La Ética - Una Apuesta Por La Persona
La Ética - Una Apuesta Por La Persona
La Ética - Una Apuesta Por La Persona
LA ÉTICA:
UNA APUESTA POR LA PERSONA
“La tarea moral –escribe José Luis Aranguren– consiste en llegar a ser lo que se puede ser con lo
que se es”. Y esto es así –añade– porque, como dice Zubiri, las personas somos “agentes”,
“autores” y “actores” de nuestros actos. Una educación que merezca tal nombre debe tener en
cuenta estas enseñanzas éticas, que vienen a considerar a la persona como la verdadera
protagonista de su vida y de su hacer moral, porque tiene la encomienda de construir su propia
vida, algo que es imposible que otros realicen en su lugar. Tal concepción de la vida ética, cuyo
núcleo se resume en tomar las riendas de la existencia y en forjarse un carácter o personalidad
moral, no puede sino estar íntimamente relacionada con la idea de vocación, con esa llamada
profunda a la que responde toda vida personal. Y no consiste la vocación en otra cosa que en una
llamada a ser auténticos, a ser nosotros mismos, a ser quien cada uno está llamado a ser, desde
esa intimidad que singulariza y diferencia a cada persona, porque cada hombre y cada mujer
somos una riqueza particular. En ello consiste precisamente el valor profundo del propio yo,
como indica, por ejemplo, Kierkegaard, al afirmar que “el hombre es espíritu”.
DESCRIPTORES
ABSTRACT
“The moral task –according to Jose Luis Aranguren - consists of becoming what you can be with
what you are”. And this is so, he adds, because, as Zubiri says, people are the “agents”,
“authors” and “actors” of their own acts. An education worthy of its name should take into
account these ethical teachings that consider human beings as the true protagonists of their own
lives and moral doings, with a duty to construct their own lives; something that nobody else can
do for them. This concept of ethical life, which centres on taking control of one’s own existence
and in forging a character or moral personality, must by definition be closely linked to the idea of
vocation and the calling that all personal lives answer to. Vocation consists mainly of a call to be
authentic, to be ourselves, to be the person that each of us is called to be, from within the
intimacy that makes each person different from another, because each of us has a distinctive and
particular richness. This is what a deep value of oneself is about, as Kierkegaard affirms, “the
human-being is spirit”.
The option of teaching ethics at university level should be done from the perspective of a holistic
education of the human-being, because every human-being is a value, and an absolute value, the
greatest one.
KEY WORDS
Estas palabras de Søren Kierkegaard quieren iniciar una reflexión sobre la persona y el sentido de
la ética como disciplina que puede ayudar a los estudiantes a descubrir su propio yo. Pero, ¿tiene
el hombre de hoy alguna necesidad de descubrir ese yo? ¿Acaso no está ya demasiado orquestada
por todos los medios de comunicación y por la sociedad entera esa centralidad del yo, la
ambición y el protagonismo a los que todo invita, ese individualismo tan flagrante, que se
transforma de inmediato en egoísmo, vaciado de valores verdaderamente morales?
Sin embargo, las obras que Aristóteles escribió sobre ética, pero también el paso del tiempo,
habrían de dar a nuestra disciplina un nuevo significado, más relacionado con el carácter del
hombre, con el carácter que cada cual va acuñando poco a poco, a base de acciones y de hábitos.
De manera que cada persona llega a forjarse, como hace ver Aristóteles, una segunda naturaleza,
ésta de orden moral, que vendrá a añadirse a esa primera naturaleza humana, todavía
perteneciente al ámbito de lo corporal o biológico. Según estas notas, como muestra con claridad
Aranguren a lo largo de su Ética (1958), la moral del hombre no consiste en otra cosa que en ir
adquiriendo un modo particular de ser que se hará singular y genuino en cada persona, porque
consiste precisamente en el descubrimiento paulatino del propio yo y del particular porqué de
cada vida humana.
