasos agigantados
aprovechando la globalización, mientras
que no existe un solo ejemplo de una
nación que esté reduciendo la pobreza
ahuyentando el capital y dando golpes en
la mesa. Para muestra, baste ver que la
pobreza en Venezuela aumentó en un 10
por ciento desde la llegada de Chávez al
poder, según el propio Instituto Nacional
de Estadística de ese país, y que en
Cuba no se permite el menor espacio de
pensamiento independiente para evaluar
las cifras alegres del gobierno.
¿Hay esperanzas de un renacer
latinoamericano?
Claro que las hay, siempre y cuando
nuestros países se miren menos el
ombligo, y más a su alrededor. En la
medida en que nos adentramos en lo que
parece ser el siglo asiático, la clave del
éxito de las naciones —cualquiera sea
su ideología política— es la
competitividad. Y para eso hace falta
que los países, como las empresas,
atraigan inversiones productivas y
busquen nichos de mercado donde
puedan insertarse en las economías más
grandes del mundo, como lo están
haciendo con gran éxito los asiáticos.
En momentos de escribirse estas
líneas, a fines de 2005, la Comisión
Económica para América Latina y el
Caribe de las Naciones Unidas (CEPAL)
anunciaba jubilosamente que 2006 sería
un buen año para la región. Según la
CEPAL, América latina crecerá un 4 por
ciento en 2006, lo que significará un
cuarto año consecutivo de crecimiento
económico, y un ciclo que permite un
«cierto optimismo» sobre el futuro de
largo plazo. La mayoría de los países
verá un crecimiento algo menor, pero
nada despreciable, en 2006: la
Argentina crecerá 4,5 por ciento;
Brasil 3,5; Chile 5,5; Colombia 4;
México 3,5; Perú 4,5, y Venezuela 4,5,
dicen las proyecciones del organismo
regional. El problema de estas cifras es
que, aunque provienen de una institución
seria y con excelentes economistas,
sufren de «autismo económico». Según
el diccionario Larousse, el autismo es
una tendencia a «desintegrarse del
mundo exterior» y vivir ensimismado. Y
casi todas las instituciones
internacionales incurren en esa
tendencia, al medir la economía
latinoamericana contra su propio
desempeño en años anteriores, en lugar
de hacerlo en relación con las
economías de otras partes del mundo.
En una economía global, donde los
países compiten por mercados de
exportación y una reserva limitada de
fuentes de inversiones, medirse en
relación con el desempeño de uno
mismo en el pasado es engañoso. Si
otras regiones están creciendo más
aceleradamente y sentando bases más
sólidas para el crecimiento de largo
plazo —al incrementar sus estándares de
educación, por ejemplo— uno se puede
quedar cada vez más atrás, y crecer cada
vez menos. Aunque las proyecciones
para el futuro próximo en la región no
son malas, deberían ser un llamado de
atención para aprovechar el respiro, y
sentar las bases para hacer a nuestros
países más competitivos. Porque, como
la propia CEPAL lo admite en las páginas
interiores de su informe, el buen
desempeño de la región en los últimos
cuatro años no se debió a que los países
latinoamericanos ganaran nuevos
mercados, sino a factores externos como
el crecimiento de las economías de los
Estados Unidos y China, que hicieron
aumentar las exportaciones de todo el
mundo. El hecho es que, mientras
América latina creció un 4 por ciento
anual en los últimos tres años, sus
principales competidores han estado
creciendo a tasas mucho mayores
durante más de una década, y están
creando industrias de exportación de
bienes de alto valor agregado con las
que están conquistando los mayores
mercados del mundo. China ha crecido a
un 9 por ciento anual en los últimos
veinte años, logrando sacar de la
pobreza a 250 millones de personas.
India ha estado creciendo a un 7 por
ciento anual en los últimos diez años, y
los países de la ex Europa del Este,
como Polonia, la República Checa y
Letonia, están emergiendo como nuevos
centros industriales. Todos estos países
exitosos han hecho drásticos —y
dolorosos— cambios económicos que
muchos de nuestros países no han
querido realizar. Como lo relaté en este
libro, incluso China, el último gigante
comunista, está recortando subsidios
estatales con fervor religioso y dándole
una bienvenida de alfombra roja a los
inversionistas extranjeros. Y, al mismo
tiempo, está elevando estándares
educativos para crear una fuerza de
trabajo cada vez más sofisticada.
China, India y la ex Europa del Este
están demostrando que la globalización
funciona a su favor, al punto de que sus
detractores se han visto obligados a
bajarle el tono a sus críticas a la
economía global, y han optado por
centrarlas en algo más difuso, a lo que
llaman «neoliberalismo». En Europa,
los más beneficiados con la
globalización y el libre comercio han
sido los países emergentes. Hasta en
México, donde la vieja izquierda se
opuso frontalmente al acuerdo de libre
comercio con los Estados Unidos en
1994, la triplicación de las
exportaciones en la última década ha
hecho que hoy día los otrora críticos del
TLC ya no quieran salirse del tratado,
sino que sólo exijan renegociar algunas
cláusulas que han perjudicado a sectores
minoritarios de la agricultura mexicana.
Paradójicamente, como se vio en 2005
durante la aprobación del tratado de
libre comercio con Centroamérica y la
República Dominicana por apenas 2
votos en el Congreso de los Estados
Unidos, y en el voto de Francia y
Holanda en contra de la Constitución
europea, las resistencias a la
globalización están creciendo en los
países ricos, que temen que sus
industrias se desmoronen por la
avalancha de productos importados cada
vez más sofisticados.
