Cuentos Chinos - Andres Oppenheimer PDF
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Cuentos chinos
El engaño de Washington, la
mentira populista y la
esperanza de América Latina
ePub r1.0
NoTanMalo 23.4.16
Título original: Cuentos chinos
Andrés Oppenheimer, 2005
ANDRÉS OPPENHEIMER
CAPÍTULO 1
El desafío asiático
China: la fiebre
capitalista
El milagro irlandés
La «nueva Europa».
Las falacias de
George W. Bush
Argentina: el país de
los bandazos
Venezuela: el
proyecto narcisista-
leninista
América latina en el
siglo del
conocimiento
BEIJING – WASHINGTON C. – D.
CIUDAD DE MÉXICO – BUENOS AIRES
—La vieja izquierda y la vieja derecha
latinoamericanas sostienen que los
próximos conflictos mundiales serán por
los recursos naturales, y que la
prioridad de los países de la región
debería ser proteger la soberanía
nacional contra los intentos de las
grandes potencias de adueñarse de esos
recursos. Suena bonito, pero refleja una
realidad mundial que pasó a la historia
hace mucho tiempo. A diferencia de lo
que ocurría hace dos siglos, cuando las
materias primas eran una fuente clave de
riqueza, hoy día la riqueza de las
naciones yace en la producción de ideas.
El siglo XXI es el siglo del
conocimiento.
Las materias primas no sólo dejaron
de ser una garantía de progreso, sino que
en muchos casos son una condena al
fracaso. Para muestra, basta mirar
cualquier mapa: muchos países con
enormes recursos naturales están
viviendo en la pobreza, mientras que
otros que no los tienen se encuentran
entre los más prósperos del mundo,
porque han apostado a la educación, la
ciencia y la tecnología. El índice de los
países con ingresos per cápita más altos
del mundo está encabezado por
Luxemburgo, con 54 000 dólares por
habitante, que tiene un territorio
minúsculo y no vende materia prima
alguna[1]. «En los siglos pasados,
cuando el desarrollo económico se
basaba en la agricultura, o en la
producción industrial masiva, ser más
grande y rico en recursos naturales,
tener más gente, era una ventaja. Hoy
día, es una desventaja», afirma Juan
Enríquez Cabot, el académico mexicano
que fue profesor de la Escuela de
Negocios de Harvard y escribió varios
libros sobre el desarrollo de las
naciones.
La ex Unión Soviética, el país con
más recursos naturales del mundo,
colapsó. Y ni Sudáfrica con sus
diamantes, Arabia Saudita, Nigeria,
Venezuela y México con su petróleo, ni
Brasil y la Argentina con sus productos
agrícolas, han logrado superar la
pobreza. La mayoría de estos países
tienen hoy más pobres que hace veinte
años. Por el contrario, naciones sin
recursos naturales, como Luxemburgo,
Irlanda, Liechtenstein, Malasia,
Singapur, Taiwan, Israel y Hong Kong,
están entre las que tienen los ingresos
per cápita más altos del mundo.
El caso de Singapur es
especialmente notable. Era una colonia
británica sumida en la pobreza, que
recién se convirtió en país en 1965. Y
era tan pobre que sus líderes políticos
habían acudido a la vecina Malasia para
pedir ser anexados, y regresaron con las
manos vacías: Malasia se negó,
pensando que hacerse cargo del
territorio de Singapur sería un pésimo
negocio. En agosto de 1965, cuando
Singapur se independizó, el Sydney
Morning Star de Australia señalaba que
«no hay nada en la situación actual que
permita prever que Singapur será un
país viable»[2]. Sin embargo, Singapur
se convirtió rápidamente en uno de los
países más ricos del mundo. Su
presidente, Lee Kuan Yew, que había
sido abogado de los sindicatos
comunistas, concentró todos sus
esfuerzos en la educación. Convirtió el
inglés en idioma oficial en 1978 y se
dedicó a atraer empresas tecnológicas
de todas partes del mundo. Al comienzo
del siglo XXI, el ingreso per cápita de
Singapur era prácticamente igual al de
Gran Bretaña, el imperio del que se
había independizado. Y tal como lo
relatamos en un capítulo anterior,
Irlanda siempre había sido la hermana
pobre de Gran Bretaña, hasta que su
revolución tecnológica le permitió
superarla.
Por qué Holanda
produce más flores
que Colombia
¿Cómo explicar que Holanda produce y
exporta más flores que cualquier país
latinoamericano? Tal como lo señaló
Michael Porter, un profesor de Harvard,
América latina debería ser el primer
productor mundial de flores: tiene mano
de obra barata, un enorme territorio,
mucho sol, grandes reservas de agua y
una gran variedad de flora. Y, sin
embargo, el primer productor mundial
de flores es Holanda, uno de los países
con menos sol, territorio más pequeño y
mano de obra más cara del mundo. La
explicación es muy sencilla: lo que
importa hoy en la industria de las flores
es la ingeniería genética, la capacidad
de distribución y el marketing[3].
Otro ejemplo es el de Starbucks, la
empresa de locales de café más grande
del mundo. Nació en los Estados Unidos
en la década del setenta, y hoy tiene
6500 tiendas de café en los Estados
Unidos y otros 1500 locales en 31
países. Según Enríquez Cabot, de cada
taza de café de 3 dólares que se vende
en locales en Estados Unidos, apenas 3
centavos van al productor de café
latinoamericano. Lo que se cotiza en la
nueva economía global no es el acto de
plantar la semilla, ni la tierra donde es
sembrada, sino la creación de la semilla
en laboratorios genéticos. «En América
latina, si seguimos pensando que por
tener biodiversidad estamos salvados,
vamos a tener cada vez más problemas.
Todavía creemos que el petróleo, las
minas o las costas marinas son lo más
importante. Lo cierto es que, en términos
económicos, es más fácil cometer
errores cuando eres un país grande y
rico en recursos naturales que cuando
eres pobre y estás aislado», dice
Enríquez Cabot.
Efectivamente, la mayoría de los
políticos y académicos latinoamericanos
sigue recitando el cuento chino de que
sus países tienen el futuro asegurado por
ser poseedores de petróleo, gas, agua u
otros recursos naturales. Lo que no
dicen, quizá porque lo ignoran, es que
los precios de las materias primas —
incluso tras haber subido
considerablemente en los últimos años
— se desplomaron en más de un 80 por
ciento en el siglo XX, y actualmente
constituyen un sector minoritario de la
economía mundial. Mientras en 1960,
cuando gran parte de los actuales
presidentes latinoamericanos se
formaron políticamente, las materias
primas constituían el 30 por ciento del
producto bruto mundial, actualmente
representan apenas el 4 por ciento. El
grueso de la economía mundial está en
el sector de servicios (68 por ciento) y
el sector industrial (29 por ciento[4]).
Las empresas multinacionales de
tecnología como IBM, o Microsoft,
tienen ingresos muchísimo más altos que
las que producen alimentos u otras
materias primas. Mientras que a
principios del siglo XX diez de las doce
compañías más grandes de los Estados
Unidos vendían materias primas
(American Cotton Oil, American Steel,
American Sugar Refining, Continental
Tobacco y U. S. Rubber, entre otras), en
la actualidad hay sólo dos en esa
categoría (Exxon y Philip Morris).
Lamentablemente, a comienzos del
siglo XXI, América latina sigue viviendo
en la economía del pasado. La enorme
mayoría de las grandes empresas
latinoamericanas siguen en el negocio de
los productos básicos. Las cuatro
mayores empresas de la región
—PEMEX, PDVSA, Petrobras y PEMEX
Refinación— son petroleras. De las
doce compañías más grandes de la
región, sólo cuatro venden productos
que no sean petróleo o minerales
(Wal-Mart de México, Teléfonos de
México, América Móvil y General
Motors de México[5]).
Una buena parte de Sudamérica
centra sus negociaciones comerciales
con los Estados Unidos y Europa en
exigir mejores condiciones para sus
exportaciones agrícolas, algo que es
totalmente legítimo y justificado, pero
que en muchos casos desvía la atención
de los gobiernos de la necesidad de
exportar productos de mayor valor
agregado. Brasil y la Argentina hacen
bien en exigir que los países ricos
eliminen sus obscenos subsidios
agrícolas, pero están concentrando sus
energías en apenas una de las varias
batallas comerciales que deberían estar
librando. Están poniendo una buena
parte de sus energías en ampliar su
tajada del 4 por ciento de la economía
mundial, en lugar de —además de seguir
exigiendo el desmantelamiento de las
barreras agrícolas— iniciar una cruzada
interna para aumentar la competitividad
de sus industrias y entrar en la economía
del conocimiento del siglo XXI.
Nokia: de la madera a
los celulares
¿Deberían los países latinoamericanos
dejar atrás su rol de productores de
materias primas? Por supuesto que no.
Cuando le hice esta pregunta a David de
Ferranti, el exdirector para América
latina del Banco Mundial, meneó la
cabeza, como diciendo que se trataba de
una discusión superada. «La agricultura,
la minería y la extracción de otras
materias primas son áreas de ventajas
comparativas para la Argentina, Brasil,
Chile y varios otros países. Ellos
deberían aprovechar la oportunidad para
convertirse en productores más
eficientes de estas materias primas, y
diversificarse desde esas industrias a
otras de productos más sofisticados.
Deberían hacer lo que hizo Finlandia»,
señaló.
Finlandia, uno de los países más
desarrollados del mundo, empezó
exportando madera, luego pasó a
producir y exportar muebles, más tarde
se especializó en el diseño de muebles,
y finalmente pasó a concentrarse en el
diseño de tecnología, que era mucho
más rentable. El ejemplo más conocido
de este proceso es la compañía
finlandesa Nokia, una de las mayores
empresas de telefonía celular del
mundo.
Nokia comenzó en 1865 como una
empresa maderera, fundada por un
ingeniero en minas en el sudeste de
Finlandia. A mediados del siglo XX ya
diseñaba muebles, y empezó a usar su
creatividad para todo tipo de diseños
industriales. En 1967 se fusionó con una
empresa finlandesa de neumáticos y otra
de cables, para crear un conglomerado
de telecomunicaciones que hoy se
conoce como Nokia Corporation y que
tiene 51 mil empleados y ventas anuales
de 42 mil millones de dólares. Es el
equivalente a cinco veces el producto
bruto anual de Bolivia, y más del doble
del producto bruto anual de Ecuador.
Y algo parecido sucedió con la
multinacional Wipro Ltd., de la India,
que empezó vendiendo aceite de cocina,
y hoy día es una de las empresas de
software más grandes del mundo. El
empresario Azim Premji —conocido
por muchos como el Bill Gates de la
India— llegó a ser el hombre más rico
de su país, y el número 38 en la lista de
los más ricos del mundo de la revista
Forbes, transformando radicalmente su
empresa familiar. Estaba estudiando
ingeniería en la Universidad de
Stanford, en los Estados Unidos, cuando
murió su padre en 1966 y tuvo que
regresar a su país a los 21 años para
hacerse cargo de la empresa familiar,
Western India Vegetable Products Ltd.
(Wipro). La compañía estaba valuada en
ese entonces en 2 millones de dólares, y
vendía sus aceites de cocina en
supermercados. Premji inmediatamente
comenzó a diversificarse, empezando
por producir jabones de tocador. En
1977, aprovechando el vacío creado por
la expulsión de IBM del país, empezó a
fabricar computadoras. El negocio fue
prosperando, y la compañía comenzó a
producir software hasta crearse una
reputación de empresa innovadora, con
gente creativa. Hoy día, Wipro Ltd.
Tiene ingresos de 1900 millones de
dólares por año, de los cuales el 85 por
ciento proviene de su división de
software, y el resto de sus
departamentos de computadoras, de
lámparas eléctricas, de equipos de
diagnóstico médico y —aunque parezca
un dato sentimental— de jabones de
tocador y de aceites de cocina. La
empresa ha triplicado su número de
empleados desde 2002, a 42 000
personas, y su sede de la ciudad de
Bangalore está contratando un promedio
de 24 personas por día.