De todos es conocido que la palabra moral no es sino la traducción latina de la palabra griega que
da origen a ética, aunque aún sigamos ignorando el porqué de tal transformación lingüística que
hace que la expresión latina sea tan distinta en apariencia de la forma griega. Así pues,
etimológicamente hablando, ética y moral vienen a significar lo mismo. Pero para no confundir y
para que sirva de ayuda a la reflexión, que no otra es la razón de los caminos que emprende el
pensamiento, Aranguren atribuye a la moral el campo de la vida y a la ética el de la reflexión, de
modo que a la moral pensada la denomina ética, mientras deja la palabra moral para cuanto tiene
que ver directamente con los actos, con lo vivido iv.
Así las cosas, cada persona experimenta un proceso ético esencial que consiste principalmente en
hacerse a sí misma, en descubrir y en llevar a cabo su particular porqué, en indagar en su propio
proyecto personal, pero elaborándolo, al mismo tiempo. Y en esta tarea o misión viene a consistir
la ética. Por eso, Aranguren presenta la vida humana al modo genuinamente aristotélico, como el
trabajo cotidiano de construirse el hombre esa “segunda naturaleza”. Y lo explica así: “sobre mi
‘realidad por naturaleza’ se va montando una ‘realidad por apropiación’, una ‘realidad por
segunda naturaleza’ que, inseparablemente unida a aquélla, la conforma y cualifica según un
sentido moral. Mi realidad natural es mi propia realidad en tanto que recibida: mi realidad moral
es mi propia realidad, en tanto que apropiada. Porque al realizar cada uno de mis actos voy
realizando en mí mismo mi êthos, carácter o personalidad moral” v. Aranguren concibe, pues, la
ética como un proceso auténticamente humano de elaboración del propio carácter o personalidad
moral. De modo que al consistir cada hombre en “esa distancia que separa el que es del que tiene
que ser” vi, su personal y propia tarea moral no puede ser otra que la de salvar dicha distancia,
para que cada cual pueda llegar a ser –nada más, pero nada menos– quien tiene que ser. Y ¿quién
tiene que ser el ser humano, cada ser humano en particular? Aranguren echa mano aquí de dos
grandes filósofos españoles que fueron sus maestros: José Ortega y Gasset y Xavier Zubiri. Con
el primero reflexionará sobre la idea no por elemental menos valiosa, de la vida como quehacer;
el segundo le proporcionará las bases para considerar la moral como una de las estructuras
centrales del ser humano, dejando así meridianamente claro que el hombre es un ser estructurado
moralmente, lo que supone una marca esencial para la diferenciación entre el ser humano y el
resto de seres vivos, un punto central de la reflexión, que no resulta nada fácil de explicar a los
jóvenes de hoy, imbuidos como están en un ambiente y un clima en el que el naturalismo y, más
gravemente, el darwinismo social, lo están invadiendo todo, con las consecuencias que podemos
apreciar y que a muchos nos llenan de preocupación.
La vida es el principal quehacer del hombre, viene a decir Ortega, puesto que a nadie se le da
hecha su vida. Y si esto es así, la primera tarea del ser humano no puede ser otra que la de vivir,
la de ir construyendo la propia vida, instante a instante, reflexión tras reflexión, acto tras acto. Se
trata de un quehacer fundamental que considerado en toda su amplitud nos encamina de
inmediato hacia otro tema central de la reflexión ética: la vocación. “La esencia del hombre, más
todavía que en su ‘naturaleza’, en lo que ‘tiene’, consiste en su ‘vocación’ y, como alguien ha
dicho, ‘somos nuestra fe’ ” vii. Son palabras de Aranguren, que van más allá de meros
planteamientos antropológicos o psicológicos, porque los sobrepasan en hondura, al entrar de
lleno en la dimensión existencial.
“Hay una vieja noción que es preciso rehabilitar –escribe Ortega–, dándole un lugar más
importante que nunca ha tenido: es la idea de vocación. No hay vida sin vocación, sin llamada
íntima. La vocación procede del resorte vital, y de ella nace, a su vez, aquel proyecto de sí misma
que en todo instante es nuestra vida. Cada hombre, entre sus varios seres posibles, encuentra
siempre uno que es su auténtico ser. Y la voz que le llama a ese auténtico ser es lo que llamamos
‘vocación’” viii.
