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El capitalismo y sus crisis: ¿qué tipo de crisis?

Teresa Montagut
Universitat de Barcelona
[email protected]

Resumen: Este artículo va a tratar de analizar los problemas que presenta el capita-
lismo moderno entrelazando sus diversas dimensiones. La Nueva Sociología Econó-
mica parte del supuesto de que la economía está incrustada —embededdness— en
las relaciones sociales. No puede ser estudiada ignorando el contexto social en el que
se produce. Desde esta perspectiva académica, el capitalismo es más que la lógica de
acumulación de capital bajo el mecanismo de los mercados y, por ello, para analizar el
momento actual debe comprenderse la lógica de su evolución histórica y entrelazar los
aspectos económicos con los políticos y sociales.
Palabras clave: capitalismo, mercados, relaciones sociales, globalización.

Abstract: This article aims to analyze the problems presented by the various dimen-
sions of modern capitalismo. The new economic sociology is based on the assumption
that the economy is embedded in social relations. It cannot be studied without taking
the social context into account. From this academic viewpoint, capitalism is more than
the logic of the accumulation of capital under the mechanism of the markets and, there-
fore, if the present moment is to be analyzed, the logic of its historical evolution must be
understood and economic aspects must be linked with political and social aspects.
Keywords: capitalism, markets, social relations, globalization.

Revista Internacional de Organizaciones, nº 7, diciembre 2011, 119–132 119


ISSN: 2013-570X; EISSN: 1886-4171. http://www.revista-rio.org
Teresa Montagut

1. Introducción
El capitalismo está hoy atravesando un momento de turbulencias estructurales.
Para unos se trata de una crisis económica, para otros de una crisis financiera y,
aún para algún otro autor, más bien debería hablarse de una crisis global de la
sociedad. ¿Pueden tan diversas opiniones converger en sus análisis? No es tarea
fácil, ya que cada cual suele hablar desde su propia perspectiva académica, cuando
no incluso circunscrito a un determinado enfoque teórico. Además, la mayoría de
los debates han girado en torno a la economía, y la corriente principal de la ciencia
económica, la teoría neoclásica, por su propia naturaleza es incapaz de aportar más
claridad. Los supuestos en los que basa sus modelos y teorías, que tanto cientifis-
mo le han conferido, impiden precisamente captar la dimensión del fenómeno. De
ahí salen algunas recetas para intentar paliar nuestros males, como por ejemplo la
sugerencia de que si dejamos actuar a los mercados, su lógica va a conducir a reparar
los desajustes que se han venido produciendo. Pero, ¿qué son los mercados? ¿Se trata
de algo mágico que actúa con finalidad propia y con un objetivo específico?
Sin duda alguna la sociología puede —y debe— entrar de lleno en el debate.
Los mercados no son el resultado de acciones entre iguales. En toda acción hu-
mana —y por tanto también en toda relación económica— existe una distribu-
ción desigual del poder. Las transacciones económicas son relaciones que se dan
en un determinado contexto social, caracterizado por la asimetría en el reparto
del poder y de los privilegios, ya sea entre personas, entre instituciones o entre
países. Los mercados están gobernados y responden a los intereses de aquellos
que tienen el poder de manejarlos. El problema es que no se trata de un gobier-
no político —de la polis, de todos o para todos— sino más bien de un gobierno
conducido por la lógica de la acumulación de capital que, aunque la necesite, nada
sabe de la sociedad.
El presente artículo va a tratar de analizar los problemas que presenta el ca-
pitalismo moderno entrelazando sus diversas dimensiones. La Nueva Sociología
Económica parte del supuesto de que la economía está incrustada —embededd-
ness1— en las relaciones sociales. No puede estudiarse ignorando el contexto so-
cial en el que se produce. Desde esta perspectiva, el capitalismo es más que la
lógica de acumulación de capital bajo el mecanismo de los mercados y, por ello,
para analizar el momento actual debe comprenderse la lógica de su evolución
histórica2. Capitalismo y liberalismo van de la mano. Las libertades formales han

1 Concepto que acuñó Polanyi (1957) y que luego Granovetter (1985) reelaboró.
2 Como expresa John K. Galbraith (1992) en su Historia de la Economía: «no se puede entender la economía
sin conocimiento de su historia» (págs. 12). Lo mismo sucede dentro de un determinado modelo o sistema
económico.