Al igual que Nokia y Wipro, hay
cientos de ejemplos de grandes
compañías que nacieron produciendo
materias primas y se fueron
diversificando a sectores más
redituables. «El viejo debate sobre si es
bueno o malo producir materias primas
es un falso dilema», me dijo De
Ferranti. «La pregunta válida es cómo
aprovechar las industrias que uno tiene,
para usarlas como trampolines para los
sectores más modernos de la economía».
Para hacer eso, la experiencia de China,
Irlanda, Polonia, la República Checa y
varios otros países demuestra que hay
que invertir más en educación, ciencia y
tecnología, para tener una población
capaz de producir bienes industriales
sofisticados, servicios, o fabricar
productos de la economía del
conocimiento.
El ranking de las
patentes
Hoy día, el progreso de las naciones se
puede medir en gran medida por su
capacidad para registrar patentes de
inventos en los mercados más grandes
del mundo. Entre 1977 y 2003, la oficina
de patentes de los Estados Unidos
registró alrededor de 1631 000 patentes
de ciudadanos o empresas
estadounidenses, 537 900 de Japón,
210 000 de Alemania, 1600 de Brasil,
1500 de México, 830 de la Argentina,
570 de Venezuela, 180 de Chile, 160 de
Colombia y 150 de Costa Rica[6]. En
2003, la oficina registró unas 37 800
patentes de empresas o inversores de
Japón, 4200 de Corea del Sur, 200 de
Brasil, 130 de México, 76 de la
Argentina, 30 de Venezuela, 16 de Chile,
14 de Colombia y 5 de Ecuador. O sea,
mientras las empresas japonesas y
surcoreanas generan fortunas en
derechos de propiedad por tener una
gran cantidad de patentes registradas en
los Estados Unidos, las empresas
latinoamericanas apenas registran un
pequeño porcentaje del total. En las
oficinas de patentes de los países
latinoamericanos, la situación es
parecida: en México, apenas el 4 por
ciento de las patentes registradas
provienen de personas o empresas
mexicanas; el 96 por ciento restante son
de compañías multinacionales como
Procter & Gamble, 3M, Kimberly-Clark,
Pfizer, Hoechst y Motorola[7].
Los países que más patentes
registran, claro, son los que más
invierten en ciencia y tecnología. En esa
categoría están los Estados Unidos, que
invierten el 36 por ciento del total
mundial destinado a investigación y
desarrollo, la Unión Europea, el 23 por
ciento, y Japón, el 13.
Comparativamente, los países
latinoamericanos y caribeños invirtieron
apenas un 2,9 por ciento del total
mundial destinado a investigación y
desarrollo en 2000, según la publicación
Un mundo de Ciencia de la Unesco.
Y en materia de crear fuerzas de
trabajo calificadas para fabricar
productos de alto valor agregado, la
situación de los países latinoamericanos
no es mucho mejor. En China, por
ejemplo, se gradúan 350 mil ingenieros
por año, y en India unos 80 mil.
Comparativamente, en México se
gradúan 13 mil, y en la Argentina 3 mil,
según datos oficiales. Claro que China e
India tienen poblaciones muchísimo más
grandes, y por lo tanto producen más
ingenieros. Pero su cantidad de
graduados en ingeniería es un factor
importante en la economía global: a la
hora de escoger en qué países invertir,
las empresas de informática y otros
productos sofisticados van a buscar
aquellos que tengan la mayor mano de
obra calificada disponible, al mejor
precio.
Según Mark Wall, presidente de
General Electric Plastics en China y
exjefe de las operaciones de la empresa
en Brasil, «China actualmente es el lugar
más dinámico del mundo para la
industria manufacturera», no sólo por la
mano de obra barata, sino por la mano
de obra calificada[8]. En China hay un
verdadero ejército de ingenieros recién
graduados, ávidos de conseguir empleo
en las fábricas y dispuestos a trabajar
cuantas horas sean necesarias para
mejorar la calidad de sus productos. El
clima es parecido al que existía en
Silicon Valley, California, en la década
de los noventa: un entusiasmo enorme,
que se traduce en cada vez más y
mejores profesionales, y cada vez más
inversiones en plantas de manufacturas,
investigación y desarrollo de nuevos
productos. General Electric abrió
recientemente un centro de investigación
en Shanghai, con unos 1200 ingenieros y
técnicos. Motorola ya tiene 19 centros
de investigación en China, que producen
nuevos productos para ese país, y para
exportación. Los teléfonos celulares de
Motorola en China ya han sido
diseñados allí, para el mercado chino. Y
no me extrañaría que, muy pronto, la
tecnología de los teléfonos celulares
chinos sea exportada a todo el mundo,
además del aparato en sí: una de las
cosas que más me impresionó en Beijing
es que la gente usa sus teléfonos
celulares en el subterráneo en
movimiento, sin que se les corten las
llamadas. En los Estados Unidos, por lo
menos en mi caso —y ya he tenido
varias marcas de celulares—, las
llamadas se caen frecuentemente,
incluso al aire libre. Según me enteré
más tarde, Motorola desarrolla gran
parte de estas nuevas tecnologías en
Chengdu, la capital de la provincia de
Sichuan, en el sudoeste de China, donde
además de ofrecerse incentivos fiscales
a las compañías extranjeras hay unas 40
universidades y más de 1 millón de
ingenieros.
Los economistas ortodoxos y las
instituciones financieras internacionales
se acordaron tarde de la importancia de
la educación en el desarrollo de las
naciones: en la década de los noventa
predicaron reformas económicas y
políticas, pero sin incluir la educación
entre las máximas prioridades. Y si algo
quedó demostrado, es que los países
latinoamericanos pueden cortar el gasto
público, bajar la inflación, pagar la
deuda externa, reducir la corrupción y
mejorar la calidad de las instituciones
políticas —como se los pide el FMI— y
seguir siendo pobres, por no poder
generar productos sofisticados. «Los
mexicanos, los brasileños, los
argentinos, los chilenos y los africanos
siguen reestructurando sus economías
una vez tras otra… y permanecen
pobres… y su futuro es cada vez más
oscuro… porque generan y exportan muy
poco conocimiento», señala Enríquez
Cabot[9]. Quizás hemos perdido
demasiado tiempo en discutir qué
modelo económico seguir, en lugar de
cómo mejorar la educación de nuestra
gente.
¿Las peores
universidades del
mundo?
Un ranking de las mejores doscientas
universidades del mundo realizado por
el suplemento educativo del periódico
británico The Times les dio una pésima
nota a las universidades
latinoamericanas: según el estudio, hay
una sola universidad de la región que
merece estar en esa lista. Y está casi al
final: en el puesto 195. ¿Son tan malas
las universidades latinoamericanas?, me
pregunté cuando leí el estudio. ¿Nos
están contando cuentos de hadas quienes
dicen que nuestros académicos y
científicos triunfan en los Estados
Unidos y Europa? ¿O es que el ranking
de The Times de Londres está sesgado a
favor de las universidades de los países
ricos?
Según el listado de The Times, las
mejores universidades del mundo están
en los Estados Unidos, encabezadas por
Harvard, la Universidad de California
en Berkeley y el Instituto Tecnológico de
Massachusetts. De las veinte mejores
universidades del planeta, once son de
los Estados Unidos, y les siguen las de
Europa, Australia, Japón, China, India e
Israel. La única universidad
latinoamericana que aparece en la lista
es la Universidad Nacional Autónoma
de México (UNAM), un monstruo de
269 000 estudiantes que —salvo unas
pocas excepciones, como sus escuelas
de Medicina e Ingeniería— se encuentra
entre las más obsoletas del mundo,
especialmente si se tienen en cuenta los
enormes recursos estatales que recibe.
Cuando hice un programa de
televisión con varios rectores de
universidades latinoamericanas para que
opinaran sobre este ranking, la mayoría
puso el grito en el cielo. ¡No es cierto!,
decían varios. ¡Calumnias! Si nuestras
universidades fueran tan malas, no
tendríamos tantos profesores en
Harvard, Stanford o La Sorbona,
proclamaban. El sondeo del Times era
sesgado, decían: probablemente quienes
lo habían hecho se basaron en opiniones
de académicos de los Estados Unidos y
Europa, y en trabajos científicos
publicados en las principales revistas
académicas internacionales, que están
escritas en ingles. Ahí, las universidades
latinoamericanas estaban en clara
desventaja, señalaban. Uno de los pocos
que dio la nota discordante fue Jeffrey
Puryear, uno de los máximos expertos
internacionales en temas de educación
en América latina, y funcionario del
Diálogo Interamericano, un centro de
estudios en Washington D. C. «No me
extrañan para nada los resultados
generales del sondeo», dijo Puryear,
encogiéndose de hombros, ante la
mirada atónita de algunos de los
panelistas. «Gran parte de las
universidades latinoamericanas son
estatales, y los gobiernos no les exigen
mucho en materia de control de calidad.
Y cuando intentan exigirles calidad, las
universidades se resisten escudándose
en el principio de la autonomía
universitaria», agregó.
Cuando llamé a The Times para
preguntar cómo se había hecho el
ranking, los responsables del índice me
dijeron que se habían basado en cinco
criterios, incluyendo una encuesta entre
académicos de 88 países, un conteo del
número de citas en publicaciones
académicas, y la relación numérica entre
profesores y estudiantes en cada centro
de estudios. Sin embargo, el peso de las
citas académicas en la evaluación total
era relativamente pequeño: contaban un
20 por ciento del total. Y también había
una adecuada representación geográfica,
según The Times: de 1300 académicos
entrevistados, casi trescientos eran de
América latina. Si la encuesta hubiese
incluido más académicos de países en
desarrollo, los resultados hubieran sido
parecidos, agregaron: la Universidad de
Shanghai había hecho un ranking de las
mejores quinientas universidades del
mundo, y su elección de las primeras
doscientas había sido bastante parecida.
En efecto, la Universidad Jiao Tong
de Shanghai, una de las más antiguas y
prominentes de China, había publicado
su índice en 2004 con el objeto de
orientar al gobierno y las universidades
chinas sobre dónde enviar a sus
estudiantes más brillantes. Los chinos
habían hecho su ranking basados en el
número de premios Nobel de cada
universidad, la cantidad de
investigadores más citados en
publicaciones académicas y la calidad
de la educación en relación con el
tamaño de cada universidad. Y el
estudio había concluido que de las diez
mejores universidades del mundo, ocho
eran de los Estados Unidos —
encabezadas por Harvard y Stanford— y
dos de Gran Bretaña. En la lista de la
Universidad de Jiao Tong había
relativamente pocas fuera de los Estados
Unidos y Europa: apenas 9 en China, 8
en Corea del Sur, 5 en Hong Kong, 5 en
Taiwan, 4 en Sudáfrica, 4 en Brasil, 1 en
México, 1 en Chile y 1 en la Argentina.
Y las latinoamericanas estaban lejos de
los primeros puestos: la UNAM, de
México, y la Universidad de São Paulo,
de Brasil, estaban empatadas con otras
que ocupaban los puestos 153 a 201,
mientras que la Universidad de Buenos
Aires (UBA) estaba entre las cien
empatadas entre los puestos 202 y 301, y
la Universidad de Chile, la Universidad
Estatal de Campinas y la Universidad
Federal de Río de Janeiro, Brasil,
aparecían junto con casi un centenar de
otras universidades entre los puestos
302 y 403[10].
Lo cierto es que tanto el ranking de
The Times como el de la Universidad de
Shanghai mostraban que los gobiernos
de América latina viven en la negación.
La UNAM, que recibe del Estado
mexicano 1500 millones de dólares por
año[11], y la UBA, que recibe del Estado
argentino 165 millones de dólares
anuales[12], son ejemplos escandalosos
de falta de rendición de cuentas al país.
Ambas se niegan a ser evaluadas por los
mecanismos de acreditación de sus
respectivos Ministerios de Educación,
bajo el pretexto de que son demasiado
prestigiosas para someterse a un estudio
comparativo con otras universidades de
su propio país. «La UNAM es una
institución cerrada a la evaluación
externa», me dijo Reyes Tamés Guerra,
el secretario de Educación de México,
en una entrevista. «Prácticamente todas
las universidades públicas del país se
han sometido a la evaluación externa,
menos la UNAM[13]» Y en una entrevista
en la Argentina, el ministro de
Educación Daniel Filmus me decía lo
mismo sobre la UBA: «Cuando
empezamos a acreditar a las
universidades, la UBA decidió no
acreditar. Apeló (en los tribunales). El
argumento es que tiene un nivel tal que
no hay quién la acredite, y que atenta
contra la autonomía universitaria que un
organismo externo a la universidad la
acredite. Hicieron un juicio contra el
Ministerio de Educación»[14]..