Para Ortega, el imperativo supremo de la ética viene a coincidir con el de Píndaro: llega a ser el
que eres. El ser humano ha de descubrir el para qué de su vida, y en esas pesquisas personales en
el seno de la propia vida consistirá esencialmente su vivir. Una de las dimensiones centrales de la
persona es la exigencia que aflora desde su interior, instándole permanentemente a buscar un
sentido a su vida. Pero no se trata de un sentido cualquiera, sino de hallar precisamente el que a la
vida de cada persona le es propio... Esto es así porque toda vida personal tiene un porqué, una
razón de ser. Y tiene un porqué porque no hay personas intercambiables, cada persona es única,
exclusiva, irreemplazable... Ya subrayaba con fuerza Emmanuel Mounier que “La persona es lo
que no puede repetirse dos veces” ix. Y es que es precisamente la dimensión personal del hombre,
que radica en esa realidad espiritual que configura y singulariza a cada ser humano, la que otorga
a cada persona esta particularidad exclusiva que es su propio yo. Así, este sentido tan personal,
tan único, de su propia vida, lo irá desentrañando el hombre desde cada acto que realice, en cada
encuentro, en cada vivencia, en los acontecimientos mismos que vayan jalonando su vivir. Esta es
la razón de que Aranguren se refiera a un ethos de la fidelidad a sí mismo, o, lo que viene a ser lo
mismo, a un ethos de la autenticidad. Y es en el pensamiento de Ortega donde encuentra el apoyo
más sólido para esta orientación de la ética.
En 1958, el mismo año en que apareció su Ética, publicaba Aranguren un librito titulado La ética
de Ortega, una obra poco conocida, pero que habría de jugar un papel importante en el momento
de su publicación, debido a ciertas polémicas de entonces. En estas pocas páginas muestra
Aranguren cómo la ética del filósofo madrileño consiste precisamente en una ética de la
vocación, basada sobre todo en poner de relieve la autenticidad de la vida humana, esto es, la
exigencia de ser fiel a sí misma que cada persona experimenta en su interior. No podemos dejar
de anotar aquí, por más que resulte obvio entre nosotros, que todo hombre y toda mujer son, antes
que nada, personas. Es menester dejarlo claro porque en el campo de la filosofía moral proliferan
hoy planteamientos donde se desvinculan estratégicamente los conceptos “hombre” y “persona” x.
Siguiendo la reflexión de Aranguren en torno a la ética de Ortega, hay que distinguir entre
“vocación personal”, propia de todo ser humano, y “vocación profesional”, orientada esta última
a la particularidad del ejercicio de esta o aquella profesión, que ha de ser vocacionalmente vivida.
Pero sin quitar ninguna relevancia a la vocación profesional, es importante destacar la centralidad
de la vocación personal en la vida de todo hombre y de toda mujer. Es preciso hacerlo, porque la
gran especialización profesional que hoy vivimos, a demanda de una sociedad cada vez más
compleja, presenta necesidades urgentes que suelen resolverse casi siempre en detrimento de los
planteamientos clásicos. El problema surge cuando la respuesta a dichas necesidades pasa por
suplantar la ética clásica, cargada siempre de gran vigencia existencial, por las diversas
deontologías o éticas profesionales. Esto es lo que se está llevando a cabo hoy en gran medida,
creyendo que así se solucionan tantos problemas éticos como se presentan en un mundo
altamente especializado y complejo; mas lo que se consigue en no pocos casos no es sino
despedazar el campo de la reflexión en profundidad, que ha sido siempre el de la ética,
troceándolo en muchas parcelas: las de las éticas aplicadas o deontologías. Con esta práctica, los
códigos que regulan las diversas deontologías profesionales –y que tienen gran importancia,
desde luego, en sus aplicaciones particulares–, están deviniendo en el gran centro de la ética que
enseñamos en nuestras universidades, en detrimento de la ética clásica o filosofía moral. Me
parece importante advertir de semejante riesgo, ante el que –y esto también conviene subrayarlo–
ya empiezan, afortunadamente, a darse reacciones sensatas de reflexión y de defensa de la ética
clásica. Porque, ¿qué pierde un alumno que estudia sólo éticas aplicadas? Pierde, además de
elementos importantes de cultura general, aspectos fundamentales en el estudio de la persona,
cuestionamientos profundos, así como la consiguiente riqueza existencial que supone una
reflexión más en hondura sobre los entresijos del propio yo. Pues en todo momento nos estamos
refiriendo no al moi haïssable, al “yo odioso”, de Pascal, que tanto se encarga de encumbrar y
resaltar nuestra sociedad, sino a ese yo “kierkegaardiano” que nos hace singulares y únicos ante
la mirada de la Providencia.