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sido necesarias para que los recursos —también los humanos— estuvieran dis-
ponibles dónde, cuándo y cómo la producción lo requería. Hasta ahora, sociedad
liberal y libre mercado o capitalismo es un binomio inseparable. La democracia
liberal es consecuencia del capitalismo, o viceversa. Pero los progresos hacia una
mayor democracia parecen poner en entredicho la capacidad del capitalismo para
asumirlos. El desempleo masivo, el cambio en las formas de producción y de con-
sumo, el dualismo social cada vez más acentuado, las dificultades que atraviesan
las políticas sociales y una creencia generalizada en la falta de alternativas es el
triunfo de la idea «de lo inevitable». David Anisi escribía sobre la crisis de 1973
del siglo xx que lo que entró en crisis no fue más que la recuperación del capita-
lismo, que al encontrarse con el auge sin precedentes de su gran y poderoso ene-
migo —la democracia— la hace retroceder, sustituyéndola por un «novedoso»
auge del mercado (Anisi, 1998: 40-41). Todavía estamos hoy en ese eslabón.

2. El sistema capitalista
El capitalismo no es sólo un sistema económico. Es un sistema social, político
y económico que se ha ido desarrollando durante los últimos siglos y, como tal
sistema social, ha ido integrando, a la vez que produciendo, los diversos cambios
sociales.
Entender el capitalismo como un sistema social remite a comprender la eco-
nomía como una faceta (un aspecto) que evoluciona formando parte del desa-
rrollo de las sociedades. La economía está incrustada en las relaciones sociales,
no puede estudiarse de manera aislada. Por ello, para analizar los problemas que
padece hoy el capitalismo se hace menester entender las transformaciones, socia-
les y políticas, que se han producido en los dos últimos siglos. No es lo mismo
el capitalismo del siglo xix que el del siglo xx y, muy probablemente, no será lo
mismo el capitalismo del siglo xxi, lo que nos obliga hoy a reflexionar y a espolear
diversos foros sobre su posible —o para otros, deseable— «refundación» o, tal
vez, la búsqueda de un nuevo modelo de crecimiento.
El capitalismo del siglo xix, en el momento del importante despegue de la
industrialización y de las transformaciones que llevó aparejadas, se basaba en la
consideración de que sin ninguna intervención, dejando a los mercados buscar su
propio equilibrio, el propio mecanismo encontraba sus ajustes y posibilitaba que
los distintos actores pudieran enfrentarse a las posibilidades —también a las di-
ficultades— que la libre competencia planteaba. Pronto se vio que el crecimiento
económico no era suficiente para garantizar un desarrollo de las sociedades. Se
evidenció la necesidad de formación o educación para toda la población, por lo

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que empezaron a regularse las primeras leyes de protección de los trabajadores.