Ojalá prevalezca en los Estados
Unidos y Europa el sentido común, y los
países ricos entiendan que la única
manera de reducir la inmigración ilegal,
el tráfico de drogas y el crimen
organizado es abriendo aun más sus
economías, y ayudando a reducir la
brecha que los separa de los países con
más pobreza. Y ojalá prevalezca en los
países latinoamericanos el sentido
común de mirar a su alrededor, hacer lo
que están haciendo las naciones que
crecen —desde la China comunista hasta
la Corea del Sur capitalista, pasando
por el Chile del Partido Socialista— y
no escuchar los cantos de sirenas de los
que aumentan la pobreza y reducen las
libertades en nombre de utopías
totalitarias. Si este libro contribuyó un
ápice en dar a algún lector una visión
más amplia de lo que está ocurriendo en
el mundo, me doy por satisfecho.
ANDRÉS OPPENHEIMER es
columnista de The Miami Herald,
analista político de CNN y conductor del
programa «Oppenheimer presenta». Sus
columnas sobre política internacional
aparecen semanalmente en más de
cincuenta periódicos de todo el mundo,
incluyendo Reforma de México, La
Nación de Argentina, El Mercurio de
Chile, El Comercio de Perú, El
Colombiano de Colombia, y varios
diarios de Estados Unidos. Ha sido
coganador del Premio Pulitzer, ganador
del Premio Rey de España, del Premio
Ortega y Gasset, del Premio Maria
Moors Cabot, y del Premio de la
Sociedad Inter-Americana de Prensa,
entre otros muchos galardones. Nacido
en la Argentina, se fue del país en 1976,
hizo su maestría en periodismo en la
Universidad de Columbia, en 1978, e
ingresó en The Associated Press en
Nueva York ese mismo año. En 1983,
comenzó a trabajar en The Miami
Herald, en Miami. Ha publicado varios
best-sellers, incluyendo Ojos vendados:
Estados Unidos y el negocio de la
corrupción en America Latina, México:
En la frontera del caos, Crónicas de
héroes y bandidos y Cuentos chinos. El
engaño de Washington, la mentira
populista y la esperanza de América
Latina.
Notas
[1]«Algunas conclusiones personales y
recomendaciones basadas en mi
experiencia en América latina», Rolf
Linkohr, Documento del Parlamento
Europeo, 10 de octubre de 2004, pág. 1,
punto 1. <<
[2] Ídem. <<
[3] Mapping the Global Future, Gráfico
«The 2020 Global Landscape», National
Intelligence Council, pág. 8. 47. <<
[4] Ídem. <<
[5] Ídem. <<
[6] Latin America 2020: Discussing
Long-term scenarios, Final report,
National Intelligence Council Global
Trends 2020 Project, pág. 2. <<
[7] Ídem. <<
[8]
Boletín de la CEPAL, 15 de marzo de
2005. <<
[9] Mensaje de Año Nuevo 2005 del
presidente Vicente Fox, Presidencia de
la República, México. <<
[*]En teoría, el régimen cubano provee a
la población de alimentos subsidiados y
cuidados médicos gratuitos que no
existen en otros países, y que deben ser
tomados en cuenta en cualquier
comparación salarial. Pero cualquiera
que haya visitado Cuba sabe que la
tarjeta alimentaria no cubre más que las
necesidades mínimas para una semana
por mes, y que los servicios médicos a
menudo sólo funcionan en los hospitales
para turistas. Paradójicamente, hoy día
Cuba vive de los casi 1000 millones de
dólares anuales en remesas familiares
enviadas por los cubano-
norteamericanos en Miami, que se han
convertido en la mayor fuente de
ingresos de la isla. <<
[1]«McDonald’s revamps menu, expands
in China», China Daily, 16 de agosto de
2004. <<
[2]Entrevista del autor con Paulo Leme,
director de mercados emergentes de
Goldman Sachs, 15 de marzo de 2005.
<<
[3] Banco Mundial, «Global Poverty
down by half since 1981», comunicado
de prensa, Banco Mundial, 23 de abril
de 2004. <<
[4] Ídem. <<
[5] UNCTAD, citado en «Fostering
Regional Development by Securing the
Hemispheric Investment Climate»,
Council of the Americas, noviembre de
2004. <<
[6] Ídem. <<
[7]China Daily, «Overseas Investment
on the up», 1 de febrero de 2005, y
CEPAL, «La inversión extranjera en
América Latina y el Caribe», 2004, pág.
14. <<
[8]«Fostering regional development by
securing the hemispheric investment
climate,» Council of the Americas,
noviembre de 2004. <<
[9]The Miami Herald, «Corruption, high
death toll tear at Rio’s police force», 2
de mayo de 2005. <<
[10]Entrevista del autor con Miguel
Caballero, en el programa
«Oppenheimer Presenta», marzo de
2005. <<
[11]The Miami Herald, «Think Miami’s
dangerous? Try Latin America», 24 de
julio de 2003. <<
[12]«Informe de Desarrollo Humano de
las Naciones Unidas», 2003, Tabla 31,
pág. 117. <<
[13]
Instituto Nacional de Estadística y
Censos. <<
[14]
Entrevista del autor con Juan Alberto
Yaría, Buenos Aires, 20 de abril de
2005. <<
[15] Oscar Álvarez, ministro de
Seguridad de Honduras, en el programa
N.º 63 de «Oppenheimer Presenta». <<
[16]Entrevista al presidente Tony Saca,
«Oppenheimer Presenta», N.º 63,
diciembre de 2004. <<
[17]«Fostering regional development by
securing the hemispheric investment
climate,» Council of the Americas,
noviembre de 2004, pág. 6. <<
[18] Ídem, pág. 9. <<
[19]
Entrevista del autor con el secretario
de Defensa de los Estados Unidos
Donald Rumsfeld, 5 de abril de 2005.