Toda persona tiene su propia vocación personal, y es en ella donde se juega la vida; y sólo en el
proceso del descubrimiento de ésta habrá de desarrollar la otra, la vocación profesional (en
algunos casos, ambas vocaciones coinciden con una gran exactitud). La centralidad de la
vocación personal, por ser la primera y más grande tarea del ser humano, es común a las diversas
orientaciones personalistas que ensalzan a la persona y la sitúan en el núcleo mismo de su
reflexión. Aranguren puede considerarse también un pensador personalista xi; por eso se acoge a
esta ética de la vocación, que viene a coincidir en tantos puntos con la de Ortega. Sin embargo, el
mismo Ortega tiende a ver la vocación humana como clásicamente se ha venido entendiendo
desde las concepciones tradicionales de la vocación a la vida sacerdotal y religiosa, es decir,
como una llamada que siente la persona en su hondón interior, en un momento dado y de una vez
por todas. Mientras que el propio Aranguren, en diálogo con Ortega, pone el acento en una
vocación descubierta paulatinamente en el puntual transcurso del vivir: “Sólo al hilo de la vida
concreta de cada cual y de las sucesivas circunstancias, elecciones y actos que la van
configurando, que la van ‘comprometiendo’, cobra perfil definido y cabal esa vocación que,
considerada como ‘llamada’, oída pasivamente, me parece harto abstracta” xii. Esta consideración
de la vida por entero, en su conjunto, es esencial; y más al tratar sobre la vida moral, de la que
hay que destacar esa unidad radical que pretende ser ante todo unidad de sentido, pues la vida
moral de las personas no puede sino ir configurándose a través de la pequeña artesanía cotidiana
de nuestros actos y de nuestros hábitos, contados como fidelidades o infidelidades a ese proyecto
fundamental en que todos consistimos y que hemos de ir desentrañando gradualmente en el
mismo transcurso del vivir.
Presentar la tarea ética como este gran quehacer, como el reto difícil pero apasionante de edificar
una vida auténtica, no deja de ser un aliciente hermoso para nuestros alumnos, como lo es para
cualquier persona consciente de su particular esencia personal. Y es menester cargar esta
reflexión de contenido existencial, para volver a suscitar las preguntas que brotan
espontáneamente en el hombre cuando encuentra terreno abonado para ello. Me refiero a las
grandes preguntas que a lo largo de todos los tiempos se han venido haciendo los seres humanos,
y que son las que configuran a éstos como seres en búsqueda permanente y como conciencias en
atenta inquietud. En la Universidad, tenemos el deber de inquietar y de suscitar las grandes
cuestiones que desde siempre han alimentado toda inteligencia expectante; sería una
irresponsabilidad no colaborar a preparar este terreno en nuestros alumnos. Y qué mejor manera
para entrar en ello que acudir a las fuentes clásicas, y muy especialmente al fecundo pozo del
pensamiento cristiano. En una reflexión sobre la vocación y el sentido de la vida –que son
conceptos equivalentes–, no podemos dejar de interrogarnos en primera persona. Acudamos, por
ejemplo, a San Agustín, maestro en el arte de mirar hacia los propios adentros, y recordemos el
episodio terrible para él de la muerte de su amigo, que con tanta ternura y tanto peso existencial
narra en las Confesiones: “Me había hecho a mí mismo un gran lío y preguntaba a mi alma por
qué estaba triste y me conturbaba tanto, y no sabía qué responderme” xiii... Una de las experiencias
más grandes de su vida, en la que todos podemos sentirnos representados. Pero tal intromisión en
la propia interioridad –necesaria, me atrevo a decir–, sólo desde los interrogantes de la ética
clásica de nuestra tradición se puede promover; difícilmente cabría en la corteza superficial de la
deontología, y menos si tras ella no existe un cuestionamiento serio. Hacerse las grandes