En el siglo xx, el capitalismo se transforma. De un libre mercado para todos
los factores, se llega a unos mercados protegidos. Un salto significativo. Polanyi
(1944) describió en su Gran Transformación cómo en los comienzos del capita-
lismo el trabajo, las tierras y el dinero terminaban por convertirse en mercancías
para posibilitar su desarrollo. Sin embargo, un siglo después, la intervención del
Estado para proteger al trabajador y a la naturaleza, y también para garantizar
una cierta redistribución de la riqueza nacional, significó, a su vez, la protección
del propio sistema capitalista. Fue un nuevo modelo, en el cual la economía quedó
supeditada a la política. El quehacer político domesticó a la economía. Así, el es-
fuerzo económico quedaba justificado por la búsqueda de un mundo éticamente
mejor, y al propio tiempo, una mayor igualdad —o integración social— garanti-
zaba el proceso de acumulación del capital. Aparecían los derechos sociales.
Hoy hablamos de derechos, pero no tenían ese mismo significado doscientos
años atrás. Aunque la evolución de los derechos de ciudadanía no es lineal, ya que
depende de diversas variables como el país, el sexo o la etnia, podemos trazar su
evolución de forma analítica. Ser ciudadano significa que, además de ser personas
libres e iguales ante la ley, se está reconocido como sujeto con capacidad política.
El Estado se compromete a garantizar unos niveles mínimos de bienestar y se-
guridad económica que permitan vivir de acuerdo con los estándares de vida que
prevalecen en lo que venimos denominando un Estado del bienestar, etapa en la
que la política social hizo posible que la democracia —junto al desarrollo de los
derechos de ciudadanía— fuera unida al crecimiento sostenido de la actividad
económica.
¿Cuál es la incidencia de la política social sobre el sistema capitalista? Existe
una tensión entre el reconocimiento de la ciudadanía y la estructura desigual de
las sociedades modernas, en la que los derechos sociales mitigan, aunque no eli-
minan, las desigualdades (Montagut, 2010). Redistribuyendo, en cierta medida,
algunos de los recursos se ha intentado mejorar la posición que los más desfavo-
recidos ocupan en el entramado de la estructura social. En este sentido puede ser
interpretada como una política paliativa, que suaviza los destrozos sociales que
la lógica del sistema capitalista provoca en determinados colectivos o personas
con grados de vulnerabilidad, y contribuye a crear sociedades más cohesionadas
que permitan el avance hacia una buena sociedad, o una sociedad donde los ciu-
dadanos, por el mero hecho de serlo, tengan acceso a la oportunidad de ejercer
sus derechos. Este modelo, base de los Estados del bienestar modernos, entró en
dificultades hacia el último tercio del siglo xx. Se inicia con la Crisis del Petróleo,
pero en su devenir inciden muchas más variables, que planteadas conjuntamente

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permiten entender el alcance de las dificultades hoy existentes en aras a la co-


hesión social. Presiones internas y externas a los estados provocaron profundas
transformaciones que han dificultado su continuidad.
Por un lado, en el ámbito interno de los países, el propio modelo de Estado
protector ha venido produciendo importantes transformaciones sociales. Tal vez
la más importante haya sido la revolución silenciosa del siglo xx, como se suele
identificar al cambio de papel de muchas mujeres. El acceso a la educación —en
igualdad de condiciones para jóvenes de ambos sexos— ha venido promoviendo
el cambio de la función tradicional que ejercía la mujer en el seno de las familias
y su entrada al mercado laboral. Ello repercute en las tasas de natalidad, en el in-
cremento de población activa y en las necesidades de la familia que debe atender
el Estado. Otra política social que ha producido efectos muy significativos ha sido
la sanidad. El acceso de la población al sistema sanitario ha posibilitado la pro-
longación de la vida. Hoy, la población mayor de 65 años —que ya no es activa la-
boralmente, y que según nuestro modelo social debe cobrar una pensión y seguir
teniendo acceso a la sanidad— es cada vez mayor, y se va a ir incrementando en
los próximos años. Junto con el decremento de la natalidad, son los dos factores
principales responsables del envejecimiento de las sociedades modernas, fenóme-
no que dificulta cada vez más la solidaridad intergeneracional que representaba
el sistema de la Seguridad Social. Y, por si todo ello fuera poco, hay que añadir
el papel de las nuevas tecnologías, que han permitido a las empresas, mediante
su incorporación a los procesos productivos, recuperar sus tasas de beneficios sin
crear ocupación.
Pero, también por otro lado, se han venido produciendo presiones externas
al modelo, provenientes de la globalización neoliberal que ha repercutido en el
mundo de las ideas. Parece que no hay más alternativa que el neoliberalismo, o
lo que para algunos ha significado «el fin de las ideologías». Pero tal vez tampoco
hubiera sido posible todo ello sin los avances tecnológicos. Las nuevas tecnolo-
gías permiten una conexión al instante entre los ciudadanos de cualquier país del
mundo, lo que, para algunos, traza un camino hacia la homogeneización de las
diversas culturas. El mundo de las ideas es hoy planetario, sólo hay que pensar en
las revoluciones que se están produciendo estos días en numerosos países del área
islámica. El afán de democracia —que supuestamente conlleva el crecimiento
económico— está movilizando las ansias de muchos de sus ciudadanos y derro-
tando los regímenes autoritarios que suponían una rémora para sus libertades.
Pero también representa a comienzos del siglo xxi un nuevo funcionamiento del
sistema capitalista global. El capital está siempre conectado y conoce al segundo
lo que está sucediendo en otra parte del mundo. Las empresas pueden trabajar