<<
[20]
Entrevista del autor con el exjefe del
Comando Sur, general James Hill, 18 de
enero de 2005. <<
[21] Ídem. <<
[22] Ídem. <<
[23] Ídem. <<
[24]
«Condo Boom Worries Wall Street»,
The Miami Herald, 11 de marzo de
2005. <<
[25]Granma, 22 de febrero de 2002;
«Revelan que el salario mensual
equivale a 10 dólares», Agencia France
Press, 22 de febrero de 2003. <<
[26]
Associated Press, 18 de febrero de
2005. <<
[27] Instituto Nacional de Estadística,
República Bolivariana de Venezuela,
«Reporte Estadístico», N.º 2, año 2004,
pág. 5. <<
[28] CEPAL, Comisión Económica para
América latina de las Naciones Unidas,
Anuario 2004. <<
[29]Entrevista del autor con Soledad
Alvear, Miami, 6 de junio de 2003. <<
[30]
«Presentación de la Unión Europea»,
página web de la UE, www.europa.org.
<<
[31] Fondo Monetario Internacional,
«World Economic Outlook Report»,
septiembre de 2004, pág. 191. <<
[32] Ídem. <<
[33] Entrevista del autor con Martin
Tlapa, Praga, República Checa, 1 de
septiembre de 2004. <<
[34]«Global Ranking, UNCTAD-DITE,
Global Investment Prospects
Assessment». (GIPA), Figure 2, Global
Ranking, junio de 2004. <<
[35] Entrevista del autor con Felipe
González, Buenos Aires, Argentina, 9 de
junio de 2003. <<
[36] Ídem. <<
[37]
Entrevista del autor con Fernando
Henrique Cardoso, 6 de noviembre de
2004. <<
[38] Ídem. <<
[39] Ídem. <<
[40] Ídem. <<
[1]«Mapping the Global Future, National
Intelligence Council’s 2020 Project»,
2005. <<
[2] «Country salutes extra foreign
investment», China Daily, 31 de enero
de 2005. <<
[3]Mapping the Global Future, Consejo
Nacional de Inteligencia, CIA, pág. 12.
<<
[4] «China, New Land of Shoppers,
Builds Malls on Gigantic Scale», The
New York Times, 25 de mayo de 2005.
<<
[5]«China’s elite learns to flaunt it while
the new landless weep», The New York
Times, 25 de diciembre de 2004. <<
[6]Singapore Sunday Times, «$37 000
dinner hard to stomach? Not for the rich
in China», 6 de febrero de 2005. <<
[7] China Daily, «Low gear for the
luxury car market», 7 de febrero de
2005. <<
[8]
Ted C. Fishman, China Inc. Editorial
Scribner, pág. 9. <<
[9]Chi Lo, The Misunderstood China,
Singapore, Pearson Education, 2004,
pág. 22. <<
[10] «The World Factbook», CIA, en el
sitio www.cia.gov. <<
[11]
Entrevista del autor con Zhou Xi-an,
en Beijing, 2 de febrero de 2005. <<
[12] «Reforming China’s Economy: A
Rough Guide,» Royal Institute of
International Economics, www.riia.org.
<<
[13] Xinhua, 10 de enero de 2005. <<
[14] Ídem. <<
[15] «Mapping the Global Future»,
Consejo Nacional de Inteligencia, CIA,
pág. 13. <<
[16] Ídem, pág. 78. <<
[17]
«China’s Internet Censorship», The
Associated Press, 3 de diciembre de
2002. <<
[18] Amnesty International, «People’s
Republic of China Controls tighten as
Internet activism grows», documento, 28
de enero de 2004. <<
[19] Amnesty International: «People’s
Republic of China: Executed. According
to the law? – The death penalty in
China», 22 de marzo de 2004. <<
[20] Jiang Shixue, «Globalization and
Latin America», Institute of L. A.
Studies, Chinese Academy of Social
Sciences”, N.º 5, 2003, pág. 2. <<
[21] Ídem. <<
[22] Ídem. <<
[23]«Overseas Investment on the up»,
China Daily, lº de febrero de 2005, y
CEPAL, «La inversión extranjera en
América latina y el Caribe», 2003. <<
[24] Clarín, 13 de noviembre de 2004.
<<
[25]China Daily, Xinhua, 8 de febrero
de 2005. <<
[26]
Entrevista del autor con Sergio Ley
López, Beijing, jueves 3 de febrero de
2005. <<
[27] China Daily, «Progress on IPR
protection in China», 14 de enero de
2005. <<
[28]
«A Realistic Look at Latin American
and Chinese Trade Relations», Goldman
Sachs, 3 de diciembre de 2004. <<
[29] Ídem, pág. 6. <<
[30] «Human Development Report,
2005», Programa de las Naciones
Unidas para el Desarrollo (PNUD), pág.
124. <<
[31]Entrevista del autor con Zhou Xi-an,
subdirector de la Comisión Nacional de
Desarrollo y Reforma, Beijing, 2 de
febrero de 2005. <<
[32]
Transparencia Internacional, Índice
de Propensión a la Corrupción, 14 de
mayo de 2002. <<
[33] Ídem. <<
[34] Ted C. Fishman, China Inc., pág. 63.