preguntas, y formularlas también en primera persona, conlleva una reflexión personal tan
importante, que se puede afirmar sin ambages que el hombre que de ellas se priva corre el riesgo
de dejar de ser hombre. Y este es el drama de nuestro tiempo, en el que las personas son
acaparadas por mil solicitaciones que sólo invitan a la superficialidad y a la dispersión, como si
en verdad, desde determinadas instancias de poder se pretendiera privar a los seres humanos de
su principal quehacer. Pascal, hombre grande, gran pensador y cristiano cabal, sitúa la tarea de
pensar en el núcleo mismo de la moral: “Trabajemos, pues, en pensar bien. Este es el principio de
la moral”, escribe en sus Pensamientos xiv. ¡Qué no diría Pascal, un buscador tan apasionado en
todos campos del saber y del vivir, y un gran promovedor del bien común, de nuestro mundo y de
tantos jóvenes que son las primeras víctimas del hurto desgraciado de un pensamiento en
hondura! Y las tendencias pedagógicas actuales no parecen acompañar en esta labor principal de
engrosar el pensamiento, de hacerlo más recio y más noble, más sustancial, en orden sobre todo a
lograr un mundo más humano.
Pero además del ejercicio ético del paulatino desvelamiento de la propia vocación y de la
comprensión de la exclusividad de todas y cada una de las vocaciones personales, a la tarea ética
de forjar la propia personalidad moral ha de acompañarle la de descubrir y entender la realidad
inexorablemente moral en la que consiste la persona. En esto sigue Aranguren a Zubiri. Se trata
de mostrar el valor de la persona desde la vía de su responsabilidad y de un compromiso moral
que es inherente a todos sus actos, a todas sus decisiones, aun a las de apariencia más
insignificante. Con Zubiri, Aranguren parte de una concepción del ser humano como inteligencia
sentiente que está volcada en la realidad misma. “Animal de realidades” es el hombre para Zubiri,
porque se enfrenta a las cosas y al mundo sabiendo que son realidad y reconociendo también que
el hombre mismo no deja de ser realidad en la realidad. Tal constatación sólo es posible merced a
la inteligencia. Y Aranguren dirá de esa inteligencia que significa “pura y simplemente que el
hombre, para subsistir biológicamente, necesita ‘hacerse cargo’ de la situación, habérselas
(concepto de ‘habitud’) con las cosas –y consigo mismo– como ‘realidad’, y no meramente como
estímulos. La inteligencia es, pues, primariamente, versión a la realidad en cuanto realidad” xv. Y
así, tras una reflexión pausada y elaborada paso a paso, llega a descubrir Zubiri el concepto de
religación, que encierra una hondura y una grandeza encomiables. Consiste en comprender que
esa realidad en la que se vuelca el hombre es realidad buena, y que a ella está inexorablemente
ligado el ser humano. Y tal imbricación entre la realidad y el bien en que la misma realidad
consiste, brindada al hombre a través del ofrecimiento de sus posibilidades, viene a quedar
completada cuando el ser humano se abre a la realidad como inteligencia sentiente. En la entraña
de esta apertura viene a consistir la religación, que no es sino esta versión constitutiva de la
persona a la realidad, porque la existencia humana no sólo está implantada entre las cosas, sino
también, y sobre todo, vinculada esencialmente a lo real, esto es, religada. Muestra así Zubiri que
la religación es una dimensión formalmente constitutiva de la existencia del hombre, y que
pertenece, más que a la naturaleza humana, a la naturaleza personalizada, porque el hombre
siempre existe como persona. En esta concepción se trasluce la esencial diferencia de abordaje
del vivir que adoptan el ser humano y el animal: el primero no necesita de un equilibrio con el
medio, porque, a diferencia del segundo, no se enfrenta a estímulos, sino que se las ve
directamente con lo real, considerándolo como mundo, como su propio mundo (para el hombre