Profesores sin sueldo,
aulas sin
computadoras
La UNAM de México y la UBA de la
Argentina son dos vacas sagradas en sus
países, que pocos se atreven a criticar, a
pesar de que son monumentos a la
ineficiencia, y una receta para el
subdesarrollo. Cuando se publicó el
sondeo de The Times de Londres, por
ejemplo, la mayoría de los periódicos
mexicanos publicó la noticia —tomada
de los jubilosos boletines de prensa de
la UNAM— como si la evaluación
hubiera sido excelente. El titular en la
primera plana del Reforma, el periódico
más influyente de México, decía: «Está
la UNAM entre las doscientas
mejores»[15]. «La Universidad Nacional
Autónoma de México es una de las
doscientas mejores del mundo y es la
única institución de educación superior
latinoamericana en un estudio realizado
por el suplemento especializado en
educación superior del diario
londinense The Times», decía el
artículo. Y el rector de la UNAM, Juan
Ramón de la Fuente, salió a dar
entrevistas radiales como si hubiera
ganado una competencia deportiva. De
manera similar, cuando se dio a conocer
el ranking de la Universidad de
Shanghai, otro periódico mexicano, La
Jornada, tituló: «La UNAM, la mejor
universidad de América latina: estudio
mundial»[16]. El subtítulo decía que
«ninguna institución de nivel superior
privada figura en el ranking
internacional», omitiendo señalar que
ninguna universidad privada estaba
recibiendo un enorme subsidio estatal.
De hecho, la pobre ubicación de la
UNAM en ambos rankings —a pesar de
recibir mucho más dinero del Estado
que docenas de universidades de otros
países que salieron mejor posicionadas
— y la ausencia de otras universidades
de América latina en el listado deberían
haber generado un debate nacional y
regional. En Francia, cuando se conoció
que el estudio de la Universidad de
Shanghai incluía sólo veintidós
universidades francesas entre las
mejores del mundo, y que la primera
estaba en el lugar número 65, se armó
una batahola, y motivó que la Unión
Europea iniciara una investigación
exhaustiva sobre cómo mejorar el nivel
de sus universidades.
Según todos los estudios
comparativos, los países
latinoamericanos invierten menos en
Educación que los de Europa y Asia.
Noruega, Suecia, Dinamarca, Finlandia
e Israel, por ejemplo, destinan alrededor
del 7 por ciento de su producto bruto
anual a la educación. Los países de la ex
Europa del Este invierten alrededor del
5. Comparativamente, México destina el
4,4; Chile el 4,2; Argentina el 4; Perú el
3,3; Colombia el 2,5 y Guatemala, el
1,7[17]. «Y no sólo gastamos menos, sino
que la gastamos mal», me dijo Juan José
Llach, un exministro de Educación de la
Argentina. Según Llach, casi la totalidad
del gasto educativo de muchos países de
la región se destina a pagar salarios, y ni
siquiera del personal docente, sino del
personal de mantenimiento y del
administrativo. Según un estudio del
Banco Mundial, el 90 por ciento del
gasto público en las universidades de
Brasil es para pagar sueldos de personal
actual y jubilado, y en la Argentina la
cifra es del 80 por ciento[18]. Como
resultado, el sistema universitario
latinoamericano padece de «baja
calidad», con universidades
sobrepobladas, edificios deteriorados,
carencia de equipos, materiales de
instrucción obsoletos e insuficiente
capacitación y dedicación de los
profesores. El estudio señala que
mientras en Gran Bretaña el 40 por
ciento de los profesores universitarios
tienen doctorados, en Brasil la cifra es
del 30, en la Argentina y Chile del 12,
en Venezuela del 6, en México del 3 y en
Colombia del 2.[19]
Increíblemente, casi el 40 por ciento
de los profesores de la Universidad de
Buenos Aires son ad honorem: trabajan
gratis, porque la universidad más
prestigiosa de la Argentina no puede
pagarles un sueldo. Según el censo
docente de la UBA, hay 11 003
profesores que trabajan gratis en sus
trece facultades, la mayoría de ellos
alumnos recién graduados que enseñan
bajo la denominación de «profesores
auxiliares»[20].
¿Hay que subsidiar a
los ricos?
Claro, se estarán diciendo muchos,
Noruega y Suecia pueden destinar el 7
por ciento de su producto bruto a la
educación porque no tienen gente que se
muere de hambre. Sin embargo, muchos
otros países que han elevado
enormemente su calidad de vida en las
últimas décadas no lo hicieron
desviando fondos estatales de la lucha
contra la pobreza, sino haciendo que los
estudiantes de clase media y alta paguen
por sus estudios, ya sea durante o
después de los mismos. América latina,
en efecto, es una de las últimas regiones
del mundo donde todavía hay países en
los que se subsidia el estudio de quienes
pueden pagar. Se trata de un sistema
absurdo por el cual toda la sociedad —
incluidos los pobres— subsidia a un
número nada despreciable de
estudiantes pudientes. Según el Banco
Mundial, más del 30 por ciento de los
estudiantes en las universidades
estatales de México, Brasil, Colombia,
Chile, Venezuela y la Argentina
pertenecen al 20 por ciento más rico de
la sociedad[21]. «La educación
universitaria en América latina sigue
siendo altamente elitista, y la mayor
parte de los estudiantes provienen de los
segmentos más adinerados de la
sociedad», dice el informe. En Brasil,
un 70 por ciento de los estudiantes
universitarios pertenecen al 20 por
ciento más rico de la sociedad, mientras
que sólo el 3 por ciento del cuerpo
estudiantil está compuesto por jóvenes
que vienen de los sectores más pobres.
En México, el 60 por ciento de la
población estudiantil universitaria
proviene del 20 por ciento más rico de
la sociedad, y en la Argentina, el 32.
Otro estudio, de la Unesco, calcula que
el 80 por ciento de los estudiantes
universitarios brasileños, el 70 de los
mexicanos y el 60 de los argentinos
vienen de los sectores más ricos de la
sociedad[22]. ¿Cómo se explica eso? Los
autores del estudio dicen que la razón es
muy sencilla: los estudiantes de origen
humilde que fueron a escuelas públicas
llegan tan mal preparados a la
universidad que la mayoría abandona
sus estudios al poco tiempo de empezar.
Eso lleva a una situación paradójica, en
la que los ricos están
sobrerrepresentados en las
universidades gratuitas, por lo que el
sistema «constituye una receta para
aumentar la desigualdad», concluye el
informe del Banco Mundial. En nombre
de la igualdad social, se está excluyendo
a los pobres, al no darles la posibilidad
de recibir becas.
En años recientes, casi todos los
países europeos dejaron atrás la
educación universitaria gratuita, para
cobrarles a quienes pueden pagar. Las
universidades estatales de Gran Bretaña
comenzaron a cobrar a sus estudiantes
en 1997. En España, los estudiantes en
todas las universidades públicas pagan
unos 550 dólares por año, menos
quienes vienen de hogares pobres, o
familias con más de tres hijos. María
Jesús San Segundo, la ministra de
Educación del gobierno de José Luis
Rodríguez Zapatero, me señaló en una
entrevista que el número de
universitarios que no pagan aranceles en
su país es de «cerca de un 40 por
ciento»[23]. Y los pagos del restante 60
por ciento de los estudiantes de clases
medias y altas contribuyen a cubrir un
nada despreciable 15 por ciento del
presupuesto universitario. La tendencia
europea es hacia el pago de los estudios.
Según me dijo la ministra, casi todos los
países europeos financian alrededor del
20 por ciento de su presupuesto
universitario con aranceles que cobran a
los estudiantes. En Alemania, luego de
una larga batalla legal, la Corte Suprema
autorizó a todas las universidades a
cobrarles a sus alumnos, algo que ya
venían haciendo algunas de ellas en
varios estados.
En algunos países latinoamericanos
ya se comenzó a corregir el subsidio a
los ricos: Chile, Colombia, Ecuador,
Jamaica y Costa Rica tienen sistemas
por los cuales los estudiantes que
pueden pagar deben hacerlo. Pero
cuando la UNAM intentó introducir un
sistema parecido en México en 1999,
durante el gobierno del presidente
Ernesto Zedillo, tuvo lugar una huelga
estudiantil que paralizó la universidad y
obligó a las autoridades a dar marcha
atrás. Cuando asumió Fox, ni el
gobierno ni las autoridades
universitarias se animaron a reflotar el
tema.
En China comunista,
los estudiantes pagan
Para mi enorme sorpresa, me encontré
que hasta en la China comunista los
estudiantes universitarios tienen que
pagar sus estudios, y contribuir de esa
manera a subsidiar el aprendizaje de los
más pobres y a mejorar el nivel de las
universidades. Eso ayuda a explicar el
motivo por el cual, según el ranking de
The Times de Londres, la Universidad
de Beijing está en el puesto 17 a nivel
mundial, la de Hong Kong en el 39 y la
de Tsing Hua en el puesto 61, muy por
encima del puesto 195 en el que aparece
la UNAM. Y no es, como uno podría
suponer, porque los chinos les están
otorgando más dinero a sus
universidades públicas. Todo lo
contrario: el gobierno chino gasta
apenas el 2,1 por ciento del producto
bruto nacional en la educación, menos
que casi todos los países
latinoamericanos, según las cifras del
PNUD. Las 1552 universidades chinas se
han modernizado en parte gracias a los
pagos de aranceles de sus estudiantes,
según me explicaron funcionarios
chinos.
Cuando visité el Ministerio de
Educación en Beijing y entrevisté a
varios de sus funcionarios, lo que más
me sorprendió fue que los pagos que
hacen los estudiantes universitarios a
sus centros de estudios no tienen nada de
simbólico. Al contrario, desde que se
terminó con la educación universal
gratuita en 1996, las cuotas de los
estudiantes que están en condiciones de
pagar han aumentado progresivamente.
Zhu Muju, una alta funcionaria del
Ministerio, me dijo que «al principio se
cobraba el equivalente a 25 dólares por
año por alumno. Pero la cifra ha crecido
a entre 500 y 600 dólares anuales. Es
mucho dinero para los estudiantes, pero
las matrículas constituyen una parte
considerable de los ingresos de las
universidades»[24].
De hecho, en 2003, las
universidades chinas se financiaron en
un 65 por ciento con fondos del Estado,
y en un 35 por ciento con las cuotas que
pagan sus alumnos, según cifras
oficiales. ¿Pero eso no iba contra todos
los principios de la izquierda en todo el
mundo?, pregunté. La funcionaria me
miró extrañada, y explicó: «China es un
país con enormes necesidades
educativas que el gobierno no puede
satisfacer. No podemos ofrecer
educación gratuita. Creo que el sistema
actual es bueno: promueve el desarrollo
de la educación y es un estímulo para
que los estudiantes se tomen su estudio
más en serio y estudien más fuerte».
«Sólo los estudiantes más pobres, la
mayoría de ellos en zonas rurales, no
pagan por sus estudios, y en muchos
casos reciben subsidios adicionales
para poder estudiar sin necesidad de
trabajar al mismo tiempo», agregó Zhu.
Qué ironía, pensé. Mientras los
sectores mas retrógrados de América
latina seguían defendiendo la educación
universitaria gratuita, y las
universidades latinoamericanas tenían
cada vez menos dinero para comprar
computadoras o pagarles a sus
profesores, la mayor potencia comunista
del mundo estaba cobrando aranceles a
millones de estudiantes, y logrando
colocar a sus universidades entre las
mejores del planeta. ¿Por qué la vieja
guardia de la izquierda latinoamericana
seguía insistiendo en la educación
gratuita para todos, incluso los ricos,
cuando ni los chinos comunistas lo
hacían? Unos lo hacían por dogmatismo,
otros por ignorancia, y otros por
considerar que, dados los niveles de
corrupción en América latina, el sistema
de cobrarles a los ricos para becar a los
pobres nunca funcionaría. Según este
argumento, la burocracia del sistema
educativo se encargaría de robarse una
buena parte del dinero, y el resultado
final sería que los pobres se quedarían
sin educación gratuita y sin becas.