<<
[35]Entrevista del autor con Zhou Xi-an,
subdirector de la Comisión Nacional de
Desarrollo y Reforma, Beijing, 2 de
febrero de 2005. <<
[36] China Daily, «China Poised to
overtake U. S. in 2020s», 9 de febrero
de 2005. <<
[1] «The World in 2005», The
Economist, y Irish Times, 17 de
noviembre de 2004. <<
[2]The Economist, 16 de octubre de
2004. <<
[3]A Survey of Ireland, The Economist,
16 de octubre de 2004, pág. 5. <<
[4] «Doing Business in 2004:
Understanding Regulation», Banco
Mundial, Country tables. <<
[5]«Union sets target of 30-hour work
week», Irish Independent, 28 de agosto
de 2003, pág. 10. <<
[6]The Economist, 16 de octubre de
2004, pág. 7. <<
[7]«Irlanda: otro mundo», por Luis
Rubio, La Reforma, México, 27 de
marzo de 2005. <<
[8] Ídem. <<
[1]«Global Ranking», UNCTAD-DITE,
«Global Investment Prospects
Assessment». (GIPA), Figura 2, Global
Ranking, junio de 2004. <<
[2]Transparencia Internacional, Índice
de Percepción de Corrupción, 2003. <<
[3]«Glum days in Poland», The New
York Times, 26 de enero de 2005. <<
[4] «Capturing Global Advantage»,
estudio del Boston Consulting Group, 14
de julio de 2004. <<
[5] «Education at a Glance», OECD
Indicator, 2003. <<
[6] «After Babel, a new common
tongue», The Economist, 7 de agosto de
2004, pág. 41. <<
[7]Estudio comparativo de la Embajada
de Estados Unidos en Praga, 2004. <<
[8]«Doing business in 2005: Removing
Obstacles to Growth», World Bank and
the International Finance Corporation,
septiembre de 2004. <<
[9] «Could Europe become a
Superpower?, Mapping the Global
Future», National Intelligence Council’s
2020 Project, pág. 61. <<
[10] Ídem. <<
[*] Posteriormente, el gobierno de Bush
intercedió ante el Fondo Monetario
Internacional para que este último —
contrariamente a los deseos de
Alemania e Italia— flexibilizara su
postura en las negociaciones por la
deuda argentina. El presidente argentino,
Néstor Kirchner, agradeció
públicamente la gestión de Bush. <<
[1]Intervención de Roger Noriega ante el
Foro de Europa-América latina-Estados
Unidos del Banco Interamericano de
Desarrollo, 15 de febrero de 2005,
Washington D. C. El discurso no se hizo
público, pero Noriega posteriormente
autorizó al autor a citar sus palabras. <<
[2] Ídem. <<
[3]Conferencia de prensa de George W.
Bush, junto con el presidente mexicano
Vicente Fox y el primer ministro
canadiense Paul Martin en Waco, Texas,
23 de marzo de 2005. <<
[4]Balanza comercial de México con los
Estados Unidos, Secretaría de Economía
de México, con datos del Banco de
México. <<
[5]Tyler Bridges, «Free trade helped
Chile, data show», The Miami Herald,
17 de febrero de 2005. <<
[6]
«Huge U. S. aid package may bypass
most of Latin America», The Miami
Herald, 9 de febrero de 2003. <<
[7] «Mapping the Global Future»,
National Intelligence Council, pág. 47
<<
[8] Ídem, pág. 21. <<
[9]
«América latina en el 2020», Consejo
Nacional de Inteligencia, Proyecto
Tendencias Mundiales 2020,
Conclusiones del taller realizado en
Santiago de Chile del 7 al 8 de junio de
2004, pág. 2. <<
[10]General James Hill, en el programa
de televisión «Oppenheimer Presenta»,
13 de noviembre de 2004. <<
[11]
«Fostering Regional Development by
Securing the Hemispheric Investment
Climate», Council of the Americas,
noviembre de 2004. <<
[12]
«Bush’s stated commitment to Latin
America faces big hurdles», The Miami
Herald, 17 de diciembre de 2000. <<
[13]Discurso del presidente Bush en la
cena de gala en honor al presidente
Vicente Fox, 5 de septiembre de 2001.