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en red situando sus sedes allá donde más les convenga. Pueden elegir dónde crear
o situar sus fábricas, esto es, pueden establecerse allá donde los costes laborales
y de producción son más bajos. En definitiva, ya no crean ocupación dentro de
los Estados-nación. Se ha roto el pacto social que posibilitaba la redistribución
de la riqueza y el papel del Estado como garantía de rentas y protección. Hemos
asistido a la concentración del poder del capitalismo financiero. El cambio de
un capitalismo productivo a un capitalismo especulativo a escala mundial, sin
producción de bienes, sin crear ocupación, constituye un cambio en las relaciones
entre la economía y las instituciones. La economía domina de nuevo la política.
La economía mundializada —su lógica de un libre mercado de capitales— ha au-
mentado las dificultades de gobernanza y de cohesión social en todos los Estados.
Nos encontramos con una economía global que domina —o determina— inclu-
so las políticas nacionales. Y, como fruto de este disloque, hemos asistido además
a una crisis financiera que ha repercutido en todo el sistema y de la que todavía
no se vislumbra la salida.
El capitalismo ha perdido el débil cariz social que había adquirido en la se-
gunda mitad del siglo xx, al presentarse como el poder del dinero sin fronte-
ras. Son los accionistas deseosos de obtener una elevada rentabilidad y no las
inversiones productivas lo que ha espoleado el crecimiento. Estamos hoy lejos
de los análisis de Marx sobre las relaciones de producción en las que se basaba
el sistema capitalista, o las de Weber sobre la ética protestante como la base de
la industrialización. El sistema financiero se ha convertido en el amo y no en el
servidor de la producción. Al mismo tiempo —o quizá por ello—, ha surgido
y crecido una nueva casta de altos directivos y ejecutivos que no se consideran
responsables de las consecuencias de sus decisiones. Su único objetivo es el de in-
crementar el capital. Al ignorar la sociedad, sus actuaciones no tienen escrúpulos.
Se plantea aquí una cuestión moral. Deben su riqueza —y poder— a la sociedad
y no pueden, por tanto, desentenderse de ella, aún más cuando sus acciones están
debilitando o dificultando los niveles de vida de numerosos ciudadanos o incluso
de algunas zonas del mundo. Es necesario un gobierno global para la era global
que ponga freno a esta situación y sea capaz de representar a toda la humanidad.
Es preciso humanizar el capitalismo del siglo xxi.
Por todo ello, hoy es más necesario que nunca la intervención política para
mantener los objetivos de cohesión de nuestras sociedades en un mundo o un
capitalismo dislocado, fruto de la ingeniería financiera de los mercados de ca-
pitales que actúa sin control por parte de las instituciones políticas. Pero esta
cohesión social aparece como un reto con una nueva dimensión. Ya no se trata,
exclusivamente, de fortalecer los lazos societarios con las capas más bajas de la

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estructura social, de integrar a los menos favorecidos. A mi entender, la cohesión


social de hoy depende también, y en gran medida, de cómo se responsabilizan
con la sociedad aquellos que más tienen, de cómo se integran en el compromiso
estas nuevas élites económicas que dominan nuestro mundo. Es decir, tenemos
responsabilidad con los más débiles de la sociedad, pero de forma colectiva tam-
bién tenemos responsabilidades sobre las acciones de los poderosos, aunque no
sepamos cómo incidir en ellas.