Teóricamente, el argumento tiene cierto
mérito, pero se desmorona ante el hecho
de que en China hay tanta o más
corrupción que en América latina, y que,
en el estado calamitoso en que se
encuentran las universidades
latinoamericanas ahora, están perdiendo
ricos y pobres por igual. En lugar de
tener escuelas ricas para estudiantes
pobres, tenemos un sistema de escuelas
pobres que subvencionan a estudiantes
ricos.
¿Habría que instituir de inmediato la
universidad paga en países como la
Argentina y México? Probablemente
sería un golpe demasiado fuerte para los
sectores medios, que en muchos países
han sido los más castigados por
recientes crisis económicas. Pero
existen alternativas intermedias, que
ayudarían enormemente a aumentar el
presupuesto de las universidades y a
becar a los pobres. Lo mejor, según
deduje después de entrevistar a docenas
de educadores, sería adoptar sistemas
mixtos, como el de Australia, donde los
jóvenes pueden estudiar gratuitamente,
pero deben pagar una vez que se
gradúan y obtienen empleos bien
remunerados. Las universidades
australianas se nutren en un 40 por
ciento del presupuesto estatal, otro 40
de los pagos que hacen los graduados
una vez que alcanzan un cierto nivel de
salarios, y el 20 por ciento restante de la
venta de servicios al sector privado. Es
un sistema mucho más generoso para los
estudiantes que el chino o el
estadounidense, pero que podría
contribuir en mucho a mejorar la calidad
y la igualdad social en las universidades
latinoamericanas.
Entran casi todos,
pero terminan pocos
Otro de los grandes absurdos de algunas
de las grandes universidades estatales
latinoamericanas, que hace mucho se
abandonó en China, es el ingreso
irrestricto, y la falta de controles para
impedir que haya estudiantes eternos.
Bajo la premisa de que todos tienen
derecho a estudiar, muchas de las
grandes universidades de México,
Brasil y la Argentina están garantizando
que casi nadie pueda estudiar bien. Con
los pocos recursos que tienen, están
manteniendo una enorme cantidad de
estudiantes que nunca terminan de
recibirse. En la Argentina sólo egresan
dos de cada diez estudiantes que entran
en las universidades estatales[25]. Eso
significa que, en el sistema universitario
argentino, de casi 1,5 millones de
estudiantes, los contribuyentes están
manteniendo a cientos de miles que
nunca van a terminar sus estudios. En
México hay unos 1,8 millones de
estudiantes de licenciatura, pero se
terminan titulando apenas poco más del
30 por ciento de los que ingresan
anualmente[26]. En Chile y Colombia,
que tienen cupos para entrar en las
universidades, la eficiencia universitaria
es algo superior: se reciben entre tres y
cuatro de cada diez estudiantes que
entran en las universidades estatales[27].
En China existe un examen de
ingreso obligatorio para todas las
universidades, que dura dos días y es
rendido anualmente por más de 6
millones de estudiantes. Y no es un
examen fácil: un 40 por ciento de los
aspirantes son reprobados, según el
Ministerio de Educación. La
competencia para entrar en las mejores
universidades es durísima. Poco antes
de mi visita a China, había explotado un
escándalo de corrupción tras la
revelación del programa televisivo
«Focus TV», de la Cadena Central de
Televisión China (CCTV), de que tres
empleados de la Universidad de
Aeronáutica y Astronáutica de Beijing
habían extorsionado a varios
estudiantes, exigiéndoles el equivalente
de 12 mil dólares a cada uno para
ingresar en la universidad. La CCTV
había grabado las conversaciones
telefónicas, y el caso había terminado en
condenas judiciales. Según la agencia de
noticias oficial Xinhua, no se trataba de
un hecho aislado. Pocos meses antes,
funcionarios del Conservatorio de
Música Xian, en la provincia norteña de
Shaanxi, habían exigido sobornos de
3620 dólares por cada estudiante
admitido. El escándalo salió a la luz
cuando algunos estudiantes se negaron a
pagar y avisaron a las autoridades.
«Algunos críticos aseguran que estos
incidentes representan la punta del
iceberg», reconoció luego el periódico
gubernamental China Daily[28].
Obviamente, todos estos incidentes
ilustraban el extremo al que llegaba la
competencia entre los jóvenes chinos
para entrar en las universidades.
Aunque las universidades chinas
admiten en su conjunto un promedio del
60 por ciento de los estudiantes que dan
el examen de ingreso, los porcentajes de
quienes logran entrar en las mejores
universidades del país son del 10 o el
20 por ciento. En México, en cambio, la
universidad más grande del país —la
UNAM— admite a un 85 por ciento de
sus alumnos sin examen de ingreso,
según estimaciones de Julio Rubio, el
subsecretario de Educación Superior de
México[29]. La UNAM les concede un
«pase automático» a todos los
estudiantes de la escuela secundaria de
su red escolar, lo que hace que muchos
estudiantes vayan a estas escuelas para
no tener que rendir un examen de
ingreso. «Eso ha hecho caer la calidad
de la UNAM,» me dijo Rubio en una
entrevista. Comparativamente, unas 428
universidades públicas y privadas de
México ya están aplicando un examen de
ingreso común.
En la Argentina pasa otro tanto.
Cuando le pregunté a Filmus, el ministro
de Educación, por qué no existe un
examen de ingreso a la UBA, me señaló
que en países con alta desigualdad
social, como la Argentina, un examen de
ese tipo sería socialmente injusto. Los
jóvenes salen de la escuela secundaria
mal preparados, y someterlos a un
examen de ingreso equivaldría a premiar
a quienes fueron a escuelas secundarias
privadas. Por eso hay un curso de
ingreso básico, en el que si el joven
aprueba seis materias, entra en la
universidad, explicó. Filmus agregó que,
en la práctica, el curso de ingreso es un
filtro: el 50 por ciento de los alumnos no
aprueba las seis materias, y por lo tanto
no ingresa en la universidad. «En la
práctica, tenés seis exámenes de ingreso,
o ninguno, según cómo lo quieras
mirar», concluyó[30]. Puede ser, pero la
mayoría de los expertos internacionales
en políticas educativas coinciden en que
sería muchísimo más provechoso que el
Estado destinara esos recursos a las
escuelas primarias y secundarias, y
evitara el hacinamiento universitario,
pues el 80 por ciento de los estudiantes
no llegan a recibirse.
El auge de los
estudiantes
extranjeros
China, al igual que India, está creando
una élite científico-técnica globalizada,
capaz de competir con los grandes
países industrializados. Y lo está
haciendo no sólo al modernizar sus
casas de altos estudios, sino al enviar a
una enorme masa de estudiantes a las
mejores casas de altos estudios de los
Estados Unidos y Europa. No sólo China
e India lo están haciendo: hay una
avalancha de estudiantes de Corea del
Sur, Japón, Singapur y otros países
asiáticos en las universidades
estadounidenses y europeas. Mientras
tanto, el número de estudiantes
latinoamericanos permanece estancado o
tiende a la baja.
En los Estados Unidos, la mayor
parte de los 572 mil estudiantes
universitarios extranjeros son de países
asiáticos. En total, hay 325 mil
estudiantes de ese origen en las
universidades norteamericanas,
comparados con 68 mil
latinoamericanos. El país con más
universitarios en los Estados Unidos es
India, con 80 mil estudiantes, seguido
por China, con 62 mil, Corea del Sur,
con 52 mil, y Japón, con 46 mil. O sea
que China, por sí sola, tiene casi tantos
estudiantes en Estados Unidos como
todos los países de América latina
juntos. México tiene apenas 13 mil
estudiantes universitarios en los Estados
Unidos, Brasil y Colombia unos 8 mil
cada uno, la Argentina 3600 y Perú
3400. Y la tendencia es a una brecha
cada vez mayor: mientras que India y
China aumentaron en 13 y 11 por ciento,
respectivamente, sus estudiantes en
universidades estadounidenses en 2003,
el número de latinoamericanos
permaneció estancado, y el de
sudamericanos cayó[31].
Contrariamente a lo que yo creía, la
avalancha de estudiantes extranjeros
asiáticos no es resultado de becas
gubernamentales de sus países de
origen. Cuando les pregunté a los
directivos del Instituto de Educación
Internacional (IEI) en Nueva York a qué
se debe el extraordinario aumento de
estudiantes de India y China, me
respondieron que es en gran medida por
el auge de la inversión en educación de
parte de las familias asiáticas. Allan E.
Goodman, el presidente del IEI, una
organización no gubernamental que
promueve mayores intercambios
estudiantiles internacionales, me dijo
que «la globalización está creando una
clase media muy grande en India y
China, y de personas que valoran mucho
la educación. La gente allí está dispuesta
a hacer un gran esfuerzo financiero para
invertir en la educación de sus hijos».
Según Goodman, sólo el 2,5 por ciento
de los estudiantes universitarios
extranjeros en los Estados Unidos tienen
becas de sus respectivos gobiernos o
universidades, y los estudiantes
asiáticos no son la excepción a la
regla[32].
Todo esto no es una buena noticia
para América latina. Significa que los
asiáticos están creando una clase
política y empresarial más globalizada
que los países latinoamericanos, lo que
les dará mayores ventajas en el mundo
de los negocios, las ciencias y la
tecnología. Si el consenso entre los
académicos de todo el mundo es que los
Estados Unidos y Europa tienen las
mejores universidades, como lo dicen
los rankings de The Times de Londres y
la Universidad de Shanghai, no hay que
ser un futurólogo para sospechar que —
en la era de la economía del
conocimiento— quienes se gradúen allí
saldrán mejor preparados y tendrán
mejores conexiones personales y
culturales con los países
industrializados.
Sobran psicólogos,
faltan ingenieros
Por increíble que parezca, en la UNAM
se gradúan quince veces más psicólogos
que ingenieros petroleros por año.
Efectivamente, en un país donde el
petróleo continúa siendo una importante
industria, la UNAM produce unos 620
egresados con licenciatura en
Psicología, 70 en Sociología y sólo 40
en Ingeniería Petrolera por año[33]. Y
México dista de ser un caso aislado. En
la UBA, de la Argentina, se reciben 2400
abogados por año, 1300 psicólogos, y
apenas 240 ingenieros y 173 licenciados
en Ciencias Agropecuarias. El Estado
está produciendo cinco veces más
psicólogos que ingenieros[34]. Si
examinamos la población estudiantil en
general, y no sólo los egresados, los
datos son más asombrosos aún: en el
momento de escribirse estas líneas, en la
UNAM hay 6485 estudiantes de Filosofía
y Letras, y apenas 343 estudiando
Ciencias de la Computación. En total, el
80 por ciento de los 269 mil estudiantes
de la UNAM están siguiendo carreras de
Ciencias Sociales, Humanidades, Artes
y Medicina, mientras que sólo el 20 por
ciento estudia Ingeniería, Física o
Matemática[35]. En muchos casos, la
falta de conexión entre los programas
educativos y las necesidades del
mercado laboral hace que las grandes
universidades estén produciendo
legiones de profesionales
desempleados. Un estudio de la
Asociación Nacional de Universidades
Mexicanas e Instituciones de Educación
Superior (ANUIES) advierte que si
México no hace algo para corregir su
sobreproducción de graduados
universitarios sin potencial de trabajo,
se encontrará muy pronto con 1,5
millones de profesionales
desempleados. «Esto podría generar un
problema social sin precedentes», dice
el estudio.
En la Argentina, el 40 por ciento de
los 152 mil estudiantes de la UBA está
matriculado en Ciencias Sociales,
Psicología y Filosofía, mientras que
sólo el 3 por ciento estudia carreras
relacionadas con la computación, Física
y Matemática. En estos momentos, hay
unos 27 mil estudiantes de Psicología en
la UBA, contra apenas 6 mil que cursan
Ingeniería[36]. «En la Argentina, hasta el
año 2003, se graduaban sólo 3
ingenieros textiles por año», me
comentó el ministro Filmus, con horror.