no hay medio, sino mundo)... Así, en el hacer humano no se da ese “ajustamiento” entre
estímulos y respuestas que sucede en los actos del animal, sino que lo que el hombre ha de hacer
-precisamente porque su complejidad le exige mucho más- es “justificar” todos y cada uno de sus
actos, esto es, dar razones de todos y cada uno de ellos. “La justificación –afirma Aranguren– es,
pues, la estructura interna del acto humano” xvi. Aquí se encierra lo más nuclear y lo más
hondamente humano de la moral, y se ve con claridad cómo la moral o la ética están en el centro
mismo del obrar de la persona, que no puede ser un hacer sin fundamento, sin responsabilidad y
sin compromiso. La estructura moral del hombre es debida a esta esencial demanda de su propio
ser, que pasa por elegir, pero porque su esencia consiste en religación, en versión hacia lo real. Y
aunque con la siguiente idea se avancen algunos pasos, no se puede dejar de señalar la siguiente
afirmación del filósofo donostiarra en Naturaleza, historia, Dios: “… la religación o religión no
es algo que simplemente se tiene o no se tiene. El hombre no tiene religión, sino que, velis nolis,
consiste en religación o religión. Por eso puede tener, o incluso no tener, una religión, religiones
positivas. Y, desde el punto de vista cristiano, es evidente que sólo el hombre es capaz de
Revelación, porque sólo él consiste en religación: la religación es el supuesto ontológico de toda
revelación” xvii. Quedan así equiparadas religación y religión en esta reflexión zubiriana, no sólo
por su misma raíz etimológica, sino ante todo por su misma raíz de sentido.
Pero aquí sólo se pretendía apuntar hacia este horizonte, señalarlo. Lo principal de esta reflexión
estriba en mostrar la radical configuración humana como ser libre, que tiene –por fuerza– que
elegir, pues siempre se presentan ante él muchas posibilidades a las que no puede “ajustarse”
como hace el animal, sino que ha de justificar, dando razones de por qué se decide por unas y no
por otras, y siendo, en una palabra, responsable. Esta viene a ser la dinámica del hacer humano; y
en ningún caso puede quedarse en una estructura abstracta, porque cada elección contiene una
carga existencial que vincula a la persona, desde la raíz, a todas y cada una de las decisiones que
toma. Por eso, la elaboración de la propia vida y la de la forja de cada particular personalidad
moral es la primera tarea –y la más apasionante– que puede llevar a cabo el ser humano. De ahí el
primordial quehacer de vivir y la misión principal de toda persona, que consiste en ir perfilando
la propia vida y en ir desvelando su propia vocación. Así viene a resumirlo Aranguren en un
trabajo posterior a Ética, donde confluyen claramente estas dos líneas esenciales de su
concepción moral del ser humano, que son su estructura moral y su vocación: “El punto de
partida de una ética de la vocación es la profunda idea orteguiana de la vida como quehacer. Al
hombre no le es dada hecha su vida, sino que tiene que hacérsela él en un doble quehacer, el
quehacer de inventarla y el quehacer de ejecutarla. Quehacer que se realiza no de golpe, sino al ir
haciendo uno a uno, desgranando y engranando sucesivamente, los actos que componen la
vida” xviii.
Y también nos corresponde el deber de subrayar que esta tarea de construir la propia vida no
puede llevarse a cabo en solitario, porque somos y nos hacemos con los demás. El individualismo
acecha, incita y acapara, muchas veces desde el mal uso de las nuevas tecnologías. Pero el
hombre es un ser llamado a la relación con sus semejantes, y si bien tiene la misión de descubrir
este yo personal que en lenguaje cristiano equiparamos a ser éste hijo de Dios concreto, no puede
olvidarse de que la persona es un ser esencialmente llamado a vivir el aspecto comunitario de
confraternización con los otros, que para los cristianos viene expresado en las palabras del Padre
nuestro y en el mandamiento del Amor.