3. ¿La necesidad de un nuevo modelo económico… o


de un nuevo modelo social?
En los últimos meses se han venido celebrando sesiones y jornadas de reflexión
acerca de cómo debería ser refundado el capitalismo. Una excelente labor que, a
mi entender, debería ir algo más allá, para ayudar a reflexionar sobre cómo podría
ser refundada la vida democrática dentro del capitalismo3. Una vez más, para
entender el capitalismo no sólo como el fruto de unas determinadas relaciones
económicas, sino como un determinado modelo también político y social.
En esta crisis del capitalismo como sistema se han dado varios tipos de fraca-
sos, como analiza Skidelsky (2009), que provienen del sistema económico y del
sistema político, pero también de los ciudadanos. El primero fue institucional, al
transformarse los bancos en una especie de casinos. El segundo es de tipo inte-
lectual, ya que la economía dominante no fue capaz de modificar su creencia de
que los mercados financieros no podían equivocarse. El tercero es más bien un
fracaso de tipo moral, ya que hemos venido construyendo un sistema sobre una
deuda desorbitada, donde gobiernos y ciudadanos han valorado el crecimiento
económico como un bien en sí mismo, y no como un medio para conseguir una
sociedad mejor.
Un importante reto, que tenemos planteado en todas las sociedades, y de ma-
nera muy importante en nuestro país por los déficits de cultura democrática, es
cómo propiciar la corresponsabilidad en los asuntos públicos por parte de to-
dos los agentes sociales. En el mundo moderno, los conceptos de gubernamental
y público se han entrelazado tanto que, en ciertos contextos, son intercambiables.
Por sector público venimos entendiendo la parte de la actividad económica que es
propiedad y está controlada por el gobierno central o local, así como los sistemas de
provisión de servicios gestionados por las administraciones públicas. Su opuesto, el

3 Mi reflexión aquí se centra en el capitalismo. Dejo de lado, ya que no es el motivo de este texto, la aspiración
o posibilidad de otros sistemas de producción y distribución de la riqueza que pudieran ser considerados más
justos según determinados criterios de justicia distributiva.

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sector privado, será la otra parte de la economía que no está controlada ni es propie-
dad del gobierno, la actividad de la sociedad civil, de sus negocios y de sus vidas «pri-
vadas». Pero público significa también, y con frecuencia, «común», «de todos», y
no necesariamente gubernamental. Desde los clásicos griegos, el ciudadano con
espíritu público o espíritu cívico es aquél que se preocupa de toda la comuni-
dad: es el ideal de ciudadano republicano comprometido con lo colectivo. Un
ciudadano que además de derechos asume unas responsabilidades, unos deberes,
en todos los ámbitos de nuestras relaciones sociales, también en las económicas.
Esta sería la reflexión teórica que permite repensar nuestra sociedad, repensar el
engranaje de las relaciones económicas con las relaciones políticas o colectivas, y
trazar algunos apuntes sobre su porvenir. ¿Cómo volver a vincular la economía y
la política? ¿Cuáles son los retos planteados para refundar nuestras sociedades?
¿Cómo avanzar hacia una nueva cohesión social? A mi entender, estos retos tie-
nen tres dimensiones: (a) recuperar el sentido del crecimiento económico, (b)
recuperar la confianza en el quehacer político y (c) recuperar el compromiso ciu-
dadano.
Destacados autores —economistas, politólogos o sociólogos— han venido
publicando artículos en la prensa diaria que aportan reflexiones sobre algunos
aspectos del momento de incertidumbre por el que atravesamos (Castells, 2010;
Costas, 2008; González, 2008). Con algunas de sus ideas creo que puede cons-
truirse una reflexión más global que sirva para evaluar los principales problemas
de nuestras sociedades, así como alguna posible vía de solución. Desde el punto
de vista analítico, pueden separarse tres grandes esferas —aunque interconec-
tadas entre ellas—: la que atañe a las relaciones económicas, la que atañe a las
relaciones políticas y la que atañe a las relaciones sociales.

3.1 Recuperar el sentido del crecimiento económico.


Parece innegable que es bueno producir riqueza, y a ello contribuye el crecimien-
to económico. Pero eficiencia y equidad —la prosperidad económica y la distri-
bución de esa riqueza generada— son dos elementos inseparables. La cuestión
económica debe ir ineludiblemente conectada con la cuestión política. La econo-
mía es cultura, es decir, valores y creencias que guían nuestro comportamiento,
que incluyen la producción, el intercambio y la distribución de bienes y servicios.
No hay economía independiente de lo que las personas hacemos, pensamos y
sentimos, y por eso se dan recurrentes cambios en las ideas y prácticas sociales.
En la vida social, la colaboración constituye un poderoso motor de beneficios
agregados y, por ello, resulta especialmente importante encontrar marcos que per-