En las universidades más grandes de
Brasil, el 52 por ciento de los
estudiantes está matriculado en Ciencias
Sociales y Humanidades, mientras que
sólo el 17 estudia Ingeniería, Física y
Matemática, según el Ministerio de
Educación. «En vez de invertir tanto en
formar más abogados, los gobiernos
latinoamericanos deberían invertir en la
creación de escuelas intermedias e
institutos técnicos», dice Eduardo
Gamarra, profesor de Ciencia Política y
director del Centro de Latinoamérica y
el Caribe de la Universidad
Internacional de La Florida. «Las
economías latinoamericanas van hacia
industrias con mayores requerimientos
tecnológicos, para producir
exportaciones de mayor valor agregado.
Necesitan mas técnicos y menos
licenciados en Ciencia Política».
La UNAM: modelo de
ineficiencia
El rector de la UNAM, Juan Ramón de la
Fuente, se fue por la tangente cuando le
pregunté en una entrevista televisiva si
no le parecía absurdo que su
universidad estuviera creando tantos
filósofos y tan pocos ingenieros. «Mire,
Andrés, lo primero que me gustaría
puntualizar es que la UNAM realiza el 50
por ciento de toda la investigación que
se hace en México. La UNAM ha venido
desde hace muchísimos años impulsando
el desarrollo de la investigación
científica, que en México se hace
fundamentalmente en universidades
públicas», dijo el rector.
¿Cómo no va a ser así, si el Estado
mexicano —o sea, los contribuyentes—
otorga 1500 millones de dólares anuales
a la universidad?, pensaba yo, mientras
lo dejaba hablar. ¿Cómo no va a ser así,
cuando la UNAM se lleva el 30 por
ciento del presupuesto nacional para
educación superior, que cubre las 99
universidades públicas del país? ¿Y
cuánto de ese dinero queda para dar una
educación adecuada a los estudiantes de
la universidad? De la Fuente continuó
hablando sin parar. «Creo que el
problema radica fundamentalmente en
que no ha habido en México una política
de Estado con una visión de mediano y
de largo plazo que nos hubiese
permitido, como ocurrió en algunos de
los países de la cuenca del Pacífico,
tener un desarrollo que hubiera
resultado mucho más fructífero», dijo.
«¿No le está usted pasando la pelota
al Estado?», le pregunté, luego de varios
intentos vanos por hacer una pregunta.
«¿No es responsabilidad de la
universidad complementar los ingresos
que recibe del Estado con otras fuentes
de financiamiento? Porque, fíjese, por
ejemplo, el número de científicos e
ingenieros por millón de habitantes en
varios países: Finlandia tiene 5 mil
científicos e ingenieros por millón de
habitantes, la Argentina 713, Chile 370,
y México solamente 225. O sea, menos
que nadie».
«La inmensa mayoría formados en la
UNAM», respondió el rector. Acto
seguido, le pasó la pelota nuevamente al
Estado. «Está faltando en México una
política de Estado, para que puedan
concurrir universidades, sector privado
y el propio Estado, que no debe eludir
su responsabilidad. Porque una sola
institución, insisto, por más que tenga un
compromiso como lo ha tenido la UNAM
con la ciencia, es imposible que pueda
ser el detonante de todo el desarrollo.
Se necesita, Andrés, una visión de
mediano y de largo plazo, porque la
inversión en ciencia no es una inversión
rentable de inmediato. Estamos metidos
todo el tiempo en la coyuntura».
Hummm. Quizá De la Fuente no tenía
el respaldo del gobierno para hacer
reformas profundas, o quizá no tenía la
valentía intelectual para hacerlas, o
quizá ni siquiera era consciente de la
necesidad de hacerlas, pero lo cierto es
que el rector de la UNAM estaba —como
la mayoría de sus colegas— desviando
responsabilidades. Que la UNAM estaba
recibiendo 1500 millones de dólares
anuales para enseñar a 260 mil
estudiantes, mientras que Harvard estaba
recibiendo 2600 millones para enseñar a
apenas 20 mil estudiantes. ¿Por qué
Harvard tiene tantos recursos más?
Porque mientras la UNAM pide más
dinero del Estado, Harvard recauda
generosas donaciones de sus exalumnos,
cobra a los estudiantes que pueden pagar
y firma millonarios contratos de
investigación con el sector privado y el
Estado, que favorecen a todas las partes.
Lo cierto era que la UNAM es
ineficiente por donde se la mire.
Decenas de miles de sus estudiantes
transcurren siete o más años en sus
aulas, aumentando enormemente los
costos de la enseñanza. El exregente de
Ciudad de México, López Obrador, por
ejemplo, transcurrió nada menos que
catorce años en la UNAM, según reportó
el periódico Reforma basado en
documentos de la universidad[37]. Y la
negativa de la universidad a someter sus
carreras a una evaluación externa, como
la mayoría de las demás universidades
mexicanas, es escandalosa. Según me
explicaron funcionarios de la Secretaría
de Educación, es un resultado de la
huelga estudiantil de 1999. «Al final de
la huelga, uno de los acuerdos fue que la
UNAM rompió relaciones con el
(instituto acreditador). CENEVAL, bajo el
argumento de que es un organismo
neoliberal vinculado a empresas
privadas», explicó Rubio, el
subsecretario de Educación. En 2005, el
66 por ciento de las universidades
públicas y privadas de México,
incluyendo el Tecnológico de Monterrey
y la Universidad del Valle de México,
ya habían aceptado ser evaluadas por la
CENEVAL. Incluso dentro de la UNAM, la
negativa a la evaluación externa causó
tanto rechazo en ciertos sectores, que
algunas de las carreras más prestigiosas
de la universidad —como Ingeniería—
se rebelaron contra la mediocridad de
las autoridades centrales y pidieron
someterse a la evaluación externa.
Otras, como Medicina, lo hicieron a la
fuerza, porque el gobierno dictó una
norma oficial exigiendo que los
estudiantes de esa carrera se formaran
en escuelas acreditadas, para asegurar
que no se estuvieran graduando médicos
improvisados. Pero, en la tabla de
universidades mexicanas con carreras
acreditadas por el organismo
independiente autorizado por la
Secretaría de Educación, en 2005, la
UNAM estaba al final de la lista:
mientras que la Universidad Tecnológica
de Tlaxcala tenía el 100 por ciento de
sus carreras de licenciatura acreditadas,
la UNAM apenas tenía un 22 por ciento
de sus carreras en esa situación[38].
¿Conclusión? «La UNAM figura muy alto
en investigación, pero eso no se refleja
en sus programas académicos», me dijo
Rubio. «Desde el conflicto de 1999, la
UNAM deterioró mucho su calidad y su
imagen[39]».
Cuando los chinos
hablen inglés
Parece un chiste, pero en este preciso
instante hay más niños estudiando inglés
en China que en los Estados Unidos.
Efectivamente, China ha lanzado un
programa masivo de enseñanza de inglés
en todas las escuelas del país, que
alcanza a unos 250 millones de niños.
La cifra es varias veces superior al
número de estudiantes en las escuelas
primarias y secundarias de los Estados
Unidos. Y mientras en China el
programa escolar de estudio intensivo
de inglés empieza en el tercer grado de
la primaria, en casi todos los países de
América latina, incluido México, la
enseñanza obligatoria de inglés
comienza en séptimo grado. El dato es
impresionante. ¿Cómo se explica que
China, un país gobernado por el Partido
Comunista, en la otra punta del planeta,
y con un alfabeto totalmente diferente
del nuestro, esté enseñando inglés
mucho más intensivamente que México,
un país lindante con los Estados Unidos,
que tiene un tratado de libre comercio
con su vecino del norte y exporta un 90
por ciento de sus productos a ese país?
¿Y cómo explicar que los jóvenes chinos
estén estudiando más inglés que los
argentinos, peruanos o colombianos, que
no sólo comparten el mismo alfabeto
con los países de habla inglesa sino que
tienen muchos más lazos culturales con
los Estados Unidos y Gran Bretaña?
La enseñanza de inglés en China fue
una decisión política del gobierno, que
comenzó tímidamente con el inicio de la
apertura económica de 1978, y se
aceleró enormemente a partir de 1999,
cuando se hizo obligatoria en todas las
escuelas. Antes de viajar a China, había
entrevistado telefónicamente a Chen Lin,
el presidente del comité del Ministerio
de Educación a cargo del programa de
enseñanza de inglés, quien me aseguró
con orgullo —en perfecto inglés— que
«China ya es el país de habla inglesa
más grande del mundo»[40]. Según Chen,
la enseñanza de inglés en su país se
disparó a partir de la decisión de
ingresar en la Organización Mundial del
Comercio en 1999, y de competir para
ser la sede de las Olimpíadas de 2008.
«Empezamos un movimiento llamado
“Beijing speaks English”, por el cual
todos los ciudadanos de Beijing tienen
que hablar por lo menos un idioma
extranjero para cuando vengan los
turistas en 2008», me dijo Chen. «Y la
gente participa entusiastamente, porque
saben que si uno habla inglés, le será
más fácil encontrar un buen empleo».
Entre otras cosas, se aumentaron las
horas semanales obligatorias de estudio
de un idioma extranjero, y se introdujo
un examen de idiomas para todo
estudiante que quisiera ingresar en la
universidad. «En algunos estados del
nordeste, se estudia ruso o japonés, pero
el 96 por ciento de los estudiantes se
anotan en las clases de inglés», me
señaló Chen.
Tengo que confesar que en mis
viajes a Beijing y Shanghai no me
encontré con muchos chinos que
hablaran inglés. De hecho, la mayoría de
las vendedoras en las tiendas no
entendían una jota cuando uno les
hablaba en esa lengua. Ni siquiera
entendían los números en inglés cuando
se les preguntaba por el precio de algún
producto. Y los taxistas, menos. Como
casi todos los turistas, tuve que pedir a
los conserjes del hotel, o a algún
conocido, que me anotaran en un papel
la dirección adonde me proponía ir, para
que el taxista la leyera y me llevara sin
problemas. Y, de hecho, el sistema
funcionó a las mil maravillas. ¿Era un
cuento el programa oficial de enseñanza
de inglés, o había millones de personas
que habían aprendido el idioma con
quienes yo no me había topado? Según
me dijeron los funcionarios cuando les
comenté que no me había encontrado en
las calles con muchos chinos
angloparlantes, esto debería cambiar en
los próximos cinco o diez años, a
medida que las nuevas generaciones que
acaban de empezar a estudiar inglés se
incorporen al mercado de trabajo.
Zhu Muju, la directora de Desarrollo
de Libros Escolares del Ministerio de
Educación, me dijo que aunque la
directiva de enseñanza obligatoria de
inglés se anunció en 1999, recién ahora
se está comenzando a implementar en
casi todas las escuelas del país. En un
principio, no había suficientes maestros
entrenados para enseñar inglés, sobre
todo en escuelas rurales, ni para
acompaña r las clases a distancia, por
televisión. Recién en 2005 se pudo
cubrir el 90 por ciento de las escuelas
del país, dijo Zhu. ¿Y cuántas clases de
inglés por semana van a tener los
escolares?, le pregunté. «Las escuelas
deben dar cuatro cursos por semana a
partir del tercer grado de la primaria, de
los cuales dos son clases de una hora
cada uno, y los otros dos son de 25
minutos», dijo[41]. «Además, el plan
exige que las escuelas tengan
actividades en inglés, incluyendo
debates, juegos, aprendizaje de
canciones y clases de actuación». A la
salida de la entrevista, uno de los
asistentes de Zhu me señaló: «En tres o
cuatro años, ya habrá muchos menos
casos de turistas extranjeros que no
puedan encontrar a alguien en la calle
que les pueda dar indicaciones en
inglés. Bastará con que busquen a
cualquier niño, y podrán comunicarse
por lo menos a un nivel básico».