<<
[14]Mensaje del Estado de la Unión del
presidente Bush al Congreso, 20 de
septiembre de 2001. <<
[15]Entrevista del autor con Richard
Feinberg, 23 de marzo de 2005. <<
[16]Entrevista del autor con Sergio
Bendixen, 22 de marzo de 2005, en
Miami. <<
[17]Entrevista del autor con Steffen
Schmidt, 2 de noviembre de 2004, en
Atlanta. <<
[18]Entrevista del autor con Sergio
Bendixen, 22 de marzo de 2005, en
Miami. <<
[19]«Hispanic voters will affect foreign
policy», The Miami Herald, 11 de abril
de 2004. <<
[20]Entrevista del autor con John Zogby,
1 de octubre de 2004. <<
[21] Boletín de prensa del Banco
Interamericano de Desarrollo (BID), 22
de marzo de 2005. <<
[22] «Préstamos para los pobres del
continente», El Nuevo Herald, 12 de
febrero de 2004. <<
[23]
Entrevista del autor con el candidato
John Kerry, «Oppenheimer Presenta»,
26 de junio de 2004, en Washington
D. C. <<
[24]Discurso de Roger F. Noriega en el
Banco Interamericano de Desarrollo, 15
de febrero de 2005. <<
[25] «Campaign Hillary, Se Habla
Español», The Village Voice, 18 de julio
de 2005. <<
[*]Al año siguiente, en una reunión con
periodistas internacionales que
participaron de la conferencia «Desafíos
del Periodismo Real», organizada por el
diario Clarín, el 6 de julio de 2005,
Kirchner respondió ante una pregunta
del editor puertorriqueúo Luis Alberto
Ferré que, si viajaba a Cuba en un futuro
próximo, «probablemente» se
entrevistaría con la oposición
democrática, como lo había hecho en un
reciente viaje a Venezuela, según
testigos presenciales. <<
[1]«Duro reproche de los empresarios
españoles», El Mundo, 18 de julio de
2003. <<
[2] Ídem. <<
[3]«Dura reunión de Kirchner con
empresarios», La Nación, 18 de julio de
2003. <<
[4] Ídem. <<
[5]«Nadie avisó aún que el presidente
no asistirá», La Nación, 23 de octubre
de 2003. <<
[6]«Waiting Game», Financial Times,
29 de julio de 2004. <<
[7]«HP pretende dobrar de tamanho no
Brasil em 3 anos», O Estado de São
Paulo, edición web, 4 de agosto de
2004. <<
[8] «Por la campaña (electoral),
Kirchner no recibe al presidente
sudafricano», Clarín, 31 de mayo de
2005. <<
[9] Larry Rohter, «Argentine leader’s
quirks attract criticism», The New York
Times, 27 de diciembre de 2004. <<
[10] Ídem. <<
[11]
Andrés Oppenheimer, «El peligroso
aumento del voto cautivo», El Nuevo
Herald, 2 de julio de 2004. <<
[12] Ídem. <<
[13]Entrevista del autor con Roberto
Lavagna, en Buenos Aires, 20 de abril
de 2005. <<
[14] Ídem. <<
[15] Entrevista del autor con Jorge
Castañeda, México D. F., 23 de
septiembre de 2003. <<
[16]Entrevista del autor con Néstor
Kirchner, Monterrey, México, 13 de
enero de 2004. <<
[17] Ídem. <<
[18] Ídem. <<
[19] Ídem. <<
[20] Ídem. <<
[21] Clarín, 14 de enero de 2004. <<
[22]
«Entre Bush y Kohler, el presidente
buscó consolidar su poder político»,
Clarín, 15 de enero de 2004. <<
[23]Entrevista del autor con Otto J.
Reich, en Washington D. C., 21 de enero
de 2005. <<
[24] Ídem. <<
[25]«El gobierno mejoró los lazos con
EE.UU.», La Nación, jueves 15 de enero
de 2004. <<
[26] Clarín, 5 de noviembre de 2004. <<
[27]Entrevista de Condoleezza Rice con
Pablo Bachelet, The Miami Herald, 3
de junio de 2005. <<
[28]«San Martín y Maradona, los que
mejor representan al país», Clarín, 31
de marzo de 2005. <<
[29]
«Nuestros vecinos argentinos», El
Mercurio, 2 de octubre de 2004. <<
[30]
«Los argentinos dieron una lección»,
La Nación, 30 de diciembre de 2004.
<<
[1] Celso Lafer, La identidad
internacional del Brasil, FCE, Ciudad
de México, 2002, pág. 63. <<
[2] Ídem, pág. 68. <<
[3] Rubens Barbosa, en el Taller de
Editores y Periodistas de la Universidad
Internacional de La Florida, Miami, 2 de
mayo de 2003. <<
[4]
Michel Chevalier, «México antiguo y
moderno», 1863, págs. 387, 391. <<
[5] Ídem, pág. 404. <<
[6] Ídem, pág. 404. <<
[7]«Sobre el origen y difusión del
nombre “América Latina”», Mónica
Quijada, Revista de las Indias, N.º 214,
1998, págs. 595-616. <<
[8] Ídem, pág. 605. <<
[9] Andrés Oppenheimer, «Brazilian
candidate out of touch on Cuba», The
Miami Herald, 22 de agosto de 2002.
<<
[10]«Lula’s loose talk imperils U. S.-
Brazilian honeymoon», The Miami
Herald, 20 de julio de 2003. <<
[11] Veja, 30 de octubre de 2002. <<
[12]Entrevista telefónica del autor con
Donna Hrinak, Miami, 22 de diciembre
de 2004. <<
[13]Entrevista del autor con Otto Reich,
5 de enero de 2005. <<
[14] Veja, 20 de abril de 2003, pág. 40.
<<
[15] Veja, 8 de diciembre de 2004. <<
[16] Entrevista del autor con el
embajador John Danilovich, en Miami,
11 de enero de 2005. <<
[17]Entrevista telefónica del autor con
Diego Guelar, 22 de diciembre de 2004.
<<
[18] Ídem. <<
[19]
Citado en «Las pugnas internas de
América latina», El Nuevo Herald, 8 de
mayo de 2005. <<
[20] Andrés Oppenheimer, «Brazil
blocking conference to deal with Latin
crises», The Miami Herald, 6 de marzo
de 2003, página 6A. <<
[21]Veja, «Palavra do Presidente», 8 de
junio de 2005. <<
[22]
«Café com o Presidente», 16 de
mayo de 2005. <<
[1]Instituto Nacional de Estadística,
República Bolivariana de Venezuela,
Reporte Estadístico, N.º 2, 2004, pág. 5.
<<
[2] Entrevista del autor con Teodoro
Petkoff, Caracas, Venezuela, 10 de
agosto de 2004. <<
[3] Documentos de la Revolución
Bolivariana, de Alberto Garrido,
Ediciones del Autor, Mérida, 2002, p.