Estas palabras de Benedicto XVI extraídas de un texto sobre la realidad de Europa, pueden servir
de colofón a esta reflexión:
“Lo que más necesitamos en este momento de la historia son individuos que, a través de
una fe iluminada y vivida, presenten a Dios en este mundo como una realidad creíble. El
testimonio negativo de cristianos que hablaban de Dios mientras vivían de espaldas a Él ha
oscurecido la imagen de Dios y ha abierto las puertas a la increencia. Necesitamos
hombres que tengan su mirada dirigida a Dios, para aprender de Él el verdadero
humanismo. Necesitamos hombres cuya mente esté iluminada por la luz de Dios y a los que
el propio Dios abra el corazón para que su inteligencia pueda hablar a la inteligencia de
los otros y su corazón pueda abrirse a los demás. Sólo a través de hombres tocados por
Dios, puede el propio Dios volver a habitar entre nosotros” xx.
NOTAS
i
KIERKEGAARD, S. (1969). La enfermedad mortal. Madrid: Guadarrama, p. 47.
ii
Véase: ORTEGA Y GASSET, José. (1986). Ideas y creencias. Madrid: Revista de Occidente en
A. Editorial. El primer capítulo del libro está encabezado por esta frase: “Las ideas se tienen; en
las creencias se está” (p. 23). Y en la p. 26 puede leerse: “No llegamos a ellas [a las creencias]
tras una faena de entendimiento, sino que operan ya en nuestro fondo cuando nos ponemos a
pensar sobre algo”.
iii
Véase: ARANGUREN, J.L.L. (1994). Ética, en Obras completas, volumen 2. Madrid: Trotta.
iv
En el Prólogo a Ética, escribe Aranguren: “Este libro, por ser filosófico, es de moral pensada. Sin embargo, he
procurado mantenerlo siempre muy abierto a la moral vivida, religiosa o secularizada, minoritaria o social, personal
o usual. Creo que este ‘empirismo’, sobre todo si se conjuga con el principal de una fundamentación antropológica y
psicológica positiva, es de una importancia capital” (En el vol. 2 de las Obras completas, p.165).
v
Ibid., p. 217.
vi
Ibid., p. 247.
vii
ARANGUREN, J.L. (1994). Catolicismo y protestantismo como formas de existencia, en
Obras Completas, volumen 1. Madrid: Trotta, p. 229.
viii
Citado en ARANGUREN, J.L. (1994). La ética de Ortega, en Obras completas, vol. 2.
Madrid: Trotta, pp 531-532.
ix
MOUNIER, Emmanuel. (2007). Le personnalisme, Paris : Presses Universitaires de France
(Que sais-je?). p. 42 (La primera edición es de 1949).
x
Es el caso de Peter Singer, entre otros.
xi
DÍAZ, C. (2002). Treinta nombres propios. (Las figuras del personalismo), Madrid: Fundación
E. Mounier, colección “Persona” (nº 3).
xii
ARANGUREN, J. L. (1994). La ética de Ortega. Op. cit., p. 532.
xiii
SAN AGUSTÍN. Confesiones, IV, 4, 9.
xiv
PASCAL, B. (1993). Pensées. París: Librairie Générale Française, p. 162. Brunschvicg, 348.
xv
ARANGUREN, J.L. (1994). Ética. Op. cit., p. 207.
xvi
Ibid., p. 207.
xvii
ZUBIRI, X. (1987). Naturaleza, Historia, Dios. Madrid: Editora Nacional (9ª), p. 430.
xviii
ARANGUREN, J.L. (1997). Obras completas. Vol. 6. Madrid: Trotta, p. 160.
xix
“Cada acto personal se funda en el sistematismo de la vida entera, su importancia depende de
la medida en que el conjunto gravita sobre él y lo hace posible, y es la vocación la que confiere
unidad y unicidad a la persona”, en MARÍAS, J. (1996), Tratado de lo mejor. La moral y las
formas de vida. Madrid: Alianza editorial, p. 161.
xx
RATZINGER, J. (2006). El cristianismo en la crisis de Europa, Madrid: Cristiandad (2ª), pp.
47-48.