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mitan reconducir los conflictos. En la distribución del poder se produce un juego


de suma cero. Lo que uno gana está en relación con lo que otro pierde, y por tanto
no puede haber una redistribución sin importantes tensiones. Sin embargo, las
relaciones económicas son un juego de suma positiva (Tugores, 2010). Su buen
funcionamiento mejora la posición de todos los actores. A todos ha de interesar
una buena organización económica y social. Suelen presentarse binomios antité-
ticos como el de competitividad-cohesión o eficiencia-equidad. Sin embargo, una
sociedad disfruta de un mayor progreso cuando habla —y practica— en mayor
medida la cooperación y gestiona mejor el conflicto, tratando de hallar los ele-
mentos de complementariedad entre estos binomios. Las cosas marchan mejor si
todos están dispuestos a «arrimar el hombro», y para que esto se produzca se han
de dar las condiciones necesarias. Su posibilidad depende en buena medida de la
sensación de equidad que se perciba, ya sea en el reparto de las cargas y sacrificios
o en las eventuales mejoras que se deriven del esfuerzo de todos. Esto es: ver
quién paga «los platos rotos» y quién «se beneficia» de los ajustes. No se puede
pedir una cultura del esfuerzo sin saber por qué y para quién.
Tal vez deban recuperarse los valores básicos del capitalismo primitivo, aque-
llos que le dan legitimidad social. Por una parte, la cultura del esfuerzo y del
trabajo responsable, con un salario adecuado y una jubilación digna. Por otra, el
principio fundamental de que quien recibe los beneficios también ha de correr
con las pérdidas. Otra vez más se trata de un compromiso entre los distintos
actores sociales. Se reivindica una cultura del esfuerzo, pero cuando se están de-
dicando enormes cantidades de fondos públicos para salvar bancos y empresas,
las reformas sociales —como las del mercado de trabajo y las pensiones— son
percibidas por numerosos ciudadanos con resentimiento y una sensación de in-
justicia, lo que acentúa la pérdida de confianza en nuestros gobernantes.

3.2 Recuperar la confianza en el quehacer político


En segundo lugar se encuentra la función de la política. Para que se comporte
de manera adecuada, es menester recuperar la confianza en los gobiernos. Unos
mercados eficientes son un bien público primordial en las economías modernas.
La paradoja reside en que su eficiencia depende de la intervención de los gobier-
nos. Los poderes gubernamentales deben impulsar, garantizar y proteger como
un requisito esencial para que la potencia de los mercados se traduzca en bienes-
tar social. Combinar ambos tipos de mecanismo (mercado e intervención) es hoy
tan necesario como difícil. No es tarea fácil hallar las políticas que reconduzcan
el crecimiento económico y que sean ampliamente aceptadas por la población.

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Forma parte del arte, además de la ciencia, de las políticas públicas. Del arte de
gobernar y del arte de transformar los valores de las sociedades. Para ello es ne-
cesario un liderazgo institucional y político capaz de promover los cambios ne-
cesarios que mejoren la eficiencia de nuestras instituciones. Un liderazgo capaz
de persuadir y de coordinar las motivaciones de todos los actores sociales. Un
liderazgo que marque el rumbo del cambio, que persuada y que restaure la espe-
ranza en que entre todos los sectores seremos capaces de superar este contexto
(negativo) por el que circulamos.
Tal vez aquí, lo que se necesite sea la política con mayúsculas, la que mira a
los ciudadanos y pone al mercado a su servicio, y no al revés. Regular el mercado
no es sustituirlo, sino enmarcarlo en su función correcta. Por eso esta es la hora
de la política como gobierno de los intereses de los ciudadanos en el espacio que
compartimos en todas sus dimensiones. Son necesarias políticas capaces de or-
denar el sistema financiero y los flujos comerciales. Pero capaces también de di-
señar medidas que permitan fortalecer la cohesión social en todos sus aspectos y
recuperar la confianza en el gobierno de lo público. Tanto a escala nacional como
global: cabe recordar que, si bien la crisis nace de la carencia de gobernanza global
adecuada, y es interés de todos reformar el funcionamiento del sistema, lo cierto
es que ha repercutido también en las gobernanzas nacionales. En un contexto de
falta de confianza en los directivos institucionales y políticos parece necesaria una
labor de pedagogía que permita refundar la vida social y la vida democrática. Y
para ello se necesita la regulación proveniente del Estado, el control público de
las finanzas y, muy especialmente, de los comportamientos especulativos. Deben
producirse cambios en el sistema financiero, recuperar un control político sobre la
economía, tanto en el ámbito de los Estados-nación como a escala mundial. Para
lo primero tengamos tal vez mecanismos más a mano, basados en las elecciones
de gobiernos responsables. Para lo segundo, tal vez deba crearse un mecanismo
mundial capaz de dirigir o coordinar los intercambios financieros internacionales
(por ejemplo, una adaptación de la reivindicada Tasa Tobin para los movimientos
de capitales).