142. <<
[4]Andrés Oppenheimer, «Venezuela’s
wealth turns bankrupt», The Miami
Herald, 6 de marzo de 1989. <<
[5] Andrés Oppenheimer, «Venezuela
suspends key rights», The Miami
Herald, Caracas, 5 de febrero de 1992.
<<
[6]
Cable de The Associated Press, por
Bart Jones, 3 de agosto de 1998. <<
[7] Cámara industrial Conindustria,
«Lineamientos para el Desarrollo
Productivo del País», pág. 4, julio de
2003. <<
[8] Comisión Económica para América
latina y el Caribe (CEPAL), Balance
Preliminar de las Economías de
América latina y el Caribe, 2004. <<
[9] Ídem, pág. 188, Cuadro A-22,
diciembre de 2004. <<
[10] Ricardo Hausmann, «Venezuela
needs an electoral solution soon», The
Miami Herald, 9 de octubre de 2002.
<<
[11]
Juan Tamayo, «Venezuela’s rebellion
a bizarre mix of events», The Miami
Herald, 16 de abril de 2002. <<
[12]
Tim Johnson, «Leader’s exit pleases
U. S., method doesn’t», The Miami
Herald, 13 de abril de 2002. <<
[13]
«A Clear U. S. Policy in Venezuela»,
The Miami Herald, 3 de agosto de
2002. <<
[14] Ídem. <<
[15]Entrevista del autor con Otto Reich,
5 de enero de 2005. <<
[16] Ídem. <<
[17] «No Encouragement given for
Venezuela coup, White House insists»,
The Miami Herald, 17 de abril de 2002.
<<
[18]Entrevista del autor con Alfredo
Peña, 13 de agosto de 2004, en Caracas.
<<
[19]Instituto Nacional de Estadística,
República Bolivariana de Venezuela,
Reporte Social, N.º 2, 2004, pág. 5. <<
[20] «Chávez needs only listen to his
neighbors», The Miami Herald, 10 de
diciembre de 2000. <<
[21]«Neighbors say Chávez aids violent
groups», The Miami Herald, 5 de
diciembre de 2000. <<
[22]Linda Robinson, «Terror Close to
Home», U. S. News and World Report, 6
de octubre de 2003. <<
[23] Entrevista del autor con Luis
Miquilena, en Caracas, Venezuela, el 12
de agosto de 2004. <<
[24] Gary Marx, «Venezuelan oil is
boosting Cuban economy», Chicago
Tribune, 16 de mayo de 2005. <<
[25] Alejandra M. Hernández, «Chávez
condecoró a asesores cubanos de
Misión Robinson», El Universal,
Caracas, 9 de julio de 2005. La cita de
Chávez fue divulgada también por la
agencia internacional Reuters el 9 de
julio de 2005. <<
[26]
Entrevista telefónica del autor con
Teodoro Petkoff, 7 de julio de 2005. <<
[27] Ídem. <<
[28] BBCMonitoring, «U. S. bombing of
Iraq “horrendous terrorism”,
Venezuela’s Chávez tells Al-Jazeera», 6
de diciembre de 2004. <<
[29]Entrevista del autor con Manuel
Caballero, Caracas, 14 de agosto de
2004. <<
[*]Sin embargo, López Obrador y Lula
habían reaccionado de diferente manera
ante acusaciones de corrupción en su
entorno. Mientras López Obrador
denunció conspiraciones políticas en su
contra, Lula destituyó a su principal
colaborador, el jefe de gabinete José
Dirceu, a varios de sus ministros, y
exigió una investigación a fondo de cada
caso. <<
[*] El extremo cuidado personal de
Madrazo parece ser una característica
de muchos priístas, que también observé
en el fallecido exsecretario de
Gobernación Fernando Gutiérrez
Barrios, y en el dirigente partidario y
exgobernador Manlio Fabio Beltrones.
Los psicólogos dicen que es un rasgo
típico de la gente obsesiva y rígida, que
necesita tener todo bajo control, y que
cree que se le cae el mundo si hay algo
fuera de lugar. No sé si esto es cierto, y
si como dicen los psicólogos este tipo
de gente tiende a ser rígida y poco
flexible, como resultado de una niñez
con una educación muy estricta, pero me
gustaría que alguien hiciera una tesis
doctoral titulada: «La extrema pulcritud
de los priístas y su impacto en la
política mexicana». Sería interesante.
<<
[1] «Ideología y valores de los
mexicanos», encuesta nacional cara a
cara de Ipsos-Bimsa, realizada del 9 al
14 de febrero de 2005. <<
[2]Entrevista del autor con el senador
Manuel Camacho, en Ciudad de México,
20 de junio de 2005. <<
[3]«La izquierda recibe una ayudita…
de Powell», The Miami Herald, 14 de
noviembre de 2004. <<
[4] La historia del Partido Acción
Nacional, 1939-1940, publicación del
Partido Acción Nacional, 1993, pág. 6.