Sólo en Beijing, mil
escuelas de inglés
Pero quizás el dato más impresionante
sobre la enseñanza de inglés en China es
la cantidad de niños que están
estudiando ese idioma después de cursar
horas en academias privadas. Tan sólo
en Beijing, hay unas mil escuelas e
institutos privados dedicados a la
enseñanza de inglés. Unos treinta de
estos institutos privados son ya
instituciones inmensas, que hacen
publicidad en los medios y en carteles
en las calles, describiendo sus cursos
como un pasaporte a la modernidad.
Por curiosidad, pedí una entrevista
con el director del instituto privado de
enseñanza de inglés más grande de
China, el New Oriental School. La sede
del instituto es un edificio de tres pisos,
que ocupa toda una cuadra en el corazón
de Beijing. Me recibió Zhou Chenggang,
el vicepresidente de la escuela, un
hombre de 42 años que había hecho su
maestría en Comunicaciones en
Australia, y luego había trabajado
durante muchos años como corresponsal
de la BBC de Londres en Asia. Según me
contó, a mediados de la década de los
noventa le había llevado la idea de crear
un instituto privado de enseñanza de
inglés y matemáticas a un inversionista
amigo, su excompañero de la escuela
secundaria Yu Minhong. Este último
inmediatamente vio una oportunidad de
negocio y aportó el dinero para fundar la
primera escuela. Diez años después, el
instituto tenía escuelas en once ciudades
y estaba abriendo sedes en otras cuatro.
¿Y cuántos estudiantes de inglés tienen
ahora?, le pregunté a Zhou. Cuando me
respondió, casi me caigo de espaldas:
«En 2004, teníamos unos 600 mil.
Alrededor de la mitad son estudiantes
que necesitan reforzar su inglés para
pasar exámenes en las escuelas, y la otra
mitad son adultos que quieren estudiar
para mejorar su currículum», respondió.
«Para 2007, calculamos tener un millón
de estudiantes de inglés[42]».
Según me explicó Zhou, el estudio
de inglés es considerado en China como
una inversión para el futuro. «Cuando yo
me recibí, en la década de los ochenta,
un graduado universitario podía
conseguir un buen empleo sin mayores
problemas. Eso ya no es así. Hoy día,
uno necesita más conocimientos. Un
diploma no basta: hace falta un segundo
diploma, o un tercer diploma, o estudios
en el extranjero», me señaló. El
fenómeno se había iniciado hacía quince
años, cuando China se abrió al mundo.
«Debido a las reformas económicas, las
empresas estatales comenzaron a cerrar.
Y en su lugar vinieron las compañías
extranjeras, que son mucho más
exigentes. Por eso, los padres chinos
gastan más que los de la mayoría de los
otros países en la educación de sus
hijos. La mayor parte de las familias
chinas ahorran durante toda su vida para
darles la mejor educación a sus hijos».
La New Oriental School, cobrando unos
100 dólares por alumno para sus cursos
más cortos, estaba haciendo una fortuna:
reportaba ingresos anuales de 70
millones de dólares. Y, según Zhou,
espera aumentar sus ingresos
próximamente con una serie de nuevos
cursos. Entre los más promisorios
estaba uno de enseñanza de técnicas
para desempeñarse correctamente en
entrevistas de búsqueda de empleo.
Los pasos de Chile,
México, Brasil y la
Argentina
A comienzos de 2004, Chile anunció
que, en aras de aumentar su inserción en
la economía global, había tomado la
decisión de adoptar el inglés como
segundo idioma oficial, y de convertirse
en el primer país latinoamericano en
hacerlo. El país se aprestaba a ser la
sede de una reunión de ministros de
Educación del Foro de Países de la
Cuenca del Pacífico (APEC) en abril de
2004. Como organizadores de la
reunión, los chilenos decidieron que la
enseñanza de inglés fuera el primer
punto en la agenda. Chile ya sospechaba
que América latina había quedado
rezagada en la materia y que los
asiáticos llevaban mucha ventaja. Y un
estudio comparativo de la APEC sobre la
enseñanza de inglés en los países
miembros había confirmado con creces
las sospechas chilenas. Los resultados,
dados a conocer en la reunión, eran
escalofriantes: Singapur, Tailandia y
Malasia estaban enseñando inglés en
todas las escuelas a partir de primer
grado, mientras que China y Corea del
Sur lo hacían en tercer grado, y la
mayoría de los países latinoamericanos
en séptimo grado. Pero eso no era todo:
el estudio mostraba que mientras en
Singapur se empezaba con 8 horas por
semana de inglés y en China con cuatro
horas, en Chile y en México se
comenzaba con dos horas semanales,
varios años después. Las diferencias
eran abismales. La enseñanza de inglés
por sí sola no explicaba el avance
económico de los países asiáticos, pero
era un elemento más de la fórmula que
les había permitido insertarse en la
economía global, crecer aceleradamente
y reducir la pobreza.
Cuando Chile anunció que adoptaría
el inglés como segundo idioma en 2004,
la noticia pasó casi inadvertida en el
resto de la región. En Chile, como en la
mayoría de sus países vecinos, sólo el 2
por ciento de la población podía leer en
inglés y tener un nivel de conversación
básico en ese idioma, según indicaban
estudios oficiales. Pero el gobierno del
Partido Socialista chileno había
convertido la enseñanza de inglés en su
caballito de batalla político. Según
decía el ministro de Educación, Sergio
Bitar: «El inglés abre las puertas para
emprender un negocio exportador, y abre
las puertas para la alfabetización digital.
El inglés, en definitiva, abre las puertas
del mundo»[43]. A partir de 2004,
además de hacer obligatoria la
enseñanza de inglés desde quinto grado
de primaria, Chile entregó gratuitamente
libros de texto de inglés a todos los
estudiantes de quinto y sexto grado, y se
fijó como meta que para 2010 todos los
estudiantes de octavo grado tuvieran que
aprobar el Key English Test (KET) —un
examen internacional de comprensión y
lectura de inglés como segunda lengua—
para pasar de grado. Al mismo tiempo,
empezó a ofrecer descuentos
impositivos a las empresas que pagaran
cursos de inglés a sus empleados, para
ayudar a que el país fuera más
hospitalario hacia el turismo
internacional y pudiera competir con los
asiáticos en atraer «call-centers» a su
territorio. Y CORFO, la Corporación de
Fomento de Chile, invirtió 700 mil
dólares en 2004 para tomar un examen
de inglés a unas 17 mil personas y crear
un banco de datos de individuos
bilingües o medianamente bilingües.
Unos 12 mil aprobaron el examen y
fueron incorporados en el registro.
«Tenemos sus nombres y teléfonos en un
banco de datos, que está a disposición
de cualquier empresa que quiera
establecerse en Chile», me explicó
Bitar.
En México, aunque la vecindad con
los Estados Unidos teóricamente podría
facilitar los intercambios de profesores
de idiomas, el gobierno de Fox llegó a
la conclusión de que no podía hacer lo
mismo que Chile, por carecer de
suficientes maestros de inglés para
enseñar a todos los niños de quinto
grado. Y aunque México tiene la misma
tasa de alfabetización que Chile —un 96
por ciento de los niños de ambos países
completaban la escuela primaria—, el
gobierno consideraba que había mayores
carencias en rubros como la
malnutrición y la mortandad infantil, que
requerían más recursos que la enseñanza
de inglés. De manera que optó por la
enseñanza de inglés a distancia, por el
programa de pizarras electrónicas
Enciclomedia, en todas las aulas de
quinto y sexto grado. «La idea es que no
quede ninguna escuela del país, así sea
rural o indígena, sin equipamiento para
2006», decía el secretario de
Educación, Reyes Tames[44]. En el
principal socio comercial de los
Estados Unidos en América latina, y el
principal competidor de China en el
mercado norteamericano, la enseñanza
personalizada de inglés seguía siendo
una meta difusa, y a largo plazo.
En la Argentina, la enseñanza
obligatoria de inglés en casi todas las
provincias del país comienza en séptimo
grado, según me dijo Filmus, el ministro
de Educación. Pero tras la debacle
económica de 2001, la idea de invertir
tiempo y dinero en la enseñanza de un
segundo idioma había sido eclipsada
por otras prioridades: unos 511 mil
jóvenes de la población total de 8,2
millones de estudiantes a nivel nacional
estaban abandonando la escuela, la
mayoría de ellos en los últimos tres
años del nivel secundario. Los
gobiernos que se habían sucedido
después de la crisis concluyeron que los
alumnos abandonaban la escuela por
condiciones de pobreza extrema, y que
la prioridad educativa debía ser detener
la deserción escolar.
Para los países sudamericanos, el
inglés no era la única opción
recomendable. Los expertos en
educación internacional señalaban que
muchos Estados de la región también se
beneficiarían con la enseñanza del
portugués, el idioma del país que ya
representaba más del 50 por ciento del
producto bruto sudamericano. A fines de
la década de los noventa, en pleno auge
del Mercosur, se habían iniciado
ambiciosos programas de estudio de
portugués en la Argentina y de español
en Brasil. En la Argentina, la entonces
ministra de Educación Susana B. Decibe
proclamaba que, para el año 2000, una
buena parte de las escuelas estarían
enseñando portugués. «Durante mucho
tiempo, nuestros países se habían dado
la espalda. Pero ahora estamos viendo
un proceso muy interesante de
integración cultural», me había dicho
Decibe en una entrevista en agosto de
1998. Sin embargo, la devaluación
brasileña de 1999 asestaría un durísimo
golpe al Mercosur y a la integración
sudamericana. Años después, otro
ministro de Educación argentino, Andrés
Delich, me comentaría que lo único que
había quedado del plan nacional de
enseñanza de portugués eran programas
escolares en la provincia norteña de
Misiones, lindante con Brasil, que tenía
un 5 por ciento de la matrícula escolar
argentina. Era una idea excelente, pero
la realidad económica había abortado el
plan.
En Brasil, el Congreso había
empezado a debatir en 1998 un plan
para enseñar español en todas las
escuelas, que se plasmó en un proyecto
de ley en 2000. Varios estados del sur,
como Rio Grande do Sul, Paraná y São
Paulo, ya habían empezado con cursos
de español, y el plan del Congreso era
que esos programas se extendieran a
todo el país en los próximos diez años,
siempre y cuando los 27 estados se las
arreglaran para encontrar los 75 mil
maestros de español que se necesitaban.
El Congreso aprobó la ley en 2005 y
ordenó al Ministerio de Educación
implementar la oferta de cursos de
español optativos en todas las escuelas
primarias del país, entre quinto y octavo
año, en un plazo de cinco años.
¿No es un lujo extravagante enseñar
un segundo idioma para países que
todavía no han terminado de erradicar el
analfabetismo?, les pregunté a varios
ministros de Educación en los últimos
años. ¿Está bien que Chile se zambulla
de lleno en la enseñanza de inglés
cuando todavía tiene 4 por ciento de
ciudadanos que no han terminado la
primaria? ¿Y debería México gastar
millones de dólares en la enseñanza de
inglés cuando casi un 3 por ciento de sus
niños en edad escolar son analfabetos?
¿Y debería hacerlo la Argentina, con
medio millón de estudiantes por año
abandonando la escuela[45]?
Varios ministros me señalaron que
en países con altas tasas de
analfabetismo, como Honduras o
Nicaragua, no tendría sentido destinar un
gran porcentaje del gasto educativo a la
enseñanza de idiomas. Pero en la
mayoría de los países latinoamericanos,
las tasas de analfabetismo no son altas, y
están mayormente concentradas en
adultos mayores de 50 años. Para estos
países, la enseñanza de inglés u otros
idiomas en las escuelas sería una buena
inversión. Y en cuanto a si no habría que
dedicarle más dinero a la enseñanza del
idioma nacional, para evitar problemas
como el de egresados de la escuela
secundaria que escriben con errores
ortográficos, el ministro de Educación
chileno, Bitar, me dijo que «no creo que
los chilenos estemos imposibilitados de
caminar y mascar chicle al mismo
tiempo. Se puede estudiar español,
ciencias e inglés al mismo tiempo».