3.3 Recuperar el compromiso ciudadano


El tercer elemento está relacionado con el compromiso ciudadano. Su recupe-
ración pasa por el fortalecimiento del compromiso social, uno de cuyos meca-
nismos es, sin duda, el de la fraternidad. Junto a la necesidad de la política en la
economía, planteamos la necesidad de innovar en la política social. De buscar la
eficiencia de las políticas sociales, no sólo su eficiencia económica sino también

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su eficiencia social; aquí acuden las creencias, normas y valores de la ciudadanía.


En los últimos decenios, y antes de los últimos acontecimientos, el bienestar so-
cial se ha venido convirtiendo en un campo fundamental para la innovación de
las políticas públicas como consecuencia de las transformaciones y dificultades
gubernamentales. Los programas tradicionales de los Estados protectores han
demostrado que no son suficientemente eficaces frente al rápido crecimiento de
nuevos riesgos y vulnerabilidades, lo que obliga a replantearlos y a abrir el camino
para una innovación política y social.
En el campo de la protección social ha aparecido un nuevo escenario: muchas
de las actividades del bienestar están siendo desarrolladas por entidades civiles
—esto es, privadas— en lugar de ser ejecutadas directamente por centros que
pertenezcan a la administración pública. Se ha iniciado la gestión privada de de-
terminados servicios públicos, creando así un nuevo sector socioeconómico: el
Tercer Sector de Acción Social. Este fenómeno abre la posibilidad de repensar
también la estructura protectora de los Estados. ¿Quedan afectados los dere-
chos sociales? ¿Quedan modificadas las responsabilidades públicas? Parece un
momento muy oportuno para redefinir los espacios públicos y privados, y una
ocasión para fortalecer los lazos de compromiso entre los ciudadanos. Pero esto
debe llevarse a cabo con las suficientes garantías de que no se retroceda en dere-
chos. No debe pasarse de la cobertura de unos derechos a la recepción de unas
ayudas. Por este motivo, las administraciones públicas deben redefinir también
su función: deberían adquirir un rol más bien de coordinación, de procuración de
recursos y de garante de derechos, que de proveedor directo de los servicios.
La creación de un nuevo modelo relacional entre el Tercer Sector y las admi-
nistraciones públicas debe estructurar un nuevo sector público del bienestar so-
cial —entendiendo ‘público’ en el sentido de compromiso y acción de todos y para
la colectividad. También en esta dimensión aparece el tema de la imprescindible
confianza social. La transparencia debe ser un tótem tanto para las entidades
como para las administraciones. La ciudadanía debe asumir y ejercer la responsa-
bilidad colectiva. La deliberación, el compromiso y la participación pueden erigir-
se en objetivo de transformación de nuestros países, tan socialmente debilitados
que pueden encontrar, precisamente en esta situación de confusión, el espacio y
la oportunidad para la innovación social.

4. Conclusiones
En estos momentos de incertidumbre surge como un hito de gran importancia la
consecución de una nueva cohesión social —de gran alcance— que no se podrá