<<
[5]Enrique Maza, Revista Proceso,
México, 5 de junio de 1995, pág. 23. <<
[6] Fondo Monetario Internacional,
«World Economic Outlook», abril de
2005. <<
[7] Secretaría de Economía, con datos
del Banco de México, 2005. <<
[8] Jorge Zepeda Patterson, Los
suspirantes, Planeta, 2005, pág. 12. <<
[9]Reforma, suplemento «Enfoque», «De
calificaciones y sustos varios», 15 de
abril de 2005. <<
[10]«Crece la deuda $ 400 al año»,
Reforma, 22 de febrero de 2005 (per
cápita). <<
[11]Entrevista del autor con Santiago
Creel, en Ciudad de México, 23 de junio
de 2005. <<
[12]Entrevista del autor con Carlos de
Meer Cerda, en Ciudad de México, 20
de junio de 2005. <<
[13]«Defiende la CDHDF a Eumex»,
Reforma, 29 de marzo de 2005. <<
[14]Entrevista del autor con Benjamín
Fournier, en Miami, 27 de junio de
2005. <<
[15]Entrevista del autor con Santiago
Creel, en Ciudad de México, 23 de junio
de 2005. <<
[16]«De calificaciones y sustos varios»,
Reforma, suplemento «Enfoque», 15 de
abril de 2005. <<
[17] «Disminuye pobreza, persiste
atraso», Reforma, 29 de julio de 2004.
<<
[18] «Infla el presidente pobreza
superada», Reforma, 25 de junio de
2005. <<
[19] Fondo Monetario Internacional,
«World Economic Outlook Database»,
abril de 2005. <<
[20]Banco de México, Balanza de Pagos,
Citado en De la alternancia al
desarrollo, por Eduardo Sojo, Fondo de
Cultura Económica, 2005, pág. 143, y
Banco Interamericano de Desarrollo. <<
[21] Andrés Oppenheimer, «México,
¿hacia una “maritocracia”?», The Miami
Herald, 6 de febrero de 2004. <<
[22] Entrevista del autor con Marta
Sahagún, en «Oppenheimer Presenta»,
24 de mayo de 2004. <<
[23] Andrés Oppenheimer, «México,
¿hacia una “maritocracia”?», The Miami
Herald, 6 de febrero de 2004. <<
[24]«Deja a Fox, culpa a Marta»,
Reforma, 6 de julio de 2004. <<
[25] Denise Dresser, «Autopsia
adelantada», Reforma, 4 de julio de
2005. <<
[26] Entrevista del autor con Felipe
Calderón, en Ciudad de México, 21 de
junio de 2005. <<
[27]Entrevista del autor con Santiago
Creel, en Ciudad de México, 22 de junio
de 2005. <<
[28] Ídem. <<
[29] Ídem. <<
[30] Ídem. <<
[31]Entrevista telefónica del autor con
Jorge Castañeda, 5 de julio de 2005. <<
[32]Entrevista del autor con Santiago
Creel, en Ciudad de México, 23 de junio
de 2005. <<
[33]Entrevista telefónica del autor con
Jorge Castañeda, 5 de julio de 2005. <<
[34]Andrés Oppenheimer, México en la
frontera del caos, segunda edición, julio
de 2002, Ediciones B, México, pág. 19.
<<
[35]Entrevista del autor con Santiago
Creel, Ciudad de México, 23 de junio de
2005. <<
[36] Entrevista del autor con Ramón
Muñoz, jefe de la Oficina de la
Presidencia para la Innovación
Gubernamental, 20 de julio de 2005. <<
[37]Entrevista del autor con Otto Reich,
3 de agosto de 2004. <<
[38] Entrevista del autor con Felipe
Calderón, Ciudad de México, 21 de
junio de 2005. <<
[39]
«Cae PAN al tercer sitio, suben PRI y
PRD», Reforma, 30 de mayo de 2005.
<<
[40]Entrevista del autor con Manuel
Camacho Solís, en Ciudad de México,
22 de junio de 2006. <<
[41] Ídem. <<
[42]
Entrevista telefónica del autor con
David Penchyna, 8 de junio de 2005. <<
[43]«Desdeñan cambios», Reforma, 2 de
julio de 2005. <<
[44]
Humberto Musacchio, Milenios de
México, tomo II, pág. 1698. <<
[45] Jorge Zepeda Patterson, Los
suspirantes, Planeta, 2005, pág. 72. <<
[46]«De calificaciones y sustos varios»,
Reforma, suplemento «Enfoque», 15 de
abril de 2005. <<
[47] Susana Hayward, «México:
Presidential campaign off to early,
intense start», The Miami Herald, 25 de
julio de 2005. <<
[48] Entrevista del autor con Ramón
Muñoz, jefe de la Oficina de la
Presidencia para la Innovación
Gubernamental, 20 de julio de 2005. <<
[49] Ídem. <<
[50] Ídem. <<
[51]Entrevista del autor con Genaro
Borrego, Ciudad de México, 20 de junio
de 2005. <<
[52]Entrevista del autor con Santiago
Creel, Ciudad de México, 23 de junio de
2005. <<
[53] Entrevista del autor con Jorge
Castañeda, 7 de junio de 2005. <<
[54]
Jeffrey M. Weldon, «State Reform in
Mexico», Mexican Governance, de CSIS
Press, 2005, pág. 27. <<
[*]Claro que la enorme presión sobre
los jóvenes coreanos tiene también su
lado negativo: Corea figura entre los
países con mayor tasa de suicidios entre
adolescentes, y un 20 por ciento de sus
estudiantes de la escuela secundaria ha
acudido alguna vez al psicólogo en
busca de consejos para reducir el estrés.
<<
[1] PNUD, Human Development Report,
2003, pág. 278. <<
[2]Juan Enríquez Cabot, As the Future
Catches You, Crown Business, 2000,
pág. 51. <<
[3]«Behold the Indigenous Brain», Juan
Rendon, revista Loft, junio de 2005,
pág. 59. <<
[4]Banco Mundial, «World Development
Indicators», 2004. <<
[5]«Ranking 2005 de las 500 mayores
empresas de América latina», revista
América Economía, 15 de julio de 2005.