Es probable que así sea, concluí tras
escuchar a varios expertos. Cualquier
persona que haya viajado a Suecia,
Holanda o Dinamarca puede constatar
que la gente es capaz de hablar
perfectamente dos, tres y hasta cuatro
idiomas, si los empieza a estudiar de
niños. Y en varios países en vías de
desarrollo ocurre lo mismo: en la isla
caribeña de Curaçao, o en las
poblaciones negras de habla inglesa de
Nicaragua y Honduras, me encontré con
gente que vive en las condiciones más
precarias y es perfectamente bilingüe,
sin mayores problemas. Y si los chinos
van a aprender inglés, no hay razón por
la cual millones de latinoamericanos que
crecieron viendo películas de
Hollywood, cantando canciones de rock
y explorando sitios de habla inglesa en
Internet no puedan hacerlo.
Por qué los asiáticos
estudian más
Quizá de todas las personas que conocí
en China, la que más me impresionó fue
Xue Shang Jie, un niño de 10 años que
encontré en una visita a otro instituto
privado de inglés, la escuela Boya. Tras
entrevistar al director de la escuela,
había pedido observar una clase, y me
habían permitido entrar en un aula. Eran
como las seis de la tarde, y una docena
de niños estaba tomando clases después
de su horario escolar. En la primera fila,
había unos diez chicos sentados en sus
pupitres. Atrás, en el fondo del aula,
estaban sentados varios hombres y
mujeres que obviamente eran los
abuelos, y estaban leyendo o haciendo
crucigramas para matar el tiempo.
Cuando el director de la escuela
abrió la puerta y me presentó como un
visitante de los Estados Unidos, hubo
sorpresa generalizada, risas y gestos de
bienvenida por parte de la profesora.
Me senté, presencié la clase, y al poco
rato me llamó la atención un niño en
particular. Estaba en la primera fila,
tenía unos anteojos enormes, se
expresaba en inglés admirablemente
bien y desbordaba buen humor. No me
extrañó que, al finalizar la lección, me
dijeran que Xue era el mejor alumno de
su clase en la escuela, y que estaba
tomando clases privadas de inglés y
matemática después de horas para
mejorar aun más sus calificaciones y
poder competir en olimpíadas
estudiantiles internacionales.
¿Qué quieres ser cuando seas
grande?, le pregunté a Xue más tarde,
conversando en el pasillo. «Un cantante,
quizá», me dijo el niño, encogiéndose de
hombros y riéndose, mientras sus
compañeros festejaban su respuesta y
bromeaban sobre su futuro en el show
business. Tras sumarme a la
celebración, le pregunté a qué se
dedicaban sus padres. Por el dominio
que tenía del inglés, supuse que era hijo
de diplomáticos que habían vivido en el
extranjero, o que provenía de una
familia acomodada que le había
contratado clases particulares desde
hacía varios años. Pero me equivocaba.
Xue me contó que su padre era un
militar del Ejército Popular de
Liberación, las fuerzas armadas de
China, y su madre era una empleada. Por
la descripción que hizo de su familia, y
por lo que me corroboraron más tarde el
director de la escuela y el asistente
chino que me acompañaba, la familia de
Xue era de clase media, o media baja.
¿Cómo es un día típico de tu vida?,
le pregunté a continuación. Él me contó
que se despertaba a las siete de la
mañana, entraba a la escuela a las ocho,
y tenía clases hasta las tres o cuatro de
la tarde, según el día de la semana.
Después, hacía sus deberes en la escuela
hasta las seis, cuando venía a buscarlo
su padre. ¿Entonces, puedes ver
televisión por el resto del día?, le
pregunté, asumiendo que ése era el caso.
«Sólo puedo ver televisión 30 minutos
por día», respondió, sin abandonar su
sonrisa. «Cuando llego a casa, toco el
piano, y hago más deberes, hasta eso de
las siete y media de la noche. Entonces,
veo televisión media hora, y me acuesto
a eso de las nueve». Pero eso no era
todo: una tarde por semana, después de
la escuela, y los domingos por la tarde
tomaba clases particulares de inglés en
la escuela Boya. Y los sábados por la
tarde, durante dos horas, tomaba clases
de matemática y chino en el mismo
instituto privado. ¿Y te gusta estudiar
tanto?, le pregunté, intrigado. «Sí», me
contestó, sonriendo de oreja a oreja. «Es
muy interesante. Y si estudio mucho, mi
padre me regala un juguete[46]».
El caso de Corea del
Sur
La obsesión por el estudio no es un
fenómeno que se da sólo en China, sino
en toda Asia. Al igual que en China, los
niños en Corea del Sur, Singapur y
varios otros países de la región estudian
casi el doble de horas diarias que los de
los Estados Unidos o de América latina.
En Corea del Sur, el promedio de horas
de estudio diarias de los alumnos de
primaria es de diez horas, el doble que
en México, Brasil o la Argentina. Jae-
Ho Lee, un niño coreano de 14 años,
tiene una disciplina diaria casi militar:
sale de su casa a las siete de la mañana,
llega a la escuela media hora antes del
inicio de las clases para repasar las
lecciones del día anterior, y regresa a su
casa a las cuatro de la tarde. Y después,
toma cursos particulares de inglés y
matemática, no porque se esté quedando
atrás en estas asignaturas sino, por el
contrario, para mantener su alto puntaje.
«Quiero seguir estando en los primeros
puestos de mi clase, porque de eso
depende mi futuro», le dijo el niño a la
revista brasileña Veja, que le dedicó una
portada al fenómeno de la educación en
Corea del Sur[47].
Según el Ministerio de Educación de
Corea del Sur, el 80 por ciento de los
niños estudian por lo menos diez horas
diarias, y el 83 por ciento toma clases
complementarias de matemática o
ciencias. La revolución educativa ha
permitido aumentar el porcentaje de
estudiantes universitarios del 7 por
ciento de la población general en 1960
al 82 de la actualidad.
Comparativamente, la mayoría de los
países latinoamericanos tienen un 20 por
ciento de sus jóvenes estudiando en la
universidad, y en muchos casos menos.
Y mientras un 30 por ciento de los
graduados universitarios coreanos se
diploman en Ingeniería, el promedio de
egresados en esa disciplina en América
latina es del 15 por ciento[48].
En Corea del Sur, hace años que la
enorme mayoría de las escuelas tienen
pizarrones electrónicos —como los que
acaba de adoptar México— en los que
los profesores muestran películas para
ilustrar sus lecciones. Además, tienen
salas de computación conectadas a
Internet con banda ancha, y los maestros
ganan un salario medio equivalente a 6
mil dólares mensuales, seis veces más
que sus equivalentes latinoamericanos.
«Es una carrera que confiere mucho
estatus», señaló el artículo de Veja. En
efecto, una encuesta de la Universidad
Nacional de Seúl reveló que, para las
mujeres coreanas, los profesores son
vistos como «el mejor partido para
casarse»: tienen un buen salario, empleo
estable, vacaciones largas y les gusta
tratar con niños. Y tienen condiciones de
trabajo excelentes, que incluyen
dedicación exclusiva y cuatro horas
diarias —pagas, por supuesto— para
preparar sus clases y recibir a los
estudiantes. La educación en Corea se
toma tan en serio, que hasta los
profesores de jardín de infantes
necesitan un diploma universitario[*].
En términos generales, los
economistas coinciden en que la apuesta
coreana a la educación ha pagado con
creces: gracias a la avalancha de
inversiones internacionales para
aprovechar la mano de obra calificada,
Corea pasó de tener un ingreso per
cápita equivalente a la mitad del de
Brasil en 1960, a uno de tres veces más
que aquél actualmente[49].
¿Por qué estudian más los jóvenes
asiáticos? La respuesta más común que
escuché en China cuando hice esta
pregunta es que no se trata de un
fenómeno reciente, sino la continuación
de una tradición histórica que viene de
las enseñanzas del filósofo Confucio,
quien ya difundía valores como la
dedicación al trabajo y al estudio en el
siglo V antes de Cristo. Confucio decía:
«Si tu objetivo es progresar un año,
siembra trigo. Si tu objetivo es
progresar diez años, siembra árboles. Si
tu objetivo es progresar cien años,
educa a tus hijos». La fiebre del estudio
había quedado relegada durante la
Revolución Cultural china, pero volvió
con toda la fuerza a partir de las
reformas económicas de los años
ochenta, cuando —como me lo había
hecho notar Zhou, el vicedirector de la
New Oriental School en Beijing— las
nuevas empresas privatizadas
comenzaron a exigir un nivel académico
superior a quienes buscaban empleo.
Sin embargo, en China existe otro
motivo clave que explica la fiebre por el
estudio, que no sería deseable imitar en
el resto del mundo: la política del hijo
único. Desde la década del setenta, las
parejas sólo pueden tener un niño, y
quienes tienen más de uno deben pagar
impuestos altísimos por su segundo hijo.
Eso hace que cada niño o niña —más
los varoncitos que las mujercitas, por
cierto, ya que los bebés de sexo
masculino son recibidos con mucha
mayor alegría que los de sexo femenino
— sea el centro de atención y las
expectativas de progreso de sus dos
padres, sus cuatro abuelos y sus ocho
bisabuelos, cuando los hay. En China,
como en pocos otros países, toda la
atención de la familia extendida está
centrada en un hijo. «Somos un país de
pequeños emperadores y pequeñas
emperatrices», me dijo una guía de
turismo en Beijing. Y eso se traduce en
una presión social de padres y abuelos
sobre los jóvenes para que estudien.
«Toda la familia ahorra para que el niño
pueda estudiar en las mejores
universidades y pueda conseguir un buen
empleo», me explicó Zhou. «Aquí
tenemos un refrán que dice: hijo único,
esperanza única, futuro único». Eso
explica por qué tantas familias envían a
sus niños a cursos particulares de inglés
después de hora, o ahorran toda la vida
para mandar a sus hijos a universidades
en los Estados Unidos.
Y el otro factor propio de la cultura
asiática es que los jóvenes deben
estudiar más desde muy niños, por el
simple hecho de que mientras la mayoría
de los idiomas occidentales tienen
alfabetos de 26 o 27 letras, varios
idiomas orientales tienen unos 22 mil
caracteres, aunque hacen falta unos 2500
para tener un conocimiento básico del
lenguaje, y unos 5 mil para leer un
periódico. Los chicos asiáticos
comienzan a aprender los caracteres de
su idioma mucho antes de entrar en
primer grado. El jardín de infantes ya es
un curso intensivo de escritura. «Cuando
los niños entran en primer grado, ya
deben estar familiarizados con unos 2
mil caracteres», me dijo Chen Quan, un
profesor en Beijing. El aprendizaje es
tan difícil, que los padres y abuelos se
pasan horas los fines de semana
enseñando a dibujar los caracteres a sus
hijos y nietos. De manera que cuando
entran en la escuela primaria, los
estudiantes ya tienen una disciplina de
estudio muchísimo mayor que la de los
niños norteamericanos o
latinoamericanos. De allí en más, los
asiáticos dan por sentado que deben
estudiar unas diez horas por día. No hay
televisión, ni fútbol, ni fiesta que valga.
La cultura de la
evaluación
Existe un consenso cada vez mayor entre
los expertos internacionales en
educación en que la mejor receta para
mejorar el nivel educativo de los
jóvenes no es simplemente invertir más
dinero en las escuelas, ni aumentar las
horas de estudio, ni reducir el número
de estudiantes por aula, sino crear una
cultura de la evaluación que obligue a
los estudiantes a superarse cada vez
más. Si fuera una cuestión de dinero,
China y Corea del Sur, cuyos gobiernos
le destinan mucho menos dinero a la
educación que otros países, deberían
estar entre los más atrasados del mundo
en la materia. Y tampoco es una cuestión
de horas de clase ni de tamaño de los
grupos, ya que varios países como
Noruega y Austria, con una gran
diferencia en estos parámetros, alcanzan
los mismos resultados en exámenes
estandarizados. Sin embargo, hay una
constante: la mayoría de los países
cuyos alumnos resultan bien
posicionados en los estudios
comparativos son los que realizan
rankings de sus estudiantes, sus
profesores y sus escuelas. O sea, los que
fomentan una cultura de la competencia,
en la que el sistema educativo debe
rendir cuentas constantemente ante el
gobierno y ante los padres.