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Teresa Montagut

conseguir sin el establecimiento de un nuevo compromiso entre capital y trabajo,


un nuevo quehacer de la gestión política y un compromiso ciudadano con el bien
común.
Pero más allá de este escenario turbador y de extrema complejidad, parece
interesante plantear la búsqueda de instrumentos analíticos capaces de aportar
luz a las profundas transformaciones que parece necesitar el sistema capitalista.
Aquí es donde surge la necesidad de conciliar disciplinas académicas que hasta
hace muy poco se han venido ignorando mutuamente.
Hoy en día, nuestro modelo de sociedad está en crisis. Asistimos a una crisis
del capitalismo y a una crisis del modelo político asociado a su moderna forma de
gestión. Una crisis económica extendida a las instituciones y gobiernos, e incluso
a los valores compartidos por el conjunto social. Esta perplejidad sobre nuestro
presente y nuestro futuro obliga a repensar la necesidad de una nueva cohesión
social. Se abre un importante reto para la sociología económica.
La Nueva Sociología Económica puede —y debe— hacer emerger la lógica
de los intereses y las fuerzas que conducen el comportamiento humano, también
en las relaciones económicas. Si entendemos nuestro sistema como el conjunto
de relaciones económicas, políticas y sociales, son necesarias teorías capaces de
combinar o unir las relaciones sociales con los intereses particulares en un mismo
análisis. Como señala Swedberg (2004), éste debería ser el resultado de conjugar
las ideas básicas de la economía con las de la sociología. El triunfo de la perspec-
tiva neoclásica en economía fue fruto de la adopción de una serie de postulados
que simplificaban la naturaleza humana. La racionalidad en este sistema viene
definida como la búsqueda, sin trabas, de beneficios por parte de actores econó-
micos, sean individuos o instituciones. Otros científicos sociales han venido de-
mostrando que hay muchas situaciones en las que estos supuestos no conducen
a una predicción exacta. Y aun si se asume que los actores actúan con una cierta
racionalidad, en el sentido de perseguir objetivos mediante selección previa de
determinados medios, no se trata de individuos aislados de un contexto social. Al
contrario, las relaciones intervienen en cada una de las fases del proceso, desde
la selección de los posibles objetivos económicos a la organización de los medios
para conseguirlos. Tampoco la sociología económica está exenta de críticas. Para
Portes (2010), también en esta perspectiva académica encontramos vacíos teó-
ricos, ya que aunque la disciplina se ha centrado en identificar las restricciones
a la racionalidad creadas por el entorno social, ha olvidado estudiar o buscar los
elementos que permiten comprender otros comportamientos distintos.
La mayor parte de la cooperación social —desde la vida familiar hasta la esfe-
ra de la política— es posible gracias al uso de complejos procesos de interacción

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El capitalismo y su crisis, ¿qué tipo de crisis?

más que a la aplicación de reglas dictadas por una autoridad central. En este sen-
tido, un sistema de mercado es un método de coordinación social que se realiza
mediante el ajuste mutuo entre quienes participan en él (Lindblom, 2004). El
sistema de mercado puede resultar un buen elemento de distribución de recursos
en las sociedades complejas, pero otra cosa es suponerle una eficiencia general, ya
que existe un conjunto de determinaciones previas que afectan a sus participan-
tes. Tampoco la libre elección en el consumo va a asociada únicamente al sistema
de mercado y, como se ha analizado, hay esferas de la vida social y la vida política
afectadas, también, por el mecanismo de los mercados.
El sistema de mercado no sólo repercute en nuestro bienestar económico, sino
también en nuestra vida social y política, ya que organiza y coordina algo más que
el flujo de mercancías. Influye en la conducta humana en todas sus dimensiones.
Permite alcanzar un nivel de cooperación que abarca el conjunto de la sociedad,
nacional y global, pero a su vez, como señala Lindblom (2004), plantea un desafío
a la misma noción de sociedad, y aquí surge el espacio donde podemos incidir.
Como dicho autor plantea: ¿qué tipo de sociedad queremos?
La literatura sociológica actual todavía no ha aportado suficientes estudios
sobre cuál es el rol que juegan los mercados en la socialización económica en
la sociedad capitalista moderna. ¿Por qué parece que no hay alternativa a la si-
tuación de crisis creada por los mercados? Otra cuestión no resuelta es la rela-
ción entre el dinero y los mercados. El dinero y los instrumentos financieros del
sistema aparecen e inciden en estrecha relación en algunos de los mercados. Es
necesario estudiar no sólo el impacto del dinero sobre las relaciones sociales, sino
también prestar atención al dinero como un instrumento dinámico y cambiante
para la adquisición de poder, continuando la línea iniciada por Simmel (1977)
en el año 1900.
Tenemos abiertos, pues, importantes retos teóricos que podrían ayudar a la
comprensión de la complejidad del mundo moderno y a la posible búsqueda de
su transformación.

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