<<
[6]Juan Rendon, «Behold the Indigenous
Brain», revista Loft, junio de 2005, pág.
59. <<
[7] Ídem, págs. 64-66. <<
[8]Ted Fishman, China Inc., Editorial
Scribner, pág. 217. <<
[9]
Juan Enríquez Cabot, As the Future
Catches You, Crown Business, 2000. <<
[10]Shanghai Jiao Tong University,
«Academic Ranking of World
Universities, 2004», 2004. <<
[11] UNAM, Agenda Estadística 2004,
pág. 24. <<
[12]
Estadísticas Universitarias, Anuario
99-03, Ministerio de Educación, pág.
148. <<
[13]Entrevista del autor a Reyes Tamés
Guerra, secretario de Educación de
México, en Ciudad de México, 21 de
junio de 2005. <<
[14]Entrevista del autor con el ministro
de Educación Daniel Filmus, Buenos
Aires, 20 de abril de 2005. <<
[15] Reforma, 12 de noviembre de 2004.
<<
[16] La Jornada, 1 de marzo de 2004. <<
[17] PNUD, Human Development Report,
2003, pág. 295. <<
[18] Lauritz Holm y Kristian Thorn,
«Higher Education in Latin America: A
regional overview», Banco Mundial. <<
[19] Ídem. <<
[20]«En la UBA, hay más de 11 000
docentes que no cobran sueldo», La
Nación, 23 de mayo de 2005. <<
[21] Lauritz Holm y Kristian Thorn,
«Higher Education in Latin America: A
regional overview», pág. 12, Banco
Mundial. <<
[22]«Relevamiento de la Unesco: En
Argentina, los pobres están muy lejos de
la Universidad», La Nación, 14 de julio
de 2005. <<
[23]
Entrevista del autor a la ministra de
Educación de España, María Jesús San
Segundo, 18 de julio de 2005, en Miami.
<<
[24]Entrevista del autor con Zhu Muju,
directora de Desarrollo de Libros
Escolares del Ministerio de Educación
de China, Beijing, 2 de febrero de 2005.
<<
[25] «Universidad: Entran diez, pero
ocho no se reciben», Clarín, 10 de abril
de 2005. <<
[26] ANUIES, Anuario Estadístico 2003.
<<
[27] «Universidad: Entran diez, pero
ocho no se reciben», Clarín, 10 de abril
de 2005. <<
[28] «Stopping university admission
abuse», China Daily, 19 de agosto de
2004. <<
[29]Entrevista del autor con Julio Rubio,
subsecretario de Educación Superior de
México, Ciudad de México, 22 de junio
de 2005. <<
[30]Entrevista del autor con el ministro
de Educación Daniel Filmus, Buenos
Aires, 20 de abril de 2005. <<
[31]
Open Doors, Estadísticas Anuales de
Estudiantes Extranjeros, International
Education Institute, Estados Unidos,
2004. <<
[32] «La brecha de estudiantes
extranjeros en EE.UU.», «El Informe
Oppenheimer», The Miami Herald, 7 de
diciembre de 2004. <<
[33] UNAM, Agenda Estadística, 2004,
págs. 81-84. <<
[34]
Estadísticas Universitarias, Anuario
1999-2003, Ministerio de Educación,
2004, Argentina, pág. 53. <<
[35] UNAM, Agenda Estadística 2004,
pág. 56. <<
[36]
Estadísticas Universitarias, Anuario
99-03, Ministerio de Educación, 2004,
pág. 31. <<
[37]«De calificaciones y sustos varios»,
Reforma, suplemento «Enfoque», 15 de
abril de 2005. <<
[38] Subsecretaría de Educación
Superior, Programa Integral de
Fortalecimiento Institucional, 2005. <<
[39]
Entrevista del autor con Julio Rubio,
en Ciudad de México, 22 de junio de
2005. <<
[40]Chen Lin, presidente del Comité del
Programa de Estudios de Inglés,
Ministerio de Educación de China.
Entrevista telefónica desde Santiago,
Chile, 29 de abril de 2004. <<
[41]Entrevista del autor con Zhu Muju,
directora de Desarrollo de Libros
Escolares del Ministerio de Educación
de China, Beijing, 2 de febrero de 2005.
<<
[42] Entrevista del autor con Zhou
Ghenggang, vicepresidente del New
Oriental School, Beijing, 1 de febrero
de 2005. <<
[43]Entrevista del autor con el ministro
de Educación de Chile, Sergio Bitar, 10
de abril de 2004. <<
[44] Entrevista telefónica con el
secretario de Educación de México,
Reyes Tames, 22 de abril de 2004. <<
[45] PNUD, Human Development Report,
2003, págs. 270-271. <<
[46] Entrevista del autor con Xue Shang
Jie, en Beijing, 1 de febrero de 2005. <<
[47]
Veja, N.º 1892, 16 de febrero de
2005, pág. 62. <<
[48] Ídem. <<
[49] PNUD,United Nations Human
Development Report, 2003, págs. 278-
279. <<
[50]Entrevista a Jeffrey Puryear, por
Mariza Carvajal, publicada por el
Diálogo Interamericano, octubre de
2004. <<
[51]
«The Duplicate Dog», The New York
Times, 5 de agosto de 2005. <<
[52]
«First Chinese cars arrive in Western
Europe», China Daily, 6 de julio de
2005. <<

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