Zhu Muju, la alta funcionaria del
Ministerio de Educación que entrevisté
en Beijing, me dijo que los maestros en
China hacen rankings de las notas que
sacan los alumnos de sus clases, y las
ponen en la pizarra para que todos las
vean. «Los estudiantes chinos son muy
buenos en los exámenes, porque están
acostumbrados desde muy chicos a que
los evalúen desde el primero hasta el
último de la clase. Eso hace que sean
muy competitivos y se esfuercen por ver
cómo mejorar sus notas para subir en la
lista», dijo Zhu. La funcionaria agregó
que «nosotros en el gobierno no
alentamos esta práctica de hacer
rankings», pero era claro que tampoco
la estaban desalentando. Lo mismo con
los rankings de las universidades,
agregó: estimulan a que las
universidades se superen, y permiten al
Estado evaluar los resultados de su
inversión en educación.
Para Jeffrey Puryear, el experto en
educación internacional del Diálogo
Interamericano en Washington D. C., los
países con rezagos educativos deberían
adoptar tres objetivos básicos, además
de una mayor participación de los
padres en la educación de sus hijos: la
aplicación de estándares más exigentes
desde la escuela primaria, la evaluación
de los estudiantes, y el sistema de
rendición de cuentas de profesores y
directores de escuela. Sobre este último
punto, señaló que «los productores de la
educación tienen que rendir cuentas ante
alguien, tal vez los padres de familia, o
la sociedad en general. No se puede
permitir que hagan cualquier cosa, y que
no existan consecuencias para su
desempeño»[50]. Según Puryear, «en los
sistemas educativos latinoamericanos
prácticamente no hay consecuencias.
Pueden existir profesores bueno o
malos, pero eso no importa, ya que no
hay ninguna diferencia en cómo son
tratados: un maestro no pierde su trabajo
por un mal desempeño, ni gana más por
su buen desempeño». En varios países
de Asia, al igual que en Nueva Zelanda,
Australia y Holanda, se han hecho
reformas educativas para incentivar la
rendición de cuentas y la evaluación de
los estudiantes y sus escuelas, con
excelentes resultados, agregó. «En
América latina se consideró prioritaria
la cantidad, pero no la calidad. Y eso es
un grave problema», concluyó.
Sin embargo, aunque muchos
ministros de Educación
latinoamericanos están de acuerdo en
que los países que adoptaron una cultura
de la calidad mejoraron sus sistemas
educativos, la mayoría considera que
dichas reformas son un privilegio para
países más desarrollados. Filmus, el
ministro de Educación argentino, me
dijo que «el problema nuestro con los
rankings es que muchas veces terminan
defendiendo no la capacidad, ni la
calidad, sino el nivel socioeconómico».
En la Argentina hay enormes
desigualdades sociales, que hacen que
los jóvenes vayan a escuelas primarias y
secundarias de calidades
diametralmente opuestas y lleguen a la
universidad con niveles de preparación
muy distintos. «Si el chico no fue al
jardín de infantes, después fue a una
pésima escuela básica, y después fue a
una escuela media donde no se estudia,
va a estar en desventaja con otro que va
a un muy buen jardín de infantes, y
después fue a una muy buena escuela
bilingüe privada… Entonces, la
pregunta es cómo nivelar», dijo. Y la
forma de nivelar, según Filmus, no es
implementando un examen de ingreso
drástico en las universidades que
castigue a los menos privilegiados, sino
dándoles cursos adicionales en la
secundaria para capacitarlos, y un curso
de ingreso en la universidad para
posibilitarles ponerse al día. Sin
embargo, el ministro coincidió en que su
país se beneficiaría de una mayor
cultura de la evaluación. «Acá en la
Argentina tenemos un retraso en ese
sentido. En los últimos treinta años no
ha habido una cultura de la excelencia,
ni del esfuerzo, ni del trabajo. Tenés un
desarrollo y una cultura que está mucho
más vinculada a lo que los argentinos
llaman el zafe, o sea, pasar de grado,
que al éxito basado en el esfuerzo, el
trabajo y la investigación. El tema es
cómo introducir la cultura de la
calidad», afirmó. Las actuales
autoridades argentinas habían decidido
que la mejor manera de hacerlo era
empezando por la evaluación y
acreditación de las carreras
universitarias. No se trataba de una mala
estrategia. Pero, al igual que en México,
se estaban estrellando contra una
muralla de hierro en la universidad más
grande del país.
«Snuppy» y el futuro
del mundo
Dos noticias recientes, una proveniente
de Corea del Sur y otra de China,
pueden darnos una idea del
extraordinario rédito económico que
sacarán los países asiáticos de su
inversión en educación, ciencia y
tecnología. A fines de 2005, el profesor
Hwang Woo-suk y su equipo de quince
científicos de la Universidad Nacional
de Seúl se adjudicaron la primera
clonación de un perro en la historia.
«Snuppy», un cachorro afgano que
cuando fue presentado al mundo ya tenía
catorce semanas de vida, fue citado
como un hito científico, aunque
denuncias de posible fraude por parte
del científico posteriormente pondrían
en duda semejante logro. En los diez
años previos, se habían clonado
exitosamente en varias partes del mundo
ovejas —como la famosa «Dolly»— y
otros animales como ratones, vacas,
cerdos y cabras. Pero nadie había
logrado clonar un perro, uno de los
mamíferos más parecidos al hombre.
Una empresa de los Estados Unidos,
Genetic Savings & Clone, había
invertido 19 millones de dólares en los
últimos siete años en la clonación de un
perro, sin resultado. El laboratorio de la
Universidad Nacional de Seúl le ganó
de mano. Al margen del debate ético
sobre la clonación, lo cierto es que será
un fenómeno imparable, que cambiará
totalmente la medicina moderna tal
como la conocemos, y dará lugar a una
industria biotecnológica que muy
probablemente se convierta en el motor
de la economía mundial de las próximas
décadas. Los científicos confían en que
a través de la clonación se encontrará la
forma de reparar tejidos humanos
lesionados, como el corazón, e incluso
reemplazar orejas, narices y otros
órganos dañados.
«Los coreanos se han convertido en
una verdadera potencia digna de ser
reconocida en materia de clonación e
investigaciones de células madre»,
comentaba un editorial de The New York
Times poco después del anuncio[51].
«Este equipo (coreano) fue el primero
en clonar embriones humanos y
extraerles células madre, y ahora es el
primero en clonar un perro, lo que quizá
sea la mayor hazaña en la clonación de
mamíferos. El centro de gravedad en la
clonación y la investigación sobre
células madre podría estar
desplazándose hacia otros países,
mientras las investigaciones en los
Estados Unidos están siendo frenadas
por tabúes (políticos) y restricciones
financieras (del gobierno de Bush)».
Aunque todo hace prever que los
conservadores en la Casa Blanca pronto
darán marcha atrás en sus reservas a las
investigaciones de células madre y
Estados Unidos será el país líder de la
medicina genética del siglo XXI, estará
lejos de tener un monopolio en la nueva
industria.
Casi al mismo tiempo que el
profesor Hwang anunciaba la clonación
de «Snuppy» y salía en las primeras
planas de todo el mundo —además de
afianzarse como el ídolo nacional de
Corea, donde es más venerado que
cualquier jugador de fútbol—, se dio a
conocer otra noticia proveniente de
China, que pasó mucho más inadvertida.
Sin mucha fanfarria, con el perfil bajo
que los caracteriza, los chinos
exportaban su primer automóvil a
Europa. Se trataba de una camioneta 4x4
de cinco puertas parecida al jeep
Cherokee, fabricada por Jiangling
Motors Group, que arribó al puerto
belga de Antwerp, como parte de un
primer embarque de unos doscientos
vehículos que se venderán a unos 22 mil
dólares cada uno. Pocos días después,
llegaba a Europa el primer embarque de
ciento cincuenta automóviles Honda
producidos en China, bajo el nombre de
Jazz. Los distribuidores chinos
esperaban vender unas 2 mil camionetas
Jiangling y unos 10 mil Honda Jazz en
Europa en los doce meses siguientes[52].
Casi todos los vehículos de
exportación chinos venían de
Guangzhou, el centro industrial que se ha
convertido en un paradigma de la
globalización: las terminales de su
aeropuerto fueron construidas por una
empresa norteamericana, los puentes que
llevan a los pasajeros a los aviones son
de una compañía holandesa, y su torre
de control está operada por una firma de
Singapur. En las fábricas automotrices
de Guangzhou, los trabajadores ganan
alrededor de 1,50 dólares la hora,
comparado con 55 dólares la hora de
sus contrapartes en los Estados Unidos.
Sin embargo, una buena porción de las
operaciones funcionan con robots,
creados y supervisados por ingenieros
chinos. No hay que ser un genio para
sospechar que, muy pronto, los
automóviles chinos conquistarán los
mercados más grandes del mundo, como
en las últimas décadas lo hicieron los
japoneses.
El debut de China como exportador
de automóviles es un ejemplo de cuán
rápido los chinos están saltando etapas,
y pasando de ser exportadores de
baratijas a vendedores de productos
mucho más sofisticados. Y ahí es donde
los países latinoamericanos corren los
mayores riesgos de quedarse cada vez
más atrás, como productores de materias
primas librados a la suerte de los
precios internacionales de lo que
extraen del suelo, en lugar de entrar en
los mercados más grandes del mundo
con productos de mayor valor agregado
y ventajas comparativas. Como señaló
el expresidente brasileño Cardoso en las
primeras páginas de este libro, el
desafío para las naciones
latinoamericanas será aun mayor a partir
de 2007, cuando los países asiáticos
pongan en marcha el bloque de libre
comercio más grande del mundo,
integrado por China y los países de
ASEAN. Integrando sus cadenas
productivas, y aprovechando su mano de
obra calificada y barata, el bloque
asiático será un competidor formidable
en la lucha por ganar cuotas de mercado
en los Estados Unidos y Europa, los más
grandes del mundo.
Sin embargo, «Snuppy» y las nuevas
plantas de camionetas de exportación
chinas en Guanghzou, lejos de asustar a
los países latinoamericanos, deberían
movilizarlos a ponerse las pilas. El tren
del progreso avanza, y el que no se sube
se queda cada vez más atrás. Y hay
ejemplos promisorios en América latina
que demuestran que nuestros países
pueden competir produciendo bienes de
alto valor agregado. La empresa
brasileña Embraer ya se ha convertido
en una líder mundial en la fabricación de
aviones intermedios, de unos 110
asientos, que está vendiendo a
compañías aéreas como JetBlue de los
Estados Unidos, Air Canada, Hong Kong
Express Airways y Saudi Arabian
Airlines, logrando ventas anuales que
superan los 3400 millones de dólares.
Embraer recientemente firmó un contrato
con el Departamento de Defensa de los
Estados Unidos para la venta de aviones
de reconocimiento por un valor
potencial de 7 mil millones de dólares
en los próximos veinte años. En México,
la cervecera Corona y la cementera
Cemex están ganando mercados en todo
el mundo. En Costa Rica, las
exportaciones de microprocesadores de
la fábrica de Intel ya representan el 22
por ciento de las exportaciones totales.
En Chile y la Argentina, se están
exportando cada vez más variedades de
vinos a todas partes del planeta.
Por ahora, estos y otros casos son
excepciones a la regla. Las mayores
corporaciones latinoamericanas, como
observamos antes, siguen vendiendo
materias primas, sujetas a los vaivenes
de los mercados internacionales y a los
precios cada vez más bajos de todo lo
que sea ajeno a la economía del
conocimiento. Sin embargo, bastarían
unas pocas reformas relativamente
sencillas para que los países
latinoamericanos atrajeran inversiones
masivas y despegaran tan rápido como
lo hicieron Irlanda, España, la
República Checa, China, India y los
Tigres Asiáticos. Con un marco legal
que ofrezca mayor seguridad jurídica —
ya sea producto de un acuerdo
supranacional o de consensos internos—
y una cultura de mayor competitividad
comercial, educativa y científica con el
resto del mundo, los países
latinoamericanos podrían vencer la
pobreza y aumentar el bienestar de la
noche a la mañana. Los ejemplos de los
países que funcionan están a la vista.
Los que no quieren verlo, es porque
están más interesados en vender teorías
conspirativas e ideologías huecas para
su propio beneficio que en reducir la
pobreza.
Epílogo